aproximaciÓn a la tipificaciÓn y caracterizaciÓn de...

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Eugenio Baraja Rodríguez (et all.) 24 APROXIMACIÓN A LA TIPIFICACIÓN Y CARACTERIZACIÓN DE LOS PAISAJES AGRARIOS DE CASTILLA Y LEÓN 1 Eugenio BARAJA RODRÍGUEZ Juan Carlos GUERRA VELASCO Cayetano S. CASCOS MARAÑA Departamento de Geografía. Universidad de Valladolid. [email protected], [email protected], [email protected] Resulta ya recurrente, dentro de la proliferación de aportaciones y de estudios que sobre el paisaje se están desarrollando en España en los últimos años, hacer referencia al entendimiento abierto con el que se conceptúa en el Convenio Europeo del Paisaje (CEP): “cualquier parte del territorio tal como la percibe la población, cuyo carácter sea el resultado de la acción y la interacción de factores naturales y/o humanos” (CONSEJO, 2000). Una acepción amplia que encaja con la tradicional consideración geográfica de que todo territorio se manifiesta en un paisaje (SILVA y VILLAR, 2009). En ese marco, y apremiados por las implicaciones y compromisos adquiridos desde la firma del CEP, se están desarrollando múltiples y variados estudios de diferenciación paisajística a escala autonómica que abundan en la variedad y singularidad de los paisajes (DE LA PUENTE, 2009: 915). Sin embargo, existen regiones donde los avances son todavía escasos. Castilla y León es una de esas regiones. Considerando la diversidad y complejidad inherente a todo intento de clasificación, y sin olvidar que lo agrario es sólo un aspecto, pues hablar de paisaje agrario significa enfatizar “los elementos, configuraciones y procesos incorporados al paisaje por la actividad agro- silvo-pastoril, y por las formas de aprovechamiento que han tenido lugar en el espacio rural” (MATA, 2004), lo cierto es que las configuraciones vinculadas a la actividad agropecuaria son dominantes, y hasta definitorias en muchos casos, en los paisajes regionales. De ahí el interés y la oportunidad de plantear una aproximación a la tipificación de los paisajes agrarios de Castilla y León como aportación a la fase analítica centrada en la identificación y catalogación previa a los estudios específicos orientados a su calificación y valoración (SILVA y VILLAR, 2009) 1. PAISAJES AGRARIOS EN CASTILLA Y LEÓN: ESCALA, DEFINICIÓN Y CALIFICACIÓN La consideración inicial de los paisajes agrarios en una región de 94.223 km 2 resulta obvia: la escala. La ya vieja cuestión geográfica, donde el juego de escalas es esencial para llegar al entendimiento del espacio como totalidad y a la comprensión de las partes que lo componen, se plantea nuevamente en la tipificación paisajística y su análisis, pues, de igual manera que en los estudios regionales, la diferenciación escalar trasciende el hecho del tamaño para adoptar notables implicaciones a la hora de captar e interpretar los problemas espaciales. Sin duda, los elementos, configuraciones y patrones del paisaje visible, del fenopaisaje (MATA, 2004:112), no resultan apreciables a este nivel escalar. Es la razón por la se puede afirmar que, a la escala de la mayor de las comunidades autónomas de España, el rasgo que en mayor medida define el paisaje agrario es la ocupación del suelo, que lleva asociados cultivos, prácticas culturales y aprovechamientos agropecuarios y del monte. Aunque sus deficiencias ya han sido consideradas (MOLINERO, ALARIO, 1 Este trabajo ha sido elaborado al amparo del Proyecto VA038A09 Estudio de los paisajes arquetipo de la agricultura en Castilla y León, así como del Proyecto de I+D+i Las unidades básicas de paisaje agrario en España: Identificación, caracterización y valoración. La España Interior, Septentrional y Occidental (REF: CSO2009-12225-C05-01).

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Eugenio Baraja Rodríguez (et all.)

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APROXIMACIÓN A LA TIPIFICACIÓN Y CARACTERIZACIÓN DE LOS PAISAJES AGRARIOS DE CASTILLA Y LEÓN1

Eugenio BARAJA RODRÍGUEZ Juan Carlos GUERRA VELASCO Cayetano S. CASCOS MARAÑA

Departamento de Geografía. Universidad de Valladolid. [email protected], [email protected], [email protected]

Resulta ya recurrente, dentro de la proliferación de aportaciones y de estudios que sobre el paisaje se están desarrollando en España en los últimos años, hacer referencia al entendimiento abierto con el que se conceptúa en el Convenio Europeo del Paisaje (CEP): “cualquier parte del territorio tal como la percibe la población, cuyo carácter sea el resultado de la acción y la interacción de factores naturales y/o humanos” (CONSEJO, 2000). Una acepción amplia que encaja con la tradicional consideración geográfica de que todo territorio se manifiesta en un paisaje (SILVA y VILLAR, 2009). En ese marco, y apremiados por las implicaciones y compromisos adquiridos desde la firma del CEP, se están desarrollando múltiples y variados estudios de diferenciación paisajística a escala autonómica que abundan en la variedad y singularidad de los paisajes (DE LA PUENTE, 2009: 915). Sin embargo, existen regiones donde los avances son todavía escasos. Castilla y León es una de esas regiones. Considerando la diversidad y complejidad inherente a todo intento de clasificación, y sin olvidar que lo agrario es sólo un aspecto, pues hablar de paisaje agrario significa enfatizar “los elementos, configuraciones y procesos incorporados al paisaje por la actividad agro-silvo-pastoril, y por las formas de aprovechamiento que han tenido lugar en el espacio rural” (MATA, 2004), lo cierto es que las configuraciones vinculadas a la actividad agropecuaria son dominantes, y hasta definitorias en muchos casos, en los paisajes regionales. De ahí el interés y la oportunidad de plantear una aproximación a la tipificación de los paisajes agrarios de Castilla y León como aportación a la fase analítica centrada en la identificación y catalogación previa a los estudios específicos orientados a su calificación y valoración (SILVA y VILLAR, 2009) 1. PAISAJES AGRARIOS EN CASTILLA Y LEÓN: ESCALA, DEFINICIÓN Y CALIFICACIÓN La consideración inicial de los paisajes agrarios en una región de 94.223 km2 resulta obvia: la escala. La ya vieja cuestión geográfica, donde el juego de escalas es esencial para llegar al entendimiento del espacio como totalidad y a la comprensión de las partes que lo componen, se plantea nuevamente en la tipificación paisajística y su análisis, pues, de igual manera que en los estudios regionales, la diferenciación escalar trasciende el hecho del tamaño para adoptar notables implicaciones a la hora de captar e interpretar los problemas espaciales. Sin duda, los elementos, configuraciones y patrones del paisaje visible, del fenopaisaje (MATA, 2004:112), no resultan apreciables a este nivel escalar. Es la razón por la se puede afirmar que, a la escala de la mayor de las comunidades autónomas de España, el rasgo que en mayor medida define el paisaje agrario es la ocupación del suelo, que lleva asociados cultivos, prácticas culturales y aprovechamientos agropecuarios y del monte. Aunque sus deficiencias ya han sido consideradas (MOLINERO, ALARIO, 1 Este trabajo ha sido elaborado al amparo del Proyecto VA038A09 Estudio de los paisajes arquetipo de la agricultura en Castilla y León, así como del Proyecto de I+D+i Las unidades básicas de paisaje agrario en España: Identificación, caracterización y valoración. La España Interior, Septentrional y Occidental (REF: CSO2009-12225-C05-01).

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BARAJA, 2009), la información obtenida por el Corine Land Cover 2000 nos orienta con notable precisión a la hora de delimitar los taxones de mediana escala y enlazarlos con las principales categorías y clases definidas para el conjunto del país. Ahora bien, las formas, texturas y marcos visuales de los paisajes agrarios se contextualizan fisiográficamente, partiendo de la idea de que tal actividad es “un aprovechamiento económico del potencial ecológico” (MOLINERO, ALARIO, BARAJA, 2009). Así los rasgos del complejo abiótico (climáticos, las grandes unidades de relieve y los suelos) son igualmente claves de referencia paisajística: el trasfondo natural que califica los principales aprovechamientos. En este sentido, las grandes unidades del relieve, por lo que influyen en el clima y los suelos, cimientan la malla de mayor tamaño y la traza concéntrica en los paisajes agrarios. El frío y el carácter lluvioso son distintivos de las montañas, que emanan del relieve, por la altitud y el estímulo de la precipitación, aunque dentro de ellas los contrastes de desnivel, energía, situación -respecto a las depresiones atmosféricas- y roquedo –clave de los suelos- distinguen segmentos nítidos. La montaña alta, con cumbres sobre 2000 m y desniveles de más de 1000 como norma, muestra pisos en la vegetación, modelado glaciar y cobertera nival –la nieve de diciembre se funde en primavera-. Si el frío y la nieve, la pendiente, los litosuelos y las discontinuidades en el manto edáfico, son obstáculos para el labrantío, la humedad y el verano fresco, con aridez leve o sin ella, conllevan un potencial vegetal, clave del carácter ganadero de esta montaña. En la montaña media predominan las muelas o las parameras calcáreas, siempre en roquedo de cobertera mesozoica poco deformada, con techo entre 1000 y 1500 m, alternando con valles anchos y encajados pocos hectómetros, por lo que las pendientes no tienen gran incidencia. Su clima es un poco más frío y algo más húmedo que el de las llanuras altas interiores, incluyendo tres meses de aridez estival, que al combinarse con suelos rocosos y filtrantes constituye el mayor inconveniente en la agricultura, que alterna con una ganadería laxa y circunstancial. Incrustadas en las montañas, las fosas, hoyas o cuencas del Bierzo, Amblés o Villarcayo contienen en su fondo bajo, llano, cálido y abrigado enclaves agrícolas singulares. La altitud entre 650 y 1200 m y el aislamiento de las perturbaciones atmosféricas por la orla montañosa otorgan unidad a las llanuras en el carácter fresco-frío, la precipitación escasa y la aridez estival neta; pero el relieve contribuye al desgajamiento interior de los paisajes, no tanto por la diferencia de altitud, como por las unidades de penillanura o cuenca sedimentaria y a través de los suelos. Las penillanuras occidentales de Zamora y Salamanca son muy llanas por el roquedo homogéneo en grandes áreas, que favoreció la perfección de los arrasamientos, y por la disección débil de la red del Duero; pero la clave de sus limitaciones está en los suelos esqueléticos y ácidos, que tienen escasa aptitud agrícola, orientándose hacia la ganadería en paisajes adehesados o mixtos. Al este de las penillanuras se desarrolla la sucesión radioconcéntrica que refleja la dinámica de cuencas sedimentarias. En los bordes las facies marginales destacan por irregularidades en el grano y por ser blandas en conjunto, pues nunca faltan arcillas o arenas, que alojan con tamaño desigual a campiñas marginales, como llanuras excavadas, bajas y en fuerte contraste con la montaña inmediata. En el centro predomina la regularidad del grano menudo –transportado a mayor distancia, con menor pendiente- y más homogéneo de las arcillas, limos y arenas finas, excavado más uniformemente en las campiñas centrales, vastas y monótonas de lomas y vaguadas, cuyo substrato fino y blando se araba bien en paisajes de pan llevar, como la Tierra de Campos. En las llanuras destacadas y tabulares de los páramos calizos en los Torozos, el Cerrato y el S del Duero, su secano cerealista se va asimilando al de las campiñas; pero la dificultad del labradío por la dureza calcárea los mantuvo en parte como monte hasta la mecanización del siglo XX, persistiendo aún las huellas de su incorporación reciente, además de otras derivadas del contraste entre sus

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suelos sueltos y filtrantes, frente la tenacidad propia de los de las campiñas. Los recubrimientos de metros de espesor diferencian a veces el relieve, la escorrentía y los suelos. Las películas aluviales de guijarral silíceo mantienen escalones y planicies altas y tabulares por encima de 1000 m como las rañas, sobre todo en el piedemonte de la cordillera Cantábrica; por la combinación con el frío, sus suelos permeables, pedregosos y ácidos mantienen secanos y barbechos centeneros marginales, alternando con repoblaciones de pinar. Las terrazas fluviales tienen origen y composición similar, pero en niveles más bajos, en franjas de los antiguos lechos y son más discontinuas, habiendo evolucionado desde el viñedo tradicional al secano cerealista y al regadío por la vinculación a los valles y canales desde los embalses; la acidez y el tipo de regosuelo, que conlleva la ventaja del carácter “ligero”, se superan con abonos. El arenal del sur del Duero, transportado por los ríos y esparcido por el viento en manto fino y continuo, está detrás del paisaje agrícola y forestal. Las vegas y riberas en cintas largas y estrechas reúnen por el relieve las condiciones más ventajosas como llanuras tabulares, bajas y abrigadas, a las que se suman las del suelo aluvial y la facilidad para el riego. El relieve, en suma, califica las grandes teselas de los paisajes agrarios de Castilla y León en el orden de miles de km2; si en la montaña impone su sello a través del clima, en las llanuras lo hace a través de los suelos y sus sustratos de facies y recubrimientos. Es en esa combinación de ocupación del suelo en las geoformas la que configura taxones de una escala intermedia y grande: Unidades, susceptibles, entendemos, de ofrecer esa doble virtud que representa el tener una base conceptual ampliamente compartida y cumplir una finalidad operativa, orientada al diseño de políticas públicas (DE LA PUENTE, 2009, 914). Por otro lado, y junto a la forma, no se puede dejar de considerar la otra dimensión inherente al análisis paisajístico: la función y los procesos de transformación. Una idea ampliamente compartida y que presenta las tramas rurales del paisaje “como estructuras sujetas a cambios” (MATA, 2006, 112). La atención a los procesos operados en el espacio rural castellano y leonés en el último medio siglo resulta una referencia ineludible. En este sentido, el principio productivista de la “especialización” ha sido decisivo a la hora de entender las manifestaciones espaciales de la producción agraria, pero son excepcionales las categorías netamente definidas por una exclusiva ocupación o uso del suelo. Es decir, la trama del aprovechamiento está urdida a partir de usos mezclados, configurando un “espacio económico” complejo, donde hay “predominio”, pero no “exclusividad”. Y esa complejidad se capta con mayor precisión en determinados conjuntos espaciales en los que los rasgos definitorios, “el carácter” del paisaje, se manifiestan con mayor nitidez. Se trata de los paisajes arquetipo, o representativos de unidades contrastadas. Es en estas categorías más conspicuas, de “escala visual”, donde podemos apreciar con mayor claridad las combinaciones de elementos, su forma, su función y sus procesos; pero también su identidad y significado. Bajo estas premisas, la propuesta de tipificación de los paisajes de la agricultura en Castilla y León deriva hacia dos de las grandes manifestaciones paisajísticas vinculadas a los aprovechamientos agrarios y conectadas con las principales categorías establecidas para el conjunto del país (MOLINERO, ALARIO, BARAJA, 2009). La tercera, vinculada al monte arbolado, se trata en comunicación pareja. 2. LOS PAISAJES DE LA AGRICULTURA EN CASTILLA Y LEÓN Definidos, como rasgo genérico, por el labrantío, las tierras de cultivo ocupan en Castilla y León 3,5 millones de ha, representando no sólo la proporción más elevada de la Superficie Agrícola Utilizada (SAU), un 64%, sino una parte sustancial, un 37,2%, de la superficie total. En el conjunto del país, estos paisajes han sido enmarcados en las “Categorías” de los

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paisajes de los cultivos herbáceos y leñosos mediterráneos (los atlánticos tienen escasa significación regional), dentro de los cuales estarían representadas las “Clases” correspondientes a las campiñas, páramos y piedemontes de secano, las campiñas y vegas de regadío y los viñedos, olivares y arboricultura mediterránea.

Figura 1. Unidades de Relieve y Ocupación del Suelo en Castilla y León

2.1. Paisajes agrícolas de los cultivos herbáceos extensivos del secano: las grandes llanuras cerealistas En este marco genérico, los paisajes de los cultivos herbáceos extensivos son categoría dominante en Castilla y León, aunque con más precisión habría que señalar que constituyen el principal “escenario visual” de las llanuras de la cuenca sedimentaria, allí donde los escasos desniveles y la naturaleza de los suelos han permitido, históricamente, el cultivo en amplias extensiones. El principal aprovechamiento es el cerealista, y dentro de

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él la cebada, con más de 1,2 millones de ha, es el más extendido. Su destacada preeminencia en las tierras llanas tiene fundamento en que, dentro del escaso margen de posibilidad que introduce el matiz climático, es el cultivo que mejor se adapta, por más que dichas condiciones estén lejos de ser las óptimas. La integral térmica y, sobre todo, la escasez e irregularidad de las precipitaciones, justifican los menguados rendimientos y la alta oscilación interanual de las cosechas. Aún así, las alternativas rentables han sido siempre muy limitadas. Por esa razón, a la hora de afrontar el camino productivista, el agricultor profundizó en esta especialización a costa de romper con la mayor diversidad preexistente y hacer del cereal, y concretamente del cereal pienso, la categoría dominante. Eso supuso una clara ruptura con un paisaje tradicional más rico y variado, en el sentido de que la gama de aprovechamientos y prácticas culturales era notablemente superior, y su organización más elaborada. La intensificación y la concentración, hicieron el resto: mecanización (sustituyendo el ganado de labor y sus servidumbres de cultivo), redefinición parcelaria, abandono de prácticas ancestrales de fuerte impronta paisajística (barbechos, hojas de sembradura…), ruina, por disfuncionalidad, de gran número de elementos y construcciones vinculados a la producción…, dando como resultado la simplificación y la monotonía en amplias extensiones. La transformación operada ha sido de tal magnitud que García Fernández llego a considerar en su momento que el paisaje “ha perdido carácter de tal, en el sentido de que es el reflejo de una vieja civilización agraria, construida por elementos yuxtapuestos, que han pervivido por su funcionalidad o por su arraigo en una mentalidad que da valor a lo tradicional”. El progresivo abandono de prácticas ganaderas extensivas vinculadas al aprovechamiento de los rastrojos en verano y a las alfalfas y pastos de linderos en el resto de estaciones, han limitado hasta hacer prácticamente desaparecer los “elementos móviles” del paisaje. La generalización del uso de agroquímicos y el carácter homogéneo de las siembras restaron sonidos e hicieron que los ciclos anuales de su cultivo marcan el tono y color de amplias extensiones, sólo matizadas por la presencia de otros aprovechamientos que les sustituyen y complementan en las rotaciones. Constituyen, sin embargo, un mero matiz en el paisaje. Estos rasgos son observables en todas las llanuras de la cuenca sedimentaria, o al menos en su mayor parte. Lo son en los páramos y en las plataformas calcáreas del NE, y también en las vegas, terrazas y acumulaciones fluviales; también en las tierras centeneras de las plataformas detríticas de piedemonte. Ahí encontramos las unidades más significativas. Pero, sin duda, es en las campiñas donde estos paisajes de los secanos cerealistas presentan su concreción más nítida; incluso, como ocurre en la Tierra de Campos, donde, por su extensión, continuidad y definición han adquirido su representación más conspicua y arquetípica. Pero no sólo está presente en las llanuras de la cuenca; el cereal penetra también en las montañas y en las penillanuras, allí donde las formas de relieve y los suelos no constituyen un obstáculo significativo para el labrantío. En estos casos, por unos u otros motivos, su carácter visual no resulta dominante; existen otros elementos y texturas que lo enmarcan y complementan. Constituyen en suma un aspecto esencial, pero dentro de un paisaje agrario menos nítido; formulado bajo otras combinaciones. 2.2. Los paisajes del regadío: de la Colonización a los “secanos regados” Pese a que no es su imagen convencional, Castilla y León se encuentra entre las comunidades autónomas españolas con mayor superficie de regadío. Preferentemente ubicadas en la cuenca del Duero, el número de hectáreas regables superan el medio millón y las efectivamente regadas, según la Encuesta de Superficies y Rendimientos de Cultivos en España (ESYRCE) 2009, se elevan a 434.702. Esto representa el 11,9% del total nacional y el 14,1% de las tierras cultivadas en la región. Se trata de regadíos de vocación extensiva, orientados en su mayor parte al cereal, los forrajes y las plantas industriales

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(BARAJA y MOLINERO, 2008: 98). Sin embargo, más que su orientación cultural, el rasgo que en mayor medida nos permite entender la singularidad de los paisajes del regadío es la procedencia de las aguas y los sistemas utilizados para su distribución. Una diferenciación que tiene notable trascendencia pues responde a determinados momentos históricos y a combinaciones de elementos y fisonomías igualmente diferenciadas. Por una parte, destacan los regadíos que aprovechan las aguas rodadas, caudales subálveos y retornos. Se trata de los regadíos históricos y de todos aquéllos que la iniciativa pública ha ido promoviendo durante el siglo pasado, particularmente en las décadas de los cincuenta y sesenta de su segunda mitad. La necesidad de construir costosas infraestructuras de regulación y transporte justifica, además de que el Estado sea su principal promotor, que la mayor parte de los mismos estén ubicados en valles, riberas y “acumulaciones aluviales” de los ríos más caudalosos de la región, lo que dibuja un mapa en el que las principales manchas verdes, con la excepción del Tormes, se encuentren en el propio valle del Duero y en sus afluentes de la margen derecha. En conjunto, las aguas superficiales dominan una superficie regable cercana a las 400.000 ha, de las que dos tercios corresponden a los regadíos de promoción pública. Dentro de ellos destacan los paisajes regados asociados a la Política de Colonización, pues dibujan una trama parcelaria y unas formas de asentamiento enteramente singulares. El Páramo leonés, o La Nava, en Palencia, constituyen ejemplos arquetípicos de estos paisajes. Por otra, y como una de las manifestaciones más características del productivismo agrario en la región, la iniciativa privada ha desarrollado un importante papel en la expansión del regadío. Si inicialmente se trataba de explotar los acuíferos más superficiales mediante la excavación de “pozos”, los avances en las técnicas de prospección y de captación hicieron posible acceder a caudales profundos y llevar el beneficio del agua a las fincas mejor dimensionadas que proporcionaba la Concentración Parcelaria. Por otro lado, la generalización de los sistemas de aspersión y técnicas automotrices permitió extender la superficie regable más allá de los suelos sistematizados en vegas y riberas, hacia las campiñas y los páramos. En conjunto, el 24% de la superficie regada en la región se debe a estos regadíos, ubicados mayoritariamente en las llanuras meridionales del Duero. En estos sectores encontramos las representaciones más genuinas de un paisaje donde las “manchas” verdes se dispersan y entremezclan, lábilmente, con los secanos cerealistas, configurando un paisaje de “secanos regados”. 2.3. Los paisajes del viñedo en Castilla y León: reducto y proyección De entre los cultivos leñosos del secano mediterráneo, en Castilla y León el más relevante desde el punto de vista económico y paisajístico es el viñedo. El primer aspecto se justifica en virtud de la cifra de negocio que lleva asociado y su enorme poder de arrastre. El segundo, más que por su extensión y continuidad, por su extraordinario dinamismo y por la naturaleza de las mutaciones que se observan en sus formas y elementos. Desde la perspectiva superficial las 66.000 hectáreas actuales apenas representan la cuarta parte que ocuparon los pagos de viñedo hace medio siglo, cuando realmente conformaban una de los rasgos más sobresalientes del paisaje agrario de Castilla y León. Su menor adaptación a los procesos de implantación del productivismo –que a su costa favoreció el avance de los cereales de secano y de los regadíos- lo fueron relegando a la marginalidad, hasta el punto de que, en términos paisajísticos, son un exiguo reflejo de la densidad y extensión que alcanzó a mediados del siglo XX. De aquella presencia, enteramente desaparecida de numeras comarcas, sólo nos quedan testimonios aislados en algunos elementos constructivos vinculados al paisaje del vino sin viña. Los barrios de bodegas que aún podemos ver entre los cereales de la Tierra de Campos son expresivos de la antigua presencia del viñedo.

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Paradójicamente, los hoy afamados viñedos de la región son los “restos” de lo que, sin alcanzar carácter de monocultivo, por continuidad y extensión constituía un auténtico paisaje del viñedo. De los procesos de arranque sólo se salvaron aquellos espacios vitivinícolas tradicionales que, bien contar con unos sólidos canales de comercialización o bien por la naturaleza de los suelos, no admitían cultivos alternativos. Sobre estas bases, apenas pagos dispersos y entreverados entre los secanos y regadíos de la cuenca y sus bordes, se asentó el proceso de recuperación experimentado desde los años ochenta. En el contexto “post” o “neo” productivista, y amparados por distintas figuras de calidad, se ha convertido en elemento decisivo en la economía de las comarcas agrarias más dinámicas de la región. Testimonio de su implantación “estratégica” tradicional, es decir, como mediodía inmediato de los centros de consumo del noroeste español, es su presencia en las acumulaciones fluviales que van del Cea al Tera (Tierras de León y Valles de Benavente). También a esta cuestión, aunque más contextualizada en los ámbitos de la montaña, responde su desarrollo en los ambientes más favorables (El Bierzo o Cebreros). Y el arraigo igualmente explica su difusión por las terrazas del Pisuerga y Arlanza. Pero, sin duda, es el Duero el elemento lineal que engasta en sus acumulaciones fluviales los pagos más expresivos de los viñedos de Castilla y León. Convenientemente “territorializados” y organizados en clave de calidad, los viñedos se extienden desde la ribera soriana hasta los escobios de la frontera con Portugal, en los Arribes del Duero. En cualquiera de estos sectores no sólo podemos definir combinaciones arquetípicas del paisaje vitivinícola, sino los más preclaros ejemplos de la utilización del “paisaje” en clave comercial, es decir, como un activo más a la hora de promocionar el territorio. 2.4. El carácter testimonial de los paisajes de la arboricultura Si la configuración fisonómica, abundante en tierras llanas, ha justificado la extensión del labrantío y los paisajes asociados, los plantíos mediterráneos se encuentran con obstáculo –casi un determinante- difícil de superar: la integral térmica. La prolongada duración del invierno, unida a su crudeza, es una limitación para los cultivos termófilos más genuinamente mediterráneos. Por esta razón, no son abundantes las superficies dedicadas a la arboricultura mediterránea y, desde luego, en muy contados lugares generan “paisaje”. Un ejemplo de estas consideraciones lo encontramos en el olivar. A diferencia de otras regiones más meridionales u orientales, el olivar se encuentra entre los aprovechamientos que se han visto sustancialmente “limitados” por la restricción climática. Aunque los plantíos revisten carácter histórico, y recientemente se están desarrollando tímidamente en el interior de las llanuras en los espacios vinculados al viñedo, lo cierto que su extensión sólo alcanza las 5.700 ha, que se localizan en ciertos enclaves singulares. Concretamente, en los Arribes del Duero, en la fosa del Tiétar y en la Sierra de Salamanca, donde se dan las condiciones térmicas más favorables para que el árbol pueda prosperar y dé un fruto que, si no en cantidad, sí al menos destaque en calidad. Precisamente por estas circunstancias, el olivo se plantó desde antiguo en esos espacios; rara vez aislado, y más frecuentemente compartiendo el escaso y trabajoso terrazgo, con viñas y frutales. Y ese carácter del terrazgo, difícilmente mecanizable, unido a los menguados rendimientos, ha justificado su notable regresión desde los años sesenta. Entre las variedades cultivadas en todas estas comarcas destaca la manzanilla (cacereña) utilizada tanto para el verdeo como para la obtención de aceite, acompañándola, en menor media, la gordal y cornicabra. No obstante, y a resultas de la buena coyuntura derivada de una favorable OCM de grasas vegetales y de la creciente demanda de un aceite estimado por su calidad, en los últimos años se detecta una mayor atención e interés por la mejora del cultivo y por introducir nuevas variedades más productivas. Como consecuencia de este impulso, uno de los elementos el paisaje del olivar, los tradicionales “molinos”, de propiedad municipal, privada o cooperativa –que utilizaban las rudimentarias piedras y capachos- se están

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reformando en modernas almazaras, que ya usan técnicas a la altura de los tiempos. Con ellos, los rendimientos industriales se han incrementado y se produce aceite de calidad y en cantidad suficiente como para invertir una tendencia hasta ahora mayoritariamente orientada al consumo familiar. De igual manera que ocurre con el olivar, los cultivos vinculados a la arboricultura mediterránea tienen escasa significación paisajística. Desde el punto de vista de su extensión están contabilizadas 8.322 ha; la realidad supera esta cifra, pero su dispersión o abandono impide agregar otras superficies. Como genuinamente mediterráneos encontramos, dominando, el almendro. Este árbol, en una extensión de 1.551 ha, aparece muy disperso por el espacio, vinculado al viñedo, es decir, ocupando los pagos de los terrenos más sueltos, bien mezclado con él, marcando sus límites, o bien ocupando parcelas enteras en forma de plantaciones: las tradicionales “josas”. La rigurosidad del invierno en la mayor parte de la región explica su escasa producción y justifica el abandono de muchos de ellos. Es por esta razón por lo que tiende a concentrarse en ciertos ámbitos que, por sus características locales, tienen una mayor integral térmica. En ellos forma un elemento del paisaje junto a otros árboles. Ya encarando la vertiente al Ebro lo podemos localizar con cierta significación en Ágreda; también en la Sierra o en la vertiente meridional de Gredos, peros sin duda donde más entidad tiene es en los Arribes del Duero: la Fregeneda, Villarino, Fermoselle, Masueco, Aldeadávila o Vilvestre…, son municipios donde los almendros “pueblan” los bancales y confieren, junto a los olivos y el viñedo una clara impronta paisajística. Algo que se complementa, en los sectores más abrigados de los bancales más bajos, con los cítricos: 133h. El resto de frutales lo constituyen árboles no estrictamente mediterráneos. Frutales de pepita o hueso como la manzana (1.603 has), el peral (660 has) y el cerezo y guindo (1775 has), algunos amparados con marcas de garantía, dan personalidad paisajística a ciertos ámbitos comarcales o enclaves. Es el caso de El Bierzo, la Sierra de Salamanca, el valle del Tiétar, el valle de Valdivielso-Villarcayo o Covarrubias. 3. LOS PAISAJES DE LA GANADERÍA EN CASTILLA Y LEÓN A la escala que venimos considerando, los reflejos de la economía ganadera industrial, de fuerte desarrollo en las llanuras de la cuenca sedimentaria, apenas son perceptibles. El aprovechamiento capaz de “generar” paisaje está vinculado a la explotación del ganado en régimen de extensividad, aprovechando tanto los prados de labor, las brañas y pastizales de altura de los ámbitos más húmedos, como los pastizales donde la aridez reduce la producción y seca la hierba en el estío 3.1. Pastizales mediterráneos y dehesas Los pastizales constituyen, junto a los cultivos herbáceos, el otro gran conjunto de la ocupación o uso del suelo. Su extensión es difícil de precisar, porque también lo es su conceptuación. Si en rigor entendemos por pastizal las superficies dedicadas de forma permanente a la producción de hierba, ya sea sembrada o natural, las estadísticas le atribuyen una extensión de 1,6 millones de ha. No obstante, si en una consideración más laxa incluimos también como pastizal aquellas superficies que se pastan de manera más o menos continua, habría que ampliar tal calificativo, y consecuentemente su extensión, a muchos eriales, espartizales o matorrales incluidos en el epígrafe “otras tierras”; e incluso alguna parte del matorral incluido como monte. Esto supondría una extensión cercana a los 3 millones de hectáreas, semejante, por tanto, a la de las tierras de cultivo, de tal forma que entre una y otra ocupación del suelo se supera las dos terceras partes de la superficie total de la región. Además de eso, constituyen, grosso modo, espacios excluyentes, en el sentido de que rara vez se entreveran. El mapa del cultivo y del pastizal son en positivo y el negativo. Una cuestión que es reflejo, por un lado, de las limitaciones que tanto suelos

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como formas de relieve imponen a los cultivos, como, por otro, de la presión o distensión que históricamente se ha ejercido sobre el uso de la tierra. El primer aspecto es fácilmente constatable al observar que, con la excepción de espacios incultos por naturaleza –cuestas de los páramos, arenas de los recubrimientos de las llanuras meridionales o parameras pedregosas- los pastizales apenas existen en las llanuras de la cuenca sedimentaria. Este es, por la facilidad para el labrantío, el dominio de los cultivos extensivos. Por el contrario, en las penillanuras occidentales y en las alineaciones del cíngulo montañoso que rodea la región, por razones edáficas y topográficas –suelos brutos y fuertes pendientes, unidos al matiz climático- abundan los pastizales. Unos ámbitos que han buscado la integración en la economía moderna en una especialización ganadera que aprovecha los terrenos menos aptos para el cultivo. Históricamente, sobre ellos se han asentado las cabañas ovinas más importantes de la península (la soriana, en la Cordillera Ibérica y la segoviana, en la Cordillera Central, sin olvidar la que pastaba en los puertos de la Montaña Leonesa), protagonistas de la trashumancia. En la actualidad, esas cabañas han sido sustituidas por el vacuno que, con orientación cárnica y mayor o menor rusticidad, pasta en régimen de extensividad y da forma a unos paisajes imprecisos, donde lo montaraz gana terreno y se entremezcla con el abandono. Y este segundo aspecto tiene otro significado. Muchos de estos pastizales han sido históricamente tierras de cultivo; testimonio de tiempos en los que la economía de subsistencia y la presión sobre la tierra obligaban a extender el labrantío hasta donde fuera posible. La necesidad se imponía. Ahora, esas tierras de labor aparecen abandonadas. Son el reflejo de unas nuevas condiciones productivas que justifican que los esfuerzos se concentren en los terrenos más aptos. Asimismo, la menor presión ganadera explica que muchos de ellos (los menos accesibles) se vayan espesando ante el avance del monte. Son la expresión de un abandono aún más reciente, formando parte de esas manifestaciones transversales de los paisajes de efectos “indeseados”. En muchas de las montañas y áreas serranas, y de las penillanuras (Aliste, Carballeda, Sanabria…) encontramos estos paisajes. Guardan formas y elementos que son testimonio del pasado, reductos de arcaísmos hoy disfuncionales. En ellos se conjugan los extensos pastizales que revelan una vocación ganadera dominante, el avance del monte y, entreverado con todo ello, los cultivos extensivos allí donde los suelos lo permiten. No obstante de lo anterior, existe un ámbito en los que el que pastizales, terrenos de labor y monte constituyen una unidad, conformando uno de los paisajes más singulares vinculados a la economía ganadera extensiva: la dehesa. Extendida principalmente por el oeste y sur peninsular, penetra en Castilla y León abarcando buena parte de las penillanuras occidentales, desde el bloque basal de la Cordillera Central abulense hasta el Sayago zamorano, pero adquiere su mayor y mejor expresión en las penillanuras de Salamanca. Es en este espacio donde reviste su condición arquetípica, reflejo de unas formas de propiedad en las que dominan las grandes fincas, de varios centenares de hectáreas, en forma de cotos redondos que, por lo general, se sitúan en los ámbitos externos de los pueblos, rodeando las pequeñas y medianas propiedades, parceladas y de campo abierto, inmediatos a los asentamientos. Su extensión (380 mil ha) y continuidad en el espacio, genera uno de los paisajes agrarios más espectaculares. La finalidad económica es ganadera, pero su singularidad paisajística se debe a que el sistema de explotación aúna el pasto, el cultivo y el monte. El hecho fisonómico más relevante es la entidad del monte hueco, enteramente alterado, de encina, quejigo o roble, asentado sobre pastizales y, cada vez menos, tierra cultivada. La cabaña ganadera, con baja carga, se ha ido simplificando con los años, siendo dominante en la actualidad la vacuna extensiva para carne. Pero aún perviven los elementos que le dan singularidad: residencias y edificios de función agropecuaria, los

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cerramientos perimetrales, de obra o alambrada, así como los abrevaderos e instalaciones para el manejo del ganado. 3.2. Los paisajes de la ganadería extensiva en los ámbitos del dominio húmedo El carácter frío, húmedo y nivoso propio de la montaña atlántica se acrecienta en la de Castilla y León por la gran altitud, que en los fondos de valle supera 1000 m entre el NO de León en el alto Sil y el NE de Palencia en los confines con el alto Ebro, para 2000-2500 m de las cumbres. La franja oriental del N de Burgos se matiza por las cimas más bajas, que superan en poco 1700 m. Si la temperatura mínima absoluta de Riaño (-26,5ºC) y las medias de enero en torno a 1ºC en el fondo bajo de los valles muestran el frío, el máximo invernal de precipitación con 2/3 del total entre noviembre y marzo (700-1100 mm en términos absolutos) esboza la frecuencia y magnitud de las nevadas, que se intercalan con lluvias. Los valles de fondos anchos de vega, desde varios cientos de metros hasta más de 1 km, constituyen otra peculiaridad del relieve, sucediéndose desde Babia en el O por la Tercia y Valdeburón en León hasta la Pernía en Palencia y la depresión de Espinosa de los Monteros en Burgos. Aunque las crestas calcáreas o “peñas” destacan más de 1000 m sobre esas vegas, se trata de un relieve abierto de volúmenes grandes y semejantes en las culminaciones, aunque no faltan áreas con mayor angostura de hoces en el borde meridional. La amplitud de vegas y valles, junto con la dureza del clima se vincula a la facies más baja del paisaje que son los prados, herbazales nitrófilos fértiles y esenciales en la alimentación del ganado, pese a que sus franjas alargadas no superan en general 1/5 de la extensión. Los prados corresponden a las parcelas de propiedad privada más grandes, aunque pequeñas en términos absolutos y por debajo de 1 ha, mientras que la propiedad privada restante, en semiabandono, se dispone atomizada en pagos con parcelas de algunas áreas y origen en antiguos cultivos de subsistencia (patatas, legumbres y cereal en rotación). El aprovechamiento del prado se inicia con un pasto a diente primaveral, uno o dos cortes de siega estivales, para henificación empacada o ensilado en plástico, y una pación otoñal hasta las nieves invernales, aunque no faltan otros más simplificados. El prado requiere labores de cerca –pastor eléctrico a veces-, estercolado –además de los aportes de orines y boñigas del ganado en las paciones-, riego eventual, limpieza y alisamiento de toperas con rastra, entre otras. El heno, con rendimientos de más de 10 tm/ha en las vegas, y el ensilado cubren en lo esencial la estabulación invernal del ganado vacuno de carne en predominio creciente, frente al estancamiento o retroceso del equino de carne (percherón), el ovino y el caprino. El prado no es, ni ha sido, la única solución al problema invernal, en la que la trashumancia supone otra alternativa; tradicionalmente más de 100.000 merinas se desplazaban por cañadas y cordeles desde las dehesas del O y SO de España de invernada hasta el veraneo estival en los puertos o pastos de altitud montañeses, mientras que ahora se llevan a invernar en camión vacas de la montaña hasta las llanuras más bajas cercanas, o hasta las dehesas mencionadas. Por encima del prado, el pasto o pastizal, en yerbado fresco, denso y tierno, supone un buen potencial y permite cargas cercanas a 0,5 unidades ganaderas/ha, pero con carácter efímero, tardío y ceñido al verano. La capacidad y la calidad disminuyen con la altitud, por el frío y la pendiente, hasta la casi nula de las pedrizas y los litosuelos de las peñas estériles. El pastizal se basa en la propiedad colectiva, en diversas modalidades de usos y derechos, pero siempre en teselas grandes, desde el centenar a algún millar de has, lo que facilita su aprovechamiento a diente, el movimiento del ganado y mediante hatos o rebaños numerosos. El pasto y ramoneo del ganado, con el efecto nitrificante de las deyecciones en uso sistemático de redileo –dormida del ganado persistente en redil para favorecer la hierba

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nitrófila- fueron controles del matorral y del incendio por el pastoreo nutrido en mano de obra y siempre encima del ganado, que hoy deambula libre en recintos de cerca y pastor eléctrico. Por eso, avance del matorral en perjuicio del pastizal sólo tiene solución en los desbroces mecánicos, efectuados en áreas extensas y regulares –rectángulos en general-, cuyas distintas fases y temporadas resultan muy patentes en el paisaje. El pastizal comparte vertientes y tipo de propiedad con el bosque en Montes de Utilidad Pública, como norma, si bien éste se ciñe bastante a los taludes más enérgicos y con peor suelo y el pastizal lo supera en los niveles supraforestales, a partir de 1600 m, donde el frío impide el desarrollo del arbolado. Los prados, pastizales, matorrales, bosques y peñas, como facies omnipresentes del paisaje actual, no agotan la variedad, resultando aún visibles los vestigios de los aprovechamientos agrícolas de subsistencia, así como las huellas del colectivismo en un acervo patrimonial de establos, cabañas, corrales, sestiles, hórreos y otros efectos integrados en el poblamiento de pequeños núcleos. La evolución reciente muestra una tendencia fuerte e irreversible hacia la reducción, frente a la regulación intrincada hasta mediados del siglo XX con una población abundante, en contraste con el vacío y envejecimiento actuales. 4. CONCLUSIONES Cualquier intento de aproximación a la tipificación y caracterización de los paisajes agrarios de Castilla y León pone de manifiesto las dificultades para encontrar un marco preciso de catalogación y delimitación de unidades. La escala de estudio determina que ese acercamiento haya de ser esencialmente formal, a partir de la singular combinación que surge de la ocupación del suelo en las grandes unidades de relieve, que a su vez lo condicionan, bien a través del clima, bien a través los suelos en los distintos sustratos de facies y recubrimientos. De esa combinación surgen las grandes teselas de los paisajes agrarios de Castilla y León; las unidades del orden del millar de km2, que en número de 25 a 30 se pueden considerar para una región tan amplia y contrastada. Son estas unidades las que sirven de marco para el estudio profundo de las complejas combinaciones de formas, procesos y significados que se manifiestan en los arquetipos, ámbitos territoriales precisos donde la nitidez de la imagen los convierte en la máxima expresión paisajística de las prácticas agrarias. BIBLIOGRAFÍA BARAJA RODRÍGUEZ, E y MOLINERO HERNANDO, F. (2008): “Nueva dinámica de los paisajes del regadío en el Duero”, en: Los espacios rurales españoles en el nuevo siglo, Murcia, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia, pp. 97-111. CONSEJO DE EUROPA (2000): Convenio Europeo del Paisaje. Florencia, Consejo de Europa. MATA OLMO, R. (2004): “Agricultura, paisaje y gestión del territorio”, en POLÍGONOS, Revista de Geografía, 14, pp. 97-137. MOLINERO, F., ALARIO, M y BARAJA, E. (2009): " Unidades Escalares en los Paisajes de la Agricultura de España", en Geografía, Territorio y Paisaje: Estado de la Cuestión, Actas del XXI Congreso de Asociación de Geógrafos Españoles. Ciudad Real, UCM-AGE, pp. 1211-1229. PUENTE FERNÁNDEZ De la, L. (2009): " Tipos y Unidades de Paisaje: la Necesidad de Diferenciar lo General de lo Particular", en Geografía, Territorio y Paisaje: Estado de la Cuestión, Actas del XXI Congreso de Asociación de Geógrafos Españoles. Ciudad Real, UCM-AGE, pp. 913-926. SILVA, R. y VILLAR (2009): “La Pluridimensionalidad del Paisaje como Criterio para la Caracterización de los Paisajes de la Agricultura”, en Geografía, Territorio y Paisaje:

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Estado de la Cuestión, Actas del XXI Congreso de Asociación de Geógrafos Españoles. Ciudad Real, UCM-AGE, pp. 1371-1385.