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5 CESAR AIRA Un episodio en la vida del pintor viajero (novela)

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CESAR AIRAUn episodio en la vida del pintor viajero

(novela)

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Biblioteca: Ficciones

Ilustración de tapa: Daniel García

Primera edición: junio 2000Primera reimpresión: agosto 2003© César Aira© Beatriz Viterbo EditoraEspaña 1150 (S2000DBX) Rosario, [email protected]

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente pro-hibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Co-pyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, lareproducción parcial o total de esta obra por cualquiermedio o procedimiento, incluidos la reprografía y el trata-miento informático.

I.S.B.N.: 950-845-088-6

IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINAQueda hecho el depósito que previene la ley 11.723

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En Occidente hubo pocos pintores viajerosrealmente buenos. El mejor de los que tenemosnoticias y abundante documentación fue el granRugendas, que estuvo dos veces en la Argenti-na; la segunda, en 1847, le dio ocasión de regis-trar los paisajes y tipos rioplatenses —con tan-ta abundancia que se calcula en doscientos loscuadros que quedaron en manos de particula-res en este rincón del mundo—, y sirvió paradesmentir a su amigo y admirador Humboldt, omás bien a una interpretación simplista de lateoría de Humboldt, que había querido restrin-gir el talento del pintor a los excesos orográficosy botánicos del Nuevo Mundo. Pero la desmenti-da en realidad había tenido un anticipo diez añosantes, en la primera visita, breve y dramática,interrumpida por un extraño episodio que mar-có de modo irreversible su vida.

Johan Moritz Rugendas nació en la imperialciudad de Ausburgo el 29 de marzo de 1802, hijo,nieto y bisnieto de prestigiosos pintores de gé-nero; un antepasado suyo, Georg Philip Ru-gendas, fue famoso por sus cuadros de batallas.Los Rugendas habían emigrado de Cataluña(pero la familia tenía orígenes flamencos) en

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1608 y se instaló en Ausburgo en busca de unclima social más favorable a su credo protes-tante. El primer Rugendas alemán fue relojeroartístico; todos los que siguieron fueron pinto-res. Johan Moritz dio prueba de su vocacióndesde los cuatro años. Dibujante dotado, se des-tacó en el taller de Albrecht Adam y luego en laAcademia de Arte de Munich. A los diecinueveaños se le presentó la oportunidad de viajar aAmérica en la expedición que dirigía el barónLangsdorff y financiaba el zar de Rusia. Su mi-sión era la que cien años después habría cum-plido un fotógrafo: documentar gráficamente loshallazgos que hicieran y los paisajes que atra-vesaran.

En este punto es preciso volver un poco atráspara hacerse una idea más clara del trabajo queiniciaba el joven artista. La historia de la fami-lia no era tan larga como pudo parecer por elpárrafo anterior. Su bisabuelo, Georg PhilipRugendas (1666-1742) fue el iniciador de la di-nastía de pintores. Lo hizo por haber perdido ensu juventud la mano derecha; la mutilación loincapacitó para el oficio de relojero, que era eltradicional de su familia y para el que se habíapreparado desde la infancia. Debió aprender ausar la mano izquierda, y manejar con ella lápizy pincel. Se especializó en la representación debatallas, y tuvo un formidable éxito derivado dela precisión sobrenatural de su dibujo, derivadaésta de su formación de relojero y del uso de lamano izquierda, que al no ser la que habríaempleado naturalmente lo obligaba a una metó-dica deliberación. El contraste exquisito dedetallismo congelado en la forma y fragor vio-

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lento en el tema lo hizo único. Su protector ycliente principal fue Carlos XII de Suecia, el reyguerrero, cuyas batallas pintó siguiendo a losejércitos desde las nieves hiperbóreas hasta laardiente Turquía. En su edad madura fue prós-pero impresor y comerciante de estampas, con-secuencia natural de su técnica de documenta-ción bélica. A sus tres hijos, Georg Philip, Johany Jeremy les dejó en herencia este comercio y latécnica. Hijo del primero de ellos fue JohanChristian (1775-1826), padre de nuestro Ru-gendas, que cerró el ciclo pintando las batallasde Napoleón, otro rey guerrero.

Pues bien, después de Napoleón se abrió enEuropa el “siglo de paz” en el que debió langui-decer necesariamente la rama del oficio en quese había especializado la familia. El joven JohanMoritz, un adolescente en la época de Waterloo,debió reconvertirse sobre la marcha. Del apren-dizaje en el taller de Adam, pintor de batallas,pasó a las clases de pintura de la Naturaleza enla Academia de Munich. La “Naturaleza” quepodía tener mercado en cuadros y estampas erala exótica y lejana, lo que complementó su voca-ción artística con la viajera; el rumbo de estaúltima se lo indicó pronto la oportunidad de laexpedición mencionada. En el umbral de los vein-te años, se le abría un mundo ya hecho, y tam-bién, a la vez, por hacer, más o menos como lesucedió por la misma época al joven Darwin. ElFitzroy de Rugendas fue el barón Georg Heinrichvon Langsdorff, que en el curso de la travesíaatlántica se reveló “intratable y lunático”, alpunto que al llegar al Brasil el artista se separóde la expedición, en la que fue reemplazado por

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otro pintor documentalista de talento, Taunay.Se ahorró con su decisión muchos problemas,porque esa expedición tuvo mal sino: Taunaymurió ahogado en el Guaporé, y en medio de laselva Langsdorff perdió la poca razón que tenía.Rugendas por su parte, al cabo de cuatro añosde excursiones y trabajos por las provincias deRio de Janeiro, Minas Gerais, Mato Grosso, Es-píritu Santo y Bahía, regresó a Europa y publi-có un bello librito ilustrado, el Viaje Pintoresco

por el Brasil (el texto fue redactado por VictorAimé Huber en base a las notas del pintor), quehizo su fama y lo puso en contacto con el emi-nente naturalista Alexander von Humboldt, conquien colaboró en algunas publicaciones.

Su segundo y último viaje a América duró die-ciséis años, de 1831 a 1845. México, Chile, Perú,otra vez Brasil, la Argentina, fueron escenariode sus laboriosos desplazamientos, y centena-res, miles de cuadros, su resultado. (Su catálo-go incompleto enumera 3353 obras entre óleos,acuarelas y dibujos.) Si bien la etapa más ela-borada fue la mexicana, y las selvas y montañastropicales constituyeron su temática más carac-terística, el objetivo secreto de su largo viaje,que abarcó toda su juventud, fue la Argentina,el vacío misterioso que había en el punto equi-distante de los horizontes sobre las llanuras in-mensas. Sólo allí, pensaba, podría encontrar elreverso de su arte... Esta peligrosa ilusión lopersiguió toda su vida. Traspuso los umbralesdos veces, la primera en 1837, por el oeste, atra-vesando la Cordillera en camino desde Chile; lasegunda en 1845, por el Río de la Plata; fue estasegunda ocasión la más fructífera, pero no salió

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del radio de Buenos Aires; en la primera en cam-bio se había aventurado hacia el centro soñado,y en realidad llegó a hollarlo por unos instan-tes, aunque el precio que debió pagar fue exor-bitante, como se verá.

Rugendas fue un pintor de género. Su génerofue la fisionómica de la Naturaleza, procedimien-to inventado por Humboldt. Este gran natura-lista fue el padre de una disciplina que en bue-na medida murió con él : la Erdtheorie, oPhysique du Monde, una suerte de geografía ar-tística, captación estética del mundo, ciencia delpaisaje. Alexander von Humboldt (1769-1859)fue un sabio totalizador, quizás el último; lo quepretendía era aprehender el mundo en su totali-dad; el camino que le pareció el adecuado parahacerlo fue el visual, con lo que adhería a unalarga tradición. Pero se apartaba de ésta en tantono le interesaba la imagen suelta, el “emblema”de conocimiento, sino la suma de imágenes co-ordinadas en un cuadro abarcador, del cual el“paisaje” era el modelo. El geógrafo artista de-bía captar la “fisionomía” del paisaje (el concep-to lo había tomado de Lavater) mediante sus ras-gos característicos, “fisionómicos”, que recono-cía gracias a un estudio erudito de naturalista.La calculada disposición de elementos fisio-nómicos en el cuadro transmitía a la sensibili-dad del observador una suma de información,no de rasgos aislados sino sistematizados parasu captación intuitiva: clima, historia, costum-bres, economía, raza, fauna, flora, régimen delluvias, de vientos... La clave era el “crecimien-to natural”: de ahí que el elemento vegetal fuerael que pusiera en primer plano. Y de ahí tam-

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bién que Humboldt buscara sus paisajes fisio-nómicos en los trópicos, cuya riqueza vegetativay velocidad de crecimiento era incomparable-mente mayor que en Europa. Humboldt vivió lar-gos años en zonas tropicales, de Asia y América,y alentó a hacerlo a los artistas formados en sumétodo. Con lo cual completaba el circuito yaque apelaba al interés del público europeo porestas regiones aún mal conocidas, y le daba unmercado a la producción de los pintores viaje-ros.

Humboldt tuvo la mayor admiración por eljoven Rugendas, al que calificó de “creador ypadre del arte de la presentación pictórica de lafisionomía de la naturaleza”, frase que bien ha-bría servido para describirlo a él mismo. Parti-cipó con sus consejos en la preparación del se-gundo y gran viaje rugendiano, y el único puntoen que no estuvo de acuerdo fue en la decisiónde incluir a la Argentina en el itinerario. No que-ría que su discípulo gastara esfuerzos por deba-jo de la franja tropical, y en sus cartas abunda-ba en recomendaciones de este tenor: “no des-perdicie su talento, que consiste sobre todo endibujar lo realmente excepcional del paisaje,como por ejemplo picos nevados de montañas,bambúes, la flora tropical de las selvas, gruposindividuales de la misma especie de plantas, perode diferentes edades; filíceas, latanias, palme-ras con hojas plumadas, bambúes, cactus cilín-dricos, mimosas de flores rojas, inga (con ra-mas largas y grandes hojas), malváceas con eltamaño de un arbusto con hojas digitales, enespecial el árbol de las Manitas (Cheiran-todendron) en Toluca; el famoso Ahuehuete de

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Atlisco (el milenario cupressus disticha) en lascercanías de México; las especies de orquídeasde hermosa floración en los troncos de los árbo-les cuando éstos forman nudos redondosrecubiertos de musgo, rodeados a su vez por losbulbos musgosos del dendrobio; algunas figu-ras de caoba caídas y cubiertas por orquídeas,banisterias y plantas trepadoras; además otrasplantas gramíneas de veinte a treinta pies dealtura de la famlia de los bambúes, nasto y dife-rentes foli is distichis; estudios de potos ydracontium; un tronco de crescentia cujete car-gado de frutas que salen de éste; un teobroma-cacao floreciendo y cuyas flores salen de las raí-ces; las raíces externas de hasta cuatro pies dealtura en forma de estacas o tablas del cupressusdisticha; estudios de una roca cubierta porfucus; ninfeas azules en el agua; guastavias(pirigara) y lecitis florecientes; ángulo visto desdelo alto de una montaña de un bosque tropicalde manera de ver solamente los florecientes ár-boles de copa ancha entre los cuales se alzanlos pelados troncos de las palmeras como uncorredor de columnas, una selva sobre otra sel-va; las diferentes fisionomías de materiales depisang y heliconiun...”

Sólo en los trópicos se encontraba el excesonecesario de formas primarias para caracteri-zar un paisaje. En la vegetación, Humboldt ha-bía reducido estas formas primarias a diecinue-ve; diecinueve tipos fisionómicos, cosa que notenía nada que ver con la clasificación linneana,que opera con la abstracción y el aislamiento delas variaciones mínimas; el naturalista hum-boldtiano no era un botánico sino un paisajista

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de los procesos de crecimiento general de la vida.Ese sistema, a grandes rasgos, constituía el “gé-nero” de pintura que practicó Rugendas.

Después de una breve estada en Hait í ,Rugendas pasó tres años en México, entre 1831y 1834. En esta última fecha pasó a Chile, don-de viviría ocho años, con un intervalo de unoscinco meses que ocupó el interrumpido viaje ala Argentina; el propósito original era cruzar todoel país, hasta Buenos Aires, y de ahí subir has-ta Tucumán y luego Bolivia, etc. Pero no pudoser.

Partió a fines de diciembre de 1837 desde SanFelipe de Aconcagua (Chile), en compañía delpintor alemán Robert Krause, con una reducidatropilla de caballos y mulos y dos baqueanoschilenos. La idea, que realizaron, era aprovecharel buen tiempo estival para hacer sin apuro elcruce por los pintorescos pasos cordilleranostomando apuntes y pintando todo lo que valierala pena.

En pocos días ya estaban en medio de la cor-dillera, aunque sólo eran pocos descontando losmuchos en que se detenían a pintar. La lluviales servía para avanzar, con los papeles bienenrollados dentro de telas enceradas; no hubolluvias en realidad, sino unas lloviznas benévo-las, que durante tardes enteras envolvían el pai-saje en blandas mareas de humedad. Las nubesbajaban hasta casi posarse, pero el menor vien-to bastaba para llevárselas... y traer otras, porcorredores incomprensibles que parecían comu-nicar el cielo con el centro de la Tierra. En esasmágicas alternancias los artistas recuperabanvisiones de ensueño, cada vez más espaciosas.

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Las jornadas, aunque zigzagueantes en el mapa,iban hacia la amplitud en línea recta como fle-chas. Cada día era más grande, más distante. Amedida que los cerros adquirían peso el aire sehacía más liviano, más versátil su poblaciónmeteórica, pura óptica de altos y bajos super-puestos.

Llevaban registros barométricos, calculabanla velocidad del viento con una manga bonete, ydos capilares de vidrio con grafito líquido lesservían de altímetro. Como un farol de Diógenes,llevaban al frente el mercurio teñido de rosa deltermómetro, en una alta percha con campani-llas. El paso regular de la caballada producíaun rumor que sonaba lejano; aunque en losumbrales de la audición, él también entraba enel régimen de ecos del sistema.

Y de pronto, en la medianoche, explosiones,cohetes, bengalas, que resonaron largamente enlas inmensidades de roca, y llevaron fugacescolorines volantes a esas austeras grandezas, enuna miniatura de auspicios: empezaba el año1838, y los dos alemanes habían llevado unaprovisión de pirotecnia artística para festejarlo.Descorcharon una botella de vino francés y brin-daron con los baqueanos. Tras lo cual se acos-taron a dormir de cara al cielo estrellado, espe-rando la Luna, que al salir de los bordes de unpicacho fosforescente puso punto final a unaadormecida enumeración de propósitos, y losproyectó al verdadero sueño.

Rugendas y Krause se llevaban bien, y no lesfaltaba tema de conversación, aunque los doseran callados. Ya habían hecho juntos algunosviajes por Chile, siempre en la mayor armonía.

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El único punto que para Rugendas constituíaun velado problema era la definitiva mediocri-dad de Krause como pintor, que le impedía elo-giar con sinceridad sus esfuerzos. Trataba depensar que en la pintura de género el talento noera necesario, ya que todo se hacía según unprocedimiento, pero el hecho era que los cua-dros de su amigo no valían nada. Podía recono-cer en cambio su dominio técnico, y sobre todosu buen carácter. Krause era muy joven, y teníatiempo para escoger otros rumbos; mientras tan-to, podría disfrutar de estas excursiones; malno le iban a hacer. El joven por su parte tenía lamás viva admiración por Rugendas, y su devo-ción no era de los menores motivos del placerque ambos obtenían de la compañía. La diferen-cia de edades y talento no se hacía notar porqueRugendas, a los treinta y cinco años, era tímidoy afeminado y torpe como un adolescente. Elaplomo y los modales aristocráticos de Krause,y su profunda cortesía, acortaban la distancia.

En quince días iniciaban el descenso por elotro lado, y empezaron a acelerar la marcha. Lasmontañas corrían el riesgo de volverse un hábi-to, como lo eran obviamente para los dosbaqueanos, que cobraban por día. La prácticadel arte los protegía de ese peligro, pero sólo alargo plazo; en el corto plazo, mientras se reali-zaba el aprendizaje del entorno y su represen-tación, su efecto era el opuesto. Las conversa-ciones que los entretenían durante las lentascabalgatas y los altos eran de naturaleza técni-ca. En tanto vieran sus ojos algo nuevo, su len-gua tendría motivos para agitarse dando cuentade la diferencia. Debe tenerse en cuenta que el

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grueso del trabajo que realizaban era prelimi-nar: bocetos, apuntes, anotaciones. Dibujo yescritura se confundían en sus papeles; queda-ba para más adelante la elaboración de esas ex-periencias en cuadros y grabados. Estos últimoseran la clave de la difusión, y su reproducciónpotencialmente infinita debía ser objeto de unaconsideración detallada. El círculo se cerrabacon la inserción de esos grabados en un libro,envueltos en el texto.

La calidad de la obra de Rugendas no la reco-nocía solamente Krause. Lo bien que pintaba eraevidente, sobre todo por la simplicidad que ha-bía logrado. La simplicidad lo envolvía todo ensus cuadros, nacaraba la obra y le daba una luzde día de primavera. Sus trabajos eran eminen-temente comprensibles, con lo que consumabalos postulados de la fisionomía. De esta com-prensión emanaba su reproducción; no sólo suúnico libro publicado había sido un éxito de li-brerías en toda Europa, sino que los grabadosque ilustraban su Voyage Pittoresque dans le

Brésil habían sido usados para la fabricación depapeles murales y hasta para iluminar vajillade porcelana de la manufactura de Sèvres.

Krause solía hacer referencia a ese insólitotriunfo, entre bromas y veras, y su admiradoamigo, en la soledad de la Cordillera, sin testi-gos, aceptaba con una sonrisa el cumplido, no ate-nuado por la suave burla cariñosa que lo trans-portaba. En ese espíritu oía la sugerencia de usarel diseño del Aconcagua como decoración de unpocillo de café: máximos y mínimos se conjuga-ban en el feliz esfuerzo cotidiano del lápiz.

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Por lo demás, acertar con el dibujo del Acon-cagua no era tan fácil, como no lo era con nin-guna montaña en particular. Porque si a la mon-taña se la imagina como una suerte de cono do-tado de artísticas irregularidades, esta o aque-lla montaña resultará imposible de identificar apartir de variaciones mínimas del punto desdeel que se la enfoque, porque su perfil cambiapor completo.

Durante esta travesía menudeaban los hallaz-gos temáticos. Los temas eran importantes enel arte de género; los dos artistas, cada cual ensu nivel personal de calidad, hacían una docu-mentación artística y geográfica del paisaje. Ysi para la vertical geológica temporal se las arre-glaban solos, pues sabían reconocer esquistos ybasaltos, dendritas carboníferas y lavas peina-das, plantas, musgos y hongos, para la horizon-tal topográfica debían recurrir a los baqueanoschilenos, que se revelaron inagotables minas denombres. “Aconcagua” era sólo uno de ellos.

Al cuadriculado de verticales y horizontalesque componía el paisaje se superponía el factorhumano, también reticular. Los baqueanosactuaban sin preconceptos, atentos a la reali-dad. A lo inmutable que conocían de memoria lohacían palpitar de misterio las variaciones delclima y los caprichos de sus clientes alemanes,por los que mostraban una combinación de res-peto y desdén tan razonable que no podía serofensiva. Después de todo, en los alemanes semezclaban del mismo modo ciencia y arte. Y másaun: se mezclaban, sin confundirse, los distin-tos grados de talento de uno y otro.

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Viaje y pintura se entrelazaban como en unacuerda. Los peligros e inconvenientes de lo quepor lo demás era un camino sobresaltado y te-rrible se transmutaban e iban quedando atrás.Y en verdad era terrible; asombraba pensar queeso era un camino, recorrido durante casi todoel año por viajeros, arrieros y hombres de nego-cios. Una persona normal lo habría consideradoun dispositivo de suicidio. Hacia el punto cen-tral, a dos mil metros de altura y rodeados decumbres que se perdían en las nubes, dejaba deparecer un pasaje de un punto a otro, y se vol-vía el mero camino de salida de todos los pun-tos a la vez. Líneas abruptas, en ángulos impo-sibles, árboles creciendo al revés en techumbresde roca, pendientes que se hundían en telonesde nieve, bajo un sol abrasador. Y lanzas de llu-via que se clavaban en nubecitas amarillas,ágatas enguantadas de musgo, espinos rosa. Elpuma, la liebre y la culebra, eran la aristocra-cia montañesa. Los caballos resoplaban con rui-do, empezaban a tropezar, y era necesario haceruna parada; las mulas estaban perpetuamentemalhumoradas.

Las largas marchas estaban vigiladas porcumbres de mica. ¿Cómo hacer verosímiles esospanoramas? Había demasiados lados, al cubo lesobraban caras. La contigüidad de los volcanesproducía interiores de cielo. Había grandes es-tallidos de crepúsculo óptico, a los que el silen-cio estiraba. En cada recodo se desplegaban so-les de honda y cañón. Siempre en un silencio demasas descomunales, canchas grises colgadasa secar para siempre, y respiraderos del anchode océanos. Krause una mañana dijo haber te-

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nido pesadillas, con lo cual las conversacionesde ese día y el siguiente tocaron temas de mecá-nica moral y pacificación. Se preguntaban si lle-garía el día en que se construyeran ciudades enestos sitios. ¿Qué se necesitaba para ello? Qui-zás que hubiera guerras, y que pasaran, dejan-do desocupadas las fortalezas de piedra, con sussistemas de cultivos suspendidos, sus aduanas,sus extracciones; un laborioso pueblo de fron-tera, chileno y argentino, podría venir a asen-tarse y reconvertir las instalaciones. Ese era elpunto de vista de Rugendas, sobre el que proba-blemente actuaban sus ancestros de arte béli-co. Krause en cambio, a despecho de su templemundano, se inclinaba por la colonización mís-tica. Una cadena homóloga de monasterios, enlos áticos más inaccesibles de la piedra, podríanderramar novedosos budismos hasta muy aden-tro de lo inaccesible, y el rebuzno de los trom-petones despertaría a gigantes y enanos de laindustria andina. Deberíamos dibujarlo, decían.¿Pero quién lo creería?

Lluvias, soles, dos días enteros de bruma im-penetrable, silbidos nocturnos de viento, vien-tos lejanos y cercanos, noches de cristal azul,cristales de ozono. El patrón de temperaturashorarias era sinuoso, pero no impredecible. Lasvisiones tampoco lo eran en realidad. Tan len-tas pasaban las montañas frente a ellos, que elalma encontraba pasatiempos constructivistaspara reemplazarlas.

Prácticamente una semana entera se les fueen dibujar una seguidilla de vértigos. Se cruza-ron con toda clase de arrieros, y tenían las máscuriosas conversaciones con mendocinos y chi-

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lenos. Hasta curas se toparon, y europeos, yhermanos, tíos y cuñados de sus baqueanos.Pero la soledad se recomponía pronto, y la vi-sión de los que se alejaban los proveía de inspi-ración.

Por esos años Rugendas había iniciado unapráctica novedosa, la del boceto al óleo. Estoconstituía una innovación, que la historia delarte ha registrado como tal. Sólo unos cincuen-ta años después los impresionistas lo practica-rían de modo sistemático; en su momento, eljoven artista alemán no tenía más antecedentesque algunos excéntricos ingleses, con Turnercomo modelo. Mal visto, se lo consideraba unprocedimiento de chapucería. Y lo era, en bue-na medida, pero tenía como horizonte unatransvaloración de la pintura. En el trabajo co-tidiano, su efecto era la insersión de piezas úni-cas en el flujo constante de notas preparatoriaspara el grabado o el óleo en serie. Krause no loseguía por ese camino; se limitaba a contemplarla producción frenética de esos pequeños ma-marrachos de pastosidad exagerada y coloresácidos discordantes.

Al fin se hizo evidente que estaban dejandoatrás esos paisajes. ¿Los reconocerían si pasa-ban otra vez por ellos? (No tenían planes de ha-cerlo.) Se llevaban carpetas hinchadas a reven-tar de souvenirs. “Me llevo en las retinas...” de-cía la frase corriente. ¿Por qué las retinas? Entoda la cara también, en los brazos, en los hom-bros, en el cabello, en los talones... En el siste-ma nervioso. A la luz del glorioso atardecer del20 de enero contemplaban arrobados el conjun-to de silencios y aire. Una recua de mulas del

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tamaño de hormigas se estampaba sobre un ca-mino de cornisa, con movimiento de astros. Unainteligencia humana y comercial las guiaba, unsaber de crianza y procreación racial. Todo erahumano; la más salvaje naturaleza estaba em-papada de sociabilidad, y los dibujos que ha-bían hecho, en la medida en que tenían algúnvalor, eran su documentación. El infinito oro-gráfico era el laboratorio de formas y colores.Hacia adelante, en la frente soñadora del pintorviajero, se abría la Argentina.

Pero mirando atrás por última vez, la gran-deza de los Andes se alzaba enigmática y salva-je, demasiado enigmática y salvaje. Desde hacíaunos días, bajando siempre, los había empeza-do a envolver un calor abrumador. Mientras sualma soñaba contemplando desde la atalaya desalida ese universo de roca, el cuerpo de Ru-gendas estaba bañado en sudor. Un viento dealturas desprendía mechones de nieve de lascumbres y los arrojaba hacia ellos, como un sir-viente piadoso que les trajera en medio del tra-bajo un cucurucho de helado de vainilla.

Ese paisaje visto por encima del hombro lesuscitaba de nuevo viejas dudas y planteos vi-tales. Se preguntaba si sería capaz de hacersecargo de su vida, de ganarse el sustento con sutrabajo, es decir con su arte, si podría hacer loque hacían todos... Hasta entonces lo había he-cho, y muy bien, pero contaba a su favor con elimpulso adquirido en la Academia y el aprendi-zaje en general, y con la energía de la juventud.Sin hablar de la suerte. Tenía las más seriasdudas de que ese movimento pudiera mantener-se. ¿Con qué contaba, al fin de cuentas? Con su

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oficio, y casi nada más. ¿Y si la pintura lo aban-donaba? No le quedaría nada. No tenía casa, nidinero en el banco, ni capacidad para los nego-cios. Su padre había muerto, él vivía desde ha-cía años errando por países extranjeros... Estoúltimo lo hacía especialmente sensible a ese ra-zonamiento de “si los demás pueden...” En efec-to, toda la gente con la que se cruzaba, en ciu-dades y aldeas, en selvas y montañas, se lasarreglaba para mantener su vida a flote; peroestaban en su contexto, sabían a qué atenerse.Mientras que él estaba a merced de un raro azar.¿Quién le aseguraba que el arte fisionómico dela naturaleza no pasaría de moda, dejándolo ais-lado como un náufrago en medio de una bellezainútil y hostil? Por lo pronto, su juventud ya casihabía pasado, y seguía sin conocer el amor. Sehabía empeñado en vivir en un mundo de fábu-la, de cuento de hadas, y si en él no había apren-dido nada práctico al menos había aprendido queel relato siempre se prolongaba, y al héroe loesperaban nuevas alternativas, más capricho-sas e imprevisibles que las anteriores. La po-breza y el desamparo eran apenas un episodiomás. Podía terminar pidiendo limosna en el por-tal de una iglesia sudamericana, ¿por qué no?Ningún temor era exagerado, tratándose de él.

En estas reflexiones se extendía páginas ypáginas en una carta a su hermana Luise enAusburgo, la primera de las cartas que escribióal llegar a Mendoza.

Porque de pronto estaban en Mendoza, unabonita ciudad arbolada y pequeña, con las mon-tañas al alcance de la mano y unos cielos celes-tes tan inmutables que aburrían. Eran días de

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grandes calores, con los mendocinos atontadosde bochorno, durmiendo siestas hasta las seisde la tarde. Por suerte la vegetación daba som-bra por todas partes; el follaje llenaba el aire deoxígeno, con lo que respirar, cuando se podía,era muy restaurador.

Los viajeros, provistos de recomendacioneschilenas, se alojaron en casa de la familia Godoyde Villanueva, atenta y hospitalaria. Una grancasa a los pies de los árboles, con huerto yjardincillos. Tres generaciones convivían en bue-na armonía en el solar, y los niños menores sedesplazaban en triciclos que fueron debidamen-te apuntados en los cuadernos rugendianos;nunca los había visto antes. Fueron sus prime-ros dibujos argentinos, y señalaron una direc-ción vehicular que pronto tomaría un alcanceinesperado.

Pasaron un mes delicioso en la ciudad y alre-dedores. Los mendocinos se desvivían por aten-der al distinguido visitante, quien siempre acom-pañado de Krause hizo los obligados paseos alos cerros, que en realidad debían de ser másatractivos para quienes vinieran del lado opues-to al que habían venido ellos, hizo la ronda defincas vecinas, y comenzó a empaparse en gene-ral de la vida argentina, en ese punto fronterizotan parecida todavía a la chilena, y ya tan dis-tinta. En efecto, Mendoza era la cabecera de laslargas travesías hacia el oriente, hacia la soña-da Buenos Aires, y eso le daba un carácter es-pecial y único. Otra característica era que todala edificación, en la ciudad y el campo, lucía nue-va; y lo era, pues los sismos se encargaban derenovar, cada lustro, todo lo que levantaba el

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hombre. Las reconstrucciones mantenían en vilola actividad económica. La ganadería mendocina,valsante en la actividad telúrica, se beneficiabade la precocidad de los bovinos, auspiciada porel latente peligro ctónico, y abastecía los mer-cados trasandinos. Rugendas habría queridoretratar un terremoto, pero le dijeron que el re-loj planetario no lo favorecía. Aun así, en todoel lapso que pasó en la zona no perdió las espe-ranzas, que por delicadeza no manifestaba, depresenciar un movimiento. En ese punto quedófrustrado, y en otros también. La prosaica Men-doza contenía promesas que por un motivo u otrono se realizaban, y que al fin terminaron dic-tando la partida.

La otra ilusión fueron los malones. En la re-gión eran verdaderos tifones humanos, pero pornaturaleza no obedecían a ningún oráculo nicalendario. Imposible predecirlos; podía haberuno dentro de una hora o no haber ningunohasta el año que viene (aprovechando que esta-ban en enero). Rugendas habría pagado por pin-tar uno. Todos los días de ese mes se desperta-ba con la secreta esperanza de que fuera la fe-cha. Igual que con el terremoto, habría sido demal gusto dar cuenta de esas expectativas. Eldisimulo lo hacía muy sensible a los detalles.No estaba tan seguro de que no hubiera ningúnaviso previo. Interrogó detenidamente a sus an-fitriones, por supuestos motivos profesionales,sobre los signos anunciadores del sismo tec-tónico. Al parecer eran muy inmediatos, cosa dehoras o minutos: los perros escupían, las galli-nas picaban sus propios huevos, pululaban lashormigas, las plantas florecían, etcétera. Pero

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no daban tiempo a nada. El pintor estaba segu-ro de que el malón debía de anticiparse en cam-bios culturales iguales de instantáneos y gra-tuitos. Pero no tuvo ocasión de probarlo.

Aun con todas las demoras que se permitía, ycon el hábito de esperar justificado y alentadopor la naturaleza, había que seguir adelante. Eneste caso, no sólo por imperativos prácticos, sinoporque el pintor, a lo largo de los años, habíavenido haciéndose un mito personal de la Ar-gentina, y al cabo de un mes en ese umbral, vol-vía más fuerte que nunca la urgencia por inter-narse en ella.

En los días previos a la partida, Emilio Godoyorganizó una excursión a una gran estancia ga-nadera diez leguas al sur de la ciudad. Allá fue-ron, y entre los puntos pintorescos que visita-ron hubo un cerro desde el que se divisaba unlargo panorama de bosques y faldeos, hacia elsur. Por esos corredores, les dijo su anfitrión,solían aparecer los indios. Desde allí venían, yhabía sido justamente persiguiéndolos en expe-diciones punitivas después de un malón que losestancieros mendocinos habían tenido una vis-lumbre de lugares asombrosos: montañas dehielo, lagos, ríos, bosques impenetrables. “Us-ted debería pintar eso...” La frase le sonaba co-nocida. No habían dejado de repetírsela duran-te décadas, dondequiera que fuese. Había apren-dido a desconfiar de esos consejos. ¿Quién sa-bía lo que debía pintar? A esta altura de su ca-rrera, y con el gran vacío de las pampas al al-cance de la mano, sentía que lo más auténticode su arte iba en la dirección contraria. No obs-tante lo cual, las descripciones de Godoy lo de-

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jaron soñador. Los reinos de hielo de los indiosse le aparecían en la imaginación más bellos ymisteriosos que cualquier cuadro que pudierapintar.

Lo que sí podía pintar tomaba otro aspecto,bastante inesperado. Los trámites para contra-tar un guía lo pusieron en contacto con un ob-jeto fascinante en grado sumo: la gran carretade las travesías interpampeanas.

Era éste un artefacto de tamaño monstruoso,como hecho adrede para que se creyera que nin-guna fuerza natural podría moverla. Ante la pri-mera que vio quedó absorto largo rato. En sudesmesura veía al fin la corporización de la ma-gia de las grandes llanuras, la mecánica del pla-no puesta al fin en funcionamiento. Volvió a laplaya de cargas al día siguiente, y al siguiente,provisto de papeles y grafitos. Era fácil y a lavez difícil dibujarlas. Pudo verlas iniciando suslargas marchas. Su velocidad de oruga, sólomedible en unidades diuturnas, o hebdomada-rias, lo lanzaba a una microscopía de figuras,no tan paradójica en quien se había destacadohaciendo acuarelas de colibríes pues el movi-miento también por sus extremos mínimos tocala disolución. Lo dejó para más adelante, puestendría sobrada ocasión de verlas en acción du-rante el viaje, y se concentró en las desen-ganchadas.

Como tenían sólo dos ruedas (era su peculia-ridad) mientras estaban sin carga se inclinabanhacia atrás, y sus varas quedaban apuntandoal cielo en un ángulo de cuarenta y cinco gra-dos; la punta de las varas parecía perderse en-tre las nubes; su largo puede calcularse por el

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hecho de que servían para enganchar hasta diezyuntas de bueyes. Sus sólidos tablones estabanreforzados para recibir cargas inmensas; casasenteras, con sus muebles y habitantes, no se-rían excesivas. Las dos ruedas eran como las“vueltas al mundo” de las ferias, todas en alga-rrobo, los rayos gruesos como vigas de techo,con cubos de bronce en el centro cargados delitros de grasa. Había que dibujar a un hom-brecito a su lado para dar una idea cabal deltamaño, y buscando modelos para estas figurasRugendas, tras descartar al abundante perso-nal de mantenimiento, se concentró en losconductores, formidables personajes, a la altu-ra de su tarea. Eran la aristocracia de loscarreros: en sus manos quedaba el dominio deese hipervehículo (sin contar la carga, que po-día ser la totalidad del patrimonio de un mag-nate), y quedaba durante un tiempo muy pro-longado. La línea recta Mendoza-Buenos Aires,recorrida a razón de unos doscientos metros pordía, sugería lapsos de vidas enteras. En los ojosy los modales de los carreros, hombres transge-neracionales, habían quedado registradas esaspaciencias sublimes. Yendo a cuestiones másprácticas, podía pensarse que los elementos enel juego de las variables eran el peso (la carga atransportar) y la velocidad: con un peso mínimose alcanzaba la velocidad máxima, y viceversa.Evidentemente los transportistas interpam-peanos, a la luz del plano, habían hecho la op-ción del peso.

Y de pronto se las veía partir... Una semanadespués, seguían a un tiro de piedra, pero hun-diéndose inexorablemente en el horizonte.

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Rugendas sintió, y le comunicó a su amigo, unaurgencia casi infantil por partir a su vez, en laestela anticipada de las carretas. Se le ocurríaque sería como viajar en el tiempo: en el trayec-to, hecho al paso rápido de sus caballos, alcan-zarían carretas que habían partido en otras erasgeológicas, quizás antes del inconcebible comien-zo del universo (exageraba), y aun a ellas laspasarían, yendo hacia lo verdaderamente des-conocido.

Sobre este rastro partieron. Sobre esta línea.Era una recta que terminaba en Buenos Aires,pero lo que le importaba a Rugendas estaba enla línea, no en el extremo. En el centro imposi-ble. Donde apareciera al fin algo que desafiara asu lápiz, que lo obligara a crear un nuevo pro-cedimiento.

La despedida de los Godoy fue muy afectuo-sa. ¿Volverá alguna vez? le preguntaban. Su iti-nerario no lo predecía: de Buenos Aires partiríaal Tucumán, de ahí subiría a Bolivia y Perú, enuna travesía de años, hasta volver a Europa...Pero quizás algún día desandaría todos sus pa-sos en América (era una idea poética que se leocurría en ese momento), volvería a ver todo loque ahora veía, a pronunciar todas las palabrasque ahora pronunciaba, y a encontrar las carassonrientes que estaba viendo, ni más jóvenes nimás viejas... Su imaginación de artista le hacíaver este segundo viaje como la otra ala de unagran mariposa espejada.

Llevaban un baqueano viejo, y un chico decocinero. Y cinco caballos y dos yegüitas: al finse habían podido sacar de encima las mulasenojadizas. El clima siguió caluroso, y fue ha-

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ciéndose más seco. En una semana de avancepausado dejaron atrás los faldeos andinos, y conellos los árboles, los ríos, los pájaros. Una bue-na trampa para Orfeos desobedientes: borrartodo lo que hubiera atrás. Ya no valía la penavolverse. En la llanura, el espacio se hacía pe-queño e íntimo, casi mental. Hubo una absti-nencia de pintura mientras el procedimiento sereacomodaba. La reemplazaron por unos cálcu-los casi abstractos de trayectoria. Cada tanto seadelantaban a una carreta, y psicológicamenteera como si saltaran meses.

Se adaptaron a la nueva rutina. Había peque-ños accidentes que iban marcando el rumbo delas inmensidades. Empezaron a cazar sistemá-ticamente. El viejo baqueano los entretenía concuentos a la noche. El hombre era un tesoro deinformación de la historia regional. Por algúnmotivo, seguramente por no estar pintando,Rugendas y Krause encontraron en sus conver-saciones diuturnas de caballo a caballo una re-lación entre pintura e historia. Muchas vecesantes habían hablado del tema. Ahora se sen-tían al borde de hacer tocar las razones sueltasy anudarlas.

Un punto en el que se habían puesto de acuer-do era la ventaja de la historia para saber cómose hacían las cosas. Una escena, natural o cul-tural, por detallada que fuera, no decía cómo sehabía llegado a ella, cuál era el orden de lasapariciones ni el encadenamiento causal quehabía llevado a esa configuración. Y justamen-te, la abundancia de relatos en que se vivía que-daba explicada por la necesidad del hombre desaber cómo se habían hecho las cosas. Ahora

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bien, a partir de este punto, Rugendas iba unpaso más allá, para sacar una conclusión bas-tante paradójica. A título de hipótesis, proponíaque el silencio de los relatos no implicaba pér-dida alguna, en tanto la generación actual, o unafutura, podía volver a experimentar esos mis-mos acontecimientos del pasado sin necesidadde que se los contaran, por mera combinatoriao imperio de los hechos, aunque tanto en un casocomo en el otro la acción sería hija de una vo-luntad deliberada. Y hasta era posible que larepetición fuera más cabal si no había relato.En lugar del relato, y realizando con ventaja sufunción, lo que debía transmitirse era el con-junto de “herramientas” con el que poder rein-ventar, con la espontánea inocencia de la acción,lo que hubiera sucedido en el pasado. Lo másvalioso que hicieron los hombres, lo que valía lapena que volviera a suceder. Y la clave de esaherramienta era el estilo. Según esta teoría, en-tonces, el arte era más útil que el discurso.

Un pájaro se escurría por el cielo vacío. Dete-nida en el horizonte, como un lucero del medio-día, una carreta. ¿Cómo volver a hacer una lla-nura igual? Pero el viaje seguramente volvería aser intentado, tarde o temprano. Eso los indu-cía a ser muy cautos, y a la vez muy audaces; loprimero para no cometer algún error que hicie-ra imposible la repetición, lo segundo para quevaliera la pena, como una aventura.

Era un delicado equilibrio, equivalente al pro-cedimiento artístico que practicaban. Rugendasvolvía a lamentar no haber visto a los indios enacción. Quizás debería haber esperado unos díasmás... sentía una vaga nostalgia inexplicable de

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lo que no había pasado, de las enseñanzas quepodía haber dejado. ¿Eso quería decir que losindios eran parte del procedimiento? La repeti-ción de los malones era historia concentrada.

El artista demoraba el comienzo de su tarea,hasta que un día descubrió que tenía más moti-vos de los que él mismo creía para hacerlo. Unaobservación casual hecha alrededor del fogónprovocó al viejo baqueano a hacerle una aclara-ción: no, no estaban en las aclamadas pampasargentinas, aunque sí en algo que se les parecíamucho. La verdadera pampa empezaba pasandoSan Luis. El hombre creía que se trataba de unmalentendido de palabra. Algo de eso debía dehaber, supuso el alemán, pero la cosa en sí tam-bién estaba implicada; tenía que estarlo. Lo in-terrogó con delicadeza, explorando sus propiosrecursos lingüísticos. ¿Acaso la “pampa” era másllana que estas llanuras que estaban atravesan-do? No lo creía, porque no podía haber nada másllano que la horizontal. Y sin embargo, el viejose lo aseguró, con una sonrisa satisfecha, tanrara en esos seres adustos. Lo comentó larga-mente con Krause, más tarde, fumando sus ci-garros bajo las estrellas. Después de todo, notenían motivos serios para dudar. Si había pam-pas (y tampoco eso era motivo real de incerti-dumbre), estaban un poco más adelante. Des-pués de tres semanas de absorber una vasta lla-nura sin relieves, enterarse de que lo llano eraalgo más radical constituía un desafío a la ima-ginación. Por lo que habían podido entender delas desdeñosas frases del paisano, él encontra-ba bastante “montañoso” este tramo. A ellos leshabía dado la impresión de una mesa bien puli-

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da, de un lago tranquilo, de una sábana de tie-rra bien tendida. Pero haciendo un pequeño es-fuerzo mental, ahora que estaban sobre aviso,veían que podía no ser así. Qué extraño, y quéinteresante. De más está decir que la llegada aSan Luis, que el experto reputaba inminente, sevolvió objeto de impaciencia. Durante los dosdías siguientes a la revelación hicieron marchasparejas. Como en una prestidigitación empeza-ron a ver cerros por todas partes; eran las cade-nillas del Monigote y de Agua Hedionda. El ter-cer día se internaron en campos resonantes devacío. Lo siniestro del paraje les llamó la aten-ción a los alemanes, y para su sorpresa a losgauchos también. El viejo y el joven hablabanen susurros, y el primero se apeó varias veces amanosear el suelo. Empezaron a notar que fal-taba la hierba, hasta la más casual, y los car-dos no tenían hoja: parecían corales. Era evi-dente que la región sufría una seca de quién sabequé duración. La tierra se desagregaba precipi-tadamente, aunque todavía no parecían haber-se formado colchones de polvo. No pudieron ase-gurarse porque había cesado todo viento. En laquietud mortal del aire, oían los pasos de loscaballos, sus palabras y hasta su respiración,con ecos amenazantes. De tanto en tanto veíanque el viejo baqueano escuchaba en silencio, conuna atención angustiada. Los contagió, y ellostambién escuchaban. No oían nada, como nofuera el tenue barrunto de un zumbido que de-bía de ser psíquico. Pero el hombre sospechabaalgo; prefirieron no interrogarlo, vagamente ate-morizados.

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Un día y medio se desplazaron en ese vacíoespantoso. No había pájaros en el aire, ni cuisesni ñandúes ni liebres ni hormigas en la tierra.La costra pelada del planeta parecía estar he-cha de un ámbar seco. Al fin, al llegar a la orillade un río donde cargaron agua, el baqueano tuvola confirmación de sus especulaciones, y les diola solución del enigma. Éste se había mag-nificado en los oteros del río: no sólo estabandesprovistos de la menor célula viva de vegeta-ción, sino que los muchos árboles, en su granmayoría sauces mimbres, estaban pelados detoda hoja, como si un invierno repentino loshubiera depilado por hacerles una broma. Eranun espectáculo impresionante, hasta donde seperdía la vista: esqueletos lívidos, que ni siquieratemblaban. Y no era que las hojas se les hubie-ran caído, porque el suelo era sílice puro.

Langostas. La plaga bíblica había pasado porahí. Esa era la clave del enigma, que el baqueanoles reveló al fin. Si había demorado en hacerloera por escrúpulos de veracidad. Había recono-cido las señales sólo por dichos, ya que nuncaantes las había visto con sus ojos. También lehabían contado cómo se veía la manga en ac-ción, pero de eso prefería no hablar, porque so-naba fantasioso; aunque a la vista de los resul-tados, nada lo sería demasiado. Krause, aludien-do a las quejas de su amigo por haber perdido lacita con los indios, le preguntó si no lamentabahaber llegado tarde también esta vez. Se lo ima-ginaba. Un prado verde, envuelto de pronto enuna nube zumbona, y un instante después,nada. ¿Eso podía ser objeto de la pintura? No.Quizás de una pintura en acción.

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Siguieron adelante, por su rumbo, sin perdertiempo. No tenía sentido preguntarse por la di-rección de la manga, porque el área afectada erademasiado grande. Todo lo que debían hacer erallegar a San Luis, y disfrutarlo mientras tanto,si podían. Todo era experiencia, aunque se laperdieran por minutos. La vibración que habíaquedado en la atmósfera tenía una resonanciaapocalíptica.

Pero se habían presentado inconvenientesmuy prácticos que hicieron difícil disfrutarlo.Esa misma tarde, los caballos, que llevaban dosdías de ayuno obligado, entraron en crisis. Sehicieron ingobernables y hubo que parar. Paracolmo, la temperatura había seguido subiendo,y ya debía de estar en los cincuenta grados. Nose movía un solo átomo del aire. La presión ha-bía descendido radicalmente. Un pesado techode nubes grises pendía sobre sus cabezas, perosin darles el alivio de una disminución del res-plandor, que seguía cegándolos. ¿Qué hacer? Elcocinerito adolescente estaba asustado, se apar-taba de los caballos como si fueran a morderlo.El viejo no levantaba la vista, avergonzado delfracaso de su baqueanía. Tenía cierta justifica-ción porque nunca antes había cruzado un áreacomida por la langosta. Los alemanes delibera-ron en voz baja. Estaban en un océano selenita,con el horizonte erizado de cerros. Krause erade opinión de moler galletas y hacer una papillacon agua y leche, dársela con paciencia a loscaballos, esperar unas horas a que se tranquili-zaran, y retomar la marcha con la fresca de latardecita. A Rugendas el plan le pareció tan ab-surdo que no lo discutió siquiera. Propuso algo

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un poco más sensato, como ir a investigar, deun galope, al otro lado de los cerros. Acostum-brados a medir la distancia en los cuadros, lalejanía de estas montañitas se les revelaba ilu-soria, prácticamente estaban entre ellas. En esecaso, su vegetación no debía de haber salido in-demne de la comilona. Lo consultaron con elbaqueano, pero no le sacaron palabra. Bien po-día suponerse, con todo, que sus laderas hubie-ran hecho pantalla antimanga, y dando la vuel-tas encontraran una pradera con sus trébolesbien contados. El pintor viajero ya estaba deci-diendo: él iría a las elevaciones del sur, su ami-go a las del norte. Krause puso reparos. Un ga-lope de emergencia, con los caballos en el esta-do en que se encontraban, le parecía impruden-te. Sin contar con que se estaba preparando unatormenta. Se negaba terminantemente. Ru-gendas por su parte no tenía ganas de seguirdiscutiendo, así que partió solo, anunciando queestaría de regreso en dos horas. Lanzado al ga-lope, el caballo respondió con una liberación deenergía nerviosa; igual que el jinete, estaba tansudado como si saliera del mar. La humedad seevaporaba antes de tocar el suelo; iban dejandouna estela de vapor salado. Los conos grises delos cerros, en los que llevaba fija la vista, se ibandesplazando respecto de la línea de la cabalga-ta; sin crecer perceptiblemente, se multiplica-ban y entreabrían; alguno pasó a sus espaldascon un giro subrepticio. Ya se había introducidoen la formación (¿por qué la llamarían “del Mo-nigote”?), y el suelo seguía pelado, y no dabaseñales de reverdecer más lejos, ni en ningunaparte. El calor y la inmovilidad del aire se ha-

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bían acentuado, si tal cosa era posible. Frenó ymiró a su alrededor. Estaba en un circo máximode gredas y calizas arrepolladas. Al caballo losentía nerviosísimo, y él mismo tenía un pesoen el pecho, y su percepción se agudizaba loca-mente. El aire se había puesto de un color grisde plomo. Nunca había visto esa clase de luz.Era una oscuridad a través de la cual se veía.Las nubes habían bajado un poco más, hastaque pudo oír el rumor íntimo del trueno. “Por lomenos va a refrescar”, se dijo, y ésa frase trivialfue la última que alcanzó a formular entera ycoherente, el último pensamiento de su juven-tud y de toda una etapa de su vida.

Porque lo que sucedió a continuación lo ab-sorbió directamente con el sistema nervioso. Loque equivale a decir que duró muy poco, y fuetodo acción, encadenada y salvaje. La tormentase manifestó de pronto con un grandioso relám-pago que llenó todo el cielo, trazando una zig-zagueante herradura. Tan bajo corrió que la caraalzada de Rugendas, congelada en un gesto deestupor idiota, se iluminó toda de blanco. Creyósentir su calor siniestro en la piel, y las pupilasse contrajeron hasta casi desaparecer. El de-rrumbe imposible del trueno lo envolvió en mi-llones de ondas. El caballo bajo sus piernasempezó a girar. No terminaba de hacerlo cuan-do le cayó un rayo en la cabeza. Como una esta-tua de níquel, hombre y bestia se encendieronde electricidad. Rugendas se vio brillar, espec-tador de sí mismo por un instante de horror,que lamentablemente habría de repetirse. La crindel caballo estaba toda parada, como la aleta deun pez espada. A partir de ese momento se vol-

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vió una visión extraña para sí mismo, como su-cede en las catástrofes personalizadas, cuandouno se pregunta ¿por qué tuvo que pasarme amí? Lo que sintió al electrizársele la sangre fuehorrible pero muy fugaz. A todas luces descar-gaba tan rápido como se cargaba. Aun así, nopodía ser bueno para la salud.

El caballo había quedado de rodillas. El jine-te lo taloneaba como un loco, alzando las pier-nas hasta ponerlas casi verticales y cerrándolascon movimiento y chasquido de tijera. El ani-mal también descargaba el fluido: a su alrede-dor se había encendido una especie de bandejade oro fosfórico, de bordes ondulantes. Apenasterminado el proceso, que duró segundos, ya sehabía erguido y trataba de caminar. La bateríacompleta de truenos estallaba encima. En lo queparecía un negro de medianoche se entretejíanrelámpagos gruesos y delgados. Por los cerrosrodaban centellas blancas del tamaño de habi-taciones, y los rayos hacían de tacos de un bi-llar meteórico. El caballo giraba. Entumecido alextremo, Rugendas tiraba de las riendas al azar,hasta que se le escaparon de las manos. El lla-no se había vuelto inmenso, sin salida porquetodo era salida, y tan atestado de actividad eléc-trica que se hacía difícil orientarse. El suelo sesacudía con el tañido de los rayos. El caballoempezó a marchar con una prudencia sobrena-tural, levantando mucho los cascos, en un ca-racoleo lento.

El segundo rayo lo fulminó menos de quincesegundos después del primero. Fue mucho másfuerte, y tuvo efectos más devastadores. Vola-ron unos veinte metros, encendidos y crepitan-

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do como una hoguera fría. Seguramente por efec-to de la descomposición atómica que estabansufriendo cuerpos y elementos en la ocasión, lacaída no fue fatal: fue acolchonada y con rebo-tes. No sólo eso, sino que la magnetización delpelaje de la bestia había hecho imán, y Rugendasquedó montado en toda la voltereta; pero unavez en el suelo la atracción se aflojó y el hombrese vio acostado en la tierra seca, mirando el cie-lo. La maraña de relámpagos en las nubes hacíay deshacía figuras de pesadilla. En ellas, por unafracción de segundo, creyó ver una cara horren-da. ¡El Monigote! El sonido ambiente ensorde-cía: ruido sobre ruido, trueno sobre trueno. Lacircunstancia era anormal en grado sumo. Elcaballo se revolvía en el suelo como un cangre-jo, y miles de células de fuego le estallaban al-rededor, formando una especie de aureola gene-ralizada que se desplazaba con él y ya no pare-cía afectarlo. ¿Gritaban, el hombre y su caba-llo? Probablemente estaban en un espasmo demudez; pero aunque hubieran aullado no sehabría oído nada. El jinete volcado buscaba elsuelo con las manos, en busca de un punto deapoyo para sentarse. Pero había demasiada es-tática para que pudiera tocar nada. El caballose estaba levantando, y un alivio instintivo leindicó a Rugendas que eso era conveniente; de-bía renunciar por el momento al consuelo de lacompañía para salvarse de un tercer rayo.

En efecto, el caballo se levantaba, erizado ymonumental, ocultando la mitad de la malla derelámpagos, y sus patas de jirafa se quebrabanen pasos díscolos, la cabeza se volvía atenta alllamado de la locura... y se iba...

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¡Pero Rugendas se iba con él! No podía ni que-ría entenderlo, era demasiado monstruoso. Sesentía arrastrar, casi levitar (efecto del elon-gamiento eléctrico), como un satélite de un as-tro peligroso. La marcha se hacía más rápida yél colgado atrás, rebotando, sin comprendernada...

Lo que no sabía era que un pie le había que-dado enganchado en el estribo, accidente queno por repetido (es un clásico de la equitaciónde todos los tiempos) deja de suceder de vez encuando. La generación de electricidad cesó tande pronto como había empezado, lo que fue unalástima porque un rayo certero que hubiera vuel-to a detener a la bestia le habría ahorrado lamar de inconvenientes al pintor. Pero la corrientese reabsorbió en las nubes, empezó a soplar elviento, llovió...

El caballo galopó una distancia indefinida;nunca se supo cuánto, y en realidad no teníaimportancia. Mucho o poco, el desastre estabahecho. Fue al amanecer del día siguiente queKrause y el viejo baqueano los encontraron. Elcaballo había encontrado sus tréboles, y pasta-ba sonámbulo, llevando un colgajo sanguinolentoenganchado al estribo. Se habían pasado la no-che buscándolo, y el pobre Krause, en el colmode la angustia, ya lo daba por muerto. Hallarlofue un alivio a medias: estaba ahí, al fin, perotirado boca abajo, inerte; apuraron la carrera, yen su transcurso lo vieron moverse, sin aban-donar la postura de beso a la tierra; la escasaesperanza que eso les infundía fue neutralizadacuando advirtieron que no se movía sino jaladopor los distraídos pasitos comestibles del caba-

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llo. Se apearon, lo desengancharon del estribo,y lo dieron vuelta... El horror los dejó mudos.La cara de Rugendas era una masa tumefacta yensangrentada, la frente tenía el hueso expues-to, y le colgaban jirones de piel sobre los ojos.La nariz había perdido su forma reconocible, elaguileño ausburgués, y los labios, partidos yretraídos, dejaban ver todos los dientes y mue-las milagrosamente intactos. Lo primero era versi respiraba. Lo hacía. Ese detalle le daba unmatiz de urgencia a lo que seguía. Lo cargaronsobre el caballo y se lo llevaron. El baqueano,que había recuperado su baqueanía, indicó unrumbo donde recordaba unos ranchos. Los en-contraron a media mañana. El regalito que lestraían a esos pobres campesinos perdidos era lomás adecuado para provocar su perplejidad. Almenos pudieron aplicar las primeras medidas,y hacerse cargo de la situación. Le lavaron lacara, trataron de reconstituirla manipulando lospedazos con la punta de los dedos, le pusieronemplastos de hamamelis para cicatrizar, y com-probaron que no había huesos rotos. La ropa sehabía desgarrado, pero salvo algunos rasponesen el pecho, codo y rodillas, y cortes superficia-les, el cuerpo estaba intacto; todo el daño sehabía concentrado en la cabeza, como si hubie-ra venido rodando sobre ella. ¿La venganza delMonigote? Quién sabe. El cuerpo es una cosaextraña, y cuando lo afecta un accidente dondeactúan fuerzas no humanas, nunca se sabe cuálserá el resultado.

Recuperó el conocimiento esa misma tarde,demasiado pronto para que la conciencia repre-sentara alguna ventaja. Se despertó a dolores

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que nunca había experimentado antes, y contralos que no tenía defensa. Pasó veinticuatro ho-ras en un grito. Todos los remedios que se in-tentaban fueron inútiles; es cierto que se podíaintentar poca cosa, más allá de compresas ybuena voluntad. Krause se retorcía las manos;él tampoco durmió ni se alimentó. Habían man-dado a buscar un médico a San Luis, y llegó a lanoche siguiente, a revientacaballos bajo el agua-cero. La jornada siguiente la emplearon en eltraslado del herido a la capital provincial, en uncoche que había enviado el señor Gobernador.El diagnóstico del médico era reservado. Segúnsu parecer el dolor agudo lo provocaba la emer-gencia de alguna terminal nerviosa, que tarde otemprano se encapsularía. Entonces su pacien-te recuperaría el habla y podría comunicarse, loque volvería menos angustiosa la situación. Lasheridas se coserían en el hospital, y el porte delas cicatrices dependería de la predisposición delos tejidos. De lo demás, disponía Dios. Habíatraído morfina, y le administró una piadosa can-tidad, así que se durmió en el coche y se ahorrólas incertidumbres de la travesía nocturna porlos barriales. Se despertó en el hospital, cuandolo estaban cosiendo, justamente. Hubo que dar-le dosis doble para que se quedara quieto.

Pasó una semana. Le sacaron los hilos, y elproceso de cicatrización fue rápido. Pudieronhacer a un lado las vendas, y empezó a comersólido. Krause estaba permanentemente a sulado. El hospital de San Luis era un rancho enlas afueras de la ciudad, habitado por mediadocena de monstruos, mitad hombre mitad ani-males, producto de accidentes genéticos acumu-

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lados. Ellos no tenían cura. Vivían ahí. ParaRugendas fue una quincena inolvidable. Las per-cepciones llegaban a la carne rosa y viva de sucabeza para quedarse. No bien pudo ponerse enpie y salir a dar una caminata del brazo deKrause, no quiso volver a entrar. El Goberna-dor, que se había mostrado solícito con el granartista, le dio alojamiento en su casa. En dosdías más probaba de montar a caballo, y escri-bía cartas (la primera fue a su hermana enAusburgo, dándole una versión casi idílica desus problemas; en cambio a sus amistades enChile les pintaba un panorama tenebroso, casiexagerado). Decidieron marcharse sin demora.Pero no en el rumbo que llevaban: la inmensi-dad ignota que los separaba de Buenos Aires eraun desafío que quedaba descartado por el mo-mento. Volverían a Santiago, el sitio más cerca-no donde podría recibir atención médica adecua-da.

Porque la recuperación, con ser milagrosa,estaba lejos de ser completa. Se había izado, convigor de titán, desde el agujero profundo de lamuerte; pero el ascenso dejó marcas. Sin ha-blar todavía de la cara, digamos que el nervioafectado, cuya emergencia fue causa del pade-cimiento insoportable de los primeros días, sehabía reencapsulado, y si bien cesó la fase agu-da, la terminal se enganchó, un poco al azar, enalgún centro del lóbulo frontal, y desde allí im-partía unas jaquecas nunca vistas. Le daban depronto, varias veces al día; todo se aplanaba yempezaba a plegarse, como un biombo. La sen-sación crecía y crecía, lo superaba, se ponía agritar, solía caerse, oía chirridos muy agudos.

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Nunca se habría imaginado que había tanto do-lor en su sistema; era una revelación de lo quepodía su propio cuerpo. Tenía que atiborrarsede morfina, y después del acceso quedaba que-bradizo, con las manos y los pies muy lejanos,montado en zancos. Poco a poco empezó a re-construir el accidente, y pudo contárselo aKrause. El caballo había sobrevivido, y seguíaprestando servicios; de hecho, era el que mon-taba habitualmente. Lo rebautizó “Rayo”. Cuan-do estaba sobre su lomo creía sentir el plasmauniversal en pleno reflujo. Lejos de guardarlerencor, se había encariñado con él. Eran dossobrevivientes de la electricidad. Bajo el efectodel analgésico volvió a dibujar; no tuvo que vol-ver a aprender, porque seguía haciéndolo tanbien como antes. La indiferencia del arte semanifestaba una vez más; su vida podía haber-se partido en dos, la pintura seguía siendo el“puente de los sueños”. No era como su antepa-sado, que había tenido que educar la mano iz-quierda; ¡ojalá lo hubiera sido! ¿A qué simetríabilateral podía recurrir él, si el nervio lo pin-chaba justo en el centro de su ser?

No habría sobrevivido sin la droga. Le llevóun tiempo metabolizarla. Le contaba a Krauselas visiones que le había causado los primerosdías. Había visto, como ahora lo veía a él, demo-nios animales durmiendo y comiendo y hacien-do sus necesidades (¡y hasta conversando, congruñidos y balidos!) a su alrededor... Su amigolo sacó del error: esa parte era real. Los mons-truos eran unos pobres desgraciados interna-dos de por vida en el hospital de San Luis.Rugendas se quedó atónito, entre dos jaquecas.

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¡Increíble coincidencia! Hacía pensar que qui-zás todas las pesadillas, aun las más absurdas,se conectaban con la realidad por algún lado.De otra naturaleza, aunque relacionada, era unrecuerdo que también podía contar. Cuando lesacaron los hilos con los que le habían cosido lacara, los había sentido deslizarse con toda cla-ridad. Y en su estado de semivigilia alterada sin-tió como si retiraran todos los hilos que habíanmovido a las marionetas de sus sentimientos, ode los gestos que los expresaban, lo que equiva-lía a lo mismo. Krause, apartando la mirada, nohacía ningún comentario y se apresuraba a cam-biar de tema. Lo que no era tan fácil: cambiarde tema es una de las artes más difíciles de do-minar, clave de casi todas las otras. Y el cam-bio, a su vez, era una clave en este caso.

Porque la cara había sufrido daños graves.Una gran cicatriz en el medio de la frente baja-ba hacia una nariz de lechón, con las dos fosasa distinta altura, y desplegaba hasta las orejasuna red de rayos rojos. La boca se había con-traído a un pimpollo de rosa lleno de replieguesy rebordes. El mentón se había desplazado ha-cia la derecha, y era un solo hoyuelo, como unacuchara sopera. Gran parte de ese descalabroparecía definitivo. Krause se estremecía pensan-do qué frágil era una cara. Un golpe, y ya esta-ba rota para siempre, como un jarrón de porce-lana. Un carácter era más durable. Una dispo-sición psicológica parecía eterna en compara-ción.

Aun así, habría podido acostumbrarse a ha-blarle a esta máscara, y a esperar y hasta pre-decir sus respuestas. Lo malo era que los mús-

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culos, como el mismo Rugendas lo había intuidoen su fantasía de los hilos, no respondían más asus mandos; cada uno se movía por su cuenta.Y se movían mucho más de lo normal. Ahí debíade intervenir el daño al sistema nervioso. Porsuerte, y quizás por milagro, el deterioro ner-vioso se limitaba a la cara; pero el contraste conel torso y los miembros quietos lo hacía másnotable. Había una escalada: un temblor, unvaivén, se difundía de golpe, y en segundos todoel rostro estaba en un baile de San Vito incon-trolable. Además, cambiaba de color, o mejordicho de colores, se irisaba, se llenaba de viole-tas y rosas y ocres, cambiando todo el tiempocomo un calidoscopio.

Desde semejante goma mágica, el mundo de-bía verse diferente, pensaba Krause. No eran sólolos recuerdos cercanos los que se teñían de alu-cinación, sino el mundo cotidiano. Rugendas nohablaba mucho del asunto, todavía debía de es-tar asimilando los síntomas. Y seguramente notenía tiempo para llevar a su conclusión un ra-zonamiento, por causa de los ataques, que sedaban, promedio, cada tres horas. Cuando loarrebataba el dolor, era una posesión, un vientointerior. No necesitaba dar muchas explicacio-nes sobre este punto, porque lo que pasaba erademasiado visible, pero aun así decía que enpleno ataque se sentía amorfo.

Curiosa coincidencia de palabras: amorfo,morfina. Ésta seguía acumulándose en su cere-bro. Gracias a ella volvía a pintar, y regulabasus horarios en los marcos del alivio y el dibujo.Así recuperaba alguna normalidad. No necesitórecuperar la técnica, gracias al procedimiento

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fisionómico. El paisaje sanluiceño, con sus en-cantadoras intimidades, fue el objeto ideal parasus ejercicios de convalesciente. En sus dieci-nueve fases vegetales, la naturaleza se adapta-ba a su percepción, con velos edénicos; el pai-saje morfina.

Como un artista siempre está aprendiendoalgo mientras practica su arte, así lo haga enlas circunstancias más apretadas, Rugendasdescubrió en este momento una característicadel procedimiento que hasta entonces le habíapasado desapercibida. Y era que el procedimientofisionómico operaba con repeticiones: los frag-mentos se reproducían tal cual, cambiando ape-nas su ubicación en el cuadro. Si no era fácilnotarlo, ni siquiera por el que lo hacía, era por-que el tamaño del fragmento variaba inmen-samente, desde el punto al plano panorámico(podía desbordar mucho al cuadro). Y además,en su trazado, podía ser afectado por la pers-pectiva. Tan pequeño y tan grande como el dra-gón.

Igual que tantos descubrimientos, éste se pre-sentaba en su faz de máxima inutilidad. Peroquizás algún día serviría de algo saberlo.

Después de todo, el arte era su secreto. Elhabía conquistado el secreto, aunque a un pre-cio exorbitante. En el pago se sumaba todo, ¿porqué no iba a sumarse el accidente, y la trans-formación consiguiente? En el juego de las re-peticiones, en la combinatoria, hasta él podíadisimularse, y funcionar oculto como un avatarmás del artista. Las repeticiones: por otro nom-bre, la historia del arte.

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¿Por qué esa ansiedad por ser el mejor? ¿Porqué la única legitimación que se le ocurría erala calidad? De hecho, no podía empezar siquie-ra a pensar en su trabajo si no era por la cali-dad. ¿No sería un error? ¿No sería una fantasíamalsana? ¿Por qué no hacerlo como todo el mun-do (como Krause, sin ir más lejos), es decir lomejor posible, y poniendo el acento en otros ele-mentos? Esa modestia podía tener efectos con-siderables, el primero de los cuales sería permi-tirle ser artista también de otras artes, si que-ría. De todas. Podía llegar a hacerlo un artistade la vida. La ambición absolutista provenía deHumboldt, que había ideado el procedimientocomo una máquina general del saber. Desarman-do ese autómata pedante, quedaba la multipli-cidad de los estilos, y éstos tomados de a unoeran acción.

En diez días estuvieron de regreso en Mendoza(eran cincuenta leguas): iban en los mismos ca-ballos, por el mismo camino, cruzaban a lasmismas carretas, los acompañaba el mismobaqueano, el mismo cocinero. Lo único que ha-bía cambiado era la cara de Rugendas. Y la di-rección. Los demoraron un poco las lluvias, elviento, el parecido de las cosas. La familia Godoy,avisada desde hacía semanas del truculento su-ceso, renovó su hospitalidad, con el detalle agre-gado por la delicadeza de un cuarto aparte parael pintor, donde podría disponer de más silencioy tranquilidad, sin perder los beneficios de laatención familiar. Este cuarto se hallaba sobreel techo, y había sido un mirador vuelto del todoinútil por el crecimiento de los árboles que ro-deaban la casa. Podían ofrecérselo ahora por-

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que el calor estaba aflojando (promediaba mar-zo); en pleno verano, era un horno de cerámica.

El aislamiento le vino bien; ya se estaba va-liendo mejor por sí mismo, y lo aliviaba poderprescindir días enteros de Krause —no porquele molestara la presencia de su fiel amigo, mo-delo de camaradería, sino porque quería dejarloen paz, para que pudiera gozar de Mendoza y susociedad después de sus desvelos de enfermero.Lo horrorizaba la mera idea de ser una carga.Encerrado en su palomar recuperaba un pocode autoestima, en la medida de lo posible.

Fueron unos días de concentración en sí mis-mo, y reflexión. Debía asimilar lo que había pa-sado, y tratar de encontrar un camino acepta-ble para el futuro. La escena de estos debatesinternos fue la correspondencia, a la que se de-dicó largamente. Con su letra pequeñita y apre-tada, llenaba páginas y más páginas. Toda suvida fue un prolífico autor epistolar. Era claro,ordenado, explícito, detallista. No se le escapa-ba nada. Como las cartas se han conservado,sus biógrafos han tenido en ellas material desobra donde documentarse, y aunque ningunolo intentó, habrían podido perfectamente recons-truir su vida viajera día por día, casi hora porhora, sin perder ningún movimiento de su espí-ritu, ninguna reacción, ningún escrúpulo. Eltesoro epistolar de Rugendas revela una vida sinsecretos, y no obstante misteriosa.

El encarnizamiento de estos primeros díasmendocinos tenía una doble razón de ser. Esta-ba atrasado, pues desde San Luis apenas si ha-bía despachado unas esquelas informativas,entrecortadas y con caligrafía trémula, y ade-

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más conteniendo promesas de ampliación quehabía llegado el momento de cumplir. Pero tam-bién estaba la necesidad íntima de ponerse enclaro consigo mismo, ante esta circunstanciaextrema, y no disponía de otro modo de hacerloque el muy ejercitado de las cartas. De ahí quehaya tantos datos, no sólo de los hechos sino desus repercusiones íntimas, respecto de todo loque rodeó a este episodio. La documentación erael oficio de Rugendas el pintor, y en alas de laexcelencia lograda se le había vuelto una segun-da naturaleza a Rugendas el hombre.

La primera y central de sus corresponsalesera su hermana Luise, a l lá en su nat ivaAusburgo. Con ella era de una sinceridad con-movedora, Nunca le había ocultado nada, y noveía por qué iba a hacerlo ahora. Pero en estetrance descubrió que Luise no cubría todo el es-pectro de la documentación posible. O mejor di-cho: que aun cubriéndolo (porque a ella podíadecirle todo) quedaban cosas afuera. Esta erauna de esas circunstancias en que el todo nobasta. Quizás porque hay otros “todos”, o másporque el “todo” que es el que habla y su peque-ño gran mundo tiene una rotación como la delos astros, que combinada con las traslacioneshacen que ciertas caras queden ocultas siem-pre. Para darle un nombre moderno, que no fi-gura en las cartas, digamos que era un proble-ma de “elocución”. Como si lo hubiera previstodesde siempre, Rugendas se había ocupado demultiplicar convenientemente el número de suscorresponsales, y dispersarlos por el mundo. Demodo que retomaba el trabajo de escribir bajootros encabezamientos; entre sus interlocutores

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disponía de pintores fisionómicos y naturalis-tas, de ganaderos, agricultores, periodistas,amas de casa, ricos coleccionistas, ascetas, yhasta próceres. Cada uno regía una versión, ytodas salían de él. Las variaciones giraban alre-dedor de una curiosa imposibilidad: ¿cómo sepodía transmitir la frase “soy un monstruo”?Estamparla en el papel era fácil. Pero transmi-tir su significado era muchísimo más difícil. Seesmeraba especialmente, con un sentimiento deurgencia, en las cartas a sus amigos chilenos,sobre todo los Guttiker, que ya le habían comu-nicado que lo alojarían en su casa de Santiagocomo lo habían hecho hasta pocos meses atrás.Pues era inminente que ellos lo vieran, y sentíala necesidad de prepararlos. Lo obvio en estecaso habría sido exagerar, para amortiguar lasorpresa. Pero no era fácil exagerar, con su cara.Corría el peligro de quedarse corto, sobre todosi ellos estaban descontando la obvia exagera-ción. Y entonces el efecto sería el opuesto al es-perado.

De cualquier modo, no estuvo recluido, nimucho menos. Su régimen físico natural le exi-gía mucho aire libre y ejercicio. Y aun en el es-tado semiinválido en que se encontraba, con lafrecuencia de las jaquecas, los desarreglos ner-viosos y la dependencia de los medicamentos,se le hacía necesario dedicar las horas buenasde luz al caballo y la pintura del natural. El fielKrause seguía a su lado, sin arredrarse porquea veces, cuando los accesos le venían lejos de lacasa, tuviera que cargarlo sobre el caballo y lle-varlo de vuelta al galope, escuchando sus gri-tos. De hecho, esos momentos espectaculares no

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eran lo más llamativo de sus salidas. Rugendasllamaba mucho la atención aun comportándosecon la más tranquila caballerosidad. La gentese reunía a mirarlo, y en ese medio semisalvajecomo eran los pintorescos alrededores de la ciu-dad no se podía esperar mucha discreción. Losniños no eran lo peor, porque los adultos tam-bién se comportaban como niños. Lo veían di-bujar, concentrado en los grandes dispositivoshidráulicos de riego (se le había dado por eso enesta etapa) y ardían en curiosidad por ver suspapeles. ¿Qué se imaginarían? Rugendas por suparte, cada vez que tomaba el lápiz, debía refre-nar la tentación de dibujarse a sí mismo. El cli-ma se había vuelto perfecto de toda perfecciónen ese fin del verano. Los paisajes ganaban unaplasticidad infinita; se envolvían según las ho-ras en la luminosidad cordillerana y se hacíantransparentes, en cascadas interminables dedetalles. La luz de las tardes, filtrada por la im-ponente muralla de piedra de los Andes, era unpuro fantasma de luz, óptica intelectual, habi-tada por rosas intempestivos de media tarde. Loscrepúsculos se prolongaban diez, doce horas. Yde noche, ráfagas de viento reacomodaban es-trellas y montañas en el curso de los paseos delos dos amigos. Si era cierto, como decían losbudistas, que todo lo existente, hasta una pie-dra o una hoja seca o un moscardón, había sidoantes y volvería a ser después, que todo partici-paba de un gran ciclo de renacimientos, enton-ces todo era un hombre, un solo hombre en es-calas de tiempo. Un hombre cualquiera, Buda oun mendigo, un dios o un esclavo. Dado el tiem-po suficiente, el universo entero se reintegraba

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en la forma de un hombre. Lo cual tenía gran-des consecuencias para el procedimiento: por lopronto lo sacaba del automatismo de una mecá-nica trascendente, con cada fragmento colocán-dose en su lugar predeterminado; cada fragmen-to podía ser cualquier otro, y la transformaciónse realizaba ya no en el ciclo del tiempo sino enel del significado. Esta idea podía presidir unaconcepción totalmente distinta de la realidad.En su trabajo, Rugendas había empezado a no-tar que cada trazo del dibujo no debía reprodu-cir un trazo correspondiente de la realidad visi-ble, en una equivalencia uno a uno. Por el con-trario, la función del trazo era constructiva. Deahí que la práctica del dibujo siguiera siendoirreductible al pensamiento, y a pesar de la com-pleta incorporación del procedimiento, le fueraposible seguir dibujando.

Los Godoy no terminaban de acostumbrarsea él. Eso era un interesante llamado de aten-ción para el futuro. Uno se acostumbra a cual-quier deformidad, hasta la más horrenda, perocuando se le suma un movimiento incontrolablede los rasgos, un movimiento fluido y sin signi-ficado, el hábito se resiste a instalarse, compren-siblemente. Por simpatía, la percepción se man-tiene fluida. Rugendas, aunque sociable y con-versador, se vio llevado a acortar las sobreme-sas y hacer solitarias sus veladas. No le resul-taba difícil, pues podía excusarse con la verdad:las jaquecas sobrehumanas lo postraban en lacama de su altillo, y el dolor lo hacía retorcercomo una serpiente hechizada... no sólo en la camasino en el piso, en las paredes, en el techo... Cuan-do la medicina actuaba, volvía a las cartas.

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Al escribir, pretendía lograr una sinceridadabsoluta. El razonamiento era éste: si daba elmismo trabajo, en principio, decir la verdad ymentir, ¿por qué no decir la verdad, sin blancosni ambigüedades? Aunque más no fuera comoun experimento. Pero era más fácil decirlo quehacerlo, en especial porque en este caso hacerera decir.

Quizás la morfina no se metabolizaba nunca.Quizás recomenzaba una segunda o tercera fase.O bien la combinación de opio, jaqueca y el des-hielo nervioso de un artista de la fisionomía dela naturaleza, diera un resultado único. Lo ciertoes que la “verdad” se agigantaba en su imagina-ción, y hacía estallar sus noches en el cuartitosobre el techo.

Quedó registrado en sus cartas de este perío-do un asunto bastante extemporáneo sobre elque se le dio por temar, con fijeza de orate. Sulibro Voyage Pittoresque dans le Brésil, pilar desu extensa fama europea, en realidad había sidoescrito por otro, por el periodista y crítico dearte francés Victor Aimé Huber (1800-1869),basándose en las notas manuscritas de Ru-gendas. Lo que no le había resultado para nadaespecial en su momento, ahora empezaba aresultarle extrañísimo, y se preguntaba cómohabía podido prestarse a la maniobra. Que unlibro firmado por X fuera en realidad escrito porY, ¿no era aberrante? Si había aceptado sin pen-sarlo había sido por la distracción que le causótodo el proceso de la edición, que en un libro deesa naturaleza era la mar de complicado. Erantantas las habilidades necesarias, desde la fi-nanciación del proyecto al coloreado de las lá-

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minas, que la redacción del texto parecía undetalle entre otros. La atracción principal dellibro eran las cien litografías que contenía, quefueron realizadas por artistas franceses, salvotres hechas por el artista en persona; la casa delitografía, Engelmann & Co., aun cuando tuvie-ra justa fama de ser la mejor de Europa, no loeximió de un minucioso control personal del pro-ceso, que consistía en varios pasos y estaba sem-brado de trampas. El texto había parecido unacompañamiento de las imágenes; pero lo queno había visto entonces, y empezaba a ver aho-ra, era que por considerarlo un acompañamien-to, o un complemento, lo estaba separando dela parte “gráfica”. Y la verdad, tal como ahora sele aparecía, era que todo formaba parte de lomismo. Con lo que el escritor mercenario, el“nègre”, se metía en la esencia misma del traba-jo, bajo la excusa de estar llenando una funciónpuramente técnica, la redacción ordenada enfrases de los balbuceos inconexos de la docu-mentación hablada. ¡Pero todo era documenta-ción! ¡Ese era el principio y el fin del juego! Elprincipio sobre todo (porque el fin se perdía enlos recorridos nebulosos de la historia del arte yla ciencia). La Naturaleza misma, afectada apriori por el procedimiento, ya era documenta-ción. No había datos inconexos. El orden ya es-taba implícito en la revelación fenoménica delmundo, el orden del discurso conformaba lascosas mismas. Y en ese orden participaba suactual estado, del que en consecuencia era ne-cesario examinar el aparente caos visionario omaniático y reducirlo a sus formas de razón. Espreciso decir aquí que Rugendas no se estaba

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medicando con morfina pura; en aquel enton-ces no se la sintetizaba como ahora, sino queconservaba un componente activo de opio enbromuro. Se le sumaban los beneficios del me-jor analgésico con los del mejor antidepresivo. Ysu cara se agitaba como el segundero de unaeternidad de transmigraciones búdicas. Era unasolución peculiar al “dolor editorial” provenien-te de sus faltas de antaño.

Aunque las cartas de los Guttiker lo apremia-ban a emprender e l cruce , és te seguíapostergándose. El trabajo de escribir lo absor-bía, la aprensión de enfrentar con su nueva caraa los conocidos persistía, y había disminuido laurgencia de atención médica en parte porquehabía encontrado cierta estabilidad en sus tor-mentos, en parte porque se hacía a la idea de lainutilidad de cualquier tratamiento. Y más queesas razones, pesaba lo ideal de la temporadamendocina para la práctica de la pintura. Eneste rubro se añadió otro elemento concurren-te: en la medida en que el estado del pintor lopermitía, los dos amigos empezaron a hacer máslargas sus excursiones, aventurándose siemprehacia el sur, hacia los bosques y lagos en losque parecía renovarse un misterioso trópico frío,de luz azul y follaje sin fin. Pernoctaban en SanRafael, un pueblito a diez leguas al sur de lacapital provincial, o en fincas de la zona, pro-piedad de parientes y amigos de los Godoy, y seinternaban, a veces durante días enteros, porvalles sinuosos, en busca de vistas que capta-ban en acuarelas cada vez más raras. Las jor-nadas se les hacían demasiado deliciosas paraabandonarlas. La leyenda, basada en ciertas

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imprecisiones de las cartas de estas semanas,quiere que Rugendas haya llegado muy al sur,hasta regiones no holladas todavía por el hom-bre blanco, quizás hasta los soñados glaciares,las montañas móviles de hielo, puertas inexpug-nables de otro mundo. Los apuntes del naturalque llevan estas fechas abonan el mito. Un airede distancia imposible los envuelve. Para quehubiera sucedido así, Rugendas debería haber-se transportado por los aires, como un Inmor-tal, de lo conocido a lo desconocido. Psíquica-mente, lo hacía todo el tiempo. Pero lo hacíacomo actividad normal y corriente, sobre la quedebían hacer contraste los hechos increíbles, lasanécdotas, los episodios.

Lo cierto es que se encontraban en medio deuna naturaleza estimulante por lo novedosa,tanto que Rugendas debía recabar de su amigoconfirmación de que era un hecho objetivo, y noproducto de sus alteraciones de conciencia. Pá-jaros sin protocolos ni postergaciones lanzabancantos extranjeros en las marañas, gallinetas yratas hirsutas se desbandaban a su paso, forni-dos pumas amarillos los acechaban desde lascornisas rupestres. Y el cóndor planeaba pen-sativo sobre los abismos. Los abismos teníanabismos a su vez, y de los subsuelos profundosse alzaban árboles como torres. Veían abrirseflores chillonas, grandes o chicas, algunas conpatas, algunas con riñones redondos de carnede manzana. Los cursos de agua conteníanmoluscos asirenados, y surcaban el fondo, siem-pre contra la corriente, legiones de salmonesrosados del tamaño de terneros. El verde muyoscuro de las araucarias se cerraba en negros

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de terciopelo o se abría a paisajes de altura quesiempre parecían cabeza abajo. En los planosde los lagos, bosques de mirtos delicados, conlos troncos como tubos de caucho amarillo, sua-ves al tacto y fríos como el hielo. El musgo seacumulaba en poltronas salvajes, las locaspalmetas de los helechos temblaban en caladosde aire.

Hasta que llegó el día en que recordaron quede esos recintos solían salir los indios en susataques fulminantes y mortíferos. Si les hubie-ran dicho que salían de la nada no se habríansorprendido. Pero obviamente venían de más le-jos, quién sabe de dónde, y en los bosquesprecordilleranos encontraban los pasadizos rá-pidos por donde entrar a la civilización y volvera salir. La memoria de este asunto que habíaocupado la imaginación del pintor antes del ac-cidente, les volvió no por una asociación de ideassino por el hecho mismo, del modo más abrup-to. Habían pasado la noche en una finca gana-dera en los alrededores de San Rafael, despuésde hacer campamento tres días seguidos en unasedénicas frondas de altura; aunque el plan quese hicieron en el descenso era volver de un tiróna Mendoza, se demoraron pintando y tuvieronque pernoctar en la casona de la finca, cuyo pro-pietario se disponía a poner fin a su estada esti-val y emprender el traslado a la ciudad, dondelos jóvenes cursaban sus estudios. Rugendas,que estaba pasando un período especialmentecrítico, tuvo una noche de vértigos y drenajescerebrales; les hizo frente con tal exceso de mor-fina que el alba lo encontró sonámbulo, sudado,la cara llena de relámpagos bailoteando y las

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pupilas contraídas como si estuviera en el cen-tro del sol.

Cuando salía el sol, precisamente, el patioempezó a resonar de gritos y ruido de caballos.

¡Malón! ¡Malón!¿Qué?¡Malón! ¡Malón!La casa se puso en movimiento en un santia-

mén; parecía como si todos sus ocupantes selanzaran contra las paredes como locos furio-sos. Los dos amigos asomaron de su cuarto a lagalería del patio. La intención de Krause eraaveriguar qué pasaba, qué alcance tenía el dis-turbio, y si había posibilidades de emprender elregreso a Mendoza, dejando mientras hacía es-tas preguntas a su amigo en la cama; peroRugendas salió tras él, a medio vestir y tamba-leante. Krause podría haberlo devuelto al lechohaciendo valer su autoridad, pero no valía lapena: en el alboroto nadie prestaría atención alas evoluciones adormecidas del monstruo, y nohabía que perder tiempo. Así que lo dejó oscilarlibremente.

Los hombres estaban organizando la defen-sa. Como no era la primera vez, ni sería la últi-ma, que debían salir armados a contener indios,lo hacían con desenvoltura. Era una de las for-mas del trabajo, nada más. Pero lo consuetudi-nario de la circunstancia no implicaba ningúnprogreso en la organización; ésta era imposible,por causa de lo azaroso e imprevisible del raíd.Con apenas los datos básicos se improvisaba uncontraataque, tan fulminante como fuera posi-ble, y en lo posible coordinado con un rodeo deemergencia, pues de lo que se trataba era de

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salvar de la rapiña la mayor cantidad posible deganado.

Por las informaciones que trajo un mensaje-ro, sabían que el ataque había caído, con el alba,sobre el puesto de Correos, donde había hechouna matanza, para irradiar de ahí en arreos sal-vajes de toda la zona. No podían haber avanza-do mucho, y ya se desplegaban las partidas vo-lantes de las estancias de alrededor. El malónse calculaba en mil hombres: era de los media-nos-grandes.

Un contingente de peones se quedaría en lacasa con las mujeres y los niños para defender-la; la casa, le explicó a Krause el propietario, setransformaba en fuerte mediante unos sencillospliegues que ya se estaban poniendo en acto. Lepreguntó qué harían ellos; podían ser útiles tan-to acompañándolos como quedándose.

Esta conversación, interrumpida por gritos yórdenes (y gestos enérgicos) tenía lugar en elmedio del patio, donde ya convergían los hom-bres armados. Krause, medio dormido todavía,quedó un poco dubitativo, y se volvió a ver si suamigo había regresado al cuarto... Pero no, ahíestaba, tapándose la cara con el sombrero, quie-to como un árbol. Lo tomó de un brazo, causán-dole un sobresalto mayúsculo. Le preguntó sihabía oído. La respuesta fueron unos balbu-ceos... No, evidentemente no había oído ni en-tendía nada de lo que estaba pasando. Tomó alinstante la determinación de devolverlo a la camay quedarse a colaborar en la eventual defensade la casa. No pudo evitar un sentimiento depena: tanto habían fantaseado los dos con ver alos indios en acción, y ahora que se daba la oca-

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sión, tenían que perdérsela. Mientras el gana-dero y sus hombres salían ruidosamente por elportal, él llevaba a Rugendas del brazo de vuel-ta a la casa. Como se caía para el otro costado,optó por ponerse a su espalda y tomarlo con lasmanos por los dos brazos para guiarlo a la vezque lo mantenía erguido. Caminaba con pasosrígidos, pero todo el cuerpo parecía afectado deinconexión. Seguía balbuceando, y como Krauseno le prestaba atención, soltó un grito. Ya esta-ban otra vez en la galería. Se le puso enfrentepara que lo viera, y le preguntó, con cierta inco-modidad, qué le estaba diciendo. Era algo sobreuna mantilla. Abrió la puerta del cuarto, yRugendas se precipitó adentro. Fue directamenteal maletín de trabajo; le señaló el suyo a suamigo. Éste no daba crédito a sus ojos, perohabía que rendirse a la evidencia: el granRugendas quería ir a tomar apuntes del malón,aun en su estado. Se sentó en la cama con des-a l iento . Es impos ib le , impos ib le , dec ía .Rugendas no le hacía caso. Se había dado cuen-ta de que estaba descalzo, e iniciaba el laborio-so trámite de ponerse los botines. Alzó la carapara mirar a Krause: los caballos, le dijo. Tratóde disuadirlo con un argumento que se le ocu-rrió sobre la marcha: podían dormir unas horasy salir hacia el mediodía. La actividad seguiríapor la tarde, seguramente. Pero Rugendas no looía, estaba en otra dimensión. El cuarto se ha-bía transformado, por acción de sus movimien-tos, en el laboratorio de un sabio loco que seproponía lograr alguna clase de transformacióndel mundo. La media luz todavía nocturna delinterior le daba determinaciones flamencas. El

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león morado manoteaba los botines, a cuatropatas. Krause salió a escape rumbo a las caba-llerizas, seguido de los tartajeos del abotinado:¡mantón! ¡mantón! ¡mantillón! Llevarían sólo aRayo y Bayo. No tenía por qué ser más que unpicnic de pintura, y después de todo lo más pro-bable era que la cabalgata, y algún interés con-creto, le refrescaran un poco las ideas a su po-bre amigo. Sin duda se había estado excediendoen sus fuerzas los días previos, por causa de lasbellezas que iban encontrando. Este suceso caíaen mal momento, pero por malo que fuese podíaservir para agotar las energías, o mejor dichoterminar de agotarlas, y tal como estaban lascosas sólo yendo al fondo había esperanzas deempezar a mejorar.

Lo esperaba en el patio con la valijita de car-bones, y el sombrero en la cara. Seguía hablan-do de la mantilla, y al fin Krause entendió dequé se trataba. Era una buena idea, y deberíahabérsele ocurrido a él, pero no se lo podía re-prochar porque tenía demasiadas cosas en lacabeza. Voy a ver, dijo, y de paso le comunico ala señora nuestras intenciones. Rugendas fuecon él, y cuando encontraron a la dueña de casa,en la cocina, fue el enfermo el que sacó fuerzasde flaqueza para hacer el insólito pedido de unamantilla de misa calada, negra por convención,eso no necesitaba ni decirse. Las señoras sud-americanas abundaban en esos artículos católi-cos. No se explayó demasiado en los motivos porlos que la necesitaba, y la dama debió de creerque era para esconder la fea deformación y lostruculentos movimientos nerviosos de la cara.Sólo pudo asombrarse, en ese caso, de que no

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se hubiera provisto antes de esa piadosa tapa-dera. Para un mendocino (lo mismo habría sidopara un chileno), la idea en sí no tenía nada deextraño, en razón de la larga y venerable tradi-ción de “tapados” (hombres enmascarados) conque contaba el país. De cualquier modo, era unmomento en que se pedían objetos insólitos, yen los términos de la más radical urgencia, sindar razones. Mandó a buscar la mantilla, y mien-tras esperaban les dio algunas indicaciones desitios y flujos de guerra. Los felicitaba por la ideade ir a pintar las acciones, y estaba segura deque capturarían algunas imágenes interesantes.Sólo debían tomar precauciones, y no acercarsedemasiado. ¿Estaban armados? Los dos lleva-ban revólver. No, por ella no debían preocupar-se, porque la casa era segura. Ya había pasadovarias veces por el mismo trance, y no la asus-taba. Hasta intercambiaron bromas; losaguerridos pioneros se reían de las sinrazonesdel siglo. Su escala de valores incluía las inco-modidades más escandalosas. Los indios paraellos eran parte de la realidad. ¿El extranjeroquería pintarlos? No le veían nada de raro.

Aquí estaba la mantilla, de fino encaje negro.Rugendas la tomó reverencialmente, y lo prime-ro que hizo fue evaluar su transparencia, que alparecer lo dejó satisfecho. Sin más se despidió,prometiendo la devolución de la prenda intactaa la caída de la noche. Para esa hora, dijo laseñora con una risa heroica, quizás yo ya seaMadame Pehuenche. ¡Dios no lo permita! excla-mó Krause inclinándose a besar la mano que ellale tendía.

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Salieron. Un peón sostenía abierto el portaldel patio, que trancarían cuando hubieran sali-do. Rugendas agitaba la mantilla en la manocomo un loco, y se llevó por delante una colum-na de la galería. Saltaron sobre los caballos.¡Hop! Pero el pintor había quedado al revés, mi-rando la cola. Los animales arrancaron, y él secubría la cara con la mantilla, le ponía el som-brero encima, y se la ajustaba al cuello con unnudo en la nuca... Pero cuando buscaba las rien-das, por supuesto que no las encontró... ¡El ca-ballo no tenía cabeza! Ahí se dio cuenta de queestaba sentado al revés, y dio la vuelta, conmaniobras de circo de pesadilla. Cuando termi-nó (Krause se había ido adelante, avergonzado)ya salían, y las enormes rejas se cerraban a susespaldas con un ¡clan! al que respondían lospájaros.

La hermosa mañana sanrafaelina los recibíacon cantos de libertad. El sol estaba saliendoentre los árboles. Se emparejaron. Rayo y Bayoestaban frescos y dóciles, el paso liso, las carasinexpresivas. ¿Todo bien? preguntó Krause. ¡Sí!¿Estás bien? ¡Sí! Se lo veía perfecto, era innega-ble. La cara envuelta en la mantilla. No se veíael daño que había sufrido. No era ése el objetivode usarla, por supuesto. Le servía para filtrar laluz. Su pobre cabeza alterada, su sistema enruinas, sufría por la luz directa; las pupilas yano podían contraerse más, eran puntos, la dro-ga anulaba el sistema elástico, y la iluminaciónse volvía inasimilable. Era como si hubiera dadoun paso más hacia adentro de los cuadros. Porun curioso fenómeno de acostumbramiento,

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Krause adivinaba las muecas absurdas al otrolado del encaje negro.

La mañana era realmente gloriosa, una ma-ñana de malón. No había una sola nube en elcielo, el aire tenía una vibración lírica, los pája-ros peinaban los árboles. Un propósito habíaabierto la tapa de la caja del mundo: el comba-te, el enfrentamiento de las civilizaciones, comoen los grandes comienzos de la historia. Salie-ron a una pradera amplísima, oyeron tiros a lolejos, y se lanzaron al galope.

Krause no escribía cartas, o bien nadie setomó la molestia de conservarlas. De modo queel registro de sus pensamientos sólo puede ha-cerse de modo indirecto, o especulativo. Ru-gendas había mencionado repetidamente que loencontraba preocupado (en la descripción epis-tolar de su propio estado, Rugendas hacía deKrause un elemento retórico más, un “color”más: los sentimientos que le prestaba, y a vecesle inventaba, servían para decir cosas sobre símismo que la delicadeza o la vergüenza le impe-dían decir en primera persona, por ejemplo “K.opina que mis nuevos dibujos no han disminuídoen calidad”). Sin faltar a sus deberes auto-impuestos de amigo, más bien acentuándolos,Krause tomaba una distancia pensativa y tris-te. En la cabalgata lo asaltaron ideas lúgubressobre el estado de salud de su amigo. Se sentíaculpable por acceder a esta locura, y algo másque eso: ya el hecho de emprenderla tenía unaire de “qué más da”, como darle un último gus-to a un moribundo. Era eso lo que coloreaba to-das sus reacciones: que la muerte hubiera ido a

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dar un picotazo entre ellos, no importaba si porel momento era previo o anticipatorio. En eltranscurso de un viaje se ve tanta gente, tantahumanidad, que parecía injusto que el segun-dero se detuviera en uno. A uno le resultaba tannatural no preguntarse “¿por qué a él?” que lapregunta “¿por qué a mí?” sonaba escandalosae imposible. Claro que en el caso de Krause noera “¿por qué a mí? “sino “¿por qué a él?”; perola unión estrecha entre los dos le daba una nue-va vuelta de tuerca a la pregunta, que llegaba asu forma más perturbadora: “¿por qué a mí no?”.De pronto se veía como un sobreviviente, unheredero, con todo Rugendas dentro de él arras-trado por una inmensa tracción de tiempo. Siellos dos eran toda la humanidad, como muchasveces le había parecido serlo, por una simplifi-cación natural del pensamiento, había habidola misma cantidad de probablidad de que le to-cara a uno o a otro. Y aun cuando le tocara auno, el equilibrio persistía. Después de todo, estajornada esplendorosa de malón podía ser recor-dada como “el día en que murió Krause”. Paraeso seguían juntos, pese a todo lo que podíahaberlos separado. Esa era la función del socio:sobrevivirse, en la vida y en la muerte. Y si deahí se derivaban lamentables sentimientos deculpa y de nostalgia, la melancolía resultantellenaba una función en el sistema general de laeuforia: sólo en la melancolía podían surgir bue-nas ideas sobre los muertos, y esas ideas po-dían ser útiles al procedimiento.

Los indios eran el contagio. ¿Adónde estaban?Iban hacia ellos, como en una ilustración, en elamanecer rsplandeciente. Habían encontrado

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por casualidad un camino, que debía de ser eldel Puesto de Correos, y se precipitaron por él,oyendo cada vez más cerca los tiros y, a partirde cierto punto, gritos. Era la primera vez queoían indios.

Al transponer los paralelos de unas alame-das delgadas, pudieron ver la acción, la primerade aquella jornada memorable. Al fondo, el edi-ficio blanco del Puesto, pequeño como un dado.Antes, una partida de ganaderos disparando alaire desde sus caballos, y los indios corriendoen los suyos, a los gritos. Todo era velocísimo,incluidos ellos, que bajaban a ese vallecito a rien-da suelta. La mecánica del encuentro, que serepitió en todos los que presenciaron después,era la siguiente: los salvajes disponían sólo dearmas cortantes y punzantes, chuzas, lanzonesy cuchillos; los blancos usaban escopetas, perolas disparaban al aire con fines disuasivos; deese modo los segundos mantenían la distanciaque necesitaban franquear los primeros paraefectuar la matanza. Era así como iban y venían.Para sostener este equilibrio se necesitaba unagran velocidad; ambos bandos la acelerabanconstantemente, y como el otro debía mantener-se a la par, llegaban casi de inmediato a la satu-ración. La escena era muy fluida, muy lejana,se agotaba en una óptica de apariciones...

Era demasiado bueno para no dibujarlo. Lohicieron, sin apearse de los caballos, apoyandoel papel en los tableros portátiles. Cuando vol-vieron a mirar, ya no había nadie. Krause echóuna ojeada al croquis de su amigo. Se le hacíaextraño e inquietante verlo dibujar escondidodentro del capullo negro. Le preguntó si veía bien.

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Nunca había visto mejor. En lo profundo desu noche mantilla el pinchazo de aguja que erasu pupila lo despertaba al panorama del día cla-ro. Y la leche en polvo de amapolas, sustanciaactiva de los analgésicos, proporcionaba sueñosuficiente para volver a despertarse diez vecespor segundo.

Pero metieron los papeles en el morral y lan-zaron otra vez los caballos, porque esa escenano había sido más que un aperitivo. Y al salirdel valle (suerte de principiantes) pudieron veruna partida de un centenar de indios escabu-lléndose hacia el norte, seguramente rumbo aalguna de las fincas desguarnecidas de la zona.Ahí también tomaron apuntes; Rugendas llenócinco hojas antes de que ese grupo se perdierade vista. Emprendían la marcha cuando los cru-zó una escuadra de ganaderos, a los que pudie-ron darles indicaciones. Se hacían útiles, aunmanteniéndose au dessus de la melée.

Al quedar solos, descendieron al paso haciael sur, intercambiando sus primeras impresio-nes. Por suerte los dos tenían buena vista. Alparecer tendrían que resignarse a ver a los in-dios pequeños como soldaditos de plomo. Perolos detalles estaban ahí, hacían una violentaimpresión en sus retinas y se amplificaban enel papel. De hecho, si querían podían dibujardetalles sueltos. El detalle que les interesaba erala fugacidad, la organización en el azar, la velo-cidad de organización. El procedimiento del com-bate indios-blancos se reproducía en el de lospintores: había un equilibrio de cercanías y le-janías al que había que sacarle el máximo pro-vecho.

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A la vuelta de una altura volvieron a ver ac-ción, esta vez los indios escapándose hacia arri-ba de un faldeo escabroso, con los caballos vuel-tos cabras, y dejando abandonadas decenas denovillos robados, entre los cuales los ganaderosdescargaban su fusilería. La escena era suma-mente pintoresca. El carboncillo empezó a volarsobre el papel. La montaña, sobre la que dabael sol en perpendicular, se volvía pista de carre-ras de escape, como la cola abierta de un pavoreal. Había que tener cuidado de no exagerar enel dibujo, porque en el ascenso los jinetes in-dios corrían el riesgo de volverse pegasos. Contodo, el realismo estaba asegurado en tanto lotomaran con naturalidad, y ahí la prisa, la so-lución de las perspectivas sobre la marcha, ayu-daba.

Cuando los indios hubieron desaparecido, seacercaron de un galope a ver en qué se entrete-nían los ganaderos. Los tiros habían hecho efectosobre la novillada. Algunos animales habíanmuerto, otros se mantenían en pie infartados.Los hombres discutían por las marcas, que es-taban mezcladas y faltaban en algunos ejempla-res recién destetados. Para los alemanes era unanovedad que las marcas a fuego resultaran ob-jeto de discusión; siempre habían pensado enellas como en signos, destinados a una lecturaunívoca. Ahí les informaron que tropas del Fuer-te estaban combatiendo cuerpo a cuerpo en loscorrales del Tambo, a dos leguas de donde esta-ban. Agradecieron el dato y partieron.

Pero a medio camino tuvieron que hacer otroalto, el cuarto, para tomar apuntes de un en-contronazo en los vados de un arroyo. Empeza-

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ban a convencerse de que había indios por to-das partes. Como suele sucederle a los coleccio-nistas, no era la falta sino el exceso lo que po-día ser un problema. Evidentemente los demo-nios usaban la dispersión como un arma más.

Era como ir recorriendo los ambientes de unacasa durante una fiesta, de la sala al comedor,del dormitorio a la biblioteca, del cuarto de plan-char al balcón, y en todos ellos encontrar invi-tados ruidosos y alegres, algo alcoholizados, es-condiéndose para besuquearse o buscando aldueño de casa para pedirle más cerveza. Salvoque era una casa sin puertas ni ventanas niparedes, hecha de aire y distancia y ecos, y decolores y formas de paisaje.

Este arroyo podía ser la sala de baño. Los in-dios querían acercarse pero se alejaban; los blan-cos querían alejar pero para lograrlo debían acer-car (para asustar más con los estampidos). Loscaballos se enloquecían en estas ambivalencias,se zambullían, salpicaban, o simplemente seponían a beber muy tranquilos mientras sus ji-netes se desgañitaban en fugas y persecucionessimultáneas. Había una plasticidad infinita (oal menos algebraica) en la escaramuza, y comoRugendas la estaba tomando desde más cercaque las anteriores, lanzaba el lápiz en escorzosde musculatura distendida y contraída, cabelle-ras mojadas pegándose a hombros sumamenteexpresivos... Todo lo que se dibujaba en ese pre-sente explosivo era material para futuras com-posiciones —pero aun lo provisorio tenía un lí-mite. Se diría que cada volumen representadoal vuelo en el papel tendría que ser reunido conlos demás, en la calma del gabinete, borde con

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borde, como un rompecabezas, sin dejar blan-cos. Y realmente sería así, porque todo era vo-lumen, hasta el aire, en la magia del dibujo.Salvo que para Rugendas ya no había “calma delgabinete” sino horrendas torturas, narcóticos yalucinaciones.

Los salvajes se dispersaban en estrella, y cua-tro o cinco lo hicieron subiendo por los oterosdonde se hallaban los pintores. Krause sacó elrevólver y tiró un par de veces al aire; Rugendasestaba tan compenetrado que se limitó a escri-bir en su hoja: BANG BANG. Los indios debie-ron de asustarse de la cabeza envuelta en enca-je negro, porque se escurrieron sin más por loscostados. Ellos bajaron al arroyo a que se re-frescaran los caballos: habían andado mucho yentre una cosa y otra se había hecho la mediamañana. Se pusieron a conversar con los hom-bres que habían quedado en el cauce. Eran sol-dados del Fuerte: habían venido desde el Tambopersiguiendo a esos indios, y ahora volvían a él.Lo harían juntos.

A Krause le resultaba curioso que ni estoshombres, ni los que habían visto antes, hubie-ran mostrado ninguna extrañeza por la másca-ra que cubría la cara del pintor. Pero era bas-tante lógico que lo tomaran con naturalidad,porque lo normal en estos apuros era la adapta-ción de elementos cualesquiera a cualquier fin.También en circunstancias normales hay unaexplicación para todo; en las anormales, la ex-plicación misma tiene explicación.

Al parecer en el Tambo había una batalla enregla; los soldados estaban apurados por partir.Krause propuso que ellos dos se tomaran una

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horita de descanso en esas orillas frescas; loalarmaba el estado de sobreexcitación de suamigo, y las consecuencias que pudiera tenerpara su sistema. Pero Rugendas no quería sa-ber nada; decía que todavía no había empezado.¡Había tanto que hacer, en el presente! Desdeese punto de vista era cierto: no había empeza-do, y no empezaría nunca.

Allá fueron, entonces, con los soldaditos, quechanceaban y se jactaban de hazañas cómicas.Todo parecía bastante inofensivo. ¿Y esto era unmalón? ¿Un hecho pictórico? Estaba la posibili-dad de que diera un giro y mostrara su famosacara sanguinaria. Pero si no lo hacía, lo mismodaba.

No l legaron al Tambo. A medio caminoRugendas tuvo una crisis, y de las fuertes. Lossoldados se alarmaron de sus gritos y culebreossobre la montura. Krause tuvo que decirles quesiguieran adelante, que él se hacía cargo. Habíaun montecito cerca, y hacia él fueron los dos, elenfermo arrancándose el sombrero y echándoloa volar, y dándose puñetazos en las sienes. Loque más había turbado a los soldados era oírlos gritos de dolor saliendo de adentro de lamantilla negra. No podían relacionarlos con unaexpresión subjetiva. Curiosamente, a Krause leestaba pasando lo mismo. Hacía horas que ca-balgaba y dibujaba con su amigo sin verle lacara, y los gritos le hacían comprender que yano podía reconstruirla.

Se apearon a la sombra. Rugendas tomó susremedios entre convulsiones, todos juntos, sinmedir, y se quedó dormido. Se despertó a lamedia hora, sin dolores agudos pero en un tor-

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por alucinado. El único hilo que lo unía a la rea-lidad era la urgencia por seguir de cerca los aconte-cimientos. Claro que a esta altura el malón parecíaun desvarío más. No se había sacado la manti-lla, que ahora debía de necesitar más que nun-ca, y Krause no se atrevió a pedirle que se laquitara un instante para verlo. Empezaba a ha-cerse ideas raras sobre lo que habría al otro ladodel encaje. Por más que hizo, no pudo detener-lo. Lo tuvo que ayudar a montar, y al tocarlo leproducía impresión lo helado que estaba.

El Tambo fue lo mejor del día, en términos defisionomía de combate. Lo tomaron desde variospuntos de vista, y durante horas, hasta pasadoel mediodía. Fue una constante parada de in-dios, que compensaba la fugacidad con la re-aparición. A Rugendas los dibujos le salíanpluralistas. ¿Pero acaso no era siempre así?Hasta cuando dibujaba uno de los diecinuevevegetales del procedimiento, estaba contandocon la reproducción que lo devolvería a su nú-mero, para seguir haciendo naturaleza. Los in-dios, en sus repasadas de biombo, estaban ha-ciendo historia, a su modo.

Las posturas que adoptaban los indios sobresus caballos no se podían creer. Formaban par-te de un sistema de amedrentamiento y exhibi-ción a distancia. Tenía algo de circo, con tirosen lugar de aplausos. No les importaban las le-yes de la gravedad, y ni siquiera ser apreciadosen todo su valor; es cierto que las posturas notenían ningún valor en sí. Rugendas debía rec-tificarlas en el papel, donde regía un verosímilde composición estática. En los esbozos no larectificaba del todo, de modo que quedaban res-

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tos de su extrañeza real, restos en cierto modoarqueológicos porque había que cavar en la ve-locidad para vislumbrarlos.

Del Tambo, que era un complejo de edificiosbajos con largos anexos de corrales, salían par-tidas volantes de soldados haciendo sonar todasu mosquetería; los círculos salvajes se rompíanmomentáneamente, y volvían a emprenderse se-gundos después. Las vacas lecheras se habíanechado, y se las veía como bultos oscuros. Lasdanzas de los jinetes salvajes llegaron a un ex-tremo de fantasía cuando empezaron a exhibircautivas. Este rasgo era uno de los más carac-terísticos, casi definitorio, de los malones. Jun-to con el robo de ganado, el de mujeres era elmotivo de tomarse la molestia. En la realidad,era un hecho infrecuentísimo; funcionaba másbien como excusa y mito propiciatorio. Las cau-tivas que estos indios del Tambo no habían lo-grado atrapar las mostraban de todos modos,en un gesto desafiante, y también él muy plásti-co.

Allí venía, dando la vuelta a la colina del to-rrente, un grupito de salvajes vociferantes, laschuzas en alto: ¡huinca! ¡mata! ¡aaah! ¡iiih! Y enmedio de ellos, triunfante, un indio que era elque más gritaba, y traía abrazada, cruzada so-bre el cuello del animal, una “cautiva”. Que noera tal, por supuesto, sino otro indio, disfraza-do de mujer, y haciendo gestos afeminados; peroera tan burdo el engaño que no habría engaña-do a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que pa-recían tomárselo a la chacota.

Y ya fuera por el chiste, ya por el valor sim-bólico del gesto, lo llevaron más lejos. Uno pasó

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abrazando una “cautiva” que era una ternerablanca, a la que le hacía arrumacos jocosos. Lostiros de los soldados se multiplicaban, como silos pusiera furiosos la burla, pero quizás no eraasí. Y en otra pasada, ya en el colmo de la ex-travagancia, la “cautiva” era un descomunal sal-món, rosado y todavía húmedo del río, cruzadosobre el pescuezo del caballo, abrazado por lafuerte musculatura del indio, que con sus gri-tos y carcajadas parecía decir: “me lo llevo parareproducción”.

Todas estas escenas eran mucho más de cua-dros que de la realidad. En los cuadros se laspuede pensar, se las puede inventar; con lo cualpueden sobrepasarse en extrañeza, en incohe-rencia, en locura. En la realidad, en cambio,suceden, sin invención previa. Frente al Tamboestaban sucediendo, y a la vez era como si seestuvieran inventando a sí mismas, como simanaran de las ubres de las vacas negras.

Habría sido imposible trasladarlo al papel, nisiquiera en alguna especie de taquigrafía, dehaber estado cerca. Pero la distancia lo volvíaotra vez cuadro, al incluirlo todo: indios, ronda,Tambo, soldados, pista, tiros, gritos, y la visióngeneral del valle, las montañas, el cielo. Habíaque hacerlo todo pequeño como puntos, y pre-pararse para reducirlo más todavía.

Se producía una cascada transitiva y trans-parente en cada círculo, y desde ella se recom-ponía el cuadro, como arte. Figuras pequeñitascorretando en el paisaje, bajo el sol. Claro queen el cuadro se las podía ver de muy cerca, aun-que fueran minúsculas como granos de arena;el espectador podría acercarse cuanto quisiera,

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aplicar la visión microscópica, y ver los deta-lles. En los detalles, a su vez, se recuperaba loextraño, lo que cien años después se llamaría“surreal ista” , y en aquel entonces era la“fisionómica de la naturaleza”, vale decir el pro-cedimiento.

El desfile seguía. Las velocidades oscilaban.No parecían cansarse nunca. De pronto hubouna salida de todos los soldados a la vez, y losindios se disiparon rumbo a las montañas. Seestableció una especie de tregua, que nuestrosamigos aprovecharon para entrar al Tambo, don-de se estaba llevando a cabo un velorio. Uno delos tamberos ordeñadores había sido asesinadopor los indios a primera hora de la mañana. Lasmujeres habían tenido que reconstituir el cadá-ver. Era una baja. Los dos alemanes pidieronrespetuosamente permiso para hacer un esbo-zo. Comentaron que hallar al culpable no seríatarea fácil, si es que se emprendía alguna vez.Después h ic ieron una recorr ida por laslaberínticas instalaciones, y aceptaron la invi-tación a almorzar que se les hizo. Hubo asado, ynada más que asado (ni siquiera pan para acom-pañar). “Asado de indio”, decía el soldado asa-dor, con risotadas. Pero era de ternera, muy tier-na y a punto. Bebieron agua, porque a la tardetendrían mucho que hacer. Como todos se reti-raron a hacer la siesta, Krause tuvo un buenargumento para que Rugendas se recostara unrato. Fueron a tirarse a la orilla del torrente.

Krause estaba intrigado. No habría creído quesu amigo aguantara el ritmo, pero lo veía dis-puesto a seguir haciéndolo, y sin mostrar la cara.Había comido (muy poco) alzando apenas los

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faldoncillos de mentón de su mantilla máscara,y a la tímida pregunta de su amigo de si no eramolesto comer así había respondido que la luzdel mediodía podría herirle los ojos como unanavaja. Krause nunca lo había visto tan preca-vido en las excursiones recientes, ni siquiera endías de mucho resplandor o de gran ingesta deanalgésicos. Por cierto que ésta era una ocasiónespecial. De todos modos, era raro en alguientan atildado como Rugendas que siguiera con lamantilla toda pegoteada de grasa.

Volvió a tomar leche en polvo de amapola, peroesta vez no se durmió. Siguió despierto detrásdel encaje negro impenetrable, y como Krausetampoco dormía, revisaron los dibujos y conver-saron. El acopio era generoso, pero la calidad, yla reconstrucción consiguiente, era otro cantar.Las tomas sueltas que había hecho cada uno deellos no tenían otro objeto que el de formar his-torias, escenas de historias. Las englobaba lahistoria general del malón, pero éste era apenasun episodio del largo combate entre las civiliza-ciones. Desde un nivel de la fragmentación sereconstruía otro nivel. Para entender la recons-trucción, hay una sola equivalencia, y bastanteimper fecta , aunque puede dar una idea .Supóngase un policía genial haciéndole un re-sumen de sus investigaciones al marido de lamuerta, al viudo. Con sus deducciones sutilesha podido “reconstruir”, precisamente, cómo sellevó a cabo el asesinato; lo único que le falta esla identidad del asesino, pero por lo demás hadado en el clavo, casi mágicamente, en todo loque pasó, como si lo hubiera visto. Y su interlo-cutor, el viudo, que en realidad es el asesino,

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tiene que reconocer que ese policía es un genio,y lo tiene que reconocer porque realmente pasóasí como se lo dice; pero al mismo tiempo, élque sí vio cómo pasaba, por ser el único testigopresencial vivo, además de ser el principal ac-tor, no puede identificar lo que pasó con lo quele está contando este policía, y no porque hayaerrores, grandes o chicos, o detalles equivoca-dos, sino porque no tiene nada que ver, hay unabismo tal entre una historia y otra, o entre unahistoria y la falta de historia, entre lo vivido y loreconstruido (aun cuando la reconstrucción estéhecha a la perfección) que directamente no lesve relación alguna; con lo que se convence a símismo de que es inocente, de que él no la mató.

También habría que pensar, y así se lo de-cían los dos amigos, que el indio seguía siendoindio aun fragmentado a su mínima expresión,por ejemplo un dedo del pie, a partir del cual sepodía reconstruir al indio entero; el ejemplo enel que ellos pensaban era otro: no el dedo delpie, ni la célula, sino el trazo del lápiz sobre elpapel que esbozaba el contorno del dedo o lacélula.

A Krause todo esto lo llevaba a una conclu-sión casi tan asombrosa como la del asesino ino-cente: que los indios no eran compensatorios.En realidad, era una conclusión de una vieja ideasuya (y de otros): que cada defecto físico, aunmenor, aun inevitable, como las pequeñas deca-dencias imperceptibles que va infligiendo la ve-jez, necesitan una compensación, y ésta se daen la forma de inteligencia, sabiduría, experien-cia, talento, saber actuar, don de gentes, poder,dinero, etcétera. Era por eso que Krause el dan-

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dy apreciaba tanto su prestancia física, su apos-tura, su juventud; porque eso lo liberaba de te-ner todo lo otro. Aun así, no podía evitar, porcivilizado, estar en el sistema de la compensa-ción. La pintura como arte electivo cumplía enél la función de asegurar el mínimo necesario.El mínimo que hasta hoy había creído absoluto,y sin el cual suponía que no se podía seguir vi-viendo. Pero he aquí que hoy había visto a losindios, y debía reconocer que ese mínimo no erarespetado —al revés, lo burlaban como objetosde la pintura. Los indios no necesitaban com-pensación alguna, y sin necesidad siquiera deser apuestos y elegantes podían permitirse tam-bién ser perfectamente brutos y desagradables.¡Qué lección para él!

Pero no bien lo hubo dicho recordó el estadoen que se encontraba la cara de su pobre amigo(aunque oculta tras la mantilla) y lo que podríainterpretar de su discurso.

Sus escrúpulos eran innecesarios, porqueRugendas estaba perdido en la más profunda delas alucinaciones: la aninterpretativa. En ciertomodo, era él quien había llegado al extremo dela no compensación. Pero no lo sabía, ni le im-portaba.

La prueba de este logro era que en su diálogosilencioso con su propia alteración (de aparien-cia y perceptiva) veía las cosas, no importabacuáles fueran, y las encontraba dotadas de “ser”,como los borrachos en la barra de un tugurioinfecto, que f i jan la mirada en una pareddescascarada, en una botella vacía, en el bordede un marco de ventana, y lo ven surgir de lanada en que su serenidad interior los ha sumi-

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do. ¡Qué importa lo que sean! dice el esteta enel colmo de la paradoja. Lo que importa es queson.

Se dirá que esos momentos alterados no re-presentan el verdadero yo. ¿Y con eso qué? ¡Ha-bía que aprovecharlos! En ese momento, el pin-tor era feliz. Cualquier borracho, para seguir conel símil, puede atestiguarlo. Pero, por algunarazón, para ser más feliz todavía (o menos feliztodavía, que es más o menos lo mismo) hay quehacer las cosas que sólo se pueden hacer en es-tado normal. Por ejemplo ganar plata, que es laactividad que requiere más lucidez, para poderseguir costeándose éxtasis. Eso es contradicto-rio, paradójico, intrigante, y quizá sea una prue-ba de que lo compensatorio no es tan fácil dededucir.

La realidad misma puede llegar a un estadiode “no compensatorio”. Aquí hay que recordarque Mendoza no es el trópico, ni siquiera comolicencia poética. Y Humboldt había puesto apunto el procedimiento en sitios como Maiquetíao Macuto... En la verdadera tristeza del trópico,que es intransferible. En la noche que cae enmitad del día, el mar que vuelve y vuelve sobreMacuto, con esa monotonía inútil, y esos niñoszambulléndose siempre desde la misma roca...¿Con qué objeto? ¿Con qué objeto vivían? Paracrecer y llegar a ser unos ignorantes seres pri-mitivos que (encima) llegarían a su plena expre-sión cuando fueran unas despreciables ruinashumanas.

A la tarde todo fue volviéndose más y másinsólito. La actividad se había desplazado defi-nitivamente del Tambo, por lo que los dos ale-

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manes partieron a la busca de más vistas, guia-dos por ruidos y rumores. Si el valle sanrafaelinoera un palacio de cristal, y los subvalles del to-rrente sus alas y patios, los indios estaban sa-liendo de los armarios, como secretos mal guar-dados. Las escenas se sucedían, pero al impri-mirse en el papel preparaban otras sucesiones,que revertían sobre la original. El paisaje, porsu parte, seguía inmutable. La catástrofe se li-mitaba a meterse en él por un extremo y salirpor el otro, sin alterarlo.

Los dos alemanes seguían en la suya. Lasnuevas impresiones del Malón reemplazaban alas viejas. A lo largo de la jornada se produjouna evolución, que no se completó, hacia unsaber no mediado. Hay que tener en cuenta queel punto de partida era una mediación muy la-boriosa. El procedimiento humboldtiano era unsistema de mediaciones: la representaciónfisionómica se interponía entre el artista y lanaturaleza. La percepción directa quedaba des-cartada por definición. Y sin embargo, era ine-vitable que la mediación cayera, no tanto por sueliminación como por un exceso que la volvíamundo y permitía aprehender al mundo mismo,desnudo y primigenio, en sus signos. Al fin decuentas, es algo que pasa en la vida de todos losdías. Uno se pone a charlar con el prójimo, ytrata de saber qué está pensando. Parece impo-sible llegar a averiguarlo si no es por una largaserie de inferencias. ¿Qué hay más encerrado ymediado que la actividad psíquica? Y aun así,ésta se expresa en el lenguaje, que está en elaire y sólo pide ser oído. Uno se estrella contralas palabras, y sin saberlo ya ha llegado al otro

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lado, y está en el cuerpo a cuerpo con el pensa-miento ajeno. A un pintor le pasa lo mismo,mutatis mutandi, con el mundo visible. Le pa-saba al pintor viajero. Lo que decía el mundoera el mundo.

Y ahora, como complemento objetivo, el mun-do había parido repentinamente a los indios. Losmediadores no compensatorios. La realidad sehacía inmediata, como una novela. Sólo faltabala concepción de una conciencia que fuera yano sólo conciencia de sí misma sino también detodas las cosas del universo. Y no faltaba, por-que era el paroxismo.

La tarde no fue una repetición de la mañana,ni siquiera invertida. La repetición siempre essólo la espera de la repetición, no la repeticiónmisma. Pero dentro del paroxismo no se espera-ba nada. Simplemente las cosas sucedieron, yla tarde resultó distinta de la mañana, con susaventuras propias, sus descubrimientos, suscreaciones.

Al fin, Rugendas cayó sobre el papel, se de-rrumbó, presa de una horrenda desintegracióncerebral. Detrás del globo de encaje negro, quela respiración inflaba y desinflaba trabajosamen-te, se oían unos gemidos sin fuerza. Resbaló porel pescuezo de Rayo, con el carboncito todavíahaciendo piruetas en el aire, y se fue al suelo.Krause se apeó a auxiliarlo. Allá a lo lejos, enun soberbio marco de rosas y verdes, los indiosse perdían en desbandada, tan minúsculos comosi estuvieran montados en mosquitos.

Krause, como una Madonna dolorosa, soste-nía el cuerpo desvanecido de su amigo y maes-tro, bajo coronas de follaje multiplicadas al infi-

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nito. Los trinos de una Cefalónica celeste rodea-ban el silencio. Caía la tarde. Había venido ca-yendo desde hacía un buen rato.

Con las últimas luces, que se prolongabanmilagrosamente, soldados y ganaderos confluíanen el Fuerte a hacer un balance de la jornada.Los caballos estaban exhaustos, los jinetes ibancabizbajos y hablaban con ronquidos fúnebres;todos estaban tiznados de pólvora, empolvados,algunos se dormían en el camino. A una de laspartidas se unió Krause, que había echado aRugendas sobre el lomo del caballo, dormido afuerza de leche en polvo de amapola, con la ca-beza colgando a un lado, a la altura del estribo,que como un badajo le daba un “toc” a cada paso.Aclaremos que la cabeza seguía envuelta en lamantilla. Llegaron al Fuerte ya de noche cerra-da, y más les valía llegar porque era una nochecompletamente negra.

A las dos horas Rugendas se despertó, en unestado deplorable. Las alternancias de salud yenfermedad que había sobrellevado a lo largo deesa jornada increíble lo habían dejado a la mi-seria. Lo que hizo fue ponerse inmediatamentea trabajar. Pero aquí le pasó algo bastante cu-rioso y fue que no se sacó la mantilla, simple-mente porque se había olvidado que la teníapuesta. En la sala de situación del Fuerte, don-de se hallaban, había encendido apenas un parde velas, y en el enorme recinto reinaba unapenumbra tenebrosa. Con el velo, el pobre pin-tor no veía nada, y no lo sabía. Tantas altera-ciones había tenido su visión durante el día quepor el momento le daba lo mismo no ver. En laceguera, sus movimientos tuv ieron g i ros

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fantasiosos, y su manipulación de los papelesllamó la atención. Porque se le había ocurridohacer una clasificación de escenas; y como nolas veía, se le mezclaban tanto que reproducíacon todo su cuerpo y con las imaginables res-tricciones impuestas por sus nervios rotos, lasposturas de los indios. Krause no pudo soportarla vergüenza ajena y salió discretamente, comosi fuera a realizar alguna función fisiológica. Unpoco más brutales, soldados y ganaderos admi-raban absortos al monigote con la cabeza deenvoltorio. A ninguna de las dos partes se leocurría la solución natural, que era arrancarseese trapo: a Rugendas porque había llegado ahacérsele natural, demasiado natural; a losotros, por lo opuesto; el único que por hallarseen el punto medio, podía haber tenido la sensa-ta idea, no estaba presente.

En ese momento Krause estaba viviendo supropia revelación. Al salir, deprimido y preocu-pado por todo, se había enfrentado con la másnegra de las noches. Por puro remanente visualsentía los bosques y montañas, como masasnegras fundidas en el negro general. En susmelancólicos pensamientos dejó pasar un lapsode tiempo, no muy bien definido, y de prontonotó que lo estaba viendo todo: las montañas,los árboles, los caminos, los panoramas en pers-pectivas un poco oníricas... ¿Lo veía, o lo sabía?Pensó en el prodigio ultrafisionómico de la mi-rada, la dilatación de la pupila, y la gran lectu-ra del cerebro. No había nada de eso. Solo habíasalido la luna. Sin embargo, había acertado detodos modos.

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Adentro también habían estado esperando quesaliera la luna para emprender el regreso cadaa uno a su casa. Se pusieron los sombreros, yya salían. Fue entonces cuando Rugendas, quehabía estado oyendo sus conversaciones con al-gún margen de atención, hizo una asociación deideas y viendo al dueño de la casa en la que sehabían alojado la noche anterior, que lo invita-ba a reunírseles, se acordó de la esposa de éste,y de la mantilla, y entonces sí, se llevó las ma-nos a la cabeza, palpó el encaje, se dio cuentade que lo tenía puesto, y se lo arrancó sin mo-lestarse en deshacer los nudos. Sin tomar encuenta que estaba hecha un trapo inmundo,maloliente e impregnado de grasa, sudor y pol-vo, se la tendía al ganadero tratando de pronun-ciar, con la lengua tiesa, un agradecimiento parasu esposa... Todas las miradas se habían fijadoen él, con asombro igual al espanto. Cuando suinterlocutor pudo hablar al fin, balbuceó unanegativa, todavía sin sacarle la vista de encima:le quería decir que se la podría devolver y agra-decer él mismo a la señora, ya que suponía quelo acompañarían de regreso a la finca, para per-noctar. Pero como el monstruo insistía la tomó,interrumpió la conversación, que no daba paramás, y se quedó mirándolo fijo. ¡Qué feo! Si nohabía aceptado de entrada esa verónica inmun-da era porque inconscientemente quería decir:déjesela puesta.

Salieron todos juntos, y Krause al verlos fuea buscar sus dos caballos; él también daba porsupuesto que volvían a la finca de donde habíanpartido a la mañana. Al venir con los dos brutos

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de la brida, tardó un instante en darse cuentade que su amigo se había sacado la máscara. Aél también, aunque por el otro lado, se le habíahecho natural. La luz de la luna daba de llenoen la cara, que ahora parecía más grande y másterrible. Quedó suspendido un instante. Loshombres empezaron a montar y marcharse.Krause había pensado que tendría que cargarlo,pero a Rugendas se lo veía en pie, y, salvo lacara, bastante sólido. La cara ocupaba loscompartimentos de la noche. ¿Era la luna la queiluminaba la cara, o la cara la que iluminaba laluna?

Sea como fuera, Rugendas tenía otros planes.Para la inmensa sorpresa de Krause, tenía pla-nes para la noche. Parecía increíble, pero que-ría seguir las actividades. ¿Qué importaba laenfermedad, si justamente los remedios quehabía tomado para combatirla le hacían reco-menzar todo con perfecta energía? Y recomen-zar era la tarea más repetida del mundo. Dehecho, sólo ahí se daba la Repetición: en el co-mienzo. Era Krause, no él, quien por efecto dela salud estaba en una línea única, un conti-nuo, sin comienzo ni fin.

Lo que le dijo no lo entendió. La cara se ha-bía impuesto a todo lo demás, aun a la palabra.Además, no había tiempo para hablar porque yaestaban cabalgando, ellos dos solos, y no rum-bo a la finca sino bosque adentro, por las tubas,por los golletes, los caballos zapateando comopulpos de bronce, hacia el sur, hacia lo desco-nocido, navegando la brújula facial. Siluetas al-tas y delgadas, como si cabalgaran en jirafas,todo en negro y sin embargo visible, se precipi-

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taban succionados cada vez por una placa deespacio diferente y más alejada, se filtraban enlos grises del negro. Los ecos del galope se lesadelantaban y rebotaban advirtiéndoles de losobstáculos. En eso se parecían a los murciéla-gos. Pero además de parecerse, rozaban mur-ciélagos, de los que esas laderas estaban reple-tos, y a esa hora salían de sus cuevas. Es rarísi-mo sentir el roce de un murciélago, porque esosanimalitos están dotados de un mecanismoantichoque infalible. Pero el roce no es un cho-que, y en ocasiones la velocidad misma lo per-mite. Fue lo que le pasó en esta ocasión aRugendas. Un murciélago en dirección contra-ria a la suya le acarició la frente. Fue apenas uncentésimo de segundo; podría haberse confun-dido con el pasaje de una brisa, o la excitacióncasual de una célula. Pero la delicadeza siem-pre tiene una explicación en el mundo de la na-turaleza. Y esta delicadeza era suprema, no po-día haber nada igual no sólo por la mecánicacon que se realizaba sino sobre todo por la ma-teria sobre la que tenía lugar: una frente en laque todos los nervios se habían desenganchado.¿Cómo pedir más suavidad, más sutileza?

Esta parte final del episodio fue más inexpli-cable todavía que el resto. Pero no podemos du-dar de su realidad porque quedó documentadaen el epistolario posterior del artista. En él sedisculpa con familiares y amigos, con su her-mana sobre todo, por lo que llama su “osadía”,y que más bien fue temeridad: ir a ver a los in-dios de cerca para tomar los primeros planos ycompletar los esbozos del día. Claro que en suspalabras habría que leer una cierta ironía. Al

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fin de cuentas, ¿qué podía pasarle? Que lo ma-taran, nada más. Y eso era un detalle sin im-portancia. De hecho, cuando sus corresponsa-les vieran los cuadros resultantes, es decir cuan-do su producción llegara a las galerías o mu-seos europeos, con toda seguridad él ya habríamuerto. El artista, en tanto artista, siempre po-día estar muerto. Era un poco absurdo quererpreservarlo. Cualquier pequeño o gran acciden-te podía matar a un hombre, o a mil, o a milmillones a la vez. Si la noche matara, moriría-mos todos poco después de la puesta de sol.Rugendas podía decir como todos, y especialmen-te después de lo que le había pasado: “ya vivíbastante”. Como el arte es eterno, no se pierdenada.

Él abría la marcha. Le había oído decir a lossoldados en el Fuerte que los indios solían ha-cer un vivac no muy lejos cuando terminabanlas batallas. Cansados de las distancias quedaban forma al malón, eran lo primero que de-jaban caer, y se quedaban a dos pasos.

Ya fuera por eso, ya por la velocidad de lacarrera, llegaron casi de inmediato. El lugar erauna cascada, junto a la cual se extendía unagran mesa de esquisto rosado, y sobre ésta losindios estaban cenando. Habían hecho hogue-ras y se habían sentado en círculos alrededor.No eran mil. Eso había sido una exageración.Eran cien. Las vacas robadas estaban en lapraderita adyacente, rodeadas por los caballos,que les impedían dispersarse. Habían carneadouna veintena, para asar costillares y lomitos, yya habían empezado a comer. Decir que queda-ron atónitos al ver irrumpir en el círculo de luz

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al pintor monstruo, sería poco. No daban crédi-to a sus ojos. No podían. Eran una fraternidadde hombres: no había mujeres ni niños entreellos. Si hubieran querido, dijeran lo que dije-ran, habrían podido volver con el botín a sustiendas en unas pocas horas de marcha. Pero setomaban la noche libre: con la excusa del malón,dejaban a sus esposas esperando, preocupadasy muertas de hambre. Y no es que necesitaranocultarse de ellas para emborracharse y hacerbarbaridades; lo hacían de puro incorregiblesnada más, como un suplemento maldito a suscorrerías. Justamente, habían empezado bebien-do, a puro copetín andino, del pico de las bote-llas que habían alcanzado a robar. La borrache-ra y el sentimiento de culpa se les juntaron enun espanto único al ver ese rostro iluminado porla luna, ese hombre que se había vuelto todocara. Ni siquiera vieron lo que hacía: lo veían aél. Jamás podrían haber adivinado de dónde sa-lía. ¿Cómo iban a saber que existía un procedi-miento de representación fisionómica de la na-turaleza, un mercado ávido de grabados exóti-cos, etcétera? Si ni siquiera sabían que existíael arte de la pintura; y no porque no lo tuvieran,sino porque lo tenían en la forma de un equiva-lente, cualquiera que fuese (no sabían cuál era).

De modo que Rugendas no tuvo el menor in-conveniente en sumarse a la ronda del fuego,abrir su bloc de buen papel canson y poner enacción la carbonilla y la sanguina. Ahora sí lostenía cerca, con todos los detalles: las bocazasde labios como salchichones aplastados, los ojosde chino, la nariz como un ocho, las crenchasduras de grasa, los cuellos de toro. Los dibuja-

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ba en un abr i r y cerrar de o jos . Estabaaceleradísimo (en términos de procedimiento) porel efecto de rebote de la morfina. Pasaba de unacara a otra, de una hoja a la siguiente, como elrayo que cae sobre la pradera. Y la actividadpsíquica a que esto lo inducía... Aquí hay quehacer una especie de paréntesis. La actividadpsíquica se traduce en gestos de la cara. En elcaso de Rugendas, con los nervios de la caratodos cortados, la “orden de representación” queprocedía del cerebro no llegaba a destino, o me-jor dicho llegaba, eso era lo peor, pero deforma-da por decenas de malentendidos sinápticos. Sucara decía cosas que en realidad él no queríadecir, pero nadie lo sabía, ni él, porque él no seveía; todo lo contrario, lo único que veía eranlas caras de los indios, horrendas también, a sumanera, pero todas iguales. La de él no se pare-cía a nada. Había quedado como esas cosas queno se ven nunca, como los órganos de la repro-ducción vistos desde adentro. Pero no exacta-mente como son, porque en ese caso seríanreconocibles, sino mal dibujados.

Las lenguas del fuego se alzaban de las ho-gueras y lanzaban reflejos dorados sobre los in-dios, encendiendo un detalle aquí y otro allá, oapagándolos en un fulminante barrido de som-bra, dándole movimiento al gesto absorto, y ac-tividad de continuo a la estupefacción idiota. Sehabían puesto a comer, porque era más fuerteque ellos, pero cualquier cosa que hicieran losdevolvía al centro de la fábula, donde la borra-chera seguía multiplicándose. En la noche deuna jornada de correría se presentaba un pin-tor a revelarles la verdad alucinada de lo que

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había pasado. Empezaron a gemir las lechuzasen los bosques profundos, y los indios aterrori-zados quedaban fijados en remolinos de sangrey óptica. A la luz bailarina del fuego, sus rasgosdejaban de pertenecerles. Y aunque poco a pocorecuperaron cierta naturalidad, y se pusieron ahacer bromas ruidosas, las miradas volvíanimantadas a Rugendas, al corazón, a la cara. Élera el eje de lo que parecía una pesadilla des-pierta, la realización de lo que más había temi-do el Malón en sus muchas manifestaciones enel curso del tiempo: el cuerpo a cuerpo. Rugen-das por su parte estaba tan concentrado en losdibujos que no se daba cuenta de nada. Droga-do por el dibujo y el opio, en la medianoche sal-vaje, efectuaba la contigüidad como un automa-tismo más. El procedimiento seguía actuando porél. De pie a sus espaldas, oculto en las som-bras, vigilaba el fiel Krause.

24 de noviembre de 1995

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César Aira

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