bilbao dergolÀ osé molina piata, periodista · «basarri», que allí escribía una columna...

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Bilbao DERGOLÀ osé Molina Piata, periodista Rafael Ossa Echaburu M E llega con retraso la no- ticia del fallecimiento en Valencia —noviembre último— de José Molina Plata; periodista con prestigio, buen amigo. Andaluz de tierra grana- dina (Ogíjares), supo amar la nuestra y valorar positivamente la ídiosincracia de sus gentes. Tenía 83 años y una biografía densa. Le conocí de docente en la Escuela de Periodismo de Madrid, a principios de los 50. Uno trataba de adentrarse académica- mente en una dedicación donde, sobre una base cultural determinada —hoy de rango universitario que hubimos de ho- mologar después—, lo sustantivo era, es y será siempre la capacidad práctica, el ofi- cio propiamente dicho de saber interpre- tar y comunicar lo cotidiano en sus dife- rentes manifestaciones, a través de los medios al uso. Claridad, concisión, veraci- dad. Y particularmente honesto cuando inquiridor obligado al servicio del bien co- mún. el, desde la tarima, impartía expe- riencia, pues era, a la vez, director de un rotativo. Sus lecciones añadían una carga humanística {tan útil siempre en el bagaje de todo periodista) adquirida en estudios de carrera eclesial abortada por la guerra incivil de 1936 y finalmente abandonada por su verdadera vocación de hombre de prensa escrita. Ameno, nada distante en el trato, los alumnos asistíamos a su clase ca- si con placer. Y más de uno alcanzaría en su momento cotas máximas en la profe- sión, tal vez gracias, en un principio, a las orientaciones pragmáticas recibidas en el aula de Molina Plata, cuya ideología a to- no con la época y circunstancias persona- les (pertenecía a la Prensa del Movimien- to), nunca fue —creo yo— impositiva pa- ra nadie. Y ello le confería respetabilidad. Valor profesional Su valía profesional le permitió un enri- quecedor ejercicio itinerante en tanto que director de periódicos. Sevilla, Madrid, Valencia... Y muchos años en el País Vas- co. Desde finales de los 40 —y más tarde, en dos etapas espaciadas entre sí— figuró al frente de «La Voz de España» y des- pués, y a la vez, también de «Unidad», ambos en San Sebastián. Que se sepa, era hombre de mano tendida; las puertas de su despacho nunca se cerraron al diálogo y a la amistad. Y en las páginas de sobre todo el primero de los citados periódicos se acogieron (sospecho el comprensible excepticismo de bastantes, hoy, a quienes remito a una correcta verificación de he- meroteca) textos cortos y largos en euske- ra. Al gran bertsolari Ignacio Eizmendi, «Basarri», que allí escribía una columna diaria, bilingüe, en euskera-castellano, en- comendó junto a otros la organización de un torneo de bertsolaris en el frontón de Zarauz interviniendo, por ejemplo, el vie- jo y afamado Uztapide. Un acontecimien- to para la época y acaso el primero de su carácter en la postguerra, que —no obs- tante «el entusiasmo de la gente y la emo- ción del ‘Agur Jaunak' de los chistularis, escuchado de pie»— apenas satisfizo a cierto jerarca expresamente desplazado desde Madrid y, pocos años después, pro- tagonista de una de las primeras y más es- pectaculares disensiones con el Régimen de Franco. Pese a sus connotaciones, hubo un perí- odo en que «La Voz de España» alcanzó los máximos de tirada entre los rotativos editados en las tres provincias vasconga- das. No pudo ser ajeno a ello, la presencia Su ideología nunca fue impositiva para nadie. Era hombre de mano tendida en su páginas de firmas señeras en caste- llano y en lengua vernácula de Miguel Pe- lay Orozco, José de Arteche y, entre otros escritores y pensadores ilustres más, Car- los Santamaría, llamado a ser —demasia- das décadas después— el primer «minis- tro» de Educación y Ciencia del Consejo General Vasco, anticipo transitorio de los posteriores Gobiernos Vascos elegidos desde un parlamentarismo democrático autónomo, bajo los postulados de un Es- tatuto propio, al amparo de la Constitu- ción española (1978), susceptible hoy de perfeccionamientos, pero difícil entonces —años 50/60, repito— de ni siquiera in- tuirla en la más alejada lontananza. Labor en «Hierro», de Bilbao Antes de finalizar su dilatada vida pro- fesional, dirigiendo «Levante», de Valen- cia, donde sentó residencia definitiva, hu- bo de recalar en Bilbao para ponerse al frente de «Hierro» (1966, año en el que le concedieron el Premio Jaime Balmes). Aquí reafirmó su talante y su calidad hu- mana. Firmándose «Javier de Eguia», mantuvo una sección titulada «Diario de un hombre libre con mentalidad de hoy» con preocupación sostenida por la justicia social y la hermandad entre los pueblos, principalmente. No llegó a ser bilbaino en el grado que donostiarra; no en vano en la Bella Easo transcurrieron buena parte de los mejores años de existencia, según pos- teriormente me contara paseando ambos, ya adentrados en el calendario particular, bajo la arboleda del Balneario de Cesto- na, donde acudía todos los veranos —la última vez, en agosto pasado— para man- tener vivo el recuerdo de felices estancias de otrora con su fallecida esposa, Mary. Había adquirido una guipuzcoanía paten- te en el conocimiento de la historia y de la geografía del territorio fraterno. No lo ocultaba. Una de sus crónicas en «Hierro» (6 agosto 1966), comenzaba así; *El domingo, todo el hermoso día del domingo, lo pasé en la plaza de Zarauz. Es posible que usted acudiera al Coso Blanco, de Castro Urdíales; a la corrida de toros de Vitoria, o subiera a Archanda, para pre- senciar esa locura de cilindros que es el moto-cross. Yo estuve en Zarauz, como miles y miles de vizcaínos fueron a otras playas o al monte. Zarauz estaba hasta la bandera. Nuestros pequeños trenes vas- congados cruzaron una y otra vez, los va- lles, jadeando bajo los túneles, y se pasaron el día llevando gente de una a otra playa, desde Achuri a San Sebastián. ¡Da gloria verlos, como una animación más del paisa- je! No puedo negar que el paisaje guipuz- coano —el verde esmeralda, que es un tó- pico, pero es de verdad una alegría para los ojos y un gozo para el espíritu— está muy dentro de mí». En el contesto de esa misma crónica co- mentaba la lectura de un artículo de José de Arteche en «La Voz de España» de aquel día, recogiendo literalmente el últi- mo párrafo «El árbol de Guernica es un símbolo universal; tiene ramas para cobi- jar a toda clase de hombres; extiende sus brazos, sin distinción a toda la tierra. No se trata sino de sonreír y ayudar». Y Molina Plata apostillaba; «Es un artículo en el que José de Arteche, con su valentía de siem- pre, plantea uno de los temas delicados que existen hoy en este país: la integración en nuestra sociedad de los que llegan hasta aquí para trabajar y hacer su vida». A su vez, Arteche había iniciado el artí- culo en cuestión «citando un trabajo de otro amigo mío donostiarra; el escritor Carlos Santamaría», transcribiendo así; «Hay muchos que no lo saben y por eso mismo conviene difundir que ‘Zeruko Ar- gia’, el popular semanario en vascuence, dedicó la pasada semana un bellísimo artí- culo propugnando la más cordial acogida a los emigrantes que tratan de buscar aco- modo entre nosotros. El domingo pasado, Carlos Santamaría dedicaba también su le- ído espacio al mismo tema. ‘Existen hoy en Guipúzcoa —escribía mi amigo Carlos— muchos hombres y mujeres que perdieron, por triste necesidad del vivir, el calor de una tierra. Haría falta que pudieran encon- trarlo aquí de nuevo, que lograran asimilar nuestro clima y nuestro modo de ser, que pudieran incluso aprender nuestra lengua, tan íntimamente asociada a todo lo nues- tro, sentir nuestros mismos afectos y espe- ranzas’». Civilizada, cristiana, postura, frente a quienes a la sazón (desarrollismo a ultran- za, pleno empleo en nuestras factorías, in- migración masiva) adjetivaban peyorati- vamente de «coreanos» a los procedentes de otros parajes de la geografía peninsular sin querer percatarse de que el devenir puede deparar muchas sorpresas. Y de que las simiUtudes malintencionadas nun- ca son argumento. Ahí está, sin comillas ofensivas, la «Daewoo», acogida con mi- mo en Vitoria-Gasteiz, capital de Euska- di. Y que sea para largo. No obstante una amistad sincera, existí- an diferencias sensibles a la hora de anali- zar determinadas cuestiones y las exterio- rizábamos en nuestros paseos de Cestona; más, nunca hasta el grado de perturbar la solidez del mutuo afecto de dos personas exentas de fanatismos. Se diluían por ge- nerosidad recíproca, sin abdicar de los principios, o porque las orillábamos me- diante la inteligencia del sentido común. Molina de Plata tenía tres libros en su telar; «Los cuadernos de Loyola» (su ex- periencia en la guerra y en la posguerra en el País Vasco); «Los tilos de Cestona», sus días postreros con Mary (en realidad — me escribió en el 87— este libro puede lla- marse «Vivir juntos»), y «La última mira- da», evocación «a estas alturas de mi vida, de muchas cosas pasadas», que deseaba fuera publicado luego de su muerte. Entre otras vivencias personales —periodísticas y políticas las mas— relata en esa obra el casual encuentro en Roma, y su ingenioso desenlace que condujo al afecto mutuo, con Teodoro Aguirre, hermano del pri- mer lehendakari del Gobierno vasco, José Antonio Aguirre y Lecube. siendo aquel director de «Landeya», en el exilio. Ante semejante confidencia de cosqui- lleante interés, me permití solicitarle un detalle concreto. A vuelta de correo me remitió cierto número de folios de conte- nido expreso del mencionado libro. De editarse como el autor pretendía, será de obligada y jugosa lectura.

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BilbaoDERGOLÀ

osé Molina Piata, periodistaRafael Ossa Echaburu

ME llega con retraso la no­ticia del fallecimiento en Valencia —noviembre último— de José Molina Plata; periodista con prestigio, buen amigo. Andaluz de tierra grana­dina (Ogíjares), supo

amar la nuestra y valorar positivamente la ídiosincracia de sus gentes. Tenía 83 años y una biografía densa.

Le conocí de docente en la Escuela de Periodismo de Madrid, a principios de los 50. Uno trataba de adentrarse académica­mente en una dedicación donde, sobre una base cultural determinada —hoy de rango universitario que hubimos de ho­mologar después—, lo sustantivo era, es y será siempre la capacidad práctica, el ofi­cio propiamente dicho de saber interpre­tar y comunicar lo cotidiano en sus dife­rentes manifestaciones, a través de los medios al uso. Claridad, concisión, veraci­dad. Y particularmente honesto cuando inquiridor obligado al servicio del bien co­mún. el, desde la tarima, impartía expe­riencia, pues era, a la vez, director de un rotativo. Sus lecciones añadían una carga humanística {tan útil siempre en el bagaje de todo periodista) adquirida en estudios de carrera eclesial abortada por la guerra incivil de 1936 y finalmente abandonada por su verdadera vocación de hombre de prensa escrita. Ameno, nada distante en el trato, los alumnos asistíamos a su clase ca­si con placer. Y más de uno alcanzaría en su momento cotas máximas en la profe­sión, tal vez gracias, en un principio, a las orientaciones pragmáticas recibidas en el aula de Molina Plata, cuya ideología a to­no con la época y circunstancias persona­les (pertenecía a la Prensa del Movimien­to), nunca fue —creo yo— impositiva pa­ra nadie. Y ello le confería respetabilidad.

Valor profesionalSu valía profesional le permitió un enri-

quecedor ejercicio itinerante en tanto que director de periódicos. Sevilla, Madrid, Valencia... Y muchos años en el País Vas­co. Desde finales de los 40 —y más tarde, en dos etapas espaciadas entre sí— figuró al frente de «La Voz de España» y des­pués, y a la vez, también de «Unidad», ambos en San Sebastián. Que se sepa, era hombre de mano tendida; las puertas de su despacho nunca se cerraron al diálogo y a la amistad. Y en las páginas de sobre todo el primero de los citados periódicos se acogieron (sospecho el comprensible excepticismo de bastantes, hoy, a quienes remito a una correcta verificación de he­meroteca) textos cortos y largos en euske- ra. Al gran bertsolari Ignacio Eizmendi, «Basarri», que allí escribía una columna diaria, bilingüe, en euskera-castellano, en­comendó junto a otros la organización de un torneo de bertsolaris en el frontón de Zarauz interviniendo, por ejemplo, el vie­jo y afamado Uztapide. Un acontecimien­to para la época y acaso el primero de su carácter en la postguerra, que —no obs­tante «el entusiasmo de la gente y la emo­ción del ‘Agur Jaunak' de los chistularis, escuchado de pie»— apenas satisfizo a cierto jerarca expresamente desplazado desde Madrid y, pocos años después, pro­tagonista de una de las primeras y más es­pectaculares disensiones con el Régimen de Franco.

Pese a sus connotaciones, hubo un perí­odo en que «La Voz de España» alcanzó los máximos de tirada entre los rotativos editados en las tres provincias vasconga­das. No pudo ser ajeno a ello, la presencia

Su ideología nunca fue impositiva para nadie. Era hombre de mano tendida

en su páginas de firmas señeras en caste­llano y en lengua vernácula de Miguel Pe- lay Orozco, José de Arteche y, entre otros escritores y pensadores ilustres más, Car­los Santamaría, llamado a ser —demasia­das décadas después— el primer «minis­tro» de Educación y Ciencia del Consejo General Vasco, anticipo transitorio de los posteriores Gobiernos Vascos elegidos desde un parlamentarismo democrático autónomo, bajo los postulados de un Es­tatuto propio, al amparo de la Constitu­ción española (1978), susceptible hoy de perfeccionamientos, pero difícil entonces —años 50/60, repito— de ni siquiera in­tuirla en la más alejada lontananza.

Labor en «Hierro», de BilbaoAntes de finalizar su dilatada vida pro­

fesional, dirigiendo «Levante», de Valen­cia, donde sentó residencia definitiva, hu­bo de recalar en Bilbao para ponerse al frente de «Hierro» (1966, año en el que le concedieron el Premio Jaime Balmes). Aquí reafirmó su talante y su calidad hu­mana. Firmándose «Javier de Eguia», mantuvo una sección titulada «Diario de un hombre libre con mentalidad de hoy» con preocupación sostenida por la justicia social y la hermandad entre los pueblos, principalmente. No llegó a ser bilbaino en el grado que donostiarra; no en vano en la Bella Easo transcurrieron buena parte de los mejores años de existencia, según pos­

teriormente me contara paseando ambos, ya adentrados en el calendario particular, bajo la arboleda del Balneario de Cesto- na, donde acudía todos los veranos —la última vez, en agosto pasado— para man­tener vivo el recuerdo de felices estancias de otrora con su fallecida esposa, Mary. Había adquirido una guipuzcoanía paten­te en el conocimiento de la historia y de la geografía del territorio fraterno. No lo ocultaba.

Una de sus crónicas en «Hierro» (6 agosto 1966), comenzaba así;

*El domingo, todo el hermoso día del domingo, lo pasé en la plaza de Zarauz. Es posible que usted acudiera al Coso Blanco, de Castro Urdíales; a la corrida de toros de Vitoria, o subiera a Archanda, para pre­senciar esa locura de cilindros que es el moto-cross. Yo estuve en Zarauz, como miles y miles de vizcaínos fueron a otras playas o al monte. Zarauz estaba hasta la bandera. Nuestros pequeños trenes vas­congados cruzaron una y otra vez, los va­lles, jadeando bajo los túneles, y se pasaron el día llevando gente de una a otra playa, desde Achuri a San Sebastián. ¡Da gloria verlos, como una animación más del paisa­je! No puedo negar que el paisaje guipuz- coano —el verde esmeralda, que es un tó­pico, pero es de verdad una alegría para los ojos y un gozo para el espíritu— está muy dentro de mí».

En el contesto de esa misma crónica co­

mentaba la lectura de un artículo de José de Arteche en «La Voz de España» de aquel día, recogiendo literalmente el últi­mo párrafo «El árbol de Guernica es un símbolo universal; tiene ramas para cobi­jar a toda clase de hombres; extiende sus brazos, sin distinción a toda la tierra. No se trata sino de sonreír y ayudar». Y Molina Plata apostillaba; «Es un artículo en el que José de Arteche, con su valentía de siem­pre, plantea uno de los temas delicados que existen hoy en este país: la integración en nuestra sociedad de los que llegan hasta aquí para trabajar y hacer su vida».

A su vez, Arteche había iniciado el artí­culo en cuestión «citando un trabajo de otro amigo mío donostiarra; el escritor Carlos Santamaría», transcribiendo así; «Hay muchos que no lo saben y por eso mismo conviene difundir que ‘Zeruko Ar- gia’, el popular semanario en vascuence, dedicó la pasada semana un bellísimo artí­culo propugnando la más cordial acogida a los emigrantes que tratan de buscar aco­modo entre nosotros. El domingo pasado, Carlos Santamaría dedicaba también su le­ído espacio al mismo tema. ‘Existen hoy en Guipúzcoa —escribía mi amigo Carlos— muchos hombres y mujeres que perdieron, por triste necesidad del vivir, el calor de una tierra. Haría falta que pudieran encon­trarlo aquí de nuevo, que lograran asimilar nuestro clima y nuestro modo de ser, que pudieran incluso aprender nuestra lengua, tan íntimamente asociada a todo lo nues­tro, sentir nuestros mismos afectos y espe­ranzas’».

Civilizada, cristiana, postura, frente a quienes a la sazón (desarrollismo a ultran­za, pleno empleo en nuestras factorías, in­migración masiva) adjetivaban peyorati­vamente de «coreanos» a los procedentes de otros parajes de la geografía peninsular sin querer percatarse de que el devenir puede deparar muchas sorpresas. Y de que las simiUtudes malintencionadas nun­ca son argumento. Ahí está, sin comillas ofensivas, la «Daewoo», acogida con mi­mo en Vitoria-Gasteiz, capital de Euska- di. Y que sea para largo.

No obstante una amistad sincera, existí­an diferencias sensibles a la hora de anali­zar determinadas cuestiones y las exterio­rizábamos en nuestros paseos de Cestona; más, nunca hasta el grado de perturbar la solidez del mutuo afecto de dos personas exentas de fanatismos. Se diluían por ge­nerosidad recíproca, sin abdicar de los principios, o porque las orillábamos me­diante la inteligencia del sentido común.

Molina de Plata tenía tres libros en su telar; «Los cuadernos de Loyola» (su ex­periencia en la guerra y en la posguerra en el País Vasco); «Los tilos de Cestona», sus días postreros con Mary (en realidad — me escribió en el 87— este libro puede lla­marse «Vivir juntos»), y «La última mira­da», evocación «a estas alturas de mi vida, de muchas cosas pasadas», que deseaba fuera publicado luego de su muerte. Entre otras vivencias personales —periodísticas y políticas las mas— relata en esa obra el casual encuentro en Roma, y su ingenioso desenlace que condujo al afecto mutuo, con Teodoro Aguirre, hermano del pri­mer lehendakari del Gobierno vasco, José Antonio Aguirre y Lecube. siendo aquel director de «Landeya», en el exilio.

Ante semejante confidencia de cosqui­lleante interés, me permití solicitarle un detalle concreto. A vuelta de correo me remitió cierto número de folios de conte­nido expreso del mencionado libro. De editarse como el autor pretendía, será de obligada y jugosa lectura.