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Trilobites Los doce cuentos de Breece D J Pancake Traducción de Albert Fuentes Presentación de John Casey ALPHA DECAY Trilobites_3 terceras.indd 5 09/02/12 09:53 Editorial Alpha Decay

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los doce cuentosde breece D’J Pancake

Traducción de Albert FuentesPresentación de John Casey

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C o n T e n i D o

Presentación de John Casey 9Nota del traductor 2 0

Trilobites 2 3Quebrada 4 6Una habitación para siempre 6 7Cazadores de zorros 7 8Una y otra vez 1 1 0la marca 1 1 8el broncas 1 3 4el honor de los muertos 1 5 4Como debe ser 1 7 1Mi salvación 1 7 8De la leña seca 1 9 7el primer día del invierno 2 2 1

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P r e s e n TAC i ó n D e J o H n C A s e Y 1

Conocí a breece Pancake en la primavera de 1975, fal­taba poco más de cuatro años para que terminase con su vida. era grande, huesudo, con los hombros algo caídos. Tenía el aspecto de alguien que ha trabajado duro a la intemperie. en aquel entonces, breece daba clases de inglés en la academia militar de Fork Union. Mandaba a la cama a sus alumnos cadetes a las diez y escribía desde el toque de silencio hasta pasada la me­dianoche. se levantaba a las seis, al toque de diana, con los chicos. breece se presentó un día en mi despa­cho de la Universidad de Virginia y me pidió que echa­se una ojeada a sus textos. el primer relato que leí era bastante bueno; resultó ser el mejor de sus cosas vie­jas. lo más probable es que sólo quisiera ponerme a prueba con algo viejo antes de mostrarme las piezas que acababa de escribir. Me pidió que leyera algunas más y, por fortuna, respondí que sí. las siguientes eran preciosas.

la Universidad de Virginia no tenía en aquellos años demasiado dinero para los estudiantes de escri­

1 John Casey es escritor. entre otras distinciones, recibió en 1989 el national book Award por su novela Spartina. es profesor de literatura en la Universidad de Virginia, donde conoció a bree­ce D’J Pancake. Asimismo, es el albacea del legado de Pancake. el texto de esta presentación apareció como epílogo a la primera edición norteamericana de los relatos, en 1983.

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tura creativa, de modo que traté de colocar a breece en iowa durante un año para que tuviera más tiem­po para escribir. iowa le quería, pero estaban agotan­do el presupuesto. breece consiguió un trabajo en la academia militar de staunton para el curso siguiente y empezó a asistir a mis clases de escritura de relatos en la universidad. Pensé que debería empezar a mo­ver sus textos, pero lo postergó por un tiempo.

breece había estudiado en la Marshall Universi­ty de Huntington (Virginia occidental). sin embar­go, lo que asombraba de sus conocimientos y arte era lo mucho que había incorporado por su cuenta. A una edad temprana, debía de haber poseído una enorme capacidad de concentración. Tenía un poderoso senti-do para las cosas. Casi todas sus historias se sitúan en la región de Virginia occidental de donde procedía y se conocía aquellas tierras de punta a cabo. Conocía los trabajos de la gente, desde las herramientas que utilizaban hasta el tipo de relación afectiva que man­tenían con ellas. Conocía la geología, la prehistoria y la historia de su territorio, no como un pasatiempo, sino como una parte tan profundamente arraigada de sí mismo que hasta soñaba con esas tierras. Una de las virtudes de su escritura reside en el poderoso engarce entre el mundo físico y el de los afectos.

Trabajaba sus textos con tanto ahínco como cual­quier escritor que haya conocido o del que haya sa­bido. He visto las páginas de sus notas, los esbozos, los distintos borradores, las frenéticas notas al mar­gen en las que se recordaba a sí mismo que tenía que ampliar o recortar algún pasaje. Y, naturalmente, las

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versiones definitivas, tan duras y tan pulidas como los brillantes raíles de una línea férrea.

Cuando vendió su primer relato a The Atlantic, apenas se tomó un respiro. (Con todo, sí hizo algo para celebrarlo: las pruebas de imprenta llegaron con las iniciales de su segundo nombre —Dexter— extrañamen­te compuestas: breece D’J Pancake. Dijo: «de acuerdo, dejémoslo así». le hizo reír y, según creo, adoptan­do el capricho cometido por una revista de prestigio, af lojó un poco la tensión a la que se sometía, la ten­sión de intentar que todo quedase perfecto.) estaba feliz, pero su ritmo de trabajo no le permitió dormirse en los laureles o congratularse siquiera. Tenía deposi­tadas grandes esperanzas en sus textos, y creo que em­pezó a sentir su fuerza, pero no por ello dejó de pensar que todavía se hallaba lejos de lo que esperaba lograr.

Poco antes de que breece y yo nos hiciéramos amigos, su padre y su mejor amigo murieron. Al poco tiempo, breece decidió convertirse al catolicismo y empezó a formarse en este sentido. su conversión, al cabo de los años, me despierta tantas dudas como su suicidio. He pensado mucho en ambos, suicidio y conversión, y puedo imaginar muchas cosas, pero no me atrevería a afirmar nada sobre seguro. sólo, qui­zá, que fue, y continúa siendo, algo extraordinario el haber tenido una pasión tan fiera tan cerca de mí, a veces tan íntimamente cerca.

breece me pidió que fuese su padrino. le dije que yo era una caña agotada por el viento, pero que aun así me sentiría honrado. este pacto del padrino pronto terminaría del revés. breece empezó a perseguirme

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para que asistiera a misa, me confesara o diera for­mación católica a mis hijas. no se debía tanto a la devo­ción, como a una expresión de gratitud y afecto, pero breece podía ser corrosivo. Y luego hacer penitencia.

Al igual que con su arte y sus otros conocimien­tos, incorporó su fe con intensidad, casi como si tu­viera una percepción del tiempo distinta, más profun­da. Pronto se convirtió en un católico más viejo que yo. Comprendí que no sólo aprendía y absorbía las co­sas más deprisa, sino que además las hacía envejecer muy rápido. su sentido de las cosas se nutría no sólo de su vida, sino de las vidas de los demás. Tenía una experiencia genuina, incluso un recuerdo, de mane­ras de ser que no podía haber conocido de primera mano. se diría que había incorporado (y no sustitui­do) la experiencia de una generación anterior a la suya propia.

estaba a punto de cumplir veintisiete años cuan­do murió; yo tenía cuarenta. Pero la mitad del tiempo me trataba (y yo le trataba) como si fuese su hermano pequeño. la otra mitad me trataba como a un oficial de alta graduación en un antiguo ejército salido de su imaginación. Yo sabía algunas cosas, tenía cierto ran­go, pero breece estaba convencido de que necesitaba velar por mí. Había algo más que todo eso, claro. es­tas viñetas no pueden hacer justicia al amigo podero­so e inquieto que tuve en él.

Al final de su año de viajes diarios de ida y vuel­ta a staunton, conseguimos reunir un poco de dine­ro para breece. el programa de escritura creativa re­cibió oportunamente, y por fortuna, la financiación

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necesaria, y breece fue de los primeros en recibir una de las nuevas becas. Ahora disponía del tiempo ne­cesario para conocer a otros escritores del claustro (Peter Taylor, James Alan McPherson, richard John­son) y a algunos de los integrantes de la nueva leva de estudiantes de escritura. Todo ello fue, en gene­ral, bueno. el departamento de inglés de la Univer­sidad de Virginia es un lugar sofisticado, tanto en el buen y amplio sentido de la palabra, como en un sen­tido negativo y cerrado. el programa de escritura no es más que una de las múltiples subdivisiones de la universidad —lo que a su vez no deja de ser positivo—. Por el lado bueno, había (y hay todavía) personas en­tre el claustro de profesores titulares y los estudiantes de doctorado que comprendían y se preocupaban por breece y su obra. Por el lado malo de la vida en el de­partamento, hay una inhibición neurótica de la expre­sión directa, abierta, quizá debida al sentido del ridí­culo con respecto a cómo va a ser recibida la opinión de uno, pues la opinión es la mercancía principal. A veces resulta difícil obtener una respuesta directa. Y a veces es evidente que algunas personas estiman que la crítica es la f lor más alta de la f loresta literaria mien­tras que los relatos, las novelas o los poemas no son más que abono.

esta actitud era lo bastante evidente para dar a un joven escritor, por bueno que fuera, un primer sinsa­bor de lo que los teóricos sociales llaman «degrada­ción de estatus». breece no sabía lo bueno que era; no sabía cuánto sabía, no sabía que era un cisne en vez de un patito feo. esta dificultad remitió para breece,

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pero siempre subsistió una pesadumbre de foraste­ro en su vida cotidiana, una sensación de que se ha­llaba en la universidad a regañadientes.

naturalmente, breece también podía resultar bas­tante espinoso y dedicaba parte de su tiempo a subirse por las paredes inútilmente; es decir, por cosas que a mí me parecía mejor ignorar o con las personas equi­vocadas. Uno de los efectos de la energía iracunda de breece fue que empezó a hacer campaña por la con­cesión de un título de Master of Fine Arts para los aprendices de escritores, un «título terminal», para reemplazar al incómodo Master of Arts.2 la univer­sidad ofrece hoy un mfa en inglés, lo que represen­ta, en general, una mejora, puesto que ofrece un títu­lo que acredita al escritor para algunos de los trabajos de subsistencia que puede necesitar a lo largo del ca­mino. breece era un buen sindicalista.

También era un lector maravilloso. revisaba los textos de ficción que recibíamos en la Virginia Quar-terly Review y, en la primavera de 1979, hizo lo mismo con las candidaturas para las becas Hoyns. breece, un amigo nuestro y yo revisamos un fardo (es decir, un ar­chivador lleno hasta los topes). en cierto modo, está­bamos practicando la forma más funcional de la críti­ca, a saber: elegir a doce escritores potenciales de un fardo.

2 la diferencia entre ambos títulos en el ámbito de las hu­manidades reside en que el Master of Fine Arts implica una for­mación más práctica y creativa, mientras que el Master of Arts se centra sobre todo en aquellas ramas del saber crítico.

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Por su claridad de pensamiento y buen sentido del humor, y por cómo progresaba en su trabajo, tuve la impresión de que breece estaba en buena forma. Ha­bía vendido un par de cuentos más. Había hecho una lectura pública de otro cuento ante un auditorio lleno. Tenía algunas ofertas de trabajo y estaba preparándo­se para salir de Charlottesville. empezó a regalar sus pertenencias entre los amigos. siempre había sido un hombre dadivoso; cuando le invitaba a cenar, solía traer truchas que había pescado o algún detalle para mis hijas (por ejemplo, dos barquitos para la bañera que había tallado en madera, provistos de unas paletas accionadas con gomas). Cuando empezó a desprender­se de sus cosas, tuve la impresión de que simplemen­te se estaba preparando para viajar ligero de equipaje.

Un mes más tarde, un amigo de breece me dejó leer una carta suya en la que había escrito: «si no fue­ra católico, me plantearía divorciarme de la vida».

ni entre sus más íntimos nadie sospechó nada. sin embargo, esa frase sobre divorciarse de la vida sólo resulta clara cuando se considera retrospectivamen­te. Y si tenemos en cuenta otros indicios y cartas, no es fácil saber en qué medida su estado mental era de­liberado o accidental cuando decidió quitarse la vida.

breece consignó en sus libretas un sueño en el que salía a cazar, el cual, según creo, tuvo poco antes de morir. en el sueño había montañas boscosas y ver­des valles. Arroyos de aguas claras. Abundaba la caza. Pero lo mejor de todo era que, cuando disparabas a una codorniz, caía muerta, pero enseguida volvía a la vida de un brinco y salía corriendo de nuevo.

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Hay varias cosas que me llaman la atención de este sueño. Una es que trata de la inmortalidad y el paraí­so. es el cazadero feliz.3 Así pues, se trata de un ejem­plo más de cómo breece incorporaba afectivamente una tradición y la replegaba en su propia psique. Pero el elemento más poderoso es éste: uno de los temas presentes en los cuentos y en la vida de breece es la transformación de la violencia en dulzura. luchaba denodadamente por ser una persona dulce.

Una de las citas favoritas de breece era de la bi­blia (Apocalipsis 3,15­16):

Yo conozco tus obras: que ni eres frío ni caliente. ¡ojalá fueses frío o hirviente!

Mas porque eres tibio y no frío ni hirviente, yo te vomi­taré de mi boca.

son dos versículos peligrosos. sin otros mensajes, sin los tonos más dulces de la voz del espíritu que los atemperen, pueden convertirse en f lagelo. Tal vez fue sólo un mal paso que breece no se permitiera los bálsa­mos que tenía a su disposición después de f lagelarse.

son tres las maneras que tengo de acordarme de bree­ce. la primera es el número sorprendente de personas que han venido a verme para hablarme de su amistad con él, o que me han enviado copias de sus intercam­bios epistolares con él. Todos saben cuán irascible po­

3 en algunas tradiciones nativas americanas, un paraíso de ultratumba donde la caza es ilimitada.

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día llegar a ser breece, cuán duro consigo mismo. (en una postal a un amigo, en el lugar para el remite, que era «1 blue ridge lane», breece escribió: «one blow out Your brain».4 el amigo no lo había visto. Pero el mensaje en la postal no era otro que alentarle: con­tinúa, continúa escribiendo, disfruta, maldita sea.) Pero estas personas hablan sobre todo de lo que bree­ce les dio con su calor.

También tengo lo que breece escribió.Y hay, en fin, una tercera manera: quizá la me­

moria, quizá un espectro. no sé muy bien qué son los espectros. la respuesta ref lexiva, escéptica, que me doy es que la vívida impresión de las personas muer­tas que a veces tenemos podría parecerse al síndrome del miembro fantasma: aún sientes el brazo amputa­do, aún tocas con los dedos que has perdido.

Dos semanas después de la muerte de breece, y después de que un montón de gente que le había co­nocido tangencialmente me hiciera la pregunta inevi­table y sin respuesta, me hallaba caminando de vuelta casa, rendido. Debían de ser las dos de la madruga­da. estaba en el lawn de la Universidad de Virginia, de camino a la rotunda, la cúpula rielaba bajo la luna. Caminaba como un autómata y tardé en darme cuen­ta de que me había detenido. olí algo. noté un sabor metálico en la boca. Tardé un instante en reconocer el olor. el pavonado del cañón. Pero dentro de esta sensación gustativa y olfativa anidaba una compasión irresistible que iba más allá de la compasión de saber

4 «Uno sáltate la Tapa de los sesos.»

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que tener el cañón en la boca debía oler así. Había una emoción profunda, aterradora, que nunca hubie­ra podido imaginar, una emoción y una tentación que absorbían todo mi cuerpo. nunca lo habría pensado. nunca me habría atrevido a pensarlo.

en esa urgencia vertiginosa de la sensación, cuan­do apenas empezaba a abrirme a ella, pude sentir tam­bién que había algo que me tranquilizaba. Al igual que la carta que había dejado, era inquietante, pero tam­bién cariñosa: no sigas pensando en el por qué. sien­te lo que yo sentí por un instante.

breece y yo discutíamos mucho. el patrón que se repetía consistía en que breece se levantaba de la me­sa y salía justo antes de perder los estribos. Al cabo de un rato, volvía a mi despacho y me decía tranquilo que yo estaba equivocado, o me comentaba algo jo­coso, dando a entender que tal vez él no tenía toda la razón. Ahora que mi carácter ha empeorado, agra­dezco sus esfuerzos. Un mes después de la experien­cia en el lawn, estaba en la bañera intentando expul­sar todo pensamiento de mi cabeza. oí una breve carcajada. luego, la voz de breece, el matiz claro e in­confundible de su voz: «es una manera de quedarse con la última palabra».

no tienen por qué creer nada de lo que les cuen­to, salvo esto: ésa era la manera que tenía de decir las cosas.

se sucedieron varias frases de esta naturaleza a lo largo del año siguiente. Por cada reprimenda, oía dos frases dulces y comprensivas. entonces, hace poco, una vez más entrada la madrugada, mientras me daba

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un baño tibio, sólo un murmullo lejano. ¿Qué?, pen­sé. ¿Qué?

«... está bien. Tienes tu conciencia.»Ahora bien, también dispongo de los trabajos me­

nos excitados de mi mente: pensar si a breece le ha­bría gustado esto o lo otro, este río, este libro, esta per­sona. esto le habría enfadado, con esto otro se habría reído. Mucha gente lo extraña, y extrañamos lo que habría podido escribir con el tiempo.

Pienso en las muchas cosas que aprendí de breece. Creo, con una seguridad algo mayor que la que pro­porciona el mero deseo, que los problemas que tuvo ya no le incordian ni a él ni a la gente que luchó con breece y le quiso, que una buena parte de lo que apren­dió de su lucha con sus problemas permanece.

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no TA D e l T r A D U C T o r

breece Dexter Pancake vino a sumarse a las cerca de diecisiete mil almas censadas en south Charleston (Virginia occidental) un 29 de junio de 1952. el 8 de abril de 1979 se quitó la vida en Charlottesville. en­tre tanto, creció en Milton con sus padres, viajó por estados Unidos y Canadá, trabajó la tierra, trabajó de taxista, de peón, colgó cortinas, aprendió a escribir, escribió y enseñó a escribir. Cuentan que colecciona­ba fósiles y puntas de flecha indias, que conocía las artes de la pesca en el río y de la caza en los parajes inhóspitos de sus Apalaches natales. se convirtió al catolicismo, era un buen jugador de billar, bebía mu­cho. Cuando sus padres se inquietaban por su por­venir, él les respondía que a un chico rubio de ojos azules no podía faltarle el trabajo. Dio clases de in­glés en academias militares, sus alumnos tenían Viet­nam en el punto de mira. en fin, publicó un puñado de cuentos en The Atlantic, una revista venerable de bos­ton. Cuando puso fin a sus días de un balazo en la boca, disfrutaba de una beca de investigación en el progra­ma de escritura creativa de la Universidad de Virginia.

en 1982, little and brown —prestigiosa editorial que en 1951 había publicado El guardián entre el cen-teno de salinger— reunió en un volumen las doce pie­zas de breece D’J Pancake. el libro recibió una calu­rosa acogida en estados Unidos, valga como muestra

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Nota del traductor

la entusiasta y certera reseña que le dedicó Joyce Ca­rol oates en las páginas de The New York Times, don­de saludaba la llegada de un nuevo talento a las letras americanas, desde un lugar al margen de los domi­nios habituales, y lamentaba su pérdida, a todas luces prematura. su debut póstumo ante el gran público, causó estupefacciones y perplejidades; no era fácil asignar su escritura, su voz, a un lugar concreto de la tradición. los cuentos parecían llegar de un lugar al otro lado del camino trillado y se sucedieron las com­paraciones para intentar devolverlo al recto camino: los Dublineses de Joyce, el Faulkner de El oso, el pri­mer Hemingway, por citar sólo algunas. los cuentos de Pancake sobrevivieron, con todo, a esos prime­ros entusiasmos y cambiaron de siglo: se leen en es­tados Unidos, al calor de la universidad y fuera, en la calidez de unos lectores que aún no han cerrado el li­bro. También cruzaron el Atlántico, han hablado los cuentos en italiano y en francés, y ahora los presenta­mos en español.

los textos de breece D’J Pancake poseen una agu­da mirada sobre las cosas, despiertan todo un mundo a la palabra escrita. es un mundo que se sitúa al ca­bo del tiempo, o fuera, tal vez posthistórico, entre la transformación y la extinción. son la narración de un fracaso narrativo, el de una cultura y unas tierras que han perdido el relato teleológico, la tensión del arco, el camino de salvación. Advertirá el lector la presen­cia de una serie de notas contextuales. Con ellas, pre­tende el traductor facilitar la lectura de estos residuos de historia que conviven en un mismo marasmo tem­

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Nota del traductor

poral, donde todo pasado es presente sin orden, sin estratificación, porque todo af lora, los fósiles, los res­tos de las sucesivas culturas indias, el intertexto bí­blico, la calle, el recuerdo de todas las guerras, las es­quirlas de obús, el ruido del presente, Vietnam. los personajes que salen de esa tierra baldía sin tiempo, vuelven a ella como agentes infecciosos o ángeles ex­terminadores. los que se quedan en ella son actores cansados de un ritual que agota sus repeticiones.

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T r i l o b i T e s

Abro la puerta de la camioneta, pongo los pies en el callejón adoquinado. Vuelvo a mirar Company Hill, su superficie redondeada y desgastada. Tiempo atrás fue una montaña escarpada, había emergido como una isla en las aguas del río Teays. necesitó más de un millón de años para convertirse en esta colina lisa que he explorado de punta a cabo en busca de trilobites. siempre ha estado allí, siempre estará allí, al menos mientras sea necesario, o eso creo. el aire huele a ve­rano. Un puñado de estorninos se zambulle sobre mi cabeza. nací en este país y nunca he querido irme a ningún lado. recuerdo los ojos muertos de papá que me miraban. estaban resecos, ahí se me perdió algo. Cierro la puerta. enfilo hacia la cafetería.

Veo un pegote de hormigón en la calzada. Tiene la misma forma que Florida y recuerdo lo que le escribí a Ginny en el anuario del instituto: «Viviremos a base de mangos y amor». Y ella agarró y se fue sin mí, dos años lleva ahí abajo sin mí. Me manda postales de f la­mencos con luchadores al fondo que pelean con cai­manes. nunca me pregunta nada. Me siento como un imbécil por lo que le escribí, me meto en la cafetería.

no hay nadie, el aire acondicionado me refresca. la hermana pequeña de reilly el Manitas me sirve un café. Tiene unas buenas caderas. se parecen un poco a las de Ginny, forman unas bonitas curvas donde se

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juntan con las piernas. Caderas y piernas como éstas sólo las ves en las escalerillas de los aviones. Cami­na hasta el final de la barra y se zampa los restos de la copa de helado. le sonrío, pero es fruta prohibi­da. Menores de edad y serpientes negras son dos co­sas que no tocaría ni con un palo. Una vez utilicé una serpiente de látigo, le arranqué la cabeza al mal bi­cho, y luego Pa me dio una paliza con ella. recuerdo que papá a veces me sacaba de quicio. sonrío.

recuerdo que anoche me llamó Ginny. su viejo había ido a recogerla en coche al aeropuerto de Char­leston. Ya estaba aburrida. ¿Puedes quedar? Claro. ¿ir a tomar unas birras? Claro. eres el mismo Colly de siempre. eres la misma Ginny de siempre. ella habla­ba con la boca pequeña. Quise decirle que Pa había muerto y que Ma estaba emperrada en vender la gran­ja, pero Ginny hablaba con la boca pequeña. Me dio repelús.

las tazas también me dan repelús. las veo colgan­do de las alcayatas al lado de la vitrina. Cada taza con el nombre pegado, pringosas y criando polvo. Hay cuatro, una es de Pa, pero no es eso lo que me da repe­lús. la más limpia es la de Jim. está limpia porque él todavía la usa, pero cuelga de la alcayata como las de­más. Por la ventana, le veo cruzar la calle. la artritis le ha agarrotado las articulaciones. Pienso en todo el tiempo que tengo por delante antes de palmarla, pero Jim ya es viejo, y me da repelús ver su taza colgando de la alcayata. Voy a la puerta para ayudarle a entrar.

Dice: —Dime la verdad, ahora. —Y su vieja manaza me pellizca el brazo.

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Digo: —no me sale. —Y le acompaño a su taburete.saco la piedra bulbosa del bolsillo y la pongo sobre

la barra delante de Jim. Él le da la vuelta con su mano seca, la examina. —Un gasterópodo —dice—. Puede que del Pérmico. Te toca pagar la ronda otra vez. —nunca puedo ganarle. se los sabe todos.

—Aún no he encontrado ni un solo trilobites —digo.—Hay unos cuantos —dice—. no demasiados. los

af loramientos que tenemos aquí son casi todos dema­siado recientes.

la chica le trae el café en su taza y nos quedamos mirando su contoneo cuando vuelve a la cocina. bue­nas caderas.

—¿lo has visto? —Y da un respingo con la cabeza en su dirección.

Yo digo: —Melaza de Moundsville. Huelo la fruta prohibida a la legua.

—¡Y un cuerno! la edad nunca fue un impedimen­to ni para tu padre ni para mí allí en Michigan.

—Dime la verdad.—Claro. Tienes que medir bien el tiempo para su­

birte los pantalones y colarte en el primer mercancías que pase.

Miro en el alféizar de la ventana. Hay unos cuan­tos esqueletos crujientes de mosca. —¿Por qué os fuis­teis de Michigan papá y tú?

las arrugas que cercan sus ojos se relajan. Dice: —la guerra. —Y da un sorbo al café.

Digo: —Él nunca volvió a la ciudad.—Yo tampoco, siempre quise hacerlo, volver a Mi­

chigan o a Alemania, sólo para echar un vistazo.

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—sí, me había prometido que un día me enseñaría el lugar donde enterrasteis la plata y todo lo demás durante la guerra.

Jim dice: —A orillas del elba. seguro que ya lo han removido todo.

la órbita de mi ojo se ref leja en el café, el vapor se enrosca alrededor de mi cara y siento que empezará a dolerme la cabeza enseguida. levanto la vista para pedirle una aspirina a la hermana del Manitas, pero la muchacha se ríe en la cocina.

—la herida se la hicieron allí —dice Jim—. en el elba. estuvo inconsciente un buen rato. Dios mío, qué frío, qué frío hacía. le di por muerto, pero al final recobró el sentido. Y luego me dijo: He visto el mundo entero; me dijo: China es muy bonita, Jim.

—¿estuvo soñando?—no lo sé. Hace años que todo eso me trae sin cui­

dado.la hermana del Manitas viene con el bote de café

a por la propina. le pido una aspirina y veo que tie­ne un barrillo en la clavícula. no recuerdo haber vis­to fotos de China. Miro las caderas de la hermanita.

—¿Trent todavía quiere compraros las tierras para hacer casas?

—Pues claro —digo—. Y mamá seguro que va a ven­der. Yo no puedo llevar la finca igual que papá. la ca­ña tiene muy mala pinta. —Apuro la taza de café. estoy harto de hablar de la granja—. esta noche salgo con Ginny.

—Dale un meneo de mi parte —dice, y me da un golpe en el paquete. no me gusta que hable así de ella.

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se da cuenta y la sonrisa se le borra de un plumazo—. encontré un montón de gas para su padre. era un tipo estupendo antes de que su mujer lo dejase plantado.

Hago girar mi taburete, le doy una palmada en el hombro viejo y débil. Me acuerdo de papá y trato de bromear. —Hueles tan mal que el sepulturero ya te está siguiendo.

se ríe: —nunca he visto a un recién nacido más feo que tú, lo sabes, ¿no?

sonrío y salgo pitando hacia la puerta. oigo que le grita a la hermanita: —Ven aquí conmigo, cielo, que te quiero contar un chiste.

Una binza cubre el cielo. el calor me quema, penetra a través de la sal de mi piel, la tensa. Pongo la camio­neta en marcha, voy hacia el oeste por la autopista construida sobre el cauce seco del Teays. Hay gran­des cenagales y sobre las colinas que f lanquean el va­lle se están formando unos nubarrones amarillentos que el sol no puede quemar del todo. Paso por un car­tel de la wpa:5 «george washington cartografió estas tierras – pea je del río teays». Veo campos y rebaños donde se alzan los edificios, es como si los viera desde un tiempo muy lejano.

salgo de la carretera principal y enfilo hacia casa. las nubes pasan y esparcen instantes de luz y de som­bra sobre el patio. Vuelvo a mirar el lugar exacto don­

5 Work Progress Administration, la principal agencia para el desarrollo creada durante el new Deal.

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de papá se desmayó. estaba de bruces, despatarrado, sobre la hierba alta, después de que una esquirla de metal se desprendiera de la vieja herida y le alcanzara el cerebro. recuerdo haber pensado en ese instante que la hierba le había dejado marcas en la cara y que la tenía como si le hubieran atizado.

llego al establo y me subo al tractor. lo pongo en marcha y alcanzo el otero donde terminan nuestras tierras. Paro el motor. Me quedo ahí sentado, fumo, vuelvo a mirar el cañaveral. las hileras de caña crecen en curvas apretujadas, pero alrededor del campo se ve una especie de cicatriz de arcilla seca y las hojas tie­nen una plaga violácea. no me preocupa la plaga. sé de sobra que la caña está perdida como para tener que preocuparme ahora por la plaga. A lo lejos, alguien corta madera y el eco de los mordiscos del hacha lle­ga hasta donde me encuentro. las laderas están achi­charradas y se ven espejismos de calor. nuestro gana­do se refugia en la cañada y los pájaros se esconden en los ramilletes de árboles que dejamos sin talar porque no necesitamos la madera ni el terreno que ocupan para pasto. Me quedo mirando el mojón viejo y ajado. Papá lo clavó cuando puso fin a los días de vagabundo y luego de soldado. el palo es de madera de robinia y aguantará unos cuantos años más. Unas campanillas muertas están adheridas a la madera.

—lo que pasa es que no sirvo para esto —digo—. es inútil matarse a trabajar en algo que no se te da bien.

Cesan los hachazos. escucho el batir de alas del saltamontes y aguzo la vista para ver si la plaga ha lle­gado al otro lado de los cenagales.

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Digo: —sí, señor, Colly, no sabrías cultivar guisan­tes en un mojón de mierda.

Aplasto el cigarrillo en el bastidor del tractor. no quiero incendios. Pulso el botón de encendido y avanzo a trompicones por los campos, luego bajo al vado del riachuelo, casi seco, y subo por la otra lade­ra. las tortugas saltan de los troncos y se zambullen en las charcas. Paro la máquina. la caña de este lado está igual de mal. Me paso la mano por la quemadura de sol que tengo en la nuca.

Digo: —Al cuerno con Gin. Todo me sale mal.Me arrellano en el asiento, procuro olvidarme de

estos campos y de las colinas que los rodean. Mucho tiempo antes de mí y de estas herramientas, las aguas del Teays corrían por esta tierra. Casi puedo sentir el agua fría del río y las cosquillas que hacen los trilo­bites al arrastrarse. las aguas de las viejas montañas bajaban hacia poniente. Pero las tierras se elevaron. A mí sólo me quedan los cenagales y los animales de piedra que colecciono. entorno los ojos y tomo aire. Mi padre es una nube de color caqui en el cañaveral y Ginny no tiene otro sentido para mí que el olor acre de las zarzamoras en lo alto de la sierra.

Cojo el saco y el gancho y salgo a cazar tortugas. Unos cuantos bagres brillantes nadan junto a la ori­lla. Cerca del musgo, veo unos anillos que se expan­den donde se ha zambullido una tortuga. esa taruga será mía. el piélago huele a podrido y el sol es de co­lor pardo.

entro en el agua. la tortuga busca las raíces de un tronco. Tanteo un poco y noto que el garfio pega un ti­

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rón. es una tortuga lista, pero igual es una idiota. Me apuesto a que podría pasarse el resto de sus días co­miendo hígado de un gancho, pero la imbécil ha que­dado atrapada entre las raíces y yo sigo dándole al garfio. la levanto y veo que es una tortuga mordedo­ra. Tuerce el cuello gordinf lón a un lado, mordiendo el hierro. la tumbo panza arriba en la arena y saco el cuchillo de papá. Piso el caparazón y aprieto con fuer­za. le estrujo el cuello gordo y saca la cabeza. sale un poco de sangre de la herida que tiene en la boca, pero cuando le rebano el cuello, se forma un charco.

Una voz dice: —¿Has cazado un dragón, Colly?Me estremezco y levanto la mirada. sólo es el pres­

tamista, en la orilla del arroyo, vestido con su traje de color canela. Tiene unas manchas rosáceas en la cara y el sol le oscurece los cristales de las gafas.

—De vez en cuando me apetece comerme una —di­go. sigo cortando cartílagos y despellejando el capa­razón.

—A tu padre le pirraba la carne de tortuga —dice el tipo.

oigo el rumor de las hojas de las cañas bajo el sol poniente. Tiro las vísceras al agua, meto el resto en la bolsa y me vuelvo para el vado. Pregunto:

—¿en qué puedo ayudarle?el tipo empieza: —Te he visto desde la carretera,

sólo he bajado a preguntarte por mi oferta.—se lo dije ayer, señor Trent. la tierra no es mía,

no soy yo quien se la tiene que vender. —suavizo un poco el tono. no quiero problemas—. Tiene que hablar con mi madre.

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la sangre gotea del zurrón al suelo. Forma una pasta oscura con el polvo. Trent se mete las manos en los bolsillos y echa un vistazo al cañaveral. Una nube cubre el sol y mi cosecha reluce con un color verduz­co bajo la sombra.

—Debe de ser la última granja de verdad que queda por aquí —dice Trent.

—lo poco que dejó la sequía se lo llevará la plaga —digo. Me paso el saco a la mano que tengo desocupa­da. Veo que estoy cediendo. estoy permitiendo que el tipo me maneje a su antojo.

—¿Cómo se encuentra tu madre? —dice. no le veo los ojos detrás de las gafas oscuras.

—Tirando —digo—. Quiere mudarse a Akron. —Mue­vo un poco el saco hacia el río ohio y le salpico de san­gre los pantalones—. lo siento.

—se quitará —dice, pero yo espero que no. sonrío y veo la boca abierta de la tortuga en la arena—. Y bien, ¿por qué Akron? —pregunta—. ¿Tenéis parientes allí?

Asiento con la cabeza. —suyos, no míos —digo—. Aceptará su oferta. esta sombra sofocante me deja aplatanado y mi voz se convierte en un susurro. Dejo el saco sobre el bastidor del tractor, me subo y le doy al botón de arranque. Me siento mejor, como nunca me había sentido. el asiento de metal me quema a tra­vés de los tejanos.

He visto a Ginny en la oficina de correos —grita el tipo—. está hecha un pimpollo.

le digo adiós con la mano, casi sonrío cuando pongo la primera y empiezo a avanzar cuesta arriba por el camino de tierra. Dejo atrás el lincoln polvo­

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riento de Trent, me alejo de mi cañaveral enfermo. Puede irse todo al diablo, las semillas pasadas, la se­quía, la plaga... todo al diablo cuando mamá firme los papeles. sé que siempre me van a echar la culpa, pero no puede ser culpa mía solamente.

—¿Y qué pasó contigo, viejo? —me pregunto—. Te dolió el costado toda la mañana, pero tú no eras de los que llaman al médico. no, claro que no, tenías que ir a ver si tu hijo había hecho bien la siembra. —Cierro el pico para dejar de hablar solo como un majadero.

Aparco el tractor en el camino que sube al granero, vuelvo la vista hacia el cañaveral y, a lo lejos, veo el arroyo. Trent dijo ayer que cubrirían el cenagal con escombros. Así pondrán las casas a salvo de las inun­daciones, pero al mismo tiempo elevarán el nivel de crecida. bajo todas esas casas, mis tortugas se conver­tirán en piedra. nuestras vacas Hereford dejan unos redondeles amarillentos en la colina. Diviso la tumba de papá y me pregunto si la cubrirán las aguas cuan­do el río baje crecido.

Miro cómo juega el ganado. Deben venir lluvias. siempre vienen cuando el ganado juega. A veces sus juegos llaman a la nieve, pero casi siempre es lluvia lo que viene. Cuando papá me atizó de lo lindo con esa serpiente negra, la colgó de una valla. Pero no llovió. el ganado no estaba jugando y no vinieron lluvias, pero no abrí la boca. Ya había tenido bastante con la serpiente y no quería que me diera con el cinturón.

Me quedo mirando la colina un buen rato. la pri­

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mera vez con Ginny fue en el ramillete de árboles de esa colina. recuerdo lo cerca que podíamos estar el uno del otro, puede que ahora también, no lo sé. Me apetece estar Ginny, enmarañarle el pelo en el primer prado que encontremos. Pero me la imagino en co­rreos. seguro que ha ido a enviarle postales a algún chico de Florida.

subo con el tractor al granero y aparco en el co­bertizo. Me seco el sudor de la cara con la manga y noto que las costuras de la camisa me caen de los hom­bros. si me siento con la espalda recta aún puedo lle­narlas. la tortuga se mueve dentro del zurrón y me saca de quicio oír el repiqueteo del caparazón contra el gancho. Me llevo la bolsa al grifo para lavar la pie­za. A papá siempre le gustó la tortuga guisada. estu­vo hablando sin parar del guiso y de la jungla sólo una hora antes de que lo encontrase.

Me pregunto cómo irá todo cuando Ginny se pase a recogerme. espero que no se ponga a hablar con la boca pequeña. Puede que esta vez me lleve a su casa. si su madre no hubiese sido la prima de papá, su viejo me habría dejado ir a su casa. Que le jodan. Pero pue­do hablar con Ginny. Me pregunto si se acordará de los planes que teníamos para la granja. Y también que­ríamos niños. siempre me daba la lata con lo del pavo real. le conseguiré uno.

sonrío cuando vacío el zurrón en la tinaja herrum­brosa, pero el olor del granero, el heno, el ganado, la gasolina, todo me trae recuerdos. Papá y yo levanta­mos el granero juntos. Miro cada clavo con el mismo dolor sordo.

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lavo la carne y la pongo a secar en un trozo de tela que arranqué de una sábana vieja. la envuelvo con la tela doblándola por las cuatro puntas y voy ca­minando a casa.

el aire arde, pero está revuelto y las cortinas de la ventana de la cocina se mueven. Desde dentro, oigo que mamá y Trent están hablando en el porche y dejo la ventana abierta. la azuza con la misma insistencia de ayer y me apuesto a que mamá se lo está tragando. seguro que está pensando en las veladas de té y pas­tas que celebrará con sus primas en Akron. nunca es­cucha lo que le dicen. se limita a contestar vale a cual­quier cosa que alguien le diga, siempre que ese alguien no sea yo ni mi padre cuando aún vivía. si es que inclu­so votó a Hoover antes de que se casaran. Pongo la car­ne de tortuga en la sartén, saco una cerveza. Trent in­tenta ablandarla hablándole de mí; aguzo el oído.

—estoy convencido de que Colly aceptará —dice. su voz no ha perdido el soniquete nasal de las mon­tañas.

—le dije que sam le colocaría en la Goodrich —di­ce ella—. le enseñarían un oficio.

—Y en Akron encontrará buenos chicos de su edad. seguro que le sienta bien. —Pienso que su voz suena como un maldito televisor.

—Pues la verdad es que me hace mucha compañía. no ha salido ni una sola vez desde que Ginny se fue a esa universidad.

—en Akron también tienen universidad —dice, pe­ro cierro la ventana.

Me apoyo en el fregadero, me paso las manos por

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la cara. el olor de tortuga me ha impregnado los de­dos. Huelo igual que las charcas.

A través de la entrada al salón, veo la arqueta que me hizo papá para guardar las piedras. las etiquetas blancas asoman detrás del lustre apagado del cristal. Ginny me ayudó a encontrar por lo menos la mitad. si finalmente fuese a la universidad, luego podría volver y ocupar el lugar de Jim en los pozos de gas. Me gusta tener en las manos esas piedrecitas que vivieron hace tanto tiempo. Pero la geología no me dice nada. no he encontrado ni un solo trilobites.

remuevo la carne, estoy atento a si se oyen ruidos o voces en el porche, pero no oigo nada. Miro fue­ra. Un destello de luz reparte sombras en el patio y proyecta una franja de oscuridad debajo del alero del granero. Puedo sentir la mugre que cubre mi piel en el aire quieto. salgo con mi cena al porche.

echo una mirada al valle, al lugar donde los bison­tes solían apacentarse antes de que colocaran las pri­meras vías férreas. Ahora esos raíles los cubre una au­topista y los coches pasan volando, primero de ida, luego de vuelta, contra el viento. Me quedo mirando el coche de Trent, que circula hacia el este, de cami­no a la ciudad. no me atrevo a preguntar enseguida si se ha salido con la suya.

le pongo el plato debajo de las narices, pero mamá lo aparta con un mohín. Me siento en la vieja mecedora de papá, veo llegar la tormenta. en el arcén de la carretera se forman pequeños remolinos de pol­vo y el viento deposita en el patio ramitas de arce con sus vientres blancos boca arriba. Al otro lado de la ca­

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rretera, nuestra cortina forestal se mece y las hileras de arces se agitan en todas direcciones.

—Va a caer una buena, ¿no? —digo.Mamá no dice nada y se da aire con el abanico del

tanatorio. el viento le desordena el pelo, pero ella continúa agitando como una loca esa cartulina de Je­sús. le cambia la cara. sé lo que está pensando. Pien­sa en que ya no es la chica de la foto sobre la repisa de la chimenea. Ya no lleva la gorra de recluta ladeada sobre la cabeza.

—Qué pena que no hayas salido antes de que se fue­ra Trent —dice. echa una mirada a la cortina de árbo­les al otro lado de la carretera.

—Ayer le oí —digo.—no es eso ni mucho menos —dice ella, y veo que

baja ligeramente la cabeza—. ocurrió lo mismo cuan­do Jim nos llamó para preguntarnos si queríamos alu­bias y tuve que decirle que las dejara en el tractor al lado de la iglesia. Me asombra la de cosas que dice la gente cuando un hombre se asoma a tu ventana.

Ya sé que Jim habla como un viejo chocho, pero nunca la violaría ni nada parecido. no quiero discutir con ella. —Y bien, ¿de quién son estas tierras?

—Aún nuestras. no tengo que firmar nada hasta mañana. Deja de sacudir su Jesús y me mira. empieza a hablar—: Te gustará Akron. ¡Ay señor!, seguro que a la hija pequeña de Marcy le encantará conocerte. También le gusta andar con la nariz pegada a las pie­dras. Además, tu padre siempre dijo que nos insta­laríamos en Akron cuando fueses lo bastante mayor para llevar la granja.

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sabía que tenía que decirlo. Me limito a cerrar el pico. llega la lluvia y repica sobre el tejado de zinc. Miro el campo, el viento arranca algunas ramas de los árboles. A lo lejos, detrás de las colinas, las nubes dis­paran esquirlas de luz. esta tormenta apenas nos ha rozado.

el deportivo de Ginny vuela por la carretera hacia el este y pita al pasar, pero sé que volverá.

—igualita que su madre —dice mamá—. Corrien­do como una condenada a cualquier bar de la mala muerte.

—no conoció a su madre —digo. Dejo el plato en el suelo. Me alegra que Ginny haya pitado al pasar.

—¿Y por qué no me escapo yo con un capataz de los pozos?

—Tú nunca harías eso, mamá.—Tienes razón —dice, y se queda mirando los co­

ches que pasan—. la mató de un disparo. luego se sui­cidó.

Miro más allá de las colinas y del tiempo. Hay ca­bellos pelirrojos en la almohada, manchados de san­gre por el balazo. otro cuerpo yace ovillado y frío al pie de la cama.

—Dicen que lo hizo porque no quería casarse con él. le encontraron dos alianzas en el bolsillo. ese ita­liano... enano y chif lado.

Veo policías y reporteros en esa habitación dimi­nuta. la gente farfulla en el pasillo, pero nadie se atre­ve a mirar de frente la cara de la muerta.

—bueno —dice mamá—. Por lo menos, todavía lle­vaban la ropa puesta.

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la lluvia amaina y me quedo sentado largo rato mirando las achicorias azules que se mueven junto a la carretera. Pienso en todas las personas que conoz­co que han abandonado estas colinas. sólo Jim y papá volvieron a la tierra y la trabajaron.

—¡Mira los fuegos fatuos! —Mamá señala las coli­nas con el dedo.

Caen despacio las gotas de lluvia y, a medida que el suelo se empapa y enfría, sube la niebla. son pe­queños fantasmas colgados de las ramas, enroscados en las quebradas. el sol intenta penetrar a través de la neblina, pero sólo es un manchurrón pardo y sin lus­tre en el cielo rosado. Donde hay niebla, la luz es de un naranja dorado.

—no recuerdo cómo la llamaba papá —digo.los colores viran, mudan tonalidades.—sabía darle nombres divertidos a las cosas. Al

gato macho lo llamaba «cacho­coño».Hago memoria. —Y los copos de maíz eran «cacos

de lombriz» y el pollo era un «plomo».nos reímos.—bueno —dice—. siempre estará en nosotros.la pintura pegajosa del brazo de la silla se me in­

crusta debajo de las uñas. Pienso que mi madre siem­pre ha sido una aguafiestas.

Ginny vuelve a tocar la bocina desde la carrete­ra. Me levanto para entrar, pero me detengo en el um­bral, con la cortina en la mano, buscando las palabras.

—no iré a vivir a Akron —digo.—¿Y dónde va a vivir el señor, si se puede saber?—no lo sé.

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Vuelve a darle al abanico.—Me voy con Ginny a dar una vuelta en coche

—digo.ni me mira. —Vuelve a casa temprano. no creo que

el señor Trent quiera esperar a que termines de dor­mir la mona.

la casa está en silencio y la oigo lloriquear en el porche. Pero ¿qué demonios puedo hacer yo? Voy corriendo a lavarme el olor a tortuga de las manos. Tiemblo de la cabeza a los pies mientras corre el agua. le he replicado. es la primera vez que lo hago. no puedo permitir que Ginny me vea temblando. Cami­no directamente hacia la carretera sin volver la mira­da al porche.

Me subo al coche, dejo que Ginny me dé un beso en la mejilla. Parece cambiada. nunca la he visto con esta ropa y lleva demasiadas joyas.

—estás estupendo —dice ella—. no has cambiado nada.

Vamos por la autopista en dirección oeste.—¿Qué hacemos?Dice: —Vamos a apalancarnos, por los viejos tiem­

pos. ¿Qué te parece la vieja estación de trenes?Digo: —Vale. —echo mano a una lata de Falls City

del asiento de atrás—. Te has dejado crecer el pelo.—¿Te gusta?—Mmm... sí.Avanzamos por la carretera. Miro la niebla ilumi­

nada, los colores irisados.Dice: —Da miedo el anochecer, ¿eh? —Habla todo

el rato con la boca pequeña.

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—Papá siempre lo llamaba «fuego loco» o algo así.Aparcamos junto a la estación abandonada. Casi

todas las puertas y ventanas están tabicadas. bebe­mos y miramos los colores del cielo que viran hacia el gris a medida que cae la noche.

—¿Has hojeado tu anuario? —apuro la lata de City de un trago.

se parte de risa. —¿sabes? —dice—. ni siquiera sé dónde metí ese trasto.

Me siento demasiado mal para decir algo. Miro los sembrados de f leos al otro lado de las vías. Hay pozos allí, bombas que extraen los gases antiguos. el gas arde con una llama azul y me pregunto si el sol de la Antigüedad también era azul. las vías corren por la llanura hasta convertirse en un punto en la calima pardusca. se oyen los clics de los cambios de agujas. Unos cuantos vagones cisterna esperan en el inter­cambiador. sus ruedas se oxidan con las vías. Me pre­gunto por qué demonios me dio por los trilobites.

—Hay una fiesta de las buenas en rock Camp —di­go. la miro mientras bebe. Tiene la piel tan blanca que despide un fulgor amarillento y las últimas luces del día prenden chispas en su melena pelirroja.

Dice: —si se entera mi padre, se pone hecho un basilisco. Figúrate, yo tan cerca de los pozos.

—Ya eres mayor. Venga, vamos a dar un paseo.salimos del coche y ella de pronto me coge del bra­

zo. siento sus dedos como si fueran lacitos sobre las venas de mi mano.

—¿Cuánto tiempo te quedas? —pregunto.—sólo una semana, luego pasaré una semana con

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mi padre en nueva York. Me muero por volver. es ge­nial.

—¿sales con alguien?Me mira con su sonrisa divertida de siempre. —sí,

salgo con un chico. estudia el plancton en la univer­sidad.

estoy con el miedo en el cuerpo desde que le re­pliqué a mi madre, pero ahora vuelve a dolerme. Va­mos a los vagones cisterna y ella se agarra a la escale­rilla y sube.

—¿Te parece bien éste? —Tiene un aspecto diverti­do, agazapada como si acabara de colarse de polizón en un vagón de mercancías. Me río.

—sujétate más cerca de la locomotora. si te res­balas, saldrás despedida. Así como estás, el vagón te engulliría y te pasaría por encima. Además, nadie se cuela en un vagón cisterna.

se baja del vagón, pero no me coge de la mano.—Te lo enseñó todo. ¿Cómo la palmó?—Un trocito de obús. lo llevaba incrustado desde

la guerra. se le metió en las venas, en el... —Chasqueo los dedos. Quiero hablar, pero la imagen no quiere convertirse en palabras. Me veo a mí mismo desparra­mado, cada célula de mi cuerpo a millas de las demás. las reúno y me agacho en la hierba oscura. Me dejo caer boca arriba y la miro a los ojos largo rato antes de cerrar los míos.

—nunca hablas de tu madre —digo.ella dice: —no me apetece. —Y se acerca corriendo

a una ventana abierta de la estación. se asoma, luego se gira y me mira—. ¿Podemos entrar?

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—¿Por qué? Ahí dentro sólo hay básculas de pesa­je viejas.

—Pues porque es espeluznante y estupendo, y me da la gana. —Vuelve corriendo y me da un beso en la mejilla—. Me aburre verte con esa cara de perro. ¡son­ríe!

Me rindo y empiezo a caminar hacia la estación. Arrimo un banco carcomido a la ventana y entro. le doy la mano y la ayudo a subir. se corta en el antebra­zo con un trozo de cristal. el corte es superficial, pero me quito la camiseta para vendarle la herida. la tela absorbe la sangre violeta.

—¿Te duele?—no mucho.Veo una abeja albañila sobre el filo del cristal.

bate las alas azul metalizado mientras camina por el borde. sorbe los restos de piel que el cristal le ha ras­pado. las oigo trabajar dentro de las paredes.

Ginny ya está en la otra ventana y mira por un nudo en la madera de los tablones.

Pregunto: —¿Ves ese punto verde claro en la se­gunda colina?

—sí.—es el cobre de vuestro tejado.se vuelve, me mira.—Vengo mucho por aquí —digo.respiro el aire estadizo. Me alejo de ella y miro por

la ventana que da a Company Hill, pero continúo sin­tiendo su mirada sobre mí. Company Hill parece más grande bajo la luz del crepúsculo y pienso en todas las colinas que hay cerca del pueblo sobre las que nunca

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he puesto los pies. Ginny se me acerca por la espalda y oigo el crujir del cristal bajo sus pasos. el brazo he­rido me enlaza, siento la pequeña mancha de sangre fría sobre mi espalda.

—¿Qué pasa, Colly? ¿Por qué no podemos diver­tirnos un poco?

—Cuando era un chaval, intenté escaparme de casa. Caminaba por la pradera que hay al otro lado de Company Hill cuando una sombra me pasó por en­cima. Te juro por Dios que pensé que era un ptero­dáctilo. era un condenado avión. Me entró una rabia tan grande que me volví a casa.

rasco trocitos de pintura del marco de la venta­na, espero a que hable ella. se apoya en mí y le doy un beso muy profundo. Ciño su cintura entre mis manos. la piel de su cuello es casi demasiado blanca bajo este anochecer desmayado. sé que no puede en­tenderlo.

la atraigo hacia el suelo. su perfume sube hacia mí y hago a un lado las cajas. no espero nada. no está haciendo el amor. se acuesta conmigo. Vale, pienso, vale. Acuéstate conmigo. le bajo los pantalones has­ta los tobillos, me la follo. Pienso en la hermana del Manitas. Ginny no está aquí. la hermana del Manitas está debajo de mí. Una mano de luz azul pasa por en­cima de mí. Abro los ojos y veo el suelo, huelo el tufo de la madera mojada por la lluvia. serpientes negras. Fue la única vez que me azotó.

—Deja que me corra contigo —digo. Quiero arre­pentirme, pero no puedo.

—Colly, por favor... —Me aparta de un empujón.

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su cabeza se gira a un lado y a otro sobre los pedacitos de cristal y pintura.

Me quedo mirando un buen rato los cercos oscu­ros que envuelven sus ojos. es alguien a quien conocí hace mucho tiempo. no recuerdo su nombre duran­te un minuto, luego me viene a la cabeza. Me siento contra la pared y me duele la columna. escucho los trabajos de las abejas albañilas que construyen sus ni­dos y le paso un dedo por la garganta.

ella dice: —Quiero irme. Me duele el brazo. —su voz sale de un lugar profundamente hundido en su pecho.

salimos trepando. Una luz amarilla brilla en las traviesas y las agujas chirrían. oigo un tren a lo lejos. Me devuelve la camiseta y se sube al coche. Me quedo mirando las manchas de sangre en la tela. Cuando le­vanto la vista, las luces traseras de su coche son unos borrones rojizos en la niebla.

Me doy un paseo hasta el andén y me tumbo en un banco. la noche me enfría los párpados. Caigo en que ésa fue la primera y única vez que un avión me pasó por encima.

Veo la imagen de mi padre: un vagabundo joven que achica los ojos frente al sol poniente de Michi­gan, con el lago a sus espaldas. se le ha endurecido el rostro después de haber vivido a salto de mata en tan­tos lugares distintos tantos días y, de repente, entien­do que su error fue volver aquí y clavar ese mojón de robinia en el otero.

—¿Has visto que las luciérnagas azules son las únicas que salen después de llover? las verdes casi nunca lo hacen.

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oigo que llega el tren. Va a toda máquina. no creo que lleve ningún polizón a bordo.

—bueno, ¿sabes que el Teays debía de ser un río muy caudaloso? sube a Company Hill y mira más allá de los cenagales. Ya lo verás.

el ruido de la locomotora se me mete en la piel. sus faros cortan una gruesa rebanada de niebla. nin­gún vagabundo en su sano juicio intentaría colarse en ese tren. Va a todo gas.

—Me dijo Jim que el río bajaba del oeste al noroes­te y que su curso continuaba hasta la vieja desembo­cadura del san lorenzo. Había peces aguja, de tres a seis metros. Dijo que continúan ahí abajo.

es probable que el bueno de Jim la palme con­tando un embuste así. la máquina pasa traquetean­do. Una traviesa podrida escupe una cortina de barro cuando siente su peso. Va demasiado deprisa para su­birse a la carrera. es la pura verdad.

Me levanto. Pasaré la noche en casa. Algún día ce­rraré los ojos en Michigan, o quizá incluso en Alema­nia, o en China. Aún no lo sé. Camino, pero no tengo miedo. siento que mis temores empiezan a disiparse en anillos concéntricos a través del tiempo, durante un millón de años.

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