carta a mi madre-charles baudelaire

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-Embriagaos Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos. Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.» La cuerda-Baudelaire A Édouard Manet. «Las ilusiones -me decía un amigo- son tan innumerables quizá como las relaciones de los hombres entre sí o de los hombres con las cosas.» Y cuando la ilusión desaparece, es decir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamos un raro sentimiento complicado, mitad pesar por la desaparición del fantasma, mitad agradable sorpresa ante la novedad, ante la realidad del hecho. Si existe un fenómeno evidente, trivial, siempre parecido y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse, es el amor materno. Tan difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sin

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-EmbriagaosHay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para nosentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo,tenéis que embriagaros sin tregua.Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en latristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada la embriaguez,preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo quegime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la horaque es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora deemborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sincesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.»

La cuerda-Baudelaire

A Édouard Manet.

«Las ilusiones -me decía un amigo- son tan innumerables quizá como las relaciones delos hombres entre sí o de los hombres con las cosas.» Y cuando la ilusión desaparece, esdecir, cuando vemos al ser o el hecho tal como existe fuera de nosotros, experimentamosun raro sentimiento complicado, mitad pesar por la desaparición del fantasma, mitadagradable sorpresa ante la novedad, ante la realidad del hecho. Si existe un fenómenoevidente, trivial, siempre parecido y de naturaleza ante la cual sea imposible equivocarse,es el amor materno. Tan difícil es suponer una madre sin amor materno como una luz sincalor. ¿No será, por tanto, perfectamente legítimo atribuir al amor materno todas lasacciones y las palabras de una madre relativas a su hijo? Pues oíd, sin embargo, estabreve historia, en la que me he dejado engañar singularmente por la ilusión más natural.Mi profesión de pintor me mueve a mirar atentamente las caras, las fisonomías que se

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atraviesan en mi camino, y ya sabéis el goce que sacamos de semejante facultad, que hacela vida más viva a nuestros ojos y más significativa que para los demás hombres. En elbarrio apartado en que vivo, que tiene todavía vastos trechos de hierba entro las casas, hesolido observar a un niño cuya fisonomía ardiente y traviesa, más que la de los otros, mesedujo desde el primer momento. Más de una vez me sirvió de modelo, y le transformé,ya en gitanillo, ya en ángel, ya en amor mitológico. Lo di a llevar el violín del vagabundo,la corona de espinas y los clavos de la Pasión, y la antorcha de Eros. Acabé por tomargusto tan vivo a la gracia de aquel chicuelo, que un día fui a pedir a sus padres, unospobres, que me lo cedieran, prometiendo que le vestiría bien y le daría algún dinero, y nole impondría más trabajo que el de limpiar los pinceles y hacer algunos recados. El niño,en cuanto se le lavó, se quedó hecho un encanto, y la vida que junto a mí llevaba loparecía un paraíso en comparación con la que hubiera tenido que soportar en el tuguriopaterno. Sólo tendré que añadir que el muñequillo me asombró algunas veces con crisissingulares de tristeza precoz, y que pronto empezó a manifestar afición inmoderada por elazúcar y los licores, tanto, que un día en que pude comprobar, no obstante mis repetidasadvertencias, un nuevo latrocinio de tal género cometido por él, le amenacé condevolvérselo a sus padres. Luego salí, y mis asuntos me retuvieron bastante rato fuera decasa.¿Cuál no sería mi horror y mi asombro cuando, al volver a ella, lo primero que meatrajo mi vista fue mi muñequillo, el travieso compañero de mi vida, colgado de untablero de este armario? Los pies casi tocaban al suelo; una silla, derribada sin duda deuna patada, estaba caída cerca de él; la cabeza se apoyaba convulsa en el hombro; la carahinchada y los ojos desencajados con fijeza espantosa me produjeron, al pronto, la ilusiónde la vida. Descolgarle, no era tarea tan fácil como pudierais creer. Estaba ya tieso, ysentía yo repugnancia inexplicable en dejarle caer bruscamente al suelo. Había que

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sostenerle en peso con un brazo, y con la mano del otro cortar la cuerda. Pero con eso noestaba hecho todo; el pequeño monstruo había empleado un cordel muy fino, que habíapenetrado hondamente en las carnes, y ya era preciso buscar la cuerda, con unas tijerasmuy finas, entre los rebordes de la hinchazón, para libertar el cuello.Se me olvidó deciros que antes pedí socorro; pero todos los vecinos se negaron adarme ayuda, fieles así a las costumbres del hombre civilizado, que nunca quiere, no sépor qué, tratos con ahorcados. Vino, por fin, un médico, y declaró que el niño estabamuerto desde hacía varias horas. Cuando, más tarde, tuvimos que desnudarle para elentierro, la rigidez cadavérica era tal, que, desesperado de doblar los miembros, tuvimosque rasgar y cortar los vestidos para quitárselos.Al comisario, a quien, como es natural, hube de declarar el accidente, me miró dereojo y me dijo «¡El asunto no está claro!», movido, sin duda, por un inveterado deseo yun hábito profesional de infundir temor, valga por lo que valiere, lo mismo a inocentesque a culpables.Un paso supremo había que dar aún, y sólo de pensarlo sentía yo angustia terrible:había que avisar a los padres. Los pies se negaban a llevarme. Por fin tuvo ánimos. Pero,con gran asombro mío, la madre se quedó impasible, sin que brotase una lágrima de susojos. Achaqué tal extrañeza al horror mismo que debía de sentir, y recordé la máximaconocida: «Los dolores más terribles son los dolores mudos.» El padre se contentó condecir, con aspecto entre embrutecido y ensimismado: «¡Después de todo, así es mejor;tenía que acabar mal!»Entretanto, el cuerpo estaba tendido en un sofá, y, con ayuda de una criada,ocupábame yo en los últimos preparativos, cuando la madre entró en mi estudio. Quería,según indicó, ver el cadáver de su hijo. A la verdad, yo no podía impedir que seembriagase de su infortunio, ni negarle aquel supremo y sombrío consuelo. En seguidame pidió que le enseñara el armario de que se había ahorcado el niño. «¡Ah! ¡No, señora -le contesté-; le haría daño!» Y como involuntariamente se volviesen hacia el armario mis

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ojos, eché de ver con repugnancia, mixta de horror y de cólera, que el clavo se habíaquedado en el tablero, con un largo trozo de cuerda colgando todavía. Me lancévivamente a arrancar aquellos últimos vestigios de la desgracia, y cuando iba a tirarlospor la ventana, abierta, la pobre mujer me cogió del brazo y me dijo con voz irresistible:«¡Señor, déjemelo! ¡Se lo ruego! ¡Se lo suplico!»La desesperación -así lo pensé - de tal modo la había enloquecido, que se enamorabacon ternura de lo que sirvió de instrumento de muerte a su hijo; quería conservarlo comoreliquia horrible y amada. Y se apoderó del clavo y del cordel.¡Por fin, por fin se acabó todo! Ya no me quedaba más que ponerme a trabajar denuevo, con mayor viveza todavía que la habitual, para rechazar poco a poco aquelpequeño cadáver, que se metía entre los repliegues de mi cerebro, y cuyo fantasma mecansaba con sus ojazos fijos. Pero al día siguiente recibí un montón de cartas: una deinquilinos de la casa, otras de casas vecinas; una del piso primero, otra del segundo, otradel tercero, y así sucesivamente; unas en estilo semichistoso, como si trataran de disfrazarcon una chacota aparente la sinceridad de la petición; otras de una pesadez descarada ysin ortografía, pero todas dirigidas a lo mismo, esto es: a lograr de mí un trozo de lafunesta y beatífica cuerda. Entre los firmantes había, fuerza es decirlo, más mujeres quehombres; pero no todos, creedlo, pertenecían a la clase ínfima y vulgar. He conservadolas cartas.Entonces, súbitamente se hizo la luz en mi cerebro, y comprendí por qué la madreinsistió tanto para arrancarme el cordel y con qué tráfico se proponía encontrar consuelo.

Las vocaciones-Baudelaire

En un hermoso jardín, donde los rayos del sol otoño parecían rezagarse a gusto, bajoun cielo verdoso ya, con nubes de oro flotantes como continentes viajeros, cuatro bellosniños, cuatro muchachos, cansados sin duda del juego, hablaban entre sí.

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Uno decía: «Ayer me llevaron al teatro. En palacios grandes y tristes, al fondo de loscuales se ve el mar y el cielo, unos hombres y unas mujeres, serios y tristes también, peromás hermosos y mucho mejor vestidos que los que solemos ver, hablan con voz que es uncantar. Amenázanse, suplican, se angustian y se llevan la mano con frecuencia a un puñalatravesado en el cinto. ¡Ay, qué bonito es! Las mujeres son mucho más guapas y másaltas que las que vienen a casa a vernos, y, por terrible que sea el aspecto que les den susojazos hundidos y sus mejillas arrebatadas, nadie puede por menos de quedarse encantadoal verlas. Infunden miedo, ganas de llorar, y, sin embargo, se goza tanto... Y lo mássingular es que entran ganas de ir vestido como ellos, de hacer y decir lo mismo, dehablar con la misma voz...»Uno de aquellos cuatro niños, que desde hacía unos segundos no escuchaba ya eldiscurso de su compañero y observaba con fijeza asombrosa no sé qué parte del cielo,dijo de repente: «¡Mirad, mirad... allá lejos! ¿Le veis? Está sentado en aquella nubecillasola, en aquella nubecilla de color de fuego, que anda despacito. Él también parece quenos mira.»«Pero ¿quién?» -preguntaron los demás.«¡Dios! -contestó con acento de convicción entera-. ¡Ay! Ya está muy lejos; dentro depoco no podréis verle ya. Está sin duda de viaje, visitando todos los países. Mirad, va apasar por detrás de aquella hilera de árboles que está casi en el horizonte..., y ahora bajapor detrás del campanario... ¡Ay, ya no se le ve!»Y el niño permaneció mucho tiempo vuelto del mismo lado, fijos en la línea quesepara la tierra del cielo los ojos, en que brillaba una inefable expresión de éxtasis y depesar.«¡Será tonto, con ese Dios que nadie más que él ha visto! -dijo entonces el tercero,cuya personilla se señalaba por una vivacidad y una vitalidad singulares-. Yo voy acontaros cómo me pasó una cosa que no os ha pasado nunca a vosotros, y que tiene mayorinterés que vuestro teatro y vuestras nubes. Hace unos días, mis padres me llevaron

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consigo a viajar, y como en la posada donde hicimos alto no había cama bastantes paratodos, resolvieron que yo durmiese en el mismo lecho de mi criada.»Llamó más cerca de sí a sus compañeros, y habló con voz más baja:«Es curioso el efecto que causa no estar acostado solo y hallarse en un lecho con lacriada, en tinieblas. Como no me dormía, me entretuve, mientras dormía ella, en pasarlelas manos por los brazos, por el cuello y por los hombros. Tiene los brazos y el cuellomucho más gruesos que todas las demás mujeres, y la piel tan suave, tan suave, queparece papel de cartas o papel de seda. Tanto gusto me daba, que hubiera seguido pormucho tiempo, si no me hubiese dado miedo; lo primero, miedo de despertarla, y,después, miedo de no sé qué. Metí en seguida la cabeza entre sus cabellos, que le caíanpor la espalda, espesos como una crin, y olían tan bien, os lo aseguro, como las flores deljardín a estas horas. ¡Probad, cuando podáis, a hacer lo mismo, y ya veréis!»El joven autor de tan prodigioso relato tenía, durante la narración, desencajados losojos por una especie de estupor ante lo que aún sentía, y los rayos del sol poniente,deslizándose a través de los bucles rojizos de su cabellera enmarañada, encendían enderredor de ella como una aureola sulfúrea de pasión. Fácil era de adivinar que aquel nohabía de pasarse la vida buscando a la Divinidad en las nubes, y que la encontraría amenudo en otras partes.Por último, el cuarto dijo: «Ya sabéis que yo en casa no suelo divertirme; al teatronunca me llevan; mi tutor es avaro en demasía; Dios no se ocupa de mí ni de miaburrimiento, y no tengo criada guapa que me duerma. Muchas veces he creído queencontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber adónde, sin que anadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países. Nunca estoy bien en ningunaparte, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy. Pues, bueno;en la última feria del pueblo vecino, vi tres hombres que viven como yo querría vivir.Vosotros no reparasteis en ellos. Eran altos, casi negros y muy altivos, aunque

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harapientos, con trazas de no necesitar de nadie. Sus ojazos sombríos se volvieron todobrillantez mientras tocaban música, una música tan sorprendente que da gana ya de bailar,ya de llorar o de las dos cosas al mismo tiempo; se volvería uno como loco si loescuchara mucho rato. Uno, arrastrando el arco sobre el violín, parecía cantar una pena, yotro, haciendo saltar el martillito sobre las cuerdas de un piano corto colgado a su cuellode una correa, parecía burlarse del lamento de su vecino, en tanto que el tercero juntabade vez en cuando los platillos con violencia extraordinaria. Tan contentos estaban de símismos, que siguieron tocando su música de salvajes aun después que se hubo dispersadola muchedumbre. Recogieron, por último, sus cuartos, se echaron los bártulos a la espalday se fueron. Yo, por saber dónde vivían, los seguí de lejos hasta el lindero del bosque;sólo allí llegué a comprender que no vivían en ninguna parte.«Entonces dijo uno: «¿Hay que abrir la tienda?»«No, nada de eso -contestó otro- ¡Está la noche tan hermosa!»El tercero contaba lo recaudado, y decía: «Esa gente no siente la música, y sus mujeresbailan como los osos. Por fortuna, antes de un mes estaremos en Austria, dondehallaremos un pueblo más amable.»«Más valdría quizá que fuésemos a España, porque ya se va pasando la estación;huyamos antes de las lluvias y no nos mojemos más el gaznate» -dijo uno de los otros.«Todo lo recuerdo, como veis. En seguida se bebió cada cual una taza de aguardiente yse durmieron, vuelta la frente a las estrellas. Al principio me entró deseo de pedirles queme llevaran consigo y me enseñaran a tocar sus instrumentos; pero no me atreví, sin dudaporque siempre es muy difícil decidirse por cualquier cosa, y también porque temía queme volviesen a coger antes de haber salido de Francia.»El aspecto poco interesado de los otros tres compañeros me llevó a pensar que aquelmuchacho era ya un incomprendido. Le miraba con atención; tenía en los ojos y en lafrente ese no sé qué precozmente fatal que suele alejar a la simpatía, y que, no sé por qué,excitaba la que hay en mí, hasta tal punto, que se me ocurrió por un instante la extrañaidea de que podía yo tener un hermano que yo mismo no conocía.

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Habíase puesto el Sol. La noche solemne ocupaba ya su lugar. Separáronse los niños,yéndose cada cual, sin saberlo, según las circunstancias y los azares, a madurar sudestino, a escandalizar al prójimo y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor.

El Confiteor del Artista

De Spleen de París

Por CHARLES BAUDELAIRE

¡Qué penetrante es el final de los días de otoño! ¡Ah, penetrante hasta el dolor! Pues hay ciertas sensaciones deliciosas, cuya vaguedad no excluye la intensidad; y no hay punta más acerada que la del Infinito.

¡Gran delicia la de ahogar la mirada en la inmensidad del cielo y del mar! La soledad, el silencio, la incomparable castidad del azul, la pequeña vela que se estremece en el horizonte, y que por su pequeñez y su aislamiento imita mi irremediable existencia, la melodía monótona del oleaje; todas esas cosas piensan por mí, o yo pienso por ellas (¡pues en la grandeza de la meditación, el yo se pierde rápido!); esas cosas piensan, digo, pero musical y pintorescamente, sin argucias, sin silogismos, sin deducciones.

No obstante, esas ideas, ya salgan de mí o broten de las cosas, se toman bien pronto demasiado intensas. La energía dentro dé la voluptuosidad crea un malestar y un sufrimiento positivos. Mis nervios demasiado tensos sólo producen ya vibraciones dolorosas y chillonas.

Y ahora, la profundidad del cielo me consterna; me exaspera su limpidez. Me sublevan la insensibilidad del mar, la inmutabilidad del espectáculo ...

¿Habrá que sufrir eternamente, o eternamente huir de lo bello? ¡Déjame, Naturaleza, hechicera sin piedad; rival siempre victoriosa! ¡Cesa de tentarme, en mis deseos y en mi orgullo! El estudio de la belleza es un duelo en el que el artista grita de espanto antes de ser vencido.

El Crepúsculo de la Tarde

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De Spleen de París

Por CHARLES BAUDELAIRE

Cae la tarde. Un gran apaciguamiento se produce en los pobres espíritus fatigados por la labor de la jornada, y sus pensamientos toman ahora los colores tiernos e indecisos del crepúsculo.

No obstante, desde lo alto de la montaña, a través de los transparentes vapores de la tarde, llega hasta mi balcón un gran aullido compuesto por una cantidad de gritos discordantes, que el espacio transforma en una lúgubre armonía como la de la marca creciente o la de la tempestad que se despierta.

¿Quiénes son los infortunados a los que la tarde no calma y que, como los búhos, toman la venida de la noche por la señal del aquelarre? Este siniestro ulular nos llega del negro hospicio posado en la montaña; y por la tarde, mientras fumo y contemplo el reposo del inmenso valle donde cada ventana dice: "Aquí reina la paz; aquí se gozan las dichas familiares", puedo yo, cuando el viento sopla de ese lado, mecer mi pensamiento atónito en esa imitación de las armonías del infierno.

El crepúsculo excita a los locos. Me acuerdo de haber tenido dos amigos a quienes el crepúsculo enfermaba. Uno olvidaba entonces todas las relaciones de amistad y cortesía, y maltrataba como un salvaje a cualquiera que se le acercara. Yo lo vi arrojar a la cabeza de un maître d' hôtel un pollo excelente, en el que creía encontrar no sé qué insultante jeroglífico. La tarde, precursora de las voluptuosidades profundas, le estropeaba las cosas más suculentas.

El otro, un ambicioso fracasado, volvíase, a medida que la luz menguaba, más agrio, más sombrío, más incómodo. Indulgente y sociable aun durante el día, era implacable al atardecer, pues su manía crepuscular se manifestaba rabiosamente no sólo a expensas de los demás, sino también a expensas de sí mismo.

El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva dentro de sí la inquietud de un malestar perpetuo y, aunque se viera gratificado con todos los honores que pueden conferir las repúblicas y los príncipes, creo que el crepúsculo seguiría encendiendo en él la quemante codicia de imaginarias distinciones. La noche, que insuflaba sus tinieblas dentro de aquel espíritu, ilumina el mío, y aunque no sea raro ver que la misma causa engendra dos efectos contrarios, esto me intriga siempre y despierta en mí algo como una alarma.

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¡Oh, noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Ustedes son para mí la señal de una fiesta íntima, Ustedes son la liberación de la angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los laberintos pétreos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de reverberos, son los fuegos artificiales de la diosa Libertad!

¡Crepúsculo, qué dulce y tierno eres! Las rosadas lumbres que perduran en el horizonte como la agonía del día bajo la opresión victoriosa de su noche, las luces de los candelabros que manchan con un rojo opaco las postreras glorias del poniente, las pesadas colgaduras que una mano invisible corre desde las profundidades del oriente, imitan todos los complicados sentimientos que se disputan el alma del hombre en las horas solemnes de la vida.

También se las podría comparar con esos extraños trajes de bailarina, en los que una gasa transparente y sombría deja entrever los amortiguados esplendores de una falda rutilante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado; y las vacilantes estrellas de oro y plata que la realzan, representan los fuegos de la fantasía que sólo arden bien bajo el profundo luto de la Noche.

Las Ventanas

De Spleen de París

Por Charles Baudelaire

Quien desde fuera mira a través de una ventana abierta, jamás ve tantas cosas como quien mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, tenebroso y deslumbrante que una ventana tenuemente iluminada por un candil. Lo que la luz del sol nos muestra siempre es menos interesante que cuanto acontece tras unos cristales. En esa oquedad radiante o sombría, la vida sueña, sufre, vive.

Por sobre las olas de los tejados, acierto a entrever a una mujer madura, arrugada ya, pobre, perpetuamente enfrascada en su tarea y que nunca sale. Con su rostro, con su atuendo, con sus gestos, con apenas nada, he reconstruido la historia de esta mujer, o quizá fuera mejor decir su leyenda, y de vez en cuando, entre lágrimas, me la recito a mí mismo.

De haber sido un pobre anciano, habría reconstruido la suya con la misma naturalidad.

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Y me acuesto, satisfecho de haber vivido y padecido en la piel de otros.

Y tal vez me digan: "¿Cómo sabes que esa leyenda es la verdadera?". ¡Qué me importa la realidad que se halle fuera de mí, si me ha ayudado a vivir, a sentir que soy y lo que soy.

El Puerto

De Spleen de París

Por Charles Baudelaire

Un puerto es un lugar encantador para el alma fatigada de luchar por la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura movible de las nubes, las coloraciones cambiantes del mar, el centelleo de los faros, son un prisma maravillosamente apropiado para distraer los ojos, sin cansarlos jamás. Las formas esbeltas de los navíos, de complicado aparejo, a los que el oleaje imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma la afición al ritmo y a la belleza. Y además, y sobre todo, para el que no tiene ya ni curiosidad ni ambición, hay una especie de placer misterioso y aristocrático en contemplar, tendido en un mirador o acodado en el muelle, toda esa agitación de los que parten y de los que regresan, de los que tienen aún fuerzas para querer, deseos de enriquecerse o de viajar.

El Extranjero

De Spleen de París

Por Charles Baudelaire

-Dime, hombre, enigmático, ¿a quién amas tú más? ¿A tu padre, a tu madre, a tu hermana, a tu hermano.?

-Yo no tengo ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano.

-¿A tus amigos?

-Os servís de una palabra cuyo sentido desconozco hasta hoy.

-¿A tu patria?

-Ignoro bajo qué latitud está situada.

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-¿La belleza?

-De buena gana la amaría, diosa e inmortal.

-¿El oro?

-Lo odio, como vosotros odiáis a Dios.

¿Pues qué es lo que amas, extraordinario extranjero?

-¡Amo las nubes. . ., las nubes que pasan... allá lejos... las maravillosas nubes!

Del Color

De Curiosidades Estéticas - Salón de 1846.

Por CHARLES BAUDELAIRE

Supongamos un hermoso retazo de naturaleza, donde todo verdea, rojea, espolvorea y reluce en plena libertad, donde todas las cosas, diversamente coloreadas según su constitución molecular, transformadas de segundo en segundo, por el desplazamiento de la sombra y de la luz y agitadas por su interno trabajo calórico, se hallan en una perpetua vibración que hace temblar sus líneas y completa la ley del movimiento universal y eterno. Una inmensidad, azul a veces y verde a menudo, se extiende hasta los confines del cielo: es el mar. Los árboles son verdes, el césped, verde, los musgos, verdes; el verde serpentea en los troncos y los tallos que aún no maduraron son verdes; el verde es el fondo de la naturaleza, porque el verde se desposa fácilmente con todos los demás tonos. Lo que ante todo me impresiona es que en todas partes —amapolillas en el césped, adormideras, papagayos, etc.— el rojo canta la gloria del verde; el negro —cuando lo hay—, cero insignificante y solitario, solicita el socorro del azul o del rojo. El azul, es decir, el cielo, está interrumpido por ligeros copos blancos o por masas grises, que templan felizmente su sombría crudeza, y como los vapores de la estación, en invierno o verano, bañan, suavizan o absorben los contornos, la naturaleza se asemeja a una perinola que, moviéndose a velocidad acelerada, nos parece gris, aunque resume en sí todos los colores.

La savia asciende y como que es una mezcla de principios se expande en tonos mezclados; los árboles, las rocas, los granitos se miran en el agua y dejan en ella sus reflejos; todos los objetos transparentes atrapan al paso luces y colores vecinos y lejanos. Y a medida que el astro del día se desplaza, los tonos cambian de valor, pero respetando siempre sus simpatías y odios

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naturales, continúan viviendo en armonía gracias a recíprocas concesiones. Las sombras se mueven lentamente y a su paso hacen huir o extinguen los tonos, a medida que la luz, moviéndose también, quiere hacerlos resonar nuevamente. Estos entrecruzan sus reflejos, y al modificar sus cualidades y al bañarlas en la gelatina de cualidades transparentes y prestadas, multiplican hasta el infinito sus melodiosos desposorios y los tornan más fáciles.

Cuando el gran foco desciende hacia las aguas, rojas fanfarrias se alzan de todas partes; estalla en el horizonte una sangrienta armonía y el verde se empurpura ricamente. Pero bien pronto vastas sombras azules expulsan cadenciosamente a su paso la turba de los tonos anaranjados y rosados tiernos que son como el eco lejano y debilitado de la luz. Esta gran sinfonía del día, que es la eterna variación de la sinfonía de ayer, esta sucesión de melodías, en que la variedad surge siempre del infinito, este himno complicado, se llama el color.

En el color encontramos la armonía, la melodía y el contrapunto.

(...) El aire desempeña un papel tan importante en la teoría del color, que si, un paisajista pintara las hojas de los árboles tal como las ve, obtendría un tono falso; dado que hay un espacio de aire mucho menor entre el espectador y el cuadro, que entre el espectador y la naturaleza.

Los engaños son continuamente necesarios, aun para llegar a un efecto ilusorio.

La armonía es la base de la teoría del color.

La melodía es la unidad en el color, o el color general.

La melodía requiere una conclusión; es un conjunto en que todos los efectos concurren a un efecto general.

Por eso la melodía deja en el espíritu un profundo recuerdo.

A la mayor parte de nuestros jóvenes coloristas les falta melodía.

La mejor manera de saber si un cuadro es melodioso, consiste en mirarlo desde bastante lejos como para no comprender su tema ni sus líneas. Si es melodioso, tiene aun así un sentido y ha tomado desde entonces su lugar en el repertorio de recuerdos.

El estilo y el sentimiento en el color provienen de la elección y la elección depende del temperamento.

Ignoro si algún analogista ha establecido sólidamente una gama completa de los colores y de los sentimientos, pero recuerdo un pasaje de Hoffmann que expresa mi idea perfectamente, y que ha de agradar a cuantos aman sinceramente la naturaleza: "No es sólo durante el ensueño, ni en el ligero delirio que precede al sueño, sino también despierto y cuando oigo música, que encuentro una analogía y una íntima relación entre perfumes, colores y sonidos. Me parece que todas esas cosas han sido engendradas por un mismo rayo de luz, y que todas ellas deben reunirse en maravilloso concierto. Sobre todo el olor de las caléndulas,

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rojas y castañas produce en mi ser un mágico efecto. Me hace caer en profunda meditación y oigo entonces, como en la lejanía, los sones profundos y graves del oboe."

Los dibujantes puros son filósofos y destiladores de quintaesencias.

Los coloristas son poetas épicos.

El Pintor en la Vida Moderna

De El Arte Romántico

Por Charles Baudelaire

(...) Pocos hombres se hallan dotados de la facultad de ver; y menos aún son los que poseen el poder de expresarlo. Ahora, mientras los demás duermen, éste está inclinado sobre su mesa, lanzando sobre una hoja de papel la misma mirada que dirigía hace un momento sobre las cosas, esgrimiendo su lápiz, su pluma, su pincel, haciendo saltar el agua del vaso hasta el techo, enjugando la pluma en su camisa, apremiado, violento, activo, como si temiera que las imágenes se le escaparan, pendenciero aunque solo, y atropellándose a sí mismo. Y las cosas renacen sobre el papel, naturales, y más que naturales, bellas, y más que bellas, singulares y dotadas de una vida entusiasta como el alma del autor. La fantasmagoría ha sido extraída de la naturaleza. Todos los materiales amontonados en la memoria se clasifican, se ordenan, se armonizan y sufren esa idealización forzada que resulta de una percepción infantil, es decir, de una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!

El Modernismo

Así va, corre, busca. ¿Qué busca? Con seguridad que este hombre, tal como lo he descrito, este solitario dotado de una imaginación activa, viajando siempre a través del gran desierto de los hombres, tiene un objetivo más elevado que el de un simple paseante, un objetivo más general, distinto del placer fugitivo de la circunstancia. Busca ese algo que se nos permitirá llamar el modernismo, pues no se presenta mejor palabra para expresar la idea en cuestión. Se trata para él de sonsacarle a la moda lo que pueda tener de poético dentro de lo histórico, de extraer lo eterno de lo transitorio.

(...) El modernismo es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable...

Mujeres y Mujerzuelas

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(...) Sobre un fondo de luz infernal o sobre un fondo de aurora boreal, rojo, anaranjado, sulfuroso, rosado (pues el rosa revela una idea de éxtasis en la frivolidad), algunas veces violeta (color querido de las canonesas, brasa que se extingue tras un tapiz azul), sobre esos fondos mágicos que imitan diversamente los fuegos de Bengala, se prodiga la imagen variada de la belleza equívoca. Aquí majestuosa, allá ligera, tan pronto esbelta, hasta grácil, tan pronto ciclópea; tan pronto pequeña y chispeante, tan pronto Pesada y monumental. Ha inventado una elegancia provocadora y bárbara, o bien tiende con más o menos éxito a la sencillez que se estila en un mundo más alto. Adelanta, se desliza, baila, rueda Con su peso de faldas bordadas que le sirve a la vez de columpio y de pedestal; y clava su mirada bajo el ala de su sombrero, como un retrato en su marco. Represente muy bien la rusticidad dentro de la civilización. Tiene su belleza que le viene del Mal, siempre desprosvista de espiritualismo, pero a veces matizada de una fatiga que juega a ser melancolía. Fija la mirada en el horizonte, como el animal de presa; igual extravío, igual distracción indolente Y también, a veces, la misma fijeza de atención. Tipo de bohemia que vaga por los confines de una sociedad regular, la trivialidad de su vida, que es una vida de astucia y de combate, se deja ver fatalmente a través de su envoltura de aparato.

Marceline Desbordes-Valmore

De El Arte Romántico

Por Charles Baudelaire

(...) Si el grito, si el suspiro natural de un alma escogida, si la desesperada ambición del corazón, si las facultades súbitas, irreflexivas, si todo cuanto es gratuito y viene de Dios bastan para hacer al gran poeta, Marceline Valmore es y será siempre un gran poeta. Es cierto que si nos tomamos el trabajo de señalar todo lo que le falta de cuanto puede adquirirse por el estudio, su grandeza quedará singularmente disminuida; pero en el mismo momento en que uno se siente más impaciente y desolado por la negligencia, por el estorbo, por lo turbio, que uno toma, uno, hombre reflexivo y siempre responsable, por un resultado de la pereza, se yergue una belleza súbita, inesperada, sin par, y henos ahí arrastrados irresistiblemente hasta el fondo del cielo poético. Jamás poeta alguno fue más natural; ninguno fue jamás menos artificial. Nadie ha podido imitar ese encanto, porque es completamente original y nativo.

Si alguna vez un hombre deseó para su mujer o su hija los dones y los honores de la Musa, no ha podido desearlos de otra naturaleza que los que fueron acordados a la señora Valmore.

(...) De modo que la señora Valmore ha encontrado en su misma sinceridad su recompensa, es decir, una gloria que creemos tan sólida como la de los artistas perfectos. Esa antorcha que agita a nuestros ojos para iluminar los misteriosos boscajes del sentimiento, o que posa, para

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reavivarlo, sobre nuestro más íntimo recuerdo, amoroso o filial, esa antorcha la encendió ella en lo más hondo de su propio corazón. Víctor Hugo ha expresado magníficamente, como todo cuanto él expresa, las bellezas y los encantos de la vida de familia; pero sólo en las poesías de la ardiente Marceline encontraremos ese calor de nidada materna, de la qué algunos hijos de la mujer, menos ingratos que los, otros, han conservado el delicioso recuerdo. Si no temiera que una comparación demasiado animal fuera tomada como una falta de respeto para con esta mujer adorable, diría yo que encuentro en ella la gracia, La inquietud, la flexibilidad y, la violencia de la hembra, gata o leona, apasionada de sus cachorros.

Víctor Hugo

De El Arte Romántico

Por CHARLES BAUDELAIRE

Desde el principio, Víctor Hugo fue el hombre mejor dotado, el más visiblemente elegido para expresar por medio de la poesía lo que yo quisiera llamar el misterio de la vida. La naturaleza que posa ante nosotros, a cualquier lado que nos volvamos, y que nos envuelve como un misterio, se presenta bajo muchos estados simultáneos, cada uno de los cuales, según que sea más inteligible o más sensible para nosotros, se refleja más vivamente en nuestros corazones: forma, actitud y movimiento, luz y color, sonido y armonía. La música de los versos de Víctor Hugo se adapta a las profundas armonías de la naturaleza; escultor, recorta en sus estrofas la forma inolvidable de las cosas; pintor, las ilumina con sus propios colores. Y como si vinieran directamente de la naturaleza, las tres impresiones penetran simultáneamente en el cerebro del lector. De esa triple impresión resulta la moral de las cosas. Ningún artista es más universal que él, más apto para ponerse en contacto con las fuerzas de la vida universal, más dispuesto a tomar de continuo un baño de naturaleza. No sólo expresa nítidamente, traduce literalmente la letra nítida y clara; sino que expresa, con la oscuridad indispensable, lo que es oscuro y confusamente revelado. Sus obras abundan en rasgos extraordinarios de ese género, que podríamos llamar hazañas si no supiéramos que le son esencialmente naturales. El verso de Víctor Hugo sabe traducir para el alma humana no sólo los placeres más directos que extrae de la naturaleza visible, sino también las sensaciones más fugitivas, las más complicadas, las más morales (digo expresamente sensaciones morales), que nos son trasmitidas por el ser visible, por la naturaleza inanimada o que se supone inanimada; no sólo la figura de un ser exterior al hombre, vegetal o mineral, sino también su fisonomía, su mirada, su tristeza, su dulzura, su resplandeciente dicha, su odio repulsivo, su hechizo o su horror; en fin, y en otros términos, todo lo que hay de humano en cualquier cosa, y asimismo todo cuanto hay de divino, de sagrado o de diabólico.

Los que no son poetas no comprenden estas cosas.

Richard Wagner y "Tannhäuser" en París

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De El Arte Romántico

Por Charles Baudelaire

(...) Wagner había sido audaz: el programa de su concierto no comprendía ni "solos" de instrumentos, ni canciones, ni ninguna de las exhibiciones tan caras a un público enamorado de los virtuosos y de sus proezas. Nada más que fragmentos de conjunto, coros o sinfonías. La lucha fue violenta, es cierto; pero el público, abandonado a sí mismo, se encendió con algunos de esos irresistibles fragmentos en los que el pensamiento se le aparecía más claramente expresado, y la música de Wagner triunfó por su propia fuerza. La obertura de, Tannhäuser, la marcha pomposa del segundo acto, la obertura de Lohengrin, particularmente la música de bodas y el epitalamio, fueron aclamados de, modo magnífico. Sin duda, muchas cosas quedaban sin comprender, pero los espíritus imparciales se decían: "Puesto que esas composiciones están hechas para la escena, hay que esperar; las cosas no suficientemente definidas, se explicarán por medio de la plástica." Entretanto, quedaba demostrado que como sinfonista, como artista que traduce por medio de las mil combinaciones del sonido los tumultos del alma humana, Richard Wagner estaba a la altura de lo más alto, y era tan grande, por cierto, como los más grandes.

A menudo he oído decir que la música no podía jactarse de expresar cosa alguna con certidumbre, como lo hacen la palabra o la pintura. Esto es exacto en cierta medida, pero no es totalmente verdadero. La música se expresa a su manera y por los medios que le son propios. En la música, como en la pintura y aun en la palabra escrita, que es, sin embargo, la más positiva de las artes, hay siempre una laguna completada por la imaginación del oyente.

Son sin duda esas consideraciones las que impulsaron a Wagner a considerar el arte dramático, es decir, la reunión, la coincidencia de muchas artes, como el arte por excelencia, el más sintético y el más perfecto.

(...) Ningún músico supera a Wagner en la pintura del espacio y la profundidad, materiales y espirituales. Se trata de una observación que muchos espíritus, y de los mejores, no han podido dejar de hacer en muchas ocasiones. Posee el arte de expresar, por gradaciones sutiles, todo cuanto hay de excesivo, de inmenso, de ambicioso, en el hombre espiritual y natural. Escuchando esa música ardiente y despótica, parece a veces que se volvieran a encontrar,. pintadas en el fondo de las tinieblas desgarradas por la fantasía, las vertiginosas concepciones del opio.

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Recuperación de Charles Baudelaire

Por Tomás Barna

"Sensación de soledad desde niño. A pesar de la familia y hasta en medio de mis compañeros, en la escuela, sensación de destino eternamente solitario." De este modo, en un pasaje de su "Diario íntimo" —que se publicó luego de su muerte bajo el título "Mi corazón al desnudo" Charles Baudelaire confiesa haber sobrellevado su existencia torturado por el estigma de la soledad. Su vida y su obra estuvieron marcadas por la intensidad —intensidad propia de un alma sensible hasta los límites del delirio—. La originalidad y el genio vertidos en— las páginas de sus poesías recopiladas en un tomo con el título de "LAS FLORES DEL MAL" de sus "PEQUEÑOS POEMAS EN PROSA", de sus "CURIOSIDADES ESTÉTICAS", de "EL ARTE ROMANTICO" (críticas de pintura, música y literatura de elevadísima jerarquía por su lucidez, precisión, profundidad, exquisíto lenguaje poético, vuelo metafísico, captación de la "modernidad" —vocablo creado por él mismo— y asombrosa visión del futuro), todo este caudal humano que se desbordó sobre el papel es fiel reflejo de su temperamento de angustiado y a la vez revolucionario movido por la inquietud de una constante renovación. Debido a ello y por tratarse del más agudo gestador del espíritu moderno, por ser el ejemplo máximo de hombre vital que nos han brindado el arte y la poesía en el transcurso de los dos últimos siglos, considero mucho más elocuente que cualquier biografía entregar nos a un intento de recuperación de BAUDELAIRE a través de sensaciones que se desprendan del soplo que nos llega de él, transfigurado apenas por mi propia inquietud.

A fin de lograr ese anhelo, inserto aquí algunos fragmentos de mi obra de teatro inspirada en Baudelaire hombre y poeta, titulada: UN ALBATROS EN EL ABISMO".

LA MEMORIA.—Ya soy la menoría oceánica que siempre ha de amar—: grito y silencio, miel y sal. Tras el último parpadeo, el hombre que me habitaba me deja definitivamente sin la carne y me convierte en su doble, Ahora puedo jugar al recuerdo. He llegado más lejos que cuando quería ir a cualquier parte con tal de que fuera más allá del mundo. Seré un alma intemporal entre tantas almas hechas de aire y fuego.

(Y la mujer se le presenta en forma de espectro fundiéndose en ese ser abstracto que es la madre, la amante y la locura).

EL ESPECTRO DE BISTURI. —Hay rombos de abismo en la memoria. Un cortejo de recuerdos desfallece en la mecánica del terror impío. Mi espectro penetrará tu noche, y se oirán alaridos de hierro y cenizas de jornadas animales. Mi bisturí desgarrará los abismos del sueño. La tierra, como un niño entre gritos bermejos mana la leche de la luna. Sólo el aire hecho silencio y la vía

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láctea transformada en luz, arrancarán los cuerpos del barro y del metal. Ya dialogas con tu doble, siendo éste un poco tú mismo que te proyectas, que deambulas por las calles de París y nos hablas a dos voces sobre el drama de ser y de existir.

CHARLES.— ¿Cuándo nos daremos cuenta de que sólo escapando de nosotros mismos podremos salvarnos de la miseria que llevamos adentro?

HUMOR (EL DOBLE).—¿Entonces qué hacemos? Sí, ¿qué hacemos aquí, dime? ¿Por qué no te quedas en tu pieza para no sentirte desdichado? ¿Crees acaso, que allí no vas a meditar? ¿Que la soledad va a ser un alivio? Si sabes tan bien como yo que no es así.

CHARLES.—Yo sólo sé que si pudiera dominar el pensamiento lograría alejarme del hastío.

EL ESPECTRO DE BISTURÍ.— Soy el espectro de la mujer que ronda tu abismo, Charles. Mis brazos son voces que invitar— a la danza celeste. Una brisa vertical ha incubado en mi cerebro, allí donde se alojan los huevos del albatros.

CHARLES.—El tiempo de los relojes ha pasado. Y no hay futuro. Mezcla de perfumes y miasma sobre las últimas uvas. Mezcla de perfumes y miasma sobre los últimos gritos. Y no hay futuro... tañen las campanas.

HUMOR.—Pero qué diablos te pasa que a cada instante te detienes y permaneces mirando al vacío como si las palabras se te quedaran adheridas a los ojos.

CHARLES.—A veces me parece circular en medio de la niebla, de un sueño. Oigo una voz que me dice cosas que sólo a mí me pertenecen. Entonces... quedo paralizado. Intento huir como de un estado de somnolencia. Huir, huir, huir de qué, si en esa huida me llevo conmigo mi cuerpo, mi sangre, mi cerebro, mis formas! Y por más que me frote y me frote y me frote los ojos, ¿qué veo?: sólo una máscara grotesca que me mira y me sumerge en su propio estupor.

HUMOR.—Tu mente se tortura inventando fantasmas. Pero si aquí tienes la vida. ¡Vívela con pasión. Es ésta la única verdad.

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CHARLES.—No sé... no sé qué decirte, pero a veces voy por la ciudad y se me convierte en una feria o en un concierto público donde se ofrecen los hombres ocultos por máscaras y prostituyendo su soledad.

HUMOR.—Todavía hay en los seres una vergüenza de cristal roto. Lo se exponen gratuitamente. Es como si el alcohol no hubiera llegado a ellos.

CHARLES.—Claro que no. Claro que no se exponen sin un excitante. Necesitan un pretexto. Una justificación por adelantado. Una festividad cualquiera.

HUMOR.— Navidad o Fin de Año.

CHARLES.—O el día en que nacieron. 0 el Día de los Muertos.

HUMOR.— Sí. Ahí está el quid de la cuestión. Poder transformar las horas en una mascarada. Escapar de lo cotidiano. Evadirse de sí mismo.

CHARLES.— Pero fíjate: después de todo, percibiendo ese perpetuo movimiento interior podemos gozar intensamente. La Gran Capital, la ciudad infame pero amada, destila unos filtros mágicos que —al absorverlos— saturan al espíritu de goces amargos singulares.

HUMOR.— Y la vida de París es fecunda en motivos poéticos y maravillosos. Lo maravilloso nos envuelve y nos penetra como la atmósfera.

CHARLES.— Ah!, este hervidero humano del que se desprende un olor a fritura mezclado con el incienso de los sueños que viven abortándose en el espíritu de los pobres y de los poetas. Este hospital del hastío que es la urbe llena de ojos guiñadores parpadeándoles a los techos de pizarra, a los castaños acribillados de esperas, a las mujeres ajetrea das, al solitario que va contando sus quimeras en el silencio que se estampa en los adoquines de las calles de los barrios viejos.

EL ESPECTRO DE BISTURÍ.— Y yo muero y renazco siempre en ti. Yo, madre o amante, locura o muerte, sé que este horror —amasado entre estertores de angustia y lujuria, de deseos y

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oraciones—, esta energía surgida del tedio y de la ensoñación, que es la Gran Ciudad, te llena de impulsos misteriosos que te arrancan del letargo.

CHARLES. —Sí. Y del horror nacen encantamientos. Ya lo sé. Y de la atmósfera sucia, gris, —llena de olores que tienen el peso de mil cadáveres— siento que se abre en mí el apetito de las formas, de la materia, y me crece una sed infinita de amar. (PAUSA). ¡ Ah, pero es imposible escapar de los números y de los seres! El dolor y el grito siempre contenidos. Hay un movimiento oculto que parece arrastrarlo todo. Pero, de pronto, este detenimiento, esta NADA. Y el frenesí cotidiano se derrumba en un vacío. Y aunque el mundo tenga la misma armonía (le nuestra dimensión, aunque la tierra esté bajo nuestros pies, aunque el ojo toque el horizonte, no podemos modificar ni un átomo de las tinieblas en que respiran tantos monstruos inocentes. ¡Oh, siento una necesidad de reposo! Y el aguijón de la piedad y la certidumbre súbita de que en la tierra somos todos hermanos. Pero... y este vacío, este tedio que ha tomado ya mis formas y se ha convertido en mi sustancia.

¡¿Sabe alguien, acaso, lo que es no haber logrado ni un pájaro y tener en la mano un hueco de sol? !

Prólogo a “El origen del narrador”

Noticia

Por Damián Tabarovsky

prólogo del libro "El origen del narrador"

actas completas de los juicios a Baudelaire y Flaubert

Las actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire no son sólo un documento histórico, ni un testimonio de época, ni mucho menos una curiosidad perdida, sino un conjunto de extraordinarias piezas de crítica literaria que fundan, en el corazón mismo de la modernidad, una discusión que atañe a la literatura y a la cultura contemporánea: apuntan a la relación tensa entre literatura y sociedad, a la pregunta por la autonomía del arte, a la interrogación por las condiciones sociales de recepción de un texto y, sobre todo, a la posibilidad de que la literatura roce la novedad, mantenga cierta intimidad con la ruptura, con lo nuevo, con aquello que viene a cambiar el estado de las cosas. Es que en los alegatos del fiscal, en los fundamentos de los abogados defensores, e incluso en los veredictos de los jurados, se juegan estrategias de política literaria capaces de señalar problemas de una vigencia inesperada. La más importante entre ellas: el surgimiento, en todo su esplendor, del narrador como institución, marcado por una distancia irremediable frente a lo narrado.

Allí reside entonces el interés de publicar El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire, en seguir planteando esas preguntas, esas dudas, ese merodeo sobre

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la situación de la literatura en la sociedad y en el mercado, sobre la posición del autor frente al libro y del narrador en el texto. Preguntas que la literatura contemporánea no deja de formularse, sobre las que vuelve una y otra vez.

Pasemos ya a los hechos. Estamos en 1857, durante el Segundo Imperio Francés, y Flaubert, por Madame Bovary, y luego Baudelaire por Las flores del mal, son acusados de presuntas "ofensas a la moral pública y a la religión". No sólo ellos, sino también sus editores e imprenteros. Por cierto, la práctica de la censura por vía judicial es muy común en esa época. Ese mismo año cae condenada Los misterios del pueblo de Eugéne Sue, por describir con demasiada simpatía las revueltas de 1848, entre otros libros y autores. Tiempo antes, los hermanos Goncourt habían visitado los tribunales —en su caso por un artículo periodístico— y luego dejaron constancia en su Journal de un asunto crucial: "es verdaderamente curioso que sean los cuatro hombres más puros de todo el oficio y todo industrialismo, las cuatro plumas más enteramente dedicadas al arte, las que hayan sido citadas ante los bancos de la policía correccional: Baudelaire, Flaubert y nosotros". Es que la aparente paradoja de los Goncourt, no es tal: lo que se estaba juzgando no era sólo un libro u otro, sino un estilo, una manera de entender la literatura, de comprender el lugar de lo literario en la sociedad. Y eso lleva un nombre: realismo. Es el uso del indirecto libre, de la escritura impersonal, impasible, o dicho de otro modo, la ruptura para siempre entre autor y narrador en Flaubert, lo que irrita al Segundo Imperio; es el uso de materiales bajos, la reformulación irreparable del ideal de belleza en Baudelaire, lo que perturba al poder. Como escribe Hans Robert Jauss: "El proceso a Madame Bovary muestra que una forma estética nueva puede acarrear también consecuencias de orden moral". Esta forma nueva, agrega Giséle Sapiro en La responsabilité de l'ecrivain. Littérature, droit a morale en Frunce, "es el principia de la narración impersonal que, asociada al procedimiento estilístico del discurso indirecto libre, lleva al error de interpretación de parte del Ministerio Público, debido a una confusión entre el autor y su personaje". Flaubert no es ajeno a este horizonte, y rápidamente percibe el carácter profundo de lo que sucede. En una carta a Jules Champfleury escribe: "me alegra que comprenda que mi causa es la de la literatura contemporánea toda".

Detengámonos un instante en este punto, entonces: es la aparición de una nueva forma, de una escritura, lo que pone en cuestión el orden establecido. Si hay una paradoja en el Segundo Imperio, si perdura alguna enseñanza aún hoy, si hay alguna extravagancia en Flaubert y en Baudelaire, es que eso que, a primera vista, aparece como mero formalismo, como puesta en escena de una escritura que coquetea con su autoconciencia, como la pesquisa fatal de una sintaxis emancipada, y sobre todo, como la búsqueda de un espacio literario autónomo, eso, precisamente eso, esa radicalidad de la forma es lo que desafía las convenciones y funda un nuevo tipo de institución literaria. Como escribe Sapiro: "el escándalo que provoca el atentado contra los marcos de la percepción y de las normas de representación tiene aquí un carácter inaugural".

Avancemos sobre Flaubert, o mejor dicho, retrocedamos. A 1856, año en que aparece Madame Bovary como folletín en La Revue de Paris, dirigida por Máxime du Camp. La publicación de la novela es objeto de debates internos, y la Revue decide, para evitar ser censurada y clausurada, eliminar algunos pasajes del texto. Flaubert lo acepta a regañadientes,

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pero hace agregar una nota donde indica que el texto publicado presenta cortes. Se modifican entonces la escena del paseo en coche y una parte de la agonía de Ema.

Pero no alcanza. El Estado decide llevar el libro a juicio. Llegamos así al viernes 30 de enero de 1857, día en que comienza el proceso a Madame Bovary, en la Sala Sexta del Palacio de Justicia, colmada de público. Al lado de Flaubert se sienta su abogado defensor, Jules Senard, un jurista célebre, crítico del régimen y defensor de cierto republicanismo moderado. Un poco más lejos el imprentero y el editor. Está también el terrible Fiscal Imperial, el vigoroso Ernest Pinard, quien toma primero la palabra. Luego sigue la defensa, y finalmente el jurado. La sentencia: "El tribunal los absuelve de la acusación lanzada contra ellos y declara los costes del oficio".

Como una película de suspenso no contaremos el final. O mejor dicho, ya lo hemos contado. No importa. No contaremos entonces lo sustancial, no el veredicto sino el proceso, los argumentos que hacen que el autor —Flaubert— salga victorioso y, a la inversa, el estilo —el realismo— sea cuestionado. Allí, en el desarrollo de los discursos del fiscal y del abogado defensor, como decíamos más arriba, se legitima la figura del narrador moderno, tal como lo conoce la crítica literaria desde entonces.

Baudelaire compadece ocho meses después, el 20 de agosto de 1857. Es un día tórrido, y, según los testigos, el poeta viste íntegramente de negro. Hay algo conocido en la escena: estamos nuevamente en la Sala Sexta —siempre colmada— y frente a Gustave Chaix d'Est Ange, el abogado defensor, de sólo 25 años, se encuentra el mismo Fiscal Pinard, deseoso de su revancha. Más lejos, también, el editor y el imprentero. La sentencia: "En lo que respecta al delito de ofensa a la moral religiosa [...; absuelve a tos inculpados [...] en lo que respecta a las acusaciones de ofensas a la moral pública y las buenas costumbres [...] han cometido el delito de ultraje [...] se condena a Baudelaire a 300 francos de multa [...] ordena la supresión de las piezas que llevan los números 20, 30, 39, 8o, 81 y 87 de la compilación. Condena a los acusados solidariamente a los gastos". Pese a su dandismo, a su evidente modernidad, quizás haya todavía en Baudelaire un dejo de romanticismo (ausente en Madame Bovary) que permite al Fiscal y al Jurado, superponer la figura del autor con el yo lírico del narrador de los poemas. Suficiente como para ser condenado (la autonomía literaria, esa utopía).

El 1° de junio de 1949, casi un siglo después, aparece en la Gazette des Tribunaux la Revisión de la sentencia de 1857 por el Tribunal Supremo, donde se lee, casi al final:

"Por tales motivos, casa y anula la sentencia emitida el 20 de agosto de 1857 por la Sexta Cámara del Tribunal Correccional del Sena, en su condena a Baudelaire". Pero claro, esa es otra historia.

El origen del narrador. Actas completas de los juicios a Flaubert y Baudelaire tomó como referencia las ediciones de las Obras de Flaubert y Baudelaire de la Bibliothéque de la Pleiade, de editorial Gallimatd. Para las citas de los poemas de Las flores del mal se usó la excelente traducción de Américo Ctistófalo (Colihue, Buenos Aires, 2006). Se cotejó también Acusados: Flauber y Baudelaire, que incluye un muy valorable ensayo de Ricardo Cano Gaviria (Muchnik

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Editores, Barcelona, 1984), así como una serie de textos secundarios, entre ellos Souvenirs Littéraires, de Máxime du Camp (L´Harmattan, París, 1993) y Flaubert savait-il écrire? Une querelle gramaticale,1919-1921 (EIlug, Grenoble, 2004).

La Influencia que ha Sufrido Debussy

en la Elaboración de su Lenguaje Musical

De Claude Debbusy o lo sensible hecho música

Por Tomás Barna

1º edición, 1964, Córdoba.

La influencia más importante recibida por Debussy yace en la poesía simbolista, y especialmente en la luz que proyectó Baudelaire sobre la totalidad de las corrientes artísticas actuales.

El artífice de "Las Flores del Mal" aportó ese logro del equilibrio entre la voluptuosidad de las sensaciones, la percepción de la atmósfera sutil de los ensueños y la plasmación de ambos dentro de la forma poética. Baudelaire fue quien transformó en llama eterna ese anhelo infinito de partir; quien corporizó la angustia; quien tradujo la melancolía a un idioma viril, donde la comprensión y la hondura transformaban el mal, el vicio y la fealdad, en tristeza sublime. A él se debe el nuevo acoplamiento entre la poesía y la música; y su visión extraordinaria no sólo lo llevó a defender el "Tannhäuser" de Wagner y comprender su música cuando aún era rechazada por la mayoría de los "conocedores" sino que también bregó por la necesidad de una cultura musical que favoreciera la evolución del poeta. Debussy recogió su mensaje, ese sentido de intimidad lírica, ese misticismo sensual, que le permitieron convertirse en el mayor intérprete del alma de Baudelaire.

En Verlaine continuó la exaltación baudeliareana, y la sensibilidad de Debussy absorbió esta ambrosía consustanciándose definitivamente en él la música y la poesía. Verlaine —identificándose en esto con una de las premisas de Baudelaire— había propuesto a los poetas extraer de la música el máximo de expresividad. La aspiración de ambos poetas fue germinadora de esos poemas fluidos donde los paisajes crepusculares se tornan visiones; donde el otoño, la lluvia y los grises lánguidos, pasean sus congojas entre latidos colmados de evocaciones y de confidencias.

La intimidad de Verlaine afloraba, así, al impulso del movimiento espontáneo provocado por alguna sensación fugaz. Hay composiciones suyas en las que transita apenas un leve balbuceo, con lo que nos introduce en ese mundo encantador de pequeñas cosas y signos indescifrables cuya vibración agita silenciosamente el alma. Son realidades abstractas que el poeta percibe y cuyo encantamiento le obliga a transferirlas con un lenguaje musical, simple, mediante el cual

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logra rescatar la unidad de aquel pequeño mundo. He aquí presente la "tenebrosa y profunda unidad" de Baudelaire. Esta aprehensión y su automático transvasamiento a la forma poética, es un fenómeno de auténtica índole mágica que nos coloca en pleno simbolismo. Con el advenimiento de Mallarmé, el simbolismo espontáneo de Verlaine sufre un cambio que lo torna cerebral, pero sin perder sus caracteres esenciales: levedad, frescura, transparencia. La sensibilidad y la inteligencia de Mallarmé le permiten fundir las evocaciones de la realidad objetiva y de la subjetiva en una visión poética donde el tiempo, el espacio, el ser y el no ser quedan suspendidos en la inmovilidad del estado estético puro —fuente espiritual en la que también había abrevado Baudelaire—.

Charles Baudelaire Visto por...

" ... Tenía virtudes íntimas y secretas; además las escondía por pudor o, por orgullo, hacía ver que era lo contrario de lo que en realidad era. Sus enemigos, por lo tanto, eran los que no le conocían. Quien le había entendido le apreciaba. Este hombre, que algunos espíritus malévolos y obtusos han querido hacer pasar por asocial, era todo bondad y cordialidad."

Ch. Asselineau, Charles Baudelaire sa víe et son oeuvre, París, 1869.

"Siempre en busca de un extraño ideal que iba a plasmarse más tarde en Les Fleurs du Mal, Baudelaire probó los diversos venenos que se infiltran en el cuerpo y en el espíritu humano, De la misma manera que el médico se pica con una flecha javanesa para buscar el contraveneno, Baudelaire estudiaba las pasiones como un sabio; pero lo que decía y el entusiasmo que demostraba por sus estudios, hacía que la gente ingenua, tomándole al pie de la letra, le consideraran chocante. ...La utopía de este artista consistía en no presentarse al público cuando no estaba dueño de sí mismo, con todas sus fuerzas; hay que estimarle por el respeto que demostró para con su obra ... "

Chamfleury, artículo en Le Figaro, 12 de agosto de 1886.

" ... Verdaderamente, ¿creen ustedes que se puede describir todo, descubrir todo, con tal de hablar después de la repugnancia que inspira el vicio y describir las enfermedades que lo

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castigan?... Describo el mal y la embriaguez que acarrea consigo, y también sus desgracias, sus vergüenzas, ¿esto es lo que nos dice? De acuerdo; pero los numerosos lectores para quienes usted escribe, pues la tirada es de varios miles de ejemplares y el libro es barato, estos múltiples lectores, de cualquier rango, edad, condición que sean, ¿cree usted que se tomarán el antídoto tan a gusto? Incluso entre los lectores cultos, maduros, ¿cree que hay tantos fríos calculadores que van a pesar el pro y el contra, que van a colocar el contrapeso frente al peso y que tendrán la cabeza, la imaginación, los sentidos bastante equilibrados? El hombre no lo quiere reconocer, es demasiado orgulloso. Pero la verdad es ésta: el hombre es siempre más o menos disminuido, más o menos débil, más o menos enfermo, pues cuanto más quiere negar o discutir la carga del pecado original, más pesa en sus hombros.

Para cuantos no son todavía hastiados o debilitados, siempre se pueden sacar impresiones dañinas en semejantes cuadros. ...El paganismo se avergüenza de lo que nos enseñan sus ruinas, en las ciudades destruidas de Herculanum. y Pompeya. Pero en el templo, en la plaza pública, las estatuas antiguas enseñan una desnudez casta. Los artistas de la antigüedad rinden culto a la belleza plástica; reproducen las formas armoniosas del cuerpo humano; no nos lo enseñan envilecido o palpitante en los brazos de la lujuria. Estos artistas respetaban la vida social..."

Fiscal general Pinard, requisitorio contra Les Fleurs du Mal (agosto de 1857).

"Este Poeta que tratan de hacer pasar por una naturaleza satánica amiga del Mal y de la depravación (literarios, evidentemente) amaba el Bien y la Belleza en grado sumo."

Théophile Gautier, introducción a Les Fleurs du Mal, ed, Lévy, 1868.

"Les FIeurs du Mal no son una obra de arte en la que se pueda penetrar sin preparación. Aquí no estamos ya en el mundo de la banalidad universal. La mirada del poeta baja sin detenerse ni un solo momento en unos círculos infernales que quedaban por explorar, y lo que allá ve y oye no recuerda ni de lejos los romances de moda. De allí brotan lamentaciones y quejas, cantos extáticos, la blasfemios, gritos de dolor y de angustia Las torturas de la pasión, la ferocidad y la cobardía social, los ásperos sollozos de la desesperación, la ironía y el desdén, todo se mezcla fuerte y armoniosamente en esta pesadilla dantesca iluminada de trecho en trecho por claros por los cuales el espíritu lanza el vuelo hacia la paz y la alegría ideales..."

Leconte de Lisle, La Revue Européenne, 1º de diciembre de 1861.

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"La profunda originalidad de Charles Baudelaire, en mi opinión, está en presentar con fuerza y en lo esencial, el hombre moderno; y con esta palabra, el hombre moderno, no quiero designar..., el hombre moral, político y social. Sólo quiero hablar del hombre en su físico de hoy, tal y como le han hecho los refinamientos de una civilización del exceso, el hombre moderno, con sus sentidos agudizados y vibrantes, su mente sutil hasta el dolor, su cerebro saturado de tabaco, su sangre quemada por el alcohol, en una palabra, el bilio-nervioso por excelencia."

Paul Verlaine, en L' Art, 16 de noviembre de 1865.

"Baudelaire cantó la única pasión que el siglo XIX pudiera experimentar con sinceridad: el remordimiento."

Paul Claudel.

"De manera que puedo decir que, si entre nuestros poetas los hay más grandes y dotados de más fuerzas que Baudelaire, no los hay más importantes."

Paul Valéry, Situation de Baudelaire.

"Baudelaire representa el balance de ciento cincuenta años de romanticismo. No porque no existan poetas de inspiración más generosa, más personal, y de técnica más segura. Al contrario, los hay muchos; si les domina es porque encierra todas las características del romanticismo llevadas al extremo: la imprecisión, la inconsistencia, la tenebrosidad, la facilona aspiración hacia lo infinito, el narcisismo. Pero seamos justos: todo esto no le impide desprender un olorcito a carne descompuesta y a pastilla de jabón. Romántico lo es, y en punto sumo, pero con cierta hipocresía..."

Marcel Aymé, Le Confort intelectual.

Charles Baudelaire jamás dejará de ser el escritor de excepción cuya obra desconcertará, sin cesar, al lector desprevenido y hasta al que no lo es, tanto por su forma de cultivar "LAS FLORES DEL MAL" como por su arte de cincelador de esas joyas poéticas que son sus "PEQUEÑOS POEMAS EN PROSA" y esos profundos y a la vez extraños ensayos que tituló "LOS PARAÍSOS ARTIFICIALES''. El mejor retrato de Baudelaire-poeta lo forjó él mismo al referirse a

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Edgar A. Poe: "Poe permanecerá siempre siendo el auténtico poeta, es decir una verdad vestida de un modo extraño, una paradoja aparente que no quiere sentir el codeo de la muchedumbre, y que corre hacia el extremo oriente cuando se lanzan los fuegos artificiales en el poniente."

Tomás Barna, De BAUDELAIRE y de POE.