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Aula lírica. Revista sobre poesía ibérica e iberoamericana Número 5 (2013) ISSN 2157-8818 Lo demás preguntad a mi poesía: / que ella os dirá... Lope de Vega (Epístola séptima) Ensayos: El motivo poético de la ‘patria’ y su objetivo didáctico en cinco propuestas de poesía social española Sara Dukett La construcción del género en selectas poetas contemporáneas de Chicago: dilemas, empeño y componendas Jorge Luis García de la Fe La naturaleza y el imaginario nicaragüense: Una lectura ecocéntrica de Jaguar puro inmarchito, de Carmen Conde Lisa Nalbone ¨¨¨¨¨¨¨¨ 1-17 18-46 47-60 Aula lírica 5 (2013): 1-62. Copyright © Aula lírica y el autor/la autora de cada texto incluido en el número.

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Aula lírica. Revista sobre poesía ibérica e iberoamericanaNúmero 5 (2013) ISSN 2157-8818

Lo demás preguntad a mi poesía: / que ella os dirá... Lope de Vega (Epístola séptima)

Ensayos:

El motivo poético de la ‘patria’ y su objetivo didáctico en cinco propuestas depoesía social españolaSara Dukett

La construcción del género en selectas poetas contemporáneas de Chicago:dilemas, empeño y componendasJorge Luis García de la Fe

La naturaleza y el imaginario nicaragüense: Una lectura ecocéntrica de Jaguarpuro inmarchito, de Carmen CondeLisa Nalbone

ÈÈÈÈÈÈÈÈ

1-17

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Aula lírica 5 (2013): 1-62. Copyright © Aula lírica y el autor/la autora de cada texto incluido en el número.

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El motivo poético de la ‘patria’ y su objetivo didáctico en cinco propuestas de poesía socialespañola

Sara Dukett Northern Illinois University

Temas: Tradición y vigencia didáctica de la poesía / instrumentalidad de la poesía / el poema comosermón / la poesía social española como instrucción ciudadana; sus características / Eugeniode Nora: «Patria» (nueva personalidad del concepto) / Leopoldo de Luis: «Patria oscura» (lafalsificación del concepto) / José Ángel Valente: «Patria, cuyo nombre no sé» (amorfismodel concepto) / Leopoldo de Luis: «Patria de cada día» (rectificación del concepto) / LeónFelipe: «Sobre la patria y otras circunstancias» (disipación del concepto) / limitantes yalcance de la intención didáctica

El poder didáctico de la poesía, de la literatura, se ha reconocido desde la antigüedad. Platón

dictaminó que se expulsaran a los malos poetas de su república arquetípica, precisamente por las

ideas nocivas que pudieran enseñar a sus ciudadanos. He subrayado el adjetivo ‘malos’ porque, al

contrario de lo que en ocasiones se cree, el filósofo griego quería incluir la poesía en su nación

utópica, siempre y cuando fuera parte de una buena literatura, con buenos poetas, que enseñaran

algo positivo a sus constituyentes. Es una afirmación ya común y repetida que Homero educó con

sus epopeyas a todos los estados griegos (Tate 94), para bien o para mal. Los mitos que los bardos,

como Hesíodo y el mismo Homero, creaban entonces, tenían implicaciones éticas, igual que las tiene

mucha poesía posterior. Platón deseaba poetas-filósofos para su república, no trovadores que

impregnaran sus composiciones con el sarcasmo, el humor, la crítica al poder, el ateísmo y la

inmoralidad:

Their place will be taken by a new race of poets, whose tales will illustrate right

opinions. This is Plato’s first and only didactic requirement: the poetry used in the

education of the young in the ideal state will familiarize their pliant minds with right

principles, so that when reason develops later they will find knowledge an old friend

in new guise. (Tate 100)

“All fiction, in fact, aspires to didacticism” (Massey 611). Desde Platón hasta el presente,

pasando por el neoclasicismo (con su fórmula, “deleitar enseñando”), existe el razonamiento

implícito o explícito de que todo poeta está siempre enseñando algo a su lector, aunque no se

conciba a sí mismo/a como instructor (Tate 93). De ahí que la poesía, generalmente temida por la

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gran mayoría de los estudiantes universitarios (“cuando se enseña poesía, se hace siempre con la

boca pequeña, con cierto remilgo, anticipando que no va a gustar a los alumnos, o que no la van a

entender, y resignados a que es para minorías” [Silvestre 39; su subrayado]), siga formando parte

de los currículos académicos, de los libros de texto, de las listas de lecturas. Para los educadores la

poesía enseña una nueva manera de ver la realidad, aspectos de la misma que permanecían

escondidos, por decirlo así; informa sobre el potencial creativo de la lengua y de las asociaciones

conceptuales: es “concreta en el valor individual, calculable[,] de la palabra idiomática” (Diego

189). Según el juicio de Carmen Barrientos, la poesía amplía nuestras posibilidades comunicativas;

permite imaginar realidades diferentes de aquellas a las que estamos habituados; enriquece nuestra

capacidad de uso del lenguaje; nos permite acceder a una forma de conocimiento diferente, y,

finalmente, nos abre a la experiencia estética (1-3). El poeta hace creíble lo increíble: “It is the role

of poetry not only to invent by creating new syntheses but also to sustain the synthetic impulse of

the imagination” (Adams 78), en el estudiante. Desde su utilidad en la escuela primaria para enseñar

al niño el ritmo y la pronunciación del lenguaje, utilizando adivinanzas y parábolas rimadas, pues

“la poesía está presente en la vida del niño desde su más tierna infancia, a través de canciones de

falda, juegos rimados”. Hay “infinidad de rimas infantiles, de canciones, trabalenguas, sonoridades,

metáforas [que] los niños viven y asimilan antes de aprender a leer y a escribir y que más tarde

pueden y deben seguir desarrollando en la escuela (Trigo 291, 2). Hasta su defensa por algunos

intelectuales en cursos de estética, como la forma máxima de experimentar o avenirse con el mundo,

pues con la poesía descubrimos nuestro placer respecto a la ininteligibilidad del mundo: “Imagine

forgetting from second to second what we are for. Imagine a sense of vocation contingent on our

need to remain unknown to ourselves. Rather than asking to be justified, poems ask us to exist”

(Longenbach 11).

W. H. Auden escribió famosamente en un poema dedicado a Yeats: “Poetry makes nothing

happen”. Los bandos en favor o en detrimento de la poesía tienen un largo historial y una activa

continuidad en el presente. Algunos autores, incluso al defenderla, menosprecian su valor didáctico,

pues consideran que este mérito es el menos robusto, pues la alegoría, por ejemplo, si se quiere el

género poético didáctico por excelencia, –y una categoría muy pulcra y moralizadora, que se

defiende, parecerían decir, por sí sola–, presenta pocas oportunidades para interpretaciones perversas

o pervertidas (“deviant”) (Adams 35). Terry Eagleton alude a este prurito en contra de la

instrumentalidad del género, de los críticos modernos, “[the] neurotically suspicious”, cuando revela

que lo que ha de enseñarse por la poesía, según esos censores, es algo invariablemente desagradable,

y así ellos ven la poesía didáctica como una especie de manual factible de alabanzas, blasfemias,

consuelo, inspiración, bendición, denuncia, conmemoración y asesoría moral, todo lo cual haría de

la lírica simple propaganda o publicidad, un modo inferior de escritura. Para esos críticos la poesía

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“does things to us, though not usually so that we can get something done”. Eagleton, sin embargo,

disiente en parte; lo didáctico, afirma, no tenía en sus comienzos ninguna connotación peyorativa:

“Is the purpose of one of the finest of all traditional literary genres, the sermon”. Muchos excelentes

poemas, continúa el estudioso marxista irlandés, se han escrito para comunicar un fin u objetivo

inmediato. Algunas composiciones pueden ser estéticamente pobres y pragmáticamente ricas (89).

Eagleton equipara algunos buenos poemas didácticos con los sermones religiosos. Es decir,

“un discurso evangélico, verdadero, sólido y grave, que enseñe y desengañe, que agrade y mueva

buenos afectos, y consiga el fin para que fueron instituidos” (Almeida 211). Pienso que, en

referencia a la poesía, lo evangélico habría de vincularse con la aspiración a la universalidad y a lo

auténtico. Los demás efectos del sermón pueden extrapolarse fácilmente a la poesía didáctica; es

decir, su carácter genuino, su solidez y gravedad, la capacidad de enseñar y desengañar, de agradar

y ‘mover’ al lector hacia determinado acto socialmente positivo. Y el adverbio anterior me posibilita

conectar el discurso con mi objetivo en este comentario, que es el de desarrollar un aspecto de la

llamada poesía social española (años 40 y 50 del siglo XX) que tal vez no se ha destacado

demasiado. El consenso establece que este particular género lírico es de una “entonación de

exasperación, agonía o desesperanza”, como lo ejemplifica Ángel Prieto de Paula, respecto a la

situación de España en las dos primeras décadas después de terminada la guerra civil. Él define este

modo de poesía como una que “reproduce o propone modos concretos de organización del sistema

social, desde una perspectiva colectivista o individual” (mi subrayado), y lista entre sus asuntos más

frecuentes los siguientes: la condición precaria de la guerra y de la postguerra, la injusticia y el afán

solidario entre los pobres y los proletarios, la censura al poderoso, el llamado a la movilización

política, el tema de España con “calado noventayochista” («Del expresionismo»).

Implícitamente, como se ve en las citas anteriores, la poesía social también pretende enseñar

ideas nuevas, o reelaboradas, a su lector; de ahí que Prieto de Paula utilice el verbo ‘proponer’, y

luego asegure que alguna de esa poesía –no toda– se constituía en una convocatoria a movilizarse

políticamente para conseguir ciertos fines o propósitos. Además de significar un lamento, todo lo

dramático y vertiginoso que se quiera, la poesía social habría asimismo de ambicionar cierta

trascendencia, más allá del clamor pasivo y de la apetencia estética. De otra forma, su visión pasaría

por ser una bastante ordinaria, hasta ególatra, ya no decir histriónica, como la de algunos mediocres

poetas románticos del siglo XIX que plañían en sus poemas porque estaba entonces de moda

hacerlo, o porque lo requería la pose cultural. Es indiscutible que esa añadida intención conlleva

peligros, sobre todo cuando el quehacer poético se acompaña por “una mayor laxitud expresiva, y,

no pocas veces, en el caso de los imitadores menos afortunados, y hasta de algunos maestros

impulsados por urgencias históricas, por la caída en el discurso indolente y vulgar”. Es tal vez el

riesgo que amenaza a toda poesía que tiende a erigirse como instrumento de transformación social,

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una “idea un tanto cándida” (Prieto de Paula).

El impulso y la vitalidad de la poesía social española, a la cual se han dedicado numerosos

y excelentes estudios, se materializan en España “definitivamente” a partir de 1952, con la

publicación de la Antología consultada de la joven poesía española, aunque esta orientación en la

lírica del país se venía manifestando “desde mediados de la década anterior” (Daydí-Tolson 383).

De los cuatro poetas cuyas bastante conocidas, y antologadas, composiciones aquí comentaré,1

solamente Eugenio de Nora quedó incluido en esa selección. Los otros tres, Leopoldo de Luis, José

Ángel Valente y León de Felipe, por diferentes razones no lo fueron. Todos están lejos de ser meros

comisarios de la palabra, y dudo que alguien tache su expresión poética de indolente y vulgar. Más

o menos entusiastas del ejercicio poético socialmente responsable (responsablemente social), todos

tuvieron mayor o menor suerte en el desempeño en este ramo. De Leopoldo de Luis escribió otro

notable poeta, Victoriano Crémer, que “cayó en la amargura de la poesía en llamas y correspondió

a su cita con el alma en la mano”. A ambos los consideraban poetas sociales, “y lo éramos en el

sentido de que formábamos parte de una sociedad de hombres y nos parecía un fraude dedicar

nuestras fuerzas, nuestro sudor, nuestra sangre, [a] lirismos de monje” («Patria»). A Eugenio de

Nora –uno de los fundadores y redactores de la importante revista Espadaña– le cabe el honor de

ser el autor del “único libro de poemas editado clandestinamente en la España de Franco”, Pueblo

cautivo, con poemas de 1945 y 1946, libro “desde el punto de vista estético, [a] la altura de la mejor

poesía social en la década siguiente” (López de Abiada 191). Por su parte, José Ángel Valente “entra

a participar activamente en la vida literaria española en el momento de preponderancia de la

concepción social de la poesía” (Daydí-Tolson 376). El caso de León Felipe, como todo lo

relacionado con este poeta único, es singular. Exiliado en México, el poeta encarnará “al nuevo

Moisés que guía los pasos de su tribu en el desierto del destierro”, como escribe con elocuencia

Mónica Jato (47).

Siguiendo la analogía de la poesía social como un sermón a la nación, para aprender sobre

el mensaje del poema de protesta social el lector ha primero de aceptar y avenirse a la voz del

predicador, que lo desarrolla, para luego entender aquello que el texto/el discurso poético inculpa

y denuncia, de lo cual el interpelado toma nota y aprende sobre una situación en particular, la de

un/a compatriota que está insatisfecho o insatisfecha con la situación del país que comparten. Es

decir, hay una inicial criba por parte del lector, quien ha de situar personal y temáticamente el poema

para disfrutarlo, y para conformarse a él. Es una información aleccionadora, la de descubrir espíritus

afines, pero no fructifica en mucho más. El lector está consciente de que el poema de protesta ha

1 Que son muestras representativas y no agotan el tema, pues los cuatro poetas aquí incluidos regresan al motivo de lapatria una y otra vez en sus obras.

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sido escrito en tiempos de ocio, en privado, como un producto de consumo literario, que,

ciertamente, ha sido estimulado por las emociones del poeta, que se nombran directa o

indirectamente en él. Lo interesante es instruirse con lo que esta faena literaria –este ‘manojo de

arrebatos’– pretende comunicar. No sobre cómo lo hace, sino para qué y por qué. El poeta-

predicador “puede estimular la reflexión, la respuesta y la colaboración tácitas”, formulando las

preguntas que podría hacer el lector interesado, “para que por sus adentros siga pensando y

meditando, y tal vez haga las preguntas que se le ocurren en otro momento” (Spang 21).

Mi comentario se concentra en el motivo poético de la patria, cuya consecuencia se refuerza

en España una vez los vencedores de la guerra civil diseminan una nueva definición de esta

abstracción, basada en el credo falangista. El destacado intelectual Pedro Laín Entralgo la define en

1938 como un sindicato histórico («Diálogo»). Y José Antonio Primo de Rivera, fundador del

partido falangista, conceptualiza famosamente la patria como “una unidad de destino en lo

universal”, donde el individuo es “el portador de una misión peculiar en la armonía del Estado. No

caben así disputas de ningún género” (Obras 504). Es comprensible, y esperado, entonces que los

poetas –‘almas sonoras de su pueblo’, como los llamó Manuel Gutiérrez Nájera (225)– tomen la

palabra para defender nociones alternativas del término. Mi objetivo no es comparar, sin embargo,

la visión de los poetas con la de los militantes falangistas, aunque este cotejo subyazga implícito en

el análisis.

Al estado de la nación previo a la guerra se refiere Eugenio de Nora en su soneto «Patria»,

de 1946: “La tierra, yo la tengo sobre la sangre escrita. / Un día fue alegre y bella como un cielo

encantado”, pero ya no lo es. Así comienza por plantear la trascendencia de esta entidad y lamentar

lo que se ha perdido. Antes era “una tierra sin pecado”, sobre cuyo silencio tranquilo solamente

gravitaba la paz. El segundo cuarteto principia con un significativo ‘Pero...’; la situación idealizada

de antes se ha dañado. Curiosamente, la voz de Nora no deplora en principio las matanzas que la

guerra conllevara, “porque la tierra es honda. / La tierra necesita / un bautismo de muertos que la

hayan adorado / o maldecido”.Esta tierra, que pasa aquí por sinécdoque concreta de la patria, no se

desdora por el sacrificio, justificado o no, sino que prospera con él; los muertos de ambos bandos

la bendicen, la engrandecen. En ella cabe de todo y caben todos (“es honda”): republicanos y

falangistas, los “hombres que en España se daban a la muerte. / Aquí y allí, por ella”. Cuando el

sujeto lírico dice haber mordido la tierra, ha sentido todavía viva la sangre derramada, “[¡]cálida

sangre humana!”. Y sitúa esta comprobación ambivalente, también algo chocante, entre signos de

admiración, como defendiendo la acción y, a la vez, subrayando su necesidad. Y su derecho a

enfocarse en el tema a través de otro motivo poético, el de la sangre. La patria aquella, de la paz

silente, de alegría, con un cielo azul de sortilegio, no existe más, sí, pero Nora le sugiere a su lector

que no importa demasiado. O que no importa en absoluto. “Hijo fui de una patria”, de esa patria.

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Ahora está perdido, tal vez oriéntandose sobre el sentido de la inmolación generalizada, pero no en

exceso preocupado: así y todo su distracción, se siente “fuerte / para luchar, ahora, para morir,

mañana” (mi subrayado).

Se acepte o no la condición entonces prevalente en España, Nora parece decirle a su lector,

ésta es un hecho ya concluyente, sin vuelta atrás. Ha de ser en balde sentir nostalgia por el pasado,

por la patria desaparecida. El consuelo a mano es uno paradójico, empero, y es el de entusiasmarse

por la carnicería de vidas que ha mediado para recibirse la patria en su orden actual. Nora, ante la

evidencia de la masacre, busca y encuentra una solución: la patria es como una esponja, que admite

la muerte, pues ello la sacraliza. Es sintomático que este hecho no lo arrope de azaroso, sino que lo

propone como un imperativo (“la tierra necesita”); ello resulta en que, indirectamente, la voz

también disculpa, o le da la bienvenida a, la guerra civil y a sus atrocidades. Pues, después de todo,

por recurso de las mismas es que la tierra-patria ha recibido tal “bautismo de muertos”. Es como si

el poeta hallara su solución por la retaguardia, no en el frente de batalla. Cuando en el soneto aduce

que fue “despertado a tiros de la infancia más pura” –que puede explicar el que afirme estar

perdido–, no lo hace como reproche, sino que, simplemente, constata un evento. A él, como tantos

en el país, le han robado el edén anterior, pero esta pérdida no es determinante; la tierra, la patria,

es mejor ahora que antes (está ‘bendita’), con todo ese baño masivo de sangre, que ha absorbido. Él

retiene su fortaleza física y espiritual, está listo para el presente y también para el futuro, lo que ha

de entender e imitar su lector. «Patria» debía funcionar para el poeta-predicador como un bálsamo

de ideas; o alivio poético, así y todo que el mismo poeta no estuviese muy convencido de la validez

o competencia de sus ideas.2

Una percepción divergente y más pesimista la presenta Leopoldo de Luis en su «Patria

oscura», composición incluida en un poemario suyo de 1957, Teatro real. Han transcurrido más de

diez años de la propuesta contemporizadora de Nora. L. de Luis no parte de una certidumbre radical,

como el anterior; su patria está todavía indeterminada, por concretarse en su nueva existencia, a

pesar de que el que la habita trabaja por mejorarla, por que dé los frutos tiempo ha demorados. Esa

zozobra se fundamenta en las heridas no cerradas todavía, que dejara la guerra. El renacimiento

resulta engañoso cuando las bondades del presente son las mismas que las del pasado reciente, y no

se vislumbra una mitigación del estropicio, una cura:

Hay una patria de esperanza y sombra

2 “Estos versos [son] vacilantes, llenos de calles sin salida visible, y acaso tristes, más tristes de lo que quisieran ser” ,escribía Nora en 1951 para la primera edición del poemario España, pasión de vida (1945-1950), donde aparece el soneto«Patria» («Nota» 268).

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donde amanece el hombre cada día,

tierras aradas en silencio, campos

que en soledad siguen soñando vida.

Hay una patria donde el sol se pone

cada tarde dorándose en la misma

ladera, desatando iguales rosas,

igual sangre de ausencia y lejanía. (González 50)

La mortandad de la guerra ha de producir estas “iguales rosas”, los restos de los muertos en la

ladera, cuyo signo no cambia por razón de que su altruismo no haya dado el resultado esperado (la

esperanza es todavía eso, esperanza, y los fantasmas persisten). Después de todo, esa sangre que

cantaba Nora, en su tétrica abundancia, es un símbolo no de plenitud sino de omisiones y de

extrañamiento. La patria que se ha estado construyendo en España después de la discordia es como

un organismo que parece saludable en su apariencia pero que esconde su propia mortal enfermedad,

la del desaliento:

Hay una patria que alzan, que sostienen

graves manos cansadas, no abatidas,

esperanzadas manos silenciosas

que empuñan herramienta de esforzada sonrisa.

Patria de enmudecidos jornaleros,

de remotos pastores, de pacientes artistas,

que contra el tiempo clavan sus azadas,

conducen sus rebaños, en su taller ofician.

Callados metalúrgicos, mineros

que recorren ocultas galerías

donde entre lodo aguarda el metal vivo,

el esfuerzo y la fe que lo rediman. (González 50-1)

Todo parece decursar en el país con normalidad, pero esta sensación de cadencia armoniosa es una

fábula. Dieciocho años de dictadura no han forjado la patria que postulan, aunque todos tratan, los

jornaleros, los pastores, los artistas. Es un molino en operación que no recibe trigo, o el que lo gira

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sin llegar a conseguir el agua que le permita triturarlo. En consonancia con la idea del primer verso,

la convivencia de luz y de oscuridad, de posibilidad y oclusión, L. de Luis le enseña al lector que

la farsa es patente, pero que no todo está fracasado; las manos que rehacen la patria están fatigadas,

pero “no abatidas”; manos que cooperan en silencio pero con resolución, labor de reconstrucción

que se realiza, sí, mas sin demasiado ánimo. Los adjetivos de la segunda y la tercera anteriores

estrofas sintetizan de modo brillante esta bipolaridad de ser y no ser: el jornalero cultiva la tierra

pero lo hace en silencio, enmudecido por el desconsuelo, callado como lo están los mineros y los

obreros de la metalurgia. El pastor cuida de sus rebaños pero su dedicación no cunde en las urbes

del poder, ni allí le reconocen su labor. El artista crea con paciencia pero sin entusiasmo. Todos

laboran y labran “contra el tiempo”, ese lapso que eterniza la obtención del pacto, y lo desestabiliza

también. En el ínterin, entre los lodos del presente aguarda “el metal vivo”, la esperanza oculta tras

la opacidad; si el esfuerzo y la fe de todos estos españoles persevera, tal vez la redención de la patria

sea posible. La voz poética no está segura, sin embargo, de ahí que haya usado el subjuntivo, “lo

rediman”, en vez de una forma verbal más contundente, el futuro, por ejemplo, ‘la redimirán”. Ésta

que le ha descrito L. de Luis para su lector es una “patria oscura, una hostil patria / a la que falta

luz”, tal y como a los pobres les falta el pan y la alegría, y así como sobran en la tierra “ardida” el

odio y el rencor (González 51). Donde Nora, reponiéndose de alguna manera al horror vivido hasta

seis años antes, procura y halla una solución, un epígrafe contraproducente para la patria que se

perfila entonces a duras penas, Leopoldo de Luis se vale del conocimiento que el tiempo les ha dado

a los españoles para atestiguar que tal arreglo ni se habría alcanzado entonces, ni parece alcanzarse

todavía, pese a todos los esfuerzos. Y que la copiosa sangre derramada –celebrada por Nora– no ha

conformado una patria nueva ni ha sublimado la heredada, porque de lo que hay conciencia diaria

es que el sol se pone sobre un gran cementerio, aún doliente, donde el encono y la hostilidad dan de

sí un jardín mentido.

En la séptima estrofa interviene la voz poética de L. de Luis, para anunciar no sólo su

patriotismo sino su suplicio también: “Me siento tierra de esa patria y sangre / me siento de su herida

misma, / sequedad de su boca, piel quemada / por sus propias ortigas”. Al compartir la estupefacción

de sus compatriotas, el sujeto declara su responsabilidad compartida, aunque pasiva, en la maniobra

nacional de enmascarar la realidad con falsedades y artificios. Para el poeta la primera labor del

ciudadano es reconocer el triste estado de la patria, es decir desnudar lo forzoso de aquella sonrisa

con la que el obrero utiliza su herramienta. Es hora del clamor, contra “el silenciar el rostro de esa

patria, / [el] no cantar su dura geografía”. Si España es un país de

Oscuros ríos, rojos, negros ríos,

ventas de lenta lluvia desprendida,

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montes de lenta soledad cerrada

que el hueco pecho azul del cielo frisan.

Profunda entraña forestal, cautivos

brazos de bosque, manos, voz cautivas,

sonora voz de viento entre los árboles,

voz arrastrada entre ásperas encinas [...] (González 51)

ha de confesarse que ello es el legado que los años y los esfuerzos, implacables unos y fallidos los

otros, han rendido de sí para la construcción de la patria española después de la hecatombe de la

guerra civil. Como lo está la nación, “cautiva” está su voz así, consiente el poeta; lo están sus manos,

como “ramas atadas en la sombra”. Todo lo que habría fructificado en la “bendita” tierra del soneto

de Nora es un grotesco “árbol de llanto, / madera de dolor y esperanza” (González 51).

En este desolador panorama de falaces triunfalismos, sale a relucir la “pobre palabra” del

bardo, “como a tientas”, tímida pero franca; “mano” lírica que ambiciona moverse hacia la luz, hacia

el lado de la ilusión, en el binomio bajo la égida del cual transcurre la vida en España. Su intención

es apartar la “ceniza” y arrojarla “hacia la lumbre” para que se incinere de una vez, y desaparezca.

La reclamación la justifica una “humana esperanza de amor”. Es un momento del poema donde la

voz reconoce esta característica de su arte, la índole social de su lirismo, pues su “palabra no puede

ya elevarse / ignorando que nace entre saliva”, la que invierte el poeta en protestar. No es posible,

asegura Leopoldo de Luis, hacer poesía inconformista en la España de este momento sin calarse con

el sufrimiento de hacerlo; esto lo expresa en dos hermosos versos: “Como el viento no canta sin

decirnos / la queja de las ramas que mutila”. El poema se cierra con una nota esperanzadora, porque

el poema, el arte poético, es y debe ser un grito eficaz en la campaña por enderezar la patria

española:

Una espuma florece en la palabra,

una mojada rosa en carne viva,

una ola diminuta por la sangre

que en esta patria oscura tiene orilla. (González 52)

El ejemplo de uno ha de contagiar a otros, hacer “espuma”. El acto de L. de Luis es sólo una

“mojada rosa en carne viva”, una diminuta ola que, sin embargo, puede llegar a ser mar si sus

lectores se amoldan al panorama de la realidad española tal y como la delinea este poeta y llegan

a convenir que la sangre –símbolo del fratricidio– no es un tropo hacia la parálisis. En este aspecto

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L. de Luis parece coincidir con Nora, pues ambos reconocen su enorme presencia metafísica en la

psiquis del país. Pero donde el segundo la acepta como una bendición, triste fait accompli, el

primero la cita para encauzarla hacia lo personal, sumando la suya como homenaje (“por la [...]”);

la sangre de todos los muertos se aúna en la de un individuo, donde se hace orilla, donde ha de

adquirir un nuevo sentido.

Como un buen poeta-predicador, L. de Luis ha comunicado sus ideas, “y comunicar es

participar en la comunidad y crear comunidad”. Predicar “significa preparar camino, que [va] del

presente a una posible mejora, a una conversión, a una vida mejor” (Spang 16). El poeta ha

desvelado lo que considera la circunstancia real de España, se ha declarado consciente y solidario

de estas condiciones y ha alentado al lector de modo implícito a asimilar la lección y a actuar: hacer

del murmullo un vocerío (la espuma ha de florecer a partir de su palabra) y convertir su voz solitaria

de protesta en un torrente.

Una composición más o menos contemporánea con la de Leopoldo de Luis es la de José

Ángel Valente, titulada «Patria, cuyo nombre no sé». Apareció en su poemario A modo de

esperanza, con composiciones escritas entre 1953 y 1954. La convicción de Nora y la agudeza y

acritud de L. de Luis se sustituyen por el escepticismo y un conformismo algo mordaz. Desde el

inicio Valente nos confiesa que no sabe si su relación con la patria española es una basada en el

amor o en el odio, “ni si eres más que tierra para mí”, como si admitiera que tal vez ni inspiración

habría de hallar para tornar el crudo suelo en una metáfora de distinción. Qué remedio queda, se

dice, la mire de una forma u otra, sobre ella se asienta, con ella debe levantarse y vivir. Da Valente

su versión de la patria cuyo verdadero apelativo no conoce:

Aquí es tu piel tirante

sobre el mapa del alma,

azotada y cruel;

allí suave,

rota en ríos de lluvia,

inclinada hacia el mar.

Allí paso perdido,

pie puro que anda el sueño;

aquí cráneo abrasado

por el peso de Dios. (27)

España es también, en su perspectiva, un binomio de contrarios, pero donde L. de Luis conformaba

el suyo con antagonismos abstractos (esperanza y sombra), Valente lo elabora con una mezcla de

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concreciones geográficas y de sus glosas. El llano semidesértico de las Castillas es una “piel tirante”,

mientras que las costas del norte acusan la plenitud de lo verde; allí es tierra de ensueño y

posibilidades, aquí inclemente planicie donde lo que único que parece madurar es la tiranía de la

tradición y de lo religioso. Todo esto lo contempla el poeta desde su atalaya conceptual, “con un ojo

que apenas ha nacido para mirar”. Él es un recién llegado, alguien que se inserta en la conversación

nacional sobre la patria que se desenvuelve en España, por inercia o porque la cuestión lo motive

en alguna medida, pero declara sus sospechas sobre el valor del debate: “Aunque tal vez no seas /

más verdadero / que esta ardiente pregunta / que clavo sobre ti” (27).

Esa pregunta se conecta, de nuevo, con la razón del baño de sangre derivado de la guerra.

Valente nace en 1929, Nora en 1923, Leopoldo de Luis en 1918. Es, por tanto el más joven de los

tres; tiene diez años cuando se instaura el régimen franquista. Por ello es que dirá:

Vine cuando la sangre

aún estaba en las puertas

y pregunté por qué.

Yo era hijo de ella

y tan sólo por eso

capaz de ser en ti. (28)

Es interesante que el hablante lírico utilice la preposición ‘en’ (“de ser en ti”), y no ‘por’. Es una

forma de declarar su velada imparcialidad. También llama la atención la frase “y tan sólo por eso”,

como si dijera: ‘no me cabe ningún otro vínculo’. Vino, pues, “cuando los muertos / palpitaban aún

próximos / al nivel de la vida”, y preguntó también por qué. Más que participante del gran proyecto

nacional, la voz poética se sugiere como espectadora más o menos ecuánime, sin comprometerse

a fondo con una perspectiva o con la otra. Encuentra que sus conciudadanos han perdido la fe

respecto a su patria y, sin embargo, él adivina que ésta entidad aún pervive, malamente, como

intentando recuperarse de la catástrofe: “Apenas, casi a solas, / entre el aire y la muerte, / un brote

nuevo / se atrevía a pujar”, para lo cual ésta el poeta allí, de observador; entre las dos maneras de

aguardar, “la esperanza estéril” y “la esperanza ganada”, entre las palabras que ya han dejado de

funcionar, y las que, como “ciegas banderas / levantadas” ahora pugnan por escucharse y guiar el

trazado. Más allá del bien y del mal, parece decir Valente, la patria “se atrevía a pujar”. Así se

posiciona su elección, entre la certeza brutal de Nora y el pesimismo áspero de L. de Luis, sin tomar

partido a favor o en contra de las causas y consecuencias del derramamiento de sangre, pero muy

conocedor de ambas (“La tierra había sido / removida y arada / con la sangre de todos. / Con la

sangre” –29). Desde su postura el poeta critica a los otros, los que debían haberla protegido, pero

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no lo hicieron:

Temblad.

Porque debió crecer

para la luz, no para

la sombra, el odio, para

la negación.

[...] Era

difícil la alegría;

necesitábamos

primero la verdad. (29)

Valente se torna fiscal de los que quieren asentar la nueva nación sobre la carnicería de la guerra,

y de los que niegan su incipiente potencialidad. Él, empero, no se decanta por ninguna de esas dos

opciones; no ofrece una solución al dilema:

Hemos venido. Estamos

solos. Pregunto,

¿quién tiene tu verdad?

[...]

Oh patria y patria

y patria en pie

de vida, en pie

sobre la mutilada

blancura de la nieve,

¿quién tiene tu verdad? (29)

No la posee él tampoco. Su poema es una constatación de lo que se ha perdido, pero no de lo que

se ha salvado. Los verbos relacionados con el tema de la patria, en su poema, son en su mayor parte

pretéritos; hay poco presente, a no ser el de la conclusión (“¿quién tiene tu verdad?”), y éste es uno

vacío de presencia, por así decirlo. No hay ningún verbo que señale al futuro. Ese final retrotrae al

lector al inicio, al título, “Patria, cuyo nombre no sé”, es ¿patria cuya resolución no le impacienta?

Desde la relativa comodidad cívica de su juventud durante la guerra, este poeta ahora de unos 24-25

años, divulga su mensaje de escéptica incredulidad. Fuera de recordarle a su lector que no está

obligado a experimentar el asunto visceralmente, porque no ha de ser factible hallar el remedio para

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su pesadumbre, y en tanto que no deba sentirse responsable, el tópico se ha de perpetuar en su

candencia y en su indefinitud. Que otros patriotas carguen con la tarea de contestar esa pregunta

anterior. Este poeta no la tiene, no la ha buscado con mucho ahínco, no lo hace ahora, no parece que

lo hará, si juzgamos por estos versos.

Le cabrá a Leopoldo de Luis dar con el arreglo, uno que deja a un lado el simbolismo y las

circunstancias de las posguerra. Sorprendentemente lo hace en un poema que se incluye en el mismo

libro (Teatro Real) que la anterior composición, «Patria oscura». Nos referimos al muy conocido

y aplaudido «Patria de cada día». Aquí no hay más referencias al motivo poético de la sangre, o al

de la sombra. Es un poema que, descontextualizado, podría contenerse en cualquier época y ámbito.

Una lectura más cuidadosa revela, así y todo, que los dos poemas se complementan más allá de

aparecer en el mismo poemario, como si el segundo significara la segunda parte o la continuación

de aquel. Allí hablaba de cómo los asalariados del país –las verdaderas fuerzas vivas de España–

laboraban con la consciencia de la falsedad de sus esfuerzos y de sus entusiasmos (“enmudecidos

jornaleros”, “remotos pastores”, “pacientes artistas”, “callados metalúrgicos”, mineros subrepticios);

eran no actores del drama sino actantes (tramoya humana) en su aventura. En «Patria cada día» ellos

devienen los motores de la empresa nacional. Parecería que L. de Luis se contradice, ¿cómo esos

hombres y mujeres en «Patria oscura», desvinculados de la médula de su afanes, meros autómatas

de la rutina y el deber diarios, han de descubrir en sí mismos la manera de salir del atolladero tan

bien ilustrado por el poeta (“Hay una patria oscura, una hostil patria / a la que falta luz”), si están

firmemente ganados por el desencanto y la desidia? Es como si el mismo poeta, después de terminar

su desmoralizada diatriba, hubiese hallado la componenda y, azorado y feliz, se apurase a regalar

a esos mismos paisanos “una mano hacia la luz” («Patria oscura»): “Cada uno en el rumbo de sus

talleres / a diario la patria se fabrica” («Patria de cada día», Fortuño 210).

Es notable el uso del verbo pronominal (‘fabricarse’) en lugar del transitivo (‘fabricar’). Es

una forma de armonizar la idea de ambos poemas. Si no es posible que la faena aunada de todos

logre construir el nuevo organismo de la patria, al menos a título individual será posible que la

dignidad y el orgullo personales para y en tal concepto, regrese a sus hijos. Cada uno de ellos pone

su grano de arena en el edificio de la nación:

El carpintero la hace de madera

labrada y de virutas amarillas.

El albañil de yeso humilde y blanco

como la luz. El impresor de tinta

que en el sendero del papel se ordena

en menudas hormigas.

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De pan y de sudor oscuro el grave

campesino. De fría

plata húmeda y relente

el pescador. El leñador de astillas

con forestal aroma cercenada.

De hondas plumas sombrías

el minero. De indómitas verdades

y hermosura, el artista. (Fortuño 210)

La recomendación es una medicina eficaz; tal vez, si menos atribulados por la angustia colectiva,

cada cual en su entorno asume su cometido de manera profesional, sin atenerse a cómo el conjunto

percibe su supuesto regocijo o su declarada hipocresía: “Cada uno hace la patria / con lo que tiene

a mano: la sumisa / herramienta, los vivos materiales / de su quehacer”. Así, con la colaboración de

todos a lo mejor es dable que la expectativa se materialice: “[Un] vaho de fatiga, / una ilusión de

amor y, al fin, la rosa / de la esperanza, aún en la sonrisa” (Fortuño 211). Para el lector, con buena

fortuna detentador de uno de los oficios que L. de Luis con tan hermosa elocuencia compendia, la

lírica amonestación está clara.

A los exiliados españoles, desde América, también les asiste el derecho y la urgencia de

definir la nueva patria que ellos, a falta de vivirla, quieren comprobar en la distancia; incluyo una

propuesta de León Felipe, el poeta de la visión profética (Jato 70). En su poemario de 1943, Ganarás

la luz, se incluye una sección titulada «Sobre la patria y otras circunstancias». En ella dice “algo más

de [su] patria”, explica “como murió”, luego define la hispanidad –la nueva patria espiritual del

español desterrado–, y al final concluye con una “Placa y epitafio”. Es el primer apartado el que me

interesa aquí, pues ahí Felipe llega a definir, desde el exilio y el alejamiento, lo que en este momento

de su vida es la patria para sí mismo. Para hacerlo cuenta con cuatro parámetros emocionales (la

pasión, el orgullo, el estoicismo y la fatiga), los cuales no alcanzan a darle el aplomo o el resguardo

para engañarse sobre lo quimérico de aún concebirla:

En el mapa de mi sangre, España limita todavía:

Por el oriente, con la pasión,

al norte, con el orgullo,

al oeste, con el lago de los estoicos

y al sur, con unas ganas inmensas de dormir.

Geográficamente, sin embargo, ya no cae en la misma latitud. (Felipe 197)

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Su patria está ahora “donde se encuentre aquel pájaro luminoso que / vivió hace ya tiempo en mi

heredad”, pero que había desaparecido para el momento del nacimiento del poeta; “Y me fui en su

busca, solo y callado por el mundo”. La metáfora o simbolismo del ave se explica así por Mónica

Jato:

En el poema se alude a la condición volátil y aérea de este pájaro que, habiéndose

posado en España, huye definitivamente de ahí en busca de un nuevo paraíso en el

que habitar, aspecto que simboliza también la libertad perdida y deseada. Este alzar

el vuelo y escapar de esa tierra de tinieblas que es la España de la guerra civil supone

la sublimación definitiva de la identidad nacional. (129)

Es decir, el menoscabo total de la misma. Así refuta Felipe los esbozos de los tres anteriores poetas:

no hay ya patria española, ni la empapada con sangre, ni la que se debate tras la máscara, ni la que

ha desvariado su rumbo, ignorante de su nombre. Un día, continúa Felipe, creyó que este pájaro

había vuelto a España y se entró por su huerto “nativo otra vez. / Allí estaba en verdad, pero voló

de nuevo / y me quedé solo otra vez y callado en el mundo, / mirando a todas partes y afilando mi

oído”. Luego empezó a gritar, a cantar. Su grito y su verso no han sido más, asevera, que una

llamada, “otra vez un señuelo para dar con esta ave huidiza” que le ha de indicar dónde ha de plantar

“la primera piedra / de mi patria perdida”. Para entonces, cuando “vuelva a encontrarlo”, encontrará

su patria “porque allí / estará Dios”(Felipe 197). El poema-sermón se clausura con propiedad.

Cuando al lector no le quede ni el lenitivo ni el remedo de su patria, la religión lo salvará, y Dios,

quizás, ayude a recrearla entonces.

Mi intención no ha sido probar que ese lector aprende un nuevo concepto sobre la patria

según sea la proposición que caiga en sus manos (si Nora o Luis, si Valente o Felipe...). Lo que este

receptor consiga de su ocupación literaria es dubitable de saber, aunque hay teóricos que piensan

que en el acto de la lectura se crean valores morales, intelectuales, sentimentales (Casement 264).

Mi propósito ha sido exponer la posibilidad de que ciertas entregas poéticas contienen en sí una

finalidad didáctica, un ‘programa’ de instrucción cívica, según he ilustrado en mi análisis. El éxito

de cada uno de estos avisos dependerá, claramente, del poder de persuasión del poeta, del vigor de

sus ideas, de la excelencia lírica de su inspiración, de muchas variantes, en resumen, mas también

lo será de la bienquerencia del lector, de su disposición a dejarse convencer, instruir, influir: “If the

poet insists on teaching (as so many poets do), he ought first to make himself competent to teach”

(Tate 111).

La popularidad en el mundo de habla española de al menos una de las composiciones

estudiadas, «Patria cada día», es una prueba indirecta del poder didáctico de la poesía. ¿Qué más

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merecedor tema de prédica que el de la patria, que Jorge Guillén definió certeramente como el

nombre exacto de nuestra voluntad y de nuestro amor (354)? A lo más que aspira cada poeta

comentado aquí es a plantar la semilla de la cual nazca más tarde una suerte de consenso. Cautivar

primero a su lector para al mismo tiempo provocarlo a la meditación y/o a la acción. El poeta quiere

que los de su congregación se ‘alimenten’ de su cuerpo, para usar la tradicional fórmula de la

eucaristía, de manera que surtan entre ellos sus apóstoles; que, si no les convence, siquiera que lean

con empatía esas “indómitas verdades”, esa “hermosura”. En referencia a Leopoldo de Luis, aunque

pudiera aplicarse a todos los autores líricos de pensamiento social en mayor o menor medida, la

poeta Concha Zardoya escribía en 1982 que su poesía social:

Nos deja una huella imborrable en el espíritu y en el corazón. [Nos] ha enseñado su

lección de ética profunda, animándonos al trabajo solidario, al amor vinculante, a la

seria honestidad. [...] Poesía tonificante porque su estoicismo la salva de ser

negativa: nos ayuda a seguir viviendo seriamente, mas nunca disfrazados de

frivolidad ni de obtusos optimismos. (34)

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La construcción del género en selectas poetas contemporáneas de Chicago: dilemas, empeño ycomponendas1

Jorge Luis García de la Fe Harold Washington College

Temas: La bipolaridad en la identidad tradicional femenina / el paradigma ‘Vencedora o vencida’/las poetas de expresión española en Chicago / temas y su signo en la obra de estas autoras/ análisis (disyuntivas, afanes y solución) de poemas escogidos de: Elizabeth Narváez-Luna/ Johanny Vázquez Paz / Beatriz Badikian-Gartler / Verónica Lucuy Alandia / Olivia Maciel/ Graciela Reyes / Juana Iris Goergen / Achy Obejas / Om Ulloa / I. Noemí Sofía / laperspectiva de conjunto

La identidad femenina ha padecido por siglos el lastre de la tradición patriarcal judeo-

cristiana. Discursos y prácticas sociales hegemónicas han construido una imagen metafísica de la

mujer y de lo femenino desde un machocentrismo que se ha perpetuado consciente e

inconscientemente. La mujer como objeto de deseo que carece de voz propia no sólo ha estado en

toda la poesía masculina de tradición latina que va de Petrarca a Neruda, sino también en mucha

poesía creada aun por mujeres. Vengan a colación dos ejemplos oportunos de la uruguaya Delmira

Agustini, quien se muestra en un poema antológico como un voraz sujeto femenino de apetencia

erótica (“yo sufro hambre de corazones / de palomos, de buitres, de corzos o leones” – 195), en tanto

que en otro sigue inmolando su cuerpo al hombre (“con finos dedos tomasteis / la ardiente flor de

mi cuerpo” – 201).

Esta fusión de deseo y rendición puede hallar eco riguroso en alguna que otra poesía de

visión masculina, como cuando César Vallejo, en un poema de título sugerente («Capitulación») nos

refiere cómo el objeto de su conquista, después de consumada su entrega y posesión (“unos abriles

granas [...] en un suspiro de amor enjaulé”), reconoce el lamentable estado psicológico al que se

aboca la mujer, una “pobre trigueña aquella’, antes dispuesta con frenesí a capitular (“los marfiles

histéricos de su beso...”), mas ahora derrotada, “pobres sus armas; pobres / sus velas cremas que

iban al tope en las salobres espumas [...] Vencedora y vencida, / se quedó pensativa y ojerosa,

granate. / Yo me partí de aurora” (98). La voz poética prosigue su marcha ciertamente satisfecho,

pero al objeto de su capricho la deja perpleja y/u humillada. ¿Es ese el patrón general del evento

1 Este ensayo es una versión muy ampliada y mucho más elaborada de un somero y relativamente informal texto (casiun divertimento) que publiqué en la revista Contratiempo en mayo de 2011. Agradezco al consejo editorial de Aula líricala oportunidad de replantear mis ideas de una manera más consecuente y rigurosa, aunque todavía personal.

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para la mujer? ¿Primero la manifestación de la carencia, luego la intensa satisfacción porque ésta

se restituye, y al final el escrúpulo –o remordimiento– por tan problemática sumisión? ¿Es una

victoria desfigurada, pírrica? ¿O una derrota bienvenida?

Pedro Calderón de la Barca definía en uno de sus dramas a la mujer con una metáfora,

“pintura a dos visos” (1116), imagen que pienso ejemplifica bien la perspectiva de la mujer, sea que

por un perceptor ajeno; esa dicotomía suya entre el sentirse “vencedora y vencida” al unísono. Para

ilustrar la idea voy a comentar composiciones escogidas de algunas de las poetas contemporáneas

de Chicago, casi todas de expresión castellana, quienes, a su modo propio y universal a la vez,

experimentan asimismo las mismas paradojas que la muchacha objeto del arranque irónico de

Vallejo, las enfrentan, las internalizan líricamente, y a la postre las resuelven, cada una a la medida

de su intención y propósitos. Como escribe Judith K. Gardiner, las escritoras del siglo veinte

anuncian la experimentación de su identidad en la naturaleza y en la manera de su literatura, a

menudo con una sensación de tal urgencia y fervor, en la comunicación al lector de verdades recién

descubiertas o aprendidas, que su mensaje se integra con contrasentidos de igualdad y de diferencia

al mismo tiempo (354).

El protagonismo de estas autoras en el ámbito cultural y literario hispanohablante de la

ciudad, es manifiesto. Se han impuesto porque son buenas escritoras, no por cualquier concesión a

su género, o porque el público y las editoriales locales quieran pretender ser ‘políticamente

correctas’. Me he decidido por el término ‘poetas’ ya que parece existir cierta resistencia en el medio

académico y cultural actual a utilizar el de ‘poetisa’, que ha llegado a entenderse –tal vez por ese

sufijo algo ambiguo (-isa)– como peyorativo, minimizador, aunque el diccionario de la Real

Academia española nos indica que su morfología no proviene de pensarse que las mujeres sean

pseudopoetas, o poetas de segunda categoría, sino que es un concepto tomado del latín, ‘poetissa’.

Y no existe formalmente el sufijo ‘iso’, pero sí el prefijo, que indica, irónicamente, la existencia de

igualdad (isomorfo, isófono, etc.).

En este comentario me propongo reseñar brevemente cómo ellas construyen las diversas

aristas de su género. Este grupo incluye, entre otras, a (por orden alfabético) Beatriz Badikian-

Gartler, Juana Iris Goergen, Verónica Lucuy Alandia, Olivia Maciel, Elizabeth Narváez-Luna, Achy

Obejas, Graciela Reyes, Irma Noemí Sofía, Om Ulloa y Johannys Vázquez-Paz. Todas son

profesionales y en su mayoría se desempeñan en la esfera académica como profesoras de español

y de literatura. Sus países de origen: Argentina, Bolivia, Cuba, México y Puerto Rico. Han publicado

la mayor parte de su obra en los últimos diez años en libros de editoriales independientes, así como

en revistas y periódicos de perfil cultural y literario. Han tenido, asimismo, una dinámica

participación en festivales de poesía, de lectura y de performance, en Chicago, otras ciudades

norteamericanas, y en naciones extranjeras.

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Los motivos ideológicos e intelectuales relativos al tema erótico (Eros) y al de su

contrapartida (un/una Tánatos simbólica) figuran en la lira de estas poetas de Chicago, en un

amplísimo espectro, conformado por diversos matices; los del amor, el desamor, el placer, el dolor,

la maternidad, la frustración, la desolación, la rabia, la solidaridad, el desapego de inspiración

pseudomística (ese dejarse entregar a la circunstancia, como agentes pasivos de una ‘visitación’, al

estilo de Santa Teresa de Jesús [371-2]). De forma paralela o consustancialmente, todas ellas

problematizan al mismo tiempo, la autorrepresentación de la mujer, quien se debate entre la

construcción de una imagen contestataria, pletórica de independencia y voz propia, por un lado, y

por el otro su rendición al prototipo de dulzura y sumisión tradicionales, el ‘eterno femenino’, por

el cual se autoconceptualiza y autorrepresenta como el ideal de la pureza contemplativa; la voz

poética se definiría, conscientemente o no, entonces como plenamente pasiva, del todo vacía de ese

poder generativo que sí ostenta, en cambio, el hombre (Gilbert 36). En algunos casos, aquellos de

los matices que son negativos –el desamor, el dolor, la frustración, la desolación, la rabia, la

indolencia ante el contorno o la musa masculina– se derivan de un velado sentimiento derrotista de

la voz poética (que trata de escapar el cliché de su pasividad, cuando las circunstancias lo

obstaculizan); los positivos, el amor, el placer, la maternidad, la solidaridad, son constancia de la

urgencia por superar el impasse, o paradójicos motores que justifican su emancipación, o la guían

hacia ella.

En algunos casos, sea por conducto de la expresión de una pena, o de la cólera, o a través de

la reafirmación de la satisfacción y el optimismo, el sujeto lírico ayuda a enriquecer el cimiento

sobre el cual se fundamenta su género, no para reforzar la categoría prescriptiva tradicional, orgánica

y biológica, ésa misma que habría acreditado su ‘eterno’ papel femenino, sino para redefinirla como

un producto social y cultural, que autentica no sólo su condición de poetas locales, sino también la

de su ser femenino, y la de su autoridad estética. Al tiempo que procuran una identidad, enfrentadas

como lo están a varios dilemas, relacionados con la dialéctica de los temas antes mencionados, estas

autoras ‘hombrean’ (y estoy muy consciente de lo urticante e impreciso de este verbo) su contexto,

textual y cultural, y a la postre hallan soluciones para sus disyuntivas más o menos satisfactorias,

más o menos redentoras. “This creation”, escribe Judith Gardiner, “of a valid and communicable

female ex- perience through art is a collective enterprise” (361).

Elizabeth Narváez-Luna, cuyos referentes son la cultura azteca y el cristianismo, se mueve

de manera reflexiva en la reconstrucción de una mirada de la mujer, entre mística y sensual, que va

de Eva a Susana San Juan (personaje de Juan Rulfo en Pedro Páramo), tal como se percibe en

«Ceremonial para mis piernas» (17-8), donde las extremidades inferiores de la voz poética pasan

por una sinécdoque y también por una metonimia del ser y del actuar para la mujer:

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¿Qué es lo que me ata a esta tierra?

¿Son acaso estas enredaderas

que me crecen como piernas;

estos demonios hechos carne

que me levantan cada día;

estos pies que no llevan a ningún rezo

y sí todos los sufrimientos?

¿Cómo se puede caminar con estas serpientes

que quieren tentar a todos los hombres? (17)

Es a través de la atracción que despiertan sus atributos en el hombre que a la mujer se le niega su

sublimación, como si fuera rehén de los mismos; las piernas que enredan ya mismo a su portadora

como a su enamorado, pues a la vez representan la garantía de su sumisión y de su carnada / señuelo.

Las piernas que hacen de la mujer un ser con derechos y dignidad potencial, tan ‘vertical’ o tan

‘plantada’ como el hombre –las que “la levantan cada día” en la lucha por su voz y derechos, con

las que camina literal y metafóricamente en el mundo–, no le posibilitan sin embargo la suficiente

redención espiritual y, al contrario, son instrumentos de su sufrimiento, dos de sus más pérfidos

demonios, pues no sólo la sitúan en el espacio sino también la delatan. Las piernas son la avanzada

y son las garantes de una potencial “liquidez”, de lo que de la cintura para abajo llena a la mujer de

“rumores de agua para un cauce, / el cauce de tu deseo” (mi subrayado). En la confluencia de las

piernas está el “silencio que crece”, un abismo, “ave de rapiña / que come deseos insatisfechos, /

mórbida mensajera”. Es la “paloma de nuestra iras”, metáfora de Narváez-Luna que sintetiza de

forma admirable ese dilema de la mujer, la vencedora y la vencida. El sexo, ese cauce para el

hombre, abismo de mutismos en la mujer, es, por una parte, símbolo del candor y la inocencia, de

la armonía de ella, una ofrenda de paz para sí misma que como boomerang regresa para maltratarla;

por la otra, es el aval de subyugación, la paloma que sale a su pesar en busca de su enemigo, el

raptor que se la come, con gusto. Porque enmarcan el camino hacia la capitulación, son las piernas

esas enredaderas que atrapan al hombre y, por su conducto, a la mujer. Después de la victoria ajena,

la voz poética concede, “reticente” (18), que sigue siendo un ser de agua, alguien transparente y

dúctil, “hecha de olas sumergidas y ecos ondulantes”. Una “corriente herida” que conoce mejor el

naufragio, de sí misma, que al náufrago, ése que se ha aprovechado de sus deseos de mujer

enamorada, “estertores”, como los llama Narváez-Luna.

Esta idea de la entrega a regañadientes, la cesión de sí que luego duele tanto, también halla

eco en otros de sus poemas. Por ello la voz tras Susana San Juan, en una composición homónima

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(3-4), confiesa tener la “piel arrepentida” y “un vestido de penitencia / para llorar los minutos que

dejé en su cuerpo”. ¿Quién?, se pregunta ella, “levantará de estas mujer los pedazos, / cómo

organizar las agonías / si somos sombras / recogiendo a nuestro paso / la tierra que construya /

nuestras tumbas” (3). Las manos le lloran su desencanto (4), de la misma manera metafórica que las

piernas, antes, significaban la liquidez de su deseo carnal. De nada sirve, afirma, consolar al animal

que crece tras el espejo, es decir, no a la mujer que se mira en él sino a la que rechaza el hacerlo. Su

ejercicio social –ataviarse, tejerse el pelo–, es un espejismo, la dolorosa ilusión de todos los días.

Una quiere, consiente Narváez-Luna, movida por la ambición, “calzarse con este extraño pudor de

mujer / que en cada ápice concentra / todas las vidas que la amortajan”, mas al final sólo queda

“marrullar entre dientes”, la sensación de ser agua, el pelo siempre arreglado, “y una sonrisa” (4).

‘Espejismo’, ‘desencanto’, son conceptos que reaparecen en su poesía:

No tengo cuerpo ni deseos,

todo es parte del espejismo

de la mañana anterior. («Los sabores del día anterior», 6)

Atiende jacaranda,

esconde entre tus flores,

el desencanto,

la desilusión de sus pies

sin horizontes. («La dolorosa», 7)

¿Qué lleva la mujer bajo la piel?, inquiere del lector o de la lectora el sujeto lírico en otro lugar

(«Víspera de Año Nuevo»). Acaso los fantasmas de su sensibilidad, responde, “la memoria de los

pies cansados” (10), de un ser que siempre parece estar andando y nunca llega a su meta. Caminante

que apenas levanta piel sobre sus pasos, “los mismos de ayer que te llevaron hasta tu lecho”

(«Memorias de Tamoanchan»), y el recuerdo de esa piel, “del peso de su cuerpo, / es sólo

remordimiento” (15). El ciclo de vida de la mujer es un dejar sus besos aquí o allá pero sin recordar

dónde han ocurrido, “pero tengo que seguir cubriéndome los labios” (16). Su tragedia es que

comienza amando a todos los hombres por su nombre, sin conocer aun el suyo, “ni mucho menos

la estirpe de mis huesos”. Sólo intuye para qué le sirve el vientre, el señuelo en el centro de su

cintura, allí donde le nacen las serpientes (16), o piernas, los demonios que la hacen capitular una

y otra vez, ante “Dios hecho hombre” («Los dioses y sus concubinas», 22).

En «Encuentro latitudes» la trovadora enlaza su condición con la de los oprimidos, con los

que comparte el mismo tipo de dolor (sueños vituperados, ramplonería del vivir, la circularidad

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obsoleta de los días, el engaño de una eternidad falsa, que no permanece, las “estúpidas fórmulas”

[23]). El título sugeriría la posibilidad de un arreglo, de una llegada definitiva, en el sentido de hallar

provincias de su ser más seguras, un rincón de dimensiones emocionales que, aunque reducido, sirva

de ancla para el rescate. Y sí, la voz poética reconoce poseerlo, pero es un triunfo a medias, uno con

carencias o negaciones: “Sólo hay memoria / de lo que fuimos / y de lo que seremos, / nuestras

angustias / y la consigna de vivir con ellas” (24). «En la víspera del vuelo», empero, como su título

indica, advierte de la posibilidad de una salida; aunque esa pena que siente en las manos, un motivo

poético que hemos ya repasado anteriormente, parecería dificultar el vuelo de la mujer con su peso

muerto, hay un “pero”, esta vez auspicioso, “un revoloteo que nace / en medio de las sombras”. La

mujer se incorpora en su sociedad para, como el hombre, beberse la noche (23), y, desde luego,

alcanza solamente a reconocer lo que queda de sí, a escuchar “esta lluvia de sal sobre mis huesos”.

Ahora su calidad serpentina, esa segunda piel que la mujer ha adquirido en sus tratos con el hombre,

le sirve a la voz poética de conducto de salvación, pues, como el ofidio, se ve capaz de mudarla, de

emerger de su engañosa envoltura escamosa y ser ‘nueva’. La muda en la serpiente real le permite

al reptil componer heridas y librarse de parásitos externos, dato que ha de antojársele muy apropiada

al sujeto lírico: “El alma deja la piel, / serpiente que se ríe de la luna”:

La última paloma levanta el vuelo,

en sus alas polvorientas

más de una decepción busca redimirse.

Empieza mi segunda inocencia. (25)

El afán por gustar al hombre (y a sí misma, por supuesto), todas las tareas embellecedoras,

fatigantes, que acarrea, está en el trasfondo de «Vacaciones en la casa», de Johanny Vázquez Paz

(97). La protagonista de este poema en prosa, o viñeta poética (de cuyo género la selección contiene

varias), está feliz de contar con una semana de asueto, libre de preocupaciones laborales y de los

deberes domésticos; para ello, paradójicamente, ha de estar la casa vacía, sin niños, sin el hombre.

Va a cesar toda labor de limpieza o de mantenimiento y disfrutar su emancipación temporal: Se

dispone a contemplar “cómo en las paredes se pintan murales cuando el sol amanece en los

helechos. Cómo la soledad y el polvo se acumulan debajo del sofá”. A desamarrar su carga de

preocupaciones y resentimientos, a vaciar el fardaje de sus pensamientos. Va a flotar cada día “con

la pijama puesta la cabeza despeinada de mí”. Pero esta jornada de cohabitación consigo misma

también conlleva los pánicos de siempre, “puertas esperando una caricia que las abra”, “esquinas

ansiosas de jarrones que decoren sus vacíos”. La protagonista no puede en realidad descansar de sus

fantasmas, de su ansiedad; estas vacaciones son un descanso ilusorio: “Busco el cuarto más amplio

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de mi estancia y abro los brazos simulando alas”. ¿Podrá la fabulista durante la semana omitir sus

memorias, despachar “las asperezas heredadas de caminos equivocados y suelos pedregosos”, como

afirma en «Laundry Day» (99)? ¿Podrá en ese corto periodo afeitar “sus durezas” y rebanar “la piel

muerta hasta estrenar una nueva”, tal y como la serpiente metonímica de Narváez-Luna? Como el

reptil, que se libra de sus lesiones con la metamorfosis, ¿podrá “remendar las grutas abiertas para

aminorar los daños perpetuos” (99)? En su espíritu y en su intención hay ángulos difíciles de

blanquear, “allí donde se acumulan las cenizas de pasiones destruidas”. La esperanza no le falta,

pues cree que al final de la semana ha de resurgir “inmaculada y limpia”. O no.

Su obsesión por el aseo psíquico y espiritual se manifiesta más enteramente en «Limpieza

profunda» (102-3). Aquí la voz se pregunta qué destino ha de dar a los recuerdos acumulados,

cuando llega el verano, que podría coincidir con la venturosa semana de feriados: “¿Donación,

basurero o retorno a la gaveta?”. Remembranza a reminiscencia, las revive todas, llevándose a sí

misma a los comienzos del acaparamiento, y formulándose preguntas vitales. La componenda es a

la postre un reafirmar del statu quo: “Vuelvo a acomodar todo en las gavetas ordenando las cosas

por fechas, eventos o amantes” (102). Pero no se decide a cerrarlas, porque la clausura es apócrifa,

incompleta, insatisfactoria: “Rebusco sentimientos en el pecho, desordeno las rabias y los odios en

el estómago, acicalo la memoria en el vientre”. Trata de vaciarse “del pasado, pero nunca logra

cerrar las gavetas, siempre se quedan mis vestimentas al aire. (103). Cuando la limpieza, la semana,

el lavado concluyan y se vuelva a la ‘normalidad’, regresará al frío de su subsistencia, ese

frío huérfano, hambriento, posesivo. Un frío de despedidas que esperan un beso que

las selle, de mentiras que corren detrás de sus verdades, de burlas y acusaciones sin

defensa. [A] un frío que el fuego no aminora con su hoguera, un frío glacial,

necesitado de Dios. («Frío en la piel» 98)

En «La amante olvidada» (121-2), Vázquez Paz nos revela a la hembra desatendida que

busca trascender su condición de objeto del placer masculino de una manera contraproducente. Su

condición pasiva e ‘indefensa’ se revela en la imagen que utiliza la voz poética en el poema para

referirse a sí misma, “algo de estatua [que] la habita”, nos dice. Esta persona enamorada reorganiza

su mundo durante la espera por el amado, no para denunciarlo, sino para sublimarlo indirectamente.

Él es, después de todo, el espectador, el ejecutor de su indefensión, aquel sujeto que decide disipar

algo de su tiempo admirando la obra de arte, para luego seguir de largo y pasar a lo suyo; ella sin

embargo permanece “en el pedestal donde balancea / el poco amor que la visita”. La amante acepta

el mutismo de la despedida y el estruendo del silencio que queda después de la partida de él. Los

verbos de la reorganización indican toda su pasividad: aguarda, disimula, se engaña con ensueños,

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no reclama, no exige igualdad... La imagen de la mujer es lastimosa:

Reorganiza su mundo y espera

esconde el pavor en las gavetas

mientras sus manos reúnen las cenizas

que el tiempo derrame en los muebles.

[...]

Con miles razones de ausencia

le da tregua a la pesada espera

se cree la amante perfecta

que no llama ni pide cuentas

porque no hay más número que cero.

[...]

y busca de cuarto en cuarto

algo que redima su soledad

entre el holocausto de la noche

y el silencio. (121-2)

Esa “amante perfecta” es “la que añoran en su cama los poetas” varones (Ramírez 28): qué bien ha

internalizado aquella mujer el reglamento cultural del hombre.

Mas no todo lo que Vázquez Paz se decide a confesarnos tiene ese aliento semitrágico de

capitulación. Ella también nos brinda dos ejemplos notables de sagacidad y vehemencia combativas.

En una próxima estampa, «Soy tuya» (104), esos conatos de rebeldía se transmutan en ironía, hasta

en cinismo; ahora la narradora lee al colega de profesión, al poeta o escritor, que la ha de subyugar

con su palabra e imaginación. A sus mentiras de ficción, se entrega con la misma fruición que si

fuera carnalmente; cree en él “como se cree en Dios”. No es necesario la presencia del hombre de

carne y hueso para el acto de sumisión. Sandra Gilbert y Susan Gubar se preguntan en su ya clásico

ensayo: “¿Es la pluma un pene metafórico? [...] En otras palabras, la sexualidad masculina no es sólo

analógica, sino realmente la esencia de la fuerza literaria. La pluma del poeta es en cierto sentido

(incluso más que de forma figurada) un pene” (La loca 18). Vive la lectora mujer de Vázquez Paz

las historias del hombre autor como si fueran suyas, “o por falta de tener propias”. Lo lee, “escritor,

soy tuya”. Y este acto de leer es como el coito, pues las consecuencias son similares: queda ella

“toda la noche desvelada, el cuerpo adolorido, los brazos ya no aguardan cargar tanta ficción [...]

hasta llegar al clímax de la persuasión”. El punto final de la narración del hombre es el retorno a la

inconformidad, a la derrota: “Entonces quiero vengar tu partida y salgo a buscar quien te reemplace

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[...] escojo con quién quiero pasar la noche, y lo traigo a la casa para hacerle otro lecho en mis

manos y hacerme tuya reclinada en el sofá” (104).

Como a Dios también se le trata y se le quiere, en su homenaje, a Ernesto Cardenal, y uno

está casi seguro de que la dosis de ironía y cinismo se ha reforzado en el texto de referencia, «Yo

que te quiero» (105), que tiene como epígrafe un fragmento de un poema del nicaragüense. También

escritor, también poeta, también hombre. Las abundantes hipérboles de este escrito son sospechosas:

Que vacié cervezas con tus epigramas, chupándole el último respiro a las colillas.

[Que] por tu boca aprendí a no seguir consignas ni a creer en slogans. Y junto a ti le

recé mil oraciones a Norma Jeane, y le advertí a Claudia las consecuencias de tu

inmortalidad [...] Cómo decirte de frente, Ernesto, que anoche soñé con un coito y

hoy la cercanía de tu piel me libra de soledades [...] Te hago el amor y te convenzo

de que nada fue en vano. (105)

La voz poética admite que por Cardenal se salió de su iglesia “a la hora de las tinieblas” y se refugió

en un Solentiname inventado entre las pintadas –graffiti– de su ciudad puertorriqueña. El cierre del

texto refuerza la hipótesis de que, a pesar de la aparente homilía de devoción, así y todo lo

reverencie como a una deidad, su fanatismo tiene límites, que son cuasiburlescos: “Como no muero

frente a ti, Ernesto, o que te quiero como si fueras Dios” (105).

En una vena más seria y más dramática, en «Dios nuestro» (106-7), Vázquez Paz llama a

revalorar, replantear hacia sí misma, el objeto de culto en la mujer: “Mi dios es éste / que guardo

aquí en mi mano”, nos afirma. Ya no es la mano del dolor, símbolo de la inquietud total de la mujer;

ahora es el ápice de una lidiadora; dedo a dedo la voz poética estira la mano tabicada en un puño,

“cerrado de rabia”, para que busque su escondida piel, “y encuentre su voz / en el filo de la uña / de

esta mano de piel”, no de lamentos metafísicos, que cubre sangre, venas, falanges, y que la cantora

abre para juntarla a la de otra mujer, y a la de otra, para que, “palma con palma”, “ceñidas palmo

a palmo”, hermanadas las manos hagan por buscar el dios que guardan dentro, “y los dioses se

junten / con el que atesoro / dentro de esta mano / que hoy te ofrezco a ti” (107). Así será capaz el

sujeto lírico de “brincar”, ser “pájaro sin alas que impidan la gravedad” («Desde mi altura», 116-7),

imágenes que recuerdan el anhelo de Elizabeth Narváez-Luna, paralelo. Vázquez Paz querrá

entregarse al viento con fe y desesperación, “fiel creyente en el ímpetu” que la llevará lejos, que la

mantendrá gravitando, “para no caer”:

De repente quiero brincar desde mi altura

aunque toque fondo y me raspe las rodillas

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sentir la libertad soplar en mi cara

antes que los pies aterricen en tierra adusta

y vuelva a sentir la inexorable pesadez del día. (117)

Beatriz Badikian-Gartler resume en «Una semana» el tedio repetitivo de la vida de una

mujer, en su bregar diario, con los altos y bajos de su interacción consigo misma y con el entorno;

un viaje que, promediado, resulta un trayecto horizontal, donde el inicio tiene casi el mismo nivel

de desesperanza y opacidad que la conclusión, cierre que es artificial, pues no es más que la antesala

de aquel inicio, para entonces significar ese círculo vicioso y viciado que se repite y se repite, en un

paradigma doméstico, casero, del eterno retorno nitzscheano, donde el malestar es manejable, pero

no por ello menos insidioso. Esta semana de Badikian nos evoca aquello de lo cual descansa

Johanny Vázquez Paz en sus «Vacaciones en la casa», a la vez que nos informa del lastre del que

huye momentánea pero inútilmente.

Cada jornada de la semana lo caracteriza Badikian-Gartler con una imagen singular. El

domingo es tanto el ropero acopiado durante los días anteriores, como la ropa que se ha arrastrado

de toda una vida, la que “huele a naftalina y a té de manzanilla”, significando el vacío dominical,

ese impasse que, por alguna razón u otra, nos es siempre tan difícil de llenar con satisfacción o de

apetencia para la semana que recomienza. Quizás se suceda una salida, tal vez se lleve a cabo bajo

la lluvia otoñal: el paraguas negro espera “parado” y amenazante en un rincón del vestíbulo, como

impeliendo a la voz poética a decidirse. Llega el lunes, el regreso a cualesquiera actividades que

conforman la substancia del existir, y es cuando la amonestación del día anterior pierde su urgencia,

porque ahora se enfrenta a un cambio “lleno de agujeros y de polvo, de escobas irresolutas”. Lo que

prometía el domingo no se cumplió y lo que se ha juntado a través de incontables semanas y de años,

irresuelto y sucio, entra con la voz poética en su ejercicio. Hará falta llegar así y todo al martes para

adecuar el cuerpo y la mente a la verdad de la semana comenzada, a la soledad que ni el domingo

de promesas logró atenuar (“una monja sin su hábito”), y a la inmensidad de su desánimo (“un

edificio enorme que no hace sombra”). El miércoles es un pico enmascarado en el curso de la

semana, como si ya estuviera anunciando el regreso gozoso del fin de aquella, pero donde el anuncio

fuera apócrifo, incompleto: “Me recuerda [un] árbol de manzanas en medio de un lote vacío, un /

perro blanco con grandes manchas negras en la espalda”. Es el sábado que se demora todavía en

llegar, estando a jueves, la voz aguardándolo “con la paciencia de una planta de jazmín, de un triste

tren gris bajo la lluvia”, pero que transcurre como una tortuga “en las Galápagos”, sin prisa pero con

impulso. Por fin llega el viernes, la víspera del descanso y parecería que el arreglo está a la vuelta

de un día, que todo es cuestión de reaprender a caminar como “un niño [...] incierto pero valiente”.

Para entonces recibir la mentida apoteosis de ese sábado y caer en cuenta que es, ha sido, será un

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mero ofuscamiento, el del mirage: no es más que “esa canasta de promesas incumplidas y pasas de

uvas negras”. En vísperas de reiniciar el compás cuando regrese el domingo del “ropero inmenso”,

el poema termina con elocuencia, como buscando ese hilo metafísico que uniera la sinrazón de los

siete días en una fórmula: “Las huellas de un ratón me persiguen”. Es decir, de una desdicha de

proporciones diminutas pero asqueantes. Y el engaño todo de la semana ha de repetirse otra vez.

El pesimismo de Badikian-Gartler es tranquilo mas persistente. El poema «La escritora en

su trabajo» contiene varios de los motivos poéticos presentes en la composición anterior: “polvo y

suciedad [...] manchas y agujeros”. La mujer, tal vez más que el hombre, necesita ‘particionar’ su

vida y sus eventos (es “el pavor en las gavetas” de Vázquez Paz); así aparecen en «La escritora en

su trabajo» los “cajones, compartimentos secretos” donde guarda cartas, “un diente, una lengua, un

hueso. Un terrón de azúcar, un laberinto, un hilo / de seda”. Todas los pormenores que hacen de su

labor literaria algo “grasoso y crudo, hecho de alas y de sangre y de gritos”. Es un quehacer que –a

la manera de cada semana de su existencia– nunca acaba, y que, además, es “peligroso, resbaladizo,

extranjero”. Peligroso porque aspira a ganar ascendencia en un terreno ya apropiado y arado, el del

hombre; resbaladizo porque con él, como lo define el diccionario de la Real Academia, “se expone

a incurrir en algún desliz”, para ser castigada por ello; extranjero porque la mujer escritora, toda

poeta, en la opinión de Ellen Morgan, está y ha estado enajenada de su propia auténtica, sensible y

correcta percepción de la política entre los sexos, ya que en ningún momento ve o ha visto

corroborada tal percepción, sino que, en cambio, es y ha sido objeto de la censura, del ridículo y del

menosprecio («Alienation» 472). Por ello, nos afirma Badikian-Gartler, su “trabajo es dolorido y

doloroso”, permeado con una aflicción que no puede contenerse; “se rebosa, se derrama por los

costados, [se] exuda pegajoso y amarillento por cada / grieta abierta, descubierta”. Y ahí, como en

la semana machacante, su trabajo como escritora, poeta, nunca se acaba. Su posición social y

cultural es una incierta, donde los bordes “bostezan, exhalan vapor / y olores. [Se] enrollan hacia

arriba”. Mientras que la ocupación calma a la autora, como podría hacerlo el té de manzanilla, o la

conciencia del ratón, también la enfurece: “Su trabajo está dentro / de su cuerpo y sale de cada

intersticio húmedo, deslizándose, arrastrándose hacia los otros”. La selección del verbo

(‘arrastrarse’) es sugestiva y connota considerablemente. “Trabajará hasta su último aliento, su

suspiro final”, se asegura en la conclusión del poema, pero eso no será garantía de que su visión del

mundo vaya a legitimizarse o a adquirir la consistencia necesaria para que sintonice con el más

amplio humanismo para/por el cual se ha comprometido (Morgan 474).

En «Creadora de mapas» la voz de Badikian-Gartler hace un repaso a la participación de la

mujer en la evolución cultural, desde el aparentemente humilde puesto de la literatura, contribución

que se ha siempre silenciado por el hombre. Es también una alusión directa a ese esfuerzo continuo,

también colosal, hasta el“último aliento” y el“suspiro final” del anterior poema, que, sin embargo,

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no proporciona a la mujer su recompensa social ni personal. Es la escritora, la poeta, nos dice,

heredera de geógrafos y bibliotecarios, pues ella ha dimensionado el planeta con palabras, trazando

con ellas caminos, los cuales, empero, se le hicieron luego “impasables”, al habérseles sido

expropiados. Para remediar una puerta que se cierra, ha intentado abrir otras: “Tendí vías

ferroviarias como rutas / de escape. Examiné mares y ríos / a través del gusto y del tacto”. Mas, a

pesar de todo ello, la creadora de mapas, de recursos, ignora su mismo punto de partida o de llegada,

sólo conoce, advierte, “las tierras que yacen entre medio”. El hombre ha creado obeliscos –donde

podría leerse una simbología fálica, ciertamente–, y es a la sombra de ellos que la poeta escuchó

“historias de genocidios y guerras”, mientras ella leía poemas y ‘hacía’ geografía espiritual,

“tragando todo y aprendiendo”. Pero, reconoce, es un viaje que nunca acaba, del mismo modo que

en «La escritora en su trabajo»; aquí “crear mapas / te toma toda la vida”.

Hay una clara referencia al exilio en «El aborto de la madurez» (“A mí me cortaron cuando

recién empezaba a florecer. / Me sacaron de la tierra donde crecía a duras / penas y me

transplantaron a una lejana y extraña”), pero el lector quiere y puede leer múltiples significados en

las imágenes de este poema. Cuando nos afirma que le arrancaron los pies y los pelos, que la

arrancaron y

arrojaron a otra tierra, fría y rara y allí quedé como me tiraron, hecha un bulto, un

[títere

descalabrado con las cuerdas rotas, hecha un montoncito triste y

solo, una pierna encima de la cabeza y la otra doblada bajo el culo y un brazo roto

[en tres partes

y los dedos de la otra mano en trizas.

se legitimiza interpretarlo como un triple extrañamiento: de su país, de su persona, de su lugar

social. Entonces la ‘tierra fría y rara’ se torna aquella donde la voz femenina tiene que contender y

contemporizar con el hombre, a cuya esfera de influencia y poder la han ‘exiliado’. Es en este

territorio extraño, nunca asimilado, donde su cuerpo pasa por un bulto y su actividad vital por el

escenario de un guiñol, cuyos fantoches gobierna él. Allí queda descalabrada la antes promisoria

personalidad de la mujer, deformada por las circunstancias. En su nuevo estado, la mujer es una

“marioneta descalabrada, desvencijada”. Calificativos a los que el sujeto lírico suma otros no menos

indignos: “tirada, gris, melancólica, estúpida”. Tirada “y aplastadita, un montoncito de madera y

carne”, sin identidad ni potencia (“sin huesos [ni] tornillos, [sin] cuerdas [ni] arterias”). De esta sima

metafísica y social la mujer tarda en levantarse, si acaso, y, cuando lo logra, se hace “poco a poco”.

Primero abre un ojo, luego el otro, alza sus dedos, “los que no se habían trizado”; más adelante los

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brazos, años más tarde las piernas. Hacia la clausura del impulso puede por fin incorporarse;

“temblequeando, pero me paré”. Concluye el poema, mediante un indicio de rebeldía y confianza,

en paralelo con las componendas de Narváez-Luna (“empieza mi segunda inocencia”) y de Vázquez

Paz (“de repente quiero brincar desde mi altura”), aunque puede que no con análoga seguridad a la

de ellas.

Una visión de contraste –aunque ambivalente–, de la conexión sexual con el otro, en relación

con las anteriores autoras, puede leerse, por ejemplo, en el conciso poema «Mujer», de Verónica

Lucuy Alandia, que desmonta el mito de la pureza como premisa para un rescate social de la mujer,

evento que todavía está a medio camino:

y espero

convertida en sal

a que el pecado

me salve

o el alacrán me libre

La referencia a la sal posiblemente se vincula con Yrit, la mujer de Lot, el personaje bíblico, cuya

familia abandona Sodoma antes de su destrucción, avisados antes por los ángeles. Se les había

instruido huir sin mirar hacia atrás, pero ella desobedece la orden, por lo que queda convertida en

una estatua de sal, correctivo por su curiosidad. De modo que esta mujer de Lucuy Alandia se

reconoce como agraviadora, no sabemos de/en qué, pero acepta su culpabilidad con tranquilidad,

uno diría hasta que con gozo. Pues será el ejercicio del pecado –un más intenso ejercicio de su

curiosidad asimismo–, no su apaciguamiento social, el que ha de subsanarla, salvo que primero le

aguijonee el alacrán, que aquí podría pasar por una metáfora del hombre y de su falo abrumador. La

mujer se rescatará, parece decirnos el poema, con todas sus lacras y deslices, o no lo hará por si sola.

No hay una dicotomía entre santa y diabla, sino entre la posesión por el hombre, que se significa en

el retorno al statu quo, o la liberación por recurso de un vivir a plenitud. Tal vez sin aquel alacrán.

En «Olvido» (Luna 64), de Olivia Maciel, se perciben ciertos ecos de la idea anterior; ofrece

la experiencia de la mujer que recobra el sentido de sí misma al poder prescindir gradualmente del

hombre:

Lentamente,

como la mecha que se ahoga

por la cera derretida de una vela

cada mañana pienso en ti menos.

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Él se vuelve una puesta de sol, es decir, una reminiscencia lírica, reconfortante, pero pasajera, sin

que el espectáculo trascienda, pues la noche “irremediablemente” la y lo eclipsará. Empieza a

olvidar la voz poética, “a fuerza de no mirarte el alma por los ojos”. Esa autonomía recusatoria se

descubre también en «Secretos» (Luna 36), donde se admite como una persona que quiere ser

conocida “no por lo que dice sino por lo que deja de decir”. Es decir, por sus “comentarios

secundarios”, por sus “sarcasmos astringentes”, por su poesía. Es una mujer harta de escuchar, y de

conformar/se a:

Que el techo a dos aguas se ataviara de fantasía

Que las gotas de lluvia relucieran asombradas

Que fuera noche de zafiros, velos y mariposas

y que nadie dijera nada

Que sólo se escuchara el respiro acompasado de la noche. («Entresijo», Luna 68)

El peligro, empero, de callar, se ilustra en «La granada»; la voz poética está en silencio, “tan en

silencio”, que precisa en algún momento la gracia para “adivinar otro silencio” (12), conectar con

otra mujer, porque la mudez individual no adelanta su causa.

En un poemario posterior, Filigrana encendida, de 2002, Maciel ofrece más avisos sobre su

pensamiento, y sobre los límites pesarosos de su independencia. Aquí propone la redención a través

del lenguaje. Por medio de la palabra, que define como “forma de luz”, “raro pensamiento /

desenvuelto en rosa damascena”, “ojo de agua, / arroyo de corriente sonora” («Palabra» 78).

«Resistencia» (54) capta las victorias a medias, de “alguien [que] intenta alimentar a la fuerza

palabras / cuando el hilo es otro”. Es posible dar la cara al hombre, desafiarle, pero la expugnación

no pasa de la superficie: “Acurrucado en involuto caracol negro, / el lamento grita hacia dentro”.

El alma femenina es un “lago cautivo” («Punzón» 56), bajo «Manzanas de luz» (64). Ella regala al

“hombre eterno” palabras envueltas en celofán, como si fueran caramelos, escribe,

entre segundos, entre horas, entre besos callados,

entre suspiros, entre muerte y entre

sustancias pegaminosas

atisbando al otro lado del mundo

consolación o congoja. (64)

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“Al otro lado de la locura”, precisa, hay “calles y sueños” (26). El autorrescate de sí misma no tiene

un corolario asegurado; ni siquiera la expresión poética puede garantizar su liberación total; un afán

larga e intensamente desempeñado, como lo demuestran las composiciones de Badikian-Gartler

antes comentadas. La poesía quiere convertirse, no en una fuga, o una renunciación, sino en el

performance o reinvención de lo personal. Maciel es capaz de entregar “palabras mágicas” (4), su

arte, pero la catarsis no posee un signo prefijado. ¿Será, quizás, una carrera hacia la desdicha

(«Moras tardías»)?: “Mujer / si te arrojas de la torre / ¿A dónde, a qué, a quién te abandonas? / El

pájaro, ¿qué pájaro es? ¿Qué canta?”. Un escalofrío recorre las venas de la hablante lírica: son

“astillas de vidrio desperdigadas” (46). No en balde el poemario se inicia con la constatación de una

búsqueda:

Hurgo bajo las palabras intentando liberar palomas

[...]

Hurgo intentando elevar

fragancia de gardenias,

hurgo deseando paladear ese sabor

a terciopelo de palabras

raras. (2)

Maciel busca flores, “muchas flores”. Busca, “cómo decirlo, / la semilla en el surco, / busco la

palabra”:

la busco como si fuera ese olor a alcanfor,

a almohada, a hábito de monja almidonado,

a hostia y a incienso, a cáliz. [...]

Busco la palabra olor a pasto,

aroma de leche recién ordeñada. (134)

Esa indagación no cosecha siempre convencimientos: “Absorta está la luz ante esa incertidumbre

que ya se vierte en sombra / mientras las crestas de las olas estallan chaquira / sin saber porqué”, se

consiente en «Atardeciendo» (6). La redención que las letras procuran pueden convertirse en un

espejismo, agua que no es más que “polvo de vidrio molido”, “ángel de polvo” (48). Por ello, dirá

en «Cincel»: “Y digo que prefiero el sueño triste, triste, / a reformas amordazadas” (60).

Cuando consideramos su poemario de 2005, Sombra y plata, el “terciopelo de palabras” no

ha bastado para solventar la vicisitud. Son ellas como aretes, “hormigas inmóviles o danzarinas /

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desvaneciéndose en la gasa del sueño”, contándolo todo, callándolo todo (74). Ahora está la voz de

Maciel “harta de hablar”, y la garganta se le ha secado. Se ha saturado de “tanta gente y tanta

postura / y baile adicional”. Es casi una declaración de derrota:

y todo es cuestión de tiempo

y las palabras que se dicen son las que bailan

y hoy el sol loco igual se desgarganta.

Igual da buscar puesto que no buscarlo

[...]

¿Qué palabras ofrecer [...]? (36)

Mientras el “pichón” –donde uno está tentado a leer ‘hombre’–, sigue paseando despreocupado,

“lanzando sus picotazos / a las baldosas del empedrado”. Alrededor de la basura de la vida, las

moscas revolotean, tan cínicas y tan honestas como antaño (38). La poeta ha conversado con las

palabras, buscando comprender, “que es como querer acarrear el mar en una oreja / o intentar

esculpir / un muro de piedra con un alfiler”. Ya no sabe si el orden de las palabras determina el

resultado; se pregunta de qué discurso está preñada (112). La quietud de la capitulación es como un

placer, el de abandonarse a la realidad, “delicia enarbolada de horas rasas / que dejan los huesos sin

carne y las canas desganadas”. La voz tiembla, sufre escalofríos, le estalla la sangre por dentro, furia

interior: “polvo polvo polvo” (42). Y sin embargo, aquí o allá, se persiste en la apuesta; no sabe la

razón de que en su ser, en su sentir y en su pensar, “más allá que la que ofrece la contienda / con la

palabra alada”, aún radique la esperanza, la de abrir surcos en la poesía, para abrirla “a la fecunda

lluvia de semillas” («La reja del arado» 54). Le queda, reconoce, “tanto aún por discurrir” (108).

En vena similar a las propuestas de Maciel, de despacioso y pesimista malogro, si se quiere,

se nos presenta la poesía de Graciela Reyes: “Yo, en mi / pequeña vida” (55). Al leer la introducción

(5-7) de su poemario de 1991, escrito por la cervantista Ruth El Saffar, se nos advierte que su lírica,

“her meditations on loneliness and loss never slip into self-pity”, pero esta negación diría más que

el mismo apercibimiento de que no lo ha de hacer, según El Saffar. No en balde ha declarado antes

que los poemas de Reyes son la revelación y la exploración del dolor y la soledad, “intensely

mediated by the language of poetic artifice” (6). El apartamiento que sufre la voz poética de Reyes

se ejemplifica en «Soledad» –“La mayor parte de la vida se está solo, / o a medias solo, o solo del

todo, / o quizá solo, / o realmente solo” (57)–, o en «Paseo» (39), un evento, esa excursión, que

representa no más que una “euforia breve, una falsa libertad”. En casa cumple, dice, ceremonias

solitarias, “actuando con elegancia [sus] desdichas”. Para salir se viste “como para una fiesta” y se

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pinta los labios, como si esta aventura rutinaria de salir a “comprar café”, o “galletas, o vino”,

pudiera convertirse en una oportunidad para conocer a algún hombre. Mas el anhelo esconde más

bien una acechanza metafórica, cifrada en la perspectiva de recalcar este ceremonial infructuoso

hasta que se “perdiera en esa luz engañosa” de la calle, del afuera,

si me muriera como un pájaro

atontado en el cordón de la vereda,

si me asesinaran en un callejón,

si no volviera nunca,

¿cuántos días, cuántos días de cuántos meses de cuántos años

pasarían

antes de que alguien me echara de menos? (39)

La mujer de Reyes puede ser esa loca (9-10) que ha despertado a todo el vecindario bien

entrada la madrugada porque “gritaba, gritaba su no tiempo, su no gritar, su no noche, / su ser loca

a las tres de la mañana”. La protagonista se enfrasca en un acto de desobediencia que redunda,

tristemente, no en su afirmación personal sino en su internamiento: “Y llegó el coche blanco de la

policía / y se llevó a la loca”. Los motivos de la soledad, del silencio impuesto, de la normativa de

conducta social, reaparecen: “Tan sola, tan sin gritar, tan propia siempre, tan / señorita la del cuarto

llen[o] de plantas con flores y libros con palabras”. El fundamento de la insurrección, sin embargo,

se revela más adelante, no se basa precisamente en una vena social de reivindicación, sino en el

despecho individual; es una reclamación basada en un vacío en la intimidad, en la deslealtad de lo

potencial, el de “una cama en la que / proliferan hongos venenosos en / los esqueletos de / hombres

soñados hasta el / hartazgo de la mañana” (9). La loca no va a sembrar, pues, ninguna semilla de

revolución. Por ello, quizás, es que sus vecinos, aunque molestos por la perturbación, charlan

tranquilamente con la policía, como si el hecho se hubiera repetido antes: “Todos salimos a la calle

en estas ocasiones”. Ella aspiraba a formar un escándalo “verdadero y temible”, pero, como suele

ocurrir, su rebeldía se ha interpretado incorrectamente por las autoridades; deseaba con sus gritos

motivar el arrebato, la indignación y la solidaridad de otros y otras, “de otros que como yo anden

sin Dios por esas calles”; casi buscando la entrada en el martirologio (“que me lleven por fuerza,

me anatematicen y me condenen a la hoguera” – 9), ideas que introducen una arista irónica en el

poema, por la exageración. La compenetración con otra mujer pasa por constatar que aquella

también ama, goza, sufre, muere (53), y que cuando se le ofrece la ocasión a Reyes de intercambiar

vivencias, esta última se limita a querer “saber cómo era el pene [del] amante, / si en su cuerpo cada

músculo tenía la lisura del oro / y la fuerza del mar” (55).

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Reyes, sin ambages, le pregunta a su lector en otro poema: ¿“porque quién se resiste al amor

del hombre, quién”? (15). Cuando éste aparece, “un hombre con un gran pene y una voz sedosa”,

para rescatar a las “desamparadas” mujeres, ellas se dejarán apropiar y serán condenadas al placer

de amarlo, “tejas abajo, mundo abajo, grito abajo”. Su destino es uno menesteroso:

Tendrán hambre, frío y sed,

llorarán,

serán felices,

se abrirán para dejar entrar y dejar salir,

amarán, cuidarán, entregarán su alegría, su fuerza y su alma,

y un día, usted sabe,

el hombre las acusará quién sabe de qué,

o les agradecerá todo pero se irá

y ellas seguirán amándolo, que es lo que más me jode [...] (15)

Hasta un día que, como la loca del poema anterior, salgan afuera a la calle acometidas de una rabia

que pueden explicársela a sí mismas sólo a medias, para ser internadas en manicomios como

peligrosas. Lo que tercia entre el amor, el abandono y el ataque de locura es un “tiempo que cae

como cachetazos blandos, sin doler, sin dejarse / vivir. Nadie vive / más que treguas de

misericordia” (27).

La melancolía que se origina en la obsesión de Reyes la vacía de esperanzas; ella “no lleva

música en la sangre / lo que ella lleva es un óbolo de silencio”, de inactividad espiritual, ese estarse

tantos amaneceres tras tantas noches, de tantos días, “de mal ritmo / de estarse fija”, como un pelele

o como una muñeca con la que ya nadie quiere jugar; la melancolía de una autómata, que vive sin

vivir, ejecutando movimientos que parecerían vitales, pero no lo son, accionada la mujer por hilos

del más acre pesimismo:

y aunque mueva las caderas[,] señores[,] ella lo que trae en la sangre

es el mal ritmo [...]

y ella entonces mientras la miran bailar

está fija reposando su sangre amarga

[...]

todo lo que ha perdido

que no es mucho pero sí es todo

no hay música[,] señores[,] que valga y gran limosna es el silencio

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interior para la carne aterida. (59)

En «Presentación» (23-25), Reyes diseca la personalidad de su mujer-paradigma, aquella que

pasa por tres etapas en su vida, y en cada una de ellas fija una personalidad que luego se incorpora

en una triada consustancial hacia la madurez tardía, o “matronil”, como en la trinidad católica.

Primero está la mujer de la juventud, “sabia y preciosa”, dueña de un silabario de pronunciamientos

iniciales y de renunciamientos posteriores, la que “puso un nombre a cada certidumbre / e hizo de

sus debilidades sus virtudes”. Más adelante, la joven, la “Dama Autónoma”, se tornó –o prohijó–

en la “Dama Enamorada”, que vino a ser, según Reyes, una señora con piernas fragantes, risas y

delicias, “alas”, posibilidad de lenguaje y “ningún miedo”; una señora de “rompe y rasga, hembra

del universo mundo”. Aunque también es la mujer que emerge y se atarea con su esquizofrenia. Tal

vez, un elemento crucial para entender cómo ha de evolucionar hacia la “Dama Necia”, la que

escribe el poema, con sus explicaciones, “y otras calamidades”. Ahora es la mujer de la ironía, de

la mezquindad. Convivían, afirma Reyes, las tres identidades en una, como en una simbiosis:

si tocas a una, grita la otra,

si hablas con la mayor, te contesta la menor,

si la enamorada se escapa, la autónoma la busca y la necia se asusta,

si la necia se explica[,] la autónoma asiente y la enamorada se arrepiente.

Vela una cuando las otras duermen,

duerme una cuando las otras velan. (25)

Pero la “Dama Necia” ha desperdiciado ya a sus dos compañeras: “Yo era la Dama de los Tres

Calzones, / pero he perdido dos”. El cinismo de la tercera edad ha convertido aquel fierro con el que

se cubría la primera, y la seda de la segunda, en mero “esparto”.

La sensación de fracaso personal es tan fuerte en la poesía de Reyes, que apenas se vislumbra

el conflicto, más allá del alarido. Es una mujer derrotada, aunque vigorosa y original, la que se glosa

en estas composiciones. Si acaso, el antagonismo consigo misma sería la única premisa para una

salida dialéctica, que tímidamente se ofrece en el cierre del libro, con «Cielos» (63). Es el poema

con más visos optimistas de la colección, donde la mordacidad de las irrupciones anteriores casi

desaparece. Parece evocar un periodo feliz en la vida del sujeto, pues se habla de una pareja

(“teníamos”, “nos gustaba”, “compartíamos”); había un esquema común de pan y deseo. Un

proyecto que, sin embargo, se desbarata en algún momento, cuando “la rosa se funde redondamente

en la nada”, cuando a la comunicación entre los dos seres en la unión sucede el silencio, y luego la

inarmonía: “Empezamos a hablar de nuevo, / pero de otras cosas”. El hogar conjunto tenía una

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ventana por la que se veía una pared elevándose hacia el cielo, “y el cielo daba al cielo”. Es esta

aclaración metafórica de la precaria conexión entre el deseo y la realidad, la esperanza que se

fundamenta en otra esperanza, y ésta en otra, ad infinitum, la cadena que más que reforzar la

eventualidad de una solución, indica de lo embustero de esperarla, quizás la clave de la visión de

Reyes, un pacto demorado de iniciativas que, en la base, equivale a una muy cruel fantasmagoría.

Las mujeres, concuerda Olivia Maciel, tienen diversas maneras de solventar su dilema. Unas

se esconden, “limando filos en el lavatorio que es la noche para” ellas; otras desinfectan el veneno

de las hechuras que ellas mismas contaminan; las demás, delicadas e inmaduras, comienzan su

camino con serenidad y decoro, rodeadas de sus sueños, las “aves del paraíso” (Sombra 130). Una

cuarta posible definición se cultiva en la poesía de Juana Iris Goergen: la mujer se torna una

“marioneta” aquiescente del deseo carnal del hombre («Un grito por la suerte de teseo», Poetry). La

voz poética se descifra para el lector y para sí misma como una especie de aditamento erótico del

hombre; es la puesta al día, con una mayor libertad expresiva y más patente agresividad semántica,

del legado de Delmira Agustini. Fuera de anunciar el desasosiego visceral que la acomete durante

la ausencia del hombre, esta mujer parece no tener otra avenida de autoidentificación que la de

declararse carente de él, ansiosa por él, infructífera socialmente sin él. Es una inteligente aplicación

de la dialéctica negativa de Adorno, aquella por la cual el ente se circunscribe y se aprehende no por

lo que es / posee, sino por lo que no es / no posee. Es la identidad especificada a través de la puerta

de atrás, la que, para existir, ha de ignorar las diferencias y la diversidad (Zuidervaart). Cierto que

el feminismo más radical ha visto los genitales de la mujer como una trampa consciente para el

hombre, el señuelo de su esclavitud. No parece ser esa la intención en los poemas de Goergen que

analizo, aunque por momentos sería una interpretación válida: cuando llama a la vagina un “destino

secular desde la eternidad entumecida de [sus] ingles”, que se presta a desollar al hombre (Poemas),

por ejemplo.

Más allá de ese momento de insurrección, la mujer que vive en las composiciones de

Goergen es una madeja de inseguridad y lamentos, puede que hasta en vena irónica:

Desde tu ausencia, no sé qué Minotauro me carcome,

qué laberinto de poros enlazados me arruga el alma adentro de la ropa.

Clavada en mi silencio, indefensa, quiero echar a correr como los galgos después de

la tragedia,

pero quedo inmóvil.

Marioneta.

Sin otros hilos donde volver a colgar los huesos

sin nervaduras que sostengan mis piernas.

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Gimiendo sobre el suelo, por más que a diario tenazmente se repita:

un hombre deja su cuerpo untado en las baldosas, un auto y un camión,

un sombrero que se convierte en lápida sin dueño

y una mujer, de probada mudez,

que queda resguardando la angustia y los deseos. («Un grito»)

Desde la alusión a esa masculinidad atrofiada, todopoderosa del toro mitológico, que funge como

el hombre sin que esté presente el hombre, es decir, con su religión, hasta la constatación de que sin

aquel la mujer se queda muda, no más que centinela de su resignación, pero no de su cólera, la

inmóvil marioneta es la antítesis de la emancipación. Las categorías no pueden estar más claras: el

silencio, la indefensión, el terror al abandono, el estatismo, “sin otros hilos...”. ¿La pura abyección

(“gimiendo sobre el suelo”)? El hombre de esta fábula parece haber muerto en un accidente, tragedia

que justificaría los exabruptos de una amante que ha perdido el objeto de su pasión amorosa, pero

uno no puede evitar leerlo y leerla en otra clave.

En otro poema, «La celda de Lilith», se nos brinda, más directamente, una conceptualización

de los dos sexos. La mujer es, de nuevo, la negación de sí misma, el vacío lleno, o lleno vacío

(“llen[a] de agujeros”), portante de un mutismo estruendoso, por lo escandaloso de su poquedad;

por el lado tierno también es “la fluidora de sueños transparentes / artifice de líneas y de mundos”.

Él, en cambio, es un advenimiento “ebrio de soledad”, significando su independencia, el que desafía

molinos como un Quijote intemporal, “hasta encontrar algún sueño que le sueñe”, una mujer que

se le adose como el complemento que falta. Llama la atención el hecho de que el hombre está

desprovisto de imaginación y que esta facultad la aporta la mujer, ‘para soñarlo’. Mientras ella sólo

alcanza a malamente rellenar los agujeros de su identidad, él, prototipo del ser que enfrenta la

desgracia sin endebleces, está “desgarrando tristezas con los dientes”. Es un disparo, una bala el

hombre; el que recoge a su paso las huellas que deja ella, para poseerlas también; nada menos que

“hacedor de los bordes azulosos y del tiempo”. Cuando estos dos seres se acoplan:

El rito ha comenzado en este instante.

No hay límites aquí. No hay resistencia.

En tardes como ésta se apresan los luceros.

Es mirarse a los ojos.

Es caer desde adentro hasta el fondo de uno mismo,

la salvación fugaz,

la entrada al reino ajeno donde la densidad del tiempo adquiere forma,

ritmo del giro, regiones hondas y palpitar de manos.

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Ambos observan en el rito su cerrado misterio.

La falta de resistencia puede ser mutua, sí, pero ya sabemos cuál es el papel futuro que ha de jugar

la mujer en esta unión recién formada. Si quedaran dudas de ello, la voz poética puntualiza: “Él, ve

a una mujer que nació desnuda, / en su baile de llamas / en su signo perfecto”. Indirectamente es la

evidencia de que él nació completo, el ser para llenar a otro, no para ser llenado. Ella, por su parte,

abre “todas sus esquinas y horizontes”, que podría funcionar como el eufemismo por sus genitales,

sus zonas erógenas, y cualesquiera de las posibles concreciones de su propio futuro. La mujer se

abre como una flor hacia el abejorro que ha de consumir su néctar y fecundarla, “bajo la fibra

cóncava de un beso”. Ella, nos afirma la voz poética, quisiera saber “¿qué nace cuando se acaba el

rito? ¿qué dicen las palabras? / o más bien ¿qué nombran?: ¿un sólo amor? ¿un rostro en cada

cáliz?”. Pero las respuestas a estas preguntas o son superfluas, o ya se han contestado antes. Una vez

instituida la pareja, ella “ve al hombre erguirse como un dulce puñal ante sus ojos”, y toda reacción

ante este peligro actual y potencial es la huida hacia sí misma, para “guardarse en la matriz del gozo

postergado”. Un placer que la voz declara le pertenece, que será al menos suyo, aunque en el

momento “aún fuera de su alcance”.

La fruición erótica de la mujer de Goergen se hace más patente en otros tres poemas, «Eros

I», «Eros II» y «Eros III» (Poemas). Lo palmario de sus imágenes podría disimular el rol pasivo de

la mujer en estas gráficas escenas, ‘hecha’, no hacedora. Es tal el placer derivado de la entrega que

al hombre se le sublima metafísicamente, por lo alto y por lo bajo:

Es un ángel en la sombra,

un lémur de ojos claros,

un cuervo, una tarántula

un ciervo que suspira en mis rodillas

mientras la flama baila, las ropas caen

y sus labios son tatuaje en mi entrepierna. («Eros I»)

Los tres poemas se semejan ideados para enaltecer al hombre, ese “ángel en la sombra”. En «Eros

II» pasa a ser un “cisne que canta las mil muertes de la piel” femenina, “con su aliento entre [sus]

piernas”. Es nada menos que el puente para cruzar y llegar hasta la luz, el nudo a partir del cual, y

en el cual se salva la vida de ella “a flor de grito”. Es, cuán placenteramente lo admite la voz poética,

el “látigo de espuma en [su] delirio”. La lengua del hombre es el centro “de todo lo que existe”; su

imperio es capaz de romper incluso la nitidez del fuego, “beso por beso”. La pasividad de la mujer

se alienta en «Eros III»; aquí se la concibe como un árbol, presto a brindar sombra, a obsequiar sus

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racimos, a crecer y reproducirse en silencio, dependiente del hombre y del azar para sobrevivir.

“Sobresaltos de vena luminosa mis frutos son incitación en tu boca”, dice Goergen, y se reconoce

sin palabras para nombrar su ansiedad, “los sentires del cuerpo”, impaciente como está porque el

hombre le arrebate esos frutos. Una imagen que se sugiere, la de árbol-meretriz, a la espera del chulo

que administre sus dádivas, un “proxeneta que juega a darnos la libertad / de comer o no comer del

árbol”. En la conclusión, la voz pregunta, “tímida”, por supuesto: “¿Comerás?”.

La mujer que se anima en los poemas de Goergen manifiesta ciertamente mucho empeño,

pero no parece sufrir ningún dilema; es feliz con sus limitaciones y con su lugar social y cultural.

La obsesiva satisfacción del placer carnal es mucho más preponderante que cualquier congoja por

sus derivaciones. En esto se diferenciaría de sus colegas de creación antes repasadas. Así y todo, el

tándem del deseo y la formación de una identidad es una forma legítima, aunque paradójica, de

construir el género de la mujer, como demuestran Mary Bucholtz y Kira Hall en su ensayo:

“Longing is always articulated through and against standpoints of belonging. [We] have room for

desire without excluding or marginalizing identity as a central element in the linguistic and social

production of sexuality” (507).

Goergen ofrece asimismo, de paso, su componenda. En «Tánatos I» (Poemas)la mujer

protagonista no reniega de su cautiverio sensorial:

Ven,

[...]

y arda mi corazón

ardan mis poros

ardan los huesos de mi cráneo

ardan mis ojos

y arda mi sonrisa

pero se somete como encolerizada, desprecio y sumisión aunados: “Hasta que diga ‘Perro’ tres

veces” [...] hasta que diga ‘Perro’ y vomite tu piel”. Es una ira batida desde un principio, sin

embargo, una indignación derrotada en su fundamento, pues las tres veces que ha de repetir el

insulto, ‘perro’, lo hará con “amargura”, y, una vez expulse el asco de su capitulación, empezará a

condolerse por el efecto, en ella misma, de denigrarlo, “a sentir como muerden las palabras”.

Aunque su conocimiento y desempeño de y en el español son excelentes –como lo demuestra

su traducción de la novela The Brief and Wondrous Life of Oscar Wao, de Junot Díaz; “exquisita

versión [tan] poderosa y conmovedora” como el original, según la reseña de Booklist–, Achy Obejas

prefiere expresarse en inglés, con alguna que otra ocasional tentativa en castellano. Con ella, y con

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Om Ulloa, pasamos a un área sugestiva, la de una poesía desenfadadamente ‘homoerótica’, lesbia.

He puesto el adjetivo entre comillas porque sería más preciso decir ‘mulierótica’, si se aceptara ese

neologismo, tal vez no muy feliz. Lo que evidencia una vez más cómo se obliga, para ilustrar la

actividad de la mujer, a utilizar la terminología inventada por otros. Como quiera, Obejas ya no tiene

que negociar el diferendo mujer-hombre en su poesía, pero no podrá evitar referirse a los mismos

términos de la ecuación que las poetas anteriores. Es decir, en la relación sexual entre dos mujeres,

y en la construcción mutua y recíproca del género de ambas (el “coño común ultrajado”, en el ácido

decir de Ulloa) existe una cierta cota de paridad social y cultural, una nivelación metafísica que

parecería evacuar una gran parte de la tensión que guía el eslabonamiento entre mujer y hombre,

como se ha repasado anteriormente, con las demás autoras. La declaración del deseo, de la

decepción, de la aflicción amorosa, ya no tendría aquella urgencia dramática y aquella desdichada

indefensión de la poeta heterosexual, pero tal declaración tiene así y todo la misma agónica

presencia. No hay que contender con el hombre directamente, sino con las secuelas de su influencia,

semánticas, intelectuales, creativas. En otras palabras: la mujer conversa con su igual, o le apostrofa,

o la castiga, con el lenguaje que ha inventado su desigual, el ‘enemigo’. En el caso concreto de la

relación lesbiana, este aspecto la trastorna, por llamarlo así, o la impresiona por el hecho común de

que en la misma una de las participantes aspira a ocupar el lugar dejado por el hombre, aunque éste

no es el único talante de la desazón:

One result of this situation is the difficulty lesbians have in speaking (of) themselves,

into normativity, without invoking one or other of the available identity positions.

These positions are invariably informed by a heteronormativity which can

understand the lesbian only in its own terms (‘which one of you gets to be the

man?’), or as deviant (‘why do you hate men?’), damaged (‘it’s because you were

abused/ had a bad experience’) or improperly developed. (Distiller 45)

Incluso cuando la sombra del hombre se juzgaría haberse eclipsado mayormente, la agresividad del

aviso recuerda el binomio amor-odio de la poeta heterosexual:

a la b bacana de tu baba de tu bulto de tu monte de babel bestial e infiel viscoso

bramido oculto en el beso de brandy de la b de bar diurno y bragueta abierta con

badajo báculo beldad boceto de labia bicéfala aturdida por la tentación de tu boca

belfa en despliegue bailable de acordeón apenas bandoneón que abre y cierra

cortante y biseca la melodía de blasfemia la blusa blanca la barra de jabón que

resbala en tu estrecha bahía donde desemboca desbordante la b de mi bacteria

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boyante y ambulante. (Ulloa)

Por ello será quizás, que en «Las nereidas», la voz poética de Achy Obejas quiera “hablar

de otras cosas / No de esto, aunque / en esta noche nebulosa, / todo tiene el olor, / la sensación

húmeda, / de esto”. Entonces a pesar de ‘eso’, o en consecuencia de ‘eso’, van a acicalarse, “a

secarnos las manos, / a ponernos los zapatos” para salir, sin miedo, a los eventos nocturnos del

mundo. Sin argumentar y sin preguntas preconcebidas. Antes de hacerlo, han conversado en la

cocina sobre política; tal vez sobre el feminismo y los derechos civiles de los homosexuales. No

existe ansiedad en esta pareja sui géneris, pues “las horas se distribuyen / según se necesitan”;

siempre queda y se hace tiempo para contemporizar o para arruinarse mutuamente, “para hablar,

para matarnos / (si es necesario)”. Se nos presenta un matrimonio donde los altos y los bajos no son

óbice para la disfuncionalidad; ambas mujeres los asumen sin drama. Si algo dice de lo especial de

esta relación, donde el hombre está ausente, es que ellas pueden hablar de recetas y de nutrición “en

la cocina”; tienen la certeza además de que ambas han contribuido a la limpieza de la casa, pues es,

entre cónyuges de paridad social y cultural, lo normal. “Todo está limpio. / No queda nada”, afirma

la voz poética, como recordando que en este hogar no hemos de presenciar el melodrama

heterosexual donde las desigualdades o el déficit emocionales subvierten hasta el amor más

consolidado. La limpieza es tanto literal como metafórica, entonces. No queda nada de la suciedad

que el hombre podría haber incorporado antaño, o existir en una situación alternativa. Pero de súbito

un elemento discordante: la hablante poética revela sus inseguridades, y la escena recobra un matiz

de lo ya visto en matrimonios más ‘normales’:

Yo conozco a la mujer

que tienes en la foto

en la pared, la que

sonríe y te quiere.

La conozco, igual

que conozco a todas

las otras, las que salen,

como tú, del mar

por las noches.

Las llevas todas

como tatuajes,

que se me van pegando

cuando te restriegas

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así, contra mí.

Es el simple reproche de una amante, pero la imagen de equivalencia, ese cuadro cuasiperfecto que

antes se había descrito, se ha roto; la voz adquiere un tono impostado. El trasfondo del reparo no se

desentiende del ámbito de esa comunidad exclusivamente femenina en la que la lesbiana cultiva y

cosecha los elementos de su identidad, “a community of sameness” (Silber 131). Es el de una mujer

hablándole a otra mujer, pero el lector percibe lo chocante, digamos, de la mención de la tercera

mujer, en la foto. Y aún más, de la referencia a muchas más, “las otras, las que salen [por] las

noches’. Este lector descubre lo insólito de vituperar a la compañera, porque todas aquellas antiguas

amigas sentimentales de la interlocutor representen “tatuajes”, mancillas o lastres que ha arrastrado

a esta última relación, y que la voz poética, con clara impresión de repugnancia, se resiste a

autorizar, a refrendar la compleja individualidad de su compañera, tal y como lo haría un hombre.

Hacia el cierre del poema, habiendo decidido por fin no salir de paseo, a causa de “una lluvia

lenta”, las amantes, en la intimidad de la cama, experimentan la ruptura de la armonía: “Aquí, entre

frazadas, / dices que no quieres / hablar más, no quieres / ni pensarlo”, se lamenta la protagonista.

Pero es inútil el silencio o la aceptación implícita de un inminente descalabro por parte de la

acusada: “Pero / ya lo pensast[e] / todo, lo hicist[e] todo”, le imputan. La voz poética sienta los

fundamentos de la futura relación, no sólo aclarando quién ha de detentar el poder en la misma, el

del perdón y el de la persuasión, sino también el de la supremacía:

Cuando yo te traigo

el café a la cama,

no hay porqué

llamar a otros poderes.

A mí las nereidas no

me enloquecen, ni

me asustan.

El poema concluye con esta declaración de guerra y no nos comunican la reacción de la amante,

pues la habrán sumido en el silencio, ya bien advertida y encasillada.

¿Será siempre el espacio de la mujer ese “infierno” que refiere uno de los poemas de I.

Noemí Sofía, «Silvia»? ¿Es su reacción una de constante espera, en la que se acumula la ira como

objetos inservibles, “hojas secas sobre el cúmulo de tierra / exhausto y negro”? En las grietas de este

acoplamiento amoroso ya venido a menos “brotan los hongos del desastre”, una indignación que no

puede soltarse como una granada, aunque el poema lo sugiera en su tono y en su perentoriedad

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(“¡No me hables! / ¡No me mires!”), sino ha de incubarse primero, lentamente, mientras la víctima

acopia sus vejámenes. La protagonista del exabrupto defiende su individualidad (“no soy ésa, ni esta

otra”), pero su proceder la paralela con las otras voces que hemos repasado antes. Y entonces

sobreviene la admisión implícita de derrota, cuando se dice dispuesta a comenzar de nuevo, ese

“relámpago sabio del comienzo”, cuando volverá a llorar, “contra el muro sin huecos del espejo”,

en el cual se refleja, una vez más, la mujer capitulada, la que va a “sellar las puertas de [su]

infierno”.

Vencedora y/o vencida, dictaminaba César Vallejo en su poema, con indudable tino, aunque

también con más o menos velado cinismo. La mujer, según los poemas que he comentado, se

proyecta como un ser de polos, no de términos medios. Incluso, cuando parece contentarse con vivir

entre los extremos, la etapa es sólo un ensayo de preparación para el estallido o la renuncia. Ello no

la hace mejor ni peor; la humaniza, al particularizarla.2 Es interesante constatar cómo la mujer-poeta

enfoca su problemática cultural, social y personal. Cómo resuelve –o deja en suspenso– el asunto

de su evidente falta de simetría en relación con el hombre. ¿Se comportan las mujeres que hablan

en estos poemas según una normativa anticipada? ¿Es la actitud de la hablante lírica en los poemas

analizados la evidencia de que, lejos de desvanecer la diferencia de género con el hombre, la

refuerza? Recordemos uno de los más fructíferos dictámenes de la teoría sociológica reciente: el

género no es lo que somos, sino lo que hacemos. Debido a sus inestabilidades y a que la identidad

social no es algo estático, la construcción del género femenino sería una progresión de visos

metafísicos; también una deconstrucción y una reconstrucción –con todas las ambivalencias, pasos

en falso, imprevistos, que tal ejercicio conlleva– que iría desde la noción de mujer para no sí,

pasando por el de mujer en sí, hasta llegar al de mujer para sí. Como hemos repasado antes, no todas

las autoras de nuestro recuento llegan a la meta, sea porque los impedimentos resultan demasiado

arduos, porque no les interese, o porque no conozcan de tal posibilidad latente. Amén de otras

causas posibles. Las que llegan al fin de la meta lo hacen más o menos seguras, en tanto se perciba

la precariedad de la solución. Al menos todas lo intentan. El ejercicio poético en sí mismo es una

escala intelectual y espiritual que les asegura el ascenso a la etapa intermedia; no hay duda alguna

de que estas autoras son ya, a través de la literatura, mujeres plenamente en sí.

Las poetas de Chicago estudiadas aquí revelan en sus textos la complejidad de asumir su

condición desde sujetos líricos en búsqueda constante de una definición, que aspiran a representarse

mediante lo que afirman y lo que rechazan, lo que niegan y lo que aceptan; eso que las diferencia

del sujeto masculino. Mediante la capitulación o la rebelión. Es la consecución de la proyección de

2 De ningún modo se sobreentiende que el hombre carece de tales vicisitudes, de tales máximos de estridencia; es factibleque él descifre y desenrede su confusión de manera desemejante.

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una imagen propia, más o menos novedosa. Más o menos definitoria. La inquietante alternativa para

una re-solución a medias quizás la ilustren estos versos de Achy Obejas: “There comes a point /

when you accept the pain / like daily bread / a nutritional catalyst” («Love», This is What 18).

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La naturaleza y el imaginario nicaragüense: Una lectura ecocéntrica de Jaguar puro inmarchito,de Carmen Conde

Lisa Nalbone University of Central Florida

Temas: Inspiración para el poemario Jaguar puro inmarchito (visita a Nicaragua y Puerto Rico en1963) / el imaginario nicaragüense en la visión de Conde (nación y edén) / enfoque teóricodel análisis (ecocentrismo – Glotfelty) / detalles y motivaciones del viaje / influencia deRubén Darío / circunstancias de la escritura / el tema de la situación del indígena / Jaguarcomo poesía social / contraste y fusión entre naturaleza y sociedad en Nicaragua / el motivopoético del jaguar / Puerto Rico: resonancias españolas en América / el viaje de regreso / lasíntesis lírica de Nicaragua en el poemario

Two roads diverged in a wood, and I— I took the one less traveled by, And that has made all the difference. «Mountain Interval» (Robert Frost)

Carmen Conde, la primera mujer elegida a la Real Academia Española (1978), sirve de

modelo, según John Wilcox, para cada poeta española de la segunda mitad del siglo XX (138). En

1963 Conde publica Jaguar puro inmarchito, su colección de poemas inspirados por un viaje a

Nicaragua entre febrero y marzo de ese mismo año. En este ensayo propongo analizar las

observaciones de la poeta sobre el imaginario nicaragüense, además de sus impresiones del viaje de

vuelta a España en el barco M/n Covadonga, y los recuerdos de su experiencia unos meses después

de su regreso. La poeta cartagenera se muestra muy consciente de su ubicación geográfica al titular

las cuatro secciones del poemario «Nicaragua y su garra», «Escala en Puerto Rico», «En el mar de

la vuelta», y «Desde la vieja tierra firme». Emerge en estos versos la dialéctica entre una realidad

en la que se enfrenta con la aspereza de la naturaleza, y la idealización de un lugar mitológico de

una belleza extraordinaria –en palabras de la poeta: “la salvaje belleza autóctona y su crudelísima

riqueza” (606)– lo cual responde a la indagación igualmente divisiva: “¿Eres una nación o eres el

Paraíso?” (614).

Siguiendo un acercamiento ecocéntrico, intentaré deconstruir las múltiples dialécticas que

existen entre el ser humano y la naturaleza del medio ambiente que le rodea. Este estudio aplica la

definición del ecocentrismo de Cheryll Glotfelty, es decir, el estudio de las relaciones entre la

literatura y el medio ambiente (xviii). Conde, al señalar las contradicciones de sus impresiones,

articula las sensaciones de malestar y esplendor asociadas con la naturaleza, comenta sobre la

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relación entre el ser humano y los animales, e identifica la lucha inherente del individuo en un medio

ambiente hostil. En Jaguar puro inmarchito Conde trasciende fronteras geográficas para comentar

sobre la relación entre la humanidad y la belleza natural, y muestra que las injusticias que ocurren

a raíz de la opresión de los débiles se puede superar mediante la acción por parte de los opresores,

todo en nombre de la humanidad. Es una expresión humanitaria más generalizada en comparación

con otras colecciones poéticas de Conde –por ejemplo, su Mujer sin Edén (1947), aclamada por la

crítica– que subvierten modelos tradicionales de feminidad para llegar a semejantes fines.

En 1963 Conde acompaña a su esposo, el poeta Antonio Oliver Belmás (1903-1968), en su

viaje a Panamá y Nicaragua. Su visita a Nicaragua coincide con las elecciones presidenciales del

3 febrero en las que René Schick Gutiérrez vence a Luis Somoza Debayle, un tema que comenta

Conde brevemente en su agenda personal. Durante este viaje, varias instituciones reconocen las

contribuciones de Oliver a la conservación y diseminación de la obra de Rubén Darío (Ferris 562).1

Se le acreditan a Oliver las primeras labores de organizar el archivo personal del poeta nicaragüense,

con la colaboración de un número reducido de asistentes, entre ellos su esposa. Escribiría Conde en

1966 el poema «A Rubén Darío» como parte de su colección Humanas escrituras (1945-1966):

Leyendo en tu Archivo,

te encuentro

muy noble señor.

Trabajabas tan duro, consciente;

hablabas despacio… Sonámbulo

serviste al amor y a la vida. (672)

El proyecto culminó con la creación del Centro de Documentación y Estudio Seminario-

Archivo “Rubén Darío” localizado en la Universidad Complutense de Madrid. Oliver también

publicó en 1960 Este otro Rubén Darío, la biografía del poeta nicaragüense, basada en gran parte

en su archivo personal, guardado inicialmente en Navalsaúz (Ávila), en la casa de Francisca

Sánchez, su última esposa.

Este contacto con el archivo personal y la obra de Darío ha de jugar un papel importante en

la creación literaria de Conde, autora también de la biografía titulada Acompañando a Francisca

Sánchez (1964). Además, este manejo de documentos le brindaría la posibilidad de observar en la

poesía dariana el empleo de la palabra “inmarchito”, que no se registra en el Diccionario de la Real

1 José Luis Ferris publicó en 2007 Carmen Conde: Vida, pasión y verso de una escritora olvidada, la biografía máscomprensiva de la autora, con atención especial a los años 1920-1950.

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Academia Española, en el poema «Salutación al optimista», escrito en 1905 con motivo de la

reunión de la Unión Intelectual Hispanoamericana en el Ateneo de Madrid del mismo año.2

El título Jaguar puro inmarchito evocaría la imagen del depredador que en la mitología

mesoamericana simboliza el poder político y hereditario, al igual que se ve presentada en fusión con

el hombre. Este pasado mitológico que coexiste en una esfera geográfica, entra en un espacio

imaginario, y a la vez auténtico, descrito a través de las impresiones y observaciones de Conde,

durante y después de su viaje a Nicaragua. La colección de estos poemas se sitúa cronológicamente

en una década que también vio la publicación de En un mundo de fugitivos (1960) y Derribado

arcángel (1960), pero por admisión de la propia poeta en agosto de 1963, “no tengo ganas de

emprender otra cosa” (Ferris 572, el subrayado en el original). Este período es uno que Ferris afirma

que “se ensanchaba por inercia” (570), marcado por una disminución en la producción creativa

relativa a las décadas anteriores. La muerte de su madre, María Paz Abellán García (1879-1961),

y la muerte de su marido en 1968, tras la cual se dedicó a la edición y publicación de Obras

completas de Antonio Oliver, 1923-1965 (1971), son otros factores que contribuyeron a una cantidad

menor de publicaciones originales.3 Sin embargo, el año 1967, fundamental en la carrera de Conde,

vio la publicación de la Obra poética de Carmen Conde: 1929-1966, galardonado con el prestigioso

Premio Nacional de Poesía.4

En cuanto a la composición de los poemas de Jaguar puro inmarchito, un gran número lleva

la fecha de los días del domingo durante su viaje. En un riguroso horario de eventos tanto formales

(ceremonias, entrevistas, ruedas de prensa) como sociales (cenas, visitas con amigos, excursiones)

durante los demás días de la semana, fueron los domingos cuando Conde logró encontrar unos

momentos de tranquilidad para escribir. En varias ocasiones, Conde hace referencia a la redacción

de su poesía en las entradas diarias que consisten de aproximadamente 100 palabras cada una.

Nombra a las personas con quienes ha tenido contacto, los diferentes eventos y sus impresiones de

los mismos. Toma nota de otros detalles también, como por ejemplo cuántos días ha estado de viaje,

el cambio de hora en el barco al cruzar el océano y también si ha recibido cartas de España.

Los veinticinco poemas sin títulos particulares que comprenden la colección Jaguar puro

2 El poema de Darío contiene los siguientes versos: “¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos/ y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida? / No es Babilonia ni Nínive enterrada en olvido y en polvo /ni entre momias y piedras, reina que habita el sepulcro, / la nación generosa, coronada de orgullo inmarchito, / que haciael lado del alba fija las miradas ansiosas” (345).

3 Promotora de la poesía escrita por mujeres, Conde publicó, Poesía femenina española viviente: Antología (1954)además de Poesía femenina española (1939-1950) en 1967 y Poesía femenina española (1950-1960) en 1971.

4 En 2007, salió Carmen Conde: Poesía completa, una edición conmemorativa del primer centenario del nacimiento dela poeta, a cargo de Emilio Miró, que incluye la totalidad de su obra poética, producida entre 1929 y 1988.

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inmarchito, precedida por un prólogo con dos poemas, se dividen en cuatro partes que corresponden

a lugares físicos: «Nicaragua y su garra», sobre sus impresiones durante el viaje; «Escala en Puerto

Rico», dos poemas al estilo de un intermedio literario que marca la transición geográfica entre

Nicaragua y España; y «En el mar de vuelta», y «Desde la tierra firme». Las últimas dos secciones

le permiten a la autora diferentes grados de introspección sobre su viaje después de dejar las tierras

nicaragüenses. Con la excepción de un romance que aparece en la penúltima sección, la métrica

irregular y la carencia de rima marcan los demás poemas; varían en su extensión.

El poemario comienza con un prólogo dividido en dos poemas. El lugar y la fecha de

composición no se identifican, a diferencia de todos los poemas de la colección que especifican estos

detalles. El primer poema del prólogo comienza con la identificación de un malestar colectivo en

forma de “golpes que se amoratan debajo de la piel” (599), y “tumores que lentamente se abren para

manar sin descanso un turbio sanguinolento humor” (599). Sin embargo, el reconocimiento del

sufrimiento y de los dolores físicos que se pueden aliviar con la ayuda del prójimo compasivo, con

vistas hacia un futuro mejor, revela el profundo humanismo de la poeta. La medicina no es sino el

agua y el sol que aparecen como agentes de curación. Consciente de la necesidad de mejorar la

calidad de vida de los que no saben o no pueden hacerlo por su propia iniciativa, Conde afirma que

la relación simbiótica entre el ser humano y la naturaleza restaura el balance social y corrige

injusticias sociales porque “apartarse horrorizado, o asomarse constatando esas heridas

denunciándolas a gritos con clamor farisaico, es más venenoso que la propia gangrena” (599).

Ante la preocupación que muestra la autora por la figura indígena como sujeto marginado

y desplazado, Francisco Javier Díez de Revenga considera que este libro de poemas muestra

elementos de la poesía social, un movimiento literario que repercute en la poesía española de

mediados de siglo XX hasta la transición. Para Santiago Daydí-Tolson, el “objetivo principal de los

poetas sociales fue comunicar un mensaje de justicia y libertad a esa ‘inmensa mayoría’ de que habla

Blas de Otero” (452). El estudio del mensaje de justicia y libertad elucidaría interesantes matices

de Jaguar puro inmarchito, puesto que la sensibilidad hacia la naturaleza que muestra Conde, existe

conjuntamente con una preocupación humanística sobre cómo el individuo forma parte de una

sociedad, y cómo Conde comunica esta preocupación a sus lectores.

Para Conde, como poeta social, el llamado a la acción y a la comunicación reclama la

importancia de movilizar una voz activa y audible en contra del silencio provocado por las voces

calladas, en un medio ambiente contradictorio con esta opresión y de la cual, de modo opuesto,

emana la sensación de libertad y hermosura. Las ideas de Conde sugieren que los seres débiles que

no han podido hablar por sí mismos deben encontrar su voz interior “porque la palabra redime,

purifica, libera” (600). Con el humanismo colectivo, según Conde escribe, todos llegarán a realizarse

en la vida: “Lo que importa es ir al hombre y ayudarle a que brote de sí mismo, como de un vientre

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inmortal y ávido” (600).

La primera parte de la colección, «Nicaragua y su garra», consiste de cinco poemas fechados

en Managua entre el 3 y el 17 de febrero de 1963. La voz poética capta el esplendor asociado con

su llegada de España a este país centroamericano. Aprecia la distancia entre los dos lugares y el

tiempo que ha tardado en llegar. El contraste entre el agua y la tierra se establece desde los versos

iniciales en que la voz poética percibe las lagunas y la cordillera andina, lagos e istmos, y

El encuentro insólito,

después de tanto océano días y más días

en que ya no se pensaba en la tierra,

con la tierra en su máxima frondosa irrupción. (601)

Pese a la belleza que le rodea, se crea una atmósfera de misterio que resulta del “viejo

murmullo de hablas no usadas” (601), de una comunidad no “petrificada” (601), sino “contenida”

(601) en un lugar geográfico concreto. De esta manera, el paisaje y la tierra –y los elementos

naturales que aquí viven y crecen– cobran importancia en el desarrollo del ser humano que comparte

este espacio con los demás organismos vivos. La voz del poema no sólo describe la hermosura que

aprecia en el entorno, sino que también presenta observaciones sobre elementos desagradables,

como la corrupción, la opresión y, más adelante, la negrura de los pies vendados de los hombres

oscuros e ignorantes (601-02). Según revela la voz poética, aquellos individuos que ocupan

posiciones de poder social están equipados para dirigir su atención hacia estos temas identificados

en repetidos versos.

La voz poética del segundo poema se dirige al sol resplandeciente cuya hermosura deja los

“ojos cegados” (602) y que le inspira la simultaneidad de las sensaciones de misterio y temor. Se

puede percibir lo extraño de su nueva ubicación, y en lo ajeno busca lo familiar. Lo encuentra

cuando se fija con vista aérea en la distancia de la cordillera que “se moja la orilla en lagos y en

redondas ofídicas lagunas” (602).5 Las referencias al agua y al mar son una constante en la obra

literaria de Conde y aquí sirven para destacar la belleza topográfica. Aunque ella reconoce en este

lugar, raro para ella, los peligros de la selva y de sus animales, experimenta cierta serenidad mientras

contempla los “volcanes plácidamente en amenaza” (602).

El tercer poema toma como sujeto el animal que da título a esta colección. El majestuoso

felino permea la ciudad entera como dueño de todo:

5 Conde adoptó el pseudónimo “Florentina del Mar” en homenaje a su querida ciudad natal: Santa Florentina es lapatrona de Cartagena, ciudad en la costa del Mediterráneo.

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No en mitad de la plaza, no en jardines,

sino en toda la ciudad, señoreándola sumisa suya entera,

el dueño ancestral, jaguar puro inmarchito,

todo él también entregado

a la posesión posesiva y poseyente

de un mundo que le circula y pertenece

como su misma piel flexible e imperforable. (602-03)

La evocación de las diferentes formas de posesión revela un aspecto de totalidad referente al jaguar.

Los vocablos puro e inmarchito aluden a las cualidades de una perfección natural y duradera. Los

movimientos del jaguar se transfieren a la esfera urbana y, desplazado, el animal se metamorfosea

en la ciudad y en el hombre, situado en las lagunas, los cerros, las lomas y las calles. Simbólica e

históricamente el jaguar, sobre todo cuando está fusionado con el hombre, alude a una fuerza

indomable, a veces sobrenatural. En la iconografía mitológica la figura del hombre-jaguar cuenta

con múltiples explicaciones; es un dios o semidiós de la oscuridad, del sol y de la valentía.6 En esta

colección, el jaguar se retrata como omnipresente y omnipotente.

En la siguiente sección, «Escala en Puerto Rico», los dos poemas fechados el 24 de febrero

marcan la transición de la poeta entre la partida de Nicaragua y la vuelta a España. Puerto Rico

representa el puente geográfico entre América Central y la península Ibérica. En el primer poema,

si su viaje a Nicaragua inspira una sensación de separación y distancia de España, su llegada a

Puerto Rico le recuerda la familiaridad de tiempos lejanos.7 En este entorno la voz poética en

primera persona duda si ha salido de su país por la sensación de comodidad que aquí siente. El tono

autobiográfico del poema evoca la memoria de dos figuras influyentes en la vida de Conde:

Estaba Pedro, sentado, contemplando el mar, absorto

y estaba Juan Ramón, enfermo, cargando inmortalidades….

(605, el subrayado en el original)

Los poetas, Pedro Salinas y Juan Ramón Jiménez, fundamentales en el panorama poético de

España del siglo XX, fueron modelos de inspiración y apoyo (especialmente en el caso de Jiménez)

6 MarioVargas Llosa también incorpora la figura del hombre jaguar en su novela La ciudad de los perros, publicada en1963.

7 Como escritora identificada por algunos como integrante de la Generación del 27, Conde evoca con estos versos elpasado literario e histórico de la generación anterior, la del 98.

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para Conde a lo largo de su carrera.8 La relación inexorable entre la literatura y el medio ambiente

se revela a través de estas dos figuras; se asoman en los recuerdos de la poeta entre el volcán y la

fiera, el pájaro y los bosques, y el caimán y los frutos, contra el trasfondo de la Cordillera Central

que atraviesa la isla de este a oeste. La cercanía del espíritu de su presencia en estos momentos

intenta “borrar mi larga ausencia de celeste desterrada” (605). La conexión literatura-medio

ambiente en esta parte breve del poemario refuerza la idea de que Conde se ha empezado a

distanciar de ese mundo diferente que representa para ella Nicaragua y empieza a volver a un

ambiente históricamente familiar. Los dos poemas también sirven para abrir un espacio introspectivo

que le permita hacer de sus experiencias recientes algo con sentido, antes de continuar con la

próxima parte, «En el mar de la vuelta». Desde el punto de vista estructural, esta escala sirve de

puente entre la voz poética mayormente en tercera persona hasta el momento, incorporada para

convertirse en una voz mayormente en primera persona en los sucesivos poemas.

La voz poética del segundo poema de esta parte unifica los espacios geográficos de su tierra

natal y de la isla de Puerto Rico mediante el reconocimiento de que la isla tropical y su patria

comparten las mismas olas:

Al pisar esta ola que se alimenta de tropical playa sedienta,

estoy pisando, ya, el umbral de mi patria distante. (605)

El traslado a este lugar acorta la distancia entre las Américas y Europa y produce una introspección

que permite discernir unas sutilezas en el texto relativas a la biografía de Conde; cuando el poema

continúa:

Si no fuera porque mi patria es una red de arterias

que me invade como un mar sólo puede,

yo me quedaría aquí. (605)

Es este nexo con España lo que le inspira a seguir viviendo en su país después de la Guerra Civil,

8 Salinas vivió varios años en Puerto Rico en la década de los 40 y está enterrado en el Cementerio Santa MaríaMagdalena de Pazzis, en el Viejo San Juan. Conde indica en su agenda personal que visitó este cementerio y al final dela entrada de este día escribe: “¡Vieja y pobre vencida España, reliquia que se diluye!” Jiménez, junto a su esposaZenobia Camprubí, residió en la isla a partir de 1946 y hasta su muerte en 1958; fue uno de los primeros en promocionarla poesía temprana de Carmen Conde, con una carta alentadora que le envió en 1927 comentando sobre los poemas queformarían el primer poemario de ella: Brocal (1929).

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arriesgándose, aun consciente de las consecuencias de su asociación con el bando republicano

durante la contienda. Conde pasa los años de la Guerra Civil entre Cartagena, Murcia y Valencia.

A finales del mes de abril de 1939, se muda a la casa de la madre de su compañera, Amanda

Junquera, para vivir lo que la misma escritora ha denominado, en el primer volumen de sus

memorias Por el camino, viendo sus orillas, su “interior expatriación” (218). Para evitar

persecuciones por su simpatía con la ideología republicana, Conde vive refugiada en Madrid durante

el período inicial de posguerra, mientras Oliver se refugia en la casa de su hermana en Murcia.9

Conde opta por vivir el exilio interior en Madrid en vez de dejar España. El aprecio por su país de

origen se refleja en este segundo poema escrito durante la escala en Puerto Rico.

Los ocho poemas que comprenden la tercera sección se reúnen bajo el título «En el mar de

la vuelta», escritos entre el 24 y el 30 de marzo a bordo del Covadonga. La poeta siente una cercanía

entre su “sangre ibérica” (606) y “la desértica hermosura de Nicaragua” (606), pero lo que le llama

la atención es “la salvaje belleza autóctona y su crudelísima riqueza” (606), términos contrapuestos

que sitúan a la voz poética y nostálgica en el “Paraíso que fue mi vivencia en Nicaragua” (606),

sobre el que se cuestiona si ha de retornar a él.

Otros elementos de la poesía en esta sección incluyen el reconocimiento por parte de la

escritora de su tamaño diminuto en comparación con el mar y el cielo, aunque admite a la vez que

ella forma parte de ambos elementos naturales, colocándose en el mismo plano que el agua y las

estrellas. Conde también evoca la imagen de los hombres derrotados que, a pesar de su escasez y

melancolía, luchan “brazo a brazo, contra viento y marea, para salvar del lodo a su pueblo irredento”

(607). Si ellos consideran que su tierra merece salvarse, ella también lo reconoce al conmemorarlo

con sus versos. La poeta articula más detalladamente la inspiración de este deseo: unas décadas

anteriores, ella vivió rodeada por la podredumbre, entre una belleza que se asemeja al paraíso

centroamericano con su abundancia natural de flores, frutas y animales. El concepto de la salvación

de la tierra, y por extensión la de sus habitantes, durante un período conflictivo, hace eco de sus

impresiones sobre la Guerra Civil, que Conde compiló en otro poemario, Mientras los hombres

mueren (1953). En Jaguar puro inmarchito, su voz poética expande la magnitud del sufrimiento

mundial que se doblega ante la triunfadora “ley que oprime y desgrana al cuerpo que se entrega”

(607). No obstante, clama por la superación de las circunstancias a pesar de los obstáculos tan

intransigentes como, por ejemplo, el tigre que ataca si percibe la más mínima gota de sangre. Es a

través de este esfuerzo que la vida continúa, y así renuncia a la muerte.

Conde toma como objeto poético la existencia binaria de los que sobreviven o perseveran

9 Durante la Guerra Civil, Oliver fue designado “para ocupar un puesto en la Emisora F.P. n. 2 del Ejercito del Sur”(Ferris 427).

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y los que mueren o se rinden. Comienza con el alacrán, criatura cuyo tamaño menudo engaña, dada

su capacidad de matar, para advertir que los peligros acechan en todos los caminos. Aparece la

imagen contrastada de los hombres valientes y fuertes que luchan para salvar a los inseguros y

débiles. El concepto aquí del predominio del más apto plantea la dicotomía entre los que se

consumen en la hostilidad de la selva y la laguna y los otros que forjan su futuro con firme

determinismo: “Hay unos que son la tierra y la alimentan, y hay otros que comen de ella” (608).

En un poema fechado el 27 de marzo, la voz se dirige al mar, que ejerce una fuerza superior

sobre todo lo que toca. Representa el vehículo que transporta a la voz del poema de una costa a la

otra, para finalmente dejarla en su tierra natal. El mar, “fabulosa y terrible constelación disuelta,

volcánica placenta de mañana” (608) que ‘salobra,’ o sea, deja salada, la voz de los muertos durante

una eternidad, trasciende espacios y tiempos. La poeta reivindica una relación singular con el mar

con la declaración que “te soy más tuya que nunca lo fuera otra criatura” (608).

El penúltimo de los poemas escritos en alta mar conmemora la forma tradicional del

romance, con sus cinco cuartetos octosílabos de rima asonante en los versos pares. Es el único

poema de la colección estructurado de esta manera:

Gritaron sobre la noche.

Altos gritos, claras voces

a todo gritar gritaron

gritaron sobre la noche.

Lo que gritaban no sé.

Me despertaron del sueño

creyendo que eran caballos

despeñándose del cielo.

Ramaje de gritos turbios,

barro disuelto en las aguas,

aves remontando el vuelo

con las alas enfangadas.

Pregunté—estaba sola—

por si alguien contestaba:

¿Por qué aúllan al nacer;

es de Dios esa garganta?

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Y entonces vino la risa,

mareas de carcajadas.

Porque gritar gritarían

los muertos siempre en el alba. (609)

En esta descripción del griterío nocturno del mar, que estorba el sueño, los sonidos parecen

producidos por “caballos despeñándose del cielo” (609), y se mezclan con el “ramaje de gritos

turbios, barro disuelto en las aguas, aves remontando el vuelo con las alas enfangadas” (609). La

cacofonía culmina con el grito de los muertos en el alba, desplazado por la risa que llega con el

nuevo amanecer.

Desde un espacio liminar, los temas de la sección «En el mar de la vuelta» aluden a un alto

conocimiento del ambiente que rodea a la poeta. En vez de hacer referencia a las semanas

transcurridas en Nicaragua, opta por sumergirse en la vida marítima y enfocarse en su vuelta a

España. No es hasta la última sección, «Desde la vieja tierra firme», que Conde reflexiona sobre su

experiencia. Ocho de los nueve poemas llevan las fechas de entre el 13 de abril y el 15 de mayo,

desde su casa en Navacerrada conocida como “Brocal,” con el último del 14 de octubre desde

Castilla.

El primer poema alude a la transformación de la poeta: “Ahora vivo otro mundo, ahora ardo

otro fuego” (610). Ha transferido el fuego “que empuja las mazmorras de tus volcanes jóvenes

contra tus lagos viejos” (610) a un tipo de fuego inspirador e interior. Su contacto con el paraíso

nicaragüense le ha dejado transformada. Otra manifestación de este cambio es el aludir a la

extensión de miles de islas nicaragüenses donde habita un sinnúmero de “garzas suspendidas sobre

lotos”; tipifica un paraíso que la poeta intenta reconstruir una vez de vuelta en su casa.10 Cruza

mentalmente las aguas para encontrar una garza y algunos lotos y así borrar la distancia espacio-

temporal que le separa de este sitio paradisiaco para ella.

El texto poético revela la belleza autóctona que brota de la paleta artística para mostrar una

rica variedad de colores paisajísticos. La representación de una variedad de colores descarta la

necesidad de enfocarse en los objetos específicos y obliga a apreciar la intensidad visual de

Nicaragua en su totalidad:

Misterio contemplarte, misterio que infunde silencio absoluto.

10 El 13 de febrero Conde escribe en su agenda sobre su “excursión a las isletas del Lago de Nicaragua”, que describede la siguiente manera: “¡Maravilla sin par, esas hijas del volcán Mombacho! Lotos, garzas, islas que evocan desde lamisma agua poblada de tiburones, ofreciendo el regalo de su paz y de su hermosura”.

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Espesísimo, lacrado, rojo y violáceo, azul misterio. (612)

Otra evocación alude a la intensidad del “siempre fugitivo fuego…” (611), tema recurrente asociado

con los volcanes, figuras omnipresentes en la topografía de Nicaragua.

Además del pasado remoto que dio origen a la formación de los lagos y volcanes, un pasado

más reciente ha contribuido a la composición de otro aspecto de la vida en este país: la convergencia

histórica de los diferentes pobladores. Las referencias a la ciudad interior de Matagalpa establecen

una clara distinción entre la poeta y el otro. Aunque ella ha visitado esta ciudad, la llega a conocer

por medio de las experiencias de los indios misquitos. Alude a los conquistadores/exploradores con

la mención de las minas de oro que “chupan la sangre de los excavadores ignotos” (612). La

presencia del otro para Conde, en términos del indio, se desdobla en la figura del otro –para el

matagalpino y por extensión el nicaragüense– que trajo consigo la doctrina cristiana emblematizada

aquí con “rebaños de cruces orientales” (612). La brecha entre ella y el otro se cierra con el

reconocimiento que los dos ocupan el mismo espacio y esperan un futuro reencuentro.

Los lugares específicos nombrados en el siguiente poema presentan un recorrido geográfico

del norte al sur en la zona oeste del país. Desde las ciudades en el norte de León y Momotombo

hasta las ciudades sureñas de Granada (ciudad histórica rival de León) y Mombacho, con Managua

entre medio, viven en el pintoresco paisaje múltiples ejemplos de flora y fauna, ambas hostigadas

por un sol ubicuo e implacable. Entre la “verdura pródiga y pedregosa cinta del camino áspero”

(613), se vislumbran

charcas de agua coronadas de insectos voraces;

muchedumbre de corales viboreando en la maleza,

y la lenta e infalible progresión de alacranes… (613, el subrayado en el original)

La hermosura floral se divisa en el sacuanjoche (la flor nacional de Nicaragua, escrito como

“sacuanjocho” en el poema), orquídeas y jícaros. La dicotomía entre los habitantes se puede apreciar

mediante las armas que cargan: unos con machetes y otros con palabras inventadas de

“indescriptibles sueños” (613).

Al concluir el poemario, Conde muestra señales de haber internalizado su estancia en

Nicaragua hasta preguntarse si ha visitado un paraíso o una nación. La inmersión en esta tierra

hermosa con variedad de flora y fauna se difunde en sus indelebles recuerdos. Con las observaciones

y su proyección introspectiva durante y después de su viaje a Nicaragua, Carmen Conde recrea en

Jaguar puro inmarchito el testimonio de un ambiente rico en recursos naturales en el cual varios

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elementos quedan imbricados en espacios y tiempos variados: los indígenas con los animales y con

los extranjeros –tanto del pasado como del presente– como homenaje al encanto de la naturaleza y

como clamor para que se destapen las adversidades e injusticias sociales.

Obras citadas

Conde, Carmen. Acompañando a Francisca Sánchez: Resumen de una vida junto a Rubén Darío.

Nicaragua: Unión, 1964.

—. Agenda personal. 1963. Patronato Carmen Conde-Antonio Oliver. Cartagena, España.

—. «A Rubén Darío». Humanas escrituras (1945-1966). Poesía completa. Ed. Emilio Miró.

Madrid: Castalia, 2007. 672.

—. Brocal. Madrid: La Lectura, 1928.

—. Jaguar puro inmarchito. Poesía completa. Ed. Emilio Miró. Madrid: Castalia, 2007. 597-615.

—. Mientras los hombres mueren. Milán: Cisalpino, 1953.

—. Obra poética de Carmen Conde: 1929-1966. Madrid: Biblioteca Nueva, 1967.

—. Poesía femenina española viviente: Antología. Madrid: Arquero, 1954.

—. Poesía femenina española (1939-1950). Barcelona: Bruguera, 1967.

—. Poesía femenina española (1950-1960): Antología. Barcelona: Bruguera, 1971.

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Darío, Rubén. «Salutación al optimista». Azul…; Cantos de vida y esperanza. Ed. José María

Martínez. Madrid: Cátedra, 1998. 344-46.

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Entrega del título de Doctor Honoris Causa a Antonio Oliver en el Paraninfo de

la Universidad Nacional de Nicaragua. León, Nicaragua: 5 febrero 1963

Carmen Conde y Antonio Oliver en la Recepción del Presidente de la República

de Nicaragua, 1963.

Antonio Oliver Belmás dando una conferencia en la Universidad Católica de

Ponce, Puerto Rico, 13 marzo 1963

Carmen Conde y Antonio Oliver con el poeta Guillermo Rottshuh, el Ministro

de Educación Pública D. Heliodoro Montes y el poeta José Santos Rivera.

Nicaragua, Ministerio de Educación Pública. 31 de enero

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Apéndice

Carmen Conde dando una conferencia en la Universidad Católica de Ponce

(Puerto Rico). 13 marzo 1963.

Carmen Conde junto a Margarita Debayle en Managua. 15 de febrero.

Las imágenes aparecen cortesía del Patronato Carmen Conde-

Antonio Oliver; Cartagena, España.