alex atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el...

8
16 etiqueta negra AGOSTO 2011 Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humo ¿Puede aconsejarnos cómo comer de la Amazonía un chef que aún no puede dejar de fumar? Un perfil de Julia Leme Priolli fotografías de Julio Villanueva Chang 17 www.elboomeran.com

Upload: lamlien

Post on 10-Dec-2018

221 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

16et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

Alex Atalaun cocinero punk

tras una nube de humo

¿Puede aconsejarnos cómo comer de la Amazoníaun chef que aún no puede dejar de fumar?

Un perfil de Julia Leme Priollifotografías de Julio Villanueva Chang

17www.elboomeran.com

Page 2: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

18et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

La invitación de Cristophe Megel, el chef ejecutivo

del principal hotel cinco estrellas de Singapur, un pu-

pilo del prestigioso chef Alain Ducasse, era un honor

para él. Mientras le arrancaba las entrañas al pez, una

rara bacteria que habita los organismos de las profundi-

dades oceánicas le entró por una grieta del dedo medio

izquierdo. Si hubiese sido una bacteria aeróbica, las que

se reproducen en el oxígeno, su brazo se habría llena-

do de pus. Pero era una bacteria anaeróbica, de las que

mueren al contacto con el aire, y se llenó de gases. En

menos de un día, su brazo era una extensión gaseosa de

su cuerpo sano. Si la infección hubiese entrado por el

túnel del carpo, un canal entre los huesos de la mano,

habrían tenido que mutilar a Atala. El cocinero tuvo dos

reacciones mientras esperaba el resultado del examen

que dictaría el futuro de su miembro: llamó por teléfono

a su esposa que estaba en el octavo mes de embarazo de

una pareja de gemelos para mentirle que todo iba bien.

Luego llamó a un cirujano de manos.

El doctor Luiz Kimura interpretó la infección de su

brazo izquierdo por teléfono y fax. Aún no existía Sky-

pe, y, aunque el futuro de la mano izquierda del chef más

famoso de Brasil dependiera de su consulta a distancia,

el médico —como buen descendiente de japoneses— se

mantuvo tranquilo. «Ya estoy acostumbrado a bacterias

de pescados raros en las manos de pacientes», dijo el

doctor, un cirujano de dedos gordos y cortos. Atala se

había infectado el dedo medio, y el mal trepaba por su

brazo. El dedo maleducado que desafiaba la tradición

de afrancesados cocineros brasileños era uno más para

Kimura. Un cirujano de manos suele tener de pacien-

tes a cocineros, dentistas y escritores, oficios en que las

extremidades superiores son el principal instrumento

de trabajo. En cualquier lugar donde conviven anima-

les muertos, balones de gas, sopletes, cuchillos filudos

y aceite hirviendo, los accidentes son gajes del oficio.

Los cocineros compiten en lesiones ocupacionales con

los limpiadores de ventanas, albañiles y motociclistas.

Cocinar en un restaurante es una pasión peligrosa. Por

manipular nitrógeno líquido, siguiendo una receta de

cocina molecular en un restaurante de Potsdam, cerca

de Berlín, al alemán Martin Enger le explotaron ambas

manos. Cuando Alex Atala se corta los dedos en la coci-

na y no quiere perder tiempo, le pone Superbonder a su

herida (un pegamento para pegar todo lo que se rompe

en casa) para quitar el dolor y que cicatrice de inmedia-

to. «Esa técnica se la han enseñado sus compañeros de

pesca», dice Kimura.

Los que se lastiman más con pescados son los sushi-mans, pero Atala no trabaja con peces asiáticos. Brasil

tiene cuatro mil kilómetros de litoral, millares de kiló-

metros de ríos navegables con unas mil trescientas espe-

cies de peces amazónicos, de las cuales sólo ciento vein-

te son comestibles. Es natural que lo que más figure en

su carta sean peces brasileños. El cocinero eliminó de su

menú al foie gras, un plato que todo chef prestigioso suele

exhibir en su mesa. «Casi nadie ha comido un foie gras. Si

elogiaban el mío, es sólo porque no tenían referencias —

dijo Atala—. Por eso mi reto es hacer un frijol excelente

que supere lo de la memoria afectiva de los clientes». En

Brasil, el arroz con frijoles es un plato diario, casi obli-

gatorio, y cada quien aprecia el frijol de su madre. Atala

quiere valorizar la gastronomía brasileña, desde los pla-

tos típicos hasta los ingredientes ignorados, sobre todo

los que vienen de la jungla. «Aunque la palabra ‘Amazo-

nía’ sea tan conocida como la Coca-Cola, aún no hay un

sabor asociado a ella», escribió Atala en un libro que pu-

blicó con Carlos Alberto Dória, un sociólogo entusiasta

de la cocina. La Amazonía ha sido más explorada por la

industria farmacéutica que por los cocineros.

Pero aquella vez en Singapur, Alex Atala estaba le-

jos de sus pescados amazónicos, preocupado sobre todo

Por cortarse demasiado las uñas de sus manos, Alex Atala estuvo a punto de perder un

brazo. Tras viajar veinticuatro horas para llegar al New World of Food and Wine 2002,

un festival gastronómico mundial en Singapur, el chef se bañó, se hizo la manicure, el

protocolo de higiene de los cocineros, y bajó a la cocina del hotel Ritz Carlton Millenia, donde

lo esperaban con un pez sapo. Quería abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado.

Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato. Quería impresionar a

los críticos, cocineros y catadores que habían llegado al festival desde los cinco continentes.

19

por su brazo izquierdo. Llevaba casi un mes sin cigarros,

con ayuda de píldoras, y, ante el cuadro clínico de su

posible mutilación, huyó de la habitación del hospital

para fumar. Desde Sao Paulo, Kimura le rogaba que no.

«El cigarro constriñe más las arterias —le advirtió el

doctor—. Si están a punto de amputarte una mano, es

porque la sangre no llega hasta la punta de ella». Para

disuadir a los adictos al tabaco, el Ministerio de Salud de

Brasil tiene la política de estampar fotografías cadavé-

ricas en los paquetes de cigarrillos. En ese tiempo, uno

de ellos te enrostraba a un hombre sin piernas ni brazos.

«Acuérdate de la fotografía del paquete de cigarro», in-

sistió el doctor. Alex Atala miraba su mano infectada por

la bacteria del pez sapo. Por lo menos, no era con la que

sostenía su cigarrillo encendido.

En el New World of Food and Wine, los chefs y enó-

logos del festival comerían su versión del hígado de pez

sapo sin saber que el autor había incubado una tragedia.

Durante quince días, la bacteria anaeróbica que infectó

a Atala se multiplicó en su brazo. El cocinero no podía

salir de Singapur en el estado de debilidad en que se

encontraba. En ese lapso, para aplacar la preocupación

de su segunda esposa, la madre de los gemelos por venir,

Atala le repetía que no pasaba nada. «Cuando le pre-

guntaba para qué iba a tomar anestesia general por una

herida en la mano —recuerda Marcia Lagos—, me de-

cía que así eran las cosas en Singapur». Cuando los anti-

bióticos controlaron su infección, el chef pudo regresar

a Sao Paulo. El doctor Kimura vio que estaba a punto

de perder el movimiento del pulgar por la manera como

cicatrizaba su mano operada en Singapur. Quiso inter-

narlo de inmediato. Pero Atala no quería desaparecer

de la escena pública en ese momento. Había sido consi-

derado el mejor chef brasileño según VEJA, una revista

conservadora que vende más de un millón de ejempla-

res, influyente en la política y el paladar nacional. Otra

revista gastronómica, GULA, había declarado a DOM el

mejor restaurante contemporáneo de Brasil. Sentía que

no podía detenerse. «El pulgar opositor ha permitido al

ser humano manipular instrumentos y desarrollar la in-

teligencia», dice Kimura. «A diferencia de los cuadrúpe-

dos que tienen patas planas, nosotros tenemos arcos en

nuestras manos. Los cocineros tienen más callos en esos

arcos por manejar cuchillos y tenedores». El movimien-

to de oposición entre los arcos y el pulgar le facilitó al

hombre dominar el fuego para cocinar. Le permitió tam-

bién cazar animales que lo superan en fuerza y tamaño.

El doctor Kimura tuvo que hacerle otra cirugía a Atala

para salvarle el movimiento de la mano izquierda.

El cocinero tatuado y rockero de la ciudad nos produ-

ce cierta apariencia ruda. Pero le importa más conservar

ciertas costumbres agrestes. Le encanta cazar y pescar

su propia comida. Es una enseñanza que viene de casa:

su padre era pescador y su abuelo materno, cazador. El

padre vio por primera vez un auto cuando tenía nueve

años. Pero buscar su propio alimento es para él más que

un placer de la infancia. Es un instinto de conocer la

procedencia original del ingrediente, saber cómo murió,

abrirlo y cortarlo, tener acceso a la carne en su esta-

do primitivo. «No imagino que el mismo Dios que ha

creado las selvas, los pájaros, los peces y los árboles sea

diferente del Dios que hizo el pollo, el buey, el maíz, la

soya. El hambre es un problema mundial, el hombre no

produce lo suficiente y muchos métodos de producción

de alimentos son infinitamente más nocivos que cazar y

pescar», escribió Atala en TRIP, una revista muy aprecia-

da por la juventud intelectualizada. Allí contaba que los

domingos le gustaba ir a un club de tiro a encontrarse

con sus amigos. Atala manipula animales muertos todos

los días. Su modelo de ética personal está asociado a los

pescadores y cazadores. Con ellos ha aprendido el res-

peto por la naturaleza. «El primer impulso de cualquier

ser vivo es seguir vivo», dice el cocinero. Cuando Ki-

mura lo operó y él no permitió que lo hospitalizaran,

durante una semana Atala siguió cocinando en su res-

taurante con el brazo izquierdo inmovilizado. Quien por

esos días se internó en el hospital fue su esposa. Nacie-

ron los gemelos. Atala sólo tenía una mano disponible

para cargar a los dos.

Cuando va a elegir un pescado, Alex Atala no le mira

los ojos: compara su dureza con la rigidez del brazo que

casi le amputaron. Un jueves, en medio de la feria de ali-

mentos de la calle Barão de Capanema, en el adinerado

barrio de Jardins, donde quedan sus dos restaurantes y

donde el metro cuadrado cuesta nueve mil dólares, el

cocinero come un pastel de queso, y Kimura nada: un

mes antes pesaba ciento veinticinco kilos y hoy la bás-

cula marca cien. Es un gourmet. «Es el mejor cirujano de

www.elboomeran.com

Page 3: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

20et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

manos de la ciudad», dice el cocinero. A Alex Atala no

le alcanzan los dedos de una sola mano para contar a su

gente que ha tratado el doctor Kimura: ha operado las

manos del chef, de su esposa, de su primer hijo, del hijo

de su segundo cocinero, de la madre de la directora del

restaurante, de dos aprendices de la cocina de DOM.

A Kimura le gusta acompañar a Atala para escoger sus

ingredientes. Una mañana Marcelo Nonaka, un vende-

dor de pescados, lo espera con una rara especie: atún

con escamas. Los atunes no suelen tenerlas. El chef va a

comprarlo —según dice— porque está tan duro como

su brazo cargado de tatuajes que lleva desde los quince

años. Eran los tiempos en que Alex Atala era un punk

adolescente, se marchó de la casa de sus padres, traba-

jaba de Dj y no sabía cocinar. Hoy el chef tiene cuarenta

y tres años. Cuando cumplió la mayoría de edad, se fue

a vivir a Europa. Allí probaría todo tipo de drogas sin-

téticas, naturales, relajantes, recreativas y seguiría aña-

diendo dibujos a su cuerpo, como Dee Dee Ramone, el

bajista de la banda Ramones que murió de sobredosis y

que, además de sus tatuajes, llevaba tres relojes en cada

brazo. También Atala coleccionó relojes, pero tuvo que

venderlos para invertir en el DOM. El cocinero tiene

unos treinta tatuajes, casi todos en el brazo y otros en

la espalda. «No me dejaron hacer el servicio militar en

Brasil porque tenía muchos». El último de ellos es una

espina de pescado que se hizo en el medio del brazo

derecho, con su hijo mayor en su cumpleaños dieciséis.

El penúltimo fue la imagen de un monje indio tibeta-

no, obra de un tatuador en Tokio. Esta mañana en Sao

Paulo, sosteniendo un pescado con el brazo que lleva

este tatuaje de la suerte, Atala decide comprarlo. Ade-

más de verificar la rigidez del pez, Marcelo Nonaka,

el vendedor, le mete el dedo en las branquias. «Si está

como gelatina, está fresco», dice. El cocinero lo invita a

comer en el DOM.

Durante once años Atala ha invitado a Nonaka a comer

en el DOM. Durante once años, el vendedor de pescados

rechazó esta invitación. Estaba obsesionado con que fuera

a comer lo que él le iba a cocinar. Nonaka es un perito en

pescados. Convencerlo fue una epopeya. Según él, Atala

le insinuaba que se volviera su proveedor directo. En la

hermética tradición japonesa de su familia de intermedia-

rios, nunca habían entregado pescado a un restaurante.

Eran un enlace entre el mercado central y su público, y

Nonaka estaba convencido de que sólo los japoneses de

Sao Paulo dominaban el arte de manipular un pescado.

No quería cambiar las reglas por un pelirrojo que ni si-

quiera era sushiman. En sus tres décadas de vendedor de

pescados, Nonaka sólo había cometido una excepción:

vender salmón a una cadena de restaurantes de Australia.

Durante once años, se abstuvo de ir a comer al restauran-

te de Atala. Un día de abril de 2011, no fue tan intransi-

gente: «Es que no tengo ropa», vaciló como esquivando la

invitación. «Si quieres, te presto», le ofreció Alex Atala.

El vendedor de pescado aceptó ir a comer al DOM. Esa

tarde el cocinero llevaba los jeans negros de siempre; No-

naka, sus botas de hule blancas y una camisa que apestaba

a pescado. Se sentaron a comer en el fondo del restauran-

te, un ambiente de techos altos, con una mezzanine, lám-

paras majestuosas y paredes grises donde conviven desde

un disco clásico de Elvis Presley hasta la escultura de un

robot de un joven artista brasileño. Aunque el cocinero

y el vendedor tienen más o menos la misma edad, suelen

tratarse de señor. Ese día almorzaron pargo, un pescado

gordo y grasoso que abunda en el mar del Brasil. Alex

Atala lo cocinó en sal gruesa delante de Nonaka. Estaba

tan sabroso que el vendedor de pescado admitió que debía

romper las formalidades de su tradición familiar. Después

de comerlo, y de observar la performance del cocinero,

Nonaka aceptó ser proveedor directo del DOM. «Me fijé

que manipula los pescados él mismo», se explica. «Es muy

El cocinero Alex Atala quiere valorizar la culinaria brasileña, desde los platos típicos hasta los ingredientes ignorados, sobre todo los que vienen de la selva. «Aunque la palabra Amazonía sea tan conocida comola Coca Cola, aún no hay un sabor asociado a ella», dijo en uno de sus libros. La Amazonía ha sido más

explorada por la industria farmacéutica que por los cocineros

21

celoso con sus pescados». Lo decidió días después que

Atala obtuviera el sétimo lugar en el ranking de la revista

RESTAURANT, cuando ya elogiaba por radio y televisión sus

artes de vendedor de pescado. No es el único proveedor

del cocinero, cuyos dos restaurantes atienden a unos tres-

cientos clientes por día. En una clase que dictó en Pala-

dar, un evento gastronómico promovido por el periódico

O ESTADO DE SÃO PAULO, Atala saludó en público a otro

de sus vendedores de pescado.

Mientras cocinaba, el chef decía que el DOM sigue sien-

do el mismo restaurante desde su origen, pero con una

diferencia: hoy busca una simplicidad más genuina. Este

es el año del agua en DOM, y en las recetas que preparó,

el agua tiene un papel importante. Alex Atala habló de

«chibé», una mezcla de agua y harina de yuca que bebe la

gente en el norte de Brasil. En Paladar, Atala preparó un

chibé con camarones y calamares. La técnica de la prepa-

ración del calamar Atala la aprendió con unos pescadores

italianos. Metió los calamares en un bote con sal, hielo, y

agua y los mezcló hasta que se hicieran una espuma. La sal

enfría el agua, y el calamar se cocina en frío. Para ador-

narlos, sacó hierbas y flores de una cajita que se parecía

a las de medicinas de un hipocondriaco. Luego preparó

un arroz de cabeza de pescado, un pescado con caldo de

res y un postre de crema de guanábana con maracuyá. Al

final de su charla, Alex Atala sentenció: «Creatividad no

es hacer lo que nadie ha hecho, sino hacerlo de manera

inesperada. Creatividad es mirar para atrás». La máxima es

un reciclaje de lo que aprendió con Ferran Adrià, el chef

de elBulli, pero a la vez su intento de reinventar una tra-

dición. Si Adrià es un revolucionario, Atala es un conser-

vador de vanguardia. Quienes asistieron a su presentación

se acercaron a devorar todo lo que acababa de preparar en

público. Todos compartieron la misma cuchara.

Reinventar el pasado no admite horarios de oficina.

Marcelo Nonaka suele llamar a Atala en la madrugada,

cuando encuentra algo raro en el mercado central de

pescados. Luego le envía la foto del pez a su celular. «Se

emociona más cuando le llaman los vendedores de pes-

cado que cuando le llaman unas chicas», dice Gabriela

Rodrigues, la directora ejecutiva de DOM. Ella también

le compra pastillas para el dolor de garganta cuando adi-

vina que el cocinero se va a resfriar. Jamás permite que

firme nada antes de haberlo leído. Una tarde de agosto

de 2011, después de haber comido un atún con escamas,

el vendedor de pescado se sienta a tomar un café y fumar

www.elboomeran.com

Page 4: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

www.elboomeran.com

Page 5: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

24et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

un cigarro con ella en el bar del restaurante, ajenos al

cartel que se los prohibía. Desde 2009 fumar en lugares

públicos cerrados es ilegal en Sao Paulo. La pena puede

llegar a treinta días de clausura. Pero el vendedor y la

directora no se preocupan. El DOM está cerrado para el

servicio diurno. No hay de qué preocuparse, a no ser el

hecho de que Atala está intentando abandonar el vicio.

«El jefe es un adicto a parar de fumar», dice Rodrigues.

Es el sétimo intento de Atala para dejar el tabaco. Todos

los años consigue dejar de fumar sólo un par de meses.

No puede más. Silvia Miyuki, una consultora de feng shui que contrató Atala para purificar el ambiente de Dalva

e Dito, se asoma al grupo de fumadores. Miyuki quiere

cambiarlo todo, y los camareros ni el lavador de platos la

soportan. «Yo la adoro por cinco minutos», bromea Atala.

«Pero es buenísima en feng shui». El chef culposo se jus-

tifica: «No es que crea en esas cosas, pero me ayudan a

demostrar respeto por mis empleados de Dalva e Dito.

Estoy siempre más ocupado en el DOM». Silvia Miyuki

también fuma y cubre con su tarjeta de presentación la

siniestra publicidad antitabaco de su paquete de cigarri-

llos. Casi todas las personas con las que Atala se encuen-

tra en el camino entre el Dalva e Dito y el DOM, lo que

se demora en cruzar una calle, son fumadores. La mayoría

de los cocineros de su generación, dice él, fuman cuando

están borrachos, pero sólo una minoría lo hace a diario.

Como el dinamitero que es, Anthony Bourdain dice que

todo cocinero fuma marihuana después del trabajo, y que

hay restaurantes a los que les gusta ir. Locales como Pri-

me Meats, que sirven hot dog con queso fundido y todas

las variaciones de salchicha que uno pueda imaginar, y

el Momofuku Milk Bar, que sirve helados con gusto de

Zucaritas, ambos en Nueva York. En la misma onda de

la apología a la hierba que bandas como Grateful Dead

y Cypres Hill hicieran, esos restaurantes proponen una

experiencia sensorial para paladares drogados. Son tien-

das abiertas toda la madrugada que ofrecen una antología

del mal comer. Una investigación de Substance Abuse

and Mental Health Services Administration de Estados

Unidos indica que casi la mitad de los empleados de res-

taurantes son fumadores, y que en ninguna otra profesión

este índice es tan alto. En el entorno de Atala, los meseros

también fuman. El humo es la atmósfera de los cocineros.

Todos los cocineros saben al menos una historia so-

bre un chef tirano. Alguna vez Atala tuvo uno, y no de

esos que lanzan platos contra el piso o de los que insul-

tan a sus cocineros, sino un hombre que quemaba a sus

empleados con una cuchara caliente. Cuando este chef

se atrevió a quemar a Atala, él lo mandó al carajo y lo

echaron. Atala se exige el principio de ser un jefe justo y

querido. Es un chef punk que procura mantener la calma.

En la cocina del DOM, la calma se la atribuye a Geovane

Carnero, un cocinero nacido en Bahía con quien Atala

se comunica casi telepáticamente. Carnero casi no habla

y empezó de lavador de platos. Hoy ocupa el segundo

puesto más importante en la cocina de DOM. Atala no

recuerda haber peleado alguna vez con él. «Si algun día

se enojó, yo no lo supe». En sus años de fumador, Atala

expresaba su ansiedad yéndose de súbito de su cocina en

busca de un cigarrillo. «Me di cuenta de que en Dalva e

Dito me inventaba excusas para hacer algo, y que salía

del DOM nada más que para fumar un rato —recuer-

da—. O que empecé a desayunar con prisa para poder

fumar el primer cigarro del día». Fue cuando Atala perci-

bió que tenía que parar.

La consultora de feng shui llegó al restaurante cansada

y con un cigarro encendido. En su acto de limpieza es-

piritual en el sótano de Dalva e Dito, Miyuki mudó de

lugar unas cajas de víveres, cerró los ojos para sentir la

energía y mandó a rezar una misa benedictina en la iglesia

de San Gabriel, a unas manzanas de ambos restaurantes.

Atala no cree en brujas, pero la decoración de su cocina,

separada por un gran vidrio transparente desde donde se

espían cocineros y comensales, tiene desde estatuillas de

santos hasta un muñeco en miniatura de Joey Ramone, el

líder de la banda americana de punk rock. Atala, un hombre

creyente sobre todo en el poder de su trabajo, ha bautiza-

do sus dos restaurantes con nombres cristianos. Las letras

mayúsculas DOM, que quieren decir Deo Optimo Maximo,

solían inscribirse en puertas de monasterios benedictinos

donde los viajantes medievales llegaban a cenar y dormir.

Los curas de esa orden dejaron registradas cientos de re-

cetas de esos tiempos, incluido el champán Dom Perignon.

En sus andanzas por Europa, a donde llegó como albañil

y se puso a estudiar gastronomía sólo para conseguirse

una visa, Atala visitó estos monasterios. Dalva e Dito es

un homenaje a la estrella Dalva, que es el planeta Venus,

y a San Benedicto, el santo protector de los cocineros. En

la vivienda del chef, debajo de donde cuelgan sus trofeos

de caza —unas treinta cabezas de cerdos, venados, osos y

jaguares— hay una placa sencilla que dice: «Dios prefiere

a los ateos». Atala es uno de ellos.

25

Un cocinero tatuado y rockero nos produce cierta apariencia ruda. A Alex Atala le importa más conservar algunas costumbres agrestes. Su padre era pescador, y su abuelo materno cazador. Buscar su propia comida es para él más que un placer de la infancia. Es un instinto de conocer la procedencia original

del ingrediente, saber cómo murió, tener acceso a la carne en su estado primitivo. Su modelo de ética personal está asociado a pescadores y cazadores

En el bar del DOM, junto al grupo de fumadores, esa

tarde que ha invitado a comer al vendedor de pescado,

Atala se siente mal por un sueño. «Soñé que fumaba toda

la noche. Desperté tosiendo y con resaca. Es como si hu-

biera fumado un paquete entero de Marlboro rojo. Me

siento culpable», le dice a la consultora de feng shui. No-

naka y la directora ejecutiva del restaurante se ríen. La

camisa blanca de chef luce manchada con la sangre negra

de un pescado naranja. Se llama corneta. Parece una an-

guila. Atala se manchó por el esfuerzo que había hecho

para cortar este pescado que no servía para comérselo y

cuya única gracia es tener una piel color salmón. Miyuki

regaña a Atala por como está vestido. «¿Cómo te pones

una camisa sucia y vieja como esta?», le dice la consultora

de feng shui. Doce años atrás, Atala había comprado esa

camisa de chef en Francia. Le había costado doscientos

euros y no la quiere tirar a la basura, porque no ha encon-

trado otra camisa con un tejido tan agradable a la piel. El

chef notó que una asistente de fotografía había llegado al

DOM y la abrazó como una vieja amiga que no veía hacía

tiempo. Denise Guerschman fue su aprendiz de cocina en

los tiempos en que Atala aún era pelirrojo —hoy peina

canas y luce una barba colorada bajo un cabello gris—,

cuando las prácticas de los internos de su cocina duraban

seis meses. Ahora los aprendices se pelean por un cupo

que no dura más de cuarenta y cinco días en el DOM. Los

que tienen más talento y suerte (un cocinero tiene que

irse o jubilarse para poder ser contratado) son incorpora-

dos a la brigada de la cocina. Pero aunque Atala manipule

los pescados a diario y los prepare siempre en persona,

su trabajo en la cocina resulta cada vez menor: Atala se

reúne con ejecutivos que quieren celebrar fiestas en Dal-

va e Dito. Atala prepara ponencias para Madrid Fusión.

Atala prueba cada cargamento de harina que viene del

extremo norte de Brasil para asegurarse de que no esté

amarga. Atala firma contratos de publicidad con Nex-

tel. Atala enseña a cocinar por la radio. Atala tiene una

columna mensual en el periódico FOLHA DE SÃO PAULO donde se queja de lo aburrido de la gastronomía. Atala

es invitado a programas de televisión donde le preguntan

si el precio de DOM ha aumentado desde que alcanzó el

puesto de sétimo restaurante del mundo. Atala recibe a

críticos y gourmets que quieren saludarlo. Pero esta tarde

él solo quiere un cigarro.

Lleva un mes sin fumar y esta mañana se despertó con la

culpa de haber fumado en sueños. Alex Atala va al baño a

cambiarse la camisa que se ha puesto en los últimos doce

años y regresa al bar aseado y guapo. «Estoy listo para foto-

grafiarme», le dice a Guerschman. «No vamos a fotografiarte

a ti —aclara ella—, sino a un postre». Pero a estas horas

no hay nadie en la cocina y menos un postre listo. Le ha-

bían informado mal. Alex Atala se enoja. Se enoja cuando

no puede controlarlo todo. Se enoja no como un dictador

desobedecido, sino como un cocinero que pierde el control

del fuego. Denise Guerschman estaba apenada. Hacía más

de diez años que no veía al chef y lo que menos quería era

molestarlo. La asistente de fotografía enciende un cigarro

mientras Atala regresa a Dalva e Dito: unos franceses de-

gustadores de vino quieren saludarlo. «Un día, cuando yo

aún trabajaba aquí, se cortó una mano —recuerda ella—.

Yo lo acompañé al hospital y él se quedó allí, fumando al

lado de una ventana». Su trabajo era avisarle cuando alguien

se aproximara para que pudiese esconder el cigarro.

Una madrugada, cuando intentaba combatir el frío de

agosto, Alex Atala bebe aguardiente en la vereda frente

al Dalva e Dito. Junto a él hay una decena de fumado-

www.elboomeran.com

Page 6: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

26et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

res. Pero él resiste. Lleva en el bolsillo de su camisa tipo

leñador un vaso de cristal que de rato en rato vuelve a

llenar, y viste unos jeans negros de los que tiene siete

pares. En su restaurante —como todos los sábados— se

celebra la Galinhada, un plato de pollo, quiabo (verdu-

ra muy amarga de pésima reputación) y arroz, un éxito

entre los noctámbulos. Lo inventó Geovane Carnero, su

brazo derecho en DOM, quien no lleva ningún tatua-

je porque le aterran las agujas. La Galinhada cuesta casi

veinte dólares y la empiezan a servir a la medianoche.

La idea original era que los meseros y cocineros de los

dos restaurantes pudieran cenar y confraternizar en las

madrugadas de sábado. La cena viró en un happening, y

desde entonces artistas, intelectuales, actores, cocineros

y críticos gastronómicos de la ciudad van a disfrutar de

comida popular y música que puede ser una rueda de

samba o un Dj. En la planta de abajo del restaurante,

las Djs son cuatro mujeres tatuadas. Las damas de esta

noche son señoras maduras, en su mayoría, del ramo de

la gastronomía. En la planta de arriba, Josimar Melo, el

crítico gastronómico más importante de Sao Paulo, ins-

pecciona el rótulo de tres botellas de aguardiente.

El primer encuentro entre Josimar Melo y Alex Atala

no fue muy halagador para el cocinero. Acababa de re-

gresar de Europa, trabajaba en el Sushi Pasta, un restau-

rante de poca monta. En una de sus mesas se sentó el crí-

tico. Melo probó un filete de cordero. Le pareció seco,

fuera de punto, duro. «Hablé mal del cordero —recuer-

da el crítico—. Creo que Atala nunca se olvidó de que

mi primer comentario sobre él en FOLHA DE SÃO PAULO fuera negativo». El chef tenía entonces veintiséis años, y

desde esa crítica su evolución ha sido la de un velocista

que se va convirtiendo en un corredor de fondo. Atala

comandó dos restaurantes, por los que recibió elogios

de la crítica. En 1999, cuando aún era el chef del restau-

rante Filomena, abrió su negocio propio, el restaurante

Na Mesa, que tenía una mesa grande y en curvas, donde

cabían dieciséis personas. La idea era cocinar más que

nada para sus amigos, pero se dio cuenta de que el ne-

gocio podría crecer. Inauguró DOM a fines de 1999, tras

vender su coche. Desde entonces todos los años Josimar

Melo le entrega una placa con las estrellas de la guía que

lleva su nombre. El primer año fue una sola. Cinco años

después, el crítico le otorgó tres estrellas, su evaluación

máxima. «Atala es una evolución de la culinaria brasile-

ña —dice Melo—. Pero, sobre todo, una evolución de sí

mismo». El Darwin de la cocina amazónica ha conserva-

do sus estrellas.

Raras veces Melo y Atala se encuentran en situaciones

de plena confianza. «Debo tener un distanciamiento sa-

ludable —explica— para entregar y sacar estrellas cuan-

do me da la gana». Una de ellas fue una noche de abril de

2009, cuando los dos caminaban en Londres por Hyde

Park, donde han tocado bandas como los Rolling Stones

y los Red Hot Chili Pepers. Regresaban de la ceremonia

de la revista inglesa RESTAURANT, que cada año premia a

los cincuenta mejores restaurantes del mundo. Josimar

Melo es uno de los centenares de jurados y miembro del

comité coordinador del premio. Ese año Atala escaló de

la posición cuarenta hasta la veinticuatro. Mientras ca-

minaban por Hyde Park, el chef le hizo una confidencia

al crítico: «La modalidad de caza que me gusta más es

el arco y la flecha». A Josimar Melo no le gusta cazar.

Tres años antes, cuando por primera vez lo nominaron

al premio, el cocinero recibió el puesto cincuenta. Era

el último de los primeros. En 2011 Alex Atala es el sétimo

mejor chef del mundo. A diferencia de Michelin, el pre-

mio de RESTAURANT no es regional: pone en competencia

a chefs de todo el mundo. Los jurados son periodistas,

cocineros y gourmets, y tienen un año y medio para elegir

Cocinar en un restaurante es una pasión peligrosa. Por manipular nitrógeno líquido, siguiendo una receta de cocina molecular, al alemán Martin Enger le explotaron ambas manos. Cuando Alex Atala

se corta los dedos en la cocina y no quiere perder el tiempo, le pone a su herida Superbonder, un pegamento para pegar todo lo que se rompe en casa, para que cicatrice

de inmediato. «Se la han enseñado sus compañeros de pesca», dice su cirujano de manos

27

sólo siete restauran-

tes. Por eso, cuando

RESTAURANT dice que

DOM es el sétimo me-

jor del mundo, todo el

mundo asiente. Cuan-

do escaló a ese lugar,

se lo dedicó a los indí-

genas de la etnia Baré

que recogen hormi-

gas para él. Tienen

un sabor a citronella,

una planta con aroma

cítrico. Las llaman

«Sauvas Limon». Viven en la triple frontera entre Brasil,

Colombia y Venezuela, en una selva adonde se llega tras

diez días de viaje en barco. En ese lugar, a donde intenta

viajar dos veces al año, mientras buscaba hormigas, Alex

Atala halló también unos hongos comestibles que sólo

existen en el tronco del pixuna, un árbol de la Amazonía

brasileña. En sus presentaciones públicas en el extran-

jero Atala habla de esos ingredientes y provoca más que

curiosidad. «Me llaman jurados de RESTAURANT de todas

partes del mundo —cuenta Josimar Melo— y me dicen

que quieren venir a Sao Paulo exclusivamente para cenar

en DOM». En 2005 Atala habló por primera vez de los

ingredientes amazónicos en Madrid Fusión. En agosto

de 2011 Atala habló en el Mad Food Camp, un foro mun-

dial de discusión sobre las maravillas de los vegetales,

organizado por René Redzepi, el cocinero del Noma, el

primero del mundo según RESTAURANT, un ex cocinero

de elBulli que lo acaba de desplazar al segundo lugar de

la lista. Bajo una lona de circo, en las inmediaciones de

Copenhague, Atala volvió a hablar de las hormigas que

los clientes del DOM aún no pueden comer: de cada tra-

vesía en busca de ellas, el cocinero puede apenas llevar a

Sao Paulo unas cuantas. En el Menú del Reino Vegetal,

los expertos probarán frutos de la biodiversidad brasi-

leña, en etapas: Gel de tomate verde. Arroz negro leve-

mente tostado con legumbres verdes y leche de castaña

de Pará. Fetuccine de palmito en mantequilla y salvia,

queso parmesano y polvo de palomita. Champiñón de

París tostado y crudo con chirivía ahumada y ajo negro.

Papas dulces con Bernaise chimarrão. Aligot. Priprioca.

Ravioli de limón y plátano oro. Experimentar el menú

degustación es rastrear sus huellas. El palmito con que

se hace el fetuccine es

una palma de la Mata

Atlántica. Priprioca es

una planta aromática

de la Amazonía, que

sólo se recolecta para

la perfumería. Los na-

cidos en el estado de

Amazonas dicen que

la castaña de Pará es

en verdad castaña de

Brasil. Chimarrão es

la hierba con que se

toma el mate en el sur.

Y el Aligot es un puré de papas mezclado con quesos,

que el mesero estira con la ayuda de dos cucharas de

madera y sirve al cliente en su plato.

Alex Atala ha reinventado la gastronomía de Brasil, un

país que tiene todas las estaciones del año en un mismo

día y en un mismo territorio, y donde la fisonomía y las

costumbres de sus habitantes cambian tanto al punto de

no parecer paisanos. Aunque Atala ilumine la culinaria

de Amazonía, también explota la res de las pampas, los

pescados del mar y la comida de los carreteros, esos car-

gadores que en el siglo XVII llevaban víveres sobre el

lomo de los burros para nutrir a los colonizadores del

centro del país. Atala cambió el paradigma de los gastró-

nomos que tenían prejuicios sobre todo de lo que sabía

brasileño en exceso. En Brasil, antes de él, los cocineros

estrellas hacían comida francesa e italiana. Atala rom-

pió con el eurocentrismo de los ingredientes y rechazó

la cultura de que una cocina eficiente siempre es co-

mandada por un déspota histérico y genial. «La cultura

francófila está decadente hasta en Francia», declaró en

TRIP. Fue un perfil en el que posó desnudo y hacía ges-

tos obscenos y con cara de pocos amigos. Cuando uno

de sus cocineros se equivoca en un plato, Alex Atala lo

obliga a comérselo. «Más que un castigo, es una forma de

que reconozcan el error». Hoy un séquito de cocineros,

varios de ellos tatuados, reivindica la culinaria autócto-

na del Brasil. Pero mientras los demás suelen hacer las

recetas en sus versiones originales, Alex Atala las rein-

venta, y, por hacerlo como nadie, puede cobrar lo que

quiera o lo que le cueste. Dice que Sao Paulo es una de

las ciudades más caras del mundo, que sus habitantes

son consumistas y que se quejan más de la cuenta de

www.elboomeran.com

Page 7: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

28et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

los precios de sus restaurantes. En el DOM un menú de

degustación de ocho platos cuesta doscientos cincuenta

dólares, aparte del vino. En Dalva e Dito, inaugurado

nueve años después, los precios son más baratos: una

cena completa puede costar menos de cien dólares. «Un

chef como Atala no tiene muchas ganancias sobre los

platos que prepara en DOM —explica Josimar Melo—.

Una cena que a él le cueste noventa dólares preparar, al

cliente le cuesta cien». Algunos ingredientes del DOM

son caros y raros. Atraviesan más de tres mil kilómetros

para llegar de la Amazonía hasta sus restaurantes.

Cuando aún tenía pelo y no escribía sobre comida,

Josimar Melo era trotskista, cocinaba para Lula y todos

los dirigentes del partido que años después gobernaría

Brasil. Ahora entiende cómo funciona el capital en el

businness de la alta gastronomía. «Una red de fast food gana más haciendo hamburguesas», explica Melo. En

los programas de TV, Atala se cansa de decir que su ne-

gocio es como otro cualquiera y que a nadie lo haría mi-

llonario. El cocinero vive con su familia en una casa de

cinco plantas en Sumaré, un barrio de árboles y casas

monumentales. El chef conduce una Land Rover y una

Harley Davidson que van bien con su reputación de

cocinero salvaje. Si ser dueño del sétimo mejor restau-

rante del mundo no lo convierte en una persona millo-

naria, la publicidad podría acercarlo: Atala es el ícono

publicitario de Shopping Iguatemi, el centro comercial

de Sao Paulo que en una sola plaza reúne las tiendas

más caras de París, como Armani, Chanel o los famosos

zapatos de Christian Louboutin. En su imagen, una foto

de página entera en la primera página del cuaderno de

cultura de O Estado de S. Paulo aparece sentado junto

a sus tres hijos y promueve las compras del Día del Pa-

dre. Digamos que él es el hombre que todo papá quiere

ser. «Lo hice porque las fotos las tomó Annie Leibowitz

en Nueva York», se excusa el chef. Atala es admirador

de la retratista estadounidense desde sus tiempos en la

revista ROLLING STONE. Una vez en Nueva York, el chef

se emocionó con una exposición de fotos de ella, y no

se atrevió a rechazar la invitación. Después de un rato

pensativo, Atala me dice: «La verdad es que después de

la publicidad de los Caldos Knorr, nada más me asusta».

El chef jamás usó caldos artificiales en su cocina, menos

en la cocina de DOM. Su casa tiene dos cocinas: una es

para su uso diario; la otra, más equipada, para cuando

invita a comer a sus amigos.

La prensa suele explotar su imagen Rock & Roll, aun-

que los años y la experiencia vayan confiriéndole una

apariencia más cercana a un severo padre de familia.

Alex Atala cuida su imagen como cuida a sus pescados.

El pescador que una vez se enfrentó a un tiburón en alta

mar tiene asesora de prensa, asesora de imagen y asesora

de la marca ALEX ATALA. El explorador-el gastrosófo-el

punk. Los quiere a todos, pero tantos heterónimos no

caben en su cuerpo tatuado. Un explorador busca hor-

migas en un Brasil remoto, las presenta en ponencias en

Europa, se hace más exótico y más famoso. ¿Sonríen los

indios a quienes dedica sus premios cuando reivindica la

comida de la Amazonía? El cocinero siempre luce guapo

y rebelde. Jamie Oliver, el célebre chef que criticó la co-

mida que servían en las escuelas británicas y consiguió

que el gobierno la elevara de calidad, nunca ha ganado

una estrella Michelin. Jamás figuró entre los cincuenta

mejores de la revista RESTAURANT. En la televisión de la

BBC, Oliver cultiva la imagen desaliñada y carismática

de un ex baterista de rock que predica a favor de la comi-

da sana y en contra de tradiciones como medir las dosis

de ingredientes en sus recetas. Desde las pantallas invita

a sus ex compañeros de la banda Scarlet Division a comer

y tocar en su programa de TV. Alex Kapranos, el líder de

la banda escocesa Franz Ferdinand, fue lavaplatos y co-

cinero antes de convertirse en una estrella del rock. Ka-

pranos cree que los anglosajones están comiendo mejor

porque están fumando menos y recuperando su paladar.

En su libro SOUND BITES, Kapranos confesó que acostum-

braba a escupir en el plato de los clientes que le molesta-

ban. Alex Atala prefiere un abundante caudal de palabras

que la pura saliva: cuando a un cliente de DOM no le

gusta un plato, se apresura a dar explicaciones. «Una vez

un cliente lo llamó para quejarse de un plato —recuerda

su esposa—. Mientras le hablaba atropelladamente para

explicarle, el cliente le preguntó a su esposa: «¿Este tara-

do me está hablando en francés?». Alex Atala habla cinco

idiomas. Pero esa noche sólo hablaba portugués.

Un tanto alegre de probar los aguardientes, pero aún

con el pleno dominio de las palabras, Melo se va de Dal-

va e Dito, mientras Atala anda de pie en la pista de danza

sin bailar. Está ocupado con su iPhone, publicando chis-

tes en Instagram, la red social de usuarios de smartphones donde la fotografía es más importante que la palabra.

Esta noche está inspirado como escritor: «Palm me too»,

publica en alusión al palmito, que es el principal ingre-

29

diente de uno de sus platos más celebrados. Las noches

en DOM están siempre colmadas de comensales. La es-

pera de mesa suele tardar más de una semana. Sin em-

bargo, en sus almuerzos no hay colas de espera y por las

tardes el restaurante no agota sus mesas. En estas horas

muertas, Atala se distrae con el mismo iPhone. Pone un

dedo en el orificio de un cuchillo roto para simular la

amputación de su índice izquierdo y el chef de partida

le toma una foto. Atala añade sangre de res sobre el dedo

en una tabla verde. El chef de partida toma otra foto. Él

la publica en Instagram. Un amigo virtual le contesta:

«Ocupas la tabla de verduras para cortar carne cruda».

Error elemental. Atala rehace la escena sobre una tabla

roja. Cuando está aburrido, el chef vuelve a su iPhone. Si

una charla se prolonga demasiado y el hablante no es ca-

paz de entretenerlo, su mirada baja hasta su teléfono. El

cocinero ha mudado sus dedos del cigarro al Instagram.

Alex Atala se aburre de su estatus de celebridad y,

aunque engorden con frecuencia su vanidad, intenta

ponerse en guardia contra ella. Pero esta noche fría es

indiferente a las señoras que bailan frente a él. También

es indiferente a las guapas y tatuadas Djs. «Si no fuera

tan protectora con los niños, ella podría estar aquí», me

dijo, de súbito, extrañando a su esposa. Marcia Lagos no

quiere dejar a sus bebés, aunque ellos ya tengan nueve

años y pósteres de Ramones y Hannah Montana en sus

cuartos. Las bailarinas se insinúan al chef, que va todos

los días al gimnasio y luce apuesto. Años atrás, cuando

posó desnudo enseñando piercings en sus pezones, hubo

comentarios maledicientes que lo acusaban de estar

fuera de forma. Su esposa no parece celosa. Ni siquiera

cuando él le contó que una mujer había ido todas las

noches durante meses a esperarlo en el bar del DOM

para proponerle irse con ella. Tampoco cuando una ac-

triz de la televisión le mandó insistentes mensajes de

textos proponiéndole un affaire, mientras cenaban mari-

do y mujer. Lo que más le molesta, dice ella, no son las

chicas impertinentes: le incomodan más los admiradores

que lo acosan para pedirle recetas, los que se acercan a

contarle en el peor momento historias inapropiadas.

Pero esta noche, durante la Galinhada, el cocinero si-

gue sentado junto a la mesa de las Djs con cara de aba-

tido. Hay entre los bailarines un científico español con

quien el chef estuvo toda la semana ensayando el helado

caliente. Ferran Adrià ha buscado esta fórmula por siem-

pre y es posible que la encuentre ahora que elBulli ya no

es más un restaurante, sino una fundación de estudios de

gastronomía molecular. Heston Blumenthal, el británico

número cinco en el olimpo de la revista RESTAURANT, y

compañero de copas y cigarrillos de Atala, afirma que ya

tiene la fórmula de este helado de ciencia ficción. «Es

tan caliente como un fish and chips y se enfría cuando se

derrite», dijo Blumenthal sobre su experimento. Atala

es más realista: «No es que esté caliente, sino que no

es tan frío. Lo que hice fue cambiar la acidez del dulce

de jarabe y la jabuticaba (una fruta brasileña), y le añadí

limón», explica el cocinero. «Cuando el dulce está más

ácido, el helado no sale tan frío». Alex Atala habla con

entusiasmo de la química como si hubiese olvidado que

lo expulsaron de cinco escuelas distintas. Cuando era

apenas un niño y su única responsabilidad era estudiar,

no le gustaban las clases, ni los compañeros ni encerrar-

se entre cuatro paredes todas las mañanas. No recuerda

el orden, pero sí los motivos de sus expulsiones: una vez

puso una bomba casera en el inodoro, otra dibujó un

grafiti en el muro de la escuela, otra se peleó a golpes

con otro chico, otra no quiso dejar de usar su cabello al

estilo mohicano. «Ah, también me han expulsado por

andar sucio —me contó—. Una monja me dijo que te-

nía que asearme y yo la mandé a tomar por el culo».

El primer encuentro entre Josimar Melo, el crítico gastronómico más importante de Sao Paulo, y Alex Atala no fue halagador para el cocinero. Melo probó un filet de cordero. Le pareció seco, fuera de punto, duro.

El chef tenía entonces veintiséis años, y desde esa crítica su evolución ha sido la de un velocista que se va convirtiendo en un corredor de fondo «Atala es una evolución de la culinaria brasileña —dice Melo—.

Pero, sobre todo, una evolución de sí mismo»

www.elboomeran.com

Page 8: Alex Atala un cocinero punk tras una nube de humoa abrir el pescado de inmediato para sacarle el hígado. Mientras más pronto lo hiciera, más fresco sabría el hígado en el plato

30et

ique

ta n

egra

A

GO

ST

O

20

11

El cocinero ha aprendido a hablar en público. Incluso,

contra la inquietud de su esposa, ha aprendido a tolerar

a todos sus acosadores.

El adolescente indomable no se encuadraba en ninguna

parte. Se fue a vivir a Bélgica, donde aprendió a cocinar.

Luego trabajó en Francia. Después en Italia. En ESCOFFIA-NAS BRASILEIRAS, un libro cuyo nombre es un homenaje a

Auguste Escoffier, el cocinero francés que catalogó cente-

nares de recetas que son base de la gastronomía hasta hoy,

y un homenaje a Heitor Villalobos, el maestro que apren-

dió de la música popular brasileña para crear una música

erudita autóctona, Alex Atala dice que los cocineros de

raza se refugian en una cocina porque no pueden adaptar-

se al mundo. Desde que empezó a recorrer el mundo sin

propósito, algo cambió en él. Sintió que la cocina era un

lugar para romper con lo establecido, pero conservando

en él al chico que gustaba cazar con el abuelo y pescar con

el padre. La cocina empezó a aplacar su instinto incendia-

rio. Luego vino la edad. Hoy Atala no consume drogas y

no pelea más en la calle. Hoy Atala tiene tres hijos, esposa,

ex esposa y decenas de empleados que dependen de que él

despierte concentrado todas las mañanas.

El cocinero Atala se llama Milad Alexandre, un nom-

bre compuesto que le puso su padre, un boliviano des-

cendiente de palestinos nacido en la frontera con la sel-

va brasileña del Matto Grosso. De él heredó no sólo el

nombre, Milad, sino también el gusto por ir de pesca y

una intimidad casi genética con los peces de la Amazo-

nía. «Mi padre es un hombre de pocas palabras», dice

Atala. En las horas largas de la pesca hay una regla uni-

versal: callar para no asustar a los peces. Lo que Atala

sabe de pescados se lo debe bastante a esas tardes silen-

ciosas. A los diez años, el futuro cocinero era un experto

en limpiar pescados. Para pescar usa moscas como cebo,

incluso cuando lo hace en un estanque que mantiene en

su casa. En sus últimas vacaciones, que se suponían ro-

mánticas, viajó con su esposa a un hotel en la jungla del

Mato Grosso. Tras tres días de despertarse a las cinco de

la mañana para estar en silencio con los peces, su esposa

decidió que lo que más le convenía hacer en ese hotel

era yoga. Atala se despertaba a las cinco para pescar. A

veces ni siquiera se había ido a dormir a las cinco. A

veces, en Sao Paulo, pasa más tiempo del día con peces

muertos que con gente.

31

Su restaurante es el DOM. Las letras mayúsculas DOM quieren decir Deo Optimo Maximo. Solían inscribirse en puertas de monasterios benedictinos donde los viajantes medievales llegaban a cenar y dormir.

Los curas de esa orden dejaron registradas cientos de recetas de esos tiempos, incluyendo el champagne Dom Pérignon. En la vivienda del chef hay una placa sencilla que dice «Dios prefiere a los ateos».

Alex Atala es uno de ellos

A esta hora de la madrugada, Alex Atala tiene ganas

de marcharse del Dalva e Dito. Pronto saldrá el sol y los

bailarines no se preocupan con el día de mañana. Para el

cocinero, este domingo ya está comprometido. Es el Día

del Padre, el único de la semana que tendrá disponible

para sus hijos. Va a cocinar para su papá. Será sencillo.

«La mejor comida que prepara en la casa la hace con un

solo dedo. Es el dedo con el que teclea los números para

pedir una pizza», dice su mujer. Luego se puso seria: «En

la casa nunca prepara nada complicado. Casi siempre es

un cordero o una moqueca». Una moqueca lleva pescado

cortado en trozos anchos, tres tipos de pimiento, leche

de coco, y el pirão, la parte más sabrosa del plato, se pre-

para con el caldo de cabeza del pescado. Muy sencillo.

Mañana, además de alimentar al padre, la esposa y los

hijos, Alex Atala tendrá también que dar de comer a sus

dos serpientes. «Si él no lo hace —advierte su esposa—,

se mueren de hambre porque yo no me atrevo». Las ser-

pientes se alimentan con ratas vivas. La variedad de su

zoológico casero está desapareciendo: ya no tiene más

tucanes en la casa. Eran muy ruidosos y los regaló. Dos

de sus tres perros se han muerto de viejos. Sus aves (una

saira siete colores, una saira beija flor, un bico de pi-

mienta) huyeron cuando la familia estaba de vacaciones.

Aún le quedan los guacamayos y los peces entre sus ani-

males vivos. Sus trofeos de caza cuelgan de las paredes

del mismo salón donde sus hijos ordenan sus juguetes

en cajas de plástico. Alex Atala es un padre buena onda,

pero severo. «Cuando los hijos no me respetan, me di-

cen que es porque no sé hablar como su papá», admite

la madre. El cocinero es firme hasta con su perro. El

jefe de un restaurante nunca puede dejar de ser firme.

Tal vez, cuando pierda esa firmeza, sea hora de retirarse.

Adrià ha cerrado elBulli para aprovechar su liderazgo y

prestigio mitológico en producir un conocimiento que

beneficie a todos vía internet. Oliver usa su fama y caris-

ma para militar por el cambio de la alimentación básica

de naciones superpobladas de obesos. ¿Qué trama hacer

Alex Atala con la Amazonía después de que las hormigas

invadan sus restaurantes? Pero todavía es muy temprano

para pensar en eso. «Acabo de llegar», dice él. Aún no lo

ha pensado. La Amazonía parece infinita. Su curiosidad

también. «Pero una cosa haré», dice con seguridad. «Seré

más padre de lo que fui hasta hoy». Mañana es el día que

sus hijos lo celebrarán y mañana cocinará también para

su padre. Sobre el horno hay un mural del artista mexi-

cano Felipe Ehrenberg, con la siguiente inscripción:

«A la mesa y la cama solo una vez se llama».

Cuando un Dj pone una secuencia de canciones de du-

doso gusto, está anunciando que ya es hora de acabar la

fiesta. Cuando el Dj no es uno sino cuatro mujeres gua-

pas y tatuadas, el mensaje no tiene el efecto esperado. A

veces, cuando un chef irreverente comanda un restau-

rante que es el sétimo del mundo, debe también acos-

tumbrarse a las irreverencias. «Cocinar es fácil. Pero pa-

sar por las mesas es difícil —recuerda su esposa—. Hay

clientes que dicen que su abuela lo hacía mejor». Tras

llenar su panza en Dalva e Dito, los bailarines y comen-

sales siguen bailando. Tal vez con la expectativa de que

Atala se levante de su silla y baile. Como en esos tiempos

que era un Dj adolescente en Rose Bom Bom, la legen-

daria disco underground de Sao Paulo, que persiste en la

memoria afectiva de los bailarines de esta noche. Hoy el

cocinero compite consigo mismo, más allá del marketing y

de la filosofía. Bosteza, se levanta de la silla y marcha ha-

cia una pared para encender la luz con la mano que solía

sostener un cigarrillo. No es el mismo brazo que nueve

años atrás salvó de que lo amputaran. Lo tiene ocupado

con su iPhone. Atala es un cocinero que sabe dónde es-

tán todos los interruptores del restaurante.

www.elboomeran.com