alicia maguiña: el reflejo del ayer en la voz de hoy

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Alicia Maguiña El reflejo del ayer en la voz de hoy Karin Del Águila H.

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Trabajo elaborado por Karin del Águila para el curso Periodismo Literario 2 (2012-1)

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Page 1: Alicia Maguiña: el reflejo del ayer en la voz de hoy

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Alicia Maguiña

El reflejo del ayer en la voz de hoy

Karin Del Águila H.

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���

������

Página

Prólogo………………………………………5-10

Capitulo I Página

De Ica a Lima ……………………………….11-53

Capitulo II Página

Dale, toma, así se hace una marinera………. 55-102

Capitulo III Página

Carlos y Alicia: una voz se apaga………….. 103-136

Línea de tiempo…….………………………139-142

Eligiendo a Alicia……..…………………....143 – 157

Anexos- fotos ……………………………… 158- 168

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La dimensión de Alicia Asunción, Pascuala, María, son nombres que nunca

olvidará Alicia Maguiña. Fue gracias a estas

mujeres que conoció el canto andino. Tenía diez

años de edad y vivía en La Huacachina, cerca de la

ciudad de Ica, cuando escuchó a estas mujeres

realizar sus trabajos de apañadoras del algodón,

cantando. Escucharlas “marcó su carácter y

posición ante la vida”, contará muchas décadas,

rememorando esas escenas perdidas en la bruma de

los recuerdos. Y es a estas chinas, cholas, que

dedica su primera canción, “La Apañadora”.

La joven periodista Karin del Águila incluye este

dato y la llegada a Ica de la radio OAX4A, que

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���

metió sin permiso a las casas la música criolla, en

el libro que ha elaborado sobre la famosa

cantautora, voz necesaria para entender lo que pasó

con Alicia Maguiña y la evolución de la música

peruana del siglo XX.

Estamos ante una mujer de férrea voluntad artística,

cuya primera leyenda es haberse casado con

Eduardo Bryce Echenique –hermano del creador de

Un mundo para Julius-, lo que se celebró en las

páginas sociales de la alta sociedad limeña para

luego, con dos hijos, divorciarse y casarse con un

guitarrista negro –afroperuano decimos ahora, con

más elegancia- el gran Carlos Hayre, para dedicarse

a grabar álbumes, a hacerse a la carrera de artistas.

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Estos datos pasarían desapercibidos en el Perú de

hoy, que tras el boom gastronómico de los últimos

años tiende a ser más plural y asumir su naturaleza

de “todas las sangres”, como pontificaba el escritor

andahuaylino José María Arguedas. Pero eran otros

tiempos. En ese sentido, Alicia Maguiña fue una

revolucionaria, una de las primeras peruanas en

romper con los cánones.

Pero la dimensión de Alicia es mayor a los datos de

su biografía. Se atrevió a cantar música peruana y a

hacerse profesional del canto, cuando eso era mal

visto desde lo alto de la pirámide social peruana.

Ella hija de una reputado vocal iqueño y de madre

arequipeña; con casa en San Isidro y alumna del

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colegio Santa Úrsula, donde aprendió a dominar el

inglés y el alemán, se dedicó al canto.

Tal vez en su rebelión contra el mundo perfecto en

el que le tocó vivir, se debía la herencia de sangre

de su abuelo Alejandrino Maguiña, “quien a inicios

del siglo XX, fue un defensor de los derechos de

los campesinos en Puno”, como recuerda del

Águila.

Y si hablamos de lo musical, Alicia Maguiña,

autora del vals “Viva el Perú y sereno”, nunca se

limitó a los géneros costeños. A ser la guapa e

inteligente compositora cuyos valses, marineras,

tristes, interpretaban Los Chamas, Los Troveros

Criollos, Roberto Tello a hacer trabajos con Mario

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Cavagnaro u Oscar Avilés. No, Alicia se apropió de

lo andino también, desde el lejano 1957, de los

huainos y mulizas.

Su imagen está vigente en la memoria de muchos

peruanos: aparecía en espectáculos bien vestida con

trajes de piurana o con polleras de huamanguina o

huancaína en los principales escenarios limeños. Y

lo hacía dominando la forma de llevar los trajes, la

danza, la idiosincracia de cada uno de ellos. Porque

a la dama llamada Alicia Maguiña entiende que

artista significa siempre estudiar, investigar.

Mujer hecha a la medida de la peruanidad, es

devotada del Señor de los Milagros y cada año se

traslada hasta el valle del Mantaro, para convertirse

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en la coya principal de las celebraciones de la

Virgen de Cocharcas de Sapallanga, puesto que

heredó de Agripina Castro, defensora de la cultura

huanca. Es parte de lo caminado por doña Alicia; es

parte de su compromiso con la cultura nacional.

Asunción, Pascuala, María, estarían orgullosas de

ella.

José Vadillo Vila

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CAPÍTULO 1

De Ica a Lima Llevaba puesto un pantalón de bayeta negro y una

camisa blanca un poco percudida. Su rostro era el

fiel reflejo de los setenta años que llevaba encima.

Un sombrero de paja toquilla ocultaba su cabello

plateado y la tristeza de sus ojos. Don Felipe

Palomino era el conserje del colegio Arbulú y

como todos los días, durante casi veinte años, se

detuvo por un instante al lado del arco principal del

centro educativo al que llegó luego de ver rotos sus

sueños de hacendado exitoso en Ica, una ciudad de

la costa sur del Perú que vivía el auge de la

exportación de algodón por los años cuarenta.

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Las paredes del Arbulú, una institución educativa

privada mixta fundada en la ciudad sureña en 1918,

guardaban la historia de este hombre que con su

silencioso andar había ganado pocos amigos. Era

viernes a las dos de la tarde y bastó que Palomino

diera dos campanazos para que los escolares crucen

embalados las puertas del colegio, luego de casi

siete horas de encierro.

Alicia Rosa Maguiña Málaga era una de los

aproximados doscientos alumnos que tenía el

Arbulú. Tenía ocho años y los ojos grandes,

redondos y negros, tan grandes y misteriosos como

la noche. Su cabello oscuro y ondeando llegaba

hasta su estirado cuello y pese al inclemente sol

que caía sobre Ica, la pequeña de cuerpo esbelto,

tenía que enfundarse diariamente en una falda

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verde, que colgaba varios centímetros más abajo de

sus rodillas, una blusa crema y zapatos negros de

charol. A diferencia de todos los demás, ella, cada

vez que escuchaba la campana que anunciaba la

salida, prefería ir despacio y con calma. Su madre,

a diario, la esperaba en la puerta y caminaban

juntas de regreso a casa.

El historiador César Ramos cuenta que “era

costumbre que los padres, en su mayoría madres,

acompañen y recojan a sus hijos del colegio”.

Según explica, “este hábito confirmaba la unión de

la familia, la presencia de los padres ante la

sociedad”.

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Esa tarde la calle La Alameda lucía apacible.

Estaba ubicada en uno de los barrios más

acomodados de Ica. Unos álamos verdes de troncos

recios formaban una especie de sombrilla sobre el

asfalto que no tenía más de tres metros de ancho.

Las ramas de los árboles se movían al paso de los

vientos Paracas (corrientes de aire que provenían

del desierto) y entre ellas se colaban algunos rayos

de sol. Por las tardes se escuchaba cantar uno que

otro güerequeque, que eran unos pájaros de piernas

largas.

Maguiña Málaga llegó a la puerta de su casa. Había

que cruzar unas pequeñas rejas que llegaban a la

cintura y subir cuatro escalones largos y chatos

para chocar con la puerta principal: un armazón

semi ovalado hecho de pura caoba.

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Pero ese día, al lado del portal, Maguiña Málaga y

su madre encontraron a una joven desconocida, que

tenía la cabeza entremetida en los faldones que

llevaba puestos

— ¿Y tu mamá? — le preguntó Alicia

Málaga, madre de la escolar.

Pero la joven no atinó a decir palabra alguna. Tan

solo levantó su pispado rostro y las observó con sus

tristes ojos negros.

— ¿Cómo te llamas? —insistió. Pero no

obtuvo respuesta.

La criatura tenía el rostro reseco. Sus mejillas

agrietadas guardaban un color rojizo que se tornaba

casi morado. Su cabello negro azabache estaba

peinado con dos largas trenzas que tocaban su

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cintura. Sus manos y sus pies, como gran parte de

su piel, reflejaba el maltrato y el hambre de por lo

menos una semana.

—Pasa —le dijo Alicia Málaga, arequipeña

de nacimiento. Y de inmediato ordenó a Felicita,

una de las empleadas, que le prepararan un baño, le

dieran ropa limpia y algo de comer a la joven

desconocida, quien hasta ese momento no había

pronunciado palabra alguna.

Continuó en silencio e ingresó a la vistosa y cálida

casa de los Maguiña – Málaga, una familia

arequipeña – huaracina que se trasladó a Ica hacía

siete años porque Alfredo Maguiña, padre de la

pequeña Alicia Maguiña Málaga, había recibido el

encargo de ser vocal de un juzgado en ese lugar. La

residencia de esta familia originaria de la sierra

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colindaba con la del alcalde y familias de renombre

como los Tataje, Fernández y Bohórquez.

Paso por paso iba descubriendo la casa, el largo

zaguán, que era una especie de pasillo hecho de

paredes de quincha, barro y yeso, de las que

colgaban helechos de todos los tipos y unas

macetas con jazmines y claveles de colores que

abrían paso a una amplia sala de estilo colonial.

Allí una gran rockola colocada en una esquina

destacaba sobre todo lo demás y fotografías en

blanco y negro, enmarcadas en cuadros de alpaca y

cobre, decoraban la mesa central, hecha de caoba y

tallada en las esquinas de hermosos motivos

costeños. Un poco más allá, el comedor, también

de caoba, revestía de lujo el ambiente y al final del

pasillo, en una olorosa y oscura cocina, las

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empleadas de esta familia acomodada terminaban

de dar los últimos toques de sabor al menú del día.

En los últimos meses era común encontrarse, en

Ica, con personas que migraban de la sierra a la

costa del Perú en busca de una vida más cómoda.

La economía peruana se encontraba por aquel

entonces esperanzada en el nuevo presidente del

país, José Rivero y Bustamante, quién había

prometido un cambio social y económico, junto a

su Presidente del Congreso, el reconocido poeta

José Gálvez. Eran tiempos socialistas y

migratorios, el primer grupo de provincianos que

fundarían “barriadas” en Lima llegó entre 1940 y

1950, según los registros del historiador Fernando

Silva Santisteban.

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Además, el aumento del precio de los productos

agropecuarios (como el algodón) había estimulado

el desarrollo del capitalismo en el campo, y los

terratenientes, según cuenta Silva Santisteban,

buscaron incrementar su productividad a través de

la absorción de los pequeños propietarios y tierras

de las comunidades para poder unificar

propiedades, capitalizarlas y aprovechar la

proletarización de la mano de obra.

Esa tarde, como todos los días, Alfredo Maguiña

cruzó la puerta de su casa media hora antes de las

tres de la tarde. El almuerzo estaba casi listo. El

horario de trabajo por aquél entonces permitía que

padres e hijos se sienten a la mesa a departir la

comida de la tarde. No existía el tráfico, ni el stress,

el almuerzo familiar era casi un ritual y la siesta, de

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casi una hora, era una costumbre imposible de

burlar en una ciudad donde el sol ardía con fuerza

hasta un poco antes de las cuatro.

Mientras Alfredo esperaba sentado en el lugar

ubicado en la cabecera de la mesa del comedor,

Alicia madre corría de un estante al otro apurada

por terminar de verificar que todo esté en orden.

Abría las ollas y probaba el aderezo. Ese viernes

salió de la cocina un cuy chactado, comida típica de

Arequipa. Vajilla inglesa, cubiertos envueltos en

unas servilletas tejidas a croché con fino hilo de

algodón, vasos y copas de cristal y un mantel,

también tejido de algodón, que llevaba

estampadas unas delicadas flores de colores.

Alfredo, su esposa y la pequeña Alicia tomaron su

lugar en la mesa.

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— Encontré a una chica en el portal. No

habla. No ha dicho de donde viene, ni cuál es su

nombre —comentó Alicia madre.

—Que extraño —exclamó Alfredo—

¿Dónde está? ¿La habías visto alguna vez por aquí,

no será que está perdida? —preguntó.

—No, pero me preocupó mucho ver su

rostro rajado, así que le pedí a Felicita que la

llevará a la cocina para que coma algo y que le

hiciera un lugar en su cuarto para que descanse.

¿Qué crees que debemos hacer? —consultó a

Alfredo.

—Lo único que se puede hacer por ahora:

mantenerla bajo nuestra tutela hasta que

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sepamos de dónde viene y quién es su

familia —propuso el magistrado Maguiña.

Esa misma tarde la llevaron a uno de los escasos

doctores de la ciudad, Don Eugenio Tataje, un

hombre de casi sesenta años, que había estudiado

medicina en Lima y tenía una muy buena fama

ganada por su experiencia y buenos resultados.

Tataje descartó, ese mismo día, cualquier virus,

enfermedad o malestar que pudiera tener Pascuala

Quispe, como dijo que se llamaba horas después.

A partir de ese día la joven desconocida se quedó

en casa. Se levantaba temprano y peinaba el cabello

de Maguiña Málaga. La pequeña solía soltar un

alarido cada vez que Pascuala de una jalada

intentaba desenredar el cabello y armar una cola de

caballo bien templada. Más tarde, la acompañaba a

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clases, bajo la atenta mirada de Alicia Málaga, y

regresaba sin más demora a barrer, ordenar, lavar y

planchar el cuarto y la ropa de la niña de ocho años,

tareas que le habían sido finalmente encomendadas

a cambio de educación, vestido y alimento.

Cuando Maguiña Málaga volvía del colegio, la casa

se llenaba de cantos, gritos, juegos y juguetes, el

silencio se esfumaba y el lugar quedaba envuelto de

la imparable energía y alegría de la niña. Fue

entonces cuando Pascuala volvió a sonreír. Juntas

jugaban a la liga, a las escondidas, a la escuelita, a

la casita. Cantaban y reían sin parar hasta que la

noche caía y entraban a la cama. Algunas veces

Alicia Maguiña tenía miedo de dormir sola.

Pascuala la acompañaba y le contaba alguna

historia de Puquio, el lugar donde ella había nacido

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y que está ubicado en el departamento de

Ayacucho, en la sierra peruana. Pascuala leía hasta

que ella y la pequeña Maguiña Málaga se quedaban

dormidas. Ella siempre en la parte inferior de la

cama, abrigando los pies de la niña.

Por las tardes la pequeña Maguiña se sentaba en el

comedor de la cocina. Cuadernos, libros, apuntes,

lapiceros y lápices de color quedaban regados en la

mesa luego de que Alicia Maguiña terminara sus

tareas y les enseñara a leer y a escribir a las

empleadas de su casa. Mientras Pascuala ayudaba a

Felicita y a Carmela a cocinar, Alicia resolvía sus

tareas.

Más tarde se escuchaba a Alicia Maguiña preguntar

¿Cuánto es 2x2? y las empleadas del hogar

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respondían dudosas, hasta que poco a poco iban

ganando confianza y seguridad en lo que aprendían.

— Pascuala ¿Cuánto es cinco más siete? —

preguntó una tarde Alicia Maguiña.

Un silencio se apoderó del comedor. Si bien

Felicita y Carmela no habían terminado la primaria

podían resolver algunos problemas matemáticos o

al menos intentarlo. En cambio Pascuala no sabía

que decir. Ella había abandonado la primaria en

primer grado para dedicarse a ayudar a su madre en

el cuidado de animales y la chacra. No sabía sumar,

restar, ni escribir. Aunque pequeña, Maguiña

Málaga se percató del rostro de vergüenza de

Pascuala.

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—No te preocupes Pascualita, yo te

enseñaré, como a todas las demás, y aprenderás

todo muy rápido, vas a ver —dijo.

Desde ese día, Maguiña dictó clases en la pequeña

pizarra de la cocina. Dejaba tarea y corregía.

Pascuala prestaba atención, hacia sus deberes y

aprendía. La escuelita había tomado forma y se

transformaba en un lugar de aprendizaje continuo

con más alumnado; ya que Felicita y Carmela

también se enrolaron, con más compromiso, en la

ardua tarea de aprender.

Villa de Valverde del Valle de Ica, como fue

conocida la región durante el siglo XVIII, según

cuenta el historiador José Antonio del Busto, se

convirtió durante la primera mitad del siglo XX en

la mayor área productora de algodón Tangüis del

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Perú, adquiriendo el sobrenombre de la “gloriosa

ciudad del algodón”.

Por aquellos días los hacendados iqueños

recaudaban grandes cosechas algodoneras de las

fructíferas tierras sureñas, tanto que la mano de

obra se volvió escasa e insuficiente. Las duras y

prolongadas jornadas de recojo se intensificaron

mucho más para los cientos de campesinos que

residían en el lugar. El algodón era el nuevo oro del

Siglo XX.

Nuevos barrios se formaban y cada vez más casas

se levantaban bajo el incesante sol costeño.

Extensas haciendas coloniales se abrían paso en el

silencioso desierto y jardines verdosos custodiaban

las entradas, marcadas por los arcos que definían

los perímetros.

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Las haciendas, por dentro, eran el reflejo del auge

económico que vivía Ica. El algodón no solo era el

negocio de la ciudad, sino la principal materia

prima exportada por el Perú al mundo entero. Salas

inmensas con antiquísimos adornos y retratos en

óleo daban personalidad a cada espacio. Los patios

interiores estaban revestidos de enredaderas de

buganvilias, flores fucsias y vivaces; y fuentes de

agua que aplacaban, un poco, los más de 34 grados

centígrados que sofocaban la ciudad cuando los

fuertes vientos del desierto dejaban de pasar.

Pero el valle de Ica era más que opulentas

residencias y el enigmático desierto. El valle

iqueño marcaba el contraste. Frente a los extensos

sembríos y la productiva cosecha, hombres,

mujeres y niños bajaban desde lugares recónditos

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como Castrovirreyna, Andahuaylas, Vilcashuamán

y Chayahuán, austeros y perdidos poblados del

famoso camino de Nazca, para trabajar en los

campos como peones y pañadoras; y en las

haciendas, como cocineras, sirvientas o amas de

llaves. Más del cincuenta porciento de la población

trabajadora de Ica eran migrantes de regiones

andinas del país que configuraron, radicalmente, la

organización social de la ciudad.

“En el Perú, en la década de 1940, el 60% de su

población vivía en zonas rurales de los Andes.

Luego, ese número cambio siendo el 73% el que

vive en ciudades y centros urbanos la mayoría en la

costa y Lima Metropolitana”, indica Guillermo

Nugent en su libro “Perú Hoy”.

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De hecho, Fernando Eguren, en su trabajo “La

agricultura de la costa peruana”, reflexiona al

respecto: “Era un escenario de agricultura bipolar:

grandes haciendas, por un lado y campesinos y

pequeños agricultores, por otro”.

Las grandes haciendas recibían a cientos de

migrantes para recolectar el algodón de sus bastas

hectáreas, mientras que los pequeños agricultores

apenas se podían dar abasto con la mano de obra de

sus familiares y uno que otro peón, teniendo que

vender, en extremas situaciones, sus tierras para

finalmente transformarse en un peón mas de los

grandes hacendados. La brecha social, en Ica, se

había ampliado dando lugar a nuevas subclases.

Pascuala era parte de una nueva sub clase, jóvenes

provenientes de pueblos andinos que habían sido

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entregadas a familiares cercanos con la consigna de

un futuro mejor. Sus padres la encargaron a una

tía, quién prometió darle educación y trabajo, pero

que terminó por entregarla a una señora

desconocida, quién lejos de darle la educación y el

salario prometido, solo le propinó maltratos, un

plato de comida diario y mucha humillación. Un

calvario que acabó cuando llegó al hogar de los

Maguiña, pues su vida se transformó.

Alfredo Maguiña era un hombre ejemplar, “de ojos

verdes, mansos, serenos, de mirada limpia del

hombre bueno” como cantaría muchos años

después en la canción “Recordando a mi padre”,

Alicia Maguiña. “Mi padre llegó a ser Presidente

de la Corte Suprema, pero jamás intento utilizar su

cargo para ganar algo”, asegura.

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En alguna ocasión, Maguiña Málaga se encontró

con el director del Colegio Melitón Carbajal de

aquella época, quién le confirmaría la ética de su

antecesor.

Un día Alfredo Maguiña, Presidente de la Corte

Suprema de Lima en los años sesenta, se había

dirigido a las instalaciones del colegio Melitón

Carbajal con el fin de averiguar acerca de la

asistencia de un ahijado, que era hijo de unas de las

empleadas de la casa en Lima. Sabía que el

muchacho había estado faltando continuamente. El

abogado, en lugar de utilizar su cargo para

conversar con el director espero pacientemente a

que lo atendieran demostrando la humildad y la

ética del buen hombre.

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Por las mañanas, la primogénita de los Maguiña —

Málaga asistía al colegio y usaba las horas libres

de sus tardes para enseñar a leer y escribir a las

jóvenes quechua hablantes que trabajaban en su

casa. Alicia Maguiña entraba a la cocina a las cinco

de la tarde cargada de cuadernos, lapiceros y tizas.

Ahí una pequeña pared de color oscuro hacía las

veces de pizarra. Y empezaba…

—¿Uno más uno? ¿Feli? — preguntaba.

La hija de los Maguiña-Málaga había decidido

enseñar a sumar, restar, leer y escribir a las

desventajadas jóvenes. Muchas eran engañadas

cuando iban a comprar al mercado, pues con las

justas podían entender cuando se les hablaba.

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—Pascuala, me entiendes — preguntaba

Alicia Rosa.

—No, no me hallo, niña Alicia —respondía

confundida.

“Estas chicas no eran torpes o mulas, como se decía

en aquella época”, infiere Maguiña. “Solo

demoraban en entender el idioma, muchas de ellas

eran quechua hablantes”.

Al serrano o quechua se le considera bruto, tosco,

opa o torpe, se dice que no entienden, que no son

inteligentes, pero lo que sucede es que no entienden

el idioma. Hasta el día de hoy este prejuicio es un

estigma que sufren las personas de procedencia

serrana, explica el antropólogo de la Universidad

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Nacional Mayor de San Marcos, José Gabriel

Pérez.

La ignorancia para las altas clases sociales es el

empuje para continuar en el poder. Si un campesino

o campesina empiezan a leer y escribir sabrán

cuáles son sus derechos indica José Vadillo,

periodista de la revista Variedades, y con ello se

pierde la grandiosidad del ser superior, de la clase

alta, del que sabe más, del poder.

La pequeña Alicia, pese a su corta edad, se sentía

muy comprometida con el papel de educadora.

Después de culminar con sus deberes escolares le

pedía a Pascuala la tarea que le había dado el día

anterior para empezar a corregirla. Aplaudía los

aciertos y con sencillez y rapidez explicaba los

errores. Vamos a reforzar la suma, le decía la

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pequeña Alicia. Terminada “la escuelita” y la

revisión de tareas, la pequeña daba rienda suelta a

su alma de niña y empezaba a dar de brincos por

toda la casa, cantando, jugando y gritando. “Era

gratificante para mí enseñarles a leer y a escribir.

Era la única manera para defenderse en la vida, así

nadie las explotaría o engañaría”, recuerda

Maguiña, luego de más de 60 años en la salita de su

casa, en San Isidro, mientras se queda observando

el retrato de su abuelo paterno, Alejandrino

Maguiña, quién también a principios del siglo XX

ganó la fama de defensor de los derechos de los

campesinos en Puno.

Casi medio año después de haber empezado a dar

clases a las chicas quechuas hablantes, Alicia fue

por primera vez al campo algodonero empujada por

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la curiosidad. Era febrero de 1947, el mes más

caluroso y laborioso para las paupérrimas familias

de campesinos. En estos días se daba inicio a la

cosecha anual.

Los rojizos colores con los que se teñía el cielo

despejado al empezar el alba hacían del amanecer

en el campo un espectáculo excepcional. Mientras

los hacendados aún dormían, a las cinco de la

mañana los campesinos alistaban su salida a un día

de trabajo que acababa cuando se ocultaba el sol.

Silbidos y cantos en quechua retumbaban desde la

garganta de las jornaleras, mientras el sol

implacable caía sobre los trajes que cubrían sus

cuerpos y que evitaban que las espinas del algodón

atravesaran su cuarteada y maltratada piel.

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Las pañadoras eran mujeres de contextura delgada,

pero de una resistencia recia. Envolvían su cuello

con un pañuelo y cubrían sus piernas con un

pantalón sobre el que caía un vestido largo.

Caminaban con cuidado entre los surcos

algodoneros y, a la altura de la cintura, se

amarraban una pieza grande de yute llamada talega

con la que formaban una especie de saco que les

servía para recolectar las bellotas de algodón en la

espalda. Continuaban el recorrido de los extensos

sembríos, aplacando la trajinosa labor con los

melancólicos cantos en quechua.

Alicia, de nueve años de edad, con un largo vestido

celeste observaba la cosecha anual, cuando

repentinamente sintió un nudo en la garganta. Era

una sensación desagradable, casi inexplicable, solo

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comparable con el dolor de presentir que algo malo

está sucediendo. El sonido de los cánticos le

entristecía el alma y opacaba su corazón.

—Me siento triste —dijo Maguiña y su

madre la abrazó.

—Por favor, haz que paren, que dejen de

cantar —insistió la niña.

—La vida en el campo es así, hijita. No

debes ponerte de esta manera, trata de entender que

para ellas es una manera de expresarse –replicó la

cariñosa madre.

En la cosecha anual del algodón, Alicia Maguiña

Málaga, entristecida por la conmovedora escena,

estaba frente a una de las primeras historias que

convertiría en canción: “Apañadora” o

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“Pañadora”, como indica, en la actualidad, que

debe llamarse. Algo que definitivamente a su corta

edad nunca imaginó.

“Apañadora”

Sábado por la tarde/Me propuso mi patrón/Me dijo ¡Ay Asunción!

Chola, china/Sal pronto de la cocina/Ya no pelaras harinas

Vas apañar algodón/ Y con caballo de paso/Llegó el apuesto patrón

Y se fue con Asunción, y se fue en su caballo…

En 1950, Alfredo Maguiña Suero, su padre, fue

removido del cargo de vocal de la Provincia de Ica

y promovido a la llamada ciudad de los reyes,

Lima, por la excelente labor que realizó. Alicia

tenía para entonces doce años de edad.

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La familia Maguiña – Málaga tuvo que dejar la

apacible calle La Alameda para trasladarse al

exclusivo barrio de San Isidro, un distrito

residencial y donde solo vivían familias adineradas

de la capital. Pascuala y Carmela tuvieron que ser

reubicadas con otras familias vecinas en Ica y

Felicita se mudó a Lima con los Maguiña.

Tener que separarse de Pascuala fue el primer y

fuerte cambio que tuvo que vivir Alicia Maguiña.

Dejar a quien inicialmente era una desconocida y

que con el paso de los años había ido moldeando y

enseñando todo lo que sabía, no fue una tarea fácil.

Para esa época, la hija de los Maguiña -Málaga

tenía el pelo largo hasta la cintura, un flequillo

tapaba con gracia su frente, sus ojos grandes e

inocentes alumbraban su rostro y su cuerpo había

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����

crecido con una rapidez asombrosa. Ya casi media

1.60 cm. Su belleza era tan exótica que su madre le

decía que se parecía a Cleopatra. No era más

aquella niña de grandes ojos negros que

deambulaba por la gigantesca casa en busca de

aventuras y nuevos sonidos. Era, en realidad, una

simpática adolescente que deslumbraba con su

arrolladora, decidida y rebelde personalidad, una

joven de negra y larga cabellera, de vivaces y

magnificentes ojos, de armoniosa voz y de una

inmensa conciencia de justicia social.

De inmediato Don Alfredo empezó a buscar un

colegio para la niña de sus ojos, quién ya estaba a

punto de empezar la secundaria. Los primeros días

en la capital se ocupó en visitar varias instituciones

educativas que se caracterizaban por tener un gran

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����

prestigio a nivel nacional. Pero la negativa de una

vacante para Alicia era diaria. Ningún colegio

quería aceptarla.

—Madre superiora, ¿Deseo saber si tienen

una vacante para mi hija? —preguntó don Alfredo

Maguiña.

—Señor Maguiña, lamentablemente no

tenemos vacantes disponibles —contestó la madre

superiora. —Además, una niña de provincia es un

defecto incorregible, pues traen malas y

contagiosas costumbres para el resto del alumnado.

“El Sagrado Corazón Sophianum, un colegio

femenino con más de cuarenta años de trayectoria

educativa en el Perú, se había negado

rotundamente, con una justificación inaceptable en

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����

tiempos actuales, pero que en días pasados

demostraba lo segregada que se encontraba la

sociedad”, cuenta Alicia Maguiña.

Durante una semana, Alicia quedó sin asistir al

colegio hasta que las madres ursulinas la aceptaron

en su institución. El Colegio Santa Úrsula, un

centro educativo peruano —alemán con más de 70

años de labor educativa en el Perú, era uno de los

mejores colegios femeninos. Por sus aulas pasaban

hijas de médicos, diplomáticos, abogados, y

empresarios de la capital.

El primer día de clases, Alicia se levantó muy

temprano y junto a su madre se dirigió hasta el

colegio ubicado, también, en San Isidro. La gran

puerta de entrada la asustó. Nunca había visto un

portal con más de dos metros de alto. Miró hacia el

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���

patio y cientos de niñas vestidas con largas faldas

oscuras, medias negras hasta la pantorrilla e

impecables blusas blancas, corrían, jugaban,

conversaban, mientras ella parada en silencio

observaba.

— ¿Alumna nueva? —le preguntó una

joven religiosa llamada sor Ana.

—Sí —contestó.

Y con cierto desconcierto siguió a la religiosa,

quién la llevó con la profesora principal de su

sección. Los salones eran amplios y luminosos, por

cada sección había aproximadamente treinta niñas,

veinte estudiantes menos que en el colegio anterior.

Las carpetas eran individuales, en el colegio Arbulú

las carpetas hechas para dos personas eran

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compartidas con tres alumnos. Y una inmensa

pizarra de tiza estaba colocada en la pared principal

del salón, al lado del pupitre de la maestra.

Su tutora, como lo hacía con cada estudiante nueva,

la presentó a todos los alumnos del aula y Maguiña

Málaga sonrió tímidamente. Se sentó frente al

escritorio de la maestra. Las primeras semanas

fueron de incorporación, de nuevas amistades, de

un nuevo nivel de estudio y de un desconocido

idioma para Alicia: el alemán.

“Las primeras semanas me sentaba frente a la

profesora. A la hora del recreo yo era muy tímida

solo miraba como todas hablaban y jugaban”,

recuerda Málaga hasta que una alegre y locuaz

Gladys Zender le empezó a conversar.

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Alicia Maguiña estaba sentada, sola, en una de las

bancas del patio del colegio. Temía hablarle a

cualquiera de sus compañeras por ser provinciana.

Pero finalmente se dio con la sorpresa de que fue

Gladys Zender, una de las chicas populares de su

salón, la que la invitara a unirse al grupo.

—Qué haces aquí tan solita?, preguntó

Zender. Vamos a jugar. A una de las chicas sus

padres le han regalado un juego de té.

Alicia le dio las gracias y admirada por la

jovialidad y la fresca belleza de Zender se unió al

grupo de niñas.

—Escuché que vienes de Ica, ¿cómo es la

vida allá? — le preguntó Zender mientras simulaba

que le servía una taza con té.

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—Hace mucho calor y las personas se

dedican a sembrar algodón. Las casas son muy

grandes y frescas y los campesinos trabajan la

tierra- le contestó Alicia, un poco menos tímida.

Zender entonces le entregó la taza de té y

empezaron a jugar.

“Me presentó a Carmen y a otras amigas. Desde

ese momento yo empecé a ser parte de la collera,

de la patota”, refiere la artista.

De sentarse en la primera fila pasó a sentarse al

medio del salón. De mirar como jugaban las demás

en la hora del recreo empezó a jugar con sus

compañeras vóley y básquet. La transición se fue

dando poco a poco y Maguiña se fue acomodando a

los nuevos hábitos de su vida.

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Por las tardes acudía a los talleres de guitarra y

canto que brindaba el colegio. Las madres ursulinas

perfeccionarían la habilidad musical innata de la

pequeña adolescente. En Ica, había aprendido a

tocar la guitarra de oído cuando su madre alegraba

la tarde con algún tango o flamenco. “Mi madre era

un moza castañuela y tenía una hermosa voz, mejor

que la mía” recuerda Alicia Maguiña, intentando

encontrar las raíces de su vena artística.

Los talleres de guitarra del colegio Santa Úrsula

desarrollarían su manera de tocar el instrumento.

Empezó a conocer las notas musicales, el

pentagrama y sobre todo empezó a cantar de

manera más profesional, pues los profesores de

canto del colegio le daban las indicaciones

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respectivas. Aquí la adolescente Maguiña empezó a

descubrir su verdadera pasión: la música.

Sin embargo, los cursos de idiomas eran

incomprensibles. “Fue la primera vez que pude

entender cómo se sentía Pascuala frente a mí, frente

a los demás” explica Maguiña. “En ese momento

yo tampoco me hallaba”, dice. Frente al aula, la

estudiante se sentía terriblemente avergonzada,

pues aún tenía rezagos de aquél dejo andino al

conversar.

—Chicas ayer me soñé —dijo Alicia, en

alguna ocasión.

— ¡No! —corrigió Gladys Zender, futura

Miss Universo—.Es “ayer soñé”,

Alicia.

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“Gladys me tenía una paciencia increíble. Me

escuchaba hasta sorprenderme en una falta léxica y

me corregía”, recuerda Alicia. “Imagino que se

debió a que parte de su familia era de la selva, y

también luchó con eso alguna vez”.

En esa etapa de su vida dejó de ser la joven que

enseñaba a las desventajadas sirvientas a ser

asistida por las niñas capitalinas que le decían

cómo hablar correctamente el castellano.

“Éramos un grupo de amigas muy unidas, todas nos

apoyábamos, nadie era menos que nadie”, comenta

Carmen Flórez, compañera de colegio de Málaga,

“tanto así que años más tarde, yo también decidí

dedicarme a la música criolla y Alicita me apoyó y

me enseñó todo lo que pudo”.

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Con el paso de los días, semanas y meses, Alicia se

integró al nuevo grupo de amigas ursulinas.

Algunas tardes cuando no había talleres de guitarra

o canto se reunían en la casa de Gladys a cantar,

jugar o escuchar radio.

“Un día fui a la casa de Gladys”, recuerda Alicia

Maguiña Málaga. “Lleve la guitarra de mi madre

conmigo e inventé a mis amigas que yo era la

autora de una canción, que hice sonar en dos

cuerdas. Gladys, Carmen y Claudia estaban

maravilladas con lo que habían escuchado y no

podían creer que había creado esa melodía. Pero,

solo era una broma. En ese momento, no soñaba

con componer canciones, ni se me había ocurrido”,

cuenta una entretenida Maguiña al recordar

momentos apreciados de su adolescencia. “Éramos

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chicas y mis amigas se la creyeron. Éramos

ingenuas”.

Los campos de algodón quedaron en su memoria,

las largas avenidas de la ciudad eran su presente.

La casa grande en Ica seguramente estaba ocupada

por otra familia, su nuevo hogar se encontraba en el

distinguido barrio de San Isidro. Su “escuelita”

había acabado y con ello las tutorías a las jóvenes

quechua hablantes. No volvería escuchar cantar a

las pañadoras, no volvería a caminar de excursión

por el desierto y mucho menos volvería a ver el

oasis de La Huacachina. A cambio, perfeccionó su

talento musical. Aprendió a cantar como una

profesional. Se olvidó del dejo serrano. Conoció la

gran ciudad: Miraflores, San Isidro, Barranco y el

Centro de Lima. Escuchó radio y telenovelas.

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Aprendió un poco de alemán y empezó a forjar sin

saberlo los inicios de su carrera musical.

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CAPÍTULO 2

Dale, toma así se hace una marinera

La vida en La Huacachina no solo transcurría entre

el colegio, las clases a las empleadas, la cosecha

del algodón y la vida en la hacienda. Cuando la

radio OAX4A llegó a Ica, en 1949, toda la ciudad

despertó. De las inmensas casonas emergía un

ruido rítmico: valses criollos que sazonaban las

diferentes zonas de la ciudad. Las calles, el campo

y las olas del mar bailaban siguiendo la guitarra, el

cajón y la voz en vivo de cada presentación radial.

Alicia Maguiña puntualmente miraba las manejillas

del inmenso reloj de madera de la sala. Solo

faltaban diez minutos para el inicio de la

transmisión de los programas de música en vivo.

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La niña se movía de un lado a otro, esperando el

lanzamiento de la primera canción, saltaba, miraba

por la ventana hasta que se sentaba junto a la

rockola, pues ya solo faltaban cinco minutos. De

pronto el programa arrancaba. Maguiña en silencio

escuchaba con concentración, canción por canción,

para aprender de memoria la letra, pero al mismo

compás sus piececillos se movían.

Las programaciones musicales la dejaron

convertida en una fan de la letra y la melodía para

toda la vida. No podía darse el lujo de perderse un

solo programa radial, porque eso significaba perder

tal vez alguna nueva canción, interpretación, artista

o sonido.

Desde chica Maguiña quería tener un piano, pero el

sueldo de su padre no le permitía que le regalaran

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uno. Se conformaba con la guitarra de su madre,

quién cantaba jotas, tangos, valses y yaravíes. Por

las noches la pequeña artista practicaba piano, en la

casa de al lado, con Iralda Matienzo, una profesora

iqueña de piano. “Las hermanas Matienzo tenían

dos pianos de cola”, recuerda Alicia, “eran muy

cariñosas conmigo, pero no me permitían tocar

música popular, no podía reproducir lo que

escuchaba en la radio” agrega.

Su madre, “la verdadera artista de la familia” según

Maguiña Málaga, con quién compartía su amor por

la música, cantaba flamenco mientras esgrimía los

pasos de las bailadoras. Por eso, cada vez que la

radio no tenía programación o inesperadamente la

onda radial no llegaba a los hogares iqueños, la

primogénita corría tras su madre para rogarle que

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cantara. Ella, al escucharla, empezó a imitar

aquellas melodías, con magnifico timbre de voz

para su edad, mientras su cuerpo con estoicismo

simulaba los movimientos de las manos y el

zapateo usual de las tierras españolas. Tanto le

gustaba cantar y bailar flamenco, que se vestía

como una gitanilla: falda negra pavorosa, blusa

blanca bordada, chal rojo misterioso y ¡ole!

El domingo llegó las doce del mediodía y la hora

de la música criolla en OAX4A.La emisora emitía

con perfecta sintonía la música popular, primero un

vals, luego un bolero, una marinera, un alcatraz y

para cerrar con broche de oro una canción de los

intérpretes de música criolla más escuchados y

celebrados por aquellos días como La Limeñita,

Jesús Vásquez, Las Costeñitas, Las Estrellitas,

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Yolanda Matos, Maruja López, Rosita Delgado,

Delia Vallejos, Carlota Calderón, Esther Cornejo,

Flora Cevallos, Filomeno Ormeño, Eduardo

Márquez Talledo y Pedro Espinel. Al cabo de

varias canciones la radio empezó a transmitir una

canción llamada “Todos vuelven”, que décadas

más adelante sería re grabada por el famoso salsero

Rubén Blades, cantante panameño, que paseo la

canción por el mundo entero.

La canción en esa ocasión era interpretada por una

joven llamada Jesús Vásquez y que tenía una voz

que se adentraba en lo más profundo del alma de

los escuchas. Tenía la capacidad de hacerlos llorar

de nostalgia por su patria. Retrocedían en el

tiempo, mientras sus ojos rojos y llorosos delataban

la emoción. “El vals todos vuelven en la voz de ella

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me cautivó, me traspaso” recuerda Maguiña, quién

se sintió a morir en aquél día. Nunca había

escuchado una letra y una interpretación que

llegará tanto al corazón. Ese día, afirma Alicia,

decidió ser cantante de música criolla. Lo más

sensible de su lado artístico había despertado para

nunca más descansar. En estado de fascinación no

sólo apreció la voz interpretativa; sino que tomó la

fiel determinación de lo que quería ser.

En Lima, por los años cincuenta, el estilo de vida

era diferente al de provincia. Los colegios se

caracterizaban por estar especialmente dirigidos a

hombres o mujeres, ningún colegio se jactaba de

tener una enseñanza mixta. Alicia acudía por las

mañanas a sus clases regulares en el colegio

femenino “Santa Úrsula”, mientras que por las

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tardes se presentaba a los talleres de canto y

guitarra.

Repentinamente se escuchó en la radio acerca del

primer “Concurso de Canto Infantil” en Radio

Lima, presentado por la comunicadora Maruja

Venegas. El concurso ya había empezado días atrás

teniendo como favorita a Elsita Zeña.

— ¡Alicia, vamos concursa! Nosotras te

acompañamos hasta la radio, insistía

Gladys.

— ¡No! Como vamos ir hasta el Jirón de

la Unión. Además, el concurso ya

inició hace rato, refutaba Alicia.

— No importa, tú igual vas a ganar. ¡Ya

verás! Trataba de motivarla una

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compañera del colegio llamada,

Carmen Flórez.

Gladys, Carmen, Ruth y Alicia se reunieron en la

casa de Gladys para hacer trabajos del colegio

como dijo cada quién en su casa. “Yo sabía que no

me iban a dejar ir, por eso mentí”, aclara Maguiña

Málaga pues lo que tramaban era escabullirse hasta

el centro de Lima.

Las cuatro amigas salieron de la casa de Gladys,

con dirección al zanjón, pues cerca de allí pasaba el

expreso 10, una ruta de bus que cruzaba la ciudad y

las dejaría lo más cerca posible al Jirón de la

Unión, donde se encontraba radio Lima. Alicia

Maguiña se había cambiado de ropa en casa de

Zender para poder asistir a la presentación.

“También usaba unos lentes oscuros para pasar

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inadvertida”, recuerda Málaga. En cambio, Gladys

vestía el guarda polvo del colegio y Carmen y Ruth

las largas faldas del colegio Santa Úrsula. Su grupo

de amigas sonrientes y alegres caminaban y

conversaban.

— La canción que cantas más lindo es

“Todos vuelven”, dijo Carmen.

— No mejor “Cuando pienses en mí”,

afirmo Gladys.

— Chicas voy a cantar “Inocente amor”,

finalizó aún nerviosa Maguiña.

Jirón de la Unión, el Centro de Lima. Acababan de

llegar a la radio y, corriendo, subieron a la cabina

de Maruja Venegas, conocida educadora y

presentadora musical. “Recuerdo que vi a un grupo

de muchachitas bien”, afirma Maruja Venegas a la

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revista Caretas de 1978. Le llamó la atención

porque todas traían la insignia del colegio Santa

Úrsula, un colegio de niñas de clase acomodada,

que nunca habían participado en ningún concurso

en radio Lima y menos de música criolla. Por

aquellos años, los adolescentes de clases sociales

altas escuchaban otro tipo de música como jazz,

tango o el reciente rock americano. Además habían

llegado desde San Isidro hasta el Centro de Lima

completamente solas. “Me pareció extraño y les

pregunté si alguna de ellas sabía cantar” recuerda la

famosa educadora.

— Si, yo —respondió Alicia Maguiña,

vestida con enterizo, blusa de mangas anchas y

lentes oscuros.

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El concurso se encontraba en la etapa final,

teniendo como finalista y casi proclamada como la

futura campeona de la música criolla a: Elsita Zeña.

Pese a ello, Alicia se paró frente al jurado, Rosa

Mercedes Ayarza y empezó a cantar “Inocente

amor”. Mientras recitaba melódicamente la

hermosa canción creada por ella, sus inmensos ojos

se abrían y cerraban con cada expresión, sus manos

cual pieza de ballet danzaban al ritmo del compás.

El sentir y la ternura de la pequeña chiquilla

dejaban con la boca abierta a todos. Su figura de

adolescente se transformaba, frente al jurado, en la

de una artista con pasión y aplomo.

Inocente amor

(Alicia Maguiña)

Un dulce despertar

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un nuevo amanecer ya tengo a quien amar

ya tengo a quien querer Ni más ni más mi bien sufrir ni más ni más mi amor llorar

solo por ti mi bien vivir solo por ti mi amor gozar …

Ayarza y Venegas quedaron perplejas. Al término

de la canción, las chicas del Santa Úrsula

aplaudieron sin parar. La excelente voz y la

increíble interpretación de Maguiña la declararon

como la “campeona de la canción criolla 1954”.

“Me dieron una grande y brillosa copa como la de

un campeonato de fútbol”, recuerda Maguiña.

“Pero cuando llegué a mi casa descubrí que mi

mamá estaba enteradísima, me había oído cantar”.

— ¡Alicia, la vida artística y de tabladillo

no es para señoritas! —exclamó Doña Alicia

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Málaga —. No se te ocurra volver hacerlo y menos

que se enteré tu padre. “Me quitó la copa y creo

que la botó”. Maguiña no volvió a ver nunca más

el premio de su primer concurso ganado

“En los años cincuenta, a las mujeres nos

preparaban, desde el colegio, para asumir el gran

reto de casarnos y formar nuestras familias”,

comenta Carmen Flórez, compañera de colegio de

Alicia. “Recuerdo que en quinto año nos enseñaban

a hacer roponcitos de bebé. Ser profesionales no

era una decisión tan común como ahora. De toda

nuestra promoción solo tres mujeres son

profesionales. Ahora imagínate cantar y más aún

música criolla, de jarana, de fiesta. Eso era una

vergüenza total para nuestros padres”

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En 1954, Alicia Maguiña empezó sus clases de

guitarra en la Academia Peruana de Guitarra con

Don Óscar Avilés, celebrado guitarrista,

compositor, arreglista y cantante peruano.

Considerado la Primera Guitarra del Perú.

Alicia se dirigía a una pequeña casa en la calle

Boza en el centro de Lima, unas escaleras rectas la

llevaban al segundo piso, donde se encontraba el

salón musical, dos guitarras, dos cajones y una

grabadora, siempre bajo la atenta mirada de la

empleada del hogar.

“En la Academia es donde encontré la base de la

música criolla”, explica Maguiña. “Además,

realmente aprendì muchísimo del máximo

exponente guitarrista, Oscar Avilés”.

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“Málaga asistía a las clases de Oscar Avilés en

uniforme escolar”, comenta Manuel Acosta Ojeda,

reconocido compositor de la época de oro del

criollismo — Y trata de recordar aquellos años

pasados. “Yo vi en ella una intérprete. Sobre todo

vi en ella a alguien que amaba nuestra música.

Luego perfeccionó su talento hasta convertirse en

lo que es hoy”, finaliza un orgulloso Ojeda, con

quién años después grabaría varios discos y se

presentaría en múltiples actuaciones.

Lección dada, lección aprendida. La futura

compositora e intérprete practicaba sin parar los

nuevos compases y canciones enseñadas por el

maestro Avilés. Cada lección la repetía sin cesar y

mientras se dirigía a su casa simulaba tocar la

guitarra al mover de memoria sus largos dedos.

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Luego, llegaba a su casa para culminar con sus

tareas del colegio. Y continuaba, por las noches, en

su casa san isidrina, con pequeñas notas que dejaba

fluir poco a poco hasta que se convertían en

canción. Sus padres desde otra habitación

escuchaban la melodía con satisfacción, por el

empeño que Maguiña le ponía a las cosas que

deseaba aprender, pero también con preocupación

porque conocían muy bien la actitud desafiante de

su hija y no querían que la niña de sus ojos opte por

la vida bohemia de tabladillo.

Maguiña estaba fascinaba por la academia de

Avilés, pues todo lo prohibido por sus padres se

encontraba allí. Como los criollos Luis Abelardo

Núñez, Esteban Humberto Cervantes, Luciano

Huambachano y otros artistas de vertiente criolla

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que iban a ensayar y grabar, con Óscar, el disco

“Fiesta Criolla” que recién se iba a lanzar.

Los artistas tocaban las nuevas canciones criollas a

lanzarse y Maguiña era testigo de las letras, ritmos

y movidas. Atenta, miraba cada maniobra en la

guitarra, cada expresión al cantar. Avilés era testigo

del interés y de las condiciones de la joven

cantante, tanto que un día le dijo:

— “¿Por qué no te presentas al concurso del

‘Carreta’ Jorge Pérez en Radio Lima?”

“Fue una impresión muy fuerte para mí, saber que

el maestro, Oscar Avilés pensaba que yo podía

concursar”, recuerda Alicia Maguiña.

“Inmediatamente pedí permiso a mis padres, y me

lo dieron”.

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El concurso se llevó a cabo en Radio Lima,

también en el Centro de Lima. Una empleada de la

casa la acompañaba a las audiciones. Mientras que,

Óscar y su grupo de amigos se sentaban en el

auditorio, en primera fila, a mirar a las futuras

estrellas de la canción criolla.

Maguiña, con un vestido rojo oscuro hasta la

rodilla, flaca, lacia y con cerquillo en la frente salía

con su guitarra, se sentaba en un banquillo alto y

empezaba a cantar. Su voz repletaba el local y su

presencia iluminaba el escenario. Una vez

terminaba de cantar, los aplausos convertían el

auditorio en un eco redundante. Maguiña había

quedado como finalista junto al grupo “Yemayá”,

conocido conjunto de música negra. Ansiosa

esperaba la final para poder obtener otra copa

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futbolera más, aunque lo que más le interesaba era

cantar en público, transmitir su arte a través de la

radio y pantalla chica, que recién llegaba al Perú.

Sin embargo, cuando llegó a la final, sus padres le

negaron el permiso.

—Ya no vuelves al concurso y ya no

vuelves a la academia, porque te estás volviendo

bohemia —concluyó un molesto Alfredo Maguiña.

Alicia empezó a llorar, a correr y patalear pero su

padre no le permitió concursar en la final.

“Mis padres a veces me alentaban y luego me

quitaban el permiso ya dado. Eso era lo peor,

porque me frustraban”, recuerda tristemente

Maguiña.

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Alicia Maguiña se fue haciendo conocida en

pequeños círculos sociales, en almuerzos y clubes,

donde cantaba para amenizar las reuniones, hasta

que un día el respetado periodista César Miró la

escuchó cantar. Miró, también compositor y criollo

peruano, quedó fascinado con la voz de la joven.

Él, quién además era el creador de la canción que la

inspiró cuando niña “Todos vuelven”, le ofreció

grabar un disco bajo su padrinaje.

Alfredo se oponía a la idea de que Alicia se

sumergiera en el ambiente musical y, con mayor

razón, si se trataba de música criolla. Es que las

fiestas duraban de dos a tres días y el trago y las

drogas se ofrecían como lo regular. Es por eso que

los padres de Maguiña creían que una señorita

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como ella, de su casa, de la alta sociedad limeña, de

padre magistrado, no podría estar ahí.

“Sin embargo, Cesar Miró convenció a mi padre”,

cuenta Alicia. “Se reunió con mi padre en un

almuerzo para pedirle permiso para la grabación.

Le habló sobre mi talento, mi nivel de

interpretación y la profundidad de mis

composiciones. No sé que más argumentaría a mi

favor, pero lo convenció”, cuenta Alicia ya casi

entrando a la tercera edad, sin lograr todavía

entender cómo es que César Miró supo usar las

palabras perfectas para lograr el permiso.

— Alfredo, tú hija tiene una voz

maravillosa, un talento innato. —dijo Miró.

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— ¿Vas a desperdiciar un talento así? ¡Solo

por prejuicios! —exclamó Cesar.

— Ella es una joven que no debe estar en

ese mundo de malas noches, de malas juntas —

explicó Alfredo Maguiña.

—Ella es una chica con buenos valores, con

una educación respetable, dale una oportunidad de

grabar su primer disco — dijo Miró.

— Grabará solo si no cobra nada —

finalizó mi padre, ante la insistencia de

César.

En 1957, Gladys Zender, aquella amiga de colegio

que la corregía cada vez que pronunciaba mal

alguna palabra, fue coronada Miss Universo. Alicia

emocionada en menos de diez minutos le compuso

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“La más bella”, una canción que rendía tributo a su

reciente corona. Inmediatamente, al igual que con

la rapidez que fue escrita, empezó a sonar por todas

las radios de Lima.

Una canción en poco tiempo solo hablaba de los

frutos de la preparación de Maguiña, no solo tenía

un linda voz, también poseía la inteligencia,

rapidez y creatividad necesaria para escribir una

canción rápidamente, como si se tratará de una

canción de contestación.

La nueva melodía corrió como viento. Y Alicia,

también se hizo famosa. Todos los diarios alababan

la letra “La más bella” de Alicia Maguiña. Los

troveros criollos, uno de los mejores conjuntos de

aquella época grabó la canción en versión polca.

Alicia fue invitada a grabar en Sono radio, una de

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las más importantes y grandes emisoras del país en

ese momento, pues lanzaban a la escena musical a

los más grandes cantantes de la época, como

Chabuca Granda, Óscar Avilés, Polo Campos entre

otros, haciendo de aquella una de las primeras

canciones de la partida de su trayectoria musical.

“En el Buque, una barriada de la Victoria, o

en la casa de un ministro, en Monterrico. El lugar

era lo de menos” afirma Manuel Acosta Ojeda,

sobre los lugares donde se realizaban las jaranas en

aquellas épocas.

“En la zona de La Victoria, Rímac y Centro de

Lima se encontraban los barrios de jarana, donde

iban los bohemios de la clase media y alta limeña

para armar las bullas nocturnas” refiere Alicia del

Águila Peralta, en su investigación “callejones y

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mansiones”. El tipo de música criolla dependía del

barrio de procedencia. Se podían distinguir por

estilos interpretativos, como punteo de guitarra o

ritmo. Los barrios mas resaltantes de aquella época

eran: Los naranjos, Carmen alto, 5 esquinas,

Barbones, Huancavelica, Malambo, El buque,

Monserrate , San Sebastián, entre otros.

Un día, “Perico” Olivares, Carlos Hayre, Rubén

Vera, Olarte y Acosta1 llegaron a la cuadra siete u

ocho de Arica, en Huancabamba, Breña. Era la casa

de Porfirio Vásquez, famoso guitarrista, cantante,

cajoneador y decimista peruano considerado “El

Patriarca de la Música Negra” .

Entraron a la quinta y todos voltearon a mirarlos

como si se tratase de bichos raros. Todos eran ���������������������������������������� ��������������������Famosos cantantes criollos de 1960�

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���

negros y Acosta parecía blanco, pues “el ron

todavía no me había ennegrecido”, aclara Acosta

Ojeda. Entonces, Carlos Hayre, innovador

guitarrista, futuro esposo y compañero musical de

Alicia Maguiña, se dio cuenta de la situación y

empezó a pasarle la botella más seguido. Y al son

de guitarra, cajón y canto la quinta estalló en una

fiesta que duró hasta el subsiguiente día. El primer

día los invitados llegaban aproximadamente a las

ocho de la noche. Mientras la jarana se iba

armando, el pisco, cerveza y ron daban la vuelta a

la quinta hasta llegar a la primera guitarra y entre

un ¡Dale y toma! y un ¡qué bonito la jarana! la

marinera empezaba. La música se extendía hasta

las cuatro o cinco de la mañana, previo aguadito, el

levanta muertos, que capturaba animas decaídas

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���

por una noche tremenda de baile y de alcohol. A las

cinco de la mañana los invitados desfilaban a sus

casas para descansar un poco y volver al día

siguiente a la una de la tarde para continuar con el

jolgorio.

“Era una época de mucho dinero, de despilfarro,

trago y puterío”, agrega el conocido compositor,

Acosta Ojeda. “Por eso la gran mayoría de criollos

ha muerto de tísica. Le daban a la jarana, a comer, a

chupar, a bailar, a cantar. Habían jaranas que

duraban mínimo tres días: serenata, santo y

corcova, mientras otras duraban ocho días. La

gente tenía plata para gastar y había gente que daba

plata a cambio de cosas”.

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���

En aquella época, existían las llamadas casas de

empeño. Algunas eran muy conocidas por los

criollos, quiénes iban y dejaban pieza por pieza:

primero el bastón, luego el sombrero, el chaleco y,

por último, el reloj. Todo por diez soles. Con eso

se armaba la jarana, se compraba cuatro gallinas y

veinte botellas de pisco.

En la casa de los adinerados la escena era diferente.

El dueño de la fiesta invitaba a muchas personas

pero la esposa jamás acudía. “Había cocaína —de

la fina— y mandaban a jóvenes criollos para

limpiar la cancha2. Luego de dos o tres canciones la

gente se emocionaba y “¡ah!” “¡salud!”.Empezaba

el show.

���������������������������������������� ��������������������Darle ambiente a la jarana, antes que ingresen los músicos principales��

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���

A la cuarta o quinta canción se paraba el dueño del

santo y decía “bueno, se acabó el recreo. A ver

póngame “Sol mayor” y daban paso a los grandes

de la música criolla como Jesús Vásquez y Polo

Campos.

Los bohemios morían tísicos, solos y abandonados

esperando aquellos aplausos de quienes antes los

adularon como el caso de Lucha Reyes, Alejandro

Cortez, de Los Morochucos, Rómulo Varillas o de

Los Embajadores Criollos, cuyas muertes

confirmaban la mala fama que se fue tejiendo

alrededor del mundo criollo.

Así era la esfera del criollismo y pese a todo,

Alicia Maguiña decidió sumergirse en aquellos

lugares, pues “era la única forma de aprender

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���

acerca de la verdadera música, costumbres y bailes

criollos”, dice la cantante y compositora.

Sin embargo, para ella la vida empezaba en la

tarde, cuando desde San Isidro, como a hurtadillas,

iba hasta el centro de Lima en busca de la pasión

que le provocaban las cuerdas de la guitarra.

Óscar Avilés, un hombre de dedos largos, fruto de

una extraña mezcla asiática y cobriza, guiaba el

ritmo de las manos de Maguiña en el mango de su

guitarra y cual pequeña conociendo el español iba

aprendiendo a leer las partituras a las que daría vida

años más tarde. Pero no solo aprendía a tocar y

componer en guitarra, también se instruía acerca

del ambiente musical que reinaba en esa época. El

interés de Alicia Maguiña la llevaba a que después

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��

de cada clase esperara ansiosa la llegada de Carlos

Hayre y Manuel Acosta Ojeda, jóvenes criollos,

guitarrista e intérprete, respectivamente, que se

iban haciendo famosos en el mundo de la jarana.

Maguiña esperaba pacientemente con la finalidad

de escuchar el trinar de nuevas melodías que ellos

ensayaban con Avilés. Y pese a que el arte de la

música criolla requería más que una clase, las

bondades de Alicia para componer e interpretar

estaban cantadas.

Alicia Maguiña Málaga asistía a las jaranas, no iba

para emborracharse y quedar rendida al cuarto día

de festejo. Por el contrario, ella llegaba con el afán

de aprender de ese sub mundo. Se bajaba del taxi,

tocaba la puerta y todas las señoras mayores de la

casa del santo la recibían con alegría y respeto. Se

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���

sentaba junto a ellas y con una copita de vino

festejaba toda la noche, al compás de marineras,

festejos y polcas.

“En esas reuniones, aprendí mucho de

música criolla, de compás, de historia y, también

vi un mundo de contradicciones: negros, mestizos y

blancos mezclados para festejar, pero a la mañana

siguiente unos seguían siendo subyugados de

otros”, reflexiona Alicia Maguiña.

Málaga se empeñaba en conocer las raíces

culturales de la canción criolla. Se interesaba por

las canciones de compositores pasados como Felipe

Pinglo. Quería aprender el modo de escribir, de

cantar, de bailar, conocer todo cuanto podía.

Empezó acudir a los conciertos de música criolla

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���

que se realizaban por entonces para admirar el baile

y el modo de cantar de sus ejecutores. “Recuerdo

que asistí a una función en el Teatro Municipal.

Tuve la suerte de ver a Nicomedes Santa Cruz y a

Porfirio Vásquez .Fue un momento muy

espectacular”, añora Maguiña Málaga. En esa

presentación pudo comprar un libro, que contenía

las direcciones o datos de los famosos criollos y

visitó a Bartola Sancho Dávila, humilde mujer

morena, tradicional, compositora y bailadora de

marinera limeña.

Maguiña, en busca de Bartola, se dirigió hasta la

cuadra cinco del jirón Cajamarca, en el Rímac, un

distrito de migrantes, negros y criollos de la capital.

Llegó a un limpio callejón y preguntó por la señora

Bartola Sancho. La segunda puerta, señorita, le

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��

indicaron. La intrépida joven tocó moderadamente

la puerta. Bartola la abrió y se quedó sorprendida

porque nunca había visto a Maguiña por ninguna

parte.

— Señorita, ¿En que la puedo ayudar? ,

preguntó una extrañada Bartola — ¿A

quién busca?

— A usted señora —respondió una segura

y educada señorita Maguiña. Quiero

verla bailar —añadió la futura

intérprete.

Maguiña acudió a la humilde morada de Bartola

Sancho Dávila por ser considerada la “Reina de la

marinera nacional”, su afamada trayectoria hacían

de Bartola la maestra en danzas criollas como la

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���

marinera, el tondero y la resbalosa. Su perfecto y

agraciado danzar la habían llevado a coronarse

como tres veces “Reina de la marinera”, bailando

en callejones, mansiones y teatros del siglo XX,

cuando era vergonzoso bailar la marinera en

salones.

Desde ese encuentro Bartola y Maguiña se hicieron

amigas, maestra y profesora se visitaban para

aprender una de la otra. “La gran Bartola iba a mi

casa y me enseñaba como se bailaba una verdadera

marinera limeña, la cadencia, el cambio de ritmo”

recuerda en una entrevista dada a César Lévano

para la revista “Caretas”.

Era 1960, Alicia Maguiña Málaga ya era novia de

Eduardo Bryce Echenique, un joven descendiente

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����

de familia de banqueros y hermano mayor del autor

de “Un mundo para Julius”, Alfredo Bryce

Echenique. “Eduardo era mi hincha, le encantaba lo

que yo hacía”, recuerda con nostalgia Maguiña. Él

la acompañaba a presentaciones y conciertos, como

cuando encantó con su presentación en el casino de

Ancón, una asociación de prestigio, a la cual

acudían socios e invitados de la clase alta limeña.

Estaba desbordado de estrellas de la música criolla

y una de las que más brillaba, por su renombre y

talento, era Chabuca Granda, compositora de

marineras y vals peruanos que veía sus ínfulas

golpeadas por las palmas que ganaba Maguiña con

sus primeras presentaciones.

Los golpes de una marinera marcaron la enemistad

entre ambas. Aquella tarde, Alicia Maguiña bajó

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����

del escenario y Chabuca Granda, tras llamarla a su

mesa, le dio la puntada inicial para que compusiera

una de sus mejores marineras: “Niña, bonita

marinera, pero así no se canta”, dijo la creadora de

la Flor de la Canela. “El anticucho no perfuma,

sino aroma”. Maguiña solo atinó a sonreír. A los

dos días le respondió el sutil insulto con la

composición “Dale, toma, así se hace marinera”,

una marinera de desafío con códigos de jarana. El

silencio de Chabuca Granda le dio un triunfo jamás

reconocido.

Toma, Dale (Marinera de desafío)

Si tanto crees que sabes (toma, toma, toma)

contéstame esta jarana /dale , dale, dale/

qué pasa que no respondes

te dije hoy, no mañana

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����

Cántame marineras

no tonterías

a tu edad me parece

que ya podrías…

De un momento a otro, Maguiña ya formaba parte

de casi todos los programas radiales emitidos por

aquel tiempo y de los recientes programas en

blanco y negro que se transmitían en canales

nacionales por la televisión. El público peruano la

reconocía como una de las estrellas más jóvenes y

prometedoras de la música criolla. Aparecía a las

doce en el programa de Julio Durand, un espacio

televisivo en el que cantantes exponían su talento

en vivo. A las dos de la tarde dejaba escuchar su

voz en radio nacional, en el programa “De

criollos”, que con polcas, valses y marineras

acompañaba el almuerzo de los radioescuchas de

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����

Lima. Más tarde, a las seis, era invitada de lujo en

“El show de Pablo y sus amigos”, de canal 5.

Pese a la gran cantidad de presentaciones, Alicia

Maguiña se daba tiempo para ensayar, grabar su

discografía, dar conciertos y presentarse en las

peñas y teatros más conocidos de Lima.

Sin embargo, su fama musical se vio opacada por

un escándalo social. Desde su divorcio con

Eduardo Bryce Echenique, en 1963, Alicia

Maguiña dedicó cada minuto de sus días a la

música. Era una forma de hacer a un lado los líos

personales y enfrascarse en la pasión del criollismo

que le hacía olvidar, o por lo menos aplacar un

poco, su tristeza. Aunque, los dos hijos que tuvo

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����

con Bryce (Alicia y Eduardo) serían el lazo que la

unirían por siempre a su ex esposo.

Para entonces, Alicia no sólo cantaba, también se

dedicaba al estudio de la música andina y criolla, al

punto que llegó a convertirse en una reconocida

investigadora e intelectual de la música popular.

Por las mañanas, mientras sus hijos asistían al

colegio, ella iba para Sono radio a grabar junto a

destacados músicos y cantantes. “Después de mi

divorcio, yo empecé a meterme de lleno a mi

profesión, ya no esporádicamente, como lo hacía

antes”. Por ello, Maguiña necesitaba un guitarrista

exclusivo para sus composiciones e

interpretaciones.

Su maestro Óscar Avilés le recomendó a uno de los

mejores para que la ayudara en la grabación de su

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���

nuevo material discográfico “Mi terruño”. Se

trataba de Carlos Hayre, guitarrista y percusionista,

que había trabajado con grandes intérpretes y

compositores como, Nicomedes Santa Cruz, Carlos

Calvo y Reynaldo Naranjo. Hayre era el elegido

para aportar ritmo a su material musical.

Ambos empezaron a componer, tocar, cantar y

viajar juntos en giras nacionales e internacionales.

Grababan para la radio y la televisión. Alicia iba a

la casa de Hayre para conocer a otros músicos del

criollismo. Hayre iba a la casa de Maguiña y se

quedaban hasta altas horas de la noche

componiendo, interpretando y perfeccionando al

unísono hora tras hora. Día a día eran conocidos

como la gran Alicia Maguiña y su guitarrista,

Carlos Hayre.

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����

Este era un muchacho de contextura recia y

morena. Venía del distrito de La Victoria, un barrio

popular, cuna del criollismo, y conocido por su

incomparable devoción al Señor de los Milagros y

al equipo de fútbol blanquiazul: Alianza Lima.

Había nacido escuchando valses y polcas, sus

padres, tíos, primos y amigos eran cantantes,

compositores y músicos. Desde pequeño dedicó

adentrarse en las jaranas criollas junto al grandioso

Manuel Acosta Ojeda.

Ambos vieron el mundo criollo de un modo que

solo dos jóvenes advenedizos podían lograrlo:

Música, jarana, alcohol, comida y mujeres. A sus

treinta cuatro años, cuando empezó a trabajar con

Alicia, ya tenía cuatro hijos y un matrimonio

religioso con una humilde joven llamada Esther La

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����

Rosa. Pese a ello, Carlos puso sus ojos en Alicia

Maguiña.

En cambio, Alicia no sé fijaba en él. Ella solo tenía

cabeza para sus hijos, la música y sus padres, con

quienes vivía en un constante conflicto por las

decisiones que había tomado en su vida: divorcio y

la música criolla. Alfredo Maguiña, su padre, vivía

entristecido por la vida de la que todavía

consideraba la niña de sus ojos.

Maguiña mujer tenía una belleza única. Alta y

espigada con garbo de princesa, ojos grandes y

expresivos, rostro dulce y angelical y sobre todo

una personalidad e inteligencia que solo se veían en

pocas mujeres de su generación como Doris

Gibson, Catalina Recabarrén, Chabuca Granda,

Serafina Quinteras, Carola Obri y Mocha Graña,

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escritoras, poetas, pintoras y cantantes que

marcaron la generación de mujeres rebeldes de la

época.

Los admiradores no faltaban, pero Alicia se

caracterizó por tener un carácter fuerte y especial.

Daba la impresión que después de Bryce

Echenique, ningún otro hombre la podía conquistar.

Y aunque Hayre no dejaba de suspirar por ella,

Alicia solo lo podía ver como la persona que la

acompañaba en su pasión musical. Nada más.

Maguiña conocía a Esther, la esposa de Carlos, e

incluso a la familia La Rosa, que también eran

músicos criollos. Eran tan cercanos que llegó a ser

la madrina del matrimonio de la hermana menor de

Esther La Rosa, como declarara la sufrida mujer al

diario “Ojo” en 1968.

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����

Pero la letra y la música los mantuvo cerca y sin

darse cuenta, poco a poco, Alicia fue idealizando al

hombre amable y maduro con el que compartía su

día a día. En un programa de televisión, al

presentarlo dijo:

— Les presentó a un gran guitarrista, que

ha dedicado su vida entera a

perfeccionar el arte de la guitarra y

actualmente se está convirtiendo en

uno de los mejores guitarristas del país

o tal vez del mundo —presentaba una

orgullosa Maguiña.

Alicia Maguiña Málaga lo empezaba a admirar.

Primer escalón que lleva hacia el amor.

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Él la veía como una bonita señora de linaje, con

personalidad, clase y temple. Todo lo contrario a

Esther La Rosa, su esposa, que se dedicaba al

cuidado de sus cuatro hijos dejando de lado el

arreglo de su propia persona. Alicia Maguiña, en

cambio, se arreglaba y maquillaba, se preocupaba

por sí misma, a pesar de tener dos hijos y una

exitosa carrera musical.

En una de sus tantas giras a Ecuador, en un

ensayo, Hayre no pudo contenerse más y luego de

tocar una canción la besó. Alicia no retrocedió sino

que continuó con la escena. Para luego echarse a

reír, como recuerda Acosta después que Hayre se lo

contó.

—Luego, lo cuadró. Así era Alicia —

comenta Acosta Ojeda.

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—Mi patita estaba templadazo de Alicia —

decía Acosta —tanto que ni nos veíamos. Tampoco

nos acompañaba a las jaranas como antes.

Maguiña y Hayre empezaron a tener una relación

apasionada y entregada, pero aún a escondidas.

Iban juntos de arriba hacia abajo, pero aún nadie

sospechaba que, luego de tantos años juntos, la

música se convertiría en deseo y pasión.

Después de varios meses, “todos en la esfera del

criollismo hablaban de esta estrecha relación entre

cantante y guitarrista”, explica Manuel Acosta,

compositor y músico criollo de la época de los

sesenta y setenta. Acosta también fue compañero

de jaranas, grabaciones y giras de Alicia y Carlos.

“Alicia tenía un temperamento fuerte, pero también

era muy justa con las personas. Carlos era

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�����

reservado, cabizbajo, pero cuando decía algo

contundente lo hacía muy seguro de sí mismo”.

Eran la pareja perfecta, compartían la misma

pasión, el mismo interés, viajaban juntos, se

acompañaban, disfrutaban de cada presentación,

pero su amor se mantenía a escondidas hasta que

decidieron levantar el telón y presentar en sociedad

su unión.

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CAPÍTULO 3

Carlos y Alicia: una voz se apaga

Bajo una tarde calurosa, un domingo 23 de

octubre de 1969, en un pequeño jardín central de la

municipalidad de Guayaquil, una ciudad turística

del Ecuador, Carlos Hayre y Alicia Maguiña se

dieron el sí. Como testigos solo figuraron en el acta

el jefe municipal y dos vocales de la oficina.

Maguiña sonriente usaba un vestido blanco corte

princesa que trepaba un poco más arriba de las

rodillas. Traía el pelo recogido y adornado con

pequeñas flores blancas y entre las dos manos

sostenía un sobrio bouquet de flores rosadas. Hayre

dibujaba entre sus labios una pequeña sonrisa.

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Estaba vestido con un terno beige que hacía resaltar

el color moreno de su piel. Juntos posaban para la

fotografía del recuerdo. “Fue un momento muy

privado y especial” recuerda Maguiña.

La unión civil se llevó a cabo en tierras

ecuatorianas, el mismo lugar donde se produjo el

primer beso entre la pareja. Pero la pareja tenía más

motivos para celebrar su matrimonio en ese lugar:

Ecuador era uno de los países que Alicia Maguiña

idolatraba y, por otro lado, omitía el hecho de saber

que Hayre era anteriormente casado.

Antes de contraer nupcias, Alicia y Hayre eran la

comidilla de la gente. Todos, sin equivocarse,

estaban casi seguros de que ellos mantenían un

romance secreto. Pero, ninguno de los

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����

especuladores consideraba que fuera algo que

llegara a ser oficial algún día.

SI bien Hayre continuaba casado por el civil con

Esther La Rosa, también lo estaba con Alicia

Maguiña. Al llegar a Lima dejó todo y se fue al

lado de la cantante. De inmediato toda la bola de

rumores y las habladurías limeñas que aseguraban

que nunca llegarían a nada quedaron en silencio,

pues eran marido y mujer.

A la semana de su regresó y antes que los

periódicos amarillistas vendieran la noticia como

pan caliente, Alicia Rosa Maguiña de Hayre se

presentó junto a su nuevo esposo en televisión para

contar en el programa de Pablo Madalengoitia, los

detalles de su nueva unión y su renovado estado

civil: casada.

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Pese a ello, no pudo evitar ser la protagonista de las

siguientes dos semanas, de portadas y titulares de

periódicos como “Ojo” “Expreso” y “Última hora”.

Para contrarrestar los malos efectos sobre su

imagen decidió salir a dar más entrevistas. Dando

lugar a dos vertientes de la historia, por un lado los

felices testimonios de la pareja, que omitían el

doble matrimonio de Hayre y por otro, la denuncia

de dos hogares por parte de la primera esposa de

Hayre, Esther La Rosa.

La Rosa rompía en llanto ante los medios de

comunicación. Su desdicha era portada de diversos

diarios, pero aún así nada podía hacer. Esther, sólo

había realizado un ritual religioso (matrimonio por

la Iglesia católica) que no tenía validez ante el

Estado. Los “La rosa” no daban crédito a lo que

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�����

acontecía. “Alicia Maguiña conocía a mi hermana”,

contaba la hermana menor de la dolida primera

esposa al diario “Ojo”, “incluso fue la madrina de

mi matrimonio, ella conocía a toda la familia”

finalizó. La traición por parte de lo músicos

amantes levantó polvo en la ciudad de los reyes,

pero ante la ley Carlos era legalmente soltero.

Desde entonces, la pareja de recién casados se

mudó a la calle Víctor Maúrtua, en San Isidro,

donde reside actualmente la cantante. Hayre no

viviría más en La Victoria, en casa de su madre,

con Esther y sus cuatro hijos. El menor de ellos

tenía solo cinco años de edad. Hayre tampoco sería

más solo el guitarrista de la gran compositora,

ahora viviría junto a Alicia Maguiña , como su

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esposo, y él sería la inspiración de sus delirios

como en la siguiente canción:

Negra quiero ser

La noche es morena y bella/Negra quiero ser/Color del carbón

Lo juro tiene su encanto/Sombra la marinera, sombra en mi canto

Te quiero tanto/Y hasta en mi vida quiero ser /Negra quiero ser

Color del carbón/Color de mi pena/Negra quiero ser..

La sociedad limeña de aquellos años estalló en

chismorrería y habladurías. “La mayoría hablaba

de Alicia como la roba maridos, la quita hombres,

la roba hogares; mientras que de Carlos se

expresaban como el arribista, el convenido”

recuerda César Lévano, actual director del diario

La Primera. “ Yo conocía a Carlos y Alicia y sabía

que el asunto no iba por ahí, así que escribí varios

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�����

artículos en Caretas3 donde trataba de expresar la

naturalidad de dos personas que se aman y que por

cosas del destino, se conocieron y se casaron. “Era

simplemente amor, siempre es bueno aclarar las

cosas, sí en tus manos está.”

Luego de la unión, la pareja continuó con las giras

y grabaciones llegando a realizar juntos cinco

discos como Alicia y Carlos, Alicia Maguiña

(Black Over), Te adoro tierra mía, Alicia Maguiña,

y Alicia y Carlos, nuevamente. Ambos

complementaban el trabajo del otro haciendo de

ambos, una sola voz que en armonía cantaban al

unísono.

���������������������������������������� ��������������������Revista política y social de la sociedad limeña.�

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Sin embargo, el padre de Maguiña tampoco se

encontraba feliz con las decisiones que su pequeña

había tomado. Su hija se había divorciado de un

primer matrimonio con Eduardo Bryce Echenique,

tenía dos hijos, era cantante criolla y para colmar el

asunto, se había casado recientemente con su

guitarrista, que además de pertenecer a otro grupo

social y tener piel oscura estaba casado con otra

ante Dios. ¡Qué escándalo! Su padre no le volvió a

dirigir la palabra hasta días antes de su

fallecimiento. Alicia Maguiña no entendía la cólera

acumulada de la persona que le dio la vida y le

enseñó a tratar con respeto a todos por igual. No

entendía el silencio con que la sepultaba. Por eso

le dedicó una canción, donde describe a su padre y

le pide perdón:

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Recordando a mi padre

Los ojos verdes, mansos, serenos

Mirada limpia del hombre bueno

Vestía un traje gris bien planchado

Que ya los años habían gastado…

solo recuerdo y no me basta recordar

qué es lo que hice

por qué lo perdí

quiero abrazarlo

y que me abrace, que me perdone

Si yo lo herí…

ay solo recuerdo ..

Los años pasaban, pero en el inconsciente

imaginario aún quedaba destapado el gran

escándalo de finales de los sesenta y principios de

los setenta.

Page 110: Alicia Maguiña: el reflejo del ayer en la voz de hoy

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“Una linda señora de San Isidro casada con un

guitarrista de La Victoria, que para colmo era

negro”, reflexiona el antropólogo César Ramos.

Las madres de aquella época no podían creer lo

acontecido, el tema era la comidilla de la entre

mesa, el chisme del vecindario; sin embargo Alicia

corajuda siguió adelante con su decisión.

Se decía que las cosas no iban bien entre la pareja,

que ella era autoritaria, que él era un mujeriego,

que ella era intelectual y que él solo quería regresar

a su barrio de antes, La Victoria, y volver a vivir

las jaranas. Alicia Maguiña y Carlos Hayre nunca

tuvieron hijos, pero Maguiña deseaba tenerlos

llegando incluso a comentarlo en una entrevista con

el diario Expreso:

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�����

— Demostraré a la sociedad con nuestros

hijos, que no existen límites, ni

diferencias para el amor — afirmaba

una optimista Maguiña.

Hayre por su parte no dio cara a la prensa televisiva

o escrita. Solo se dedicaba a tocar su guitarra y

componer. No le importaba lo que dijeran de él, no

le importaba que Esther La Rosa salga llorando con

sus hijos en foto reportajes de diversos diarios y

mucho menos que se demuestre su primer

matrimonio religioso con fotografías publicadas en

el amarillista diario “Ojo.”

—Soy soltero ante la ley —decía Hayre, y

no se equivocaba era soltero ante la ley. Pero ante

la sociedad limeña no era más que un bígamo

aprovechador.

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�����

El año 1994 fue decisivo. Carlos Hayre agarró sus

maletas y partió. No volvió a regresar ni siquiera

por curiosidad cuando oyó, de boca de Ojeda,

acerca de la depresión de Alicia. Era el segundo

matrimonio fallido de la diva y, después de todo,

por él dio la vida, enfrentó a la sociedad limeña y

dejó de lado a su familia. Eduardo y Alicia Bryce

Maguiña, sus hijos, fueron los únicos que se

preocuparon por ella. La acompañaban algunas

tardes y le proporcionaron calidez, hasta que

Maguiña, de cincuenta seis años, recuperó el

sentido de la realidad y empezó a seguir trabajando

en su Escuela de Marinera, donde enseñaba la

tradicional marinera aprendida con Bartola Sancho.

Sin embargo nunca más volvió a grabar un disco o

cantar en vivo. Su voz se apagó.

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Carlos, en cambio viajó a los Estados Unidos para

vivir con su hija menor, María del Carmen Hayre

La Rosa. Estuvo casi diez años en Norteamérica,

desde 1994 hasta su regresó en el 2004. En el

extranjero, continuó tocando y componiendo

armonías junto a artistas como Olga Milla,

intérprete y compositora de raíces peruanas,

radicada en la tierra del Tío Sam. Para él, la

depresión no fue una opción, ya había abandonado

un matrimonio, de quince años, con cuatro hijos y

el matrimonio con Alicia no iba a ser la excepción.

Cuarenta y seis años después, frente a adornos

andinos y recuerdos familiares, Alicia Maguiña

había de recordar aquellos días negros cuando

conoció a Carlos. Sono radio era entonces una de

las mejores emisoras de Lima, compuesta por los

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más exitosos músicos criollos del momento. Estaba

situada en alguna calle del Centro de Lima. La

música criolla se encontraba en el boom del

momento. Todos los días, por las mañanas, se

dirigía a la emisora para grabar con los músicos,

mucho de ellos desconocidos, pero asombrosos en

el arte de hacer música. Carlos Hayre era uno de

ellos, un contrabajista magnifico, pero fantasmal.

Un moreno corpulento, alto, callado y muy

educado. Un santo en persona. Hizo una

demostración musical de lo que él mismo sabía

tocar y, a partir de entonces, quedó como guitarrista

principal.

Desde aquella mañana, en que Carlos fue

seleccionado para grabar junto a ella, la vida

cambió. Ambos aprendían uno del otro, letras,

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�����

ritmo, armonía todo giraba en torno a la música.

Ellos eran un complemento, recuerda José

Escajadillo, músico criollo y actual presidente del

APDAYC. Aunque para Acosta Ojeda, desde que

Carlos se casó con Alicia se alejó de todos sus

amigos.

“Yo estaba enamoradísima contaba en los diarios

que era el amor de mi vida. Pero estaba

equivocada. El hombre que te ama es transparente,

te respeta”, exclama Maguiña. ”Era un santo para

los demás, pero en la casa… ¡No era santo de mi

devoción!, por eso me separé. Fingía muy bien ser

el hombre correcto, educado y pacífico, pero aquí

se transformaba, gritaba, se enfurecía quería

dominar”, cuenta Alicia Maguiña con amargura.

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�� ��

Cuando Málaga se casó descubrió que existían más

problemas que los temperamentales. La diferencia

cultural y social puede hacer que una pareja

fracase. “Una niña que nunca conoció el hambre

junto a un hombre con manos de obrero, de nombre

popular, hombre pobre, pero decente, que no solo

sacaba melodías, sino que sacaba adelante a su

familia. Todo esto junto a una piel que nunca

conoció trabajo, son diferencias marcadas, tanto

para la pareja, como para la sociedad. Fue una

cachetada social de la época”, explica Cesar

Ramos, antropólogo y musicólogo de la

Universidad Nacional Mayor de San Marcos.

A partir de 1994, después de veinte y cinco años de

casados, no sé volvieron a ver más. Él partió. Ella

se quedó. Pero, cuando le preguntan por su todavía

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esposa ante la ley, Maguiña, Hayre no sabe que

responder. “Fue una gran artista y estudiosa de la

música” responde. “Creó que va cantar con Avilés”

o simplemente concluye, “no volveremos a cantar

y tocar otra vez juntos”. Su consciencia sabe que se

acabó para siempre.

Alicia, más educada, contesta que fue un gran

músico, pero no santo de su devoción, por algo se

encuentra actualmente sola. Aún lleva el apellido

de Hayre, pues nunca se divorciaron. Las razones

nadie las sabe. Aún es, legalmente, Alicia Rosa

Maguiña Málaga de Hayre y Carlos, socialmente,

aún es el guitarrista de la gran compositora Alicia

Maguiña.

En 1965, en su casa de San Isidro, Alicia tocaba la

guitarra tratando de obtener alguna melodía,

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mientras susurraba delicadamente algunos

estribillos, pues los niños acababan de acostarse.

Los compases empezaron a fluir. Mientras que

Carmen, la fiel chica que acompañaba a los

Maguiña en las labores del hogar, interrumpió.

—“Señora Alicia, podría tocar un

huaynito”, dijo Carmen, y continuó planchando la

ropa de los niños.

Alicia sonrió. De inmediato intento hacer sonar un

huayno desde su guitarra. Carmen empezó a

moverse con una delicadeza, gracia y cadencia que

a la misma Alicia le sorprendió.

— ¿Cómo se llama eso que bailas? —

preguntó, Alicia.

—Es Huaylas, señora —contesto la chica.

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Alicia nunca había visto bailar con tanta

delicadeza, gracia, altura y pasión una melodía

típica andina que era conocido por todo lo

contrario, ser hosco, duro y rápido.

–Es el Huaylas del Valle del Mantaro —

señora Alicia, finalizó.

En los próximos días, Alicia se sintió movida por

ese baile llamado Huaylas y empezó a buscar

referencias o personas que conocieran acerca del

tema. En tanto, por las noches, le pedía a María que

baile y le enseñe la música de su pueblo.

“Empecé a investigar sobre música andina,

para poder incorporarla en mi repertorio musical”,

confiesa Maguiña. “Recogí páginas de grandes

compositores andinos como Zenobio Dagha, Juan

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Bolívar, Emilio Alanya y Pablo Pastor Días,

grandes de la música central andina”.

También visitó los grandes coliseos ubicados en los

conos, donde representantes de la música andina

como “Pucarita huaracina”, “La flor del Mantaro”

entre otros se presentaban todos los sábados y

domingos a lleno completo. Pero, “el Huaylas en

esos lugares era brusco y tosco. Totalmente

diferente a lo que vi” recuerda Maguiña.

Entonces decidió indagar más hasta irse al propio

Huancayo. Conoció a Agripina Castro Aguilar, una

cantante huanca y máxima exponente del baile

andino en Lima.

“Agripina, abarrotaba los coliseos limeños

en sus conciertos. Pero, ella usaba la verdadera

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vestimenta de la música andina y no las polleras

que las cantantes folclóricas usan ahora y que

parecen minifaldas”, recalca Málaga. “Con el

tiempo, las tradiciones se transforman para mal.

Por eso, siempre he tratado de estudiar, de

investigar para luego conservar nuestras

tradiciones”.

Maguiña viajó hasta Huancayo para conocer a los

verdaderos maestros y compositores de la música

andina, pues su gusto por la música no culmina con

tonderos y marineras, todo lo contrario. Decidió

estudiar huaynos y mulizas en la misma región

donde nacen, en el Valle del Mantaro.

El único objetivo era conocer personalmente a

Zenobio Dagha, un compositor y violinista

huancaíno, máxima expresión en la música del

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valle central. Sin embargo, el compositor vivía por

los poblados cercanos a Jauja, a media hora de la

ciudad capital Huanca. Alicia no lo dudó y fue tras

su paradero. Pero, una vez en Jauja, Zenobio no

aparecía. Las personas no sabían la dirección

correcta. “Más allacito, detrás de aquella casa”, le

decían. Pero, cuando llegaba al lugar señalado, la

sorpresa era otra. El compositor no vivía en aquél

lugar. Hasta que un jaujino le dijo:

—Don Zenobio, está por el valle, más allá,

tocando su violín, señora.

Era su oportunidad, como lo fue con Bartola

Sancho. Maguiña no lo dudó. Tras caminar un

montecito más encontró debajo de un árbol a su

maestro Zenobio, quien observaba el paisaje

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mientras con el arco hacía sonar una melodía al

violín.

—Perdón, señor Zenobio he escuchado

muchas de sus canciones. Agripina Castro me

comentó sobre usted, soy Alicia Maguiña— se

introdujo Málaga.

—Dígame señora —replicó, Dagha.

—Quiero que me enseñe su arte, su música,

su sonido, señor —Alicia fue directamente al grano

sin dudarlo, una vez más.

A partir, de ese día Maguiña se volvió la alumna de

Zenobio, de Agripina y de muchos compositores

más. El año 1966 se convirtió en la época de viajes

para Alicia, pues acudía constantemente a la ciudad

de Huancayo para aprender de mulizas, huaynos,

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Huaylas y costumbres. Desafió, una vez más, a la

cerrada sociedad limeña de los años sesenta y

setenta, en donde lo indio, campesino y andino era

discriminado por ser, exactamente lo que es,

autóctonamente peruano.

Luego de estudiar los huaynos y el baile andino,

Alicia se lanzó a realizar grandes conciertos

multitudinarios en Lima, llenando grandes coliseos

en los años ochenta, como refiere el antropólogo

Cesar Ramos. “Ella empieza a acudir a los grandes

coliseos de la ciudad, como el coliseo cerrado de

dos de mayo en La Victoria y era un lleno

espectacular”.

Así, Alicia rompe con los esquemas establecidos,

por la pacata sociedad limeña, como por el cerrado

contexto musical peruano. Nunca antes se escuchó

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cantar música andina a una criolla y mucho menos

vestir con la indumentaria andina para entonar

huaynos.

El Coliseo Cerrado del Puente del Ejército

congregaba todos los domingos a cientos de

inmigrantes que esperaban a los ídolos del

momento, como Jacinto Palacios, Pastorita

Huaracina, Agripina Castro, Margaracha, Picaflor

de los Andes, entre otros. Sin embargo, Maguiña

también era parte del movimiento musical andino

presentándose junto a ellos.

En el 2007, Alicia sin dejar de lado su amor por la

música criolla realiza la discografía llamada La

Santa Tierra, donde huaynos, tunantadas,

waylarschs y mulizas forman parte de su repertorio.

Asimismo, participan grandes representantes de la

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música popular como Zenobio Dagha en el violín,

Jaime Guardia en el charango y orquestas típicas

del centro.

“Aquellos conciertos, con grandes músicos

eran el verdadero reflejo de nuestra música

popular”, refiere Amanda Portales, actual intérprete

de música andina. “Alicia ayudó a investigar y

reforzar ese género musical. Sin embargo, en la

actualidad muchos intérpretes jóvenes no saben

diferenciar entre un huayno y una muliza, Ahora se

difunde una mezcolanza de chicha, huayno y

cumbia. Pues, los jóvenes se avergüenzan de sus

propias raíces”.

En contraste, en los años ochenta, una dama de la

alta sociedad limeña, blanca, de encantadores

rasgos empieza a cantar y bailar para los migrantes

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andinos. “La acogida es increíble”, refiere el

antropólogo Ramos. Sin embargo, el círculo

miraflorino y san isidrino se le viene encima.

“Existe una diferencia entre decir que bonito y

meterte de lleno con pasión a interpretar eso

bonito”, aclara el antropólogo. “Alicia era

completamente una transgresora de la realidad

limeña”.

Sin embargo, lo que causó mayor consternación en

los círculos altos limeños fue la participación de

Alicia Maguiña Málaga como Colla de Sapallanga,

en Huancayo. Ella no solo cantaba y acudía a las

festividades para mirarlas y apreciarlas como lo

hacían los turistas, todo lo contrario. Maguiña era

parte de la festividad. Se colocaba los faldones, la

quilla y bailaba al son de la orquesta huancaína

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alrededor de toda la plaza de la ciudad. “Me

impresionó la música del valle del Mantaro, la

orquesta media desafinada y sobre todo la

elegancia de sus trajes, lo ceremonioso de sus

danzas” afirma Maguiña.

“Zenobio me enseño su huaylas llamado Casarme

quiero” y lo popularicé a través de la televisión. Fui

una de las primeras en cantar música andina en la

televisión” cuenta la colla Maguiña orgullosa. Sin

embargo, nunca he tratado de ridiculizar a lo

andino o lo serrano, por lo contrario quería

mostrarlo en su señorial esplendor. “Nunca he sido

una chabacana, siempre usé la ropa de usanza de

los bailes, sin modificaciones costeñas.”

Desde el ocho de setiembre y durante ocho días se

celebra la fiesta patronal en honor a la Virgen de

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Cocharcas, en el Valle del Mantaro. Los distritos de

Sapallanga en Huancayo, Orcotuna en Concepción

y Apata, en Jauja, se unen a la celebración con

bailes, misas y procesiones que adornan las calles

de los diversos pueblos.

El origen de la festividad, según el periodista

Antonio Muñoz, se inicia en el distrito de

Cocharcas, provincia de Chincheros en el

departamento de Apurímac. “Dicen que la imagen

fue traía desde la ciudad de Copacabana, en

Bolivia, por el indio Sebastián Quimichi, en 1598,

como agradecimiento por haber sido curado de una

grave lesión.” Mientras la imagen recorría la

distancia entre Bolivia y Perú, los pueblos del

trayecto salían a venerarla con rezos, cánticos y

bailes. A ese paso, la festividad llegaba hasta

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Sapallanga, Orccotuna y Apata. Ahí prestigiosas

mujeres de la comunidad se disfrazaban de Collas

venerando con sus bailes y cánticos a la Mamacha

de Cocharcas. Y, justamente, Agripina Castro, al

ver la dedicación y estudio de Alicia frente a las

costumbres huancavelicanas decide incorporarla

como su sucesora.

“Agripina Castro fue una maestra para mí.

Ella defendió la verdadera forma de bailar Huaylas

y la vestimenta típica de la región. Fue una de mis

grandes amigas. Cuando falleció ella me pidió que

la vistiésemos de Colla. Pero, sus hijos no querían

vestirla así por el complejo de inferioridad que

ellos mismo sentían. Sin embargo, cumplí con la

promesa que le hice a mi amiga Huancavelicana”,

dice.

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Agripina Castro, Colla mayor de Sapallanga,

inculcó en Alicia Maguiña la devoción a la Virgen.

La cantante después de treinta y cinco años aún

acude a bailar.

Al principio era difícil que acepten a la limeñísima

Maguiña, pues no era parte de ninguna familia del

lugar, sin embargo, Agripina la incluyó dentro de la

suya. Y ahora, el pueblo huanca ha hecho suya a

Alicia Maguiña y hace dos años fue declarada —

junto al gran compositor y músico Zenobio

Dagha—, como embajadores culturales de la

Región Junín.

Alicia, para la festividad, se viste con una delicada

y señorial vestimenta. En la cabeza, un sombrero de

flores de cincuenta centímetros de alto adorna su

rostro y una blusa de seda color rosado contraste

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con la alegría de su falda que, a través de bordados

en hilos dorados, demuestran la opulencia de la

Colla. Alicia baila junto a arpas, violines, y

saxofones que al compás de huaynos van

avanzando por toda la ciudad. A la par, ella, muy

delicadamente, va danzando y representando a la

esposa del Inca.

Eduardo Bryce Maguiña, hijo mayor de Alicia y

antropólogo de profesión, considera que su madre

es una mujer muy especial.

“No cualquier mujer se lanza a investigar y

protagonizar un baile andino. Pero mi madre es una

colla de verdad, porque se lo merece. Ha pasado

gran parte de su vida investigando sobre la música

andina, la siente, la interpreta, la hace suya. Ella es

una artista completa que canta y baila como una

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verdadera princesa inca (colla)” sonríe Eduardo,

mientras Alicia Maguiña empieza a entonar un

pequeño huayno y sus manos empiezan como a

flotar con una delicadeza que emociona.

“Las mujeres de la generación de Maguiña,

generación de los años cincuenta a sesenta son

mujeres reservadas, tradicionales, que han sido

educadas para seguir las reglas de sus padres y

luego la de sus maridos, tanto en los sectores altos

como bajos”, contrasta el historiador César Ramos.

“Sin embargo, con mayor razón una mujer de San

Isidro no podía ir a danzar un huayno a un coliseo

en el Rímac, no podía disfrutar de ese mundo

andino, que al igual que el mundo del criollismo,

estaba compuesto por una atmósfera de desenfreno

y alcohol” finaliza Ramos.

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Las fiestas patronales de los diferentes santos en

provincia, al igual que las jaranas criollas, tienen

una duración de tres a cuatro días. Las familias

trabajan arduamente durante todo el año para llevar

a cabo la festividad. Mujeres y hombres, vestidos

con sus trajes típicos, salen a las calles al son del

violín, trompeta y bombo. Bailan sin cesar, y de

convite en convite (determinadas casas donde los

danzantes pueden descansar, comer y tomar)

avanza el día de festejo. El pueblo también se

integra a la fiesta que dura casi cuatro días y que se

celebra en honor al santo o patrón del pueblo.

Maguiña ahora de setenta y cuatro años mira su

vida con orgullo. “Nunca fui una chabacana,

respete el arte del pueblo, respete mi vida y la de

los demás” afirma la cantante, “pero por encima de

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todo amo a mi país, a sus personas, a sus colores,

texturas, voces y sonidos. Amo la música porque

representa a cada sector social del Perú”. Ella tuvo

la suerte de vivir la última época gloriosa de la

música criolla, de conocer a las grandes leyendas

del criollismo como Porfirio Vásquez, Bartola

Sancho, Nicomedes Santa Cruz, entre otros. Ella

cantó en los grandes coliseos extintos de la ciudad.

Vivió una época en la que la mujer no podía decidir

pero ella. Sin embargo tomó el toro por las astas y

se convirtió en la gran rebelde de la música criolla:

Alicia Maguiña.

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Línea de tiempo

1938- El 28 de noviembre de 1938 nace, en Lima,

Alicia Rosa Maguiña Málaga, hija de Alfredo

Maguiña y Alicia Málaga.

1939- La familia Maguiña – Málaga se muda a la

ciudad de Ica. Alfredo Maguiña es nombrado vocal

del juzgado de la ciudad.

1946- Alicia Maguiña Málaga observa las primeras

escenas de discriminación y racismo en la ciudad

de Ica, como en la cosecha del Algodón. Cursa los

primeros años de primaria en el colegio Arbulú.

1950- Alicia de 12 años de edad regresa junto con

su familia a Lima. Empieza sus estudios de

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secundaria en el colegio Santa Úrsula. Su padre es

Presidente de la Corte Superior.

1954- Empiezan sus clases de guitarra con la

primera guitarra del Perú, Don Oscar Avilés.

1956- Alicia compone su primer tema, el vals:

Inocente Amor.

1957- Maguiña compone la canción “La más

hermosa” en honor al título de Miss Universo

otorgado a su compañera de estudios Gladys

Zender.

1960- Alicia Maguiña se casa con Eduardo Bryce

Echenique, hermano del autor de “Un Mundo para

Julius”.

1963- Se divorcia de Eduardo Bryce Echenique.

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1963- Maguiña compone su tema más importante:

Indio. Tema que ha sido grabado por artistas de la

talla de: Los Chamas, Olga Guillot, Mercedes Sosa,

etc.

1966- Alicia se interesa por la música andina,

empiezan los viajes Jauja en busca de los maestros

del Huaylas.

1969- Contrae matrimonio con Carlos Hayre en

Guayaquil, Ecuador.

1994- Carlos Hayre se va a Estados Unidos a vivir

por diez aproximadamente.

2005- Termina su programa La hora de Alicia

Maguiña en Radio Nacional del Perú.

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2011- Alicia Maguiña Málaga recibe la máxima

condecoración dada a un artista en nuestro país, la

orden “El sol de Perú”

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Eligiendo a Alicia

En mis veintiséis años de vida nunca había

escuchado hablar acerca de aquella señora. En

aquél momento aún practicaba en el Banco Central

de Reserva del Perú BCR y mi preocupación

principal giraba entorno a definir mi personaje para

el ansiado curso del “libro”, como lo conocíamos

en la Facultad de Comunicación.

Mi primera opción era Federico Kaufman,

descubridor de las ruinas de Kuelap, a quién conocí

en la presentación de la saga de monedas

coleccionables del BCR. Me contacté con su

sobrino Arturo y fijé una entrevista con el conocido

arqueólogo. Canté victoria pues ya tenía mi

personaje, solo faltaba el visto bueno del profesor.

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Es mi primer día de clases en el curso de Literario

1, una materia que hace temblar a más de un

alumno de la Facultad de Periodismo, pues

aprobarlo o no depende de lograr escribir un libro

en 90 días. Estoy nerviosa y sentada al lado de

quince jóvenes de séptimo, octavo, noveno y

décimo ciclo. Solo eso me da una idea de lo

complicado que puede ser. Ángel Páez, periodista

investigador del diario La República, es mi

profesor. Había escuchado hablar de él, pero no

había tenido la oportunidad de escucharlo en

ninguna clase. Tiene fama de excelente

investigador, con acceso a todos los contactos del

Perú.

Como siempre, me senté al fondo del salón.

Empecé a escuchar la clase y luego de una breve

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introducción acerca del objetivo del curso, Ángel

empezó a preguntar uno por uno acerca del

personaje elegido. Muchos no tenían, otros

mencionaban nombres de personas nunca antes

escuchadas. Ángel escuchaba, rebatía y definía.

-Karin, ¿Cuál es tu personaje? –preguntó.

-Federico Kaufman, un conocido

arqueólogo del Perú. El gobierno acaba de lanzar

monedas con la imagen de Kuelap, el sitio

arqueológico que él descubrió –respondí tratando

de marketear a mi personaje.

Pero, en realidad ni a misma me interesaba. Solo

quería hacer las entrevistas necesarias, redactar,

pasar el curso y graduarme.

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“El personaje elegido lo verán 2 ciclos, es decir

tienen que AMAR a su personaje, introducirse en

su mundo, acostarse y dormir con él”, explicó

Ángel. Si eligen a alguien que no les interesa, que

no los captura, se aburrirán y será un martirio para

ustedes.

¿Tanto me interesaba Kaufman como para

entrevistarlo durante un año? Después de pensarlo

durante dos días decidí escribir un correo

electrónico a Páez confesando que necesitaba

ayuda para determinar acerca de quién escribiría.

Me respondió preguntándome cuáles eran mis

intereses: lo económico, lo social, el espectáculo, el

deporte, la política, etc. “Lo social”, le respondí.

Toda la carrera había escrito sobre temas sociales,

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la pobreza, el racismo, las mujeres, los

homosexuales, la inclusión, las minorías.

Llegué como nunca temprano a la siguiente clase.

Necesitaba saber que opciones tenía.

-Alicia Maguiña -cantó Ángel.

-¡Ah! ¿Quién es Alicia Maguiña? - me

pregunté y por la mueca de desconcierto que puse

en el momento Ángel respondió.

-Googleala y me comentas -finalizó.

Así lo hice. En las posteriores horas empecé a

googlear a Alicia Maguiña. Vida, obra, canciones y

biografía iban apareciendo. La gran dama de la

música criolla se develaba ante mí. Alicia Maguiña

me interesaba mucho más que Federico Kaufman.

El problema sería contactarla.

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Dos de la tarde de un miércoles de agosto, era la

hora de subir al comedor del Banco Central de la

Reserva del Perú para almorzar. El BCR se

caracteriza por tener empleados de cuarenta años

para arriba y era el lugar perfecto para investigar

acerca de mi personaje, pues no sola la edad ayuda,

sino también la clase social de mis compañeras de

trabajo. La gran mayoría son ex alumnas del Santa

Úrsula o del Sophinaum y contemporáneas de

Alicia Maguiña. Así que empecé.

-¿Conocen a Alicia Maguiña? –pregunté

mientras almorzábamos.

- Claro –contesta Kuky, compañera de

trabajo del Área de Recursos Humanos, fanática de

la marinera y de los poodles.

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“Tiene su academia de marinera en Miraflores e

integró el jurado en el concurso de marinera del

año 1985 cuando concursé. Alicia es una persona

muy especial. Imagínate que cuando bailé no quiso

calificar porque dijo que eso no era marinera, sino

una fusión del tondero. No entiendo para qué fue a

integrar el grupo del jurado”, me dijo Kuky, una

mujer de clase alta-media limeña de 55 años.

Además, no sé en que más estuvo metida, creo que

con su cajonero, al igual que Chabuca que se metía

con Vallumbrosio.

El pequeño resumen que me hizo Kuky en dos

minutos, me intrigó aún más acerca de quién era

Alicia Maguiña.

En la siguiente clase de Literario no dudé en

afirmar que quería escribir acerca de ella, aunque

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no supiera a cabalidad quién era. Le reconté a

Ángel la anécdota de Kuky y empezó a reír. “Claro,

Karin. Alicia Maguiña tuvo una relación con su

guitarrista, Carlos Hayre, quién además era negro.

Fue el gran escándalo de la época, el gran ampay

de Magaly TV de los sesenta-setenta”, comparó.

Motivada. Empecé a buscar a alguien que me

contara más acerca de Alicia, antes de hacer el

ridículo y hacerle preguntas intranscendentales en

la primera entrevista. Me contacté con un

historiador y musicólogo, Cesar Ramos, quién me

contó a detalle quién era Maguiña, qué significaba

una mujer así para aquella época y para la música.

Me contó también sobre la relación amorosa que

tuvo Hayre , que demostró la convicción de sus

ideas y el difícil carácter de la diva. Alicia

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Maguiña había sido destinada para ser el personaje

de mi libro.

Entré a la Web de Paginas Amarillas de Telefónica

para buscar el teléfono de Alicia, pero no lo

encontré. Decidí buscar en Sunat y por suerte del

destino aún aparecía su RUC y número telefónico.

Tenía el teléfono de su casa en mis manos, pero al

mismo tiempo sentía nerviosismo. Ya me habían

reconfirmado que era una persona de carácter

difícil y yo temblaba ante la idea de Maguiña. Pero

frente a mis temores se encontraba mi libro.

Así que decidí marcar. Sonó como tres veces hasta

que respondieron. Buenas tardes, por favor con la

señora Alicia Maguiña. ¿De parte?, me

preguntaron. De Karin Del Aguila contesté. La

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señora Alicia no se encuentra, ¿algún encargo?. No,

yo la vuelvo a llamar. ¿A que hora la puedo

encontrar? A las cuatro.

A las cuatro volví a llamar y la misma voz me

respondió. Pero esta vez escuché a lo lejos una voz

que ordenaba preguntar por el motivo de la

llamada. Estaba segura que era Alicia Maguiña y se

estaba negando. Le dije que volvería a llamar

mañana.

Escuchar la voz de Alicia negándose me confirmó

que era una señora complicada. Me decepcioné un

poco, pero algo dentro de mí me pedía insistir.

Al día siguiente y a la misma hora llamé. No está,

respondieron. El día subsiguiente, hice lo mismo y

los días posteriores también, pero nunca la

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encontraba. Empezaba a hartarme hasta que un día

ella misma contestó. Tenía la voz con carraspera.

“Se que has estado llamando todos los días, pero

por ahora no te puedo dar una entrevista, me

encuentro mal de la garganta, con un faringitis que

no me deja hablar. Llámame el jueves de la

próxima semana”, me pidió.

Los días pasaban y no tenía al personaje principal

entrevistado, mientras tanto decidí investigar con

más historiadores, periodistas culturales, cantantes

criollos, libros, revistas y periódicos de la época.

Llegó el jueves y volví coger el teléfono para

coordinar la entrevista. Esta vez ella contestó y me

dijo que viajaba a Piura. Iba ser el jurado de un

concurso de marinera y no podía atenderme. Tenga

un buen viaje atiné a decir.

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Pasó una, dos y tres semanas hasta que llegó el

mes. Y aún no había entrevistado a Alicia.

Empezaba a preocuparme. Ella parecía ser la

estrella más inalcanzable en ese momento. Llamaba

por teléfono, insistía y nada. O no estaba, o no

contestaba o se negaba, realmente pensé: debo

cambiar de personaje.

Jueves, tres de la tarde. Hoy es la última vez que

llamó, si este es mi personaje me dará la entrevista,

pensé.

-Aló, por favor con la señora Alicia

Maguiña.

-Si.

-Señora, soy Karin Del Aguila, ¿Cómo esta?

¿Qué tal su viaje a Piura? La he estuve llamando en

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variadas oportunidades para poder definir la

entrevista, ¿se acuerda?- comenté.

-Karin, en realidad no he estado dando

entrevistas. Pero por tu paciente interés, te la voy a

dar – respondió y me devolvió el alma al cuerpo.

Por fin, luego de más de un mes de llamasdas,

había concretado mi cita con Alicia Maguiña. Mi

insistencia la había conmovido.

La primera entrevista fue conmemorativa. Yo

esperaba en la puerta exterior de su casa, cuando

ella bajó del taxi. “Hola, Karin ¿cierto? y me hizo

pasar. Entramos hasta la salita de invitados, donde

me hizo esperar unos minutos antes de empezar con

las preguntas. Era un pequeño cuarto, que tenía una

gran ventana que daba a la calle. Pequeños objetos

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���

de la sierra adornaban el lugar, mientras que un

gran cuadro de un hombre mayor acompañaba la

pared. Yo miraba de un lado a otro, objeto por

objeto con la intención de grabarlo todo en mi

memoria. De pronto, Alicia entró y se sentó frente

a mí. Y empecé a describir el objeto de la

entrevista.

Ella habló, recordó, cantó y me encantó. Me sentía

enamorada de mi personaje, de su vida, de su

carácter, de sus anécdotas, de su forma de ser, que

gran mujer pensé. Mi insistencia valió la pena.

Alicia hablaba y yo la escuchaba. No paraba de

mirarla, de sonreírle, de prestarle atención a cada

palabra. De pronto me comenta. “Estoy realizando

un libro de memorias con la Universidad San

Martín de Porres, pero el chico que me ayuda a

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escribir, no sabe hacer las cosas, tal vez quieras tú

ayudarme”. Inmediatamente, sonreí. “Claro señora

Alicia puedo ayudarla en todo lo que pueda”, le

dije. Era el modo perfecto para entrar en su mundo

cotidiano, después de haber esperado tanto.

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ANEXOS

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• Alicia Maguiña Málaga con apenas 1 año

de edad junto a su madre, Alicia Málaga.

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• Alicia Maguiña en sus años de infancia en Ica.

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• Alicia Maguiña entre los siete y ocho años de

edad.

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• Alicia Maguiña disfrazada con ropa de

bailadora de flamenco.

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• Alicia Maguiña cantando en el programa de

Julio Durand.

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• Alicia Maguiña junto a la “Reina de la

Marinera” , Bartola Sancho.

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• Alicia Maguiña junto a su primer esposo

Eduardo Bryce Echenique.

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• Alicia Maguiña y Carlos Hayre

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• Alicia Maguiña como Colla de Sapallanga

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