al corro. cuentos de aluches

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Extracto de la obra "AL CORRO. Cuentos de aluches"

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  • Cuentos de aluches

  • Al corro Cuentos de aluches

  • Al corroCuentos de aluches

  • Pablo Andrs Escapa 9Luis Artigue 19Antonio Barreada 23Fulgencio Fernndez 27ngel Fierro 35Francisco Flecha 41Emilio Gancedo 47Pedro Garca Trapiello 55Jos Mara Hernndez 61Jos Antonio Llamas 67Julio Llamazares 73Miguel Paz Cabanas 77Jos Luis Puerto 85Epigmenio Rodrguez 93David Rubio 103Antonio Toribios 111

  • 9EcoNoMA SUMErGIDAPablo Andrs Escapa

    A fuerza de contar el caso no s si no estaremos ya pasndonos en la interpretacin. Ahora que el verano trae gente nos ha dado por afectar una naturalidad ante lo extraordinario que anima mucho las curiosidades forasteras. Los excursionistas entran en el caf y se pa-ran sorprendidos ante una vieja fotografa colgada en la pared. Luego siempre hay alguno que pregunta y ah estamos nosotros, atentos a responder. Con tanto pblico, vamos perfeccionando el cuento como sin enterarnos. Y qu ms quiere el que cuenta que ganarse la atencin del que escucha, sobre todo si se le ve con inquietudes. Por ejemplo los de la Escuela de Comercio, gente entregada a la ilusin de la pros-peridad. A veces caen por aqu buscando nuevos horizontes. As es que no es raro que a uno se le vaya el discurso a poco que se descuide.

    Entonces ese de la foto es el multimillonario? De joven. Pero el Aurelio Huelde que va para presidente de Mxico? El mismo. Y qu haca subido a esa bandera? Volear.Ya ven que no renunciamos ni al lenguaje figurado. Y claro, di-

    cho as, con esa suficiencia de iniciado en los misterios de una foto-grafa, no hay forastero que se resista a pedir detalles. Empezando por el verbo.

    Volear es palabra trada de la lucha del pas y viene a ser como echar por el aire al contrario.

    Aqu nunca falta otra voz caritativa que se sume al reclamo de las explicaciones.

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    Con el contrario en el aire, lo suyo es hacerle un abaniqueo para que pierda pie cuando pose.

    Ah.Nunca nos gust descuidar la pedagoga, es la verdad. Pero sin

    retrica ni charlataneras vanas. Lo nuestro, llegado el caso de echar luz sobre los acontecimientos, es aventurar. Y tratndose de Aurelio Huelde, de Lelo, como lo conocimos aqu siempre, no creo que pe-quemos de imprudentes aventurando una mxima que viene a valer por toda su biografa: la vida es lucha, y por bien ser, lucha leonesa.

    Los de mi quinta recordamos a aquel rapaz enclenque y algo mis-terioso, con unos ojos ardientes como brasas. Era muy callado y todo lo miraba como en perpetuo estado de asombro. Ahora nos gusta pensar que bajo esa apariencia embada ya urda l clculos muy pre-cisos y sopesaba riesgos. Se le daban mal todos los juegos y prefera apartarse del grupo en cuanto tocaba correr o tirarse piedras. Las ni-as lo mortificaban y l agachaba la cabeza para llorar, como un mr-tir paciente. Era muy enamoradizo. Cuando lo echbamos de menos y salamos en su busca, lo normal era encontrarlo papando moscas junto a una tapia, tan entretenido que ni nos senta llegar. Haba ve-ces que no lo encontrbamos, a saber por dnde andara penando al-gn amor o perdido en sus cbalas.

    El permanente estupor infantil solo se disipaba en los aluches del verano. Era anunciarse el corro y verlo a l ya nervioso, que ni dor-ma la vspera. Quin lo entiende, como no sea esa condicin del d-bil a su pesar que suea cada noche con ser el rey de la fuerza? Y Lelo, con la cabeza asomada entre las piernas de su padre, ms que un es-pectador pareca una encarnacin doliente de los luchadores, siem-pre a favor del ms ligero, en quien vera l la sombra de s mismo. A lo mejor le vino entonces esa fe en la maa como redencin a su falta de fuerza. Porque no pocas veces vio sacar a hombros a un luchador menudo que lograba triunfar sobre la corpulencia de un adversario

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    que impona. Aqu se ganaron muchos cintos as, con esa rara justi-cia de lo pequeo que somete a lo grande.

    Llegados a este punto, hacemos una pausa soadora, como quien medita sobre los misterios de la vida. Y en seguida se ve la impacien-cia del forastero que quiere entrar en materia. Pero hay cosas que no admiten renuncias: no hay cuento que valga sin su prlogo. As que decimos, como rondando: parece mentira lo que puede caber en una ancdota. Y al momento previene otra voz, algo confusa-mente: y lo que vale para entender comportamientos que si no, no se entenderan. No hace falta ms. Lo de la bandera?, pregunta el que atiende a la historia, por confirmar que no ha perdido el hilo. Precisamente, confirmamos. A veces piensa uno si los de la Escuela de Comercio agradecern estos rodeos o sern ms de recoger bene-ficios yendo derechos al grano.

    Lo de la bandera tiene su historia y su derivacin. Las cosas nun-ca vienen solas y tanto mirar y tanto fijarse en el arte de someter a un contrario a fuerza de tranques de pies y seguridad de manos, acaba-ra trayendo sus consecuencias. Porque lo de luchar en la vida es nor-ma universal. Venimos empujando al mundo y saldremos agarrndo-nos a l. Lo de la bandera entrara en ese forcejeo que toca renovar de cuando en cuando, como un recordatorio de que nada se nos da en ningn sitio sin su carga de sudores. Esto ocurri en Ciudad de Mxico el ao de 1950, recordamos. Pero el precedente hay que bus-carlo una tarde de julio en la era del pueblo, quince aos atrs. Eran fiestas y lo bueno estaba en el corro, quin lo duda. Se enfrentaba Fidel el molinero, campen local de muchos aos, contra un mozo nuevo venido de la Ribera que prometa. Nadie ech de menos la pre-sencia de Lelo, entretenidos como estbamos en corretear entre la gente y admirar el gallo que, sofocado en una jaula, esperaba con el pico abierto y las plumas gachas al vencedor. Pero todos nos dimos cuenta de que nuestro amigo faltaba cuando lo vimos llegar, recin

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    anunciado el primer cinto. Quien se hubiera fijado de lejos en la fi-gura endeble que se acercaba por el camino del ro, poda haber pen-sado en un luchador que llegase a destiempo, con la camisa abierta, descalzo y los pantalones remangados hasta la rodilla. Lo que no aca-baba de entenderse en la distancia es lo que sujetaba con dos manos por delante del cuerpo hasta casi quedar oculto por l. El caso es que todas las miradas fueron descuidndose del corro para dirigirse al nio que avanzaba con dificultad, las piernas abiertas, las manos le-vantadas para evitar el arrastre de la carga y el paso esforzado. Hasta que fue el propio molinero quien rompi la compostura del crculo abrindose paso hacia el muchacho.

    La madre que lo pari, pero si es la trucha de la pesquera!Como para no reconocerla l, que llevaba aos tras ella y ni garra-

    fa, ni trasmallo, ni naso que la sujetara. Con la caa nunca le dio por probar. Cuando le preguntaron, el nio dijo que primero haba em-bobado al pez con la mirada. Y eso lo tenemos ahora como prueba de la habilidad de Aurelio para insinuarse en las voluntades ajenas. Luego, segn dijo, no tuvo ms que meterse al agua y sujetarla. Lelo no era de dar explicaciones pero era fcil imaginarse. Que un rapaz ms bien canijo, que en la bscula all se andara con aquella trucha colosal, fuera capaz de dominarla en su propio terreno, no se entien-de si no es porque algo tena aprendido de fijarse en los aluches. Hubo quien se acord de Favila y el oso pero en la obtencin de aquel trofeo hubo ms de cadrilada oportuna y resuelto sobaquillo que de lucha ciega bajo el agua. A Lelo lo pasearon a hombros por la era. Rodeado de una multitud que ofreca manos para levantarlo, se vio esponjar-se al rapaz. Y algo ms, poco comn en el ardor del momento. En ple-no homenaje, tambaleante sobre los hombros del pueblo, la preocu-pacin del nio era saber dnde haba quedado la trucha. Ah apunta ya esa precaucin que tanto habra de valerle luego en los negocios.

    Entonces, lo de la bandera

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    Lo de la bandera, repetimos nosotros como quien confirma un inters comn que nicamente exige sus plazos para resolverse. Lo de la bandera viene ahora que estn sembrados los antecedentes, la semilla, como quien dice, de la frtil cosecha futura. Y se sigue por senda que ya barrunta el valor edificante de la historia: hace cuaren-ta aos, a la vista de la fotografa de Aurelio a la vista del documen-to histrico, diramos, que el propio Lelo nos remiti, donde se le ve subido al asta de la bandera que ondea sobre el edificio del Banco Nacional de Ciudad de Mxico, alguien tuvo una inspiracin, creo recordar que yo mismo. Esta maa, dije entonces, viene de la es-cuela del Sastrn de Rucayo. Y no encontr ms que cabezas que se acercaban a la fotografa y asentan a mi alrededor tras el examen. Del Sastrn, que en paz est, llevamos todos grabadas muchas tardes de gloria. Lo suyo s que vala para ilustrar el triunfo de David sobre Goliat, a tantos gigantes le vimos tumbar siendo l tan poca cosa. As que bast esa invocacin en torno a la fotografa para que la mins-cula figura de Lelo, del don Aurelio Huelde que empezara a ser esa remota maana en la que su silueta se recort sobre el cielo mexica-no como un emblema premonitorio del destino que habra de venir, hallara su fundamento en el magisterio de los ms ilustres campeo-nes de la lucha admirados verano tras verano de atenta contempla-cin infantil en primera lnea del corro. Y parecera que abusamos de las correspondencias, pero si se acepta el valor de un gesto que vale por una vida, por qu renunciar en el cuento a la misma concisin? De manera que, antes de que nadie nos venga con reservas, seguimos refiriendo lo extraordinario con toda naturalidad.

    Lelo, emigrante en suelo americano desde el ao cuarenta, des-pus de una dcada de observaciones y ensimismamientos, cabe su-poner, y quiz de alguna gestin tmida y fallida, tuvo una de esas in-esperadas ocurrencias suyas que alcanzan su mejor crdito en el da de la trucha. La maana del cuatro de octubre de 1950, Lelo trep a

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    la bandera del banco nacional de Mxico para exigir la mano de la hija del banquero, que se negaba a dejar a la heredera de su imperio en brazos de aquel gachupn de aspecto desnutrido que ejerca de ujier en el edificio. El da de la ascensin un huracn barra la capital. Pronto se form un corro en la acera que, incrdulo, contemplaba la resisten-cia de aquel hombre menudo, capaz de bandear los embates del aire sin perder pie del mstil. No bast la rebelin del trapo, que barullaba con el viento azotndole la cara y envolvindole en sus enredos como si quisiera estrangularlo. Lelo falseaba con xito los asaltos del aire y las maraas de la tela. Y del pblico que ya interrumpa la circulacin por las aceras, brotaron testimonios de angustia, se rezaron oracio-nes, surgieron cmaras de fotos atentas a una desgracia, se alzaron vivas y aplausos a medida que corran los minutos sin que el hombre fuera doblegado por el vendaval. No hubo fuerza ni amenaza que lo hiciera bajar del estandarte. Solo la voz del banquero prometiendo boda por un megfono logr que Lelo aflojara su lazo sobre el mstil y con la gracia de un funambulista bajara de su altura. Quien lo hu-biera visto, como vimos nosotros muchas veces al Sastrn de Rucayo sujetarse sobre el pecho de un rival, no habra tenido duda de dn-de le vena la industria a Lelo. Hasta el suegro en ciernes, hombre se-vero pero sensible al espritu de superacin de sus empleados, qued boquiabierto con la exhibicin. Y puede que ya intuyera en el asalto del ujier al smbolo nacional, precisamente en da de viento diablo, no tanto la manifestacin de un carcter propenso a lo excesivo como la prueba de un espritu capaz de arriesgadsimas empresas, adorna-do, a mayores, de la virtud de una resistencia pasiva que lo haca apto para sostener operaciones de largo plazo y liberar negocios enquista-dos. En resumen, un hombre a la altura de su confianza y su fortuna.

    Mencionar el viento diablo siempre trae sus beneficios. Por lo ge-neral, nos vale para insistir en que hasta lo ms peregrino tiene su importancia en la confirmacin de un carcter.

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    Porque lo del viento diablo, como mnimo ser perjudicial para subirse a las alturas...

    Un visitante as inspira. De manera que apoyados en el viento, en el propio triunfo sobre los elementos podramos decir, poco cuesta ya que se acepten sin asombro los xitos de Lelo en otros terrenos igualmente convulsos. El hombrn que con su aguante venci un hu-racn y se gan la confianza de la jerarqua mexicana, estaba llama-do a seguir acumulando victorias. Y todas sin alterar el gesto pasma-do de la infancia que an desconcierta a escultores y retratistas de su expresin. Las publicaciones financieras de medio mundo no de-jan de proponerlo como ejemplo de un secreto empuje, de una ambi-cin atenuada por las maneras contenidas y la condicin anodina de un rostro que no induce a desconfiar. Y esa circunstancia, en la es-fera poltica y en el oficio de la especulacin, se tiene por ventajosa. Pero nosotros, cada vez que miramos la fotografa que pone fecha al ascenso en la vida de nuestro paisano, vemos al emigrante benefac-tor de sus vecinos, que aqu le debemos la trada del agua, las escuelas nuevas y hasta el arreglo de la iglesia, edificio que sorprende por su monumentalidad en esta montaa ms bien distrada en cuestiones de celo religioso. Al que no concedemos mayor mrito es al Aurelio Huelde de los pozos petrolferos y los astilleros, al de las industrias del metal y las colecciones de cuadros que ambicionan los museos de medio mundo, al dueo, en fin, de ganaderas que vagan hasta don-de la vista alcanza, rumiando sin saber que el amo podra presidir el pas entero el mes que viene.

    Pero cmo se puede ignorar tanto provecho?Nunca falla esta reserva, sobre todo frente al ramo empresarial

    que viene por aqu a solazarse. El que escucha, que a lo mejor suea con una prosperidad ultramarina semejante, siempre deja entrever su disgusto ante nuestra apata por quien es benemrito ejemplo de progreso universal y til correctivo contra incurias localistas. Pero

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    ah es precisamente adonde queremos llegar nosotros, a la raz local que explica un xito en la vida que tambin es nuestro. Aqu, quien ms quien menos, ha multiplicado el capital siguiendo el mismo m-todo que Lelo. Lo nico es que una naturaleza fsica ms generosa y noviazgos menos comprometidos nos libraron de tener que reafir-marnos con un rdago internacional para hacernos valer.

    Ahora que el oyente se queda pensativo, quiz urdiendo algn ar-bitrio que sacuda al pas de la pereza, es cuando se hace una sea para que nos traigan de beber. Con los primeros sorbos en seguida se crea un ambiente de lo ms propicio para la confidencia. Pero nosotros aplazamos todava un poco el gran momento. Estamos por revelarle al de la Escuela de Comercio las derivaciones burstiles de la escuela del Sastrn. Y quin sabe si no acabar en el aula magna este lengua-je que aqu todos damos por probado para llegar al xito en cuestio-nes financieras: falsear prorrateos, trabar dividendos, volear benefi-cios, zancajear valores, amarrar emprstitos, abaniquear plusvalas, rendir con la dedilla, doblegar con la mediana... El bachiller, de pron-to alterado, pide que repitamos mientras toma nota en una serville-ta. Y nosotros repetimos. Ya digo que ltimamente quiz andemos algo excedidos en el cuento.

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    de los textos, los autores. de las ilustraciones, Amancio Gonzlez. de la edicin, EOLAS EDICIONES.

    Diseo y maquetacin: contactovisual.esISBN: 978-84-15603-52-8Depsito legal: LE-595-2014Impreso en Espaa - Printed in Spain

  • 9 788415 603528