animales en gral

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Sección: Literatura Gerald Durrell: El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid

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Animales en gral

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  • Seccin: Literatura Gerald Durrell:

    El Libro de Bolsillo Alianza Editorial

    Madrid

  • Ttulo original: The Whispering Land Traductora: Marta Sansigre Vidal

    Primera edicin en El Libro de Bolsillo: 1983 Cuarta reimpresin en El Libro de Bolsillo: 1995

    Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el art. 534-bis del Cdigo Penal vigente, podrn ser castigados con penas de multa y privacin de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artstica o cientfica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorizacin.

    Gerald Durrell, 1961 - All rights reserved Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1983, 1984, 1988, 1992, 1995 Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15; 28027 Madrid; telf. 741 6600 ISBN: 84-206-9989-6 Depsito legal: M. 4.225-1995 Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polgono Igarsa Paracuellos de Jarama (Madrid) Printed in Spain

  • Para BEBITA Que al marcharse de Argentina me ha dejado sin el mejor pretexto para volver.

    Cuando recuerdo imgenes del pasado, las llanuras de Patagonia pasan frecuentemente ante mis ojos, y, sin embargo, todos afirman que esas llanuras son mseras e intiles. Slo pueden describirse por sus caractersticas negativas; carentes de habitantes, de agua, de rboles, de montaas, slo producen unas cuantas plantas enanas. Por qu, entonces, y esto no me ocurre slo a m, esas ridas llanuras han quedado tan fuertemente grabadas en mi memoria?

    Charles Darwin, El viaje del Beagle

    Unas palabras previas..................................................................................................................4

    Captulo 1 Tierras de murmullos ..........................................................................................13 Captulo 2 Un ocano de camareros......................................................................................20 Captulo 3 Un enjambre de oro ............................................................................................26 Captulo 4 Los animales bulbosos .......................................................................................34

    Segunda parte............................................................................................................................40 Captulo 5..............................................................................................................................45 Captulo 6 Una ciudad de bichos" .........................................................................................53 Captulo 7 Vampiros y vino .................................................................................................63 Captulo 8 Un vagn lleno de bichos* ..................................................................................71 Captulo 9 Las costumbres del pas......................................................................................81 Avance ..................................................................................................................................86 Agradecimientos ...................................................................................................................87

  • Unas palabras previas

    Hace algn tiempo escrib un libro (titulado A Zoo in My Luggage, Un zoo en mi equipaje) en el que explicaba cmo despus de viajar durante varios aos a diferentes partes del mundo, reuniendo animales vivos para diversos zoos, acab hartndome.

    No me hart, me apresuro a aadir, de las expediciones, y menos todava de los animales que encontr. Me hart de tener que separarme de esos animales al volver a Inglaterra. La nica solucin era iniciar mi propio zoo, y en A Zoo in My Luggage relato cmo me fui a frica Occidental a reunir el ncleo de este proyecto, cmo traje los animales a casa y cmo, finalmente, fund mi propio zoolgico en la isla de Jersey, en las Islas del Canal.

    Esto es, pues, en cierto modo, una continuacin de aquel libro, porque en ste describo cmo mi mujer y yo, acompaados por nuestra infatigable secretaria, Sophie, pasamos ocho meses en Argentina, para llevarnos una bo-nita coleccin sudamericana al Zoo de Jersey, y cmo, a pesar de mil reveses, lo conseguimos. Si la coleccin merece elogio, es a Sophie a quien se le debe, porque, aunque no figura mucho en estas pginas, ella soport, quiz, la carga ms pesada del viaje. Permaneci sin quejarse en Buenos Aires y cuid de la riada incesante de animales con los que yo apareca constantemente procedente de diversos lugares, y cuid de ellos, adems, de una forma digna de un experto. Por sta, y por otras muchas razones, estoy profundamente endeudado con ella.

  • Primera parte

    LAS COSTUMBRES DEL PAS

  • Buenos Aires, engalanado para la primavera, presentaba su mejor aspecto. Los edificios, altos y elegantes, parecan brillar como tmpanos al sol, y las anchas avenidas estaban bordeadas de rboles de Jacaranda cubiertos con una nube de flores azul violeta, o de palo borrachos * con sus troncos en forma de botella y sus largas ramas salpicadas de flores amarillas y blancas. La atmsfera primaveral pareca haber contagiado a los peatones, que cruzaban la calzada corriendo entre el trfico con menos cuidado an que de costumbre, mientras los conductores de los tran-vas, autobuses y coches rivalizaban entre s en el tradicional juego bonaerense de ver cunto podan acercarse unos a otros a toda velocidad sin llegar a chocar.

    Como no hay en m una vena suicida, me haba negado a conducir por la ciudad, as que nos lanzamos desafiando

    a la muerte en nuestro Land-Rover con Josefina al volante. Bajita, con el pelo moreno rizado y grandes ojos castaos, Josefina tena una sonrisa como un faro, capaz de paralizar al hombre ms insensible a veinte pasos, A mi lado iba sentada Mercedes, alta, delgada, rubia con ojos azules; normalmente tena una expresin como si no hubiera roto nunca un plato, con la que consegua ocultar una voluntad de hierro y una tenacidad inflexible y obstinada. Estas dos chicas formaban parte del ejrcito privado de encanto femenino que empleaba para enfrentarme con los funcionarios pblicos argentinos. En aquel momento nos dirigamos hacia el enorme edificio que pareca un cruce entre el Partenn y el Reichstag, en cuyo enorme interior acechaba el enemigo ms formidable de la cordura y de la libertad en Argentina: la Aduana. A mi llegada, unas tres semanas antes, haban dejado entrar en el pas, sin rechistar, todo mi equipo de objetos sujetos a elevados derechos de aduana, como mquinas de fotos, de cine, el Land-Rovcr, y dems. Pero, por alguna razn conocida slo por el Todopoderoso y por las lcidas mentes de la Aduana, me haban confiscado todas las redes, las trampas, las delanteras de las jaulas, y otros objetos sin valor, pero necesarios para capturar animales. As que, durante las tres semanas anteriores, Mercedes, Josefina y yo habamos pasado todos los das en las entraas de la enorme casa de Aduanas, donde nos haban enviado de oficina en oficina con una especie de regularidad de relojera, tan montona y tan frustrante que uno empezaba a preguntarse realmente si su cerebro lo resistira. Mercedes me miraba con angustia mientras Josefina viraba, de una manera que me haca dar un vuelco al estmago, entre peato-nes que huan.

    Cmo te encuentras hoy, Gerry?, me pregunt. De maravilla, sencillamente de maravilla dije amargamente; no hay nada que me guste tanto como levan-

    tarme en una esplndida maana como la de hoy y sentir que tengo todo un soleado da por delante para intimar ms profundamente con la Aduana.

    Por favor, no digas eso me dijo, me prometiste nc volver a enojarte. No sirve de nada. Puede que no sirva de nada, pero me alivia. Te juro que si nos tienen media hora esperando fuera de una ofi-cina para que el ocupante del fondo nos diga que no es su departamento, y que vayamos a la sala setecientos cuatro, no respondo de mis actos. Pero hoy vamos a ver al Sr. Garca, dijo Mercedes, con el aire de quien promete un caramelo a un nio. Gru. Que yo sepa hemos visto por lo menos a catorce Sres. Garca en ese edificio, durante las ltimas tres semanas.

    La tribu de los Garca trata la Aduana como si fuese una antigua empresa familiar. Me imagino que todos los bebs Garca nacen con un sello de goma diminuto en la mano dije, cada vez ms animado. Como regalo de bautizo, reciben retratos descoloridos de San Martn, para que los cuelguen en sus despachos de mayores.

    Ay mi madre! Me parece que ser mejor que te quedes en el coche dijo Mercedes. Cmo? Y privarme del placer de continuar mi investigacin genealgica de la familia Garca? Bueno, promteme que no dirs nada dijo volviendo hacia m, suplicante, sus ojos color azul alcin. Por

    favor, Gerry, ni una palabra. Pero si nunca digo nada protest. Si de verdad dijera lo que pienso ardera todo el edificio. Y el otro1 da, cuando dijiste que con la dictadura metas y sacabas tus cosas del pas sin problemas, y que

    ahora que hay democracia, te tratan como a un contrabandista? Bueno, es la pura verdad. Supongo que uno puede expresar sus pensamientos, aunque sea en una democra-

    cia, no? Durante las ltimas tres semanas no hemos hecho ms que luchar con estos tipos imbciles de la Aduana, ninguno de los cuales parece capaz de decir nada, si no es recomendarte que vayas a ver al Sr. Garca al

    1 En espaol, en el original

  • final del pasillo. He perdido tres preciosas semanas en que podra haber estado filmando y recogiendo animales. La mano... La mano... dijo Josefina de repente, gritando. Saqu la mano por la ventanilla y la fila de

    coches que nos segua a toda velocidad chirri con un frenazo estremecedor, mientras Josefina inclinaba el Land-Rover al doblar. Los gritos de rabia llamndola animal!* se apagaron detrs de nosotros.

    Josefina, te agradecera que nos avisaras cuando vas a girar dije. Josefina volvi hacia m su brillante sonrisa. Por qu? pregunt sencillamente. Bueno, ayuda, sabes? Nos da la oportunidad de prepararnos para comparecer ante nuestro Hacedor. Hasta ahora no choqu nunca no? pregunt. No, pero me parece que es slo cuestin de tiempo. Cruzamos una interseccin, majestuosamente, a cuarenta millas por hora, y un taxi que vena de frente tuvo que

    frenar en seco para no chocar con nosotros. Blurry Bastardl dijo Josefina tranquilamente. Josefina! No debes decir esas cosas la re. Por qu no? pregunt Josefina inocentemente. T las dices. Eso no* tiene que ver dije severamente. Pero suena bien, no? dijo con satisfaccin. Y he aprendido ms cosas; se decir Blurry Bastare/y. . . Bueno, bueno dije apresuradamente, te creo. Pero por todos los santos, no las digas delante de tu

    ma-dre, o no te dejar conducir conmigo nunca ms. Tena ciertas desventajas, reflexion, el tener mujeres jvenes y guapas ayudndome en el trabajo. Es verdad

    que con su encanto podan convencer hasta a los pjaros de que abandonasen los rboles, pero descubr que tam-bin te-nan memorias tenaces cuando se trataba de las breves y tajantes imprecaciones anglosajonas que me vea impelido a usar en momentos de tensin.

    La mano... La mano... volvi a decir Josefina. Cruzamos al otro lado de la calzada, dejando atrs un

    embrollo de trfico enfurecido, y nos detuvimos ante la enorme y lbrega fachada de la Aduana. Tres horas ms tarde reaparecimos, con el cerebro aturdido y los pies doloridos, y nos lanzamos al interior del

    Land-Rover. Dnde vamos ahora? pregunt Josefina con desgana. A un bar dije, a un bar donde pueda tomarme un coac y un par de aspirinas. De acuerdo dijo Josefina, soltando el embrague. Creo que maana lo conseguiremos dijo Mercedes, en un esfuerzo por revivir nuestros dbiles nimos. Mira dije algo speramente, el Sr. Garca, Dios bendiga su barbilla azul y su frente empapada en colonia,

    nos ha servido de tanto como un escarabajo en un frasco. Y t lo sabes. No, no, Gerry. Me prometi llevarme maana a ver a uno de los altos cargos de la Aduana. Cmo se llama... Garca? No, un tal Sr. Dante. Qu apropiado! Slo un hombre con ese apellido podra sobrevivir en ese infierno de Garcas.

  • Y casi lo arruinas todo dijo Mercedes con reproche, cuando le preguntaste si el tipo del retrato era su padre. Sabas que era San Martn.

    S, lo s, pero pens que si no deca alguna tontera, mi cerebro iba a partirse en dos como un par de botas de

    go-ma viejas. Josefina par ante un bar. Nos sentamos en una mesa al borde de la acera y tomamos nuestras bebidas deprimidos y

    en silencio. Pronto logr sacudirme el atontamiento que la Aduana siempre me produca y pensar en otros problemas.

    Prstame cincuenta centavos, por favor, ped a Mercedes. Voy a llamar a Marie. Para qu? pregunt Mercedes. Para que lo sepas, me ha prometido encontrar un sitio donde dejar el tapir. En el hotel no me dejan tenerlo

    en la azotea. Qu es un tapir? pregunt Josefina con inters. Es una especie de animal, del tamao de un pony, con una nariz muy larga. Parece un elefante que sali

    mal. No me extraa que no te lo dejen tener en la terraza dijo Mercedes. Pero si es slo un cachorrito... ms o menos del tamao de un cerdo. Bueno, toma los cincuenta centavos. Encontr el telfono, venc los embrollos del sistema telefnico argentino y marqu el nmero de Marie. Marie? Soy Gerry. Qu hay del tapir? Mis amigos estn fuera, as que no puedes llevarlo all. Pero mam dice que por qu no lo traes y lo tendre-

    mos en el jardn. Ests segura de que puedo? Bueno, fue idea de mam. Pero ests segura de que sabe lo que es un tapir? S. Le dije que era un animal pequeo y peludo. Eso no es exactamente una descripcin zoolgica. Qu dir cuando aparezca yo con un bicho casi calvo y

    del tamao de un cerdo? Una vez que est aqu, estar aqu dijo Marie con mucha lgica. Suspir. Bueno. Lo llevar esta tarde, de acuerdo? De acuerdo. Y no te olvides de traerle comida. Volv a donde esperaban Josefina y Mercedes con aspecto de estar muertas de curiosidad. Qu dijo Marie? pregunt Mercedes al fin. Ponemos la Operacin Tapir en marcha esta tarde a las cuatro en punto. Dnde lo llevamos? A casa de Marie. Su madre se ofreci a tenerlo en el jardn. Dios mo, no! dijo Mercedes con considerable efecto dramtico.

  • Por qu no? pregunt. No lo puedes llevar all, Gerry. El jardn es pequeo, y adems la Sra. Rodrguez cuida mucho sus flores. Y qu tiene eso que ver con el tapir? Estar atado. De todas formas, a alguna parte tiene que ir, y hasta

    ahora se es el nico ofrecimiento que me han hecho. Bueno, llvalo dijo Mercedes con el aire de satisfaccin mal disimulado del que sabe que tiene razn, pero

    luego no digas que no te lo advert. Bueno, bueno. Ahora vamos a comer, porque tengo que recoger a Jackie a las dos para ir a hablar con los de

    la agencia sobre nuestros pasajes de vuelta. Despus podemos it a recoger a Claudio. Quin es Claudio? pregunt sorprendida Mercedes. El tapir. Le he bautizado as porque con ese hocico romano que tiene se parece a uno de los emperadores an-

    tiguos. Claudio! dijo Josefina rindose. Qu divertido! As que aquella tarde a las cuatro recogimos al tapir, que se mostraba algo reacio, y nos fuimos a casa de Marie.

    En el camino compramos una larga correa de perro y un collar tan grande como para un gran dans. El jardn era, como haba dicho Mercedes, muy pequeo. Meda unos cincuenta por cincuenta pies y era una especie de agujero cuadrado rodeado en tres de los lados por las paredes negras de las casas vecinas, y en el cuarto por una diminuta terraza con puertas de cristales que llevaban a la casa de los Rodrguez. A causa de la altura de los edificios que lo rodeaban, era un jardn hmedo y bastante tristn, pero la Sra. Rodrguez haba hecho maravillas para mejorarlo plantando las flotes y los arbustos que mejor se dan en lugares con poca luz. Tuvimos que llevar a Claudio, pata-leando furiosamente, a travs de la casa, sacarlo por una puerta de cristales y, ya fuera, le atamos al pie de las esca-leras. Claudio arrug su trompa roma apreciando los aromas de tierra mojada y flores que flotaban en el aire y exhal un profundo suspiro de satisfaccin. Coloqu a su lado un cuenco con agua y un enorme montn de verdu-ras y frutas cortadas, y lo dej. Marie prometi llamarme al hotel a primera hora de la maana y decirme que tal se haba adaptado Claudio. Y as lo hizo concienzudamente.

    Gerry? Buenos das. Buenos das. Cmo est Claudio? Vers, me parece que ser mejor que vengas dijo con el tono de quien est intentando dat una mala

    noticia con tacto. Por qu? Qu pasa? No estar enfermo, verdad? pregunt alarmado. No, por Dios! No est enfermo dijo Mane con tono sepulcral. Pero anoche rompi la correa y cuando lo descubrimos ya se haba comido la mitad de las begonias de mam. Lo tengo encerrado en la carbonera y mam est arriba con dolor de cabeza. Creo que deberas venir y traer otra correa. Maldiciendo a los animales en general y a los tapires en particular, cog un taxi y fui disparado a casa de Marie,

    parando en el camino para comprar catorce macetas de las mejores begonias que pude conseguir. Encontr a Claudio cubierto de polvillo de carbn y mordisqueando pensativo una hoja. Le re, le puse la nueva correa (lo bastante fuerte, al parecer, para sujetar a un dinosaurio), escrib una nota pidiendo disculpas a la Sra. Rodrguez, y me fui, despus de que Marie prometiese llamarme si volva a ocurrir algo. A la maana siguiente volvi a telefonearme.

    Gerry? Buen da. Buenos das. Todo va bien? No dijo Marie tristemente. Lo volvi a hacer. Mam ya no tiene ni una begonia, y el resto del jardn es-

    t como si hubiera pasado por l una aplanadora. Creo que tendrs que ponerle una cadena, sabes? Dios mo! gem, entre la Aduana y ese maldito tapir acabar por darme a la bebida. Bueno, ir y llevar

    una cadena. Una vez ms llegu a casa de los Rodrguez, llevando una cadena que podra haber servido para anclar el Queen

  • Mary, y esta vez con macetas suficientes para formar un seto. A Claudio le encant la cadena. Encontr que saba muy bien si la chupaba ruidosamente, y an ms, que produca un cascabeleo muy alto y musical cuando sacuda la cabeza arriba y abajo, un ruido que produca la sensacin de que haba un pequeo taller de fundicin en el jardn de los Rodrguez. Sal corriendo antes de que la Sra. Rodrguez bajase a ver qu era ese ruido. Marie me llam a la maana siguiente.

    Gerry? Buen da. Buenos das contest con la premonicin de que aqul iba a ser cualquier cosa menos un buen da. Me temo que mam quiere que te lleves a Claudio dijo Marie. Qu ha hecho ahora*} pregunt exasperado. Bueno dijo Marie con un ligersimo temblor de regocijo en la voz, mam tuvo invitados a cenar anoche.

    Cuando acabbamos de sentarnos, se oy un ruido terrible en el jardn. Claudio se las haba arreglado para soltar la cadena no s cmo. El caso es que antes de que pudiramos hacer algo sensato, se lanz a travs de las puertas de vidrio arrastrando la cadena.

    Dios mo! dije asustado. S dijo Mara empezando a rer nerviosamente sin poder contenerse, fue divertidsimo... Todos los invitados

    saltando aterrorizados, mientras Claudio daba vueltas corriendo alrededor de la mesa haciendo resonar la cadena como un fantasma. Despus se asust con tanto ruido e hizo un... ya sabes... un adorno en el suelo.

    Santo cielo! gem, porque saba lo que Claudio poda hacer a modo de adorno cuando se lo propona. As que la cena de mam fue un desastre, y dice que lo lamenta, pero que hagas el favor de llevrtelo.

    Opina que Claudio no est contento en el jardn, y que, de todas formas, no es un animal muy simptico *. Tu madre, supongo que estar arriba con dolor de cabeza... Creo que es algo ms que un dolor de cabeza dijo Marie sensatamente. Bueno suspir. Djalo de mi cuenta. Ya pensar algo. Esta, sin embargo, fue la ltima de la serie de complicaciones que tuvimos, porque de repente todo empez a

    marchar bien. La Aduana me devolvi el equipo y, lo que fue an ms importante, encontr una casa no slo para Claudio, sino tambin para todos los dems animales: una casita en las afueras de Buenos Aires que nos dejaron tem-poralmente para guardar nuestra coleccin.

    As que, con nuestros problemas resueltos, al menos temporalmente, nos hicimos con mapas y planeamos la ruta

    hacia el sur, hacia la costa patagnica donde los elefantes marinos y los osos marinos australes retozan en las aguas heladas.

    A primera vista todo pareca bastante sencillo. Marie haba conseguido un permiso en su trabajo e iba a venir

    con nosotros de intrprete. Planeamos nuestra ruta hasta en los menores detalles, como slo se permiten hacerlo los que nunca han estado en una regin. El equipo fue comprobado, recomprobado y empaquetado cuidadosamente. Despus de las semanas de frustracin y aburrimiento en Buenos Aires, empezbamos a tener la impresin de que por fin bamos a hacer algo. Entonces, en el ltimo consejo de guerra (en el cafetito de la esquina), Marie sali con un argumento que obviamente haba estado rumiando desde haca tiempo.

    Me parece que sera buena idea llevar a alguien que conozca las carreteras, Gerry dijo, engullndose lo que

    pareca una gran barra de pan rellena de una lengua de buey gigante, combinacin que en Argentina pasa por bo-cadillo.

    Y para qu? pregunt. Tenemos mapas no? S, pero t no conoces las carreteras de la Patagonia, y son bastante distintas de las de cualquier otra parte del

    mundo, sabes? Cmo distintas? inquir.

  • Peores dijo Marie que no era partidaria de desperdiciar palabras. Yo tambin me inclino a pensar como Marie dijo Jacquie. Hemos odo las cosas ms horribles sobre esas

    carreteras por todas partes. Querida, sabes tan bien como yo que siempre * oyes esas cosas sobre las carreteras, los mosquitos, o las tribus

    salvajes de cualquier parte del mundo a la que vayas, y que generalmente son tonteras. De todas formas creo que la de Marie es una buena sugerencia. Si pudiramos conseguir alguien que conociera

    las carreteras y nos llevara hasta all, sabramos qu nos espera a la vuelta. Pero es que no hay nadie dije irritado. Rafael est en la universidad, Carlos en el norte, Brian estudiando... Est Dickydijo Marie.

    La mir fijamente. * Quin es Dicky? pregunt al fin. Un amigo mo dijo descuidadamente. Es muy buen conductor, conoce la Patagonia y es una

    persona muy agradable. Est muy acostumbrado a ir de caza, as que no le importa sufrir. Por sufrir entiendes pasar penalidades, o quieres decir que nuestra compaa puede herir su delicada

    naturaleza? Vamos, deja de hacerte el chistoso dijo Jacquie querr ese tipo venir con nosotros, Marie. S, claro afirm Marie, dijo que le encantara. Muy bien dijo Jacquie, cundo puede venir a vernos? Le dije que viniera aqu como dentro de diez minutos respondi Marie. Pens que Gerry lo querra

    conocer, por si no le gustaba. Las mir enmudecido. Creo que es una buena idea, no te parece? dijo Jacquie. Me pides mi opinin? pregunt. Cre que ya haban decidido todo ustedes. Estoy segura de que Dicky te gustar... empez Marie, y en ese momento apareci Dicky. A primera vista decid que no me gustaba nada. No me pareci la clase de persona que ha sufrido nunca,

    ni que es capaz de sufrir. Iba vestido con un gusto exquisito, demasiado exquisito. Tena una cara redonda y regordeta con ojos como botones de batn, un bigotillo ralo como una polilla marrn decoraba su labio superior, y llevaba el pelo pegado a la cabeza con tanto cuidado que pareca pintado en el crneo.

    Te presento a Dicky de Sola dijo Marie con cierta ansiedad. Dicky me sonri con una sonrisa que transform toda Marie decirle? dijo, quitando meticulosamente el polvo de la silla con el pauelo antes de

    sentarse a la mesa. Yo encanto de ir con ustedes si son contentos. Yo encanto de ir a Patagonia, quien me gusta muchsimo.

    Empec a tomarle simpata. Si yo no til, no voy, pero puedo aconsejar, si permiten, pues conozco las carreteras. Tienen mapa? Ah,

    bueno, ahora djenme explicacin. Juntos miramos el mapa y en media hora Dicky me haba conquistado por completo. No slo conoca a fondo la

    regin por la que bamos a pasar, sino que su peculiar ingls, su encanto y su humor contagioso me conven-cieron.

  • Bien dije a la vez que doblbamos los mapas, si de verdad tienes tiempo, nos gustara mucho que vinieras.

    Abrumadoramente dijo tendindome la mano. Y con esta misteriosa expresin, cerramos el trato.

  • Captulo 1 Tierras de murmullos

    Las llanuras de la Patagonia, por ser apenas transitables, son ilimitadas, y, por lo tanto, desconocidas. Llevan la impronta de haber sido durante mucho tiempo tal como son ahora, y no parece que haya lmite a su duracin en el futuro.

    Charles Darwin, El viaje del Beagle

    Salimos hacia el sur a la luz gris perla del amanecer del que prometa ser un da perfecto. Las calles estaban tan vacas que tenan eco, y en los bordes de los parques y plazas empapados con roco, los montones de flores cadas de las Jacarandas y de los paloborrachos * formaban como una orla de espuma, montaas de relucientes flores azu-les, amarillas y rosas.

    A las afueras de la ciudad doblamos una esquina y tropezamos con el primer signo de vida desde que habamos

    salido, un grupo de barrenderos entregados al ballet de cada maana. El espectculo era tan extraordinario, que condujimos lentamente detrs de ellos durante un rato para verlo. El carretn de la basura avanzaba retumbando por el centro de la calle a una velocidad constante de cinco millas por hora, y de pie en la parte trasera, con basura hasta las rodillas, iba el vaciador. Otros cuatro hombres galopaban a los lados de la carretera como lobos, lanzndose repentinamente a los oscuros portales, de los que salan llevando cubos llenos de basura en equilibrio sobre los hombros. Luego corran al lado del carretn y tiraban sin esfuerzo el cubo al aire. El hombre del carro lo coga, lo vaciaba y lo volva a tirar, todo en un solo movimiento fluido. El ritmo era soberbio, pues a la vez que un cubo vaco se precipitaba hacia abajo, uno lleno volaba hacia el carro. Se cruzaban en mitad del aire, y el cubo lleno era recogido y vaciado. A veces haba cuatro cubos a la vez en el aire. Todo se realizaba en silencio y a increble velocidad.

    Pronto dejamos las afueras de la ciudad, que empezaba a despertar, y corrimos hacia el campo abierto, dorado

    al sol naciente. El aire de la maana era helador, y Dicky se haba vestido a propsito. Llevaba un largo abrigo de lana y guantes blancos, y sus insulsos ojos negros y su cuidado bigote en forma de mariposa asomaban debajo de una ridicula gorra de cazador que se haba puesto, segn me dijo, para mantener las orejas calentadas. Sqphie y Marie iban agazapadas en una extraa postura fetal en a parte de atrs del Land-Rover, sobre nuestras montaas de pertrechos, que, insistan ellas, haban sido empaquetados en cajas de aristas afiladas como cuchillos. Jacquie y yo bamos al lado de Dicky en el asiento delantero, con un mapa extendido sobre las rodillas, y las cabezas inclinadas, tratando de planear nuestro camino. Algunos de los lugares por los que tenamos que pasar eran deliciosos: Chascoms, Dolores, Necochea, Tres Arroyos, y otros nombres igualmente encantadores, que se deslizaban de la lengua tentadoramente. En un mo-mento pasamos por dos pueblos, uno llamado El Cristiano Muerto, y otro El Indio Rico. La explicacin que dio Marie de esta extraa nomenclatura fue que el indio era rico porque haba matado al cristiano y le haba robado todo su di-nero, pero por muy atractiva que fuese la historia, no me pareci que pudiera ser verdad.

    Durante dos das avanzamos a gran velocidad por entre un paisaje tpico de la Pampa, tierras llenas de hierba do-

    rada donde el ganado paca hundido hasta las rodillas; de vez en cuando surgan grupos de eucaliptus con sus tron-cos blan-quecinos y pelados como miembros leprosos, o pequeas estancias cuidadas, blancas y relucientes, a la sombra de e-normes ombes carunculados que se levantaban, macizos y sombros, sobre la mole de sus troncos cha-parros. En algunos lugares, las cuidadas vallas que bordeaban la carretera estaban casi ocultas bajo una espesa capa de convlvulos de los que colgaban flores azul elctrico del tamao de un platillo de caf y sobre uno de cada tres o cuatro postes de las va-llas haba, en equilibrio, el extrao nido, como una pelota de ftbol, de un hornero. Era un paisaje frondoso, prspero y bien nutrido que escapaba por poco de ser montono. Con el tiempo, el tercer da por la tarde, nos perdimos, as que nos paramos al lado de la carretera y discutimos alrededor del mapa. Nuestro destino era una ciudad llamada Carmen de Patagones, situada en la orilla norte del ro Negro. Yo tena especial inters en pernoctar all, porque era una ciudad en la que Danvin haba pasado cierto tiempo durante el viaje del Beag/e, y quera ver cunto haba cambiado en los ltimos cien aos. De modo que, a pesar de que casi se amotin el resto de la expedicin, que quera parar en el primer sitio adecuado que viramos, continuamos viajando. Result que no hubiramos podido hacer otra cosa en cual-quier caso, porque no pasamos ni un solo lugar habitado hasta que vimos centellear a los lejos un grupito de dbiles luces. A los diez minutos conducamos con precaucin por las calles adoquinadas de Carmen de Patagones, alumbradas por faroles plidos y temblorosos. Eran las dos de la

  • madrugada, y todas las casas estaban cerradas a cal y canto. Nuestras probabilidades de encontrar a alguien que nos indicase una fonda eran remotas, y desde luego necesitbamos ayuda, porque cada casa era exactamente igual a la de al lado, y no haba ningn signo de si eran hoteles o casas particulares. Paramos en la plaza principal de la ciudad y estbamos discutiendo el problema, cansados e irritados, cuando de pronto apareci un ngel de miseri-cordia en forma de polica alto y delgado con un uniforme inmaculado, y cinturn y botas relucientes. Nos salud con elegancia, hizo una inclinacin de cabeza a las mujeres del grupo, y con una cortesa propia de otros tiempos nos dirigi hacia unas calles laterales donde dijo que encontraramos un hotel. Llegamos a una gran casa, sombra, completamente cerrada, con una puerta maciza, que hubiera hecho justicia a una catedral. Golpeamos con un tamboreo estridente en su superficie gastada y esperamos pacientemente el resultado. Al cabo de diez minutos no haba habido respuesta, as que Dicky, presa de desesperacin, lanz un ataque a la puerta, que, si hubiera tenido xito, hubiera despertado a los muertos. Pero en el momento en que Dicky se lanzaba sobre la puerta, sta se abri misteriosamente dejando ver un largo pasillo dbilmente iluminado, con puertas a cada lado, y una escalera de mrmol que suba a los pisos altos. Muertos de hambre y de cansancio, no estbamos de humor para examinar con detalle la propiedad ajena, as que entramos en el vestbulo resonante como un ejrcito invasor. All nos pa-ramos gritando Hola!* hasta llenar el hotel con nuestros gritos, pero nadie respondi.

    Pienso, Gerry, que mucho tiempo todos estn fallecidos observ Dicky gravemente. Bueno, si es as, sugiero que nos despleguemos en busca de camas dije. De modo que subimos la escalera de mrmol y hallamos tres dormitorios con las camas hechas (por el sencillo

    procedimiento de abrir todas las puertas que vimos). Finalmente, habiendo encontrado donde dormir, Dicky y yo bajamos a ver si el hotel ostentaba algn tipo de instalacin sanitaria. La primera puerta que abrimos en nuestra bsqueda nos introdujo en un oscuro dormitorio en el que haba una enorme cama de matrimonio con un dosel a la antigua. Antes de que pudiramos salir de la habitacin, una enorme figura surgi de la cama como una ballena emergiendo a la superficie, y avanz patosamente hacia nosotros. Result ser una mujer colosal, que deba pesar unas doscientas libras y vesta un ondeante camisn de franela. Sali al vestbulo parpadeando, a la vez que se pona un kimono ondeante verde brillante con enormes rosas rosas. Era como si una de las ms exticas exposiciones de la Muestra Floral de Chelsea hubiese cobrado vida sbitamente. Sobre sus grandes pechos se extendan dos largos mechones de pelo gris, que se ech hbilmente hacia atrs mientras se abrochaba el kimono, sonrindonos con adormilada amabilidad.

    Buenas noches* dijo cortsmente. Buenas noches, seora* contestamos, dispuestos a no dejarnos vencer en cuestin de modales a esas horas

    de la madrugada. Hablo con la patrona?* pregunt Dicky. S, s, seor*, dijo sonriendo ampliamente, qu quers?" Dicky se disculp por la hora de nuestra llegada, pero la patrona sacudi la mano rechazando nuestras disculpas.

    Podramos, pregunt Dicky, tomar unos sandwiches y caf? Por qu no? pregunt la patrona. Adems, dijo Dicky, necesitamos ir al cuarto de bao urgentemente, sera tan amable de indicarnos dnde est? Ella, de muy buen humor, nos llev a una pequea habitacin con azulejos, nos ense cmo tirar de la cadena y se qued charlando amigablemente mientras Dicky y yo alivibamos las punzadas de la naturaleza. Luego, la patrona, re-soplando y haciendo ondear su ropa, nos llev a la cocina, donde nos prepar una enorme pila de bocadillos e hizo una jarra de humeante caf. Despus de asegurarse de que no poda hacer nada ms por nosotros, se march conto-nendose a la cama.

    A la maana siguiente, despus de desayunar, dimos una vuelta rpida por la ciudad. Por lo que pude ver,

    aparte de la introduccin de la electricidad, haba cambiado poco desde los tiempos de Darwin, as que salimos de ella, descendimos a toda velocidad una colina y cruzamos el ancho puente de hierro tendido sobre las aguas rojo ocre del Ro Negro. Pasamos, traqueteando por el puente, de la provincia de Buenos Aires a la de Chubut, y por el mero hecho de cruzar un ro, entramos en un mundo diferente.

    Lejos quedaban las exuberantes llanuras verdes de la Pampa y, en su lugar, un rido desierto se extenda hasta

    donde alcanzaba la vista a cada lado de la polvorienta carretera, con una cobertura uniforme de matorral verde grisceo compuesto de plantas de unos tres pies de altura, todas ellas armadas de una formidable coleccin de espi-nas y pas. Nada pareca vivir en esa maleza seca, porque cuando paramos no se oa el canto de pjaro ni de insecto alguno; slo el murmullo del viento entre las espinas de los matorrales sonaba en este paisaje marciano monocro-mtico, y lo nico que se mova, aparte de nosotros, era el gigantesco penacho de polvo que se arrastraba detrs de nuestro vehculo. Esta era una regin muy pesada para conducir. La carretera, llena de rodadas y baches, se desplegaba en lnea recta hacia el horizonte, y, al cabo de unas horas, la monotona de la escena atontaba el cerebro

  • y uno se quedaba dormido de re-pente para despertar con el perverso chasquido de las ruedas cuando el Land-Rover se sala del camino a la frgil ma-leza.

    La tarde anterior al da en que tenamos que llegar a Deseado, esto ocurri en un tramo de la carretera sobre el

    que, desgraciadamente, haba llovido recientemente, de modo que la superficie se haba convertido en algo pareci-do a la cola de buena calidad. Dicky, que haba estado conduciendo durante mucho tiempo, cabece de pronto detrs del volante, y antes de que ninguno pudiramos hacer nada sensato, el Land-Rover y el remolque se haban deslizado violentamente al barro removido de la cuneta y ah se quedaron encajados con las ruedas girando como lo-cas. A regaadientes salimos al intenso fro del viento vespertino, y, a la tenue luz del atardecer, nos dispusimos a soltar el remolque para luego empujar por separado el remolque y el Land-Rover hasta sacarlos del barro. Despus, con los pies y las manos heladas, nos acurrucamos los cinco en el refugio del Land-Rover y contemplamos la puesta de sol mientras pasbamos de mano en mano una botella de whisky que yo haba reservado para una emergencia co-mo aquella.

    A cada lado de donde estbamos se extenda la tierra de matorral, oscura y llana, de modo que tenamos la impre-

    sin de estar en el centro de una gigantesca placa. El cielo se haba ido cubriendo de verde al ponerse el sol, y luego, ines-peradamente, se volvi de un azul verdoso muy plido. Una masa de nubes deshilachadas al oeste, en el hori-zonte, se volvieron negras de repente, con un delicado reborde rojo vivo. Parecan una gran armada de galeones es-paoles empeados en feroz batalla naval, a travs del cielo, arrastrados unos hacia otros, convertidos en siluetas negras por las violentas rfagas de sus caones. Al hundirse el sol ms y ms en el horizonte, el negro de las nubes qued veteado y jaspeado de gris y el cielo detrs de ellas qued rayado de verde, azul y rojo plido. De repente desapareci la flota de galeones y en su lugar qued un archipilago de islas extendidas en hilera por el cielo que pareca un plcido mar a la puesta del sol. La ilusin era perfecta: se podan discernir las diminutas ensenadas bor-deadas de blanco en la costa rocosa y recortada, y de vez en cuando, una larga playa blanca; el peligroso bajo de rocas, formado por un jirn de nube, a la entrada de un fondeadero seguro; tierra adentro las montaas de formas curiosas, cubiertas con la desgarrada piel de un bosque oscuro como la tarde. Estbamos all, sentados, con el whisky calentando nuestros cuerpos, contemplando cmo se desplegaba la geografa del archipilago. Cada uno de nosotros escogi la isla que ms le atraa, en la que le gustara pasar unas vacaciones, y estipulamos lo que el hotel de cada una de nuestras islas debera proporcionarnos en cuanto a comodidades de la civilizacin.

    Una baera muy muy grande y muy profunda dijo Marie. No, una buena ducha caliente y un silln cmodo dijo Sophie. Simplemente una cama dijo Jackie, una gran cama con colchn de plumas. Un bar que tenga hielo de verdad para las bebidas dije yo, soador. Dicky se qued callado un momento. Entonces se mir a los pies, cubiertos de un espeso barro que se secaba

    rpidamente. Necesito tener un hombre que limpiarme los pieses dijo con firmeza. Bueno, dudo mucho que encontremos nada de eso en Deseado dije sombramente, pero ms vale que nos demos prisa. Cuando llegamos a Deseado a las diez de la maana siguiente, enseguida qued claro que no podamos esperar

    lujos como colchones de plumas, hielo en las bebidas, ni siquiera un hombre que nos limpiara los pieses. Era la ciudad ms extraordinariamente muerta que haba visto en mi vida. Se pareca al decorado de una mala pelcula de vaqueros de Hollywood, y daba la impresin de que sus habitantes (dos mil, segn la gua turstica) haban hecho las maletas y la haban dejado que se enfrentara sola con sus vientos cortantes y su ardiente sol. Las calles vacas y llenas de ro-dadas, entre las fachadas lisas de las casas, eran sacudidas de vez en cuando por el viento que produca indiferentes re-molinos de polvo que giraban por un momento y luego se dejaban caer cansamente al suelo. Mientras conducamos lentamente hacia lo que imaginbamos que sera el centro de la ciudad, slo vimos un perro, trotando enrgicamente ocupado en sus cosas, y a un nio en cuclillas en mitad de una carretera, absorto en algn misterioso juego infantil. Entonces, mientras el Land-Rover se inclinaba para doblar una esquina, nos sobresaltamos al ver a un hombre a caballo que avanzaba lentamente por la carretera con un golpear de cascos, alicado, como si fuese el nico superviviente de una catstrofe. Cuando nos paramos, se detuvo, nos salud cortsmente, pero sin inters, y nos indic los dos nicos hoteles del lugar. Como result que estaban uno enfrente del otro y que los dos eran igualmente poco atractivos vistos desde fuera, escogimos echando a suertes con una moneda, y entramos en uno de ellos.

    En el bar encontramos al dueo, que, con el aspecto de quien acaba de sufrir una terrible desgracia, admiti de

    mala gana que tena alojamiento, y nos llev por pasillos siniestros a tres habitaciones pequeas y mugrientas.

  • Dicky, con su gorra de cazador echada hacia atrs en la cabeza, se par en el centro de su habitacin quitndose los guantes blancos e inspeccionando la cama hundida y la ropa gris con meticulosidad gatuna.

    Sabes qu, Gerry? me dijo con conviccin. Este hotel es ms apestoso que yo nunca soar. Espero que nunca suees con uno peor, le anim. Pronto nos reunimos todos en el bar para tomar algo y esperar la llegada de un tal capitn Giri, un hombre que

    saba todo sobre las colonias de pinginos de Puerto Deseado, y para quien yo tena una carta de presentacin. Nos sen-tamos alrededor de una mesa pequea, tomando nuestras bebidas y mirando con inters a los otros ocupan-tes del bar. Parecan ser, en su mayora, hombres muy viejos, con largos y anchos bigotes, y caras agrietadas y co-sidas por el viento. Estaban sentados en grupos pequeos, agachados sobre sus diminutos vasos de coac o de vino con aspecto de muertos, como si estuviesen hibernando en ese mugriendo bar, mirando el fondo de sus vasos, sin es-peranza, preguntndose cundo amainara el viento, y sabiendo que nunca ocurrira. Dicky, fumando un cigarrillo con delicadeza, inspeccionaba las paredes ennegrecidas de humo, las hileras de botellas polvorientas y el suelo con veinte aos de polvo bien apisonado en su superficie.

    Qu bar, eh? me dijo. No muy alegre, verdad? Es tan viejo... tiene pinta viejo, dijo mirando a su alrededor. Sabes, Gerry, apuesto que es tan viejo que

    hasta las moscas tienen barba. De pronto se abri la puerta, una rfaga de aire fro entr en el bar, los viejos levantaron sus ojos apagados

    que recordaban los de los reptiles, y entr el capitn Giri. Era un hombre alto, de buena complexin, rubio, con una cara hermosa, bastante esttica, y los ojos azules ms francos y vivos que he visto nunca. Despus de presentarse, se sent a nuestra mesa y nos mir a todos con tanta cordialidad y buen humor en sus ojos infantiles, que desapareci la atmosfera de aburrimiento del bar y de repente nos sentimos vivos y entusiastas otra vez. Tomamos una copa y luego el Capitn Giri sac un gran rollo de mapas, los extendi sobre la mesa, y los examinamos con atencin.

    Pinginos dijo el Capitn pensativo, paseando el dedo ndice por el mapa. Aqu, aqu est la mejor

    colonia... la mejor y la ms grande con mucho, pero creo que esto est demasiado lejos para ustedes, no? Bueno, s, un poco admit. No querramos ir tan al sur si pudiramos evitarlo. Es por cuestin de

    tiempo, en realidad. Yo esperaba encontrar una colonia razonablemente buena a la que se pudiera llegar fcilmente desde De-seado.

    La hay, la hay dijo el Capitn barajando los mapas como un nigromante, y sacando otro del montn. Va-

    mos a ver. Aqu, ve Vd., en este punto... est a unas cuatro horas de coche de Deseado... a lo largo de esta baha.

    Estupendo dije entusiasmado, es la distancia justa. Slo hay una cosa que me preocupa dijo el Capitn volviendo sus ojos azules y preocupados hacia m,

    habr bastantes aves all para lo que usted quiere... para sus fotografas? Bueno dije dudando, necesito un buen nmero. Cuntos hay en esa colonia? Calculando por encima, yo dira que un milln dijo el Capitn Giri. Ser bastante? Le mir con la boca abierta. El hombre no bromeaba. Realmente le preocupaba que un milln de pinginos pu-

    diera ser una cantidad escasa para mis propsitos. Creo que puedo arreglrmelas con un milln de pinginos dije. Supongo que podr encontrar uno o dos

    fotognicos entre ellos. Dgame, estn todos juntos, o esparcidos por los alrededores? Bueno, la mitad o las tres cuartas partes estn concentrados aqu dijo hundiendo el dedo en el mapa. Y

    el resto estn repartidos a lo largo de la baha... por aqu. Me parece perfecto. Y hay algn sitio para acampar? Ah! dijo el Capitn Giri. Esa es la dificultad. Justo aqu est la estancia* de un amigo mo, el seor

    Hui-chi. No est en la estancia* en este momento. Pero si fusemos a verlo, quiz les deje alojarse all. Ve? Est a

  • unos dos kilmetros de la colonia principal, as que sera un buen lugar para ustedes. Eso sera estupendo dije entusiasmado. Cundo podemos ver al Sr. Huichi? El Capitn consult su reloj y calcul. Podemos ir ahora, si quieren dijo. De acuerdo! dije apurando mi bebida. Vamos. La casa de Huichi estaba en las afueras de Deseado, y el propio Huichi, cuando el Capitn Giri nos present, me

    gust al instante. Bajo, ancho, con la cara curtida por el aire, tena el pecho muy oscuro, cejas y bigote muy negros y tupidos, y unos ojos castao oscuro amables y llenos de humor, con patas de gallo en los extremos. Sus movimientos y su forma de hablar tenan un aire de confianza sencilla y sosegada muy tranquilizador. Escuch en silencio mientras Giri le explicaba nuestra misin, mirndome de vez en cuando, como si me estuviera compendiando. Luego hizo un par de preguntas, y finalmente, con gran alivio mo, levant la mano y sonri ampliamente.

    El Sr. Huichi est de acuerdo en que usen su estancia* dijo Giri y l mismo va a acompaarlos con

    el fin de ensearles los mejores sitios para ver pinginos. El Sr. Huichi es muy amable... le estamos muy agradecidos dije. Podramos salir maana por la tarde,

    despus de despedir a nuestro amigo en el avin? S, s, como no* dijo Huichi cuando se lo tradujeron. As que quedamos en encontrarnos con l al da si-

    guiente, despus de una comida temprana, una vez que hubiramos dejado a Dicky en el avin de vuelta a Buenos Aires.

    Aquella tarde permanecimos sentados en el deprimente bar de nuestro hotel, tomando lentamente nuestras bebi-

    das y meditando sobre el hecho desolador de que Dicky nos abandonara al da siguiente. Haba sido un compae-ro de viaje encantador y divertido, que haba resistido las incomodidades sin una queja, y haba animado nuestros decados espritus a lo largo de todo el recorrido con bromas, observaciones expresadas de forma fantstica y melo-diosas canciones argen-tinas. bamos a echarle de menos, y l estaba tambin deprimido pensando en que iba a dejarnos justo cuando el viaje empezaba a ser interesante. En un osado ataque de alegra, el dueo del hotel haba encendido una pequea radio estratgicamente situada en una estantera entre dos botellas de coac. En ese momento emita a todo volumen un dolorido tango de lo ms cacofnico. Escuchamos en silencio hasta que los ltimos lamentos desesperados se hubieron apagado.

    Cul es la traduccin de esta festiva cancioncilla? pregunt a Marie. Es un hombre que descubre que su mujer est tuberculosa explic Marie. Ha perdido el empleo, sus

    hijos se mueren de hambre y su mujer est agonizando. Est muy triste y se pregunta qu sentido tiene la vida. La radio lanz otro aire quejumbroso que sonaba casi idntico al anterior. Cuando termin, levant inquisitiva-

    mente las cejas, mirando a Marie. Este es de un hombre que acaba de descubrir que su mujer le es infiel tradujo Marie de mal humor. La ha

    apu-alado. Ahora lo van a colgar, y sus hijos se quedarn sin padre ni madre. Est muy triste y se pregunta qu sentido tie-ne la vida.

    Un tercer estribillo desgarr el aire. Mir a Marie. Escuch un momento y luego se encogi de hombros. Lo mismo dijo lacnicamente. Nos pusimos de pie como un solo hombre y nos fuimos a la cama. Por la maana temprano, Marie y yo llevamos a Dicky a la pista de despegue, mientras Sophie y Jackie se fueron

    a las tres tiendas de Deseado a comprar las provisiones necesarias para el viaje a la estancia de Huichi. La pista de des-pegue consista en una pista de tierra ms o menos llana situada en las afueras de la ciudad y dominada por un hangar que pareca carcomido por la polilla y cuyas planchas de madera sueltas, golpeaban y chirriaban con el viento. Los nicos seres vivos eran tres ponies, que pacan solitarios. Veinte minutos despus de la hora en que el avin tena que llegar, no haba ni rastro de l, y empezamos a pensar que, despus de todo, Dicky tendra que quedarse con noso-tros. Entonces, por la polvorienta carretera de la ciudad, vimos venir a toda prisa una pequea furgoneta. Se par junto al hangar y de ella bajaron dos hombres con un aspecto muy oficial vestidos con largos abrigos de color caqui. Exami-naron la manga de viento con un excelente aire de concentracin, miraron hacia el

  • cielo y consultaron entre s con el ceo fruncido. Despus miraron sus relojes y pasearon de arriba a abajo. Tienen que ser de motor dijo Dicky. Desde luego tienen un aspecto muy oficial, admit. Eh, escucha! dijo Dicky al dejarse or un dbil zumbido. El est llegado.

    El avin apareci como una manchita diminuta en el horizonte, y fue creciendo rpidamente. Los dos hombres

    con abrigo caqui entraron ahora en funciones. Con gritos agudos procedieron a espantar a los tres ponies, que hasta entonces haban estado paciendo plcidamente en el centro de lo que ahora resultaba ser la pista de aterrizaje. Hubo un momento de suspense, justo cuando el avin toc tierra, en que pensamos que unos de los ponies iba a escapar pero uno de los hombres vestidos de caqui se lanz hacia adelante y le agarr por la crin en el ltimo ins-tante. El avin, botando y estremecindose, se par, y los dos hombres dejaron a sus protegidos equinos y sacaron, de las profundidades del hangar, una endeble escalera de ruedas que colocaron contra el costado del avin.

    Aparentemente, Dicky.era el nico pasajero que haba que recoger en Deseado.

    Dicky me estruj la mano. Gerry me dijo, t hars un favor para m, s? Pues claro, Dicky! le dije. Lo que sea. Fjate que no hay malditos caballos en nuestro camino cuando subimos eh? dijo muy serio, y luego se diri-

    gi hacia el avin con las orejas de su gorra de cazador agitndose al viento. El avin despeg rugiendo, los ponies volvieron cansinamente a la pista y nosotros hicimos girar el morro chato del

    Land-Rover hacia la ciudad. Recogimos a Huichi poco despus de las doce, y se puso al volante del Land-Rover. Me alegr enormemente, por-

    que slo habamos recorrido dos millas desde Deseado cuando salimos de la carretera a algo tan impreciso que difcilmente poda ser dignificado con el nombre de sendero. De vez en cuando desapareca por completo, y si me hubieran dejado so-lo, me habra perdido del todo, pero Huichi diriga el Land-Rover hacia lo que pareca una es-pesura impenetrable de ar-bustos espinosos, y pasbamos desgarrndolos, las espinas chirriando contra los lados del vehculo como fantasmas, y all, al otro extremo, el dbil vestigio de sendero recomenzaba. En otros lugares, el ca-mino se converta en lo que pareca ser el lecho seco de un ro de unos tres pies de profundidad, de exactamente la misma anchura que el Land-Rover, as que ba-mos cautelosamente con dos ruedas en una orilla por as decirlo y dos ruedas en la otra. El ms mnimo error de clculo y se habra quedado atascado sin remedio.

    Poco a poco, segn nos bamos acercando al mar, el paisaje sufri un cambio. En lugar de llano, se hizo suave-

    mente ondulado, y aqu y all el viento se haba llevado la capa de mantillo, dejando al descubierto amplias reas de grava amarilla y rojo ocre, como llagas en la piel peluda de la tierra. Esas pequeas zonas desrticas parecan ser las favoritas de ese curioso animal, la mara, porque era siempre en esas brillantes extensiones de grava donde las encontrbamos, a veces por pares, a veces en pequeos grupos de tres o cuatro. Eran extraas criaturas que parecan haber sido formadas bastante descuidadamente. Tenan la cara roma, bastante parecida a la de una liebre, orejas de conejo pequeas y bonitas, unos cuartos delanteros bonitos y con las patas delanteras delgadas. Pero los cuartos traseros eran grandes y musculosos en comparacin, y tenan poderosas patas traseras. La parte ms atractiva de su anatoma eran los ojos, que eran grandes, oscuros y brillantes, con una espesa franja de pestaas. Se tumbaban en la grava, tomando el sol, mirando aristocrticamente por encima de sus narices, y parecan miniaturas de los leones de Trafalgar Square. Nos dejaban acercarnos bastante, y entonces, de repente, sus largas pestaas se dejaban caer sobre los ojos seductoramente, y con sorprendente rapidez saltaban a la posicin de sentadas. Volvan las cabezas y nos miraban por un instante y luego se lanzaban hacia el horizonte resplandeciente con el calor, en una especie de brincos gigantescos, como si fuesen sobre muelles, con el dibujo blanco y negro de sus traseros destacndose como un blanco en retirada.

    Pronto, hacia el atardecer, el sol se hundi ms y con los rayos oblicuos el paisaje adquiri nuevos colores. La

    baja maleza espinosa tom un color morado, purpreo y marrn y las zonas arenosas quedaron salpicadas de es-carlata, ocre rojizo, blanco y amarillo. Mientras cruzbamos entre crujidos una de aquellas zonas multicolores de arena, vimos un bulto negro en el centro exacto de ella, y acercndonos, descubrimos que era un enorme galpago que se desplazaba por el ardiente terreno con la tenaz resolucin de un glaciar. Paramos y lo cogimos, y el reptil, espantado por un encuentro tan inesperado, orin copiosamente. De dnde poda haber sacado, en aquella tierra reseca, humedad suficiente para pro-ducir su ostentoso despliegue defensivo era un misterio. De todas formas, le pusimos Ethelbert de nombre, lo colo-camos en la parte de atrs del Land-Rover, y seguimos adelante.

    Pronto, con el sol poniente, el paisaje se levant en una serie de suaves ondulaciones. Como en una montaa rusa

  • su-bimos y bajamos por las ltimas colinas hasta llegar a lo que al principio pareca el lecho llano de un antiguo lago. Estaba rodeado por un anillo de colinas bajas y era, en realidad, una especie de pequea zona de polvaredas creada por el viento, que haba llevado la arena desde la costa situada al otro lado de las colinas, y la haba depositado all en una espesa capa que haba asfixiado la vegetacin. Mientras cruzbamos aquella zona llana con gran estruendo del motor, extendiendo un abanico de polvo blanco detrs de nosotros, vimos, al abrigo de las montaas ms lejanas, un grupito de rboles verdes, los primeros que veamos desde que habamos salido de Deseado. Al acercarnos pudimos ver que ese pequeo oasis estaba rodeado por una pulcra valla blanca y en el centro, protegida por los rboles, haba una bonita casa de madera, alegremente pintada de blanco y azul brillantes.

    Los dos peones de Huichi salieron a recibirnos, dos personajes de aspecto rudo, vestidos con bombachas* y camisas

    radas, con el pelo largo y negro, y centelleantes ojos negros. Nos ayudaron a descargar nuestros pertrechos y a llevarlos a la casa, y luego, mientras deshacamos las maletas y nos lavbamos, se fueron con Huichi a matar una oveja para preparar un asado* en nuestro honor. Al pie de la ladera donde estaba la casa, Huichi haba preparado una zona especial para hacer asado *. Un asado* requiere un fuego muy vivo, y con el viento que sopla, continuo y cortante, en Patagonia, haba que tener cuidado si uno no quera ver todo el fuego levantarse repentinamente en el aire y extenderse, prendiendo el matorral seco, como una mecha, en varias millas a la redonda. Para impedir que esto sucediera, Huichi haba plantado, al pie de la colina, un gran cuadro de cipreses. Los haba dejado crecer hasta una altura de unos doce pies, y luego les haban podado la parte de arriba con lo cual se haban hecho muy tupi-dos. Los haban plantado tan cerca unos de otros, al principio, que ahora sus ramas se entrelazaban y formaban una valla casi impenetrable. Luego Huichi haba cortado un paso hasta el centro de esta caja de cipreses y all haba construido una habitacin de unos veinte por doce pies. Este era el cuarto de los asados* porque all, protegido por las espesas paredes de ciprs, uno poda encender un fuego sin peligro.

    Cuando terminamos de lavarnos y cambiarnos, y haban matado y desollado la oveja, era de noche. Bajamos al

    cuarto de los asados, donde uno de los peones haba encendido ya una inmensa hoguera. Al lado de ella haban clavado una estaca derecha en el suelo, y en ella haban ensartado una oveja entera, abierta por la mitad como una ostra. Nos echamos en el suelo alrededor del fuego y bebimos vino tinto mientras se haca nuestra comida.

    He asistido a muchos asados* en Argentina, pero aquel primero en la estancia* de Huichi quedar para siempre

    en mi memoria como el ms perfecto. El maravilloso olor de las ramas secas ardiendo, mezclado con el olor de la carne asndose, las lenguas rosas y anaranjadas de la llama alumbrando las paredes verdes, hechas de cipreses, del refugio, y el ruido del viento golpeando ferozmente contra esas paredes, para apagarse luego en un suave sus-piro al enredarse y debilitarse su fuerza en la red de ramas, y sobre nosotros el cielo de la noche, con un temblor de estrellas, iluminado por una frgil brizna de luna. Beber un trago de vino tinto, suave y tibio, inclinarte luego hacia adelante para cortar un bocado de carne aromtica de la res burbujeante que tenas enfrente, mojarlo en la salsa picante de vinagre, ajo y pimentn, y metrtela, dulce y jugosa, en la boca, me pareci uno de los actos ms satisfactorios de mi vida.

    Pronto, cuando nuestros ataques a la res se hicieron ms espordicos, Huichi tom un trago de vino, se limpi la

    boca con el dorso de la mano y me mir desde el otro lado de las ascuas rojas y palpitantes, tendidas como una esplndida puesta de sol en el suelo.

    Maana*, dijo sonriendo, vamos a los pinginos? S, s* contest sooliento, inclinndome hacia adelante, por pura avaricia para cortar otra tira de piel

    cru-jiente de los restos de oveja que se enfriaban, maana los pinginos.

  • Captulo 2 Un ocano de camareros

    Era un ave muy valiente; hasta que lleg al mar no dej de enfrentarse conmigo obligndome a retroceder.

    Charles Darwin, El viaje del Beagle

    A la maana siguiente, temprano, cuando el cielo estaba an oscuro, me despert Huichi movindose por la co-cina, silbando suavemente para s, y haciendo entrechocar la cafetera y las tazas tratando de interrumpir nues-tro sueo suavemente. Mi reaccin inmediata fue arroparme an ms bajo el montn de suaves y tibias pieles de guanaco de color tostado que cubran la enorme cama de matrimonio en la que Jacquie y yo nos resguar-dbamos. Luego, tras un momento de meditacin, decid que si Huichi estaba levantado yo tambin deba es-tarlo; de to-das formas saba que tendra que levantarme para sacar a los dems de la cama. As que, respirando profundamen-te, retir la ropa y salt gilmente de la cama. Pocas veces me he arrepentido tanto de una accin: fue como salir di-rectamente de un cuarto de calderas y tirarse a un ro de montaa. Con los dientes castae-tendome, me puse toda la ropa que encontr y entr renqueando en la cocina. Huichi sonri y me salud con la cabeza y luego, muy comprensivo, verti dos dedos de coac en una taza grande, la llen de caf humeante y me la tendi. Pronto, resplandeciendo de calor, me quit uno de los tres jerseys y me dediqu, con perversa satisfaccin, a hacer salir de la cama al resto del grupo.

    Finalmente, a la plida luz del amanecer, amarilla como el narciso, emprendimos la marcha, llenos de coac y

    caf, hacia el lugar donde se encontraban los pinginos. Grupos de ovejas inexpresivas huan precipitadamente por delante del Land-Rover, con el velln bambolendose al correr. Una vez pasamos por una charca larga y poco pro-funda, atrapada en una grieta entre las suaves ondulaciones de las colinas, y en su borde se alimentaban seis fla-mencos, rosas como capullos de ciclamen. Seguimos adelante como un cuarto de hora ms y entonces Huichi apar-t el Land-Rover del camino principal y lo dirigi a campo traviesa hacia una suave ladera. Cuando estbamos lle-gando a la cima de la elevacin, volvi la cabeza y me sonri.

    Ahora dijo, ahora los pinginos*.

    Entonces, llegamos a la cima de la ladera y all estaba la colonia de pinginos. Delante de nosotros la maleza, oscura y baja, desapareca lentamente y en su lugar quedaba un gran desierto de

    arena resquebrajada por el sol y separada del mar, que estaba ms all, por una cresta en forma de media luna de dunas de arena blanca, muy empinada y como de unos doscientos pies de altura. En esta zona desierta, prote-gidos del viento marino por los brazos envolventes de las dunas, los pinginos haban construido su ciudad. Hasta donde alcanzaba la vista, a cada lado, el terreno estaba como picado de viruelas, lleno de nidos, algunos de ellos un dbil rasguo en la arena, otros de varios pies de profundidad. Esos crteres hacan que el lugar pareciera una pequea porcin de la superficie lunar vista a travs de un poderoso telescopio. Por entre esos crteres, andaba la mayor coleccin de pinginos que yo haba visto nunca, como un ocano de camareros enanos, arrastrando los pies solemnemente de un lado a otro como si tuvieran las espaldas arqueadas por haber estado llevando bandejas de-masiado pesadas durante toda su vida. Su nmero era prodigioso, extendindose hasta el horizonte ms leja-no, donde centelleaban, blancos y negros, en medio de la calina. Era una vista impresionante. Condujimos lenta-mente entre la maleza hasta llegar al borde de esta gigantesca criba de nidos y all paramos y salimos del Land-Rover.

    Nos quedamos mirando a los pinginos y ellos se quedaron mirndonos a nosotros con inmenso respeto e

    inters. Mientras permanecamos cerca del vehculo no daban muestras de miedo. La mayor parte de las aves eran, por supuesto, adultas, pero en cada nido haba uno o dos polluelos, todava con sus abrigos de plumn de be-b, que nos miraban con grandes ojos oscuros y tiernos con aspecto de jovencitas gorditas y tmidas vestidas con pieles demasiado grandes de zorro plateado para su presentacin en sociedad. Los adultos, elegantes y pulcros en sus trajes blancos y negros, tenan barbas rojas alrededor de la base del pico y ojos brillantes, rapaces, de ven-dedor

  • ambulante. Cuando te acercabas a ellos, retrocedan hacia sus escondrijos, torciendo sus cabezas de lado a la-do como advertencia, hasta que algunas veces nos miraban completamente cabeza abajo. Si te acercabas demasia-do, andaban de espaldas hasta sus escondrijos y desaparecan poco a poco, sin dejar de torcer la cabeza vigoro-samente. Los polluelos, en cambio, te dejaban llegar a unos cuatro pies de ellos, y entonces perdan la calma, se daban la vuelta y se tiraban de cabeza al nido, as que lo nico que se vea eran sus grandes traseros cubiertos de plumn, y sus patas batiendo el aire frenticamente.

    Al principio, el ruido y el movimiento de la vasta colonia eran desconcertantes. Como teln de fondo al mur-

    mullo continuo del viento estaba el piar constante de los jvenes, y el rebuzno alto y prolongado, parecido al de un burro, de los adultos, que, de pie, rgidos y derechos, con las aletas extendidas y el pico apuntando al cielo azul, re-buznaban con alegra y regocijo. Al principio no sabas a donde mirar primero, y el movimiento constante de jve-nes y adultos pareca inconexo y sin propsito. Luego, al cabo de unas horas acostumbrndote a estar en medio de un grupo tan enorme de aves, se hacan evidentes unas ciertas pautas. Lo primero que se vio claro fue que la mayor parte del movimiento se deba a las aves adultas. Muchas estaban de pie junto a los nidos, evi-dentemente haciendo guardia junto a las cras, mientras que otras muchas deambulaban, unas camino del.mar, y otras de vuelta de l. A lo lejos, las dunas estaban salpicadas de diminutas figuras de pinginos que caminaban pausada-mente, trepando por las empinadas pendientes, o deslizndose por ellas. Esta caminata constante de vai-vn entre el mar y los nidos ocupaba gran parte de la jornada de los pinginos, y era una hazaa tan tremenda que merece ser descrita con detalle. Mirando atentamente la colonia, da a da durante las tres semanas que vivimos en ella, des-cubrimos que lo que ocurra era esto:

    Por la maana temprano, uno de los pinginos padres (el macho o la hembra) sala hacia el mar, dejando a su

    pareja al cuidado de los polluelos. Para llegar al mar, el ave tena que recorrer alrededor de milla y media por un terreno de lo ms difcil y agotador que se pueda imaginar. Primero tenan que avanzar cuidadosamente a travs de la maraa de nidos que constituan la colonia, y cuando llegaban al borde de sta los suburbios, por as decirlo, se encontraban en la zona desrtica, donde la arena, cocida y resquebrajada por el sol, pareca un gigan-tesco rompecabezas. En esa zona, desde por la maana temprano, la arena se pona tan caliente que quemaba al tocarla, y, sin embargo, los concienzudos pinginos la atravesaban lentamente, parndose a descansar frecuente-mente, como si estuviesen en trance. Esto sola llevarles una media hora. Pero cuando llegaban al otro lado del de-sierto, se encontraban otro obstculo ms, las dunas, que se alzaban sobre las diminutas figuras de los pinginos co-mo una cadena de montaas del Himalaya, blancas como la nieve, de doscientos pies de altura y con las empinadas pendientes compuestas de arena fina, suelta y deslizante. Nosotros mismos encontrbamos difcil salvar aquellas du-nas, as que mucho peor deba ser para unas aves tan mal equipadas para ello como son los pin-ginos.

    Cuando llegaban al pie de las dunas, generalmente se detenan unos diez minutos a descansar. Algunos simple-

    mente se sentaban all, cavilando, mientras que otros se dejaban caer hacia delante, sobre el estmago y se quedaban as jadeando. Luego, cuando ya haban descansado, se ponan de pie con firmeza y corran hacia la pendiente, evidentemente con la esperanza de pasar la peor parte de la subida lo antes posible. Pero su rapidez desapareca cuando haban subido una cuarta parte de la pendiente ms o menos; el avance era ms lento y se paraban ms a menudo a descansar. Como la inclinacin se iba haciendo ms y ms fuerte, finalmente se vean obligados a dejarse caer sobre la barriga y luchar contra la pendiente de esa forma, ayudndose en la subida con las aletas. Luego, en un furioso arranque final de velocidad, llegaban triunfales a la cresta, donde se quedaban de pie, derechos, batan sus aletas con deleite, y luego se dejaban caer sobre el estmago para descansar unos diez minutos. Haban llegado a mitad del camino y echados all, en la afilada cresta de la duna, vean el mar a media milla de distancia, centelleando fresco y tentador. Pero todava tenan que bajar el otro lado de la duna, cruzar un cuarto de milla de matorral y luego varios cientos de yardas de playa de guijarros antes de alcanzar el mar.

    La bajada de la duna, naturalmente, no era ningn problema para ellos, y lo hacan de dos formas igualmente

    divertidas de.ver. O bien bajaban andando, empezando con mucha calma y yendo ms y ms deprisa segn se iba haciendo ms pendiente la bajada, hasta que acababan galopando de la forma ms indigna, o bien se deslizaban sobre sus panzas usando las alas y las patas para darse impulso por la arena, exactamente igual que si estuviesen nadando. Con cualquiera de los mtodos llegaban al pie de la duna en medio de una pequea avalancha de arena fina, se ponan de pie, se sacudan e iniciaban tenazmente el camino hacia la playa a travs de la maleza. Pero eran las ltimas cien yardas de playa las que ms parecan hacerles sufrir. All estaba el mar azul, rutilante, siseando seductoramente en la orilla, y para llegar hasta l tenan que arrastrar sus cuerpos cansados por la playa pedregosa, donde los cantos crujan y se tambaleaban bajo sus patas, hacindoles perder el equilibrio. Pero al fin, corran el lti-mo trecho hasta el borde de las olas agachados en una curiosa postura, luego se estiraban repentinamente y se lan-zaban al agua fresca. Durante unos diez minutos giraban y se zambullan en la superficie rizada y resplandeciente, lavndose el polvo de las alas y la cabeza, agitando las patas calientes y doloridas en el agua, como en xtasis, re-molineando y surgiendo de repente, desaparecien-do bajo el agua y saliendo de nuevo a flote como corchos. Luego, completamente refrescados, se aplicaban a la tarea, ms seria, de pescar, impertrritos ante el hecho de que tendran que afrontar el arduo viaje de vuelta antes de poder dar a sus hambrientas cras el alimento que captu-rasen.

  • Una vez que haban recorrido trabajosamente el camino de la vuelta a la colonia, llenos de pescado, por el terreno ardiendo, los pinginos empezaban el agitado trabajo de alimentar a sus voraces cras. Esta proeza se asemejaba a un cruce entre un combate de boxeo y uno de lucha libre, y era muy entretenido y fascinante contemplarla. Haba una familia que viva en un nido cerca del lugar donde aparcbamos el Land-Rover todos los das, y tanto los padres como las cras se haban acostumbrado tanto a nosotros que nos dejaban sentarnos y filmarles a una distan-cia de unos veinte pies, de forma que podamos ver todos los detalles del proceso muy claramente. Una vez que el pingino padre llegaba al borde de la colonia, tena que evitar los ataques de varios miles de cras antes de llegar a su propio nido y a sus cras. Todos aquellos polluelos estaban convencidos de que, lanzndose contra el pingino adulto en una especie de abordaje, podan conseguir que regurgitase el alimento que llevaba. As que el adulto tena que evitar los asaltos de esos polluelos gordos y peludos, esquivando de ac para all como un hbil delantero centro en un campo de ftbol. Ge-neralmente, el padre terminaba en su nido todava acosado por dos o tres polluelos ajenos, tenazmente decididos a hacerle sacar la comida. Cuando llegaba a casa, el adulto perda repentinmente la paciencia con sus perse-guidores, y, volvindose hacia ellos, proceda a darles una paliza sin ningn gnero de vacilaciones, pico-tendoles con tanta perversidad que arrancaba a los polluelos gran cantidad de plumas, que flotaban como el vilano por toda la colonia.

    Despus de poner en retirada a los polluelos ajenos, el pingino volva su atencin hacia los suyos, que le atacaban

    ahora de la misma forma que lo haban hecho los otros, lanzando gritos agudos y jadeantes de hambre e im-paciencia. El padre (o madre) se acuclillaba a la entrada del nido, mirando pensativamente sus patas y haciendo movimientos como si estuviera tratando de contener un fuerte ataque de hipo. Al verlo, las cras se ponan en un estado de frenes y de deleitada expectacin, profiriendo gritos jadeantes y salvajes, agi-tando frenticamente las alas, apretndose contra el cuerpo del padre y estirando el pico y hacindolo chocar con el del adulto. Esto conti-nuaba unos treinta segundos ms, hasta que el padre, con expresin de ali-vio regurgitaba de pronto violen-tamente, metiendo el pico tan dentro de las bocas abiertas de las cras, que costaba imaginar que pudiera volver a sacar la cabeza. Los polluelos, satisfechos, y sin haber sido, al parecer, atravesados de punta a cabo con la entrega del primer plato, se sentaban sobre sus gorditos traseros a cavilar un rato, y el padre aprovechaba la oportunidad para lavarse y cepillarse rpidamente, limpiando y componiendo cuidadosamente las plumas del pecho, quitndose di-minutas motas de polvo de las patas y pasndose el pico por las alas con un movimiento de cortauas. Despus bostezaba y se doblaba hacia adelante como si quisiera tocarse las puntas de las patas, con las alas estiradas hacia atrs y el pico muy abierto. Luego se sumerga en el estado de trance que los polluelos haban alcanzado momen-tos antes. Todo quedaba tranquilo durante unos cinco minutos, hasta que, de repente, el padre volva a empezar sus extraos movimientos de hipo e in-mediatamente volva a estallar el tumulto. Los polluelos se despertaban de su sopor digestivo y se lanzaban contra el adulto, tratando cada uno de que su pico estuviera en el primer puesto. Una vez ms todos eran aparentemente apualados hasta el corazn por el pico del padre, por turno, y luego, una vez ms, volvan a adormecerse.

    Los padres y las cras que ocupaban el nido donde filmamos el proceso de alimentar a las cras, eran conocidos,

    como forma conveniente de referencia, con el nombre de los Jones. Bastante cerca del establecimiento de los Jones haba otro nido donde viva un polluelo solo, pequeo y subalimentado, a quien bautizamos Henrietta Vacanttum. Henrietta era el producto de un hogar desgraciado. Sus padres eran, sospecho, o cortos de luces o simplemente va-gos, porque les llevaba el doble de tiempo que a los otros pinginos el sacar la comida de Henrietta, y cuando lo hacan era en unas cantidades tan minsculas que ella estaba siempre hambrienta. Prueba de los hbitos de los padres era el desalio del nido, una simple raspadura, apenas suficientemente profunda como para proteger a Henrietta de las inclemencias del tiempo, totalmente distinta a la villa, profunda y cuidadosamente excavada, de la familia Jones. As que no es de extraar que Henrietta nos produjera mucha lstima, con sus grandes ojos, y su apariencia de mal-cuidada y medio muerta de hambre. Siempre estaba al acecho de la comida, y como los Jones tenan que pasar por delante de su puerta camino de su pulcro nido, Henrietta siempre haca valientes intentos para obligarles a regurgitar antes de llegar a su casa.

    Esos esfuerzos eran generalmente en vano, y todo lo que lograba Henrietta con sus trabajos eran unos fuertes

    picotazos que desprendan sus plumas en grandes nubes. Se retiraba, descontenta, y miraba an-gustiada cmo los dos polluelos Jones, repulsivamente gordos, devoraban su comida. Pero un da, ac-cidentalmente, Henrietta descubri una forma de pellizcar algo de la comida de la familia Jones sin repercusiones desagradables. Esperaba hasta que Jones-padre empezaba los movimientos de hipo preliminares de la regurgitacin y hasta que los polluelos Jones estaban girando frenticamente alrededor, agitando sus alas y resollando, y entonces, en el momento crucial, se una al grupo, acercndose al padre cuidadosamente por detrs. Resollando fuertemente y abriendo mucho el" pico, meta la cabeza, bien por encima del hombro del padre, por decirlo as, o bajo su ala, pero siempre manteniendo cuidadosamente su posicin detrs del padre para no ser reconocida. Jones-padre, con su prole acosndole con la boca abierta y la mente totalmente ocupada en la tarea de regurgitar una pinta de gambas, no pareca darse cuenta de la aparicin de una tercera cabeza en la confusin general que le rodeaba, y, llegado el momento final, introduca la cabeza en el primer pico abierto que se le presentaba, con el aire ligeramente desesperado del pasajero de avin que agarra su bolsita de papel marrn al principio de la quincuagsima bolsa de aire. Slo cuando se haba desvanecido el ltimo espasmo, y poda concentrarse en cuestiones externas, se daba cuenta Jones-padre de que haba estado alimentando a un vastago ajeno, y entonces Henrietta tena que andar

  • muy lista sobre sus grandes patas planas para escapar a sus iras. Pero incluso si no se mova con la suficiente rapidez, y reciba una paliza por su iniquidad, la complacida mirada de su rostro pareca argir que habra valido la pena.

    En los tiempos en que Darwin visit esta regin todava quedaban restos de las tribus de indios patagones, empe-

    ados en una intil batalla contra su exterminio por parte de colonos y soldados. Se describa a estos indios como toscos e incivilizados y generalmente carentes de toda cualidad que les hiciera merecedores de un poco de caridad cristiana. Por lo tanto desaparecieron, como sucede con tantas especies animales cuando entran en contacto con las benficas influencias de la civilizacin, y nadie, aparentemente, sinti su desaparicin. En varios museos de distintos lugares de Argentina se ven unos pocos restos de su artesana (lanzas, flechas, y dems) e, inevitable-mente, un gran cuadro, bastante macabro, que trataba de reflejar el aspecto ms desagradable del carcter de los in-dios, su lascivia. En todos esos cuadros aparece un grupo de indios, melenudos y salvajes, montando indmitos cor-celes haciendo cabriolas, mientras que el jefe del grupo estrecha inevitablemente, en su silla, a una mujer blanca vestida con ropas difanas y cuyo desarrollo pectoral dara que pensar a las actrices modernas de cine. En todos los museos el cuadro era casi igual, variando solo el nmero de indios y la expan-sin torcica de su vctima. Aunque esos cuadros eran fascinantes, lo que me sorprenda era que nunca haba una obra similar que representara a un grupo de hombres blancos civilizados galopando con una voluptuosa mu-chacha india, y, sin embargo, esto haba ocurrido con igual frecuencia si no ms que el rapto de mujeres blancas. Este era un aspecto secundario de la historia, interesante y curioso. De todas formas, esas ingeniosas, aun-que mal pintadas, escenas de rapto tenan un rasgo interesante. Estaban destinadas claramente a dar la peor im-presin posible de los indios, y, sin embargo, lo que conseguan era dar la impresin de un pueblo bravio y be-llo y llevarle a uno a lamentar que ya no existiera. As que cuando bajamos a la Patagonia busqu con avidez restos de esos indios, y pregunt a todo el mundo sobre ellos. Los relatos, desgraciadamente eran abundantes en exceso, y no me explicaban nada, pero en cuanto a los restos, result que no poda haber encontrado un sitio mejor que la metrpolis de los pinginos.

    Una tarde, al volver a la estancia* despus de una ardua jornada filmando, cuando estbamos bebiendo mate * alre-

    dedor del fuego, le pregunt al Sr. Huichi por medio de Mara si haba habido muchas tribus indias en aquella regin. Hice mis preguntas con delicadeza, porque me haban dicho que Huichi tena sangre india y no estaba seguro de si estaba orgulloso de ello o nc. El sonri con su sonrisa lenta y suave y dijo que en sus estan-cias* y en los alrededores de ellas haba una de las mayores concentraciones de indios de Patagonia; de hecho, continu, el lugar donde vivan los pinginos todava conservaba evidencia de su existencia. Pregunt con avidez qu clase de evidencia, Huichi sonri de nuevo, y ponindose de pie desapareci en la oscuridad de su habi-tacin. Le o sacar una caja de debajo de la cama; volvi con ella en las manos y la coloc sobre la mesa. Quit la tapa, volvi el contenido sobre el mantel blanco y yo me qued boquiabierto.

    Haba visto, como he dicho, restos distintos en los museos, pero nada comparable a esto. Porque Huichi volc

    sobre la mesa un arco iris de objetos de piedra soberbios por su colorido y su belleza. Haba puntas de flechas, desde las delicadas y frgiles del tamao de la ua del meique hasta las que tenan el tamao de un huevo. Haba cucharas hechas partiendo por la mitad grandes conchas marinas y limndolas cuidado-samente; haba cacillos cur-vos de piedra para sacar los moluscos comestibles de sus conchas; haba puntas de lanzas afiladas como cuchillas de afeitar; haba bolas para las boleadoras*, redondas como bolas de billar, con un canalillo alrededor de sus ecuado-res, por as decirlo, por donde iba la correa de la que colgaban; eran tan perfectas que apenas poda creerse que una precisin as pudiera lograrse sin una mquina. Luego estaban los artculos puramente decorativos: las conchas pulcramente agujereadas para pendientes, el collar hecho de una piedra verde, lechosa, parecida al jade, bellamente combinada, el hueso de foca cincelado y tallado en forma de cuchillo, que, evidentemente, era ms ornamental que til. Su dibujo consista sim-plemente en unas series de lneas, pero talladas con gran precisin.

    Contempl aquellos objetos con deleite. Algunas de las puntas de flecha eran tan pequeas que pareca imposible

    que nadie pudiera haberlas hecho cincelndolas toscamente, pero si se las vea a plena luz se poda ver cmo se haban separado las delicadas esquirlas de piedra. Lo que era an ms increble era que todas esas puntas de flecha, por pequeas que fueran, tenan un borde minuciosamente dentado para hacerlas penetrantes y afiladas. Mientras examinaba los objetos, me choc de repente su color. En las pla-yas cercanas adonde estaban los pinginos casi todas las piedras eran marrones o negras; para encontrarlas de colores atrayentes haba que buscar mucho. Y sin embargo, cada punta de flecha, por pequea que fuera, cada punta de lanza, cada piedra en realidad, que se haba usado, haba sido claramente escogida por su belleza. Colqu todas las puntas de flecha y lanza en hileras sobre el mantel y all brillaron como las delicadas hojas de un rbol fabuloso. Las haba rojas con una veta de un rojo ms oscuro, como sangre seca; las haba verdes, cubiertas con una fina tracera de blanco; las haba de color blanco azu-lado, como ncar, y amarillas y blancas, cubiertas con manchitas de dibujos semiborrados, azules o negros, all donde los jugos de la tierra haban manchado la piedra. Cada pieza era una obra de arte, de bella forma, tallada, afilada y pulida cuidada y minuciosamente, hecha con los guijarros ms bellos que el artesano haba en-contrado. Se vea que estaban hechas con cario. Y todo aquello, me record a m mismo, lo haban hecho aquellos indios br-baros, toscos, salvajes y totalmente incivilizados cuya extincin no pareca provocar el mnimo remordimiento en nadie.

  • Huichi pareca encantado de que yo mostrase un inters y una admiracin tan claros por aquellos restos y fue a su cuarto y desenterr otra caja. Esta contena un arma extraordinaria, de piedra tallada: era como una pequea pesa. La barra central que conectaba las dos bolas de piedra, grandes y mal formadas, caba fcilmente en la palma de la mano, de forma que, luego, una gran bola de piedra quedaba encima del puo y otra debajo. Como todo ello pesaba unas tres libras, era un arma temible, capaz de partir un crneo humano como si fuese un bejn. Lo si-guiente que sali de la caja que Huichi desenvolvi reverentemente de una hoja de papel de seda pareca como si realmente hubiese sido tratado con la maza de piedra. Era la calavera de un indio, blanca como el marfil, con un gran agujero con los bordes astillados abierto en la parte superior del crneo.

    Huichi me explic que a lo largo de los aos, siempre que su trabajo le haba llevado al rincn de la estancia *

    donde vivan los pinginos, haba buscado restos indios. Dijo que, al parecer, los indios haban utilizado mucho aquella zona, pero nadie saba seguro con qu propsito determinado. Su teora era que haban utilizado aquella gran zona llana donde ahora anidaban los pinginos como una especie de are-na en la que los jvenes de la tribu practicaban el tiro con arco y flechas, el lanzamiento de la lanza y el arte de enredar las patas de sus presas con las boleadoras. Al otro lado de las grandes dunas, dijo, se en-contraban grandes montones de conchas vacas. Yo haba reparado en aquellos grandes y blancos montones de conchas, algunos de los cuales abarcaban un rea de un cuarto de acre con un espesor de unos tres pies, pero estaba tan absorto filmando a los pinginos que no me haba fijado en ellos ms que de pasada. La teora de Huichi era que esa zona haba sido un lugar al que venan de vaca-ciones, una es-pecie de Mrgate de los indios, por decirlo as. Que iban all a alimentarse de los abundantes y sucu-lentos mariscos, a buscar, en la playa de guijarros, piedras con las que hacer sus armas y una agradable zona llana en la que practicar con ellas. Qu otra explicacin poda tener que se encontrasen all esos grandes montones de conchas vacas, y, esparcidas por las dunas y por los guijarros, una cantidad tan grande de puntas de flecha y de lanza, collares rotos y, de vez en cuando, una calavera aplastada? Debo decir que la idea de Huichi me pareci sensata, aunque supongo que un arquelogo profesional habra encontrado alguna forma de refutarla. Me horrori-z pensar en la cantidad de preciosas y delicadas puntas de flecha que deban haberse aplastado y hecho astillas bajo las ruedas del Land-Rover mientras conducamos alegremente de ac para all por la ciudad de los pinginos. Decid que al da siguiente, cuando terminsemos de filmar, buscaramos puntas de flecha.

    Result que al da siguiente tuvimos solamente unas horas de luz decente para filmar, as que dedicamos el res-

    to del tiempo a gatear por las dunas, en curiosas posturas fetales, buscando puntas de flecha y otros restos indios. Pronto descubr que no era ni remotamente tan fcil como pareca. Huichi, despus de aos de prctica, poda des-cubrir cosas con misteriosa exactitud desde una gran distancia.

    Esto, una deca sonriendo, mientras sealaba con la punta del zapato un montn de guijarros. Yo

    miraba en el sitio indicado, pero no vea nada ms que pedacitos de piedra sin trabajar. Esto*, deca otra vez, e inclinndose coga una bella punta de flecha con forma de hoja que haba estado a

    cinco pulgadas de mi mano. Una vez que te la haban sealado, naturalmente, resultaba tan pa-tente que te pregun-tabas cmo podas no haberla visto. Poco a poco, a lo largo del da, mejoramos, y nuestro montn de hallazgos empez a aumentar, pero Huichi segua experimentando un malvado pla-cer en pasear erguido detrs de m, mientras yo gateaba laboriosamente por las dunas, y tan pronto como yo consideraba que haba registrado una zona minuciosamente, se agachaba y encontraba t*res puntas de flechas que yo, por alguna razn, no haba visto. Esto ocurra con una regularidad tan montona que empec a preguntarme, bajo la influencia de una espalda dolorida y unos ojos llenos de arena, si no estara sacndose puntas de flecha de la manga, como un prestidigitador, y fin-giendo que las encontraba slo para tomarme el pelo. Pero luego mis poco amables dudas se disiparon, porque de repente Huichi se inclin hacia adelante y seal una zona de guijarros en que yo estaba trabajando.

    Esto*, dijo, e inclinndose me seal una esquinita diminuta de piedra amarilla sobresaliendo bajo un mon-tn de guijarros. La mir incrdulo. Luego la cog suavemente entre los dedos y saqu de debajo de los guijarros una soberbia punta de flecha con un filo meticulosamente serrado. Haba estado a la vista aproximadamente un cuarto de pulgada de la punta de flecha y an as Huichi la haba des-cubierto.

    Sin embargo, no pas mucho tiempo antes de que yo me tomase la revancha. Avanzaba por una duna hacia la

    siguiente zona de guijarros, cuando mi pie toc algo blanco y resplandeciente. Me agach, y lo cog, y vi con asombro que era una preciosa punta de arpn de unas seis pulgadas de largo, magnficamente tallada en hueso de oso marino austral. Llam a Huichi y cuando vio lo que yo haba encontrado se qued atnito. Lo cogi con suavi-dad, lo limpi de arena, y luego le dio vueltas y vueltas en sus manos, sonriendo encantado. Explic que una punta de arpn como sa era una de las cosas ms difciles de hallar. El slo haba encontrado una y estaba tan aplastada que no haba merecido la pena guardarla. Desde entonces haba estado buscando, sin xito, una en buen estado para aadirla a su coleccin.

    Pronto se empez a hacer tarde, y estbamos todos desperdigados por las dunas, encorvados y absortos en

    nuestra tarea. Yo rode un montculo de arena y me encontr en un diminuto valle entre las elevadas dunas, un

  • valle decorado con dos o tres rboles marchitos y carunculados. Me par a encender un cigarrillo y a descansar mi espalda dolorida. El cielo se estaba poniendo rosa y verde como sola ponerse al atardecer, y, aparte del dbil mur-mullo del mar y el viento, todo estaba en paz y en silencio. Camin lentamente por el vallecito y de repente not un ligero movimiento delante de m. Un armadillo pequeo y muy peludo se escurra por las cimas de las dunas como un juguete mecnico, dedicado a la bsqueda vespertina de alimento. Lo estuve mirando hasta que desapa-reci al otro lado de las dunas y luego continu. Bajo uno de los matorrales me sorprendi ver a un par de pin-ginos, porque generalmente no escogan esa arena fina para excavar sus nidos. Pero esta pareja haba elegido este valle por quin sabe qu razones, y haba escarbado y raspado un tosco agujero en el que se acurrucaba un nico polluelo cubierto de piel. Los padres castaearon sus picos como advertencia y torcieron a cabeza hasta mirarme de abajo arriba, muy indignados de que perturbase su soledad. Les mir un momento y entonces not algo medio escondido en el montn de arena que haban escarbado para hacer su nido. Era algo liso y blanco. Me adelant y, a pesar de la casi histeria de los pinginos, ara la arena. All, delante de m haba una calavera de indio perfecta que los pinginos deban haber desenterrado.

    Me sent con la calavera en las rodillas y fum otro cigarrillo mientras la contemplaba. Me pregunt qu clase de

    hombre habra sido este indio desaparecido. Poda imaginrmelo, en cuclillas en la orilla del mar, arrancando cuidadosa y hbilmente diminutas esquirlas de un trozo de piedra para hacer una de las preciosas puntas de flecha que ahora chirriaban y cloqueaban en mi bolsillo. Poda imaginrmelo con su cara morena de finas facciones, y sus ojos negros, la melena hasta los hombros, su rica capa de piel de guanaco marrn ceida, mientras se mantena muy derecho en su caballo desherrado y salvaje. Mir las cuencas vacas de los ojos y dese ardientemente haber co-nocido al hombre que haba hecho a