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Excesos del cuerpo

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Excesos del cuerpoFicciones de contagio y enfermedad

en América Latina

Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglocompiladores

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Excesos del cuerpo : Ficciones de contagio y enfermedad en América Latina / compilado por Nathalie Bouzaglo y Javier Guerrero. - 1a ed. - Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2009.

320 p. ; 22x14 cm.

ISBN 978-987-25140-7-5

1. Narrativa Latinoamericana. 2. Cuentos. I. Bouzaglo, Nathalie, comp. II. Guerrero, Javier, comp. III. Título

CDD HA863

© 2009, Eterna Cadencia s.r.l.© 2009, de los textos: Mario Bellatin, Sergio Chejfec,

Victoria de Stefano, Roberto Echavarren, Diamela Eltit, Margo Glantz, Lina Meruane, Sylvia Molloy, Alan Pauls,

Edmundo Paz Soldán, Edgardo Rodríguez Juliá

Primera edición: septiembre de 2009

Publicado por Eterna Cadencia EditoraHonduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

[email protected]

ISBN 978-987-25140-7-5

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en Argentina / Printed in Argentina

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico o electrónico,

sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

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Índice

Introducción. Fiebres del texto - fi cciones del cuerpo 9Javier Guerrero y Nathalie Bouzaglo

Ex 55Alan Pauls

Colonizadas 79Diamela Eltit

Desarticulaciones 95Sylvia Molloy

¿Habrá quien considere el sueño como el acto más perfecto del cuerpo? 111Mario Bellatin

El Croata 121Edmundo Paz Soldán

Los enfermos 135Sergio Chejfec

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Denis 161Roberto Echavarren

Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos 205 Edgardo Rodríguez Juliá

Trazos oscuros sobre líneas borrosas 215Victoria de Stefano

Mal de ojo 245Lina Meruane

Tres personas distintas. ¿Alguna verdadera? 273Margo Glantz

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Introducción

Fiebres del texto - fi cciones del cuerpo

La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuera

una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas,

de surcos de violenta coronación, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para

alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir, y vio los muslos, los pequeños

testículos llenos de ronchas que se iban agrandando…

José Lezama Lima, Paradiso

El placer comienza cuando el gusano anida en la fruta.

Georges Bataille, Mi madre

Cuando hablamos de enfermedad, cualquiera que sea, acudimos a innumerables metáforas que la cargan de fantasías, juegos de poder e imaginarios. En todo caso, la representamos a partir de discursos ajenos a sí misma. La enfermedad es una suerte de pantalla en blanco sobre la que proyectamos miedos, terrores,

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paranoias, fobias y ansiedades. Es una proyección ejecutada colectivamente que en muchos casos ope-ra con precariedad absoluta y en otras, con pasmosa sofi sticación.

Susan Sontag1 ha insistido en la idea de que los dis-cursos encargados de reproducir la enfermedad usan con reiteración metáforas militaristas. La medicina moderna, a partir de sus descubrimientos y precisión microscópica, hace posible visibilizar e identifi car con exactitud los organismos responsables. La enfermedad es una invasión que responde a operaciones militares propias, movilizando las defensas orgánicas del cuer-po, las cuales a su vez requieren tratamientos médicos agresivos (Sontag 1989: 9). Sin embargo, estas metá-foras no son solo responsabilidad médica sino tam-bién política, mediática, literaria, tecnológica, entre muchas otras.

Generalmente, la enfermedad es usada como metá-fora de descomposición y muerte. Estamos acostum-brados a oír vocablos como infección, epidemia, gan-grena, virus, inmunización o fl agelo para representar las diversas amenazas que atentan contra la estabilidad y el bienestar social. Incluso, los nombres propios de

1 Nos referimos a sus libros Illness as Metaphor y Aids and Its Metaphors, los cuales son lecturas obligatorias al hablar de enfermedad y contagio. Susan Sontag escribió el primer libro luego de que se le diagnosticara cáncer, y más tarde reescribió el texto teniendo en cuenta la aparición del sida.

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Introducción

enfermedades letales son constantemente invocados. Estas metáforas fortalecen una identifi cación que tien-de a funcionar con efi ciencia en la estigmatización del enfermo como portador del mal, de lo indeseable, a veces del propio diablo.

En nuestras sociedades, las metáforas de la en-fermedad varían de acuerdo con diversos aspectos: la fatalidad, los síntomas, la población vulnerable, el universo afectado, la capacidad de erradicación o de detener sus síntomas y formas de transmisión son fundamentales. Saltan a la vista las diferencias meta-fóricas –aunque también las similitudes– que enfer-medades tan diversas como la poliomielitis, el cáncer, la psicosis, el cólera, la sífi lis, el sida, la anorexia o la leucemia han tenido en diferentes momentos históricos o territorios geográfi cos2. No solamente cada enfer-medad cambia sus poderes metafóricos con el tiempo o en relación con su impacto, también depende de

2 El sida, por ejemplo, se ha vinculado en Occidente a la sodomía, las prácticas homosexuales y las adicciones irresponsables. Sin embar-go, en África, donde el síndrome ha cobrado más vidas humanas que en ningún otro lugar, la condición se asocia a la heterosexualidad, la pobreza y la ignorancia. La sífi lis, por el contrario, ha estado asocia-da con la creatividad, siendo esta una vinculación positiva. Existen también notables diferencias en cómo la diversidad de enfermedades ha redundado en la estigmatización de los portadores. El cáncer, por ejemplo, se relaciona a la represión y al castigo; la anorexia, a la ado-lescencia femenina y a clases sociales acomodadas; y la tuberculosis, a la pobreza y desasistencia.

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sus propias categorías3. En todo caso, la enfermedad siempre ha sido metáfora del castigo y el mal4.

Con esta introducción nos interesa aproximarnos brevemente a diversas metáforas de la enfermedad y el contagio; en especial, intentaremos delinear algunos

3 En el caso del cáncer, las metáforas varían de acuerdo con su ubi-cación y el tipo de tumor. Por ejemplo, las signifi caciones sociales del cáncer de seno, el de pulmón o el de piel son completamente distintas. El cáncer de seno tiende a relacionarse con la vulnerabilidad, la fragilidad del cuerpo femenino, siempre presa de las enfermedades –se estima que las mujeres que no hayan tenido hijos o que tuvieron su primer hijo después de los treinta años son más propensas a padecerlo. El cáncer de pulmón, por su parte, está más asociado al vicio, la ansiedad y los excesos. Mientras que el cáncer de piel se vincula al descuido, el espíritu aventurero e incluso a cierta fragilidad propia de algunas razas.

4 La génesis religiosa de la enfermedad está ligada al error de Eva y por lo tanto, al pecado. Probar y ofrecer el fruto prohibido quebró la perfección humana, dando paso a la enfermedad. De manera similar, la mitología ha representado la enfermedad a partir de la metáfora de la plaga, como mal que quiebra la armonía y pureza humanas. Pandora, la primera mujer creada por Zeus, desata la corrupción cuando abre su ánfora. La caja de Pandora, como se popularizó a partir del Re-nacimiento, no solo libera el vicio, la pasión, la vejez, la pobreza, el crimen sino también las enfermedades. Esta narrativa fundacional se sustenta en la burocracia divina. Las religiones no solo han amenazado con ella –el Apocalipsis está lleno de referencias aterradoras a plagas y contagios–, también han instalado la metáfora del castigo y del temor. No seguir las leyes de Dios desata su furia y, por consiguiente, acarrea enfermedades y hasta la misma muerte. La burocracia también tiene ofi cinas en el cielo. Llama la atención que los requisitos fundamentales para la canonización sean que el futuro santo haya cometido milagros (en vida y post mortem), en la mayoría de los casos, milagros relaciona-dos a enfermedades, a su cura. Ocasionalmente los médicos han logrado llegar al panteón católico. San Lucas, San Cosme y San Damián son algunos de los santos que en vida ejercieron la profesión médica.

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juegos de poder que involucran al cuerpo y sus exce-sos como producciones signifi cativas en las cuales se negocian y disputan fobias, deseos y tensiones. Con estas ideas en mente, abordaremos los relatos que inte-gran la presente antología, los cuales abren un abanico de problemas que nos permiten repensar la enfermedad y el contagio en las fi cciones de América Latina.

Las enfermedades más temidas parecen ser justa-mente las transmitidas o generadas originalmente por animales –como, por ejemplo, la enfermedad de la vaca loca, la gripe aviar o, más reciente, la gripe porcina5– y las más aterradoras quizá sean aquellas cuya sintoma-tología, con independencia de la letalidad, es altamente deshumanizante (Sontag 1989: 38-39). Estas sin duda se relacionan con lo monstruoso por la transformación que practican en los cuerpos6. Sin embargo, todas las enfermedades reproducen imaginarios vinculados a las tensiones sociales más diversas. Un caso notorio es, sin duda, la enfermedad sexual.

Quizá la histeria y la perversión sean las enfermeda-des que mejor pueden ilustrar las apropiaciones, usos

5 Quizá, por esta razón, la Organización Mundial de la Salud se apresuró a difundir la nomenclatura científi ca del virus: AH1N1.

6 La elefantiasis o la lepra –ambas de origen africano– son enferme-dades degenerativas que desfi guran y deforman signifi cativamente. A pesar de los severos síntomas, su aparición es muy poco frecuente y la tasa de mortalidad, considerablemente inferior a enfermedades menos temidas. Pero los síntomas deshumanizantes y animalizantes imperan.

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y estigmatizaciones que producen estos imaginarios. Ambas remiten a trastornos inorgánicos o de orga-nicidad cuestionable, con importantes repercusiones psicoafectivas, que hoy día han desaparecido de la lista de enfermedades mentales.

La histeria siempre ha sido una enfermedad di-fícil de delimitar por misteriosa y por ser conside-rada desde desviación sexual hasta éxtasis religioso. Aunque su origen ha estado asociado a la sexualidad femenina, en el siglo xviii conviven dos teorías: la de la histeria como resultado de abstinencia sexual o problemas uterinos y la de la histeria como afección neurológica7. A fi nales de siglo, se añaden otras cau-sas, como por ejemplo ciertos tipos de lectura o la experimentación de un placer desmesurado, lo cual lleva a pensar que las ninfómanas eran especialmente vulnerables a la enfermedad.

Por su parte, la perversión ha sido defi nida como desviación con respecto al acto sexual normativo. La enfermedad engloba variaciones eróticas tales como la homosexualidad, el fetichismo, la bestialidad, la pe-dofi lia y el travestismo. Antes de Freud, el término

7 La aproximación a la histeria cambia radicalmente de dirección gracias a Charcot. La teoría da un vuelco y pasa del útero al cerebro, de lo ginecológico a lo neurológico. Sin embargo, aunque Charcot inten-tó dejar atrás la asociación entre histeria, mujer y útero, no logró que desaparecieran los tratamientos en los ovarios y glándulas mamarias para curar la histeria (Janet Beizer 1994).

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se utilizaba para califi car el comportamiento cruel o malvado de un sujeto social. Con el psicoanálisis, se convierte en enfermedad sexual, precisada como regre-sión a un estadio anterior al ordenamiento libidinal que ocurre en la infancia (Laplanche y Pontalis 1994: 272). Por lo tanto, el perverso –generalmente hombre8, en oposición a la histérica9– ha sido considerado tanto enfermo como criminal. Las condenas judiciales y su clasifi cación patológica lo han defi nido como un gru-po familiar vecino de los delincuentes y pariente de los locos (Foucault 2007: 53)10. Esta curiosa conexión

8 La estructura perversa parece estar fundamentada en un mecanismo masculino descrito por Freud en 1927 que llamó Verleugnung (disavowal): “When a child fi rst becomes aware of the anatomy of the female body, he discovers, in reality, the absence of a penis; but, so as to preserve his belief in the existence of the maternal phallus, he disavows or repudiates the re-futation of his belief that is imposed by reality. Yet he can retain this belief only at the price of a radical transformation (which Freud tends to treat, fi rst and foremost, as a modifi cation of the ego)” (Mannoni 2003: 69).

9 La diferencia entre la histérica y el perverso parece radicar en que la histérica privilegia el deseo sobre el placer: “el desear y ser deseada es el fi n de la estructura histérica… Incluso el placer puede signifi car para la histérica el fi n del deseo, y en este sentido ser rechazado. Esto tiene que ver mucho con la seducción de la histérica. La seducción es precisamente el anuncio del placer, pero no su resolución, por lo tanto, la histérica puede quedar atrapada en suscitar el deseo y sostenerlo, a costa de renunciar al placer. En este sentido, la histeria se opone radi-calmente a la perversión, que quiere por encima de todo llevar el placer a lo absoluto, es decir, al goce” (Torres 1992: 68-69).

10 Foucault agrega: “A lo largo del siglo [xix] llevaron sucesivamen-te la marca de la ‘locura moral’, de la ‘neurosis genital’, de la ‘aberración del sentido genésico’, de la ‘degeneración’ y del desequilibrio ‘psíquico’” (Foucault 2007: 53).

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defi ne las relaciones de poder que sustentan el dis-curso de la enfermedad bajo el signo del sexo11.

Antes de insistir en el poder que organiza estas en-fermedades sexuales, la histeria y la perversión, nos interesa indagar en la naturaleza expansiva de la enfer-medad. Su capacidad transmisora determina la condición y fuerza del agravio perpetrado. Dos tipos de transmi-sión pueden ser invocados: la herencia y el contagio.

Las enfermedades trasmitidas por causas heredi-tarias son consideradas castigos a una casta, a más de una generación, a un colectivo asociado por la sangre. En este caso, la enfermedad es inexorable y el miedo radica en su transmisión a próximas generaciones y el fi n de un linaje, un apellido, el nombre del padre. Por su parte, el castigo metaforizado por el contagio está más vinculado con los excesos, la imprudencia, las decisiones individuales o, en todo caso, con una fatalidad que viene de afuera.

La enfermedad contagiosa es siempre una inva-sión12. El origen africano o asiático que ha caracteri-zado a una diversidad de virus y bacterias refuerza las

11 En 1973, la Asociación Americana de Psiquiatría eliminó la homosexualidad –quizá la perversión más visible de todas– de la lista de trastornos mentales. Mucho antes, la histeria había desaparecido de esta misma clasifi cación.

12 Incluso en casos como el cáncer, orgánico por naturaleza y genético, se tiende a considerar la contaminación, los químicos y la alimentación como causales importantes.

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representaciones del miedo –en ocasiones, el terror– que produce el contagio. Sus orígenes insisten en las amenazas, generalmente raciales, a la pureza de los cuerpos y el horror ante lo desconocido.

Por su parte, la capacidad de contagiar convierte a la enfermedad –cuyo dominio es por naturaleza un cuerpo, es decir, un ámbito privado– en fenómeno colectivo que va más allá de una casta y es del todo relacional. El enfermo amenaza el ambiente inmediato ya que su cuerpo está marcado por la promesa de ex-tender su novedad. El miedo radica en devenir Otro, transformarse en un cuerpo ajeno, volverse irrecono-cible para sí mismo y para la sociedad.

La enfermedad contagiosa prende todas las alar-mas del colectivo. Las fantasías de aislamiento, las ansiedades de desfi guración y la pérdida de la salud como índice ofi cial de ciudadanía son sus operaciones centrales, su tecnología. Por ser una marca que provie-ne del Otro, el contagio confi rma la vulnerabilidad del cuerpo pero también descubre su poder de vulnerar, su capacidad de transformar al otro, de exterminarlo o por lo menos de marcarlo. El contagiado se vuelve contagioso; la enfermedad, a la vez, enferma.

Convertirse en Otro también implica pertenecer a otro grupo, a una comunidad a la que antes no se per-tenecía. El contagiado/contagioso está marcado física y moralmente por una huella que promete transmitirse a los demás pero que puede enmascararse a partir de separadores. La institucionalidad hospitalaria (clínicas,

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casas de reposo), los preventivos (mascarillas, condo-nes, guantes quirúrgicos) e incluso el aislamiento son maneras de impedir la extensión prometida.

El secreto es también prerrogativa del contagio y produce, por consiguiente, una amplia gama de discur-sos que desafían su aparente condición represiva13. Las operaciones metafóricas ocultan los miedos y las fobias con discursos que apelan a los valores y el progreso. La enfermedad se manifi esta como secreto pero se man-tiene bajo la amenaza constante de hacerse visible, de somatizar. Las posibilidades de contagio precipitan su revelación, envuelven y materializan su naturaleza.

En la puesta en escena de ciertas enfermedades ra-dica la propagación, su contagio. Tal es el caso, como ya hemos observado, de las enfermedades sexuales decimonónicas por excelencia: la histeria y la perver-sión. Ya a fi nales del siglo xix, la presencia de la histe-ria se representa en las fi cciones (periódicos, reportes policiales, encuestas) como si se tratara de una epi-demia. Muchos estudios han enfatizado que su pues-ta en escena, en especial los ataques experimentados por las enfermas, hacen posible su propagación. Su performance se basa en el exceso: la histérica expre-sa con el propio cuerpo lo que sus incongruencias le impiden narrar. La puesta en escena se completa con

13 Esta es la tesis de Foucault en relación con la sexualidad (Foucault 2007).

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el médico, quien descifra los signos del cuerpo y pro-duce un resultado (un diagnóstico) cuya expresión puede ser también contagiosa.

Se puede leer la histeria dentro de la tradición que busca relacionar cuerpo y expresión. Las gesticulacio-nes silenciosas o inarticuladas de la histérica14 se inter-pretan como una vía de escape, como una búsqueda de expresividad. Sin embargo, resulta más productivo pensar en la histeria no como un medio de expresión, sino como una expresión mediada15. En otras palabras, es necesario pensar cómo las histéricas sirven al poder expresivo del Otro –porque no hay duda de que así lo hicieron– y, por otro lado, preguntarse de qué manera el concepto de histeria es metafóricamente contagioso y útil para el discurso narrativo decimonónico. De este modo, se posibilita la exploración de las diferentes

14 La histeria se manifi esta en forma de recuerdos excesivos (bien demasiado frecuentes, bien demasiado poco frecuentes), así como en huecos abruptos en la memoria que provocan episodios de sonambu-lismo o estados semiconscientes. La histeria, desde sus inicios, se ha ca-talogado, además, como una enfermedad femenina, pero, en contados casos, se hablaba también de hombres histéricos, entre los cuales se des-tacan los vagabundos, desamparados o afeminados; es decir, hombres marginados y acaso asimilables a la mujer. La representación visual de la histeria dentro del mundo de imágenes del siglo xix, afi rma Sander L. Gilman, era siempre una imagen femenina; una imagen que arrastraba el subtexto de que el hombre histérico era feminizable, así como el judío: la cara del judío podía ser la cara de un histérico (así como cualquier Otro, diferente, enfermo) (Gilman 1993).

15 Con “expresión mediada” nos referimos al término de Janet Beizer (1994).

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maneras en que el cuerpo histérico, y en general el cuerpo enfermo, produce cierto tipo de texto y cómo su puesta en escena da cabida a más de una ansiedad.

En relación con la perversión, en el primer proceso contra Oscar Wilde –paradigma de la criminalización del deseo homoerótico, y por lo tanto del perverso– queda claro que el escritor es juzgado por “parecer homosexual” y no precisamente por serlo16. Reescri-biendo una idea de Moe Meyer (1994), Wilde fue pri-mero un enfermo semiótico que un enfermo sexual17. En todo caso, se trata de condenar la fi cción18. Parecer o simular es tan grave como serlo.

La performance del perverso, en este caso el homo-sexual, resulta perturbadora. Por ello es acusado y juz-gado ya que, a través del castigo, la ley debe prevenir que la enfermedad del criminal se extienda. Cabe resal-tar que al ser declarado culpable en el segundo proce-so se produce una inusual interpelación a Oscar Wilde por parte del juez19. A partir de ella queda claro que no

16 Es en su segundo proceso cuando es condenado por mantener prácticas homosexuales, lo cual confi rma, tal como lo piensa Sylvia Molloy, la fuerza identifi catoria de la pose (Molloy 1994: 132).

17 El comentario de Meyer, citado por Molloy, afi rma que el escritor fue inicialmente un reo semiótico, no un reo sexual (Molloy 1994: 132).

18 Incluso, a lo largo de los juicios se citan algunos poemas de lord Alfred Douglas, pidiéndole a Wilde que los descifre de manera de constatar la presunta exhibición aberrante.

19 El comentario transcripto es el siguiente: “It is no use for me to address you. People who can do these things must be dead to all sense of shame, and one cannot hope to produce any effect upon them. It is

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solo la conducta del escritor es condenable sino que la puesta en escena es aún más peligrosa, en especial para los más jóvenes.

Lo que resulta indudable ante los ojos de la jus-ticia y la medicina de fi n de siglo xix es la naturaleza contagiosa de la histérica y el perverso.

Por otra parte, en la visibilidad se sintetiza, sin du-das, los peligros y poderes de la enfermedad. En “La política de la pose”, Sylvia Molloy afi rma que la exhi-bición como forma cultural es el género preferido en el siglo xix. “Todo apela a la vista y todo se especulariza: se exhiben nacionalidades en las exposiciones universa-les, se exhiben nacionalismos en las grandes paradas… se exhiben enfermedades en los grandes hospitales, se exhibe el arte en los museos, se exhibe el sexo artístico en los ‘cuadros vivos’” (Molloy 1994: 130). Este boom de la exhibición pero también del exhibicionismo no solo permite que lo mostrado se vuelva más visible sino también que lo exhibido se multiplique, se extienda más allá del cuerpo que ostenta su pertenencia.

Molloy comenta cómo en los archivos médicos de París, los fotógrafos retocaban a los enfermos y “a las histéricas se les agregaban ojeras, se las demacraba, a

the worst case I have ever tried… that you, Wilde, have been the cen-ter of a circle of extensive corruption of the most hideous kind among young men, it is… impossible to doubt”. Algunas transcripciones de los juicios a Wilde pueden consultarse en <http://www.law.umkc.edu/faculty/projects/fTrials/Wilde/wilde.htm>.

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efectos de representar una enfermedad que carecía de rasgos defi nitorios” (Molloy 1994: 130). Ante la ausen-cia de toda lesión orgánica, los síntomas de la histeria se atribuyeron a la sugestión, autosugestión o inclu-so a la simulación (Laplanche y Pontalis 1994: 171). Exhibir el semblante de la histérica pero también sus ataques, al tratarse de una enfermedad altamente su-gestionable, no solo defi ne la enfermedad, también induce su contagio.

Por su parte, Foucault considera que a propósito de la implantación del perverso, las relaciones del poder con el placer y el sexo se multiplican, ramifi can, miden el cuerpo y penetran en las conductas (Foucault 2007: 63). La medi-calización del homosexual del siglo xix lo convierte en un personaje: ya no es solo un ente jurídico, es ahora una es-pecie –con una historia, un pasado y una infancia– porta-dora de una sexualidad sustentada por el encadenamiento del placer y el poder. La economía de la perversión –me-diada por la psiquiatría, la medicina, la prostitución, la pornografía– también garantizan su contagio.

La exhibición del contagio a partir de enferme-dades no contagiosas resulta, por supuesto, una per-formance política. No puede haber espectáculo sin puesta en escena20. No solo se inventa la enfermedad, también debe articularse su propagación.

20 Esta idea proviene de una pregunta que implica su propia afi r-mación: “A gaze that observes and forbears, or rather feigns to forbear, from intervening. A mute gaze, without gesture. It feigns to be pure,

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Introducción

La enfermedad, aunque sea intransferible, es siem-pre evocada como condición contagiosa por poner en escena los miedos –sexuales, raciales, políticos– del cuerpo. En el caso de la enfermedad sexual, como hemos visto, la exhibición se produce para mostrar el mal ejemplo, la pérdida irreparable (moral y física) que produce el contagio. En último término, exhibir al enfermo refuerza la oposición binaria entre enfer-medad y salud. Por supuesto, la enfermedad no solo amenaza el cuerpo saludable sino que evidencia la vulnerabilidad intrínseca y capacidad de transforma-ción, su mal latente.

En los casos del perverso y la histérica, la enfer-medad se distingue por la profusión, en ellos todo es exceso. Tal vez, en este aspecto radica tanto el repudio como la fascinación que producen21.

La puesta en escena del contagio inventa al en-fermo en oposición al saludable para normalizar el cuerpo que el progreso y el bienestar social necesitan. Sin embargo, a partir de la enfermedad y sus fi ccio-nes, más allá de la estigmatización que suele producir,

to be the ideal of the ‘clinical gaze,’ endowed only with a capacity to understand the language of the spectacle ‘offered’ by pathological life. But can there be a spectacle without staging [mise en scène]?” (Didi-Huberman 2003: 23).

21 A pesar de ser Oscar Wilde declarado culpable, durante los jui-cios el gran orador logra seducir y todos quieren tener y estar en con-tacto con sus objetos. La venta de sus enseres personales resulta todo un éxito. Los objetos del perverso fascinan aunque puedan contagiar.

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pueden hacerse visibles otros deseos, cuerpos, sexuali-dades. Incluso hacerse atractivos y por supuesto, imi-tables. Tal como Sylvia Molloy considera en relación con la exhibición: el exceso siempre fomenta la lujuria de ver (Molloy 1994: 130).

A pesar de los poderes que hemos intentado orga-nizar –en especial, el poderoso control que las metá-foras de la enfermedad ejercen sobre sexualidades y sensibilidades ignoradas–, nuestras prácticas sociales la han considerado como sinónimo de sufrimiento. La medicina debe combatir la enfermedad para pro-longar la vida y curar o, por lo menos, aliviar el dolor: salud y enfermedad se oponen22. La literatura como

22 Susan Sontag considera la existencia de dos reinos: la salud y la enfermedad. Sin embargo, resulta obvio que no son realidades del todo separadas. Por el contrario, están superpuestas, son porosas, se atraviesan mutuamente. Para poder operar, la enfermedad debe insta-lar su burocracia en el reino de la salud. La enfermedad ocupa ofi cinas y pabellones que han sido creados para ella. En las representaciones de la enfermedad y el contagio, dicha superposición se evidencia com-pulsivamente. La salud derrocha su sofi sticada tecnología a través de hospitales, médicos, medicinas, instrumentos, pólizas, tratamientos. A través de ella, se ejecuta el enlace entre los reinos. No es que la enferme-dad y la salud sean dos caras de la misma moneda, o que una no pueda pensarse sin la otra. Las dos se contaminan mutuamente y son, a la vez, ambas caras de la misma moneda. Más que en una zona de contagio, la salud y la enfermedad se anudan, hacen contacto en cualquier zona. La metáfora territorial es desplazada por la ubicuidad de la fusión binaria. Para hablar de la enfermedad es necesario tener competencia. El por-tador y su entorno se entrenan y empapan en la tecnología. Deben ser capaces de reproducir su lógica. Con frecuencia, observamos cómo los

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Introducción

productora de metáforas tiene la capacidad de inven-tar, reforzar, invertir, resistir, desconectar o reconectar las metáforas que otras instituciones y hasta la propia literatura instalan.

En las fi cciones latinoamericanas, la enfermedad detenta una importante centralidad. Su presencia re-sulta tan continuada que ha devenido en tópico funda-cional de la literatura hispanoamericana. En Paradiso de José Lezama Lima, la enfermedad no solo abre la novela sino que interviene materialmente el cuerpo de José Cemí. La novela da paso a la enfermedad permi-tiéndole apoderarse del texto y, a su vez, escabullirse hacia el interior del cuerpo del niño para luego ser excretada. Las rosadas y luego rojas ronchas circula-res que se multiplican en el pequeño Cemí alcanzan a penetrar su cuerpo. Baldovina y Zoar, sirvientes de la familia, practican un ritual que alivia la enferme-dad, haciendo al niño orinar un agua anaranjada que abruptamente lo refugia en el sueño. Sin embargo,

pacientes y allegados manejan con sofi sticación y, a veces, con capacidad de impartir enseñanza, sus saberes. Todos juntos operan esta compleja burocracia. Por supuesto, la instalación de una burocracia competente y sobre todo tecnológica –debido a los innegables avances de la medicina y sus aciertos– ha diversifi cado los saberes, multiplicando las comuni-dades operativas. Tradicionalmente, el médico ha sido el distribuidor por excelencia del saber médico de la enfermedad, su máximo y más respetado burócrata. Hoy día, no solo se multiplican en relación con los saberes especializados de los operadores, sino también en las comuni-dades no profesionales que rodean –responsabilizándose, acompañando o atendiendo– a los pacientes.

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para el momento ya la enfermedad ha marcado su cuerpo: las marcas serán intratables.

El cuarto mundo de Diamela Eltit parece reescri-bir las marcas expuestas por Paradiso. La gestación de los mellizos incestuosos se produce en un cuerpo enfermo. La madre ha concebido en pleno auge de fi ebres y dolores. La enfermedad no solo es fértil, ni meramente logra transferirse al momento del parto, la novela de Eltit se adentra en el complejo contagio de los “terrores femeninos” a partir de una visión (re)productiva de la enfermedad. La novela fi naliza con una imagen autorreferencial que genera una literatura enferma como marca de nacimiento: “Lejos, en una casa abandonada a la fraternidad, entre un 7 y un 8 de abril, diamela eltit, asistida por su hermano mellizo, da a luz una niña. La niña sudaca irá a la venta” (Eltit 2001: 117).

Tanto Paradiso como El cuarto mundo también confi rman las enfermedades del texto. La literatura es una enfermedad. Leer y escribir son sus síntomas. No solo desajusta e instala metáforas, la literatura en ocasiones usa la propia enfermedad como metáfora de sí misma23.

23 El mal de Montano de Enrique Vila-Matas construye esta dupli-cidad. En la novela, Rosario Girondo –un afamado crítico español– via-ja a Nantes para curar a su hijo, quien después de publicar una novela sobre escritores que dejan de escribir repentinamente, ha caído en una sequía literaria de la que no puede salir. En su viaje descubre que padece

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Curiosamente, la enfermedad como condición, como estilo de vida, es una constante en la autorre-presentación de escritores y artistas. El cuerpo autoral exhibe las marcas que la enfermedad produce. En oca-siones, esta denota sensibilidad y hace del cuerpo del artista una materia vulnerable. Lezama Lima padecía de una enfermedad crónica, un asma a la que temía. Numerosas cartas de su correspondencia abordan el padecimiento y en muchas expresa su adicción a los medicamentos. Otras marcas de la enfermedad como las de la locura, reveladas como síntomas, son índice de creación desbordante. Estas hacen posible las nociones de genio y genialidad. La neurosis, otra fi gura ligada a la creación, otorga a la obsesión el principio de lo crea-tivo. La enfermedad modela afectos, novelas, textos y hasta ha constituido un tópico para la nación24.

Excesos del cuerpo surge del reconocimiento de la enfermedad como tópico indiscutible aunque crí-ticamente inexplorado de la narrativa latinoamericana

la misma enfermedad que su hijo: el mal de Montano, o lo que es lo mis-mo, estar enfermo de literatura. Más tarde, Rosario Girondo huye a un lugar apacible, lejos de bibliotecas y libros, donde la enfermedad, en vez de mejorar, empeora. Vila-Matas produce la metáfora de la literatura como enfermedad, mal que aqueja, que invade nuestro cuerpo, del que no podemos deshacernos y que fi nalmente se asume como condición alrededor de la cual no hay otra opción sino vivir.

24 Los libros de Gabriela Nouzeilles –Ficciones somáticas–, Paulette Silva Beauregard –De médicos, idilios y otras historias– y Jorge Salessi –Médicos, maleantes y maricas– profundizan, con notable agudeza, en este aspecto.

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contemporánea. Su persistencia en la más reciente lite-ratura contemporánea resulta a todas luces sintomática de su peso temático y político. Títulos contemporáneos como Wasabi de Alan Pauls, El infarto del alma de Dia-mela Eltit, Fruta podrida de Lina Meruane, Salón de belleza de Mario Bellatin, Zona de derrumbe de Margo Glantz, Mal de amores de Ángeles Mastretta, La enfer-medad de Alberto Barrera Tyszka, Santa Evita de To-más Eloy Martínez, Antes que anochezca de Reinaldo Arenas, Paula de Isabel Allende o El desbarrancadero de Fernando Vallejo –por nombrar solo algunos recien-tes– han insistido en la visibilidad y vigencia del tópico que nos convoca.

Por estas razones, consideramos necesario hablar de la enfermedad y el contagio invitando a destacados escri-tores latinoamericanos cuyas obras hubieran abordado o no la enfermedad y el contagio como parte de su proyec-to creativo. Todos los textos, inéditos hasta el momento, ofrecen una amplia gama de perspectivas –críticas y, por lo tanto, provocadoras– sobre el problema planteado.

A su vez, los escritores invitados ya trazan una línea narrativa mixta, lo cual da cuenta de una amplia varie-dad de problemas que a continuación abordaremos. La gran pregunta que nos hemos hecho a lo largo de la materialización de esta antología ha sido siempre una: ¿Cómo narrar la enfermedad? Esta fue la pre-gunta, el encargo, con la que convocamos a nuestros escritores a participar de estos excesos.

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“Ex”, el relato del escritor argentino Alan Pauls, propone leer la enfermedad como parte del desgaste, la decadencia de vivir y la presencia continua de los restos del pasado. El relato comienza con el embargo de los muebles cuya desaparición abre una única po-sibilidad de mudanza: el cuerpo de Rímini. El depar-tamento saqueado, los servicios interrumpidos y el deterioro general producen esta zona de declive. Su ruina es resultado directo de la pérdida de la salud. Postergar es la clave que fortalece la enfermedad. En-trar en esta zona de constante mengua es lo que le confi ere nombre a uno de los personajes. El lastima-do sufre tres raspones que funcionan como marca de ingreso a este [ex] territorio.

Pero es en la relación triangular donde se halla el corazón del relato. El lastimado ha venido a exigirle a Rímini que vuelva con Sofía –ex esposa de Rímini y actual pareja del lastimado–, ya que el olvido no ha sido posible para ella. La obsesión de la mujer, su enfermedad, toma el lugar del deseo que hace funcio-nar a todo triángulo amoroso. El mal de ella radica en tener siempre presente a Rímini, seguir un calen-dario de eventos y recuerdos personales que la unen a su ex. La presunta enfermedad también articula el triángulo. Sofía no es capaz de dejarlo morir y, pa-radójicamente, la enfermedad de ella –que radica en no poder olvidar su historia pasada con Rímini– pro-duce a su vez el padecimiento de él, su desmemoria. Cada vez que ella recuerda (algún aniversario, una

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fecha importante) es como exterminarle a Rímini una parte importante de su cuerpo.

Por otro lado, la separación constituye la enfer-medad de la ex pareja e incluso el lastimado –actual compañero de Sofía– también enferma. La primera descripción de este es sin duda el semblante de un convaleciente: “Era alto, muy fl aco (…) Sus ojos iban y venían (…) Rímini le notó algo familiar: el aire como famélico de su cara, esa delgadez de faquir...” (p. 58). El lastimado ha venido a pedir que Sofía y Rímini vuelvan para recobrar su propia salud. La persistencia del pasado los ha enfermado a todos.

“Ex” vuelve a los personajes de El pasado, novela de Alan Pauls, para relatar una historia que ha quedado pendiente. El triángulo amoroso se produce como con-secuencia del contagio desencadenado por la enferma. Se trata de una enfermedad contagiosa que se materia-liza a distancia y como consecuencia de los restos que permanecen y retornan del pasado –Rímini y Sofía se enferman progresivamente a partir de su separación, el lastimado es consciente de su propia enfermedad una vez que renuncia a su relación con ella.

La homosociabilidad es fundamental para la cons-titución del triángulo. Los rivales estrechan una re-lación mediada por Sofía que resulta tan o acaso más apasionada que las mantenidas por separado con la enferma. La enfermedad, resultado del triángulo, se convierte en el impulso pasional que los une. De vol-ver Rímini con Sofía, como lo fantasea el lastimado,

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se pondría fi n a los síntomas pero también al goce que aunque deprimidos, enloquecidos y hundidos en la de-cadencia, los mantiene aún vivos.

“Ex” de Alan Pauls muestra los restos que aún per-manecen del pasado como síntomas de una enfermedad del día a día de nuestras vidas.

Humor corrosivo y contagio insospechado son los principales elementos del relato de la escritora chilena Diamela Eltit. “Colonizadas” propone una simbiosis de enfermedades entre madre e hija cuya gravedad llega al punto de hacer ver a la hija como madre de su propia progenitora. Eltit trabaja la enfermedad como metáfora de opresiones sociales, médicas, políticas, re-ligiosas. La maternidad es sin lugar a dudas su mayor expresión. El relato descubre la imposición cultural que constituye la fi gura de la madre y la alienación que ello implica: “Yo, su hija, envejezco por (…) la preocupación que me ha causado y que me causa que mi madre sea una enferma terminal porque para una hija nada es más importante que su mamá. Eso me lo dijo mi madre…” (p. 82). El cuerpo de la hija se en-cuentra tan próximo al de la madre –superpuesto, so-lapado, unido aún por el cordón umbilical–, que sus enfermedades son transmitidas logrando incluso en la hija un pronóstico menos alentador.

Por otro lado, este cuerpo colonizado por la ma-dre y sus enfermedades es a la vez producto de una ocupación médica. El diagnóstico constituye un juicio

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inalterable que incluso contagia. Aunque la hija está sumamente enferma, no se encuentra en estado termi-nal hasta que el médico le dice, con un tono “metálico y transfusivo”, que el estado de su madre es terminal. Pero las enfermedades inoculadas por la medicina y sus diagnósticos transfusivos, paradójicamente, pre-vienen la muerte a pesar de sus severos efectos se-cundarios. La presunta enfermedad [terminal] de la hija causa tal terror en la madre, que se convierte en la única razón de la progenitora para mantenerse viva. Este giro del texto abre paso a una especie de triángu-lo entre madre, hija y médico, que plantea otro tipo de colonización. Esta vez se trata de una opresión religiosa que curiosamente se encuentra ligada a la medicina. El médico tiene clavado bajo el escritorio una cruz y “vive en la era de las conversiones y las plegarias” (p. 94).

Resulta reveladora la idea de desnudar simultánea-mente dos instituciones que no tienden a vincularse aunque están, como lo propone el relato, intrínseca-mente unidas. La religión, su creencia, sus intereses misioneros, tienen como vehículo la medicina y vi-ceversa. Tal vez no haya estado más proclive para la conversión religiosa, para la opresión y colonización del cuerpo, que el estar enfermo.

Pero el texto de Eltit presupone una conciencia e incluso una erotización del poder. La rivalidad del par femenino por el médico, la preocupación de la madre por la conversación privada entre su hija y el doctor,

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la afi rmación de la narradora –hija única, por cierto– de que ambas son cautivas de un médico medieval, dan pistas sobre estas seducciones y sus controles.

En “Colonizadas”, la omnipresencia de la madre desarticula la idealización de la fi gura materna y la vuelve contaminante, infecciosa, enfermiza e incluso canal de alienación y sometimiento. Sin embargo, el cautiverio no niega el grito ni la incredulidad ante la “gloria del arrepentimiento” y el “gozo religioso”.

“Desarticulaciones” de Sylvia Molloy se adentra en los laberintos de la memoria a partir de las visitas que la narradora hace a M., una mujer que ya no pue-de recordar. La narración acude a fragmentos simu-lando las lagunas de conciencia que, intactas, parecen sobrevivir a la enfermedad. Desde su inicio, como si se tratara de una advertencia, el propio texto alerta sobre su urgente necesidad de narrar, de decir en pala-bras “mientras ella está viva, mientras no haya muer-te” (p. 97). El relato está destinado a ser incompleto y fragmentario –no tiene “fi nal salvo aquel que está fuera del texto, el que no se dirá en palabras”–, y a la vez es imprescindible para seguir adelante, para que la relación continúe existiendo, para que la narradora pueda recordar y escribir.

En este sentido, “Desarticulaciones” profundiza en la falta de memoria para rescatar sus lógicas. La lengua es una de ellas. M. ha olvidado pero sigue ha-blando correctamente e incluso puede traducir. Uno

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de los fragmentos del relato enfrenta esta paradoja. Ella es incapaz de decir lo que le ocurre, pues olvi-da irremediablemente, pero logra traducir al inglés lo que L. –posiblemente su enfermera, quien no ha-bla el idioma– dice sobre su salud. La narradora se sorprende por la asimetría con la que la enfermedad actúa. Algunas lógicas permanecen intocables, otras han desaparecido.

Por otro lado, el relato intenta buscar lógicas en aquellas porciones que lucen del todo incoherentes, como son los casos de la similitud entre un árbol y un pájaro, la invención de nuevas palabras o la aparición de fragmentos desconectados del pasado. La presencia de estas lagunas de conciencia –opuestas a las lagunas de olvido a las que estamos acostumbrados– advierte sobre otras lógicas que pueden emerger enmascaradas.

Descifrar, unir, conectar, rearticular, si se quiere, son parte y misión de estos fragmentos. Por supuesto, esta nueva materia es una realidad contaminada por la fi cción que le da forma. El relato, ante la desmemoria de M., se convierte en fi cción no solo por su reescri-tura sino por no poder ser contradicho, desmentido. La desmemoria da paso a la fi cción sin límites: “Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría contradecir” (p. 103).

Los fragmentos, entonces, ante el temor a una des-articulación fi nal confunden la historia de M. con el accidente que sufre la propia narradora. La fractura de la pierna trae consigo una desmemoria parecida a

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la de su amiga. La desarticulación de M. sobrevuela como fantasma durante la convalecencia. Ella también pierde la memoria de lo que sucedió cuando estuvo hospitalizada. Incluso, la confusión de su cuerpo con el de M. y el sueño en el que su amiga ha recobrado por completo la memoria advierten sobre la amenaza transfusora de la enfermedad.

“Desarticulaciones”, de la escritora argentina Sylvia Molloy, rescata la memoria de la desmemo-ria para exorcizar el miedo ante las desarticulaciones. Exponerse al peligro y sus riesgos certifi ca lo que el propio texto muestra: “La memoria no necesaria-mente cura” (p. 110).

El relato del escritor peruano nacido en México Mario Bellatin, propone una narración alucinante que podríamos organizar en tres vértices: el cuerpo, el sue-ño y la enfermedad. El texto construye una realidad onírica que descubre registros ocultos, insospechados. Un niño criado en una comunidad sufí cuenta a su lí-der espiritual, la sheika, un sueño que acaba de tener. Más bien, se trata de una cadena de sueños, una especie de mise en abîme en la que el propio cuerpo del niño cobra nuevas dimensiones: “El niño soñó que era un torero enano y que pertenecía, como se sabe, a una familia donde todos eran enanos y toreros” (p. 115). El sueño se constituye en una realidad paralela que crea incluso una familia onírica, la cual a lo largo de la narración parece también transformarse. Esta nueva

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realidad descubre una anatomía de poderosa visibilidad social (la del enano), que, además, en este sueño está asociada con la muerte, con el sacrifi cio de animales. Y es con este cuerpo, por lo demás registrado por múl-tiples representaciones sociales como cuerpo enfermo, con el que se descubre la escena de la enfermedad.

Sigfrido, un amigo del abuelo del niño, ha sido in-toxicado por una sustancia y se encuentra hospitali-zado en un centro de salud donde es atendido por un grupo de enfermeras. Estas son “de baja estatura” y, en sus tiempos libres, también fungen como toreras. El sueño no solo se organiza en una mise en abîme, sino que también propone una serie de transforma-ciones del cuerpo. Además, organiza estas mutacio-nes (los enanos son toreros y enfermeras, Sigfrido es el embajador de Francia en México pero también su clon), y fi nalmente propone el cuerpo como una ilu-sión que se produce en la percepción de los demás. El niño prefi ere, entonces, seguir el sueño para continuar experimentando “el acto más perfecto del cuerpo”. Al obedecer las órdenes de la enfermera-torero, el niño en defi nitiva ocupa el lugar del enfermo y sus sueños –quizá delirios– confi rman su procedencia, su fl ore-cimiento en plena zona de la enfermedad.

Tal como referimos en el caso de Pauls, el relato de Bellatin parece relacionarse secretamente con otro texto de su propia autoría: El Gran Vidrio. En esa na-rración, presentada como un grupo de “Tres autobio-grafías”, el narrador de “La verdadera enfermedad de

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la sheika” (segunda parte del libro) se refi ere a un sue-ño místico que ha tenido con su líder espiritual. Este sueño se vuelca sobre dos malestares: el del narrador, quien padece de una enfermedad incurable y debe acu-dir con cierta frecuencia al hospital, y el de la sheika. En esta nueva oportunidad, Bellatin parece volver al sueño pero evoca la enfermedad lateralmente, casi en secreto, centrándose en las transformaciones que esta hace posible y devalando su dimensión mística. Tal vez se deba a esta la proliferación de animales en el texto, animales que enfatizan la soledad del niño.

“¿Habrá quien considere el sueño como el acto más perfecto del cuerpo?” de Mario Bellatin confi rma las agudas y quizá inasibles dimensiones que supone la poderosa intersección entre el cuerpo, el sueño y la enfermedad.

El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán propo-ne narrar la enfermedad partiendo de la mirada de un enfermero. “El Croata” descubre los discursos, narra-ciones y especulaciones que el cuerpo enfermo suscita en los demás. La descripción del hombre confi rma la anatomía esperada del convaleciente: “era muy alto y fl aco, y tenía un rostro fi loso y pálido que era una ver-sión contundente del desconsuelo” (p. 123); el Croata es sencillamente un despojo. Luego de haber sido una estrella de la selección nacional, se ha convertido en un fantasma, “alguien que había dejado de ser aunque su cuerpo seguía deambulando por inercia” (p. 124).

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El relato de Paz Soldán encuentra que el enigma del cuerpo enfermo es ser narrado. Una vez perdida su posibilidad de relatar, el enfermo solo es capaz de contar su historia en las narraciones que otros hacen de él. Por supuesto, el texto no pretende contar con precisión. Por el contrario, es solo capaz de crear un discurso tanto especulativo como especular. Este es uno de los problemas que aborda “El Croata”.

Los enfermeros fantasean sobre el enfermo, sobre la naturaleza de sus relaciones. Una particularidad re-voluciona el pabellón: dos mujeres lo visitan con regu-laridad. A pesar de su aspecto cadavérico –cercano a la muerte– las mujeres siguen prendadas del mito que sostiene al Croata, su virilidad. Se trata de dos mujeres distintas, una que lo visita junto a un niño (presunta-mente hijo del enfermo) y otra que acude por las tardes, exhibiendo su cuerpo con “calculada provocación”.

Para descifrar el enigma, los enfermeros recopilan historias sobre el Croata y, en ocasiones, echan mano a chismes que aportan información clave. Solange, la mujer que lo visita por las tardes, según el testimonio de un enfermero, trabaja en un cabaret. Otros datos son ofrecidos por el propio paciente, quien de vez en cuando suelta información ayudando a componer el rompecabezas. Tal es el caso de su virilidad. El Croa-ta confi rma que, pese a su enfermedad, Solange se ha quedado con él a causa de su potencia masculina.

La realidad especular también se pone en eviden-cia. Se trata de un espejo que funciona de manera

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inversa: refl eja lo opuesto. Ante los impresionantes éxitos amorosos del enfermo emerge la torpeza del enfermero con las mujeres, sus fracasos y sempiterna timidez. También su cuerpo enfermo trae a colación la anatomía saludable del enfermero aunque se esta-blezca su futura decadencia: “me topé con sus costi-llas salidas, su complexión cadavérica, refl exioné que a todos nos tocaría lo mismo” (p. 124).

A pesar de que ciertos indicios iluminan lo que oculta el Croata, reconstruir la historia se torna imposi-ble. El grado de otredad y especularidad que invoca el cuerpo enfermo es tan inquietante y poderoso que niega cualquier intento de representar su propia historia. No en balde, el deportista lleva sin explicación alguna el nombre de un gentilicio extranjero. Igualmente, el gesto de Paz Soldán de invocar, quizá hasta de reescribir con este relato, la novela de Juan Carlos Onetti Los adioses, apunta hacia esta misma dirección.

“El Croata” pone de manifi esto los innumerables discursos que la enfermedad produce y hace proliferar, incluso en materia literaria.

La ausencia del cuerpo es la novedad más elocuen-te del relato de Sergio Chejfec. En el mundo de “Los enfermos” solo existen piezas, miembros anatómicos (pies, tobillos, ojos, manos), restos desconectados (to-ses, conversaciones entrecortadas, ruidos) y despojos. Ella, el personaje principal del relato, se fantasea a sí misma como “un punto que avanza titilante” (p. 145),

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sin cuerpo. Es una luz que recorre una distancia sobre un plano imaginario para cumplir una función bené-fi ca: cuidar a un enfermo anónimo.

Existe en el texto una marcada desconexión con el cuerpo, un temor al contacto humano que no es más que el resultado del terror al contagio. Ante esto, se hace necesaria la interposición de diversas tecnologías de la imagen, especies de separadores a los cuales nos referíamos antes: la carta, la computadora, el mapa, la cartelera, el cuaderno, el diario, el propio cuadro de Balla, la foto; todas ellas facilitan esta nueva forma de contacto. La mujer no recibe ninguna información acerca del enfermo. Se trata de una voluntaria que mediada por la tecnología, compuesta de objetos, se aproxima a un mundo a la vez objetivado, lleno de bultos, equipos médicos, platos, cubiertos. Los cuer-pos devienen parte del mobiliario.

La catedral de la salud (el hospital) se compo-ne de objetos que forman una ruidosa máquina de respiración. A ella le “parece entonces que el hos-pital existe para producir ruido y expulsarlo. Imagi-na también las incansables máquinas de ventilación, compresores gigantes, que reciben el aire enfermizo y lo reparten de nuevo a sus dueños…” (p. 150). El edi-fi cio es una construcción vieja que ha sido renovada, una óptima estructura de cajas chinas que –aunque madriguera– funciona como espacio que contiene la enfermedad. Es una máquina aséptica y descor-poralizada.

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Por otro lado, el texto de Chejfec narra un regreso, el retorno a casa. El personaje ha vuelto luego de una vida en el extranjero que aparentemente ha sido más corta de lo que ella misma presiente. Sin embargo, la ciudad es un espacio que ha cambiado produciendo una espectralidad que se descubre en los nombres y en las edifi caciones olvidadas, también en las nuevas frac-ciones espaciales que antes no existían. El personaje de este relato fl uctúa entre pertenecer y no pertenecer. Su diálogo es únicamente introspectivo, refl exiona y fan-tasea con reconocer caminos y pasillos desconocidos cerrando los ojos. Sin duda, tiene problemas con las conexiones, con aquellos espacios intermedios entre zonas que sí reconoce. La memoria falla a causa de la ausencia, de las lagunas producidas por la convivencia del pasado y el presente. Regresar es también una en-fermedad, una enfermedad sin enfermos.

“Los enfermos” del escritor argentino Sergio Chejfec propone, incluso a partir de la ironía de su tí-tulo, un desmantelamiento del cuerpo ante un mundo fascinado por las tecnologías y sus seductores poderes de invisibilidad. Al regresar, la falta de contacto y la mediación se hacen evidentes, devienen síntomas.

Con “Denis”, el escritor uruguayo Roberto Echa-varren aborda la enfermedad a partir de la historia de un surfi sta, quien inesperadamente siente una moles-tia que desencadena en un cáncer de cordoma. En el relato, Denis comienza a narrar su enfermedad, pero

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al mismo tiempo repasa su vida, lo cual propone una construcción temporal donde el pasado habla del pre-sente y viceversa.

El relato plantea el desplazamiento y nomadismo del enfermo y la enfermedad. Denis viaja en busca de su curación. Recorre territorios al acecho de medi-cinas alternativas y hasta rituales que, más allá de la cura, proveen bienestar temporal. El tumor, a pesar de ser extraído casi en su totalidad, luego salpica otras áreas para sumergir al surfi sta nuevamente en terapias, medicamentos y sus secuelas.

La asimetría paciente-doctor destaca en el texto. No solo el cáncer de Denis ha sido descuidado; queda tam-bién claro que “los pacientes saben más de su enfer-medad que los médicos” (p. 163). La enfermedad se convierte en un peregrinaje interminable que trans-forma al enfermo en una especie nómada indesea-ble que sabe con precisión lo que tiene pero que no conoce cómo hacerlo cesar.

La enfermedad también varía entre la falta y la po-sesión. El comienzo del texto resulta punzante –duele–, ya que descubre la nalga ausente que, luego sabremos, ha sido producto de la extracción. El tumor es descrito como una forma esférica perfecta, un “bulto semilí-quido, semitransparente, gelatinoso, suave, del tama-ño de una naranja” (p. 166). Los excesos del cuerpo delatan la enfermedad.

La superposición de narraciones –el brote de la enfermedad y el encuentro con Geert, su amante y

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luego esposo– se propone representar la experiencia de estar enfermo. Los síntomas se reescriben en el surf. La marea y las olas son realidades que, como el en-fermo, solo maneja el surfi sta; las entiende y com-parte, vive con ellas –las desea. Estas insisten, una y otra vez, en el empezar de nuevo que incesantemente vuelve al texto y que lo sella.

El espiral infi nito, el vaivén de las corrientes, ate-rra y hiere pero también conecta realidades. La des-cripción de las olas permite experimentar la enferme-dad como si se tratara de un cilindro de vidrio, una dimensión vacía donde el sonido –en ocasiones, el crujir– transporta pero no orienta. Perseguir la ola se convierte en una metáfora de la enfermedad que des-borda los poderes que estigmatizan y alienan. Man-tenerse en pie, ser acuchillado, caer, encontrar la ola, desaparecer en ella, son sus movimientos.

Junto a la enfermedad, el texto aborda un mun-do que se resiste a las alternativas. El terrorismo, el fundamentalismo islámico, la homofobia, la violencia contra la mujer no parecen poder convivir con otras realidades. La enfermedad puntualiza la fractura de las sociedades en emergencia, de un mundo en co-lapso donde se reducen los espacios de convivencia y la posibilidad de vidas no convencionales. Denis y Geert han adoptado una niña, conforman una pareja gay que ha podido casarse.

La enfermedad parece seguir el ritmo de las olas, ese ir y venir que también es un vaivén político.

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“Denis”, de Roberto Echavarren, nos hace sentir los fi losos tránsitos de la enfermedad.

El relato del escritor puertorriqueño Edgardo Ro-dríguez Juliá, “Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos”, plantea una muy sugerente e ingeniosa re-fl exión sobre las enfermedades y el progreso de la me-dicina. Para ello, el narrador opta por representar su propio cuerpo como materia que registra adicciones, enfermedades y los avances médicos.

Las enfermedades son las condiciones que anclan los recuerdos y relacionan el cuerpo con aconteci-mientos históricos signifi cativos. Sus primeros años se invocan a partir de enfermedades –propias y ajenas, como la del presidente Roosevelt o la de su abuela–, descubrimientos médicos –la vacuna Salk– y eventos políticos –la muerte del papa Pío xii. Estos hechos, a su vez, se convierten en metáforas de la enferme-dad social que vive el mundo: “La guerra de Vietnam fue una gran enfermedad que evité convirtiéndome en profesor universitario y casándome” (p. 210).

Por otro lado, las enfermedades ligan al narrador a la experiencia literaria. El asma lo relaciona con los escritores a los que luego admirará, Marcel Proust y José Lezama Lima. La enfermedad se adelanta y de algún modo anticipa su futura carrera de escritor. También sus defectos anatómicos lo vinculan con los cuerpos de los artistas. Su espondilolistesis –un defec-to congénito que le afecta la espalda– hace necesario

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que durante su adolescencia use un arnés similar al de Frida Kahlo. Las enfermedades también descubren el cuerpo oculto, y no común, del artista.

Plantear al cuerpo como materia que construye a partir de sus huellas el progreso de la medicina y la aparición de enfermedades nos recuerda al hipo-condríaco. Este sujeto convierte la medicina y los me-dicamentos en elementos tan adictivos y enfermizos como las mismísimas enfermedades. Los medicamen-tos se convierten en la promesa de una segura enfer-medad. Sin embargo, el propio relato advierte que “la mecánica del cuerpo bien merece herramientas algo salvajes” (p. 208).

El texto parte del miedo y la fascinación ante las he-rramientas del maletín médico –instrumentos indecisos entre la curación y la tortura– a la tecnologización de la medicina y la pérdida de autoridad del especialista, cuyo respeto ha quedado a medio camino entre la pu-blicidad y la ciencia. Se abre entonces un era de aliena-ción que equipara máquina y cuerpo. Pero a su vez la enfermedad está irremediablemente ligada al arte por constituir un recordatorio de nuestra propia muerte. Tal razón explica el comienzo del texto: “Hacia 1955, a los nueve años, tuve las primeras intuiciones de mi propia mortalidad” (p. 207) y también su fi nal a partir de la instalación Cradle to Grave del British Museum, en la que una tela de trece metros de largo representa los catorce mil medicamentos que los ingleses suelen usar a lo largo de sus vidas.

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El relato de Edgardo Rodríguez Juliá narra la en-fermedad a partir de las huellas e indicios del cuerpo dando cuenta de su histeria e historia. La enferme-dad advierte la fragilidad del cuerpo y la promesa de la muerte pero también evidencia su goce, las an-siedades culturales que la reproducen y el deseo que conlleva.

En “Trazos oscuros sobre líneas borrosas”, la nove-lista venezolana Victoria de Stefano narra la experiencia de un pintor que ha caído en una severa depresión. Augusto parece haber llegado a un “punto de no retorno” como resultado de una prolongada pos-tración. Padece una depresión que lo detiene, lo pa-raliza, y que ya ha traspasado el borde de la locura. Las ideas pesimistas del futuro, características de la depresión, devienen en ideas delirantes. De pensar que ha olvidado cerrar la puerta de la casa, Augusto pasa a tener la impresión de que una turba ha ingresa-do a ella, atacándolo con un cuchillo, “que lo mutilaba, lo despedazaba...” (p. 234).

El relato de la escritora se interesa en captar con su forma la fl exión desmesurada del tiempo que produce la depresión. El primer párrafo lleva la elasticidad a su máxima longitud. La larga oración describe el paso del tiempo que ha incubado la enfermedad. Sin em-bargo, resulta contundente la idea de que esta enfer-medad se inmiscuye de tal manera en la percepción, que es capaz de crear una nueva realidad.

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A pesar de que el texto una y otra vez discurre so-bre la oscuridad que genera la depresión, una escena descubre la manera como obra la enfermedad. Al des-correr las cortinas, la luz entra y acentúa la tristeza de la habitación y sus muebles. Pero inmediatamente el relato alerta que no se trata de los objetos, sino de Augusto, “quien proyectaba, mirara adonde mirase, el cono de sombra de su congoja, su nudo, su hidra aferrada a la garganta” (p. 225). Con esta decisión, el texto le otorga agencia a la enfermedad.

En este sentido, también se pone en evidencia la pa-radoja de la depresión. Desde el punto de vista clínico tradicional, Augusto está sano. Sin embargo, la enferme-dad existe y es peligrosa. El doctor Abrantes afi rma que no todo es tan sencillo; la depresión coloca a la persona “en la disyuntiva de la insanía total… o bien, la salud… la salud al fi n recuperada” (p. 230). Todo o nada.

No obstante, resalta la manera en que el médico tratante se refi ere a la enfermedad. La defi ne como el reino de la sombra, con un lenguaje de “vuelos poéti-cos”. Y en este sentido, el relato advierte importantes relaciones entre la enfermedad y la vida del artista. La depresión lleva a Augusto a recordar a aquellos artistas que fueron vencidos, que cedieron ante la tentación de hacer que sus sufrimientos cesaran. Esta también en-frenta la vida y la muerte.

Por otro lado, la noción del pasado es una realidad central en el texto. Desde el principio de la narración, tomar un libro leído y releído es la manera de probar el

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avance de la depresión. La escena en el consultorio mé-dico parece sugerir que allí está la clave. Las fotografías del consultorio evocan una cadena de pensamientos que desembocan en el mar, el mismo que trae consigo el recuerdo de sus padres. El mar puede ser indicio de haber recobrado la salud o, por el contrario, el síntoma de haberla perdido para siempre.

La escritora Victoria de Stefano, con “Trazos os-curos sobre líneas borrosas”, materializa contun-dentemente la inquietante acuosidad de los “nervios fl ojos”.

Pensar la enfermedad como secreto, como irrup-ción vergonzante que marca la cotidianidad y el cuer-po, es la primera idea que emerge después de leer el relato de Lina Meruane, “Mal de ojo”. La escritora chilena presenta un texto en el que la detonación de la enfermedad desorganiza la vida del enfermo y de su entorno cercano. Lucina, protagonista del rela-to, ha quedado temporalmente ciega a causa de una enfermedad crónica y decide ocultar la gravedad del acontecimiento, mostrar que todo continúa igual, en marcha (su mudanza, su relación amorosa). La os-curidad la mantiene sumergida pero su desconcierto ante la ceguera y un futuro improbable la obligan a generar la mínima señal. Lucina fantasea con engañar a Ignacio, quien no es consciente del grado de ceguera que ella experimenta. La enfermedad molesta, arruina las relaciones, los planes comunes.

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Un movimiento adicional complica la experiencia de la enferma. Desde el propio título del relato, “Mal de ojo”, asistimos a un juego inquietante, iniciado con un trompe l’oeil que despista, mudándonos a otra realidad. La narración produce una omnipresencia de gestos, pa-labras, frases, metáforas relacionados con la experiencia de ver, con la mirada. Meruane mete el dedo en el ojo y representa otros modos de vivir la enfermedad, inclu-so de gozarla. Hurgar en zonas inexploradas convoca fantasías perversas: “Y por eso también brindamos, porque en la oscuridad éramos iguales” (p. 263).

El cuerpo es también materia de “Mal de ojo”, la enfermedad marca con precisión. Lucina desplaza las huellas somáticas reconociéndolas en la superfi cie del piso de su nuevo departamento; con ellas, aprende a reconocerse. Ignacio, su compañero, toma un dedo de su mano y lo desliza por el surco que atraviesa la sala. Ahora, Lucina ya puede disfrutar “del silencio, del crepitar del papel de diario entre sus dedos, el tenue burbujeo de la champaña” (p. 263).

La enfermedad descubre mecanismos invisibles del cuerpo, como la relación entre visión y movimien-to, pero también revuelve en la historia personal, al traer de vuelta eventos dolorosos. Lucina se acerca con Ignacio al hospital, recuerda en la sonoridad del nombre de la institución cuando en su infancia estuvo ingresada en una “sala de niños graves” por una lar-ga temporada. La enfermedad organiza su narrativa y viceversa.

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“Mal de ojo” de Lina Meruane discute la supre-macía de la visión como condición indiscutible de la salud pero también abre zonas de contagio, donde respiran experiencias aún no narradas.

Finalmente, el relato de la escritora mexicana Margo Glantz “Tres personas distintas. ¿Alguna verdadera?” se mueve en el mundo de las obsesiones, paranoias y ansiedades producidas por el contagio. Glantz decide no escribir un relato sobre la enfermedad optando por una vertiginosa narración que atrapa los sufrimientos que contaminan a diario.

Los tratamientos médicos –de endodoncia y gi-necología– explotan la violencia que el texto traslada a otras escenas de la vida cotidiana, como la relación con un marido abusador o un jefe despótico.

El relato pone a funcionar tres personajes distintos (todos llamados Nora García), pero apenas delimita-dos, superpuestos, siempre intercambiables. Se trata de una lectora-escritora que recibe un invasivo tra-tamiento de endodoncia, una locutora de radio ob-sesionada con noticias sobre el contagio e historias sensacionalistas, y una secretaria de un patólogo en un acomodado barrio mexicano. Las tres mujeres ex-perimentan o verbalizan violencias del cuerpo, muti-laciones y dolorosas penetraciones.

Las otras Nora García o las otras voces de Nora, quien alucina por la anestesia, plantean una problemá-tica compleja sobre el contagio que en muchos niveles

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se sitúa en un ámbito de globalidad y paranoia. La ob-sesión por los dientes genera una cadena de imágenes que intentan atrapar el terror a la violencia que pro-duce el contagio pero también las pulsiones cultura-les alienantes que violentan y censuran los cuerpos no ofi ciales: “Dientes perfectos para una sonrisa radiante, abierta y seductora. ¿Habrá mejor carta de presenta-ción?” (p. 283), el “papa Inocencio X aprisionado en su trono, lleva ropas talares y una corona; bien abierta, su boca lanza un grito [inmenso]” (p. 288).

Por otro lado, se pone en marcha una refl exión sobre la escritura hecha a partir del sillón del pacien-te. El tratamiento deviene en pretexto para escribir, para escribir asimismo sobre la enfermedad. La Nora que acude al dentista –por cierto, se trata de un mé-dico con un equipo de enfermeras, lo cual medicaliza aún más el tratamiento– lee compulsivamente, con-sume todo tipo de lecturas desplazando a los escritos sus obsesiones y encontrando en ellos la sintomato-logía del horror.

Nora lee y escribe pero solo puede pensar en los dientes, estas piezas que sufren de ubicuidad y que como fauces son movibles metáforas de la cultu-ra, de su agencia contaminante y contagiosa. Pero también el texto parece parodiar las obsesiones y fetiches que envuelven a la creación (Kahlo, Bacon, Poe, Bolaño, Moss). En los zapatos de diseñador, en el calzado en general, se enlaza la violencia hacia lo femenino con el fetiche. No en balde Nora decide

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usar los zapatos “color verde fatiga” cuando escribe pero también escribir que los está usando.

Decíamos que el relato de Glantz opta por no narrar la enfermedad sino sus tratamientos y contagios. Este gesto permite darle forma al hecho de que la “enfer-medad [resulta] impensable para el imaginario social” (p. 314). La narración de Nora –esta vez, la conductora del programa radial– sobre Michel Foucault descubre la paradójica ambivalencia de la enfermedad: ser a la misma vez objeto predilecto de la voracidad social y objeto de la desmedida compulsión de ocultarla.

El relato de la escritora mexicana hurga en una zona peligrosa en la que se activa el terrorífi co juego de las relaciones de poder. Los dientes son proclives a pen-sar el contagio e incluso la enfermedad, pero se activan con frecuencia cuando hay ganas de morder.

Excesos del cuerpo explora a través de once voces latinoamericanas las sorprendentes y muy distintas maneras de narrar la enfermedad. Nuestra antología se propone dar cuenta de las múltiples estrategias de representar el cuerpo y exhibir sus excesos en Amé-rica Latina.

Javier Guerrero y Nathalie BouzagloEstambul, 2009

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Alan Pauls nació en 1959 en Buenos Aires. Es escritor, periodista y crítico literario y cinematográfi co. Publicó las novelas El pudor del pornógrafo (1984), El coloquio (1990), Wasabi (1994), El pasado (2003) e Historia del llanto (2007), entre otras. También es autor de la anto-logía Cómo se escribe el diario íntimo (1996) y del ensayo El factor Borges (1996). El pasado ganó el premio Herralde y fue llevada al cine por el director Héctor Babenco.

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El lastimado apareció la tarde en que se llevaron el primer lote de muebles: la cama, las mesitas de

luz, la mesa y las sillas del comedor, dos bibliotecas, buena parte de la vajilla y los cubiertos, dos lámparas de pie, un par de cuadros en los que Rímini ni siquiera había reparado. Vio que la puerta estaba abierta, pero cuando iba a entrar se detuvo: los mudadores force-jeaban con la mesa, que se debatía golpeando contra el marco de la puerta. Retrocedió, pero no lo sufi ciente, y una de las patas de la mesa irrumpió en el hall fuera de control y le trazó tres raspones paralelos en la piel blanquísima de una mejilla. Apiadándose, uno de los mudadores depositó la mesa panza arriba en el piso, como un animal muerto, lo hizo pasar –Rímini, sin apartar los ojos del televisor, se limitó a cubrirse con una manta las pantorrillas desnudas–, lo condujo has-ta la pileta de la cocina y lo obligó a poner la herida bajo la canilla, a la altura de la fuente de vidrio que coronaba una inestable montaña de platos sucios.

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Veinte minutos más tarde, con el departamento saqueado y en silencio y los saqueadores lejos, Rí-mini miró hacia la puerta –cuyos dos únicos estados, “abierta” y “cerrada”, marcaban la métrica de su exis-tencia–, la vio cerrada, apoyó los pies desnudos en el piso, contempló la peste amarillenta que ya estaba carcomiéndole todas las uñas y levantó la vista porque sí, solo para posarla en una imagen nueva, y descu-brió al lastimado junto a la puerta de la cocina, de pie, mirándolo fi jo mientras se apretaba una servilleta de papel contra la zona herida. Era alto, muy fl aco, pro-bablemente un poco mayor que Rímini. Sus ojos iban y venían, asustados o impacientes, detrás de grandes anteojos redondos, sin marco. Tenía una rara manera de estar presente, como si fuera al mismo tiempo un intruso y una reliquia olvidada. Rímini le notó algo familiar: el aire como famélico de su cara, esa delgadez de faquir, la insolencia con que sus ojos lo rozaban y lo ignoraban… Pero pensó que con toda la gente desco-nocida que había visto en los últimos días, probable-mente cualquier cara le resultaría familiar. Entonces, apartándose de la pared contra la que se apoyaba, el lastimado dijo que venía por el departamento.

Hubo un silencio. Rímini volvió a mirarse los pies, cuyas puntas habían ido acercándose con sigilo, apo-yó las manos sobre las rodillas y se incorporó. “Te lo muestro”, dijo. Tuvo un escalofrío y tosió: dos ladri-dos secos, duros, como golpes contra una piedra. Era como si, al pararse, su cuerpo hubiera entrado en una

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temperatura distinta, mucho más baja que la que im-peraba abajo, al nivel del sofá cama. Se cerró la bata; quiso anudarse el cinturón y se palpó con las manos, en vano, la cintura. El lastimado se agachó, recogió el cinturón del piso y se lo alcanzó. Recién entonces Rímini notó los raspones. A modo de explicación, el lastimado cabeceó hacia la puerta, hizo la mímica de manipular un objeto incómodo. “Ah”, dijo Rímini. “Vení, es por acá”. El lastimado lo siguió a cierta dis-tancia. “Este es el baño”. Rímini prendió la luz, abrió el botiquín, sacó un frasco de alcohol y unas últimas motas de algodón que envejecían en el fondo de un paquete. El lastimado se asomó a mirar: azulejos ro-tos, una ventana ciega por la mugre, la rejilla del desa-güe partida en dos y, fl otando en el agua, una balsa de pelos muy quieta. Había ropa sucia en el bidet, sobre la tapa del inodoro, colgada del barral, y un par de medias ensangrentadas abrazadas a las canillas de la ducha. Al término de la inspección, los ojos del lasti-mado tropezaron con el primer plano de un amena-zante trozo de algodón. “Es alcohol”, dijo Rímini. El otro se agachó un poco y se dejó hacer cerrando los ojos. Mientras limpiaba la piel con el borde húmedo del algodón, Rímini sintió que se perdía en el pálido páramo de esa mejilla lacerada. Semanas contemplando planos generales y ahora una sobredosis de detalle: po-ros, pelos, manchas, cicatrices minúsculas, un lunar… Dejó atrás las tres rayitas rojas, reptó por el pómulo y dio con el cristal cóncavo del anteojo, y más allá con

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el ojo derecho del lastimado, un ojo negro y brillante, enorme como el de una ballena, que parpadeó, se mo-vió rápido y se clavó en él, paralizándolo. Hasta que todo volvió a sus proporciones normales.

No, no lo conocía, pensó Rímini –y sin embargo. Tiró el algodón en el lavatorio, dejó el frasco de alco-hol abierto, la luz del baño prendida y, casi empujando al lastimado, que permanecía en el vano de la puerta, se dirigió hacia el dormitorio. Prendió la luz: un fi lamen-to ardió en el corazón de la lámpara, se oyó un crujido y la habitación quedó otra vez a oscuras. Rímini no se movió. Sintió que el lastimado, a su espalda, se asoma-ba a la boca tenebrosa del cuarto, y señaló con desgano un punto en la oscuridad. “La ventana da a un balcón, el balcón a una cancha de paddle con techos bajos, de chapa”. Después los dos se quedaron un rato en si-lencio, inmóviles. Oyeron –Rímini tuvo exactamente esa impresión: que él y el desconocido oían juntos– el gorgoteo del agua en el depósito del baño, un rumor de cañerías, un zumbido arrancando lento, como con pereza, en la cocina –y eso fue todo. Rímini pensó que esa ausencia de señales exteriores era decepcionante pero confi rmaba la verdad, y sobre todo la sensatez, de su vida de recluso. Se le ocurrió pensar, razonan-do como un suicida, que tal vez afuera ya no quedara nada, nada que emitiera señal alguna, nada que tuviera sentido. Tal vez el mundo había enmudecido…

¿Vivía solo? Rímini se volvió, muy turbado, como si la pregunta lo hubiera tocado. ¿Quién había hablado?

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¿El otro? ¿O también las preguntas eran eventos inter-nos, como el ritmo respiratorio o los latidos del cora-zón? “¿Qué?”, dijo. “¿Yo?”, dijo. “Sí”, dijo el lastima-do: “¿Vivís solo?”. Rímini bajó los ojos y por fi n dijo que sí, que ahora sí, y le ofreció mostrarle la cocina. Cruzaron el living. El lastimado lo siguió en silencio, y cuando Rímini lo invitó a pasar primero pareció aco-bardarse y se hizo a un lado, como cediéndole el paso a un comprador mucho más digno que él. Esperaba siempre que Rímini diera el primer paso y recién des-pués se movía, pero sus movimientos eran lentos, exa-geradamente suaves, los movimientos de alguien que trata de dejar atrás un largo historial de impertinencia o torpeza. Salvo por la pregunta que acababa de hacer, más inesperada que indiscreta, no parecía sentir nin-guna curiosidad verdadera; se habría detenido a con-templar todo lo que Rímini le hubiera mostrado: un zócalo roído, las bisagras oxidadas de una puerta, un enchufe chamuscado, cualquier cosa. Vieron la co-cina y no hablaron mucho más. Una cucaracha esca-laba los escombros de un plato sucio. Otra, menos afortunada, yacía en la mesada de mármol bajo una pantufl a. Rímini sintió una oleada de irritación y se apuró. Señaló algo en el techo –una densa cortina de telarañas y hollín, detrás de la que se adivinaban unas aspas– y dijo: “Funciona”.

El lastimado reapareció una semana más tarde, a mediodía, con los raspones casi cicatrizados y dos pa-quetes de comida. Estaba haciendo unos trámites por

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el barrio; tenía que hacer tiempo hasta las dos. Había pensado en aprovechar para almorzar, pero vio que estaba cerca del departamento y le dieron ganas de verlo otra vez. Entonces se le había ocurrido –y com-pletó la frase mostrándole los paquetes. Empezaba a hacer calor. Rímini, en calzoncillos, lo hizo pasar. Llevaba semanas sin probar comida caliente. Corrigió un poco la posición del televisor en el piso –la mesi-ta rodante había desaparecido con el último éxodo–, tiró el bollo de sábanas en un rincón del living y se acomodaron en el sofá cama. El lastimado desenvol-vió los paquetes, cedió a Rímini la bandeja de niños envueltos y se quedó con la otra, donde humeaban unos fi deos con estofado. Comieron usando unas vie-jas espátulas de plástico, con las rodillas a modo de mesa, mientras miraban uno de esos programas don-de gente indeciblemente pobre, sufrida, endomingada con ropa prestada, balbucea a los gritos, instigada por una pareja de torturadores profesionales, la retahíla de depravaciones domésticas que la hará célebre durante cuarenta y cinco minutos. Una mujer mayor, enorme, con el pecho cruzado de collares, acusaba a su hijo, un adolescente de ojos esquivos, con la cara picada de viruela y los brazos tatuados, sentado a menos de medio metro, de usar su ropa interior y su cama para masturbarse mientras ella, empleada doméstica por horas, salía a trabajar. El masturbador esperó que la cámara se posara sobre él; se vio en el monitor, im-provisó un estallido de indignación y cuando estaba a

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punto de contestar, las manos aferradas a los posabra-zos, como dispuesto a abalanzarse sobre el monstruo que le había tocado de madre, el televisor emitió un chasquido seco y la imagen quedó reducida a un mi-núsculo punto luminoso. Rímini y el lastimado queda-ron con la boca abierta, con sus dos últimos bocados suspendidos en las espátulas. El lastimado fue a pro-bar la llave de luz; la bombita que colgaba del techo no reaccionó. Se asomó a la cocina: la heladera estaba completamente muda. “Deben haber cortado”, dijo Rímini, que volvía a masticar. Siguieron comiendo casi a oscuras. “No es nada. Vas y pagás –acá a dos cuadras hay una ofi cina– y te rehabilitan el servicio en el acto. ¿Para tomar no trajiste nada?”. El lastima-do dejó correr unos segundos el agua de la cocina; cuando la vio más o menos transparente, llenó una botella vacía que encontró en la mesada, al lado de la pantufl a, y bebieron.

Después sacó de un bolsillo una especie de ciga-rrera y armó el cigarrillo de marihuana más rápido y perfecto que Rímini jamás hubiera visto. Rímini, des-lumbrado por la destreza de sus dedos, quiso saber si había alguna técnica más o menos formal para adqui-rirla. Mientras se pasaban el cigarrillo, que tiraba con fl uidez y se consumía de un modo asombrosamente parejo, el lastimado hizo una demostración práctica con otro papel y una pequeña ración de droga que distrajo de la cigarrera, dividiéndola en pasos para ga-nar en efi cacia pedagógica. Según el lastimado había

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dos pasos clave: el “amasado” de la droga en el pliegue del papel –había que limpiar la marihuana de cabitos, que podían perforar el papel, y de semillas, que siem-pre obturaban el tiraje, y distribuirla con el dedo de manera equitativa, y luego compactarla masajeándola hacia arriba y hacia abajo con el papel– y su inmovi-lización –había que clavar las uñas de los pulgares en el papel y hundir la parte delantera de la hoja contra el fondo, de modo que la droga quedara enfundada en el papel como un relleno. “Probá”, dijo el lastimado. Y, como mucho no se veía, se levantó y forcejeó con la persiana, hasta que algo sonó detrás del taparrollos y la correa quedó colgando, muerta, en su mano. “Se zafó de arriba. No es nada. Le pedís al portero y te lo arregla en un segundo”, dijo Rímini, irritado por el modo en que el papel de armar y las hebras de droga, tan dóciles con el lastimado, se rebelaban contra sus dedos. Malgastó cuatro hojas de papel, y lo mejor que logró fue una especie de oruga blanda, deforme, llena de aire, que enarboló ante los ojos del lastimado y se le partió al medio en el aire. “Estoy demasiado drogado para aprender”, dijo, y guardó el papel y la droga en la cigarrera y la hizo a un lado con un gesto de despec-tiva renuncia. “Es skonk paraguayo”, oyó que decía el lastimado, cuya voz ahora parecía envuelta en una extraña reverberación.

Poco a poco Rímini fue encogiéndose, volviéndo-se más grávido, más lento. En un momento creyó ver una imagen naciendo en la pantalla del televisor, una

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especie de espuma clara y brillante, como el orillado del mar en las noches de luna, pero la imagen se desva-neció, o sus ojos ya no fueron capaces de mantenerla en foco. Sintió frío; ya era incapaz de moverse. Entonces, mientras se dormía, o envuelto en esa bruma anesté-sica con que la marihuana prologa sus ensueños pro-fundos, le pareció ver la silueta del lastimado atravesar el living, inclinarse a recoger las sábanas y la manta y, de pie junto al sofá cama, enorme y benévolo como un dios, como un ángel, como uno de esos adictos ex-perimentados que, de regreso de la muerte, deciden convertir el capital tóxico acumulado en abnegación pura, extenderlas sobre su cuerpo aterido hasta cubrir-lo por completo, hasta abrigarlo. Más tarde abrió los ojos, sintió que se ahogaba y cuando estaba a punto de volver a dormirse, creyendo que soñaba, descubrió que tenía una esquina de la manta metida dentro de la boca. Tosió, se irguió apenas; le ardía la garganta. Le-jos, muy lejos, en el pedazo de cocina que alcanzaba a ver desde el sofá, reconoció el refl ejo de un resplandor que parpadeaba, como una llama mecida por el viento, y volvió a toser, y de pronto el resplandor se movió y el lastimado apareció junto a la puerta, con una vela en la mano y el teléfono en la otra, y se detuvo a mirarlo, mientras Rímini cedía al hechizo de sus labios que se movían sin sonido. Volvió a dormirse.

Al despertar, con las primeras luces de conciencia se dio cuenta de que esas partículas que huían en es-tampida eran restos de un sueño erótico, el primero

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que tenía en años, y manoteó con desesperación para quedarse de este lado con alguno. Le pareció recono-cer un cuerpo, una parte blanca y tersa, y la retuvo con fi rmeza, batallando contra las tinieblas que pre-tendían llevársela, y a partir de ese vestigio ínfi mo reconstruyó no el sueño, perdido para siempre, sino el efecto que el sueño había tenido sobre él y que aún lo acompañaba, envolviendo su despertar en una tibia nube de voluptuosidad. Pero a medida que desper-taba, y que ese pálido trozo de cuerpo volvía a fun-dirse con la materia nocturna de la que estaba hecho, también los ecos de ese ardor iban desvaneciéndose. Rímini metió bajo las sábanas la misma mano con la que había capturado la porción de carne fugitiva y rozó el óvalo húmedo que el trance había dejado en sus calzoncillos y la sábana.

Se incorporó en el sofá y por poco se golpea la cabeza con una taza. Vio al lastimado que se la ofre-cía de pie, y todas las imágenes que había entrevisto durante la noche volvieron a precipitarse sobre él: la llama, la vela, la cocina, el lastimado –como un per-sonaje secundario de un cuadro de Rembrandt– aso-mándose a mirarlo mientras hablaba por teléfono… Rímini negó con la cabeza: jamás desayunaba. La taza, indiferente, siguió humeando a su lado. Termi-nó aceptándola, y alzó los ojos hacia el lastimado y le sonrió. “Soñé que me despertaba y te veía hablando por teléfono”, dijo con alguna arrogancia, como si el otro tuviera que agradecerle por haber participado de

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uno de sus sueños. “El colmo del realismo”, agregó. “Tampoco había luz, y llevabas una vela en un plato, un platito de té, creo”, y a medida que seguía hablan-do sentía que algo en su cabeza se le soltaba, rebotaba contra las paredes de su cráneo y caía, caía intermi-nablemente y lo dejaba perplejo, pero Rímini ya no podía detenerse y señalaba con un dedo el plato de té con la vela consumida que yacía en el piso. “Un pla-tito como ¿ese?”.

“Basta”, lo cortó el lastimado. “Despertate”. Era otra voz, otra persona. Y sin embargo, detrás de esa energía imperativa temblaba la misma orfandad, la mis-ma desesperación que Rímini reconocía ahora que lo habían estado devorando desde que lo había visto por primera vez. “Tomate eso”, dijo golpeándole apenas un hombro, de modo que la taza se sobresaltó y le volcó unas gotas en las piernas. Rímini comprendió que no era un chiste, ni una manera de decir, y bebió, y una mezcla de lija y de lava le despellejó el paladar. Abrió la boca, le salió preguntar: “¿Con quién hablabas por teléfono?”. Y mientras lo decía tuvo una revelación. Se dio cuenta de que el lastimado había estado hablan-do de él. Se corrigió; pensó: “Hablaban de mí”. El lastimado se puso a caminar de un lado para el otro. “Tienen que volver”, dijo por fi n. Rímini lo miró sin entender. “Sofía y vos”, dijo. “Tienen que volver a es-tar juntos”. Rímini empezó a ponerse de pie, tentado por un borrador de porvenir en el que abría la puerta y fi rme, pero sin violencia, despedía al lastimado y

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abortaba a tiempo toda la escena. Pero el lastimado lo detuvo poniéndole la mano en un hombro y volvió a hundirlo en el sofá. “Lo pensé bien”, dijo. “Es la única posibilidad. O vuelven o te mato”.

Y dijo:“Podría haber aprovechado la noche para matarte.

Era fácil. Hay una hornalla que pierde. Sí, hablaba por teléfono. Sí, hablaba con Sofía. Te estuve mirando dormir. Los hombres no hacen eso. No miran dormir a otros hombres. Pero yo quería –yo había pensado que me encontraría con una especie de dios, alguien que me dejaría mudo. O con un tipo cualquiera que se había ido, que había dejado a una mujer para seguir con su vida en otra parte: alguien que, sin ningún mé-rito especial, incluso sin darse cuenta, había dejado una parte suya en la cabeza de una mujer, como otros se olvidan la bufanda o el paraguas en la casa donde los invitaron a cenar. Pero te encontré, me encontré con esto que sos y no pude –das pena, Rímini. Puedo llamarte así, ¿no? Así te dice ella: ‘Rímini’, cuando por ejemplo está buscando algo, algo concreto, un dato, el título de un libro, la dirección de un restau-rante, y de golpe te le cruzás por el camino. O ‘Rim’ cuando, en medio de una fi esta, por ejemplo, hablan-do con otros pero adelante mío, se pone a recordar algo que les pasó juntos y yo dejo de existir, y la veo entrar y desaparecer en ese entrepiso, esa celda, esa otra dimensión donde no hay nadie más que ustedes, Sofía y vos… Así que la llamé. Dormía. Le dije: ‘Estoy

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acá con él. Duerme. Está perdido’. Me colgó. La llamé otra vez. ‘Vuelvan, por favor’, le dije. Me volvió a col-gar. A la tercera vez le dije que si me cortaba te iba a cortar la cara. Eso la frenó. Se puso a hablarme muy despacio, casi deletreando, como se les habla a los suicidas para disuadirlos. Sofía te idolatra, Rímini. Es así. Es la verdad. Ella te idolatra y yo quiero vivir. Eso es todo. Apenas me enamoré de ella me di cuen-ta de que era tarde. Ya lo sabía, en realidad. Nadie que se acerque a menos de medio metro de Sofía puede darse el lujo de no saber que es tarde. Me había ena-morado de una mujer poseída. No me importó. Me necesitaba. Era una enferma. Una intoxicada. No me olvido la primera vez que nos acostamos. Acabó llo-rando, sangró, dijo –lo de siempre. Lo que todos es-peramos oír, lo que nos salva y nos hunde para siem-pre. ‘Nunca antes me había pasado…’. Y me contó eso: el pasado. Sus hombres. Me lo contó en orden, de lo más nuevo a lo más viejo. Apareció un alemán –debés conocerlo: un tal Karl, un Konrad. Pero ¿qué podía importarme ese infeliz? Yo quería llegar al fon-do. Quería llegar a lo que la poseía. Yo te quería a vos. Y cuando llegamos a vos me dijo que ese ‘nunca antes’ también corría para los doce años y tres meses que habían estado juntos. Tuvo la decencia de no humi-llarte, si eso te preocupa. Pero el pasado ya no es como antes. No tiene color, ni bordes esfumados, ni contraluces, y la gente no se mueve en cámara lenta. Es áspero y clínico, como las imágenes de un circuito

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cerrado de televisión. Ahí estabas, por fi n. Y no: no parecías un dios. Eras infantil, desvalido, y de todas las cosas que te daban miedo, que eran casi todas, el placer era la que menos entendías. Eras ‘aburrido’, ‘impaciente’, ‘laborioso’. Creo que esas fueron las pa-labras que usó. No hubo muchos detalles más. Pero ese resumen bastó para que me sintiera invulnerable. Me pareció que podía soportar cualquier cosa. Así que probé todo. Primero probé saber. Fechas, nombres, lugares –todo. Probé repetir ese pasado al pie de la le-tra. Estudié las fotos de los viajes hasta aprendérmelas de memoria. Yo creía que así disolvía el hechizo, pero la repetición es una escuela. La repetición me formaba. Me basta mirar una foto para decir dónde, cuándo, quién la sacó, qué tenían en la cabeza vos, Sofía o el aborigen incauto que reclutaron por la calle para que disparara la cámara. Subo una perilla y me vienen a la cabeza partes de mundos en los que solo estuve de paso. Puedo nombrar las diez películas que vieron juntos más de cinco veces, los balnearios donde pasa-ron las vacaciones, los negocios donde se compraban la ropa, las marcas de café y chocolate que preferían, los remedios que tomaban, los conciertos a los que fueron. Me autoimplanté una memoria ajena. Yo que-ría desalojarte de su vida. Ella me convertía en una especie de erudito. Un especialista en ustedes. Era de-mencial, sí, pero para mí, dios mío, era un privilegio. Hasta que Sofía lo vio. Fue ella la que paró todo. Dijo que no quería eso para mí. Que me merecía otra cosa.

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‘¿Qué?’, le pregunté. No soy exigente. Hubiera acep-tado cualquier cosa. Me pidió que dejáramos de ver-nos por un tiempo. Creí que me moría. ‘Si no te ama-ra’, dijo, ‘jamás te lo pediría’. Me convenció. Estaba hecho polvo, pero seguía siendo un privilegiado. Me fui de viaje, solo. Marruecos, Tánger, Delhi, Lahore, Bangkok. Pensé que un baño de exotismo me curaría. En Marruecos comí una especie de pan de girasol con un relleno negruzco y treinta y seis horas después de haber salido de Ezeiza estaba de vuelta, deshidratado, con tres kilos menos y cuarenta grados de fi ebre. La llamé al bajar del avión, antes de pasar por migracio-nes. ‘Qué sorpresa’, me dijo, pero cuando atendió, el teléfono no había sonado dos veces. Viste cómo es: nunca duerme, siempre sabe todo antes. De a poco fuimos volviendo. Pero yo había cambiado: ahora iba a luchar. Me había vuelto hipersensible. Un monstruo de la sospecha y los celos. El menor signo que habla-ra de vos me sacaba de quicio. Te declaré la guerra. Eras mi enemigo –la única cara que estaba dispuesto a reconocerte. Había una épica. La menor vacilación, todo silencio más o menos abrupto, cualquier nombre traído del pasado evocaba en mí algún secreto aplas-tante y nos enfrentaba. Estabas ahí, siempre ahí, como antes, pero ahora eras invisible, innombrable, y yo te acechaba y te perseguía a ciegas, largando golpes al aire. Había una épica, sí, y no digo que su dosis de ten-sión no nos revitalizara. Digo que fue agotador y nos embrutecía. Y que duró poco. Porque el problema no

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eras vos, Rímini. Era ella. Sufría. ‘Te amo a vos’, me decía, ‘pero sufro por él’. O tal vez fueras vos, sí, pero ¿cómo podía hacerte la guerra si para mí solo existías cuando te sorprendía en boca de ella, siempre entre líneas, en alguna de las huellas que yo creía detectar que te delataban? Vos eras su tuberculoso, Rímini. Su extraviado, su huérfano, su suicida. Solo tenías una sal-vación: ella. El día de su cumpleaños, por ejemplo. Por un momento todo parecía nuevo: no nos alcanzaba el tiempo para hacer todo lo que habíamos planeado. Y de golpe caía la tarde, acabábamos de coger, o de bañarnos, o de abrir regalos –y sonaba el teléfono. Y ella corría a atender y todo su entusiasmo se apagaba en un segundo, como si alguien hubiese soplado sobre la llama de su alma. Era el padre, una tía, algún amigo. Cualquiera. No eras vos. ‘¿Cómo podés esperar que sea él?’, le decía yo. ‘¿Cuánto hace ya que están sepa-rados?’. Entonces me miraba con una de sus miradas a distancia, entrecerrando un poco los ojos, como des-de la cumbre de una montaña, y con una sonrisa tris-te me decía que no, que no era eso, que no era ella la que necesitaba tu llamado ese día sino vos, vos mismo, y que el hecho de que una vez más no la hubieras lla-mado para su cumpleaños no hacía más que confi rmar-le lo enfermo que estabas. Lo profundo, lo siniestro, lo incurable de tu enfermedad. ‘No puedo verlo así, lejos de mí’, me decía. ‘Es como dejarlo morir’. Así que mientras vos te morías lejos, muy lejos de ella, yo, muy cerca, iba enloqueciendo. Ya los celos me

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avergonzaban. ¿Cómo podía tenerte miedo? ¿A vos: un condenado, un muerto en vida? ¿A vos, que recha-zabas una y otra vez la salvación? Y al mismo tiempo, ¿cómo podía seguir al lado de una mujer que, aunque me amaba, o decía que me amaba, se consumía en algo más hondo, más intenso y más eterno que el amor: en un calvario? Había dos calendarios. Uno era actual, visible, gráfi co, y colgaba de una pared de la cocina. Ahí, con un marcador rojo de alcohol, marcábamos nuestras fechas. Y después estaba el otro, el invisible, el secreto, el calendario de ustedes, con las fechas de ustedes, que yo no podía ver pero que sabía que ella consultaba todos los días, como si cada fecha no ce-lebrada, o no recordada, fuera la pastilla milagrosa que vos, una vez más, habías decidido no tomar. Un día salí de casa temprano. Era el 12 de mayo. Cuan-do volví, cerca del mediodía, ella seguía en la cama. Había llorado, no sé, o estaba por llorar. Tenía esas especies de cicatrices que las fundas de las almohadas dejan en la cara de las mujeres que se deprimen. Dijo que no podía levantarse. Era más fuerte que ella. Me di cuenta de que en ese momento, mientras estábamos ahí, en esa pieza, a esa hora, algo pasaba en otro lado, lejos, muy lejos, en ese lugar donde yo nunca había estado y probablemente no estaría nunca –en ese otro calendario. 12 de mayo, Rímini. ¿Te dice algo? Lluvia, Vicente López, una casa con patio y techos de chapa acanalada donde la lluvia no paraba de golpear… El aborto, Rímini. Otro aniversario. Eran las doce menos

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cuarto; no la habías llamado. Demasiado tarde: ya no la llamarías. Le grité cosas espantosas. Ni siquiera se defendió, y tenía razón. No había hecho, ni pensado, ni deseado nada malo. No podía olvidar. Eso era todo. Y sufría porque su memoria, que era implacable, no era lo sufi cientemente poderosa para impedir esa atro-cidad máxima: que vos siguieras olvidando. O, como le gustaba decir, ‘extirpándote partes’. Sufría porque tenía la droga que te habría salvado. Sufría porque ella era la droga que te habría salvado. Y vos, en cambio, preferías consumirte. Decidí dejarla. Junté mis cosas, y cuando me iba vi en un cuarto la caja de fotos de ustedes y me la llevé –las metí en una bolsa de basura tamaño consorcio y me las llevé. Cada tanto las mira-ba y pensaba qué hacer. ¿Magia negra? ¿Vudú? Una noche bajé y dejé la bolsa junto a un árbol para que se la llevara el camión de la basura. Media hora des-pués, arrepentido, discutía a los gritos con un basure-ro para recuperarla. (Terminaron costándome diez pesos). De vez en cuando hablábamos por teléfono. ¿Te creés que alguna vez me preguntó por las fotos? Nada, ni una palabra. La amenacé con quemarlas. ‘No las necesito. Todo lo que se ve en las fotos lo tengo yo, real, en mi cabeza’, me dijo. Un día pedí un radio-taxi y se las mandé de vuelta. Empezamos a vernos de nuevo, cada tanto, en hoteles. Seguía diciéndome que me amaba. No quería convertirme en una sombra sufriente, pero tampoco quería perderme. Decía que se había encariñado con mi pija. La extrañaba. Nos

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veíamos solo para coger. Creo que ni hablábamos. Ni siquiera abríamos la cama. Nos acostábamos sobre esos cubrecamas inmundos que hay en los hoteles. Creo que había empezado a odiarla. Pero me pregun-taba si ese odio no sería en realidad la única forma en que su amor todavía era posible para mí. Un día la lla-mé; quería verla al día siguiente. Iba a dejarla, esta vez para siempre. Dijo que no podía. Iba a encontrarse con vos. Quería conocer a tu hijo. ‘Voy a conocerlo a Lucio’, me dijo. Estaba tan entusiasmada. La insulté, le dije las peores cosas. Infeliz, ¿por qué aceptaste que abortara? ¿Por qué no le diste un hijo? ¿Qué te costa-ba? Le dabas un hijo y eras libre. Éramos todos libres. Le pregunté si sabía lo que estaba haciendo. ‘Claro’, me dijo. ‘Voy a conocerlo a Lucio y voy a sembrar’. ‘¿Sembrar qué?’. ‘Sembrarme’, me dijo. ‘No tiene un año, todavía: no hay nada en el mundo que sea tan fértil como un chico. Voy a dejarle adentro algo mío, algo que viva para siempre y que le recuerde que exis-to. Algo que Rímini no pueda negar, porque cada vez que quiera negarlo lo va a ver en los ojos de su propio hijo’. Todo era tan descabellado. Creo que no llegué a creerle del todo. No quería creerle. Unos días des-pués me llamó. Me costaba oírla. Hablaba en voz muy baja, como sedada. Me pidió que la fuera a visitar. Era un fantasma. Tenía la cara atravesada de líneas blan-cas, fi nitas, como caminos de hormigas. Fui solo para decirle que termináramos. ‘No me llames, no me es-cribas, no pienses en mí’. Se puso a contarme todo,

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con detalles, pero yo no quería oírla. Le dije que me iba. La vi tan enferma que le pregunté si quería que lla-mara a alguien. ‘¿Harías eso por mí?’. ‘Sí’, le dije. ‘¿En serio?’. ‘Sí. Es lo último que haría, pero lo haría’. ‘Qué amor’, me dijo. ‘Llamalo a Rímini. Ahora’. Me dio tu teléfono. Este teléfono. Le dije que llamara ella. ‘Po-brecito’, dijo, ‘está bien. Igual te adoro. Siempre te voy a adorar’. Quería que nos besáramos por última vez. ‘No tengas miedo’, me dijo. ‘Ya terminamos. Un beso, nada más. ¿Qué te puede pasar?’. Y mientras hablaba me miraba la pija. ‘Prendeme la tele, por favor’, dijo al fi nal. Daban una película vieja, blanco y negro, con Ingrid Bergman y un actor francés que se inclinaba sobre ella en la cama, no sé si para besarla o para ma-tarla. ‘Ella también creen todos que está loca’, dijo Sofía, apuntando al televisor. Me fui. No sentí ningu-na liberación; apenas un poco de alivio, como cuando un chaparrón corta la noche ardiente que te ahoga. Pero tenía tu número de teléfono fl otándome en la cabeza. Con dejarla a ella no era sufi ciente. Yo tam-bién, a mi manera, era un inoculado. Ella era una mitad. La otra mitad eras vos. Tenía que verte. Un día, leyen-do los clasifi cados, vi el aviso del departamento y reconocí el número de teléfono. Era perfecto. No tenía que presentarme, ni siquiera decir la verdad. Yo sabía todo, vos nada. Lo único que tenía que hacer era mi-rarte. Había pensado incluso en una venganza. Pero no. Me imaginaba, nos imaginaba hermanados, como dos víctimas de una catástrofe. Dos sobrevivientes.

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Ex

Estaba nervioso. ¡Teníamos tanto de que hablar! O tal vez no. Tal vez con estar juntos en la misma habi-tación, acá mismo, donde estabas cuando te vi por primera vez, sin hablar, tal vez eso fuera sufi ciente. Yo –yo te admiraba, Rímini. Podrías haberme deslumbra-do con tan poco, incluso humillándome… Pero cuan-do te vi me di cuenta de que el humillado eras vos. Me di cuenta de lo peor: Sofía tenía razón. Ella, la loca, tenía razón. No podés vivir así. No podés vivir afuera de ella. Tenés que volver. Desde que te separaste de Sofía siempre fuiste un impostor. Por eso la evitabas. Porque sabías que ella sabía –era la única que sabía. La única que podía desenmascararte. Ahora ya está. To-dos hicimos lo que podíamos hacer. Vos trataste de escapar, yo de que ella te olvidara, y supongo que Karl, Kurt y Ken habrán hecho lo suyo. No sé vos, pero yo –yo no estoy muy conforme con los resultados. Así que tienen que volver. No hay otra. Tienen que sol-tarme. Devuélvanme mi vida, por favor. La herida es más grande de lo que pensábamos. Y, al revés de lo que pensábamos, el tiempo no la cicatriza: la abre cada vez más, la profundiza, la hace sangrar. Es así: hora de rendirse. Es como esas historias de terror donde alguien rompe un amuleto y pierde una parte y despierta a un dios de un sueño de milenios y lo ofende, y el dios herido empieza a vengarse y no para de matar, de perseguir, de enloquecer a la gente, has-ta que alguien encuentra la parte que faltaba y la reúne con la otra y todo vuelve… Hay un agujero, Rímini.

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Un agujero hondo, oscuro como una tumba, que se dilata cada vez más y que chupa todo lo que cruza por su órbita porque cree que esta vez sí, que esta vez lo que ha chupado es por fi n el cuerpo que siempre es-peró, el cuerpo al que corresponde la tumba y el que la cavó, el único cuerpo que puede cerrarla…”.

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Diamela Eltit

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Diamela Eltit nació en 1949 en Santiago de Chile. Es escritora, además de participante y cofundadora del Colectivo Acciones de Arte (cada). Publicó numerosas novelas, entre las cuales destacan Lumpérica (1983), El cuarto mundo (1988), Los vigilantes (1994), Jamás el fuego nunca (2007) y El infarto del alma (1994), este últi-mo en coautoría con Paz Errázuriz. En 1995 obtuvo el premio José Martín Nuez con Los vigilantes. Actualmente, es Global Professor del programa de escritura creativa en español de la Universidad de Nueva York.

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A Javier Guerrero

Mi madre está más enferma que yo. Mucho más. Basta verla para entender que su estado es ter-

minal. Es terminal, dijo el médico, el médico que nos atiende a las dos, el médico que nos obliga a innumera-bles exámenes, el médico que nos hace respirar una y otra vez, el médico que nos deriva por interminables pasillos hasta las frágiles salas donde nos pinchan y por la orden de ese mismo médico nuestra sangre va llenan-do copiosamente los tubos, un día y otro. O dos veces al día, tan seguido que es inhumano o insensato. Dema-siada sangre. Aun así, pese a su terrible diagnóstico, ella se entregó a mí. Lo hizo abusando de su condición de madre terminal: atenderme, cuidarme, atenderme y cui-darme. Infatigable para que yo mejore o reviva, no sé.

Te ves mal, me dijo mi mamá, verdaderamente tú te ves mucho peor que yo.

Es así. Aunque mi madre es la que padece un estado terminal, puso mi enfermedad antes que a sí misma y que a todo cuanto existe en un mundo que ya se ha cerrado para nosotras.

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Estamos enfermas.Las dos.Pero yo me veo más enferma que ella. En eso mi

madre no se equivoca porque yo parezco su madre y ella mi hija, algunos días o a ciertas horas. Mientras mi enfermedad me avejenta a ella la rejuvenece, se ve me-jor o más sana porque su estado es terminal y parece muerta mi mamá, ¿no es verdad?

Yo, su hija, envejezco por el exceso de dolor, por los exámenes, por cómo avanza mi enfermedad y la pre-ocupación que me ha causado y que me causa que mi madre sea una enferma terminal porque para una hija nada es más importante que su mamá. Eso me lo dijo mi madre, me dijo que para ella nada había sido más importante que su madre. No me gusta, no me gusta, no, verme tan mal ante los ojos del mundo, resulta de-masiado cruel que tú –o cualquiera– parezcas la madre de tu propia madre. Pero yo soy una enferma y mi cuerpo (enfermo) ya se ha abierto a una multiplicidad alucinante de síntomas y poco o nada me preocupa mi apariencia. Ante la mirada inconmensurable del mun-do que nos rodea soy una enferma grave y eso me da licencias, como lucir en ocasiones más enferma que mi madre, lo que es absolutamente falso.

Los ojos.No veo ya nada con los mismos ojos. Una visión

(nueva) súbita y nueva me empaña la mayor parte de los objetos que parecen cubiertos por una capa transparente que brilla y ese brillo fatiga de manera constante a mis

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pupilas que dejan de esforzarse y se resignan. O no me los empaña, eso puede suceder, pero los objetos se desen-focan en un movimiento artero e incontrolable y es pe-ligroso, verdaderamente aterrador porque solo camino para no caerme, camino ancianamente con una concien-cia agotadora sobre cada paso que doy, cada una de las pisadas, ¿se imaginan? Entonces mi cuerpo y los pasos que doy se hacen demasiado visibles u obvios. Eso me pasa por la falla de mis ojos, sus numerosos males.

Veamos. El año pasado, mi madre que siempre supo todo, absolutamente todo lo que me pasa, me tomó del brazo y la gente, una masa impresionante de personas, prácticamente una multitud humana, inclu-so mis amistades más cercanas, vieron que mis ojos ya no me respondían porque mi mamá lo hizo evidente. Y cómo iban a entender que mi madre en su terminal estado era la que necesitaba afi rmarse en mí y que por el volumen y el peso que dejaba caer sobre una mujer tan enferma como yo, empeoraba la situación ya muy lesionada de mis ojos.

Pero es un asunto irremediable.Tengo que acompañar a mi madre terminal a todas

partes y ella hace lo mismo con su única hija enferma grave como yo estoy.

Casi estuvimos a punto de caer el año pasado. No vi un escalón y dimos las dos un salto plagado de absur-das contorsiones que nos avergonzaron ante el temor de ser advertidas por algunas de nuestras amistades que todo el tiempo murmuraban una compasión que no me

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convencía, pues ese sentimiento estaba invadido por un dejo lejano o cristiano de satisfacción e incluso de alivio. Ese mismo día, mi madre chocó violentamente contra una verja, le dolió todo el cuerpo a la pobreci-ta, dio un grito y se detuvo brevemente su respiración. Mami, le dije, mami, fíjate por donde caminas pues si no lo haces nos vamos a caer. Lo vamos a hacer. En las próximas horas quizás nos caeremos y allí vamos a ver qué pasa con nuestras rodillas. Mi madre tembló por-que no había visto la verja y en cierto modo me culpó, lo sé, por una distracción que no pude evitar, porque cómo yo iba a impedir que mi retina bailara ante la maldita verja que casi mata a mi madre terminal.

Y los oídos. Yo fui proclive a infecciones de todo tipo. Vivía rascándome. Sácate el dedo de la oreja, me decían mis amiguitas de entonces y mi prima. No so-porto, decía ella, que todo el día te metas los dedos en las orejas. Mi prima tenía razón (ella ya murió la pobre de una enfermedad súbita que nos llenó de con-miseración). Mi mami siempre intentó curarme, por supuesto que en mi infancia, después fue demasiado tarde y pasaron muchísimas cosas e infi nidad de años. Me falló, así lo diagnosticó el médico, la audición. Mi madre me gritaba, mi propia madre y yo apenas la oía, nunca me escuchas, nunca. El médico me hizo infructuosos lavados de oídos, escúchame bien me decía mi madre, pero yo ya oía poco o nada y ahora por culpa de mi enfermedad se agravó todo, todo y mi madre, que escucha menos que yo, me grita porque

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ni siquiera sabe que grita y yo me crispo, mi cara se crispa para entender qué me dice a toda hora mi ma-dre terminal. Yo quiero que ella me oiga y ella quiere lo mismo, pero estamos sordas. Las dos.

No podemos escucharnos.Pero lo que es necesario comprender con toda cla-

ridad es que yo conozco a mi madre porque ella es la única madre que tengo desde siempre, desde toda la vida y yo soy su única hija y no guardo secretos para ella. Entonces aunque mi madre tenga una enfermedad abiertamente terminal y nos gritemos todo el tiempo, lo que me gustaría expresar, decirle a cada persona que nos mira, o nos piensa o nos detesta, es que a pesar de mi sordera, que se ha ido agudizando por sucesivas in-fecciones a lo largo de no sé cuántos años, mi madre y yo entendemos lo que decimos porque son demasiados años, tantos que cada palabra que nos hemos dicho, siempre las mismas, se han grabado en nuestra memo-ria. Más aún, mi madre sabe antes que yo hable o abra la boca lo que voy a decir, yo también experimento lo mismo. Me ha prohibido, mi madre, que comente que ella tiene la lengua infl amada. No quiere que nadie se entere de algo tan íntimo como su lengua, húmeda, secreta, pero su lengua es pública porque ha lamido helados y muchas materias que ya la tienen en estado terminal. Me lo dijo el médico, a mí, su única hija, me lo dijo ferozmente, con su mirada enferma de medici-na, con su mirada traspasada de medicamentos y anti-bióticos de última generación, me lo dijo ese médico,

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siéntese, me dijo, sabiendo perfectamente que yo tam-bién estaba muy enferma aunque no terminal, pero aun así me dijo, con un tono metálico y transfusivo, que el estado de mi madre era terminal. Me quedé sin pala-bras. Sentada frente a ese médico cauterizado y pálido, un médico católico que había clavado un rosario debajo de su escritorio, eso lo vi cuando me doblé en un llanto incontenible ante la horrible noticia que me daba y me curvé, me curvé hasta que vi el rosario clavado, un ob-jeto ambiguo ¿no? que tenía a nuestro médico inmerso en un insoportable estado teatralmente místico.

Dejé el llanto y me recompuse.Con una serenidad fi lial me dispuse a escuchar el

pormenorizado diagnóstico que el médico, al que ha-bía terminado por comprender debido a los años in-tensos de nuestra enfermedad, iba a expresar de ma-nera protocolar o profesional. Él, claro, diría lo que tenía que decir, un secreto a voces, que el estado de madre era terminal y que solo el pavor que le pro-vocaba mi enfermedad la mantenía viva. El médico era atrozmente católico y ese sentimiento circulaba por sus manos quirúrgicas, salvajes y hasta primitivas. Pero ese hombre era, después de todo, nuestro médi-co y yo necesitaba confi ar en él porque la medicina de nuestro médico podía conseguir no un milagro, no –yo impedí con todas mis fuerzas que mi madre se hi-ciera católica–, pero sí un avance científi co, un descu-brimiento orgánico que nos detuviera la enfermedad y quedáramos para siempre así en ese estado en que nos

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sorprendía su diagnóstico horrible, enunciado con una frialdad aterradora. Pero así es nuestro médico.

Cruel.Feo y cruel.Lo veo borrosamente a él y a su equipo, las distin-

tas unidades. Mi pobre madre terminal estaba sentada afuera, en la pequeña sala o antesala, allí estaba mi po-bre madre, furiosa ella porque no había entrado conmi-go. Siempre entrábamos juntas a todos lados, siempre. Por ningún motivo mi mamá se iba a quedar afuera de mi vida o de su vida que es lo mismo. Pero el médico impidió con un gesto autoritario de médico que mi ma-dre entrara a su consulta, una consulta pequeña y yo no pude conseguir que ella ingresara conmigo porque un hombre, el médico, se interpuso entre nosotras.

Imagínense, ¿pueden hacerlo?, a mi madre terminal sentada en la sala modesta, sola, queriendo estar conmi-go o encima de mí o sentada en mi falda o colgada de mi brazo o trepada en mi espalda y, en cambio, esta salud miserable que tenemos hizo que el médico se tomara la libertad abusiva de dejar afuera a mi madre. Pero así es nuestro médico y tenemos que aceptarlo porque él es responsable de nuestro estado orgánico y vive para eso, para revisar uno por uno nuestros órganos y pone una cara defi nitiva, extraordinariamente concentrada cuan-do se inclina para leer el resultado de nuestros exámenes o cuando observa con un rostro turbio las radiografías contra la luz. Esa es la luz que me permite constatar que nuestro médico es feo enteramente, de la cabeza a los

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pies. Un espanto de hombre. Pero ese hombre, el mé-dico que nos atiende, dejó a mi madre afuera, sentada sola en esa sala, desesperada porque nos separábamos y ella no podía, no podía, no, escuchar lo que hablába-mos. ¿Qué le dije a nuestro médico? El día que fui a la consulta, justo en las horas anteriores a la noticia espantosa que me iba a dar sobre mi madre, yo tembla-ba. Era el efecto más previsible del último medicamen-to. Le va a producir temblores, se le va a resecar la boca y puede que tenga movimientos involuntarios en los párpados. Otro de los medicamentos, así me lo dijo, me iba a ocasionar tos, por eso tosí ese día, una tos ahoga-tiva, una tos bastante curiosa que no me la conocía y que no me disgustó del todo. En otras circunstancias hasta podría haber resultado atractiva. Palpitaciones también, pero se trataba de un medicamento completa-mente indispensable cuyo signo eran las palpitaciones. Me indicó prolijamente nuestro médico que esas palpi-taciones, que no solo me asustaban porque el corazón que tenía saltaba como un átomo, sino que me cortaban la respiración, eran la prueba más evidente de que la medicina estaba funcionando porque me producía esas palpitaciones, en esa exacta frecuencia y con una pre-determinada intensidad. Estaba bien, muy bien. Los síntomas parecían claros. Yo era una enferma grave y tenía que entender de una vez por todas que no podía sentirme mejor ni menos reducir la cantidad de sínto-mas, ni tampoco, cómo se me ocurría, quejarme de los efectos que me producían los medicamentos que al fi n

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y al cabo me mantenían viva. Quizás esa fue la única vez que vi una sombra de molestia no católica en su rostro y mi madre asintió con la cabeza y me dijo, a gritos, como acostumbraba, ¿pero qué esperas?, ¿no entiendes que estás demasiado enferma?, ¿o acaso quieres sentir-te bien?, eso es, ¿de eso se trata toda esta escaramuza?, ¿tus quejas estériles?, ¿el surco viejo de tu frente? Mi madre estaba molesta por la actitud del médico, ella no entendía que el médico se refi riera a mi salud cuando era ella la enferma terminal y quería poner las cosas en su lugar, atacar de manera indirecta a nuestro médico e indicarle lo que le parecía una falta de ética profesional, privilegiar a una enferma sobre la otra, dejar a una en-ferma terminal como ella de lado o postergarla que era lo mismo. El médico, provisto de su amplia indiferencia médica, nos atendía juntas, nos recetaba juntas, nos des-pedía y nos saludaba a las dos. Era cómodo porque así no corríamos el espantoso riesgo de encontrarnos con alguna de nuestras amistades en su estrecha sala de espe-ra. Para decirnos ¿qué? Saludar a una de nuestras íntimas amigas con nuestras sonrisas afectuosas y enfermas y describirle a la íntima amiga que teníamos, nuestros in-numerables dolores, heridas, moretones, malestares, in-somnios y la pobreza en que estábamos sumidas por los costos demasiado onerosos y la abierta usura y aprove-chamiento económico que enriquecía a nuestro médico y al laboratorio que nos disecaba.

Mirándonos mal por culpa de nuestros ojos enfer-mos, furiosas las dos porque mi madre terminal quería

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acumular únicamente para sí todo el terror que inspi-rábamos y nuestra íntima amiga pensaba en su madre y en el alivio que empezaba a sentir ella, nuestra íntima amiga, porque su madre después de todo había muerto sola, sin ella, su madre muerta. Nuestra íntima amiga era una anciana como yo y como mi madre, tenía infi nidad de años y estaba esperando a nuestro médico. Las tres en esa sala de espera pudimos vernos las caras bastante enfermas porque una de nuestras íntimas amigas esta-ba a punto de colapsar y nosotras, mi madre y yo, no queríamos oír una sola palabra, no estábamos allí para escuchar las enfermedades de nadie, absolutamente.

Cuando el médico me dio la terrible noticia, nos separó a mi madre y a mí. Ese fue uno de los peores acontecimientos de mi vida porque yo no sé qué ha-cer sin mi madre. No sé francamente qué decir o cómo comportarme si ella no me lo indica. Ahora me grita y yo le grito pero se debe a la edad degradada por la que estamos atravesando. Mi madre y yo. Dejé a mi madre afuera y obedecí al médico. Allí vi el rosario católico del médico que miraba bobaliconamente a Dios todas las noches. Su Dios católico no me incumbía en abso-luto. Pero él dijo gracias a Dios en relación a una de las medicinas que tomaba mi madre terminal. Su mamá ya está completamente terminal, dijo, pero gracias a Dios no va a sufrir demasiado con los medicamentos que le voy a indicar. Yo sentí todo, todo lo más devastador que se siente en el mundo. Pero pude augurar que mi mamá sentada sola en esa pequeña e incómoda sala de espera

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suponía lo peor del médico y de mí. Pensando que el médico católico y yo, que soy una anciana mujer enfer-ma grave, estábamos en algo muy, muy íntimo que no se puede nombrar. Yo con ese médico, imagínense.

Era una preocupación legítima de mi mamá pues después de todo ¿qué hacíamos solos el médico y yo?, estaba enojada mi mamá porque no correspondía a su juicio lo que pasaba entre nuestro médico y yo, era completamente inconveniente y rompía los estatutos del gremio médico y ella pensaba en mí, en mi salud demasiado disminuida, en mi edad, en su responsabili-dad ante su única hija, una enferma grave, acosada por ese médico, atropellada por ese médico al que las dos nos habíamos puesto de acuerdo para odiar. Yo supe de inmediato, cuando mi madre quedó afuera, lo que ella pensaba, en el error que estaba cometiendo porque ese día el médico había decidido decirme su diagnós-tico pleno, después que el pobre hombre estudió una tonelada de exámenes y tocó, palpó, auscultó a mi ma-dre de arriba abajo no sé cuántas veces en los últimos años. Decidió decírmelo porque el fi n de mi madre ya era inminente, el estado de su mamá es terminal, lo dijo de una manera terrible, de una manera médica. Y mi madre afuera, sola, pensando en mí, en mi grave esta-do de salud y yo adentro con el médico escuchando la única noticia a la que no puedo sobrevivir.

Pensé, y ahora reconozco que fue un exceso in-terpretativo, que mi madre le había pedido al médico que me diera esa mala noticia. Pensé que mi madre

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se había coludido con nuestro médico para acelerar mi muerte, diciéndome precisamente lo único que yo no puedo soportar, vivir sin mi madre. Que lo habían hecho por un acuerdo que podía apuntar a distintas direcciones. Pensé que mi madre, y eso siempre lo he sabido, deseaba que me muriera para descansar en paz o vivir en paz o comer en paz, nunca, nunca más des-de que naciste, me decía a gritos y ella había estable-cido un pacto seguramente económico con el médico para cursar mi muerte. O quizás se debía a un acto materno de piedad ante mi constante sufrimiento o una conversión religiosa de mi madre guiada por los intereses misioneros del médico. Supuse que mi madre se había vuelto católica a mis espaldas, convencida por el médico, como una feligresa, de que yo debía morir para que ellos cursaran de manera frívola y desembo-zada su catolicismo. Estábamos separadas por unas delgadas paredes, pero aun así ni yo ni ella podemos resistirlo, pasar un minuto la una sin la otra.

Somos demasiado unidas al punto que fue difícil, sí, muy difícil para mí, ir a cualquier lado sin recordar a mi madre, suponer lo que mi madre pensaba de lo que yo precisamente estaba haciendo en ese instante, pero, cuando rememoro, si consigo remontarme hasta nues-tros primeros tiempos, mi madre ya estaba enferma, lo estaba desde lo que se podría denominar como mi tier-na infancia. En ese tiempo ella ya padecía los atisbos de una serie de enfermedades que hoy la tienen al borde de la tumba. Desde que yo nací, desde que tengo uso

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de razón. Cuidé la enfermedad de mi madre porque fi -nalmente fui yo la que puse en riesgo sus órganos. Mi nacimiento no recomendado, no saludable, moralmen-te impugnable, y además que yo, claro que sí, venía con una serie de pequeños signos encadenados que no deja-ban dormir a mi agotada mamá, arrepentida, amargada. Y este médico no sabe nada de nosotras, nada más que del estado negativo de la mayoría de nuestro cuerpo, pero nunca le ha interesado en lo más mínimo que yo no puedo respirar si mi madre no me lo autoriza ni sé quién soy si ella no me lo dice y menos sé qué decir si ella no me hace un gesto afi rmativo para que hable. Eso sí lo advirtió nuestro médico y me dio con su cara más neurológica un medicamento aterrador, se puso un guante transparente y esterilizado y me inyectó, de-lante de mi madre terminal, un cristalino líquido feroz, lo hizo de manera anestésica, como un fi lme de terror, ambas, mi madre y yo como parte de un experimento de un médico abiertamente sicótico, un médico enfer-mísimo que escondía su terrible patología en su imper-turbable profesión médica, pero detrás estaba el loco que tenía en ese minuto retenidas para un experimento que carecía de cordura y de ciencia a dos mujeres de una edad bastante avanzada que habían llegado allí por una mala recomendación de una paciente ya extinta y ellas, mi madre y yo, éramos las próximas víctimas que íbamos a morir como simples actrices de reparto en un fi lm clase B o C. Esa fue la visión de la jeringa en la mano que nuestro médico me detonó.

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Siempre he sido así.Me imagino situaciones fantásticas aunque anodinas

y presumibles pero que para mi madre forman parte de una mente cruzada por mentiras compulsivas. Mi ma-dre lo dijo, dijo que yo mentía cuando quise masifi car mis reclamos. Es verdad, quería huir del infl ujo y del cúmulo de irregularidades que me juré a mí misma nun-ca aludir, pero me quejé con mi profesora, una mujer tímida y asustadiza, única, le conté que mi madre siem-pre estaba encima, encima y no me dejaba respirar. Mi madre decidió entrar en la sala, quedarse en mí, muy adentro de mi ser y desprestigiar a la profesora. Mis amiguitas se rieron de la profesora, yo no sabía enton-ces cómo jugar con mis amiguitas y mi madre se negó a darme algún consejo. Pero esos hechos pasaron hace ya mucho tiempo y forman parte de una cadena de vidas desafortunadas o difíciles que no conmueven a nadie, vidas de pacotilla complicadas por detalles estúpidos. Pero lo único importante es que ahora estamos cautivas por un médico medieval que vive en la era de las con-versiones y las plegarias. Un médico que duerme con su rosario y nos da medicamentos tras medicamentos porque todavía nos mantiene demasiado enfermas pero vivas. Un médico que lucha para que alcancemos la glo-ria del arrepentimiento y nos empuja, jeringa a jeringa, para llevarnos a un gozo religioso que nos permita mo-rir en paz. Sí, la misma paz que mató a la multitud de mártires tontas a las que venera.

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Desarticulaciones

Sylvia Molloy

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Sylvia Molloy nació en Buenos Aires. Es autora de las novelas En breve cárcel (1981) y El común olvido (2002) y del libro de relatos Varia imaginación (2003). Reconocida por su trabajo de crítica lite-raria y por sus publicaciones Acto de presencia (1996) y Las letras de Borges (1979). Es coeditora de los libros Women’s Writing in Latin America (1991) e Hispanism and Homosexualities (1998). Actualmente es Albert Schweitzer Professor in the Humanities de la Universidad de Nueva York, donde dirige el programa de escri-tura creativa en español.

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Tengo que escribir estos textos mientras ella está viva, mientras no haya muerte o clausura, para

tratar de entender el estar/no estar de una persona que se desarticula ante mis ojos. Tengo que hacerlo así para seguir adelante, para hacer durar una relación que continúa pese a la ruina, que subsiste aunque apenas queden palabras.

Estos textos no tienen fi nal salvo aquel que está fuera del texto, el que no se dirá en palabras.

Identikit

¿Cómo dice yo el que no recuerda, cuál es el lugar de su enunciación cuando se ha destejido la memoria? Me cuentan que la última vez que la llevaron al hospital le preguntaron cómo se llamaba y dijo “Petra”. Una

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de las personas que estaban con ella vio la respues-ta como signo de que todavía era capaz de ironía, se indignó ante las pocas luces del médico que “no en-tendió nada”. Pienso: si es que hay ironía, y no un wishful thinking de creerla capaz de ironía, se trata de una de esas ironías que llaman tristes. ¿Petra, piedra, insensible, para describir quien se es?

Retórica

A medida que la memoria se esfuma me doy cuenta de que recurre a una cortesía cada vez más exquisita, como si la delicadeza de los modales supliera la falta de razón. Es curioso pensar que frases tan bien articuladas –porque no ha olvidado la estructura de la lengua: hasta se diría que la tiene más presente que nunca ahora que anochece en su mente– no perdurarán en ninguna me-moria. Esta mañana cuando llegué dormía profunda-mente, después de la frenética alteración de ayer. Abrió los ojos, la saludé, y dijo “Qué suerte despertar y ver caras amigas”. No creo que nos haya reconocido; indi-vidualmente, quiero decir. Hace dos días, antes de la cri-sis, le pregunté cómo se sentía y me dijo “Bien porque te veo”. A la enfermera hoy le dijo “Estás muy linda, te veo muy bien de cara”, a pesar de que era la primera vez que la veía y que la enfermera no hablaba español. Traduje, y la enfermera la amó en el acto. También la amó en el acto, recuerdo, una mesera negra dominicana

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que nos atendió un día en un café, cuando todavía an-daba por la ciudad sin perderse. La mujer nos oyó ha-blar español y cuando le dijimos de dónde éramos no podía creerlo, dijo que no nos imaginaba latinoameri-canas porque éramos de “raza fi na”. Como un rayo ella respondió “Raza fi na tiene la gente buena”.A una amiga que no la ve desde hace tiempo y a quien llevo a visitarla: “¿Querés que te muestre la casa?”. Y ante nuestra sorpresa nos lleva de cuarto en cuarto como si se acabara de instalar y nosotros la visitára-mos por primera vez.

Lógica

Opera impecablemente por deducción, con lo cual compruebo, una vez más, que para pensar razona-blemente no es necesaria la razón. Como siempre me pregunta por E., aunque a estas alturas el nombre para ella se ha vaciado, cuando la ve igual me dice, cuando me despido, “cariños a E.”, como si no estuviese allí. Le contesto que E. está bastante cansada, hoy tuvo un día largo en el juzgado. Por supuesto, me contes-ta, es verdad que ustedes andan complicadas con ese juicio terrible. No, me apresuro a contradecirla, no, como para ahuyentar la posibilidad de que sus pala-bras tengan poder convocatorio, no, qué esperanza, simplemente tuvo un día largo en el juzgado porque allí trabaja, es abogada. Me parece que la desilusiono.

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Creo que su explicación, en cierto sentido perfecta-mente lógica (juzgado, por ende juicio), le gustaba más. Era por cierto más dramática.

Cuestionario

Recuerdo otro ejemplo de lógica, este poético. Cuan-do todavía la llevaba a la clínica donde le hacían estu-dios para evaluar la pérdida gradual de la memoria, le pedí un día que me contara qué tipo de preguntas le hacían. Me preguntaron qué tienen en común un pá-jaro y un árbol. Yo, intrigada: ¿Y vos qué contestaste? Que los dos vuelan, me dijo, muy satisfecha. Pensé que sin duda la pregunta había sido otra, pero nunca llegué a saberlo. O quizás no. Acaso algo tengan en común, el árbol y el pájaro.

Al recordar este incidente me vuelve otro en el que ella no participa. En una de esas visitas a la clínica, mientras a ella le hacían los estudios y yo esperaba, me tocó compartir la sala de espera con otra desmemoria-da, acompañada por una pareja joven, acaso el hijo y su mujer. También esperaba a que le hicieran estudios. Es-cuché cómo le hacían preguntas, entrenándola para que contestara bien. ¿Quién es el presidente de los Estados Unidos? ¿Cuál es la capital de este país? Querían que quedara bien, que no hiciera mal papel. Pero no le pre-guntaron qué tenían en común el árbol y el pájaro.

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Traducción

Como la retórica, la facultad de traducir no se pierde, por lo menos hasta ahora. Lo comprobé una vez más hoy, al hablar con L. Le pregunté si el médico esta-ba al tanto de que M. había sufrido un mareo y me dijo que sí. Por curiosidad le pregunté cómo le había transmitido la información, ya que L. no habla inglés. Me lo tradujo M., me dijo. Es decir, M. es incapaz de decir que ella misma ha sufrido un mareo, o sea, es incapaz de recordar que sufrió un mareo, pero es capaz de traducir al inglés el mensaje en que L. dice que ella, M., ha sufrido un mareo. Es como lograr una momentánea identidad, una momentánea existencia, en ese discurso transmitido efi cazmente. Por un ins-tante, en esa traducción, M. es.

Running on empty

En dos ocasiones se ha producido como una descarga en su memoria y surgen fragmentos desconectados de un pasado que parecía para siempre perdido, como islas de sinsentido que deja un tsunami cuando retro-cede. Es como si se despertara de una larga apatía con una excitación febril: habla sin parar, hace preguntas, planes, se muestra previsora, efi ciente. En una ocasión empezó a dar órdenes, no manden todavía ese texto a la imprenta, tengo que mirarlo, luego hay que dárselo

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a X. y necesito hablar con esa muchacha que se ocupa de las cosas de Victoria. No hablaba de Victoria desde hace años, pero no me atrevo a preguntarle por ella, me atengo a su guión. Sí, le digo, no te preocupes, no voy a mandar nada antes de que vos lo veas.

Creo que no le costaría corregir el estilo de un tex-to, aun cuando no entendiera nada de lo que dice. Yo misma de vez en cuando recurro a ella: ¿se dice de esta manera o de tal otra? Invariablemente acierta.

Trabajo de cita

Recuerda poemas, fragmentos de Aristófanes en grie-go, algún poema de Darío. Surgen las citas de impro-viso, alguna frase de Borges. Hoy (¿pero qué es “hoy” para ella?) se acordaba de pedacitos de versos de claro corte neoclásico, algo de asir por la melena al león ibé-rico, por un momento pensé que provenían de esa par-te del himno nacional que no se canta, pero no, eran versos todavía más belicosos y ripiosos. Le pregunté por qué se acordaría de esos versos, y me contestó con muy buen tino que seguramente porque había en ellos palabras que de chica le gustaban por raras, como el verbo asir. Es perfectamente razonable lo que me dice, pienso, incluso inteligente. ¿Cómo puede ser esta la misma persona que me pregunta, acto seguido y por enésima vez, si hace frío afuera y me pregunta si quie-ro tomar el té cuando acabamos de tomarlo?

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Pero las citas que mejor funcionan son las que pro-vienen de la doxa burguesa, las que remiten al código de las buenas maneras. Esas, y los restos de otro archi-vo que en vida acaso haya juzgado menos noble. Le digo: “veinte años no es nada” y sin vacilar empalma: “que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra”.

Libertad narrativa

No quedan testigos de una parte de mi vida, la que su memoria se ha llevado consigo. Esa pérdida que podría angustiarme curiosamente me libera: no hay nadie que me corrija si me decido a inventar. En su presencia le cuento alguna anécdota mía a L., que poco sabe de su pasado y nada del mío, y para mejorar el relato inven-to algún detalle, varios detalles. L. se ríe y ella también festeja, ninguna de las dos duda de la veracidad de lo que digo, aun cuando no ha ocurrido.

Acaso esté inventando esto que escribo. Nadie, después de todo, me podría contradecir.

Ceguera

Durante un tiempo entretuve una teoría que acaso sea acertada. Recordaba que a Borges siempre le había cos-tado hablar en público, al punto que cuando le dieron

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el premio nacional de literatura tuvo que pedirle a otro que leyera su discurso de agradecimiento. Yo solía iden-tifi carme con esa timidez para hablar, yo que casi no podía dar clase y tenía que imaginar que no me miraba nadie para no tartamudear. Hasta que se me ocurrió que Borges solo había podido superar esa difi cultad (la voz se estrecha, no queriendo salir, y cuando por fi n sale, tiembla) al quedarse ciego, porque entonces no veía a su público, por ende el público no existía.

Ahora, cuando la visito me ocurre lo contrario. Hablo y hablo (ella no aporta nada a la conversación) y cuento cosas divertidas, e invento, ya lo he dicho, cada vez con más soltura. Y no es que tenga que ima-ginarme a mí misma ciega sino que es ella la que no ve, no reconoce, no recuerda. Hablar con un desme-moriado es como hablar con un ciego y contarle lo que uno ve: el otro no es testigo y, sobre todo, no puede contradecir.

Rememoración

Más de una vez me encuentro diciéndole te acordás de tal y cual cosa, cuando es obvio que la respuesta será negativa, y me impaciento conmigo misma por haberle hecho la pregunta, no tanto por ella, a quien el no acor-darse no signifi ca nada, sino por mí, que sigo lanzando estos pedidos de confi rmación como si echara agua al viento. ¿Por qué no le digo “sabés que una vez” y le

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cuento el recuerdo como si fuera un relato nuevo, como si fuera relato de otro que no pide identifi cación ni reco-nocimiento? Lo he hecho alguna vez, le cuento cómo una vez fuimos a Buenos Aires juntas y nos pararon en la aduana porque ella llevaba una bolsita con un polvo blanco y los vistas no le creyeron cuando les dijo que era jabón en polvo, “usted cree que aquí no hay jabón de lavar, señora”, y nos tuvieron horas esperando a que analizaran el polvo. Ella se divierte, piensa que exagero, yo hice eso, me dice, con retrospectiva admiración.

Pero sigo diciendo te acordás porque estoy acostum-brada a encontrar en esos pedacitos de pasado compar-tido los lazos cómplices que me unen a ella. Y porque para mantener una conversación –para mantener una relación– es necesario hacer memoria juntas. Pero ahora ella –es decir, su memoria– ha dejado sola a la mía.

De la propiedad en el lenguaje

“¿Te conoce todavía?”, me preguntan. “¿Cómo sabés que todavía te conoce?”. Efectivamente no lo sé, pero habitualmente respondo que sí, que sabe quién soy, para evitar más expresiones de pena. Sospecho que si L. no le dijera mi nombre, antes de pasarle el teléfono cuando la llamo, o antes de abrirme la puerta cuando la voy a visitar, sería una extraña para ella. De hecho, la mención de mi nombre ha perdido su capacidad de convocar el más pedacito de recuerdo, no le provee

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ninguna información. La mención de mi nombre la im-pulsa a preguntarme por E. y por “el gato”, pero me consta que no sabe quién es E. porque me ha pregunta-do por ella en su presencia. En cuanto a la mención del “gato” así, anónimo, es una expresión más de sus bue-nos modales. O acaso un lejano recuerdo de un arque-tipo platónico, como si me preguntara por la gatidad.

Ayer descubrí que me había vuelto aún menos yo para ella. La llamé y a pesar de que L. le pasó el telé-fono diciéndole quién llamaba me habló de tú –de tú y no de vos– durante la conversación. Fue una conver-sación cordial y eminentemente correcta en un espa-ñol que jamás hemos hablado. Sentí que había perdido algo más de lo que quedaba de mí.

Silabeo

Hace tiempo que inventa palabras, como hablándose a sí misma en un lenguaje impenetrable. Ayer cuando la fui a ver repetía jucujucu. Le pregunto qué signifi ca; nada, me dice, es una palabra que inventé. Luego em-pezó a contar las sílabas con los dedos, rítmicamente, ju-cu-ju-cu. Qué lástima, dice, mirándose el dedo meñique, tiene una sílaba de menos. Por qué no se la agregás, sugiero; puede ser ju-cu-ju-cu-ju. Intenta de nuevo y esta vez hay un dedo para cada sílaba. Qué suerte, dice, y sonríe satisfecha.

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Como un ciego de manos precursoras

Cuando empezó a perder la memoria (digo mal: solo puedo decir cuando yo noté que empezaba a perder-la) empezó a usar mucho más las manos. Llegaba a un lugar conocido y se ponía a tocar cuanto había sobre una mesa, un estante, como un chico toquetón, de esos para cuyas visitas hay que preparar la casa es-condiendo objetos o poniéndolos fuera de su alcance. Tomaba un objeto en la mano y lo volvía a colocar no exactamente en el lugar donde lo había encontrado sino levemente corrido hacia la derecha o la izquier-da, como quien quiere corregir un error encontran-do el emplazamiento justo. Todo esto en silencio y con enorme aplicación. Nunca le pregunté por qué lo hacía aunque más de una vez, de nuevo como a un chico, le dije irritada “por favor no toques nada”. Me costaba aceptar que había empezado a poner en prác-tica, instintivamente, la memoria de las manos. Como la Greta Garbo de Reina Cristina estaba recordando objetos, no para almacenarlos en su mente para un goce futuro sino para orientarse en el presente. Con las manos: su mente ya no los reconocía.

Que no lee y escribe

De vuelta de Buenos Aires fui a visitarla, le llevé los consabidos alfajores, te traje un regalito de la patria,

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le dije, al darle la caja. Ay qué lindo, qué es, contestó extendiendo la mano para recibirla, como un chico ávido. Mirá la caja, le dije, y me di cuenta de que ya la estaba mirando, y me di cuenta también de que ya no podía leer. Alfajores, le dije, pensando que llegaría el momento en que tampoco sabría lo que quiere decir la palabra alfajor.

Fractura

Hace una semana me atropelló una bicicleta y me rompió la pierna. Pasé días en el hospital, atontada por los calmantes, en una nebulosa durante la cual –me dicen– hablaba muy animada con quienes me ve-nían a visitar y abundantemente por teléfono. No me acuerdo de nada: ni con quién hablé por teléfono ni qué les dije a los que me vinieron a visitar. Recuerdo, sí, en uno de esos interminables días en que miraba la pared frente a la cama de donde colgaba un abulta-do televisor, que M. se había roto el fémur hace unos años y que la estadía en el hospital la había desquiciado más de lo habitual. Oía hablar a la mujer que ocupaba la cama contigua con alguna visita y decía, molesta: “Quién dejó entrar a esa gente, hay que pedirles que se vayan”, como quien quiere ahuyentar a la chusma. O, reparando en un televisor similar al que yo miraba desde mi cama de hospital, colgando de la pared, de-cía con gran irritación: “Qué hace esa valija allí, no es

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lugar, hay que bajarla”. Creía que estaba en su casa e intentaba poner orden, restaurar la tranquilidad. Lo que no creía era que la pierna operada y ahora ven-dada fuera suya, la miraba con desconfi anza y más de una vez preguntó de quién era; cuando se le dijo que era suya dijo sorprendida ¿ah sí?, como si de repente descubriera algo.

Ilimitada

En la semana que ha pasado desde mi accidente, en la que no he podido moverme mayormente, ni leer demasiado porque no logro concentrarme, la memo-ria se ha puesto a trabajar febrilmente. He recordado minuciosamente la familia de mi madre, de mi padre, he pensado en mi hermana, he revivido los años que vivimos juntas en París, he repasado otras largas es-tadías en esa ciudad con otra gente, han venido a mí día y noche, sin dejarme dormir o desconectarme, pedazos de pasado, desde lo trivial a lo traumático, con una insistencia molesta, como si el reposo total y la incapacidad de pensar de modo sostenido crea-ra un pozo sin fondo que fuera necesario –mejor: urgente– rellenar para no ceder al pánico. Y pienso en M., que durante su convalecencia no experimen-tó ese abarrotamiento digno de Funes, en M., que ni siquiera recordaba haberse roto la pierna aun cuando la tenía delante. Pienso que acaso en esa instancia –y

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solo entonces– le haya tocado a ella la mejor parte. La memoria no necesariamente cura.

Volver

Anoche soñé que estaba como antes, lúcida, la memo-ria intacta. Me contaba que había decidido regresar a la Argentina, volver a terminar su vida allí. Esto me lo decía muy serena, como quien ha tomado una de-cisión después de mucho pensar, hasta casi contenta. Sonreía, movía la cabeza y sacudía el pelo que tenía largo, como nunca lo tuvo, pero a pesar de eso yo sa-bía que era ella. Al despertar recordé que por la tar-de había estado leyendo un relato de regreso, donde un personaje vuelve al país que ha dejado hace mu-chos años con la ilusión de reanudar –o inventarse– la vida que cree recordar y que añora, una vida mejor. En cambio encuentra un país militarizado, un arresto arbitrario, y por fi n la muerte. Y pensé que de algún modo en mi sueño le estaba trasladando la anécdota a ella, como para corregir ese cuento despiadado. Por-que solo el olvido total permite el regreso impune; de algún modo ella ya ha vuelto.

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¿Habrá quien considere el sueño como el acto más

perfecto del cuerpo?

Mario Bellatin

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Mario Bellatin nació en 1960 en Ciudad de México, pero su niñez, adolescencia y parte de su adultez transcurrieron en Perú. Estudió en la Escuela de Cine Latinoamericano de San Antonio de los Baños. Es autor de las novelas cortas Salón de belleza (1994), El jardín de la señora Murakami (2000), Shiki Nagaoka: Una nariz de fi cción (2001) y Flores (2002), entre otras. Obtuvo el premio Xa-vier Villaurrutia y el premio Mazatlán de Literatura. Actualmente es director de la Escuela Dinámica de Escritores en México.

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De todos los sueños que podamos experimentar quizá los más puros, los capaces de trascender

cualquier acontecimiento que los haga caer en una ló-gica de causa-efecto, sean los sueños místicos. La grandeza de esta clase de sueños muchas veces no está presente en su contenido, en lo que puedan represen-tar –en determinadas ocasiones se trata de asuntos ba-nales los que aparecen en sus imágenes–, sino en la capacidad que tenemos de reconocerlos en su esencia sobrenatural. Místico o psicológico, suelen clasifi carse los sueños en las reuniones llevadas a cabo por monjes de distintas religiones, cuando se encuentran presen-tes en una junta de sueños con el fi n de atisbar el fu-turo o el ritmo verdadero –no el que se presenta a los ojos de todos– que va tomando cierta comunidad espiritual. Es por eso que hablar de sueños es efec-tuar realmente la infatigable e imposible búsqueda de demostrar que todos nosotros en realidad estamos dormidos y, quizá, en la muerte nos despertemos

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de una vez y para siempre. Para mí fue conmovedor cierta noche de lluvia en la tequia –suerte de casa de oración utilizada por los practicantes del sufi smo– oír el sueño que un niño recién bautizado trataba de ex-presar a su líder espiritual. El bello adolescente, ata-viado según la usanza y arrodillado en actitud de pos-tración, anunciaba, con una voz que apenas se podía oír –con una entonación que probablemente provenía de la misma esencia del sueño que acababa de experi-mentar– que en el Parque México había una casa que contaba con jardines en el techo. Era blanca. Sin duda se trataba de una morada de estilo árabe. Era de noche y se advertía la presencia de muchos edifi cios a su al-rededor. El niño derviche, al notar lo frágiles que eran las barandas, temía que el perro que lo acompañaba cayera al vacío. Descubrió entonces, en ese mismo techo, una gran cantidad de juegos infantiles. Colum-pios, resbaladeras. Incluso vio una casa de muñecas pero que parecía haber sido diseñada para adultos. Cuando el niño tocó los objetos advirtió que eran to-dos de madera. Introdujo luego a su perro en la casa de muñecas y al instante decidió acompañarlo. Se acostaron en una de las camas y se dispusieron a pasar la noche entre esas paredes de juguete extrañamente convertidas en paredes de verdad. Fue entonces cuan-do el niño empezó a soñar. Se lo informó a la sheika de la tequia, a la que desde hace un tiempo relativa-mente corto ha comenzado a asistir. Soñó, acostado en una cama de la casa de muñecas, que pertenecía en

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realidad a una familia de toreros enanos. No parecía poder explicar con certeza las razones por las que te-nía conocimiento de a quién pertenecía realmente la casa donde decidió dormir. El perro que se encontra-ba a su lado, lógicamente no daba muestras de ente-rarse de lo que ocurría en la cabeza del niño. Estaba ovillado al pie de la cama. Sobre una pequeña alfom-bra que daba la impresión de haber sido confecciona-da solo para ese fi n. Quizá el perro contaba con sus propios sueños. Es verdad, más de una vez he tenido que despertar a mi propio perro en medio de la noche porque me ha dado la apariencia de que se encuentra envuelto en alguna pesadilla. ¿En su mundo de imágenes oníricas habrá perdido quizá a su amo en medio de un bosque? ¿Habrá escuchado la orden de que en su vida nadie más le arrojará nunca una pelota para jugar? El niño soñó que era un torero enano y que pertenecía, como se sabe, a una familia donde todos eran enanos y toreros. Su madre, su padre, sus hermanos. El niño sabía que se trataba de un sueño místico. Los detalles del sueño que el niño daba en la mezquita parecían impecables. La familia contaba con una Volkswagen Combi en la cual emprendían las giras por las distin-tas plazas de toros donde se precisaba de su actuación. El niño no conocía el motivo por el que su familia onírica había decidido ser una familia torera. La sheika, quien lo escuchaba de manera sumamente atenta, se lo preguntó. Somos toreros, somos enanos y somos felices, alcanzó el niño a contestar como si se

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encontrara en trance. Aparte de la que llevaban a cabo en el ruedo, poseían una vida cotidiana como la de los demás. Vivían en una zona donde los vecinos daban la impresión de estar acostumbrados a su presencia. El padre mantenía estrechos contactos con los cria-dores de novillos más importantes. Visitaba siempre las ganaderías y solicitaba que les preparasen los ejem-plares adecuados. Debían ser novillos con menos peso que los toros de lidia habituales. Más escuálidos que los Miura que el padre acostumbraba observar siem-pre de lejos. Pero debían poseer una furia similar. Los espectáculos de los enanos toreros, lo dijo el niño, no debían ser mera pantomima. No se trataba de un show de payasos. Lo que intentaban era llevar adelante una corrida de toros tradicional, pero en sus propias di-minutas dimensiones. El niño no parecía saberlo a ciencia cierta, pero intuyó que había algo extraño en su sueño: la muerte del animal. No creía que un sueño digno de ser contado en una tequia tuviera que ver con carne asesinada. La sheika le pidió entonces que recor-dara bien lo experimentado, y que tratara de cotejar si era cierto que los personajes terminaban dándole muerte a la bestia. El niño se echó a llorar y dijo que sí. Que los toreros de su sueño no solo torturaban al animal con banderillas que le iban clavando durante las corridas, sino que al fi nal le clavaban una espada que le hacía surgir sangre por la boca. En ese momento el niño despertó. El perro continuaba dormido a los pies de su cama. En la mesa de noche había un teléfono. El

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niño deseaba llamar a sus padres. Decirles que no se preocupasen, que se encontraba dormido en una casa de muñecas colocada sobre el techo de una casa de estilo árabe, que su perro lo acompañaba y que ser torero era un ofi cio que no tenía que ser necesaria-mente cruel, a pesar de las evidencias de lo contrario. Pero no podía expresar esas ideas porque ese teléfono, cada vez que se quería utilizar, llamaba a su vez. No podía comunicarse con su casa. Cuando comenzaba a marcar el número el teléfono sonaba. Decidió en-tonces escuchar lo que le trataban de decir. Sentado sobre la cama de una casa de muñecas, el niño escuchó que el embajador de Francia contaba con un nombre similar al de un amigo de su abuelo, amigo al cual el niño solo conocía de oídas. La voz que oyó le pidió al niño que saliera de la casa donde había pasado la noche y acudiera en su auxilio. El embajador con nom-bre del amigo de su abuelo se encontraba en peligro. Debía dirigirse de inmediato a un aeropuerto de pro-vincia. El niño despertó al perro y partió. Ante una pregunta de la sheika, el niño respondió que solo re-cordaba que el perro le servía de compañía. Final-mente llegó a una ofi cina del pequeño aeropuerto, donde vio a una señora acompañada de unos guar-dias. Aparte vio a dos hombres sentados en una pe-queña mesa. Uno era el embajador y el otro su clon. El nombre del amigo del abuelo era Sigfrido, quien había sido intoxicado con una sustancia desconocida pero que en ese momento, menos mal, se encontraba

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ya en un hospital de la ciudad. Era atendido por un grupo de enfermeras de baja estatura que los fi nes de semana hacían las veces de toreras. Junto a su familia habían montado aquel espectáculo, y contaban para ello –ya lo había expresado el niño– con una camione-ta Volkswagen Combi con la que realizaban las giras a las localidades de los alrededores donde era reque-rida la presencia de la familia. El padre y los hermanos se encargaban durante la semana de tener todo listo para las corridas. Ellas solo tenían que llegar a las pe-queñas plazas, reemplazar los uniformes de enferme-ra por trajes de luces y comenzar con el espectáculo. Una de ellas, la que se encargaba de revisar todas las mañanas los signos vitales de Sigfrido, el supuesto embajador secuestrado, era la comisionada también para blandir la espada con la que se solían dar por ter-minados los espectáculos. Era precisamente ella quien había descubierto en qué consistía realmente el ver-dadero negocio de su familia. Todo lo relacionado con el espectáculo de los enanos toreros no era más que un pretexto para que los criadores de animales de pura raza se pudieran deshacer de los ejemplares de lidia que se sabía no iban a alcanzar méritos mayores. Como el criador con el que trabajaban era sumamen-te reconocido en el medio, no podía entregar sus ejemplares al camal más cercano. Que una de sus bes-tias pisase un rastro era el síntoma más evidente de la decadencia de la sangre que se buscaba tan cuidado-samente preservar. Al ver al niño acompañado de su

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perro preguntando por Sigfrido, el amigo de su abuelo, el tal Sigfrido, intentó tranquilizarlo diciéndole que no se preocupase demasiado por lo que estaba acon-teciendo. Le reafi rmó que todo no era sino un sueño. Un sueño místico además. Un estado superior de con-ciencia que comenzó cuando el niño se encontró en el techo de un edifi cio del Parque México. Le dijo también que la baja estatura que notaba en la enfer-mera que lo atendía era una ilusión que se producía únicamente en la percepción de los demás. Le puso como ejemplo de esta falsedad cierta, por llamarla de alguna forma, la acción que acababan de experimentar tanto el niño como el perro: la de dormir en una casa de muñecas. La enfermera dijo que iba a llevar al ani-mal a la perrera con la que contaba el hospital, y que mientras tanto tratara de dormir en la cama gemela que había en la habitación del enfermo. Añadió que le iba a administrar un somnífero, pues dijo que los sueños son más intensos cuando el que los experimen-ta se encuentra dormido. Sigfrido fue acostado en la cama de al lado. Antes de que lo metieran a la suya pro-pia, el niño se acercó unos momentos a observarlo. Como se lo dijo a la sheika, el niño en ese momento no podía saber si se trataba del verdadero Sigfrido o de un clon. Pero más que descubrir ese asunto, le interesaba en realidad conocer en carne y hueso a un amigo de su abuelo. ¿Qué clase de personas habría elegido aquel anciano, a quien quería tanto, para relacionarse? Lue-go, obedeciendo las palabras de la enfermera-torero,

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se acostó. Deseaba seguir soñando. Confesó en la tequia que prefería ese estado al de la vigilia. Empe-zó entonces a volar en un avión sin techo. La gente viajaba de pie. Un hombre con características orien-tales le comenzó a gritar: no te bajes, no te bajes, debes cuidar, sobre todas las cosas de este mundo, a tu rata amaestrada, aquella que ahora no tienes ni llegarás nunca a poseer.

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El Croata

Edmundo Paz Soldán

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Edmundo Paz Soldán nació en 1967 en Cochabamba, Bolivia. Es doctor en Literatura Hispana por la Universidad de California en Berkeley. Es autor de novelas y libros de relatos, entre los que desta-can Días de papel (1992), Amores imperfectos (1998), Sueños digitales (2000), La materia del deseo (2001), Desencuentros (2004) y Palacio Quemado (2009). Obtuvo el Premio Nacional de Novela en el 2002 por su obra El delirio de Turing (2003). Es también coeditor de la antología de cuentos titulada Se habla español (2000). Actualmente es profesor de la Universidad de Cornell.

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Estaba acostumbrado a ver cosas raras desde que seis meses atrás me asignaron al pabellón de en-

fermos terminales. Había visto a un hombre que le regalaba a su hermano las tapaduras de oro de sus muelas; a una mujer que le dictaba el testamento a su esposo, mientras el hijo adolescente, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, escuchaba música en su iPod; a una niña con la cabeza rapada y los ojos saltones que pedía a gritos que sus padres la visitaran (pero ellos no venían porque estaban muer-tos). Nada, sin embargo, me había preparado para la llegada del Croata.

El Croata era alto y fl aco, y tenía un rostro fi loso y pálido como una versión contundente del desconsuelo. Sus arrugas no eran pronunciadas, por lo que le dimos unos cuarenta y cinco, aunque luego nos enteraríamos de que tenía más de cincuenta. Los brazos largos le colgaban a los lados como los de un chimpancé, y las manotas eran de gigante: con razón nunca fue fácil

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meterle goles. Fue en sus tiempos un gran portero, el héroe indómito del Wilsterman; había llegado incluso a la selección nacional, y evitado en tardes gloriosas las goleadas de equipos como Brasil y Argentina. La tarde de su llegada al hospital, cuando me tocó, junto a Max, el otro enfermero de turno, ayudarlo a des-nudarse para que se pusiera la bata blanca, y me topé con sus costillas salidas, su complexión cadavérica, refl exioné que a todos nos tocaría lo mismo, aunque quizá no habría, para algunos, lo que había para el Croata: la posibilidad de convertirse en símbolo de algo. Un ser de cuerpo tan atlético, un deportista vi-goroso, era ahora un hombre patético y esmirriado: eso era lo que de una manera u otra nos hacía la vida, aunque en los más afortunados eso se disimulaba.

Yo era de los que apostaba con Max y otros en-fermeros cuánto tiempo iba a durar el paciente en el pabellón. Al Croata no le di ni un mes: tenía los ojos hundidos, la expresión derrotada. Era ya un fantasma, alguien que había dejado de ser aunque su cuerpo se-guía deambulando por inercia. Se me ocurrió pedirle un autógrafo el primer día, para tener un recuerdo, por si se iba pronto. Me lo dio sin sonreír, casi sin mirarme. Imaginé tardes de domingo a la salida del estadio, en que los jóvenes lo esperaban en busca de su fi rma, para encontrarse con una rayadura rápida en un papel, un breve paso por sus vidas en el que no había habido contacto con su voz, con los ojos. Pero igual: el Croata aparecía con regularidad en los

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periódicos, había sido tocado por la gracia de la fama y eso le permitía darse lujos; pronto vendrían los pe-riodistas en busca de la última entrevista, las palabras fi nales con las que sería recordado.

Pero no era por su pasado glorioso que la llegada del Croata había revolucionado el pabellón, sino por sus visitas. La mujer mayor, la que debía tener unos cuarenta y tantos años, venía por las mañanas acom-pañada por un niño de pelo negro y orejas enormes; la menor venía por las tardes y tenía un aire colegial o acaso universitario, el pelo rubio y ensortijado, un anillo en el ombligo, las poleras cortas y apretadas que dejaban la cintura al descubierto. La mujer mayor solía vestir de negro, como preparada para el funeral o qui-zás ya en pleno duelo y melancolía; la rubia exhibía su cuerpo con calculada provocación, como acostumbra-da a sacar el mejor partido a la mirada de los hombres: si usaba jeans, debían marcarle las nalgas. Las raíces negras del pelo hacían ver que era una rubia falsa.

No era difícil pensar en una esposa y una aman-te, ambas dándole la despedida a su manera, con los tiempos repartidos gracias al emprendimiento logís-tico del Croata. ¿Sabría una de la otra? Quizá no. O quizá sí. ¿Importaba, en esos momentos fi nales? Pensaba que no, pero debía reconocer que me había molestado una vez cuando, al entrar por sorpresa en la habitación, había encontrado al Croata echado en su cama y besando a la rubia, que se hallaba práctica-mente encima de él, una mano apoyada en las sábanas

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a la altura de su miembro. Sí, podían ser sus últimos días, pero se debía mantener la propiedad hasta el fi -nal, me dije, nos dijimos los enfermeros que rotába-mos para atender al Croata. Estaba bien que la rubia lo visitara, pero los besos y demás demostraciones de afecto debían estar reservados para la mujer que venía con el niño.

¿Qué sabíamos del Croata? No mucho, habíamos sido niños en sus tiempos de fotos en las portadas de los periódicos. Los rumores comenzaron a circular por el pabellón. Uno de los enfermeros nos dijo que le habían contado que la rubia, Solange, era vende-dora de Herbalife. Max escuchó de su padre muchas historias de la vida nocturna y disipada del Croata, su gusto desvergonzado por el trago corto y las muje-res, la vez en que se escapó de una concentración en Buenos Aires y lo encontraron en un cabaret cerca del puerto; el padre de Max había dicho incluso que esos escándalos habían acortado la carrera deportiva del Croata.

Ramona, una de las enfermeras, se la pasó una tarde libre en la hemeroteca para confi rmar que el Croata se había casado, aunque no se decía nada del hijo. Tere-sa, la mujer de negro, era su esposa, y el niño su hijo, supusimos. Luego llegó otro rumor: el Croata se ha-bía casado con la rubia falsa sin llegar a divorciarse de su mujer. Así fuimos creando a nuestro propio Croa-ta, peligroso y transgresor: el esposo infi el; el bígamo. Si hubiera sabido el hombre cuánta conversación nos

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El Croata

deparaba en el pasillo o en la cafetería, cuántas con-jeturas, quizá se habría alegrado: se despedía en olor de escándalo, era fi el a sí mismo.

Con los días, con las visitas, el Croata se fue ani-mando. Cuando venía la mujer mayor, se podían escu-char risas y cuchicheos detrás de la puerta. Era evidente que había muchas complicidades entre los dos, puentes colgantes tendidos a través de tantos años juntos. Una vez lo escuché recitarle algo en latín; no me aguanté y, cuando entré, le pregunté qué era.

–Fui monaguillo a los nueve años –dijo, y el niño abrió los ojos con azoro, como si fuera novedad que su padre había sido niño como él.

En otras ocasiones lo escuché cantar tangos y bo-leros; desafi naba, pero conmovía. ¿Sería que me había equivocado, que la expresión muerta a su llegada solo estaba esperando una visita para reanimarse? Daba igual, pensé: yo no solía equivocarme en mis pronósti-cos, aun cuando más de una vez me hubieran sorpren-dido los gestos de resucitados en esa sombría espera en el pabellón.

Con la rubia había un silencio que hacía pensar que ocurrían cosas detrás de la puerta. Sin embargo, varias veces la había visto salir de la habitación con los ojos rojizos, como si hubiera estado llorando. Acaso nos equivocábamos al acusarla de ser una mujer fácil, acaso en ella también había amor y no interés. Eran muchas las tardes en las que venía de visita, eso no podía ser solo la despedida a un buen cliente o a un

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amante casual. Después de todo, ¿qué sabíamos noso-tros? Nos habían dado algunas pistas, nos esforzábamos por construir una historia verosímil, un recuento de los hechos en que pudiéramos coincidir todos.

Una mañana en que lo ayudaba a desvestirse para que se duchara, el Croata habló de improviso. Su voz ronca me tomó por sorpresa.

–Teresa me dejó porque se cansó de mi inconstancia. Fue hace mucho y me dolió. Ya no estaba enamorado, pero la veía como la compañía para mi vejez.

–Está aquí ahora, al pie del cañón –dije–. Eso lo debe alegrar.

–La proximidad de la muerte nos hace perdonar muchas cosas, Juan. Supongo.

–No tiene por qué ser tan negativo.–Hace cuatro meses estaba todo bien. Un día de-

cidí ir al médico porque estaba enfl aqueciendo mu-cho. Vieron algo raro, encontraron manchas en los pulmones. Más pruebas, y luego el diagnóstico. Una enfermedad de la que nunca me sentí enfermo. Me enteré solo con el tiempo sufi ciente para despedirme del mundo.

–Habrá sido un golpe para…–Para todas. Si debo serle sincero, Solange se quedó

conmigo por mi virilidad. Me hubiera gustado que se enamorara, como yo lo estuve. Pero no.

–Como usted lo estuvo… ¿No lo está más?–Es una larga historia y a estas alturas prefi ero ya

ni complicarme pensando en eso.

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El Croata

El Croata se quejó de dolores en todo el cuerpo, dijo que estaba cansado pero que no estaba dispuesto a rendirse. Le di una palmada en la espalda, le dije que era un paciente modelo, todos debían tener su forta-leza. Esbozó una sonrisa desganada.

–Preferiría no tener fuerzas pero sí diez, cinco años más. Incluso me contentaría con tres. Bah, uno sería sufi ciente.

Esa noche me quedé pensando en el orgullo con que había hablado de su “virilidad”. ¿Era así? Quizá él podía darse ese lujo ahora, soñar con que una mujer se quedaba a su lado por esa razón o proclamar esa cer-teza con vanagloria de macho. Pensé en mis repetidos fracasos con las mujeres, la forma en que se escabullían de mí, mi timidez invencible, mis palabras temblorosas. Quizá en el fondo por eso me interesaba el Croata: no por su pasado de leyenda del fútbol sino por su fama de mujeriego, la forma en que la defendía incluso en el pabellón fi nal. Porque ya no había virilidad que de-fender y sin embargo allí estaba, incapaz de rendirse a aquel otro mundo que venía a su encuentro.

Un mediodía lluvioso en que el Croata comía en la cafetería de cristales empañados con Teresa y su hijo, vimos llegar a Solange. Tenía un vestido corto, botas negras y medias largas que le cubrían los muslos, un cinturón de tachuelas y las uñas de las manos pintadas de azul. Venía cerrando el paraguas, tenía la cabellera mojada, se le notaba como nunca el pelo teñido.

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De manera instintiva tratamos de seguir con nues-tro almuerzo, mirar al plato y no dejar huir el tema de la conversación, pero nuestras miradas hacían es-cala furtiva en la mesa donde se encontraba el Croata con su familia.

Solange se acercó al Croata, le dio un leve beso en los labios. Luego inclinó la cabeza en dirección a Te-resa, como aceptando su presencia, y Teresa hizo lo mismo. Solange se sentó al lado del niño, las manos oprimiendo la cartera de cuero. No sentía relajadas a la rubia y a Teresa, pero sí con la intención de no dejar que nada, ni siquiera la situación más atroz, perturba-ra los últimos días del Croata. Admiré su capacidad para aceptar que había algo que las superaba, su deseo de estar a la altura de la situación. En el lugar de ellas, yo no hubiera sido capaz. O quizá sí: la cercanía de la muerte era capaz de torcer nuestras convicciones más profundas.

La familia –porque al fi nal del almuerzo, a la ru-bia también la veíamos como parte de la familia– se marchó hacia la habitación del Croata. Mientras él hablaba con su hijo y le acariciaba el pelo, Solange y Teresa venían detrás de ellos, conversando despreo-cupadas, incluso con risas. ¿De qué hablarían? ¿De su pronto futuro de viudas paralelas? O quizá todo era más prosaico e intercambiaban consejos para adelga-zar, lugares en la ciudad donde ofrecían las mejores manicuras, la recomendación de una serie en la tele de la que estaban enganchadas.

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El Croata

Esa noche, después de dejarle la cena al Croata, me retiraba de la habitación cuando escuché su voz. Me sorprendió, lo había creído dormido.

–Sé lo que todos están pensando, Juan. Pero las cosas no son como parecen. Solo he tratado de hacer-me caso a mí mismo. No siempre uno puede ser leal. Si uno es leal con el pasado, es a costa de ser desleal con el presente, y al revés. Yo fracasé y…

–No diga eso que nadie se lo cree. Usted llegó a la selección nacional.

–Hubiera querido jugar en el exterior. Esa es la me-dida de mi fracaso, y eso al fi nal es lo que cuenta. Lo que creemos nosotros. No pude conmigo y no pude con nadie. Me puse insoportable, me dediqué al trago y a las mujeres. Y ella me dejó.

–Es entendible, lo de ella.–Pero no la olvidé. Y por eso fue que no pude

divorciarme. Me había ido, pero de alguna manera retenía algo suyo al no divorciarme. Mire mi anillo, tóquelo. Lindo, ¿no?

–Lindísimo –toqué esa sortija de oro igual a tantas otras–. Estará feliz ahora. Pocos tan afortunados como usted, con dos personas que lo quieren, dispuestas a acompañarlo.

–La enfermedad, la muerte, provocan piedad. Pero no en todas.

En su rostro demacrado se instalaba, victoriosa, la derrota. Era un ser inconsolable, alguien que a pesar de la compañía durante el día se debatía con

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su pasado y era incapaz de perdonarse. Me hubie-ra gustado abrazarlo, decirle que no fuera tan duro consigo mismo. Pero ¿qué sabía de él en verdad? ¿De todo aquello que se agitaba en su maltrecho interior?

Antes de cerrar la puerta me di la vuelta para ver-lo. No se dio cuenta de que lo observaba, buscaba a tientas algo en su velador, quizá el crucigrama del día en el periódico (revisaba todas las secciones ex-cepto la de deportes). Eran gestos patéticos de ciego, o mejor: de alguien que a pesar de tener los ojos bien abiertos ya no ve nada de valor en torno suyo. Tanta indefensión, me dije. Ya ni siquiera era un fantasma. Ahora sí: el Croata ya se había ido. El cuerpo quebrado no tardaría en hacer lo mismo.

Esa fue la última imagen que tuve de él vivo. Mu-rió en la madrugada. Temprano por la mañana, Teresa y Solange fueron contactadas por el hospital y vinie-ron a despedirse del cuerpo y hacer los arreglos para el velorio y el funeral. Cuando entré a la habitación, Solange acomodaba las pertenencias del Croata en un maletín con una actitud solemne, como de mujer de negocios; Teresa consolaba a Solange mientras habla-ba con voz fi rme por el celular, dando instrucciones, preparando la digna retirada. Me pregunté dónde se habría quedado el niño.

Me acerqué a la cama. Con los ojos cerrados, el Croata parecía al fi n en paz. Las arrugas en las mejillas se le marcaban más que antes, como si la enfermedad,

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El Croata

una vez terminada su labor, hubiera cedido su lugar bruscamente a los años. Sí, ahora parecía de más de cincuenta.

Me persigné, salí de la habitación. Debía continuar con mi ronda.

Volví una hora después a poner el baño en orden. Abrí la puerta de golpe, alcancé a ver que Teresa ce-rraba su cartera y Solange se metía un fajo de billetes al bolsillo.

Mientras limpiaba el piso pensé en la imagen que acababa de ver. De pronto todo se me aclaró, o al me-nos así lo creí. ¿Es que el mito de su virilidad lo habían sostenido, por diversos motivos, esas dos mujeres?

Era pura especulación. Podía muy bien estar equi-vocado. Teresa, ¿lo había querido de verdad? Solange, ¿había estado allí todas esas mañanas solo por cumplir un contrato? Yo había visto sus ojos rojizos y llorosos, había creído en ellos.

La verdad quizá era más ambigua de lo que pensaba.Esas semanas Max, Ramona y yo nos habíamos dis-

traído especulando con la historia del Croata. Ahora nos tocaba completar y tornar más compleja la narra-ción. Volveríamos a intentar reconstruir la historia, a no dejarnos vencer por el cúmulo de hechos opacos que nos rodeaba.

Esa tarde, mientras me preparaba para recibir a otro paciente, volví a ver al Croata ese día que ahora se me hacía fantasmal, en la cafetería, junto a su hijo y con Solange y Teresa detrás de ellos. Me dije, conmovido,

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que ya no veríamos más a los personajes del drama, pero su fugaz paso por nuestra vida estaba justifi cado. Sí, quizá de eso se trataba, pensé: de vivir de manera tal que dejáramos, a la hora de irnos, un rastro de re-latos para los que se quedaban.

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Los enfermos

Sergio Chejfec

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Sergio Chejfec nació en 1956 en Buenos Aires. Ha sido editor de la revista Nueva Sociedad. Entre sus novelas destacan Lenta biografía (1990), El llamado de la especie (1997), Los planetas (1999), Boca de lobo (2000), Baroni: Un viaje (2007) y Mis dos mundos (2008). Tam-bién es autor del libro de ensayos titulado El punto vacilante (2005). En 2001 fue acreedor de la beca Guggenheim.

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Cierta mañana recibe una carta. Le preguntan si, dado que puede considerarse una privilegiada,

no estaría en condiciones de acompañar a alguien que arrastra su enfermedad desde hace tiempo y que pro-bablemente está cerca del fi nal. Ella piensa que como argumento puede ser convincente, aunque errado como diagnóstico. La nota dice poco más: señalan el hospital, la sala y el número de cama. No mencionan el nombre de la persona ni su enfermedad. Sugieren llevar algo para leer, un poco de dinero y, si quiere, un cuaderno y un lápiz por si el paciente precisa co-municarse de ese modo.

Ahora está mirando el piso y, excepto la nota, todo a su alrededor se ha borrado. Sabe que si la carta da vueltas dentro de su cabeza sin encontrar un lugar es por esa palabra, privilegiada, que parece la asignación de una deuda.

Antes de decidir una respuesta o curso de acción recuerda un hecho que, a falta de mejor nombre, ha

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Sergio Chejfec

llamado el extraño episodio: Es la hora del mediodía, ella está en el sector antiguo de la ciudad, donde las esquinas carecen de ochavas. Fuera de los pocos autos que pasan a poca velocidad, como si los conductores no conocieran la zona, no ve a nadie en las calles. La ilusión de la ciudad semivacía y del gran silencio. Le in-triga el tipo de murmullo o bramido que producen los autos sobre el empedrado, o más bien que sea un ruido más neto y defi nido de lo que uno se imagina cuando no lo escucha y por lo tanto, piensa, más tolerable que otros. Le gusta visitar esta parte de la ciudad por el tipo de pensamientos que le despiertan; por ejemplo, puede imaginarse la superfi cie del mundo empedrada en su totalidad, pero no pavimentada, y es capaz de recordar ese ruido como un arrullo amable…

Está abstraída en estas divagaciones cuando ad-vierte que a sus espaldas alguien se acerca. Es un hombre que apenas la rozará al pasar y cuyo saco le llamará mucho la atención, a primera vista demasiado grande u holgado, ondeante como una bandera que se despliega al caminar. Enseguida lo verá alejarse desde atrás y se dirá, en el lenguaje a veces obvio de las im-presiones, que se trata de alguien caminando apurado. Pero quizás apuro no sea la mejor palabra. Observa sus piernas y le parece que en efecto se mueven rá-pido, pero demasiado rígidas, como si pertenecieran a otro. Ella ignora que, dentro de pocos momentos, cuando llegue a la esquina, este hombre va a chocar con alguien que aparecerá desde la derecha.

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Advierte primero el quejido ahogado, algo previo al grito, producto de la sorpresa o el susto antes que del dolor; y después reconoce o escucha, no está segu-ra, el choque de los cuerpos. El hombre queda tendido en el piso. Ella se va acercando y no sabe cómo reaccio-nar, en especial porque nadie observa la escena.

Nunca se le ocurrió preguntarse sobre la existencia del destino, ahora advierte que tiene una buena opor-tunidad. Haber asistido a la cadena de los hechos le otorga una seguridad que no alcanza a defi nir; sirve para justifi car cualquier argumento, pero al mismo tiempo es un saber inútil. Sabe que, horas o días des-pués, cuando repase lo ocurrido, el recuerdo habrá cambiado, todo será más pausado, largo o sencilla-mente distinto al hecho real, breve y concentrado.

Cuando llega al lugar del accidente el otro hombre, menos maltrecho y a punto de incorporarse, le pregun-ta desde el piso cómo se llama el del saco, el que se ha malogrado. Ella no entiende la lógica de la pregunta, que da por descontado que ambos se conocen por ve-nir del mismo lado. La idea le parece forzada. Por lo tanto responde sin palabras y sigue su camino como si el tema no le concerniera, cuando habría sido natural acercarse y ofrecer auxilio de todos modos.

Más de diez días han pasado desde el extraño epi-sodio y cada mañana lo recuerda sin encontrar ex-plicación. No el incidente en general, sino el episo-dio de su negligencia. La única hipótesis plausible es el progresivo temor al contacto humano que ha ido

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anidando en ella. Piensa entonces que la carta brinda una oportunidad de enmendarse. Piensa que lo peor de sí misma es esa indiferencia regulada que la lleva a actuar en el borde del desdén y de la corrección. ¿Le ha ocurrido antes? Un montón de veces; en ge-neral se trató de hechos insignifi cantes y colaterales que probablemente ya no ocupan la mente de nadie sino como el vago recuerdo de una conducta curiosa, hechos que proviniendo por otra parte de una mujer pueden considerarse comprensibles, por aquello del cuidado y la debilidad ante situaciones que pueden tornarse confl ictivas.

Cuando llega la noche busca el hospital por in-ternet. La prolongada vida en el extranjero (ella cree que fue prolongada) le hizo olvidar varias cosas. En especial tiene problemas con las conexiones, porque no logra recomponer los espacios intermedios entre las zonas de la ciudad que sí recuerda; cada sitio cono-cido es una mancha sobre la superfi cie evidente, pero ignorada, de lo que no se conoce o está olvidado. Car-ga las dos direcciones en el programa. La pantalla co-lapsa e inmediatamente aparece una línea que conecta su casa con el hospital. Se inclina hacia adelante, mira de cerca sin pensar en otra cosa que el camino que debe tomar. Después anota algunos nombres de calles e intersecciones, y está a punto de levantarse y guar-dar el papel cuando algo la lleva a mantener la vista en la imagen aunque no vea nada en particular. Mira el

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monitor y es como si observara una escena en la que la han incluido: se ve a sí misma pendiente de la pan-talla, concentrada en el mapa como si aguardara una señal. Se pregunta cuánto habrá de pasar hasta que esa forma de buscar recorridos quede obsoleta…

Desde hace un tiempo indefi nido, no sabe si mu-cho o poco, es víctima de una especie de reparo que hasta este momento no ha visto en nadie, y sobre el que nunca ha leído ni escuchado hablar. Es una vaga aprensión contra los artefactos o las técnicas demasia-do actuales, nuevas o en boga, de uso sofi sticado y en fase de difusión. No es rechazo por la difi cultad que trae el uso y la adaptación. Más bien piensa que si cede y los incorpora a su vida quedará marcada para siem-pre por los vestigios del momento cultural que ellos representan. Puede parecer exagerado, pero carece de elementos para verlo de otra manera. Como ignora por cuánto tiempo tendrán vigencia esas nuevas téc-nicas y objetos, y en especial desconoce el arraigo de las costumbres y de las formas de la imaginación que se derivan de ellos, sospecha que de sumarse a alguna de esas tendencias su vida perderá densidad, porque terminará diluyéndose en los avatares de lo novedoso y sobre todo acabará “historizada”, fechada, expuesta a un presente que en el futuro habrá de verse como un tiempo efímero, un inopinado desvío o una digre-sión colectiva; ella como prisionera de alguna moda ya semiolvidada, adormecedora y para ese momento escandalosamente vetusta.

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Por eso cuando se trata de algunas cosas prefi ere las costumbres instaladas y comprobadamente dura-bles; porque, a su modo de ver, esos hábitos ofrecen garantías de encadenamiento, es la continuidad que proviene del mundo cierto de lo empírico. Por ejem-plo la lectura de diarios. Le gusta leer los diarios por internet, pero desconfía de ellos no por la calidad o volatilidad de los textos o de la información, nada por el estilo, sino porque a lo mejor, en el futuro, esa acti-vidad va a ser percibida como el hábito rudimentario y extendido de una época por ello increíblemente pe-numbrosa, de esos períodos inexplicables, asociados a camadas de individuos ineptos, en los que por cul-pa de algún défi cit colectivo ninguna persona logra hacerse visible, todos han sucumbido al dictado de aquellos tiempos y de sus formatos sociales, económi-cos y culturales. (Es una de las formas como el mun-do humano devora a la gente, piensa). Y al contrario, se siente más segura con la lectura de los diarios im-presos porque la instalan en una costumbre no solo más dilatada, lo que de por sí ya es indicio, según ella, de buen tino, sino más cierta, más comprobadamen-te neutra: los seguidores de esa ceremonia pueden ser vistos como protagonistas de una época sabia y dura-ble, y por ello merecen distinguirse en su anonimato. (Esta es otra de las formas).

Al leer los diarios por internet se siente amenazada por el peligro de la moda errónea, no tiene mejor for-ma de llamarlo, cree que esa amenaza es más real de lo

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que parece, porque puede llegar a teñir, a través de la inconsistencia de la vida de los demás, de inconsisten-cia su propia vida. Sabe que de un modo u otro, lea los diarios como los lea, ella siempre será un perso-naje menor y anónimo, un grano de arena demasiado liviano en la acumulación de materia que es el mundo; pero imagina que si evita plegarse a los mandatos y tics probablemente pasajeros, su vida será más cierta y menos afectada. (Justamente ella, que puede consi-derarse a salvo de ese peligro, le teme a la historia).

Al día siguiente se levanta antes que de costumbre, cuando todavía está oscuro. Reúne las cosas que le han sugerido y agrega otras de las que nunca se sepa-ra. Tiene un largo trecho hasta el hospital, pero como es temprano, por un lado, y por otro como imagina que el horario de visitas comienza a media mañana, decide ir a pie.

Quien conoce esta ciudad sabe que una fracción considerable del mapa antes no existía, partes enteras se asientan en el antiguo lecho del río. Eso ha dado a los habitantes la oportunidad de decir que la ciudad gana terreno, se lo gana al río. Uno puede ubicar el viejo contorno ribereño viendo las barrancas, cuyo declive ha quedado como vestigio del antiguo frente fl uvial y ahora es antesala de una inmensa franja de superfi cie construida. No son pendientes demasiado largas, sí bastante regulares y, sobre todo, ostensibles en la medida en que pueden verse como la única falla

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que ofrece el territorio en un amplio perímetro, hacia cualquier lado del continente que uno se dirija.

Ella avanza entonces por la avenida que bordea las barrancas, lo que podría representar, dice para sí misma, caminar por la fangosa y ancha ribera del río. Recorrer la línea de estas pendientes le da la ilusión de circunvalar una isla, o más bien el símil de una tor-ta. Sabe que desde el lugar donde ella está caminando ahora, hacia buena parte de los puntos cardinales se extiende un territorio virtualmente inacabable; omite sin embargo este dato e imagina que algunos kilóme-tros más allá, hacia el oeste o el norte, por encima de las calles inclinadas y por donde se adivinan más edifi -caciones aunque la vista no alcance, otra línea circular de declives replica a esta y se organiza como un frente de laderas en miniatura. Siempre le ha intrigado la in-consistencia inscripta en ese relieve, que esas módicas pendientes, a primera vista inútiles y meramente de-corativas, fueran en realidad preámbulo de una gran extensión continental. Y hace tiempo debió rendirse ante la evidencia de que los hechos en general se pre-sentan de ese modo, el mundo que ha conocido en el extranjero lo confi rma, las cosas prometen algo dis-tinto de lo que terminan ofreciendo.

Sigue entonces por la antigua orilla hasta el sitio donde, según sus anotaciones, debe subir la pendien-te para internarse en el territorio no fl uvial de la ciu-dad. Camina después por calles de distinto nombre, aprovecha avenidas de trazado oblicuo, y de a poco

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va acercándose a la zona del hospital. Imagina por un momento el mapa de internet y se ve a sí misma como un punto que avanza titilante por el camino trazado. Esa imagen la devuelve con crudeza al trance preciso de su caminata, porque gracias a ello advierte que su traslado al hospital está teniendo más de paseo ceremo-nioso o de excursión que de asumida misión voluntaria: por un momento se ha olvidado de la carta, de los pre-parativos y hasta de su condición privilegiada.

Cuando está llegando al hospital descubre que lo conoce y recupera su recuerdo. Como ha ocurrido con otras cosas, en algún momento del pasado le han cambiado el nombre. Todo en su país cambia de nom-bre. Piensa que solo el pasado tiene esa capacidad in-agotable de proliferación, conectar hechos y multi-plicar denominaciones. Aprovecha y da un rodeo por las cuadras tranquilas que bordean el predio, sobre el cual las calles se cortan una tras otra sin demasiado tránsito, como si acabaran en paz.

Frente a la entrada principal encuentra una larga fi la de taxis; y más allá, del otro lado de la calzada para ambulancias, se ordenan dos o tres carritos de comida. Se le ocurre comprar el desayuno para el enfermo; y no descarta la idea por insensata sino porque un gru-po de internados, que en ese momento cruza la calle, la lleva a pensar que a lo mejor no va a encontrarlo en su cama. Los pacientes caminan despacio, forman una fi la india a punto de dispersarse, y están vestidos cada uno a su modo.

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Ya dentro del hospital, frente al directorio gigan-te trata de discernir algo que le permita orientarse. La cartelera es un catálogo de especialidades médicas, nombres, títulos y nomenclaturas de localización. Al fi n decide tomar uno de los dos pasillos que salen del hall central. A partir de ahí se guía por los avisos y advertencias que va encontrando, varios de esos carte-les son precarios, están improvisados o hechos con lo mínimo, como si señalaran caminos provisionales en permanente cambio. Dos veces pregunta si va bien a gente que espera en los pasillos. En la segunda ocasión se detiene frente a una mujer que parece no haberla escuchado, y de hecho responde una niña que está junto a ella, a quien no había visto, probablemente su hija, piensa, pendiente de todo lo que ocurra alrededor de la madre sumergida en su aire absorto.

El hospital fue levantado en época antigua y ahora sucesivas renovaciones y cambios imprimen al con-junto una imagen de desorden optimizado y de com-posición provisoria. Mientras camina por una pasarela que une dos salas a distinta altura (después recorda-rá cómo sus pasos repercutían en la plataforma, que cimbraba), se le ocurre pensar en una red de lugares y corredores donde la gente se extravía reiteradamente, pero siempre por un breve lapso, apenas unos pocos momentos o incluso menos que segundos, como si el precio a pagar por estar allí consistiera en sufrir re-pentinos raptos de desorientación con sus obligadas

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recapitulaciones, de modo que después de un corto o impreciso sueño uno debe despertar pese a no haber dormido. Pero es una idea que no avanza y desecha enseguida, por parecerle en primer lugar incomproba-ble, o demasiado banal o hasta ampulosa, pero que en realidad considera improcedente: si es algo tan gene-ralizado e inevitable como ha supuesto, no encuentra explicación a no haber sido víctima del fenómeno, ella misma que es novata en ese territorio.

Y no obstante, ¿si la gente no lo advirtiera?, sigue pensando. ¿Y si le pasa a todos y nadie lo sabe? Por-que, se dice, aunque advierta que se trató simplemente de confi rmar sus intuiciones, lo cierto es que dos veces se detuvo a preguntar; un atisbo de duda o una leve inconsistencia la habrán empujado a requerir ayu-da, y para ello abordó a la primera persona que tuvo a la mano, sin importarle condición o estado, sin pensar tampoco que a lo mejor interrumpía algo, un pensamiento, un ataque, un espasmo imprevisto, o justamente uno de esos microsueños, y por supuesto sin considerar que se dirigía a seres más vulnerables, probablemente resignados a largas esperas, soportan-do afecciones crónicas o desvelos sin medida, etc. Por ejemplo, cuando embistió sin querer a un hombre que impedía el paso mientras hurgaba en una considerable bolsa plástica a la búsqueda de algún medicamento, según ella pudo suponer, solo atinó a preguntarle si estaba bien encaminada; y fue una pregunta que reem-plazó las disculpas que debía haber pedido…

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En este punto la asalta un remordimiento difuso, pero que considera pertinente: ¿debió haber ofrecido una propina a quienes preguntó? Cree haber desfi la-do frente a eternizadas colas de necesitados. Algunos debieron darle paso con movimientos arduos, en es-pecial las personas en difi cultades, tullidas o mutiladas, o con agregados ortopédicos, o directamente impedi-das, que en general ocupan bastante lugar, cuando no se trató de seres reconcentrados y ausentes como el individuo de la bolsa plástica, quizás consumidos por sus problemas, cuyas mentes parecían estar en otro lugar, como en el caso de la segunda detención, cuando en reemplazo de la mujer contestó la niña.

Es consciente del lento viaje por los corredores que ha emprendido como si se tratara de una ex-pedición a la profundidad. La realidad escondida, el mundo en sombras y paralelo, visto y suprimido por todos, que se organiza de acuerdo con sus propias condiciones físicas. Por ejemplo, en las intersecciones de los pasillos se han improvisado diminutas salas de espera, surgidas por la costumbre como si antes de ello no hubiese existido ese espacio y se creara desde la acción de la gente.

Su cabeza está distraída con estas ideas, pero al cabo de una curva encuentra a los hombres que vio chocar en el barrio histórico. Se han sentado en un re-codo con las piernas encogidas debido al poco espa-cio; uno parece asistir al otro, que se agarra los tobillos como si sufriera algún dolor y parece más impedido y

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desdibujado, a punto de deshacerse bajo los pliegues de su ropa. Ella los mira y siente un malestar difuso, algo parecido a una culpa en gestación, o una especie de indulgencia incapaz de abrirse paso; pero en la mis-ma lucha espiritual, si puede llamarla así, los disuelve y se suman así a la innumerable población anónima de los pasillos. Y de este modo, lo que en otro caso ha-bría sido una casualidad ahora es una comprobación: en el hospital la gente asume un nuevo carácter, y las relaciones con el exterior, un exterior al que sin duda pertenecen o pertenecieron, como ella, están regidas por leyes variables pero que se dictan adentro. Por ejemplo, abocada a encontrar la sala, en este momento la búsqueda del hospital por internet le parece irreal, tanto que no puede creer que haya pasado solamente medio día desde entonces. Por ello se le ocurre pensar que quizás el enfermo asignado a ella ha cortado aún más radicalmente cualquier lazo con la calle…

Sigue considerando cosas por el estilo mientras avanza entre bultos y equipos médicos en desuso, algu-nos claramente anticuados, que parecen haber quedado allí como advertencia de lo efímero del tiempo, es decir, de la vida, y en especial como rastro de todo aquello que los individuos habrán debido tolerar en el pasado, esos artefactos adosados momentáneamente a sus cuer-pos en busca de señales o para imponer correcciones, aparatos que, vistos ahora, resultaron siempre efímeros y fatales en un mismo movimiento; sigue avanzando y

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pensando esas cosas por el estilo: a través de los pasillos se abre paso el rumor del hospital, un clamor en voz baja superlativamente expandido, distintos tipos de to-ses, ruidos de papeles que envuelven comida, quejidos de agonía y el habla apresurada de los reproches. Se le ocurre cerrar las ojos mientras avanza, para ver si escu-cha mejor. No sabe desde cuándo lo sabe, acaso desde siempre como todo el mundo, quien carece de un senti-do afi na más los otros. Un tema de la niñez, naturaleza humana y animal al mismo tiempo cuando estaban uni-das. Entonces avanza una buena cantidad de metros con los ojos cerrados y en ese lapso, antes de darse contra alguien y abrirlos, alcanza a sentir que la envuelve un rumor insólito, como si deambulara por un corredor solitario que absorbe todos los ruidos del hospital.

Un conducto de dimensiones, parecido a esos ca-nales urbanos de desagüe o a los túneles del tren sub-terráneo, que desemboca en una sala de extracción de sonidos. Le parece entonces que el hospital existe para producir ruido y expulsarlo. Imagina también las incansables máquinas de ventilación, compresores gi-gantes, que reciben el aire enfermizo y lo reparten de nuevo a sus dueños, y los ruidos circulando por túne-les separados, dependiendo de su naturaleza y origen. En fi n, la ensoñación concluye cuando choca con un paciente. Abre los ojos y ve que la persona, espanta-da del susto, se lanza hacia el fondo del corredor es-quivando obstáculos pese a su renguera. Quiere darle alcance y preguntarle por qué huye, pero más allá de

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unas pilas de tarros de pintura que llegan casi hasta el techo, encuentra sobre una puerta el nombre de la sala que está buscando.

Es un papel ajado que lleva tiempo colgando de un clavo. Lo usaron también para dejar mensajes. Por ejemplo, en un costado dice: Ya vengo. El Flaco; otro, más al medio, hace un juego de palabras con el nombre de la sala y termina diciendo: No se vuelve de acá. Ella no sabe si golpear la puerta o esperar que alguien salga. Algo le impide abrir, un sentimiento de precaución o el temor a encontrarse con una escena fuerte e inespe-rada. Mientras tanto la gente del hospital pasa por de-trás, algunas la tocan, no sabe si por la falta de espacio o si tratan de reconocerla. Un grupo ha aprovechado un rellano cercano para sentarse con las piernas esti-radas, una vez allí todos se pliegan a conversaciones sobre enfermedades: las propias o las de los parientes que deben cuidar, los remedios más adecuados para ciertas cosas, las curas que aporta la religión, etc. A ve-ces alguien preso de la confusión, o distraído, se acerca al grupo y como saludo le pregunta qué tiene. Toda esta situación le parece a ella bastante irreal pero a la vez demasiado compacta como para serlo. Desde hace tiempo piensa que las cosas pueden ser blandas o com-pactas, el universo no se organiza por polos opuestos ni complementarios, sino parciales, inadecuados, y eso hace que mucho de este mundo sea incomprensible, y que a nadie explícitamente le importe.

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Cuando fi nalmente decide entrar, se sorprende ante la penumbra y las dimensiones de la sala. Ambas cosas van juntas: todo es amplio, oscuro, alto y pro-fundo, también vetusto. Las ventanas, elevadas casi hasta el techo y ajustadas a las proporciones del lu-gar, pese a su gran tamaño fi ltran muy poca claridad. Y como casi no hay luz interior, es difícil distinguir el fondo del dormitorio. Piensa que afuera, antes, ha-bría jardines para los enfermos, y que ahora en esos espacios están los agregados del hospital.

Observa la disposición de las camas y piensa que también en el pasado habrá sido distinta: cada cama entre dos ventanas, unas y otras intercaladas. La se-cuencia se ha vuelto ahora irregular, a veces dos camas están casi juntas bajo una ventana, y luego hay dos o hasta tres casi pegadas antes de la próxima. Otra cosa sobre las camas y las ventanas: podría asegurar que tie-nen el mismo tamaño y que los barrotes de unas y otras son de diseños muy semejantes. Por lo demás, el paisaje interior es alargado. Para intuir el fondo del dormitorio debe forzar la vista; allí distingue unas sombras andan-tes que aparecen y se ocultan en la oscuridad. Después comprobará que se trata de las visitas que caminan con cautela, no sabrá si lentas de cansancio o someti-das, alrededor de los enfermos.

Tampoco los ruidos llegan nítidos hasta donde ella está, cerca de la puerta. La asalta entonces una curio-sidad: le gustaría dar con la caja, nicho o aparato es-condido que funcione como aglutinador de ruidos.

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Pero dadas las condiciones del lugar, especialmente la oscuridad y la altura de los techos, entiende que es una tarea imposible. Allí no hay ruidos sino sucedá-neos de ruidos. Es un amortiguamiento que parece capcioso y es al mismo tiempo un rumor, como si se oyeran las resonancias de una actividad colectiva pero secreta. Cree escuchar el sempiterno zumbido de los cierres, el frufrú de las previsibles bolsitas de plásti-co que lo contienen todo, las cornetas de los sifones cuando sirven soda, el consabido choque de platos y cubiertos, y sobre todo las toses de diferente tipo y los diálogos entrecortados, muchos de ellos extenuan-tes monólogos de dos o tres palabras continuamente repetidas: Me voy a morir, Me voy a morir… o varian-tes aproximadas.

Desde la caja aglutinadora, los ruidos comenza-rán su carrera hacia la nada exterior organizados de acuerdo con su origen y, obviamente, con su natura-leza y frecuencia. Ella los imagina a punto de hacerse tangibles de tan densos y compactos, luego de ser ab-sorbidos, mientras viajan a través del ducto, y supone que debe existir un procedimiento para concentrarlos y luego devolverlos a su condición original en el mo-mento de ser liberados.

Mientras tanto, sobre el fondo de la sala las lentas fi guras humanas aparecen y desaparecen con pasos cortos y borrosos, como si ninguna urgencia pudiera apremiarlas. A veces llevan alguna ropa entre las ma-nos; ella imagina batones de dormir o camisas para

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los enfermos. Más cerca, alcanza a distinguir junto a las primeras camas del dormitorio los enseres de los internados, objetos que tienen allí para su conve-niencia. Siempre se repiten las mismas cosas, por lo general de colores indefi nidos y sobre todo pequeñas, como si se hubiesen fabricado a una escala apta para personas disminuidas. Trata de pensar en los motivos para esa reducción, y encuentra respuestas tanto en la extendida escasez de medios como en la debilidad de los internados, seguramente incapaces de levantar cualquier cosa apenas pesada. En la primera fi la de objetos están los vasos y cucharas, los pañuelos o re-tazos de ropa vieja adaptados al uso del hospital, los frasquitos, seguramente conteniendo remedios, algún paquete de caramelos, en general casi por acabarse; y en segundo plano pueden verse objetos religiosos, también pequeños, estampas o fi guras, quizás una vela enana, y entre todas estas cosas una que otra birome y pedazos sueltos de papel que pueden ser tickets de alguna compra u hojas de cuaderno arrancadas con brusquedad, rasgadas en diagonal y con las puntas mochas o dadas vuelta. Ella se pregunta por la luz, cuándo habrá luz en ese lugar, mientras recuerda que le sugirieron que fuera con algo para leer.

Da unos pasos por el dormitorio y comienza a es-cuchar un quejido bastante lúgubre, que consiste en un único sonido, algo parecido a una continua letra e, proferida desde un cuerpo baldado en la más pro-funda penumbra. Piensa que a lo mejor se trata del

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enfermo asignado, pero cuando llega a los pies de su cama una chapa colgante indica otro número. Es una placa antigua y borrosa, por lo tanto debe inclinarse para leerla, y en esa postura adivina una especie de composición: el cartel suspendido contra los barrotes de la cama, y enmarcándolo desde más atrás, los pies erguidos del enfermo, cubiertos por una sábana. Ella siente que alguien pasa por atrás, un roce leve. Pero al incorporarse no ve nada, salvo una de las sombras que continuamente se alejan a cierta distancia.

Antes el hospital le había parecido un mundo aisla-do del mundo real, y ahora el dormitorio se manifi esta como un nuevo mundo separado del hospital. Es un esquema de cajas chinas que no sabe si se detendrá. A lo mejor, cuando encuentre a su enfermo se olvidará de la sala y terminará circunscripta al paciente y a su cama. Esto no es algo que ella piense, sino un hecho que podría ocurrir. Por su mente pasan otras cosas: se arrepiente de haber ido al hospital y quisiera irse.

Mientras esa mañana rodeaba la línea externa de las barrancas, un hecho de la memoria la distrajo de las antiguas vistas fl uviales que quería observar. Primero pensó en el enfermo que le habían asignado, cómo sería, qué dolencia tendría, qué cuidados iba a requerir, etc., y después recordó un cuadro observado años atrás. El cuadro mostraba una pareja de ancia-nos posando de frente. Ella pensó en el tiempo de un largo matrimonio. Intuyó que el artista, pese a haber

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muerto probablemente bastante tiempo atrás, o los protagonistas visibles de la obra, de quienes tenía aún menos constancia sobre su existencia cierta, o los tres juntos, la llamaban desde algún lugar profundo del pa-sado, o de algún lugar escondido del arte, para que pre-cisamente ella corriera en auxilio del desgraciado que estaba muriendo en su postrera cama del hospital.

De los contados cuadros veristas que compuso Balla, el italiano, uno se llamó I malati. Allí se ve a dos ancianos que aguardan sentados en una sala a primera vista lóbrega y despojada. Es probable que se trate de un hospital, es probable que estén enfermos. Lo que sugiere también su expresión es la acostumbrada po-breza y la infi nita paciencia, o resignación, también el desamparo, la soledad, la falta de fuerzas o de voluntad, la eterna disposición a que pase cualquier cosa, etc.

Una sola vez vio el cuadro original, en la sala de un museo. Como se sintió inmediatamente atraída qui-so tomarle una foto, para lo cual estuvo pendiente durante largo rato de alguna distracción del guardia. Observaba el cuadro y después iba hasta las ventanas que daban a un parque, desde donde veía cómo el ca-lor se iba adueñando de todas las cosas al aire libre. Era verano, hacía unos cuarenta grados y la gente ca-minaba despacio. Apenas advirtió el guardia que ella no dejaba la sala, tomó su presencia como una cosa personal. Por lo tanto tomar la foto se tornó impo-sible y fi nalmente desistió. Fue hasta la tienda a ver si vendían una postal del cuadro, también en vano.

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Los enfermos

Dejó el museo cuando caía la tarde, y apenas dio los primeros pasos se sintió aturdida por la temperatura del exterior. Tiempo después se topó en internet con una monografía sobre Giacomo Balla donde este cuadro grafi caba su breve etapa humanitarista.

Ahora en ocasiones cuando está frente a la com-putadora abre la imagen y se queda mirándola. ¿Qué esperan esos dos?, pregunta para sí, ¿qué situación se revela cuando los signos de la enfermedad son discre-tos, o están directamente ocultos? ¿Es una pareja de enfermos de verdad o son sencillamente pobres? Aun-que no pueda hacerse una imagen cierta, ve a Balla re-nunciando a las ideas previas con gesto airado, es algo un poco teatral, lo ve desentenderse rápidamente de estos ancianos incapaces de prometerle nada, aptos tan solo para la indulgencia, y lo ve ansioso por abrazar alguna secuela del agitado futurismo en boga. Le gusta suponer que el pintor recibió de esos “enfermos” una infl uencia difusa, o que lo sometieron a una suerte de límite: no pudo ser más compasivo, perdió su ca-pacidad de gracia, ese fue el motivo para abandonar aquellos temas y a la larga hacerse fascista.

El cuadro sin embargo es despojado y carece de de-talles. Es difícil saber si promete algo, o en todo caso promete aquello que en su tiempo cada quien podía reconocer con facilidad. Ahora es tarea complicada, y uno solo ve la pareja sentada sobre unas gradas o ban-cos de madera, en medio de una sala desierta y casi a oscuras. La poca claridad entra desde la izquierda,

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Sergio Chejfec

alumbrando el costado de los rostros. Enfermedad y penumbra. Cualquiera imagina la sala de espera de un hospital antiguo, tanto es así que el sitio parece un claustro. La pareja es pobre de solemnidad, el hom-bre mira al frente y la mujer hacia el costado, quizás mortifi cada por el dolor o abatida por el desamparo; en cualquier caso parecen resignados a esperar el tiem-po que sea necesario. Esa falta de escala para la espera, que no está inscripta en ningún lado pero es ostensible, hace pensar contradictoriamente en el momento de composición del cuadro, en la escena y la pose…

Ella imagina que se habrán sentado en silencio mientras Balla, impaciente en un costado del recinto, esperaba; y que después empezaron a conversar a tien-tas y al fi nal acabaron encontrando conocidos comu-nes, como siempre ocurre en Italia. En el cuadro cada uno está fl anqueado por un balaústre de hierro, a la derecha del hombre y a la izquierda de la mujer. Esas columnas anteceden a la pareja como si se tratara de un marco precario, y los dos personajes se muestran así más expósitos de lo que acaso son. La única explicación que ella tiene para los balaústres es suponer que habrán sido usuales en los sitios de espera, algo así como apo-yos para que los débiles se sostengan al levantarse.

Sin poder explicar el motivo, siente una curiosa añoranza de esa sala y de ese hospital, aunque dude de su existencia, aunque no crea en la existencia real de los que aparecen retratados y menos aún en la escena compuesta. No puede creer que sienta nostalgia por

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Los enfermos

situaciones como esas, de desamparo recreado, que le parecen más rectas en sus manifestaciones, como es el caso del cuadro, que las del mundo cierto de enfermos verdaderos que en breve rato visitará…

Por el fondo del dormitorio los visitantes siguen yendo y viniendo como si se tratara de un baile de sombras tímidas y acuciosas. Mientras tanto el rumor general de los ruidos, siempre sencillos, se ha conver-tido en música adormecedora. Atisba el paisaje pro-fundo de camas vetustas y ventanas enormes, de seres aplastados contra sus lechos, cada uno con su ajuar propio de objetos diminutos como si blandieran esas colecciones privadas igual que argumentos absurdos contra a la adversidad. El estertor o la letanía de algún enfermo crea cierto lazo de continuidad colectiva, es el hilo que amarra lo que parece a punto de separarse por efecto del mismo ralentí general. Así, el ambiente reproduce algo parecido a un adormecimiento…

Ella advierte que sería capaz de permanecer un tiempo indefi nido bajo ese estado de contemplación difusa. Mirar y mirar, impregnarse de a poco. En es-pecial porque ignora lo que realmente está haciendo en ese lugar. Aprovechando un último resto de fuer-zas, mientras imagina que podría volver a recorrer el ducto por donde los ruidos son llevados hacia el exte-rior, opta por la obediencia y, precisando de nuevo el número de cama que porta desde la noche previa, se interna en la sala a la búsqueda de quien la espera para ser consolado y acompañado. En el ínterin ordena una

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Sergio Chejfec

serie de pensamientos sobre los enfermos en general, incluyendo los de Balla y el suyo; pensamientos que trata de retener porque tiene la intención de resumirlos puntualmente apenas inspire confi anza en la sala y la admitan como una visita más que danza en las sombras esa música de recorridos habituales.

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Denis

Roberto Echavarren

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Roberto Echavarren nació en Montevideo. Es poeta y narra-dor. Publicó los poemarios La planicie mojada (1981), Animalaccio (1986), Universal ilógico (1994), Oír no es ver (1994), Casino Atlán-tico (2004) y El expreso entre el sueño y la vigilia (2009, Premio de la Fundación Nancy Bacelo), y las novelas Ave roc (1995, 2007), El diablo en el pelo (2003, 2005) y Yo era una brasa (2009). También ha escrito los ensayos Arte andrógino: Estilo versus moda en un siglo corto (1998, 2008, Premio del Ministerio de Cultura del Uruguay) y Fuera de género: Criaturas de la invención erótica (2007). Es coau-tor de la antología de poesía latinoamericana Medusario (1996). Su poemario Centralasia (2005) recibió el Premio del Ministerio de Cultura del Uruguay.

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A Martín Macedo

Aromático, poderoso, un olor a canela mezclado de ámbar, pegaprén, esmalte de uñas, thinner,

jazmín, en vaharadas, visita el lugar. Piso el suelo verde, surgente vegetal, verde claro de hojas que na-cen, clorofi la brota, donde la salud me sostiene, y yo la sostengo, burbujea, un corrimiento por el muslo izquierdo, aunque me falte una nalga.

He peregrinado entre doctores y ensayado varios tratamientos a través de diferentes ciudades. Princi-palmente Ámsterdam. Las buscas por internet me convencieron de que los pacientes saben más de su enfermedad que los médicos. Estos se preocupan me-nos, o se ocupan solo de partes o aspectos del mal. Fuera de los oncólogos, he consultado a homeópatas, ensayé la terapia de la luz…

Patricia, una hippie ya madura, me cura por refrac-ción. Me convida con tés de hierbas relajantes. En ese consultorio me adormezco. La curandera vivió en Ibiza un tiempo, donde atendía a alemanes nutridos de wurst

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y de chucrut. Les leía el tarot, los curaba por imposición de cristales. Robaba cervezas en los bares de la isla.

Yo robaba cervezas en Bali, adonde fui persiguien-do una ola.

Encontré a unos muchachos que se sonreían to-dos a cada rato de un modo que me parecía anormal. Después descubrí que esto se debía a la infl uencia de la religión hinduista.

Llegué con un amigo de la costa de Rocha. Había-mos pasado varios veranos de surfi ng en Uruguay y otros tantos inviernos en Praia do Rosa y Ferrugem, sobre la costa de Santa Catarina. Allí íbamos durante el invierno, pero los pescadores no nos querían. Era la temporada del pez espada; opinaban que espanta-ríamos la pesca al surfear.

En Bali entré a una discoteca que dos semanas des-pués explotó y ardió con una bomba de los militantes islámicos. Cuando los pedazos del club saltaron por el aire, yo ya me encontraba en otra costa. El acusa-do, recuerdo, sonreía en el juicio el tiempo todo; me maravillaba la sonrisa desafi ante, fanática, hasta que lo ejecutaron.

Robábamos cervezas a las pibas incautas.Eso quise que fuera la vida, enclaves, panoramas;

los atravesaba sin mirarme la nuca y derivaba por los bordes, acechaba alternativo paredes movedizas, que avanzan sin detenerse nunca.

En Bali encontré a Geert, y formamos pareja. Esto se dice pronto. Pero me costó encontrarlo.

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Denis

Volvimos a Rocha para fundar un hogar. Me sentí obligado a terminar mi carrera de agrimensor. Entre-tanto, trabajaba en diversas ofi cinas de la capital. Re-cuerdo a una jefa asturiana. No sé qué habrá pasado por mí, pero cuando debí entrar a una ofi cina de ocho horas, esta ovárica –“Perón”, le decían, y algunos “la Zarina”– maestra ciruela, según sus fl ujos y viarazas, ordenaba, pedía, imponía rutinas, procedimientos. So-bre todo el deber de estar sentado frente a la pantalla, pegado al teléfono. Nunca ponerse de pie ni pasear por el cuarto. La jefa asturiana no soportaba vernos para-dos. Tenía que sentarme, pegado a la pantalla y al te-léfono. Cancelé los viajes. Me empezó a doler el culo. Era un galeote de la silla rodante de mi ofi cina, un invá-lido de las piernas. A eso me redujo la asturiana. El sa-cro se endureció, se puso rígido, infl exible. Me oprimía el corazón y no lo pude remediar. A esto me refi ero cuando hablo de quietud forzosa. Pude resistir algunos años. Pretendía inducir la calma mediante una rigidez artifi cial. El fuego al sofocarse se volvió con el tiempo humo acre de genio maligno, espanto mordaz.

Esa jefa se ablandó más tarde, entró en confi anza. Le parecía que me amaestraba, pero nunca me pude adap-tar. No la demonizo, aunque sin duda fue un agente ac-tivo de mi mortifi cación. Empecé a sentir una molestia en la zona lumbar, y supe que había un problema.

Después de examinarme, los médicos diagnosticaron un cáncer de cordoma. Un bulbo se había desarrollado,

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Roberto Echavarren

remanente de tejidos embrionarios… El cordoma es un tumor raro. Representa solo el uno por ciento de los tumores malignos. Por lo común crece en la base de la columna vertebral, o en la base del crá-neo. Es maligno y aumenta despacio. Suele producir metástasis a los pulmones. Se desarrolla dentro de una estructura llamada la notocuerda, una formación inicial de los animales cordados, que resulta luego reemplazada por la columna vertebral. La notocuer-da desaparece durante los seis primeros meses del de-sarrollo del feto, pero nimios restos suelen persistir después del mes siete. Resultan observables solo en el núcleo pulposo de los adultos. De esos restos se forma el cordoma.

El mío creció en el sacro, en el asiento de la colum-na. Generalmente se desarrolla allí. Ocurre espontá-neamente. No se sabe que sea causado por un trauma, factores del ambiente, o de dieta. Tampoco es here-ditario, ni está asociado al uso de remedios o suple-mentos alimenticios. Sin embargo, creo que ese cre-cimiento maniático es una reivindicación del origen, de su potencia prístina, un crecimiento patológico que dice algo sobre mis condiciones de vida. Un juguete rabioso que denuncia la sofocación.

El oncólogo uruguayo que me atendió aconsejó la cirugía. Fui operado. Extrajo el bulto semilíquido, se-mitransparente, gelatinoso, suave, del tamaño de una naranja. Un sol naciente. Una forma esférica perfecta. En este tumor reactivo se cifraba una potencia sorda,

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Denis

una sentencia, una venganza, un impulso de crecer más allá del atraso y disminución del cuerpo y de sus posibilidades.

Al despertar de la anestesia, el cirujano me mostró el tumor (lo guardaba en el bolsillo):

–Tiene la forma y el tamaño de una naranja. ¿Ve? Y el color también. Traslúcido, a ratos un tono de limón. Mejor lo tiramos a la basura.

Y eso hizo, error cuyas consecuencias se manifes-tarían más tarde, en Ámsterdam. Conservar una traza del tumor habría resultado muy útil, cuando necesi-taron muestras del cáncer que se multiplicaba, para fabricar una vacuna hecha de la misma sangre.

En esa cirugía me rebanaron una nalga. Igual volví al trabajo. No en la capital, esta vez. Nos mudamos al balneario donde crecí y donde de niño me había de-dicado a surfear: Punta Celeste.

Me juntaba con mis antiguos amigos de surf para comer asados antológicos y en esas ocasiones consu-míamos un preparado especial de láudano. Varios han tenido problemas últimamente.

Junto con Geert adoptamos a una niña, Vera, y la criábamos. Una época feliz sin lugar a dudas.

Pero la operación, al extirpar lo principal, pudo estimular el tumor. La Vía Láctea se esparció, sal-picaduras se difundieron desde aquel primer bólido incrustado en el coxis.

Este es mi problema actual. Los grumos malignos se ubican mayormente en la zona inmediata al perineo.

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Roberto Echavarren

No se pueden operar. Son colonias desperdigadas, forman un rosario, sean islas de la magna Grecia, o el archipiélago en torno a Bali.

Por mi casamiento con Geert me concedieron en Holanda la cobertura médica gratuita. Visité a la doc-tora Krakauer, mi médico de cabecera. Lleva ante-ojos de armazón pesada oscura; un foulard bouffant le roza la papada cada vez que mueve la cabeza, pan-talones marrones en estilo pata de elefante, botitas puntiagudas; se pintarrajea como un payaso. La doc-tora escribió un informe a la Comuna de Ámsterdam para que me otorguen un apartamento de planta baja o a lo sumo primer piso con ascensor. En el informe, que me dejó leer, dice: “El daño neurológico a corto plazo es inevitable”.

En consecuencia, me asignaron un apartamento cerca de Prinsenstraat, no lejos del hospital donde me aplicarán las radiaciones.

En internet leí que las radiaciones en el coxis inhiben la impulsión erótica.

Le pregunté a Krakauer:–¿Me volveré impotente?–Nada de impotencia –subrayó con deliberación.

Enfocaba sus ojos de búho en mi perilla. El foulard bouffant crujió antes de que pronunciara–: No se trata de impotencia, sino de ausencia de libido.

Hicimos el amor con Geert como tigres durante dos días. Al menos por ahora puedo mantener el tren. Estoy frágil, ya sé, pero todavía no lánguido ni chupado.

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Llegué hoy al hospital en jeans de tubo (ajustados a la pierna), dos cinturones superpuestos, corte de pelo emo y sombra en los ojos. Las viejas sentadas en la sala de espera me miraron con alarma, condena, y ensegui-da desviaron su atención a sus propios males. ¿Sorpre-sa, escándalo? ¿Qué represento para ellas? Fuera del refl ejo condicionado con que me miran –un latigazo, un destello de desaprobación– nada las conmueve. Las veo abstraídas, encerradas en su espera particular, ya sea del doctor o de las medicinas o del tratamiento. Tal vez ellas no se saben defender. No se les ocurre probar una terapia alternativa, consultar a otros mé-dicos por una segunda opinión. Tal vez se dejan llevar y traer por el dispositivo burocrático, la inercia o la mezquindad de los funcionarios. Se resignan y aguar-dan; aguardan el desenlace, para hacer sus adioses.

El doctor Federer, el primer oncólogo que visité en Holanda, es frío y aun diría helado.

Ya lo había visto en su consultorio, pero cuando volví con los resultados de mis exámenes, para entre-garlos a la nurse, lo crucé por azar en el corredor de acceso. Lo saludé, pero me negó el saludo. Pasó a mi lado como si yo no existiera. Tal vez yo ya esté muerto y enterrado para él. Luego me hizo esperar una sema-na para ocuparse de mi caso.

Entretanto, por consejo de la madre de Geert, con-sulté a otro médico en Bruselas.

El doctor Benoit me anunció que me dará gratis una vacuna para enlentecer el crecimiento del tumor.

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El laboratorio la suple sin cobrar porque la droga está aún en estado de investigación. Esta terapia se basa en los antiangiogénicos, cuya tarea es atacar las enzimas de las que se alimentan las células cancerosas, para así detener su desarrollo y producir la necrosis.

Pero antes de probar la nueva droga, Benoit me re-comienda la radiación. No parece aconsejable aplicar las dos terapias al mismo tiempo. La radio se aplica solo una vez, por un período prefi jado. Detendrá el crecimiento del cordoma. El problema es: ¿por cuán-to tiempo? Una vez que se cumple, no se puede repe-tir. Más vale empezar por ahí, e investigar después las restantes alternativas.

Pregunté a la doctora Krakauer por la eutanasia. Holanda, dijo, requiere el consentimiento expreso del paciente. En otros países arbitra el médico. Me dio los formularios para sentar mi petición.

Esta mañana salí temprano para hacer varias diligen-cias y a la tarde entré al hospital para las radiaciones. Allí tuve que apagar el móvil. Por lo tanto en todo el día no me comuniqué con Geert para avisarle cómo estaba. Al salir del hospital no pude encender el móvil porque no recordaba la clave. A la noche, al volver a casa, me preguntó dónde había estado. Noté en sus ojos un mie-do que no se atreve a formular. Desde que sabe que re-llené el formulario para la eutanasia, se pregunta en qué momento voy a suicidarme, y siempre teme lo peor.

Acompañé a Vera a la plaza de juegos infantiles del barrio. Hamacas y toboganes parecen diseñados por

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Miró o Dalí o Klee, pintados de colores vivos, un cos-tillar de fi nas líneas curvas, con extrañas lengüetas a modo de pedales, espadones, pértigas, zancos de cau-cho que sirven para saltar y rebotar. Vera no se atreve a tirarse por el tobogán alto, pero se ríe y disfruta sus experimentos parciales. Juega para sí misma, consigo misma. La veo abstraída en el secreto de su deleite. Está contenta del patín y la bicicleta. La miro al ses-go con disimulo, no quiero sacarla de su abstracción. Da vueltas, parece que baila, luego se detiene, casi en puntas de pie, un brazo en alto, en pose de bailarina.

Se arrodilla en el arenero y mete las manos con los dedos extendidos bajo la arena húmeda. Juega con au-titos de juguete, los entierra, a veces los pierde. Hoy no pudo recuperar un modelo de ómnibus londinense de dos pisos.

Los holandeses instalan areneros por todas par-tes. Hacen un pozo, lo bordean de cuatro tablas y lo llenan de arena. Es lo mismo que han hecho con re-tazos robados al mar. Aíslan un solar, extraen el agua y lo cultivan.

Vera sonríe y da unos pasos con el torso erecto.Anoche visité el barrio de las vitrinas rodeadas de

tubos fl uorescentes donde se muestran algunas muje-res semidesnudas y, por lo que sé, algunos hombres. Me paré a observar a una medio vieja, que hizo pi-ruetas y bailó un chachachá o mambo. Luego apretó el culo desnudo contra el vidrio. Detrás surgió otra, mejor plantada. Esta tenía la piel aceituna.

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–Me gusta tu color –le dije cuando entreabrió la puerta del conducto para que pasara.

Con esa arreglamos. Habló de dinero, tenía una sonrisa que parecía tierna, al par que me mostraba un botón que sobresalía al costado de la cama:

–Si te pasas del tiempo, o no pagas, o te pones pe-sado, lo aprieto y suena. Vendrá enseguida el ama, la capitana de todas, porque trabajamos juntas en un ar-tel. Ella avisa a la policía.

Su perfume me recordó a un novio antiguo, que a veces me visita en sueños. Después de dos años de vernos, un día dejé de llamarlo. Se impacientó, me acusó de no quererlo y me plantó. Tal vez yo también quería romper. Pero me tomó de sorpresa el modo abrupto en que lo hizo. Y dejó una fi sura, arreglo des-arreglado. Vuelve en sueños, a modo de reconvención o herida. ¿Por qué me dejó? ¿Se dio cuenta de que no lo quería? ¿O solo dejó de quererme? Cuando apare-ce en sueños me pregunto: “¿Me va a saludar o no?”. Él pasa, y me deja un ardor en la boca del estómago. Que me despierta. ¿Será él? ¡Tal vez llega en lugar de otra persona!

Hace dos días tuvimos una rencilla terrible con Geert. Le dije: “Tú cocinas pero no limpias”. Se en-cendió de rabia: “¡Que yo no limpio!”. No hubo modo de calmarlo. Estallaron dos meses de rabia contenida (como si debiera él hacerse cargo de mis veleidades de suicidio, como si debiera mantenerse en guardia para que no ocurra). El estallido fue una

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compensación y una descarga. No hubo modo de cal-marlo. Tres veces intenté reconciliarme y las tres fra-casé. Hasta que le ofrecí pulpo con vino chileno.

Desde que nos reconciliamos, tengo una actitud positiva.

Esos bandazos entre la gente te revuelcan y cam-bian el sentido de la circulación, en el hoyo de una ola. Y te purifi can, el cielo después de la lluvia y el mar después de la tormenta. Se levanta la niebla y salgo corriendo hacia la rompiente. Eso siempre me serena-ba, clarifi caba mis sentidos, caminando de vuelta por la playa arenosa a la camioneta sentía que estaba de nuevo en mi elemento.

Consulté a una doctora naturista. Usa una máqui-na para medir, según ella, la “edad”, o el desgaste, de cada órgano del cuerpo. Mi páncreas, dijo, es añejo, tiene unos cincuenta y ocho años. Mi pulmón, aún más. En fi n… Voy de superstición en superstición.

–La comida lo es todo –dijo la doctora naturista, e hizo llantos y lamentos porque consideró que yo comía demasiada carne roja.

Quiso convencerme de que la dieta era un acierto al por mayor. Pero yo me pregunto por los energú-menos que fueron vegetarianos y por los centenarios –sobre todo las viejas– que asimilaron bien la carne. Según el Dalai Lama, los tibetanos sobrevivieron al medioevo gracias a comer carne.

Que mucho caminara, que tomara dos litros de agua al día. ¿Encuadra o no encuadra con el metabolismo de

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mi cuerpo? ¿Cuál es mi destino? ¿Y qué tiene que ver la dieta con eso? No como comida chatarra de algu-nos estadounidenses rojos y granulientos, o negros inmensos con redecillas en la cabeza.

Viví junto al mar, fui feliz en el amor de Geert y de Vera. Todo fue un parto de nalga, sin embargo, por el tema del empleo. Nunca había trabajado tanto. Mi idea es no trabajar, vegetar, como dicen, abrirme al loto de sol. Tomarme tiempo. Reservar tiempo para acercarse a la playa, encerar la tabla, ponerse el tra-je de goma, traquetear hasta el agua y patalear hasta donde se empieza a infl ar la ola.

No sé si soy culpable de mi tumor. Susan Sontag ataca de raíz las teorías que atribuyen a la mente la cau-sa de las dolencias. Son fantasías punitivas, sentimenta-les. “Yo soy responsable de mis enfermedades”.

Pero adivino una discordancia entre mi estilo de vida, mi surfi ng, y las condiciones que me obligaron a trabajar en la ofi cina de una vieja pérfi da. Y asturiana. No quiero acusarla. Sin embargo, en esa ofi cina se me manifestó el cordoma.

El cordoma, y las molestias, malestares y padeci-mientos desde que respiro y pienso, están sin rumbo, en el mismo barco de las dolencias raras por las que pocos se atarean.

La naturaleza nos enferma. Para darnos ocasión de descansar y de restablecernos. O de romper con ese bloque duro, las disciplinas del ganapán, y la respon-sabilidad de la familia. Un trabajo que, lo reconozco,

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representa un servicio social, pero me arruina la vida. Sigo siendo responsable en mis afectos. Pero la natu-raleza nos da ocasión de descansar y examinar qué es lo principal y qué lo accesorio. ¿Por qué hipotecamos nuestros mejores años? ¿Será que la renuncia pacien-te de la diversión, la resignación a un destino laboral, nos enseña algo? Es probable que sí. Según esta pauta, al llegar a viejos seremos sabios.

–Estaba encapsulado –dijo el cirujano– en la base del tronco. –Lo sacó del bolsillo. Creí entonces que todo había terminado. Ese acto de birlibirloque no fue el fi nal de nada. Tras un período de tranquilidad y esperanzas, empecé a tener molestias de nuevo.

El genio maligno está aquí, mezclando la paja con el trigo, salpicando todo, una voluntad de rebeldía sorda ante la difi cultad de respirar. Una rebeldía de la serpiente kundalini en la base del tronco, el perineo, el esfínter. Examinaron la región y detectaron salpicadu-ras. Tal vez todo estuvo mal hecho desde el principio.

La energía universal en clinamen pasa por mi cuer-po entre el sueño y el despertar. Al atravesarme es desviada por una posición incorrecta, una sofocación, es desviada por un incómodo contraerse. El constre-ñimiento genera una corcova de Cuasimodo, la ex-crecencia malsana.

Fui un pájaro migratorio que disfrutaba cazando una ola y manteniéndome en pie. Era mucho mejor y más divertido que surfear con el cuerpo, así que iba a

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surfear con tabla siempre que podía. Al principio iba solo para eso, pero después quedé enganchado en el ambiente y empecé a quedarme en la playa, donde conocí a una pandilla de estupendos (y locos) chi-cos y chicas. Ana entre ellos. A varios los perdí lue-go, por diferentes razones y enfermedades. Pero en aquel momento me volví un surfer bastante bueno y me montaba de forma perfecta a una ola de vidrio alta de un par de metros.

Uruguay tiene gran variedad de olas. Existen muchas rompientes en solo doscientos kilómetros de costa. Rompientes de punta izquierda y derecha, rompientes de playa, bocas de ríos y lagunas y hasta zonas rocallosas con olas altas. Y la sola compañía de las gaviotas. Tranquilo. Sin hacer barullo.

El encuentro con Geert resultó el colmo de la feli-cidad. Pero me enganchó a la vida responsable.

Al no responder el doctor Federer a mis buenos días, cuando lo crucé en un pasillo…, debí haberle tirado mi historial completo por la cabeza. Sin em-bargo tragué el despecho, no supe reaccionar, y sentí que había muerto.

A pesar de lo cual empecé las radiaciones.La doctora que me atiende en esta terapia me dice

que conoce un solo caso de cordoma, para el cual las radiaciones se probaron inútiles. Me advirtió sobre los efectos secundarios: diarrea, náusea, fatiga, eccemas y eventual infertilidad. La infertilidad no me preocupa.

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En internet encuentro resultados más alentadores.Pero todo es delicado.Esta semana probé la terapia de la luz. Son frecuen-

cias de brillos sobre el cuerpo. “Es una sanación a base de energía, porque todo lo que nos rodea es energía y la energía fl uye al activarse ciertos puntos”, dijo Patricia, la curandera. Es una terapia novedosa y reclama éxitos sobre diferentes tipos de dolencias como el Alzheimer, cáncer, adicciones, depresión, locura, autismo.

La terapia de la luz puede consistir en exponerse simplemente a la luz del día. En países nórdicos la luz es más suave, y en invierno, un largo invierno, esca-sa. Esa escasez de luz produce depresión en algunos. Que puede ser compensada, según estos terapeutas, por una exposición periódica a específi cas frecuencias de onda usando sea lásers, sea lámparas fl uorescentes, sea lámparas dicroicas, cajas de luz artifi cial dirigida desde un ángulo superior a los ojos del paciente, para evitar, señalan, la dañina radiación ultravioleta. Hay cajas de luz azul. Otras verdes de baja frecuencia. La luz puede ser visible o invisible, cayendo en la zona infrarroja del espectro.

Además de cegarme con la luz –que despierta en mi frente, en mi pecho, una cierta ebullición, calor o fl uo-rescencia o fosforescencia– Patricia me masajea con aceite de coco y me aplica piedras de diversos colores en diferentes lugares del cuerpo. Recuerdo en particu-lar una marrón amarilla, con grumos de puntos de oro en su interior. “Es para los órganos internos”, dice.

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–Tienes grandes contracturas. La marihuana ayuda a descomprimir esas tensiones, esas furias que no se expresan en actos y que permanecen envaradas, pun-zantes, en el sitio más sensible.

Cada vez que voy a la radiación, sigo después hacia la terapia de la luz. Es un ambiente completamente dis-tinto. Dos escenas, dos vidas paralelas. Aquí me relajo. Me entrego. Ella me atiende. Me sirve té de hierbas.

–Es bueno que hablemos de negocios –dijo Patri-cia–, sin duda tú no careces de recursos. –A pesar de lo cual, acordamos un precio razonable.

Cada vez me resulta más indispensable verla. Es un ser humano. Tenemos una relación. Cada vez hace los mismos pases brujos, y me pone un aerolito sobre la tetilla izquierda.

Ya al subir las escaleras me río solo. Es un mila-gro que me atienda de esa manera. Y todo es cuestión de vibra, solo mediante la energía que brota de su natural. Y sus instrumentos. Mi cuerpo allí navega, encomendado, envuelto por el ámbar y la mirra y la parihuela donde me extiendo. Allí me consagran para otro servicio. Y empiezo a meditar, siempre entre sue-ños, casi adormecido; de dormido paso a despierto. Al despertar capto un campo unitario de luz y energía, no un yo, sino una expansión energética sin fondo y sin límites. Una casa enorme, con todos los cuartos iluminados. Una torre de oro.

En ese estado espléndido de los aromas, de los ma-sajes de arena tropical y aceite de coco, escucho el mar,

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ella pronuncia sus ensalmos en un idioma incom-prensible. El cuerpo sana, erotizado hasta la ore-ja. La noche me abraza sin complejos. Siempre me adormezco mientras la curandera canta fórmulas in-descifrables que lee de un libro. Me explica que es imposible guardarlas en la memoria.

Depositó un cuarzo translúcido sobre el ombligo y lo dejó varios instantes. Sin darme cuenta moví la piedra y quizá haya quebrantado el equilibrio de mi organismo.

Sigo recorriendo médicos. Hace dos días acudí con Geert a un homeópata al norte de Delft. Una zona que no conozco y a la que se llega cruzando en lancha.

El doctor dijo que, para saber qué grageas adjudi-carme, era necesario que le contase todos los aspectos de mi vida que se me ocurriesen. Hablé con gran li-bertad, y estuvimos departiendo durante hora y me-dia. Mis prioridades, mis planes, mi angustia. No sé si las pastillas serán efi caces, pero la conversación lo fue. Me sentí aliviado, descargado y ligero.

Quién podrá acertar con el vínculo entre el sacro, la zona donde prolifera el tumor, y mis tendencias y confl ictos. Algo que haya sido el principio de to-dos los acontecimientos, algo que arroje luz sobre ese enigma.

El homeópata pretende levantar las defensas del sistema para que el mismo cuerpo destruya las célu-las cancerosas. Si logro sobrepasar este pozo, será que las grageas son efectivas. Salí del consultorio mirando

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las cosas de otra manera. Vi la tarde, sentí los olores indescifrables de este fi n de invierno. Una fragancia a la vez pútrida y primaveral. Un olor a barro y a plan-ta joven. Florece la magnolia japónica y hay tulipanes por doquier.

Ya no le hago escenas a Geert.Temprano en la mañana partimos rumbo a una clí-

nica hindú en Rotterdam. Trabaja con ayurveda. El hombre que me atendió en verdad no es hindú sino colombiano. Y tiene un aspecto afeminado casi traves-ti. Me recordó a los lady-boys que conocí en Tailandia y en Bali. Se peina con gel y las cadenas de oro brillan en las muñecas. Del cuello le cuelga un collar como de perro, pero en oro macizo y una placa de diamantes sobre el pecho lleva su nombre: Esteban.

Nunca oyó ni una palabra acerca del tipo de cáncer llamado cordoma.

Lo oigo sisear como una serpiente esperando tragar mis billetes. Parece un gángster de hip-hop. Siniestro, sigiloso. Me recomienda inducir el vómito, hacerme purgas, enemas y hasta ponerme sanguijuelas para eli-minar las toxinas. Mientras habla, en voz baja, mimosa, pero indiferente, golpea la mesa con sus uñas manicu-radas nacaradas. Se me llenó el cuerpo de agua oscura. Fijamos una nueva consulta pero no concurriré.

Empiezo a sentir los efectos secundarios de la ra-dioterapia: una diarrea salvaje. Hoy no pude aguan-tar y me cagué en la vía pública. Recuerdo que hace años un policía me arrestó por orinar en la calle. Pero

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era de noche y yo estaba borracho. El policía preten-dió que secase el charco de orina de la vereda con mi bufanda blanca. Después de mucho parlamentar, ex-plicando que padecía una afección de los riñones que me producía incontinencia, escapé sin enjugar la orina con mi bufanda.

Me salió un quiste en la nariz, quise extirparlo, pero antes tomaron una muestra. Hicieron la biopsia y resulta que es otro nódulo de cordoma.

La información en Google se superpone y con-tradice, hay artículos viejos, nuevos, programas de congresos, propagandas de un médico que extirpa cordomas de la nariz (nunca había escuchado acerca de esta localización).

Hace un rato regresé del hospital donde me sacaron el quiste sebáceo de la nariz. Acaban de llamar del hos-pital para decirme que el supuesto quiste sebáceo res-ponde a la anatomía patológica del cordoma. Inusitado, considerando que el tumor de marras es un tumor de hueso, y teóricamente se expande a los pulmones, a los ganglios. ¿Pero a la nariz?

La doctora Krakauer me aclaró que el cordoma no es un cáncer de hueso sino de los restos embrio-narios que quedan entre los huesos (la notocuerda) y el vehículo que transporta las células cancerígenas es la sangre. Las células se establecen en cualquier zona que les resulta propicia.

Le pregunté a Krakauer respecto del nódulo de pulmón. Dijo no tener conocimiento, pero en verdad,

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si me habían informado de que se encontraba estable, no había que preocuparse. Pasé la mañana haciendo tests en el hospital. Mis rayos X y radiografía de pecho parece que mejoraron, aunque al practicante le pre-ocupa un punto en mi pulmón. Es mi último encuen-tro con este doctor, porque se va a esquiar a Suiza y después tiene que escribir un trabajo de investigación. Triste verlo por última vez.

Hoy fue nuestro aniversario de bodas. Estuvimos con Geert en la playa sentados en sillones de paja pro-tegidos del viento a los lados y en la parte superior, a la manera de un capullo.

Para festejar nuestro aniversario de bodas fuimos a esa especie de playa pobre, triste, construida sobre una tierra ganada al mar.

Es notable cómo obtienen un lote. Holanda era –y es– un queso gruyère, llena de perforaciones o pólde-res. Han ganado tierra mediante tajamares o maleco-nes. He aquí el proceso del cual fui testigo. Delimitan un cuadrado con diques y luego se dedican a desecar el agua que ha quedado encerrada. Varios cuadrados se van desagotando paulatinamente, unos después de otros, y esas nuevas parcelas se vuelven practicables.

Comimos empanadas y tomamos vino argentino. Enseguida me vinieron retortijones que redundaron en una explosiva diarrea.

Es una rara sensación. Como la de ser acompaña-do por una sombra: Geert camina a mi lado, aparece y desaparece. Puedo ver su cara o su mano, pero el

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resto de a ratos se vuelve blanco. La nurse me dijo que había conocido gente con los efectos más extra-ños de radio.

Nunca pensé en la salida de esto de otro modo. Pero el arrebato de ver y no ver era algo que no ha-bía calculado. Geert siempre afectuoso. ¿Me sentiría feliz si no lo viera para nada? Mi pánico mayor es la afeitada mañanera. Herirme. Mi piel está tan irritada. Aunque todavía puedo hacerlo yo mismo, tengo que contener el aliento.

Estas noches busco llegar al sueño por la mastur-bación. Pienso en muchos hombres. Aun así no me duermo, la pierna tironea, sensibilidad en el plexo y en la nalga. Toco el hueso del glúteo izquierdo y siento un refl ejo punzante.

Hoy salí del hospital bajo un diluvio. Parada en la puerta, una mujer vieja atrapada por la tormenta. Llamé un taxi y le pregunté si necesitaba un aventón. “¿Puede llevarme hasta la parada del autobús?”. En el camino rompió a llorar, había venido de Rotterdam, su hijo está internado, tiene meningitis y ha perdido el uso de sus piernas. No puedo decirle nada y ella sigue llorando. No la veía bien de todos modos. Solo oía el sonido de sus pucheros.

En casa me entero de que Geert –mi verdadero amor– me ha regalado por mi cumpleaños una cami-sa de seda verde agua. Suceda lo que suceda, me veré bien. Él tiene un sentido impecable del estilo.

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A veces agarraba la ola con toda la fuerza, y podía seguir sobre la cresta durante cien metros. A veces me tragaba el túnel y me revolcaba contra el suelo de arena y roca. El surfi ng es torturante y te pone en pe-ligro; cuando el agua te golpea y te hunde no puedes saber si estás parado o al revés, ni puedes acertar tu dedo en el agujero de la nariz.

Yo era el predilecto de mi tío soltero. Al morir me dejó un dinero en el banco. Con esos dólares partí en dirección a Bali.

Los hombres de Bali se visten con un sarong ajus-tado bajo los sobacos y un gran escote casi hasta las tetillas o más abajo. Todos sonríen y muchos van de la mano. Jalan jalan, caminan sin rumbo, pasean, llevan fl ores en la oreja. Hasta los trabajadores de la calle, a las seis de la tarde, te sonríen. La playa es una con-tinuación de lo anterior, olor a incienso, kioscos de alimentos, ranchos de paja donde brindan brebajes y curanderías, cajones con frutas exóticas, candelabros y veladoras, lociones aromáticas. Estaba rodeado de pequeños indos que ofrecían toda clase de servicios.

Caminábamos a lo largo de una calle buscando una pensión que se llamase “Mamas”. Después de andar más o menos un kilómetro, ida y vuelta, tiramos la toalla y entramos al albergue que estaba más cerca. En el mostrador atendía una lesbiana rapada acompañada por un tipo con tetas. Uno podría haber considerado que el maquillaje y el pelo largo enrulado del chico deberían haber sido señuelo sufi ciente para enardecer

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a cualquier macho o a cualquier mujer. Pensé que las tetas eran un tanto excesivas, pero en verdad no co-nozco tanto acerca de los tipos con tetas. Nos dieron un cuarto de cama doble. Había una hélice solitaria abrochada al centro del cielorraso, que encendieron para demostrarme que funcionaba. Nos dejaron solos y el lady-boy me hizo una guiñada al cerrar la puerta. Dejé mi bolso en el piso y me recosté en la cama.

Tanto esfuerzo para llegar a este agujero, pensé. Qué brillante idea dejarse caer en el fi n de las cosas cuando uno viaja al fi n del mundo. Mirando el abani-co giratorio pensé en la escena inicial de Apocalypse Now cuando Martin Sheen enloquece. Esperaba que no me atacase ninguna insania tropical en este sitio. Bajé a pagar por el cuarto y el chico me informó que estábamos compartiendo el baño del cuarto piso con otras diez personas. Estaba exhausto y a esta altura no me importó ni siquiera la idea de ducharme con el chico de tetas. Noté un letrero que decía: “No se pueden llevar a los cuartos ni prostitutas ni transexua-les”. El chico me vio leer el aviso y me dijo que él era la única excepción.

Al desempacar mis cosas tomé una toalla y fui a bañarme. La ducha no era otra cosa que un cubículo embaldosado con una manguera. Por suerte había un toallero; de otro modo mi toalla habría recogido la mugre y los virus del piso.

A través de la noche ocurrieron escenas salvajes. Recibí incontables golpes en la cabeza con el mismo

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instrumento romo usado para matar a varias personas. El agente no era otro sino mi amigo el chico de tetas. La humedad tropical había vuelto nuestro cuarto una sauna. El sudor pegaba la sábana de tela fi na a mi cuer-po mientras plumas de paloma caían sobre mi cara por gentileza del nido en el marco de la ventana.

A la mañana siguiente pensamos encontrar algún alojamiento alternativo hasta elaborar un plan de ataque para ver Bali de la forma que yo quería. En un negocio de la calle, debajo del albergue, me senté a tomar un de-sayuno temprano y observé el desperdigarse de la noche pasar enfrente de mí. Chicas con el makeup embadur-nado por toda la cara y chicos con los ojos saltándoles de las órbitas. Era tan desdoroso como cualquier otro lugar del mundo. Los barrenderos limpiaron pronto la basura. Más tarde esa misma mañana encontramos una pensión mejor con baño y ducha.

Noté en un cuarto a dos hermosas europeas, una inglesa y una francesa. Me di cuenta de que eran el foco de atención de otros huéspedes. Siendo jóvenes, amistosas y aventureras, tenían interés en conocer gente nueva. Nos hicimos amigos. Habían reservado alojamiento en un lugar de la costa, de modo que se-guimos su ruta y llegamos a un acogedor bungalow que se llama Playa Tranquila. El bar y el restorán es-tán situados sobre la arena blanca. En el bungalow las chicas se dedicaron a sus cosas, e intimamos con un desvergonzado local llamado Johnny que anda corre-teando y nos pegamos a él. Me recordaba a algunos

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amigos de Punta Celeste. Trabajaba en los bares lo-cales y nos hizo conocer a varias de las mujeres y muchachos con quienes sale.

La vida nocturna, la cerveza, el whisky, la comida y los espectáculos de danza y de teatro estimularon mis sentidos, pero yo conocía algo mejor. La cultura exótica estaba muy bien pero este pez necesitaba volver al mar. Vi una tabla de surf en la parte trasera de una camioneta pick-up, y la seguí corriendo para ver adónde se dirigía. Descubrí un pedazo de costa con una buena ola y un joven del lugar me dijo que bombeaba para más.

De allí viajamos a una locación estupenda, rodea-da por jardines de jungla y colinas. La espuma en esa playa se había vuelto ligeramente marrón y el piso de roca casi tan chato como una tabla de planchar. Eran “olas de zambullida”, que ocurren cuando la onda viene de aguas profundas y choca contra un banco de arena o piedras, como en este caso. Siempre me gustó este tipo de ola y estaba excitado de tenerla al alcance. Todo lo que necesitaba era llegar adonde se formaban las ondas. Hice un fuego; remodelé en serio la nariz de la tabla y la cola. Terminé de lijar, enceré rápido la tabla y me largué al agua.

La marejada fue un gran escape para mi estilo de vida terrestre de los últimos días. La rompiente tenía excelentes secciones para volver a entrar. Agua de un matiz verde sucio costero. El sol del crepúsculo brillaba a través de labios de pluma, tono amarillo translúcido de orina.

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Días más tarde alquilamos una motocicleta y pre-paramos la excursión a Uluwatu, ola famosa que había visto en Youtube, tantas fotos y revistas. En realidad Uluwatu no es una playa, sino un acantilado en que se asientan kioscos chicos de comida y renovación y compostura de tablas. El nombre viene de un antiguo templo que está en la mayor cumbre de la roca, mon-tado sobre un precipicio que cae a pico al océano.

Ese peñasco es la prolongación de los corales blancos que suben desde el agua refl ejando la luz en la pared. Empezamos a caminar por sinuosos pasadi-zos. Entre la vegetación espesa de vez en cuando apa-rece algún mono. Uno se descolgó rapidísimo desde su rama y me arrebató los lentes de sol. Me dijeron que los podría recuperar si le ofrecía una papaya. Salí a buscar una y se la ofrecí, pero carecía de práctica en esta política y el mono no se acercaba. Entonces un lugareño tomó mi papaya e hizo ciertos gestos y ha-bló de tal manera que el mono se aproximó y realizó el trueque de mis lentes.

De repente se abre la luz y los ojos quieren comerse el mundo.

Las olas son como murallas celestes que viajan a su ritmo. Los surfi stas las navegan con pasmosa facilidad.

Keke decía ser dueño de un enclave de playa donde las olas eran más grandes.

Nos alejábamos sin molestar a nadie. Keke no pres-taba ningún servicio, solo permitía acampar en esa

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franja. Todo eran cabañas de madera en construcción sobre delgados pilotes sobre un acantilado. Más que una playa se trataba del resto calcáreo de un arrecife enorme. El coral azul se deslava en la playa, pedazos grandes a decir verdad. Gracias a dios no teníamos botitas de neopreno y fue la excusa perfecta para no meternos de entrada en esas paredes de cuatro metros.

Igual terminé por meterme.La tarde que llegamos casi me ahogo chapoteando

y remando sobre la tabla mientras intentaba pescar una ola. La diferencia entre las mareas es tan drásti-ca que nos costaba encontrar el punto exacto donde las olas quebraban. Pensé que podría remar sobre el monstruo pero no lo logré. Me tragó dándome vuel-ta dentro del tubo como una mosca sobre una pared vertiginosa y me hundió tan hondo en el agua que me desorienté. No me sirvió abrir un ojo porque la com-binación de estar en un sitio profundo y la luz del fi n de la tarde me hacía ver todo negro. Me imaginé haber sido empujado por la rompiente a una de las muchas grutas submarinas a lo largo del farallón. Cuando me di cuenta de qué sentido era arriba, y empecé a nadar, lo hice despacio con un brazo en alto para no aplas-tarme la cabeza contra el techo de roca.

Es radicalmente hermoso aquí; selvas de cocote-ros, las colinas cercanas cubiertas de niebla y el mar misterioso que mastica su propio ritmo. Es el mundo soñado, dentro de un mundo loco. Completamente fuera del mundo. No lo olvidaré en toda la vida. El

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sueño del surfi sta hecho realidad. Un cangrejo ermi-taño se trepa a mi tabla. ¿Por qué no? Se trepan a todo en este sitio.

Oigo cómo sube el surf, el rugido se incrementa. Y de noche se hace más fuerte y retumba.

No había una sola construcción, camino o signo de vida humana más que los ranchos sobre espolones del campamento. Dormíamos sobre unas cañas de bambú en espacios separados por mosquiteros. Las olas rom-pen contra la terraza de calcio sobre la que se asientan nuestras reposeras y a la noche, desde mi posición re-clinada, veo el cabrilleo de la luna sobre el mar.

Observé a tres balineses en la playa, frente a nuestra choza, intercambiando machetes. La luna destellaba en las hojas de acero. Pasaron delante de nuestra choza en silencio, como si tuvieran una misión que cumplir.

Agua sin forma en la bahía. Una linterna de kero-sene bizquea sobre mi cuerpo enarenado, quemado por el sol.

Al despertar nos poníamos el bermudas y desayuná-bamos durian, mango y sirsak, y naranja con sirope.

La niebla del amanecer se levanta despacio sobre el agua. Acto seguido hacíamos la primera caída; lue-go de doscientos metros o más la pared cae, no dando lugar a escapar por el tubo.

Una mañana cuando bajé en el reconocimiento de los arrecifes exteriores, el viento estaba soplando apenas desde el noroeste. “Si el viento se mantiene limpio, Uluwatu tendrá olas buenas bajo el peñasco

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mayor hacia la mitad de la mañana”. Sin embargo veo grupos de nubes amenazadoras y pienso que habrá que guarecerse de la lluvia.

La corriente surge del fondo de un bajo de unos dos metros y en su camino crece hasta los tres o cua-tro alrededor del mediodía. Insufl a una energía salvaje, rompe el molde de los boludos del tipo tradicional de surcar la cresta.

Tuve un arranque más empinado y más ajustado y dinámico volteo. Viajé dentro del tubo de agua. Esas olas altas caen sobre las puntas de navaja del arrecife de coral, una rompiente de surf para la mano izquierda.

Me metí en algunos tubos pesados.Le quité la aleta a la tabla para deslizarme mejor

sobre estas olas irreales.Son rápidas pero perfectas. Solo hay que remar

con fuerza y entonces te llevan. Pienso que una tabla con una aleta más pequeña es defi nitivamente el ticket para las más grandes caras de ola.

Y es aquí donde vengo a salvar el alma. El lomo del agua se curva. Con la cera y mi traje de goma me encamino entre las rocas tan rápido como puedo sin herirme. Espero un momento de calma. Salto sobre la tabla. Remo rápido los primeros golpes. Me muevo lentamente a una posición cauta en la zona de par-tida. Me relajo, los sentidos alerta a lo que viene del agua. Las olas tienen un aspecto grandioso, muros con una sección hueca en el interior. Y me lanzo con la onda.

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Una nueva adición al surfi ng ha sido la progresión aérea. Un surfi sta puede impulsarse fuera de la ola y reentrar en ella. Supe lo que signifi caba montar como un cohete hacia arriba de la cresta, saltar por el aire y dar vuelta justo a tiempo para ver la ola romper des-de atrás.

Dicen que es mala suerte entrar al agua con algo verde, porque atrae los malos espíritus. Al anochecer distinguí el plumaje blanco y la pared negra de una ola maravillosa que rompía solo para mí. Una terri-ble belleza ha nacido y el tono de la hora es oscuro y mortal. Sin querer te ves metido en una caverna, y buen, correr hasta donde llegues…

De una ola más cañera y tubera, en algunos wipe-outs he tocado fondo, pero suave. He visto la base de la ola seca, y para evitar comer roca intenté salir por la pared. La última sección de la ola rompía realmen-te en seco. Lo mismo di las costillas contra las piedras. Pero no me corté. Bancos de arena, rocas y arrecifes, cualquier cosa que se ponga en contacto con el cuer-po es peligrosa. La ola con buena pared que pillamos sobre la rompiente es muy rápida; al reventar te ma-chaca bien al fondo; ola divertida y potente.

Tuve un calambre intenso en una pantorrilla du-rante una pausa y el dolor vino tan rápido que entré en pánico. Un camarada remó hacia mí, enderezó mi tabla con las dos manos y me dijo que me mantuviera sobre ella y pusiera el peso del cuerpo sobre la pier-na. Hice lo que me dijo, el calambre desapareció y

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aprendí una lección que nunca olvidaré. Fue su calma y solicitud lo que más recuerdo.

Me baño a la madrugada. Veo la luna nueva levan-tándose y deduzco que tendremos rangos altos de ola en los próximos tres días.

La peor tormenta eléctrica que he conocido estalló una noche. Empezó durante la puesta de sol, una nube púrpura ominosa colgando baja sobre el farallón y en segundos se hizo oscuro. Prendimos velas. Me pre-ocupé y no pude dormir durante toda la noche. Hubo una segunda tormenta en la madrugada, un mundo líquido, una sábana continua de agua iluminada por relámpagos. A las cinco de repente aclaró. Bajé a la playa y entré al mar. Los otros siguen durmiendo.

Olas con hileras sencillas, pero una gran población de delfi nes. Antes de que el distante alineamiento im-pusiera completamente su mensaje en mi cerebro, me puse a abrir la boca, a respirar fuerte, daba ronqui-dos agudos, chillaba tratando de copiar a los loros. Una vaca me miró atónita. Parecía decir… estas dos piernas están locas. A medida que la información vi-sual empezó a registrarse, sinapsis recalentadas en un intento vano por contener el fl ujo de adrenalina, un acceso ululante de tos alternaba con gritos robustos, risa ahogada cloqueante, y más ronquidos.

Línea tras línea de ondas surcaba el horizonte. Un punto distante, encuadrado en azul, rompía el casca-rón. Hirsutos, desgreñados grumos se deslizaban al fi lo de la roca y algas y ramas verdes que traía la marea

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después de la tormenta. Y el spray alrededor de cada montón aguachento de verduras, era como si una pro-gresión de meteoros lentos convergiera sobre la cos-ta. Y los distantes lomos se infl aban por el litoral. Un mar hecho de seda encrespada.

Caminé a lo largo de la playa, separada en dos secciones por losas de roca. Era difícil refrenarse de arremeter y zambullirse, piernas bombeando, brazos azotando. Cualquier resto de estafa ciudadana quedó sumergido en la fi ebre de la bañera, una enfermedad mental que come el cerebro, abriendo la válvula en reverso, colocando la mente consciente en modo in-activo. No había necesidad de stress. Estaba en una playa vacía. Ni un alma a la vista. Era una clara ma-ñana de invierno, y aquí se cocinaba. La luz noroes-te caliente y seca emplumaba una perfecta onda sur en líneas profundas pronunciadas. Era una onda con sentido. El oleaje en la playa rompía con intención de barrena. Cada rompiente estaba respaldada por líneas de hinchazón que se extendían fi rmes hasta el confín. Estuve surfeando cuatro horas seguidas. Ola tras ola, paredes estiradas a regla, el techo paralelo con el fon-do, propulsaban, curvando la mente alrededor de las periferias de la visión; bombas explotando en la zona llana, o la zona interior, o la zona exterior.

Las menores, más profundas, parecen trepar más, de repente chupan hacia arriba y por encima en una convulsión de labios anchos a través de la cruda sa-liente del arrecife antes de adosarse a una pared que

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permaneció vertical por muchos metros frente al agua blanca. La agitada marea determina que las más altas se formen en el borde exterior de la olla, lejos del banco de arena, desplegándose por cuatrocientos me-tros, disminuyendo la velocidad y casi deteniéndose momentáneamente, ya que cada hinchazón encuentra una zona apenas más profunda –una tierra de nadie entre el punto de rompiente y la rompiente de playa–. Tras una ligera pausa, la ola se enrosca al menos tres veces más mientras se desliza sobre una serie de ban-cos de arena escalonados y te barre hacia la orilla. Una me llevó tan lejos que pude contar las brazadas que me trajeron hasta mi posición anterior: quinientas.

Al fi nal el horizonte empezó a apagarse. El mar se volvió liso como vidrio. Todavía se hincha y se alza, cada serie volviéndose un poco más gruesa y la ma-rea llena nuestro rincón de bahía. Después de cuatro horas, el regreso remando se volvió pena aguda. “Una más, una más”, decía la mente, en busca insaciable por llenar las bóvedas de video de sus memorias. Even-tualmente el viento sudoeste y la marea fueron los mediadores entre mis brazos de spaghetti y la arena. No me quejaba. Las manos se me habían endurecido y dormido, la garganta se me había secado por el vien-to, y tenía los ojos salvajes, rojos.

El sol se escondió tras el farallón y toda clase de pensamientos adversos cruzaron por mi cabeza. Cuando llegamos al campamento un temblor inexpli-cable me recorrió el cuerpo. Después la camaradería

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de la marihuana alejó los fantasmas por un rato. Según nuestros colegas había una revuelta en la cordillera y era riesgoso alejarse de las tiendas y barracas.

A la noche a la entrada del templo que pende del más alto peñasco sobre el mar ejecutaron la danza del fuego, y fue la mejor música que escuché en vivo y en persona. El bailarín llevaba un turbante con algún tipo de joya falsa y sus ojos parecían de ónix pulido. Bailaba como si no hubiese nadie delante de él.

Sobre la fi rmeza y protección de la montaña, en-cendieron un fuego ritual para pacifi car al mar traidor y salvaje. Los dioses de la montaña debían controlar a los demonios venidos del océano. El culto en la te-rraza buscaba propiciar una desmesura mediante otra desmesura.

Esa noche, en el atrio del templo, después de la dan-za, mientras los monos se descolgaban de los cocoteros para pedir limosna, conocí a un muchacho de oro.

En verdad lo había visto recorrer la playa con su tabla, los rulos rubios solidifi cados por el salitre, en compañía de una pandilla que había plantado carpas a cierta distancia de nuestro campamento. Vi el perfi l tornasolado, el pelo rubio con raíces negras.

Llevaba un colgante en el pecho, de vidrio ve-neciano.

Usaba un pañuelo de seda verde, que contrastaba con la piel tostada.

¿Era el hijo de Shane Dorian?No. Era holandés y se llamaba Geert.

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Frente a él, perdí el sosiego. Hablamos. Al rato lo invité a un rincón de la jungla a unas pitadas de kif. Empecé a verlo como calcomanía sobrepuesto a todo lo que miraba. Una ansiedad que no sentía ante la ola, algo que me chupaba el estómago para arriba. No po-día entender qué me pasaba. Era deseo, era curiosidad, era admiración. Él irradiaba un aura. Yo languidecía en la tienda, no podía dormir la siesta, ni de noche. Cada grano de arena donde yacía se me incrustaba en los poros, los despertaba, los hacía sufrir.

Por fi n me declaré a Geert, una noche borboteante de esperma, que huelo aún. Corría a ríos. Me dañé el glande de tanto encularlo.

El otro día, un amigo suyo, aquí en Ámsterdam, estaba muy contento porque se había mudado a una casa nueva. “En ese barrio son todos blancos”.

Pensé en los muchachos indonesios o tailandeses con quienes había surfeado, musulmanes o no. Eran gente cálida, parecidos a nosotros. Disfrutaban pa-tinar las olas tanto o más que nosotros. No había fanatismo. Pensé que los polinesios y los hawaia-nos fueron los primeros en practicar una cultura del surf. Para ellos, de esa habilidad derivaban todas las otras, incluyendo la aptitud para el gobierno. Pensé en los pulpos y la leche de coco y las especias y el arroz de Bali; pensé en los sonrientes compañeros que se paseaban de la mano en sarong; y recordé al chico de las tetas.

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No, yo no quería vivir en un barrio de blancos. Mismo si el pompadour de Geert cristaliza el salitre.

Geert me entiende. Sin embargo, hace poco se ha dedicado a la política. Le preocupa el choque de cul-turas aquí en Holanda, el sector agrio y fanático de las reivindicaciones musulmanas.

–No soy racista –dice–. No me importa el color de la piel. En cambio me revelo contra la intolerancia. Lo hago desde mi propio cuerpo, desde mi propia vida. En 2001, el imán de Rotterdam denunció en público el amor entre varones. El político Pim Fortuyn fue asesinado en Holanda en 2002 por alguien que criti-caba su política antimusulmana. El cineasta Theo Van Gogh fue también asesinado a manos de un militante islámico en 2004 por haber realizado la película Su-misión, que expone la vida de las mujeres en ciertas comunidades de religión musulmana.

”La mayor aceptación obtenida en Occidente para las minorías alternativas durante las últimas décadas, una tolerancia condicional, concedida a regañadientes, no sin forcejeos y resistencias, se ve ahora amenazada no tanto por los gobiernos de tradición cristiana sino por los inmigrantes de religión musulmana.

”¿Por qué no aparece un imán que defi enda los derechos de las parejas del mismo sexo?

”A partir de los sesenta, la lucha por los derechos se jugó a nivel nacional (Inglaterra), continental (Euro-pa) y occidental (América). Hoy se ha globalizado. Las conquistas de la tolerancia en Holanda, continuadas

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por otros países, se juegan hoy en un terreno mundial. Esas reivindicaciones no han variado. Operan en un contexto diferente.

”Cuando yo era chico tuve que luchar por salir del closet y ser admitido entre mis compañeros de clase. Todavía recuerdo el acoso, las risas, los motes (marike, schwül) que me ponían en la escuela primaria y secun-daria. En una ocasión debí cambiar de escuela, porque una bandita de tres culones con cara de repollo habían desarrollado la manía de pegarme al salir de clase.

”Las sexualidades alternativas, cuya admisión es aún parcial en los países de Occidente, se ven ahora amenazadas, no dentro de la propia cultura, sino den-tro de un territorio, por la cultura inmigrante, o una parte de ella. Ya no se trata de combatir una Iglesia o iglesias cristianas anquilosadas y corruptas, sino de enfrentarse a la fatwa de un imán iraní o paquistaní.

”En Irán ejecutan a los homosexuales, y lo mismo hacían en Afganistán los talibanes. Los militantes is-lámicos en Holanda agreden a los que son diferentes, imponen el velo a las mujeres. Por eso no creo en la corrección política. Mientras South Park y otras series de dibujos animados se ríen sin pedir disculpas, lo que me parece bien, de Cristo y del Papa, la élite política ha demostrado con claridad sorprendente que no aprendió nada del debate sobre las caricaturas de Mahoma. Inti-midada por violencias, coacciones e intentos de censura, les rinde pleitesía a los islamistas. El ataque reciente con un coche bomba contra la embajada de Dinamarca

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en Islamabad mató a ocho personas e hirió a más de veinte. El atentado elevó a sesenta el total de muertes en ataques o manifestaciones violentas vinculadas a la publicación de las caricaturas de Mahoma en un diario danés. ¿Nos libramos del prejuicio cristiano, para caer en el prejuicio islámico? ¿Y qué decir de los derechos de las mujeres? No ejercito la intolerancia, sino una protesta responsable.

Mañana gris, fresca. Las tejas ocres y el mar han sido tragados por la niebla. Tengo difi cultad para co-mer. Todo tiene un gusto horrible. Estoy muy débil y no cené anoche. Me sentí mal pero logré dormir como un tronco. Hasta las seis. Me hice un bol de avena cocida con leche y comí una naranja, pero me dio descompostura. Geert trajo esta mañana un tuli-pán exquisito, rojo amarillo, escarolado. Caminé has-ta el mar, mi estómago burbujeando y con fl atos de ametralladora. Una gran extensión de arena desierta, salvo por dos hombres que buscan langostinos y otro cavando para encontrar lombrices. Un estupendo día solitario, cuidándome con bastante éxito.

Terrible dolor me acuchilla al despertar del costa-do izquierdo. Está algo hinchado esta mañana, pero me siento inundado de paz; la maravilla de esa droga última que me dieron.

La antesala del hospital está llena de quejidos y gritos. “Nurse, nurse, nurse”. Nicolás, que se nos va. Habla y repite, moja la cama y siente vergüenza por

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ello. Alexis, con su hermosa mujer hindú de veintidós años, asmático: grande, avechucho.

Almuerzo otra vez pescado, otra vez arroz con leche. Tanto entra como sale. A media tarde llegan visitas: Geert, la chica de los peinados, su amiga, y otras personas. “Te ves mejor”. Eso le dicen al vege-tal al fi nal de la fi la. Cuando se aseguran de que no va a responder, empiezan a hablar entre ellos sobre su cabeza.

El hospital es interminable y siempre existe la chan-ce de que no lo dejes, como el sexy lagarto que entró aquí hace tres meses y murió hace dos semanas.

Todos los días visiones extraordinarias, que se vuelven tan comunes que las olvido. Hay un hom-bre elegante de cincuenta o más con un mechón de pelo plateado con quien hablé a veces durante las úl-timas semanas –tiene algún bloqueo que le impide comer de modo que lo he visto desmejorar–. Hoy fui al baño, y lo encontré desnudo en medio del cuarto. “Dice ocupado”, espetó. Parecía una de esas botellas de vino italiano cubiertas de sebo derretido, su carne colgando por todos lados en pliegues. Alto, rosado, fl aco como una escoba; esperarías que todo el lote se desintegre al golpear el próximo segundo, que marca también el tiempo que me queda.

Me desperté esta mañana sintiéndome muy enfer-mo. Apenas pude tolerar un vaso de leche. Mi náusea disminuye, ah, despacio. Pero me alimento con bebi-das fortifi cantes.

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He engordado un poco desde la semana pasada, y ahora estoy de nuevo en casa. Incluso fuimos con Geert a un restorán. Ninguna confrontación desagradable.

Estuve muy indispuesto esta mañana con el peor estómago y náusea. La ataraxia viene y se va; la incon-tinencia es parte del asunto; hace dos noches me oriné en la cama. El hospital me ha dado unos pañales gran-des, que se caen para todos lados. Perdí uno al cami-nar hacia el taxi. Algunos se reían al verlos sobresalir bajo mis pantalones.

Tuve una enfermedad del sueño que me tuvo cla-vado en un sillón todo el día. He desarrollado un fe-tiche con la comida. Aumento de peso con el azúcar que estoy comiendo. Almuerzo cereales. Y una tos-tada esta mañana.

Día brillante y soleado, puedo seguir mi sombra sobre el pavimento. Doliente pero fuera del hospital. Estoy tratando de desenvolverme con acuidad y dis-cernimiento, pero me da la impresión de derrumbar-me. Al caminar en la llovizna de otoño, más tarde, me digo qué extraordinario que esté aún vivo. Que lo diga yo, es un triunfo. Pensé que una pulmonía o una septicemia me iban a barrer, no se me ocurrió que dejaría el hospital. Siento que mis días son extraordi-narios y excepcionales. Doy gracias, tengo aliados y personas que me desean el bien.

Tomo pastillas para inducir el apetito. Espero que ayuden. Si uno puede obsesionarse con la comida…

–¿Dice que hubo una disminución del tumor?

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La enfermera del hospital me informa de los resul-tados del último test.

–No sabemos mucho del comportamiento, pero desde el inicio de la medicación el cordoma no avan-zó, es más, ha disminuido, por lo que las esperanzas son alentadoras. Más aún para usted, que sobrevive los efectos secundarios de la radiación.

¿Habré tenido la “energía positiva” para detener el tumor?

“Energía positiva”: algo vago, trillado, inasible.

El año se cierra con un número de víctimas atroz, por aquí por allá. Pienso en Vera, que hoy vino a vi-sitarme. Geert la cuida bien. Salvo que ahora está en manos de su madre, porque Geert asistió a un mitin y terminó agredido con un palo.

Las tormentas son divertidas, y espero que se pue-da recuperar. Ingresó al hospital y aún no acaba de salir, con traumatismo de cráneo.

Estas son enfermedades repentinas.Gracias por escucharme, y espero que alguien re-

cuerde algo de esto, fuera del que habla.Habiendo pasado mis primeros días de surfi ng en

Punta Celeste, y luego en otras playas, tal vez pocos de ustedes se acuerden de mí. Oh sí, ustedes no me vieron traqueteando, resoplando; ustedes no me vie-ron allá, bajo el labio, ya sé. Sin embargo, recuerdo haber surfeado con algunos. Me escurrí de todos us-tedes, unos después de otros. Lo siento.

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¿Qué pasó con Ana? Extraño su risa sin complica-ciones y sus giros fuertes con la tabla. Fue una chica que realmente sabía surfear en mi opinión. Mejor que muchos de nosotros muchachos.

De mis camaradas de surfeo, varios amigos han partido. Algunos son de Uruguay, otros de Bali. Pu, de cáncer de tiroides, Renán y Mick Stone, de cáncer. Jim King, de cáncer del cerebro, como Ricki. Felipe “Bum” Edwards, de cáncer. Todos estos tipos murie-ron jóvenes, no más de treinta, excepto Ricki y Pu. Lleva a preguntarse por los químicos o el impacto de la ola. Debe haber mucho que yo ignoro, pero es raro que dos buenos amigos como Ricki y Jim murieran del mismo tipo de cáncer antes de los treinta.

Sin embargo, tenemos las mejores memorias, las más estupendas que alguien haya podido o tenido el derecho de esperar.

Pero nada resulta tal como lo esperamos. Una y otra vez hay que empezar de nuevo.

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Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos

Edgardo Rodríguez Juliá

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Edgardo Rodríguez Juliá nació en 1946 en Río Piedras, Puer-to Rico. Entre sus obras pueden nombrarse El entierro de Cortijo (1983), Una noche con Iris Chacón (1986), La noche oscura del Niño Avilés (1984) y Puertorriqueños (1992). Su novela Sol de medianoche (1995) le valió el premio Francisco Herrera Luque y Mujer con som-brero panamá (2004) fue premiada como la mejor novela del año por parte del Instituto de Literatura Puertorriqueña. Próximamente se publicará La nave del olvido, una antología de sus crónicas. Ha sido profesor de la Universidad de Puerto Rico y del Conservatorio de Música del mismo país. Actualmente se desempeña como editor de la colección Antología Personal, de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico y es director de la revista La Torre.

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Hacia 1955, a los nueve años, tuve las primeras intuiciones de mi propia mortalidad. Era el año

del descubrimiento de la vacuna Salk, que recibí ese mismo año en un balcón del centro de vacunación que todavía recuerdo y aún existe, ocasión que me alivió de aquellas oscuras aprensiones –posiblemente senti-das desde el año 1954– respecto de las consecuencias más truculentas de la poliomielitis: niños paralizados o con abrazaderas y tensores en las piernas, terribles pulmones artifi ciales de hierro, indecisos entre la con-fi guración de una bomba atómica y los mri cerrados de hoy, también las explicaciones de los adultos so-bre la enfermedad del presidente Roosevelt, fallecido hacía ya diez años. Mientras tanto, en los bajos de mi casa de Aguas Buenas padecía, cada vez que bajaba a jugar, aquellas largas fi las de pacientes de la Unidad de Salud Pública de mi pueblo, identifi cando muchos de aquellos cuerpos desnutridos y descalzos con la re-sonante enfermedad de mi abuela materna, la llamada

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anemia perniciosa. Este cruce de la Salud Pública y la propia mortalidad estaba matizado por un miedo, ya muy idiosincrático y particular, por los instrumentos médicos de la época. Solo el estetoscopio ha sobre-vivido de las herramientas de aquel maletín médico tantas veces temido, justo cuando mandaban a buscar al doctor, que era nuestro vecino, para atender mis ataques de asma. Aquellos instrumentos eran varian-tes todas del acero inoxidable y ante mis ojos brilla-ban con esa pulcritud del instrumento indeciso entre la curación y la tortura. Estos pequeños detalles no abonan a una imagen de hipocondría sino al recono-cimiento de que la mecánica del cuerpo bien merece herramientas algo salvajes.

Mi adolescencia, que transcurrió entre una urba-nización de la 65 de Infantería y el Colegio San José, irresoluta entre la ambición de ser médico y la aspi-ración de las letras, mereció un remedio para el asma. Fue aquel atomizador-inhalador cuyo uso, a manera de bombazo a los pulmones, siempre me hacía saltar el corazón. Aún hoy recuerdo los sitios donde lo usé de emergencia en aquel amplio y hermoso patio inte-rior diseñado por el arquitecto Carmoega. Para mis trece años aquel inhalador era un instrumento light y high tech; era de plástico y liviano, portátil y secreto, todo lo contrario de los instrumentos médicos que tanto me asustaron en la infancia. A los doce años descubrí mi miopía irredenta, justo el día en que el papa Pío xii murió de hipo.

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Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos

El asma fue para mí un lujo clasemedianero. Era un padecimiento algo histérico que entraba en crisis –irremediablemente– hacia el 9 de octubre, la fecha de mi nacimiento. Era como un decadente lujo que me emparentaría eventualmente con dos de mis héroes literarios, Marcel Proust y José Lezama Lima. Aquel regodeo más neurasténico que alérgico se disipó, cu-riosamente, cuando cumplí trece años; llegué a la pu-bertad y mis aspiraciones serían de otra índole. Tam-bién a los trece años comencé otra indagación de los pulmones, el otro vicio solitario, el de fumar. Era cu-riosidad que me hacía hombre y me distanciaba radical y algo sofi sticadamente de las lombrices que tuve en la infancia –como todos los niños puertorriqueños de aquel entonces criados cerca de la ruralía–, pero tam-bién me alejaba de la terrible tuberculosis que aquejó a mi tía, y que era como una vergüenza familiar, y la oncofobia de mi madre ya entonces menopáusica. El feo hábito de fumar sería como una aspiración de li-bertad de mis pulmones, una sustitución de la ansiedad infantil con ese aliento que también reside en el pecho, y que se llama interioridad, o contemplación. Es cu-rioso; era un vicio onanista que compartía con tantos otros adolescentes y, a la vez, como una loca ilusión de perfecta independencia respecto de lo que me rodeaba. Mi enfermedad era la de ese invento de los cincuenta y sesenta, la del teenager sin causa.

Así llegué a mi primera juventud y descubrí que mi espalda tenía un defecto congénito llamado

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espondilolistesis, es decir, un área sacro-lumbar más esponjosa de cartílagos que estructurada por huesos desarrollados. Tuve mi primer médico terrible, quien me aconsejó que durmiera en un butacón el resto de mis días para evitar los llamados “midnight cries”, y me fajó con un arnés parecido –varillas, correas y todo lo demás– al de Frida Kahlo; ya de salida me asegu-ró que la natación sería buena para mi padecimiento. Dormí en sillón durante dos años y supongo que me perdí algo de la intimidad del recién casado, me colo-qué el arnés aunque ya pronto lo descarté como impe-dimento para mi fallida afi ción por el idilio. Aprendí a nadar distancias –de nuevo una variante de mi aspi-ración asmática– y logré tregua con aquella condición que el ortopeda terrible me aseguró terminaría en silla de ruedas u operación complicadísima.

La guerra de Vietnam fue una gran enfermedad que evité convirtiéndome en profesor universitario y casándome. Aunque mi ambición era superar con el deporte de la natación aquella dolencia crónica en la espalda, mi generación quiso curarse de la tristeza de no ser santos con la marihuana y la cocaína. Vivía asediado por una generación que no acababa de cre-cer y comenzó a vivir químicamente, a curarse con las llamadas “pepas” y el alcohol. Ya hacia mediados de la década siguiente, los ochenta, comencé a cultivar la vocación puertorriqueña por el palo y una socia-bilidad diseñada para aplazar el momento de llegar a la casa. A fi nes de los años ochenta, viendo un juego

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Tu bata blanca, el pastillero mío, ambos trofeos

de la Serie Mundial, tuve mi primer ataque de presión alta. Durante la próxima década cultivé lo que había sembrado en los setenta y ochenta: padecía de hernia en el esófago, piedras en los riñones, tenía el hígado graso y las enzimas hepáticas disparadas, sufrí de re-petidos ataques de gota, mi segundo médico terrible confundió la gota con una celulitis y me rellenó con antibióticos intravenosos. A un amigo mío, blanqui-to afi cionado al slumming, le descubrieron el síndro-me de insufi ciencia inmunológica adquirida durante el examen médico para un tardío seguro de vida. Mu-chos de mis amigos juveniles estaban muertos, locos por el Ativan o el Xanax o camino a divorciarse. Dejé de fumar por segunda vez.

Había cumplido la travesía de muchos puertorri-queños de mi generación: criados en la abundancia, ha-bía poca serenidad en nosotros; por ejemplo, siempre envidié la aparente ecuanimidad de mi padre. Un poco había dañado mi salud, supongo, con las frituras y el palo, aunque, en realidad, mi padre murió del hígado y nunca bebió; siempre tuve, como herencia congénita de él, el ácido úrico –aun de joven– por las nubes. Ya hacia principios de los noventa comencé a sobrellevar ese consumo de pastillas –ya que no de pepas– que con algo de eufemismo y mucho de cinismo se llaman de mantenimiento. Era como llegar a la verdadera madu-rez, y sin aviso. Volví a fumar y me divorcié.

La medicina, ya para ese entonces, había cambiado radicalmente. El fantasma de la medicación excesiva y

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el diagnóstico defectuoso comenzaba a sitiarme cada vez que me acercaba a un médico; además, la salud, ya que no solo el bienestar, se convertía en un bien de consumo. Por primera vez comencé a reconocer anuncios en la televisión y rótulos publicitarios en las carreteras anunciando desde medicamentos para el colesterol –al lado de los anuncios de Burger King y McDonald’s– hasta remedios para la disfunción eréc-til. Viagra acaba de cumplir diez años y ya se la han prometido, también, a las mujeres con frigidez me-nopáusica. El sexo ya no es asunto de alcoba sino ob-sesión de la tele y la carretera. Mientras tanto, el face lift es el reverso light de la mastectomía que tanto te-mió mi madre cuarentona. Los grandes acentos de la medicina se desplazaban, también con el sida, hacia el sexo como riesgo para los jóvenes o promesa cum-plida más allá de la madurez; la belleza como valor social descubriría, a la vez, la obsesión con la prósta-ta. Aquel amplio mundo de los remedios, ya fueran caseros o manufacturados, la medicina light de cuan-do yo era niño –desde la emulsión de Scott hasta el ungüento Vicks–, era ocupado por las grandes farma-céuticas. Del linimento Ben Gay y la manteca de ubre pasamos al cielo de Cialis; la bañera de mi infancia se convertía en la promesa de una vejez promiscua. La oncofobia de mi madre como obsesión hipocondría-ca ha sido sustituida por el temido Alzheimer. Me crié con mis abuelos; hoy en día estos estarían en un “home”. Mientras tanto, los doctores de mi infancia

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comenzaban a ser llamados con el dudoso y despre-ciativo diminutivo de mediquitos. Estos colgaban la grave bata blanca –solo el secretario de Salud Rullán la resucitaría para despejar dudas sobre su función cu-rativa– y se colocaron el estetoscopio por el cuello. El médico perdía su autoridad y se volvía alguien a mitad de camino entre la publicidad y la ciencia. De la imagen “wholesome”, de integridad y responsa-bilidad, del Dr. Kildare a la brega del neurasténico, brillante, misántropo y pepero House, quien se niega a usar la bata blanca.

El ojo clínico del médico con los instrumentos de acero reluciente –¡bien que me impresionaba el mar-tillito para reconocer los refl ejos en las rodillas!– ha-bía sido sustituido por la electrónica y la cibernética. Diagnosticar es conocer el cuerpo y también la má-quina. Entonces, los médicos tocarían cada vez menos a los pacientes. Comenzaban a recorrer, lo mismo que el fast food, el camino de la medicina casi instantánea. La era del drive in también se impondría en el trato de los médicos, aunque estos no mejorasen la letra con que siempre recetaron. Ya olvidé cuántas veces he de-jado y he vuelto a fumar. Vivimos tiempos marcados por la prisa y asediados por la ansiedad.

En el British Museum hay una instalación de los artistas Susie Freeman, David Critchley y Liz Lee. Se trata de un magnífi co tapiz tendido, de trece metros de tela negra, es decir, treinta y nueve pies, tejido con los catorce mil distintos medicamentos –o sea, cápsulas,

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tabletas y pastillas– que los ingleses usan a lo largo de sus vidas. Se estima que los cuatro hombres y las cuatro mujeres, cuyas vidas han sido reseñadas en la instalación, han ingerido alrededor de cuarenta mil pastillas. La instalación, que se titula Cradle to Grave, tiene, además, fotos del álbum familiar de los pacien-tes. Me impresionó uno de los ingleses, que ha tenido un historial clínico parecido al mío, que va desde el asma hasta la presión alta. Murió a los setenta y siete años de un derrame cerebral; en los últimos diez años de su vida tomó tantas pastillas como en sus primeros sesenta y seis años. Sin duda este aumento se debe a algo más que la vejez; en la última etapa de su vida le tocó el aumento vertiginoso en la producción, uso y abuso de los medicamentos.

Tomo seis pastillas diarias y me sospecho que al-gunas son innecesarias. Con los años me he vuelto obediente. En la instalación había un cenicero lleno de colillas que me impresionó. El niño asmático que fue aquel inglés también fue fumador compulsivo. Como a mí, la muerte siempre le rondó por los pectorales. Pero, como todo ser humano nacido del amor o al menos del deseo, no sé de qué moriré; el hígado y la presión alta son buenos candidatos, o, a lo peor, quizás, víctima de algún susto o disgusto familiar.

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Victoria de Stefano, escritora venezolana, nació en 1940 en Rímini, Italia. Entre sus obras se encuentran El desolvido (1970), La noche llama a la noche (1985), El lugar del escritor (1992), Cabo de Vida (1994), Historias de la marcha a pie (1997), Lluvia (2000) y Pedir demasiado (2004). Es también autora de los libros Sartre y el marxismo (1975), Poesía y modernidad. Baudelaire (1984) y de una serie de ensayos titulada La refi guración del viaje (2005). Ha sido profesora de Estética de la Universidad Central de Venezuela.

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Después de meses y meses de postración y ner-vios fl ojos, que no podía sino atribuir al desgaste

provocado por los trabajos a los que en la casi total prescindencia de su vida emocional y afectiva se ha-bía dedicado por años (salvo dos extraordinarias rachas creativas repletas de pasión e inventiva, la primera en-tre junio y agosto del 94 y la segunda a fi nes del 97), cuando con todas las fuerzas del cuerpo y el alma pintaba tres obras de gran formato al mismo tiempo oyendo sin parar a Mozart y a Beethoven, como le había dicho Boghos, su amigo y mentor de juventud, que lo hacía Rothko, y por cuenta propia los poemas sinfónicos del abate Franz Liszt, mucho Mendelssohn-Bartholdy y el concierto para dos violines en re menor de Bach, o como, a impulsos de una repentina inspira-ción, se había descubierto haciéndolo el genio fogoso y pronto de Monet saltando de un caballete a otro a

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fi n de orquestar el devenir en progreso de la luz sobre el paisaje, y que ya cercanos a lo que debía considerar su culminación habían acabado por hundirlo en una ominosa sensación de futilidad y desgana –una ma-nera atenuada de nombrar el pesar y el descontento lindante en la aversión física que le producían–, Au-gusto ya no pudo negarse a la evidencia de que había llegado a un punto de no retorno.

El proceso había sido lento, pero fi rme y constante. Al principio, breves, inoportunos raptos de melancolía y abatimiento, que mucho le recordaban las horas más oscuras de su ingrata adolescencia cuando, para cons-ternación de su tío, el tiempo se le iba de las manos en un festín de lágrimas sin consuelo ni esperanza. En su fase más avanzada, después de haber invertido el día en lidiar con sus tensiones síquicas y corporales, las fuerzas lo abandonaban y caía rendido de cansancio. Pero con la misma inmodifi cable puntualidad con que llegaba la tregua nocturna, pasadas las primeras horas de sueño, venía a percutirle en los oídos la andanada de choque de la fría oscuridad de la madrugada. Un caos movido por la tempestad, una aterradora sensa-ción de riesgo y catástrofe, un sentimiento animal de peligro inminente se apoderaba de él. Y al otro día, por más débil y extenuado que se sintiera, superado el primer contacto con la vigilia, la propia fuerza pa-siva, como si se dijera la inercia de la costumbre, lo hacía apartar las sábanas, sentarse en la cama, buscar con los pies las zapatillas, entreabrir los ojos mustios,

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mirar hacia todos lados, esbozar un gesto de hastío y, sacando fuerzas de quién sabe dónde, levantarse.

La paz y la alegría, sin las cuales a su leal saber y en-tender era imposible afrontar las rutinas cotidianas, ha-bían comenzado a alejarse como la nota perdida de una fl auta, una nota tan perdida como alargada en su triste-za que al irse trajera de vuelta la rúbrica de la ausencia de aquella otra vida inconmensurablemente activa, en la que, según creía recordar, todo él y su pasado se ha-bían, incauta y desprevenidamente, remansado.

En ocasiones, para probarse que su innata dispo-sición al uso de sus facultades, memoria, percepción, ideas, juicios, no estaba del todo embotada, cogía un libro. No un libro cualquiera, sino uno de esos libros con los que, por la magnitud y el peso de sus argu-mentos, por la parte de verdad sobre la que descorrían el velo, por la proximidad y el retorno a sí mismo con que lo enaltecían, había leído y releído en el pasado. A costa de un ingente esfuerzo lograba concentrarse en los primeros párrafos, pero pasados esos primeros pá-rrafos apenas si podía recordar el humor, los acentos y mucho menos la dirección y el sentido de lo que había estado leyendo, las letras volaban por encima de las palabras, y su mente, ajena al desplazamiento de sus ojos, comenzaba a darle voz a un horrísono infi erno de frases y jirones de frases. ¿Cómo era que vivía la gente? ¿Cómo era que insistía en seguir viviendo sin desear para sí la muerte? ¿Por qué ese necio porfi ar y porfi ar por una vida que no habían pedido?

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Entonces, arrojaba el libro, se ponía la chaqueta, agarraba las llaves y salía a la calle sin meta precisa pero, fuera adonde fuese, siempre mirando al cielo, nunca abajo y, sobre todo, nunca atrás. Era eso lo que estaba precisando. No perder de vista las nubes que se apelo-tonaban, las nubes que se disgregaban, las nubes que descendían rápidas o sobriamente lentas… Deshacerse de las cosas cercanas para quedarse con las formas que se aislaban o sustanciaban abstractamente cambiantes en la distancia, hasta que de pronto el ramalazo de algo impropiamente visto o no visto, de algo apenas advertido al doblar una esquina, al embocar un calle-jón, quebrantaba la impasibilidad de su mirada.

El cielo se embrumaba, el cielo se enfoscaba. Todo se estrechaba, se fragmentaba para darles cabida a los grandes ruidos, al cuerpo estacionario de las nubes azul plomo, a los ritmos desiguales de los peatones: los ro-bustos, los delgados, los jóvenes, los viejos, los decrépi-tos, los erectos, los encorvados, los pulcros, los desasea-dos, los formales, los informales. Las aceras invadidas de basura, colillas, hojas muertas, papeles, trapos sucios al arrastre del viento, un raudal de bustos, piernas, ro-dillas se le venían aviesamente encima. ¿Qué hacía en ese cruce de calles donde su sueño siempre precario, sus ausencias, su desgobierno, donde esa multitud de seres de ambos sexos y de todas las edades se apretujaban y desordenaban, exponiéndolo a perder el trote liviano de su natural posición alzada, sacándolo de la acera, deján-dolo a merced de algún atroz impacto de carrocería?

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Ya no osaba, ya no tenía el valor de atravesar todos esos fl ujos, esas mareas, ya no sabía cómo ofrecerle re-sistencia a ese carnavalesco magma de la inestabilidad humana. Cabizbajo, a los tumbos, disminuido en talla y estatura, envuelto en un relente de muerte desandaba el camino a casa de donde nunca debía haber salido.

Franqueaba el vestíbulo, entraba al taller, se hundía en la silla, no en la cavilosa efervescencia del silencio en que acostumbraba sentarse frente al escritorio a elabo-rar, a procesar ideas de conformidad con sus sentidos, sino hablando, perorando consigo mismo, hurgando, sacando, revolviendo papeles, bosquejos, dibujos al carboncillo, viejas aguatintas. Discapacitado para tirar, trazar, cruzar, cortar, recorrer una línea desde su ágil inicio hasta su punto de fuga, inhabilitado para cual-quier cometido que exigiera coordinar sus destrezas técnicas con la libre movilidad de su espíritu, subía las escaleras, entraba al dormitorio, ¿adónde más, si todo aquel inviable dispendio de energías lo dejaba en el nivel cero de su impotencia? Bajaba las persianas, se tumbaba en la cama, se ponía las almohadas sobre los ojos, anhelando que con su peso y volumen hicieran noche en el cuarto, noche y silencio en la aguja del se-gundero incrustado en la caja de su cerebro.

Pero como ni la cama ni el bulto de las almohadas se constituían en la morada del sueño, arrojaba las al-mohadas, saltaba de la cama… Del cuarto a la sala de estar, de la sala de estar, de donde venía, al cuarto. Del cuarto a la sala, de donde, sumando idas y venidas,

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había subido y bajado. Del cuarto en penumbra a la claridad del ventanal de la sala, del ventanal de la sala al jardín. Del jardín al patio trasero, del patio trase-ro al lavandero, del lavandero a la cocina, de la cocina al comedor, sentándose a la mesa, disponiéndose a hin-carles el diente a dos o tres bocados, devolviéndolos al plato, tirando los cubiertos con su obscena falta de apetito. De la cocina a la sala de estar, de la sala de es-tar al cuarto, arriba, abajo, atravesando, recorriendo, volviendo sobre sus pasos. Una y otra vez. Cuarenta, cincuenta, cien, más de cien veces al día.

No era la primera ni la segunda crisis de su vida, había pasado por otras similares, pero ninguna tan brutal como esa. El origen, los motivos, los eventos, los azares, que lo habían llevado hasta ahí, a diferen-cia de los de aquellas otras en su día –la devastadora línea de separación que en una época ya lejana había trazado para él la pérdida de sus padres en el interva-lo de unos pocos años, la orfandad, las rupturas, los infortunios del abandono, los desencantos, las adver-sidades subsumidas en la rueda del eterno retorno–, le resultaban del todo inexplicables.

Había días en que se imaginaba que las partes alí-cuotas de excitación y apatía a que se hallaba someti-do obedecían a alguno de esos síndromes al estudio de cuya etiología, desde los tratados más antiguos has-ta los informes más actuales, su tío había consagrado los últimos años de su vejez. Al síndrome de Diógenes, que día a día empobrecía la existencia de los hombres

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maduros que vivían en soledad, al síndrome hipo-condríaco de Cotard, a la enfermedad neurológica de Creutzfeldt-Jakob como variante humana del “mal de las vacas locas”, a algún padecimiento degenerativo como la enfermedad de Parkinson, de Huntington o a los efectos retardados del morbo de Stendhal que derrumbaba a los temperamentos sensibles por con-sumo en demasía de arte y belleza. ¿Sería, acaso, el mal que lo aquejaba producto de alguna minúscula insufi ciencia proteínica, de alguna disfunción metabó-lica? ¿Estaría relacionado con ciertas complicaciones cardíacas, hipertensión, endurecimiento, obstrucción de las coronarias, atrofi a de las venas, que eran, como tenía entendido, la primera causa de muerte del círculo consanguíneo de su madre?

A veces le daba por pensar que nada de lo que le estaba sucediendo tenía que ver con su imaginación, con su razón, su sinrazón, o con cierto impulso os-curo constelado de emociones luchando por salir de algún lugar inexpugnado de su memoria. Otras veces se decía que el mal debía serle achacado al pajarraco de la edad golpeando a su puerta, si es que ya no se había instalado cómodamente adentro.

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Había días terribles, días en que bordeaba el abismo, días en que le parecía que estaba por traspasar la barrera

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de la locura e ir de plano hacia la muerte, pero no to-dos se adecuaban tan fi elmente a los efectos destructi-vos antes descritos. Había días, horas menos malignas. Días, incluso semanas, en que si bien lo dominaba el desaliento, era un desaliento manso, tolerable, como un dolor difuso. Días en que se desmandaba menos, días en que en medio del torpor y la pereza sentía algo parecido a un preludio de mejoría.

Fue, justamente, en uno de esos días, cuando es-tando sentado en la pose clásica del pensador, con el codo hincado en la rodilla y la barbilla apoyada en la palma de la mano, frente a varias tazas de café y un cenicero repleto de colillas, como elementos de una naturaleza muerta que alegorizara, ocupando su cam-po visual entero, el historial de su declive, percibió el susurro de una voz: “Ya basta, me rindo”.

No había nadie en el cuarto, nadie en la casa. Car-mela había salido de compras. ¿Quién más sino él po-día ser el emisor de ese penoso “Ya basta, me rin-do”, aposentándose, dentro, fuera de él, avanzando en contrapunto con toda la gama de notas y timbres equivalentes? Ninguna otra voz podría haber sido tan tediosa y contumaz como la suya.

Adoptando los movimientos autónomos de un sonámbulo, se levantó, arregló el desbarajuste de la cama, recorrió el contorno polvoriento de la mesa con los dedos, recogió la taza, el cenicero. Bajó, lavó la taza, vació el cenicero, volvió a subir a su habita-ción. Al descorrer las cortinas, como si se abrieran

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los cielos, entró un haz de luz trapezoidal a alumbrar la habitación desde la pared hasta las patas del cajón de caoba de la cama. Qué triste era esa habitación, qué tristes esos muebles, qué penosos los objetos de siempre ahora separados por un velo de extrañeza. Pero no, no era la habitación, no eran los muebles ni los objetos los que destilaban tal desolación y triste-za. Era él quien proyectaba, mirara adonde mirase, el cono de sombra de su congoja, su nudo, su hidra afe-rrada a la garganta.

Una muchacha con muchas trencillas en la cabeza, dos obreros y un viejo bajaban expeditos hacia la ave-nida, allí donde el tráfi co comenzaba a inmovilizarse en una larga y titilante caravana de luces rojas. El res-plandor del sol crepuscular cubría las losas del patio, el mismo que atenuaba con una coloración rosa los ángulos de los edifi cios más altos y relucía en los jar-dines solo en partes hundidos en la sombra. Podía ver las nervaduras de los lóbulos de las hojas en forma de mano del yagrumo, la fronda extendida de un árbol de tronco grueso y asurcado lleno de gomosas y en-fermizas protuberancias. Detrás del patio amurallado de la esquina, asomaba la copa de un mamón en ple-na fl oración, sus menudas fl ores blancas se movían, altas, vivas, susurrantes. Uno de los vecinos, con la gorra de béisbol echada hacia atrás, regaba el jardín chapoteando entre la yerba crecida. Sentado en el porche, de cara a la bicicleta, un muchacho aceitaba las piezas de una caja de herramientas. Otro vecino

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estaba aparcando en el garaje. Descendió del auto-móvil con las llaves y el maletín en la mano, silban-do. En la planta alta la silueta acechante de su mujer se recortó detrás de la cortina de gasa ondeando en la corriente. Eran los nuevos vecinos, gente anónima y desconocida, tan anónima y desconocida como lo era él también para ellos, personas apenas entrevistas entrando o saliendo de sus casas y edifi cios, pues los viejos y conocidos de toda la vida habían ido deser-tando, muertos, mudados, emigrados, dispersados, mal llevados por la vida.

El vigilante del edifi cio de enfrente salió de la case-ta de vidrios ahumados. Carmela subía de la avenida con una bolsa en cada brazo. Sacó de una de las bolsas un cartón de leche y el pan que le traía de la panade-ría. Él le palmeó el hombro agradecido. Intercambia-ron algunas palabras, sonrieron, cada uno a su turno, y ella le entregó algunas monedas. Un pájaro voló por encima de sus cabezas. Describiendo un gran arco una ardilla cruzó el techo de la caseta de vigilancia. Sopló el viento en dos ráfagas largas pero no muy intensas y el cuerpo negro de la noche fue cubriendo la tierra, pero en el confín del oeste aún se veían las nubes arre-boladas de rosa, gris y naranja.

Intentó recordar si en el pasado había sido tan desdichado en esa casa como lo estaba siendo ahora. Solo en los meses inmediatos a la muerte de su madre, cuando su tío Fermín, el hermano de su padre, mejor dicho, medio y único hermano, soltero y sin hijos,

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médico de profesión, un hombre que nunca alzaba la voz, que raras veces se alteraba, que estaba siempre ahí para allanar difi cultades, se lo había llevado a vi-vir con él y le había dado un afecto recio y sereno. Había tenido días buenos, días no tan buenos, días malos. Pero de ningún modo infeliz, lo que se dice infeliz, a medida que se eslabonaban los años, a medi-da que la añoranza de su madre se iba apaciguando y se iba amoldando a esa apacible convivencia sin sor-presas ni sobresaltos. Y si no feliz, al menos razona-blemente en paz consigo mismo, cuando ya adulto había vuelto de sus viajes y vagabundeos por el mun-do. A su tío no lo había defraudado, al menos eso creía, deseaba creerlo. ¿Sería capaz de defraudarlo ahora que yacía bajo la misma lápida que sus padres dejándose llevar por el último y desafi nado acorde de un acto vil y miserable?

Sus recuerdos fueron a parar a la sabia exhorta-ción que su tío solía hacerles a sus pacientes: apar-te de cualquier consideración sobre el sentido o no sentido de la vida, abstracción hecha de cualquier glosa especulativa sobre salud o enfermedad, al mar-gen de los golpes que pudieran darse contra la pa-red para desahogar su rabia, debían encarar el lado práctico, el lado técnico, por decirlo así, de las cir-cunstancias en que se hallaban envueltos y mirarlas en perspectiva. ¿Y cuál podía ser el lado práctico, el lado técnico de las circunstancias en que él se ha-llaba envuelto? El lado práctico, el lado técnico se

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respondió, estaba en que ya iba siendo hora de reco-nocerse como el hombre enfermo que era, y en tanto tal, necesitado, urgido de cuidados.

3

Cuando decidió visitar a un médico, el primero que le vino a la mente fue el doctor Abrantes, un discípu-lo de su tío de quien siempre le había oído decir que como compensación a la dura prueba de haber frus-trado con la pérdida de su ojo derecho una brillante carrera de cirujano había desarrollado un extraordina-rio ojo clínico. Un médico muy competente, un facul-tativo de gran experiencia, alguien de quien se podía apostar con toda tranquilidad que siempre acertaría el diagnóstico.

Dos, tres visitas, los exámenes de rigor y la llama-da puntual de la recepcionista. ¿Puede venir a consul-ta el martes en la mañana, a las nueve?

Acompañándose con un variado repertorio de sa-cudimientos de cabeza, que bien podían presagiar una cosa buena, una cosa preocupante, una cosa mala y otra peor que mala, al terminar de leer el grueso fajo de las radiografías y los informes el doctor Abran-tes lo depositó en el escritorio y juntando las yemas de los dedos de ambas manos a la altura de la barbilla se dispuso a iniciar su discurso preliminar, pero antes de que pudiera decir algo, hizo una mueca y cerrando

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instintivamente los ojos rompió en un violento estor-nudo. Esperó, esperaron, hasta que al fi n llegó el se-gundo tan o más estrepitoso que el primero. Augusto no alcanzó a decir “¡Salud!”. El doctor Abrantes ya corría al baño. A través de la puerta entreabierta lo es-cuchó sonarse la nariz. Se enjabonaba, se frotaba las manos sacándose la espuma con mucha agua. Ya de vuelta en el escritorio, recogió los informes, los guar-dó en el archivo con mucha calma y echando la cabeza atrás contra el respaldo lo fi jó con su más quieto ojo inmóvil, cuya fuerza de atracción parecía haberse des-lizado toda de ese lado, asegurándole que desde un punto de vista estrictamente clínico estaba sano. Tan sano como cualquier persona sana antes de que se le manifestara enfermedad alguna.

Pero ¿y los síntomas y los trastornos?, exclamó Augusto aludiendo a los ataques de ansiedad y le-targia que durante la primera visita, no más entrar al consultorio, le había soltado, abriéndose de un modo tan impúdico y autoconmiserativo, que de solo recor-darlo se le subía a la cara una oleada de vergüenza.

Tanto como nada, no, dijo el doctor Abrantes. Las cosas no eran así de sencillas. No tan sencillas, repitió pasando enseguida a explicarle el papel y el alcance de los estados depresivos, a los que, alternando una gran variedad de términos técnicos con un lenguaje de vue-los poéticos, defi nió como un reino en la sombra, un reino afl ictivo y paralizante, un reino en el límite de la resistencia psíquica, y sin embargo con un sentido,

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un propósito, puesto que se podía afi rmar, algo que en la actualidad comenzaba a formar parte de esa clase de conocimientos aceptados por todos, que cumplía una función capitalísima en la dinámica y desarrollo de la vida psíquica. Era la agudeza, la cronicidad de sus síntomas lo que servía a alertar al paciente de los peligros que, de no tomar previsiones, podrían irrum-pir de un modo tan cruel y violento que después se haría demasiado tarde conseguir atajarlos. La crisis se anunciaba perturbando el curso regular de la existen-cia al punto de colocar a las personas en la disyuntiva de la insania total… o bien, la salud… la salud al fi n recuperada. Sus incidencias, sin duda dolorosas, pero qué se conseguía que no fuera a través de un suple-mento de dolor, a la larga tenían la virtud de inducir al paciente a una mejor comprensión de sí mismo, de estimular, a partir de ese conocimiento, una subjeti-vidad más móvil, más libre, menos obsesiva en su re-lación con la realidad y el mundo.

No había otra salida… la voluntad de sobrepo-nerse, dijo mostrándole ambas manos abiertas con las palmas hacia arriba como platillos de una balanza. El deseo de curación, de escapar de la pesadilla.

Augusto no sabía si aquellas afi rmaciones eran muy profundas o muy triviales, pero lo que sí sabía era que representaban la clase de discurso ante el que siempre acababa sintiéndose azorado. Sobre el modo como operaban las cosas en ese reino oscuro y pa-ralizante todo lo que había que saber lo sabía él de

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primera mano. ¿Quién sino él padecía los síntomas? ¿Quién sino él era la fragua sobre la que caía el mar-tillo? Y era ese martillo, en forma de locuciones bre-ves y contundentes, el que lo estaba golpeando en ese preciso momento. El no poder expulsarlas, el no po-der aquietarlas, era uno de sus mayores tormentos. Y ahora, mientras el doctor Abrantes hablaba, esas voces potentes e inquisitivas estaban ahí de nuevo, a un tiem-po real e irrealmente, dentro, fuera de su cabeza. ¿Por qué le costaba tanto admitir que energía y creatividad lo habían abandonado? ¿Que aquello que había sido la pasión de su vida ya no sonreía ni con él palpitaba? ¿Por qué no aceptar que estaba viejo y acabado? ¿Que nunca volvería a pintar nada, que estaba vacío?

Tan embebido se hallaba en sus pensamientos, que al percibir un recrudecimiento en la voz del doctor Abrantes volvió en sí sobresaltado. Ahora iba más rápido… Ahora cruzaba los brazos, elevaba la voz. Ahora tartamudeaba. Ahora dejaba colgar un brazo fuera de la silla. Ahora se inclinaba hacia delante, aho-ra se tocaba la sien y torcía la nariz como si estuvie-ra por inhibir la arremetida de un nuevo estornudo. Ahora agitaba la cabeza con gesto reprobatorio, ahora más que pronunciar dibujaba palabras con los labios como si estuviera sermoneando a un niño.

De pronto el doctor Abrantes giró la silla y des-viando negligentemente la mirada hacia la ventana dejó escapar un suspiro. Con un repentino arrebato premonitorio, Augusto creyó comprender que detrás

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de ese suspiro todo lo que podía venir era una última verdad, una verdad fatal y aterradora, que justamente por eso le había sido reservada para el fi nal. ¿El sana-torio, la casa de reposo, el manicomio, el desahucio total? Ardiendo de expectación e impaciencia, Augus-to chasqueó la lengua contra los dientes. Aun antes de que pudiera pronunciar palabra, el doctor Abrantes se aclaró la garganta pero aparte de la clásica letanía de acostarse temprano, alimentarse bien, luz, aire, sol, vida sana y mucho, mucho ejercicio, ninguna verdad fatal y aterradora salió de su boca.

Sonándole como le sonaban a las más banales re-comendaciones de cualquier folleto de autoayuda, Augusto se dijo que todo lo que debía hacer era afe-rrarse al parte médico según el cual sobre sus órganos internos no pesaba ninguna de las terribles sentencias que en la últimas noches, saltando de la cama al sillón manchado con el sudor de la nuca y el roce de los bra-zos, había estado regurgitando.

Estaba completamente distraído cuando el doctor Abrantes, con una infl exión casi tierna, le preguntó si estaba en disposición de alejarse de su casa, de dejar sus obligaciones por algo más de unos cuantos días. Augusto asintió: Poder, podía. ¿Hacía cuánto tiempo no tomaba unas verdaderas vacaciones? Augusto se encogió de hombros. No llevaba la cuenta. Pues bien, era hora de ponerse al día. Pero eso sí, nada de viajes largos y agotadores. Nada de ir a Shanghái, al Tíbet o a las riberas del Ganges… Nada de darle la vuelta al

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mundo. Solo un pequeño viaje a un lugar tranquilo. Al mar o la montaña. El sitio lo dejaba a su elección. Aho-ra le prescribiría unos medicamentos nada espectacu-lares pero comprobadamente efectivos. Aun así debía advertirle que haría falta un poco de tiempo antes de que se notaran los resultados, añadió ajustándose len-ta y solemnemente los puños de la camisa debajo de la bata blanca.

Bien, pensó Augusto, si lo trataban como a un niño se comportaría como un niño. ¿Cuánto? ¿Unas semanas, un mes? Un mes, unas semanas, respondió el doctor Abrantes sacando de una carpeta una enorme hoja rayada. Un mes, como mucho. Las curaciones rápidas eran menos duraderas que las lentas, las transi-ciones de la enfermedad a la salud tomaban su tiempo. Los remedios milagrosos eran puro fraude.

Bien, vamos a ver. ¿Qué tal el apetito? Augusto respondió que si bien aborrecía el olor y el sabor de la comida, principalmente de las carnes rojas, no se dejaba morir de hambre. ¿Aerofagia, acidez, ardor es-tomacal, disturbios gástricos? Ni acidez, ni ardor estomacal, solo desgana y falta de apetito. Pero tuviera o no tuviera hambre, se imponía las tres comidas dia-rias. ¿El sueño, claro está, difícil de conciliar? Más que difícil, sufría de insomnio. ¿Angustia, fatiga, inquietud? ¿Dolores de cabeza?

Augusto abrió la boca solo para afi rmar, pero con un súbito repunte de ansiedad empezó a decir lo que no hubiera querido decir. El cerebro como un motor

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con cuatro o cinco ideas absurdas, inconexas al mismo tiempo. Por ejemplo, que de un momento a otro se le caería el techo encima, que de un momento a otro se derrumbarían las paredes húmedas de la cocina, que el pozo séptico estaba por rebosar el albañal, por inundar el patio, el sótano oscuro cruzado de cloacas… que una presencia tan real como invisible estaba a su lado, a sus espaldas, encima de él, que a ese alguien, muerto o vivo, para que no le cupieran dudas de su presencia, le rechinaban los huesos, se le contraían los músculos, que su cuerpo intangi-ble era un ciclón, un torbellino dentro del cuarto… Que había olvidado cerrar la puerta de la calle, que una turba de la que no tenía cómo defenderse estaba invadiendo la casa. Que había cometido un crimen, un hecho punible y deshonroso, quién sabe si una traición o una felonía para la que tan siquiera existía la posibilidad de un acto de contrición y la sedante esperanza de su correspondiente perdón, pues no tenía la más remota idea, aparte del espanto mismo de su real, constante y cruenta agonía, del delito co-metido. Que alguien lo atacaba con un cuchillo, que lo mutilaba, lo despedazaba…

El doctor Abrantes movió los labios articulando algo en silencio. Luego, mirándolo con esa mirada es-trábica, en la que él ya no se preocupaba en distinguir el ojo titilante y húmedo del impreciso y nulo, dejó caer la pluma y fl exionando una tras otra las falanges de los dedos como si estos se le hubieran acalambrado, dijo

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que esa pérdida de fe en el propio valor moral, que esa propensión a autoinculparse, era uno de los rasgos más conspicuos del fondo arcaico en que arraigaba la enfermedad.

¿Despertaba erecto? No, lastrado, alicaído.¿Lagunas, falta de concentración, actos fallidos?

Lagunas, falta de concentración, actos fallidos, recitó Augusto.

¿A ese médico tan docto y experimentado, a ese mé-dico diplomado en las mejores universidades extranjeras, tanto le fallaba la memoria como para no acordarse de todo lo que le había contado en la primera consulta, una o dos semanas atrás? ¿Acaso había olvidado el morbo-so esmero con que se había aplicado a recapitular sus males? Torpeza mental, debilidad extrema, violentos ataques de ansiedad, angustias, terrores generalizados, terrores particularizados, sentimientos pánicos, des-varíos… imposibilidad de dormir, imposibilidad de estar despierto. ¡De cuántas y diferentes maneras no le había hecho saber que a todo lo que aspiraba era a la dicha inmensa de quedarse dormido como un lactante en su cuna blanda! Todo lo que pedía, todo lo que pre-cisaba, era la exención, la cesación de esa pena.

¿Deseos de morir, fantasías suicidas?, susurró el doctor Abrantes.

Augusto movió de arriba abajo la cabeza y se quedó un momento en suspenso como buscando el modo más adecuado de explicarse. Sensación de muerte, deseos de morir, de desaparecer, de extinguirse… Si hubiera

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un botón que se pudiera apretar para aplacar todo ese dolor y alcanzar la paz defi nitiva en un santiamén, pues bien, muy dispuesto estaría a apretar ese botón al precio que fuera.

Sensación de muerte, dijo aun si no veía razón de repetirlo una vez más, fantasías, deseos suicidas. Pero si se le inquiriera, lo tranquilizó tamborileando la ro-dilla, por la intención de comprar un revólver de seis tiros y apretar el gatillo contra su humanidad, si se le inquiriera por la determinación de amarrarse la soga al cuello, de lanzarse de un octavo piso, meter la cabeza en el horno y aspirar el gas o por la salida más fácil de una bien graduada sobredosis, si se le preguntara por cualquiera de esas terribles alternativas tendría que contestar con un rotundo no. Carecía de la energía necesaria para ensayar, rehacer, sincronizar y poner en escena la pieza entera. Basta de palabras. Un gesto… Encajar el golpe, la frescura del disparo, la fuerza ciega del salto al vacío, se dijo repasando la lista de los pin-tores que habían cedido a la tentación de ponerle fi n a sus sufrimientos.

Antoine-Jean Gros, inmolándose en el Sena, por-que, como había dejado escrito, habiendo perdido confi anza en las últimas facultades que le hacían so-portable la vida, no conocía desgracia mayor que la de sobrevivirse a sí mismo.

Van Gogh, quitándose la vida de un tiro en el pecho. Arshile Gorky, colgado de una soga. Mark Rothko, abriéndose las venas por encima de la articulación de

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los codos. Ernst Ludwig Kirchner, disparándose con su revólver con los Alpes suizos, pináculos, nubes, montañas claras, árboles, y un océano fragante de fl o-res y hierbas fl otando a su alrededor. Nicolas de Staël, como Gorky, Rothko y él mismo, víctimas de la in-sondable melancolía de los huérfanos, arrojándose por el balcón de su taller de Antibes. Adolfo Couve, ahorcado como Gorky. Antonio Cubas, el muralista guatemalteco, de un tiro certero en la sien. Su amigo Juan Tobías, pintor y calígrafo, con una mezcla de drogas y ginebra.

Puesto frente a la resolución de pasar de la imagi-nación al acto se le adormecerían los párpados, se le desplomaría la mano, le claudicarían los brazos, las piernas. Por debilidad, por cobardía o porque aún conservaba unos últimos restos de avidez de vida, unas últimas energías aún por quemar, un ultimísimo deseo de saber si y cómo volvería a acomodarse a ese tránsito sin principio ni fi n de la vida cotidiana.

Tentado de hacerlo, ciertamente, dijo. Pero además de carecer de los medios idóneos para despacharse de modo limpio y expedito, por una rara y singular pro-videncia no le faltaban las esperanzas de que pudiera salir del túnel.

Lo típico, cuchicheó el doctor Abrantes sonriendo con un lado de la cara.

Al escuchar “lo típico”, es decir, aquello que dadas ciertas circunstancias afectaba, sin distinción de razas, de credos y jerarquías, a cualquier individuo, Augusto

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sintió una repentina exaltación gozosa. Había tenido miedo, un miedo cerval, un miedo poco menos que patológico de que alguna asquerosa enfermedad estu-viera carcomiéndole las entrañas, pero en el fondo, en el fondo del fondo, su gran terror se concentraba en sentir que había llegado al último nivel de la afl icción humana. A ese dramatizar, a ese canonizar y exaltar la muerte con visiones y simulacros mórbidos. Pero no, lo agobiaba la misma sensación de haber llegado al límite de sus fuerzas, los mismos padecimientos, los mismos delirios, las mismas imaginaciones fúnebres de que eran presa sus semejantes, y todo eso ocurría en su mente, pues su cuerpo, orgánicamente hablan-do, estaba por el momento sano. Tan sano como el de cualquier persona sana antes de que se le manifestara enfermedad alguna.

Todo lo que necesitaba era hacer un viaje.Nada de viajes largos y agotadores. Solo un corto

viaje a algún lugar tranquilo, al mar o a la montaña… Nada de darle la vuelta al mundo. Con la fuerza de la frase transformada en cantinela más por imposición del sonido que por acto de la memoria, vio surgir ante sí la imagen tenue y aproximativa de un hotelito pla-yero en el que se había hospedado aunque muy de pasada hacía algunos años. No había muchos más lu-gares a los que pudiera acudir en imaginación. Era muy poco lo que había viajado en los últimos tiempos.

El teléfono empezó a repicar. El doctor Abrantes continuaba escribiendo sin dar muestras de querer

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cogerlo. Abocándose a rescatar del fondo de su memo-ria la imagen del hotelito playero, entrecerró los ojos. Después del sexto o séptimo timbrazo, la llamada se cortó. Unos segundos después el teléfono timbraba de nuevo. El doctor Abrantes soltó la pluma. Su impolu-ta, lisa mano blanca (mil veces enjuagada y pasada por jabón) descolgó el auricular y encajándolo debajo del mentón hizo, como para ganar un poco de privacidad con la distancia, rodar hacia atrás la silla.

Ahora no, te lo ruego, le escuchó decir Augusto con voz seca y descolorida. Lucía tenso, respiraba con difi cultad. El pecho se le hinchaba debajo de su corba-ta marrón de pintas amarillas. Sobre mi cadáver, dijo apretándose la frente como si tratara de disminuir la presión ejerciendo más presión sobre ella.

Una llamada nada profesional, una llamada ingra-ta. ¿Problemas familiares, difi cultades con su mujer, un pleito legal, una amante relegada que mostraba las uñas? Pero en ningún caso un paciente, pensó viendo los pliegues que cruzaban su cara: dos líneas horizon-tales y una vertical como un corte profundo dividien-do la frente, dos surcos oblicuos bajando a ambos lados de la nariz a la boca. Viendo en la comisura de los labios el brillo iridiscente de una burbuja de saliva, Augusto apartó la vista simulando estar muy interesado en los objetos del escritorio. Al centro, una convencional carpeta de piel. A un lado un pi-sapapeles redondo de granito verde, gris y negro, un abrecartas con empuñadura de marfi l, al otro, un

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cubo de Rubik, la caja de toallitas absorbentes. Sus ojos fueron de la pared repleta de diplomas al estan-te de formica, donde, como en un altarcito, se ali-neaban las fotos de familia. En una se veía al doctor Abrantes y su mujer, mujer madura, una mujer en su sazón, a bordo de una góndola bajo el puente Rialto. En otra apaisada, él, su mujer, vestida de largo, y sus hijos, una muchacha y dos robustos semiadolescen-tes varones metidos en sus esmóquines tropicales. En primer plano, tres exóticos, mimados, engreídos galgos ingleses con su bien lustrado, suave, corto pelaje. Al fondo, un árbol de Navidad cargado de luces, alrededor de la base regalos lujosamente em-paquetados. Un árbol tan alto que la quinta punta de la estrella tocaba el techo. Todos los retratados mi-rando al objetivo con una sonrisa en los labios, ex-cepto el doctor Abrantes, cuyo rostro parecía haber quedado fulminado por la descarga de magnesio. A la izquierda, tres cuartos de piano con una partitu-ra en el atril. Candelabros con velas encendidas, la tapa negra y el refl ejo solemne de las velas en per-fecta armonía. En la cuarta, sus dos rozagantes hijos varones, embutidos en sus anoraks, guantes, bufan-das, gorros calados hasta las orejas. A sus espaldas, el funicular, el cable tendido sobre las cumbres ne-vadas, un chalet alpino, un trozo de bosque cubierto de nieve y en la parte inferior de la foto: Courchevel, Tres Valles, Francia, escrito con un resaltador negro. En un retrato de estudio: la misma muchacha de la

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foto navideña, luciendo una medalla al cuello, izando la raqueta de tenis que sostenía por el mango. Ho-yuelos en las mejillas, boca de labios arqueados que dejaban al descubierto la fi ereza celebrante de una sonrisa que parecía brotar de la convicción de que siempre saldría triunfante.

Augusto exultó. Tenía ganas de llorar, pero sin violencia, sin llanto, ¿por quién?, por el doctor Abrantes, por la felicidad de su familia, que como toda felicidad parecía sostenerse sobre alfi leres, que como toda felicidad terminaría por revelarse un en-gaño. En el ínterin la voz del doctor Abrantes había subido de tono.

¿Qué dices? Pero, qué dices… Claro que me ocu-paré del asunto. Si no yo, ¿quién? Pero óyeme lo que te digo. Esto está acabado. ¿Comprendes?

Elevándose por encima de los diplomas y distin-ciones de las universidades extranjeras, de la pantalla del monitor fi jo en la sección transversal de las cir-cunvoluciones del cerebro, por encima del registro fotográfi co del espléndido y bien encarrilado mundo del doctor Abrantes, su casa, su mujer, sus hijos, sus perros –¿pero no sería el doctor Abrantes un marido despótico, un padre tiránico, uno de esos hombres cuyo carácter avinagrado constituía por sí solo la des-gracia de su entorno, no sería su vida y la de los su-yos un auténtico desastre?–, Augusto intentó una vez más reconstruir la imagen del hotelito playero, sim-ple, resplandeciente, menos aproximativa de como se

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le había aparecido antes. De pronto se encontraba en el parque, en parte ajardinado, en parte abandonado al crecimiento natural de las plantas. Robles, higue-rones, tamarindos, grandiosos cotoperix. El hotel, las cabañas, el balneario al pie de la colina, las lanchas embistiendo las olas.

El mar, el mar, canturreó para sí, el mar origen de todos los seres vivos. El mar le había gustado siempre, desde aquella memorable primera vez en que, palpi-tante de emoción y alegría, había avanzado de la mano de su madre hasta superar las olas que rompían y se retiraban de la orilla burbujeando en espuma. Ven, Augusto, respira hondo. Ven, no tengas miedo, decía con su voz que se llevaba el viento. ¿Qué edad podía haber tenido entonces? Seis, siete, no más de siete años. ¿Su padre ya había muerto? Tal vez no. Y más que gustado, fascinado, cuando el agua comenzaba a subirle gradualmente de los tobillos a las rodillas, de las rodillas a la cintura hasta rebasarle los hom-bros. Suspendido, liviano, con los brazos por delante, emergiendo una y otra vez del fondo, experimentan-do la impagable sensación de ser transportado casi sin resistencia al ritmo que acordaba la recién descubierta liberación del cuerpo en la fl uidez del agua. El litoral, las rocas, los promontorios, el humo de la luminaria detrás del follaje. Las gaviotas elevándose cada vez más alto hasta penetrar un punto refulgente como un menisco por el que se derramaban pétalos dorados. Y él en medio de ese estallido de luz celestial, él girando

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la cabeza, a la derecha, ahora a la izquierda, abajo, arriba, a fi n de recibir el sacramento de la ilimitada bendición del agua.

Las imágenes eran tan pulcras y aéreas, su colo-ración tan prodigiosamente viva, tan fuerte el sabor de un momento particular de su infancia, tan cálida la mano que se aprestaba a llevarlo, que se le hizo difícil creer que pudieran ser solo viejas réplicas de recuerdos atesorados en su memoria.

Manchas, refl ejos, destellos, sombras en la profun-didad de las sombras. Sombras traspasadas de som-bras. Refl ejos empastados a las sombras desde la luz más intensa hasta la más recóndita penumbra, pasando por todas las gradaciones, por todas las tintas y medias tintas, por todas las interpolaciones de luz y sombra, modelando el trasfondo y forma, el asiento y contorno del signo árbol. Nimbos, tramas, sonidos. El chirriar de los grillos, el bordonear de los insectos, las ramas de las que colgaban nidos.

Al mar, volvió a canturrear, principio y origen de todos los seres vivos. Al mar, al mar. Nada mejor que el mar para levantar el ánimo. Asociando el canon de su soniquete al siseo del agua que se precipitaba re-convertida en murmurante arroyo, escuchó el eco del manantial sobre las piedras. Todo comenzó a mecerse a su alrededor: los diplomas concedidos por las más prestigiosas universidades extranjeras, las fotografías en sus marcos, el doctor Abrantes prendido del au-ricular, el pisapapeles de granito, el corte transversal

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del cerebro fi jo en la pantalla del monitor. De nuevo volvió a invadirlo el registro llovedizo de todas esas sublimidades contenidas en el ámbito de la naturaleza que aún dormitaban en su interior como el más ama-ble interregno antes de que todo hubiera empezado a oscurecérsele.

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Mal de ojo

Lina Meruane

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Lina Meruane nació en 1970 en Santiago de Chile. Es autora del libro de relatos Las infantas (1998) y de las novelas Cercada (2000), Póstuma (2000) y Fruta podrida (2007), por la que recibió en Chi-le el Premio a la Mejor Novela Inédita de 2006. En 2004 recibió la beca Guggenheim. Es doctora en Literatura por la Universidad de Nueva York. Ha sido periodista cultural y corresponsal de diversos diarios y revistas chilenos.

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¿Qué es peor, no ver o no poder cerrar los ojos?

Sylvia Molloy, En breve cárcel

el estallido

Estaba sucediendo. En ese momento, sucediendo. Hacía mucho me lo habían advertido y sin embargo. Quedé paralizada de terror, con los ojos abiertos, con la boca seca, con las manos empapadas empuñando el aire mientras la gente en la sala seguía conversando a gritos y riéndose a carcajadas y tosiendo o carras-peando; hasta susurrando exageraban mientras yo. Y alguien decía más alto que los demás: bajen el volumen de la radio, no metan tanta bulla que a las doce en punto los vecinos llamarán a los pacos. Me concen-tré en esa voz estruendosa que no parecía cansarse de insistir que incluso los sábados por la noche los veci-nos se acostaban temprano. Los vecinos no eran gente trasnochadora como nosotros, en absoluto parrande-ra; eran protestantes y protestarían enconadamente si no los dejábamos conciliar el sueño. Al otro lado de

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los muros, junto a nosotros, encima de nuestros cuer-pos y también debajo de nuestros pies se agitaban todos los gringos del edifi cio. Gringos acostumbrados a ma-drugar con los calcetines puestos, con los cordones ya anudados; gringos que con la ropa interior impecable y la cara planchada se sientan cada mañana a desayunar su leche fría con cereales. Pero nadie hacía caso de los desvelados, de sus cabezas sumergidas bajo las almo-hadas, de sus gargantas atiborradas de pastillas que no les proporcionarían ningún descanso si nosotros con-tinuábamos zapateándoles el sueño. Zapateando ellos, en la sala. Yo no. Yo me había quedado tiesa en el dor-mitorio, con el brazo estirado junto a una cama. Y en ese instante, en esa penumbra, en esa conmoción me encontré pensando en la insoportable vigilia de los ve-cinos, imaginando que apagarían las luces después de meterse tapones resecos en los oídos; con tanta fuerza los empujarían que la silicona iba a estallar obligándo-los a correr a Urgencias. Quizás hubiera preferido ser yo la de los tapones reventados, yo la de los tímpanos atravesados por sus esquirlas. Hubiera querido ser la vieja que se pone fi rmemente el tapaojos sobre los pár-pados para volver a quitárselo y prender la luz. Lo de-seaba precisamente porque mi otra mano no daba con la lámpara en la penumbra. No encontraba nada, mi mano. Solo risotadas alcohólicas atravesando las pa-redes y salpicándome con su saliva. Solo la irritante voz de Carmen que continuaba diciendo por encima del griterío, ya pues cabros, cállense un poco. No, por

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favor no, me dije, sigan hablando, sigan vociferando, aúllen, gruñan si es necesario. Muéranse de la risa. Eso me decía todavía agachada y ya agarrotada aunque eran apenas segundos los que habían transcurrido: yo acaba-ba de entrar en la pieza matrimonial, acababa de incli-narme, yo, en busca de mi cartera y de mi jeringa con insulina. Tenía que pincharme a las doce en punto pero no alcanzaría a hacerlo, porque entre el desparramo de los abrigos la cartera resbaló hasta el suelo, porque en vez de detenerme escrupulosamente yo me doblé y es-tiré el brazo para recogerla. Y entonces. Entonces un fuego artifi cial atravesó mi cabeza. Pero no era fuego sino sangre derramándose dentro de mi ojo. La san-gre más estremecedoramente bella que he visto nunca. La más inaudita. La más espantosa. Con absoluta cla-ridad vi cómo me iba desangrando, vi que la presión aumentaba, vi que me mareaba, vi que se me revolvía el estómago, que me venían arcadas y sin embargo. No me incorporé ni me moví ni un milímetro, ni siquiera intenté respirar mientras atendía al espectáculo. Por-que eso era lo último que vería a través de ese ojo: una sangre intensamente roja que se iba poniendo negra.

sangre negra

Ya no más recomendaciones imposibles. Que dejara de fumar, lo primero, y segundo, que no aguantara la respi-ración, que no tosiera, que por ningún motivo levantara

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maletas. Que jamás me agachara ni me lanzara al agua de cabeza. Prohibidos los movimientos bruscos y el sexo arrebatado porque incluso en un beso apasio-nado las venas del ojo podían desgarrarse. Eran que-bradizas esas venas que habían brotado de la retina y se habían estirado sostenidas por el espeso andamiaje del vítreo. Había que observar el crecimiento de esa enredadera de capilares y conductos; día a día vigilar su milimétrica expansión. Eso era todo lo que yo po-día hacer: acechar el sinuoso movimiento de esa trama venosa que iba avanzando hacia el centro de mi ojo. Eso es todo y es bastante, mascullaba con parsimonia el oculista. Eso, eso es, repetía desviando sus pupi-las hacia mi historia clínica, esa ruma de papeles, ese manuscrito de mil páginas embutidas en una gruesa carpeta. Juntando sus cejas canosas el oculista escribía la incierta biografía de mi vista. Luego aclaraba la voz y me sometía a los pormenores de novedosos proto-colos de investigación. Solo que yo no califi caba para ningún experimento: o era demasiado joven yo, o las venas demasiado gruesas, o el procedimiento dema-siado riesgoso. Había que esperar a que se publicaran los resultados en revistas especializadas y el gobierno aprobara las nuevas drogas. El tiempo también crecía como venas arbitrarias y el oculista seguía hablando sin pausa, esquivando mi impaciencia. Y si hay hemorra-gia, dije yo apretando sus protocolos entre las muelas. Pero no había que pensar en eso, era mejor no pensar en absoluto, solo seguir observando, decía él. Pero si

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ocurriera, concedía, si llegaba a ocurrir, si efectivamen-te se daba esa ocurrencia ya veríamos. Verá usted, dije yo sin articular ni una letra: espero que usted vislumbre algo cuando yo ya no. Y ahora ya no veía nada. Nada, algo aterrador salvo porque con el ojo ya reventado yo volvería a bailar, a saltar, a darle patadas a las puer-tas sin riesgo de sangrar, podría lanzarme del balcón, enterrarme una tijera abierta entre las cejas. Hacer lo que quisiera en plena posesión de mi libertad. Sentada sobre los abrigos en esa pieza oscura me puse a traji-nar los cajones en busca de una cajetilla olvidada y un encendedor. Iba a incendiarme una uña y a llenarme de tabaco antes de regresar a esa consulta y decirle, con el humo subido a la cabeza, dígame qué ve ahora doc-tor, dígame, sofocada de rencor y resentimiento, como si sus manos enguantadas me hubieran arrancado de golpe el ojo enfermo: dígamelo ahora mismo, dígame lo que quiera porque en ese momento no iba a poder decirme nada: era sábado por la noche o más bien do-mingo y el oculista no me había dejado su número de emergencia. Y de todos modos qué podría decir que yo no supiera, ¿que tenía litros de tinta dentro del ojo?

esa cara

Al apagar el cigarrillo y levantarme y volverme hacia la puerta noté un hilo de sangre atravesando el otro ojo. Un hilo fi no que de inmediato empezó a disolverse.

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Pronto sería apenas un manchón opaco pero eso bastó para que el aire alrededor se hiciera turbio, irrespira-ble. Abrí la puerta y me detuve a contemplar lo que quedaba de la noche: apenas las luces más intensas de la sala, sombras moviéndose al ritmo de una música asesina. Yo misma era un ánima encadenada desean-do sumergirme en un hoyo negro. Todavía quedaban canapés languideciendo sobre la mesa, y papas fritas, betún de tomate encebollado, una docena de cervezas. Todavía los ceniceros estaban a medias. Si los gringos insomnes empezaran ahora mismo a golpear los mu-ros con palos de escoba, pensé. Si llegaran los pacos y nos forzaran a apagar el equipo, a meter todo ese añejo rock argentino en un cajón, a levantar las ban-dejas con cara de circunstancia. Si la situación nos obligara a calzarnos, a tomarnos el concho de las bo-tellas, a contar el último chiste repetido, a precipitar las buenas noches y hasta luego. Pero quedaba toda la madrugada por delante de nosotros, de mí, de Ignacio que todavía no se hacía notar entre la bruma. Igna-cio comprendería de inmediato la situación sin que yo necesitara decirle sácame de aquí, llévame a casa. Estaba segura de que vendría a rescatarme su resuello cansado, su dedo hundiéndose en mi mejilla. ¿Qué te pasa, por qué tienes esa cara? Cómo iba yo a saber qué cara llevaba puesta si no podía verla, no podía si-quiera imaginarla, se me habían extraviado la nariz y los labios, se me habían perdido hasta los lóbulos de las orejas. Solo me quedaban esos ojos rotos. Y me oí

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diciendo, Ignacio, estoy sangrando, esta es la sangre y es tan oscura, tan condenadamente espesa. Pero no fue eso lo que dije sino creo que volví a sangrar, por qué no nos vamos. Y tú me preguntaste, Ignacio, si era mucha la sangre, suponiendo que había sido como tantas otras veces, apenas una gota que se disolvería en mis humores. Ni tanta, no, dije yo, pero vámo-nos. Vámonos al tiro. ¿Fue eso lo que te dije, Igna-cio? Esperemos hasta que la fi esta amaine, hasta que la conversación se muera sola. Que no la matáramos nosotros, dijiste, como si no estuviera ya muerta. Nos iremos en un rato, prometiste. Y qué es una hora más o media hora menos cuando no hay nada que hacer sino esperar las puntadas del tiempo. Por supuesto podía tomarme otro vino y anestesiarme, otro vino y emborracharme. Sí, sírveme otra copa, susurré mien-tras tú me la llenabas de sangre. Y tragué a la salud de mis padres que estarían roncando a kilómetros del de-sastre, a la salud del griterío de los amigos, a la de los vecinos que nunca reclamaron por el ruido, a la salud de los uniformados que no vinieron a auxiliarme, a la salud de la salud y de su puta madre.

a tropezones

Y salimos todos juntos de la fi esta sin decir más que muchas gracias, nos vemos, bye; y quizá el grupo se fue desperdigando por el camino porque no los veo

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en mi recuerdo. El ascensor iba lleno de voces pero cuando salimos éramos solo tres cuerpos, el tuyo, el mío, el de nuestro gran amigo. Julián me estaba con-tando su entrevista de trabajo en la universidad o qui-zá qué me estaba diciendo mientras yo me internaba por una noche más negra que ninguna. Ignacio se ade-lantó: iría enfrascado en una conversación sobre polí-tica europea con Arcadio o quizá había partido raudo en busca de un taxi amarillo. A esa hora, en esa isla junto a Manhattan, no sería fácil encontrar un auto. Más fácil sería pillar una silla de ruedas abandonada. Recordé que esa misma tarde habíamos cruzado el río en un funicular al que se había subido también una decena de sillas rodantes con sus dueños. Esa isla era tierra de paralíticos y lisiados, pensé, pensando a continuación que yo tendría que haber sido más pre-visora, que ante la inminente posibilidad de un infor-tunio debí arrebatarles una silla. Al menos una. Si solo hubiera sabido que esa noche iba a necesitarla. Había perdido la oportunidad y ahora los tullidos de la isla estarían durmiendo a pierna suelta. Julián apuraba el paso movido por las cervezas y yo me iba quedando atrás. Avanzaba en cámara lenta, a tientas por la resba-losa gravilla, despeñándome en el borde de las aceras, trastabillando en los escalones sin pedir ayuda. Julián debió devolverse cuando se encontró hablando solo: sentí que me agarraba del codo y me decía, burbujean-te, mejor te ayudo que tú también vas ebria. Se reía de mí y también yo empecé a reírme, a gritos, y entre

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carcajadas furiosas Julián me arrastraba hacia delante preguntando si me dolían los pies, si tenía trabadas las rodillas, porque joder, decía, ¿por qué vas tan lento? Yo seguía mirando la tierra como si eso ayudara y en-tonces levanté la cara y le expliqué lo que ocurría: se me quedaron en casa los lentes, no veo nada. ¿Gafas? ¿Y desde cuándo llevas gafas? ¡Te lo tenías muy escon-dido!, dijo con malicia trasnochada. Y advirtiéndome que andábamos por un trecho de pasto mojado conti-nuó exclamando: ¡nunca las llevas! Y tenía razón: no usaba lentes porque nunca los había necesitado. Pero a las tres de la mañana de ese domingo ni la lupa más potente me habría servido. Levantando la voz y quizá su dedo de profesor universitario Julián me sentenció: qué merecido te lo tienes, Lucina. El precio de tu va-nidad será andar por la noche a tropezones.

mañana

Es extraño, es absurdo e imposible pero me veo miran-do por la ventana del taxi para no perderme la noche en la autopista, la silueta ya hueca de dos torres gemelas, el frágil fulgor del río que pronto desapareció bajo el deslumbrante neón del History Channel. El turco iba adelantando autos a empujones pero también dejan-do que otros nos pasaran, veloces, tocando la bocina. Ustedes dormitaban y acaso hasta conciliaron un sue-ño mecidos por las inclementes aceleradas y frenazos.

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Acomodé la cabeza en la ventana hasta que me sacu-dió tu voz dándole instrucciones al taxista: que sa-liera por el siguiente exit, que cruzara hacia el oeste, que enfi lara hacia el Washington Bridge encendido en el horizonte. No planeábamos cruzar ese puente, no nos dirigíamos al pueblo del otro extremo donde yo había vivido de niña con mis padres. El puente hacia el pasado era solo un punto de referencia. Dejamos a Julián en la esquina de su edifi cio y seguimos de largo hacia el nuestro. Y en cuanto nos quedamos solos me tomaste la cara para que la volviera hacia ti y te mira-ra. Para que pudieras mirarme. ¿Fue mucho? Mucho más que siempre, te dije, pero mañana. Mañana esta-rás mejor. Pero mañana ya era hoy: solo faltaba que aclarara y las farolas de la calle fueran eclipsadas por el sol. El turco paró en seco. No te muevas, dijiste, y luego sentí el portazo, y debes haber dado toda la vuelta para abrirme, para darme la mano, para adver-tirme que inclinara la cabeza. Viéndonos, cualquiera habría dicho que veníamos saliendo de otro siglo y no de un auto. Bajamos de la máquina del tiempo toma-dos del brazo y así mismo subimos la escalinata hasta el ascensor y los cinco pisos. Así avanzamos por el pasillo hasta el tintineo de las llaves en la cerradura. Nos recibió el aire estancado del departamento. El calor surgía de todos los rincones, del piso ya sin al-fombras, de las paredes completamente peladas, de las infi nitas cajas que parecían llenas de tizón en vez de libros. Llevábamos días empacando para la mudanza.

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Seguí de largo hasta la pieza y detrás entraste tú con un vaso en la mano. Ojo, Lucina, aquí te dejo el agua. Y nos tiramos sobre la cama y nos abrazamos y nos dormimos instantáneamente; y a la mañana siguiente subiste las persianas y te sentaste frente a mí a espe-rar que despertara. Pero yo llevaba horas despabilada sin atreverme a abrir los ojos. ¿Lucina? Levanté un párpado y luego el otro y para mi asombro había luz, algo de luz, luz sufi ciente: la masa sanguinolenta en el ojo derecho no había desaparecido pero el manchón en el izquierdo se había precipitado al fondo. Esta-ba solo a medias ciega. Y por eso acepté tu café y me lo llevé a la boca sin titubear, por eso incluso sonreí, porque, a pesar de todo. No podías ver lo que había detrás de mis pupilas, no podías calcular la gravedad de la hemorragia. Se te iluminaron los ojos y me son-reíste de vuelta. Y entonces pensé que sería fácil en-gañarte mientras estuviera tuerta.

un camión destartalado

Solo unos días hasta que el oculista regresara de su congreso y viera el estado terminal de mis retinas. Eso sería el viernes y hoy recién era martes y mañana de-jaríamos de ser arrendatarios, nos instalaríamos en un departamento propio que por treinta años le pagarías al banco. Nos mudábamos apenas unas cuadras más abajo, donde el barrio se hunde y se vuelve judío, ruso,

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ortodoxo, donde toca el borde dominicano. Íbamos a vivir en una bisagra, nuestra ventana mirando al sur, la puerta de entrada encarando el norte. No veíamos la hora de irnos. Movernos ya hacia el futuro. Verifi car la calidad de cada arreglo. Para eso era crucial tener un ojo todavía: un ojo califi cador, un ojo crítico. Pero ese ojo mío solo permanecía lúcido mientras estuvie-ra en reposo. Con el ajetreo de la inminente mudanza la sangre asentada en la retina empezaba a levantarse como polvo revuelto por un plumero. Entonces todo se volvía difuso, misterioso, imposible, pero en vez de aletargarme yo me abocaba con furor a una rutina exacta. A toda velocidad Ignacio salía a buscar más ca-jas vacías mientras yo me quedaba cerrando las llenas con una gruesa cinta adhesiva. Metía nuestra ropa en maletas, los zapatos y botas en enormes bolsas negras, los platos entre las sábanas y nuestra única frazada, dos fuentes de ensalada entre toallas; fui envolviendo vasos y tazones en papel de diario hasta que por fi n fue miércoles a mediodía y llegó el destartalado ca-mión con la tropa de la mudanza. Eran tres hombres: un negro alto y delgado daba las órdenes a otro dema-siado joven y muy bajo, que a su vez hacía equipo con el más grande de todos: un blanco musculoso y retar-dado. Ignacio me hablaba de él con auténtico terror. Había que dirigirlo porque aporreaba las murallas de los pasillos, los marcos de las puertas, los cristales de las ventanas. En la primera bajada el ascensor se que-dó en el entrepiso y él era el único capaz de levantar

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el colchón sobre los hombros. Y nuestro somier, y la pesada mesa de trabajo, nueve repisas, cajas y más ca-jas. No teníamos mucho y aun así era demasiado para uno solo. Lo que debió tomarnos un par de horas lle-vó cuatro o quizá cinco. Cuando todo estuvo dentro del camión el ascensor se desbloqueó y yo pude bajar el carrito de la compra con lo que le habíamos ocul-tado al musculoso. La tele, la radio, dos computado-ras; las botellas de licor a medias y las copas con las que celebraríamos esa misma noche. Llévatelo tú, me dijiste, no me fío del cuidado que pongan estos tipos. ¿Podrás? Y por supuesto que podía. Puedo perfec-tamente. Y cuando ellos se montaron al camión para descender las pocas cuadras que separaban un edifi cio del otro, empujando, entre todos, porque la batería iba fallando, yo me asomé a la calle y me fui andando hasta la estación del metro.

carrito de la mudanza

Me sabía el recorrido, pero el recuerdo no coincidía con mis pasos. Sin árboles y semáforos, sin autos es-tacionados junto al parque de la esquina, el camino se volvía interminable. Hipotético. Fui siguiendo intui-ciones y persiguiendo a la gente que pasaba junto a mí: si se detenían yo paraba, si cruzaban yo los alcanzaba con el insoportable rechinar de mi carrito. Bajé por el ascensor de la estación y esquivando el andén salí por

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el largo pasillo hacia el otro barrio. Ya nadie iba de-lante de mí, tampoco detrás. Ningún rabino de negro riguroso a quien pedirle indicaciones. Ni una sola vie-ja arrastrando las piernas con la espalda jorobada en el andador, ni un anciano con bastón a quien asaltar con mi súbita urgencia: dónde estaría el punto exacto donde la vereda desciende al pavimento. Debía encon-trarlo pero antes entrenar el oído para reconocer una bicicleta atravesando charcos, el lento doblar de un auto en una esquina, los bocinazos en las luces verdes de la avenida. La calle se había quedado muda, y en el fondo, muy al fondo, se escuchaba el ruido de una canaleta podrida. Sentía la brisa tibia revolviéndome el pelo, un trinar de pájaros invisibles electrocutados en los cables de la luz, seguía esperando a que llegara el imposible silencio de la ciudad, y entonces empujé hacia delante hasta que encontré el remate de la acera. Las botellas se golpeaban ruidosamente al bajar, y otra vez en los baches de la calle, y todavía más cuando me estrellaba contra los bordes de las veredas. Levantaba las ruedas delanteras, traseras, y volvía a emprender el recorrido. Puse toda mi cabeza en la cuenta de los pasos que me llevaban de un extremo a otro. Ochenta hasta la esquina siguiente y doblar hacia la derecha. Ochenta, izquierda, derecha. Y ya casi había llegado. Y ya tenía los ojos revueltos y congestionados cuando escuché un hey, how are you. Quién cresta podía ser en ese momento, en ese barrio al atardecer. A quién pertenecía esa aguda voz de mujer. Yo no estaba en-

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trenada para discriminar como los cantantes, como los telefonistas de antes, como los ciegos de nacimiento, y menos en inglés. Me detuve junto a ella y levanté la cara esbozando mi odio en una mueca. Me sonreí, malvadamente me sonreí ante esa mujer separando apenas los dientes, y fue por esa ranura que se coló un hi there todo masticado. Me quedé esperando una respuesta, una palabra, al menos una pista de esa voz que se seguía acercando sin dejar de escupirle al cielo y a mí misma sus palabras. Sentí sus tacos golpeando el cemento cuando pasó por mi lado y volvió a decir algo que el ulular de una ambulancia en ese momen-to me impidió escuchar. La mujer se iba alejando, iba hablando con su teléfono celular.

sin ampolletas

Ya se habían ido cuando llegué empujando nuestros objetos preciados. Ignacio estaba esperándome en la puerta. ¿Qué te parece? Ven a ver cómo quedó. Me arrastraba de la mano mientras yo intentaba no azotarme contra las paredes del angosto pasillo que daba a la cocina. En un minuto me había mostra-do la sala, la pieza, el baño en la esquina. El lugar era enorme y parecía desamparado porque había-mos traído solo lo indispensable; lo demás estaba tan gastado, tan recogido de la calle y de los sub-terráneos que no tenía sentido acarrearlo hasta ese

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departamento recién remodelado. No hay dónde sen-tarse, dijo Ignacio, pero ya conseguiremos unas sillas de playa y las pondremos en la sala, y yo contesté que sí, que por supuesto, lo que quieras, pensando cómo se te ocurre, compraremos un sofá y un sillón y un par de sillas y lámparas retro. Pero antes pintaremos para quitar todo ese blanco de las paredes. Tendríamos que ponernos en obra pronto, mañana mismo si era posi-ble: quedaban solo dos días para las malas noticias del médico. Nos duchamos sin cortina, salpicamos el suelo sin preocuparnos, nos pusimos de nuevo la misma ropa sudada pero ya seca y nos sentamos en el parqué recién pulido y barnizado. Mira lo que hicieron, dijo Ignacio. Está muy oscuro, no distingo ni mis uñas. Ignacio me agarró la mano y me hizo deslizar un dedo por el surco que atravesaba la sala. Por aquí arrastraron el librero, por allá y a todo lo largo, seguía diciendo mientras yo ima-ginaba esos brazos fuertes pero fofos, apenas cubier-tos de una tenue alfombra de pelo blanco, esos ojos de perro albino castigado, la embrutecida mudez del retardado que nos había arruinado el piso. Pero qué podía importarnos una rayita en la madera. Tiraríamos una alfombra encima. Nos tiraríamos nosotros encima de esa raya y del tapiz persa que yo misma elegiría. Y cuando hubiéramos terminado, exhaustos pero radian-tes y satisfechos nos iríamos de vacaciones, muy lejos. No sentía miedo estirada sobre el suelo con los ojos ce-rrados. Bien cerrados los ojos todo seguía siendo como había sido. Ignacio descorchaba una botella en la cocina

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y reclamaba, dónde metiste las copas, Lucina, dónde pusiste las servilletas. Pero yo no le contestaba porque estaba disfrutando del silencio, del crepitar del papel de diario entre sus dedos, el tenue burbujeo de la cham-paña. Y esa era la felicidad: inaugurar nuestro destino con copas lavadas en la penumbra, emborracharnos, hundirnos en el polvo aturdidos por el presente. De pronto había anochecido y no teníamos ampolletas, no había ni una sola en los soquetes. Ni siquiera una vela. Y por eso también brindamos, porque en la oscuridad éramos iguales, porque sentados sobre el surco del piso compartíamos una misma circunstancia.

casa de los golpes

Porrazos contra las puertas entrecerradas, todas blan-cas, todas invisibles, contundentes todos sus bordes. Una nariz machucada contra una repisa. Ignacio toma-ba nota de cada percance e intentaba despejar las cajas todavía a medio vaciar, retiraba los bolsos abiertos del pasillo, los zapatos desperdigados, pero yo me enredaba en las alfombras, volcaba los cuadros apoyados en las paredes y los basureros. Me enterraba cajones abiertos, esquinas, patas de mesas entre los dedos. La casa estaba viva y me atacaba empuñando sus pomos contra mí; afi -laba sus lapiceras para marcarme con su tinta. Cambia-ba de forma, la casa, enrocaba las piezas, permutaba los muebles para confundirme y yo me estrellaba contra el

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tiempo. Apretaba los dientes y maldecía aunque no me doliera el cuerpo. No era dolor sino el desasosiego de verme perdida, de no encontrarme. Me secaba las lágri-mas frías y volvía a medir los pasos, a memorizar cinco largos hacia la sala y ocho cortos de vuelta a la pieza, a la izquierda la cocina, al fondo diez para el baño, y a la izquierda de nuevo el dormitorio. En algún lado debían estar las ventanas. Empezaba a quebrarse el engaño y terminó de romperse cuando me di de frente contra Ig-nacio. Qué peligro eres, Lucina, me dijo, conteniéndose para no insultarme, deja de dar vueltas o nos rompe-rás todos los huesos. Ignacio hubiera preferido que me quedara quieta, que me sentara y meditara sobre lo que estaba sucediendo, pero no. No Ignacio. No hay nada que pensar ya, he pensado todo lo pensable desde que me diagnosticaron, desde que entré, obligada por mi madre, en la consulta de un oculista a los nueve años. Nunca olvidaré sus anteojos poto de botella, esos cris-tales espesos, esos gruesos marcos negros, esos ojos en miniatura pero muy abiertos que desde el fondo mismo del oculista me advertían, a mí, pero sobre todo a mi madre, que había que anticiparse al desastre. Esos ojos me han perseguido hasta ahora, Ignacio, esos ojos se soldaron en mi mente. Y es la mente la que ha fallado, la mente y ahora los ojos y por eso, si quieres, dale vueltas en la cabeza tú, considera todo esto tú, le repetí a Igna-cio y no era la primera vez que se lo decía. Se lo había advertido seis meses antes, que pensara mucho antes de darme ese beso, antes de secuestrarme y de seducirme

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con el desayuno en la cama, antes del primer rasgueo de la guitarra. Antes de convertirte en mi esclavo, Ignacio. Piénsalo con cuidado porque todavía estás a tiempo de dejarme. Para ese golpe estoy preparada.

regreso

Ocho de la mañana de un viernes asfi xiante. Él se ducha después de prepararme la jeringa y yo me in-yecto antes de bañarme; él prepara su desayuno y mi café con leche mientras yo elijo entre la ropa negra del armario, me subo el cierre de las botas y salimos como dos militares en una misión secreta que nadie comparte: él describiendo los obstáculos de las ve-redas y dándole indicios a la iniciada, él convertido en cabecilla del comando, dándole los nombres de las calles para que ella los memorice y metiendo, él, su tarjeta por una ranura antes de que ella atraviese el torniquete. Es él quien le instruye cuántos esca-lones hay hasta el andén, y le indica un paso largo para salvar el hueco entre el borde de cemento y el metálico. Y entonces se cierran las puertas del vagón y comienza el viaje. ¿Estás nerviosa? Pero nerviosa no es la palabra, no era nerviosa ni ansiosa ni angus-tiada ni era la palabra agobiada, era la certeza de una embarazada en espera de su desgracia. Y el trayecto hasta el destino era largo pero el tren se detuvo en las estaciones y otra vez emprendimos el camino, y

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bajamos y subimos escaleras sin agarrarnos de nin-gún asidero porque era necesario prescindir de ellos, quizá qué manos mugrientas se habían deslizado por ahí con sus propios disgustos y sus mocos, quizá qué ratas arrastrando su pelambrera. Caminamos cogidos de la mano y eso, entre el tumulto de cuerpos que nos arrollaba y le pisaba a Ignacio las suelas, era lo más íntimo que podía sucedernos. Ignacio no dejaba de estrujarme los dedos para advertirme los obstáculos y los peatones atravesando apurados las luces rojas. Ahora sí habíamos alcanzado Madison y la 37 con sus ruidos metálicos, estridentes, incesantes de fre-nos y de viento. Desde ahí se olía el Hudson, el río impregnaba ese aire de nubes bajas y desfl ecadas y de antenas apuntando hacia un cielo opaco donde se iban perdiendo los aviones, ese cielo opaco donde morían los pájaros y las palomas se quedaban sin aliento. ¿El norte está a mi izquierda? Sí, ahí estaba, el norte se-guía donde mismo y yo sorprendentemente lo sabía; yo, que siempre he sido despistada. Pero yo no podía descansar ahora, no me distraía, permanecía más alerta que nunca. Y me dolía la cabeza, me zumbaba, se re-calentaba con las sucesivas imágenes que cada palabra de Ignacio suscitaba. Escaleras, por ejemplo, o Cen-tral Park, y luego Lexington, Lennox. El nombre del hospital a unas cuadras había detonado el recuerdo de esa sala llena de niños graves donde yo estuve in-ternada una larga temporada durante mi infancia. Al norte de ese sur que era la consulta del oculista había

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comenzado la historia de esa enfermedad que me es-taba destruyendo las retinas. Veintiséis años después regresaba a las inmediaciones del mismo hospital.

en estado de sordera

Había mucha gente esperando ser atendidas por doctor Lukz, y eso indicaba que pasaríamos un tiempo infa-me en la ofi cina. De pie junto a Ignacio estaba yo, y al otro lado de la mesa la secretaria, esa Doris despeinada y gorda vestida con una camiseta que se alargaba como un vestido para quedar colgando sobre sus calzas de al-godón. Y las chancletas. Sí, susurró Ignacio más tarde, llevaba esas horrorosas chancletas doradas. Era la misma Doris desfachatada pero amable que yo tan bien cono-cía, la Doris que controlaba con mano infl exible la agen-da del oculista. Pensé en ella durmiendo despatarrada durante el commute desde New Jersey. Pensé también en Yuku, la efi ciente asistente que había hecho un viaje aún más largo para llegar hasta la consulta. Kilómetros aéreos o más bien millas desde Tokio. Dónde estaría ella. En eso pensaba, todavía de pie junto a Ignacio mientras él arreglaba mis papeles y Doris decía algo sobre un se-guro médico, o eso me pareció mientras me iba reclu-yendo dentro de mí misma. Un vacío resistente al ruido me iba haciendo impenetrable hasta que Ignacio pinchó la burbuja: Lucina. Lucina, repitió. Me atrajo al mesón y susurró otro Lucina en mi oído: hace rato que Doris está

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esperando que le contestes. ¿Doris? Oh Doris, dejé esca-par en inglés frunciendo los labios, what is it, y sin verla pude adivinar su mueca. ¿Seguía o no teniendo el mismo seguro? Y yes, of course, en mi mejor acento gringo, the same insurance. Pero de qué me había servido tenerlo si no me aseguró contra esto, pero sí, sí, volví a decirle, la misma universidad y el mismo número de seguridad social que tuve durante los primeros años del hospital: esa cifra de nueve números es la misma para siempre. Todo continuaba igual que siempre y sin embargo todo parecía radicalmente transformado. ¿Y se puede saber por qué no contestabas?, me dijo Ignacio malhumorado cuando nos sentamos. No supe que me hablaba, no me percaté de que Doris se dirigía a mí porque no la veía enarbolando sus preguntas. Sin el lenguaje de su cuerpo, su gesticulación, el manoteo desatado de Doris, yo me había vuelto inmune a sus palabras. Y sabía que esa res-puesta podía haberle parecido extravagante a cualquiera pero no a Ignacio. Él, que era severamente miope, que llevaba anteojos durante el día y no se los quitaba hasta la noche sabía que cuando lo hacía entraba en el mismo estado de sordera que yo estaba padeciendo. Sin ante-ojos Ignacio también sufría de ausencia.

alargue

No fueron minutos sino horas, días, meses en esa es-pera con su constante cruzar y descruzar de piernas,

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su arrastre de zapatos hacia el baño y un dejarse caer sobre sillas crujientes. Junto a mí se había instalado un agresivo suspiro que pasaba las páginas de una re-vista llena de historias deprimentes que levantan el ánimo, y el bostezo, y la continua vigilancia del mi-nutero, el ansioso levantarse y acercarse a la secretaria para pedir explicaciones por la demora del médico. Doris levantaba la cabeza de sus papeles para recor-darnos a todos con aprendida frialdad que había que hacerse el tiempo para consultar a ese oculista, porque este oculista solo atendía cegueras severas, es decir, decía Doris, y carraspeaba como la portavoz del es-panto que ella era, porque a este especialista solo le importan los casos extremos, los ojos in extremis, enfa-tizaba, los que requieren de una extraordinaria agudeza; a Lukz, agregó Doris después de tragarse su espesa sa-liva, al doctor Lukz le interesa detenerse en cada ojo, busca en las retinas la presencia sibilina de otras enfer-medades del cuerpo, el sida, por ejemplo, la sífi lis, la tuberculosis, decía enumerando mientras se escarme-naba la melena con un dedo, la diabetes mal cuidada, la presión alta, incluso el lupus. Porque la retina, conti-nuaba su retintín perverso, la retina era nuestra hoja de vida, el espejo de nuestros infortunados actos, una su-perfi cie perfectamente pulida que vamos dedicándonos a estropear a lo largo de nuestras existencias. Por todo el estropicio que nos habíamos causado ahora tendría-mos que esperar nuestro turno, esperar sin chistar o simplemente largarnos. El oculista no se iba a apurar

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por ninguno de nosotros. No hacía excepciones por-que todo lo que veía ya era excepcional. Y no era la primera vez que escuchaba ese discurso: lo había ido constatando durante incalculables horas de espera en esa sala y dentro de la consulta. Nunca noté que el oculista apurara una sílaba o que mirara discretamen-te la hora por encima de mi cabeza: no había un solo reloj en los muros de su ofi cina, jamás sonaba el telé-fono a su lado. Era dedicación absoluta la del especia-lista, verdadero fanatismo médico el suyo y el de la asistenta que ahora por fi n se asomó a la sala y me pi-dió que echara atrás la cabeza. Yuku me indicó que separara bien los párpados para dejar caer, con su pre-cisa puntería japonesa, dos gotas ardientes en mis cór-neas que pronto paralizarían la función de mis pupilas. Sus dedos huesudos me alcanzaron un grueso algodón. Séquese las lágrimas y espere aquí: doctor Lukz la atenderá en cuanto despache al otro paciente.

a ver si aclara

Lucina, Lucina, murmuró Ignacio repentinamente iluminado o aliviado o agotado, Lucina, con la espal-da tiesa y los muslos resentidos: levántate de la silla, Lukz te espera. Y así era: Lukz se había apostado jun-to a la puerta para dejarme entrar y luego hacerme subir a la silla eléctrica que manejaba con sus piernas. No necesitó decirme que apoyara la cabeza sobre la

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barra y presionara la frente hacia delante, habían sido dos años ininterrumpidos de entrenamiento: él y yo nos habíamos ejercitado en esa posición como dos luchadores de resistencia, midiendo nuestras fuerzas, tomándonos el pulso y el aliento, él escrutándome con su ojo y yo dejando que me quemara, a golpes de lá-ser, la retina. Pero ahora Lukz se estaba demorando en tomar asiento ante mí, esquivaba la rutina, eludía el examen mostrándose interesado en el informe detalla-do de esa noche, en esa fi esta y en los días que siguie-ron; lo que yo había visto y lo que ya no distinguía. Con la mano perdida en su frondosa cabellera Lukz me preguntaba por chispazos luminosos, linternazos, explosiones, y quería saber si sentía pulsaciones en la mácula. Se demoró en mi expediente antes de sentarse y levantar por fi n el brazo y sujetar mi párpado con su dedo especialista; solo entonces se asomó por el agujero dilatado. ¿Qué ve, doctor? ¿Qué está viendo? Estaba haciendo una pregunta y exigiendo con impa-ciencia una respuesta, una carraspera, un murmullo al menos que me diera alguna pista. Pero el oculista no emitía más que suspiros indescifrables y perple-jos. El oculista, entonces lo comprendí, estaba viendo lo mismo que yo. La misma nada que yo veía. Con todos sus lentes de aumento y sus infi nitos pedales Lukz no discernía ni un detalle. Se echó para atrás absolutamente resignado y dijo, habrá que esperar a ver si aclara y puedo echarle un vistazo a la retina. Y si no aclaraba nunca, si mi cuerpo no absorbía su

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propia sangre. Si eso no ocurre, contestó titubeante, si eso no llegara a ocurrir porque, es cierto, la posibilidad de que el ojo se limpie solo es remota, si no desaparece tendremos que arriesgarnos y operarte. A ciegas. Un ojo, luego el otro. Lukz tenía trozos de palabras entre los labios, trozos de palabritas colgándole de la nariz, y resbalando de su mejilla pedazos de sílabas nefastas que posponían la intervención inmediata. Un ojo y el otro pero no ahora sino más adelante, repitió frío como una grabación, como una enorme máquina sin sentido, aunque dentro de Lukz la lengua era lo único que pa-recía vivo, una lengua despabilada metiéndose por mi oreja con su baba. Tragando aire, tragándome a mí mis-ma con toda mi frustración, mi rencor, mi odio a esa vida de la que quería divorciarme, aguantándome para no intoxicarlo con mi ira le dije en un hilo de voz que por favor me sacara de la incertidumbre y me metiera al pabellón. Habrá que esperar, replicó Lukz inmutable mientras yo empezaba lentamente a desinfl arme. No había cómo escudarse de la metralla de la medicina: un mes, un mes entero te tienes que esperar, insistió ano-tando algo en mi fi cha. Nada menos que treinta y un días mientras los ojos se aclaran y nosotros negocia-mos tu caso con el seguro médico. Antes de un mes no podemos bajo ningún punto de vista operarte, Lucina. ¿Y mientras tanto doctor? ¿Qué hago mientras?, le dije desfalleciente. ¿No ibas a ir a Chile a visitar a tu familia? Ándate a Chile, un mes, de vacaciones.

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Tres personas distintas. ¿Alguna verdadera?

Margo Glantz

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Margo Glantz nació en Ciudad de México. Entre sus obras de fi cción destacan Las mil y una calorías (1978), Las genealogías (1981), Síndrome de naufragios (1984), De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1984), Apariciones (1996), El rastro (2002), Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de dise-ñador (2005) y Saña (2006). Prolífi ca ensayista y crítica literaria, ha publicado por ejemplo La lengua en la mano (1984), Borrones y borradores (1992), Esguince de cintura (1994), La polca de los osos (2008) y, sobre Sor Juana Inés de la Cruz, ¿Hagiografía o autobio-grafía? (1995) y La comparación y la hipérbole (2000). Entre sus premios y distinciones se hallan el Xavier Villaurrutia, las becas Guggenheim y Rockefeller y el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México.

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A mi dearest Benny, mi mejor dentista, mi gran amigo

En el consultorio, a la entrada del pasillo, cerca de los elevadores, se repite interminable la misma ce-

remonia: extraen de mi boca el puente provisional con un aparato, el dentista hace presión, suave y tenazmen-te, golpea con un martillo, hace fuerza contra mi boca, sudo, me angustio, el doctor convertido en luchador de jiu jitsu; cede el puente, después de un largo forcejeo, sa-can el puente con un fórceps, limpian la encía y la saliva de las comisuras de la boca con un kleenex, introducen el chorro de agua, el aspersor y la fresa, van cambian-do los taladros uno a uno (son cada vez más delgados, más fi nos), siguen rebajando mis colmillos, siempre hay algo nuevo que rebajar; cuando ya han acabado con-migo, introducen a fuerza un molde de metal plateado –la cucharilla– relleno de una masa nauseabunda (al-ginato) (antes se utilizaba un ingrediente de la misma familia, menos preciso, llamado feministatic [¡curioso nombre!]), me lo acomodan entre las encías, produce de inmediato náusea, tengo la boca bien abierta, lo más

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abierta que puedo abrirla, no respire, repiten, o respire solo por la nariz, tengo catarro, el tabique desviado y el paladar cóncavo (aunque me parece que todos lo tienen así) (¿o solo me pasará a mí, Nora García?).

Me ahogo: cuando la masa viscosa se solidifi ca (ha pasado una eternidad llena de náuseas, aunque me in-cline hacia delante, aunque respire) (mi antiguo den-tista, el doctor Flores Nava, utilizaba un reloj de arena para medir el tiempo) (el molde encajado en la boca: los segundos insoportablemente largos, inacabables): cuando solidifi ca el alginato, extraen de un tirón muy fuerte de mi boca el molde incrustado en mi mandíbu-la inferior derecha, ¿me he quedado sin ella?; un sabor desagradable como residuo, migajitas de plástico, las arrojo después; prueban una y otra vez unos moldes de cera o de silicón de colores diferentes –rojo, anaran-jado, verde claro–, me ordenan abrir la boca, introdu-cen otro aspersor –eyector es su nombre técnico, una pieza incorporada al aspersor–, elimina la saliva y los anticuados vasos de agua para enjuagarse la boca y di-luir la sangre (en su moderno consultorio, el endodon-cista los usa todavía) (me gusta sobremanera sentir el agua que refresca, también el sabor de la sangre diluida por el líquido). Al fi nalizar la operación, el médico y sus ayudantes comparan el color de los dientes (de ma-tices innumerables) con unas muestras de sofi sticada materia plástica, servirán para confeccionar las piezas postizas y el puente removible; eligen el tono más ade-cuado: el dentista y su ayudante se miran satisfechos:

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Tres personas distintas. ¿Alguna verdadera?

permanezco con la boca abierta. Cuando puedo ce-rrarla, me toco con la punta de la lengua los muñones, percibo el espacio vacío entre los dientes: cuando se le caen los dientes, mi nieta los deja debajo de la al-mohada, vendrá el ratón con sus regalos; sin embargo lo que más le gusta es sentir cómo se van desgajando las débiles raicillas de sus dientes de leche, saborear además el sabor dulzón de la sangre a medida que se desprenden de las encías y, ¡por fi n, el más grande pla-cer!, introducir la lengua entre los huecos (a esa edad las piezas se desprenden fácilmente, los niños juegan a quitarse un incisivo, un colmillo o los premolares: en un muy breve espacio de tiempo quedan chimuelos); afortunadamente, les nacerán dientes nuevos, a menu-do enormes, tanto que sus pequeños rostros quedarán desfi gurados: vendrán después, inevitables, persisten-tes, las visitas al ortodoncista.

[Contesta Michel Peppiatt, entrevistado por Sachiko Natsume-Dubé, cuando le pregunta si cree que las cru-cifi xiones de Bacon son una especie de autorretrato: Sí, a menudo me lo he preguntado, ¿no se sentiría Bacon crucifi cado por todo tipo de dolores o de contradic-ciones, parte ineludible de su personalidad, y, también, claro, por la culpa que sentía con su familia?].

India: 56 muertos, más de 300 heridos en atentadosUna serie de explosiones coordinadas en el noreste de la

India causaron el jueves al menos cincuenta y seis muertos

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y más de trescientos heridos, informaron las autoridades. Una bomba estalló cerca de la ofi cina del principal funcio-nario del estado de Assam, dejando cadáveres y vehículos destrozados dispersos en una calle.

Se ignora inicialmente qué grupo fue responsable por las explosiones que se registraron con escasos minutos una de la otra, pero en la región hay decenas de insurgentes sepa-ratistas armados que han combatido al gobierno central y también peleado entre ellos mismos. Cincuenta y seis per-sonas murieron en las explosiones, entre ellas veinticinco fallecidas en cinco explosiones en Guwahati, la capital del estado de Assam, dijo Subhash Das, un alto funcionario del Ministerio del Interior del estado. Docenas de personas también murieron en explosiones en el distrito Kokrajhar y en la población de Barpeta.

Por lo menos trescientas personas fueron heridas en trece explosiones, la mayoría causadas por bombas, y al menos una por una granada de mano, dijo Das. La mayor ocurrió a unos pocos centenares de metros del secretariado del estado, el edifi cio que alberga las ofi cinas del ministro jefe estatal. Tomas de televisión mostraron cómo los bomberos rociaban con agua los restos de vehículos calcinados.

Les habla Nora García, locutora en las frecuencias 93.5 FM y 103 AM de la radio. Programa trasmitido de lunes a viernes de las seis a las diez de la mañana.

Acabo de regresar de un viaje. Estoy extendida totalmente de espaldas sobre el sillón último modelo

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del dentista; me dejo caer en él, me relajo, me entrego totalmente, estoy indefensa, la cabeza perfectamente horizontal con el cuerpo. Si levanto un poco la cara veo de reojo la punta de mis pies, allá abajo: zapatos verde claro, de raso, de pequeñísimo tacón, talón un poco curvo, ondeado; la punta cuadrada con in-crustaciones de metal, forman una estrella deslum-brante de estoperoles plateados, dibujo hindú; los estreno para venir a la consulta y los uso luego cuando se produce un acontecimiento especial que puede alterar mi vida.

El zapato es el único fetiche que resta, uno de los más poderosos, díganlo si no Manolo Blahnik y Ji-mmy Choo: hacen realidad la idea de Barthes: solo es erótico el intersticio: siempre se ve con agrado un pie femenino, descotado, con tiritas transversales y vertica-les, tacón estilete, plataforma y pulseras en los tobillos (¿costará trabajo caminar con esas sandalias?).

[Soy como un molino, aseguraba Bacon. Cuan-do muelen, los molinos ejercen una fuerza, les sirve para pulverizar, pulverizan como las muelas en la boca trituran los alimentos. Atraviesa la barrera de los dientes: el grito. Dentro de mí, las imágenes engendran las imágenes, repite Bacon: pinto el grito, jamás el ho-rror; se formula entonces un dilema: pinto el horror o pinto el grito {la fi gura de lo horrible}; o pinto el grito y no pinto el horror; en consecuencia, repite Bacon,

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pintaré cada vez menos el horror {visible}: el grito es la captura o la detección de una fuerza invisible.

El papa Inocencio X grita: ¿por qué grita?, ¿a quién le grita?

Al gritar enseña los dientes].

En Cita secreta, el escritor japonés Kobo Abe dice en el epígrafe de su novela: El amor por los débiles en-mascara siempre una voluntad de asesinato. Lo transcri-bo libremente. No sé por qué he hecho esta asociación, ahora que, como ya es habitual, estoy sentada en la sala de espera del dentista.

El 26 de agosto sesenta caballos murieron ahogados en el club hípico La Barranca. Sus caballerizas se inundaron en una rinconada sin escapatoria. Emilio Campos, caballerango de se-senta y un años, trató de salvarlos y unió su suerte a la de los animales que cuidó hasta el último momento.

93.5 FM, 103 AM

[Una serie de seis cabezas pintadas por Bacon. La designada por el número I romano recuerda de ma-nera singular el esbozo de un hombre representado hace mucho tiempo por Mathias Grünewald: aprieta los dientes, rechinan, crujen].

Juan Carlos Izpisúa Belmonte (Instituto Salk de Cali-fornia, EE.UU.) y Bernat Soria pugnan por el control médico de las células madre. Dos nuevos centros en Barcelona

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y Sevilla aspiran a gestionar la medicina regenerativa, pronto quizá, la regeneración de miembros amputados. Bernat Soria, director del Instituto de Bioingeniería de la Universidad Miguel Hernández en Alicante, ha sido una figura central en la polémica sobre las células madre que se ha desarrollado en la última legislatura. En julio de 2001 fue el primer científico español que proclamó su intención de investigar con el material obtenido de em-briones humanos para buscar un tratamiento contra la diabetes. El gobierno del Partido Popular le advirtió que ese trabajo constituía una infracción grave y el científico tuvo que trasladar su proyecto a Singapur.

El PSOE considera ahora, después de las elecciones del 2004, que el proyecto es prioritario. Soria es ya mi-nistro de Salud. ¿Lo sigue siendo?

Yo trabajo en un laboratorio con el doctor Arnaud, transcribo lo que escribe y le ayudo a veces en el la-boratorio.

En Anaïs Nin, por ejemplo, el yo revela un narci-sismo exagerado, pienso, sentada –o recostada– como siempre y de manera perenne en el sillón reclinable del dentista, sí, me digo, en ella hay un deseo permanente de teatralidad, de exhibición; en cambio, el autorretrato en Frida Kahlo revela una íntima necesidad de reco-nocerse desde afuera.

Me detengo: un diario es siempre una indagación: Anaïs Nin materializa sus deseos y eterniza sus me-morias, y en ellas es el centro. Frida es reiterativa y su

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acción pictórica es literal: su caballete y sus pinceles están situados enfrente del espejo y es así como ella pinta. La luminosidad del ambiente se revierte en el cristal de la mirada y la mirada se fi ja, curiosa, exte-nuada, en ese espejo que le devuelve un rostro. Rostro particular, rostro enmarcado por una masa capilar, se extiende y ramifi ca para decorar las zonas que hubie-sen debido permanecer desnudas. El bigote, inusitado en una mujer –o por lo menos depilado en las que lo tienen–, brota perfecto, más perfecto aún por la com-placencia con que Frida lo coloca, pelo a pelo, sobre el labio superior en convivencia estética y armónica con el cabello: crece sobre los ojos y se desliza hasta formar una línea continua sobre la nariz. Así, trenzas, bozo y cejas forman un todo continuo, un todo con-tinuo que animaliza y embellece, y la prueba de ello es la cercanía de Frida, embelesada, con esos changui-tos que como su rostro pululan en torno a ella, repi-tiéndola, espejándola. La proliferación de vegetación tropical en el fondo de sus cuadros, aun en aquellos que pudieran ser más sobrios, como el de la abuela Morillo, es la consecuencia directa de esta exagera-ción. En sus obras hay una gestación y una fertilidad constantes, proliferan los frutos, el cabello, el color y los autorretratos. Sus modelos –ella misma– nunca enseñan los dientes.

He notado con pesar que, en cambio, los dientes ni germinan ni proliferan y cuando un dentista nos los

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extrae a lo sumo podemos contar con que el implan-tólogo encaje en el hueso y en la encía un pivote que a la larga le permitirá insertar en ese lugar un diente postizo, el cual, así dispuesto, parecerá pertenecernos por completo.

La reina de belleza mexicana e internacional Laura Zúñiga fue detenida hoy por la policía junto a un grupo de presuntos narcotrafi cantes, quienes portaban fusiles de asalto y gran cantidad de dinero en efectivo.

Laura Zúñiga, de veintitrés años y coronada como Se-ñorita Sinaloa, provenía del estado de México cuando fue arrestada junto a siete hombres en un puesto de control militar en la ciudad de Guadalajara (estado de Jalisco), informó la policía.

Ella es la reina de la belleza de Sinaloa y estaba a bordo de un suv (coche deportivo) con las armas y varios de los hombres, señaló un portavoz de la policía del estado occi-dental de Jalisco.

93.5 FM, 103 AM.

Sobre la mesa de la sala de espera una revista abier-ta, fotografías diversas ilustran deformaciones dentales y sus soluciones. El título: Dientes perfectos para una sonrisa radiante, abierta y seductora. ¿Habrá mejor carta de presentación? Me entretengo leyendo durante el eterno tiempo de espera en la antesala del dentista. Revista de modas, leo, Vogue: del mismo modo en que cierta ropa interior sirve para animar y complicar la

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exterior, los zapatos no siempre están pensados para caminar sino para servir de contrapeso a la silueta. Su-brayan el movimiento de las caderas y crean una sen-sación de fragilidad a veces o de dominio otras. Los zapatos de esta temporada son altos, alzan la voz y nos devuelven la confi anza en nosotras mismas. Hay muchos con plataforma, tacón de cuña o tacones muy garigoleados, como de trece centímetros de altura.

Tomo una revista médica, más bien odontológica: En los últimos años se ha producido una verdadera revolución en el cuidado de los dientes, más allá de las revisiones periódicas que garantizan su salud, la nueva estética dental es responsable de que la dentadura luzca blanca y perfectamente alineada (me parece chocante la noticia, dentro de poco todas las sonrisas serán exac-tamente iguales, no habrá ningún rasgo que diferencie las diferentes dentaduras o sonrisas ni en su color ni en su textura ni en su aspecto: esos incisivos coqueta y ligeramente separados el uno del otro contribuían a que la sonrisa fuese más sensual; la gracia infi nita de un diente más pequeño que los demás o uno protuberante, encimado, torcido, mal alineado o de un color distinto del resto y sin embargo atractivo) (dientes superiores ligeramente separados ¿no es el máximo atractivo de Kate Moss?): me atraen los dientes amarillentos de un director de cine proveniente de Sudán –acaba de ga-nar un premio de la crítica en el Festival de Cannes–, su dentadura brota de manera diagonal, siguiendo una

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inclinación cada vez más pronunciada, la boca repite la trayectoria; en la televisión mi mirada se detiene en la dentadura de un director de cine francés de los años setenta, voz engolada y boca casi inexistente; sonríe y enseña los dientes salpicados de manchas oscuras por el tabaco, una pequeña hendidura entre los colmillos superiores lo hace salivar; a pesar de todo fue muy po-pular entre las actrices francesas de moda, entonces, mujeres siempre rubias con el pelo abombado y un fl e-quillo cubriéndoles casi por entero los ojos y la frente, como si el pelo supliese en su rostro un velo ritual.

Por los anuncios publicados en la revista, deduz-co que no existe ningún problema estético irresolu-ble: las sofi sticadas y rápidas técnicas actuales utilizan procedimientos menos traumáticos con resultados ne-tamente espectaculares.

Para mejorar los dientes torcidos o desviados se moviliza la dentadura y se colocan aparatos fi jos lla-mados brackets (de ¿porcelana? [creía que todos eran de metal], sobre todo); el paciente debe usarlos dos años por lo menos, según sea el caso: el precio es mó-dico, unos dos o tres mil dólares. Para correcciones menores se usa un sistema de guardas transparentes para cada diente, se requieren por lo menos unas cua-renta guardas, reemplazadas a medida que la dentadu-ra se empareje.

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[Un hombre y un primate, idénticos, bestiales y humanos al mismo tiempo. Claroscuro sutil: la luz sal-pica tanto al hombre como al animal, sus bocas bien abiertas, la dentadura feroz. Óleo y temple sobre tela: Cabeza IV, Galería Hanover, Londres, 1949.

A la medida de su fama, las telas de Bacon fueron alcanzando precios exorbitantes].

Algunas veces, cuando las encías de los jóvenes sangran demasiado, puede deducirse que están ingi-riendo drogas del tipo de las que se conocen como éxtasis o, en idioma coloquial, las tachas.

Salí muy cansada del consultorio del doctor Arnaud; muy cansada, verdaderamente, soy su secretaria: me ha obligado a permanecer más tiempo de lo que me co-rresponde. He protestado, pero sin éxito. Nora, me dijo: No han acudido esta tarde los médicos de guardia, y yo, obediente y vestida adecuadamente con una bata blanca, le he alcanzado los tubos y las probetas. Creo entender que trabaja en un banco de tumores y en la validación de dianas para poder probar nuevos fárma-cos. Es necesario, dice, trabajar en equipo, pero yo soy solamente una secretaria: El noventa por ciento de los genes mutados en cánceres están relacionados con una veintena de dianas terapéuticas, por ejemplo las de las glándulas mamarias (¿qué querrá decir con eso de las dianas? Intento preguntarle, pero, abstraído en su trabajo, nunca me responde. De regreso a casa, me da

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temor hacerle la pregunta a mi marido, está enojado, y cuando está de malas se pone muy violento).

Instalada eternamente en el sillón reclinable úl-timo modelo del dentista, leo y lanzo de cuando en cuando miradas de complicidad a mis zapatos: reite-ro: me dan seguridad: los zapatos no solo sirven para caminar, son el contrapeso de la silueta, subrayan el movimiento de las caderas, crean una sensación de fragilidad o de dominio, aunque una camine o per-manezca sentada o acostada en el sillón hidráulico del dentista de turno. Las enfermeras lo van reclinando poco a poco, un poco más, el sillón se inclina, un poco más, un poco más, un poco más y a lo mejor nos en-tendemos luego, un poco más, hasta que el sillón me deje en posición horizontal, a la merced del médico y las enfermeras, ya estoy postrada por fi n, con mi de-lantal de bebé sujeto al pecho por unas pinzas parecidas a las de la ropa colgada en mi jardín (convertido en un vulgar quinto patio: toallas, calcetines, ropa inte-rior, manteles, sábanas fl oreadas, huellas de orines y mucha caca de mi perra, la Lolita). El libro –siempre un libro diferente– descansa en mi regazo (he termi-nado varios), se trata de Experience de Martin Amis, habla adecuadamente de los terribles momentos que ha vivido debido a las enfermedades de sus dientes (genes polarizados: su madre buenas encías = malos dientes, su padre, malas encías = buenos dientes), me acompaña en mis tribulaciones: lo imagino sentado y

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desesperado, como yo, en el consultorio de su den-tista, mucho más caro (supongo) que el mío, con la boca ensangrentada, en Nueva York o en Londres; la semana pasada, en cambio, leía a Thomas Mann; admiro sin reservas su maravillosa prosa, relata con minucia asuntos desagradables: una obsesiva descrip-ción de la decadencia: acecha a varios de los miembros de la familia, su emblema son los dientes amarillentos y corroídos de Thomas Buddenbrook; me atraen los cuentos de Edgar Allan Poe, en especial aquel en que habla de Berenice, enterrada viva y despojada brutal-mente de sus dientes por el protagonista del cuento; con espanto y pena repaso una y otra vez los terribles dolores de muelas y operaciones dentales que antes de morir sufrió Roberto Bolaño; hoy, además, un folleto de la última exposición de Bacon en el Museo Aris-tide Maillol (mayo 2004), una reproducción a color muestra al papa Inocencio X aprisionado en su trono, lleva ropas talares y una corona; bien abierta, su boca lanza un grito [inmenso]. Los dientes, muñones ex-cavados por la luz.

Bernat Soria es noticia otra vez, se trata del mismo científi co español antes mencionado: junto a su colega es-tadounidense José Cibell logró las primeras clonaciones de embriones humanos. Ayer defendió en la ONU el uso médico de las células madre embrionarias. Junto con otros cincuen-ta premios Nobel encabeza un manifi esto para impulsar la libertad de investigación científi ca.

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[Mi marido ha visitado ayer al dentista, le ha extraído el incisivo superior derecho, le pondrán un implante: la noticia que recién he trasmitido (93.5 FM y 103 AM de la radio) nos da esperanzas, indica una posibilidad, la de que los dien-tes se regeneren y quizá podrán regenerarse también los brazos y los pies de quienes han nacido mutilados (por la talidomida) o de quienes hayan perdido algún miembro de-bido a un percance: mi primo Roberto perdió el pie izquierdo en un accidente de alpinismo, supongo que esta noticia lo entusiasmará, cuando se la cuente o si la oye por casuali-dad mientras la trasmito] [¿cuántos años tendremos que esperar para que la clonación de células madre permita regenerar las partes mutiladas del cuerpo humano, inclu-yendo los dientes?].

Desde muy niña empecé a leer. Recuerdo que en segundo año de primaria me dieron un premio: era de las más adelantadas en la clase de lectura: el premio consistió en una muñequita de celuloide. En esa época no había plásticos, o no estaban tan difundidos, cir-culaban la baquelita y también el celuloide. Mi muñe-quita tenía en la panza unos agujeritos cubiertos con una cinta adhesiva, de donde surgían los sonidos: ¡la muñequita hablaba! Fascinada, la cargué todo el día, comí con ella, jugué con ella, leí con ella y en la noche me metí a la tina también con ella. El agua entró por los agujeritos de la panza: las muñecas de antes no te-nían cintura, un contraste fl agrante con las Barbies, muñecas con las que crecieron mis hijas Federica y

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Corina, junto con la Anita y la Rosita y el Manolito Pérez, importadas de España, y su panza (la de la mu-ñeca del premio) era voluminosa, como la de los be-bés que tienen mucha tripa y poca cintura. Era como si el cerebro estuviera colocado en la barriga. Por eso cuando el agua penetró por esos minúsculos inters-ticios, a pesar de que la tela adhesiva servía para pro-tegerlos, el mecanismo se dañó y la muñeca dejó de hablar. Un verdadero castigo divino que no me im-pidió seguir leyendo, pero sí ganar nuevos premios, fue como una maldición gitana (cuando hablaba, la muñeca no dejaba ver sus dientes, la boca bien ce-rrada, pintada de rojo tenue, el sonido provenía del estómago perforado).

Por eso, en mis lecturas cotidianas, lecturas que se prolongaban largas horas, aprovechando los múltiples libros que andaban dispersos por la biblioteca de mi padre, solía decirme: cuando sea grande escribiré, cosa que cumplí exactamente cuando fui grande, es decir, empecé a escribir cuando muchos escritores de mi ge-neración ya habían alcanzado la madurez artística y lo único que hacían (algunos) era repetirse y repetir-se y otros escribían libros cada vez más maravillosos, mientras yo era una joven promesa con arrugas.

Con varias en las comisuras de los labios produci-das por mi permanente y continuado estar con la boca abierta, mientras permanezco acostada en el consulto-rio del dentista en el sillón reclinable último modelo

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que me alberga –o me tortura–, recuerdo con nostalgia a mi muñeca de celuloide de un perfecto color mamey.

[Un cuadro pintado en 1973 de Bacon me llama la atención, se intitula Estudio sobre el cuerpo humano u Hombre encendiendo una luz. Como suele suceder con este pintor, se ha inspirado en una fotografía de Muybridge, el fotógrafo inglés de principios del siglo xx; representa a un boxeador, visible entre las muchas otras fotografías que se pueden observar en la repro-ducción de su estudio reproducido en la exposición instalada esta primavera de 2009, en el Museo del Pra-do en Madrid.

Representa a un hombre de espaldas prendiendo un foco; la bombilla colocada dentro de un rectángu-lo irregular color verde botella; su cordón, una línea blanca perfectamente trazada, divide en dos mitades la superfi cie color café oscuro de otro rectángulo situa-do exactamente detrás cubriendo la mitad izquierda del fondo del cuadro. Sobre el lienzo verde de enfren-te –elemento puramente pictórico como los demás elementos geométricos del cuadro, ¿será verdad?– el hombre desnudo trepa y su pierna izquierda desapa-rece detrás de un vacío, quizá una puerta. El piso de color gris rata recibe de repente el impacto de una extraña sombra café oscuro: hace juego con el rec-tángulo posterior, y, a mi modo de ver, delinea una boca, como si una mancha repugnante enturbiara la limpidez del linóleo.

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Extrañamente, los dientes no se ven.Dos rectángulos perfectamente trazados comple-

mentan el fondo derecho del lienzo, son de color gris claro y están divididos por una línea negra en verti-cal, al lado de la cual, otra vez a la derecha y como en espejo, aparece otra bombilla encendida, situada un poco más arriba de la que sostiene en su mano iz-quierda el personaje allí representado].

Para escribir uso siempre mis zapatos de tacón estili-zado, color verde fatiga: ¿sirven de amuleto, o son sim-plemente un fetiche?: ¿será urgente decidirlo ahora?

(93.5 FM de la radio):La modelo británica Kate Moss está planeando una

ceremonia gótica, en que su vestido de novia sería com-pletamente negro.

Ella habló con un diseñador amigo suyo, al que le pidió le confeccione “modelos de vestido de novia en negro y en morado”, contó una amiga de Moss a la revista Star.

La modelo está comprometida con el músico de The Kills, Jamie Hince, con el que pretende casarse en septiembre.

La revista afi rma que la pareja ya tiene reservado un lugar para la ceremonia en Londres, a la cual acudirán solo sus amigos más íntimos.

Camila Sodi vende exclusiva de su embarazoJLo negoció las primeras imágenes de sus gemelos

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Pero, recapitulo, ahora que ya escribo y que la gente conoce más o menos a Nora García, recuer-do con nostalgia esas lecturas de infancia y adoles-cencia, lecturas enteramente gratuitas que me hacían vivir mil vidas sin moverme de mi sillón preferido (lo recuerdo en este momento cuando estoy sentada en el sillón del dentista –defi nitivamente, un sillón que aborrezco–, con un libro siempre en mi regazo, aunque pueda caerse al suelo, quizá después de que las enfermeras reclinan el sillón para que yo perma-nezca totalmente extendida en posición horizontal y el doctor pueda practicar de manera cómoda las operaciones que deba ejecutar en mi dentadura): a los trece años, sentada en una silla del comedor leía a Julio Verne o a Alejandro Dumas, junto a una ra-dio encendida (art decó) en la estación donde se to-caban tangos, comía chocolates de cereza rellenos de aguardiente (propician las caries), envueltos en oritos que alisaba con las uñas; solía también sentar-me a leer en una banca de la zapatería de mis padres, junto a una ventana que daba a la vitrina donde se exhibían zapatos con modelos del centro y precios de barrio, y desde donde podía apreciarse lo que pa-saba en la calle cuando interrumpía por un momento mi lectura, durante esas largas horas de una a tres de la tarde en que el negocio se cerraba como aún suele suceder en muchas ciudades españolas y mexicanas de provincia.

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Advierto en una de las revistas que encuentro en la sala de espera del consultorio del doctor las siguientes noticias, me entretienen, las transcribo:

Camila Sodi vende exclusiva de su embarazoJLo ya negoció las primeras imágenes de sus ge-

melos

Profundamente enfrascada en mi lectura, echo periódica y mecánicamente una mirada de soslayo a mis zapatos (Keinenore, palabra hebrea contra la mala suerte), son muchos los libros leídos en esta larga se-sión, alargada en el tiempo como la sombra larga del poema, una sola sombra larga de sesión, jueves a las doce del mediodía, martes a las cinco en punto de la tarde, viernes a las nueve en punto de la mañana, con la boca siempre abierta (abra grande la boquita, di-cen, inalterable y religiosamente el endodoncista, el implantólogo, el paradontólogo o las enfermeras, a pesar de que tengo la boca siempre abierta, no cuan-do espero (obviamente) y estoy leyendo una revista (Cosmopolitan); o un libro (Experiencia); o admiro la serie de retratos del papa Inocencio X pintados por Francis Bacon. Mi boca bien abierta, el doctor traba-ja dentro de ella, la saliva escurre por las comisuras, a pesar del extractor (mi boca es pequeña, me cuesta trabajo abrirla según lo requiere el trabajo de los den-tistas o de las enfermeras). En cambio, tengo la boca debidamente cerrada cuando leo tranquilamente un libro en mi casa –no en la sala de espera del dentista–,

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libro abierto de par en par, por ejemplo, Vértigo de W.G. Sebald (la versión inglesa, corregida por el pro-pio autor, mucho más correcta y bella que las vertidas a otras lenguas). La enfermera regresa, el libro colo-cado como siempre en mi regazo, una frase a medias fl otando en mi cerebro y la boca de inmediato abierta de par en par, especie de refl ejo condicionado, como si me hubiese transformado en un perro de Pávlov; cerca, la plataforma repleta de herramientas pequeñas, delicadas, precisas, exactas, el médico con su morda-za azul, sus instrumentos de tortura, sus guantes de látex delgadísimos: no impiden los movimientos ni la sensibilidad más delicada –evocan otros guantes, los que calzan otro tipo de piel, como la de mis zapatos más fi nos (los uso para escribir) o estos zapatos color verde Nilo de lino y seda, adornados con estoperoles que calzo especialmente cuando acudo a la consul-ta (debajo del calzado, los huesos se deforman: uno adopta la forma de un martillo).

¡Qué curioso, refl exiono de repente! La mayor parte de los retratos del Renacimiento y aun los de siglos posteriores representan a los retratados con la boca cerrada y, solo en ocasiones, como en el caso de la Mona Lisa, una ligera sonrisa ilumina su rostro. No es sino hasta el siglo xx en que los pintores empie-zan a darle una especial signifi cación a los dientes de sus personajes, véase Picasso, por ejemplo y, ¡claro!, Francis Bacon.

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[Lo he visto, recostado en la camilla. Es George Dyer, amante de Bacon, abre una boca voraz, como si quisiese devorar toda la tierra y a todos los hombres que en ella habitan].

Todas las lecturas son funcionales, como la anes-tesia local, esta (hablo de la anestesia, espero que se entienda) ha sido para adormecer mi colmillo inferior izquierdo.

Soy Nora García, la secretaria del doctor Arnaud, me dicta un trabajo que leerá en un próximo congreso. Escribo:

Un mono sentado ante una máquina de escribir, te-cleando al azar, podrá escribir todas las novelas, todos los poemas, todos los relatos y ensayos que caben en el ancho mundo.

Hace mucho tiempo me puse por primera vez unos zapatos verde de tonalidades similares a las de los za-patos que de reojo alcanzo a ver allá abajo, tirada sobre el sillón último modelo del dentista; los estrené cuando decidí iniciar una operación aún más delicada –un ri-tual a domicilio–, la de escribir un cuento o una nove-la calzada siempre con el último par de zapatos color verde fatiga, de tacón mediano, ni muy bajo ni muy alto (medios-botines) con su preciosa hebilla plateada, muy delgada, estilizada; divino calzado, cumple una función múltiple, en especial la de tranquilizarme, me

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permite colocar los pies fi rmemente sobre la tierra. Los uso cuando escribo –se ha vuelto una manía usarlos y escribir que estoy usándolos–; para ir al dentista los trai-go cuidadosamente empacados en su envoltorio origi-nal, no corren riesgo de maltratarse, la suela se mantiene limpia, la piel intacta: los calzo en cuanto me acomodo en el sillón reclinable del dentista; suntuosos, mis pies se apoyan en el mueble (los zapatos limpios de las mo-lestas peladuras que los afean cuando se usan de manera cotidiana), preparados para afrontar con perfección y ánimo resuelto las tribulaciones de la vida.

[Cuando Bacon traza la diferencia entre dos tipos de violencia –la del espectáculo y la de la sensación– asegura: hay que renunciar a una para alcanzar la otra: declaración de principios: un acto de fe en la vida].

93.5 FM, 103 AM, noticias transmitidas por Nora García de lunes a viernes de seis a diez de la mañana:

Terror en el cine porno. El sida de un actor frena los ro-dajes de cine X en los Estados Unidos.

La industria pornográfi ca estadounidense ha decidido parar su producción dos meses, tras descubrir que uno de sus actores, Darren James, era portador del sida. Ya se sabe que la protagonista Lara Roxx también se ha infectado. La noticia ha sembrado escalofríos entre los profesiona-les del sexo: han dejado de fi lmar hasta que se conozca la magnitud del contagio.

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La Fundación Médica para la Industria Adulta ha pedido la moratoria y ha puesto en su web los nombres de otras po-sibles víctimas: catorce actrices con las que estuvo James tras su película y treinta y cinco parejas más con las que actuó en otros fi lmes. Todos permanecerán en cuarentena. Al mes se hacen mil doscientas pruebas, pero menos del veinte por ciento de los actores usa condón; los producto-res aseguran que el preservativo no es muy popular entre los adeptos del género, porque, además, cosa fundamental, mata la fantasía.

(La moratoria podría suponer cuantiosas pérdidas para un negocio que genera dos mil trescientos millones de dólares al año).

(Se dice que uno puede contagiarse de sida en el consul-torio del dentista, el mío asegura que es imposible, los instru-mentos se han desinfectado perfectamente, a temperaturas muy elevadas, agrega: el virus del sida es muy frágil).

Ha muerto Marlon Brando, digo, interrumpiendo lo que estaba diciendo, lo digo con voz poco profesional, deja fi ltrar la emoción: ¡fue tan guapo, tan buen actor!

Queridos amigos, hasta mañana, soy Nora García, su locu-tora, en las frecuencias 93.5 FM y 103 AM de su radio: estamos a sus órdenes en este programa trasmitido diariamente de seis a diez de la mañana.

Cuando el dentista y los técnicos terminen el traba-jo de reconstrucción de mi mandíbula inferior, podré llevarme el puente puesto, un puente hecho a la medida, como si se tratara de un par de zapatos de diseñador,

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¿Blahnik?, ¿Ferragamo? (el diseñador italiano fabricaba bellas y efi cientes hormas de madera talladas a la me-dida de los pies de cada uno de sus clientes (Mussolini, por ejemplo) o sus clientas, Silvana Mangano, Marilyn Monroe, Norma Shearer, Gloria Swanson). Prefi ero a Ferragamo, Blahnik es demasiado aerodinámico para el estado actual de mis pies y para mis lumbares.

Consulté a un dentista en Boston, defi ne a los miem-bros de su profesión no como médicos sino como ar-quitectos, urbanistas o ingenieros de puentes y cami-nos de la boca, arreglan las tuberías, los desagües, las trituradoras; sus especialidades son diversas, unos matan los nervios y perforan los dientes para excavar conductos subterráneos, hay quienes operan las en-cías (parodoncistas), operación sanguinolenta (encías sanas = dientes sanos), otros revisten las piezas como si revistieran las paredes con estuco, los demás ajustan los puentes removibles –también los permanentes–, los abrillantan: no es una cura, es una cosmética. Su trabajo, cualquiera que sea su especialidad, es minu-cioso y complicado, semejante al de un ebanista o al de un escultor, y su técnica recuerda a la utilizada por Robert Walser en el acto de producir la escritura, los movimientos de la mano son repetitivos, machacones, milimétricos, como sus microgramas, páginas descu-biertas después de su muerte, rellenas de escritura di-minuta, legible apenas con ayuda de un microscopio, semejante al que mi dentista coloca sobre sus lentes

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para verme mejor, o para ver mejor dentro de mi boca (asocio inevitablemente –asociación pleonástica– con el lobo de Caperucita) (aunque ya no me cuezo al pri-mer hervor). Leo a Walser, siempre en el consultorio del dentista (su breve e insistente prosa, en especial la de los cuentos y los microgramas, inscritos en un territorio singular, el territorio de lo escrito a lápiz, distinto en su signifi cación y en su trazado a cualquier otro de los territorios de la letra impresa); entiendo el sentido de los instrumentos insertados en mi boca abierta, producen un constante tintineo, alucinante, termina siempre en náusea (Walser es solo un artesa-no, dice, hablando de sí mismo, cuando dialoga con Carl Seelig; ambos deambulan por los campos hela-dos de Suiza, cerca del sanatorio de Herisau donde el escritor estuvo internado. Varios escritores han teni-do la misma aspiración, la de ser simples artesanos: el propio Walser, Walter Benjamin, Juan José Arreola y, sin ningún género de dudas, Georges Perec…

Y también los dentistas, quienes, como prodigiosos artesanos, descienden de los barberos).

[Si se puede explicar algo, decía Bacon, ¿para qué pintarlo? En sus proporciones toda belleza superior tiene algo de extraño: la boca bien abierta surge de un pozo profundo de color rojo carmesí; iluminados, surgen los dientes. El resultado: una sonrisa fractu-rada, obscena].

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Son las ocho de la mañana, yo, ella (nosotras) trasmite las últimas noticias (Radio 93.5 FM, 103 AM, en el cuadrante de su radio):

En algún lugar de África, durante uno de sus recorridos, una manada de elefantes encuentra el esqueleto de otro ele-fante. Los animales se detienen de inmediato, se entristecen, hecho que ha podido deducirse por su comportamiento: la posición abatida de las enormes orejas, la enorme cola entre las patas. En señal de duelo y en estricto orden jerárquico, los animales van pasando uno a uno los huesos del esqueleto en-tre todos los miembros de la manada; los sostienen entre la trompa y los colmillos, los huelen, los acarician. A la matriar-ca le corresponde la cabeza –con los colmillos intactos–, la acaricia lentamente con su trompa. Ese espécimen perteneció alguna vez a la manada, razonan los científi cos: en el camino han encontrado dispersos otros restos sin que se produjera la más mínima señal de alarma o mejor dicho, de duelo.

El tratamiento de blanqueo que utiliza la carbami-da es contraindicado en personas que presentan pig-mentación intrínseca tipo tetraciclina o hipersensibi-lidad dental; debieran utilizarse carillas de porcelana mucho más adecuadas en ese caso: se calcula que el tratamiento cuesta alrededor de unos tres mil quinien-tos dólares por los dientes superiores y otros tres mil quinientos por los inferiores.

Si además de ligeras separaciones entre los dientes o de malformaciones congénitas, dientes desgastados o erosionados, hay manchas profundas, la solución es

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poner carillas: fi nas laminillas de porcelana parecidas a las uñas postizas adheridas al esmalte de los dien-tes. Se aplican en toda la dentadura o en unas cuan-tas piezas: en la primera sesión se toman los moldes y en la otra se colocan las carillas. No causan dolor ni molestia alguna.

Por sus dientes y por su pelo se ha podido reconocer a algunas de las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez.

Ni las autoridades estatales ni las federales han podido resolver los crímenes ¿coludidas con los agresores (¿miembros de sectas satánicas, contrabandistas de órganos o bandas de narcotrafi cantes?)?: ¿93.5 FM, 103 AM?

Yo sufro de dolores musculares y de osteopo-rosis, mi ginecóloga (acaba de morir, desgraciada-mente) me advierte: existe un solo remedio para combatir la disminución de densidad en los huesos, Fosamax, un medicamento cuya ingestión puede ocasionar gastritis agudas y náuseas (¿no funcionan acaso también algunos métodos que trabajan con el cuerpo, inventados por Alexander, Pilates o Fel-denkrais?). Levántese, tome la pastilla semanal con mucha agua, permanezca erguida, no se le ocurra acostarse, no tome medicinas de otro tipo, tampoco alimentos; transcurrida media hora puede reanudar su vida normalmente.

El Fosamax me produce náuseas y sentía como si mi esófago se hubiese lastimado: un ardor per-

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petuo me recorría de la garganta hasta el estómago. Ahora ingiero un nuevo medicamento que acaba de aparecer en el mercado, se llama Evista, me lo reco-mendó mi nuevo ginecólogo –el que sustituyó a la doctora que antes me atendía y que murió de cáncer cervical–; se trata de una pastilla blanca de forma octagonal, se toma por las mañanas antes del desa-yuno y no tiene efectos secundarios, o por lo menos no me ha causado hasta ahora ninguno: no he teni-do ni náuseas ni acidez ni gastritis ni ningún tipo de molestia relacionada con el estómago, ni siquiera un mal sabor de boca.

Los científi cos aseguran que el cabello y las uñas suelen crecer después de la muerte, pero los dien-tes no.

¿Cómo siguen sus cervicales, pregunta mi dentista, mientras examina mis dientes?

[Durante largo tiempo, los temas predilectos de Francis Bacon fueron la Orestíada de Esquilo y la crucifi xión de Jesús. Pienso que él prefería a Orestes, yo, en cambio, prefi ero a Casandra, el personaje trá-gico por antonomasia].

Jan Potocki se suicida de un tiro en la cabeza, dis-para contra sí mismo después de terminar la última versión del Manuscrito encontrado en Zaragoza.

La bala es de plata, reposa en su escritorio.

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Potocki fue un noble polaco, francófono, erudito y viajero, transitaba entre el gabinete de estudio y los grandes caminos, las embajadas y la corte. Encarna la imagen más perfecta de la clase ilustrada de la Eu-ropa de su tiempo.

(A menudo sufría de los dientes: la bala con que se mató tenía forma de muela).

[Dientes puntiagudos de roedor, ávidos, carnívo-ros, de hombre o de primate, relumbran en la oscuri-dad: Cabeza vi de Bacon, serie exhibida en la Galería Hanover de Londres, 1949].

Mientras se recuperaba de una operación a corazón abierto, me cuenta riendo el doctor Arnaud, interrumpien-do su trabajo y con los ojos muy brillantes, uno de mis pa-cientes empezó a sentirse muy mejorado, sintió un ligero escozor en su boca desdentada: al verse en el espejo advirtió que empezaban a brotarle de nuevo los dientes: un mono pequeño modifi cado genéticamente podrá ayu-dar a derrotar todas las enfermedades, el sida, el mal de Alzheimer, las enfermedades coronarias, la infl uenza porci-na, cualquier tipo de cáncer, la diabetes, el mal de Parkinson y, fi nalmente [una estupenda noticia para los que los hayan perdido], a quienes les falten dientes les brotarán sanos y perfectos, como a los niños cuando mudan, a los tiburo-nes cuando sufren una tercera dentición y a los ancianos de más de ochenta años que hayan vivido sanamente.

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Cuando regreso a mi casa, se lo cuento también a mi marido; me mira con desprecio, no me cree y me dice solamente: lo que cuenta tu jefe es pura ciencia ficción.

Suspiro: ¡nunca aprendo a cerrar la boca!

Sigo leyendo en la sala de espera del dentista, he leído muchos libros en esta misma sesión interminable extendida en el tiempo, un mes, dos, tres, un año, uno y medio, dos años, tres largos años, leo ininterrumpi-damente Amis, Sebald, Dostoievski, Coetzee, Potocki, Bellatin, Edgar Allan Poe (Berenice, Ligeia, Morella), Thomas Mann, Rousseau, Nellie Campobello, las en-trevistas de Sylvester a Francis Bacon, Sánchez Mejías, Vanidades, Elle, Cosmopolitan, Hola!, Sor Juana.

La recepcionista me ofrece una Coca Cola light, con-tiene fenilcetominas, falsos edulcorantes: hacen daño aunque no caríen los dientes: permiten conservar un peso estable. El Aspartame como el Ciel son propiedad de la Coca Cola, bebidas que sí producen caries: ¿por qué las ofrecerán en el consultorio del dentista?

Las revistas que hojeo son siempre nuevas, de la misma semana o del mes en curso, nota efectiva, dis-tintiva de clase; en los salones de belleza y los con-sultorios dentales de barrio, las revistas son atrasadas, amarillentas, deshojadas.

[Hay que considerar de manera especial el proble-ma del grito, las mandíbulas bien abiertas, los dien-tes aguzados, rodeados de oscuridad y sin embargo

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atravesados por la luz y no por la caries. ¿Qué encuen-tra el pintor de esencial en el grito?, ¿uno de los puntos culminantes de su pintura? Cuando alguien ríe o cuando alguien grita, enseña los dientes. Las fuerzas productoras del grito convulsionan el cuerpo y lo proyectan desde la boca, la convierten en un territorio singular, emblema puro de fuerzas invisibles e insensibles, desbordan al mismo dolor en sí mismo, desbordan la sensación que lo ha producido: ¿la virgen-murciélago de la crucifi xión que pintó Bacon en 1950? Su vulva, gigantesca en proporción a su cuerpo, deja un espacio pintado de oscuro, una vagina [probablemente] dentada].

El dolor de los dientes (escribe mi amigo, el poeta Pedro Serrano), las encías lastimadas por el movimien-to de los ganchos, el buche de agua y el escupitajo de saliva y sangre, el derrumbamiento al levantarse. Coger el vaso de plástico con el líquido azul, estirarse hacia la palangana, doblarse y escupir. Y luego y antes la con-ciencia, el temor a los ganchos que se mueven adentro, tocan los dientes, los raspan, los ejecutan. Y la tristeza que ese dolor ocupa, el miedo y el vacío que ese dolor habita. Abrir la boca y entregarse a esas manos ajenas que allí hurgan como una confesión.

(Es un poema, me he tomado la licencia poética de prosifi carlo, lo leo entre una y otra transmisión).

[En el espejo, el rostro de George Dyer es un mu-ñón de cabeza sobre sus espaldas. La deformación se

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instala triunfante, entre sombras grises y verdes, una fi cción de pigmento blanco hace restallar los dientes: ¿una eyaculación?

Cuando era joven, confi esa Bacon, buscaba temas límite para mi pintura, a medida que envejezco, mi propia vida me proporciona todos los temas].

Es igualmente importante un guijarro que una catedral, dice Nora García en la radio (93.5 FM y 102 AM) que decía San Francisco. No soy muy católica, pero me protejo de las malas vibras con un amuleto en forma de pulsera que he comprado en la iglesia de San Agustín en Polanco. Le amarro tres listones –uno verde, uno rojo y otro morado– a san Charbel (San Charbelito de cariño), el santo libanés que es muy milagroso.

El médico me tranquiliza como si fuera una niña, asegura que pronto me colocarán mis nuevos dientes (son postizos, ajenos, artifi ciales), cuando los veas no te vas a reconocer, tu boca perderá el aspecto desola-do de un viejo Volkswagen (quizá aún más madreado, como los coches de los taxistas mexicanos) (un sedán, un modelo que desde hace largo tiempo solo se fa-bricaba en México: los han descontinuado y sustitui-do por los escarabajos (beetles), coches compactos, brillantes, de desquiciante diseño). Tu boca tendrá, insiste, la apariencia de un Rolls Royce, ya lo verás, será una transformación milagrosa, una transforma-ción que ha tardado más de dos años en producirse

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(los Rolls, los Jaguares y los Mini Cooper son muy seguros, nadie los roba, son invendibles) (los escara-bajos de la Volkswagen rompen el récord de robos y ocupan el primer lugar en las estadísticas de siniestros: los seguros son muy caros).

El dentista, como los hojalateros, arregla –pero-grullada– la carrocería bucal.

[Un paradigma se olvida pronto. El alma de la Pi-tia, la sacerdotisa de Apolo –descifra los oráculos– es solo un pedazo de madera, un instrumento musical: puede pulsarse. Tiene prohibido acercarse al Dios, re-pleta de profecías; inmaculada, llegará a él, como si fuese un instrumento musical intacto y armonioso y no un cuerpo enfermo y agitado. Una de las sacerdo-tisas visita al Dios, en estado de extravío, al llegar al umbral del templo de Apolo naufraga como un barco desamparado].

93.5 FM, 103 AM:Hace más de veinte años, el 25 de julio de 1984, mu-

rió Michel Foucault: tenía cincuenta y ocho años. Filósofo audaz, dejó una obra inacabada, abierta.

Su compañero Daniel Defert, fundador de la Sociedad Aides, declara: Un domingo Michel sufre un síncope. No lo-gro comunicarme con sus médicos. Su hermano, el cirujano, se ocupa de trasladarlo al hospital más cercano a nuestra casa. El lunes reaparecen los médicos. Los funcionarios del

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hospital de nuestro barrio pretenden desembarazarse de un enfermo molesto y hacen arreglos para trasladarlo al Hospital de la Salpêtrière; es evidente que sus médicos de cabecera quieren instalarlo en una sección del hospital sin relación con la enfermedad nefanda, el sida. Descartan el hospital Claude Bernard donde atiende Willy Rozenbaum. Llegamos a la Salpêtrière el día de Pentecostés, antes de mediodía, nos atienden en la noche y de muy mala mane-ra: Michel, extremadamente agotado, casi incapaz de in-gerir bocado. Permanecemos en un pasillo. Nos dicen que la habitación no está lista aún. Reclamamos una silla y una bandeja con alimentos.

Jamás pensé que nos tratarían de esa forma…Dos días después, Michel sufre una infección pulmonar;

circula la hipótesis de que pudo haberse infectado en el hospital. Lo transfi eren a terapia intensiva. Detecto una forma de funcionamiento, una enfermera auxiliar repetía que la habitación no estaba desinfectada y que hubiése-mos debido esperar; al descubrir que se trata de Foucault, otra lo manda instalar con precipitación en una habitación aún no desinfectada… Empiezo a percatarme del juego de relaciones de poder en un servicio hospitalario, también el juego de ocultamiento de la verdad…

Hurgan, raspan, limpian, colocan el puente, lo adhieren con un sólido cemento, no demasiado, para que luego el dentista o las enfermeras puedan manio-brar y despegarlo en la próxima y siempre interminable sesión (se prohíbe comer o fumar durante dos horas,

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tiempo razonable, pienso, casi el que necesito para regresar a mi casa: prohibido partir pistaches o nue-ces con los dientes o masticar chiclosos). Mi dentista de cabecera es un verdadero artista, un escultor; al fi nal de cualquiera de sus intervenciones, los dientes quedan perfectos: excava, rebaja, pule, afi na, trabaja con instrumentos de precisión para reparar los huesos faciales devastados por las sinusitis: su especialidad, la cirugía máxilo-facial, especialidad predominante-mente estética.

Una de cada cuatro jóvenes sudafricanas está infectada con el virus del sida. Un tercio de las mujeres afi rman que fueron forzadas durante su primera relación sexual. Sudá-frica es el país del mundo más afectado por el virus. Un es-tudio de la Universidad de Witwatersrand ha determinado ahora que casi una de cuatro mujeres de entre veinte y vein-ticuatro años está infectada. El nivel de infección es mucho menor entre los hombres de la misma edad [me da susto, en el salón de belleza la manicurista me cortó la cutícula y me hizo sangrar, los instrumentos de manicure no parecían estar esterilizados] [¡quién me manda ir a salones de pa-cotilla! Este parecía elegante. Hubiese por lo menos debido llevar mis propios instrumentos], con uno contagiado por cada catorce varones.

Tras varios años de haber sostenido teorías extrava-gantes, como que la causa del sida no es el VIH, el presi-dente sudafricano, Thabo Mbeki, ha empezado este mismo mes –dos años después de que una sentencia lo obligase

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a ello– a aplicar un programa de suministro de fármacos antisida en los hospitales públicos del país.

La oposición y las ONG sospechan que la resistencia del presidente sudafricano a la utilización en su país de los fár-macos antisida se debe a que tiene miedo de una catástrofe presupuestaria.

Cada día mueren de sida seiscientos sudafricanos y se-tenta mil se infectan cada año por la transmisión de ma-dre a hijo. Con todo, las mujeres jóvenes están llevando la peor parte de la desastrosa epidemia. Las muertes de mu-jeres entre veinte y cuarenta y nueve años se han triplicado entre 1998 y 2008.

93.5 FM, 103 AM

No puedo dormir, me siento corpórea, cada una de las partes de mi cuerpo pesa, diente por diente, espe-cialmente en donde me han practicado una endodon-cia, las piezas punzan, duelen, intensamente. La lluvia se oye en el tragaluz, fi nita a veces, gruesa otras, sobre todo si es granizo: me irrita. ¡Vaya nochecita!

[Aunque Bacon prefi ere considerarse como un pulverizador o un excavador, actúa más bien como un detector. Si la vida excita, la muerte, su opuesto {como una sombra}, debe excitar aún más. O quizá esa no sea la palabra adecuada, la muerte no excita: es necesario estar consciente de ella de la misma forma en que se está consciente de la vida].

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Jaime Arnaud, el patólogo, me dice, Nora, escriba (ahora se pasa la vida dictándome, dicta sin cesar, yo escribo mecánicamente, apenas entiendo lo que escri-bo, llegué al consultorio con la cara hinchada, mi marido me golpeó y ni con los anteojos oscuros se disimulan los moretones, pero no importa, el doctor Arnaud está siempre distraído):

Las heridas producidas por mordeduras humanas son contusas. Heridas a veces más graves que las que produce un animal. Hay por lo menos dos variantes:

1. La mordedura activa, en la que el agresor clava voluntariamente sus dientes en la víctima. Las áreas más afectadas durante riñas y altercados, por estas mordeduras activas, son la cara (mejillas, nariz y ore-jas) y las manos. En las últimas décadas se ha prestado especial atención en la literatura médica a las morde-duras humanas en la cara y en otras zonas erógenas, durante los intercambios amorosos apasionados, con pérdida de control de la presión ejercida con la denta-dura (en inglés, recalca Arnaud, se les llama específica-mente traumatic love bites) (presto atención, recuerdo que antes de casarme, durante esos intercambios, yo no mordía, arañaba) (compruebo después que el doctor Arnaud dicta frases extraídas del diccionario filosófico de la cirugía, compuesto por Cristóbal Pera) (¿con qué objeto?).

Cuando regreso a mi casa, me dan ganas de morder con rabia a mi marido, nada de pasión ni de erotismo,

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dejar para siempre las huellas de mis dientes en todo su cuerpo: pero bien dice el refrán, del dicho al hecho…

¿Puede uno contagiarse de sida en el consultorio del dentista?, le pregunto al médico. No, me responde, el sida no se contagia, todos los instrumentos son desecha-bles, las limas, las agujas, las fresas, los ganchos, los taladros; los demás se esterilizan en autoclave a tem-peraturas altísimas y a gran presión; las fresas solo tocan el diente, nunca la encía ni la lengua (obviamente): los dientes no tienen la misma estructura que el resto del cuerpo. Así es (su explicación me tranquiliza).

[En la pintura de Bacon hay tres fuerzas, una es invisible, aísla. La segunda deforma, se apodera de los cuerpos y la cabeza de la fi gura. La tercera disipa, aplana, difumina].

93.5 FM, 103 AM:Después de su muerte, vuelve a declarar Daniel Defert, el

compañero de Michel Foucault, me pidieron que fuese al re-gistro civil de la Salpêtrière. El encargado estaba de muy mal humor. Le digo: escuche, los periodistas nos asedian desde hace días, quieren saber el diagnóstico y confi rmar si murió de sida. Quería evitar que su madre se enterase por la ra-dio… Regreso a las doce, como me lo indican, acompañado de Denys Foucault, su hermano, y el médico que lo atendía desde diciembre. En el escritorio veo un papel fi rmado por mí, lo leo: causa de defunción: sida: me asombra, es la

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primera vez que la enfermedad se menciona. Pensaba, digo, que las causas de la enfermedad no aparecían consignadas en el acta. No se preocupe, contesta el médico, haremos des-aparecer el dictamen, no quedará ninguna traza. De manera violenta, me entero de la verdad: confi rmo que el sida es una enfermedad impensable para el imaginario social. (Recuer-den que estos textos se escribieron en la década del 80, ahora las cosas han cambiado, soy Nora García, la locutora, hacien-do esta refl exión, varios años después en este aniversario de la muerte del gran fi lósofo francés). Me parece inadmisible que los jóvenes, a punto de morir, no puedan obtener un reporte verdadero acerca de su enfermedad. En el hospital estaban obsesionados, temían cualquier indiscreción periodística, publicación de fotografías, inicio de procesos… En cualquier caso, encuentro insoportable el hecho de que una enferme-dad sea objeto predilecto de la voracidad social y al mismo tiempo se oculte información acerca de ella.

Cuando el médico me dijo que iban a hacer desapare-cer el diagnóstico, no comprendí. Para mí, tener sida no era ningún escándalo. Michel hubiera podido decirlo, pero ese no era su estilo y las circunstancias no nos fueron propicias. Desde el momento mismo en que murió, sin poder o sin sa-ber decirlo, me vi obligado a no decirlo en su lugar, decirlo signifi caba contradecir la ética médica a la que adhiero. No decir nada era confesar el miedo al escándalo. Tuve que re-solver ese problema: no hablar por él, pero tampoco quedar-me con las manos cruzadas. Sentí la obligación de crear algo que no fuese una palabra sobre su muerte; decidí entonces emprender la batalla sobre la base de una solidaridad, una

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responsabilidad del militantismo gay. Un conjunto de cosas me indicaba que no se trataba de un duelo como el de los demás y lo convertí en un duelo de combate.

[Picasso pinta bocas desmesuradamente abiertas, gritan sus mujeres en Guernica. Las bocas abiertas de Bacon exhalan un olor reciente a carnicería].

En esta ocasión, además de vestir un traje oscuro re-cién comprado, mis zapatos color verde seco de punta cuadrada y estoperoles plateados, llevo puesto el collar de marfi l que mi madre me regalara antes de morir.

(El marfi l proviene de los colmillos de elefante, los dientes gigantescos de los elefantes) (estos anima-les se encuentran en vías de extinción, me da pena y a la vez orgullo usar este tipo de joyas –tengo asimis-mo varias pulseras de distintos tamaños y modelos) (¡cómo me hubiera gustado tener un collar hecho con colmillos de mamut!).

No se limitan a darme unos cuantos segundos de res-piro –la tierra, últimamente, por los suelos–. Los zapatos son pura forma, decía el escultor inglés Henry Moore. Podría usar zapatos tacón de aguja, alto y estrecho para unas zapatillas bordadas con pasamanería, o unas sanda-lias de Calvin Klein, piel de pitón, en el color ineludible este verano, el rosa pastel, tacón altísimo ensanchado en la base, adelgazado en medio y de nuevo ensanchado en el talón. El tacón cuña, moda exótica y étnica, es el

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nuevo símbolo de la década de los setenta en su versión hippy, los uso para bailar todas las noches. ¿Todas?

En la pista de baile una se olvida completamente que se tiene dentadura. Solo cuentan los pies –descalzos–…

He tomado un antibiótico para prevenir infeccio-nes, el dentista me advierte que no debo beber alcohol, puede producirse una intoxicación. Olvido sus palabras. Antes de cenar acepto un aperitivo, luego, vino con los alimentos.

¿Me producirán alucinaciones, algo parecido al de-lírium trémens?

2. La mordedura pasiva que comprende las heridas producidas en el puño cerrado de un agresor cuyo gol-pe impacta sobre el borde cortante de los dientes de la presunta víctima, es la denominada clenched fist injury (… Arnaud deletrea lentamente, sabe perfectamente que no sé inglés) (¿por qué lo dice en inglés, acaso no hay palabras en español para describir las cosas? ¡vaya manera de complicarse la vida!)… o lesión con el puño cerrado (por fi n, haberlo dicho antes en español, hubiéra-mos ahorrado tiempo, qué pedantes son los médicos) en la literatura en lengua inglesa (lesión con el puño cerrado, estas palabras se me quedan grabadas en la cabeza: cuando mi marido se enoja me golpea en la cara con el puño cerrado, y una vez estuvo a punto de romperme los dientes, pero cuando se acuerda de que puedo denun-ciarlo, como anuncian en la radio, lo piensa mejor y me

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pega sobre todo en las nalgas para no dejar huellas vi-sibles en mi cuerpo, como los musulmanes que golpean a sus mujeres con permiso del profeta [lo sé bien, lo vi ayer en un Youtube que me mandó mi hermana, aprove-chando un momento de respiro en la ofi cina]).

[Nunca la voracidad visual de Bacon fue más evi-dente: su fascinación por todo tipo de técnicas de re-producción: sus pinturas preferidas lo estimulaban más en fotografía que en el original].

Siete de cada diez hombres creen que la calva les res-ta atractivo, leo en las revistas siempre renovadas y ex-puestas en la mesa de la sala de espera del consultorio de mi dentista de cabecera. Los especialistas alertan contra el uso de esos productos sin prescripción médica.

He tomado un antibiótico para prevenir infeccio-nes, el dentista me advierte que no debo beber alcohol, puede producirse una intoxicación. Olvido sus pala-bras. De regreso a casa, tomo un taxi y me voy con unos amigos a mi bistró preferido en la colonia Con-desa; antes de cenar acepto un aperitivo, tomo luego vino con los alimentos.

¿Me producirán alucinaciones, náuseas o algo pa-recido al delírium trémens?

De acuerdo con las estadísticas médicas, a los den-tistas les corresponde el índice más alto de suicidios.

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Eterna Cadencia Editora

Dirección general Pablo BraunDirección editorial Leonora DjamentEdición y coordinación Claudia ArceCorrección Maximiliano PapandreaDiseño de colección Pablo BalestraDiseño de tapa Valeria Fernández

Diseño y diagramación de interior Daniela CodutoGestión de imprenta Lucía Fontenla

Prensa y comunicación Ana MazzoniComercialización Lucio Ramírez

Para esta edición de Excesos del cuerpo se utilizó papel ilustración de 270 gr en la tapa y Bookcel de 65 gr en el interior.

El texto se compuso en caracteres Trajan y Stempel Garamond.

Se terminó de imprimir en septiembre de 2009 en Talleres Gráfi cos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

Se produjeron 1.200 ejemplares.

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