tongo bango y karambé

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TONGO BANGO Y KARAMBÉ Tongo Bango vivía en los alrededores de una playa salvaje, en la que crecían magníficos árboles repletos de rica fruta de preciosos colores y muy gustosa. Eran árboles enormes y el tronco de algunos de ellos estaba hueco: en su interior, Tongo Bango estaba fresquito y resguardado. Karambé vivía en el agua y los dos amigos pasaban el día agradablemente. Tongo Bango, de vez en cuando, recogía alguna fruta madura y muy dulce, y se la tiraba a su amigo, al que le gustaba muchísimo el sabor de estos alimentos tan insólitos para él. Un día, Karambé, mientras charlaba con Tongo Bango, le dijo a bocajarro: “Tú me demuestras continuamente tu amistad. Me haces compañía y compartes conmigo generosamente los frutos de los árboles, que yo nunca podría recoger. Ven aquí, al agua, y te enseñaré lo maravilloso que es mi mundo”. “El agua, querido amigo tiburón”, respondió el gorila Tongo Bango, “no es precisamente cosa para mí”. Pero el tiburón, sin darse por vencido, insistió: “Ven. Te llevaré sobre mi espalda y no tendrás absolutamente nada que temer. Podrás alcanzar aquella pequeñísima isla que ves allá a lo lejos. En ella, crecen maravillosas flores, en las que viven pequeñas abejas muy trabajadoras. Estas abejas producen una miel muy perfumada y la depositan en pequeños cestos de juncos, finamente trenzados. Te podrás dar un atracón. En la isla, también hay un maravilloso palacio de nácar, en el que vive el rey Lirta, el señor de las aguas. El rey tiene cara de hombre y cuerpo de pez, y puede vivir en el fondo del mar o en la tierra, según lo que quiera”. Tongo Bango se dejó tentar por la invitación y, al final, aceptó. Se subió a un gran tronco que estaba flotando en el agua y de allí dio un salto para alcanzar la espalda de Karambé. Se colocó, como mejor pudo, sobre el viscoso cuerpo de su amigo, intentando vencer el temor y la desconfianza que le daba el agua. El tiburón le daba ánimos con tono alegre y le seguía describiendo las cosas extraordinarias que le esperaban. Al final, se dirigió a su amigo y le dijo:

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TONGO BANGO Y KARAMBÉ

Tongo Bango vivía en los alrededores de una playa salvaje, en la que crecían magníficos árboles repletos de rica fruta de preciosos colores y muy gustosa. Eran árboles enormes y el tronco de algunos de ellos estaba hueco: en su interior, Tongo Bango estaba fresquito y resguardado. Karambé vivía en el agua y los dos amigos pasaban el día agradablemente. Tongo Bango, de vez en cuando, recogía alguna fruta madura y muy dulce, y se la tiraba a su amigo, al que le gustaba muchísimo el sabor de estos alimentos tan insólitos para él.Un día, Karambé, mientras charlaba con Tongo Bango, le dijo a bocajarro:“Tú me demuestras continuamente tu amistad. Me haces compañía y compartes conmigo generosamente los frutos de los árboles, que yo nunca podría recoger. Ven aquí, al agua, y te enseñaré lo maravilloso que es mi mundo”.“El agua, querido amigo tiburón”, respondió el gorila Tongo Bango, “no es precisamente cosa para mí”.Pero el tiburón, sin darse por vencido, insistió:“Ven. Te llevaré sobre mi espalda y no tendrás absolutamente nada que temer. Podrás alcanzar aquella pequeñísima isla que ves allá a lo lejos. En ella, crecen maravillosas flores, en las que viven pequeñas abejas muy trabajadoras. Estas abejas producen una miel muy perfumada y la depositan en pequeños cestos de juncos, finamente trenzados. Te podrás dar un atracón. En la isla, también hay un maravilloso palacio de nácar, en el que vive el rey Lirta, el señor de las aguas. El rey tiene cara de hombre y cuerpo de pez, y puede vivir en el fondo del mar o en la tierra, según lo que quiera”.Tongo Bango se dejó tentar por la invitación y, al final, aceptó. Se subió a un gran tronco que estaba flotando en el agua y de allí dio un salto para alcanzar la espalda de Karambé. Se colocó, como mejor pudo, sobre el viscoso cuerpo de su amigo, intentando vencer el temor y la desconfianza que le daba el agua. El tiburón le daba ánimos con tono alegre y le seguía describiendo las cosas extraordinarias que le esperaban. Al final, se dirigió a su amigo y le dijo:“Querido Tongo Bango, el rey Lirta estará muy contento de verte”. “¿Contento?”, respondió el gorila. “¿Y por qué? Ni siquiera me conoce y, quizás, me encuentre soso e incluso antipático”.“Querido Tongo Bango, esto al rey le importa muy poco. En su corazón, late un corazón de pez y él necesita el corazón de un mamífero como tú para poder vivir mucho tiempo”.A Tongo Bango se le heló la sangre literalmente en las venas. ¡Era una trampa! Ahora se explicaba toda la amabilidad de Karambé, todos los arrumacos y su manía de invitarle a dar un paseo por el agua. Quería cogerle su corazón para dárselo a su amo y señor. Por suerte, además de tener un corazón, Tongo Bango también poseía un gran cerebro. Sólo una

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jugada inteligente podría salvarle... Pensó febrilmente durante algunos instantes y después dijo:“Querido Karambé, aprecio tu fidelidad hacia el rey Lirta. Su vida es muy valiosa y, verdaderamente, vale el sacrificio de la mía. Sin embargo, querido amigo, ¿por qué no me dijiste antes que necesitabas mi corazón? Seguramente, mi pelo y mis patas no te sirven para nada”.“Claro que no. Pero, ¿y esto a qué viene?”.“Deberías habérmelo dicho antes”, continúo lamentándose Tongo Bango.“¡No hubieras venido conmigo si te lo hubiese dicho!”.“Te equivocas. Hubiera venido igual y ahora no nos encontraríamos en esta apurada situación. Debes saber que no llevo conmigo mi corazón, que es lo que tu rey necesita. Cuando voy a lugares que están lejos, siempre lo dejo en casa, bien escondido, porque tengo miedo de que se me oxide”.Karambé, sobresaltado por la sorpresa, le dijo:“¿Qué estás tramando? ¡Esto me lo dices para salvar la vida!”.“No, créeme”, jugó aún con más astucia Tongo Bango. “Estoy muy apenado por no tener conmigo mi corazón y el hecho de que dudes de mis palabras me ofende. Venga, llévame delante de Lirta: yo mismo le diré que me mate y que coja mi corazón. Peor para ti y para él, cuando no encontréis nada”.Karambé se puso más dócil y le dijo:“Si te llevo a tierra, ¿cogerás tu corazón y después vendrás de nuevo conmigo?”.Tongo Bango se sentía lleno de felicidad (casi estaba a salvo), pero disimuló muy bien sus sentimientos y con voz seria respondió:“Si crees que soy un embustero, llévame ahora delante de tu rey”.“Muy bien, te creo, te creo”, afirmó Karambé. “Prométeme que después de haber cogido tu corazón volverás conmigo y dejarás que te lleve delante del rey Lirta”.“Cuenta con ello”, le dijo el gorila.Entonces, Karambé giró sobre el agua y empezó a nadar, con ganas, hacia la playa donde vivía Tongo Bango. Tongo Bango estaba en silencio y, cuando el tiburón llegó a la orilla, saltó con todas sus fuerzas para alcanzarla.“¡Eh!”, le dijo el tiburón, “date prisa. Mi amo te espera y ya estamos llegando tarde”.“Tranquilo”, respondió Tongo Bango, “me encantará saludar a tu rey”. Después, le giró la espalda y desapareció rápidamente entre los árboles.Karambé esperó durante un rato sin preocuparse. Después, viendo que los minutos pasaban y que Tongo Bango no volvía, se empezó a poner nervioso.“Tongo Bangooooo”, gritó el tiburón. “¿Dónde te has metidoooooo?”. Silencio. Karambé sentía cómo la rabia le salía por los ojos y después le invadía el resto del cuerpo.“¡Canalla! ¡Mentiroso! ¡¡¡Nunca me tendría que haber fiado de ti!!!”, gritaba el tiburón con la mirada inyectada de rabia.

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De la cima de un árbol oyó cómo respondía Tongo Bango, que con tono seco e irónico dijo en dirección al tiburón:“¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar, dime, confiado y amable amigo?”.Karambé se sintió derrotado, pero no quiso rendirse y decidió tentar al gorila con otro astuto truco. Con voz muy suave, dijo a Tongo Bango, que seguía mirándole sonriente desde la cima de su seguro árbol:“Ven y trae contigo el corazón. Pero no para llevárselo al rey. Te quiero llevar a un lugar precioso donde viven bellísimas gorilas. El corazón te servirá para enamorarte de una de ellas y que sea tu esposa”.“Eres un auténtico necio”, le respondió Tongo Bango. “¿Cómo puedes pensar que caiga por segunda vez en la misma trampa? Yo no soy la oca”.“¿Quién es la oca? ¿Qué pinta la oca en todo esto?”, se irritó el tiburón.“¿Cómo?”, dijo Tongo Bango. “¿No conoces la historia de la oca?”.“No”, dijo Karambé que era un poco ignorante y que le reventaba tener que admitirlo.“Bueno”, dijo Tongo Bango. “Entonces, te la cuento yo”.“Pero no te alargues demasiado”, dijo Karambé, que sentía mucha curiosidad por la historia, pero que, por nada del mundo, quería admitirlo.Y Tongo Bango empezó su relato.

EL DUENDE DE LAS LÁGRIMAS

¡Cuántos días de juego le esperaban! Se levantó alegremente de la cama y, después de haberse limpiado los dientes, se fue en busca de su mamá que estaba en la cocina. ¡Cuántas cosas buenas le esperaban para desayunar! La mamá le recibió con una luminosa sonrisa (le gustaba tanto su mamá, era simpática y siempre sonreía) y le invitó a sentarse. Después, le puso delante la taza de leche y los copos de cereales de siempre. Inmediatamente, Jorge cambió de humor. Le hubiera gustado desayunar una tostada con chocolate y estaba cansado de la leche; él prefería té. Entonces, le dijo a su mamá con insolencia:“No me gusta lo que me has puesto y no me lo comeré”. Jorge levantó la voz a su mamá, en lugar de pedir “por favor”. La mamá se enfadó mucho por estos modales y gritó. Entonces, Jorge, en vez de pedirle perdón, empezó a chillar

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aún más fuerte, y después, como la mamá se alejó, porque no pensaba hacerle una tostada con chocolate ni tirar la leche para hacerle té, estalló en un llanto desesperado. Una lágrima cayó al suelo y tomó forma. Jorge se quedó con la boca abierta por la sorpresa. La lágrima creció, creció y, cuando alcanzó el tamaño de un ratoncito puesto de pie sobre las patas posteriores, se coloreó de verde. Jorge se inclinó hacia el suelo y vio un pequeñísimo duende, delgado, muy delgado, con un puntiagudo gorrito en la cabeza hecho con una hoja.“¿Quién eres?”, le preguntó.“Soy el duende de las lágrimas. Ven conmigo al jardín, quiero enseñarte una cosa”.Jorge lo siguió. El duende, minúsculo y muy ágil, iba adelante. Llegaron al jardín y el duende señaló a Jorge una pequeña trampilla que estaba escondida entre la hierba. ¿De dónde había salido? Jorge estaba seguro que nunca la había visto. Conocía muy bien su jardín: lo había explorado centímetro a centímetro.“No te hagas demasiadas preguntas”, le dijo el duende con dulzura, pero también con determinación. Después, aquel pequeño ser se inclinó sobre la trampilla y, con una fuerza insospechada, la abrió. Jorge vio una larguísima escalera. El duende empezó a bajarla e invitó a Jorge a que le siguiera. Había miles de escaleras y Jorge, siempre precedido por el duende, las bajó todas. Al final de la imponente escalinata, se encontró con un maravilloso jardín. Sin embargo, en el suelo, no había hierba: el suelo estaba constituido por un material blanco y brillante, que desprendía destellos azulados. Los árboles, no se sabe cómo, habían arraigado en ese suelo sus robustas raíces. En el centro de un espacio circular, en torno al cual los árboles estaban dispuestos formando una corona, había una grandísima mesa de cristal, sobre las que se apoyaban muchísimas y fabulosas copas de nácar. Cada copa contenía millares de perlas resplandecientes. Parecía que habían nacido de los rayos del sol; Jorge nunca había visto una cosa tan espléndida. El duende, sin hablar, le hizo un ademán para que le siguiera. Pasó por el lado de la mesa de cristal y se adentró entre los árboles. Y allí había una chabola. El duende empujó la puerta y él y Jorge entraron. Todo allí dentro estaba sucio, polvoriento y en desorden. En el centro de la chabola había una mesita de madera medio rota, sobre la que estaban dispuestos, en un triste desorden, muchísimos cuencos de cartón piedra abo?llados. Estos sucios cuencos estaban llenos de perlas torcidas, de color grisáceo, sin ningún resplandor, apagadas.“¿No crees que estas perlas son feísimas?”, preguntó el duende a Jorge.“Sí, son muy feas”, respondió el niño. “Pero, ¿qué significa todo esto? ¿Por qué estas perlas son tan poco agraciadas y las otras son tan bonitas? ¿De dónde han salido? ¿De quién son?”.El duende le respondió señalándole un cuenco:“Mira, todas éstas son lágrimas. Y allí, en aquel pequeño cuenco, se encuentran las tuyas de esta semana”.Jorge no entendía nada y el duende se explicó:“Hay tres tipos de lágrimas. Las lágrimas que nacen del dolor, las lágrimas que nacen de la alegría y las lágrimas que esconden caprichos, rabia o absurdas pretensiones. Ninguna lágrima vertida se pierde. Nosotros, los duendes, que

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somos millones y millones en todo el mundo, las recogemos todas y las llevamos a los distintos centros de recogida, todos iguales a éste, que están esparcidos en muchísimos jardines del planeta Tierra. Las lágrimas de dolor y de alegría se convierten en increíbles perlas de gran belleza: se transforman en los tesoros que hay escondido en las vísceras de la tierra, que los hombres han buscado durante siglos y siglos, y que hoy se consideran fruto de la fantasía. Las lágrimas que nacen de motivos fútiles, tontos o malos se transforman, por el contrario, en estas horribles perlas grisáceas. Jorge se quedó mudo. El duende giró la espalda a las feas perlas, se dirigió hacia la mesa de cristal sobre la que se encontraban las copas de nácar con las perlas brillantes, pasó por delante y se dirigió hacia la escalinata. Jorge le seguía. Subieron juntos y después el duende sonrió al niño y volvió sobre sus pasos. La trampilla se cerró y la hierba que crecía alrededor también se cerró sobre ella, hasta hacerla desaparecer de la vista.Jorge se sentía extraño: temor, sorpresa y también una sensación de cálida dulzura le invadían. Volvió a casa y entró en la cocina: su desayuno estaba allí. Se lo comió todo: “Nunca más se mostraría tan caprichoso como antes”, se dijo. “¡Era tan buena la leche que le había preparado su mamá!”, pensó. Se levantó de la silla, buscó a su mamá y, cuando la encontró, le dio un gran abrazo: “Perdóname por lo de antes”, le dijo. Y de sus grandes ojos azules salieron dos grandes lágrimas de arrepentimiento. Miró hacia abajo y vio al pequeño duende que las recogía: en el mismo momento en el que las pequeñas manos del minúsculo duende tocaron las lágrimas, éstas se transformaron en dos resplandecientes perlas.

La historia de la orca

Caminando, caminando, se adentró en un bosque maravilloso. Pronto, hizo amistad con unas ardillas y con otros animalitos de los cuales no conocía su nombre, y así empezó a llevar una vida mucho más despreocupada. Comía, dormía, charlaba y, mientras tanto, cada vez engordaba más. Un bonito día, pasó por allí un zorro y vio que la oca estaba muy gorda. Pasado el primer momento de estupor, porque en el bosque nunca había visto nada igual, se le ocurrió una idea. Aquella oca podía ser una estupenda comida para el león, que, desde hacía meses, estaba enfermo en su guarida y no tenía fuerzas para ir a cazar y procurarse alimento. Si consiguiera llevarle la oca, el rey león podría comer y, por tanto, recuperar fuerzas. Después, le estaría agradecido para siempre. Eso es lo que pensaba el zorro que, ya sabéis, es un animal muy astuto. Entonces, se acercó a la oca y le dijo con voz muy dulce:“Querida oca, no nos conocemos, pero me gustaría hacerte una confidencia. El león está muy triste desde el día en el que, pasando casualmente por aquí, te vio. Él se siente muy solo, pero, al verte, ha pensado que podrías ser una compañera perfecta para él. Le encanta el color blanco de tus plumas, tu porte elegante, tu gracia femenina y tu alegría. Te ha oído hablar con las ardillas y le hubiera gustado mucho poder participar también él en la conversación. Pero, ya sabes, el rey es muy tímido cuando se trata de hacer amistad y no ha osado

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decirte nada. Me gustaría llevarte a su guarida y que lo ?conocieras: probablemente, te pedirá que seas su mujer”.La oca, feliz por lo que estaba escuchando, asintió, sin ni siquiera extrañarle demasiado la singularidad de la propuesta. Se dirigieron juntos hacia la guarida de león y, justo delante de la puerta, el zorro se dirigió a la oca y le dijo:“Espérame un momento; quiero preparar al león para tu visita. De otro modo, la emoción sería demasiado fuerte”.La oca dijo que sí, que le iba muy bien disponer de algunos minutos para peinarse las plumas, para que el león la viera deslumbrante.El zorro entró en la guarida, se acercó al león y le dijo:“¡Te he traído una opípara y gustosísima cena!”.El león se puso muy contento con este inesperado regalo y le aseguró al zorro que siempre lo protegería, prometiéndole también un puesto de consejero del rey.El zorro satisfecho salió para acompañar a la oca a la guarida del león. En cuanto la desgraciada oca estuvo delante, el león dio un salto para hincarle los dientes. Por suerte, el león estaba muy débil y no pudo coger a su presa. La oca enseguida comprendió que había caído en una trampa y corrió lo más deprisa que pudo. Milagrosamente, consiguió escapar y volvió al lugar del bosque donde antes estaba segura y donde tenía muchos amigos.El león se sentía muy enfermo y se enfadó con el zorro:“Odio que me prometas una cosa y que no la mantengas”, le dijo. “Tú me aseguraste una opípara y maravillosa cena y mi cena se ha esfumado”.El zorro quería a toda costa contentar al león y no perder el privilegio que le había prometido. Por tanto, volvió al lugar donde había ?encontrado a la oca y con voz, aún mucho más meliflua, le dijo:“Estoy aquí para pedirte disculpas de parte del león. Estaba nervioso y cansado. Le hubiera gustado que lo vieras en forma y, sin embargo, cuando llegaste estaba muy débil, como un andrajo. Se ha enfadado porque temía hacer una mala pareja contigo”.La oca escuchaba con curiosidad y un poquito esperanzada (se había quedado muy desilusionada por no haber podido hacer amistad con el león).El zorro continúo:“El león me manda para que te pida perdón y te diga que vuelvas con él para iniciar, así, una bonita relación de amistad sincera y duradera”.La oca se tragó todo el falso discurso del zorro, sin tener ni siquiera una mínima duda, y decidió seguirle.Cuando entró en la guarida, el león le esperaba muy cerca de la entrada. La crédula oca no tuvo tiempo ni de decir “Buenos días”, cuando el feroz león ya la había atrapado, para después comérsela de un solo bocado.Tongo Bango, después de haber acabo su extenso relato, le dijo al tiburón:“Ahora, ¿ya lo has entendido? Sólo los necios caen dos veces en la misma trampa. La oca era una necia. Yo no. Yo no me parezco a la oca”.Y después, pasando casi por delante de las narices del tiburón, se alejó satisfecho entre los árboles.