bocado de viento

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BOCADO DE VIENTO a refrigeradora viajó cientos de kilómetros, y viajaría ciemos más aún, antes de concluir su odisea. Seguiría siempre los caminos torcidos de Romualda, la mujer que hablaba con las piedras, y de Petronio, el viejo escupidor de fuego. La pareja vivía en una aldea que apenas si lo era. No pasaba de una docena de ranchitos de palitos raquíticos susceptibles de pudrirse más rápidamente que los escasísimos billetes de papel dinero que circulaban por aquellos viaductos de la selva petenera. A fuerza de machete y mucho sudor, de aquel que lo convierte a uno en mina de sal. lograron abrir un claro ni muy amplio ni muy claro en donde habían erigido sus simulacros de chozas antes de morirse de sed. Ni energía les quedó para hacer como los conejos. Pero había otros claros no tan daros en los alrededores, y la mayoría de los atajos pasaba por la aldea de ellos, aldea de nombre mitad prepotente y mitad deseo. Se llamaba Aldea Nuevo Amanecer del Pueblo Guatemalteco, pero de tan largo que era se le decía tan sólo Nuevo Amanecer. Todos los que caminaban por las otras aldeas vecinas, que eran aún menos aldeas que Nuevo Amanecer, que ni siquiera pretendían ser caseríos o cantones porque la verdad, en el fondo la gente es modesta, y además ha vivido ya tanto que la maña misma no les permite creerse que ésta es de veras la mera mera, pero en fin, los nombres eran grandilocuentes: Destino Prometedor, Aurora del Desarrollo de la Patria, Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, Rincón de las Promesas, Presea de la Futura Utopía. Lo bueno era que todos, absolutamente todos, tenían que pasar por Nuevo Amanecer si venían del atajo que denominado "camino" conducía al entronque con un polvoriento caminito de mulas apenas visible incluso cuando bien cuidado, que se enmontaba en tiempo de lluvias y se transformaba en pantano pegajoso, pero que en la época seca entroncaba con la carretera principal si uno estaba dispuesto a andar cinco horas a lomo de mula bajo el sol que latigueaba peor que cualquier capataz borracho. Fue entonces cuando a Petronio se le ocurrió lo de la refrigeradora. -Oye, Romualda, ¿y si pusiéramos aquí un puesto de refrescos?

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BOCADO DE VIENTO

a refrigeradora viajó cientos de kilómetros, y viajaría ciemos más aún, antes de concluir su odisea. Seguiría siempre los caminos torcidos de Romualda, la mujer que hablaba con las piedras, y de Petronio, el viejo escupidor de fuego.

La pareja vivía en una aldea que apenas si lo era. No pasaba de una docena de ranchitos de palitos raquíticos susceptibles de pudrirse más rápidamente que los escasísimos billetes de papel dinero que circulaban por aquellos viaductos de la selva petenera.

A fuerza de machete y mucho sudor, de aquel que lo convierte a uno en mina de sal. lograron abrir un claro ni muy amplio ni muy claro en donde habían erigido sus simulacros de chozas antes de morirse de sed. Ni energía les quedó para hacer como los conejos.

Pero había otros claros no tan daros en los alrededores, y la mayoría de los atajos pasaba por la aldea de ellos, aldea de nombre mitad prepotente y mitad deseo. Se llamaba Aldea Nuevo Amanecer del Pueblo Guatemalteco, pero de tan largo que era se le decía tan sólo Nuevo Amanecer.

Todos los que caminaban por las otras aldeas vecinas, que eran aún menos aldeas que Nuevo Amanecer, que ni siquiera pretendían ser caseríos o cantones porque la verdad, en el fondo la gente es modesta, y además ha vivido ya tanto que la maña misma no les permite creerse que ésta es de veras la mera mera, pero en fin, los nombres eran grandilocuentes: Destino Prometedor, Aurora del Desarrollo de la Patria, Nueva Aurora del Desarrollo de la Patria, Rincón de las Promesas, Presea de la Futura Utopía. Lo bueno era que todos, absolutamente todos, tenían que pasar por Nuevo Amanecer si venían del atajo que denominado "camino" conducía al entronque con un polvoriento caminito de mulas apenas visible incluso cuando bien cuidado, que se enmontaba en tiempo de lluvias y se transformaba en pantano pegajoso, pero que en la época seca entroncaba con la carretera principal si uno estaba dispuesto a andar cinco horas a lomo de mula bajo el sol que latigueaba peor que cualquier capataz borracho. Fue entonces cuando a Petronio se le ocurrió lo de la refrigeradora.

-Oye, Romualda, ¿y si pusiéramos aquí un puesto de refrescos?

Romualda lo miró con la misma compasión con que se contempla a las personas que han pasado todo el día bajo el sol... sin el sombrero puesto.

-En serio mujer. Sería un negociazo. Tendríamos el monopolio.

-¿Y de dónde vas a sacar los refrescos?

-¿Cómo de dónde? Me los manda la distribuidora...

-¿A lomo de mula?

-A como sea... Es cuestión de expandir el negocio nomás.

-¿Y cómo los mantenemos fríos?

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-Sencillo. Compramos una refrigeradora comercial.

En ese momento Romualda sí se desesperó. Al fin y al cabo, el hombre no era el mejor rocero, su mano no pecaba de ser la más hábil para la milpa, tenía la garganta destruida, aunque al fin, la iban haciendo poco a poco, y ni tomaba en exceso ni la golpeaba demasiado. ¡Pero esto!

-Si vieras que no son tan caras, y la pagamos a plazo, ¿Qué creés pues? Por ay mi tío de Escuintla ya me contaba...

El zumbido de los moscos era insoportable. No dejaban ni oír Ios gritos de los monos de la selva. Y de puro espantárselos se había dislocado la niña Chagua las muñecas.

- ...Y entonces haces el pedido desde Flores, mandas el giro postal, y de asegún la suerte, como a los tres meses te viene llegando la mercancía.

-¡A lomo de mula!

-¿En helicóptero pues?

Parecía una locura pero de locura en locura se van construyendo los munditos alucinantes que como castillos de arena surgen en medio de la selva casi con la misma rapidez con que se desmoronan.

A puro lomo de mula, Petronio salió un día hasta el entronque con el camino principal. Día y medio le llevó la jornada y a punto estuvo de no lograrlo, no sólo por la inevitable insolación y los piquetes de insectos que de tan grandes más parecían mordidas de tigre, sino también por el susto que le pegó la barba amarilla que se le atravesó en el camino casi tumbándolo del indiferente animal, el golpazo que le dio la rama de un árbol al revirarle contra la cabeza y el desmayo que le vino por falta de suficiente comida y bebida.

Pero al fin llegó a donde empezaba el camino de verdad. Allí tuvo que pagar una fortuna para que le cuidaran la mula antes de que, muchas horas después de esperarla, apareciera la camioneta destartalada que habría de conducirlo hasta Ciudad Flores. El amargo tufo de estricnina que generaba el sudor de tanta gente apretada casi le produce un nuevo desmayo pero se metió como pudo entre canastos, gallinas y brazos empapados, sin más daño que la casi mordida que le pega un cerdo en la oreja. Así emprendieron el camino durante horas, hasta que pegando una sacudida tremenda, la camioneta tosió y se descompuso.

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EL ETERNO TRANSPARENTE

cuando quiso introducir la llave en la cerradura, comprobó sorprendida que no entraba. Trató nuevamente, pero no pudo. Probó con las demás llaves y tampoco. Observó con detenimiento la cerradura, ¿la habrían cambiado?, parecía la misma de siempre, como la puerta, como la casa. También la llave plateada y redonda era la misma. ¿Habrían tachado la cerradura?Tocó el timbre con larga insistencia, dos, tres veces. La muchacha abrió, impaciente y malencarada. Sin decir nada, dio media vuelta y se fue a la cocina.Todo parecía estar en su lugar. Guardó la llave en la cartera.En el jardín, los niños jugaban con el perro. La tarde estaba soleada. Alejó la incertidumbre de sí y se acercó a darles un beso. No le hicieron mucho caso.Se sentó en la mecedora para disfrutar un rato de la frescura del corredor. Los helechos colgaban sin una gota de brisa.Empezó a oscurecer lentamente. Al cabo llegó su marido. Protestaba por el calor, las presas del tráfico y la reunión que tenía a las ocho de la noche.-¿Cómo entraste a la casa? -preguntó seria.El la miró extrañado.-¿Cómo voy a entrar?, como siempre. ¿Qué es esa pregunta tan rara?-¿Abriste vos mismo la puerta? -insistió con la misma gravedad.-Claro que no. La muchacha me abrió. Oíme, ¿qué te sucede? -Yo no pude abrir la puerta. La llave no entraba en la cerradura.-Seguro era otra llave.-No, era la misma de siempre.-¿Comemos ya? Tengo una reunión a las ocho -le dijo desde el comedor.Deyanira, sin pensar más en el incidente, pero sin olvidarlo tampoco, continuó con la rutina vespertina.Al día siguiente por la mañana, se levantó la primera como de costumbre. Supervisó que los niños estuvieran listos a las siete, hora en que pasaba el microbús a recogerlos.Cuando terminó de arreglarse, se fue a poner los zapatos azules de tacón bajo y comprobó que le quedaban enormes. Se los calzó una y otra vez pero siempre se le salían al caminar. Se probó los negros, los marrones, los tenis. Todos le quedaban grandes.Su marido se afeitaba concentrado en la imagen del espejo.-¡Qué raro, todos los zapatos me quedan grandes de pronto! -le dijo con tono inseguro.-¿Te estás haciendo pequeña? -preguntó divertido.Deyanira regresó al dormitorio. Miraba perpleja los pares de zapatos que se había probado repetidas veces.-Es increíble -decía en voz baja mientras rellenaba las puntas de los zapatos azules con algodón.Desayunaron en silencio. Deyanira no se atrevía a hablar de algo que parecía tan absurdo y sin embargo tan inquietante.Se despidieron con un beso y cada uno marchó a su trabajo.Deyanira caminaba costosamente: trataba de aferrarse con los dedos contraídos a la suela bamboleante de los zapatos.Al bajar del bus, el zapato derecho salió despedido y fue a parar al caño. El agua sucia empapó el algodón. Ahora cojeaba al arrastrar el zapato para que no se saliera.

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Respiró aliviada cuando llegó al edificio de la empresa donde trabajaba. Al acercarse a su oficina, comprobó que estaba abierta.Se extrañó porque sólo ella tenía llave.Abrió la puerta y se encontró en su escritorio a una mujer desconocida que tecleaba la máquina de escribir.-Disculpe -dijo.-¿En qué le puedo servir? -respondió la mujer con excelentes modales.Titubeó. Nunca se le había dado bien la defensa del territorio.-Disculpe -repitió-, ¿quién es usted?La mujer siguió sonriendo.-Marta, para servirle.-¿Y qué está haciendo aquí?-Soy la secretaria personal de don Julián —respondió más seria.-No es posible, la secretaria de don Julián soy yo, esta es mi oficina, hace casi seis años...-¿De qué está usted hablando? ¿Es una broma? —preguntó airada poniéndose de pie.Aquella mujer parecía hablar en serio. No le quedaba más remedio que explicar lo evidente.-Mire, yo he sido la secretaria de don Julián desde hace seis años. No sé lo que usted pretende, no sé si es una broma de mal gusto, vea, este es mi escritorio, el florero, la fotografía de mis hijos...

Y Deyanira enmudeció al ver la fotografía de un atractivo muchacho en el lugar donde habían estado sus dos hijos montados en un subibaja.-Es Andrés, mi novio -añadió contundente la mujer.-¡Pero no puede ser! ¡Vamos a preguntarle a Elvira, la señora de la soda, o a Sonia, la recepcionista, o a don Julián, a quien usted quiera!-Mire, me parece que usted está loca. Yo trabajo aquí desde hace tres años y nunca la he visto en esta oficina. No sé como se sabe los nombres de Elvira y Sonia, pero todo esto me parece sospechoso. Por dicha ya llegó don Julián, lo voy a llamar.Deyanira miró a la puerta de la oficina de don Julián. El lo explicaría todo. ¿O no? ¿Y si no lo hacía? Se sentó en una silla, los ojos fijos en aquella puerta. Era una niña esperando un examen, o al dentista.

Un hombre muy alto, don Julián Vallejo, se detuvo frente a ella, la mirada insolente y curiosa.

-Don Julián -murmuró Deyanira.

-Buenos días, señora -le dijo con distancia.

-Don Julián -continuó-, esta joven dice que es su secretaria...

-Efectivamente, Marta es mi secretaria.

-Pero don Julián, yo soy Deyanira, he sido su secretaria desde hace seis años. Empecé a trabajar con usted en el edificio viejo, antes de pasarnos...

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EL MIEDO A LOS TELEGRAMASMamá había llorado mucho la víspera del domingo. Mis hermanas parecían conocer la razón, peroyo no; y la verdad es que no tenían por qué comunicármela. En ese entonces, con mis seis años de edad, yo no contaba para las confidencias. Sin embargo, sospeché que las lágrimas de mamá tenían que ver con el telegrama que le había traído el cartero en la mañana. Cuando lo leyó, se fue corriendo al dormitorio con el papel apretado contra el pecho. Mis hermanas, que se encontraban haciendo sus tareas, se fueron tras ella. Pero yo no. Yo me quedé sentado, comiendo un par de huevos fritos con un enorme pan lleno de mantequilla y queso. No quería que se me enfriaran los huevos ni el humeantecafé con leche.Además, tenía miedo de saber lo que decía el telegrama.Un rato después, entré al dormitorio. Ahí estaba mamá llorando, y mis hermanas diciéndole muchas cosas para tratar de calmarla. Papá estaba muy enfermo y lo traían en avión de Guanacaste. Mamá parecía inconsolable y yo no me atreví a pedirle permiso para irme con Luisillo a jugar chumicos en el Parque Central. Tuve que resignarme a mi habitual entretenimiento: ver la calle desde el portal.Estaba triste porque mamá estaba triste. Y más triste de no haber podido acudir a la cita con Luisillo. El mundo me pareció muy feo desde el portal.

A mí me gustaba mucho hablar con don Paco, el policía que vigilaba el barrio desde la esquina de mi casa. Por eso, cuando lo vi llegar me olvidé de la tristeza y me fui a su lado. Don Paco me contó una de esas historias de ladrones que metían miedo; y me habría quedado con él quién sabe cuántas horas si mi hermana Rosa, la mayor, no hubiera venido por mí para que la acompañara a hacer las compras en la pulpería de Chico.En la tarde, tampoco me dieron permiso para ir al Moderno a ver el siguiente capítulo de Flash Gordon contra Mongo, a pesar de que grité, revoleándome en el mosaico del zaguán como un desesperado. Mi hermana Gina me dio unas buenas cachetadas y yo fui a rumiar mi descontento en el techo de la cocina, junto a Pelusa, la gata vieja.Cuando fui a acostarme, vi que mamá había salido de su cuarto y ya no lloraba. Entonces, me sentí muy feliz y corrí a abrazarla. Ella me arropó y me dijo cosas bonitas. Me dormí muy contento, pensando que mañana sería domingo e iríamos a La Sabana a esperar a papá.Yo estaba ansioso de verlo. Mi mono tití se había zafado del encierro que le tenía en el patio, y yo había llorado mucho, porque me hacía falta. Tenía la esperanza de que papá me trajera otro en este viaje. También papá me hacía mucha falta. Desde que él había comprado la finca en Guanacaste, lo veíamos muy poco en casa. Papá era quien me llevaba al laguito. Mamá nunca tenía tiempo para mí; se la pasaba cosiendo vestidos para señoras que la visitaban muy a menudo. A veces, esas señoras la regañaban porque los vestidos no estaban listos cuando ellas querían. Y yo las odiaba. Una vez, quise matar a una porque hizo llorar mucho a mamá. Gina, mi hermana menor, me pegó en la boca porque dije que iba a ahorcar a esa vieja bruja.A mí me gustaba muchísimo viajar en tranvía. Cuando el motorista llevaba el manubrio hasta el extremo del tambor, para darle el máximo de velocidad, rodo el tranvía temblaba y las palmeras del Asilo Chapuí parecían correr hacia atrás, y el obelisco del Paseo Colón se nos venía encima. Yo juraba que, cuando grande, sería motorista. A veces se le zafaba el palo del cable eléctrico y tenía que bajarse para acomodarlo en su sitio, dando brincos como

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un mono. A mí me hacía mucha gracia y me reía y le gritaba como a mi tití, hasta que Gina me daba un pellizco para callarme, porque el motorista me hacía mala cara.Ese domingo llegamos al llano de La Sabana cuando ya estaba repleto de gente. Señoras con sombrillas de colores, para protegerse del fuerte sol, llevaban a sus niños de la mano. Los hombres, unos en camisa y otros con saco y corbata, paseaban por el llano entre avionetas, sujetas a la tierra con mecates. Estaban los vendedores de copos, mazamorra, granizados y piñas, arrastrando sus carritos pintados. Apenas los vi, me entraron ganas de comprar un granizado; pero mamá no quisoporque se me podía manchar mi traje de marinero.Grité tanto que me compraron una mazamorra, a cambio del granizado. Luego vi un grupo de chiquillos que pateaban una bola y quise irme con ellos; pero Gina me detuvo por el brazo, porque el avión llegaría pronto. Entonces, fuimos todos a pararnos junto al hangar. Poco después, un señor gordo, que estaba junto a mí, señaló hacia el cielo y todos volvimos a ver en esa dirección. Por el paso entre dos montañas, como cayendo de las nubes, venía bajando el pájaro plateado.Aterrizó por el fondo del llano, dando brincos en el zacate como si se tratara de un autobús de Sabana- Cementerio y, cuando estaba cerca del hangar, todos corrimos hacia él; pero no pudimos pasar más allá de los mecates de protección, que habían sido puestos después del accidente en que la hélice de un avión le partió la cabeza a una señora.

El sol hacía brillar el cuerpo plateado y me lastimaba los ojos y yo sentí que iba a llorar, pero me hice visera con la mano y pude ver al señor Macaya que me saludaba desde la cabina. Papá nos decía siempre que el señor Macaya era el mejor piloto del mundo. Por eso yo dije que, cuando grande, sería piloto como él; después de motorista de tranvía, claro está.Se abrió la portezuela del aeroplano y pusieron la escalerita, por la que comenzaron a bajar unos hombres con alforjas y sacos, una señora con una canasta de huevos, que apenas cabía por la puerta, un chiquito completamente vomitado y, por fin, mi papá.Primero lo abrazó mamá, que se puso de nuevo a llorar. Después, mis hermanas. Se veía muy pálido y delgado y vi que le costaba mucho esfuerzo caminar; pero, aun así, me alzó para tirarme al aire, como tanto me gustaba; y después me dio un beso. Hacía mucho calor y papá sudaba a chorros. Se quitó el sombrero y no paró de secarse la frente y el cuello con un pañuelo hasta que llegamos a la parada del tranvía.Ahí le pregunté por el mono y, como me respondiera que no había podido conseguírmelo, me puse muy triste.Papá estuvo toda la semana en cama. Parece que el clima de la finca lo había afectado mucho. Se quejaba de dolores en el pecho y en la espalda, y le costaba respirar. Yo siempre había creído que las medicinas de mamá eran milagrosas y que podrían curar a papá. Pero esta vez fallaron; ni la tisana ni la leche con miel y huevos ni las ventosas pudieron aliviarle los dolores. Por fin vino el doctor y, después de examinarlo, puso mala cara y le dijo a mamá que había que mandarlo al Sanatorio Durán, allá en la montaña, cerca del volcán Irazú. Mamá lloró mucho y mis hermanas también y yo no sabía qué hacer; pero el doctor nos prometió que papá regresaría totalmente curado en pocos meses, gracias al aire puro de la montaña y a sus medicinas.

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¿QUIEN INVENTO EL MAMBO?

Le aseguro, señora, que no estoy vendiendo Biblias ni nada por el estilo. Yo soy el Rey del mambo.

-¿El Rey de qué?

-Del mambo, señora, ¡del mambo!

—¿Y eso qué es?

La mujer mira con sospecha al hombrecito que le ha tocado la puerta, con apremio de amigo. Solamente protestantes y sinvergüenzas se atreven a golpear la puerta de gente decente a las diez de la mañana un sábado, cuando ella se ocupa de hervir la ropa sucia y asolear colchones.

—Es música, señora, música que está arrasando en México, Cuba y ahora aquí en Panamá.

Los ojos detallan el saco que parece pertenecer a alguien mucho más alto, los pantalones amplios, ajustados en el tobillo dándoles aspecto de ropa de harem, la cadena de oro colgada hasta la rodilla, los ojos redondos vivaces y el bigote a lo Fu-Man-Chú. En los pies, zapatos adornados por unas hebillas grandotas y ¡tacones! ¡Dios Santo, tacones!

-¿Qué clase de música es esa?

—Música para bailar, señora. Música con ritmo, y alegría, para menear el cuerpo y olvidar las tristezas, música para todas las edades, para todos los pueblos, ¡música! Música en la mayor, en si menor, do sostenido, blancas, corcheas, fusas... Aquí está todo, señora, permítame una demostración, -le enseña el abultado portafolio que lleva bajo el brazo.

-¡Ah! ¿Es que vende libros de música? Sinceramente no estamos interesados. Mi hija estudia en el Conservatorio Nacional y todos sus libros los compramos en el Almacén Mckay, allá por la Catedral. No creo que la dejen tocar el mambo que usted ha inventado. En realidad a nosotros solamente nos gusta la música clá-si-ca —lo recalca para estar segura de ser entendida—, música de verdad, la de los grandes compositores Schuman, Bach, Chopin y sobre todo Rachmaninoff. Somos miembros fundadores de la Sociedad Pro-Arte Musical y mi hija asiste a conciertos desde que tenía cinco años. Así que, con su permiso, tengo mucho que hacer.

El hombrecito la detiene con un gesto imperioso, antes de que le tire la puerta en las narices.

-¡No! Tampoco estoy vendiendo libros de música, señora. Permítame presentarme. Mi nombre es Dámaso Pérez Pradoff —una sonrisa ilumina sus ojos redondos que parecen bailar en la cara redonda- Escuche usted: El martes comienzo un "show" con mi orquesta en el Hotel Internacional por una semana y necesito ensayar unos arreglos, pero en ese

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lugar, de día, no es posible acercarse al piano. Hay gente en el comedor a todas horas. Me distraen, me piden autógrafos —la fama tiene sus problemas-, en fin, no puedo estudiar ni crear. Usted me entiende, ¿verdad, señora? Una persona culta como usted sabe bien que nosotros los artistas de música de verdad necesitamos absoluta tranquilidad. El camarero jefe me informó que él había oído que en esta casa tenían un piano nuevecito, recién traído de Europa, que es el mejor que hay en toda la ciudad y me he atrevido a venir hasta acá a suplicarle que me deje usarlo por unas cuantas mañanas para ensayar. Le pagaré bien, le aseguro -añade al ver la cara de asombro de la mujer.

Isabel no ha conocido a nadie que se vista así, con esa cadena largota y los pantalones de pachuco; solamente los ha visto en las películas mejicanas que dan en el "Variedades" y tiene la vaga impresión de que todos son maleantes o por lo menos, marihuaneros.

-Bueno, es que... no sé qué decirle, señor Pradoff, francamente no podría... no sé...

-Cinco dólares por día, señora, por tres horas de uso.

—No es el dinero, comprenda usted, pero no lo conozco y no sé si mi esposo estaría de acuerdo. ¿Cómo es que dice que se llama, Pérez Pradoff? ¡Qué nombre más raro!

-Nada tiene de raro, señora. Es el nombre de un compositor que ya es famoso en otras latitudes y muy pronto lo será en este bello país si solamente me da una oportunidad de practicar en su piano.

Habla y gesticula y se empina en los tacones y hasta se persigna con un enorme crucifijo que le cuelga de una gruesa cadena de plata en medio del pecho; el gesto la impresiona; después de todo, un individuo capaz de adornarse con una cruz de Obispo no puede ser un maleante y acaba por acceder a su petición, aunque siempre le queda cierta desconfianza hacia el desconocido. Lo deja pasar y se arrepiente en seguida, pero es demasiado tarde. El hombrecito se apodera del piano, con un deseo que no deja lugar a dudas de su apremio en ensayar el mambo. Abre la tapa que se desliza con facilidad y con una mano acaricia las teclas, asegurándose de paso que todas están a tono; para arriba y para abajo, dos o tres veces, los dedos se encaraman por las negras con una agilidad asombrosa, como el niño que encuentra su juguete favorito: sol, acorde, escala, trino. Satisfecho, se quita la levita, acomoda los papeles y con el lápiz detrás de la oreja comienza su trabajo, sin darse por enterado del asombro de doña Isabel, que desde una esquina de la sala procura asegurarse de que es ella la propietaria de tan divino instrumento...

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RULETA RUSA

eguramente va a ser un martes por la noche.

Ese día, me habré levantado un poco más tarde que de costumbre. Orinaré hasta quedar exprimido y, de regreso a mi tibia habitación, apagaré el televisor que ofrece anuncios de máquinas para hacer ejercicio en la bañera. Desayunaré dos huevos tibios con una rodaja de pan tostado. En la mesa leeré un fragmento de Los pasos perdidos de Carpentier. Más tarde rasgaré un poco mi guitarra y tararearé algo parecido a No sun coming through my windows/ Feel like I'm sitting at the bottom of a grave.! No sun coming through my windows! Feel like Fm sitting at the bottom of a grave, de Hendrix.

Por supuesto que llegaré tarde a mi trabajo, el cual está ubicado en el segundo nivel de la casa.

Encenderé la computadora. Releeré el último de mis cuentos. Seguramente estará listo para dárselo a Rogelio o lanzarlo hacia un certamen que ofrece varios dígitos en premio.

Con el diccionario de la Mac el de la Real Academia corregiré una novela durante toda la mañana en la que el frío de noviembre me rozará las mejillas, las manos mis pies, que seguramente estarán descalzos. De fondo, me acompañará la guitarra flamenca de Ottmar Liebert y la nostálgica voz de Pablo Milanés.

En la tarde, en la hora exacta en la que no sabré cuándo empiezan a encenderse las estrellas, contemplaré el azul del cielo que se funde con el naranja que mágicamente emerge atrás de los volcanes. De seguro habré fumado uno o dos cigarros de mariguana. Esconderé los mozotes y el papel en mi caja metálica de té chino y la guardaré tras la vieja refrigeradora.

Frente a la pantalla chica descansaré mi cerebro de veinte a treinta minutos, mientras me río de las payasadas de Harold Loyd. En alguna de mis salidas inesperadas al baño observaré que tras la ventana cae suavemente una leve brisa sobre los sauces llorones que enfilan hacia el Cerro del Carmen. Pocos minutos antes de las siete de la noche imprimiré la trágica novela de una colega, a quien deberé entregársela corregida y con un prólogo no muy extenso.

La máquina del teléfono habrá negado mi presencia en casa y luego de un tajante No estoy en estos

momentos invitará a dejar su mensaje después del ridículo timbre.

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De seguro las invitaciones me ofrecerán tomar unas cervezas en El Olvido, bostezar en alguna comedia de teatro de la zona uno y una velada con adolescentes enamoradas de los bohemios.

Luego de apagar la Macintosh, iré al baño a rasurarme lo azul de mi cara. Me lavaré los dientes hasta escupir sangre con la pasta dental de bicarbonato. Comeré galletas de chocolate y beberé agua fría a boca de jarro.

De noche cuando esté sentado en la cama con la luz apagada: tomare el revólver 38 que contiene una única bala. Rodaré el tambor con la misma fuerza con la que día tras día he ejercitado este final del juego. Apretaré las muelas. Toseré antes del click sin detonación. Mi sonrisa quedará congelada hasta que al día siguiente me levante un poco más tarde que de costumbre.

Si no sucede ese martes, seguramente será otro maravilloso miércoles, jueves o viernes. De lo que estoy completamente seguro es que siempre esperaré ansioso lo tenue de la noche para escuchar el click que me ha mantenido el alma prendida de un hilo desde hace ya tantos años que son difíciles de recordar.

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SIMBIOSIS DEL ENCUENTRO

los amamos. Mi nombre es Ana. El de él es Manuel. No nos conocimos casualmente. Alguien le habló a Manuel de mí. De esa extraña forma de vivir que siempre he tenido. Que si me gustan los

gatos callejeros, que si sueño con un mundo distinto, si la noche me abre los ojos y me embellece, si hablo poco unas veces y otras nadie me calla, si me embriago con caras expresivas y hago novelas de monólogos interminables. Ese mismo alguien me habló de Manuel, de sus fracasos amorosos, su soledad, su pensar neurótico en la profundidad de lo corriente, esa enfermedad constante que lo debilitaba por ser un sensible patológico. Después ese alguien concertó un encuentro casual.

Llegué de primera. Esa maldita puntualidad, que me hace sentir abundante.

Supe que había llegado. Reconocí su voz y esa forma de saludar con un hola alegre. No era de esos que abrazan sin fuerza y dan palmadas en la espalda, frías, inexpresivas, o se acercan a las mejillas con un sonoro beso lejano.

Cuando creí que debía terminar la reunión, me fui sin verlo, sin hablarle. Me despedí del grupo cercano, con el que hablé, entre otras cosas, de recetas culinarias y de la forma en que se aprovecha el perfil de las piedras abisinias. Alguien me gritó cerca de la puerta: ¿cómo te podés ir cuando apenas se está poniendo bonito?

Le contesté sin verlo, tengo otra cosa que hacer y que gocen como locos y adiós. Me dio gusto llevarme mi leyenda de aguafiestas y comprobar por los comentarios que ni siquiera lo había conocido, a pesar de los preparativos. Te lo presentaré y sé que ambos harán nido, es una cosa fácil de presentir.

Ya en la calle me respiré libre. Qué gusto da el respirar libre. Sentí que era mejor el monólogo al diálogo, el sentimiento a la sensación, el escoger al ser escogido. Casi en la esquina, su brazo me detuvo. Se me escapaba, pero vine por usted y no quiero perderla. ¿Nos podemos tomar un café?

Su voz fue imperativa y convincente. No dejó alternativa. En la cafetería, sentados uno al frente del otro, nuestros pies tropezaron y sentí esa energía cautivante, estaba lista, definitivamente lista. Vi su boca y no supe medir distancia entre palabra y beso. Me besó con olor de café y de cigarrillo. Lo besé hasta que la mesa estorbó mi cintura.

Nos fuimos con las manos unidas, paso y beso, hasta mi apartamento. Nos quedamos ahí toda la semana, sin distinguir el día y la noche, hasta que nos molestaron las migajas en las sábanas, el olor de las latas de atún y la necesidad de contestar el teléfono, que al principio no oíamos pero que se convirtió al final en una obsesión de sobresaltos.

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Te quise y te quiero, Manuel, debés comprenderlo. Claro que las cosas cambiaron por el efecto natural de las variaciones concertinas, que también son parte de las relaciones humanas. Todos los conciertos acaban y quedan en la memoria.

Fuimos reduciéndonos a los fines de semana. Al principio, gloriosos como si hubiéramos ayunado largo tiempo. Después más cotidianos y menos continuos, por último casi imperceptibles por lo planeados y esa pregunta qué pensás vamos a hacer sábado y domingo.

Agotamos todo, la sorpresa, la violación, la seducción, la comedia, el fingir situaciones, los celos, el suponer que había otro, el traer realmente al otro.

Recordás de lo que hablamos. Hablamos siempre de nosotros, de lo sinceros que éramos, de lo felices y afortunados, de nuestras sensibilidades encontradas, distintos a los otros, necesitábamos un mundo especial, y de que en asuntos políticos nadie nos entendía porque aún creemos en que la utopía es realizable si nos proponemos los cambios necesarios. En literatura lo raro por imprevisto nos atraía con locura.

Un día una amiga me preguntó sobre el color de los ojos de Manuel. Con rapidez contesté que azules, un hermoso azul ingenuo, sensitivo y firme. Después dudé. A veces medio verdes, el azul de tanto ver montañas se enverdece un poco. Me encontré con la realidad de que no sabía el color de sus ojos. Nunca lo había visto ojo a ojo, las caricias nos perdieron en un mundo de humedad.

En ese tiempo discutíamos quién daba más. Yo dije que con el aporte del apartamento amueblado, el alquiler, luz y teléfono, ya era suficiente para garantizar mi independencia y libertad. El aseguró que entre la comida, el vodka, los cigarrillos, la gasolina y las extras de comer fuera, sólo disponía de unos centavos que se me van en propinas. Esto no puede ser, nunca he vivido más mal. Con casa gratis, mujer gratis y charla gratis. ¡Qué clase de hombre hipoteca he adquirido! Bendito sea Dios y su arte de repartir regalos. En los sorteos, sólo me gano las desgracias.

Me dijiste que no conozco la austeridad ni la economía, que era esencialmente derrochadora. Realmente no sé del camino al ahorro, ese que domina los esfínteres y da el producto sobrante de rumiar lo ya digerido. Es el fruto de la enseñanza que pretende duplicar la energía de lo que no se siembra ni cosecha.

Vaya discusión que armamos. Entonces te vi claramente. Tus ojos sobre mis ojos. Los tuyos sobre los míos. No sé por cuánto nos estuvimos mirando con fijeza y curiosidad. Descubrí el color: amarillo

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Cuentos de Tío Coyote y Tío Conejo 

Estera una vez una viejita que tenía una sandilla. Sandillas grandes de tierra negra. Un día por ahí, se vieron Tío Coyote y Tío Conejo, y como estaba madurando el sandillal, se concertaron para merendárselo. Tío Conejo cuidaba un rato y Tío Coyote comía, y así, al revés. Pero la viejita que estaba encariñada con su campito de frutas todos los días renegaba: "¡Bandidos, ladrones, me las van a pagar!".

El domingo la viejita al salir de misa se fue donde el Señor Obispo y le dijo:

-¡Señor Obispo, le voy a mandar de regalo una gran sandillota, la más rica!

Y el Señor Obispo la bendijo.

Pero Tío Conejo estaba en el patio robándose unas lechugas y oyó a la viejita y ay nomás salió en carrera onde Tío Coyote:

-Tío Coyote, vamos a hacerle una buena pasada a esta vieja renegona.

Y se fueron hablando.

A poquito llegó la viejita y ellos se escondieron detrás de unas matas. Y la viejita fue tanteando todas las sandillas, una por una:

-¡Esta es la más hermosa! La voy a cuidar para el Señor Obispo y pa que estos bandidos ladrones de frutas no la vean la voy a poner bajo estas hojitas de plátano.

Tío Conejo y Tío Coyote se estaban riendo y se volvían a ver. Y cuando se fue la viejita se fijaron donde estaba la sandilla y diario la iban a ver y la tanteaban.

Bueno, pues; pasaron sus días y ya estaba bien madura la sandía. ¡Grande y hermosa, bien aseada!

Y entonces Tío Conejo le abrió un hoyito y con la pata le fueron sacando y se fueron comiendo todo el corazón hasta que la dejaron vacía como calabazo. Y después se cagaron los dos dentro de la sandía y la volvieron a tapar dejándola a como estaba, bien disimulada.

Al día siguiente llegó la viejita:

-¡Qué buena sandilla! ¡Qué buen regalo para el Señor Obispo!

Y fue a traer su rebozo y cortó la sandía y se fue ligerita donde el Señor Obispo.

-¡Aquí le traigo este regalito, mi padrecito!

-¡Muchas gracias, mijita, Dios te lo pague!

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Y cuando llegó la hora del almuerzo el Señor Obispo le dijo al Sacristán:

-Andá traeme un cuchillo grande bien filoso, pues yo mismo quiero partir esta sandilla tan hermosa.

Y ya se puso a partirla. Y pega el brinco. ¡Qué susto! ¡Estaba repleta de ñaña!

-¡Buff, dijo el Obispo, y la aventó de un lado -¡Esta vieja puerca ahora verá!

Y mandó al Sacristán que se la fuera a llamar.

La viejita llegó muy alegre, corriendo. "Esto es que el Señor Obispo me quiere agradecer con algún regalo", pensaba. Pero en llegando, el Señor Obispo esta furioso y le dio una gran regañada y le enseñó la ñaña de la sandilla y le dijo que se iba a ir al infierno por irrespetuosa.

Y se volvió triste. Y le iba echando maldiciones al que le hubiese hecho la trastada.

-Me las paga el que sea, dijo. Y puso a la entrada de la huerta un muñeco de breya (brea).

El Tío Conejo, que es fachento, llegó ese día al frutal y vio el muñeco que le cortaba el paso.

-¿Ideay, hombré? ¡Quitate de ahí o te quito!

Como el muñeco se quedó callado ay nomás le dio un trompón y se quedó pegada la mano en la breya.

-¡Soltame o te pego!, le dijo Tío Conejo.

Y como el muñeco se quedó callado le deja ir otro trompón y se pega de las dos manos.

-¡Si no me soltás te pateo!

Y le da una patada y se pega de las dos patas.

Ya arrecho Tío Conejo porque estaba forcejeando para soltarse, dice otra vez:

-Si no me soltás, bandido, te pego un panzaazo.

¡Y ónde le iba a responder el muñeco! Entonces -¡Pas!- le da con la barriga y se pega todito.

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El Eclipse y otro cuento breve de Augusto Monterroso

EL ECLIPSE

    Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlos. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitivamente. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

    Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

    Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

    Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles.

    Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de ese conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

    Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

    Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

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La Rana que quería ser una rana auténtica

    Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.

    Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.

    Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.

    Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.

    Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.

    Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían, que qué buena Rana, que parecía Pollo.

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Hijo de la Luna

Se encontraba en un pequeño claro del bosque, tristemente iluminado solo por una enorme luna llena. La joven estaba arrodillada en una roca sollozando. Lo tenía todo preparado, tenía todo lo que necesitaba. Esa misma noche sus problemas acabarían, al fin. Desde el anochecer llevaba allí, el amanecer sería la hora apropiada. Había pasado toda la noche con los preparativos para aquel rito. Ya casi era la hora, ya veía aparecer los rayos del Sol en el horizonte. En seguida la Luna huiría de el y sería en ese momento de debilidad cuando podría hablar con ella.Justo cuando aparecía el Sol, un solitario rayo de la Luna iluminó el pequeño claro, y en el rayo venía una doncella-¿Porqué me has llamado, joven gitana? –habló una joven que en realidad no estaba allí.

Era una mujer muy joven y anciana a la vez, hermosa como ninguna, pero siempre desdichada. Era la mujer engañada por excelencia, la que amaba y era correspondida pero no podía estar con su amado más que una vez al año. Y cada vez que eso ocurría el mundo se estremecía de terror.Los dioses la habían condenado a no poder unirse con su amado, porque si no, dejaría sin luz al mundo. Tras mucho suplicar, consiguió que le permitiesen reunirse con su amado una vez al año. Durante ese día, su amor eclipsaría el mundo. A cambio de esto, le volvieron estéril, jamás podría tener hijos, estaría siempre sola.

-Señora Luna, te he conjurado porque hiciste una promesa a nuestra raza por ayudarte, hoy vengo a reclamar nuestra recompensa –habló la joven gitana.

-Recuerdo esa promesa, doncella. Vosotras, las gitanas de la familia del astro de la noche, me ayudasteis a hablar con mi único amor que siempre huye de mi, a cambio os prometí que a vosotras no os pasaría lo que me pasó a mi. Cumpliré mi promesa. Cuéntame que es lo que te pasa.-He sido rechazada en varias ocasiones. No encuentro a un hombre para mi, necesito tu ayuda. Nosotras te reunimos con tu amor, el Sol, úneme tu al mío –suplicó con firmeza.

-Tendrás a tu hombre, Piel Morena, pero a cambio quiero –dijo mientras subía al cielo- el primer hijo que le engendres y así dejaré de estar sola. Ya que yo no puedo concebir.

-Así será, Luna de Plata –prometió entre sollozos la gitana. Era un alto precio el que tenía que pagar, pero podría tener más hijos. Y así mantenía la protección que les ofrecía la diosa Luna en ese mundo cruel.Dicho esto Luna se alejó del mundo mortal y volvió a su solitario lugar, triste por el futuro de la joven gitana, un futuro desdichado. Le habría gustado poder cambiarlo, pero ella no podía decidir en ese caso. Era el destino, ya se lo habían explicado los demás dioses.Poco después, se celebró una boda en el campamento gitano, la gitana había encontrado al ser querido. Fue una gran fiesta, vinieron gitanos de todo el país a celebrarlo. Era una gran pareja, la gitana había tenido mucha suerte al conseguir a aquel hombre. Su marido era un gran cazador conocido en todo el clan, fuerte y valiente siempre había ayudado al campamento con sus presas.Aproximadamente un año después, la mujer dio a luz a un niño del padre canela, pero el niño era blanco como el lomo de un armiño, de ojos grises y cabello plateado. Realmente el era el hijo de la

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Luna, no el suyo, pensó la gitana apenada. Tendría que explicárselo todo a su marido, pero no sabría escoger las palabras adecuadas. Tenía suerte de que el gitano estuviese de cacería.Aun tardó algunos días en volver, pero la gitana no sabía que decirle a su esposo. Cuando al fin regresó, una noche de luna llena, el gitano se enteró de que era padre y se dirigió contento a su hogar a conocer a su primogénito. En la puerta se encontró a su mujer con el rostro empapado por las lágrimas.-¿Dónde está mi hijo, mujer? –preguntó, ignorando sus lágrimas.-Dentro, durmiendo. Pero te suplico que no entres aun –pidió la gitana, pero su marido la ignoró.

Al entrar, el gitano vio a su hijo, completamente pálido, un niño albino. No podía ser hijo suyo.

-¡Maldita tu estampa! gitana. Este hijo es de un payo y yo no me voy a callar –gritó furioso, despertando al niño. ¿De quién es el hijo? Me has engañado fijo.

El gitano, al creerse deshonrado, se dirigió a su mujer, con un cuchillo en la mano y de muerte la hirió entre los sollozos del niño. A continuación cogió al niño y se fue al monte con el niño en brazos y allí lo abandonó.

Al borde de la muerte, la madre aun pudo murmurar algunas palabras.

- Hijo de la Luna, en la distancia siempre te añoraré, yo seré tus más hermosos sueños. Yo estaré allí donde tu estés, yo siempre velaré por ti. Yo seré tu inspiración y tu protección, siempre te cuidaré. Y a ti Luna te maldigo, me diste un marido y este me ha matado y me ha robado a mi hijo. No permitiré que tengas a mi hijo aunque tenga que vagar por siempre en este mundo.

En ese momento se le apareció Luna.

- Dime Luna de Plata, ¿qué pretendes hacer con un niño de piel?- Tranquila, cuidaré de el, no dejaré que le ocurra nada. Si el niño llora, menguaré para darle una cuna y le meceré. Si tiene frío, le rodearé de nubes que le protejan. Al igual que yo, estará envuelto en oscuridad, pero siempre iluminará el camino a los demás.