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PSEAOON DE JOA DE Stop making sense (Stop making sen- se, 1984). Con Talking Heads. Algo salvaje (Something wild, 1987). Con Jeff Daniels y Melanie Griffith. A lgún día habrá que agra- decerle a Roger Corman un montón de cosas. An- tes que nada, algunas de sus películas, gozosas se- ries B que los hermeneutas cine- matográficos del turo se encarga- rán sin duda de redimir (como la deslumbrante / mobster, desente- rrada hace poco por uno de nues- tros canales autonómicos). Pero también -y sobre todo, dirán mu- chos- el hecho de que se convirtie- ra, allá por los años sesenta y se- tenta, en el mayor descubridor de talentos genuinos del cine america- no, algo de lo que las majors ya ha- bían -y han- desistido. En 1963, un muchacho de 24 años llamado Francis Ford Coppola realiza su primera película «seria», Dementia 13, gracias a los auspicios de la erican International Pictures, la productora de Corman, que invir- tió personalmente 20.000 dólares en el proyecto. En 1972, otro ita- loamericano, Martín Scorsese, abandona el callón sin salida de la autofinanciación y se embarca en otro producto de la Factory, Boxear Bertha, que le permitirá, al año siguiente, la realización de su primera película totalmente perso- nal: Malas calles (Mean streets, 1973). Y es en ese mismo año cuando otro joven cachorro de Corman, Johnathan Demme, de- buta en la dirección con una singu- lar peliculita de meres presidia- rias, La cárcel caliente (Caged heat, 1973), que enseguida le abrió las puertas de la gran industria y cons- tituyó el inicio de una carrera tan variada como coherente y prome- tedora. El reciente y casi simultáneo es- treno entre nosotros de dos de sus mores films, St making sense y Algo salvaje, puede proporcionar una idea equivocada de lo que re- presenta Demme en el moderño ci- Los Cuadernos de la Actualidad Algo salvaje. ne americano. La filmación de un concierto de Talking Heads y la aventura de un yie arrastrado al caos por una femme ta/e, de he- cho, ya han provocado que se em- piece a hablar, en ciertos sectores, de un cineasta radicalment� «pos- moderno» y, en otros, de un simple ilustrador de la vacuidad contem- poránea. Es cierto que predominan los primeros, pero también es ver- dad que sus argumentos parecen dar indirectamente la razón a los segundos. El cine de Demme tiene su origen en el recio e irónico eclecticismo que domina buena parte de las mores películas ac- tuales procedentes del otro lado del Atlántico, pero, a su vez, es un cine poseedor de un poderosísimo discurso personal, ideológico y es- tético, que atraviesa sus películas con tanta sutileza como contun- dencia. Si La cárcel caliente podía considerarse una sarcástica metá- ra de la sociedad americana, Citi- zen 's Band (1977) -que pudimos ver en el último Festival de Cine de Barcelona donde, por cierto, también tuvo lugar la premiere de Algo salve- y Melvin and Howard (1980) -no estrenada en este país, pero sí emitida por TVE- eran sendas exploraciones del universo provinciano estadounidense que moldeaban materiales parecidos a los utilizados por ciertos narrado- res contemporáneos como Ray- mond Carver o Bobby Ann Mason. Algo salvaje se sumerge también en los mitos y terrores de la Améri- ca pronda, en un vertiginoso via- je/descenso a los infiernos que conduce desde la abigarrada multi- tud de Nueva York hasta la lsa paz de un aséptico cuarto de baño en Pensylvania, donde los héroes recuperan finalmente su identidad perdida, no voy a decir cómo. Ma- cizamente estilizada, la película re- nuncia a la crónica más o menos 96 deslavazada de Citizen's Band para estructurarse a través de una ener- vante progresión tonal y dramática que transita, con desarmante segu- ridad, desde la comedia más sofis- ticada hasta el thriller más tenso y cruel. Esta avasalladora, magnética voluntad de estilo, aunque siempre presente en el cine de Demme, no procede tanto de Melvin and Ho- ward como de un ejercicio rmal más bien olvidado, estrenado aquí con ocho años de retraso y, por si era poco, con el título un tanto necio de El eslabón del Niágara (Last embrace, 1979). En este ex- céntrico pastiche hitchcockiano, la inanidad del material quedaba compensada por una calculadísima puesta en escena que acababa con- virtiéndose en el único motor in- terno de la trama. Pero tampoco hay que olvidar, sino todo lo con- trario, St making sense, un «mu- sical» de rock que no tiene nada que ver con ningún otro y que, cu- riosamente, se presenta como el más directo antecedente de Algo salvaje. Veamos por qué. En primer lu- gar, Stop making sense posee algo que muy pocos «conciertos filma- dos» pueden oecer: una estructu- ra. La película empieza con un pla- no de las blancas bambas de David Byrne, el líder de Talking Heads, que poco a poco va descubriendo un escenario vacío: una imagen in- maculada que constituye el inicio de otro vie, aunque en este caso se trate de un itinerario estático, claustrobico y definitivamente mental. Es toda una tentación comparar este concepto de la au- sencia con el principio de Algo sal- vaje, donde los protagonistas -una vez más en Demme, como en las películas de Hitchcock- también parecen escindidos y alienados del mundo que les rodea, él arrado a una vida rutinaria que en el ndo no le satisce y ella escondida tras un disaz a lo Louise Brooks que pretende ocultar un pasado turbu- lento. En Stop making sense, Dem- me rellena progresivamente la es- cena (en el sentido más literal de la palabra) con la aparición escalona- da de cada uno de los músicos y, a medida que transcurre el film, con una intensificación de los elemen- tos escenográficos: instrumentos, decorados, pantallas, iluminación... pero no se trata de un simple ec- to acumulativo. El espectáculo se va haciendo cada vez más sombrío, de la pureza ascética de la primera

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  • PRESENTAOON

    DE

    JOHNATHAN

    DE1\11\1E

    Stop making sense (Stop making sense, 1984). Con Talking Heads.

    Algo salvaje (Something wild, 1987). Con Jeff Daniels y Melanie Griffith.

    Algún día habrá que agradecerle a Roger Corman un montón de cosas. Antes que nada, algunas de sus películas, gozosas se

    ries B que los hermeneutas cinematográficos del futuro se encargarán sin duda de redimir ( como la deslumbrante / mobster, desenterrada hace poco por uno de nuestros canales autonómicos). Pero también -y sobre todo, dirán muchos- el hecho de que se convirtiera, allá por los años sesenta y setenta, en el mayor descubridor de talentos genuinos del cine americano, algo de lo que las majors ya habían -y han- desistido. En 1963, un muchacho de 24 años llamado Francis Ford Coppola realiza su primera película «seria», Dementia13, gracias a los auspicios de la Afuerican International Pictures, la productora de Corman, que invirtió personalmente 20.000 dólares en el proyecto. En 1972, otro italoamericano, Martín Scorsese, abandona el callejón sin salida de la autofinanciación y se embarca en otro producto de la Factory, Boxear Bertha, que le permitirá, al año siguiente, la realización de su primera película totalmente personal: Malas calles (Mean streets, 1973). Y es en ese mismo año cuando otro joven cachorro de Corman, Johnathan Demme, debuta en la dirección con una singular peliculita de mujeres presidiarias, La cárcel caliente (Caged heat, 1973), que enseguida le abrió las puertas de la gran industria y constituyó el inicio de una carrera tan variada como coherente y prometedora.

    El reciente y casi simultáneo estreno entre nosotros de dos de sus mejores films, Stop making sense y Algo salvaje, puede proporcionar una idea equivocada de lo que representa Demme en el moderño ci-

    Los Cuadernos de la Actualidad

    Algo salvaje.

    ne americano. La filmación de un concierto de Talking Heads y la aventura de un yuppie arrastrado al caos por una femme fata/e, de hecho, ya han provocado que se empiece a hablar, en ciertos sectores, de un cineasta radicalment� «posmoderno» y, en otros, de un simple ilustrador de la vacuidad contemporánea. Es cierto que predominan los primeros, pero también es verdad que sus argumentos parecen dar indirectamente la razón a los segundos. El cine de Demme tiene su origen en el recio e irónico eclecticismo que domina buena parte de las mejores películas actuales procedentes del otro lado del Atlántico, pero, a su vez, es un cine poseedor de un poderosísimo discurso personal, ideológico y estético, que atraviesa sus películas con tanta sutileza como contundencia. Si La cárcel caliente podía considerarse una sarcástica metáfora de la sociedad americana, Citizen 's Band (1977) -que pudimos ver en el último Festival de Cine de Barcelona donde, por cierto, también tuvo lugar la premiere de Algo salvaje- y Melvin and Howard(1980) -no estrenada en este país, pero sí emitida por TVE- eran sendas exploraciones del universo provinciano estadounidense que moldeaban materiales parecidos a los utilizados por ciertos narradores contemporáneos como Raymond Carver o Bobby Ann Mason.

    Algo salvaje se sumerge también en los mitos y terrores de la América profunda, en un vertiginoso viaje/descenso a los infiernos que conduce desde la abigarrada multitud de Nueva York hasta la falsa paz de un aséptico cuarto de baño en Pensylvania, donde los héroes recuperan finalmente su identidad perdida, no voy a decir cómo. Macizamente estilizada, la película renuncia a la crónica más o menos

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    deslavazada de Citizen's Band para estructurarse a través de una enervante progresión tonal y dramática que transita, con desarmante seguridad, desde la comedia más sofisticada hasta el thriller más tenso y cruel. Esta avasalladora, magnética voluntad de estilo, aunque siempre presente en el cine de Demme, no procede tanto de Melvin and Howard como de un ejercicio formal más bien olvidado, estrenado aquí con ocho años de retraso y, por si fuera poco, con el título un tanto necio de El eslabón del Niágara(Last embrace, 1979). En este excéntrico pastiche hitchcockiano, la inanidad del material quedaba compensada por una calculadísima puesta en escena que acababa convirtiéndose en el único motor interno de la trama. Pero tampoco hay que olvidar, sino todo lo contrario, Stop making sense, un «musical» de rock que no tiene nada que ver con ningún otro y que, curiosamente, se presenta como el más directo antecedente de Algosalvaje.

    Veamos por qué. En primer lugar, Stop making sense posee algo que muy pocos «conciertos filmados» pueden ofrecer: una estructura. La película empieza con un plano de las blancas bambas de David Byrne, el líder de Talking Heads, que poco a poco va descubriendo un escenario vacío: una imagen inmaculada que constituye el inicio de otro viaje, aunque en este caso se trate de un itinerario estático, claustrofóbico y definitivamente mental. Es toda una tentación comparar este concepto de la ausencia con el principio de Algo salvaje, donde los protagonistas -una vez más en Demme, como en las películas de Hitchcock- también parecen escindidos y alienados del mundo que les rodea, él aferrado a una vida rutinaria que en el fondo no le satisface y ella escondida tras un disfraz a lo Louise Brooks que pretende ocultar un pasado turbulento. En Stop making sense, Demme rellena progresivamente la escena (en el sentido más literal de la palabra) con la aparición escalonada de cada uno de los músicos y, a medida que transcurre el film, con una intensificación de los elementos escenográficos: instrumentos, decorados, pantallas, iluminación ... pero no se trata de un simple efecto acumulativo. El espectáculo se va haciendo cada vez más sombrío, de la pureza ascética de la primera

  • imagen se pasa a un creciente y ominoso juego de contraluces que, al final, culmina en un estallido de luz y en la comunión total con el público asistente, que hasta aquel momento -como en El último vals(The last waltz, 1978), de Scorsese- no había aparecido en pantalla.

    En Algo salvaje, igualmente, los personajes aparecen solos al principio del film (las primeras imágenes son también las de un escenario vacío, pero en el fondo repleto: las tomas aéreas de Nueva York), enmarcados en un día luminoso, hasta que su encuentro -como el de David Byrne con su guitarra y su grupo- provoca sucesivamente una serie de transformaciones que los conducen a una noche de pesadilla que a su vez se resuelve en un amanecer redentor. El sentido de Stop making sense es, pues, el mismo que el de Algo salvaje. La primera es una especie de zambullida en las zonas oscuras de la modernidad musical -en el fondo, otro reflejo de América- y viene a decir que los espasmódicos ritmos de David Byrne pueden esconder una visión del mundo algo más turbia de lo que aparentan. La segunda, como Citizen's Band y Melvin andHoward, es una nueva indagación de la América profunda, pero el tono ácido e irónico que presentaban estas dos películas queda sintomáticamente convertido en algo más turbador e inquietante. A Demme le ha hecho falta la experíencia de filmar dos películas casi absolutamente formalistas como El eslabóndel Niágara y Stop making sense para aprender a retratar su entorno de una manera más sólida y compleja. Pero ésa es la verdadera esencia del cine contemporáneo: la captación de la realidad ya no se efectúa más o menos directamente, como venía siendo norma desde el neo-

    Algo salvaje.

    Los Cuadernos de la Actualidad

    realismo, sino a través de filtros,de complicadas elaboraciones formales. Es lo que muchos empiezan ya a llamar manierismo cinematográfico.

    Carlos Losilla

    LA CALLE DE

    MIGUEL

    � "

    Miguel Casado, lnventano (Hiperión, iil Madrid, 1987) y ed. de A. Gamoneda, Edad (Cátedra, Madrid, 1987).

    Sin ninguna prisa, pero con un goteo que va a pasar a convertirse en chaparrón, la obra de Miguel Casado empieza a anegar

    los bajíos de una aldea cultural no por edificada sobre palafitos menos estancada. Comenzó como poeta en su primera salida al público (Invernales, 1985), cosa que parece natural y casi noviciado obligatorio entre gente de letras, pero pronto desbordó hacia el ensayismo y la narrativa, para terminar acogiéndose, tras un periplo poco menos que iniciático, a nuevamente la poesía: el Inventario que ha merecido el II Premio Hiperión de Poesía, al alimón con Cántico de la erosión de Jorge Tiechmann, más una edición ejemplar de una de sus admiraciones, Gamoneda (Edad).

    Por entre medias, y dado que viviendo en Valladolid no sufre la anfetaminosis, ciclotimia o espidización madrileña, saca tiempo para editar unas muy interesantes entregas literarias (Los lnfolios), dejarlas secar al sol y volver a editarlas cuando el cuerpo -o la amistad, o un cosquilleo en la boca del estómago- se lo pidan. Es profesor de Lengua y Literatura, de forma que parece casi un milagro el que haya podido llegar a escribir una introducción pormenorizada de los poetas castellano-leoneses de hoy, donde, al lado de nombres imprescindibles, aventura otros que, de no ser que las cosas continúen como están, alcanzarán una proyección clara muy pronto (Así era y noera, 1985). Es un tipo de ensayo, sobre voluminoso, no dependiente de metodología alguna, antes bien

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    atento a toda la variación crítica, que permanece como fondo tenue, de aplicación puntual y diferenciada. Andaría emparentado con un Blanchot más solar: idéntica inmanencia material, situada en el corazón mismo de la obra, desde donde se despliega un discurso envolvente, a la vez interpretativo y simbólico. Algo así.

    Como por sobre todo es escritor, se chapuzó en un relato largo -novela corta- sobre el Holderlin posterior a esa iluminación o exilio que dicen locura; ya se puede suponer que es todo un tour de force,en escena muy diferente a Hiirtling, sobre el ya solo pensar poético aquel que fluye libre, silvestre, vi�ndo pasar el curso del río, mientras se toca el clavecín desde el molino del buen Zimmer (Dúo para un piano sin cuerdas, 1984).

    Claro que como, al fin y al cabo, y puede que por los siglos de los siglos, es poeta, buscó su definición (La condición de pasajero, 1987) y acabó haciendo un alto para seguir camino (Inventario, 1987). El primero es un libro casi secreto; el segundo, de tan público, ha gana�o un importante Premio. El uno viene a ser una mirada sobre Lisboa vista por un Pessoa que hubiera conocido el cine de Wenders: el pasado apenas sombreando el presente fugaz; el otro resulta ser un di�!ario de toda su anterior producc10n, prosística y poética: el presente que aspira a ser una sombra del futuro.

    Inventario surge desde ese pensamiento matérico que Gamoneda formalizó en Descripción de la mentira (incluido en Edad): a fogonazos, de forma intersticial, con in-

  • tensidades cambiadas, como asombrándose del propio mirar. Las cosas fluyen y no forman uno con nosotros; el tiempo es su detención: el instante, la imagen. Pero uno va y viene, pasajea, archiva las imágenes en la perpetua corriente de conciencia, se queda mirándose en el río lento de la vida. Cada poco, y por respiro, sólo queda que inventariar. La vida es un río de muchos cauces y si alguien se detiene a mirarle tanto a los ojos es porque sabe que, por debajo de los detritus que flotan, de la corriente rutinaria y cansada, de las mismas que in- ' somnes se elevan, está el fondo. La cuenca de la vida se forma y estrecha desde el barro. Estamos hechos, pues, de la misma materia. Llevamos restos de tierra en la mirada. A veces, pasa la vida, y nos modela. Sólo es cuestión de mirar fijamente al fondo.

    José Doval

    IMAGEN Y

    REALIDAD

    Pere Salabert, Imatges, /nimatges. (Per una teoría del representar). Barcelona, Els Llibres de Glauco, ed. Laertes, 1986.

    IJmatges, Jnimatges, libro escrito originalmente en catalán cuya traducción

    ■ al castellano se está realizando, continúa la teoría

    de la representación que Pere Salabert iniciara con (D )efecto de la pintura (Anthropos, 1985). En ella, la principal cuestión a la que el autor se esfuerza por dar respuesta es la de cómo debe quedar establecido el reparto de papeles dentro de la función designativa que normalmente atribuimos a nuestros signos, y muy especialmente a los icónicos. Porque, ldónde queda lo real, si es datable en alguna parte, a lo que decimos referirnos con su uso?

    11. Salabert es tajante. La imagenno suplanta para él a objeto alguno, no lo dice siquiera, ella es el objeto:«no hay realidad para nosotros. O, mejor dicho: la única y descarnada realidad es la de la apariencia textual, no hay especularidad». La

    Los Cuadernos de la Actualidad

    realidad, impenetrable, es refractaria a todo intento de desvelamiento e, inabarcable, terreno imposible para la significación. Porque el impulso a significar sólo es posible en la conversión efectiva o mental de las cosas en imagen, previa selección y congelación. El precio que el lenguaje (y la imagen) impone, pues, a los objetos, ya desrealizados, para entrar en el discurso es el de la destitución y la muerte.

    Así, finalmente, no es de los objetos o de las acciones que delegan en su presencia de lo que nos habla la imagen, sino de su propia retórica, del «yo» inevitable de quien la provoca. «Yo» que, con lo dicho, tampoco logra expresarse, mostrarse al exterior, sino que, capturado y desviado por su propio lenguaje, queda únicamente impreso.

    Retórica del lenguaje, inevitable. No hay discurso directo ni se trata de que alguien se deje llevar por la retórica: es que cualquier uso que hagamos del lenguaje impone ya su retoricidad. No es una cuestión de polaridad (lenguaje retórico de un lado, retórica del lenguaje del otro), sino de gradación.

    De este modo, la indirección, la sinuosidad de un camino hecho de vueltas y revueltas parece condición de todo lenguaje que, en sus relaciones conflictivas con el pensamiento, «no llega» o bien «se pasa». Como afirmó Ortega en su libro sobre Velázquez, todo decir es, a la vez, «deficiente» y «exuberante»: por una parte no llega a lo real significable, por la otra pasa a su la-do dejándolo atrás. «Hipocodificación» e «hipercodificación», en palabras de Eco; «hiporrealidad» e «hiperrealidad» que bien pueden resumirse en la i de «irrealidad». "'" La imagen se presenta, entonces, -� como un simulacro, como una apa- � rición fantasma cuyo cometido �

    "'

    fundamental (ltiene otro acaso el �espejismo, el fantasma?) es persua- edimos de su realidad. ü

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    Salabert se encrespa en algún momento («todo discursear es superfluo en su falsedad»), en otros se esfuerza por fijar todo este paradójico desorden: lo verdadero -resume- se encuentra en la escena, superficial y espectacular, creada por la desaparición de lo real en la continua actuación lingüística, siendo el mundo sólo verificable en su falseamiento, en su imagen adecuada y creíble. Por eso, la verdad se instala preferentemente en la apariencia de verdad. Pero no olvidemos que esas son en definitiva nuestra verdad y nuestra realidad,que verdad y realidad son cuestiones de contexto, de juego social.

    En conclusión, la grandeza, y al tiempo la miseria, de los sistemas comunicativos es que están ahí, en apariencia útiles, inteligibles y expresivos, únicamente para decirselos unos a los otros en un continuum de representaciones que se sucede con una cierta independencia del mundo: «efecto de realidad». Efecto que es ya en sí mismo signo o síntoma, defecto y marca de una ausencia. Esta estrecha franja de intertextualidad parece ser nuestro único campo posible de actuación. Por debajo, misteriosa e impenetrable, fluye la inimagen, lo real no ajustado a límites y que sólo es a condición de no manifestarse.

    III. Saber que cualquier contenido está ya en el continente. Tal es la evidencia que Salabert va extrayendo de las distintas materias que le ocupan: la retórica, la fotografía, la pintura de los maestros del Renacimiento italiano (Leonardo, Uccello, Pontormo, Piero di Cosimo, Jacopo Carruci). Evidencia que transmite en un discurso nervioso y entrecortado que parece querer adoptar e ilustrar los quiebros y paradojas que comenta: «en

  • la medida en que el movimiento mismo del texto da cuenta admirablemente de lo que propone -como escribía Baudrillard acerca de Foucault-, su escritura es perfecta»; pero «la perfección misma de esta crónica analítica es inquietante: si es posible hablar por fin -de lo que sea, de la «inimagen», por ejemplo- es que, por algún sitio, todo está desde ahora caduco». Suponemos que esto no se le escapa al propio Salabert quien, desde su consciencia, confiesa: «hablamos mostrando nuestra incapacidad de decir; quien habla muestra su impotencia».

    Su pensamiento es firme, sólidamente fundado y de amplia inspiración que abarca desde los presocráticos hasta el propio Baudrillard, pasando por S. Agustín, Montaigne, Nietzche, Ortega, Barthes, ... , todos ellos eslabones que se van entrelazando y dando lugar finalmente a la enmarañada cadena (lcómo no?) de la retórica de Salabert, su personal «efecto de realidad». Pero Salabert juega con las cartas sobre la mesa, pues sus argumentos (discurso que se vierte sobre sí mismo) apuntan a su propia falsación. Tratando de decirlo, el autor se aleja más que nunca de su objeto: lo que queda es ya otra cosa, simple huella de una presencia, firma (personalísimo estilo) del propio Salabert. Por eso, este texto, antes que una disertación cerrada, es la invitación a proseguir una búsqueda. Y por eso mismo al goce.

    Guillermo Lorenzo González

    UNA LECCION

    DE HISTORIA

    DE LAS

    MENTALIDADES

    Juan Eslava Galán, En busca del unicornio. Premio Planeta, 1987.

    La lectura «de seguido», «de un tirón» -objeto que logra el narrador hábil-cuando encuentra a un lector interesado tanto por el

    tema como por la forma de tratarlo-, de la novela En busca del unicornio

    Los Cuadernos de la Actualidad

    suscita en el profesor de Historia la necesidad de efectuar su comentario, no sin -al menos es mi casohaber consultado antes algunas obras sobre aquella agitada época.

    Será posible, con ello, comprobar la «morcilla» que introduce Juan Eslava en el epílogo de su obra, cuando «transcribe» el Acta de Exhumación del cadáver de Enrique IV. Los catorce sesudos varones que el 19 de octubre de 1946 estuvieron en el monasterio de Guadalupe no hallaron ningún cuerno de rinoceronte junto a la momia de un rey a quien se le adjudicaría el apelativo de «impotente».

    No es que carezcamos de razones para iniciar el comentario sobre En busca del unicornio por el final. El humor negro que impregna la obra de Juan Eslava tiene como motivo de fondo el asunto más difundido del reinado de Enrique IV de Castilla: la presunta impotencia del rey, trágicamente planteada y manipulada en el problema de la sucesión al trono, que provocó determinados apelativos contra su real persona y contra la de su hija Juana, más conocida por «la Beltraneja». lSe adecuaron tales sobrenombres a razones de justicia? lFueron el fruto de las luchas entre la Nobleza y la Monarquía en el «otoño de la Edad Media»? lRespondieron más a la capacidad de marketing de una nobleza arisca, ambiciosa y maldiciente, que a la realidad de los hechos? Ya en 1934 el noble doctor Marañón arremetía contra una serie de tópicos que circulaban por los libros y el decir de gentes «cultas». Y, en 1970, el historiador Luis Suárez volvía a la carga, entre argumentos y la continuidad en el relato minucioso de la historia política de Castilla en la segunda mitad del siglo XV. Otros historiadores, como Julio Valdeón, José Angel García de Cortázar o Miguel Angel Ladero han insistido en explicar los aspectos sociales y económicos de aquel período.

    Eslava ironiza sobre la creencia en que la solución a los males del rey y del Reino estaban en los poderes del monokeros. La expedición de Juan de Olid parte en 1471. Enrique IV tenía 47 años de edad y falleció en 1474, dejando al país sumido en una guerra civil, sin más amigos que, acaso, los viajeros que por tierras de Africa buscaban al unicornio... Legítima licencia del novelista en la elección de la cronología adecuada a sus fines, tanto

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    más si se tiene en cuenta que, frente a las características de un reinado lleno de luchas protagonizadas por la poderosa nobleza castellana y de complejas relaciones internacionales, opta por un tema caro al Renacimiento que despunta: los descubrimientos geográficos; aun más, la exploración del tenebroso interior africano, cuyas costas, en magnífica y sistemática exploración, llevaban a cabo los portugueses -en la expedición de Bartolomé Díaz (1487-88) regresa a la península Juan de Olid, cumplida heroicamente su misión-.

    Vicente Blasco Ibáñez relató la aventura de Colón en su obra En busca del Gran Kan. Con la salida de las tres naves del puerto de Palos se encuentra el desolado Juan de Olid, y en 1492 concluye la historia de Eslava. El «Gran Kan» ha sido sustituido por el «unicornio», con indudable ingenio: habían pasado muchos años desde el relato de Marco Polo, huésped de Kubilay a fines del siglo XIII, y en la China dominaba la dinastía Ming, desde 1368. Eslava recoge del viejo mito del unicornio, que ya se conocía desde el s. IV a. C., la versión difundida por el Medievo, tras el proceso de unificación que se produjo hacia el s. VI: su cuerno duro sobre la nariz, su lucha contra el elefante, la rendición de su fiereza ante una doncella a cuyo regazo acudía con toda mansedumbre -momento que los cazadores aprovechan para matarle-. La adaptación judea-cristiana del mito oriental se centrará en establecer unaequivalencia entre cuerno y poder(Lucas habla de Jesús como «cuerno de salvación de la casa de David»). El traslado del mito al relatode Eslava parece obvio: el poderdel maravilloso cuerno salvará demales a Castilla, en especial a su«impotente» rey. En busca del uni-

  • cornio tiene su situación clímax en el momento de la caza: el fiel servidor de Enrique IV acude con infinita mayor confianza que la doncella negra ante la manada de rinocerontes. Arremete uno contra ellos. Mata a la virgen negra y deja sin sentido -además de manco- al bueno de Juan de Olid, que, no obstante, puede escuchar el grito de guerra de sus ballesteros: «Enrique, Enrique, por Castilla». La empresa no pudo ser más calamitosa. Sólo regresa un expedicionario que �

    ºconseguirá llegar hasta el manaste- � rio de Guadalupe para rendir un Púltimo tributo a su señor. �

    La fuerza del relato de Eslava re- -� ¡¡¡ side, a mi juicio -más que en la

    forma-, en mostrarnos el sentimiento de fidelidad en Castilla, persistencia de la Reconquista y de la unión vasallo-señor con su última instancia en el rey. Precioso signo para la historia de las mentalidades en su relación con la literatura, necesario para el entendimiento de la epopeya de la conquista de América. Una nueva obra literaria, en uno de los géneros más practicado en nuestro tiempo, abordando el pasado de forma muy distinta al Romanticismo. Magnífi-ca lección -repito- para la historia de las mentalidades, que exige del lector otras consultas bibliográficas oportunas, siempre que le interese la época y el juego ficción-realidad practicado por el novelista.

    Florencio Friera

    EPISODIOS

    PASIONALES

    Felipe Trigo, 4 Novelas eróticas, Edición de J. M.' Fernández Gutiérrez, Diputación de Badajoz, (Colección Raíces, n.º 3) 1987.

    Una feliz idea de J. M." Fernández Gutiérrez ha sido la reedición de estas cuatro novelas de Felipe Trigo, El moralista, La

    Altísima, Los abismos y El domadorde demonios. La declarada intención del antólogo y comentarista es

    Los Cuadernos de la Actualidad

    Felipe Trigo.

    el doble homenaje. Primero, al escritor que en su época ejerció un modelo de ruptura en la tradición literaria española. Si Gómez de la Serna fue innovador de la forma, Felipe Trigo hizo lo propio desde el contenido de sus novelas contra la vieja literatura anquilosada y la «mentalidad celtibérica» esclava de sus prejuicios. Su injustificada postergación a los recintos académicos no deja de ser una extraña paradoja en un autor que fue el hombre de moda, el más vendido y leído y que logro superar en credibilidad a las vanguardias recalcitrantes de los «ismos»; ello quizá se deba, en parte, a su situación de no man's landentre éstas y la pujante generación del 98.

    El segundo homenaje de esta antología se tributa a la revista en que se publicaron buena parte de las novelas de Trigo, entre las que se cuentan las cuatro que comentamos, La Novela Corta. En sus 499 números incluyó nombres y títulos importantes (Galdós, Azorín, Baraja, Valle, Pardo Bazán, Benavente, etc.) y puso de relieve las nuevas tendencias sociales del realismo naturalista, patrocinadas por los novelistas de la Promoción delcuento semanal. Todos ellos -escriben los comentaristas- buscarán en la vida no sólo lo rigurosamente fecundo, sino también lo que en ella hay de fascinante y patético.

    Una cosa hay que no concuerda bien en el caso de Felipe Trigo, y es su nominación arbitraria de no- � velista erótico. El título, un tanto � aparatoso, del presente libro mere- lcería alguna matización para evitar 0malentendidos. En una conocida �visita a la tertulia del café Colonial �

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    que regentaba Cansinos Asséns, Trigo se presentó a sí mismo como héroe combatiente (ya lo había sido también en el campo de las armas) de la represión sexual y liberador de la juventud, no como novelista pornográfico, tal como la tradición lo conserva; «yo pretendo aproximar a los sexos, que se conozcan y se amen sin prejuicios y errores convenidos», comenta. Sus obras aportaban un nouveaufrissonal naturalismo declinante de origen francés y modernista. Lo que hoy día no serían más que historias de amor (en la línea de un Bioy Casares, por ejemplo) en su día fueron consideradas como un «fenómeno extraño», puesto que llevaban a sus útimas consecuencias los temas más acervos que trató el naturalismo, desde Zola hasta Blasco lbáñez. En sus historias se exalta la sexualidad y la pasión amorosa a un mismo nivel, son una mezcla de realismo crítico y de introspección psicológica en unos personajes enclavados en opuestos contextos sociales y éticos que sirven de contraste y desencadenan sus conflictos pasionales. Más que descriptivo, su erotismo es abstracto, «cósmico», y encarnado en la tradición lujuriosa y enlutada de España (Neruda). Y es precisamente en ese contraste donde reside la tensión dramática de las novelas de Trigo.

    El moralista (1916) es la irónica historia de un íntegro abogado que en el transcurso de un viaje a Madrid intenta seducir a una señorita de vida dudosa en el compartimento de un tren. Incómodo, porque buscaba un lugar vacío, el abogado espía en silencio el indiscreto proceder de la dama con un joven teniente. Gracias a una curiosa artimaña el abogado disuade al militar de los nefastos propósitos de su se-

  • ductora. Tras el éxito de su tentativa (quedarse a solas con la dama) viene el estrepitoso fracaso de sus planes, nada morales, y la consiguiente diatriba contra el proceder indecente de la hermosa acompañante que no accedió a complacerlo.

    El domador de demonios (1918) narra con un lenguaje claro y coloquial las continuas desdichas de un redactor de diario madrileño y su posterior y definitiva consagración. Es una admirable estampa de la hamponería periodístico-literaria que gobernaba los ambientes supuestamente cultos del Madrid de principios de siglo.

    La Altísima (1919) es la adaptación que hizo Trigo de una novela homónima (publicada en 1906) para La Novela Corta. Un escritor, con tendencia a las nuevas corrientes del sensualismo, emprende la tortuosa conquista de una muchacha inexperta para experimentar sus teorías. De la versión original de la novela escribe A. González Blanco, «es otro intento de resurrección del hermetismo sensualidealista de la concepción cósmica del erotismo». Más modestamente pensamos que es, sin más, una desgarrada historia de amor, escrita con un lenguaje demasiado recargado en ocasiones («vivía como en el deliquio de la perenne insuperada posesión que no necesita la carnal de los abrazos»). Por su pasión exaltada y su falta de trama quizá sea ésta la novela del volumen menos consonante con el gusto actual.

    Los abismos (1920) tiene un argumento muy ocurrente. El título se refiere a una comedia de enredo estrenada por el protagonista en medio de un clamoroso éxito de crítica y público, y su trama está inspirada en las crónicas periodísticas que en aquellos días se ocupaban de un escabroso caso de adulterio, que por ser anónimo le sirvió al autor para llevar a escena su propia vida, siendo él el único que no estaba enterado del asunto.

    El dicho aquel de no bastan las virtudes sin los milagros ni siquiera se da en el caso de un escritor tan popular como Trigo. A pesar de manejar sabiamente la técnica narrativa, de conocer a la perfección la psicología de personajes y ambientes, de dar nuevos rumbos a la novela (en un sentido proustiano, aunque a menor escala) y de ser el precursor del nuevo ars amandi, del que la novela española actual no se siente deudora, el genio y fi-

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    gura de Felipe Trigo ha caído completamente en desuso. Sirva este libro para redescubrir sus encantos.

    Luis Salas Riaño

    BIBLIOTECA Y

    CETAREA

    E1 asturiano gusta de reunirse para recordar y discutir, y poco va a poder discutir con un andaluz, con el que tiene pocas co

    sas en común. El asturiano ama la proximidad y que las referencias que se le hacen le sean conocidas», escribe José Ignacio Gracia Noriega en una de sus Semblanzas. Si, como creo, ello es así, y si cabe atribuirnos a los andaluces el mismo talante tribal, lpor qué un andaluz como yo ha disfrutado tanto leyendo esta serie de retratos de personajes con raíces tan lejanas y ajenas a las suyas? Pues porque este libro está muy bien escrito. Cuando a cierto ilustre enólogo británico le dio por hacer un libro sobre los árboles, uno de sus admiradores, culto borrachín sorprendido y fascinado por aquellas historias de robles, cipreses y baobabs, declaró: «Después de esto leeré todo lo que escriba Mr. Johnson, aunque sea de cristalografía». Y lo mismo digo yo de don José Ignacio.

    Ocurre además que el autor suele tratar a sus biografiados con el mismo cariño irónico que Konrad Lorenz usa al describir a sus patos: puede que los asturianos «amen la proximidad», pero Gracia Noriega parece amarla «dentro de un orden», no exento de distanciamiento psicológico. Sus miniaturas, como las de Lytton Strachey, retratan warts and ali, sin suprimir las verrugas. Verrugas, por cierto, contempladas con indulgencia, pues nuestro hombre escribe como hablaría un canónigo del dieciocho amante de la buena mesa y aficionado a la tertulia, culto y un punto recoleto. Su escepticismo bondadoso se para allí donde tropieza con la injusticia o el engreimiento prepotente. Saca entonces las uñas y con un zarpazo elegante desbara-

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    J. Ignacio Gracia Noriega.

    ta al felón. Tal maniobra, como su contraria, el elogio, o la neutra descripción, va a menudo apoyada en una cita recóndita o en una inesperada alusión al cine, la literatura inglesa o la cocina. Así al citar a Juan Cueto: «lNo se dan ustedes cuenta de que cuando Alfonso Guerra intentaba trabajar en el TEU ya Reagan había trabajado con Erro! Flynn y Olivia de Havilland?». O, a propósito de El tercer hombre, el devastador comentario: «Eso es cine y lo demás, Bardem».

    Partidario, al menos a título programático, de la teoría que sitúa Asturias al extremo Sur de Inglaterra, José Ignacio Gracia Noriega es lo contrario de un pueblerino. Pertenece a una especie en vías de desaparición, a un género que en tiempos más civilizados, cuando la Ilustración, abundaba en nuestras provincias como en las del resto de Europa: el erudito local abierto a las novedades del ancho mundo, tan curioso de la historia de su comarca como enterado de la moderna literatura extranjera, a la vez progresista y conservador, entusiasta y socarrón. No hace falta inventarse una falsa Arcadia pretérita para admirar una sociedad donde tenían cabida honnétes hommes franceses, gentlemen of leisure ingleses, Amigos del País españoles. Pero este género requiere una doble independencia, en tiempo y en dinero, y por eso es un género menguante. José Ignacio Gracia Noriega, con escribir bien sobre figuras de la vida pública como el Príncipe de Asturias, Santiago Carrillo o Sabino Fernández Campo, parece deleitarse más describiendo a personajes locales, cultos y hedonistas como él. Valga de ejemplo

  • esta escena que nos cuenta: «Hablábamos un día, de sobremesa, de lo que haríamos si nos tocara una quiniela millonaria. Vida! Peña dijo que viajar. Y contestó Luis Martínez:

    -¿Viajar? ¿Para qué? iCetárea!Yo pondría una cetárea en casa».

    Pues bien, yo no conozco a ninguna de las personas citadas. Ni siquiera sabía lo que era una cetárea (consultado el diccionario veo que es un vivero, en comunicación con elmar, de langostas y otros crustáceos). �o después de leer este li- :(l

    " bro, con gusto me retiraría a Astu- � rías cambiando el turístico sol an- .,.. daluz por la llovizna. Con bibliote- ci ca y cetárea, claro. Entonces yo _;

    ¡¡¡ tampoco viajaría.

    El Marqués de Tamarón

    LA DEMENCIA CONSCIENTE

    Miguel Galanes, La demencia consciente. Edic. Libertarias, Madrid, 1987.

    Ya se está convirtiendo en un lugar común la consideración de que cada vez se hace más imposible hablar de una corriente

    hegemónica, ni siquiera destacada, en el discurrir poético de nuestros tiempos, fraccionado en cien mil arroyos paralelos que toman por lema de su vida conseguir desembocar directamente en el mar, sin mezclar sus aguas con nadie. Desde luego, ahora mismo resultaría muy atrevido hablar de generación, al menos según el preciso acotamiento que de este concepto hizo Pedersen. La libertad del poeta para seguir modas y tendencias, fruto de esa abstracción llamada posmodernidad, se acerca casi al infinito. Pero a veces, demasiadas veces, nos olvidamos de que, fuera de nuestro alcance, está actuando permanentemente un complejo proceso de decantación que al final seleccionará, unirá y dará nombre a la nidada. Y en poesía, más que en cualquier otro ámbito literario, para tener opción a este pequeño olimpo hay que estar en la vanguardia de los impulsores de la renovación.

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    Miguel Galanes (Daimiel, 1951) anda en esta batalla desde aquel Urgencias sin nombre (1981), donde nos dejó los asomos de aquella experimentación que él mismo llamó sensismo y que, quizá por su propia naturaleza, no pudo perdurar. Insiste en La demencia consciente, tal vez con menos fe, pero con mayor libertad. «El poema es intención de volver al punto inicial de unas experiencias anteriores para reanimarlas en consonancia estética con lo ya dicho.» Y para eso no hay más remedio que sumergirse en la ordenada anarquía de unas estructuras poéticas libres de directrices con las que el poeta construye, palabra a palabra, una clara dualidad de realidades, pero llevando al lector hacia la más irreal de las dos. Quizá apurando precedentes podríamos pensar en Blake, aunque con una menor carga culturalista y guardándonos la duda de si aquella dualidad casi angustiosa corresponde a una demencia consciente.

    A la plasmación de este mundo de inconcreciones colaboran unos elementos metonímicos y metafóricos que asientan firmemente la obra en el terreno poético, algo que no es tan frecuente como podría pensarse. La despreocupada dejadez con que se está empleando el término poemario, englobando en él todo aquello que contenga líneas cortas, hace necesaria una cierta revisión crítica, sobre todo de los elementos expresivos y formales, para ver si existe justeza de correspondencia entre definición y contenido.

    La demencia consciente no es libro para confiar en nada ni para enfrentarse al futuro con algo. Entre lo inestable, que se termina

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    convirtiendo casi en obsesión, y la ineludible solidez de lo permanente, el lector se siente atrapado, teniendo que volver la cabeza constantemente a ambas partes. La música -baile, marcha, tango, violín, sinfonía, todo inestable- se asienta en un espacio, esencia de lo permanente. La locura -excepción, circunstancia- se enfrenta a la belleza y, aún más, se la define como su pórtico, uniendo así los conceptos por los extremos más sensibles.

    Libro para leer despacio, para dejarse enredar en sus juegos antitéticos -«esa nada fructífera que nos destruye»-. Libro sobre todo para ayudarnos a vislumbrar entre tanta neblina el punto al que conducen los caminos de la poesía actual.

    Luis Díez Tejón

    JUVENTUD, DIVINO TESORO ...

    Wynton Marsalis, J Mood. CBS S 57068. 1986.

    Wynton Marsalis-trumpet. Marcus Roberts («J Master»)-piano. Robert Leslie Hurst III-bass. Jeff «Tain» W atts-drums.

    J Mood - Presence That Lament Brings - Insane Asylum - Skain 's Doma in -Melodique -A/ter -Much Later.

    Pese a Filippo Tommaso Marinetti y su cohorte de devotos acólitos de salón, aún somos legión quienes creemos que un auto

    móvil de carreras no es en absoluto más hermoso que la Victoria de Samotracia y que el goce del frío mármol de la helénica mole pétrea supera con creces el hedor a combustión que vomita el herrumbroso tubo de escape del ingenio mecánico. Si la juventud es no sólo un divino tesoro sino además un oneroso lujo que con el tiempo uno no puede costearse, entonces parece lógico que la vanguardia conlleve el irrefrenable deseo de sucumbir a la cómoda tentación de matar el claro de luna y de paso dinamitar la sintaxis textual o armónica del arte desde la coartada de un radicalismo formal que con el tiempo de-

  • viene fatalmente en un ralo academicismo que corona, con el rigor del sacrosanto dogma de fe que asoma en todo converso, los juveniles devaneos de los airados rebeldes de antaño. No en vano el infeliz de Marinetti concluyó sus días enfundado en un almidonado frac que paseaba absorto por las neoclásicas alcobas de la Academia del Duce.

    Viene esto a cuento a causa de los lamentables maridajes a los que desde hace un par de décadas nos tienen acostumbrados los músicos de jazz más afamados en sus ansia de cohabitación con el pop (anteriores infidelidades con la bossa o el flamenco fueron un punto más gozosas).

    Quienes de forma privada o pública osamos poner en tela de juicio los valores sonoros de estas bastardías somos tildados de esencialistas, castizos, enemigos del progreso de la Música -con mayúsculas- y nostálgicos de tiempos pretéritos que no volverán (en efecto, a nuestro parecer, en jazz, cualquier tiempo pasado -la década de los cincuenta y los primeros años de los sesenta- fue mejor). Por ello, coincidan conmigo en que es cuanto menos terapéutico comprobar cómo un músico, alejado aún de la treintena, permanece incólume a la sutil moda iconoclasta y al rentable coqueteo con otras sonoridades e inasequible al desaliento va configurando una solidísima obra que, hundida de lleno en las raíces más genuinas de la gran música negra, supone sin embargo no un lastre que genere clichés o estereotipos sino una inteligente revisión de la estética del hard bop de los sesenta desde una óptica netamente impresionista. Wynton Marsalis no es sólo un virtuoso sin igual de la trompeta (al fin y a la postre, nos encontramos, amén de con el más valioso trompetista de la escena actual del jazz, con el cualificadísimo intérprete de los conciertos para trompeta y orquesta de los dieciochescos Franz Joseph Haydin, Johans Negromuk Hummel y Leopold Mozart, bajo la batuta de Raymond Leppard) sino un músico nada desarraigado y al que su impecable formación clásica le transporta a la elaboración de un mundo armónico en el que la claridad de las líneas melódicas y la solidez técnica no se agotan en la pura exhibición de facultades sino que se orientan hacia una deli-

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    cada, intimista expresividad de notable acento lírico.

    Este «enfant terrible» de Nueva Orleans que ya a los 21 años era considerado como un número uno merced a su inteligente mezcla del sound natal con formas más cultas como interludios, polifonías y oportunos cambios de tiempo o de ritmo, había acreditado en las filas de los Messengers del veterano Art Blackey o liderando el quinteto VSOP (con su hermano Brandford, Herbie Hancock, Ron Carter y Tonny Williams) su excepcional calidad interpretativa, su depuradísima técnica sin parangón y una claridad compositiva que rozaba el refinamiento más contundente y evocaba tanto el fraseo de Monk como el impresionismo sinfónico de Duke Ellington en temas como Solitude. Ya como líder, álbumes como Think of one, Hot house flo-

    wers o Black codes-From the underground nos revelaban a un músico absolutamente maduro como intérprete y como autor de temas rígidamente estructurados al frente de un combo en el que jovencísimos colegas de la calidad del pianista Kenny Kirkland o el saxofonista Brandfod Marsalis contribuían con singular eficacia a ir tejiendo un universo armónico en el que la elegancia y la delicadeza de las formas no eran como otrora puro manierismo de precoces virtuosos -surgidos ya no del guetto y sí de la universidad- sino expresión fresca y perfecta de la libertad. Todo es en estos acetatos serenidad, gozo, algo fieramente humano. El aliento del blues, el sabio acento en la balada y un oculto swing se entremezclan en Marsalis con líneas y estructuras que evocan tanto la

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    Editorial Lumen-

  • ANGEL

    GONZALEZ

    verso a verso

    OTROS LIBROS

    DE LA COLECCION

    N.º 1 VALENTIN ANDRES ALVAREZ:Guia espiritual de Asturias y obra

    escogida.

    N.0 2 PAUUNO VICENTE: Su vida y su obra.

    N.0 3 PEDRO CARAVIA HEVIA: Sobre arte y poesía y otros escritos.

    N.º 4 FRANCISCO GRANDE COVIAN:Nutrición y Sociedad.

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    Teléfono: (985) 221494

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    herencia de Amstrong y Parker como la benéfica sombra de Clifford Brown y sobre todo de Miles Davis, sin olvidar a epígonos como el Donald Byrd anterior a los bodrios a que nos acostumbró en la segunda mitad de los sesenta y en los setenta, el Freddie Hubbard de Blue Note o Lee Margan.

    J Mood no es sólo, como en una primera audición pudiera parecer, una hábil y fiel reposición de la música del quinteto de Miles Davis de los primeros años de los sesenta. Es eso pero bastante más que eso y nada más lejos de una inteligente escucha que catalogar al joven Marsalis como un honroso sucedáneo de la lírica y opaca trompeta del buen Miles de entonces. Algo hay aún del tono cool de aquellos años y del magisterio del

    arreglista Gil Evans pero la insistencia en los dúos, en el diálogo instrumental, en la polirritmia o en las frases sincopadas revelan un salto hacia adelante ejecutado por un músico hard que fiel a la tradición es capaz de avanzar en una línea de investigación que concluye en una atmósfera sonora muy personal e intransferible y netamente diversa de la lograda por el trompetista de Illinois hace ahora treinta años. Todo está, en esta sesión de grabación, en su justo punto, calculado hasta el milímetro, pero ello no supone frialdad, como algunos ingenuos preconizan, ni academicismo, sino un intenso placer que nos retrotrae a los mejores instantes de la historia del jazz sin perder la conciencia de que estamos ante algo nuevo repleto de

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    swing, ira contenida, temor a la estridencia gratuita y oposición a toda concesión ajena a las señas de identidad del jazz.

    El combo es punto y aparte. El pianista Marcus Roberts es, a sus 20 años, un prodigio de técnicas, buen gusto y creatividad. En él no sabemos si destacar la fluidez exquisita de sus fraseas y su obvia deuda con la tradición del blues o subrayar su trabajo como acompañante capaz de poner el acento justo en tal compás, adornar con una filigrana nada banal tal silencio o tutear al sin par Marsalis en diálogos absolutamente demoledores como el que tiene lugar en Skain Domaine. Roberts es, con Billy Green, Mulgrew Miller y el citado Kenny Kirkland, todo un aval de futuro en el piano de jazz y no en vano sobre todos ellos pesa la sombra del mejor Hancock, entre otras más remotas ( como las de Win Kelly, Thelonius Monk, McCoy Tynce, Bud Powell ... ). El contrabajista Bob Hurst es pura elegancia y en él encontramos tanto la elasticidad de Ron Carter en el alargamiento sinuoso y degradado de las notas como el feeling y la perfección de Ray Brow. Fluidez de ideas, amplitud de matices y un poso de blues caracterizan el beat de este eficacísimo y altamente personal contrabajista, de cuyo nombre no quiero olvidarme. Jeff Watts nos ofrece toda una lección de percusión con un estilo altamente sofisticado que revela muchas horas de estudio. La alternancia de modulaciones métricas y las diversas pulsaciones en los tiempos rápidos se conjugan con el lírico timbre de las baladas y todo ello en la línea de acentuar el tono nostálgico y melancólico ( como de añoranza de un pasado irremisiblemente yerto) de todo el acetato. La sonoridad opaca y con tendencia a los tonos altos de los temas ágiles se complementa con la sordina davisiana de baladas como Melodique o After (de la que es autor su padre, el buen pianista Ellis Marsalis, y en la que encontramos una significativa cita de I Love You, de Cole Porter). Es ahí, en la sonoridad concentrada y depresiva de la balada donde la fidelidad al sonido del Davis de los quintetos es más obvia aunque se trate en esta ocasión de una edición corregida y revisada. Una edición de autor y de coleccionista.

    Carlos Lomas