unidad 4 4.2 reflexión sobre la identidad salvadoreña (2)

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Page 1: Unidad 4 4.2 reflexión sobre la identidad salvadoreña (2)

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Reflexión sobre la identidad salvadoreña

Luis Armando González (*)

Identidad, cambio, transformación y cultura salvadoreña atravesada por

fenómenos como la migración.

SAN SALVADOR - Hablar sobre la identidad de un pueblo siempre

resulta complicado, porque eso que se llama identidad no es una

esencia inamovible que pueda atraparse con las manos. Más bien, la

identidad de una sociedad es, además de cambiante en el tiempo, el

crisol en el que se funden distintas tradiciones, costumbres, símbolos y

prácticas individuales y colectivas. De aquí que la pregunta por qué o

cómo somos los salvadoreños no sea una pregunta de fácil respuesta;

además, se tratará siempre de una respuesta provisional, que se tendrá

que ir actualizando y poniendo al día a medida que la sociedad salvadoreña se vaya transformando. Precisamente, eso es lo que tiene

que hacerse con dos de los mejores retratos de la sociedad salvadoreña:

el realizado por Oswaldo Escobar Velado en su poema ―Patria exacta‖ y

el realizado por Roque Dalton en su ―Poema de amor‖.

Estamos ante dos retratos de El Salvador —de lo que somos los

salvadoreños— propios de un momento histórico determinado que, si

bien fueron certeros en su descripción de la salvadoreñeidad cuando vieron la luz, en esta primera década del siglo XXI deben ser no

ignorados o abandonados, sino continuados y actualizados con nuevos

aportes y nuevas intuiciones.

Pues bien, una forma posible de abordar el tema de la identidad

salvadoreña –qué y cómo se es salvadoreño— consiste en explorar cómo nos ven (y qué ven) otros y otras desde fuera, concretamente

desde Europa o incluso desde Estados Unidos. En el caso específico de

Europa, no resulta para nada extraño que un ciudadano europeo

promedio no sepa concretamente qué es y dónde queda El Salvador.

Seguramente sabrá de la existencia de América Latina y de los países

del subcontinente presentes en el debate público mundial. Pero no de El

Salvador, el cual, con suerte, podrá ser confundido con Salvador de

Bahía en Brasil. Ya desde aquí comienza el desdibujamiento de la

sociedad salvadoreña, porque lo que sigue es consecuencia de ese punto

de partida: de este modo, ese ciudadano o ciudadana de Europa, al

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escuchar el ―vos‖ en boca de un latinoamericano o de una

latinoamericana, inmediatamente se dirá a sí mismo que está con

alguien de la Argentina; si ve que baila salsa, supondrá que es

puertorriqueño (a) o panameño (a), por aquello de que Rubén Blades es

de este último país; si baila merengue, dominicano (a); si baila cumbia,

colombiano (a); y si baila samba, brasileño (a). Si está tostado (a) de su

piel por el sol, pensará que es del Caribe; si toca la sampoña o el

charango, que es de Bolivia; si canta música ranchera, de México; y si

toca el arpa, de Venezuela. Si tiene rasgos indígenas, creerá que es de

Bolivia, Perú, Ecuador, México o, con suerte, de Guatemala; si es negro (a), de Haití; si es mulato (a) o sambo (a), de Cuba; y si bebe café

incansablemente, de Colombia. Si se trata de un hombre en plan de

conquista abierta y sin complejos, que es un caribeño… Y así por el

estilo.

Se puede esgrimir que ese desdibujamiento de lo salvadoreño obedece a

simple ignorancia de la diversidad de naciones que caracteriza a América Latina. Es posible que sea así. Pero no hay que alegrarse

demasiado, ya que a lo mejor existe otra respuesta, que debería ser

buscada en lo que efectivamente significa El Salvador en el contexto

latinoamericano. Visto con una dosis mínima de objetividad, la

contribución de nuestro país a la configuración histórica de la identidad

latinoamericana es sumamente pobre, por no decir nula. Por donde

quiera que se vea –por lo negativo o lo positivo— lo latinoamericano no

se juega ni se ha jugado en El Salvador. En tiempos recientes, sólo en

una ocasión nuestro país estuvo a punto de dejar su propia huella en la

historia latinoamericana: durante la guerra civil de la década de los 80,

pero el desenlace de la misma impidió que esa huella se fijara en piedra

firme. Por más que haya quienes hagan alarde del proceso exitoso de

negociación, nunca lo sucedido en El Salvador va a desplazar en significado el triunfo de la revolución sandinista (1979) y, mucho menos

aún, de la revolución cubana (1959).

Para seguir en el marco centroamericano, la huella de El Salvador, en

general, es bastante pobre. Si se excluyen los temas de pandillas

(maras), violencia y migración –a los cuales es inevitable referirse

cuando se habla de Centroamérica en la actualidad—, en los grandes ejes configuradores de la historia y de la identidad de la región nuestro

país no tiene nada importante que decir. En poesía y en música popular,

ahí está Nicaragua; si se habla de etnicidad, hay que volver la mirada a

Guatemala; si de lo que se discute es de la democracia, es de rigor

pensar en Costa Rica; y si el asunto son los recursos naturales,

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Honduras sale a relucir casi inmediatamente –y ahora hasta las pupusas

son reclamadas por los hondureños como patrimonio nacional—.

Si para El Salvador las cosas son así en Centroamérica, en el marco

latinoamericano su presencia es casi inexistente. Las grandes tradiciones artísticas (tanto populares como de élite) tienen ahora como

en el pasado su foco en México, Argentina, Brasil, Colombia o Chile. Los

fenómenos políticos que trascienden al subcontinente se gestan en

Cuba, Brasil, Venezuela, Ecuador, Argentina o Bolivia. Cuando se piensa

en regímenes dictatoriales inmediatamente se piensa en las dictaduras

militares del Cono Sur de los años 60, 70 y 80. Cuando se habla de

dictadores se habla de los militares que encabezaron sangrientos

regímenes, especialmente de Augusto Pinochet, Alfredo Stroessner y

Rafael Videla. Y en esta misma línea, cuando se piensa en el prototipo

del dictador latinoamericano ridículo y nefasto –las dos cosas a la vez—

inmediatamente se piensa en el ―Chivo‖ dominicano: Leónidas Trujillo.

Ahora bien, ¿es ajeno El Salvador a los procesos, negativos y positivos,

que se gestan (y han gestado) en América Latina. En lo absoluto.

Nosotros tal vez no contribuyamos (o hayamos contribuido) con algún

aporte original a la configuración de la identidad latinoamericana, pero

todo lo que caracteriza a América Latina tiene su réplica en El Salvador.

Aquí todo lo latinoamericano (desde México hasta Argentina) se replica y

se copia. Claro, está a la salvadoreña: como una caricatura mal hecha. Hemos tenido nuestros criminales, que quisieron copiar los usos y

estilos de los dictadores latinoamericanos; no tuvimos un ―Chivo‖, pero

sí un ―Tapón‖ (el General Fidel Sánchez Hernández), y más atrás en el

tiempo tuvimos nuestro ―Brujo‖ (el General Maximiliano Hernández

Martínez).

No tuvimos un Cantinflas, pero sí un Rockinflas; también hemos tenido un ―Piporro salvadoreño‖ y en la actualidad tenemos a nuestro ―Don

Francisco‖, en el programa ―Fin de Semana‖ que todos los sábados

transmite un canal nacional. Tenemos conjuntos musicales que copian,

a su manera, todos los ritmos latinoamericanos y caribeños

(principalmente, cumbia y música ranchera) y que hacen bailar a la

gente (que también lo hace a la manera salvadoreña: mezclando pasos,

ritmo y con una lentitud que, en el caso de la cumbia, puede ser

exasperante). No somos andinos, pero tenemos aun –sobrevivientes de

los años setenta y ochenta— grupos musicales que se dedican a tocar

música andina y que pusieron de moda, en su momento, ―El cóndor

pasa‖ (aunque nunca un cóndor haya volado en cielos salvadoreños y

aunque nuestros cerros y volcanes parezcan pequeños montículos

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comparados con los Andes).

En cuanto a la literatura y la poesía, sólo en unas cuantas ocasiones

hemos estado a un paso de dejar una huella en América Latina: con Francisco Gavidia, Salarrué, Roque Dalton y Roberto Armijo. Pero

nuestra marginalidad endémica lo impidió. Ni modo; marginales como

somos –al fin y al cabo, provincia remota de México desde tiempos

inmemoriales— no nos ha quedado más remedio que ser receptores de

distintos influjos culturales (también, económicos y políticos)

provenientes de América y España que hemos adoptado y adaptado con

peor o mejor suerte, aunque con poca creatividad y originalidad. Por

supuesto que tenemos escritores (poetas, poetisas, literatos, literatas y

ensayistas), pero aparte de lo que algunos de ellos y ellas se creen, su

huella en el concierto latinoamericano (o incluso centroamericano) es

nula.

En fin, pese a la vocación de copiar todo lo que sucede en otras partes –

desde hace un par de décadas, a los modelos a copiar se ha añadido el

estilo de vida estadounidense—, no se ha adquirido la pericia para

hacerlo bien: por lo general se trata de copias pobres y mal hechas, que

terminan –especialmente en el caso de la cultura popular— por

deformar el gusto y las costumbres de la gente. Pero aquí estamos,

siendo parte de América Latina; replicando en caricaturas –desde los dictadores y el caudillismo hasta los modos de hablar y de vestir— lo

que sucede en otros países latinoamericanos. Prácticamente todo lo que

caracteriza a América Latina está presente en El Salvador; es decir, este

es un país latinoamericano típico. Y está presente porque llegó de fuera

y ha sido copiado, adaptado y adoptado, por la gente, desde las élites –

cuya vocación para la copia no va a la zaga sino a la vanguardia del

resto— hasta los sectores populares. Somos un país receptor de cultura,

de hábitos, estilos de vida y costumbres.

Aprendimos a recibir (y nos acostumbramos a ello) desde las primeras

migraciones nahuas que llegaron de México, en la época prehispánica.

Lo que somos es lo que hemos recibido y seguimos recibiendo del

exterior. Ahora mismo, gracias al torrente migratorio hacia Estados

Unidos estamos copiando no sólo la arquitectura de las residencias

estadounidenses, sino (acompañado de los usos idiomáticos

correspondientes) el estilo de vida ―americano‖. Nos agringamos de

manera acelerada, pero seguimos usando el vos sin ser argentinos (para

distinguirnos, hay un leve sonido de la ―j‖, que suena en lugar de la ―s‖

y decimos, por ejemplo, ―vos querés‖ o ―vos pensás‖, no ―vos quieres‖

o ―vos piensas‖), comiendo tortillas de maíz sin ser mexicanos, bailando

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cumbia sin ser colombianos, diciendo ―carajo‖ sin ser peruanos,

escuchando y bailando la batucada sin ser brasileños y teniendo a

nuestros propios caudillos (aprendices de caudillo) sin ser ecuatorianos,

bolivianos o venezolanos. Desde el tema de la identidad, la ―patria

exacta‖ de Oswaldo Escobar Velado es, más bien, una patria inexacta:

una patria con contornos difusos e indefinidos, una patria que se

desvanece en cada instante, pero de la cual algo queda: las mezclas, las

copias y las caricaturas de todo lo que nos impacta y que, en definitiva,

nos sirve para sobrevivir como sociedad.