sujeto fabulado i notas (borrador casi final)

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1 sujeto fabulado I notas Marcelo Percia

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sujeto fabulado Inotas

Marcelo Percia

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Sujeto fabulado atiende diferentes empleos de la palabra sujeto y ejercita enunciados que se proponen desconcertar automatismos del sentido común.

Este libro no pretende a la filosofía ni al psicoanálisis, tampoco a la poesía ni a la literatura, practica una ficción ensayística y trata de responder ante urgencias clínicas.

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Intenta pensar usos del vocablo sujeto. No se propone una teoría de lo que concibe y captura la palabra sujeto, sino observaciones (no observancias) en lecturas clínicas.

Trata de ir más allá de la idea de sujeto para probar qué pasa con el pensar.

Ante la pregunta ¿quién habla cuando alguien está hablando?, se podría responder: habla la culpa, habla el desafío, habla la moral, habla el heroísmo, habla la ambición, habla el abandono, habla el dinero.

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Protagonizamos vidas que no gobernamos. Un no dominio peculiar que nos hace creer que podemos mandar. Un no gobierno que se presenta como libertad.

Tal vez estos tiempos asuman la tarea de terminar de desprenderse de las ideas de esencia, sustancia, fundamento.

De agitar la inmovilidad de invenciones llamadas sujeto, ser, persona, identidad, yo, sí mismo, interioridad, psiquismo.

No se trata de salvar la noción sujeto adosándole participios: dividido, estallado, fragmentado, debilitado, abismado, arrasado.

Los participios participan de la fábula: completan, auxilian o modifican algo que florece fortalecido.

Los participios pasados sugieren una condición o adosan una cualidad que se presenta como ya adquirida.

Este libro interroga la soldadura más o menos reciente de la palabra sujeto con la idea de ser humano. Así como la propensión, de las criaturas hablantes, a ilusionar un ser más allá de la momentánea existencia viva.

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Interroga ¿qué sucede si se intenta pensar, hasta las últimas consecuencias, sin la fabula de sujeto?

¿Cómo sería la vida sin las ideas de ser, identidad, sí mismo, psiquismo?, ¿cómo sería sin relaciones de propiedad (mi cuerpo, mi pensamiento, mi vida) y sin relaciones de atribución (bueno, inteligente, psicótico)?, ¿cómo serían las proximidades y distancias entre dos, tres, veinte, miles, sin la idea de unidad?

Pero, ¿qué queda? Quedan velocidades que bocetan rostros/máscaras/cuerpos que suenan o hablan para otros rostros/máscaras/cuerpos bocetados. Un rostro, una máscara, un cuerpo, son demoras de la velocidad.

Escribe Saint Pol Roux (1940) “Amor: dos velocidades que se penetran y se fijan (se detienen) en un beso”.

Rostro/máscara/cuerpo que habla, pero no emite palabras desde una interioridad ya hecha, sino que el hablar que se propaga afirma o crea la existencia de alguien al que le crecen oídos para escuchar o nacer en lo que se está diciendo.

Dice el Movimiento: El impulso no cesa.

Dice la Rapidez: Primero, yo.

Dice la Velocidad: En el momento fui lentitud; en el instante, inmovilidad.

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El emisor no precede al decir: cuando vibra lo dicho, inventa en ese vibrar un cuerpo/máscara/rostro que se apresura a hablar temblando.

La memoria de un sí mismo interior es resonancia de ese sonar que persiste.

Cuando alguien camina, no camina la persona, ni el yo, ni la voluntad; ese lugar lo ocupa el caminar, el ir y el volver, el llegar a tiempo o arribar tarde, el espacio por recorrer, la huella por dejar, el alejarse de algo o de alguien y el acercarse más, el encuentro posible y la partida, el movimiento que concita piernas y pies, brazos y cabeza, cuerpo que vive por ese movimiento.

Miles de referencias no alcanzan para marcar un territorio en la inmensidad.

Ensayo, ficción, clínica, navegan lo inabarcable.

Clínica como estado en el que se advierte que los pensamientos que parasitan y torturan la vida son los mismos que ayudan a vivir.

La idea de pensamientos que siendo los mismos son otros o que siendo otros son los mismos, está presente en Pierre Menard, autor del Quijote de Borges (1941). Explica que Menard no copia ni se identifica con Cervantes, sino que escribe el Quijote de Cervantes (palabra por palabra y línea por línea) trescientos años después, siendo Pierre Menard. Comenta

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Borges: “El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico”.

Entre algunos psicoanalistas, la idea de sujeto transporta la ilusión de un ser.

La expresión ensayo ficcional derrama una idea sobre otra: cuando el ensayo copula con la ficción, el pensamiento se resiste a reflejar el sentido común, a la vez que rehúsa establecerse como sistema afirmado en sí mismo.

Ensayo clínico ficcional como recolección de ideas que flotan tras el naufragio, piezas dispersas de culturas que llegan a una orilla tras el hundimiento de la embarcación, restos que sobreviven al programa de la ilustración universitaria.

La escritura del ensayo, la práctica del psicoanálisis y el oficio del profesor tienen inclinación a irse por las ramas.

Asociación libre no equivale a irse por las ramas.

Asociación libre nombra la astucia del psicoanálisis para burlar controles de la conciencia y acariciar el secreto de los síntomas hablando de (lo que

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parece) cualquier cosa. Perpleja y aturdida ante el vértigo de conexiones sin necesidad, la conciencia se muestra (por un momento) como lo que obra no siendo: hueco herido, multiplicidad de costuras labradas en el vacío, una nada que respira entre los labios del sentido.

Irse por las ramas supone desprenderse de la fijeza del tronco, practicar la diseminación.

El ensayo pierde interés incrustado en una clasificación, modelo o género; el psicoanálisis aburre si se reduce a que alguien se refiera sólo a lo que padece; del profesor universitario se podría prescindir si se limita a repetir un programa.

Lo fragmentario del ensayo ficcional sigue el ritmo argumentativo de lo inabarcable. Evita el blablablá macizo de lo resuelto (incluso aquel disimulado por la fingida modestia de los condicionales).

Lo fragmentario no es exageración del punto y aparte, sino silencio; no es impotencia, sino impoder.

Si impotencia es orgullo herido que pretende todo, impoder es potencia de lo limitado.

Lo fragmentario comienza y se interrumpe como sorbo.

Lo fragmentario no es pereza que se niega a trabajar en la articulación de lo disperso, sino fascinación y encantamiento por lo que se esparce.

Lo fragmentario es también una manera del pensar en común que practica la momentánea proximidad de lo lejano, la reunión de lo que no se une, de lo que vive desunido.

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No hay un yo que piensa, el pensar atraviesa como ráfagas, remolinos, sacudidas de voces, muchas veces, inauditas.

La audición y expresión de esos vientos que hablan, gusta de la forma fragmentaria.

El sentido común disciplina y contiene audiencias, el pensar en común destella, relampaguea, pulsa demasías: demasiada humanidad, la humanidad; demasiada historia, la historia; demasiado pensamiento, el pensamiento.

Si el ser en común inventa religiones, naciones, ciudades, clases sociales, escuelas, fábricas, redes, clubes, familias; el estar en común señala la fatalidad de proximidades y distancias entre vivientes que hablan (casi siempre) lenguas diferentes.

La escritura fragmentaria, en este libro, se corresponde con lecturas fragmentarias que toman, de aquí y de allá, cosas tomadas por otros.

Escribe Oscar Wilde (1891): “El misterio del mundo es lo visible, no lo invisible”. La pregunta es cómo se da a ver lo que se ve, cómo se da a pensar lo que se piensa. El misterio es cómo ha sido posible lo visible.

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Escribe Paul Klee (1940) “No se trata de reproducir lo visible, sino de hacer visible lo invisible”. Tal vez se trate de hacer visible lo visible. No ahogar ni clausurar su poder de insinuación. Lo visible no importa como ya visto, sino como promesa de algo entrevisto.

Escribe Foucault (1966) a propósito de Blanchot: “la ficción consiste no en hacer ver lo invisible, sino en hacer ver hasta qué punto es invisible la invisibilidad de lo visible”.

La ausencia habita la presencia: la ausencia se da a la presencia sin dar toda su potencia.

La ficción ensayística es una narrativa de ausencias por venir: potencia inminente.

Lo invisible no es el reverso de lo visible, sino su promesa.

Promesa sustraída de la finalidad, el porqué, la utilidad.

Tiempo y movimiento habitan en lo visible como invisibilidad.

Este libro no ofrece un catálogo de citas y fragmentos sobre la palabra sujeto en la historia de las ideas. El coleccionista hace alarde de las piezas que posee, a la vez que vive esclavo de tener que completar la serie.

Lo fragmentario se corresponde con un diálogo clínico siempre interrumpido, escuchante de lo que lo interfiere.

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El diálogo clínico des-piensa: intenta desprender, poner en entredicho o en narrativa opcional, eso que se piensa en la ilusión que llamamos nosotros mismos.

Diálogo que, por momentos, imita el vértigo del sueño.

El fetiche de la impotencia es la erección, su divisa el fracaso, su pasión la envidia.

El impoder practica la tirada de dados, el momento entusiasta de la posibilidad, la sugestión de lo posible.

“Pensar es arrojar los dados” escribe Deleuze (1972).

Agito cinco dados en un cubilete, escucho el sonar de lo posible (lo posible suena como martillazos o cabezas que chocan contra las paredes del encierro).

Antes de la tirada, se debaten nerviosas todas las combinaciones posibles.

Una tirada de dados nunca abolirá el azar (“Un coup de dés jamais n'Abolira le Hasard” Mallarmé (1897), termina con un verso que dice: “Todo Pensamiento emite una Tirada de Dados”.

Clínica como deliberación y como fuga, como invención de argumentos que nos rescatan del tedio de las interpretaciones.

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Clínica (si no como experiencia de des-sujeción) como risa que desafía la solemnidad de las figuras que pretenden abolir al azar.

Samaniego (1781) relata una fábula sobre proyectos inteligentes que no se realizan. En el Congreso de los ratones se aprueba por unanimidad “echarle un cascabel” al peor enemigo “… y de esa suerte / al ruido escaparían de la muerte”. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato? Uno por corto de vista, otro por muy viejo, otro por dolorido, ninguno de los presentes se anima a llevar a la práctica la maravillosa idea.

¿La clínica pone el cascabel al gato? Trata de advertir (haciendo sonar) los modos en que las figuras que dominan una vida persuaden la conveniencia de sus dulces tiranías.

En el impoder reside el secreto de la potencia clínica.

Cada encuentro clínico termina con un límite (dejamos, por hoy, acá) y una promesa (seguimos la próxima).

En el impoder vive el entusiasmo por lo que aún no se puede pensar.

Tiene más de noventa y está internada en la sala de un hospital público. -¿Dónde están mis zapatos?, pregunta a la enfermera. -¿Por qué, abuela, se piensa ir? -No -Y, entonces, ¿para qué los quiere?-¡Los quiero porque sí!

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A veces, el porque sí del impoder sostiene la única libertad posible.

El psicoanálisis ofreció una gran posibilidad al pensamiento intelectual de los años sesenta y setenta que se difundía en algunas ciudades de nuestro país. Con el tiempo, toda gran posibilidad pone a la vista que supone, también, una gran limitación. Este libro celebra esa gran posibilidad y soporta la gran limitación.

Ensayística clínica ficcional atiende sufrimientos que derivan de errores, desmesuras, injusticias de la civilización del lenguaje.

Se intenta intervenir la idea de sujeto para advertir automatismos que se nos imponen para decir o pensar lo que nos pasa.

Decime, ¿qué te está pasando?

El lenguaje con su cinta infinita envuelve la ficción humana para que no nos pase la vida abusiva.

No sé qué me pasa.

El extrañamiento no es una ajenidad, sino un exceso.

Quiere dormir, las horas no pasan nunca.

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Escribe Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Que somos sensibilidad de pasaje quiere decir que no somos antes, sino tras ese pasaje.

Existimos no siendo.

Algo que tras el paso de una intensidad estalla como sensibilidad impresionada o sensibilidad que se sabe por el surco que deja esa intensidad.

Las caricias del lenguaje abrevian el pasaje de la nada a lo humano.

Somos nada, pero nada no significa nada (lo opuesto al ser), sino existencia más allá, no colonizada o auxiliada por el cuerpo del lenguaje (la lengua como historia viva de quienes hablan).

Dice: Me pasa que la extraño, como si ella no dejara de pasar en sus pensamientos o visiones.

Se inquiere: ¿Qué te pasa, querés pelear?, como si se adivinara en el otro la presencia de una maliciosa intención que lo domina.

La expresión sensibilidad de pasaje alude a una sensibilidad pensada sin la idea de interioridad, una sensibilidad que desborda perímetros o compuertas de los cuerpos y las conciencias.

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En un grabado en madera que se llama Rind (corteza o cáscara) de 1955, Escher propone una cinta que se eleva en forma de hélice creando un volumen que da idea de una cabeza, rostro, cuello, humanos. La envoltura, ceñida en el aire como contorno de una corporeidad vacía: ilusión que abraza o rodea un hueco mullido de nubes o vapor de cielo.

Escribe Elliot (1925) “Somos los hombres huecos / los hombres rellenos” (“We are the hollow men / We are the stuffed men”).

Vacíos, huecos para ser llenados: obrados por palabras.

Dígame, ¿qué le está pasando?

El enunciado sensibilidad de pasaje indica una sensibilidad que no posee lo que pasa por ella.

La pregunta siempre será cómo los cuerpos de las criaturas que hablan se ofrecen a ese pasaje.

No se trata de que algunas criaturas son más permeables que otras, sino de que lo que pasa por algunas sensibilidades es inmenso. Como si no fuera posible tanto o como si la esponja por la que pasa un océano pensara (si le fuera dado pensar) en disolverse en los mares y, en seguida, quedara apresada por el terror de desaparecer.

La cultura de la Ilustración europea llamó sujeto a una invención que hizo pasar por entrañable realidad humana.

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De todas las desmesuras de la historia, la de sujeto dueño de sí es una de las más incisivas.

El psicoanálisis atendió padecimientos por esa desmesura. Escuchó cómo, aprisionada en esa hermosa creencia, la vida humana se consumía.

La noción de un individuo racional, varón, burgués, europeo, soberano, fabula la idea de sujeto moderno como ilusión de un dios humano.

Mujeres, niñas y niños, locas y locos, explotadas y explotados, la vida humana inclasificable, atestigua desde mediados del siglo diecinueve el malestar de esa fábula.

Marx (1844) denuncia que el trabajador no es un hombre (o es un hombre que vive sin otra posibilidad de sí) que sólo existe como capital viviente que conserva su existencia si trabaja. En un mismo movimiento, el trabajador que produce el capital es producido por él. A la vez que se produce la ilusión de sí mismo, es producido (antes que como hombre) como mercancía. Si el capital no lo diseña como un actor necesario (con trabajo y con salario) deja de existir como trabajador. Sin esa existencia le queda hacerse sepultar o dejarse morir. Un trabajador sin trabajo es un fantasma que merodea fuera del mundo (capitalista). La producción no fabrica un hombre, sino una mercancía llamada trabajador. Una

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inexistencia nacida como existencia en tanto fuerza de trabajo, una plena nada transformada en fábula social.

El deseo muerde anzuelos ofrecidos por el mundo social, pero a veces escapa con su boca desgarrada: no sólo escapa insatisfecho sino también herido por eso mismo que se ofrecía como satisfacción.

Marx advierte que el capitalismo decide quién es quién. Clasificación que habilita violencias y matanzas.

No se trata de que el trabajador tenga derecho a ser hombre, sino de que liberándose de la condición de mercancía fabricada por el capital, libere a todo lo viviente de la sangrienta clasificación que instituye la idea de humanidad.

La idea de que sufrimos por un error enraizado en el lenguaje está presente en la obra de Nietzsche.

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Se trata de pensar los usos del vocablo sujeto para despejar de qué modo el sufrimiento humano se compone o conjuga con ese automatismo de la lengua.

La lengua no es sólo la lengua.

Un oído no sólo percibe sonidos que salen de la boca de alguien que habla, la física de la audición y la acústica vibra en el cuerpo de una lengua que habla: el lenguaje deviene lengua que habla sola.

Saussure (1913) distingue entre lengua y lenguaje: la lengua expresa estados de lenguaje hablados por la historia social.

Suele advertirse el problema de la libertad cuando no se sabe cómo librarse de un sufrimiento. Incluso, se entiende -en ese momento- que no es fácil precisar qué nos hace sufrir. Eso que consideramos el motivo de nuestro sufrimiento tiene la cualidad de implantarse como pertenencia personal: como posesión que nos posee.

La necesidad de decir que la idea de sujeto es fábula, pulsa por todas partes: también en contacto con las psicosis internadas en los hospitales de la pobreza.

Por el momento, en este libro se emplea la palabra psicosis para nombrar vidas arrasadas por intensidades que son demasía para un solo cuerpo.

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Intensidades que el cuerpo social no puede ni sabe alojar.

También se emplea la palabra psicosis para empujar el pensamiento hasta el límite de lo concebible.

Psicosis como indicación de algo que lleva a pensar más allá.

Una de las paradojas de la civilización es que se da una sociedad para alojar intensidades que son demasiado para un solo cuerpo, a la vez que expulsa a quienes son sensibles a esas desmesuras.

La locura es una sensibilidad solitaria.

Dice la Muerte: ¡Soy tu condición trágica!

Dice la Demasía: ¡Soy el océano pasando a través de la esponja!

Eso que insistimos en llamar sujeto no está en las mujeres y hombres que desvarían. No está en el yo que habla, en la conciencia que piensa, en la memoria que colecciona recuerdos y olvida. No está entre quienes viven aterrorizados por alucinaciones que se imponen o tomados por delirios que extravían. No está entre quienes se pierden en el alcohol y las pastillas. No está en la ilusión de una interioridad que se presenta devastada.

Esa vacancia insoportable es ocupada por el poder psiquiátrico y las teorías psicológicas, la ilusión química y las neurociencias, las rutinas

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disciplinantes de la enfermería, el dominio moral de una autoridad, el goce de la crueldad y la violencia.

Las psicosis ponen a la vista que el lugar de sujeto puede pensarse como territorio en disputa.

Cuerpo social no es lo mismo que sociedad, tampoco equivale a la masa de un gigante formado por multitudes adhesivas. Este libro llama cuerpo social a la proximidad del desconocido que se da en la voz que dice cualquier cosa que necesite estoy acá.

A veces, la figura que ocupa el lugar de sujeto en el encierro es la transa: excitación de intercambios urgidos que siguen el mínimo código de te doy, me das… que abarca cigarrillos, yerba mate, dinero, drogas, sexo, protección.

La transa no importa por la cosa que se intercambia, sino por la excitación del intercambio.

En la soledad de los campos de algodón, del dramaturgo francés Bernard-Marie Koltès (1987), pone a la vista la cuestión del deseo como ansia que esclaviza.

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Dos nerviosismos se cruzan en medio de la noche, el personaje que se presenta como especie de dealer dice “Si camina por la calle, a esta hora y en este lugar, es porque desea algo que no tiene, y ese algo, yo, puedo dárselo. (…) Me acerco a usted, pese a ser la hora en que el hombre y el animal se lanzan salvajes uno sobre otro, me acerco, con las manos abiertas y las palmas giradas, con la humildad del que propone frente al que compra, con la humildad del que posee frente al que desea (…) dígame qué cosa desea porque yo puedo dársela, se la daré con suavidad, casi con respeto, quizá con afecto; y tras haber colmado los huecos y allanado los picos que hay en nosotros, nos alejaremos uno de otro, en equilibrio sobre el delgado y plano hilo de nuestra latitud, satisfechos en medio de los hombres y los animales insatisfechos de ser hombres e insatisfechos de ser animales…”.

El autor describe el encuentro como deal: “transacción que se realiza en un espacio prohibido o no controlado; en lugares neutros, indefinidos, no pensados para la cita entre un proveedor y un cliente; trato que se celebra mediante un entendimiento tácito o un código de signos convenidos o un diálogo de doble sentido (con el fin de evitar la traición o la estafa) a cualquier hora del día o de la noche…”.

En la soledad de los campos de algodón (en el título se hace referencia a los tiempos de esclavitud en el sur de los Estados Unidos a fines del siglo diecinueve) se encuentran dos nerviosismos: uno ofrece cualquier cosa y todo lo que el deseo puede anhelar, el otro vive empujado por impulsos que no sabe ni domina.

Las psicosis hospitalizadas en la pobreza narran devastaciones de la esclavitud: persistencias esclavas de deseos que no se poseen.

Existencias humanizadas por transas que inyectan nerviosismos y crean la ilusión de ser alguien que desea para otro que promete algo para satisfacer ese deseo.

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Lo humano se conforma como hueco que se ofrece para ser colmado o llevarse como desdicha que pesa in-colmada.

Cuando el cuerpo social se vuelve cuerpo paranoico, la sensibilidad que dice esto es mucho para mí, se vuelve loca.

La idea de una interioridad con elevaciones y profundidades, con llanuras y bosques, con desiertos y poblados, imita las formas con las que se piensa la tierra.

Este libro llama cuerpo social paranoico a la proximidad que asedia a quienes viven habitados por sufrimientos inmensos.

La satisfacción es pariente de la finalidad.

La finalidad ocupa el lugar de autoridad a la que, tarde o temprano, llegan mendigantes las acciones humanas.

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Dice el Cuerpo Social: ¡Ofrezco relevo sin importar a quién!

Inquiere el Cuerpo Paranoico: ¡Identifíquese!

Casi no duerme, no puede parar de hablar, pasa de una cosa a otra sin terminar una idea. Ese nerviosismo trata de adormecer, confundir o distraer pensamientos que amenazan con matarlo.

Las psicosis testimonian qué queda de una vida sacrificada al poder de un Amo.

Ponen en escena la contención y la tiranía de figuras que se adueñan de una vida.

La tenacidad imperativa de sus voces alucinadas.

Las figuras que nos hacen sufrir no se presentan sólo como déspotas, autoritarias, abusadoras; se imponen seductoras, fascinantes, protectoras.

Las psicosis permiten percibir que cuando la vida es asaltada por fantasmas o figuras que no se detienen, las energías que habitan los cuerpos vivientes, se enferman.

Dice la Crueldad: ¡Dame más, dame más, más!

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Las psicosis ayudan a advertir la locura como hemorragia de intensidad (apenas) sosegada por figuras de crueldad.

A veces, la crueldad es la única compañía confiable en la desolación.

La expresión sujeto fabulado anticipa que esa invención fabulosa derrapa hacia la desmesura.

No sujeto fabulador, ni sujeto que fabula, ni sujeto de la fábula, sujeto fabulado (sin el artículo el) como ilusión de una civilización de individuos libres que niegan, así, las condiciones de su sumisión.

Sujeto fabulado como composición o ensamble de un desvarío.

Sujeto fabulado como existencia que carga figuras que dominan una vida a la vez que dan ilusión de sí.

Sujeto fabulado por el pensamiento europeo de la Ilustración.

Fabulación como irradiación y propagación de una lengua.

Sujeto: pliegue fastuoso en la nada.

Mágica y fascinante resulta la insinuación de un pliegue en lo que, si no, sería una inmensa superficie lisa.

Pliegue como inflexión que sugiere una interioridad que no tiene. Belleza de lo que se ahueca o simula cavidad: las arrugas en las sábanas y las mantas que quedan en la cama, dan a entender el trajín de los cuerpos.

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Enigma sutil de un movimiento debajo de la alfombra.

Deleuze (1988 a) observa que el pliegue es un estado de la potencia. Envoltura que no encierra ni cubre: abraza como tela o piel de agua. Escribe: “El despliegue no es, pues, lo contrario del pliegue, sino que sigue el pliegue hasta otro pliegue”.

En La Ola del grabador japonés Hokusai (1760-1849) el mar, en plena tempestad, alza una gran mano que amenaza con envolver a una frágil embarcación humana.

El mar se extiende ondulante entre el horizonte y la orilla. Cada tanto una elevación que se arquea hace un hueco, cavidad, cilindro, en su propia curvatura que simula una cortina de espuma o de sí, hasta disolverse, esparcirse, extenderse, sin aviso, en un estallido que se difunde hacia los costados de esa onda que se alarga hasta cesar caprichosa en otro movimiento que la prolonga. Curvatura de una extensión que traza en el aire la sugerencia de una interioridad que no tiene o tiene la vida de un instante.

Cubre la tierra con la fina extensión de un cuerpo de agua, cuando se retira la orilla burbujea.

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No hay interioridad humana, sino incesantes movimientos que ahuecan como abrazos de agua en el aire.

La colección de esos movimientos se conoce como memoria, identidad, historia personal.

La fábula de sujeto alucina un lugar soporte o sostén que carga con invenciones y fantasmas de un lenguaje (que casi por su cuenta) impone enunciados que existen para reinar sobre las vidas humanas.

La fatalidad de la carga está en el lenguaje.

Diógenes recomendaba vivir sólo con aquello que se podría cargar en un largo viaje.

Se atribuye a Chuang Tzu (siglo II a. C.) esta idea: “el hombre sabio lleva su bote vacío”.

Nietzsche (1883) advierte que el hombre como el camello se arrodilla y se deja cargar bien.

Se advierten en este texto diferentes inclinaciones o ímpetus: glosas de pensamientos, ficciones clínicas, pruebas de cómo se diría.

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Por momentos, este libro reúne fragmentos que precisan una idea de sujeto como disponibilidad que puede ser ocupada por diferentes figuras que asumen una posición de Amo.

Tal vez, no pensar en términos de (el) sujeto, sino de figuras que ocupan ese lugar, ayuda a desprenderse de la pertinaz fábula moderna.

Gustavo von Aschenbach, el personaje de La muerte en Venecia de Thomas Mann (1912) se desvanece, antes de morir, sentado frente al mar, cautivo de la hermosura de un muchacho que ama en silencio: “Aquel que ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir”.

Mann concluye que quien vivió para alcanzar una belleza excepcional, sólo admite descansar ante lo que parece perfecto.

La belleza ocupa el lugar de sujeto en la novela de Thomas Mann.

Por ahora, se conserva en este libro la idea de sujeto no como nombre de un supuesto ser, sino como disponibilidad que puede ser tomada.

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No se trata de sustituir una idea por otra. Superponer una creencia encima de otra. No se propone tapar la idea de ser con la de vacío ni la de sujeto con la de figuras que nos gobiernan, sino de hacer lugar a la pregunta de cómo sería la vida sin esas ideas.

Por momentos, este volumen agrupa pasajes que presentan formas de decir lo que nos pasa, modos de expresión sin el imperio de la idea de sujeto.

Razón, Conciencia, Yo, son formaciones que tratan de entronizarse en la posición de sujeto.

El lugar de sujeto suele estar ocupado por figuras que arman tiendas de negocios (más fijas que provisorias) en un desierto.

Diferentes figuras se disputan esa disponibilidad.

Sujeto, Yo, Identidad, Mismidad son delirios de grandeza de la individualidad.

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El modesto interés que presenta el empleo de la idea de figuras (así en plural) es el de aliviar la vergüenza de seguir escuchando hablar de “el sujeto” con tanta ligereza.

En la fábula de sujeto late una de las mayores arrogancias de la modernidad europea: por donde se la mire, parece megalómana.

Sujeto fabulado como delirio de grandeza, como pensamiento que alucina el mundo y las cosas, como amo de todos los seres vivos, como tirano posesivo del deseo del otro.

¿Cómo incinerar un pensamiento sin hacer arder la cabeza?

Recuerda que, cuando despertó, en la cocina reluciente, el cuerpo de la madre colgaba de un cinturón que le apretaba el cuello. Tenía once años

El hombre sólo alcanza alguna tranquilidad en la suciedad. Vive en una casa llena de gusanos. Manchas grasientas, polvos mugrientos, restos de comida en platos y ollas sin lavar y desperdicios conservados en estado de descomposición, se enseñorean en el espacio que habita. El olor pestilente de lo que se pudre inunda el ambiente. La suciedad, por momentos, ofrece lo que las drogas no consiguen: acallar pensamientos que asedian. Impulsos que emiten órdenes que enceguecen el entendimiento y encienden el cuerpo que no conduce: se vuelve loco cada vez que ve o presiente la silueta de una niña. Entonces, se encierra en su casa sin ver a nadie. Permanece envuelto en una manta nauseabunda. La suciedad que

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cultiva, se impone a la suciedad que lo esclaviza. Expresa la voluntad de que, tras su muerte, el cadáver sea reducido a cenizas. Imagina que, tal vez, las cenizas venzan a los gusanos que, si no, brotarían de un organismo que sobreviviría sin control.

No habitada por la palabra, por la ilusión de ser, por la ficción de identidad: la vida, ¿qué vida?

Así como una mujer o un hombre sin trabajo piden (en el mundo capitalista) ser explotados para seguir viviendo, necesitamos de las palabras, el ser, la identidad.

El problema no reside en esas pertenencias necesarias, sino en el culto de la propiedad. Pertenencias como circunstancia de quien dice pertenezco a este tiempo.

Este libro trata de sustraer la idea de sujeto y seguir pensando alrededor de ese vacío, con el vértigo de ese abismo y el alivio de no tener que llevar esa carga.

Si el lenguaje proyecta un Amo perfecto que crea la libertad que esclaviza; entonces, ¿habría que liberarse del lenguaje y no del capitalismo?

¿Liberar a la humanidad del lenguaje? ¿Cuando todas las criaturas vivientes que hablan gocen de las invenciones y fantasmas de todas las lenguas; entonces, recién entonces, se podría hablar de liberar a la humanidad del lenguaje?

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En el lenguaje reside la productividad incesante de la injusticia humana, pero la exclusión de las posibilidades del lenguaje es una de las fuentes de esa injusticia.

Liberar a la humanidad del lenguaje podría querer decir eximirla de cargar con el afán posesivo y de dominación que imponen las gramáticas. Posibilitar porosidades que no regulen, coleccionen, ni declaren, ni pongan compuertas al pensar.

¿Iniciar una porosidad sin yo que, sin embargo, conserve la indignación por la injusticia?

Cuando la lucha por ser (sujeto de derecho) sea una conquista de todas las existencias, ¿comenzará el tiempo de estar en la vida sin figuras de mando y de dominio, sin locuras posesivas, identidades, promesas eternas?

¿Se iniciará el tiempo del instante, el final de la fábula?

El final de la fábula, ese ansiado descanso, no sería la muerte, sino la vida liberada, no impedida por la voracidad posesiva que, por momentos (largos momentos) coloniza la vida humana.

Una metafísica no teológica: una metafísica sin dios.

No se trata de reconocer la muerte ni de volver a matar a dios, tampoco de advertir que nos ha abandonado o que se ha vuelto olvidadizo, sino de pensar sin la idea de dios, sin la idea de ser, sin la idea de verdad, sin la idea de sujeto.

(Algo así como andar sin pensamiento).

Los fragmentos de este texto hacen ese intento.

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Cuando alguien mira, no mira el yo, la persona, la voluntad; mira el mirar, las luces y las sombras, la extensión de lo abierto y lo cerrado, los colores, los matices, las cosas nombradas que chocan contra la percepción (que la abren, apabullan, encantan). Sin olvidar las existencias que son vistas sin que se las sepa, intuya, imagine.

La idea de sujeto se ha esparcido, por todas partes.

Las palabras no tienen origen, tienen historia.

Se escuchan historias en las palabras no reduciéndolas al uso y significado habitual.

Los diccionarios imponen condiciones no siempre confiables, pero pueden avivar la imaginación.

No se trata de constatar qué significan las palabras, sino de pensarlas. Hablar en contra de la inercia que dice sin pensar lo que se está diciendo.

Los sentidos de una palabra flotan en el aire desprendiendo vapores.

En cada vocablo llaman multitudes de bocas que suenan en lenguas diferentes.

La palabra se mira y se escucha deseándola, aunque no se vea ni oiga nada.

La palabra se piensa leyendo a sus amantes.

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El vocablo sujeto suele decirse en singular.

Expresa estados de arrojo (ímpetu de acciones que se salen de sí) y estados de lo arrojado (de lo que se echa debajo de algo y se ofrece o somete a soportarlo).

Imprudencia expansiva y destino sostenedor.

Vocación adyacente (extendido hacia las inmediaciones) y vocación subyacente (retenido detrás o cargando otra cosa).

¿El mar descansa de sí en las orillas?

La orilla traza la línea irregular de una adyacencia. Una zona que se mueve, cambia, vive, sin pertenecer al mar ni a la tierra.

Para los griegos clásicos la idea de sujeto no vive soldada a la de existencia humano: eso que llamamos hombre puede o no estar en ese lugar.

El vocablo (antes de establecerse como idea moderna) anduvo involucrado en cuestiones ontológicas, lógicas, gramaticales.

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La lógica narra el paisaje quieto del deseo de nombrar que los griegos llamaban logos: en lógica, sujeto localiza aquello sobre lo que se afirma o niega algo.

En una relación de atribución entre dos términos (S es P), el lugar de sujeto carga con la asignación de un predicado.

El razonamiento lógico inmoviliza, por un momento, a la vida para ordenarla.

La idea de sujeto alude tanto a lo que yace debajo (que no equivale a lo oculto) como a lo que soporta o sostiene acciones y atributos.

La paradoja de lo que yace sosteniendo late en la palabra sujeto.

Lógica, dialéctica, diálogo, son modos argumentales que disciplinan a los hablantes de la razón occidental.

En nombre de esa razón se mata, se muere.

Lógica y gramática tienen improntas jerárquicas.

Conservan huellas de las relaciones de poder que imperan en las sociedades humanas.

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La palabra sujeto lleva consigo anuncios.

Una de sus primeras filiaciones es con la idea de supuesto (supósito): aquello de lo que habla el predicado y lo que lo precede.

La atribución supone (suppositio, acción de poner debajo) un lugar sobre el que asentarse y da por sentado que será sostenida.

La suposición incita a los predicados a dejarse caer en ese soporte.

La suposición, también, se emparenta con la imaginación y la conjetura: posible asiento de la fantasía.

Ilusión de algo cierto desde donde zarpar sin horizonte.

La gramática ama a la lógica, como la lógica a las matemáticas; pero todas pierden la cabeza por la metafísica. Habrá que esperar a que Rubens (1630-1635) pinte los exuberantes cuerpos desnudos de Las tres Gracias para tener una visión de la dicha de tales amoríos.

De la partición nacen muchas cuestiones.

La división signa a la palabra sujeto: comienza por designar una parte de la proposición lógica y (también) una parte de la proposición gramatical.

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La palabra sujeto es una de las traducciones del vocablo griego hipokeímenon que alude a aquello que soporta y sustenta a las categorías que, así, se posan, sobre un nombre.

Categorías es un texto breve (que se conoce incompleto) en el que Aristóteles clasifica modos posibles de predicar algo sobre las cosas.

La razón humana realiza atribuciones que asumen formas acusatorias (el árbol es alto, el perro es flaco, la piedra no camina), actúa como si existir no designado fuera la deshonra del mundo.

Acusativo en gramática refiere al caso de la declinación latina y de otras lenguas que, en general, equivale en español al objeto directo del verbo.

Aristóteles emplea la palabra hipokeímenon para designar uno de los sentidos de la categoría que llamó sustancia (que se traduce también como esencia o entidad).

En sus comienzos, la palabra que hoy se emplea para nombrar la ilusionada libertad humana individual, era sitio ocupado por el persistente dominio de predicados.

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Eduardo Sinnott (2007) recuerda (una observación hecha por muchos helenistas clásicos) que la palabra que Aristóteles emplea para la categoría que llama sustancia es ousía.

La categoría sustancia a diferencia de las otras (cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posesión, acción, pasión) no sólo alude a una clase de predicados, sino también a lo que se llama sujeto (“cosa individual y concreta, que representa al referente último en que arraiga la actividad predicativa toda”).

Señala Sinnott que, si bien se suele sugerir que para Aristóteles la palabra sujeto (hypokeímenon) “oscila o vacila entre un valor gramatical y un valor ontológico”, el término designa “una suerte de polo ideal de predicaciones”.

La idea de sujeto viene para realizar un trabajo: soportar categorías.

Sujeto como explanada de la cualidad y la cantidad, del espacio y el tiempo, de la acción y la pasión.

Sujeto como tierra prometida de los atributos.

Sujeto como sustento de la vida caballo, de la vida árbol, de la vida planta, de la vida sentimiento, de la vida alma, de la vida belleza.

Sustento de lo que se da la vida sin darse a otra cosa.

Sujeto como excusa que tienen algunas categorías para erguirse.

Sujeto como lo que se ofrece para estar debajo de algo que luce.

Sujeto como pedestal o podio de categorías.

Lugar no clausurado por ninguna y, sin embargo, condenado a esperarlas.

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Si no se supone algo que está antes de la atribución, se podría pensar que las categorías inventan ese algo que las soporte para poder reinar.

O se inventan a sí mismas a la vez que inventan un soporte para que sus potencias puedan actuar designando.

Las categorías flamean potencias de designación.

La cultura griega se arrogó, entre otras cosas, la facultad de legarle al mundo una metafísica.

Se lee en la Metafísica de Aristóteles “Sujeto (hypokeímenon) es aquello sobre lo que se dicen las demás cosas, sin que ello, por su parte, se diga sobre otra”.

Si las cosas que se dicen caen sobre algo, hypokeímenon se presenta como aquello que no se apoya en nada, que no recae sobre otra cosa: lo que se sostiene sosteniendo.

Hypokeímenon se ofrece como espera que no sólo no sabe lo que espera, sino que ni siquiera sabe que espera hasta que algo no le llega: espera que acontece como espera de lo que, de pronto, le está llegando.

Ser es un nombre que se da a algo siempre supuesto, suposición de la cópula misma, posibilidad de conexión entre términos que nacen de esa posibilidad.

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Término traducido al latín como subiacens, que alude a estar echado, colocado o situado debajo de, estar sometido, subordinado. Subiacens equivaldría a subyacente.

Ante la maravillosa contundencia de la vida, la humanidad pudo el mito y la razón.

El lenguaje hace de la vida una ficción estricta y razonada.

También hace ficciones locas, inusitadas, inútiles.

El nombre nace como súbdito del verbo: debajo de o sometido a la atribución que se le impone.

Se predica (en sentido lógico o gramatical) algo que se atribuye a un nombre.

Se predica (en sentido ontológico) algo que se adhiere al nombre como accidente.

No hay necesidad: puede adherir o no. Algunas categorías se llevan por delante el lugar de sujeto.

Sujeto, sitio propicio para las adherencias: para que se le peguen categorías

Sujeto, espacio de paredes inexistentes, aptas para que se adhieran figuras como ventosas.

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Las categorías avanzan con sus jugos viscosos: mientras la atribución parece enunciativa, la adherencia sugiere la pegajosidad.

Este libro trata de adherencias que se prenden en las paredes de una ausencia.

Las figuras parasitan la generosidad de esa ausencia.

La idea misma de división entre amos y esclavos se corresponde con la división lógica entre sujeto y predicado o la ontológica entre sujeto y categorías.

Una vez dividido el mundo, se legitima que una parte pueda necesitar y hasta abusar de otra para vivir.

Habrá que esperar a la cinta de Moebius para pensar un recorrido sin separaciones, divisiones, ni términos, que se relacionen entre sí.

En los siglos dos y tres después de Cristo se establecen los nombres de subiectum y praedicatum como partes de la proposición lógica simple.

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La palabra castellana sujeto deriva de la expresión latina subiectum que significa arrojado, lanzado, puesto debajo de, sometido: lo destinado a soportar y sostener.

Procedencia que también tienen los vocablos sujet en francés, soggeto en italiano, sujeito en portugués, Subjekt en alemán, subjet en inglés.

Los escritores latinos emplean el término en forma verbal como subiectum est (fue sometido), de modo adjetival como homo subiectum (esclavo sometido) o como sustantivo, subiectum (el sometido).

La palabra subiectum designa uno de los dos términos que componen el juicio en la lógica tradicional.

El sujeto lógico designa la posición de soportar lo dicho: aquello sobre lo que se dice algo.

Los términos subiectum y praedicatum (sujeto y predicado) fueron empleados en lógica antes que en gramática.

En tratados de gramática medieval se utiliza la palabra suppositum (supuesto antes que sujeto) para designar aquello de lo cual hablamos y se utiliza la palabra appositum (para los lógicos praedicatum) para designar aquello que se dice sobre otro.

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Apuleyo, autor de El Asno de oro, la novela latina del siglo dos que relata la historia de un joven que se transforma en burro conservando su capacidad de pensar, analiza el enunciado Apuleyo diserta.

Advierte que esa preposición predicativa se compone de una parte declarativa que consta de un verbo (diserta) y una parte que designa como subiectiva o súbdita, que consta de un nombre (Apuleyo).

La palabra subiectum designa también una esencia que es por sí misma, soporte sustentador de accidentes que no pueden ser si no en una esencia.

Es difícil imaginar, en este tiempo, algo que se sustente a sí mismo, un lugar esencial o sustancial.

Y, sin embargo, la cultura renueva una y otra vez esa ilusión.

Las promesas del consumo se adhieren a las paredes de la ausencia propagando cuerpos que viven subyugados por esas promesas.

Esa disponibilidad de soportar lo que sea, la ocupan mercancías: maravillosos fetiches que sujetan modelando lo sujetado.

Dice el Vacío: Soy plenitud (François Cheng).

Dice la Ausencia: Sin mí la presencia no tendría lugar.

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Dice la Nada: Sostengo la ilusión de un ser.

Tomás de Aquino (1274) presenta no sólo la noción lógica de subiectum, sino también la ontológica, en cuanto substrato de los accidentes.

Piensa subiectum como sustentante o substrato de accidentes o categorías.

Asistimos al uso de la figura de sujeto como disponibilidad (lugar o espacio), suposición sustentante.

Una vez inventadas la culpa, el reconocimiento, el miedo, las pasiones ¿qué harían esas figuras si no encontraran en dónde posarse?

¿Cómo nacería un quién si no como soporte de esas figuras?

La idea de sustrato da al vocablo sujeto profundidad, sótano, entrepiso.

Aunque la representación de interioridad tendrá que esperar mucho después de Shakespeare para ser requerida.

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En el siglo trece Tomás de Aquino recupera ideas de Aristóteles, escribe: “La sustancia que es sujeto (...) se dice que subsiste, en cuanto existe por sí y no en otro”.

También escribe: “Todo accidente denomina o da nombre a su sujeto”.

Refiriéndose a Aristóteles, escribe: “Y porque principalmente trata de la enunciación, que es el tema (subiectum) de este libro, en cualquier ciencia deben conocerse con anterioridad los principios del tema”.

La palabra sujeto se utiliza para indicar un tema.

Se dice sujeto del libro para señalar el tema sobre el que trata el libro.

(Con el asunto del mail volvimos a familiarizarnos con este sentido del vocablo sujeto que, sin embargo gobierna varias centenas de la historia y todavía está vigente en otras lenguas).

Escribe Duns Scoto, también en el siglo trece: “Acerca de lo primero, ‘sujeto’ suele tomarse en múltiples sentidos, como aparece en estos versos… A propósito de nuestro tema, se toma en el último sentido, esto es, en el de aquello acerca de lo cual el intelecto especula en la ciencia, que debe llamarse con más verdad objeto que sujeto…”.

Duns Scoto emplea el término sujeto como metonimia sobre la cual especula el intelecto científico.

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Escribe Guillermo de Ockham en Suma de lógica, en el siglo catorce: “De lo cual puede colegirse que algo se llama sujeto porque realmente está debajo de otra cosa que se le adhiere y a la cual adviene realmente”.

La palabra adherencia nombra una resistencia tangencial que acontece entre cuerpos que practican contactos o cuando uno de ellos intenta deslizarse sobre otro.

En la orilla se dan contactos sin adherencias.

Momentánea incertidumbre (la absorción del agua en la arena, el retiro del mar, el viento, la intensidad del sol) de fuerzas que se acarician.

Diferentes sentidos del vocablo sujeto: el ontológico, como sustancia sustentante de los accidentes y como materia sustentante de la forma; y el lógico, como término que soporta predicaciones.

La navaja de Ockham corta por lo sano: dada la proposición el hombre es animal, la palabra hombre ocupa el lugar de sujeto porque se puede predicar de un hombre que es animal, pero si se dijera el animal es hombre, podría prestarse a confusión porque de todo animal no se puede predicar que es hombre. Sólo será válido emplear la palabra sujeto para preposiciones verdaderas o demostradas.

¡Qué lejos la criatura humana de esa condición!

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La humanidad misma consiste en advenir de la ilusión de otro antes de advenir como ilusión de sí.

Si la idea de sujeto proviene de la de sustancia (siendo sustancia la que subsiste por sí misma), la humanidad fabulada no soporta la idea de sujeto ni la de sustancia: no subsiste por sí misma, necesita ser pensada (alimentada) por otra ficción, a su vez pensada por otra y así como en el relato de las ruinas circulares.

Esa condición parásita de los accidentes que destaca la historia de la filosofía, es la condición de las figuras que (en estas páginas) se dice que ocupan el lugar de sujeto.

Los argumentos de este libro no siguen indicaciones de los discípulos cartesianos de la lógica de Port-Royal. La afirmación que dice: el cuerpo es redondo, supone que la redondez no podría subsistir sin la existencia previa del cuerpo al que hace redondo; pero en estas páginas se sugiere otro disparate o exceso: la redondez se expresa haciendo nacer (en ese acto) un cuerpo redondo.

Las vidas humanas se sustentan en figuras que, sin las energías de los vivientes que hablan, no tendrían sustento.

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Cuando este libro presenta la palabra energía, no se refiere a una energía mecánica ni una energía psíquica.

¡Qué importante fueron las distinciones entre instinto y pulsión, necesidad y deseo, significado y sentido!

Dice el Instinto: ¡Es así!

Dice la Pulsión: ¡Soy el Sentimiento que no puedes parar!

Dice la Necesidad: ¡Volveré y seré moral o estadística!

La moral instruye modos de comportarse y fórmulas para pertenecer a un grupo.

Dice el Deseo: ¡Siempre estoy más allá!

Instinto y necesidad ofrecen modos de proceder: saben de dónde vienen, a dónde van y cómo conducirse. Pulsión y deseo se ofrecen aconteciendo sin saber. Instinto y necesidad alardean con la ilusión de pureza.

Dice el Instinto: ¡Soy la vida!

Dice la Pulsión: ¡Y a mí qué me importa!

Instinto y necesidad arreglan con la evolución. Pulsión y deseo no reconocen reglas en sus embrollos. Instinto y necesidad laten en automatismos y reflejos. Lacan sugiere que en la escena preferida del deseo hay una madre, un niño, un espejo.

Dice la Necesidad: ¡Quiero pan!

Dice el Deseo: ¡Quiero una mirada!

Como casi siempre pulsión y deseo andan obnubilados, los poderes sociales tratan de reinar en esas confusiones.

Dice el Significado: ¡Los diccionarios consagran lo posible!

Dice el Sentido: ¡Inventaré a Joyce!

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Instinto, necesidad, significado, cultivan determinaciones y cosechan respuestas.

Dice la Enfermedad: Me río del instinto, de la necesidad y del significado. Me río, también, de la pulsión, el deseo y el sentido.

La angustia adviene en esas carcajadas.

Dicen muchas Figuras que dominan las vidas que viven las criaturas que hablan: ¡Te salvaremos de la enfermedad! ¡Te evitaremos una mala muerte!

La significación carga con la memoria del poder, el sentido respira en el instante.

Dice el Significado: ¡Estoy escrito!

Dice el Sentido: ¡Estoy entre la palabra y el oído!

En lugar de volver a repetir “sujeto aquello sobre lo que se afirma o niega algo y atributo aquello que se afirma o niega”, se dirá: sujeto, lugar en el que se enseñorea una afirmación o negación que goza de la existencia de una vida humana (que adviene como vida gozada por esa negación o esa afirmación).

Este libro emplea las palabras energía, fuerza, intensidad, para rodear (respetuoso) el silencio que irradia la vida.

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Descartes (1642) emplea la palabra sujeto para designar la capacidad que un cuerpo tiene de sustentar calor.

¿Un cuerpo se ofrece para que el calor caliente o el calor hace arder o entibia un cuerpo dándole existencia ardiente o tibia?

En el siglo diecisiete, para Leibniz (dado un sujeto, encontrar su predicado; dado un predicado, encontrar su sujeto) las palabras sujeto y predicado, aunque enlazadas, viven buscándose una en la otra.

Son tiempos en los que, por momentos, también se describe con el vocablo sujeto el modo de las causas y con el término objeto el modo de los efectos.

Aprovechando la ocurrencia, en este libro se dirá que las figuras que ocupan el lugar de sujeto se ofrecen como causas de una vida: como motivos o comandos de un obrar.

La idea de sujeto se concibe tras la división del mundo entre cosas que se atribuyen a algo capaz de soportarlas.

La relación entre sujeto y persona aparece en Leibniz a propósito de la cuestión del derecho y las obligaciones jurídicas, aunque también considera sujeto de derecho a dios, los ángeles, los muertos, las cosas.

La expresión criaturas vivientes que hablan (que no alude a las aves cantoras) enlaza las ideas de vida, lenguaje y criaturas concebidas para soportar ese enlace.

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Deleuze (1980-1981) en las clases sobre Spinoza advierte a los estudiantes que, si se imaginan siendo seres sustanciales, no lean a Spinoza. Aclara que no tiene nada de malo que alguien diga: Yo me siento un ser, pero que estaría perdiendo el tiempo asistiendo a su curso. Recomienda, en ese caso, ir a escuchar a quienes creen de verdad que somos seres, a quienes reafirman una sensibilidad aristotélica, cristiana, cartesiana.

Lo que la filosofía entre Aristóteles y Kant piensa como accidente, circunstancia, adherencia, se puede concebir como figuras que ocupan (en un momento) el lugar de sujeto.

Donde se razona que el alma y el cuerpo están enfermos, se podría pensar que la enfermedad inventa un alma y un cuerpo enfermos.

Enfermedad no tanto como accidente, circunstancia, asistente, adherencia, sino figura que coloniza una vida.

Durante siglos se llamó sujeto a lo que nosotros llamamos objeto. Indiferencia que interesa como condición mimética que ambas palabras conservan.

Vendrá Kant a restituir los contrarios y romper esa promiscuidad.

El alma (ese fulgor íntimo que yace en la idea de sujeto) de pronto se vuelve objeto de transacción: se puede vender el alma al diablo.

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En una carta, Dante explica cómo piensa la escritura de la Divina Comedia: “Seis, por tanto, son las cosas que en el principio de una obra doctrinal hay que investigar, vale decir: el tema (subiectum), el personaje, la forma, la finalidad, el título del libro y el género filosófico”.

Según Dante el sujeto de la obra es “el estado simple de las almas después de la muerte”.

La cita dice así: “Vistas estas cosas, es manifiesto que el tema (subiectum) acerca del cual discurran uno y otro sentido es doble. Y por ello hay que examinar el tema de esta obra (de subiecto huius operis), tomado al pie de la letra, después el tema percibido en sentido alegórico. Así, pues, el tema de toda la obra (subiectum totius operis), tomado tan solo en sentido literal, es el estado simple de las almas después de la muerte”.

Dante, como era usual en su tiempo, emplea la palabra subiectum para referir la materia o tema de su obra.

Ese fue el sentido usual de la palabra subiectum en las lenguas derivadas del latín y en las germánicas que adoptaron el término.

Diccionarios de la lengua castellana guardan la memoria de este uso: suelen presentar como segunda acepción de la palabra sujeto la idea de “asunto o materia sobre que se habla o escribe”. En este último sentido se emplea todavía en francés (sujet) y en inglés (subject). En italiano (sogetto) y en alemán (Subjekt) la palabra soportó en otros tiempos la acepción de examen, pero dejó de emplearse.

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En el lenguaje medieval se llamaba subiectum a lo que llamamos objeto en el sentido del objeto de una ciencia o el objeto de una obra o exposición.

Guzmán (2003) cita un fragmento de Nicolas d'Orbellis (teólogo y filósofo franciscano estudioso de la obra de Duns Scoto, que muere en el año 1475) en el que enumera ocho modos en los que se emplea la palabra sujeto: como tema o materia, como servidor o súbdito, como aquello que se pone bajo otro, como lugar que se ofrece a las adherencias o que provee de apoyo a los accidentes, como lo que copula con el predicado o lo abraza para que no se desvanezca en los aires, como lo que soporta atributos, cualidades y sueños de ser, como cosa inferior respecto de otra superior o como lugar que carga con el peso de otra cosa, como objeto de las artes y las ciencias.

Antes de Kant (1785) no se emplea la idea de sujeto para designar al yo, la conciencia, el ser que piensa. Escribe: “Persona es aquel sujeto cuyas acciones son capaces de imputación”.

¿El nombre es súbdito del verbo, se pone debajo de lo que la acción declara?

La palabra sujeto narra cómo los nombres nacen para ser sometidos por verbos o acciones que recaen con demandas o tareas sobre ellos.

Los sustantivos soportan atribuciones lógicas, locas, caprichosas.

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El yo, orgulloso de sí, no se da cuenta de que una ficción que nada sabe de su ilusionada persistencia.

El yo parece el asno o el camello de los que habla Nietzsche, pero asno o camello que se ve a sí mismo como león: el yo es el poderoso más sumiso, el autoritario más obediente, la fortaleza más dócil.

Haciendo alarde de libertad dice: “Yo soy…” sin advertir que el verbo ser llega para cargarle obligaciones: ser hombre, ser heterosexual, ser judío, ser latinoamericano, ser marxista, ser bueno, ser sano.

¡Qué alivio que el psicoanálisis separara, por lo menos, la idea de yo de la de sujeto!

El lenguaje humano instaura una larga historia de sometimientos: el nombrar subordina a lo nombrado, el atributo subordina a quien que soporta lo atribuido.

La atribución a la vez que da, obliga a cargar.

El lenguaje hace la gracia y desgracia humana.

Escribe Pizarnik (1962): “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”.

La voz latina arca alude a lo que contiene o guarda.

En hebreo, la palabra thebah que se traduce por arca significa tanto nave como palabra, de modo que la instrucción que Dios da a Noé de construir el Arca, puede interpretarse como mensaje de entrar en la palabra.

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Insinuar interesa más que nombrar. La insinuación sugiere y da qué pensar, mientras que el nombre impone, designa, identifica.

La insinuación respeta el secreto de las cosas. No porque ellas se guarden sus claves, sino porque el deseo de algo secreto e inviolable resguarda sus encantos.

No se trata de insinuar para no profanar la verdadera naturaleza de algo. El error consiste en creer que la palabra está para nombrar una naturaleza verdadera. Se dice árbol, pero no para designar, sino para insinuar con ese nombre mágico una insistencia que está ahí, más allá de cualquier nombre.

El deseo de nombrar, lo que no se puede, agasaja a las cosas: si no la cadena significante ahoga el cuello de lo vivo.

A veces, el pensamiento cultiva la precaución de los nombres, celebra el lado impreciso de las palabras, atiende lo que no soporta vivir etiquetado, toma la fiebre de las emociones, pero apoya su palma en una frente gaseosa.

A veces, el pensamiento no precisa un sentido, ofrece una constelación de sugerencias y un tropel de sensaciones.

Recuerda Mallarmé que la poesía consiste en “dar la iniciativa a las palabras”.

Alguien llega a lo que dice como conciencia o reflejo tardío.

Se aísla para no hablar ni escuchar a nadie. Así, espera que los pensamientos que lo agobian se olviden de las palabras.

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Cuando se emplea la expresión sujeto de derecho, se designa a un ciudadano sobre el que recaen atribuciones, derechos, deberes, obligaciones.

Atribuir formas, causas, sentidos, a las cosas (incluso llamar cosas a las presencias vivas) constituye una fatalidad humana.

Hablemos del mar (¿el mar en el lugar de sujeto?): ¿qué puedo decir de él?, ¿qué le atribuyo?, ¿a qué lo someto?

Mar: extensión celeste, inabarcable caudal de agua salada.

Piedra: lisa, dura, pulida, pequeña, porosa, filosa.

Dice la voz que predica: Te declaro un hermoso día.

No son el mar ni la piedra las figuras que ocupan el lugar de sujeto, sino la arrogancia atributiva.

Este libro dice que algo (que suele llamar figura) ocupa el lugar de sujeto, cuando se apodera de una disponibilidad.

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El predicado sentencia a las cosas.

Cuando atribuyo palabras al mundo, hago lo que las palabras han hecho con esa existencia que, ahora, reconozco como mía: incrustar la ilusión de ser, hacer nacer la creencia de una mismidad que se piensa y piensa el mundo.

El nombrar, a veces, ¿consigue subyugar o cautivar a las cosas?

Borges (1958) comienza El Golem así: “Si (como el griego afirma en el Crátilo) / el nombre es arquetipo de la cosa, / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”.

La arbitrariedad de los nombres es mejor que nada.

¿Peor que el parecido entre los sonidos y las cosas nombradas, sería nada?

A veces, la vida preferiría nada.

Hermógenes discute con Crátilo si las palabras nacen de las cosas. O, como se comenzará a pensar después, si las cosas nacen de las palabras.

En los versos finales de otro poema, El ingenuo, escribe Borges (1976): “A mí sólo me inquietan las sorpresas sencillas. / Me asombra que una llave pueda abrir una puerta, / me asombra que mi mano sea una cosa cierta, / me asombra que del griego la eleática saeta / instantánea no alcance la inalcanzable meta, / me asombra que la espada cruel pueda ser hermosa, / y que la rosa tenga el olor de la rosa”.

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Las correspondencias entre lenguaje y vida no son fatales ni necesarias.

La omnipotencia de una lengua se asocia a la arbitrariedad del poder, la violencia, la insatisfacción; el impoder de las palabras suscita algarabía y asombro.

Borges alguna vez dijo que la mejor metáfora de la rosa es la palabra rosa: ¿acepta la rosa con felicidad llamarse rosa?

La rosa (como el mar o la piedra) permanece indiferente a los nombres que le damos.

Se puede querer agasajar la belleza de la vida nombrando e identificando sus destellos, pero el lenguaje, al cabo, es policial.

Lenguaje y poder se entienden en casi todo.

Es lo que percibe Orwell en 1984 cuando imagina la invención de una nueva lengua al servicio total del poder. Una lengua que reduzca el vocabulario a lo imprescindible para comunicar conductas cotidianas, que termine con la exuberancia de nombres y cualidades, que excluya ambigüedades, tonalidades, reverberaciones o burbujeos de las palabras.

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Nadamos en el mar, navegamos en él, pescamos en él, le cantamos, le escribimos, lo contaminamos.

El mar es inmenso, es impetuoso, es navegable.

Los atributos o predicados cambian, caducan, pero el mar (eso que llamamos así) permanece o subyace como disponibilidad de carga.

La cosa viviente titila como existencia sin capturar por los atributos que la ocupan: nombrar es adueñarse de una cosa con esa falsa autoridad que las ficciones de una lengua se arroga.

Lo más extraordinario es que esa presencia marina vive indiferente respecto de lo que se le atribuye.

Los seres humanos son las criaturas vivas más afectadas por las predicaciones y los atributos que en las sociedades que forman circulan.

Se adviene hablante cargando atribuciones como si formaran parte de una identidad.

No se conocería el nombre de Mark David Chapman si no fuera por cargar con dos atributos que se ensamblan en esa vida: uno, leer la novela de Salinger El cazador oculto y otro haber asesinado con cinco disparos en la espalada a John Lennon el 8 de diciembre de 1980, confundido con el protagonista de la novela.

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Las cosas subyacen bajo las lápidas de los predicados.

Los hablantes graban inscripciones en las piedras.

Lo subyacente, sin embargo, no yace como un todo capturado, tiende más allá de las palabras.

El pliegue es astucia de las cosas: reserva de lo inaudito.

La lógica del lenguaje incita a la avaricia posesiva: nombrar equivale a adueñarse de las cosas.

Lo que vuelve patético al personaje de El avaro de Moliere es la vejez.

La proposición El mar es hermoso consuma violencias.

Primero: la del nombre. Brutalidad atributiva del lenguaje humano que cuelga etiquetas en las presencias y movimientos vivos.

Segundo: a la atribución de un nombre se le añade un género (podría ser la mar) y una idea de unidad (podrían ser los mares o las aguas). El artículo aparece como carcelero que lo esposa al destino de esa unidad cerrada. Enseguida viene el verbo copulativo ser (el peor de todos) a sentenciar o dictaminar que esta existencia es: como si, al enfrascarla, en el verbo, se la autorizara a existir. El mar es insinúa la amenaza vedada de que, si el lenguaje se retirara podría no ser o ser en una forma que Kant llamaría cosa en sí. Además, eso que llamamos mar debería agradecer que, gracias al don del lenguaje, pasa a tener existencia ontológica. Lo peor es que el lenguaje cree que está haciéndole un favor o un homenaje al mar dedicándole sus ciencias y poéticas. El mar no necesita del reconocimiento humano. El lenguaje alucina tenerlo, poseerlo, incluso hasta hacerlo su amigo.

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Todavía se lo somete a las pruebas del ser: ¿el mar persistiría aún si nadie lo percibiera y nombrara? ¿Puede ser visto, tocado, estudiado y pueden extraerse de él peces y otras historias fabulosas?

Tercero: al atribuirle hermosura, se termina de enclaustrarlo en la función de ser disfrutado como espectáculo y confinado al deber de calma que inhibe y disciplina su capacidad de bravura, maremoto, tifón, o cualquier otra locura que atentara contra la civilización del lenguaje (que no obstante se halla prevenida como lo prueban la existencia de las palabras bravura, maremoto, tifón y locura).

El mar, así, entra en el mundo de hypokeímenon: se vuelve soporte de cosas que se predican.

Pero también el mar se vuelve asunto o cuestión o problema, sujeto, sobre lo que trata la ciencia oceanográfica. O tema, sujeto, inspirador del amor, la soledad, la pesca, los deportes acuáticos, la melancolía. O asunto, sujeto, de proyectos y desarrollos inmobiliarios. O argumento del descanso del capitalismo urbano que inventa la idea de playa.

Escribe Heidegger (1938): “Naturalmente, debemos entender esta palabra subiectum, como una traducción del griego hypokeímenon. Dicha palabra designa a lo que yace ante nosotros y que, como fundamento reúne todo sobre sí. En un primer momento, este significado metafísico del concepto de sujeto no está especialmente relacionado con el hombre y aún menos con el Yo. Pero si el hombre se convierte en el primer y auténtico

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subiectum, esto significa que se convierte en aquel ente sobre el que se fundamenta todo ente en lo tocante a su modo de ser y su verdad”.

En la palabra sujeto todavía late algo del término griego hypokeímenon: lo que subyace (ser-yecto / puesto por debajo) como fundamento, que permanece invariable, siempre presente. El ser en sí como absoluto, en contraste con lo que cambia inestable sin atributos ni propiedades establecidas.

La filosofía medieval tradujo hypokeímenon por la palabra latina subiectum, término que todavía no guardaba relación con la noción moderna de sujeto. Subiectum significa lo que subyace, el ser en sí soporte de propiedades, el ser de las cosas que no guarda ninguna relación con el ego. Subiectum es, en la edad media, todavía el ser de las cosas en sí (la casa, el árbol, el cielo) que existen independientemente de la percepción del yo, mientras que objectum designaba lo puesto delante, ante los ojos.

La palabra sujeto es rara en las alcobas del amor.

(Salvo que se pida sujetame los brazos en lugar de agarrame fuerte o se piense me estoy acostando con un sujeto raro o que se aclare antes de ir a la cama este encuentro está sujeto a que nos casemos o a que mi marido no lo sepa o que no se lo cuentes a tus amigas).

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Cuando alguien escucha, no escucha el yo, la persona, la voluntad, sino el escuchar, la voz y la palabra, el ruido que hacen las cosas al frotarse entre sí, latidos y sonidos que emanan de la vida, el silencio.

La propensión a ilusionar un ser como sujeto sugerido por el yo que piensa suele situarse en la filosofía de Descartes.

En la idea de sujeto (tal como suele emplearse entre psicólogos y psicoanalistas) late una ilusión: el ser como esencia de lo que es, de lo que late en el fondo de una existencia, antes de todo, fuera de cualquier accidente o cambio.

El ser como sustancia que subyace en cada cual: jugo íntimo y primordial.

Esencia es el secreto imaginado en las cosas.

La idea de verdad cultiva la de fondo.

Se dice en el fondo de mi corazón o en el fondo de mi alma como lugar en el que reside lo auténtico.

El adentro humano fluye en el agua.

62

En el segundo siglo de los tiempos cristianos, Tertuliano emplea la palabra latina mundus, escribe “mundo se llama al cielo, la tierra, el mar y el aire”.

Atribuir secretos al mundo supone sospecharle una voluntad.

Arrancar secretos al mundo supone una violencia.

Llueve, pero la lluvia no se propone regar la tierra.

La proposición: “La naturaleza ama esconderse” de Heráclito -si no se cae en la superstición de un ser de la naturaleza (con metas, fines, causas)-, puede leerse como vida que ama la insinuación, el movimiento de lo que se oculta dándose.

La vida gusta ocultarse no porque se rehúse o se sustraiga, sino porque da lo secreto como inminencia de lo que está más allá. El estallido da la ausencia como potencia que no termina de dar.

El mar no ama, no gusta esconderse, no estima manifestarse. No guarda el secreto de la sal, de la inmensidad, de la espuma, de las mareas, de la calma, de la furia. No oculta ensambles con la luna, la rotación de la tierra, la posición del sol. No esconde el secreto del tiempo ni de todas las vidas que viven en sus tibiezas y sus ondulaciones heladas. El mar ni siquiera es el mar, podría ser la mar o mar a secas, o la voz mapuche lauquen, o llevar otros nombres que no tiene ni lleva.

63

El azar reúne sus fuerzas y espera agazapado en la vísperas de lo que vendrá.

La vida no sabe lo que puede: ese no saber es reserva amorosa de la potencia.

El lenguaje necesita la idea de secreto, resguardo de lo que no puede decir, para no endurecerse y descascarar sus paredes de aire.

La idea de sujeto participa de la dicha y el sufrimiento de cargar con una identidad: la invención del uno mismo es una ficción lograda de la cultura humana.

Una variante de ser uno es ser único.

Dice el ego gustoso de sí: ¡Soy único, sin igual!

Dice el ego posesivo: ¡Te quiero únicamente para mí!

Dice el ego desprendido de sí: Vivo la dicha de este momento único.

Dice el paramecio: ¡Soy uno!

64

Escribe Musil (1942) “Como si una querencia sin esencia y totalmente libre no hiciera más que jugar con las personas. De golpe, Ulrich se atemorizó, creyendo ver con toda claridad que el secreto del amor es precisamente éste: no ser uno”.

El secreto del amor no reside en reiterarse ni empecinarse en la unidad. No consiste en calcular conveniencias y riesgos. Ni completarse o sentirse entero a través de otro. No ser uno: abismarse entre lo uno y lo otro, diseminarse como polvo enamorado. ¿Quién puede algo así?

El enamorado puede conseguir que lo quieran por los modos en que se entrega como esclavo de las figuras que mandan en él.

Se piensa ser único como ser amado o especial para otro; ser único como diferencia desgraciada o como distinción que hace de alguien el mejor.

El momento único no es un ser, acontece sin pertenecer a alguien o volverlo extraordinario.

El momento único acaricia lo fugaz.

La fotografía no captura el momento, apresa la inmovilidad.

La sabiduría del lenguaje no consiste en nombrar, sino en rozar lo fugitivo.

65

Escribe Barthes (1980): “Lo que la fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”.

La fuerza del instante reside en lo incapturable.

No en la pena de lo irrepetible, sino en el despilfarro de su momentánea belleza.

Aún tocando y tocado por lo fugaz, el instante vive una continuidad arrasadora que pulveriza cualquier mecanismo humano.

Se carga una identidad y se vive cargado por ella, la identidad que pesa, también sostiene.

Sin la idea de uno mismo no se puede pensar la vida y la idea de uno mismo es un obstáculo para pensar la vida.

Pensar la vida no quiere decir ponerle un espejo delante para sumirla en un reflejo ni cavar hendiduras en lo visible.

Pensar la vida, vivirla en el cuerpo que late y respira, agasajarla con el lenguaje que la delira.

66

La vida no pide ser pensada, el pensamiento concibe una excentricidad que la vida no demanda.

El pensamiento puede celebrar la vida y puede destruirla.

Colgamos nombres a las cosas, llamamos cosas a las arrugas del mundo, nombramos mundo a la vida representada como cielo, tierra, mar, aire.

Hablamos atropellados por los nombres que llevan colgadas las cosas (que relucen como cosas colgadas a esos nombres) y, así, imitamos voces que dicen cielo, tierra, mar, aire.

Pensar supone estados de comunidad: en la fingida unidad que piensa, hablan multitudes.

Escuchar voces, si no se piensa como síntoma de las llamadas esquizofrenias, acontece como recepción desbordada por esos estados hablantes.

La expresión estar colgado (si no queda confiscada por la idea de no poder volver a apoyar los pies sobre la tierra tras el consumo de sustancias ni avisa que alguien pende de un lazo al cuello) describe el pensar sostenido por voces que se extienden como enredaderas que sueltan sus lianas ceñidas en el aire.

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El lenguaje consuma el absurdo de pegar etiquetas sobre la frente de las cosas. Así considere Wittgenstein (1922) sus proposiciones.

Pensar ayuda a salir de los nombres a través de los nombres, así se lee (casi al final) en el Tractatus: “arrojar la escalera después de haber subido por ella”.

También colgado como saturado de voces hablantes (como decimos de un sistema operativo que no responde al recibir distintas órdenes a la vez).

En sus diarios, Kafka (1910-1923) piensa la vida como un ejercicio de equilibristas japoneses que suben a una escalera sólo sostenida por los pies levantados de un compañero acostado en el suelo sin apoyo en ninguna pared.

El lenguaje es como la escalera de Wittgenstein: la palabra cielo sube los peldaños desapareciendo detrás de una nube.

La comunidad de los hablantes está hecha de lenguaje: sin lengua en común no habría comunidad.

Una comunidad sólo sostenida en el lenguaje carecería de encanto.

Encanto es eso que se dice en la lengua sin ser lenguaje.

68

Aún sin haber leído el Discurso del método (1637), la fórmula cogito ergo sum nos respira, nos habita, nos piensa.

Se conoce un retrato de Descartes realizado por Jan Baptist Weenix (1649) en el que se ve al pensador francés de pie con un saco oscuro, mirando de frente al observador mientras sostiene un libro abierto en el que se lee la leyenda Mundus est fabula.

En un poema que se llama Descartes, Borges (1981) enhebra en primera persona (como si fuera el filósofo) cosas de su vida y la obra: “Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre. / Acaso un dios me engaña. / Acaso un dios me ha condenado al tiempo, esa larga ilusión. / Sueño la luna y sueño mis ojos que perciben la luna. / He soñado la tarde y la mañana del primer día. (…) He soñado mi enfermiza niñez. / He soñado los mapas y los reinos y aquel duelo en el alba. / He soñado el inconcebible dolor. / He soñado mi espada. / He soñado a Elizabeth de Bohemia. / He soñado la duda y la certidumbre…”.

El poema de Borges golpea el centro de la fábula humana: presenta al hombre de la razón pensante como reunión de sueños improbables: “Soy el único hombre en la tierra y acaso no haya tierra ni hombre”.

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A partir del retrato de Descartes de Weenix en el que se lee la sentencia Mundus est fabula, escribe Nancy (1979): “El Sujeto, la pura propiedad del sí mismo, es una fábula”.

Llamamos mundo a eso que soporta la imposición humana de ser un mundo.

En este libro no se diría que el sujeto es una fábula ni que el sujeto se fabula a sí mismo, sino que la ficción de sujeto fabula un sí mismo que hasta admite la posibilidad de ser una fábula.

El pensamiento puede estar tanto dominado por la ilusión como por la certeza. No se trata de la existencia de alguien que dispone de la ilusión o de la certeza, sino de alguien que nace inspirado por la idea de algo imaginado o razonado como cierto.

Ilusión y certeza son figuras que se disputan el lugar de sujeto.

Escribe Borges: “He soñado la duda y la certidumbre…”. No se trata de alguien que sueña sino de un quién que adviene soñado por la duda y la certidumbre.

No se pretende volver a declarar que un yo fabula el mundo (lo inventa, lo crea, lo modela), sino de sostener que el pensar fabula un yo que inventa, crea, modela, duda.

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Dios no crea el mundo, la figura de la creación divulga la idea de un dios creador del mundo.

Escribe Nancy (1979) “El sujeto puede adquirir o reconquistar la posición de un fundamento: pero de un fundamento que no podrá ya desde ahora no estar afectado de su propia extremidad”.

Si sustraemos del párrafo la idea de sujeto, ¿quién puede adquirir o reconquistar la posición de fundamento desde su extremidad? Se trata de un quién que no es alguien.

Extremidad que no pertenece a una existencia previa, sino que obra como insistencia que late en el límite.

Pero, ¿quién es ese quién que no es alguien? No es un ser, ni una identidad, ni un espíritu especial, tal vez se trata de una corporeidad que adviene, tras la pregunta, como momentánea comunidad de ensambles.

La pregunta por el quién no solicita la idea de sujeto ni la de subjetividad, concita una potencia afectada y afectante de la posibilidad.

En este libro, por momentos, la palabra quien no se emplea como pronombre relativo sino como suspiro de una ausencia: el acento ortográfico, en este caso, rasga sobre la letra como herida de una interrogación sin respuesta.

El quién presenta eso que está por acontecer como llamado antes que como pronombre que designa una ilusión ya consolidada, como pregunta que se posa en una ausencia antes que como sustituto de una referencia determinada.

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Allí en donde Nancy (1979) escribe “…el encantamiento deliberado del Sujeto hacia su propia extremidad”, si se suspende la idea de sujeto, se podría sugerir que el encantamiento fabula un ser encantado.

Las figuras que encantan vidas, contribuyen a la creencia de que cada cuál tiene una vida.

Dice el Encantamiento: Haré de la vida, tu vida. La tendrás para ti, sentirás deseos de conservarla, temor de perderla. Te daré así el deseo y el temor, te daré la magia de una creencia. Concibo y declaro tu ser. Nunca te abandonaré y existirás para siempre gracias a mí.

Sujeto fabulado por el encantamiento, hechizado por el canto de las palabras, casi siempre cautivas del poder.

El encanto se ofrece sin que se pueda poseer.

¿Qué significa decir que alguien está fuera de sí?

La idea de fuera de sí difunde la ilusión de interioridad.

Cuando un quién (la ilusión de un quién que provoca la existencia de una corporeidad hablada) está fuera de sí, tal vez (en ese instante de apertura o fuga) se celebre la ficción de mismidad como pista de despegue.

Donde Nancy dice “el sujeto de la ficción”, este libro prefiere decir la ficción que ocupa el lugar de sujeto.

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Dice la Ficción: Eso que te pasa es el pensar. Te diré: piensas, luego existes. Te nombro esa cosa que piensa, esa será tu verdad. Debes dudar de todo, pero ese pensar que duda será la prueba de tu existencia.

Las figuras hablan como dioses.

No son dioses, son figuras: condensan ideas morales, instrucciones sociales, modos históricos de persuasión, deudas con el poder.

Donde suele decirse “un sujeto de la enunciación”, este libro prefiere preguntar quién o qué ocupa el lugar de la enunciación.

Dice la Enunciación: Hago que eso que sale de tu boca sean tus pensamientos. Escucha, te enterarás qué piensas. Pero, debes saberlo (Freud y Lacan se dieron cuenta): soy lo que digo y soy lo que subyace en lo que digo, soy el decir mismo independizado de lo dicho. Te doy lo que piensas en parte y te tengo en lo que te doy sin que lo sepas.

Allí donde suele afirmarse “el sujeto tiene lugar en tanto decir…”, este libro prefiere enunciar que el decir ocupa el lugar de sujeto, produciendo un quién que puede o no, luego, apropiarse de lo dicho.

Se trata de un quién que adviene tras el decir, un quién solicitado en el transcurso de la acción de hablar.

Ese quién no preexiste al enunciado o al obrar, aunque delire embriagado por la ideas de libertad, decisión, responsabilidad.

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Escribe Descartes (1642) en la segunda de sus Meditaciones: “Esta proposición: Yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera todas las veces que yo la pronuncio o que yo la concibo en mi espíritu”.

Dice el Ser: Sin mí no serías nada, soy tu existencia individual, única, personal. Soy tu esencia, tu fundamento, tu razón. Soy tu yo y soy tu espíritu.

La prueba de existencia (su verdad) requiere, para Descartes, vigilancias permanentes. Si fuera concebible una conciencia que no descansara nunca, aún así no podría con las fuerzas de la vida.

Las figuras que ocupan el lugar de sujeto son fuerzas enunciativas de ocupación, ímpetus colonizadores.

Figuras que ofrecen una ilusión de ser: una identidad que ensambla identificaciones.

Dicen las figuras: Mi amor, mi vida, mi tesoro: te abrazaré, no dejaré que sientas hambre, frío, soledad.

Las figuras se presentan como enunciados amorosos que copian tonos de las madres cuando comienzan a humanizar criaturas recién nacidas.

Escribe Nancy (2007): “Yo soy no enuncia nada que esté dado antes de la enunciación”.

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Los enunciados yo soy, yo siento, yo pienso, son comienzos del relato fabuloso que instala la ficción de una subjetividad.

Una piedra en la arena, ¿tiene forma de corazón o la forma de corazón da la ilusión de tenerla en una forma?

Pienso, luego existo se compone como un silogismo abreviado (entimema).

Ergo, en latín, es una conjunción ilativa. A las conjunciones subordinantes se las llama ilativas porque simulan practicar la ilación o la inferencia razonable, mientras imponen dominios y sumisiones: luego, entonces, en consecuencia, por lo tanto, son auxiliares del amo.

Escribe Descartes (1642) en la segunda de sus Meditaciones metafísicas: “Así, pues, hablando con precisión, no soy más que una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón. (….) Soy, entonces, una cosa verdadera y verdaderamente existente. Más ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa. ¿Y qué más? Excitaré aún mi imaginación, a fin de averiguar si no soy algo más. No soy una reunión de miembros llamada cuerpo humano; no soy un aire sutil y penetrante, difundido por todos esos miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor, ni nada de cuanto pueda fingir e imaginar, puesto que he dicho que todo eso no era nada”.

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Descartes llama espíritu, entendimiento, razón, a la existencia humana anegada de lenguaje, impregnada del habla colectiva que nos piensa.

¿Soy una cosa que piensa? La idea de ser una cosa que piensa permite asentarse en una ilusión: afirmarse en una verdad ficcional.

No soy soplo divino, pero el viento del habla penetra el cuerpo que habito inventándome como habitante de esa sensibilidad hablada.

Como vapor de habla, estoy en el aire, en la tierra, en el cuerpo; sin ser en ninguna parte: estoy en la palabra.

Estar en la palabra no remite a la proposición de Heidegger (1947) que dice “la palabra es la casa del ser”: se está en la palabra como sobre una cuerda floja.

Dice Descartes: “Soy una cosa que piensa”.

Dicen Homero y Virgilio: “Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento...”.

Cuando alguien recuerda, no recuerda el yo, la persona o la voluntad que evoca; recuerda el recordar. La memoria y el olvido son figuras que ocupan el lugar de sujeto. Acontecen como relámpagos de deseo, de amor, de odio. El relato de algo vivido se impone a un quién que recuerda. Recuerda la ausencia y la espera. A veces recuerda la alegría, otras el dolor.

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La asociación entre la idea de sujeto y ser humano se trama después de que Gutenberg concibe la imprenta (la tipografía de caracteres móviles) en 1440. Invención que posibilita el pasaje del relato oral en situación de grupo a la soledad de una lectura que, tras separar los cuerpos de los hablantes, contribuye a la ficción del pensamiento como acto individual.

Sin embargo, la lectura silenciosa no es silenciosa: evoca y encarna voces ajenas.

Si leer no se confunde con acatar una autoridad, sería entrar en un recinto de hablantes que viven en argumentos que no cesan; sería participar (por un momento) de ese bullicio que piensa la vida, entre combates y hogueras, injusticias y dolores.

La ilusión de ser uno mismo es adicta a las mentiras.

En el párrafo trece del primer tratado de Genealogía de la moral, Nietzsche (1887) recuerda que el lenguaje petrifica un error de la razón: la creencia de que las acciones humanas responden al poder de un agente que llamamos sujeto, escribe: “Tal sustrato no existe; no hay ningún ‘ser’ detrás del hacer, del actuar, del devenir; ‘el agente’ ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo”.

La idea de que hay algo detrás conviene a la intriga. La intriga sazona con encantos y desdichas la vida. No alcanza con hablar, se necesita participar de la potencia intrigante que transportan las palabras.

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Entre los griegos de la antigüedad clásica Poseidón es el dios que gobierna los mares: el que custodia la paz y la calma de las aguas, el que está detrás de tempestades y tormentas.

“Todo lo que es profundo ama la máscara” (Alles, was tief ist, liebt die Maske), así comienza Nietzsche (1886) el fragmento número cuarenta de Más Allá del bien y del mal.

Máscara y disfraz son modos de la representación.

Lo irrepresentable ama la representación que trata de expresar eso que no puede.

El problema de la representación no es lo irrepresentable, sino su locura mesiánica, su delirio de grandeza, su imposición como verdad, su complicidad con el poder.

Escribe Eliot (1925): “Permítanme también que lleve disfraces convenientes”.

Propone vestirse con la piel de una rata, con las plumas de un cuervo, comportarse como el viento.

Griegos y romanos del teatro clásico daban el nombre de persona a la máscara que portaba un actor para entonar palabras de otro.

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La palabra persona se relaciona con el verbo latino personare que significa sonar, hacer sonar a través de, amplificar una voz o sonido.

El cuerpo hablante como máscara amplificadora de sonidos de la historia.

Las palabras sujeto y persona, antes de ser empleadas por la filosofía, fueron términos de uso jurídico.

Persona jurídica no es un individuo humano (persona física), sino una institución o sociedad a la que se le asigna la cualidad de ser sujeto de derechos y obligaciones.

Simone Weil (1957) advierte que la noción de derecho tiene algo de comercial, pero esa experiencia de regateo (que recuerda a las astucias entre vendedores y compradores) se resuelve a favor de quien tiene más poder. Anota: “El derecho es por naturaleza dependiente de la fuerza”.

Recuerda que ese derecho que viene del imperio romano comprendió (como lo supo tan bien Hitler) que la fuerza aumenta su eficacia revestida de ideas.

Escribe: “Loar a la antigua Roma por habernos legado la noción de derecho es singularmente escandaloso. Porque si se quiere examinar ahí lo que fue esta noción en su origen, para discernir su especie, se ve que la propiedad estaba definida por el derecho de usar y abusar. Y, en realidad, la mayor parte de esas cosas que todo propietario tenía derecho de usar y abusar eran seres humanos”.

Derecho, propiedad, persona traman una narrativa de guerra: apelan a la razón, con los ojos en la fuerza.

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Roberto Esposito (2011) señala que la idea de persona tiene su auge a fines de la Segunda Guerra Mundial como reacción ante las desembozadas prácticas genocidas del régimen nazi, llegando a su máxima intensidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948.

Tras citar una serie de autores (Bergson, Deleuze, Merleau-Ponty, Simondon, Canguilhem, Foucault), escribe: “Para todos ellos, a pesar de las profundas diferencias de formulaciones y de léxicos, lo que llamamos ‘sujeto’ o ‘persona’, no es más que el resultado, siempre provisorio, de un proceso de individuación o de subjetivización, completamente irreductible al individuo y sus máscaras”.

No hay rostro detrás de una máscara, las máscaras atenúan la ausencia.

Más que la idea de presencia, la de ausencia propone una desmesura sin referencias.

Demasiada inmensidad la ausencia para las criaturas que hablan.

Tener un rostro es aprender a llevar una máscara. Muchas generaciones de miradas componen la mímica de un rostro.

La asociación entre la idea de sujeto y ser humano se trama después de que el pintor italiano Giuseppe Arcimboldo (1527-1593) retratara rostros como minuciosos ensambles de flores, frutas, verduras, peces, libros, animales terrestres, plantas.

Los rostros de Arcimboldo recuerdan que lo humano se compone del mismo humus que el resto de lo viviente. Incluso los libros.

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Borges recordaba un poema de Rafael Cansinos Assens en que se dice el amor así: “seré como un tigre de ternura”.

Las metáforas mienten para habitar diferentes mundos a la vez (como el de la ferocidad y el de la ternura).

Ser un tigre de ternura equivale a obsequiarse siendo lo que no se es.

El fanatismo del ser odia las metáforas.

Toda potencia necesita una máscara.

Actúo, entonces me afirmo.

La Tesis XI sobre Feuerbach de Marx (1985) dice: “Los filósofos sólo han interpretado el mundo de diferentes maneras, se trata de transformarlo” (“Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern”).

Interpretar el mundo: capturarlo, reducirlo a un objeto o fenómeno de conocimiento, despojarlo de sus potencias insinuadas.

Transformar el mundo: liberarlo de la injusticia y crueldad humana, liberarlo de la humanidad misma.

El acto es una máscara de la potencia.

Praxis, no como meditación, sino como acción transformadora es la intención conmovedora que encarnó el marxismo.

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Praxis como proximidad de quienes advienen en la lucha por cambiar las relaciones sociales de propiedad y apropiación desigual; cambiando, en esa acción de cercanías, maneras de pensar que se imponen como naturales.

La proximidad entre explotadas y explotados en lucha ocupa el lugar de sujeto en la praxis transformador.

La idea de praxis recuerda que la construcción de lo que llamamos el sí mismo, se compone con las mismas fuerzas que edifican la desigualdad y la injusticia.

Dice la Explotación: Me perteneces, sin mí morirías o estallarías en pedazos.

Arlt (1929) escribe, en Los siete locos, un monólogo de Erdosain bajo el título Ser a través de un crimen.

La idea de ser a través de algo, presenta lo que llamamos ser no como lo que se es, sino como el transcurrir a través de lo que no se es. Ser no como fundamento, sino como resto o memoria de una acción.

Erdosain quiere afirmarse en una acción que le saque el silencio del alma y el vacío de la cabeza.

Un acto que le saque lo mismo que la libertad desearía conquistar: silencio y vacío.

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A veces, se llama silencio a la hendidura por la que llegan todas las voces del mundo y vacío a la invasión de demandas que aturden.

La idea de un asesinato le llega como un demonio y como un ángel: quiere averiguar qué conciencia y qué sensibilidad advienen tras un crimen. Piensa: “Yo mismo estoy descentrado, no soy el que soy, y, sin embargo, algo necesito hacer para tener conciencia de mi existencia, para afirmarla. Eso mismo, para afirmarla. Porque yo soy como un muerto. (…) Para todos soy la negación de la vida. Soy algo así como el no ser. Un hombre no es como acción, luego no existe. ¿O existe a pesar de no ser? Es y no es”.

Erdosain representa la conciencia trágica del cogito cartesiano: trata de fugarse de sí, prueba darse un ser a través de un crimen: prefiere pensarse asesino antes que humillado.

Cuando trata de darse un ser: vive la ausencia como tedio o fracaso. Si probara darse el no ser, no sería Erdosain, sería uno de esos personajes que Macedonio Fernández nunca llega a plasmar.

Nietzsche piensa la idea de sujeto como sublime autoengaño que hace pasar la sumisión por libertad.

En el poema Muerte de Narciso, José Lezama Lima (1937) relata el mito del muchacho que enfrenta, solo, el “Rostro absoluto, la firmeza mentida del espejo”. Espejo: “Máscara y río, grifo de los sueños”. También sepulcro y umbral de una fuga. El último verso dice: “Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas”.

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Muerte de Narciso piensa la incertidumbre de quien pretende saber quién es. Narciso se capta como fingida inmovilidad de lo que fluye: se calcula en la inquietud del agua.

La ficción humana concibe una imagen de sí para fugarse de ella.

Una cosa es la mentira que falsea lo auténtico y otra la mentira que atenúa la nada, que habita el vacío.

El lenguaje miente: el yo, la conciencia, la identidad, la interioridad, el sí mismo, son mentiras de lenguaje.

Nietzsche (1873) sitúa la evanescente consistencia de esas ficciones.

Una cosa es mentir, otra afirmarse en una mentira: sujetarse a algo saliendo de nada. Afirmarse en un cautiverio para emprender la fuga.

¡Vamos a tomar medidas!

Lo insoportable y maravilloso del vacío reside en la inmensidad.

La idea de ser (divino o humano) instala una unidad de medida ficcional para habitar lo inmensurable.

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Dice el Vacío: Soy espacio y tiempo, luz y sombra, proximidad y distancia.

Dice la Ausencia: Me retiro para resguardar lo infinito.

Dice la Nada: Vivía feliz antes de que me castigaran con la idea de ser.

El sueño de la Ilustración fue, entre otras visiones, el de una humanidad que se gobernara a sí misma.

Descartes, Spinoza, Leibniz no tienen afición por la palabra sujeto.

Adam, el nombre hebreo que designa al primer hombre, proviene de la palabra adamá que significa tierra.

En la expresión criatura humana, el término criatura no alude a una persona recién nacida sino a la experiencia de un quién ha sido criado o fabricado, mientras que el vocablo humana deriva de humus que en latín significa tierra, barro, arcilla.

En muchas narrativas sobre el origen, las criaturas humanas derivan de la tierra o el barro (como en la historia del Golem).

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Lacan (1969) ironiza que pensar en lo humano lleva a volver a poner los pies sobre la tierra.

Hesíodo (siglo VIII a. C.), en su Teogonía, relata una versión del génesis entre los antiguos griegos en la que ya existían (entre muchas otras presencias) la vejez, la muerte, el asesinato, la continencia, el sueño, los desvaríos, la discordia, la miseria, la vejación, la alegría, la amistad, la compasión, el terror, la astucia, la ira, la lucha, las mentiras, los juramentos, la venganza, la intemperancia, la disputa, el pacto, el olvido, el temor, el orgullo, la batalla, pero todavía no habían nacido las criaturas mortales. Recién entonces, con el consentimiento de Atenea, Prometeo da forma a la humanidad modelándola con arcilla y agua: la diosa Atenea inspira vida en esos cuerpos de humus.

En Televisión, Lacan (1973) propone seis pasiones del alma recreando la idea de Descartes: la felicidad, el gay saber, la beatitud, el mal humor, la tristeza, el aburrimiento.

En Menexeno, uno de los diálogos de Platón, se sugiere que la tierra concibió a los humanos como uno de sus tantos frutos.

Vivimos una vida como la que concibe Hesíodo: antes de nacer, antes de escuchar y hablar, ya existen el deseo, la libertad, el sexo, la identidad. ¡Qué arrogancia decir mi deseo, mi libertad, mi sexo, mi identidad! Antes

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de existir están la vida y la muerte, el miedo y la ambición, el heroísmo y la traición; están ahí: como cazadores que acechan.

Las figuras buscan establecerse en los pensamientos de sus elegidos.

Las comunidades hablantes (productoras de motivos y metas) fabrican vidas ofrendadas a esas figuras.

Hume (1740) prescinde de las ideas de conciencia, mente, identidad, piensa lo humano como “un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con velocidades inconcebibles y están en perpetuo flujo y movimiento”.

Según Deleuze (1953), Hume ofrece una respuesta sorprendente al problema del yo (self): existimos como hábitos asociativos, amparados en la imaginación, que nos permiten decir yo.

Haz, no conjunto ni fajo atado, sino concurrencia casi accidental de lo disperso: haz de percepciones que pasan por un cuerpo. Haz de sensaciones que fluyen. ¿Cómo se vive en un haz de sensaciones? Es un estado que no es, que no puede completarse, que no puede captarse, que no puede ser, que está siempre no siendo.

La figura que ocupa el lugar de sujeto no es el ser ni la persona, tampoco las sensaciones, sino el haz.

No somos un haz de sensaciones ni un cuerpo prisma que refracta los rayos que lo atraviesan, la idea del haz nos fabula: nos hace creer que somos algo más que una sensibilidad de pasaje.

No somos una unidad, la sensación de unidad nos tiene.

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No somos hábitos asociativos, los hábitos asociativos crean la ilusión de que somos. No somos algo más, somos concebidos por la idea de ser algo más.

Los hábitos asociativos visten sotanas negras, las asociaciones poderosas prefieren el púrpura. Como en todo, hay asociaciones lícitas e ilícitas.

La velocidad besa el instante.

La lentitud besa el instante.

La rapidez pasa de largo.

No se trata de refundar la idea de ser, sino de imaginar modos de vivir no siendo.

Vivir no siendo, estar sin para qué.

Como un ave que, sin embargo, busca alimento en la playa contaminada de humanidad.

Vivir no siendo amo ni esclavo, hombre ni mujer, caníbal ni alimento.

John Cage (1991) recuerda que Kant reconoció que, al menos, dos cosas son susceptibles de darnos felicidad sin necesitar significar nada: una es la música; otra, la risa.

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No conviene a escritores como Joyce, Faulkner, Virginia Woolf, la expresión fluir de la conciencia. No se trata del fluir de una conciencia como si ese fluir le perteneciera, sino del fluir que fabula una conciencia como campamento de sentidos que apabullan.

¿El yo tiene sensaciones o las sensaciones conciben un yo que las tenga?

De la unión entre razón y libertad nace, en el lecho kantiano, la fábula de sujeto moderno.

Balibar (1994) destaca que Kant trabaja la idea de “el sujeto” en el proceso de escritura de las tres Críticas.

La modernidad se anuncia afirmando la razón burguesa europea como centro del mundo.

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Para Kant (1784) la Ilustración señala el momento en el que la humanidad, culpable de su inmadurez y dependencia, se emancipa a través de la razón. La persona ilustrada ejerce la libertad de pensar por sí misma.

Kant escribe en tiempos en los que la revolución francesa sacude monarquías europeas.

La Ilustración proclama autonomía respecto de toda tutela, guía, amparo: sea de los dioses, reyes, sabios.

La autodeterminación o autopoiesis de sí se presenta como meta de una humanidad libre.

Retoma el lema “¡Sapere aude!” (“¡Atrévete a saber!”).

Instala la representación de sujeto como conciencia solitaria entre las cosas.

Percepción creadora de un mundo ya creado.

Sensibilidad que captura lo dado, voluntad que intenciona lo existente.

Si el quién que adviene en un psicoanálisis portara el atrevimiento de entrever que aquellos atributos, que considera suyos, son reflejos fascinantes que agitan rumores sobre una ausencia, ¿cesaría el hechizo de sus sufrimientos?

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La idea de sujeto participa del problema del poder y de la dirección de sí: postula un gobierno de sí que se desprenda de toda autoridad superior, salvo de la de la ley que gobierna sobre todos.

Castelao (1931) en una serie de ilustraciones sobre la dura vida campesina en la Galicia de las vísperas de la república perdida, presenta una mujer, con la cabeza cubierta con un grueso pañuelo y una larga falda atada a la cintura, que carga sobre su espalda doblada un pesado ataúd que lleva una inscripción que dice Ley. Debajo de la estampa se lee una leyenda que dice: “¡Cuánto pesa y cómo apesta!”.

Ansiedad, miedo, ambición, son figuras poderosas.

Tres de las muchas que esperan a la salida de la fábrica humana.

Escriben Horkheimer y Adorno (1947) “El Iluminismo, en el sentido más amplio de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la tierra enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura”.

El humanismo, en la historia, despliega una sucesión de desventuradas matanzas. A fines del siglo diecinueve, cierta visión marxista pensaba que

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la misión de salvar al mundo recaería sobre campesinos y trabajadores que nada tenían, sobre locos, artistas, amantes, mujeres que vendían sexo, revolucionarios.

No se trata de progresar, sino de desprenderse de lo mismo, de diferir de la ficción de sí, de volver a nacer en la diferencia.

Escribe Jünger (1998): “Los filósofos de lo inconsciente atrapan la oscuridad con linternas”.

La idea de inconsciente, sin embargo, repone en el habla estados de penumbra.

“El sueño de la razón produce monstruos” es un aguafuerte de la serie Los Caprichos, que Goya hizo hacia 1799: se ha señalado muchas veces que han sido infinitamente más horrorosos los monstruos que produjo la razón.

La razón no representó (como se esperaba) el despertar que dejara atrás la historia de la monstruosidades humanas.

En la Crítica de la razón pura (1781), se llama sujeto a quien compone el mundo como unidad o síntesis de sus percepciones. La razón humana, que no puede conocer las cosas tal como son (la cosa en sí), se forma una idea

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de ellas: las inventa como objetos, inventando un sí mismo que se cree sujeto.

Se confunde conocer con dominar: explicar, disponer, descifrar, interpretar, clasificar.

La palabra sujeto sirve de escondite al poder.

En la asamblea del hospital, de a poco, cada cual comienza a decir algo: uno se queja porque se sirve la comida fría, otro porque de noche algunos molestan, alguien solicita que se arreglen las canillas que gotean y, así, siguen hasta que alguien reclama que quiere volver a su casa. Entonces, el hombre que siempre calla pide la palabra: “Los árboles buscan la luz del sol”.

Ante la pregunta sobre qué quiso decir, responde que no quiso decir nada.

La fábula de Kant difunde una ilusión humana que crea lo creado a través de los sentidos comandados por la razón.

Los anzuelos del poder no perforan o enganchan bocas desprevenidas, sino que inventan la sensación de una boca, cuerpo, cabeza, piel y la fábula de un propietario que dice, así, mi boca, mi cuerpo, mi cabeza, mi piel: como si se inventara un pescado que no se sabe pez ni se da cuenta de nada.

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Era necesario que, en los primeros años del siglo veinte, alguien dijera que no podemos conocer lo que llamamos nosotros mismos, que no podemos dirigir sueños ni deseos.

Inconsciente nombra lo que sorprende, lo que relampaguea como desconocido en lo conocido, como extraño en lo familiar.

Inconsciente como potencia plegada en las vidas que hablan habladas.

Para Freud (1915), Kant revela los límites de la razón. Así como el filósofo alerta que no se juzgue “a la percepción como idéntica a lo percibido incognoscible”, el psicoanálisis advierte que no se juzgue lo inconsciente a través de la percepción de la conciencia.

Para Kant, lo otro de la verdad no es el error, sino la ilusión. La imposibilidad de conocer la cosa en sí, deja a la razón herida por lo incognoscible.

Escribe Sartre (1943): “Kant se ha colocado en el punto de vista de un sujeto puro para determinar no sólo las condiciones de posibilidad de un objeto en general, sino de las diversas categorías de objetos: el objeto físico, el objeto matemático, el objeto bello o feo, y el que presenta caracteres teleológicos”.

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La idea de que el objeto del deseo no es un objeto sino una letra llamada a pone el asunto fuera de clasificación, abre la hendidura que frota la lámpara de todas las fábulas.

La razón concibe un mundo como comunidad de categorías clasificadas.

Kant falta el respeto a Dios, teoriza un mundo fenoménico creado por los hombres europeos, deja para el Creador la cosa en sí, el noúmeno.

Federico Guillermo II prohíbe a Kant dar clases o escribir sobre cuestiones religiosas.

Freud evoca a Kant cuando piensa el inconsciente: inventa la expresión meta-psicología (prefijo que indica que el psicoanálisis está más allá y, a la vez, al lado de las teorías psicológicas), en proximidad con el empleo que hace Kant de la expresión metafísica.

Tal vez la persistencia del psicoanálisis resida en la invención de la palabra meta-psicología.

Meta es el prefijo de la fuga: el de la fuga de Narciso sin alas y el de la fuga del pensamiento que, sin embargo, permanece junto a lo que deja.

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La meta-psicología freudiana piensa sin la idea de alma como soplo divino y sin la idea de animalidad inspirada por instintos: concibe cuerpos transidos de deseos.

En Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Borges (1941) imagina la invención de un planeta como obra de una sociedad secreta formada por astrónomos, biólogos, ingenieros, metafísicos, poetas, químicos, algebristas, moralistas, pintores, geómetras y otras personalidades de genio. Sugiere que un modo de refutar la existencia de Dios, consiste en demostrar que los mortales son capaces de crear un mundo superior. Escribe en ese relato: “Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica”.

Borges lee las metafísicas como ficciones o fabulaciones casi perfectas del pensamiento humano.

Unos años después en el epílogo de Otras Inquisiciones (1952) observa una tendencia en sus textos “estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aún por lo que encierran de singular y maravilloso”.

Objeta que llamen a su obra literatura fantástica. Argumenta: “Pero creo, también, que no deberíamos hablar de literatura fantástica. Y una de las

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razones -que ya he declarado alguna vez- es que no sabemos a qué género corresponde el universo: si al género fantástico o al género real”.

El asombro sobreviene como lo inesperado de la esperanza: la espera.

Dios encarna una fantasía que reúne el anhelo de inmortalidad, poder, saber, fecundidad.

La fantasía hace que una vida se vuelva muchas vidas: que lo que no es sea, cambie, mude en otra cosa.

Derrida (1967 a) observa que la crítica nietzscheana a la metafísica sustituye los conceptos de ser y de verdad por los de juego, interpretación y signo, que la crítica freudiana cuestiona las ideas de consciencia, identidad y propiedad de sí, y que la crítica heideggeriana a la onto-teología conmueve la idea del ser como presencia.

El martillo metafísico de Nietzsche golpea la idea de un origen dador de sentido a todo: arremete contra sus parientes la razón y el estado.

No es fácil para la filosofía desembarazarse de la idea de Dios.

Ni al psicoanálisis de la de psicología.

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En su carta del 10 de marzo de 1898, Freud consulta a Fliess: “Por otra parte, te pregunto seriamente si para mi psicología, que desemboca en el segundo plano del inconsciente, es lícito usar el nombre de meta-psicología”.

Para Kant la posición que llama sujeto no percibe el objeto, activa su existencia, dándole vida a través de los sentidos y las condiciones que orientan y organizan esas percepciones.

Escribe Lezama Lima (1958) ““Con ojos irritados se contemplan la causalidad y lo incondicionado, se contemplan irreconciliables y cierran filas en las dos riberas enemigas”.

Cita a Bacon para recordar que el azar, que trasporta lo no esperado, provoca el alerta permanente de la causalidad. Agrega después: “La posibilidad que brota de los encadenamientos causales vence al azar (…) El azar es una selección que brota de una lectura indescifrable; las cadenas causales, adelantándose, son los torreones donde el azar sucumbe.”.

Este libro emplea la palabra vida para decir existencias que admiten encadenamientos causales sin que el azar sucumba.

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¿Eso que se llama sujeto da forma a la materialidad o la forma concibe un quién (hablante) que cree concebir la materialidad?

¿De dónde salen las formas? Las formas emanan de acciones.

De las acciones emanan formas animadas que actúan sobre las acciones humanas.

Emanan como vapores: latidos gaseosos de ideas que persisten.

Esas formas que se alimentan del obrar humano, tratan de imponerse a ese obrar.

Círculo extraño en el que lo que procede produce su misma procedencia.

Formas incorpóreas esparcidas por las sacudidas de cuerpos vivos que, tras elevarse por los aires descienden para depositarse, como si fueran partículas de polvo o pensamientos, sobre otros cuerpos en los que aterrizan como si fueran territorios a conquistar.

Cuando alguien siente frío, no siente esa frigidez el yo, la persona, la sensación individual. La figura que ocupa el lugar de sujeto es la caricia helada del mundo, envoltura indiferente que se las arregla con planetas y galaxias, con soles y noches, con vientos y soledades, con anónimas sensaciones que atraviesan cuerpos sin propiedades en los que, entonces, se presenta el deseo de calor, abrigo, abrazo.

Cada vez que se pone en pie la idea de sujeto se instala la creencia de que se trata de alguien que gobierna algo. Alguien poseedor de razón que

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conoce y conduce impulsos, voluntades y deseos, a través de una conciencia que piensa.

Freud pone a la vista la fragilidad de esta ilusión humana.

Harto de una pura y absoluta conciencia de sí, Dios crea la humanidad para descansar en millones de conciencias que lo piensen.

Atribuyen a Kierkegaard la idea de que Dios crea el mundo porque se aburría.

En la plenitud de sí, Dios no podría aburrirse, al crear el mundo crea el aburrimiento.

Crea vidas humanas no plenas, vidas movidas por el deseo, el tedio, el miedo a la muerte.

Crea la humanidad del fuego y del lenguaje: la de los nombres y predicados, la de las hogueras, las de las cámaras de gas.

También crea el chillido de las gaviotas para hacer pausas en el pensamiento humano.

La idea de dios crea hablantes que creen en la existencia de un Dios, sin advertir que son tenidos por la creencia que tienen.

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Marx objeta que el pensamiento idealista (que cultiva tanta belleza) sea condescendiente con la injusta desigualdad de una sociedad dividida en clases.

La idea de clase social recuerda que no vivimos en un mundo natural.

Kant separa la idea de sujeto de la de objeto: objeto nombra algo que puede ser conocido; sujeto, alguien que compone objetos para conocerlos.

Los dioses nacen separando.

La separación no distingue diferencias que supone antes de la separación, constata que algo es diferente a lo que no es, tras la separación.

La diferencia no se presenta como cosa ontológica, sino como forma tajante o tajo en la forma que deja la separación.

Problema ético y político son las existencias explotadas como si fueran objetos de trabajo o explicadas como si fueran objetos de teorías psicológicas.

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Kant difunde la idea de sujeto racional que conoce el mundo y actúa en sentido moral.

Sujeto fabulado como rey del conocimiento y súbdito de la moral.

Escribe: “Actúa de manera tal que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre como principio de una legislación que sea para todos”.

Actuar en sentido moral supone actuar de modo que pueda desear que todos, en esas mismas condiciones, actúen de ese mismo modo.

La alianza lograda entre razón y moral es orgullo del capitalismo.

Lacan (1959) traza cercanías y distancias entre la fórmula de Kant y la de Sade. Recuerda que La filosofía en el tocador se publica seis años después que la Crítica de la razón práctica. Lacan enuncia la fórmula de Sade así: “Tomemos como máxima universal de nuestra acción el derecho a gozar de cualquier prójimo como instrumento de nuestro placer”.

La máxima de Sade traza el universal de las clases dominantes que se dan a sí mismas el derecho a gozar de otros.

La moral está para ser obedecida o desobedecida, para cuestionarla se necesita otra moral.

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No tiene otra moral, vive a disgusto.

León Trotsky (1930) escribe en el exilio Su moral y la nuestra.

Discute el valor universal del imperativo categórico kantiano, advierte que la pertenencia a una clase social es más inmediata y real que la pertenencia a una sociedad abstracta universal.

Anota: “La solidaridad obrera, durante las huelgas o en las barricadas, es infinitamente más ‘categórica’ que la solidaridad humana en general. La burguesía, que sobrepasa en mucho al proletariado por lo acabado y lo intransigente de su conciencia de clase, tiene el interés vital de imponer su moral a las masas explotadas”.

Revela que el imperativo categórico (que Kant imaginaba como deber moral válido para todos) sólo es deber para con la sociedad burguesa.

La moral se expresa con imperativos, máximas, sentencias.

La moral kantiana, igual que el Leviatán de Hobbes (1651), instruye cómo gobernar impulsos individuales subordinándolos al interés común.

En Sobre la paz perpetua, Kant (1795) sugiere que la paz sería posible hasta en una civilización de demonios: porque (si esos demonios fueran racionales) comprenderían que sólo una ley universal podría garantizar una sociedad posible entre demonios.

¿Los demonios de Kant son como los lobos de Hobbes?

Desde una perspectiva racional, los impulsos irrefrenables de violencia deberían nutrir sólo a cirujanos, carniceros, fumigadores.

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Cuestión de suerte, la vida.

La división de las sociedades humanas en clases y en castas, suele pensarse como desgracia, maldición, capricho de los dioses.

La buena voluntad es respetuosa del deber.

Quien se gobierna a sí mismo alcanza la libertad.

Libertad como consciencia de la necesidad de obedecer y someterse a las leyes dictadas por la razón.

Libertad no como cosa individual de que cada uno haga lo que se le da la gana, sino como posibilidad abierta (por igual) para todas las existencias humanas.

La racionalidad de la libertad pide ser condición universal: mientras existan esclavos, la idea de libertad brillará no realizada.

La moral (ideas sobre el bien y el mal que impone una razón de clase) diseña, tras la Ilustración europea, la vida de los cuerpos.

¿Nadie se ajusta a la moral? ¿Algunos viven a disgusto?

La moral no ajusta los cuerpos a su medida: fabrica una humanidad a medida.

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Los tiempos presentes pasan de la violencia del lecho de Procusto al diseño de los cuerpos.

Procusto hace doler: estira o achica a sus invitados condenados a su molde; los diseños del presente (que cultivan la variabilidad) torturan infundiendo sensaciones de bienestar.

McLuhan (1962) en La Galaxia Gutenberg: génesis del homo tipographicus sugería que estaba por finalizar la cultura del libro y que la televisión y los nuevos sistemas electrónicos de comunicación estaban diseñando una aldea global, una “galaxia eléctrica”, una sociedad “audio-táctil” tribalizada a escala planetaria. Para McLuhan, un medio de comunicación era una extensión del cuerpo que modifica la idea de sí mismo y la representación de interioridad. Los medios contaminan, entrecruzan, mutan los umbrales, límites, condiciones sensoriales de las criaturas humanas que hablan.

Pero un medio no es un medio, sino una red productiva de sensibilidad. El medio no es un automóvil, sino la proliferación de existencias desencadenas por su presencia: fábricas, consumo de combustibles, rutas, cocheras, diseños, talleres, accesorios, distancias, relaciones entre lo individual y colectivo, jerarquías sociales, representación de un conductor, todo lo que se deriva de su inocente rodar en la vida social. Los medios prefiguran acciones y sensibilidades humanas, el medio (decía) es, a la vez, el mensaje y el masaje que recubre los cuerpos sociales adormecidos.

McLuhan ya pensaba, en los años sesenta, que el libro era una extensión del ojo, la televisión del tacto y la computadora del sistema nervioso. Vislumbraba que vivimos entre tecnologías como servomecanismos (sistemas electromecánicos) sensibles.

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Escribe Donna Haraway (1991): “El ciborg es un organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción”.

Para Deleuze (1988 b), Kant instaura (impresionado por la revolución francesa) los tribunales en la filosofía. Piensa que antes del siglo XVIII los filósofos abogaban e investigaban, menciona a Leibniz representando esa tendencia (un abogado que asume la defensa de Dios). A partir de Kant, piensa, asistimos al tribunal de la razón (inseparable de su método crítico).

El tribunal de la razón es clasificador.

La división de clases aprovecha la lógica clasificatoria. La clasificación no sólo separa identidades, sino que establece distinciones, jerarquiza preferencias, declara beneficios, propaga destinos.

Hay una secreta complicidad entre la clasificación y la desigualdad.

La clasificación lastima la continuidad de las cosas.

Las instituciones son pequeños o grandes reinos clasificatorios.

Se podría decir que Dios no creó el mundo, sino que lo clasificó.

La razón occidental exhibe su furia clasificatoria como si fuera su más sofisticado aporte racional.

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Borges (1952 a), en El idioma analítico de John Wilkins, menciona una remota enciclopedia china en la que se dice que los animales se dividen en: “a. pertenecientes al Emperador, b. embalsamados, c. amaestrados, d. lechones, e. sirenas, f. fabulosos, g. perros sueltos, h. incluidos en esta clasificación, i. que se agitan como locos, j. innumerables, k. dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l. etcétera, m. que acaban de romper el jarrón, n. que de lejos parecen moscas”.

No se trata sólo de una broma, Borges conmueve la violencia clasificatoria añadiéndole eso de lo que carece: belleza.

Belleza como secreto mismo de lo inclasificable.

Foucault (1966), que aprovecha la ironía de Borges sobre las clasificaciones, relata que algunas chicas y chicos que padecen afasias no logran clasificar con coherencia madejas de lana de diferentes colores que se les presentan sobre una mesa. Advierte que forman “una multiplicidad de pequeños dominios grumosos y fragmentarios en la que innumerables semejanzas aglutinan las cosas en islotes discontinuos: en un extremo ponen las madejas más claras, en otro las rojas, por otra parte las que tienen una consistencia más lanosa, en otra las más largas o aquellas que tiran al violeta o las que están en bola. Sin embargo, apenas esbozados, todos estos agolpamientos se deshacen, porque la ribera de identidad que los sostiene, por estrecha que sea, es aún demasiado extensa para no ser inestable; y al infinito el enfermo junta y separa sin cesar, amontona las diversas semejanzas, arruina las más evidentes, dispersa las identidades, superpone criterios diferentes, se agita, empieza de nuevo, se inquieta y llega, por último, al borde de la angustia”.

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Cuando lo inclasificable retorna (no como excepcionalidad de un fuera de serie) sino como impensado por la clasificación, se abre la posibilidad de otro comienzo: entre el después y el antes de una nueva clasificación.

Interregno clasificatorio. Umbral de lo aglutinado, superpuesto, indiscriminado.

No hace falta decir que las clasificaciones no simpatizan con lo que se mueve.

La clasificación colecciona inmovilidades.

El gobernarse a sí mismo de Kant es contemporáneo al invento de la interioridad como interiorización del poder (del deber que proclama la clase dominante). Interiorización que no se mete en un adentro que ya es, sino que crea el adentro en el que se interioriza. No se trata de un cuerpo impregnado por discursos (mandatos y sentencias), sino de un empapar creador de lo empapado. No hay un poder ajeno interiorizado: no se interioriza un poder ajeno, sino que la interioridad misma es una forma de ajenidad, pero no porque pertenezca a otro, sino porque la vida humana pertenece a las figuras que (tras hacerla nacer) la viven.

Dice que la campera es su departamentito. Se siente protegido de la lluvia, del viento, del frío. En verano, se cobija bajo esa sombra.

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Las figuras son vividoras (viven a expensas o a costa de otro).

El dibujante Lino Palacio creó el personaje de Avivato, un tipo gobernado por el engaño y la estafa, que publicó entre 1946 y 1978 en el diario La Razón. Avivato encarna la habilidad que saca ventajas, chupa el jugo de otros, tiende trampas a incautos. En tres cuadros, Palacio narra esta historia: “¡Eh…usted, el lote que me vendió en el Tigre, está bajo el agua!”, grita furioso un tipo que corre a Avivato con la escritura en la mano. Avivato lo encara tranquilo: “Pero si usted puede vivir ahí lo más bien…construyendo una casa flotante”.

En un episodio, se dice que Avivato tiene un amigo psicoanalista que le sacó “los complejos de culpa”.

La figuras que ocupan el lugar de sujeto hablan a cada cual según cómo y dónde ha nacido.

Respetan y aseguran divisiones y destinos de clase.

Asoman sus narices en el horizonte de una época histórica.

Las figuras hablan haciendo crecer orejas en un quién que todavía no sabe su condición de cual.

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Deleuze sugiere que con Kant la filosofía se piensa como tribunal de la razón.

Freud imagina un psiquismo humano como tribunal.

Kafka piensa la vida asediada por burocracias.

Las emociones (apasionadas e impacientes) abandonan los cuerpos, aburridas o cansadas de tantos trámites incomprensibles.

En El Proceso, la conciencia culpable no depende de lo que se haya hecho o fantaseado. El protagonista sobrelleva una culpa sin motivos. Su vida (su identidad, su historia, sus sueños, su familia) no importa, sólo interesa como conciencia portadora de una culpa.

No importa lo que hizo, ni si lo han confundido con otro: sólo gravita como fantasma de una culpa.

La novela comienza así: “Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo”.

Durante la detención se lee lo que sigue: “El organismo para el que trabajamos (…) no se dedica a buscar la culpa en la población, sino que, como está establecido en la ley, se ve atraído por la culpa y nos envía a nosotros, a los vigilantes”.

La potencia emancipadora de la libertad es mero adorno cuando copula con la razón, aliada con los poderes sociales.

Dice la Libertad: Serás dueño de ti o serás esclavo.

Dice la Libertad: Serás soberano, nunca te pondrás de rodillas, marcharás erguido y orgulloso.

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Dice la Libertad: Te haré sentir seguro de ti.

Dice la Libertad: La única determinación será la autodeterminación.

Dice la Libertad: Soy la razón y la justicia.

Dice la Libertad: Tu gobierno será el autogobierno.

Dice la Libertad: Si me abrazas con el corazón, seré tuya.

Dice la Libertad: No necesitas tutelas, eres mayor de edad.

Dice la Libertad: Hago lo que quiero, nada me manda. No me encerrarán en un nombre ni en un ramo de atributos.

Dice la Libertad: Soy memoria histórica del dolor y de la esperanza humana.

Dice la Libertad: Valgo más que la vida.

Dice la Libertad: Serás feliz en una comunidad de iguales.

Dice la Libertad: Soy indiferencia.

Si el ideal de libertad es la intransigencia, su contracara es el abandono.

En castellano, la palabra entrega describe tanto al héroe como al traidor.

Escribe Cervantes (1615): “La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los Cielos: con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.

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No se trata de liberar a una joven cautiva ni de vencer gigantes.

Tal vez se trate de probar vivir no siendo: desprendido de sí, de la colección de identidades.

Quizás no tanto intentar como tentar: atraer la posibilidad.

Para el marxismo la libertad consiste en eximir al obrar humano de la creencia de que sus acciones podrían ser incondicionadas, de ahí la proposición que dice libertad es conciencia de la necesidad.

Libertad de sabernos gobernados por una necesidad que se instaura como producción histórica de una clase social.

Poder histórico de una clase social que reproduce sus valores como necesidad universal para todas las formas vivas.

Necesidad no como fatalidad del vivir, sino como construcción histórica.

Libertad como conciencia de una esclavitud atenta a la momentánea falla de lo determinado.

Libertad, también, como conciencia de la necesidad de un lenguaje, comunidad, amor.

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Libertad como conciencia de la necesidad del más allá de la conciencia o libertad como herida freudiana de la necesidad.

Igualdad significa que cada cual, por haber nacido en este mundo, tiene derecho a estar vivo: a gozar de alimentos y cuidados amorosos, de un lugar confortable en donde vivir; tiene derecho a disfrutar del poder expansivo de la palabra a través de la cultura y la educación, del cuerpo que habita, de la atención de la salud.

La libertad, ¿depende de en qué familia, en qué territorio o en qué lengua se ha nacido?

Castelli (la voz libertaria del Río de la Plata) y Freud (la voz de la palabra que sana) padecían de cáncer oral: uno de lengua, otro de paladar.

Así comienza la novela de Andrés Rivera (1992): “Escribo: un tumor me pudre la lengua. Y el tumor que la pudre me asesina con la perversa lentitud de un verdugo de pesadilla”.

Juan José Castelli, el orador de la revolución, desea decirlo todo: anota lo que le pasa en sus cuadernos con letra ansiosa, antes y después de que le cortaran la lengua por el cáncer.

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Escribe Rivera (1992): “La libertad no tiene el perfume de un ramo de azahar, dijo el doctor Castelli”.

Cuando alguien tiene miedo, no siente temor la persona, el yo, el individuo miedoso o asustadizo; el miedo blande amenazas sobre la vida de un quién que adviene del desamparo.

Derrida (1969) en La farmacia de Platón a propósito del relato, al final del Fedro, sobre el origen de la escritura, observa la ambigüedad del término griego phármakon que alude, a la vez, a lo que puede curar y envenenar: la escritura posibilita, al mismo tiempo, la memoria y el olvido.

La condición de lo indecidible (sana e infecta) hace temblar las clasificaciones: lo bueno puede ser malo, lo malo puede ser bueno.

Indecidible no es lo que no se puede decidir, sino lo que se decide sin garantías.

Lo indecidible desconcierta las clasificaciones (aunque, al cabo le asignan un lugar).

Protestan los antónimos que prolijos separan opuestos.

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Envidia del oxímoron que cultiva la proximidad de lo lejano.

Fascinación de las paradojas que no alcanzan ese golpe de lo conciso.

Fastidio de las aporías que enfrentan a la razón (y de la razón a la que no el encajan las aporías).

La palabra phármakon no interesa sólo por su ambivalencia o sentido paradojal, sino porque conspira contra las capturas y divisorias entre opuestos.

Lo indecidible no es lo indecible, sino la potencia viva de lo decible como expresión de lo incapturable.

La lengua cura y la lengua enferma.

La palabra hace vivir y la palabra hace morir.

Cuando lo indecidible ocupa el lugar de sujeto, la decisión planea como libertad no clasificada.

Alguien decide, entonces, significa un quién que nace de los temblores de lo indecidible.

Alguien y algo son palabras que provienen de los pronombres indefinidos latinos que se forman con la raíz del vocablo alius que alude a la idea del otro.

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Alien, el octavo pasajero (1979) es un film de Ridley Scott en el que aparece una existencia extraterrestre que parasita cuerpos humanos hasta destruirlos para seguir viviendo. Esa forma extranjera representa el horror: suele asociarse con el cáncer, con la otredad que cuestiona la unificada interioridad de la ficción de sujeto y con el terrorismo que amenaza la apacible seguridad del capitalismo norteamericano.

Vida de Esopo es una novela anónima de la literatura popular griega escrita en los primeros años de la era cristiana, en ella el protagonista encarna la picardía, la ironía, la inteligencia que se insubordina.

En uno de los episodios, Esopo, esclavo en la casa de Janto, debe preparar una comida con los manjares más dulces y sabrosos. Ofrece una mesa deslumbrante con lenguas elaboradas de diferentes maneras. “¿No hemos de comer más que lenguas?”. A lo que el esclavo responde: por las lenguas son posibles las artes y la filosofía, por las lenguas nos son dadas la verdad y la razón, por las lenguas se otorgan honores y se ganan dignidades, por las lenguas se edifican ciudades y se conquistan riquezas, por las lenguas se ama, y por las lenguas se declaran estimas y respetos. Concluye: “En la lengua está casi toda la vida humana. No hay cosa más dulce que la lengua ni los dioses han dado a los mortales cosa de mayor estima”.

Entonces Janto encomienda a Esopo otra comida con el peor y el más amargo alimento. El esclavo vuelve a servir lo mismo. “No te mandé a que trajeras el mejor manjar, sino el peor. ¿Hay otra cosa peor y amarga que la lengua? Por la lengua se pierden los hombres, por la lengua llegan a ser miserables, por la lengua son destruidas ciudades, por ella se desgarran los corazones y se hieren las amistades, por la lengua perecen todas las cosas”.

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Si la idea de libertad no queda cercada por las coordenadas del traidor y del héroe, toca la soledad, no del que está lejano de todos, sino del que vive liberado de la tiranía del reconocimiento.

Estar en espera, no siendo.

Borges atraído por idealismos que no diferencian entre vivir y soñar, difunde un relato (atribuido a uno de los padres del taoísmo, cinco siglos antes de la era cristiana): “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa que estaba soñando que era Tzu”.

Borges destaca que Chuang Tzu acierta al elegir una mariposa: con un tigre o un elefante, se hubiera perdido la alusión a lo frágil, fugaz y evanescente de la vida.

La figura que ocupa el lugar de sujeto no es Chuang Tzu, ni la mariposa, sino el soñar.

Soñar ofrece un plan de fuga, escape de cualquier identidad.

Interesa la idea de despertar como instante que suspende toda certidumbre. Instante del ya no dormir sin todavía estar despierto, que horada los mundos que el lenguaje dispone.

Sueño y realidad no se oponen.

El relato de Chuang Tzu narra lo indecidible. No estamos en presencia de alguien que no sabe o no puede discernir si es hombre o mariposa.

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Chuang Tzu habita lo indecidible: se encuentra fuera de sí, no da con lo que es, sino con lo que no puede decidir.

Chuang Tzu no vive aferrado a las identidades, asiste pasmado ante el sorpresivo no siendo.

Escribe Shakespeare (1611) en La tempestad “Ahora, nuestro juego ha terminado. Estos actores, como les dije, eran sólo espíritus y se han fundido en el aire, en la levedad del aire; y, al igual que la ilusoria visión que representaban, las torres que coronan las nubes, los lujosos palacios, los solemnes templos, el gran globo mismo, sí, con todo lo que contiene, se disolverán y, como estos desvanecidos pasajes sin cuerpo, no dejarán rastro. Estamos hechos de la misma materia de los sueños y nuestra breve vida cierra su círculo con otro sueño”.

El yo, la conciencia, la identidad, el sí mismo, tienen la consistencia de un sueño.

Consistencia de lo impalpable que perdura.

Consistencia de lo pasajero.

Consistencia fluida del aire, fuerza de los vientos, movimientos de luces y sonidos que destellan en estruendos, apariciones de burbujas de deseo.

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Sin tener que cargar con una identidad, ¿se acabarían las pesadillas? La vida, ¿se ofrecería como un sereno descanso? Si se pudiera vivir en la idea de que eso que llamamos yo tiene la consistencia de un sueño y de que lo que atesoramos como identidad es un ensamble de ficciones, quizás pasaríamos por el dolor sin encallar en sufrimientos innecesarios y pasaríamos por el placer sin enredarnos en cálculos de propiedad.

No perseveraríamos en la idea de ser, sino en la insistencia de estados pasajeros.

Una sentencia que se atribuye a Apio Claudio (que vivió unos doscientos años antes de los tiempos cristianos) propone una idea extraña para la época, dice: cada uno es artífice de su propio destino (faber est suae quisque fortunae).

Alain Touraine (1997), sentido común de cierta sociología, sugiere que “sujeto es el individuo que se transforma en actor capaz de vivir su vida”.

La fábula de Touraine necesita de las ideas de individuo, autor, propiedad. Una cosa es que cada uno viva su vida, otra habitar una vida que no nos pertenece. Habitar la vida sin la idea de propiedad. Pertenecer a la vida sin dominarla, cuidarla sin poseerla, desearla sin esposarla.

Adherimos al ideal de lo propio, la propiedad, la riqueza, la identidad, el yo, como babosas sueltas en caracoles ajenos.

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Schopenhauer (1819), interesado por el misticismo hindú, piensa que la materia del mundo es la de los sueños. Imagina el sueño cósmico de una voluntad que hace nacer estrellas y crecer plantas, que mueve vientos y mareas, que concibe vida y se transforma en muerte, que da felicidad y sufrimiento.

No vivimos presos de una ilusión.

La ilusión es un pasaje necesario para representarnos o creernos seres humanos. Sin ilusión se vibraría sin ser, sin conciencia, sin memoria, sin experiencia.

Uno, ninguno y cien mil, la última novela de Pirandello (1927), relata qué le pasa a alguien a partir de una observación sobre su nariz. Escribe: “Yo quería estar solo de un modo absolutamente insólito, nuevo. Todo lo contrario de lo que pensáis vosotros, es decir, sin mí y precisamente con un extraño alrededor. (…) Así quería estar yo solo. Sin mí. Quiero decir sin ese yo que ya conocía, o que creía conocer. Solo con un cierto extraño, que sentía ya oscuramente que no podría apartar nunca más de mi lado y que era yo mismo: el extraño inseparable de mí”.

Pirandello narra el monólogo de una identidad que, salida del uno, deviene miles, a la vez que se expone a la angustia de la desaparición, la vivencia amenazante de ser igual a ninguno.

La ilusión de ser hace residencia en el ideal de unidad.

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Leopoldo Marechal (1940) supone en un poema que si amante y amado fuesen uno, no existirían llantos, lejanías, separaciones, sino felicidad para siempre. No existirían dolorosos destierros ni navegaciones errantes. El texto termina así: “¡Oh círculo apretado de la rosa! / Con el número Dos nace la pena”.

Antes del espejo, Narciso no sabe de Narciso. No vive pendiente del reconocimiento de otro o de sí. Los dioses, envidiosos de esa libertad o indiferencia, lo encadenan a una imagen, lo atrapan en un reflejo. Repentinamente prisionero en una identidad (condenado a amarse a sí mismo o amar a otro), sólo le queda practicar la metamorfosis.

Entre sus fragmentos póstumos, Musil (1942) piensa que el amor guarda el secreto de todos los encierros y todas las fugas.

Ulrich, en Viaje al paraíso, dice: “...se me ocurrió que el sentido de estos sueños es (y podría ser que significara el último recuerdo de ello) que nuestro ardoroso deseo no pide que hagamos un solo ser de dos, sino, al contrario, que huyamos de nuestra prisión, de nuestra unidad, que nos convirtamos, en la unión, en dos, o mejor, en doce, mil, una multitud incontable: que nos escabullamos de nosotros mismos como en sueños, que bebamos la vida hervida a cien grados, que nos secuestremos a nosotros mismos o como queramos decirlo, pues no puedo expresarlo bien; entonces el mundo contiene tanta ternura como actividad; no es una nube de opio sino más bien una embriaguez de sangre, un orgasmo de combate; y el único error que pudiéramos cometer sería desaprender la voluptuosidad de lo extraño y figurarnos que hacemos una gran cosa al dividir el maremoto del amor en delgados arroyuelos que van y vienen entre dos personas”.

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No poseemos un ardoroso deseo, un ardor que desea irradia un cuerpo que adviene como brillo de ese deseo.

Sobrevenidos de un ardor que desea, decimos “nuestro ardoroso deseo” como si eso que mueve la vida que vivimos nos perteneciera.

¿Cómo pide el deseo? No pide, no solicita, no ruega, no demanda, no propone; actúa impulsando, empuja arrastrando, transporta incitando.

La expresión que hace justicia a la acción del deseo es fuera de sí.

¿Por qué “dividir el maremoto del amor en delgados arroyuelos que van y vienen entre dos personas”?

No es fácil entregarse a la violencia de los mares. Delgados arroyuelos que van y vienen entre dos parece la tibia placidez de lo que aburre, pero la fuerza de las aguas furiosas destruyen, incluso, el poderoso entre dos.

Destruye como toda fuerza extraviada en el exceso de sí.

Una sensibilidad abierta al maremoto (de amor, de dolor, de ausencia) tal vez sea como lo que describe Arlt (1929) que le pasa a Ergueta en el momento en el que ya no es hombre sino sólo sensación del alma: “…y el espacio entró en él como el océano en una esponja, mientras el tiempo dejaba de existir”.

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Dice la Sensibilidad: Somos esponjas, misterios invertebrados, debajo de la ropa llevamos miles de tubos de abertura, tendríamos que vivir sumergidos en un gran silencio.

Dice el Blindaje: No dejaré que nada te afecte.

¿Escabullirnos de nosotros mismos?

La intención que dedica una vida a escapar de una prisión, puede terminar metiéndose en otra.

El fuera de sí puede llevar a otro encierro de sí.

El fuera de sí puede al encierro fuera de sí.

El detective Sam Spade, personaje de la novela de Dashiell Hammett (1930), en El halcón maltés, cuenta la historia de la viga que cae desde un edificio en construcción a los pies de un hombre que va a trabajar. Un segundo después o un centímetro más hubiera muerto: asume el hecho como oportunidad para cambiar de vida. Sin despedirse, huye de la ciudad, como si se hiciera nacer de nuevo, para tener una vida diferente; deja a su mujer, sus hijos, su familia, su trabajo, sus amigos. Pasan los años: vuelve a casarse con otra mujer muy parecida a la que abandonó, forma una familia casi idéntica, trabaja en otra oficina de seguros como la anterior, emprende amistades similares, se encuentra viviendo igual a como vivía antes de la viga.

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¿Somos esponjas, amebas, sensibilidades vivas por las que pasan intensidades inclasificables? No.

Woody Allen (2000), en una película que se tradujo como Ladrones de medio pelo, presenta la historia de un tipo que planea dar el golpe de su vida robando un banco. El plan es alquilar un local lindero y excavar un túnel hasta el corazón del tesoro. Como fachada montan una casa de venta de galletas que atiende su mujer. Mientras la banda de torpes trata sin éxito de llegar hasta la bóveda, ocurre un imprevisto: el negocio de galletitas causa furor, los clientes hacen colas interminables, la televisión y las revistas acompañan el suceso y, en poco tiempo, se vuelven millonarios. El chiste reside en que de golpe el negocio de las galletas posibilita un desvío y, sin embargo, siguen comportándose como ladrones.

Aún ayudados por el azar no siempre se puede diferir de sí.

No se puede, pero no porque el destino lo impida. La vida humana pende adherida de telarañas sociales, tejidas por la historia. En ese adhesivo se nutre el miedo a qué podría pasar en una vida despegada de las figuras que la dominan.

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En las películas de Allen abundan los robos. En Días de radio (1987) unos tipos están asaltando una casa cuando suena el teléfono. Resulta ser un concurso de radio. Los delincuentes participan con entusiasmo y ganan. Tras la interrupción retoman lo que estaban haciendo y terminan llevándose los objetos de valor que encuentran. Al día siguiente, la familia recibe los premios del concurso que superan en calidad lo que le habían robado.

La metamorfosis describe el pasaje de un encierro a otro, lo que importa es el momento de pasaje.

Habla poco. Se tapa con una manta desde los pies hasta la cabeza. Lo invitan a la radio del hospital. Le vienen ganas de recitar algo que se le grabó escuchando a su papá.

En un pueblo en el que todos se conocen, el jefe de policía pregunta si hubo alguna novedad, a lo que el agente responde: “Para decir verdad, ninguna, mi comisario”. Salvo, agrega con tranquilidad, que en el boliche La Armonía jugaban un partido de truco, hasta que en una mano dudosa uno sacó un cuchillo, por lo que otro reaccionó rompiéndole cuatro costillas, a lo que alguien respondió partiéndole la cabeza y que, entonces, el bolichero, en el tumulto, rebanó a varios con la cortadora de fiambre; en eso, un ruidoso encajó tres balas en el estómago al de la cortadora y en la confusión a uno que andaba borracho lo destriparon y a otro le abrieron un tajo desde la boca hasta los tobillos; así alguien descargó una pesa de diez kilos sobre la cabeza del que insistía en parlamentar y hubo quien se quedó sin nariz y alguno más accidentado; pero fuera de eso, como buenos muchachos “después, ya todos serenos, continuaron la partida” y, así, pasó ese día “sin novedad”.

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Alguien le cuenta al muchacho que el relato que lleva grabado es la letra de una milonga que se llama “Sin novedad” que escribió un tal José Ubaldo Martínez y que, tal vez, su papá la aprendió de escucharla cuando chico en el pueblo en el que nació.

Todo encierro guarda el secreto de una hendidura.

Deleuze (1968), para reconocer el estructuralismo numera lo real (1), lo imaginario (2) y lo simbólico (3): lo real tiende al Uno, ideal de unidad y verdad; lo imaginario al Dos, espejo, desdoblamiento, identificación y lo simbólico al Tres, circulación, movimiento, posibilidad de no quedar petrificado en el Uno ni fascinado o torturado en el Dos.

Uno pulveriza los ojos.

Tres no como número ordinal, sino como comienzo de una serie. Serie no como fila, conjunto, trenzado, sino como salida del suceso, inicio en el vértigo de la sucesión.

Novedad como alteración del Uno en su Verdad y del Dos en su Encierro.

Un tal (José Ubaldo Martínez), en su indeterminación, inicia en la posibilidad de otros nombres o modos de nombrar lo que le pasa.

Sería una pena salir de la nada para quedar atrapados en su doble, el todo.

Lacan piensa lo simbólico como fuga.

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Deleuze advierte que el movimiento del tres puede ser disciplinado por una autoridad que gobierna la serie -a través del miedo- con promesas de unidad o puede tender hacia un rizoma atonal.

Arnold Schönberg, que compone música atonal dodecafónica (composiciones de doce tonos en las que una nota hegemónica no domina ni se impone sobre las otras), sufría una persistente fobia al número trece.

Siendo la hembra de Dios, se volverá uno con el cosmos, se fundirá con el aire, la tierra, el fuego, el agua.

La ontología como proceso onírico se piensa en Macedonio Fernández.

La metafísica como literatura fantástica se narra en Borges.

El dolor por la injusticia social, se escribe en Arlt.

Supo apreciar la oportunidad: el director del hospital dejó el coche con la llave puesta. No se sabe cómo pasó la vigilancia de la puerta y los peajes de la ruta. Lo encontraron esperando tranquilo junto al auto intacto cuando se terminó la nafta a unos cien kilómetros. Regresó al hospital

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como un héroe: los compañeros comenzaron a llamarlo Fangio. Tuvo, todavía, otra alegría: a los pocos días el director, por un descuido, chocó contra un camión que estaba estacionando. Fangio nunca quiso hablar del asunto. Un compañero dijo que no pudo ir más lejos, pero que -desde entonces- vive escapando en ese recuerdo.

Un poema de Luis de Góngora (1584) que se llama A un sueño, dice: “el sueño (autor de representaciones), / en su teatro, sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello”.

El soñante no es sujeto del sueño. El autor del sueño no es el soñante.

El sueño habita cuerpos de aire, cuerpos que viven como brisas y tormentas.

Después del psicoanálisis, el sueño se piensa sin autor.

El soñante no es la persona que sueña, sino quien adviene recordando algo de lo soñado.

La expresión viva sería soñante soñado.

Todavía se podría llamar inconsciente a esa ausencia de autor si no fuera que algunos confunden ese vacío de dominio o esa vacancia productiva

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con un almacén personal de reliquias familiares o con una inteligencia autoral profunda.

Soñante soñado por el habla social, por fantasmas de una época, por agrupamientos de una sociedad de clases. También por el azar, lo innecesario, lo insignificante.

Borges nace en el año en que Freud concibe la interpretación de los sueños.

El extraño caso del Señor Valdemar de Poe (1845) relata, hasta el extremo de lo imaginable, cómo la sujeción de una vida al poder de una creencia puede ser más poderosa que la muerte.

No es que seamos sombras vestidas de horror y belleza, sino que horror y belleza fabulan sombras que, luego, imaginan que se visten solas.

Sugerir que tenemos la consistencia de una sombra no significa que, ahora, seremos sombras o fantasmas. Se trata de otra cosa: probar (tal vez no sea ésta la palabra) el estado de consistencia liviana, moviente, que

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se mimetiza con diferentes texturas, que vive acoplándose con la luz, que se agita con el viento, que se muestra y anda sin rostro.

Consistencia de una insistencia sin pretensiones.

¿Cómo se vive en la ausencia o en el olvido de sí?

No se trata de la existencia que modera su arrogancia porque tiene presente o recuerda que ha de morir; tampoco se alude a una existencia pesimista que reconoce el vacío y la insignificancia de la vida humana.

Una persistencia que no pretende ser.

Un ímpetu pasajero, pero no porque esté de paso en la vida, sino porque pasa sin establecerse o quedar fijada a las ideas de sujeto, ser, identidad.

No es cuestión de las vanitas: ese género de las vanidades que golpean las artes, las ciencias, los saberes, con el signo de la muerte. Como la anamorfosis de una calavera en Los embajadores de Holbein (1533) que tan bien recuerda Lacan.

Se trata, esta vez, no de la muerte, sino de las demasías de la vida que sobrepasan la idea de ser.

Las calaveras y esqueletos de Guadalupe Posada o las de Tim Burton (2005) en El cadáver de la novia no son de carne, sino de huesos y de fiesta.

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Borges (1941) encabeza Las ruinas circulares con un epígrafe del libro de Carroll (1864) A través del espejo y lo que Alicia encontró allí que dice: “Y si dejara de soñarte…”.

En un momento del capítulo en que Alicia se encuentra con los gemelos Tweedledum y Tweedledee, de pronto escuchan los ronquidos del Rey Rojo que duerme acurrucado junto al tronco de un gran árbol. Ambos personajes le preguntan si sabe con qué sueña, Alicia responde que eso nadie puede saberlo, pero los gemelos alardean que sí, que sueña con ella y, entonces dicen: “Y si dejara de soñarte, ¿dónde crees que estarías?”. Alicia contesta que estaría en donde está ahora, por lo que le explican que ella sólo es algo en un sueño y que si el Rey Rojo despertara, no estaría ya en ninguna parte y se apagaría como la llama de una vela. Alicia se niega a creerles: “Además, si yo soy sólo algo en un sueño, ¿qué son ustedes?, me gustaría saber”. Responden que son lo mismo que ella. Alicia llora, protesta: “¡Soy real! ¡Soy Real!”.

Si Alicia pudiera escabullirse de la idea de ser, tal vez podría habitar el mundo que se abre detrás del reflejo de los espejos.

“¡Soy real! ¡Soy Real!”, la protesta de Alicia es equívoca: se declara una existencia verdadera y, a la vez, una pertenencia del Rey.

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El soñante que dirige sus sueños se llama dios.

El ensueño dirigido es una experiencia ideada por Robert Desoille (1945). Tras una relajación orientada a disminuir el control racional, con los ojos cerrados el soñante inicia un viaje por un camino abierto y sin una meta establecida acompañado por un especialista. En el transcurso del recorrido se sugieren algunas acciones como abrir una puerta o un cofre, leer un mensaje cifrado o advertir algo sorpresivo.

En Las puertitas del Sr. López, una historieta creada por Horacio Altuna y Carlos Trillo (1979-1982), la puerta del baño juega como umbral de pasaje. Como secreto de una fuga que se esconde en los pliegues de la obediencia, del sometimiento, de la miseria cotidiana. Las puertitas son miniaturas mágicas de una salida que va desde la resignación a la fantasía. La evasión como estrategia de supervivencia del deseo. Transformismo de la ilusión. Sueños diurnos dirigidos por desahogos permitidos por una moral de acatamiento social. Pasaje del encierro en una vida conyugal asfixiante a un encierro en fantasías con mujeres hermosas, dulces, seductoras. Amores libres del mal trato aceptado del hogar. La silueta femenina imaginada como juguete erótico estereotipado. De la rutina opaca de la oficina (metáfora de la alienación de los años cuarenta) a un mundo de aventuras, de rebeldías de películas maravillosas. Convivencia con una hostilidad no cuestionada. Crítica adaptada de un malestar sumiso. Culpa moderada, travesura inofensiva.

Otro nos sueña, otro nos desea, otro nos piensa, otro nos reconoce; somos soñados, deseados, pensados, reconocidos, por otro: la mismidad

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se vuelve maravillosa gracias a la otredad; pero el otro no es otra persona, sino existencia portadora de sueños, deseos, pensamientos, reconocimientos.

El relato de Borges (1941) comienza así: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche…”.

El forastero triste y silencioso llega, herido y sin fuerzas, hasta lo que queda de un templo devorado por el fuego. Se propone soñar un hombre: “quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad”. Conduce sus sueños para soñar un discípulo que merezca participar del universo. Después de algunos intentos, noche tras noche, sueña -como un gran mago- detalle por detalle, rasgo por rasgo, el cuerpo de un hombre. Para completar la obra pide ayuda. Un dios, Fuego, se presenta para animar al fantasma soñado: todas las criaturas pensarán su creación como un hombre de carne y hueso, sólo conocerán el secreto el soñador y el dios.

Así, luego de enseñarle lo que hizo falta, lo envía a un templo lejano: “Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje”.

Alcanzado el propósito de su vida, temió que su hijo descubriera su condición de simulacro: “No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!”.

Los pensamientos del forastero se interrumpen, de pronto, por un gran fuego que avanza ingobernable.

El relato termina así: “Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con

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alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo”.

Ser soñado por otro qué humillación para la arrogancia de la razón y qué vértigo para el estallido de la imaginación.

Existimos, pero ¿somos proyección de un sueño que se sueña en otro? ¿Qué sueños habitaron la vida de quienes nos soñaron?

El secreto de Las ruinas circulares no reside en que alguien crea que es de carne y hueso, sino en que viva no sabiendo que habita un sueño. Importa más lo que no sabe que lo que cree. La creencia fabula la representación de un ser (que se cree que es). El no saber precipita el vértigo de lo indecidible.

No somos fantasmas: alojamos ánimos que vagan entre las cosas, en un mundo sin esencias ni fundamentos.

El pomelo dibujado en una hoja de papel no es más ni menos cierto que el que pende de la rama de un árbol o el que se compra en la verdulería.

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La fuerza de la representación tiene algo mágico.

La advertencia de William James (“la palabra perro no muerde”) es conmovedora.

René Magritte realiza (entre 1928-1929) un cuadro en el que se ve una gran pipa debajo de la cual se lee: “Esto no es una pipa”.

Magritte se pregunta: “¿Quién podría fumar la pipa de uno de mis cuadros?”.

No es un hombre pescando, sino la acción de pescar que elige a un hombre para realizarse. Entonces, el tipo (dócil) empuña la caña y permanece de pie, en la orilla, pese al frío.

Para Piera Aulagnier (1964) el bebé es una invención de la madre. La madre piensa, imagina, habla a la criatura por nacer. Mejor dicho: pensamientos que la piensan, la encuentran pensando en quién está por nacer. Antes de existir, el niño nace también como sombra hablada o como cuerpo imaginado. El deseo en la madre procurará que entre la sombra hablada y el cuerpo recién nacido, se trame una identidad: que esa vida se represente o alucine idéntica a una sombra encantada de palabras.

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Vive convencido de que en pocas horas un asteroide destruirá todo. Cuando al día siguiente, se le señala que el vaticinio no se cumplió, responde: falta menos.

Escribe Héctor Raurich (1964): “Y después de todo, qué importa esto o aquello, si al fin nos moriremos, si seremos mañana espuma de recuerdo, apenas una imagen de sombra en el tiempo de alguien y más tarde…ni eso”.

¿Qué importa este momento?, ¿Qué importa pasar por la vida como depredador depredado o como silencio?

No es poco vivir en la espuma de un recuerdo o en la imagen de la sombra en el tiempo de alguien, lo que lastima es el pertinaz cautiverio de la importancia.

Decir que somos soñados por el lenguaje no es lo mismo que decir que somos soñados por dios: el lenguaje humano es construcción histórica y política de la civilización en lucha.

Eso que se llama civilización organiza la barbarie que un poder instituye como más razonable. La palabra lucha recuerda una indecisión: ese orden no termina de decidirse. Marx diría que lo razonable expresa intereses de clase.

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Insistió hasta comprar un espejo que reflejara el cuerpo entero. Así, confirmó que era un fantasma: el espejo que registraba minucioso cada detalle de la habitación, no reflejó su presencia. Verificó que la luz no proyectaba su sombra y que era inútil extender su brazo para estrechar la mano de otro. Perros intuitivos ladraban cuando sobrevolaba sus territorios.

La psicóloga hizo la prueba del reflejo parándose junto a él, frente al espejo. Se vio sola, en un mundo deshabitado.

Soñado por otro, pensado por otro, amado por otro, reconocido por otro: se confunde el ser con quién acude infatigable (como participio pasado) de cada llamado.

El problema no reside, como en la escena de Alicia, en que si dejaran de soñarnos desapareceríamos, sino en que sin el soñar que habita en otro nunca hubiéramos aparecido.

No se trata del acudir de alguien que ya estaba en otra parte, sino de un quién que nace del acudir mismo, que adviene acudiendo.

El deseo de ahijar a otro realiza un llamado.

Gestar no quiere decir ayudar a desarrollar algo que estaba en estado embrionario, sino hacer acudir a alguien pensado, nombrado, proyectado, imaginado, alimentado, abrigado, acurrucado, arrullado.

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Fernando Ulloa (1995) llamaba crueldad a la fatalidad social de una vida que adviene no solicitada por la ternura.

¿Cómo se acude al vivir, sin el obligado equívoco de ser alguien? La expresión ser un Don Nadie es epíteto del fracaso social y familiar.

La duda de Hamlet se transforma en sentencia democrático burguesa: ser alguien o no ser.

No se sugiere en lugar del imperio del ser, un hedonismo del estar.

La paradoja humana: acudir a la ilusión de ser para intentar vivir no siendo.

El monólogo de la cuarta escena del tercer acto de Hamlet (1599-1601) de Shakespeare dice así:

“Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Qué es más noble para el alma, sufrir los golpes y las flechas de la injusta fortuna o tomar las armas contra un mar de adversidades y oponiéndose a ellas, encontrar el fin?

Morir, dormir… nada más; y con un sueño poder decir que acabamos con el sufrimiento del corazón y todos los males que son herencia de la carne… Es un final piadosamente deseable.

Morir, dormir, dormir… quizá soñar. Ahí está la dificultad. Ya que en ese sueño de muerte, los sueños que pueden venir cuando nos hayamos despojado de la confusión de esta vida mortal, nos hacen frenar el impulso. Esta consideración alarga nuestras desgracias.

Pues, ¿quién soportaría los latigazos y los insultos del tiempo, la injusticia del opresor, el desprecio del orgulloso, el dolor penetrante de un amor

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despreciado, la tardanza de la ley, la insolencia del poder, y los insultos a la paciencia, pudiendo dar fin a tales sufrimientos con un simple puñal?

¿Quién llevaría el peso de estas cargas, gimiendo y sudando, en esta agotadora vida, si no fuera por pavor ante eso que se oculta tras la muerte? Ese territorio desconocido de cuyo seno ningún viajero ha regresado, nos llena de dudas y aturde la voluntad. Envueltos en el temor, soportamos los males que sentimos en vez de volar a otros que desconocemos.

La conciencia nos hace cobardes. La resolución, hechizada por el miedo, se vuelve pálida y enfermiza: se detiene, muda sus caminos, pierde su nombre”.

“To be or not to be, that is the question”.

Ser o no ser (existir o no existir; vivir o no vivir), ¿quién se hace la pregunta? ¿Alguien se hace la pregunta o el atreverse a preguntar hace a quién se está haciendo la pregunta? La figura del atrevimiento se encarna en la voz de un príncipe.

La traducción reglada (ser o no ser) inclina la lectura hacia un problema ontológico, cuando lo que destella es la pregunta sobre si vale la pena vivir o por qué aceptar tantas desdichas y desgracias.

Hamlet insiste en una pregunta que lo excede. Sobreviene como exceso: como demasía.

No se trata de una conciencia inmensa, ambivalente, dividida, sino de una sensibilidad que intenta de soportar lo inmensurable: ¿cómo decidir entre enfrentar el infortunio del vivir o entregarse al terror del sueño eterno?

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Hamlet, ¿el hombre que piensa demasiado o una vida capaz de soportar la demasía del pensamiento?

Hamlet, ¿el príncipe que duda o el cuerpo de un príncipe que aloja la duda?

Hamlet no deja que las figuras que lo gobiernan precipiten su acción.

Tal vez asistimos a la invención de la libertad como detención, como duda, como sospecha de autoengaño (momentos que Edipo desconoce).

Hamlet trata de saber si existe alguna posibilidad de no responder como un mandadero del miedo a la muerte: sabe que la autonomía de su voluntad es como la de la arena movida por el viento.

Interesa pensar (sin la idea de sujeto) qué figuras asumen la posición de mando. Uno de los tópicos, asuntos, sujetos, de la cultura isabelina es la Fortuna (áspera, caprichosa, injusta).

El atrevimiento de Hamlet es esta pregunta: ¿qué es más digno, soportar los designios de la Fortuna o resistirse a sus males y adversidades, hasta el fin?

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Cuando alguien se emociona, no se emociona la persona, el yo, una identidad emotiva. Tampoco el enamorado, el padre, el amigo, el testigo. La figura que se aposenta en la intensidad y el brillo del lugar de sujeto es la emoción. La inmensa cercanía de una distancia, el deseo que toca otro deseo. Figuras de esa conmoción son el amor, la paternidad, la amistad, la pertenencia feliz e infeliz a la civilización, la vida que celebra extrañezas que tejen intimidades entre sí.

Boecio, filósofo y político romano, acusado de traición, rueda hacia la desgracia: despojado de sus bienes y su honor, sometido a prisión y condenado a muerte.

Relata en La Consolación de la Filosofía, escrito en el encierro (alrededor del año 524) que, desconsolado y preso de la desesperación, maldecía a la injusticia, la vejez, y se lamentaba de que la Fortuna lo hubiese abandonado, hasta que una noche se le apareció la Filosofía quien le recordó que la Fortuna es veleidosa, indiferente, desamorada: “Nadie puede basar su seguridad contando que la Fortuna no lo abandonará”.

Así Boecio se entrega a la Filosofía: esa tranquila sabiduría (que lo libera de su prisión mental ayudándolo a valorar otras cosas de la vida) se compromete a no abandonarlo jamás.

En el siglo IV antes de la era cristiana, entre los griegos la diosa Tyche sostiene en una mano un ánfora que contiene bienes que puede dar y en la otra el timón que gobierna los destinos humanos.

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Boecio (523) en La consolación de la filosofía compara a la Fortuna con una rueda que goza elevando o haciendo descender a criaturas que, así, caen en gracia o en desgracia.

Dice la Fortuna: “Pues he aquí lo que sé hacer, el incesante juego a que me entrego: hago girar con rapidez mi rueda, y entonces me deleita ver cómo sube lo que estaba abajo y baja lo que estaba en alto. Súbete a ella, si quieres, pero a condición de que cuando la ley de mi juego lo prescriba, no consideres injusto el que te haga bajar”.

La idea de algo que dé un giro a nuestras vidas todavía sobrevive en el lenguaje con el que solemos expresar lo que nos pasa.

Relata Erdosain “…me dejé estar allí, en ese triste cuarto de pensión, en la actitud de un hombre que espera la llegada de algo, de ese algo de que he hablado tantas veces, y que a mi modo de ver debía darle un giro inesperado a mi vida, destruir por completo el pasado, revelarme a mí mismo un hombre absolutamente distinto de lo que yo era”.

Una de las canciones de Carmina Burana (1937) del compositor alemán Carl Orff tiene como asunto la Fortuna. Oh Fortuna recupera un poema goliardo (clérigos vagabundos y rebeldes ante los poderes medievales) escrito en latín a principios del siglo XIII, que dice así:

“Oh Fortuna, /variable como la Luna, / como ella creces sin cesar / o desapareces. / ¡Vida detestable! / Un día, jugando, / entristeces a los débiles sentidos, / para llenarles de satisfacción /al día siguiente. / La pobreza y el poder / se derriten como el hielo / ante tu presencia. / Destino monstruoso / y vacío, / una rueda girando es lo que eres…”.

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Shakespeare piensa la muerte como sueño eterno. Morir equivale a dormir para siempre.

Su personaje imagina que, con el sueño, pondría fin al sufrimiento (aflicciones) y a los males (dolores) que son una consecuencia de la misma carne (nuestra débil naturaleza).

No sufre el yo, el hombre, el individuo, el sí mismo, sufre la carne.

Se pregunta: ¿por qué no desear morir (el sueño eterno) para poner fin a los sufrimientos de la carne? La muerte como fin piadoso o mal menor (suponiendo que fuera un mal).

La muerte deberíamos solicitar con ansia. La muerte sería una consumación que se debería anhelar fervientemente.

La conclusión anhela un deseo piadoso.

El interrogante sobre qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno, en el silencioso sepulcro, libres del agobio terrenal, habiendo abandonado este despojo o envoltorio mortal, detiene a Hamlet.

La carne como envoltorio mortal del alma.

Esta consideración pone freno al juicio y alarga las desgracias (“Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga”).

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El miedo a la muerte o el respeto a ese eterno dormir: retiene en esta vida de desgracias.

El miedo le dice a Hamlet que la muerte es una pesadilla interminable.

Por pavor a la muerte, las criaturas humanas toleran, soportan, cargan, con sufrimientos y desgracias.

La muerte -ese territorio desconocido e inexplorado de cuyos límites o fronteras, de cuyo seno, ningún viajero ha vuelto- llena (embaraza) de dudas, perturba la voluntad.

En Hamlet, el temor a la muerte empuja a soportar los males que conoce antes que huir hacia otros que ignora.

La conciencia lo hace cobarde.

En Shakespeare no se piensa la conciencia como atributo del yo, sino como una mandadera del temor a la muerte que inunda de cobardía.

La cobardía como previsión inútil.

La prudencia como empleada del temor a la muerte.

La resolución se vuelve pálida y enfermiza cuando el pensamiento queda envuelto en el temor.

La resolución palidece y pierde el rumbo ante el miedo a la muerte.

No es el yo sino la resolución la que se siente inhibida para la acción.

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¿A quién se acaricia cuando se acaricia un cuerpo enfermo?, ¿a la persona que está enferma?, ¿o se acaricia el desamparo, el miedo, la soledad?

Un programa de la televisión argentina de la década del sesenta se llamaba ¿Quién es quién? Se presentaba un personaje célebre entre otros cuatro que fingían ser el famoso. Todos ocultaban sus rostros y deformaban sus voces. Los miembros de un panel, a través de preguntas sutiles, debían discernir quién era el verdadero entre los farsantes.

Alguien ¿quién?: no el ser que es, sino pregunta que afirma, indefinición que define.

Dice una voz orgullosa: tengo una disciplina espartana. Baja más de treinta kilos en nueve meses. ¿Quién baja esos kilos, ella o la disciplina espartana? Una disciplina espartana la tiene a la vez que nace como quién es tenida por una disciplina que cree tener. Esa disciplina impone grandes metas: escenarios heroicos.

En diferentes films de Chaplin se narra la rebelión de los objetos: el personaje no puede soltarse de la puerta de un coche, no puede liberarse de una pecera en la que mete el pie al entrar por una ventana, borracho

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no puede meter la llave en una cerradura, una cama plegable lo atrapa dentro.

El martillo golpea en la mano y no en el clavo.

Escribe Horacio González (1999) a propósito de la patafísca: “En Macedonio Fernández los objetos están para hacer reír”.

Habitantes inseguros, presencias que viven a préstamo, que (a veces) no justifican su estadía en el mundo.

¿En qué consiste la comicidad de las cosas? ¿No alcanzarán nunca la ficción de sujetos hundidas en su irreversible nulidad? ¿El candor del reinado de los objetos irrompibles?

Horacio González destaca, en Macedonio, el “compromiso con cada objeto particular, a fin de librarlo de su destino inexorable y fúnebre”.

La alteración de la función como crítica de la cotidianeidad.

Marx denuncia la cosificación de la vida humana: las personas, como los objetos, se ofrecen en el mercado como valor de uso y valor de cambio.

La mudez del objeto que posa en la tela de una pintura: ternura solitaria, ridícula, innecesaria, de estar en el mundo.

Mi tío (1958) es una película de Jacques Tati: el Señor Hulot, que habita un hogar modesto y humilde, visita a su sobrino que reside con sus padres en una casa burguesa fastuosa llena de electrodomésticos modernos. La casa del futuro, toda automatizada, gobierna los movimientos de sus habitantes.

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Salvo Hulot que atraviesa con ingenuidad y desapego la eficacia maliciosa de las cosas.

En Matrix (1999), de Larry y Andy Wachowsky, Agente Smith es un programa informático defensivo en una realidad virtual interactiva llamada Matrix. Smith es un software que asume la apariencia de un agente de seguridad vestido con traje negro y con lentes oscuros. En el transcurso de la saga, el programa Smith se transforma en un virus informático. Cuando Neo llega a la ciudad de las máquinas, propone un trato de paz, dice: “El programa Smith está fuera de control”.

Smith (un programa que, sin embargo, experimenta odio y omnipotencia) se burla de la fragilidad humana, pero -al final- es destruido por su incapacidad de amar.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en la película no es el heroísmo del elegido, la voluntad de Neo, sino el amor que una y otra vez gana la vida.

Otras dos referencias, entre las innumerables, en las que el cine imagina la lucha entre la inteligencia de las máquinas y la de la civilización humana, son 2001: Una odisea espacial, de Stanley Kubrick (1968) basada en la novela de Arthur C. Clarke y Blade Runner, de Ridley Scott (1982).

En La novia mecánica: folclore del hombre industrial, McLuhan (1951) describe experiencias de trance colectivo o estados de sueño que inducen publicidades de la época. La novia mecánica alude a una campaña publicitaria que propone un automóvil sensual y complaciente: una máquina siempre preparada, dispuesta, esperando.

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Soberano, en pleno desierto, el hombre se felicita por su camioneta. Posa junto a la poderosa máquina que reluce espléndida. Siente la fuerza de cientos de caballos sanos y salvajes. Experimenta la despreocupada autoridad sobre las cosas. Escucha el rugido del motor salir de su propia garganta. Se complace con esa seguridad que ha conquistado en la vida. Arropado por la fortaleza de esas sensaciones, saborea la potencia que le pertenece. Pero, de pronto, la maravilla mecánica no responde; se manifiesta como muda brújula computarizada, diseño de fierros y chapas muertas. Una y otra vez repite los procedimientos de dominio, pero nada. Como Amo, contrariado, maldice su tropilla inútil. Ciego de ira, asiste al poder desmoronado. Golpea la chatarra indiferente. Hasta que, por fin, habla así: “Por Dios, no me hagas esto. Por favor, sácame de aquí, llévame a casa o, por lo menos, hasta un lugar en el que tenga señal. Dale, qué te cuesta, amor, no seas así. No me dejes: ¡somos un equipo!”.

La expresión inglesa ready made que emplea Marcel Duchamp alude a algo ya hecho o ya visto.

No afirma que cualquier objeto es un hecho artístico, sino que el hecho artístico consiste en poder ver por primera vez un objeto ya visto innumerables veces: así en 1917, con el seudónimo de R. Mutt, expone un mingitorio industrial que titula La Fuente.

Heidegger (1927) se pregunta por el modo de ser de las cosas que se presentan como útiles para (escribir, coser, trabajar, viajar, medir) Los útiles, dice, no son, si no, algo para ser empleados y manejados. El martillar se apropia del martillo, ocupa su condición, lo usa, martillando.

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Lo propio del martillo es su estar a la mano (su ser manipulable), existir subordinado al para algo.

El cuerpo humano se prolonga: la herramienta aumenta la fuerza y el alcance de la mano, la vestimenta duplica la piel, la palabra acompaña a la caricia.

La idea de objetos (herramientas, instrumentos, juguetes) como cosas manipulables alcanza a las piedras, a las plantas y árboles, a los animales, a las criaturas humanas.

Cuando alguien respira, no respira el yo, la conciencia, la voluntad. Tampoco los pulmones. Respira el respirar, el continuo pasaje de aire que respira en lo viviente.

Los verbos en estado infinitivo (despegados de las formas personales) desde hace tiempo gustan asumir el lugar de sujeto.

La vida humana, territorio propicio para las pasiones, no sería sin la corporeidad que esas mismas pasiones dan: cuerpos apasionados, polvos enamorados como diría Quevedo.

Las pasiones retozan en los campos encefálicos del lenguaje.

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Se confunde el ser con quien acude como participio pasado de un llamado.

Quevedo, a su manera, dice la locura de ser como el encanto de una obsesión que llega hasta el extremo de declararse polvo, pero polvo enamorado. No abandona la ilusión de ser ni deviniendo tierra menuda y deshecha.

Autor de La obediencia pasiva, el obispo Berkeley (1685- 1753) encarna un idealismo furioso que expresa la proposición esse est percipi (ser es ser percibido).

Politzer bromeaba sugiriendo al obispo que se pusiera delante de un camión.

Ser es ser percibido, pero la percepción percibe clasificando, separando, discriminando, como la remota enciclopedia china.

Esa gaviota que chilla volando, sólo es porque yo la percibo, pero existe indiferente a mi llamado: no acude esclava de mi percepción que la hace nacer para ser la gaviota que ahora percibo.

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No percibimos, la percepción nos concibe como sensibilidad de pasaje que nace del paso de intensidades que afectan un cuerpo que adviene cuerpo afectado.

Deleuze (1993), a propósito de la afirmación de Berkeley, se pregunta si es posible escapar a la percepción o devenir imperceptible.

Lo espantoso no es ser percibido por otros ni la percepción de sí a través de sí, tampoco ser percibido por las cosas; lo espantoso es saberse percibido por la mirada.

Encogió tanto que se perdía entre las sábanas. Sentía terror de salir de su casa. No podía andar así por la calle: disminuido, los autos y los colectivos no podrían verlo.

Habitado por sentimientos inmensos, su cuerpo se volvía pequeño, mínimo, insignificante.

Percibo el mar, el mar me percibe, me percibo percibiendo que percibo el mar. El percibir inventa ojos, registros, dobles, comparaciones, memorias, relatos: no percibe el yo, la conciencia, la persona: esas ficciones nacen de la mirada.

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Dice la Percepción: ¡Soy auténtica, pura, verdadera!

Dice la Mirada: ¡Esa es mi máscara!

El otro no me percibe, relata visiones que dicta la mirada.

Las cosas no me perciben, congelan miradas que me ven como una marioneta que se cree libre.

Se llama sí mismo a la duplicación de un reflejo que difunde la mirada para dar verosimilitud a la ficción de una percepción que pertenece a alguien.

La mirada extiende los seudópodos de la percepción que alucino mía.

La ilusión de que cada cual pueda ser amo de su vida es, en apariencia, el proyecto más igualitario de la civilización europea. Una comunidad en la que cada quién es responsable de crearse a sí mismo respetuoso de las leyes de la sociedad burguesa.

La fantasía más lograda de un individuo libre es la de un dios que se crea a sí mismo.

Hacer de la propia vida una obra de arte es un clamor que condensa el sueño lírico de una civilización sumergida en la pesadilla.

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La cultura del presente propicia el pasaje de la idea de sujeto súbdito de otro, a la de sujeto dueño de sí.

La libertad se piensa como propiedad: sujeto fabulado como propietario de sí mismo.

Sería un descanso no tener que cargar con el peso de esa propiedad imaginaria.

Pasar de la posición de súbdito, pero no a la de amo, sino a la de amante de lo súbito: de lo que se precipita, impetuoso, de repente sin pertenecer a nadie.

La expresión amante de lo súbito parece describir una conducta o hacer una recomendación.

Tal vez súbito amante ofrezca más la idea de que la condición de amante llega después: amante inesperado que acude naciendo de lo súbito.

La idea de ser amo de uno mismo es atroz: celebra la libertad de ser esclavos de las figuras que comandan lo que llamamos el sí mismo.

Se podría pensar en vivir amigo de sí, no dueño de la mismidad, sino amigo de lo que difiere en esa pretendida unidad.

Incluso amigo de la ausencia, del silencio, del vacío.

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Escribe Lucrecio que “un lugar hay intacto y vacante: el vacío”.

Sin vacío no sería posible el movimiento: la materia pesaría quieta, apretada, aglomerada.

Suele citarse una sentencia de Séneca nacida casi con el cristianismo que dice que “El hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo”.

La imagen de amigo de sí (o mejor de amigo de lo que difiere de sí) podría aliviarnos de las fatalidades del amo, dueño, propietario.

Amigo como vecino que habita junto a la tierna y fantástica monstruosidad del sí mismo como inevitable sombra que hace posible el movimiento.

Nietzsche pensaba la amistad como un amor que vivía a salvo de la compulsión de la propiedad.

Sin embargo, la idea de amo da seguridad: a veces, se prefiere vivir dependiente de un amo, que pendiente de lo repentino, inesperado, imprevisto.

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Alguien dice: Soy una acumuladora, junto cosas que no puedo tirar.

Podría decir: La acumulación me ampara y esclaviza: me ampara esclavizándome y me esclaviza amparándome. La acumulación me aprieta, me deja sin espacio, me empuja, me arrincona.

La acumulación enerva la soledad, confunde, apabulla, oscurece pensamientos que angustian.

¡Qué alivio estar pendiente de cosas inútiles, sin valor, sin consecuencias; cosas de las que podría prescindir!

La acumulación ofrece ese sosiego.

Para Heidegger (1938) lo decisivo de la modernidad no es que el hombre se liberara de las ataduras medievales liberándose a sí mismo, lo importante es que la idea misma de hombre “se transforma desde el momento en que el hombre se convierte en sujeto”.

El hombre se fabula sujeto cuando la razón concibe el mundo como imagen o representación.

La idea de un sí mismo nace como ficción que transforma lo dado en lo representado.

La idea de sujeto convierte a las criaturas que hablan en esclavas que se creen libres.

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La asociación entre la idea de sujeto y ser humano se trama después de que Nicolás Copérnico proyectara su obra Sobre las revoluciones de las esferas celestes (1543) que no alcanzó a publicar en vida, en la que deduce que la tierra y demás planetas se mueven alrededor de un centro ocupado por el sol.

¿Cómo se instala la idea de que estar en el centro de algo es un privilegio?

Se podría decir, en lugar de que el hombre se convierte en sujeto, que la idea de sujeto transforma al hombre en una existencia estúpida arrogante incapaz de estar en la vida sin la ilusión de dominar o ser dominado.

Si Auschwitz pudo concebir lo inconcebible, afirmar que eso no debió ocurrir llama a in-concebir lo concebido.

La culpa la alivia de la muerte de la persona que ama. La culpa hace sentir que algo podría haber sido diferente. La culpa revive lo que ya ha sido.

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¡Sé Sujeto! es la fórmula imperativa del poder y de la propiedad.

El psicoanálisis relativizó la suficiencia de esa comunidad de propietarios con la conjetura de lo que llamó inconsciente.

El paciente freudiano parece un pequeño dios que vive en un modesto Olimpo personal, atormentado por fantasmas de la familia burguesa, que tributa impuestos morales a cambio de un estado más permisivo con los deseos que lo habitan.

En un artículo en el que explica el fastidio y la antipatía que provocan sus teorías; Freud (1917) sugiere que el amor propio de la humanidad sufre tres ofensas: una ofensa cosmológica (la tierra no está en el centro del universo), una ofensa biológica y teológica (no poseemos un linaje divino que nos distinga del resto de los animales y demás formas vivientes) y una ofensa a la razón y a la conciencia (no gobernamos en nuestra intimidad).

Otra herida para el amor propio de la civilización: las ideas de justicia, libertad, igualdad, fraternidad, no son valores universales, sino beneficios que se distribuyen a discreción según territorios nacionales y clases sociales.

La unidad fantaseada del pienso que pienso de Descartes, se resquebraja con la idea de inconsciente freudiano.

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En el enunciado “El yo no es dueño en su propia casa” (“das Ich nicht Herr sei in seinem eigenen Haus”), se desliza la idea de subjetividad como paradoja: el yo no tiene soberanía ni es Amo en lo que considera su dominio más profundo. Pero, ¿a qué llama Freud su propia casa? Lo dice más arriba en el mismo texto: “El yo se siente incómodo, tropieza con los límites de su poder en su propia casa, el alma” (“Das Ich fühlt sich unbehaglich, es stößt auf Grenzen seiner Macht in seinem eigenen Haus, der Seele”).

Si el modelo del yo es la casa propia, con la idea de inconsciente, la criatura humana pasa de ser propietaria, a saberse inquilina, cada tanto desalojada de lo que no le pertenece.

El psicoanálisis narra la historia de una persistente herida (tajo de una corporeidad).

Freud emplea la palabra sujeto en diferentes sentidos: la utiliza para nombrar a una persona, a un individuo, a un ser humano o para referirse al yo que habla, a la conciencia que piensa lo que le pasa o a la existencia que está más allá del dominio de esa conciencia.

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Suele designar con ese vocablo a alguien expuesto a la hipnosis, a una persona indagada, al individuo que no quiere ser tomado como objeto, a un desconocido que no interesa identificar, a una naturaleza humana única, a la mujer o al hombre que atiende, a la existencia que no se reduce al yo ni a la conciencia, al espacio que se disputan vivencias inconciliables, al que toma a un semejante como objeto, a la interioridad habitada por impresiones y recuerdos, a alguien con capacidad psíquica, a la criatura humana que carga marcas de una sexualidad que antecede a su conciencia, al que tiene una vida que ignora, al que se dirige reproches, al que sueña algo que desconoce, a la voluntad que atiende a lo involuntario, a la existencia que asume una posición activa en el mundo, al que ríe de sí, al portador de una razón que se contradice, al que disfraza y oculta sentimientos, al que atiende ocurrencias y asociaciones insignificantes para acceder a lo que desconoce de sí, a la persona que dirige una pulsión o un deseo hacia otra, al que ocupa el papel en apariencia activo de una relación, a la existencia que ama su propio reflejo (a veces, a través de otra existencia), a la interioridad activa de un yo que actúa sobre un objeto exterior pasivo (aunque al estudiar sadismo y masoquismo, advierte que las cosas no son como parecen), a la persona que alberga complejos emocionales, al ser que lleva consigo una infancia precursora, a una conciencia condescendiente con desfiguraciones y engaños, a la existencia que (a través de identificaciones) se compone tomando algo de otra, a una voluntad autónoma y racional (sensible a la fascinación y el deslumbramiento infantil) por momentos doblegada por impulsos arrasadores, al yo que se observa y se toma como objeto de evaluación (como el pienso que pienso que quería Descartes), al que desea poseer a otro, a la conciencia que olvida, sueña, teme, se obsesiona, asiste pasmada a una rebelión que no entiende ni maneja, a la criatura que (a través del juego) repite en posición activa lo que vivió en forma pasiva, a la razón dividida capaz de tener una vida inconsciente.

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Cuando alguien imagina algo que hará o ensaya en soledad una discusión, no imagina o ensaya la persona, el yo, la voluntad; las figuras que ocupan el lugar de sujeto son la imaginación y la puesta en escena, el teatro de acciones, la imitación o la creación de un personaje, el gusto de proyectar y de encarnar una idea y una acción.

El capítulo veintidós de la novela Rojo y Negro de Stendhal (1830) comienza con el epígrafe de Malagrida, un jesuita italiano que la Inquisición condena a muerte en 1761 por obscenidad y blasfemia, que dice “La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar su pensamiento”.

Algunos pensamientos se ocultan por temor a otros pensamientos, otros pensamientos se ocultan para gobernar ocurrencias desde las sombras, otros pensamientos se ocultan para que la conciencia (¡tan engreída!) suponga que tiene algún poder.

En la traducción de las obras completas de Freud al castellano que realiza Luis López Ballesteros la palabra sujeto es empleada más veces que en el original en alemán o en otras versiones castellanas. Suele utilizar la expresión la sujeto para referirse a la mujer y fórmulas como el infantil sujeto o el sujeto pequeño.

La idea de sujeto en Freud no coincide con el yo que piensa que piensa, vive una división: sabe lo que ignora, ignora lo que sabe.

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Lo otro de la unión es la división. La división sirve para ilustrar lo involuntario de la voluntad.

La expresión sujeto dividido conserva la idea sujeto (pero con una división).

En lugar de la fórmula “pienso, luego existo”, Lacan (1957) propone un enunciado controvertido: “pienso donde no soy, luego soy donde no pienso”.

Lacan pone en duda la idea misma de ser: primero (la idea) no sabe donde ubicarse, para (luego) saberse localizada en donde no existe.

Al intervenir la proposición de Descartes, a lo que llamamos ser le ocurre lo mismo que a Chuang Tzú.

La proposición “pienso donde no soy, luego soy donde no pienso”, llevada hasta sus últimas consecuencias, podría escribirse así: los pensamientos que piensan, hacen creer que emanan de una conciencia que presentan como mía, pero esa ilusión de ser que me domina, todavía necesita saber que ese soy fabulado habita más allá de donde esa conciencia (que tomo por mía) piensa.

La idea de ser tiembla tras la ráfaga del inconsciente freudiano.

Las palabras de Lacan resuenan en las calles de mayo del sesenta y ocho: “no soy, allí donde soy el juguete de mi pensamiento”.

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Las expresiones en francés son “je pense où je ne suis pas, donc je suis où je ne pense pas” y “je ne suis pas, là où je suis le jouet de ma pensé”.

Lacan también presenta la idea en el Seminario 14, La Lógica del fantasma y en el Seminario 15, El acto psicoanalítico.

La imagen de ser juguete de un pensamiento recuerda, entre muchas otras, algo que se dice en el Rey Lear: “Somos para los dioses como las moscas para los niños: nos matan por diversión”.

Observa Lacan que, después de Freud, la idea de ser no coincide con la de pensar: eso que se llama yo cree pensar, cree saber lo que piensa, y, sin embargo, algo comanda sus ideas sin que lo sepa. El yo no es dueño de pensamientos que considera propios: vive poseído de lo que supone le pertenece.

Los pensamientos actúan sin control de la voluntad y la conciencia.

La vida humana podría ser juguete de un pensamiento.

El enunciado no soy donde soy, no pienso en donde pienso da cabida a la incertidumbre: hace tambalear la certeza de un yo.

Por la incertidumbre se entra en la espera.

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La idea de viviente como títere, muñeco, juguete, autómata (manejado por los dioses, los reyes, la moral, el estado, el dinero, la educación, el reconocimiento, el consumo, las empresas masivas de comunicación), anida en la palabra sujeto que carga con la historia social y política de la desigualdad, la explotación, la sumisión.

Libertad y sumisión se extienden en una (y la misma) cara.

La idea de sujeto recorre una cinta de Moebius.

La banda de Moebius (1858), la invención de una cinta de un sola cara (se puede fabricar tomando una tira de papel, doblándola en un extremo antes de unirla al otro), trastorna la percepción del derecho y del revés, del adentro y del afuera, del arriba y del abajo, de lo interior y lo exterior.

Lacan emplea la figura para desarticular la idea de opuestos que se enfrentan y proponer la visión de movimientos continuos.

Recorriendo el camino de la felicidad en algún momento advertimos que andamos en la infelicidad, recorriendo la cara del amor, de pronto, estamos en el odio. Los sentimientos humanos parecen encintados de este modo. No se trata de que sean opuestos o que cada uno viva en la cara contraria del otro, sino que el recorrido, que la extensión de algo deriva en otra cosa como continuidad de una misma dirección. No es el reverso sino la inadvertida torsión de lo extensivo. El punto de doblez no puede ser localizado: el recorrido acontece como torsión que no notamos.

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La idea de una andar en el que una cosa deviene otra, hiere el fanatismo de los opuestos y pone en cuestión el mundo que se reparten.

Dice el Matiz: Respiro en los márgenes de lo definido.

El lugar de sujeto es un lugar sin localización táctil, visual, gráfica, conceptual. Se parece más a la continua torsión de Moebius.

Un lugar sin localización que, sin embargo, es comandado por figuras que conquistan energías con promesas y astucias.

Figuras que se presentan en enunciados imperativos, furiosos, apaciguadores.

La domina el deseo de ser feliz. El deseo de felicidad la habita con tenacidad. Ese deseo odia que algo no ande bien. Para no ofuscarlo, hace callar al malestar o lo obliga a expresarse en forma oblicua.

No conviene suscribir la idea de sujeto, conviene pensar en un lugar que se presenta como un claro o disponibilidad susceptible de estar ocupado.

¿Ocupado por qué, por deseos de los padres, como suele decirse? En todo caso, si fueran deseos, no serían deseos de los padres (como si les pertenecieran), sino por deseos a los que ellos mismos pertenecieron.

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¿Hay un momento de fundación de eso que se llama ser?

Las fábulas sobre la humanidad son tan remotas como el comienzo de las lenguas.

La meta de los vivientes que hablan, ¿consiste en llegar a ser sujetos auténticos, genuinos, irrepetibles?

La idea de sujeto acarrea la ilusión de que cada cual debe subjetivizarse para ocupar un lugar propio e intransferible.

Deleuze (1972) rescata el golpe que el llamado estructuralismo encarnó en la historia de las ideas: ahí donde suele verse una esencia, el estructuralismo supone una combinatoria de elementos sin forma, significación, representación, contenido, realidad, de antemano.

La estructura es pariente de la clasificación.

Los lugares de la inasible estructura conjetural que modelan la vida, se parecen más a los de la falsa enciclopedia china que menciona Borges, que a los que surgen de las previsibles leyes de formación y transformación de las lógicas del lenguaje.

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Los lugares previstos en el Emporio celestial de conocimientos benévolos son desopilantes y anti clasificatorios, sin embargo, las tres primeras variables responden a la propiedad (los que pertenecen al emperador), a la dura rigidez de la muerte (los embalsamados) y al sometimiento del más débil (los amaestrados)

La clasificación distingue entre un gato y una liebre; luego el poder hace pasar una cosa por otra.

Escribe Deleuze (1972) “los lugares de un espacio estructural son anteriores a las cosas y a los seres reales que vendrán a ocuparlos y anteriores a los roles y acontecimientos, siempre algo imaginarios que aparecen necesariamente en cuanto estos lugares se ocupen”.

¿Qué quiere decir que el lugar es anterior a quién lo ocupa?

Que el lugar está allí antes de que quien lo ocupe exista como un quién.

Los lugares no son ocupados por cuerpos que existan antes de ocupar esos lugares.

Cuando una velocidad se asienta en un lugar, ese sitio atrapa el movimiento ligero haciéndolo cuerpo que late, ese sitio limita la profusión que vuela en modos de ser que, recién entonces, se identifican con esos modos.

Deleuze destaca que, para el estructuralismo, la historia social decanta una topología productora de existencias.

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Una broma dice que la topología no distingue entre una taza y una rosca. La taza deviene rosca y la rosca taza, porque ambas poseen un hueco; mientras que la esfera, para transformarse en rosca, necesitaría un agujero, lo mismo que a la rosca, si quisiera volverse esfera, le sobraría su apertura redondeada. En el flujo de lo que muda, la topología busca continuidades e invariantes: valores que no cambian en medio de todo lo que se transforma.

Señala Deleuze (1972) que “cuando Althusser habla de estructura económica, precisa que los auténticos ‘sujetos’ de esa estructura no son quienes vienen a llenar sus lugares, así como sus verdaderos objetos no son los papeles que desempeñan ni los acontecimientos que se producen, sino ante todo las propias posiciones de un espacio topológico y estructural definido por las relaciones de producción”.

No se trata de alguien ya constituido que viene a desempeñar un papel que le estaba destinado, sino de velocidades que se agitan (sin nombre ni terminación) que -así- quedan aquietadas siendo alguien que asume el papel que ahora lo envuelve con una representación de sí que antes no tenía.

Nos toca una vida largamente preparada para ser vivida de una cierta manera: antes de habitarla, del horizonte emanan figuras que esperan para hacer vivir, en la ilusión de un nosotros que ellas mismas ayudan a

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formar. Esperan la muerte, el dolor, el amor, la soledad, la mirada, el poder, la libertad, el silencio, el azar, la ausencia.

No se ocupa una posición en la estructura como si te tomara un territorio, la posición dispone de quien la ocupa. Un quién nacido de esa ocupación.

El mundo organizado en regiones ricas y pobres, en naciones dominantes y dominadas, en clases sociales y subordinaciones de género, funciona como selector y distribuidor de destinos regionales, nacionales, sociales, personales.

Engels (1877) en el Anti Dühring, a propósito del debate sobre si la conciencia determina a la materia o la materia a la conciencia, piensa la conciencia como cualidad de la materia organizada.

La física de nuestros días suele afirmar que la conciencia resplandece gracias al progreso de la materia.

Escriben Deleuze y Guattari (1980), a propósito de la expresión cuerpo sin órganos de Artaud, “El cuerpo está harto de los órganos y quiere deshacerse de ellos”.

Un cuerpo sin órganos evitaría trastornos: sin corazón, sin arterias, sin flujo sanguíneo, sin terminales nerviosas, sin piel, sin músculos, sin huesos, sin ojos, sin boca, sin dientes, sin pulmones, sin riñón, sin hígado,

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sin vesícula, sin vaso, sin intestinos, sin nada. Tal vez mejor que un cuerpo sin órganos, un cuerpo sin cuerpo. Un cuerpo sin cuerpo no necesitaría ciudades, edificios, automóviles, aviones, bancos, ejércitos.

Tras haber sufrido un accidente cerebro vascular, los pensamientos desertan de esa vida como si se tratara de un edificio en llamas: quedan muecas vacías de un decir sin palabras.

¿En qué reside la libertad si ocupamos lugares establecidos? ¿La libertad de saberse esclavo? ¿La libertad como dolor? ¿La libertad como épica individual que trata de cambiar lo que nos ha sido asignado?

La civilización inventa una locura descomunal.

Lacan (1946) recrea un aforismo de Lichtenberg para decir que un hombre que se cree rey, está loco; pero también lo está el rey que se cree rey.

Un rey sin reinado, sin ejército, sin iglesia, sin súbditos, sufre su locura desolada. El trono que no tiene se entroniza como crueldad en sus días.

No sólo no convence con su locura a nadie, sino que la padece. ¿De qué modo esa locura se instaló como su locura?

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Puede pensarse la vida como teatro en el que cada cual representa el papel que le ha tocado (el de bueno y el de malvado, el de rey y el de sirviente, el de hombre y el de mujer).

Al final de la función, los cuerpos se pudren.

Dice la Muerte: Soy la única igualdad posible.

El cristianismo inventa la instancia de un juicio final para que todos los cuerpos no se pudran lo mismo.

Quevedo propone que algunos se pudran enamorados.

Eso que nos toca, admite, por lo menos, dos sentidos: el papel que nos toca en tanto asignado y el que nos toca en tanto lo que nos ha sensibilizado.

Escribe Jorge Manrique (1440-1479) en Coplas a la muerte de su padre: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, / que es el morir; / allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir; / allí los ríos caudales, / allí los otros medianos / y más chicos, / allegados, son iguales / los que viven por sus manos / y los ricos”.

Lágrimas: la muerte, un gran océano al que llegan todas las aguas.

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El gran teatro del mundo de Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) presenta la vida humana como un teatro en que cada cual representa un personaje.

Dios es el autor de la obra en la que actuamos: dramaturgo que decide la belleza, la truculencia, el tedio, la resignación, para cada papel.

Foucault (1964) trata de comprender cómo el lugar que Calderón atribuye a Dios como autor, es ocupado por el régimen de producción capitalista (Marx), por la fábrica moral del cristianismo (Nietzsche), por la sujeción del inconsciente (Freud).

El teatro carga con la tarea de servir como pedagogía popular del destino y como matriz religiosa de reconciliación con lo ya asignado.

Jaeger (1933) señala, a propósito de la tragedia entre los antiguos griegos clásicos, que “Un escultor de hombres como Sófocles pertenece a la historia de la educación humana”.

Anda como loco. ¿Actúa el papel de otro? No está seguro, pero le parece que alguna vez vio gritar así a su padre.

Actuación decidida no por el yo, sino por el extrañar mismo que (tal vez) necesita algo más tangible que el recuerdo.

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Escribe Quevedo (1635) en Epicteto y Phocílides: “No olvides que es comedia nuestra vida / y teatro de farsa el mundo todo / que muda el aparato por instantes / y que todos en él somos farsantes…”.

Preguntar si algo más allá de esa farsa, sería como preguntar si hay algo más allá de lo humano. La idea de humanidad hecha de barro inspirado se sostiene en la figura del olvido. No olvidar que se olvida, tal vez sea la baranda que se asoma más allá del olvido.

La palabra personaje recuerda que cada actor porta una máscara.

El término actante que recupera Greimas (más allá de las instancias quietas de su modelo) conmueve la idea de actor tal como es empleada en análisis de personajes literarios: actante es un lugar vacío y contingente en el que se corporizan formas sintácticas y semánticas.

Lo que Colli (1973) llama el pathos de lo oculto pone sal a la rutinaria vida del matrimonio burgués.

En El amante (1963) de Harold Pinter, marido y esposa juegan a que cada uno es (además de quién representa) el amante o la amante del otro. Sarah casada con Richard tiene un amante, Max, que es el mismo Richard. Richard casado con Sarah, tiene una amante, una prostituta, que es la misma Sarah. Todas las mañanas Richard sale para ir a trabajar y vuelve

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por la noche. Por la tarde, visita a Sarah como si fuera Max. Cuando regresa, celoso quiere saber si Sarah, mientras está siéndole infiel con Max, piensa que su marido está en la oficina entre números y balances. Sarah, sin embargo, sabe que él no está en la oficina, sino con una amante y quiere, a su vez, saber si, cuando está con esa puta, piensa en ella, que lo espera en su casa. Los esposos inventan relaciones ocultas, que representan ellos mismos, para sospechar y dudar del otro.

Cada uno hace el papel marital y el de amante, duplican los personajes como si formaran parte de un elenco mínimo, en el que los actores hacen todos los papeles de la obra.

El erotismo, que puede coincidir con el amor, liberado de la ternura (y no capturado por el mercado), se torna incontrolable.

El erotismo hace peligrar la familia.

Los personajes de Pinter arreglan con el erotismo dentro del contrato burgués y las reglas de la fidelidad.

Dice Antonio, en El mercader de Venecia de Shakespeare (1600): “…el mundo me parece lo que es: un teatro, en que cada uno hace un papel. El mío es... bien triste”.

¿Se podría hacer algo para procurarse mejor papel en el mundo social que nos ha tocado? ¿Se podría elegir qué figuras alojar? ¿Cómo? ¿Si no hay un

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quién que elija antes de que esas figuras se aposenten en una vida que amanece aposentada?

Como el tenor de la película Alexander Kluge (1983) que cada noche, en cada función, siente un entusiasmo capaz de doblegar el destino, sabiendo que indefectiblemente, como está escrito, la obra terminará mal. Dice que, cada vez, espera que algo cambie: espera una distracción de lo dado, un instante encantado que, de pronto, se suelte, espera ese momento apasionado, aunque nunca llegue.

“Una tirada de dados nuca abolirá el azar”.

No se trata de un rapto de optimismo, ni de la esperanza de que un día todo cambie para mejor, sino de que en cada función los dados vuelven a estar en el aire sostenidos por el deseo que recorre el cuerpo del público, de los otros cantantes, de cada uno de los instrumentos de los músicos.

Amor fati supone darse a lo que hay (¡ay!), pero no conformarse a lo dado.

La idea, tal vez, sirva para no quedar encallados en el resentimiento.

El resentimiento permanece empecinado en corregir o vengarse de lo ocurrido.

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Amor constante más allá de la muerte de Quevedo termina así: “…su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrán sentido. / Polvo serán, mas polvo enamorado”.

No propone polvo resentido.

El resentimiento es una pasión inútil (como todas las pasiones), pero es una pasión que amarra al pasado, sujetándonos al hecho desgraciado, aunque agite sus cadenas y amenace con ahogar a las desdichas.

Zarathustra difunde la filosofía afirmativa del amor fati: el sí a la vida en todas sus formas.

Amor fati que no significa aceptación.

Amor que, resistiéndose a lo dado, afirma el presente y el azar.

Amor que trata de encantar el instante, desear la vida, embellecer lo que (nos) toca.

Amor que intenta amar más allá del amor humano.

Amor entregado al devenir: efímero fluir de lo que no permanece ni trasciende.

Amar incluso lo que duele.

El aprendizaje más difícil.

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¿Amar al Amo, la injusticia, el síntoma, la culpa, el consumo capitalista, el dolor de muelas? No se trata de amar el dolor, sino la acción que decide sobrellevar el dolor sin que aplaste la vida.

Amar la lucha, la resistencia, la perseverancia, nacida del ay, no el culto del dolor. Amar la posibilidad de jugar que resiste en lo no opacado, ensombrecido por el dolor.

Y, ¿cuándo el dolor toma todo?

Le dicen el alemán, nadie sabe cuándo ni cómo llegó al hospital.

Hombre de pocas palabras, salvo cuando explica que en este país nadie entendió que el libro de Kafka no se titula Die Metamorphose, sino Die Verwandlung. Por eso, él practica la transformación: fue hombre, fue mujer, fue pájaro, pero nada resultó. También intentó con insectos raros. Meditó mucho: la única manera de escapar al dolor (no es la muerte como la gente piensa) es transformarse en piedra.

Una condición para encantar el instante es no proponerse encantar el instante.

¿Se puede hacer el amor así? ¿Sin plan, sin meta, sin consecuencias?

El instante sobreviene encantado: acontece, estalla, como primicia de una belleza inesperada que ni siquiera sabe de su encanto.

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Escribe Bataille (1945): “Querer la suerte es el amor fati, diferir de lo que ya era. Ganar lo desconocido y jugar”.

No es amor al destino, sino voluntad de suerte, deseo de juego, apuesta al azar.

Nietzsche protesta por la asignación de finalidad a las cosas. Si el mundo no tiene finalidad, ¿qué posibilidad queda (o qué posibilidad se abre)?

Reírse de lo que es, reírse de lo dado. Amor como donación, risa que no santifica lo dado, que no sacraliza, que no venera, que ama riendo.

Dice Bataille “reír como reiría ante un crucifijo”.

¿Cómo se ríe ante un crucifijo? Con una risa dolida, insubordinada.

La voluntad de juego vuelve a afirmar “que un golpe de dados nunca abolirá el azar”.

Escribe Lacan (1956) “Lo que Freud nos enseña en el texto que comentamos, es que el sujeto sigue el desfiladero de lo simbólico, pero lo que encuentran ustedes ilustrado aquí es todavía más impresionante: no es sólo el sujeto sino los sujetos, tomados en su intersubjetividad, los que toman su lugar en la fila, dicho de otra manera nuestras avestruces, a las cuales hemos vuelto ahora, y que, más dóciles que borregos, modelan su ser mismo sobre el momento que los recorre en la cadena significante”.

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¿El sujeto (¿quién?) sigue el desfiladero de lo simbólico?

Un estrecho pinzado de símbolos, presión que hace doler imágenes que envuelven tibias y frágiles palpitaciones.

Los hablantes no se modelan a sí mismos como si fueran obedientes corderos o furiosos artistas de lo único, sino que el lugar y el momento que los recorre en la fila, modela en ellos (un ellos que todavía no son) la ilusión de un ser, de una identidad, de un sí mismo.

Modelados por el lugar que nos toca en una estructura histórica labrada en las luchas sociales. No arquetipos universales, como pensaba Jung.

Identificados con una marca que se boceta desplazándose en el tren del significante. Marca insegura de una trayectoria caprichosa. Nos identificamos con lo que no somos: no somos esa marca, rasgo, trazo: algo que se posa en esas marcas nos hace humanos, cuerpos aferrados a un significante encantado.

Continúa Lacan: “Si lo que Freud descubrió y redescubre de manera cada vez más abierta tiene un sentido, es que el desplazamiento del significante determina a los sujetos en sus actos, en sus destinos, en sus rechazos, en sus cegueras, en sus éxitos y en sus suertes, a despecho de sus dotes innatas y de su logro social, sin consideración del carácter o el sexo, y que

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de buena o mala gana seguirá al tren del significante como armas y bagajes, todo lo dado de lo psicológico”.

Un puesto, un lugar en la fila, una posición en la cadena significante (como en la cadena de montaje de la fábrica en la película Tiempos modernos de Chaplin), modelan la ilusión de ser, determinan (piensa Lacan) actos, destinos, rechazos, cegueras, éxitos, azares.

El significante (no la palabra ni el signo), como elemento de una estructura, tiene el poder de un ilusionista que hace creer al que habla que lo hace por sí mismo.

La estructura se puede pensar como construcción o modelo de relaciones que se organizan para sostener o producir algo. También como pantano: flujos de figuras históricas estancadas que -bajo ciertas temperaturas sociales- despiden vahos, vapores, gases, que respiramos a la vez que nos respiran.

La intangible estructura humana parece viento encerrado en una botella.

Eso que algunos psicoanalistas llaman todavía sujeto no es lo que se inmoviliza con la idea de ser, sino agitación de un decir que no es origen ni causa de sí: rastro en el aire de un decir.

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Se repite la idea de Lacan que dice: “El significante es aquello que representa un sujeto para otro significante”.

Representa algo que no es, algo que podría ser representado por otro significante. Lo representa para otro significante (no otra persona) porque los significantes (que no tienen existencia autónoma) adquieren valor puestos en relación con otros significantes que componen la estructura de un lenguaje.

Entre todos los trucos, el de la ilusión de un sí mismo que habla es el que más fascina a los hablantes.

Otra observación de Deleuze (1972): “el sentido es siempre un resultado, un efecto: no solamente un efecto en el sentido de un producto, sino también un efecto óptico, un efecto de lenguaje, un efecto de posición. Hay un profundo sinsentido del sentido, del cual procede el sentido mismo. Y no porque, de este modo, retornemos a lo que se llamó filosofía del absurdo. Para la filosofía del absurdo el sentido está esencialmente ausente. Para el estructuralismo, al contrario, siempre hay demasiado sentido, una superproducción o sobredeterminación del sentido, siempre excesivamente producido por la combinación de lugares de la estructura”.

Estructura: ¿un todo perfecto determinado por completo? ¿Un conjunto de relaciones de determinación recíproca como danza de elementos que siguen coreografías fijadas de antemano e improvisaciones previstas?

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No interesa, ahora, el estructuralismo como formalismo necesario de las supuestas humano ciencias.

La independencia es fanática, paranoica, insaciable.

Dice: No hay peor enfermedad que la dependencia. Las criaturas dependientes serán abandonadas. No descanses nunca. Comienzas a ceder en algo insignificante y con el tiempo serás una piltrafa. Siempre alerta, no descanses.

Marx (1845) escribe en la tesis sexta sobre Feuerbach “Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales”.

Se cuestiona la idea de sujeto como individuo autónomo, como origen y fundamento de la libertad humana.

Escriben Althusser y Balibar (1965) “Los verdaderos ‘sujetos’ (en el sentido de sujetos constituyentes del proceso) no son, por lo tanto, estos ocupantes ni sus funcionarios, no son, contrariamente a todas las apariencias, a las ‘evidencias’: de lo ‘dado’ de la antropología ingenua, los ‘individuos concretos’, los ‘hombres reales’, sino la definición y la distribución de estos lugares y de estas funciones. Los verdaderos ‘sujetos’

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son estos definidores y esos distribuidores: las relaciones de producción (y las relaciones sociales, políticas e ideológicas)”.

Tan solo ocupantes y funcionarios de una fábula. No son lo que creen ser, sino intérpretes de relaciones que están ahí antes de que cada cual llegue a escena.

¿Cómo es que se está y de pronto no se está más?

Siguen Althusser y Balibar: “Pero como son ‘relaciones’, no se deberían pensar en la categoría de sujeto. Si por ventura se tiene la ocurrencia de querer reducir estas relaciones de producción a relaciones entre los hombres, es decir, a ‘relaciones humanas’ se deformaría el pensamiento de Marx que demuestra con la mayor profundidad -con la condición de aplicar una lectura verdaderamente crítica a algunas de sus escasas fórmulas ambiguas-que las relaciones de producción (al igual que las relaciones sociales políticas e ideológicas) son irreductibles a toda intersubjetividad antropológica, ya que no combinan agentes y objetos sino en una estructura específica de distribución de relaciones, de lugares y de funciones, ocupados y ‘conducidos’ por objetos y agentes de la producción”.

Las relaciones de producción organizan el escenario, distribuyen papeles, asignan parlamentos, deciden luces y sombras, mucho antes de cada cual

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diga yo, mucho antes de que alguien diga soy, mucho antes de que un quién advenga como pregunta por el deseo.

Escribe Pessoa (1928) en Tabaquería: “Ventanas de mi cuarto / De mi cuarto de uno de los millones del mundo / que nadie sabe quién es / (Y si supiesen quién es, ¿qué sabrían?)”.

Mi vida es mera actualización de condiciones de existencia previstas en la estructura social del tiempo histórico que me ha tocado. La idea de mi vida es una atribución casi insignificante en la multiplicidad de determinaciones: sin embargo, en ese casi reside todo.

Cada cual pone en acto disponibilidades que están en espera, esa puesta en acto no por estar determinada deja de ser mágica.

La determinación traza derivaciones forzadas, la deriva sueña con soltarse de las necesidades y obligaciones del monstruo.

La estructura colecciona destinos, el devenir anuncia que, tal vez, lo que debe ocurrir no ocurrirá.

El estructuralismo enciende la chispa que hace estallar las ideas de determinismo y libertad, aunque sus cuerpos se abrazan en el aire.

Se creen sujetos, no saben (no quieren no toleran saber) que son agentes requeridos para que se realicen relaciones de producción previstas en la estructura productiva.

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No se trata de concluir en que “El verdadero sujeto es la estructura misma”.

Reemplazar la idea de sujeto por la de estructura.

La idea de determinación supone una fuerza superior que decide en eso que llamamos nosotros. Determinación que opera los hilos de la imprevisible suerte humana: la historia, la lucha de clases, las instituciones sociales, la familia, el yo.

La figura que ocupa el lugar de sujeto es la estructura como fantasma explicador.

Deleuze (1972) cita a Bousquet (un escritor francés, soldado voluntario durante la primera guerra mundial, que a causa de un disparo que recibe en la columna, pierde la movilidad de sus piernas): “Mi herida existía antes que yo, he nacido para encarnarla”.

La herida está ahí en el mundo antes de que alguien la encarne: al encarnarla, alguien la hace suya. No la encarna el yo, ni la conciencia, ni la voluntad, la herida se hace encarnar por una existencia todavía sin existencia, pero ¿por qué un cuerpo y no otro?

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No elige a Bousquet, esa vida que lleva el nombre de Bousquet se concibe a sí mismo como quien carga esa herida. Pero, ¿por qué esa vida y no otra?

Oscar Masotta (1965) presenta parte de las discusiones de las izquierdas (en nuestro país entre las décadas del sesenta y setenta) que tratan de pensar la cuestión del compromiso político y la responsabilidad social: “Recién hoy comienzo a comprender que el marxismo no es, en absoluto, una filosofía de la conciencia; y que, por lo mismo, y de manera radical, excluye a la fenomenología. La filosofía del marxismo debe ser reencontrada y precisada en las modernas doctrinas (o ‘ciencias’) de los lenguajes, de las estructuras y del inconsciente. En los modelos lingüísticos y en el inconsciente de los freudianos. A la alternativa ¿o conciencia o estructura?, hay que contestar, pienso, optando por la estructura. Pero no es tan fácil, y es preciso al mismo tiempo no prescindir de la conciencia (esto es, del fundamento del acto moral y del compromiso histórico y político)”.

Conminado a tener que elegir entre conciencia y estructura, Masotta elige la estructura, pero sin olvidar la conciencia. Así se la presenta la decisión cuando navega lo indecidible.

Eso que las criaturas pequeñas inventan entre el dedo pulgar y el juguete, Winnicott (1971) lo llama objeto transicional. Algo que no poseemos y, a la vez, nos pertenece: un chupete, una manta, una cosa sin la cual no podemos dormir, a la que nos aferramos y nos acompaña cuando los

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miedos, ansiedades y angustias arrasan. Algo que une y ciñe y que, al mismo tiempo -como nota Lacan- se puede ceder y soltar.

La observación del dedo como posesión que no le pertenece, libera al dedo de la fatalidad de tener que ser miembro de la mano, para poder devenir pecho, pezón, leche tibia, beso.

O dicho de otro modo: el dedo como una pertenencia que cesa y muda, no una posesión que pesa, echa raíces, se asegura.

Vivo este instante: inútil poseerlo, capturarlo, fotografiarlo, describirlo.

La experiencia de vivirlo, ¿me pertenece? ¿Me pertenece si le pertenezco?

El flujo del instante disuelve la idea de propiedad.

La pertenencia se entiende con el juego, no con la propiedad.

El que se declara dueño de la pelota, la guarda, la esconde, la utiliza como instrumento de poder, no la presta, no la suelta, no la deja volar.

El jugar inventa pelotas de papel, de aire, de sed.

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Escribe Nancy (2006): “En verdad, ‘mi cuerpo’ indica una posesión, no una propiedad. Es decir, una apropiación sin legitimación. Poseo mi cuerpo, lo trato como quiero, tengo sobre él el jus uti et abutendi. Pero a su vez él me posee: me tira o me molesta, me ofusca, me detiene, me empuja, me rechaza. Somos un par de poseídos, una pareja de bailarines endemoniados”.

Dice la Propiedad: ¡Tendrás derecho de uso y abuso (de lo tu-yo)!

Nancy distingue entre posesión y propiedad, piensa que se posee un cuerpo que, a su vez, nos posee, pero no se tiene propiedad sobre él.

Se podría decir no que poseo un cuerpo que me posee, sino que la vivencia de poseer un cuerpo (que a su vez me posee) me llega tras el movimiento, las caricias, el abrazo, la voz de alguien que me nombra. Me llega como ilusión de una posesión que no poseo, porque no existo antes de esa ilusión.

Un alguien adviene como vibración corpórea de una pertenencia desprendida de un maravilloso e inmemorial juego.

Adviene como deseo nacido de una ilusión.

La idea de objeto transicional cuestiona la separación entre sujeto y objeto.

El juguete no es un objeto sino un amigo, un compañero de juego.

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El pensar que expande la vida, también la reduce. Una cosa es pensar; otra, ser juguete de pensamientos.

El juego tiene la consistencia de un sueño.

El nieto de Freud, que juega con el carretel, se resiste a ser un juguete del destino: trata de no ser tragado por la inacción, habita la ausencia.

La repetición una y otra vez (más allá del placer) acontece como astucia, potencia, conjuro.

Ante la voracidad de yacer ahí (entregado a la frágil esperanza de una madre que llega), se arroja a la fuerza de un juego que encanta la ausencia.

Dice el Ser: Sin mí no serías nada: no hay nada peor.

Dice el Jugar: ¿Dale que de la nada sale un conejo?

Escribe Dylan Thomas (1952) en un poema que se llama Si los faroles brillaran: “La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque / aún no ha tocado el suelo”.

¿La pelota quedó atrapada entre las ramas de un árbol? ¿Secuestrada por el guardián del parque porque estaba prohibido jugar con pelotas? ¿El ímpetu del lanzado todavía resiste la inevitable caída? ¿La fuerza del jugar suspende atracciones físicas entre los cuerpos?

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Antes de comenzar a jugar, cada uno dice quién quiere ser. Uno prefiere colectivero, otro policía, otra empleada en una casa de Castelar, otro amigo del colectivero para viajar sin pagar, otro dice que quiere ser chorro.

¿Mejor no querés ser otra cosa? No, quiero ser chorro. Pero, el policía te va a meter preso. No, porque es un juego.

Jugando se abren los cerrojos del ser.

Se imagina la identidad personal como unidad de uno, separada de los otros.

La unión y la separación son fanáticas: dividen la existencia en interior y exterior, en cerrada y abierta, en familiar y extraña, en propia y ajena, en amiga y enemiga, en conocida y desconocida. El psicoanálisis puso en cuestión esas fronteras. Lacan piensa una exterioridad íntima que llama extimidad.

El poema de Dylan Thomas mencionado también dice: “Me han dicho que piense con el corazón / pero el corazón, como el cerebro, conduce al desamparo…”.

Un cierto desamparo siempre será necesario.

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Pensar con el corazón, pensar con el latido.

Después de recibir el corazón trasplantado de otra persona siente en el cuerpo una comunidad.

Dice Nancy (2000) que un trasplante de corazón supone una aventura metafísica y una proeza técnica que derriba la hermosa intimidad que se dice en la expresión “mi corazón”. Recuerda que sentía cierto palpitar o quiebres de ritmo, pero no la masa muscular rojo oscura acorazada con tubos que ahora, de improviso, debía imaginar. No experimentaba su corazón latiendo sin cesar, tan ausente hasta entonces como la planta de sus pies durante la marcha. Escribe: “El trasplante impone la imagen de un pasaje a través de la nada, una salida hacia un espacio vaciado de toda propiedad o toda intimidad, o, muy por el contrario, de la intrusión en mí de ese espacio: tubos, pinzas, suturas y sondas”.

Pensar con el corazón, pensar con el latido ajeno.

El ministro de economía Juan Carlos Pugliese en 1988, en los últimos meses del gobierno del presidente Raúl Alfonsín, se quejó luego de una reunión con empresarios, en medio de una ofensiva abusiva del capital financiero, “Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.

Hacer de tripas corazón.

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La miraba como si la vaciara. Un día dijo, amenazándola con un cuchillo, que con los seis metros de sus intestinos iba a colgar, una por una, a todas las psicólogas del equipo.

Una voz le dice: ¡Sos un desastre! ¡Te voy a sacar la máscara para que todos sepan quién sos!

En ese momento, una feroz extrañeza la invade. Esté donde esté, sólo puede meterse en la cama, taparse hasta la cabeza: desaparecer.

Tomada por el desastre desparece la fuerza que la habita: la que la lleva a hacer, pelear, amar, trabajar, desear, proyectar.

Desalojada de esa fuerza, vive en un desierto arrasado por el desastre que sopla como un viento de tormenta o huracán.

El comienzo de la gran fábula humana se narra, en parte, en la teoría de la identificación freudiana.

La identificación freudiana piensa que eso (que llama ser) se hace con imágenes que resplandecen en la vida de otro.

La ilusión de ser se compone de identificaciones.

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Esa identificación trabaja más a la manera del mimetismo que de la mímesis: el parecido, la imitación, la copia, la simulación.

Roger Caillois (1970) advierte que el mimetismo en los insectos tiene, por lo menos, tres funciones: camuflaje, disfraz, intimidación.

Piensa el mimetismo animal como acción mágica y fascinante: una lagartija se funde en la piedra para volverse invisible ante una amenaza o agazaparse para capturar a una presa.

La lagartija se aferra a una fijeza, desaparece permaneciendo.

La identificación freudiana trata de narrar los secretos de ese aparecer humano siendo algo arrancado de la nada (¿conviene seguir llamando nada a eso que no es ser?).

La identificación inventa la idea de interioridad como ajenidad amada que se alucina como propia.

Advenimos, a un mundo de representaciones, aferrados a imágenes que cautivan.

La identificación consiste en un cautiverio amado.

La vida humana (antes de ser vida humana) late como estado de disponibilidad que pide (sin pedir) ser tomada, ocupada, capturada por algo que ofrezca la ilusión de ser.

La identificación freudiana hiere el imperativo de la autenticidad.

El modelado de una vida humana está hecho de identificaciones: modelados por imágenes que rodean un hueco adhiriéndose a una piel que ellas mismas crean.

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Eso que la identificación presenta como rasgo, captura algo de una figura que actúa en la vida de otro.

Identificación, figura, cautiverio, son palabras que anuncian (aquí) asuntos cercanos.

Apegado a la autenticidad se entregó a un experimento para saber si el Amor que lo habitaba era verdadero o si era una excusa para adueñarse de la sensibilidad y entrega que ella portaba, naciendo, así, como ficción de un sí mismo sensible y generoso.

La prueba consistió en odiarla hasta que ella lo odiara convirtiéndose en una mujer anegada de indiferencia y egoísmo. Se entregó al deseo de otras mujeres que no le provocaban nada y fingió rechazar todo lo que en ella le encantaba. Se mantuvo distante de lo que disfrutaban juntos y respondió con crueldad ante la desconsolada tristeza que en ella crecía. El día que lo dejó, ella ya no lo amaba y en él se había afirmado el convencimiento de que en esa mujer no había nada de sensibilidad y entrega.

Recién en ese momento, la autenticidad se sintió complacida: cuando ella portadora de indiferencia y cálculos miserables, se alejó, en medio de un hervidero de odios, se vislumbró la agitación de un fervoroso Amor que, sin titubeos, seguía amando eso que sólo en ella había encontrado.

Autenticidad y amor se correspondieron y, desde entonces, en esa vida, se alojó la solitaria certeza de un amor honrado.

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La experiencia de sí viene tras un llamado, un llamar que concibe lo llamado.

La concepción misma reside en ese llamado.

Alfredo Moffatt cuanta esta anécdota: El hombre muy delgado vaga por los jardines del psiquiátrico: ¿Cómo te llamás? Yo no me llamo, a mí me llaman. Y, ¿cómo te llaman? Me dicen “Vení, huesito”.

La idea de sujeto requiere la de identidad.

Si la identificación va de la nada a lo otro, la identidad trata de persuadir que siempre fue lo que es.

Si la identificación sabe que se abraza a una mentira, la identidad vocifera que ella misma es la verdad.

Horacio González (2013) relata así su paso por el Hospital Santo Tomás de Panamá, en ocasión de su internación de urgencia: “En la guardia del Santo Tomás debo dejar mis pertenencias, llaves, dinero, documentos, los clásicos signos civiles de una identidad que creemos firme, pero es mucho más pasajera en los hospitales que en los aeropuertos. Todo cabe en una bolsita transparente. Una simple tira plástica que ponemos sobre nuestra desnudez. Como todo despojamiento, aun siéndolo en beneficio del despojado, nos exonera súbitamente de lo que creemos imprescriptible. Tienen razón las instituciones: todo documento prescribe”.

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Sólo se puede ser de mentira.

Siempre será un misterio cómo las imágenes fecundan una existencia y siempre será un problema clínico qué hacer cuando ese encuentro fecundo hace sufrir.

Imágenes y sonidos que tiemblan en voces fecundadas por la lengua, fecundan vibrantes otras vidas haciéndolas humanas; pero, al mismo tiempo, cada ilimitada sensibilidad así fecundada, fecunda el temblor de cada voz fecundante.

Si nos desprendiéramos de las imágenes amadas que nos habitan, ¿qué pasaría?, ¿alcanzaríamos la libertad?

Ese estado de vaciamiento de sí no reluciría como yo, identidad, ser, sujeto, sino como disponibilidad.

Disponibilidad ya no a ser ocupada por algo, sino como arrojo al vacío de sí.

¿Quién podría vivir así?

Brecht (1925) escribe Un hombre es un hombre.

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La obra se desarrolla en una ciudad de la India: Galy Gay, un humilde changador, de origen irlandés, un día decide salir a comprar pescado para su mujer y no vuelve más. Un tipo conformista, esclavo del deseo de agradar, que dice a todo que sí. En el camino, se encuentra con tres soldados ingleses del ejército colonial que necesitan reemplazar a un compañero. Lo persuaden para que se convierta en otro a cambio de una recompensa, así le calzan el uniforme y lo trasforman en una máquina de matar. Uno de los personajes dice: “con un hombre se puede hacer lo que se quiera”. En un momento, Galy Gay sentado al lado del cajón en el que yace la identidad que vestía, reflexiona: “Yo no podría, sin morir en seguida, mirar en un cajón la cara vacía de un hombre cuya imagen vi un día. Reflejada en el espejo de agua de la fuente, de alguien que, ahora lo sé, murió. (…) Solo no eres nadie. Es preciso que otro te nombre. (…) Porque, ¿acaso un bosque existiría, si nadie lo atravesara? Y si no fuera por el que lo atravesó, ¿cómo el bosque podría ser reconocido? (…) ¿Cómo reconoce Galy Gay que él mismo es Galy Gay? Si le arrancaran un brazo y él lo encontrara en un rincón, ¿el ojo de Galy Gay reconocería el brazo de Galy Gay? ¿Y el pie de Galy Gay gritaría: es él?”.

Si nadie lo percibiera ni lo atravesara, el bosque existiría no como bosque, existiría no como vegetación exuberante, existiría no como refugio y escondite, existiría no como territorio de fascinación y miedo, existiría no existiendo para el lenguaje y la mirada.

Los clásicos signos civiles de una identidad que creemos firmes caben en una bolsita transparente.

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La mismidad como ilusión de correspondencia y coincidencia con la idea de sí, requiere del trabajo de la fábula: el obrar del espejo, del retrato, de la fotografía, del amor, de la injuria.

El mundo se ha vuelto un amontonamiento de identidades clasificadas: la clasificación ocupa el lugar de sujeto.

En el poema de Ludovico Ariosto (1532), Orlando enloquece (furioso) arrasado por la fuerza del amor no correspondido de una muchacha frívola y pagana. Con un caballo alado, habrá que recuperarla, entre todas las razones perdidas tal como se hayan clasificadas, en la luna.

Italo Calvino (1970) relata el episodio así: “En el universo no se pierde nada. Las cosas que se pierden en la tierra, ¿dónde van a parar? A la luna. En sus blancos valles se encuentra la fama que no resiste al tiempo, las plegarias de mala fe, las lágrimas y los suspiros de los amantes, el tiempo perdido por los jugadores. Y allí, en ampollas selladas, se conserva el juicio de quien ha perdido el juicio, del todo o en parte”.

En el depósito lunar toda está ordenado: los juicios perdidos están en una ampolla que lleva el nombre del portador.

Donde el sentido común admite la construcción sujeto, se podría decir el hablante, el pensante, el caminante, andan la vida.

No es lo mismo decir un hablante sujeto, que reiterar la idea de sujeto hablante: en el primer caso el hablante está sujeto, en el segundo se fabula el lugar de sujeto como voluntad de hablar.

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Cuando Cervantes afirma que “el caballero andante sin amores es árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma”, la figura que ocupa el lugar de sujeto no es el caballero andante, sino el amor.

Se anda la vida como sensibilidad de pasaje.

Sensibilidad que pasa por el deseo, el amor, la ambición, el miedo. Deseo, amor, ambición, miedo, que la poseen perteneciéndole.

Pasaje también como pase de magia. Magia que hace pasar nada por algo.

¿Cómo sería la vida sin la idea de que se es, sino que se pasa por el hablar, por el amar, por el desear, por el sufrir?

Una cosa es un nombre en la guía telefónica y otra es un nombre firmando una carta de amor: en un caso, el nombre propio es el de un abonado a la empresa de teléfonos y, en el otro, cuerpo que abraza, promesa, sueño abandonado; en un caso el nombre propio es uno más en un registro público que administra el estado y, en el otro, golpe de una intención, movimiento incesante de una fuerza que trata de salir de sí.

En la sala Presentes, Ahora y Siempre del Parque de la Memoria, se pudo ver Memorial, una instalación del artista uruguayo Luis Camnitzer: la obra

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reescribe las páginas de una guía telefónica en las que intercala los nombres de los desaparecidos durante la dictadura militar en Uruguay.

Camnitzer hace espacio entre los nombres de ciudadanos que tienen acceso a la comunicación telefónica para introducir la ausencia de quienes fueron privados del derecho a la vida.

Permanece en el hospital desde hace años, como llegó sin documentos y sin decir su nombre le dicen Mascu (por NN masculino).

Una psicóloga se empeñó en recuperar su nombre. Ante la insistencia, un día dijo algo inentendible que a ella le sonó como Javier y comenzó a llamarlo así, como si lo hubiera arrancado de la ausencia. Una vez gritó a sus espaldas “¡Javier!”, pero el hombre ni se inmutó. Al final, para que se volviera le gritó Mascu.

No alcanza un nombre o bautismo para arrancar alguien del silencio.

La palabra sujeto carga con la historia de haber nacido para ser empleada como atributo de la masculinidad.

Tras Descartes se fabula algo que subyace, sustancia que piensa.

El hablante piensa y, por eso, existe.

Asistimos a la invención de una instancia superior al resto de las cosas, privadas del pensar.

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Escribe Pessoa (1928) en Tabaquería: “¿Qué sé yo lo que seré, yo que no sé lo que soy? / ¿Ser lo que pienso? ¡Pero pienso ser tantas cosas!”.

La escritura de Pessoa explora cómo hablaría la vida desarraigada de la idea de ser.

Nietzsche (1889) escribe en El crepúsculo de los ídolos: “¡Y nada digamos del yo! Se ha convertido en una fábula, en una ficción, en un juego de palabras: ¡ha dejado totalmente de pensar, de sentir y de querer!...”.

No se ha convertido como si antes hubiera sido otra cosa: siempre fue creencia.

La idea de sujeto proyecta una interioridad amurallada y una épica individual.

El mar no sabe del tiempo (que se calcula en millones de años) que tardó la vida en darle esta forma actual, pero cada una de sus innumerables e indivisibles gotas guardan la memoria húmeda y vaporosa de ese largo y aciago comienzo.

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El personaje de Sartre (1945) en La edad de la razón dice: “Yo soy un junco pensante”.

Escribe Pascal (1660): “El hombre no es más que un junco, el más débil de la naturaleza, pero un junco que piensa. No es necesario que el universo entero se ocupe de aplastarlo. Un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo lo aplastara, el hombre seria más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y conoce la superioridad que el universo tiene sobre él. El universo, en cambio, no sabe nada”.

Una debilidad que habla, una fragilidad que sabe que va a morir, una humedad que se conoce efímera. Sofisticado poder de un quién flexible que adviene sabiéndose vulnerable.

La figura que ocupa el lugar de sujeto no es el yo que piensa, sino el pensar que instala la ficción de un yo que piensa.

Dice la Ficción: Ves, ese… que está ahí, en la imagen que da el espejo, ese… eres tú. Ves, esa… que está ahí mirando cómo te miras, esa… es tu madre, quien te dio la vida y está aquí para certificar, ahora, esta jubilosa correspondencia.

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El mar no piensa acontece, impensante.

Conductor conducido, hablante hablado, sujeto sujetado, son formas de decir el desgobierno humano.

De las tres, la más redundante es sujeto sujetado.

Borges relata en Las ruinas circulares la experiencia del soñante soñado: el alivio, la humillación, el terror del mago soñante que de pronto se comprende -acariciado por el fuego- como fábula cincelada en el largo sueño de otro soñante, a su vez, también soñado.

Conductor conducido, hablante hablado, sujeto sujetado, poseedor poseído, soñante soñado, soberano sometido, son sustantivos que derivan en participios pasivos.

Los infinitivos conducir, hablar, sujetar, soñar, someter, son imperativos que enloquecen a la civilización.

¿Cómo conducir un carro tirado por dos caballos que van en direcciones opuestas?

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En el Fedro, Platón piensa que el alma guía un carro en el que intervienen tres fuerzas: la de un hábil conductor y la de dos caballos opuestos: uno hermoso y dócil que empuja hacia el bienestar y otro feo y desbocado que arrastra hacia la desgracia. Ese ímpetu, que llama alma, evita sumar miserias (a su destino mortal) a través de la fuerza de la razón.

Conducir un carro tirado por furias irracionales o un barco en la tempestad, son imágenes que ilustran cómo las criaturas hablantes viven habitadas por pasiones que arrasan.

Las pasiones (emociones que mutan en el despilfarro de potencias que estallan, colisionan, proliferan) flotan como vapores que penetran cuerpos que piensan.

Freud (1923) compara las dificultades que tiene el yo para gobernar al ello, con los avatares de un jinete que trata de dirigir la fuerza de un caballo irrefrenable. Dice que, a veces, el jinete para permanecer sobre el caballo simula conducirlo hacia donde éste quiere ir: así el yo (que no cuenta con fuerza propia y, a veces, no sabe hacia dónde ir), en ocasiones, asume la voluntad del ello como si fuera suya.

Entre las criaturas fabulosas de la mitología griega están los centauros que tienen cabeza, brazos, torso de una persona humana y el cuerpo y las

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piernas de un caballo. Salvo excepciones son salvajes, poco hospitalarios y esclavos de las pasiones.

Interesa la idea de ello como neutro que insiste más allá de toda captura.

El mundo como teatro es una reducción moderada y apaciguadora.

La idea de que cada cual ocupa un lugar en un elenco establecido es una idea resignada, conservadora, violenta.

Cierto: el mundo social es antes un teatro ya diagramado por el poder, que una disponibilidad o un desierto.

La idea de sujeto en Freud se presenta como teatro, escenario de conflictos, paisaje poblado de marcas y signos ignorados. Espacio habitado por separaciones, suturas (delicadas costuras que aproximan los labios de una herida), enigmáticas cicatrices.

Interioridad poblada por multiplicidad de figuras que la ensanchan y profundizan hasta disolver sus límites y confundirla con la historia humana misma.

La dramaturgia freudiana escribe guiones con significaciones históricas.

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Heidegger (1927) emplea la expresión hablante hablado en Ser y Tiempo. El lenguaje no sólo comunica lo que pensamos, sino que imprime lo que pensamos.

El hablante habla lo hablado: lo ya interpretado en el lenguaje mismo. No comunica una primicia recién pensada, difunde y repite lo dicho.

El hablante hablado participa, así, de la autoridad de lo dicho, se propaga como parte de esa certeza. No distingue entre lo que piensa y lo que repite. Incluso esa distinción no le interesa: la comprensión inmediata de todo lo que pasa en él y en el mundo le ofrece una seguridad que preferiría no perder.

El hablante no sólo habla lo hablado (repite), sino que acontece como ilusión hablante a través de lo hablado.

A ese hablar repetidor, Heidegger (1927) lo llama habladuría, escribe: “La habladuría es la posibilidad de comprenderlo todo sin apropiarse previamente de la cosa. La habladuría protege de antemano del peligro de fracasar en semejante apropiación”.

El hablante experimenta lo que piensa como nacido de sí. No percibe la imposición de un mundo ya interpretado.

Escribe: “El Dasein no logra liberarse jamás de este estado interpretativo cotidiano en el que primeramente ha crecido. En él, desde él y contra él se lleva a cabo toda genuina comprensión, interpretación y comunicación, todo redescubrimiento y toda reapropiación. No hay nunca un Dasein que, intocado e incontaminado por este estado interpretativo, quede puesto

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frente a la tierra virgen de un ‘mundo’ en sí, para solamente contemplar lo que le sale al paso”.

Una cosa es el lenguaje, otra es la autoridad de lo dicho.

La figura que ocupa el lugar de sujeto no es la persona ni los otros que hablan, sino la autoridad de lo dicho: la trama institucional que un grupo de hablantes instituye como poder sobre una comunidad (a través de diarios, radios, canales de televisión, escuelas, universidades, publicidades, bancos, fábricas).

La autoridad reside en un poder legitimado y reconocido que, a veces, disciplina a través del miedo.

Chocamos con un mundo interpretado, pero ¿cómo nombra el lenguaje eso que está más allá o fuera de lo que nombra? En esas burbujas de significaciones, sin embargo, el sentido traspasa los límites del lenguaje a través de la risa, el sueño, el arte, el amor, la amistad.

Escribe Merleau-Ponty (1948) “Nacemos a la razón del mismo modo que nacemos al lenguaje”.

Lenguaje que destella como palabra hablada, destella como palabra hablante.

Para Merleau-Ponty (1945) “el mundo está ahí previamente a cualquier análisis que yo pueda hacer del mismo; sería artificial hacerlo derivar de una serie de síntesis que entrelazarían las sensaciones, y luego los

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aspectos perceptivos del objeto, cuando unas y otros son precisamente productos del análisis y no deben realizarse antes de éste”.

Eso que todavía se llama conciencia es una ficción encarnada en una sensibilidad de pasaje transida no por datos sensoriales inertes, sino por sentidos vivientes en historias tramadas en las cosas.

Conciencia, cuerpo, mundo, sentido, son nombres arbitrarios de fronteras ficticias.

Escribe (1945): “El mundo no es lo que yo pienso, sino lo que yo vivo; estoy abierto al mundo, comunico indudablemente con él, pero no lo poseo; es inagotable”.

Mundo no como planeta que habitamos o inventario de seres y cosas clasificadas, sino como existencia creada en inconcebibles luchas sociales.

Escribe: “Por estar en el mundo estamos condenados al sentido; y no podemos hacer nada, no podemos decir nada que no tome un nombre en la historia”.

Pregunta Foucault (1966 a): “¿Cómo puede ser el sujeto de un lenguaje que desde hace miles de años se ha formado sin él, cuyo sistema se le escapa, cuyo sentido duerme un sueño casi invencible en las palabras que hace centellear un instante por su discurso y en el interior del cual está constreñido, desde el principio del juego, a alojar su palabra y su pensamiento, como si éstos no hicieran más que animar por algún tiempo un segmento sobre esta trama de posibilidades innumerables?”.

Cuando ingresamos al pensar, encontramos una película ya comenzada hace mucho más de dos mil años.

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Lo que comienza sin principio ni origen, no conoce límite final.

Martínez Estrada solía decir que “El autodidacta es una persona que sabe muchas cosas incompletas; una persona que sabe el segundo tomo de las cosas, admitiendo que por lo menos tengan tres”.

“¿Cómo puede ser el sujeto de un lenguaje que desde hace miles de años se ha formado sin él…?”.

No es sujeto de ese lenguaje, tampoco objeto: la criatura viviente se ofrece (o mejor dicho es arrojada) como posibilidad hablante, como cuerpo que vibra y que tiembla en el sonido y la furia de las palabras.

Expresa Lacan (1966): “el hombre crece tan inmerso en un baño de lenguaje como inmerso en el medio llamado natural”.

Tetis baña a su hijo Aquiles en el río Estigia para protegerlo de todas las heridas: el joven será invulnerable, salvo por el talón que su madre sujetó para sumergirlo en el agua.

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Inmersos en un baño de lenguaje a excepción de una zona que llamamos angustia.

Sigfrido, héroe, de la leyenda germana medieval de Los Nibelungos (sombríos enanos poseedores de tesoros que viven bajo tierra), logra matar al malvado dragón. Sabe que, si se baña en la sangre del fantástico monstruo, quedará para siempre a salvo de la muerte, pero una hoja de tilo -que se había adherido a su piel- impide la protección completa.

El punto de vulnerabilidad del héroe no hace su desgracia, sino su condición heroica.

En muchas narraciones, la vulnerabilidad del héroe reside en el amor.

Menciono una película que se llama Los sospechosos de siempre dirigida por Bryan Singer (1995).

La historia transcurre en el despacho de un agente especial que investiga el paradero de Keyser Soze, un criminal que nadie ha visto. Nombre de una crueldad que no tiene rostro. Un tipo que asesinó a su madre, su mujer y sus hijos para demostrar al mundo de lo que era capaz. Pero sobre todo para librarse del temor de que sus enemigos puedan hacerles daño. El ángel de la muerte no quiere ser rehén del amor. Mata a quienes ama para volverse invencible.

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Escribe Fichte (1807): “Más son los hombres formados por la lengua que la lengua por los hombres”.

¿Qué ha hecho el lenguaje de nosotros? Incluso ha hecho que nos formemos una idea de algo que llamamos nosotros.

Cuando algunos autores hablan de lenguaje, hablan sólo de su lengua: la lengua que hablan. Fichte piensa en el alemán. Pensar otras lenguas, equivale a imaginar otras vidas.

No hay equivalente de la palabra sujeto en guaraní. Hay una palabra para decir mujer y otra para decir hombre, una para decir yo y otra para decir persona o vida; pero no hay palabra para destacar un ser que puede tomar a otro o al mundo como objeto de sus conocimientos y especulaciones.

Etienne Balibar (1994) anota que la noción de Dasein que propone Heidegger es y no es el sujeto, es y no es el hombre. Explica que no se trata de una esencia, sino de un nombre siempre provisorio, escribe: “El Dasein de-construye y destruye el concepto de Sujeto, pero también de-construye y destruye el concepto de esencia…”.

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Escribe Oscar Del Barco (2003): “Hombre-Ser-Sagrado-Dios-Último Dios, tal es la trama. Trama que no debe entenderse como una gradación real y jerárquica sino como una dimensión donde los términos se apropian unos a otros y ‘danzan’. Se trata del ‘hombre’ post-metafísico, es decir no pensado como sujeto ni como ‘yo’ sino como apertura del Ser: no el Ser-ahí, como si el Ser estuviera en algo que no es el Ser, en un lugar que no es el Ser, sino el Ser como ahí, considerando el ahí como el Ser manifestado”.

Apertura del ser: pero la idea de ser anticipa un encierro. La apertura no residiría tanto en el pasaje de una cosa (ser) a otra (no ser), sino en el estar de paso.

No se trata de déjalo ser como si el ser fuera detenido o reprimido, sino de poder dejar la idea de ser.

La idea de sujeto fabula un sí mismo libre y autónomo.

Althusser (1969) advierte cómo la ideología crea la ilusión de sujeto libre, en cada individuo social, para gobernar la vida. Razona que las instituciones (iglesias, escuelas, familias, publicidad, sindicatos, partidos, diarios, televisión, cine) sujetan a través de prácticas ideológicas que no esclavizan ni reprimen. La sujeción no apela a la coerción, sino a la seducción. No se trata sólo de disciplinar y controlar, sino de hacer desear lo que desea el poder. El sometimiento se vive como libertad.

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El lenguaje presenta palabras que acarrean ideas. Algunas ideas tienen vocación de poder y crean comarcas amuralladas que se llaman ideologías. Las ideologías ilusionan y persuaden.

Armonizan entramados entre lo simbólico y lo imaginario. Una de las invenciones más poderosas de las ideologías es la percepción de la realidad.

Para Althusser (1969) en la ambigüedad del término sujeto reside el secreto de la dominación capitalista: por una parte, el uso corriente nombra una subjetividad libre, dominio de las iniciativas de un autor responsable de sus actos y, por otra, designa a un individuo sojuzgado, sometido a una autoridad superior, despojado de toda libertad, salvo la de aceptar por propia voluntad su sumisión.

Escribe: “el individuo es interpelado como sujeto (libre) para que se someta libremente a las órdenes del Sujeto, por lo tanto para que acepte (libremente) su sujeción y, así ‘realice por sí mismo’ los gestos y actos de su sujeción. Sólo existen sujetos por y para su sujeción”.

Así, las criaturas hablantes, maquinadas como sujetos libres, marchan contentas y deseosas hacia lo que las domina.

Hay algo peor que la sujeción: no interesar, no importar ni como fuerza de trabajo. Ese estado no sería libertad.

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Muchos vivientes sólo representan fuerza de trabajo. A veces, ni eso, porque esa fuerza potencial no interesa al capital. El esclavo inútil para el amo no pide libertad, mendiga sujeción.

Althusser (1982) presenta, a su modo; una poética de la libertad. Escribe: “Si los átomos de Epicuro, que caen en una lluvia paralela en el vacío, se encuentran, es para dar a conocer, en la desviación que produce el clinamen, la existencia de la libertad humana en el mundo mismo de la necesidad”.

Concibe lo que llama un materialismo del encuentro: de lo aleatorio y de la contingencia. Escribe: “El mundo es el hecho consumado en el cual, una vez consumado el hecho se instaura el reino de la Razón, del Sentido, de la Necesidad y del Fin. Pero la propia consumación del hecho no es más que puro efecto de la contingencia, ya que depende del encuentro aleatorio de los átomos debido a la desviación del clinamen”.

A diferencia de lo que pensaban Platón y Aristóteles, Epicuro creía que, antes de la formación del mundo no había nada: no existían ningún sentido, ninguna causa, ningún fin, ninguna razón ni sin razón.

Se vivía una eternidad en la que los átomos que componían el universo caían en una especie de vacío circular siguiendo trayectorias paralelas.

Así, hasta que sobrevino, no se sabe cuándo, dónde, ni cómo, el clinamen: una desviación ínfima que hizo que un átomo se corriera un poco en su caída, provocando infinidad de encuentros, choques y reacciones en cadena que derivaron en el mundo que hoy conocemos.

Propone: “Pensar no solamente la contingencia de la necesidad, sino también la necesidad de la contingencia”.

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La libertad no tiene forma. Se inicia (no se sabe cómo) en medio de una abundancia de determinaciones: acontece como accidente sin causa. Escribe Althusser: “Poco importa que esto se deba al milagro del clinamen, basta con saber que se produce ‘no se sabe dónde, no se sabe cuándo’ y que es ‘la desviación más pequeña posible’; es decir, la nada asignable a toda desviación. El texto de Lucrecio es suficientemente claro para señalar aquello que nada en el mundo puede señalar y que es, sin embargo, el origen de todo mundo”.

El desvío que casi no es desvío, mínimo e insignificante, puede posibilitar, impedir, no intervenir. Ese desvío no trabaja para una causa.

No podría haber iglesia, líder ni héroe de lo accidental.

Las comunidades se organizan para reducir, controlar, dirigir, el azar.

La idea de sujeto narra una fábula en la que reverberan libertades y sometimientos.

También Balibar (1994) interroga el vocablo sujeto: llama su atención que la palabra que sirve, en el presente, para nombrar al ciudadano libre y al individuo responsable de sí, sea la misma que carga con la significación histórica del sometimiento y la sujeción.

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Foucault (1971) en una entrevista presenta la idea de sujeto como fachada de un falso soberano o de una soberanía sometida.

Sujeto fabulado como condición de una libertad burlada.

Explica: “Entiendo por humanismo el conjunto de discursos mediante los cuales se le dice al hombre occidental: ‘si bien tú no ejerces el poder, puedes sin embargo ser soberano. Aún más: cuanto más renuncies a ejercer el poder y cuanto más sometido estés a lo que se te impone, más serás soberano’. El humanismo ha inventado paso a paso estas soberanías sometidas que son: el alma (soberana sobre el cuerpo, sometida a Dios), la conciencia (soberana en el orden del juicio, sometida al orden de la verdad), el individuo (soberano titular de sus derechos, sometido a las leyes de la naturaleza o a las reglas de la sociedad), la libertad fundamental (interiormente soberana, exteriormente consentidora y ‘adaptada a su destino’). En suma, el humanismo es todo aquello a través de lo cual se ha obstruido el deseo de poder en Occidente -prohibido querer el poder, excluida la posibilidad de tomarlo-. En el corazón del humanismo está la teoría del sujeto (en el doble sentido del término). Por esto el Occidente rechaza con tanto encarnizamiento todo lo que puede hacer saltar este cerrojo”.

El falso soberano, al final ejerce la única soberanía que tiene, la de la destrucción de sí.

La muerte del hombre se dice en una frase de Mark Twain que divertía a Borges: “No pregunto si es blanco, negro o amarillo, no indago si es cristiano, judío o musulmán; me basta con que pertenezca al género humano: peor que eso no podrá ser”.

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El no podía ser nada peor sugiere que el sueño de la razón y la civilización moderna (que todavía se propone -como gran novedad- respetar las diferencias) se ha vuelto una dolorosa ironía.

Tal vez se trate de pasar del ser humano al humano ser.

Humano ser no como algo alcanzado, sino como vida que tiende a lo que no se alcanza.

Vivir sin llegar a ser: ese no llegar como triunfo secreto sobre el lenguaje y demás poderes sociales.

Escribe Hans Magnus Enzensberger (2006). “Todo individuo, aún el que goza de menos autonomía, se cree soberano en los dominios de su conciencia”.

Creérsela puede indicar creerse más de lo que uno es.

Creerse puede indicar creer que se es uno.

Saberse una creencia puede indicar que se sabe que la creencia que nos hace existir, también nos hace sufrir.

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Alucinadas y alucinados no tienen soberanía en sus conciencias.

La identidad violenta y condena lo posible, a la vez que sosiega su vertiginoso estallido.

Escribe Edmond Jabès: “Yo no es bloque de mármol, sino flor de yeso débil”.

No importa lo que se diga del yo (que es ficción, máscara, mentira, otro, identificación, fragilidad, adorno, poder), siempre se las arregla para estar.

Dice emocionado que la primera palabra que escribió fue yo. El ego fue sutura, lugar de auto-curación.

Schopenhauer se pregunta si el suicidio nos curaría de la vida. Sugiere probar la meditación para liberarnos de impulsos de la voluntad que nos hacen sufrir.

Imaginar un sí mismo o imaginar un nosotros, apacigua: las ficciones inclusivas, a veces, contienen y dan paz.

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Yo, grita un dios caprichoso que pretende, con su grito, doblegar al resto de las energías vivas. Yo compite con las nubes que se mueven en los cielos. Yo inmoviliza lo viviente, se establece como boya en el océano. Yo triunfa cuando la luz del sol proyecta la sombra del cuerpo (que se asigna) sobre la arena.

La muerte se presenta como descanso: soplo eterno sin identidad.

El problema de la identidad es su compulsión a la perpetuidad. Identidad no interesa como uno entronizado, sino como parpadeo de una multiplicidad que titila.

Hay algo vicioso en la persecución del dominio de sí.

Incluso una egolatría fanática, termina admitiendo muchos yo en Uno.

El plural de la palabra yo aporta una prueba del imperio del yo.

La expresión yoes, empleada en castellano, delata un mensaje que dice: yo es.

No es lo mismo la multiplicación del yo en muchos yoes, que la disolución o destronamiento del yo en la multiplicidad.

Multiplicidad como dispersión de lo que fluye o como innumerables insistencias.

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Multiplicidad: inabarcable fluir de lo viviente.

El vocablo yo tendría que considerarse como un pronombre colectivo.

Recuerda Borges (1981 b) que Heráclito dijo hace más de veinticinco siglos “nadie baja dos veces el mismo río”. Recuerda que la afirmación ofrece una idea del tiempo: nadie baja dos veces el mismo río porque el río fluye, las aguas cambian, pero también sugiere nuestra fluidez, nuestra no permanencia, dice: “nadie baja dos veces al mismo río, no sólo porque el río fluye, sino porque vivimos tan fluidos como el río”.

Héctor Libertella (2000) separa las cortinas del yo como si se tratara de un telón, pero no las abre con sus manos para espiar qué hay adentro: sabe que detrás de ese escenario no hay nada. Las separa sólo para insinuar un espacio. Interviene el vocablo yo en lengua castellana, la palabra que consuma la ilusión de unidad, con una barra, pero no repite -así- una especie de yo barrado, utiliza el signo gráfico oblicuo entre una letra y otra, sin herir, escindir o tachar la palabra, anota: y/o. Pone a la vista la fingida quietud de esa adyacencia que presenta, a la vez, lo que se conjuga y se dispersa.

Escribe: “Aquellos parroquianos que miran el árbol de Saussure desde la barra (del bar) acaso no saben que, entre las mil y una lenguas del mundo, sólo el castellano les da la posibilidad del yo como algo que está constituido por una letra que une -y- y otra que a continuación separa -o-”.

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La palabra nosotros agranda la idea de yo.

Señala una comunidad homogénea de fusionadas y fusionados, una identidad de grupo, una muralla de pertenencia, un espacio seguro que ahoga la responsabilidad de cada cual, un marasmo de la representación.

También señala cercanías de quienes no se fusionan, no se identifican, no se pertenecen, no se representan.

La palabra nosotros amplifica una voz personal que habla por el conjunto y estalla en voceríos desarmonizados.

Da la idea plural de una unidad y la idea plural de lo que no tiene unidad.

La palabra nosotros alude al inevitable malentendido con ellos y también al inevitable malentendido entre nosotros.

La palabra nosotros da idea de lo concertado y dispersivo, de lo que se amontona y disemina, de lo que afina y desentona.

La palabra nosotros dice una posesión alcanzada por el yo y asociados y dice el desamparo de quienes se separan cuanto más se aproximan.

La palabra nosotros posibilita embanderados y juntadas provisorias de intenciones desunidas.

La palabra nosotros sirve para convocar a quienes temen quedar afuera y para acompañar a los que no entran en ninguna parte.

La palabra nosotros instituye tanto cercanías seguras y obligadas, como distancias no seguras y caprichosas.

La palabra nosotros alivia distancias y las extiende.

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La palabra nosotros nombra uniformes fanáticos y soledades que insinúan al amanecer o el anochecer (en el umbral de lo que comienza y termina) furtivas presencias.

La idea de sujeto se extiende a la de intersubjetividad (palabra que emplea Husserl al responder a la acusación de solipsismo que recibe su filosofía). No es lo mismo pensar la experiencia del otro como extraño frente a uno, detrás de uno, junto a uno, al acecho de uno, que pensar la experiencia de lo otro como extraño en uno, haciendo trizas la ilusión de unidad.

Sujeto: criatura fabulosa inventada en la modernidad.

Subjetividad: espacio de producción social de esas criaturas fabulosas.

Subjetividad: prueba de existencia material de esas criaturas fabulosas.

Subjetividad: territorio que habitan las criaturas fabulosas.

Intersubjetividad: existencia comunitaria de las criaturas fabulosas que interactúan y se relacionan entre sí.

Intersubjetividad: condición por la cual la mismidad de las criaturas fabulosas está hecha de otredad.

En una carta de mayo de 1871, Rimbaud explica que la poesía es videncia de lo desconocido por medio del desarreglo de los sentidos. Advierte que es un error afirmar “yo pienso, deberíamos decir me piensan”. Escribe: “yo es otro” (je est un autre). Advierte que una cosa es creerse poeta y otra

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ofrecerse como instrumento de la poesía. Reconoce que ser elegido por la poesía supone, desconcierto y sufrimiento. Agrega: “pobre la madera si un día amanece violín”.

Yo es otro no interesa como reemplazo o sustitución, sino como apertura a la multiplicidad, a lo otro, a lo que no se puede reducir al estrecho dominio del pronombre de la primera persona del singular.

La paradoja del yo es que se crea separándose de otro, para luego comprender que, lo que considera su intimidad, titila como espejismo proyectado por el sueño que se sueña en una ajenidad que duerme.

Lo que se llama tú y lo que se llama yo, son distintos modos de estar presente en un mismo instante.

Lo habitaba un yo tan austero que a veces se presentaba como y, y otras como o.

Yo es otro enuncia una paradoja. Si el dios de los hebreos (cuyo nombre impronunciable es el secreto de todos los nombres) se expresa en el libro del Éxodo diciendo de sí: Yo soy el que soy (o Yo soy el que existe por sí mismo), Rimbaud se afirma extraño y extranjero, se reconoce siendo otro. Pasaje del éxodo como salida de la esclavitud, al exilio de sí.

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Lacan (1954) comienza su seminario diferenciando que el yo (je) no es el yo (moi), y que eso que llama sujeto no es el individuo. Explica el 17 de noviembre de ese año que “el sujeto está descentrado con respecto al individuo. Yo es otro quiere decir eso”.

Para este libro, el descentramiento ocupa el lugar de sujeto en la afirmación de Lacan.

El nombrar intenta dominar lo nombrado. Lo que no admite nombre, reverbera firme e impenetrable: Soy el que soy afirma lo incapturable.

Borges (1952 b) relata la historia así: “…el pastor de ovejas, Moisés, autor y protagonista del libro, preguntó a Dios Su Nombre y Aquel le dijo: Soy El Que Soy”. Razona que la interrogación por el nombre no responde a una curiosidad filológica, escribe: “Moisés, a manera de los hechiceros egipcios, habría preguntado a Dios cómo se llama para tenerlo en su poder”.

Entre las muchas interpretaciones que se disputan el sentido de ese episodio, Borges menciona que “En el siglo IX Erígena escribía que Dios no sabe quién es ni qué es, porque no es un qué ni es un quién”.

No se es un qué ni un quién, se vive como sensibilidad de pasaje, afección, disponibilidad asediada por fantasmas.

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Poner en cuestión la idea de sujeto, supone también interrogar la idea de objeto; poner en cuestión la idea de ser, supone también objetar la idea de no ser (o de su alter la nada).

Se pasa por un qué, se pasa por un quién: pasajes que se demoran (sin fijarse) en un beso.

En el mismo texto, Borges cita palabras que Schopenhauer dijo cerca de su muerte “Si a veces me he creído desdichado, ello se debe a una confusión, a un error. Me he tomado por otro, verbigracia, por un suplente que no puede llegar a titular, o por el acusado en un proceso de difamación, o por el enamorado a quien esa muchacha desdeña, o por el enfermo que no puede salir de su casa, o por otras personas que adolecen análogas miserias. No he sido esas personas; ello a lo sumo, ha sido la tela de trajes que he vestido y que he desechado. ¿Quién soy realmente? Soy el autor de ‘El mundo como voluntad y como representación’, soy el que ha dado respuesta al enigma del Ser, que ocupará a los pensadores de los siglos futuros. Ése soy yo…”.

Borges razona que Schopenhauer sabía que creerse un gran pensador era tan ilusorio como figurarse un enfermo o un desdeñado. Localiza (lo que considera) una raíz más oscura y profunda: la voluntad.

Según Borges la voluntad concibió, sedujo, gobernó y dio sentido a la vida de ese hombre, lo transformó en alguien que, si no (arrojado al lugar de suplente, a la difamación, al desdén, a la enfermedad) se hubiera experimentado como un desdichado.

Escribe Pessoa (1928) en Tabaquería: “Como los que invocan espíritus me invoco / A mí mismo y no encuentro nada”.

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Tal vez no se invoca algo que está esperando ser llamado: cuando se invoca el sí mismo, llega como ausencia.

Escribe Nietzsche (1889) en Ecce Homo: “¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron ‘inspiración’? En caso contrario, voy a describirlo. Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero ‘médium’ de fuerzas poderosísimas”.

En el hospital, un muchacho (inquieto y desencajado) siente que en la sala han puesto cámaras y micrófonos a través de los cuales ciertas criaturas escuchan lo que piensa y le hablan.

En una entrevista, Spinetta (1988) explica que como autor no se atribuye la posesión de las palabras, sugiere que componer “es un juego, una seducción en la que el cuerpo solamente hace de antena”.

La expresión sensibilidad de pasaje hace conexión con las ideas de médium, inspiración, cuerpo antena.

Vivimos inmersos en ondas invisibles.

La instalación Frecuencia y volumen (2011) de Rafael Lozano-Hemmer permite hacer la experiencia de cuerpo antena: según se mueva en un

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espacio (en el que se utilizan ondas de radio y el espectro electromagnético), la sombra del participante capta diferentes frecuencias y también puede subir o bajar el volumen de la emisión. Cuando en la sala entran varias personas a la vez, se asiste a un concierto en el que suena un enjambre de ondas.

Sensibilidad de pasaje suele confundirse como una especie de fragilidad: una exposición arrasada por invisibles demasías sociales, políticas, históricas, deseantes.

Suely Rolnik (1989) propone una expresión próxima a la de sensibilidad de pasaje: “cuerpo vibrátil”.

El mar es el mar y también medio sonoro para que se comuniquen ballenas, delfines, corvinas y otras vidas.

El mar no practica espiritismo y, sin embargo, se ofrece como médium.

Por el cuerpo de las psicosis pasan los dolores del mundo. Una sensibilidad colmada por intensidades que la superan. La relación con el lenguaje puede dosificar o precipitar esa sensibilidad.

La paradoja humana consiste en diseñar un sí mismo como encierro, para practicar la fuga: establecer un yo, para devenir otro.

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Con la palabra devenir ocurre algo parecido que con el término creatividad: suelen emplearse como signos de beatitud y regocijo de la existencia.

La idea de devenir no se opone a la de ser, la desconcierta: anuncia el movimiento de lo que acontece no siendo.

Devenir elude metas y estaciones, se desliza como pasaje tanto por la felicidad como por la infelicidad, por la vida como por la muerte.

Devenir como captación de lo que cambia y como cambio sin captación.

Devenir como apertura y tendencia.

Devenir como transcurrir inestable a través de la estabilidad.

Devenir viejo, enfermo, gruñón, miserable, cadáver, polvo, viento, ausencia.

Devenir sin evolución.

Devenir de paso por las formas sin adherirse a las formas.

Dicen las Cenizas: Esparcidas por los aires, como polvo, casi nada.

En la Metafísica, Aristóteles distingue ente ser en acto y ser en potencia. Un acto se presenta siendo lo que es, mientras que la potencia indica la posibilidad que tiene la cosa de llegar a ser algo distinto de lo que es.

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Escribe: “En algunos casos, en efecto, una misma cosa está una vez en acto y otra vez en potencia”.

Así, la semilla es lo que es (semilla) y es, en potencia, lo que podría ser (trigo). Si el trigo es devenir del germen realizado en su posibilidad de trigo, la semilla malograda, devenida polvo, actualiza otra posibilidad.

La maravillosa calma del mar contiene la furia de un maremoto.

La vida alberga potencias que también irradian deterioro.

La vida aloja posibilidades contrarias: recordar esto previene vitalismos de la potencia.

Se podría decir que el hombre (el animal que habla, que ríe, que miente, que sabe que va a morir, que persigue reconocimiento, que sabe que ignora, que hace política, que habita la ausencia) es capaz de vislumbrar la posibilidad como contradicción que nunca se cancela.

Si vislumbrar la posibilidad supone entrever multiplicidades, ¿por qué, de todo lo posible, encallar en la muerte? ¿La muerte es una posibilidad más?

Ausencia y posibilidad anuncian lo otro: pero mientras la ausencia lo anuncia como secreto de lo que está no estando, la posibilidad lo anuncia como algo que está siempre por sobrevenir.

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La potencia sugiere formas de no ser o de poder ser lo que no se es. Las posibilidades que todavía no son existen en potencia. Dice Aristóteles: “… a la actualización de lo que está en potencia en cuanto tal lo llamo movimiento”.

La posibilidad de devenir algo distinto de lo que creo ser (de desprenderme del cautiverio de la identidad) es maravillosa; salvo por un detalle: la libertad del devenir también supone enfermedad y muerte.

Devenir lo que no se es no debe pensarse en la estrecha posibilidad de ser otro, travestirse, transformarse en otra persona o volverse un actor dúctil capaz de muchas facetas.

Se trata de imaginar una vida no parapetada en la unidad de lo uno: de concebir la otredad como presencia ausente, en cada instante.

¿Quién podría algo así?

Respiramos otredad: no hay un sí mismo que somos (esa es una licencia que ofrece sosiego y sirve de contraseña social). La idea de potencia anticipa que en lo mismo habita lo otro. La otredad se respira como pasaje por otro.

Las ideas de mismidad y otredad necesitan de las de identidad, separación, discontinuidad, sucesión.

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La simultaneidad fatiga a las conciencias.

Lo actual, la existencia en acto, la potencia actualizada, no es toda potencia de lo que es, es también ausencia de lo que es. Ausencia de lo que es como lo otro posible en lo posible ahora.

La ausencia vive en movimiento inmóvil.

La intensidad ensancha el instante: la posibilidad no toda presente en lo posible ahora.

Acierta Deleuze cuando desprende al devenir de la idea de futuro, para pensarlo en el presente.

La ausencia puja por devenir en el presente como ausencia.

Una cosa puede ser otra cosa diferente de lo que es, pero no cualquier cosa.

Lo que existe en potencia no siempre llega a tener existencia.

Escribe Aristóteles: “Mas, si hay algo que puede mover o hacer, pero no opera nada, no habrá movimiento; es posible, en efecto, que lo que tiene potencia no actúe”.

Es posible que algo devenga lo que no es, pero no es posible que devenga lo que no está en potencia.

Lo que está en potencia, está no estando determinado en acto, está en estado de indeterminado.

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Las determinaciones que soporta una vida, son infinitamente más numerosas y mayores que las indeterminaciones, pero una sola indeterminación alcanza para desafiar al destino.

Escribe Aristóteles: “Se llama potencia al principio del movimiento y del cambio”. La potencia se realiza en lo mismo, siendo lo otro. Puede alojar destrucción: se cambia para mejor y para peor.

Escribe: “… toda potencia es al mismo tiempo potencia de la contradicción…”.

Dicen las Cenizas: Estamos en potencia antes del incendio.

Escribe Aristóteles: “Todo lo que decimos que tiene potencia para una cosa, la tiene también para lo contrario; por ejemplo, lo que decimos que puede estar sano puede también estar enfermo, y lo puede simultáneamente; pues la potencia de estar sano y de estar enfermo, y la de estar quieto y moverse, y la de edificar y derruir, y la de ser edificado y ser derruido, es la misma. Así, pues, la potencia para los contrarios se da simultáneamente; pero es imposible que se den simultáneamente los contrarios, y también es imposible que se den simultáneamente los actos (por ejemplo, estar sano y estar enfermo)”.

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Uno de los mayores heroísmos humanos, tal vez sea el de la simultaneidad de los contrarios (aunque sea difícil comprender cómo se puede amar y odiar a la vez).

Escribe Pessoa (1928) en Tabaquería: “Pero al menos queda la amargura de lo que nunca seré”.

Lo malogrado o lo no alcanzado es una frustración de lo completo. La ausencia es lo no alcanzado de lo alcanzado; no lo inalcanzable, sino lo que está sin alcanzar.

La contradicción mueve potencias.

Ausencia no se opone a presencia.

El más allá de los contrarios acerca a Freud con Nietzsche: más allá del bien y del mal y más allá del principio del placer.

La impotencia bloquea potencias, no las anula como la muerte, en la impotencia hay nostalgia de lo que podría haber sido.

Escribe Aristóteles: “… la privación es una impotencia determinada…”.

La impotencia torna imposible lo posible. La impotencia no niega a la potencia, la enajena de sí.

Una potencia activa: el fuego que calienta; una potencia pasiva: aquello que es calentado.

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Hay una potencia de hacer y una potencia de padecer.

Hay una forma del tener en Aristóteles que no alude a la propiedad o posesión de algo, sino a la de alojar una potencia, dice: “el bronce tiene la forma de la estatua”. A la potencia se la tiene como posibilidad, no como posesión o dominio de una propiedad. Se tiene la posibilidad sin tenerla. O también dice: “El bronce es, en efecto, una estatua en potencia”.

La entelequia es la obra que existe conteniendo el acabado de las potencias, la realización de las potencias.

En la metafísica de Aristóteles no se piensa la omnipotencia como absoluto de la potencia (el término no aparece nunca en esta obra porque no precisa de ese concepto). La potencia realizada no es la omnipotencia, sino la entelequia, lo (por fin) acabado.

Los dioses griegos tienen grandes poderes, pero no son omnipotentes, no pueden todo: no pueden volver a dar vida a lo que ha muerto o no pueden hacer noche del día o del día noche.

Aún cuando se concibe a los dioses griegos con poderes casi ilimitados, se admite que estaban atados a una fuerza desconocida y superior (a la que no se podían resistir) que obraba sobre ellos: el Hado.

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Deleuze (1988 b) acepta hablar frente a una cámara ante Claire Parnet con la condición de que ese diálogo sólo será difundido tras su muerte.

Menciona que devenir animal no significa transformarse en perro, gato, pájaro, cucaracha, sino poder descomponer los modos rígidos de organización de la corporalidad para dar lugar a la posibilidad de otras intensidades en un cuerpo.

Emplea la expresión devenir animal como fuga de lo que aprisiona en el modelo humano.

Devenir animal como salida del territorio de dominio, posibilidad de vivir intensidades secuestradas o no conocidas.

Deleuze piensa el devenir animal en la literatura de Kafka; el devenir impersonal en la obra de Beckett; el devenir tartamudeo de la lengua en la escritura de Joyce; el devenir preferiría no en el relato de Melville.

El Test Desiderativo, entre otras cosas, consistía en la interpretación y análisis de las respuestas que alguien daba a un cuestionario de seis preguntas a través de las cuales (se decía) se podían inferir fantasías inconscientes y pulsiones reprimidas.

Se preguntaba ¿Qué es lo que más le gustaría ser, si no pudiese ser persona? Y después se volvía a interrogar por qué.

El entrevistado debía deslizarse hacia tres opciones posibles: el reino animal, el vegetal, el inanimado (objetos o cosas).

En una segunda etapa se repetían las preguntas en negativo: Ahora, si no pudiera ser persona ¿qué es lo que menos le gustaría ser?

Imaginemos (se trata de una broma) el test del devenir.

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La pregunta podría ser: Si, por un instante, pudieras escapar de la idea de cuerpo humano para sentir intensidades nunca vividas, ¿hacia qué otra forma de cuerpo tenderías?

Imaginemos que alguien respondiera: Me inclinaría hacia el mar, para sentirme ola; me inclinaría hacia un árbol, para sentirme viento; me inclinaría hacia un auto, para sentirme velocidad. La evaluación concluiría: Late en su vida la potencia del devenir ola, devenir viento, devenir velocidad.

Se puede crear un territorio no para poseerlo, sino para salirse de él.

Más que instalarse en una forma de ser, interesa la posibilidad de devenir o pasar por otras formas: vivir partiendo.

Dice Deleuze: “…el territorio importa por el movimiento mediante el cual se sale del mismo”.

Aunque, como escribe Clarice Lispector, “existen aquellos para quienes la prisión es seguridad, y las barras un apoyo para las manos”.

Deleuze advierte que devenir niño no significa actuar como una criatura. Dice: “deviene niño, sí, pero no se trata de su infancia, ya no se trata de la infancia de nadie: se trata de la infancia del mundo, la infancia de un mundo”.

La idea de devenir importa como movimiento de lo neutro: no se trata de ser otro, sino de despegar de las raíces de la mismidad y la otredad.

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Deleuze piensa “el ser de izquierda” no como identidad política o un gobierno determinado, sino como multiplicidad de modos del devenir revolucionario.

Al tiempo que afirma que “todas las revoluciones fracasan”, dice: “Que las revoluciones se frustren, que las revoluciones salgan mal, nunca ha impedido que un pueblo devenga revolucionario. Se mezclan dos cosas diferentes: se trata de la confusión entre el devenir y la historia. (…) Pero... el problema concreto es: ¿cómo y por qué la gente deviene revolucionaria? (…) En las situaciones de tiranía, de opresión, los seres humanos devienen revolucionarios porque no queda otra cosa que hacer”.

La dictadura argentina del setenta y seis, entre la infinidad de libros que quemó, hizo desaparecer todos los ejemplares de La revolución silenciosa de Ladislao Biro (1969), quien se había nacionalizado argentino, escapando a la persecución nazi en Hungría.

Biro había inventado una lapicera que todavía lleva su nombre: birome. El libro narraba esa historia.

Deleuze (1969) en Lógica del sentido presenta el concepto de devenir a través del relato de Alicia de Carroll.

A propósito de la hora del té en la mesa del sombrerero loco y sus invitados, apunta que el devenir no sólo se desliza hacia el futuro, avanza, a la vez, en dirección del pasado; el devenir acontece loco, sin medida y sin pausa; no es una cosa que se puede identificar sino un movimiento indefinido e ilimitado; el devenir es en su manera de no ser previsible ni

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reconocible, subvierte todo orden y escapa a las formas establecidas; fluye en el lenguaje como habla que delira; si las sustancias tienen destino, los acontecimientos devenir; si los sustantivos tienen significado, los infinitivos esperan el devenir del sentido y el sinsentido; si el secreto se busca en las profundidades, el devenir se desliza en las superficies.

Cito un fragmento a favor de los simulacros en la discusión sobre el imperio de las Ideas en Platón: “En definitiva, hay en el simulacro un devenir-loco, un devenir ilimitado como el del Filebo donde lo más y lo menos van siempre delante, un devenir siempre otro, un devenir subversivo de las profundidades, hábil para esquivar lo igual, el límite, lo Mismo o lo Semejante: siempre más y menos a la vez, pero nunca igual. Imponer un límite a este devenir, ordenarlo a lo mismo, hacerlo semejante; y, en cuanto a la parte que se mantuviera rebelde, rechazarla lo más profundamente posible, encerrarla en una caverna al fondo del océano: tal es el objetivo del platonismo en su voluntad de hacer triunfar los iconos sobre los simulacros”.

Para Deleuze ser de izquierda es la afirmación de una jurisprudencia en la que los horrores e injusticias de la civilización no vuelvan a ser posibles: un nunca más infinito.

Como se dice que el terror de estado, la desaparición de personas, el secuestro y la sustracción de la identidad de niños son crímenes de lesa humanidad: acciones que destruyen a la humanidad misma.

Sugiere dos maneras para pensar el devenir de izquierda: una, el devenir mundo y otra, el devenir minoría.

La primera supone la percepción del sí mismo partiendo del mundo: para un europeo, por ejemplo, pensar que los problemas del más ínfimo y postergado rincón injusto de Latinoamérica está más próximo de sí que la caca del perro de su vecino en la puerta de su casa.

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Dice enseguida: “La segunda manera de ser de izquierda es devenir minoría, pues se trata siempre de un problema de devenir. No dejar de devenir minoritario. La izquierda nunca es mayoritaria en tanto que izquierda. Y por una razón muy sencilla: la mayoría supone la existencia de un patrón. (…) En Occidente, el patrón de la mayoría presupone ser hombre, adulto, varón, habitante de una ciudad. (…) Pero puedo decir que la mayoría nunca es alguien concreto, nadie es nunca la mayoría. Nadie lo es nunca, ¡es un patrón vacío! (…) La izquierda es el conjunto de procesos del devenir minoritario. Así que puedo decir literalmente: la mayoría no es nadie, todos somos minoría. Eso es ser de izquierdas: saber que todos somos minoría...”.

Devenir minoría no se explica por una cuestión de número. El término minoría no remite para Deleuze a una cantidad pequeña de personas respecto de otra muy abultada: devenir minoría significa inconformidad con modelos de las mayorías.

El devenir minoritario desea escurrirse fuera de los patrones establecidos, acontece como movimiento que lleva, si nos dejáramos llevar, hacia algo no conocido y, por lo tanto, sin una forma reconocible o esperada de antemano.

La potencia del devenir minoritario reside en que no intenta imponerse como matriz, idea, representación, para otros; no se propone persuadir ni ganar adeptos, no persigue la aprobación ni el aplauso.

Lo mismo que se dice para la izquierda alcanza al terreno de las ideas. Escuelas y cátedras rara vez se abren a un devenir minoritario: ser discípulo o alumno consiste en seguir un patrón, un modelo, un programa, un deber ser mayoritario.

Spinoza (1677) en la tercera parte de su Ética piensa los afectos y las maneras de vivir. Objeta a quienes creen que la voluntad gobierna y

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determina por sí misma sus acciones. Indaga la naturaleza y la fuerza de los afectos y lo que puede hacer el alma para gobernarlos.

Eso que Spinoza llama alma no domina sus acciones.

Eso que Spinoza llama naturaleza se presenta como potencia de obrar de lo vivo que hace que algo suceda y mute de formas.

Eso que Spinoza llama método geométrico permite considerar “las acciones y apetitos humanos igual que si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”.

Escribe: “Digo que obramos cuando en nosotros o fuera de nosotros sucede algo de que somos causa adecuada (…) Por el contrario, digo que padecemos cuando en nosotros sucede algo o de nuestra naturaleza se sigue algo de lo que no somos sino causa parcial”.

Cuando Spinoza escribe que obramos o padecemos, en este libro se dirá que no hay alguien (antes) que obra o padece sino que el obrar y el padecer aumentan o disminuyen potencias de cuerpos (causados por ese obrar y padecer) que representamos como nuestros.

El pie nacido de la huella imagina que estuvo antes imprimiendo esa pisada.

Huella y pisada fabulan un pie.

Eso que Spinoza llama afectos (afecciones que aumentan o disminuyen la potencia de obrar de un cuerpo) nutre la idea de figuras que se emplea en estas páginas.

Eso que Spinoza llama alma, obra obrada.

Eso que Spinoza llama cuerpo se lo tiene sin poseerlo.

Escribe Spinoza que “cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser”, este libro prefiere decir que cada cosa se esfuerza por perseverar.

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No se trata, ahora, de perseverar en la creencia del ser, sino de poder insistir fuera de esa creencia, incluso pensar el devenir como perseverancia de lo que existe no siendo.

Dice Lacan el 11 de enero de 1976 “El parlêtre adora su cuerpo porque cree que lo tiene. En realidad, no lo tiene, pero su cuerpo es su única consistencia -consistencia mental, por supuesto, porque su cuerpo a cada rato levanta campamento”.

En tiempos del Seminario Le sinthome (1975-1976), Lacan comienza a utilizar la expresión parlêtre, a veces, en lugar de inconsciente y, a veces, en lugar de sujeto.

Alfredo Le Pera escribe en Volver: “sentir…que es un soplo la vida”.

El comienzo (bereshit) del libro del Génesis ( 2:7) dice así: “Y formó el Eterno Elohim al humano, del polvo de la tierra. Y sopló en las ventanas de su nariz aliento de vida, y el humano fue viviente”.

La palabra griega psyché, antes de entenderse con la idea de psiquismo (como aparato, órgano o zona cerebral), alude a soplo, hálito o aliento de las criaturas hablantes. Psyché como pasaje de aire, como sensibilidad de pasaje de intensidades que respiran, que son inspiradas, exhaladas, que expiran.

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Se lee en la Ilíada: “… el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven”.

Se suele traducir el vocablo griego psyché como alma. Homero relata que, tras la muerte del héroe, psyché escapa en el último suspiro volando como una mariposa.

La palabra psyché significa también mariposa.

La letra griega Ψ (psi) tiene forma de mariposa con las alas desplegadas.

Lo que llamamos vida tiene la consistencia de un soplo, de un sueño.

El ahogo sobreviene, también, por no soltar el aire.

La sensibilidad de tránsito adquiere afición por el almacenamiento.

La memoria no interesa como depósito, sino como red que permite saltar al vacío: sin esa red la caída no tendría límites.

La historia de psyché como respiración, tránsito, pasaje, ayuda a despegar de la idea de psiquismo y de la ilusión de interioridad.

O supone una interioridad tan inmensa e inabarcable como el espacio entre las estrellas o una interioridad capaz de contener el mundo y todos

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los mundos. Una interioridad así (en la que nos perderíamos sin referencias) necesita de la invención de un borde: ese trazo podría llamarse sensibilidad de pasaje.

La clínica de las psicosis necesita ofrecer espacios de tránsito: posibilidades de pasar de un sitio a otro sin que alguien quede encallado, inmovilizado en el deseo de otro mayúsculo (otro mayúsculo no es deseo de otro grandioso, sino figura que se aposenta en una vida como fuerza que tiraniza).

La experiencia de las psicosis es, también, la de cuerpos transidos por el dolor del mundo.

Las asambleas del hospital parecen reuniones de pasajeros detenidos, personas en tránsito suspendido. No están en la sala de espera de un aeropuerto, ni en el andén de una estación de trenes, ni en los pasillos de una terminal de ómnibus. No están en espacios de transitoriedad como piensa Marc Augé el no lugar, el hospital psiquiátrico parece más un sin lugar.

Las psicosis son estados de tránsitos malogrados: personas que no terminan de abandonar el sitio del que se fueron o del que se tuvieron que ir y que no pueden llegar a otro lado.

Viven entre una despedida que no cesa y un arribo que no se alcanza.

Tránsito sin pasaje que se presenta como intervalo sin principio ni fin, en el que no pasa nada. No se trata de un no lugar, sino de un sitio de existencias desaparecidas.

La clínica de las psicosis necesita ser hospitalaria con un tiempo que transcurre fumando, durmiendo, conversando, esperando, no haciendo nada. Ocupaciones impensadas en el confuso remolino de aglomeraciones urbanas hiperactivas.

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Tal vez se trata de inventar moradas clínicas: parapetos de convivencia, lugares en tránsito, refugios provisorios, interludios entre un sitio y otro: entre la casa de la madre y el hospital.

Estar en tránsito modera el vicio de los encierros

Se tambalea con la cara desencajada, de pronto dice, disculpándose: “Hoy estoy escabiado, vuelvo la próxima”; a lo que otro responde, dándole la mano: “Aquí podés venir como sea y cuando sea, te queremos como estés”.

El amigo ofrece un lugar en el que puede caer como sea. No pide ni espera. Sabe, de alguna manera, que el otro -gobernado por demandas que no puede saciar- vive torturado por la culpa. Sin embargo, entre caer en manos de la crueldad que lo asedia o caer junto al amigo que se ofrece, una y otra vez, el escabiado, opta por la crueldad.

Las figuras que comandan el lugar de sujeto erigen un quién que actúa a pedido o demanda, alguien que brota actuando esa demanda o pedido.

La palabra éxtasis expresa el abandono de sí como práctica que suelta amarras de la identidad.

Una cosa es el ejercicio de la desposesión de sí y otra es vivir poseído por la ilusión de una sustancia.

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Desposeerse no como renuncia a poseerse sino como fuga de aquello que nos posee. No se posee una identidad, una identidad nos posee.

¿Habrá que decirlo así hasta que sea una obviedad? Esa posesión acontece como estallido de afectaciones que desbordan la acción y la reacción, loe efectos y las causas, la pasividad y la actividad.

Éxtasis como impulso fuera de la idea de ser, como estar no siendo: tal vez así piensa Deleuze el devenir niño, mujer, negro, judío, palestino, africano, no como ser, sino como pasar por estados sin encallar en una identidad.

Éxtasis como escabullirse de sí, sin alharacas.

Salir a hurtadillas, sin hacer ruido ni darse cuenta: irse de la idea de uno, irse de la idea de otro, descansar.

El hastío carga con la ficción de ser.

Un poema de Oliverio Girondo (1954) que se llama Cansancio dice: “Cansado, /sobre todo, /de estar siempre conmigo, / de hallarme cada día, / cuando termina el sueño, / allí, donde me encuentre, / con las mismas narices / y con las mismas piernas; / como si no deseara / esperar la rompiente con un cutis de playa, / ofrecer, al rocío, dos senos de magnolia, / acariciar la tierra con un vientre de oruga, / y vivir, unos meses, adentro de una piedra”.

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El secreto no reside en la idea de ser sino en pasar por lo que no se es, sin enraizarse en el cálido abrazo de una ilusión.

¿Para qué encadenarse a la idea de ser, pudiendo devenir cutis de playa, senos de magnolia, vientre de oruga, por qué amarrarse pudiendo esperar, ofrecer, acariciar, vivir?

La idea de ser alivia y cansa a la vez, pero las acciones de esperar, ofrecer, acariciar, vivir, sin ese límite que contiene, nos exponen a intensidades que dejan exhaustos los sentidos, hacen estallar las terminales nerviosas, pulverizan las lenguas.

La idea de subjetividad atenaza (tenaz) con los brazos de la propiedad y del ser: manda tener una vida y ser dueño de sí.

No se trata de proponer tener menos para ser más, sino de advertir que tanto el tener como el ser estrechan la existencia humana: contienen y tiranizan a la vez.

Sin esa opresión, ¿nos disolveríamos en la apabullante gravidez de lo viviente?

Sujeto no es, deviene fábula a través de figuras que ocupan un lugar que contribuyen a crear.

Esas figuras ocupan el lugar de sujeto en las criaturas vivientes que hablan. Se prenden a las vidas que vivimos.

Esas figuras son redes de significación que alojan y soportan energías históricas del mundo social.

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Las figuras no pertenecen a alguien, el pronombre indefinido (alguien) pertenece a las figuras de una civilización.

Calderón de la Barca (1636) presenta en La vida es sueño cómo Segismundo trata de discernir entre sueño y realidad. La vida es sueño y el Discurso del método comparten la expectativa de que la razón nos oriente en el laberinto de los sentidos que nos pierden y engañan (lo mismo ocurre en Hamlet, otro contemporáneo).

Inconsciente, después de Freud, podría nombrar la ausencia, la ignorancia de sí, la mismidad burlada, la farsa.

Se aprende de la ausencia a descompletar la ficción unificadora del yo.

Spinoza no es el autor de la muerte de dios, no mata ni advierte la muerte de esa creencia, interroga algo todavía más difícil: ¿cómo concebir la vida sin la idea de trascendencia?

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En las expresiones: sujeto de la razón, sujeto de la ley, sujeto económico, sujeto político, sujeto histórico, sujeto del inconsciente; la palabra sujeto remite a supuestos universales de lo humano tras la Ilustración.

El asunto del psicoanálisis no fue la psicología del yo, de la conciencia, de la voluntad, de la inteligencia, de las etapas evolutivas, de los grupos, de las instituciones, de las generalidades psicopatológicas: el asunto del psicoanálisis fue la idea de inconsciente (que aquí se piensa como haz de figuras que ocupan el lugar de sujeto).

La distinción entre conciencia e inconsciente no se desprende de la fábula de sujeto: desplaza su dominio, divide, quiebra, hiere, su alucinado poder.

El inconsciente freudiano interroga la duda cartesiana. El sufrimiento (las psicosis y las neurosis) conmueven esa certeza moderna.

El psicoanálisis piensa la idea de sujeto como teatro de conflictos íntimos.

La intimidad como pliegue de lo extraño, lo alejado, lo que difiere de sí.

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Deleuze insiste en que ilustrar la idea de inconsciente con la de teatro, supone confinarla a un espacio de representaciones; prefiere la imagen de fábrica de formas o figuras: vientre máquina boca que escupe fantasmas.

Sería un error, sugiere Musil “desaprender la voluptuosidad de lo extraño”.

Lo extraño como deleite, abundancia, desconcierto de los sentidos.

En nuestros días, el término sujeto se usa casi para decir cualquier cosa. Dos empleos, uno policial y otro psicológico: “la víctima fue vista junto a un sujeto alto y mal entrazado”, “el sujeto permaneció en la entrevista con la mirada esquiva”. En los dos casos, es una palabra que designa alguien que transporta peligro o extrañeza.

La fuerza de la ley necesita de la idea de sujeto; si no, ¿quién comparecería ante su autoridad? Requiere de alguien constituido ante y por la ley: interpelado por ella: sujetado a la ley, responsable.

Quizás no interese tanto la idea de sujeto, como la de prácticas de subjetivización, en tanto presencias que ocupan ese lugar.

Escribe Foucault (1966 a): “Nietzsche encontró de nuevo el punto en el que Dios y el hombre se pertenecen uno a otro, en el que la muerte del

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segundo es sinónimo de la desaparición del primero y en el que la promesa del superhombre significa antes que nada la inminencia de la muerte del hombre. (…) Actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido. Pues este vacío no profundiza una carencia; no prescribe una laguna que haya que llenar. No es nada más, ni nada menos, que el despliegue de un espacio en el que por fin es posible pensar de nuevo”.

Diez años después del hombre desaparecido y el dichoso vacío que abre el pensamiento humano, la dictadura argentina practicaba el secuestro, la tortura y la desaparición de personas. La sustracción de los cuerpos no deja un vacío, sino un lleno de terror y crueldad.

Se trata de espaciar lo abarrotado. Ausentar el sentido en lo que está saturado de significación.

A propósito de Francis Bacon, Deleuze (1981) piensa que el pintor no enfrenta una tela en blanco, sino una superficie repleta de imágenes, de lugares comunes, de líneas y manchas ya trazadas, de ideas repetidas. Comienza a pintar cuando puede vaciar, limpiar, despejar, desalojar, ese territorio ocupado.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en la creación no es dios, sino la ausencia.

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Según la cábala, recuerda Scholem (1960), el universo es posible por el exilio de dios. Dios crea el mundo apartándose, ausentándose, haciendo lugar, vaciando la plenitud de sí.

Simone Weil (1947) acentúa la renuncia divina, piensa que dios renuncia a ser todo: retirándose, hace lugar a lo otro.

Historia desinteresada y generosa la de un dios (que no promete, que no demanda, que no castiga, que no abandona, que no muere) que se olvida de sí o se exilia de su absoluta presencia para dar lugar a la vida.

¿Cómo sería el mundo si el capitalismo se retirara como único horizonte posible? ¿Cómo sería sin explotación, sin propiedad, sin deseo de poder y lucha por el reconocimiento? ¿Tendría que ser sin los lenguajes conocidos, sin ciudades, sin libros, sin memoria, sin nosotros mismos?

Una ocurrencia de Groucho Marx dice: “Nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo”.

¿Cómo sería descansar del hombre, de la maldición de la muerte, de tener que habitar un mundo no sólo interpretado sino alambrado por las relaciones de propiedad y de poder? ¿Cómo sería descansar de las figuras que encantan, subyugan, encierran?

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¿Cómo sería la vida sin tener que cargar ese monolito que llamamos sujeto?

Kafka escribe el 19 de octubre de 1915, en su diario: “Aquel que, en su vida, no llega a triunfar necesita una de sus manos para separar la desesperación que le causa su destino –aunque lo consigue imperfectamente– y la otra mano para registrar lo que percibe bajo los escombros, puesto que él ve una cosa distinta que los otros, él está, entonces, muerto en vida y no es, esencialmente, más que un sobreviviente”.

Dice el Triunfo: Serás el elegido o sentenciado al fracaso.

Cortázar (1962) en Historias de Cronopios y Famas relata cómo un cronopio, que se está cepillando los dientes, deja caer la pasta en la calle y estropea los sombreros de los famas. Entonces, los famas suben a protestar por sus sombreros y, además, le dicen que no debe derrochar la pasta dentífrica.

Famas nombra a personajes que tienen conductas de la clase media alta argentina de los años cincuenta: morales, burgueses, depredadores. Escribe: “Un fama es muy rico y tiene sirvienta”. O anota: “Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los famas y temen lo peor”.

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¿Cómo sería una conexión, con otro, no regida por la gramática preposicional? Sin contar que la conciencia de sí está infectada de otredad. No se trata de que el otro sea patógeno, sino que no sabemos vivir sin aspirar al reconocimiento de la mirada que lo gobierna.

Dice la Fama: Serás conocido, hablaran de ti (bien o mal, pero hablarán). Te distinguiré por algo. Me disfrutarás o me padecerás, la vida no te será indiferente.

Dice la Reputación: Echo raíces en las conciencias, me instalo en la memoria de la gente, hago gestiones para que un modo de actuar lleve tu nombre.

Dice el Reconocimiento: ¡Haré que el mundo desee tu existencia!

Dice la Notabilidad: Estimarán tu grandeza. Cargarás virtudes que la mayoría no soportaría.

Dice la Distinción: ¡Soy fragancia de excepción, resplandor de superioridad, honor anhelado!

Dice la Popularidad: Tendrás seguidores entre personas humildes y trabajadoras, entre almas buenas y sencillas, entre bestias y lobos.

Dice la Repercusión: ¡Haré sonar tus encantos!

Dice la Gloria: Ocuparás un lugar en el cielo junto a Dios, los ángeles, santos y almas justas. Sólo deberás sufrir, realizar un acto heroico o algún hecho extraordinario.

Dice el Apogeo: Estarás en la cumbre. Te sentirás pleno y culminante: en el centro de la perfección, en el auge furioso que da su más bella flor.

Dice la Celebridad: Serás festejado y querido. Tu sí mismo será subvencionado por la carencia reinante.

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Dice la Celebridad: No escuches a la Introspección, no te dejes llevar por las promesas de auto conocimiento o buceo interior. No conseguirás nada dando tu vida para cambiar el mundo o aliviar injusticias. Tu yo dirá lo que los demás quieren escuchar. No te dejes cautivar por la Solidaridad que alucina fuerzas colectivas redentoras.

Calmaré tu nerviosismo: te daré aplausos cálidos, rápidos, masivos.

Serás golosina de multitudes.

Un espectáculo que verán millones: te sacaré del pequeño teatro freudiano (íntimo, previsible, secreto).

Te daré notoriedad súbita y ascenso inmediato. No caigas en los tentáculos de la Soledad y el Extrañamiento. Te reconocerán en la calle, te elevaré por sobre el común.

No tendrás sueños, sino realizaciones. Pondré cámaras en tu cama, en tu baño, en tu boca, en tu ano. Vivirás en una consciencia veloz e incansable.

Te daré el éxito sin la innecesaria maceración de un mundo interior.

Te evitaré tempestades amorosas y caminos llenos de vicisitudes. No hace falta que sufras los martirios de Erdosain, ni que te hagas las preguntas de Horacio Oliveira, ni que descubras que la vida no tiene sentido como Larsen. Nada de viajes de iniciación, exploración de uno mismo o extenuantes experiencias de ilusionados psicoanálisis. Ninguna interioridad prometida, ningún nicho de culpas.

Te daré repercusión ahora: el rutilante sonar en los oídos de muchos.

Dice la Celebridad: Figurar o morir.

Dice el Reconocimiento: Te alimentaré con miradas que te deseen y teman.

Emmanuel Lévinas piensa que la radical alteridad a la que nos enfrentamos excede la mismidad.

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Dice José Ingenieros: Todo consiste en el reconocimiento en la lucha por la vida.

Dice el Reconocimiento: Serás admirado.

La figura del reconocimiento viene con el imperativo del triunfo.

El triunfo amenaza con la frustración. La frustración actúa como ejemplaridad.

Dice la Frustración: La desesperación saldrá como espuma de tu boca, estarás muerto en vida.

Dice la Intimidad: Reconocimiento sin amor y sin amistad es adulación y aplauso pasajero.

Dice la Intimidad: Soy un pez, asfixiado en la celebridad.

Dice el Reconocimiento: Él escribirá para realizar la ilusión de conquistar a una mujer o un público, ella escribirá para realizar la ilusión de conquistarse a sí misma.

Dice Osvaldo Lamborghini: “Primero publicar, después escribir”.

En uno de sus cursos (1933) sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel, a propósito de La dialéctica del amo y el esclavo, Alexandre Kojève plantea que cuando el deseo conduce una vida, esa vida nace humana.

Razona que lo que llamamos realidad humana sólo puede ser social, dice: “Mas para que el rebaño devenga una sociedad, la sola multiplicidad de Deseos no basta; es necesario aún que los Deseos de cada uno de los miembros del rebaño conduzcan –o puedan conducir- a los Deseos de los otros miembros. Si la realidad humana es una realidad social, la sociedad sólo es humana en tanto conjunto de Deseos que se desean mutuamente como Deseos”.

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Ahí en dónde Kojève afirma que el Deseo no desea el cuerpo, sino el Deseo del otro, se dice en este libro que el Deseo no desea un cuerpo sino el Deseo que habita en el otro.

Desear Deseos que viven en otros nos vuelve humanos.

Los vivientes que hablan advienen como quiénes saben de sí gracias a la acción del Deseo.

Ahí donde Kojève propone el enunciado Desear el deseo de otro, este libro prefiere decir que el Deseo desea el Deseo que late en otro: Desear el deseo que anima a otro, quiere decir desear estar en el lugar del valor deseado por el Deseo que anima al otro.

Dice Kojève: “El hombre se ‘reconoce’ humano al arriesgar su vida para satisfacer el Deseo humano, es decir, el Deseo que se dirige sobre otro Deseo”.

Escribe Roberto Juarroz (1958): “El hombre, / maniquí de la noche, / apuñala vacíos. / Pero un día, un vacío le devuelve feroz la puñalada. / Y sólo queda entonces / un puñal en la nada”.

¿Cuál es la figura que ocupa el lugar de sujeto? ¿El hombre, la noche, el puñal, el vacío, la nada?

Por momentos, Juarroz, escribe más allá del imperio de la idea de sujeto.

La ficción de sujeto equivale a fabular, ante el inconmensurable mar, en la existencia de una intención de las aguas, capaz de reinar sobre los vientos y los peces. Una voluntad unificadora del movimiento de las olas y los remolinos de espuma. Un yo que se las arregla con el sol y las nubes para

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componer colores y matices. Un soberano que pacta con la noche y la luna el estado de las mareas y con el sonido, el volumen de sus bramidos. Una conciencia que reprime la tempestad y sueña eróticas violentas y devastadoras sobre la superficie de la tierra.

Cualquier fábula parece sencilla comparada con la de sujeto.

Tras derrocar a Cronos, sus hijos Zeus, Poseidón y Hades acuerdan reinar los tres sobre la tierra y echan a la suerte la decisión de quién se quedará con el cielo, el mar y el tenebroso mundo subterráneo: Zeus gana el cielo, Hades el mundo subterráneo y Poseidón el mar.

Vive interceptado por pensamientos rugbiers: le roban ideas y le meten otras que lo torturan. No puede cerrar la puerta de su intimidad.

La identidad inmoviliza lo que vive en movimiento, sin esa mínima quietud sería difícil vivir.

La expresión la muerte del sujeto se difundió como una especie de amenaza postmoderna.

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Una pregunta curiosa: ¿Hay sujeto en la psicosis? Convendría pensar que las psicosis ponen en cuestión la idea del hay sujeto o difunden un gemido de la modernidad que dice ¡Ay, sujeto!

Entre otros, Jameson (1998) precisa el alcance de esa noticia: no se trata tanto de la muerte del sujeto, como de la puesta en cuestión del reino del yo o el individuo autónomo del mundo burgués. El término sujeto vive asociado, entre nosotros, al capitalismo, a las formas familiares burguesas, a las instituciones escolares y jurídicas, a las construcciones psicopatológicas.

Escribe Laclau (1991): “Quizás la muerte del Sujeto (con mayúsculas) ha sido la principal precondición de este renovado interés en la cuestión de la subjetividad. Es, quizás, la imposibilidad misma de seguir refiriendo a un centro trascendental las expresiones concretas y finitas de una subjetividad multifacética, lo que hace posible concentrar nuestra atención en la multiplicidad como tal”.

Pensamientos de las izquierdas, apunta Laclau, pensaron en remplazar la idea de sujeto por un colectivo o “reinscribir las formas múltiples de subjetividades no domesticadas”.

Respecto de la muerte del sujeto opina que esa muerte “mostró el secreto veneno que la habitaba, la posibilidad de su segunda muerte ‘la muerte de la muerte del sujeto’, la re-emergencia del sujeto como resultado de su propia muerte; la proliferación de finitudes concretas cuyas limitaciones son la fuente de su fuerza; la comprensión de que puede haber ´sujetos’ porque el vacío que ‘el Sujeto’ tenía que colmar era imposible de ser colmado”.

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Laclau entiende que la declarada muerte del sujeto es una coartada para su multiplicación.

Si la fábula necesitaba algo para naturalizar su narrativa, era la muerte del protagonista. Como en esas películas que el héroe muere para vivir siempre en la memoria de los vivos.

La invención del vacío (que no es algo que pueda ser colmado) da a lo humano un inmenso poder y una inmensa desgracia: esa disponibilidad alojadora es residencia tanto de la vida como de la muerte, de la libertad como del sometimiento.

En lugar de anunciar la muerte del sujeto, con más modestia y fuerza cuestionadora, se podría decir que los tiempos presentes ponen entre paréntesis o en suspenso la idea de sujeto.

Se dice muerte de dios, muerte del sujeto, muerte del hombre, muerte de la familia, muerte de la escuela, muerte del autor, muerte del estado, muerte del psicoanálisis; todas esas muertes anuncian un dolor, una desilusión, una protesta contra los encierros.

No se trata tanto de muertes ni de asesinatos, sino de la soledad sin esas representaciones. Una pregunta: ¿cómo sería la historia, la comunidad y el amor, si asumimos todas las consecuencias de esos desprendimientos? Desenlaces que dejan herencias, mandatos, tareas inconclusas.

La paradoja es que con cada una de esas muertes no muere el capitalismo.

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Tal vez reír de la identidad que nos tiene sin permanecer (del todo) esclavo a ella.

Reír de la necesidad que se tiene de un dios, podría ser más liberador que tener que matarlo.

La idea de sujeto confunde porque nos atribuye un falso dominio, una ensimismada libertad; al cabo, vivimos tomados por esa ilusión. Como si no supiéramos vivir (ni morir) sin el dominio o el gobierno de algo. Se trata de decir que en ese lugar, que solemos llamar sujeto, se arraigan figuras que imponen poderes.

Una figura anuda enunciados de una cultura, una clase social, una moral histórica.

La idea de figura guarda relación con la de capricho.

Capricho no como antojo pasajero, aturdimiento del deseo o demanda confusa de amor.

Capricho en el sentido de los Caprichos de Goya, esa colección de estampas grabadas que narran asuntos inventados, temas que dominan la vida cotidiana de una época regida por moralidades en disputa.

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Las figuras tratan de adueñarse de potencias que habitan las vidas humanas. Potencias no individuales ni personales que brotan y fluyen en los cuerpos. Las figuras, que asedian como fantasmas, buscan capturarlas.

Las figuras destellan ansias de poder.

El lenguaje da vida a las formas que hablan. No se trata de sugerir que nos dominan formas secretas como de advertir el secreto de las formas.

Secreto no como mensaje oculto y sustraído, sino como instante de complicidad, momento en el que algo que todavía no es un quién, se fabula alguien: complicidad que hace, de cualquier vida (que antes no era o era otra cosa o nada), una vida.

Ciertas figuras protegen, incitan, gozan, potencias que habitan en los vivientes que hablan.

El término figura intenta prevenir la automática transformación de las fuerzas que anegan las vidas humanas en sustancias.

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Distintas figuras personifican el lugar de sujeto porque no hay sujeto sustancial.

Escribe Dylan Thomas: “Hazme una máscara y un muro que me proteja de tus espías” (O make me a mask and a wall to shut from your spiesk).

Es posible protegerse de los espías, pero ¿cómo escapar de la mirada?

Una ilustración de Igor Morski (1960) retrata la cabeza de un personaje de perfil que lleva puesta la máscara de un hombre sujetada (o ceñida) con un cordón sobre otra máscara prendida sobre otra que se sostiene sobre otra, así hasta componer una especie de cabeza acéfala.

Siente que la cabeza le estalla.

Dos encuentros de Bataille, en tiempos en los que trabaja en la Biblioteca Nacional de Francia: uno, con la imagen egipcia de un dios acéfalo y, otro, con Benjamin quien le confía los manuscritos del Libro de los pasajes para protegerlos de los nazis.

Tenía pechos de mujer y cabeza de perro, pero ya no se acuerda.

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Grimal (1965) menciona un papiro del antiguo Egipto en el que se representa a un dios acéfalo. La figura fabulosa de un decapitado que reúne todas las fuerzas que habitan el universo.

Dice: “Siento un radio hablando en la cabeza”.

El dios acéfalo mira con los pies.

Deleuze (1981) sugiere que la pintura difunde ojos en todas partes: en el oído, en el vientre, en los pulmones, en las manos, en las rodillas.

Bataille en el primer número de la revista Acéphale, fundada en 1936, declara que la “La vida humana está excedida por servir de cabeza y de razón al universo”.

Se podría pensar al hablante acéfalo. Miles de cabezas se disputan su cuerpo decapitado.

Dice Lacan (1956): “El sujeto transformado en esa imagen policéfala parece tener algo de acéfalo. Si existe una imagen que podría representarnos la noción freudiana del inconsciente ella es, sin duda, la de

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un sujeto acéfalo, un sujeto que ya no tiene ego, que desborda al ego, que está descentrado en relación al ego, que no es el ego”.

Allí donde Lacan se refiere a un sujeto acéfalo, este libro prefiere decir que lo acéfalo ocupa el lugar de sujeto.

Sufre un delirio de grandeza: tras la visión de ciudades inundadas, bosques incendiados, multitudes de personas que huyen pasando por encima de los caídos, llora, desconsolado, doblándose de dolor.

No hay existencia libre de ataduras. Esa barca que llamamos cuerpo, se amarra para vivir y suelta amarras para vivir.

Se enamoró, perdió la cabeza.

Diferentes figuras personifican el lugar de sujeto, pero personificar no significa (aquí) que adquieren cualidades humanas; el pensar no es un personaje con los mismos atributos que una persona, sino potencia de sentido que asume la máscara de un lugar que todavía llamamos sujeto.

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Bertolt Brecht pretendía, en su teatro, que los personajes no representaran personas, sino personificaran fuerzas sociales en lucha.

Hay secretos que se tienen y secretos que no se tienen, los primeros se guardan, se esconden o se comparten en la intimidad de una amistad; los segundos se insinúan -más allá de lo visto, oído, tocado, pensado- en lo que vive sin capturar.

No se trata de alguien que tiene un secreto, sino alguien que transporta un secreto que lo tiene o tiene en él un súbdito. Súbdito o empleado que carga, custodia, defiende, hasta morir, lo que nunca sabrá que lleva (no porque le falte disposición a saber, sino porque el secreto que se finge profundo y entrañable, está hecho de nada).

¿Quién piensa los pensamientos inconscientes? No es el yo, ¿es el sujeto del inconsciente? ¿Quién piensa los pensamientos del sueño? No es el soñante que asiste como espectador, ¿es el sujeto del sueño que es el inconsciente?

Donde suele fabularse un sujeto del inconsciente, este libro propone pensar que, en un psicoanálisis, la idea de inconsciente ocupa el lugar de sujeto. O, también, que la figura del soñar trabaja con significantes inconscientes que encantan al durmiente.

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Así como se dice “Anoche tuve un sueño”, se podría decir “Anoche un sueño me tuvo”. Si en el primer caso el soñante tuvo un sueño como posesión que recuerda o que se escurrió pasajera como olvido casi completo; en el segundo caso, el soñante estuvo cautivo de un sueño que lo tuvo. En este último razonamiento, la figura que ocupa el lugar de sujeto es el soñar.

Y, ¿el inconsciente? Ausencia, vacancia productiva, escenario habitado por figuras que asedian.

No conviene pensar inconsciente como sujeto sustraído por la ficción de la razón y la conciencia o como división que dice la verdad humana.

La idea de inconsciente interesa como liberación de la prueba cartesiana.

Sería poco concluir que después del psicoanálisis, en el dominio de la conciencia, se instala un teatro de conflictos entre el yo, el superyó, el ello.

Ello, lo neutro, anuncia la vacancia misma en el lugar de sujeto.

Se podría pensar inconsciente no como desarmadero de lo reprimido ni como otra escena de la conciencia, sino como ausencia productora.

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Interesa la idea de inconsciente como acontecimiento: destello de lo inesperado, lapsus que acontece como instante en el que la lengua (no el hablante) resbala.

Antes de ese deslizamiento no hay inconsciente en estado de latencia, ni espera, ni nada.

La idea de inconsciente nace del acontecimiento.

No se trata de un inconsciente del analizante: el inconsciente no pertenece a alguien (se ha dicho: no es individual y, tampoco, subjetivo).

Inconsciente como eso que adviene entre analizante y analista cuando en un diálogo clínico le crecen orejas a un decir que no pertenece ni a uno ni a otro.

La idea de figura (allegada a la de inconsciente) trata de prevenir la tendencia a la sustancialización.

Estudios del análisis del discurso (Benveniste, Ducrot, Culioli) distinguen entre sujeto de la enunciación y sujeto del enunciado.

La idea de enunciación alude a las condiciones de producción de un enunciado. La acción enunciativa toma cuerpo en un quién que habla una lengua en un momento para alguien.

Benveniste (1974) llama enunciación a la actualización de la lengua que realiza un hablante. Hablante que lleva a cabo la acción, al tiempo que esa acción realiza su existencia como hablante.

La voz enunciativa del discurso puede o no coincidir con la fuente productora del discurso o voz de la enunciación.

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Ducrot (1984) destaca la polifonía en el proceso de enunciación.

Suele recordarse, en el Quijote, la presencia de diferentes voces: la ficción de la voz de un autor que lleva el nombre de Cervantes, la de un narrador imaginario que se llama Cide Hamete Benengeli, la voz anónima de un relator que no coincide con Cervantes, voces de diferentes personajes que hablan en el texto. Sin contar las condiciones de enunciación misma que hacen posible la novela de caballería como narrativa posible, como aventura dialógica de la hidalguía y la honradez, la locura y la nostalgia moral.

La distinción entre enunciado y enunciación supone la puesta en escena de un acto de habla. Ducrot (1982) llama enunciación al acontecimiento que titila tras la aparición de un enunciado: algo que no existía antes de que se hablara. Propone suspender la conclusión automática de que la enunciación es el acto de alguien que produce un enunciado.

Si el lugar de enunciación se vacía de la idea de autor, se desprende de la constatación de las condiciones físicas y cognitivas que posibilitan el habla y no queda anclado al pronombre yo y otras marcas de la primera persona; entonces, ese lugar se agita como pregunta.

Lacan emplea la expresión sujeto dividido para indicar la no correspondencia entre sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación. Así, la noción de sujeto comienza a pensarse como límite, como condición fronteriza de la existencia, como angostura que se habita en las extensiones del lenguaje.

Se dijo: no es lo mismo decir sujeto del inconsciente que proponer inconsciente como figura que ocupa el lugar de sujeto.

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No es lo mismo anunciar que inconsciente es sujeto colectivo que proponer la idea de inconsciente no personal ni individual como figura que ocupa el lugar de sujeto. No se trata de pasar de un yo a otro yo, ni de mi inconsciente a nuestro inconsciente.

Lacan (1960) sitúa la idea de sujeto en relación a la de saber. Traza una frontera entre verdad y saber.

Atestigua una división: parte la idea de sujeto, pero esa división (si se representa personificada) sólo cuestiona la ilusión de unidad en partes.

Cuesta concebir eso que se cubre con la idea de sujeto como lugar vacío, susceptible de ser ocupado, tomado, gozado.

Vacío como disponibilidad, solicitada.

Una cosa es la verdad como asunto de la lógica, la justicia, la confiabilidad conyugal; otra la verdad en relación al saber.

La verdad se presenta como ficción inmóvil.

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No se trata tanto de la subversión del sujeto como de otra versión del lugar de sujeto que trastorna al yo: ese lugar lo ocupa la ignorancia como “saber no sabido”.

Ignorancia, en psicoanálisis, no designa falta de saber, sino la cualidad de un saber ignorado.

Dice la Ignorancia: Soy irreductible, estuve antes que el saber, me extiendo más allá de su ínfimo dominio.

Dice la Ignorancia: Estoy presente en tu vida como si no significara nada, guardo secretos que te atañen, que te esperan, que te designan sin que lo sepas.

Ignorancia, en psicoanálisis, no como ausencia de saber, sino como saber sobre la ausencia.

Dice la Ignorancia: Tengo a las ciencias de guardaespaldas, como tuve a las religiones; empleo a profesores como monigotes y como decoradores a los poetas.

Dice la Sabiduría: ¡Venceré! Iluminaré la oscuridad, seré universal, sintetizaré todas las contradicciones, suprimiré dudas y ambigüedades, terminaré con los miedos, haré comprensible hasta la vida no humana: seré dios.

Dice la Ignorancia: Pocos me conocen, aunque todos me tienen.

Calderón de la Barca en Los misterios de la misa presenta a la Ignorancia con una venda en los ojos, vagando por el mundo, llena de dudas, ciega, desorientada, en las tinieblas de un gran desierto. Mientras la Sabiduría

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aparece con un penacho de plumas de colores en la cabeza, especialista en quitar ceguedades, representa la palabra divina, tesoros, riquezas.

La asociación entre ignorancia y miseria se sostiene hasta el presente.

Ebenezer Scrooge (apellido que en inglés se emplea como sinónimo de avaro, egoísta, misántropo), protagonista de la novela Cuento de Navidad de Charles Dickens (1843) se encuentra con la Ignorancia y con la Miseria, personificadas como criaturas desamparadas.

Donde suele decirse que hay sujeto del conocimiento, podría decirse que el conocimiento ocupa el lugar de sujeto. Incluso se podrá decir, con Lacan, que el conocimiento es una figura paranoica: sospecha mensajes que le están destinados hasta en el silencio de las cosas.

Dice la Paranoia: Penetraré los secretos, no descansaré hasta descifrar todos los misterios.

La paranoia, perseguida por el saber, huye de la ignorancia.

Dalí se encuentra con Lacan antes de la segunda guerra.

El método paranoico crítico del artista catalán capturó la curiosidad del joven psiquiatra que, entonces, escribe su tesis de doctorado De la psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad que concluiría en 1932.

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Escribe Lacan (1960): “La ciencia no ha venido al mundo sola”.

Dice la Ciencia: Soy la razón, la prueba, la verdad.

Así como Lacan se refiere a “un sujeto de la ciencia”, se podría decir que la figura de la ciencia ocupa el lugar de sujeto.

Un listado breve y arbitrario de creaciones humanas: la comunidad, la lengua, la religión, el mal, la ciencia, la guerra, el genocidio, el olvido, el libro, el erotismo.

¿Cómo subvierte el psicoanálisis la cuestión del lugar de sujeto?

La experiencia psicoanalítica difunde la idea de sujeto sin la obsesión de unidad pretendida por la psicología.

Desmiente la idea de sujeto como conciencia completa de alguien que se presenta como dueño y señor de una supuesta identidad de sí.

Así, entiende Lacan, cae la fábula de sujeto como conciencia omnipotente.

El psicoanálisis anuncia que la máscara del yo ostenta signos de ignorancia.

Si Descartes es la gracia del yo, Freud es su desgracia.

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La Razón dice: Gobernaré el mundo.

Dice el Yo: Soy el centro de mí.

Dice el Psicoanálisis: El yo se extiende en los suburbios.

Lacan (1960) emplea la expresión “destitución del hombre” para indicar que el psicoanálisis (“digno surgimiento de la elipse”) destituye a la razón como punto central de la circunferencia imaginaria de una subjetividad.

Escribe Lacan: “La verdad no es otra cosa si no aquello de lo cual el saber no puede enterarse de lo que sabe si no haciendo actuar su ignorancia”.

Lacan utiliza en francés el término apprendre que Tomás Segovia traduce como enterarse.

Apprendre se vuelca en castellano tanto como aprender como por enseñar. Sería interesante traducir el párrafo así: “La verdad no es otra cosa que aquello de lo cual el saber no puede enseñarse lo que sabe sino haciendo actuar su ignorancia”.

Evitaríamos la idea de enterarse que vuelve a remitir a la unidad, a lo entero, lo completo, a la vez que se indicaría que el saber se enseña lo que sabe sin saber a través de la ignorancia.

El saber se enseña una verdad que resplandece a través de la ignorancia.

La ignorancia es maestra del saber.

La ignorancia anuncia, en psicoanálisis, el saber de la ausencia.

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La idea de verdad en Lacan gusta del relato policial (como en La carta robada de Poe: lo que está a la vista sin ser visto).

Más allá de la verdad como cuestión jurídica, las criaturas que hablan erran en la lengua.

Pensar la ausencia previene contra la ilusión de revelación final o desciframiento, que suele venir junto con la idea de verdad. La ausencia no invalida el saber, lo descompleta, lo puebla de olvidos, lagunas, cantos enmudecidos como los de las sirenas que imagina Kafka.

Escribe Nicolás de Cusa (1440): “Lo que más desearemos conocer será nuestra ignorancia; y si alcanzamos ampliamente este objetivo, habremos logrado la docta ignorancia. En efecto, ni aún el hombre más estudioso puede llegar a un grado más alto de perfección en la sabiduría que el de ser muy docto en esa misma ignorancia que tan suya es, y cuanto mejor conozca su ignorancia, mas docto será”.

Baltazar Gracían decía que el primer paso de la ignorancia era presumir saber.

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¿Psicoanálisis como experiencia de la “docta ignorancia”?

Ignorancia como instante en el que se vive por primera vez algo: sorpresa de lo no sabido que irrumpe como saber que no se sabe todavía. Instante de concepción de una experiencia no nacida. Ignorancia como iniciación. No se trata de la ignorancia del presuntuoso que cree sabérselas todas, sino de la ignorancia como ausencia auspiciadora.

Para Hegel, la idea de sujeto absoluto (sin ignorancia ni ausencia) está representada por la figura de Dios.

¿Qué es Dios? Potencia de todo lo viviente imaginada como un espíritu absoluto.

Escribe Lacan (luego de aclarar que no sería justo pensar inconsciente como negación de la conciencia): “El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de significantes que en algún sitio (en otro escenario escribe él) se repite e insiste para interferir en los cortes que le ofrece el discurso efectivo y la cogitación que él informa”.

Para Lacan la idea de significante repone la potencia del lenguaje: inconsciente no como otra conciencia reprimida, sino como potencia que espera, como productividad que, a la manera de algunas figuras retóricas, sustituye, combina, inventa.

El significante se presenta como saber ignorado, como eslabón que no sabe en qué cadena enlaza, como pieza que no entiende en dónde encaja, como trozo de papel desprendido de un mapa que desconoce.

Muchos relatos aprovechan esta idea de significante: el protagonista lleva consigo algo (una marca extraña gravada en su piel, un signo enigmático

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colgando del cuello o un pequeño cuero con trazos raros que recibió como regalo) que no tiene, para él, otro sentido que el de ser su portación.

Desde que lo trajeron al hospital dice que no sirve para nada. Antes vivía en la calle esperando que la expansión de un gas tóxico destruyera el mundo. Tenía la fórmula que podía salvar la vida. Ahora, por culpa de las pastillas que le hacen tomar, los dioses cambiaron el conjuro y eligieron a otro.

La cercanía no podría acariciar si no existiera la distancia.

“Una vez reconocida en el inconsciente la estructura del lenguaje, ¿qué clase de sujeto podemos concebirle?”.

Lacan sugiere que la idea de sujeto no debería confundirse con la primera persona del singular que se designaría a sí misma como quien está hablando.

Si eso que se llama inconsciente está “estructurado como un lenguaje” eso que se llama sujeto del inconsciente es efecto de lenguaje o el lenguaje pasaría a ser la figura que ocupa el lugar de sujeto.

¿Cómo pensar la vida del lenguaje sin caer en el imaginario de su personificación?

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Los antiguos griegos personifican a los dioses con formas humanas. Hermes, dios del lenguaje (entre otras muchas cualidades) tiene cuerpo de hombre con los pies alados. Lo mismo Poseidón, dios del mar, representado con forma de hombre.

El mar tiene vida, pero la afirmación no se comprime en un capítulo de la biología marina ni alude a un vitalismo optimista ante todo lo que late, se mueve, respira, consume o produce energía.

La personificación imagina dioses semejantes a las criaturas humanas, pero más perfectas.

Josetxo Beriain (2000) recuerda que los griegos practicaron la personificación plural, personificaron a la Fama, la Insolencia, la Noche, el Devenir, la Esperanza; y en Atenas todavía se encuentran altares para la Victoria, la Fortuna, la Amistad, el Olvido, la Modestia, la Piedad, la Paz.

Algunas figuras se entronan en la vida humana como dioses politeístas, se podría decir que se apoderan de las potencias de una vida como fuerzas divinas.

¿Esas figuras son proyecciones de cualidades humanas o las criaturas que hablan están habitadas por figuras que cada cultura engendra y propaga?

Advenimos concebidos, en simultaneidad, por lo mismo que proyectamos, pero el nosotros de esa proyección actúa como productividad histórica desprendida de luchas humanas.

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Escribe Nietzsche (1882) “¡No yo!, ¡no yo!, sino un Dios a través de mí”.

Deleuze (1988) afirma que la noción de sujeto perdió interés “en beneficio de las singularidades pre-individuales y de las individuaciones impersonales”.

Lacan (1966, a) sugiere que la idea de sujeto del psicoanálisis tiene mucho en común con la idea de sujeto de la ciencia.

Sujeto de la ciencia no es el científico sino el ímpetu de saber que empuja más allá de lo sabido. Ímpetu que no se rige por la insuficiencia, la insatisfacción, el ansia de progreso, sino por el movimiento.

Sujeto: borde y misterio de algo que habla en los vivientes, línea que se pierde entre las sombras.

De Brasi (2013) sugiere pensar el límite no como lo que limita, sino como lo que extiende (tiende fuera de sí); escribe que todo límite posibilita “el ensanche de las perspectivas hacia atrás y hacia lo que nos espera para ser recorrido”.

Lugar de sujeto no como lugar sino como límite, como intensidad que aloja e ignora extensiones: que aloja ignorándolas y que ignora propagándolas.

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La proposición de Lacan (1962) que dice que “el significante representa al sujeto para otro significante” recuerda que eso que llama sujeto no existe si no como representación de un significante para otro significante.

Así, la idea de sujeto oscila entre significantes: sujeto no como lugar sino como rastro en el aire de un vaivén o vacilación.

Sujeto como pliegue que aloja potencias.

No interesa tanto reiterar la idea de sujeto dividido, como pensar la instancia de sujeto (lo que insta a un advenimiento) como lugar vacío.

Vacío como disponibilidad.

Vacío como nada mullida y alojadora.

Vacío que abre aquello que parecía cerrado: intensidad del desencierro (aunque se puede enloquecer en la inmensidad de un desierto).

El relato de Borges (1949) Los dos reyes y los dos laberintos termina así: “¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso. Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed”.

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La limitada estrechez ahoga tanto como una extensión sin límites.

No hay mayor ahogo que el del límite, ni mayor liberación.

Escribe Deleuze (1988 a): “Se dice que un laberinto es múltiple, etimológicamente, porque tiene muchos pliegues. Lo múltiple no es lo que tiene muchas partes, sino lo que está plegado de muchas maneras”.

Lugar de sujeto como agitación o posición que no se posee, se ocupa.

(La idea de lugar de sujeto que no se posee, sino que se ocupa recuerda la perspectiva de Foucault en relación al poder).

La inclinación a pensar que vivimos habitados por figuras que nos gobiernan es animista. Los enunciados la lengua habla sola o el capital piensa, son animistas. Lévi-Strauss (1962) observó que el mito y la razón se componen de un modo semejante.

Respirar siendo respirados por el lenguaje nos hace animistas.

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Está convencido de que en cien metros a la redonda escuchan los pensamientos que tiene en la cabeza. La prueba es cómo lo miran cuando se acerca. Cuida cada palabra que sale de su boca y trata de vivir lejos de todos, pero eso no alcanza. Tiene la esperanza de que el dolor insoportable (que se causa cortándose) se imponga, como quejido más agudo y prologado, a los pensamientos.

Animismo no sólo alude a una reacción mágica e infantil que supone intenciones en las cosas: fantasía que habla con el viento, la lluvia, el sol, el sonido de los pájaros; recurso de fábulas que atribuyen voluntad a sentimientos o enunciados morales.

Animismo también alude al imperio de las lógicas causales en el que se amurallan las ciencias.

El sentido común naturaliza el animismo del yo: yo piensa, yo sueña, yo desea.

Lugar de sujeto (que no es lugar sino inquietud), espacio (que no es espacio sino curso que tiembla) que puede ser ocupado por diferentes figuras, pero no por cualquier anudamiento de significación.

Posición de sujeto, disposición para imposturas, imposiciones, actitudes imperativas, voces de mando, que asumen figuras que hablan como lo haría un dios, una publicidad, un Amo.

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Escribe Max Weber (1919): “Los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha”.

Ese politeísmo de la modernidad, se presenta como figuras de significación emanadas de la historia humana.

¿Por qué asusta, fascina, seduce, triunfa, la voz de un Amo?

El sustantivo de la sumisión Amo (que designa al dueño o propietario de esclavos) tiene relación con la palabra amar que deriva de la expresión ama de leche, mujer que amamanta, nodriza, dueña de casa. A su vez, en el vocablo amma (de donde provienen amar y amor) resuena la voz infantil que llama a quien amamanta: amasijo onomatopéyico, poética del vocablo que hace de un ruido un cuerpo.

Escuchar hablar al mar como si tuviera capacidad de pensar y responder preguntas, ¿es una alucinación auditiva?, ¿desmesura proyectiva?

Es curioso: los amantes de lo racional, no advierten el animismo naturalizado en las ideas de yo, conciencia, voluntad, deseo, inconsciente, sujeto, ser.

La fábula de sujeto impone un amo que se entroniza en la ilusión de mismidad.

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No se trata de creer que el mar piensa (el mar no es el mar), sucede que el pensar -próximo de lo inabarcable- se torna potente y modesto, limitado e ilimitado a la vez.

No se postula la muerte o la disolución del yo, se sugiere que cercano del vacío de sí, el pensar se esparce menos arrogante y más circunstancial.

Pretencioso, esa mañana de sol, amaneció con el capricho de desatar una tormenta.

Abundan definiciones que dividen la existencia entre seres que poseen alma y cosas o abstracciones inanimadas.

El diccionario de la real academia española establece que la prosopopeya es una figura retórica “que consiste en atribuir a las cosas inanimadas o abstractas, acciones y cualidades propias de seres animados, o a los seres irracionales las del hombre”.

Ante la comunicación de la maestra, la mamá reta a la niña porque mordió el labio del amiguito hasta hacerlo sangrar. La chiquita explica que ella no fue, fueron sus dientes.

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Se dirá que se emplea la prosopopeya cuando se atribuye razón, sabiduría y pensamiento al mar, todas cualidades de las que carece. Interesa aquí otra cosa: la prosopopeya como expansión ficcional, como propagación de intensidades, como estallido que piensa fuera de la mismidad.

No se escucha hablar al mar, sino que en ocasión del formidable movimiento que llamamos mar, se abre paso un pensamiento que no siendo del mar, tampoco nos pertenece, vive en el instante.

El movimiento de las sombras proyectadas en una pared o el dedo índice que se decide títere, simulan formas vivas: el animismo corporiza potencias.

Prosopopeyas que empleamos: El cuerpo me dijo basta, la vida me sonríe, el impulso me gana, la exigencia me tiene de hijo, la intuición me dijo que debía retirarme, la cabeza no para.

Dice la Exigencia: Está bien que se escuche a Deseo, pero déjenme a mí, Deseo es inconstante y muda con facilidad. Yo sé hacer las cosas, puedo parecer excesiva, pero no dejo pasar errores.

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La vida no necesita del animismo del lenguaje para existir, las criaturas que hablan habitan y difunden, sin embargo, una multitud de almas innecesarias.

Imaginación y fantasía atestiguan el poder animista del lenguaje.

El lenguaje rocía el mundo, el resto de los planetas y las galaxias.

Lenguaje no autónomo que participa de las luchas por el poder, lenguaje habitado por vivos y muertos, por historias maravillosas y sangrientas.

Voces imperativas le ordenan: Decile que es una puta, tocala, tocala… se va revolcar de placer. Gritale: ¡Puta! ¡Puta!.

El nombre pretende poseer lo nombrado, el vocablo atribuye o impone un sabor a las cosas.

Una muestra sobre Arte en el cielo reúne expresiones de la cometa artística en Japón. Extrañas y hermosas figuras de papel que realizan movimientos, piruetas, danzas, en aires transidos de vientos y brisas. Para la armazón de las cometas emplean el bambú (duro, elástico, ligero) y un papel fabricado a mano que se llama washí. Las cometas del cielo invierten apoyos, trastocan lugares, enloquecen percepciones. El poema

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de Makoto Ooka que se llama Lo que ve la cometa, dice: “Como hay manos que me atan a la Tierra / puedo trepar por la celeste escala. / Cada vez que hago un giro, remeciéndose / mi hombro contra el viento / sorbida soy, hundida, trozo a trozo, / en el seno celeste. / Como hay manos que me atan a la Tierra, / de mi cordel la Tierra pende”.

La idea de sujeto reúne intensidades que actuaban dispersas, dominando lo humano.

La prosopopeya es una forma lograda en la obra de Calderón de la Barca (1634). Una exquisita presencia de su teatro pedagógico y moral. En El pleito matrimonial, algunos de los personajes son Alma, Cuerpo, Muerte, Vida, Pecado. En un diálogo entre Pecado y Muerte, pregunta Pecado: “¿Al mundo yo te introduje?”, responde Muerte: “Sí, de la muerte el pecado origen fue”. En otro momento, Alma -caída en los brazos de Pecado- pregunta: “¿Quién eres?, que aunque quisiera, por darme tu vista miedo, de ti apartarme, no puedo”, a lo que responde Pecado: “Yo soy la culpa primera que siempre al paso te espera”.

Lacan (1965) presenta una prosopopeya inquietante: “Yo, la verdad, hablo”.

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Eugénie Lemoine-Luccioni (1976) a propósito de la experiencia extenuante de la mujer rehén del deseo que vive en otro, deja oír una voz que sujeta a ciertas mujeres, figura que designa como la “prosopopeya de la feminidad” (aunque no habla la feminidad sino la voz de una mujer identificada con ella), escribe: “Así pues, la Feminidad habla y dice: ‘Soy débil; una nada me hace temblar. Soy el don hecho mujer. No me pertenezco. Sin ti no soy nada. Espero todo de ti. Sobre todo, no te alejes. Cuando no estás aquí, no vivo. Seré como quieras; bella, infantil, pero también apasionada. Seré tu amante, tu esposa, tu hermana y tu madre, todo junto, y hasta tu amiga. Pero con la condición de que me ames. Como se ve, esta prosopopeya contiene un convenio. La mujer se da toda, a cambio de amor’”.

Lemoine percibe bien: las figuras no nos hablan, sino que hablan en nosotros. Las escuchamos emanando de la primera persona del singular no como algo que nos llega, sino como allegados a esa voz.

Tal vez la prosopopeya más hermosa de la filosofía y el psicoanálisis se encuentra en el comienzo de El Antiedipo de Deleuze y Guattari (1972): “Ello funciona, en todas partes, bien sin parar, bien discontinuo. Ello respira, ello se calienta, ello come. Ello caga, ello besa. Qué error haber dicho el ello”.

Entre las figuras retóricas, si en la apóstrofe un yo preexistente conversa con ausencias y existencias inanimadas (¡Oh Mar, llévame con tus olas!), en la prosopopeya figuras animadas sacan a la vida humana de la ausencia.

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Se suele distinguir entre símbolo y alegoría.

Si la alegoría traduce una idea abstracta en imagen concreta, en el símbolo la idea copula con la imagen: en ese acto amoroso, símbolo e imagen no son intercambiables o sustituibles. La interpretación de un símbolo es interminable.

Una mujer ciega con una balanza en una mano y una espada en la otra es la alegoría de la justicia.

Un oscuro esqueleto envuelto en una capa negra que lleva una guadaña en la mano es la alegoría de la muerte.

Las figuras que ocupan el lugar de sujeto no se presentan como símbolos ni alegorías: obran como dioses que hablan (habla la Justicia y habla la Muerte) con voces seductoras e imperativas, que prometen y amenazan.

Las figuras, como los significantes, mudan de significado.

En diálogo con Nancy, puntualiza Derrida (1989) que Nietzsche no vuelve sobre la idea de sujeto como capítulo de la ontología de la sustancia, sino como resto sin sustancia.

Sujeto no como ser, sustancia, razón, voluntad dividida, sino como disponibilidad.

Vacío, ausencia, espera, son condiciones de esa disponibilidad. Sus aristas nerviosas son la propensión, la inclinación, la atracción fascinada.

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¿Por qué seguir llamando a ese algo sujeto? Quizá por amor a esa fábula o porque esa palabra recuerda el momento luminoso de su reinado o su ilusión de poder. Aunque también evoca el momento de su destructividad. Quizá porque no sabríamos cómo pensar sin ese automatismo gramatical. O porque la palabra conserva la experiencia del amo y del esclavo, del soberano y del súbdito y la de la multiplicidad de voluntades que instan una vida. Tal vez porque si no, no podríamos habitar las ideas de libertad o responsabilidad.

¿Hacerse responsable de los propios actos? Se trata de hacerse responsable de lo que se realiza en nuestro nombre. Se trata de asumir (atraer para sí) la responsabilidad no por lo que uno ha hecho, sino por lo que se hizo en nombre de uno.

¿Responsabilidad por lo que hice ante mí y ante el otro? Responsabilidad como decisión que se hace cargo de lo que se ha hecho y de las consecuencias que lo hecho tuvo sobre la vida de unos y otros.

La responsabilidad no pregunta quién hizo eso que se hizo ni hasta dónde sabía ese quién lo que estaba haciendo, la responsabilidad requiere e insta a que una voz afirmativa diga: me hago responsable.

Así, adviene alguien haciéndose para esa responsabilidad, tardío a la acción que asume, entonces, como suya.

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La afirmación que admite ese acto como pertenencia que no posee ni domina, concibe (en ese momento) un quien que se hace a sí mismo apropiándose de la acción.

Responder por lo que se ha hecho ante sí, pero ¿quién es el quién que responde?, ¿cómo se presenta ese ante sí que se duplica haciendo lo que ha hecho? La idea de un quién, adviene como ilusión, tras la decisión que se responsabiliza por algo que se hizo y que se previó como posible y se responsabiliza también de innumerables hechos no sabidos ni previstos, desencadenados.

Una gran ceguera incumbe a la responsabilidad.

Pero, ¡fue sin querer!

Un acto se vuelve propio cuando aparece quién que decide hacerse responsable de ese acto. Decisión que hace (a su vez) al quién de la responsabilidad.

La responsabilidad responde aún por lo que no se sabe: “no sentí que te hice daño, pero si te lastimé, sin darme cuenta, admito mi responsabilidad en lo que te hice sin saber”.

Responsabilidad, decisión, libertad, son figuras que, a veces, ocupan el lugar de sujeto, pero no llegan a ese lugar para establecer sus dominios, para parasitar energías, para gozar de una vida; llegan para dar respuesta, para cargar con las consecuencias, para resistir una servidumbre cómoda

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o para sostener un cuerpo cuando todos los sentidos que lo habitan se derrumban.

Tras el psicoanálisis, el soy o la conciencia no se deducen a partir de lo pensado (sea verdadero o falso) sino de lo impensado que nos piensa; de ahí un soy controvertido y una razón más allá de la conciencia.

Sujeto: vacancia que oscila. Posibilidad viviente, estado de recepción, paraje alojador.

La pregunta ¿quién habla? designa un lugar, no una persona.

Un lugar que más que un lugar parece parpadeo o hendidura que se abre y se cierra: corte espaciador.

Sujeto como superficie de pasaje: no sitio para quedarse, sino estación en la que hacen paradas presencias que transitan.

A veces, esos espacios (de paso) son ocupados por figuras que se establecen como si fueran sus reinos.

Mientras no se pueda prescindir de la idea de interioridad, podemos azuzar la imaginación con las ideas de pliegue, instante, umbral, cinta de Moebius.

En tanto, tengamos que lidiar con la idea de sujeto, podemos pensar que esa palabra designa un lugar que no es un lugar, sino una disponibilidad

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que puede ser ocupada por diferentes figuras que tienen poder de persuasión.

¿Quién habla?

Dice la Maternidad: Serás mejor madre que todas las madres de tu familia. Serás madre emancipada de toda tutela, serás el amor de madre en una mujer libre. Serás madre universitaria, esclarecida, popular, feminista. Tu hijo te admirará como luchadora. Serás madre formadora de otras jóvenes que saldrán del sometimiento social a través del saber. Serás madre de un hijo, madre de hombres, madre de mujeres, madre de alumnas y alumnos, madre de tu madre.

Se trata de un quién que adviene tras la ocupación de esa figura que hace nacer una mujer como ficción que encarna esa figura. ¿Por qué esa figura anida o ha hecho nido en la vida que vive?

En un texto que Blanchot (1962) dedica a su amigo muerto pocos meses antes, piensa que Bataille -aunque parece que (en sus libros) habla de sí mismo- habla de una vida que no reivindica como propia ni presenta como lucimiento biográfico. Escribe: “Y cuando hacemos la pregunta: ‘¿Quién fue el sujeto de esta experiencia?’, esta pregunta ofrece ya la respuesta, si el planteo mismo de la pregunta afirma su forma interrogativa, sustituyendo el ‘Yo’ cerrado y único por la apertura de un ‘¿Quién?’ sin respuesta; no es que eso signifique que él no haya necesitado preguntarse: ‘¿cuál es este mí que yo soy?’, sino antes bien, más radicalmente rehacerse sin descanso, no más como ‘Yo’ sino como un ‘¿Quién?’, insistencia desconocida y resbaladiza de un ‘¿Quién?’ indefinido”.

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¿Quién camina, se alegra, respira, se emociona, siente hambre, se estremece?, ¿quién da nombres a las cosas? Sería una pena concluir que se trata del yo, de la conciencia, de la razón, del entendimiento, del inconsciente o, incluso, de la sensibilidad atenta a lo viviente.

La abertura del quién es inmensa: equivale a preguntar quién creó la tierra, el viento, el agua, el sol, la esfera celeste, el espacio, el movimiento, el tiempo. No hace falta responder: Dios o el Big Bang.

Importa la pregunta que celebra el instante de solicitar una respuesta que no se necesita.

¿Quién siente el dolor que siento?

Escribe Wittgenstein (1956) en el pasaje 404 de Investigaciones filosóficas: “Cuando digo ‘siento dolor’, no señalo alguna persona que siente ese dolor, puesto que en cierto sentido no sé en absoluto quién lo siente. (…) Pues sobre todo: de hecho, yo no dije que tal o cual persona siente dolor, sino ‘siento...’ (‘ich habe’). Bien, con ello no nombro a ninguna persona. Como tampoco lo hago cuando me quejo de dolor. Aunque el otro infiere por los quejidos quién siente dolor”.

¿Tengo un dolor pesándome en el cuerpo o un dolor me tiene?

¿Lo cargo como musculatura nerviosa y doliente o me carga como tejido nacido de sus noches y sus días, de sus amores y desencantos?

Cuando digo siento dolor, ¿quién lo siente? Se solicita una presencia ausente, silenciosa, tácita, inferida: sacada de la nada.

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En lugar de siento dolor, se podría decir: un dolor afecta un cuerpo vivo, lo sensaciona como intensidad retenida y como requerimiento de alguien que aloje esa sensación como sentimiento.

En el pasaje 413, Wittgenstein (1953) recuerda que William James dice que lo que llamamos yo consiste en “movimientos peculiares en la cabeza y entre la cabeza y el cuello”.

El párrafo sugiere que si la idea de yo no supone una persona, se puede pensar como movimientos de un quién que sale del acto de hablar como ilusión de sí diciendo la palabra yo.

¿Quién habla?

Habla la valentía y el coraje. Habla el aguante, el margen, el peligro, la cocaína. Habla el arte, la ternura, el cuidado de las mujeres. Habla el macho no machista.

¿Quién? posibilita la pregunta del desconocimiento de sí: oportunidad de asombro y no sólo de sospecha y angustia.

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Dice Lacan (1956) a propósito del delirio: “La pregunta que hacemos es la siguiente: ese doble que hace que el yo nunca sea más que la mitad del sujeto, ¿cómo se vuelve hablante? ¿Quién habla?”.

En Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano, Lacan (1960) cuestiona cómo “contestar a la pregunta: ¿Quién habla? cuando se trata del sujeto del inconsciente”.

Objeta: “Pues esta respuesta no podría venir de él, si él no sabe lo que dice, ni siquiera que habla, como la experiencia del análisis entera nos lo enseña”.

No se trata de un él que no sabe qué dice y ni siquiera sabe que habla, sino de un hablar que precede a la existencia de un él.

Quien habla llega (si llega) en el decir.

¿Quién habla?

Habla la cruzada por salvar una vida susceptible de ser discriminada, disminuida, abusada por la lástima. Habla la nostalgia por una gran familia, Habla la seducción. Habla la rebeldía. Habla el deseo de niña mimada que quiere que el resto de las mujeres se vean feas.

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La pregunta ¿quién habla? cuando persigue respuesta inquiere una revelación, arranca una confesión, visualiza un responsable.

Se podría interrogar también ¿qué habla? o ¿qué habla a quién?

Estas preguntas pueden hacerse para capturar y pueden hacerse para resguardar la idea de algo indefinido y resbaladizo que habita en cualquier ficción que damos por respuesta.

Lleva a su hija de pocos meses para que la vea la pediatra de la salita. Le parece que come poco. La médica busca la ficha de la consulta anterior, hace preguntas, revisa a la nena, la pesa, concluye que está creciendo bien. En ese momento, se da cuenta que la mujer está llorando. La pediatra le dice que no llore que su hija está sana, pero la mujer llora más desconsolada. Al rato, llorando dice (casi sin poder hablar) que el hombre que vive con ella le pega.

La mujer no va, esa mañana hasta la salita, con la intención de hablar, pero de pronto ocurre que está llorando. Un llorar que se suelta de la voluntad. Un llorar imprevisto que no anticipa causa o motivo. Un llanto que llora, incluso, sin mujer. Un estar llorando que se encuentra con preguntas ¿qué le pasa?, ¿por qué llora?

Así como un llorar lloraba, tras la pregunta, la voz se encuentra diciendo algo que no sabía que iba a decirse: el hombre con el que vive la golpea. Palabras que salen de la boca, quizás, sin alguien que las esté diciendo. O se pronuncian sin alguien que las esté escuchando.

Un llorar sin mujer, un hablar sin hablante, ¿un decir sin nadie que lo escuche?

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La pediatra hace dos recetas, en una escribe: Su beba, Alejandra, está creciendo bien. Nos volvemos a ver en un mes; en la otra: María, quiero que sepa que pude escuchar lo que le está pasando.

Estampa debajo de cada una su sello y su firma. Antes que la madre se retire con su hija, pide a María que las lea en voz alta para asegurar que se entienda la letra.

No soy eco, el eco crea la ilusión de una voz que crea la ilusión de que es la voz que yo soy. No soy olvido, el olvido crea la ilusión de alguien que olvida. No soy nada, la nada crea la ilusión de un ser (que, a veces, como si mendigara, se declara siendo nada).

El innombrable (1953) de Beckett comienza así: "¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a esto adelante".

Y el apartado III de Textos para nada (1957) comienza así: “Deja, iba a decir deja todo esto. Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla. Habrá una marcha, formaré parte de ella, no seré yo, estaré aquí, me iré lejos, no seré yo, no diré nada, habrá una historia; alguien intentará contar una historia”.

No importa quién habla porque tal vez no haya un quién ni un qué hablantes, sino un hablar que habla creando la ilusión de un quién o qué.

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Dónde, cuándo, quién, son coordenadas que ubican, localizan, identifican. Pero estas preguntas no buscan respuestas, las suspenden.

El ahora previene el arribo de referencias automáticas y pretenciosas.

Espacio, Tiempo, Sujeto parecen la trinidad de la razón.

¿Quién habla?

Habla una insistencia que se insinúa. Habla una madre que trazó su reino alrededor de una inmensa parra. Habla una sensibilidad que se entusiasma. Habla la retención.

Dice la Retención: Soy la modestia, soy el pudor, soy la sensibilidad que evita alardes, soy promesa, soy primicia que se reserva.

Beckett advierte encierros. Pero, ¿quién es ese que está prisionero rebotando contra las paredes de las palabras o contra el frontón de los significados establecidos? ¿La criatura humana?

Sigue El Innombrable: “Soy yo pues quien habla, completamente solo, porque no puedo hacer otra cosa. No, estoy mudo. A propósito, si me callase, ¿qué me pasaría? ¿Peor que lo que me pasa? Pero esto siguen siendo preguntas.

Si callar no fuera sólo dejar de hablar, si fuera posible un silencio que desvaneciera la necesidad de un quién, tal vez se podría existir no siendo.

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¿Quién habla? Habla el lenguaje que nos ha tragado (aún antes de tragarnos con su gran boca) como la ballena de Jonás.

El desafío consiste en no fiarse de las palabras: hablar, decir algo o nada, con esa lengua que habla sola (en la ficción de nosotros mismos que ella misma crea).

Una cosa es no fiarse de las palabras, otra es desconfiar de quién está hablando (pero, ¿quién habla?). El problema es que el quién que interroga Beckett no está antes de la pregunta.

El hombre, después de años de internación en un psiquiátrico, solicita un préstamo al usurero del barrio: a cambio de cien deberá devolver mil. Compañeros que viven con él, la psicóloga que lo atiende y la enfermera que lo visita, opinan que el arreglo es injusto y que, aparte, no firmó nada. El hombre dice que dio su palabra que es lo único que tiene y que él mismo es el compromiso con esa palabra.

No se siente obligado ante el otro (no es una persona que le agrada) ni por el compromiso contraído, tampoco le importa que piensen que se deja estafar: cree en el valor de la palabra dada.

Dando esa palabra se da un sí mismo, una razón de ser: se hace nacer dándose como palabra. ¿Quién se da? ¿El yo, el hombre, el nieto de un abuelo gallego y anarquista? Se da el dar: se da dando existencia a un yo, a un hombre, al nieto de un gallego anarquista. El dar lo rescata de la locura. El dar que da porque sí (sin temor al castigo, ni especular reconocimiento, ni esperanza de reciprocidad) es su terapia anticapitalista.

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La expresión No doy más puede escucharse como queja de un cuerpo cansando, vencido, sin energía, que pide tregua y, también, como declaración rebelde de fuerzas que se rehúsan a seguir entregándose a figuras que las dominan.

La lengua habla sola, pero no dice cualquier cosa.

Hablan en ella el dinero y el mercado capitalista, hablan mandamientos morales, hablan sensualidades y eróticas permitidas y prohibidas. Hablan el interés, la ambición, la generosidad.

Sigue El Innombrable: “Ahora soy yo el que debo hablar, aunque sea con su lenguaje, será un comienzo, un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar y no poder, salvo de cosas que no me conciernen, que no cuentan, en las que no creo, de las que ellos me atiborraron para impedirme decir quién soy, dónde estoy, para impedirme hacer lo que tengo que hacer del único modo en que puedo ponerle fin, de hacer lo que tengo que hacer”.

¿El lenguaje arranca de la nada dando la ilusión de ser, luego hablamos, hablamos, para confirmar esa falsa sustancia?

El lenguaje parasita para ser a través de quienes devienen sus hablantes.

El lenguaje se debate entre ser o no ser: no puede estar en la vida si no es siendo hablado.

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¿Quién habla?

Habla el desafío de tener una vida sin campos de exterminio: sin Auschwitz y sin Escuela de Mecánica de la Armada. Habla el deseo de redimir, curar, mejorar, la vida de las personas queridas. Habla la curiosidad que desafía la moral burguesa. Habla la audacia. Habla la comprensión desmesurada.

El desafío beckettiano es hablar esa lengua que nos habla (o habla en el hablar que hablamos) para decir otra cosa, tensionar el habla, hacer silencio: “un paso hacia el silencio, hacia el final de la locura, la de tener que hablar y no poder”.

La vida humana está privada del silencio.

John Cage (1952) presenta su composición 4’ 33’’ interpretada por el célebre pianista David Tudor. El intérprete llega al escenario, se sienta frente al piano, coloca la partitura en el atril, dispone un visible reloj. Durante cuatro minutos y treinta y tres segundos se queda expresivamente quieto (cada tanto da vuelta una página de la partitura). Al terminar, se levanta y saluda al público que, tras el largo desconcierto, comienza a aplaudir.

El silencio del piano amplifica los sonidos del auditorio: respiraciones lentas y agitadas, carrasperas y toses, movimientos de los cuerpos en las butacas, manos que estiran cabellos detrás de las cabezas, el estrépito de una cartera que se apoya repentinamente sobre el piso, el nervioso celofán que envuelve un caramelo.

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No se trata de espíritus malignos que nos atiborran.

Se fabula un ser atiborrado: hueco relleno de pasiones que atestan el vacío de sí.

Atiborrado por lo mismo que nos da visibilidad ante un espejo.

El lenguaje no impide que seamos quienes somos como si nos alienara o robara nuestra verdadera razón de ser, nuestra alma o esencia. El lenguaje nos hace ser, requiriendo (para sostener esa ficción) casi toda la energía que el cuerpo (que habitamos) respira, almacena, produce.

¿Quién habla?

Habla la indignación que rechaza la injusticia, el abandono, la negación del dolor, el sacrificio de la emociones. Habla la lucha.

Se puede leer Beckett como descanso de la idea de ser: descanso no como reposo, sino como divague, deriva, vagabundeo.

Sigue Beckett: “¿Y quién habla en este instante? ¿Y a quién? ¿Y de qué? Tan dificultosas preguntas no sirven para nada. Que al fin me pongan en la

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boca algo con qué salvarme, con qué condenarme, y que no se hable más, que no se hable más”.

La pregunta sobre quién habla no interesa si la respuesta vuelve a personificar.

¿La lengua habla sola? Habla, sin voluntad personal, subordinada a figuras que instituyen poderes. Vivimos encadenados a una lengua, encadenada a figuras, encadenadas a los poderes que gobiernan una comunidad, encadenados a historias de dominación.

La cadena parece el adhesivo preferido de las fábulas humanas.

¿Quién habla?

Habla la justicia, el derecho, la racionalidad. Habla la caballerosidad, la amistad protectora, la diversión galante y halagadora.

Sigue El Innombrable: “Algún papel tiene que desempeñar esta historia de permanecer donde uno se encuentra, muriendo, viviendo, naciendo, sin poder avanzar, ni retroceder, ignorando de dónde vinimos, dónde estamos, adónde vamos, y que sea posible estar en otra parte, estar de otro modo, sin suponer nada, sin preguntarse nada, no se puede, se está ahí, no sabemos quién, no sabemos dónde, la cosa sigue ahí, nada cambia en ella, en torno a ella, aparentemente, aparentemente. Es menester aguardar el fin, es menester que el fin llegue, y en el fin será, en el fin al fin será acaso la misma cosa que antes, que durante el largo tiempo en que era menester ir hacia ella, o alejarse de ella, o aguardarla temblando, o alegremente,

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avisado, resignado, habiendo hecho bastante, sido bastante, lo mismo, para quien no supo hacer nada, ser nada”.

¿Un dios escribe el guión del mundo? Las criaturas que hablan, ¿actores de un plan superior? Y, si esta historia, ¿no desempeñara ningún papel?

Cuando Leibniz dice que nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles, no significa que vivamos en un mundo bueno, la expresión el mejor alude al menos peor de los escenarios posibles.

Para Deleuze (1988 a), Leibniz es portador de una filosofía conservadora que justifica las monstruosidades creadas. Un pensamiento complaciente con la sociedad que nos ha tocado como si fuera un mal necesario en un plan divino perfecto.

En el Poema de la cantidad, Borges (1972) sugiere que si los innumerables acontecimientos de la vida no respondieran a un minucioso plan divino o a leyes precisas que rigieran este curioso mundo: “si no fuera así, el universo entero sería un error y un oneroso caos”.

El adjetivo oneroso alude a pesado, molesto, gravoso; en este caso, parece aludir a un gasto inútil e innecesario.

El capitalismo habla como el Dios de Leibniz, dice: “Mi mundo es el mejor de los mundos posibles”.

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Si no fuera por la mirada, esto que estoy viviendo ocurriría como acontece la vida: sin alardes, sin testigos, sin significado.

La meditación, ¿una práctica que ayuda a sustraerse del lenguaje?; la asociación libre del psicoanálisis, ¿una astucia para burlar a la conciencia?; la idea de sujeto disipada, ¿un modo de pensar lo que nos piensa hasta el borde o límite de un estar no siendo?

El estar ahí de Beckett no se parece al ser ahí de Heidegger. Los personajes del irlandés no hacen la comunidad de un ser ahí en el mundo con otros, están ahí próximos y lejanos, desenganchados, sin misión, sentido ni esperanza de un desenlace.

Mejor dicho: se está ahí, el se no es alguien, sino un estar neutro, habitante de la ausencia.

Otro de los aforismos de Lichtenberg (1799) dice: “Debería decirse ‘se piensa’ así como se dice ‘se nubla’. Decir cogito es demasiado cuando se lo traduce por ‘yo pienso’”.

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En castellano el vocablo se es un pronombre que alude tanto a la tercera persona (se levanta) como a lo impersonal (se dice). Con acento ortográfico (sé) se transforma en alarde del yo que sabe (yo sé) y en voz de un imperativo ontológico (sé hombre).

Importa lo impersonal (se dice) como suspensión de la garantía asertiva. También como fuga del control dialógico entre el yo y el tú. Incluso como separación y como silencio, que los alardes e imperativos no respetan.

Beckett narra un mundo sin referencias (des-referenciado).

Eso que seguimos llamando mundo está desierto: falto de cielo, de tierra, de mar, de aire. Las criaturas que hablan portan signos: cenizas de la civilización.

Escribe Paul Celan (1952) en Fuga de la muerte: “…cavamos una fosa en los aires no se yace allí estrecho”.

Después de Auschwitz se escribe poesía, teatro, novelas, para hacer silencio, para que duela esa elocuencia.

La racionalidad de la crueldad pone a las lenguas bajo sospecha.

¿Sólo los vivientes que hablan son capaces de crueldad: ensañamiento que goza haciendo sufrir o que cumple con su deber (como entiende Hanna Arendt que ocurrió con Eichmann)?

Dicen las Cenizas: Preguntas que arden permanecen en la borra de la crueldad.

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Si la expresión no somos nada es evidencia que da la muerte, el no somos nada de Beckett es visión que da la vida.

Sigue El innombrable: “… las palabras que caen, no se sabe dónde, no se sabe de dónde, gotas de silencio a través del silencio, no lo noto, no me noto la oreja, y, ¿qué no?, allá penas, ¿tampoco me noto la oreja?, respondedme francamente si es que me noto la oreja, y, ¿qué no?, allá penas, tampoco me noto la oreja, mal va esto, buscad bien, debo notarme algo, sí, me noto algo, ellos dicen que noto algo, no sé qué, no sé lo que noto, decidme qué noto, os diré quién soy, ellos me dirán quién soy, no comprenderé, pero se habrá dicho, ellos habrán dicho quien soy, y yo lo habré oído, sin oreja lo habré oído, y lo habré dicho, sin boca lo habré dicho, lo habré oído fuera de mí…”.

La vida no hace silencio: prefiere las voces que lo atormentan, antes que tener que escuchar a sus vecinos.

El lenguaje no cae en una interioridad desde afuera. Y, ¿el cuerpo? El lenguaje dice: ésta es la oreja y será para oír la voz del amor, la del viento, el grito, la explosión, el trueno, el disparo. El lenguaje dice: estos serán tus ojos que verán reflejos en los espejos. Dice: ésta será la piel y éstas tus manos para tocar suavidades y durezas. Así, todos los sentidos y los órganos, todo lo que respira y circula, cada una de las células, incluso las del cáncer.

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Sigue El innombrable: “…después, al momento, en mí, quizás es eso lo que noto, que hay un fuera y un dentro y yo en medio, quizás es eso lo que soy, lo que divide el mundo en dos, de una parte el fuera, de otra el dentro, quizá sea una separación delgada como una hojilla, no estoy ni de un lado ni del otro, estoy en medio, soy el tabique, tengo dos caras pero no grosor, tal vez sea eso lo que noto, me noto el que vibra, soy el tímpano, de un lado está el cráneo, del otro el mundo, no soy ni el uno ni el otro, no es a mí a quien se habla, no es en mí en quien se piensa, no, no es eso, nada noto de todo eso…”.

Advenimos en esa división, en un delgado límite sin grosor, en las palabras que transportan agitaciones, temblores, vibraciones

El muchacho se corta la piel para ver qué hay adentro. Mientras se desangra, no reconoce esa consistencia líquida que siente ajena, sólo descansa en el dolor.

En La muerte del autor, Barthes (1967) recuerda que en Sarrasine (una novela de Balzac) se describe a un personaje castrado que se disfraza de mujer. Entonces, se pregunta quién habla así: ¿el héroe de la novela, la experiencia personal de un individuo llamado Balzac, el oficio de un autor que apela a ciertas ideas literarias sobre la feminidad, el sentido común de una cultura, la psicología romántica? A lo que advierte no será posible dar respuesta. Piensa que la escritura destruye tanto la ficción de un origen como la ilusión de una voz personal. Imagina la escritura como un lugar

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neutro y oblicuo “en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe”.

Afirma que no habla el autor sino el lenguaje. Recuerda que “toda la poética de Mallarmé consiste en suprimir al autor en beneficio de la escritura”.

Explica que se supone la existencia de un autor antes que su libro, alguien que “mantiene con su obra la misma relación de antecedente que un padre respecto a su hijo”. Sugiere, en cambio, que el escritor nace a la vez que el texto: “no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora”.

Enunciación que no es palabra de alguien, sino murmuraciones de los vientos, murmuraciones de las aguas, murmuraciones de la historia. Escribe: “Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura”.

La muerte del autor da vida al lector: oyente excedido de murmullos que cuelgan de una obra.

Escribe Borges (1952): “Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída; si pudiéramos leer cualquier pagina actual como la leerán en el año 2000, sabríamos cómo será la literatura en el año 2000”.

Borges no piensa, en este fragmento, en el autor y el lector, sino en un texto y en la manera en que la literatura es leída, siendo esa manera el modo en que lee la historia.

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No se lee a una literatura ni a un autor: leemos leídos por una temporalidad que nos habita.

¿Se podría saber cómo será la psicología de la mitad del siglo veintiuno a partir de las formas de leer hoy en las aulas que forman psicólogas y psicólogos de ese porvenir?

Si advertimos modos de leer regulados por la obligación, rápidos, apurados, impacientes, urgidos por identificar qué interesa a la autoridad, que jerarquizan sólo lo importante, que clasifican libros (para estudiar, entretenerse, regalar); ¿se podría conjeturar una psicología futura afectada por la obligación, la rapidez, el apuro, la impaciencia, pendiente del punto de vista del poder, respetuosa de las jerarquías, obediente de las fronteras?

En la conferencia ¿Qué es un autor?, Foucault (1969) toma prestadas las palabras de Beckett: “¿Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué importa quién habla?”.

Habla un rumor anónimo y gaseoso, un murmullo que sobrevuela la superficie de un tiempo social.

Pensamientos que flotan y pasan de un cuerpo a otro, eligen una voz para salir danzantes de la boca de quién, así, habla.

La idea de autor no precede a la de obra: el flujo inagotable de significaciones históricas descansan, por un momento, en una reducción (dique o contención) llamada obra que inventa una voz que la exprese.

Escribe: “El autor es, por lo tanto, la figura ideológica gracias a la cual se conjura la proliferación del sentido”.

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No se trata de la desaparición del autor. El enunciado mismo de su desaparición lo sostiene, ahora, desaparecido; se trata de hacer lugar a la pregunta de cómo sería la vida sin la ilusión de ese comando o de hacer lugar a testimonios clínicos que advierten la presencia de figuras que ejercen ese poder.

Escribe: “Es evidente que no basta repetir como afirmación vacía que el autor ha desaparecido. Asimismo, no basta repetir indefinidamente que Dios y el hombre han muerto de muerte conjunta. Lo que habría que hacer, es localizar el espacio vacío que de este modo deja la desaparición del autor, no perder de vista la repartición de las lagunas y las fallas, y acechar los emplazamientos, las funciones libres que esta desaparición hace aparecer”.

La idea de sujeto como espacio vacío late en muchas literaturas.

Escribe Pessoa (1935) como Bernardo Soares, auxiliar de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa: “Me quedo pasmado cuando termino algo. Me quedo pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería impedirme incluso empezar. Pero me distraigo y obro. Lo que obtengo es un producto que no resulta de una aplicación de mi voluntad, sino de una concesión que ella hace de sí misma. Empiezo porque no tengo fuerza para empezar; termino porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía”.

La escritura no mata al autor, lo deja pasmado y desolado. No obra la voluntad sino la distracción: por ese descuido pasa el fluir de lo que se escribe.

El que escribe, al comienzo, sólo importa como abandono de sí y como un quién nacido sin alma para interrumpir.

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La cobardía abraza un quién que no tiene valor para oponerse a la escritura.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en la obra de Pessoa no es el autor, sino la cobardía.

Paul Celan visita invitado por Heidegger su cabaña de Todtnauberg, en la Selva Negra, en julio de 1967.

Espera una explicación de su silencio durante los años del genocidio.

Escribe en un poema que se llama Todtnauberg: “…en La / Cabaña / escrita / en el libro / -¿qué nombre anotó / antes del mío?- (…) Ahora que los reclinatorios arden / me como yo el libro / con todas las / insignias”.

¿Quiénes visitaron antes a Heidegger en Selva Negra?

Dios hace tragar el libro al profeta Ezequiel para que repita su palabra.

Celan vuelve una y otra vez al incendio para salvar a la palabra.

Otra paradoja del lenguaje que hablamos: la palabra que da vida, también mata.

No sabe qué hacer para cambiar eso que no puede cambiar. Vive bajo el poder de algo que empuja a roer las uñas con los dientes hasta sangrar, que arroja a comer hasta ahogarse en un vacío que crece, que empuja a dañar a quienes ama, que impide disfrutar de posibilidades que siente al alcance de las manos.

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Como el tormento eterno de Tántalo: condenado a la sed y el hambre, sumergido en un manantial de agua fresca y próximo de un árbol con frutos deliciosos.

¿Carga delitos (callados y oscuros) por los que debe sufrir consumiéndose? ¿Porta una sensibilidad y rebeldía enojada por injusticias y dolores? ¿Aloja una fuerza que rechaza el mundo en el que vive?

Cuánto más desaparece la voluntad de la persona que habla, más aparece en ese lugar el impedimento, la culpa, la crueldad: algo que tiene poder para gozar de su vida (o, mejor dicho, de la vida que se atribuye como propia).

Porta un sufrimiento como si fuera una obra: adviene siendo pensada, querida, recordada, por el modo de llevar y traer el impedimento, la culpa, la crueldad.

Dice la Crueldad: ¡Hacés todo mal! No alcanza con tener buenas intenciones. Otras pueden mucho más que vos.

Dice la Crueldad: No me dejes, tal vez sea exigente, pero lo hago por tu bien. Estás más segura en mis manos, no corras riesgos innecesarios lejos de mí.

Por momentos, aloja el dolor de todo lo viviente.

La argumentación clínica exagera, agranda, asume la solemnidad de las razones. También la reducción y la simplificación.

El lenguaje hace que cada cual se reconozca en lo Uno (perteneciendo a una Unidad). Uno preliminar, Uno que antecede a lo singular, Uno que nos deja en el umbral, Uno que no se posee, nos posee.

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El Uno del lenguaje no es el Uno de Enrique Santos Discépolo (1943) que llora (caprichoso, empecinado, engreído) su dolor por un amor que lo engañó, dejándolo vacío y sin corazón.

Lo singular, sin embargo, no se encuentra en lo cincelado: estalla (de pronto) como potencia de un juego no reglado y sin cartas marcadas.

En el taller de música, el muchacho canta acompañándose con la guitarra una canción tras otra sin parar. Lleva mucho tiempo así, mientras los otros que están ahí lo toleran como si fuera un ruido de fondo o una hemorragia sin sentido. No busca que lo escuchen, ni llamar la atención. Tampoco se propone molestar.

De pronto, la psicóloga pregunta: ¿Es un show?

Gilbert Simondon (1958) piensa singularidad como proceso de individuación: pasaje del lugar inicial como criatura de un lenguaje común y compartido a una configuración singular irrepetible.

Suele emplearse la expresión sujeto singular como redundancia de la ilusión de unidad o como cubierta sensible de una individualidad especial.

Se podría pensar singularidad como instante que se da, como potencia que no pertenece a nadie.

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Singularidad no como eso que me vuelve único, sino como eso que permite vivir un momento único.

Singularidad que no consiste en la insistencia de sí, sino en la persistencia del instante.

Aunque pasaron más de cuarenta años desde que encontró el cuerpo de su madre colgando de una soga, hay días que prefiere no levantarse de la cama.

A veces, llamamos singularidad al abusivo contacto entre un cuerpo y un exceso.

El viviente que habla necesita de la ilusión de un sí mismo que cree saber el mundo y después practicar el olvido de sí para estar en el mundo: ese trabajo lo diferencia de la piedra, la espuma, la sal.

Escribe Foucault (1966 a): “A esa pregunta nietzscheana: ¿quién habla? responde Mallarmé quien habla, en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma –no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y precario”.

Las palabras necesitan ser habladas o pensadas por una voz hablante para salir de la inexistencia: faltas de esas vibraciones no pueden nada.

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Sin las palabras no habría cuerpo hablante, pero sin el soplo de un cuerpo hablante, las palabras serían silencio.

Oscar Del Barco (1985) en un texto sobre la desaparición de la idea de autor en la obra de Macedonio Fernández, recuerda una intervención de Mallarmé en la que presenta la escritura como “una antigua y muy vaga, pero celosa práctica, cuyo sentido yace en el misterio del corazón. Quien la realiza totalmente, se suprime”.

Pero si el texto habla por sí mismo sin voz de un autor, se pregunta Del Barco, ¿entonces quién es esa voz? A lo que responde que esa voz no es nadie.

Los hablantes no hablan, creen hablar: actúan como soportes de figuras que buscan cuerpos vivos a través de los cuales poder decirse.

Escribe Del Barco: “el autor apenas es el primer lector de algo que se escribe solo”.

De todos los cuerpos vivientes, algunos hablan una lengua recibida que evoca ausencias posibles e imaginadas.

De todos los cuerpos vivientes que hablan, algunos creen que la vida se reduce a una limitada y esquemática conciencia.

Pregunta Heidegger ¿de qué modo soy yo mismo y me sé, así, a mí mismo? Respuestas del psicoanálisis: ¿por la mirada de otro que me abarca en una

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mirada que me reconoce?, ¿por el lenguaje que me llama, me señala y me nombra en la voz de alguien que me ama?

¿En qué consiste mi mismidad, mi ser, mi esencia, mi verdad?

Uno de los problemas está en el posesivo: mi mismidad, mi ser, mi esencia, mi identidad, mi verdad, mi nombre.

La posesión ocupa el lugar de sujeto.

Me trató como si fuera una cosa.

Sartre (1943) piensa que la mirada de Otro nos arranca de la nada. No hay yo ni conciencia originaria antes de Otro que nos designa. El sí mismo arriba tras esa invitación que abraza con la palabra.

Sartre distingue el ser en-sí (“es lo que es”) del ser para-sí (“es lo que no es”). El en-sí no tiene secreto: es macizo”. No conoce la otredad.

“Increado, sin razón de ser, sin relación ninguna con otro ser, el ser-en-sí está demás por toda la eternidad. El ser es. El ser es en sí. El ser es lo que es”.

La negatividad no como negativa, sino como posibilidad de ser más allá de lo que se es: despegar del lugar de cosa que sólo es lo que es, salvo que

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sea animada por el deseo o la imaginación: en ese caso, una cáscara de nuez abierta por la mitad se transforma en una nave maravillosa.

El ser en sí carece de libertad: la libertad de ser diferente de sí.

El ser para sí no puede reducirse a lo que es: no es objetivable (No soy un preso, estoy preso).

El ser para sí también es ser para otro.

El cazador cazado, el espía espiado: pasa de la posición en la que se cree sujeto que mira, a la de objeto de la mirada de otro.

¿Una mirada pertenece a alguien o las criaturas que hablan pertenecen a una mirada?

Para Sartre las ideas de sujeto y objeto describen posiciones reguladas por la mirada.

El espía que sabe que mira siente poder sobre lo que está mirando, pero cuando advierte que está siendo mirado siente el dominio de la mirada de otro que lo reduce a objeto de esa mirada.

La mirada instala la idea de sujeto y la de objeto al mismo tiempo. La criatura humana pasa por un lugar y otro según el juego o lucha de miradas.

Sartre (1947) imagina que alguien (impulsado por los celos, el interés o el vicio) escucha detrás de una puerta y mira por el ojo de la cerradura.

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Sumergido en ese estar mirando se pierde en el mundo del mirar: está absorbido por las cosas como la tinta por un papel secante.

Pero, repentinamente se da cuenta que puede estar siendo mirado, escribe: “heme inclinado hacia el ojo de la cerradura; de pronto oigo pasos. Me recorre un estremecimiento de vergüenza: alguien me ha visto. Me yergo, recorro con los ojos el corredor desierto: era una falsa alarma. Respiro”.

Ser visto mirando equivale para Sartre a transformarse en objeto de la mirada de otro. No importa si no hay nadie en el fondo del pasillo o en la escalera, en cualquier momento puede ocurrir: la mirada del prójimo acecha como posibilidad. El que está mirando ahora persevera agudizando todos sus sentidos. Escribe: “sentiré palpitar mi corazón y estaré alerta al menor ruido, al menor crujido de los peldaños. El prójimo, lejos de haber desaparecido con mi primera alarma, está ahora en todas partes, debajo y encima de mí, en las piezas contiguas, y sigo sintiendo profundamente mi ser-para-otro; hasta puede que mi vergüenza no desaparezca: ahora, me inclino hacia la cerradura con rostro ruboroso, no dejo ya de experimentar mi ser-para-otro; mis posibilidades no cesan de ‘morir’”.

Explica Sartre que si cada crujido anuncia una mirada, es porque ya se está en estado de mirado. La existencia misma del prójimo hace de cada criatura humana una especie de amo controvertido: posición que vuelve opuesta ante la mirada del otro.

Salvo en esas relaciones de poder en las que el poderoso puede decir o hacer cualquier cosa delante de esclavos y sirvientes, porque la mirada de los subalternos no existe como mirada de un semejante, portan ojos y orejas como las que tendría un mueble.

La mirada que da existencia, también cosifica.

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Sartre advierte que se mira y se es mirado: alternativamente se ocupa el lugar de sujeto y de objeto de una mirada.

Cuando el que está siendo mirado, está siendo petrificado como cosa, la figura que ocupa el lugar de sujeto no es el que mira, sino la cosificación que impera en la mirada.

Desde la perspectiva de este libro, la figura que ocupa el lugar sujeto no es la persona que mira o está siendo mirada, sino la mirada.

Baudelaire, San Genet, comediante y mártir, El idiota de la familia, son tres obras sobre la mirada como componente fatal de la existencia humana.

La mirada no pertenece al otro, al semejante, al próximo. El otro (con mayúscula) de Sartre se piensa en este libro como la mirada del mirar: mirar del tiempo histórico y social que nos invoca mirados por ojos que inventa.

Esa mirada no nos arranca de la nada: incrusta en la vida la disyuntiva de cautivos de una mirada o caídos en un abismo.

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Lo que Sartre destaca como poder ser lo que no se es, podría traducirse como devenir o, así prefiere este libro, como posibilidad de pasar por diferentes estados no siendo.

Dice la Nada: Soy uno de los nombres del infinito.

¿De qué modo un cuerpo aloja lo inconmensurable? La humanidad no sería concebible sin un cuerpo colectivo capaz de soportar la vida. Nos abrazamos a una lengua para que el sol, el mar, la noche, el viento, el dolor, el placer, no nos aniquilen. Si cada una (y todas) las intensidades de la vida nos llegaran, no soportaríamos la existencia: demasiada vida, la vida.

Eso que llamamos cuerpo se extiende como paradoja.

Para Merlau Ponty (1960) la distinción de sujeto y objeto está enturbiada o se presenta borrosa (brouillée) en un cuerpo que es, a la vez, vidente y visible, tocante y tangible, hablante y hablado.

Escribe Nietzsche entre sus fragmentos póstumos: “La enfermedad moderna es un exceso de experiencias”.

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Recuerda Borges (1969) en Elogio de la sombra que Demócrito de Abdera (que encontraba el mundo demasiado bello) “se arrancó los ojos para pensar”.

Decía que las cosas se componen de partículas pequeñas (átomos que no se pueden dividir ni ver) que se mueven en un infinito espacio vacío por toda la eternidad.

¿Cómo sería una existencia sin sujeto ni objeto? ¿Una existencia que explore la potencia de existir sin para qué? ¿Una existencia des-causada? ¿Desprendida de la causa como determinación y de la causa como gran meta? ¿Una existencia no arrojada al mundo (como si fuera posible estar, venir o llegar desde otro lado? ¿Una existencia no negada ni abnegada? ¿Una existencia anegada de vida más allá del lenguaje, la historia, las luchas por el poder?

Dice la Existencia: Soy un modo de estar en la vida. Soy el obrar en esa estancia.

Escribe Nietzsche (1883) “La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”.

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Se podría decir (evitando hablar de grandeza) que la astucia consiste en alojar la idea de puente más que la de meta, amar el tránsito y el ocaso más que la fijeza y la inmóvil permanencia.

Todos los cuerpos son blandos, aunque algunos ostenten firmezas como las piedras. Las durezas imaginan que podrán permanecer si se quedan quietas.

El mar no se muestra, no aparece ante mí, ni se presenta; el lenguaje ataja eso que se viene, no ante mí, sino a pesar de mí, a través de la frágil piel de la ficción de un mí.

El lenguaje apacigua nombrando: dice mar, masa de agua salada que inunda con sus brisas y misterios.

La figura que ocupa el lugar de sujeto no es el yo ni la conciencia que percibe, sino el lenguaje que intercepta una fuerza que, si no, ahoga.

No percibo el mar, el lenguaje amortigua el estallido de ese instante, hace que sea menos vivo y menos violento, para que alguien pueda caminar por la orilla de una playa sin quedar extenuado por esa intensidad.

¿El lenguaje hace posible la demasía?

¿Ofrece a la vida humana una envoltura de soporte?

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Sin lenguaje no se estaría en la demasía: el lenguaje extiende la piel, por el lenguaje habitamos todos los cuerpos. Hablando nacemos en la demasía.

La demasía sin alguna muralla arrasa, la vida a salvo de la demasía se llama lobotomía.

Dice la Demasía: ¡Soy un océano que sueña una esponja!

No es inverosímil (después de Heidegger) decir que el lenguaje sirve de acceso a lo real. El lenguaje cubre lo real con sus signos, por eso la percepción se piensa como traducción, interpretación, mirada: paulatino des-ocultar de lo ocultado mismo, sin que lo real nos aniquile. Se podría pensar tras la lectura de Heidegger que, por momentos, la figura que ocupa el lugar de sujeto es el lenguaje que vela.

La proposición: “La naturaleza ama esconderse” de Heráclito.

Tal vez sugiere que, por discreción, lo real se deja cubrir por las lenguas para no pulverizar con lo indecible a las efímeras criaturas que piensan.

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Escribe Alejandra Pizarnik (1962) “una mirada desde la alcantarilla / puede ser una visión del mundo / la rebelión consiste en mirar una rosa / hasta pulverizarse los ojos”.

Dice la Rebelión: ¡Prueba mirar no siendo!

Sería posible, ¿un mirar sin mirada?

“La tierra no es una mentira, aunque el hombre delira recorriéndola”, escribe Ezequiel Martínez Estrada.

Admitir que no es una mentira, no equivale a afanarse por descubrir su verdad. El delirio es un modo respetuoso de celebrar el misterio.

La idea de sujeto es cómplice de la de propiedad.

La visión de Musil (1942) de un hombre sin atributos, propicia la de un lugar de sujeto sin propiedades: sujeto como sitio de posibilidad y de apropiación, siendo la apropiación momento de acople generador o degeneración de la posibilidad que se ve a sí misma como propiedad.

Para Musil hombre sin cualidades es un enunciado de lucha y resistencia ante una vida gobernada por la moral burguesa. Presenta a Ulrich como

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“una persona religiosa a la que, simplemente, le ocurre que no cree en nada por el momento”.

Musil emplea la preposición sin como fuerza de desligadura: sin cualidades significa abierto a todas las posibilidades. Habitante de un potencial expuesto a la multiplicidad, vida no capturada por un ramo de propiedades, turbulencia que resiste la comodidad de dejarse determinar y representar por una unidad que reúna su existencia alrededor de un conjunto de cualidades.

Posición de sujeto, entonces, como oportunidad para la multiplicidad. Pero la multiplicidad, que excita y enardece, necesita la ilusión de un sí mismo que la calme. Cautivos de una cualidad significa, también, auxiliados por la ilusoria posesión de un mi que interviene como veladura que atenúa la intensidad, la vida en su demasía.

La expresión posición de sujeto suele ser empleada por Judith Butler (1987, 1993).

En lugar de pensar en sujetos de género, este libro prefiere decir que el género ocupa el lugar de sujeto, como figura que somete y se encarniza sobre la representación de las mujeres.

Se dice: des-esencializar el sujeto mujer. Se podría decir que un tipo de mujer asume como figura social el lugar de sujeto persuadiendo de una esencialidad.

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Se dice: las posiciones de sujeto posible exceden al binarismo mujer o varón. Se podría decir que el binarismo mujer/varón ocupa el lugar de sujeto proyectando mundos divididos en dos.

Las figuras que ocupan el lugar de sujeto sobrevuelan la vida como movimientos performativos (Austin) y como actos de habla (Searle).

Cuando se dice de alguien por nacer que será nena o será varón, nombrando lo que todavía no existe, se crean condiciones para que un porvenir nazca destinado a soportar figuras que gobernarán esa vida.

Escribe Judith Butler (1993): “El cuerpo no es una realidad material fáctica o idéntica a sí misma; es una materialidad cargada de significado (…) y la manera de sostener ese significado es fundamentalmente dramática. Cuando digo dramático me refiero a que el cuerpo no es simplemente materia sino una continua e incesante materialización de posibilidades. Uno no es simplemente un cuerpo, sino, de una manera clave, uno se hace su propio cuerpo y, de hecho, uno se hace su propio cuerpo de manera distinta a como se hacen sus cuerpos sus contemporáneos y a cómo se lo hicieron sus predecesores y a cómo se lo harán sus sucesores”.

El cuerpo humano deviene cargando significaciones: que carga significaciones quiere decir que se entrega a un reducido número de posibilidades para nacer como cuerpo humano. Uno no hace su propio cuerpo: no hay uno ni propio cuerpo antes de que las figuras que se enseñorean en una vida creen la ilusión de unidad y de cuerpo propio.

Se propone que las mujeres pasen de estar sujetadas (dejen de ser dominadas) a ser sujeto de enunciación capaz de expresar sus desacuerdos

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y oponerse a las formas patriarcales del poder; incluso se sugiere empoderar a las mujeres víctimas de violencias.

Si la figura que ocupa el lugar de sujeto es el poder patriarcal, de lo que se trata es que ese espacio pueda ser ocupado por otras figuras (no por las mujeres): que lo puedan ocupar sensualidades emancipadas, la furia de las rebeldías acalladas, el deseo de una sociedad igualitaria para los vivientes que hablan.

Allí donde se piensa a las mujeres como sujeto histórico y social, se podría pensar que la figura de la liberación lucha por ocupar el lugar de sujeto en el cuerpo de las mujeres encantado por el capitalismo. La liberación puja por realizar su potencia en un territorio dominado por el sometimiento.

Siempre quedan preguntas: ¿cómo hace el sometimiento para imponerse sobre el deseo?, ¿se trata del miedo labrado como pavor histórico en la piel de la mujeres?, ¿el sometimiento promete protección?

Si sometimiento y emancipación acontecen como momentos de un mismo curso, ¿cómo distinguir lo que libera de lo que somete?

Una cosa es la mutilación adormecida de la tutela, otra el estallido solitario de la libertad (aún cuando se esparza entre multitudes).

Cuando la alegría ocupa el lugar de sujeto, ¿la violencia retrocede?

A propósito de lo que se podría llamar la unidad dividida, Nancy (1989) recuerda que sujeto es ante todo para Hegel “aquel que puede retener en sí su propia contradicción”.

Contradicción que se vive como no coincidencia consigo mismo. Contradicción no como lo que se opone o enfrenta, sino como lo que

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arremolina en lo diverso. Contradicción no como lo que persigue síntesis, sino como lo que consiente la dispersión (sin enloquecer).

La coincidencia: otra carga humana, una especie de resumen o simplificación; la in-coincidencia declara innecesaria la ilusión de unidad. La in-coincidencia no es una falla de la integridad, sino un exceso que la desborda.

¿Cómo abandonarse a las intensidades de la vida? Abandonarse: estar sin para qué o porque sí. La potencia de darse a lo otro.

¿Quién se abandona? La posibilidad de abandono ocupa el lugar de sujeto en un cuerpo viviente. Abandono no como dejadez, sino como arrojo hacia lo que la vida ofrece. Abandono como riesgo, vértigo, don. Pero, ¿arrojo de quién? No se trata de la osadía o la intrepidez de alguien como pertenencia o propiedad del valiente, sino del arrojo como fuerza que no se tiene, se invoca, se llama, se aloja.

Tal vez, propiedad no como objeto, atributo o cualidad de dominio, sino como capacidad que da cabida. Capacidad de afectación (de afectar y ser afectado) como don. Posibilidad de estar en lo que nos pasa, en lo que pasa por nosotros (el pronombre no como identidad sino como canal de pasaje). Donación como arrojo y demora en lo que nos pasa.

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Este libro piensa capacidad no como tendencia que contiene o es contenida en un espejismo interior, sino como obrar que crea la ilusión de un interior que lo contiene.

En la difusión moderna de la idea de sujeto late la ilusión de dueño y de propietario. Tal vez convendría pensar en un huésped, un quién que se hospeda (hospedando) en una figura, una significación, un fantasma. No es lo mismo habitar un territorio que adueñarse de un perímetro, el territorio se vive, el perímetro se cerca, se custodia, se defiende. Así como no es lo mismo amar a otro que enloquecer por adueñarse del deseo que lo habita.

Marx puso a la vista que la sociedad capitalista proyecta la ilusión de dueño de sí, para que no se advierta que el capital se apropia de las energías vivientes.

Escribe Bachelard (1932): “LA IDEA metafísica decisiva del libro de Roupnel es la siguiente: El tiempo sólo tiene una realidad, la del Instante. En otras palabras, el tiempo es una realidad afianzada en el instante y suspendida entre dos nadas”.

La intuición del instante es un libro que lee otro libro, una de las citas que Bachelard toma del texto de Siloë de Roupnel dice: “El ser no es más que un extraño lugar de recuerdos; casi podría decirse que esa permanencia de la que se cree dotado solo es la expresión del hábito de sí mismo”.

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El sí mismo apenas un hábito de permanencia suspendido entre nadas.

El mí no interesa como signo de posesión sino como primicia del instante. No se trata de mi instante, sino de un instante que hace marca en mí o que hace un mí como marca. La vida se vuelve mi vida cuando acontece la decisión de estar en el instante, pero ¿cómo se está en el instante? Se entra en el instante olvidándose de sí.

Innumerables decisiones componen esa decisión. ¿Quién decide? Decide un quién nacido de la decisión: un quién que decide decidido por la decisión.

Hay un estado de sujeto deshabitado de toda figura: el instante.

Diferentes intensidades rivalizan por proveer a la mullida disponibilidad: esponjosa y absorbente, la disponibilidad humana.

Intensidades que traspasan cuerpos que, a veces, eligen.

El modo de existir de la intensidad es el pasaje por lo viviente. No siempre se está atento a esa circunstancia. Tras su paso dejan nostalgias de fuerzas idas. Algunos viven en la ilusión de ser los preferidos de una intensidad, elegidos por una figura que ofrece una razón de ser. A veces se le toma el gusto a una intensidad y el cuerpo viviente se vuelve esclavo de esa vehemencia. Algunas intensidades se afincan en los cuerpos y los gozan como tiranas.

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La intensidad que acontece como simultaneidad se llama, en este libro, demasía.

El pasaje de intensidad hace diferencias en lo viviente.

Las intensidades se afincan en los cuerpos a través de figuras.

Si no fuera por las figuras, las intensidades pasarían por los cuerpos como sensaciones tragadas por un inmenso silencio.

Para excusarse por la insistencia de sus mensajes, escribió: Disculpe, soy un enfermo posesivo.

La psicóloga respondió: No pienso que usted sea un enfermo posesivo, creo que trata de hacer las cosas bien, pero la tiranía de la posesión lo enferma.

Miro el mar o adviene algo que tirita fascinación ante una extensión húmeda, ondulante, inabarcable, repleta de sí. El mar es objeto de mi mirada o toda visión estalla en esa explosión danzante. El instante se vive no siendo.

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Se participa de la experiencia de un llamado: algo llama, algo atrae, algo dice que tengo que hacerlo o que debo rehusarme, algo pide que me vaya o que me quede. ¿Qué es ese algo que llama, atrae, pide? ¿Qué ese algo que me elige como destinatario de su llamado, atracción, pedido? Ese algo es potencia que llega a una espera, que arriba haciendo nacer un quién allegado a ese llamado.

Creerse el destinatario de un llamado alienta una hermosa ilusión. El vocativo produce lo invocado.

Me podés llamar cuando quieras, cualquier cosa que necesites, llamame.

Ofrecerse a un llamado o tener a quien llamar son opciones que configuran la condición de sujeto a o de un llamado. Cuando se llama al amigo la figura que ocupa el lugar de sujeto no es el amigo ni la persona que llama, sino el llamado de la amistad.

La amistad no llama la atención, la enciende: la hace arder, despertar, desaparecer.

Dice Derrida (1989): “…Heidegger sustituye por un determinado concepto de Dasein un concepto de sujeto…”.

Destaca también esta idea que encuentra en Heidegger: eso que se llama mismidad no es sin el amigo que se lleva consigo.

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Heidegger (1927), tras advertir que la condición del Dasein (ser ahí) es la apertura, señala que el estar abierto pasa por escuchar, por vivir escuchante: escuchar como disposición y espera de un llamado. Escribe: “La comunicación no es nunca un transporte de vivencias, por ejemplo de opiniones y deseos, desde el interior de un sujeto al interior de otro (…) En el discurrir, el Dasein se expresa, no porque primeramente estuviera encapsulado como algo ‘interior’, opuesto a un fuera, sino porque, como estar-en-el-mundo, comprendiendo, ya está ‘fuera’. Lo expresado es precisamente el estar fuera, es decir, la correspondiente manera de la disposición afectiva (el estado de ánimo) que, como ya se hizo ver, afecta a la aperturidad entera del estar-en”.

Heidegger acentúa el escuchar la voz del amigo que cada cual lleva consigo, escribe: “El escuchar a alguien (das Hören auf…) es el existencial estar abierto al otro, propio del Dasein en cuanto coestar. El escuchar constituye incluso la primaria y auténtica apertura del Dasein a su poder-ser más propio, como un escuchar de la voz del amigo que todo Dasein lleva consigo”.

Sin la voz del amigo que lleva consigo, eso que llamamos mismidad sería un infierno. ¿En qué se diferencia la voz del amigo de la voz de la moral, del consumo, de la culpa, del terror, de la amenaza?

La voz del amigo no es una voz: ofrece la voz que no tiene, evita la que lo tiene.

La voz del amigo trata de hacer silencio, de suspender (por un momento) el asedio que habla.

Dice sin decir: ¡te acordás!, cuando no creíamos, lo que ahora creemos ser.

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No se trata de un llamado que apela, despierta, demanda, algo que está (por así decirlo) en la más íntima mismidad así intimada por el llamado. Se puede leer en Heidegger: “En resumen: hemos caracterizado la conciencia como una llamada que interpela al uno‐mismo en su mismidad; en cuanto tal, es una intimación del sí‐mismo a su poder‐ser‐sí‐mismo y, por ello, un llamar al Dasein hacia adelante, hacia sus posibilidades”.

Prefiere no escuchar algunos llamados de la conciencia que se pretende como suya.

La de la conciencia no es la voz del amigo.

La intimación de sí mismo no parece un ir hacia la posibilidad, sino un ser llevado por la fatalidad.

Tal vez escuchar la voz del amigo porque la del enemigo vocifera. Pero, ¿qué ocurre cuando no se puede diferenciar la voz del amigo de la del enemigo y cuando todas las voces hablan superpuestas y se asignan el papel de ser cada una (más que la otra) una voz propia?

Le dicen las voces: “Mirate en el espejo… ¿Qué ves? Ese no sos vos, fijate… es el diablo, se apoderó de la cara, del cuerpo, de la voluntad, tenés que destruirte para destruirlo. ¡Matate! ¡Matate!”.

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No se trata del llamado a las posibilidades del ser, sino de poder estar en la posibilidad, estar en la vida y en potencias que no nos pertenecen. No se trata de llegar a ser, sino de poder estar en las potencias del vivir. Pero, ¿quién procura estar en esas potencias? Tal vez no se trate de un ser que logra estar, sino de un estar que logra fugarse del territorio personal y posesivo del ser.

Devenir otro no significa ser otro, sino pasar por modos de vivir, sentir, desear, comer, caminar, dormir, hablar, pensar, que no pertenecen a nadie.

El pasaje de un estado a otro (y a otro) pide estancias provisorias, si no el movimiento continuo daría lo mismo que la inmovilidad.

La idea de devenir no importa como acto logrado, sino como instante de expectación en el que las manos de la trapecista se sueltan de la barra (asegurada con cuerdas en sus extremos) y queda en el aire sostenida por el impulso de alcanzar otra barra posible.

La concepción se podría describir (fuera de sus formas biológicas) como llamado de un deseo que llama desde otro cuerpo vivo: deseo que llama a la vida. No se trata del deseo del otro, sino de un deseo que llama desde otro, el deseo está allí sin pertenecerle.

No se tiene un deseo, el deseo nos tiene teniéndolo.

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El proverbio de Blake que dice “El que desea y no obra engendra pestilencias”, lo estaba enfermando.

Entre el deseo y la obligación, se salvó eligiendo la obligación.

Explica: Más vale vivir esclavo de una obligación que entregarse a un deseo. La obligación es un descanso. Te dice qué debes hacer para cumplir con la obligación. Mientras el deseo (caprichoso y cambiante) te deja siempre pendiente de algo que no sabes qué es. Pertenecer a una obligación, tranquiliza.

Hay un desoír y un no escuchar. La mismidad se presenta como sordera. Sordera como unísono de identidad.

Sordera como bullicio o ruido impersonal que pasa por personal.

Se sale del aturdimiento diciendo Yo.

Si fuera posible el silencio, el yo no importaría; si fuera posible el silencio, esa intensidad aniquilaría las palabras.

El sí mismo sirve de residencia para poder (después) salir de sí. Un sí mismo sin interioridad que se alucina como escondite o fortaleza amurallada. La idea que más le conviene a ese sí mismo no ensimismado es umbral o límite: no se trata de la consumación de una frontera que separa, sino de una orilla hasta la que llegan lejanías que no se alcanzan.

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Alain Corbin (1988) estudia la invención europea de la playa entre 1750 y 1840. Explica que durante siglos la costa fue límite del mar, algo que inspiraba miedo y rechazo, espacio al que llegaban restos de naufragios y desperdicios, dominio de marineros, pescadores, traficantes.

Con la Ilustración nace otra sensibilidad: artistas ven en la costa una entrada en lo infinito, una extensión vacía en la que habitan las emociones.

Corbin advierte que el mar se revela como misterio. Escribe: “El Génesis impone la visión del ‘Gran Abismo’, lugar de insondables misterios, masa líquida sin puntos de referencia, imagen de lo infinito, lo inasible y sobre el cual, en el inicio de la Creación, flotaba el espíritu de Dios. Esta palpitante extensión que simboliza, más aún, que constituye lo desconocido, es en sí misma terrible (...) Querer penetrar en los misterios del océano es tanto como rozar el sacrilegio, como querer comprender la insondable naturaleza divina”.

Luego vendrán las ideas de tomar sol y bañarse como signos de salud, la aristocracia comenzará a pasar temporadas en poblaciones costeras, nacerá la figura del veraneo, del ocio feliz en un lugar exclusivo (la plata como especialización urbana del ideal burgués).

Las reuniones en el hospital (la palabra reunión es una exageración) suelen hacerse en espacios sin puertas o con las puertas abiertas: el umbral importa tanto como la sala. Están los que hablan en el umbral, los que miran, espían, esperan en el umbral, los que buscan un umbral que no sea el del dolor.

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No se puede tener propiedad del instante, tal vez eso entienden las formas de arte efímero. Aún si se filmara este momento no se podría capturar el instante, incluso la memoria podría recordar, pero no adueñarse de este tiempo.

La imagen fotográfica, que inmoviliza el instante, tiene en común con la palabra la ilusión de visibilidad.

Cuesta imaginar una relación con las potencias sin caer en las ideas de propiedad, conquista, seducción, dominio, control, almacenamiento.

Tal vez se pueda pensar en un amigo o allegado a las potencias, cercano no cercador, próximo no apropiador.

Allegado como el que las deja llegar sin reclamar nada ni exigir permanencia.

Hay potencias que nacen de la amistad.

La ilusión de mismidad se completa con la de ajenidad. La paranoia aprovecha esa división para desplegar sus juegos. Mismidad / ajenidad trazan la ficción de una frontera, de una separación. Llamamos ajenidad a lo que no podemos soportar.

Demasiada ajenidad, la mismidad.

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La paranoia hace creer que todo se maneja desde un lugar o una razón que permanece oculta.

La paranoia intenta salvarnos de la mismidad, lo mismo que la mismidad intenta salvarnos de la paranoia. En el abrazo, la confianza se estrecha con la desconfianza.

El otro puede tener un cuchillo o una pistola escondida. El abrazo triunfa sobre la paranoia, sin abandonar la desconfianza, cuando alguien decide (dado que tiene que morir) dejar la vida junto al cuerpo tibio de otro, al que (de todos modos) ama.

Cuando los celos se apoderan del amor, el amante queda a merced de una máquina paranoica de pensar. La memoria retiene todo: entrevé en cada detalle el signo de una terrible mentira.

Los celos condenan al amante al trabajo incesante de la interpretación.

Deleuze (1964) advierte leyendo a Proust que los celos son la enfermedad posesiva del amor. Los celos fabrican un quién celoso ahogado en pensamientos que cree propios.

Los celos no se interesan por la verdad, su pasión reside en la sospecha.

La conjetura celosa practica la astucia y la imprudencia.

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Si no fuera por el conjuro, no existiría. Cada vez que se roza con alguien, tiene que hacer un contra roce para que el otro no se quede con una parte que le pertenece.

Viajando en tren, uno que pasaba se escurrió con una parte suya antes que hiciera a tiempo el contra roce. Lo siguió, pero cuando bajó del vagón no pudo alcanzarlo porque otros roces y contra roces lo demoraron. Desde entonces, espera apostado todos los días, a la misma hora, en la estación en que lo vio por última vez: necesita hacer el contra roce para recuperar la parte que se llevó.

Melanie Klein (1955) aprovecha una novela para ilustrar lo que llama identificación proyectiva.

El libro Si yo fuera usted… de Julien Green (1947) explora la fantasía de ser otro.

Un muchacho que vive la vida como desgracia, es persuadido por la envidia y el odio de que otros están dotados de una felicidad que se le niega. Entonces, recibe del diablo la capacidad de mudarse a la vida de quien desee, a través de unos sonidos mágicos susurrados al oído del otro. Así comienza una travesía llena de desencantos: se cambia a la vida que vive su jefe rico y feliz, pero descubre que esa existencia transcurre acechada por molestias de un cuerpo viejo; pasa a la vida que habita un hombre agraciado de fuerza y vitalidad, pero se encuentra asesinando a una mujer que no le corresponde, así migra a una vida dedicada a la reflexión, pero la descubre estrecha en placeres; elige por fin un hombre dotado de juventud y belleza, pero se choca con que vive en la infelicidad. Al final, vuelve a la vida que tenía al principio: llega a tiempo a un cuerpo moribundo, alcanza a decirle a su madre que la ama y muere feliz en la vida que nunca debió haber abandonado.

La moral de la novela concluye que cada cual debe aprender a ser quien es y que ese destino, diseñado por la sabiduría de dios, es la mejor opción.

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La enfermedad del ser, persuade la cura a través de fantasías de mudanzas (ser otro), expulsiones (poner en otro lo que me hace sufrir), idealización (imaginar lo bueno en alguien).

Melanie Klein advierte que las figuras de la propiedad, el odio y la envidia reinan gracias a la idea de ser.

La novela advierte que cambiar de identidad equivale a pasar de un cautiverio a otro.

No se envidia la vida de otro, sino las potencias que lo habitan.

Allí donde se dice envidio su deseo de vivir, se podría decir envidio el deseo de vivir que lo habita.

De Brasi escribió una vez que “si la envidia hablara, diría: quiero tu aliento vital, tus posesiones me son indiferentes”.

La envidia es un modo del deseo que prefiere que otro (un doble) haga las escenas de riesgo.

Una cosa es desear ser otro, otra proponerse diferir de sí.

Hacer la experiencia de fuera de sí, no significa caer en un abismo, sino abismarse. Caída no del paraíso, ni de una torre. Caída no en otro. Una caída a salvo de las lógicas gravitatorias. Caída fuera de la representación. Caída en la ausencia.

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Con una pequeña piedra pulida se borra la cara: comienza por la frente, sigue por los ojos, la nariz, la boca, el mentón. Deja las orejas para el final.

Inútil como un beso.

Sartre (1943) casi al terminar El ser y la nada, escribe: “Toda realidad humana es una pasión, por cuanto proyecta perderse para fundar el ser y para constituir al mismo tiempo el en-sí que escaparía a la contingencia siendo fundamento de sí mismo (…) la pasión del hombre es la inversa de la de Cristo, pues el hombre se pierde en tanto que hombre para que Dios nazca. Pero la idea de Dios es contradictoria, y nos perdemos en vano: el hombre es una pasión inútil”.

La invención de dios (no es, como piensa Sartre, la perdición humana) sino la astucia del lenguaje: la prueba misma de su poder y eficacia.

La pasión inútil (el pathos de lo inútil) hace posible la emancipación humana de las figuras de utilidad, poder, éxito, progreso, eficacia.

De la clasificación de lo viviente (entre objetos y sujetos).

Se vive alojando lo otro, se muere alojando lo otro. Uno de los nombres de la otredad, tiempo. Dos de las invenciones más imaginativas de la humanidad: la soledad y el silencio.

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La pregunta ¿quién habla? sugiere la presencia de lo otro, la huella de lo otro, en el que habla. Uno de los aciertos freudianos es haber antepuesto la idea de identificación a la de identidad.

Lo otro no es lo mismo que el otro: lo otro acontece sin pertenecer a nadie.

Con lo otro se vive, se habita, se duerme, se habla, se piensa.

Señala Derrida (1967 b), a propósito de Levinas, que no conviene tomar al otro como si fuera un objeto o hablar sobre él como si se tratara de un tema (podríamos agregar: como si fuera un caso o una evidencia diagnóstica), escribe: “no se puede tematizar al otro, del que no se habla, sino al que se habla”.

Si al hablar del otro se practica la atribución, como si se identificaran propiedades o cualidades de su ser, al hablarle al otro se lo llama, se convoca lo imprevisible en sus modos de hacerse presente. La idea del otro como irreductible adviene como premisa ética: la reducción del otro violenta y captura, mata.

Reducir a otro a la calidad de objeto pudo ser un sueño fabuloso, pero avanza como pesadilla horrenda.

Indagar a otro, ¿clavar la daga del control y la curiosidad en la superficie de un misterio? ¿Husmearle dentro, olfatearle sucios secretos? En la

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palabra indagación late una cacería, en proximidad de inquirir, está inquisición.

Las historias clínicas cambiarían si en lugar de hablar de los pacientes, hablaran a los pacientes.

Se opone a que la estudien. Dice: Quieren drenar mi intimidad, volverme transparente, dejarme seca.

La intimidad como reserva interior narra una maravillosa locura humana; sin esa locura, faltaría vida en la vida.

El peligro reside en cosificar a otro: compelerlo a que sea lo que podríamos identificar. La violencia de la atribución presenta al mismo tiempo una de las mayores ternuras humanas: en la crianza se dice del niño tiene hambre, le duele la pancita, tiene frío, extraña a su mamá, prefiere a su abuela, es mi tesoro.

La mismidad practica la auto-atribución: tengo hambre, tengo frío, tengo sed, tengo sueño. La atribución no palpa sensaciones, las distingue o reconoce: la atribución distribuye respuestas. La atribución como proyección practica “el que lo dice lo es”. La atribución clasifica: cosifica.

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La potencia del quién está en el llamado, en la persistencia de la pregunta.

La mismidad deviene amparo e infierno: comienza y termina en el abrazo de otro.

El sí mismo se ofrece como refugio para un cuerpo apabullado por tanta inmensidad. Un refugio que se vuelve encierro. El nerviosismo y la impaciencia del encierro. Lo cerrado protege odiando lo abierto.

No se puede gobernar el deseo de otro porque el otro no es dueño de su deseo. El deseo no es su deseo, el deseo habita en cada cual sin que nadie lo posea. Lo que antes llamábamos sujeto es una disposición alojadora de deseos: deseos de virilidad, feminidad, fuga, apertura, viajes, familia. Cada horizonte histórico ofrece deseos que encarnan en cuerpos sociales como sus deseos, obsesiones, fantasmas. ¿De qué modo esa disposición alojadora recibe o no ciertos deseos? Esta pregunta no se responde. La dedicación de la vida a un deseo concita un misterio. Al comienzo hay algo de azar, luego acoples, coincidencias, ensambles, más tarde algunas huellas y gustos. Las huellas y los gustos hacen nupcias entre lo que no se puede nombrar, lo que se nombra y lo que la imaginación diseña. Quizás recién tras esas nupcias hay persistencias, obstinaciones, perseverancias o refugios, promesas, esperanzas. Así de la espera que no espera nada, alguien se vuelve prisionero y custodio de algo.

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Tal vez, se ama a otro cuando se ama la potencia que lo habita. Quizás se lo deja de amar cuando esa potencia deserta de su vida o es colonizado por una fuerza que no se desea.

El psicoanálisis difunde el vocablo sujeto recordando que no se trataba de un individuo aislado y autónomo, sino de un hablante hablado: una existencia histórica cincelada en el lenguaje y, a la vez, cincelada como ilusión de sí, en un tiempo ínfimo.

Conductor conducido, soñante soñado, hablante hablado, sujeto sujetado, soberano burlado, parlante gozado.

Obrando obrado (no primero una cosa y después otra) en simultaneidad.

La expresión parlêtre, propuesta por Lacan, a través de la contracción gramatical de las palabras parler y être, sugiere un giro de sentido. Aunque el problema de la expresión reside en la apelación a la idea de ser, se advierten matices: no es lo mismo decir ser parlante que decir ser hablante. Parlar no equivale a hablar, parlar alude a decir lo que conviene callar, lo que no hay necesidad de que se sepa o lo que las precauciones y cálculos no retienen. Parlar es hablar de más. Conviene la traducción literal parlante-ser antes que ser-parlante; en parlante-ser, el ser podría sólo mencionar el resto ilusionado de un hablar de más, mientras que en ser-parlante, parlante sería cualidad diferencial de una sustancia.

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Del mismo modo que se podría traducir Dasein no tanto como ser-ahí, sino como ahí-ser, siguiendo la puntuación de Oscar del Barco.

En el hablar de más una lengua que habla sola goza del hablante.

Cincelar, grabar, marcar, imprimir: infinitivos que recuerdan La colonia penitenciaria de Kafka: “Nuestra sentencia no es aparentemente severa. Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante agujas, la disposición que él mismo ha violado. Por ejemplo, las palabras inscriptas sobre el cuerpo de éste condenado serán: Honra a tus superiores”.

La crítica de la idea de sujeto como sustancia cuestiona también la idea de verdad: no hay una causa originaria o verdad esencial que explique el sufrimiento.

Las expresiones nuestro sufrimiento o mi sufrimiento deslizan, además, el equívoco de la posesión. No se posee un sufrimiento, el sufrimiento nos posee: nos domina, nos goza, nos persuade de que en él reside nuestra verdad.

Así como el sitio de la verdad puede ser ocupado por distintas mentiras (territorio ansiado por las mentiras que buscan establecerse en ese lugar como si fuera su reino); sujeto es un territorio ansiado por figuras sociales e históricas que buscan edificar su poder en una vida.

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Sobreviene como alguien que se arregla sola, esa idea (si bien no la hace feliz) la protege de la infelicidad.

Las mentiras necesitan de la ilusión de una verdad que no sea igual a ellas mismas: esa ilusión es condición de la algarabía mintiente.

Cuando una mentira se confunde con la verdad termina el juego abierto entre la vida y el lenguaje.

La mentira sólo tiene que ser creída un instante: fulgor pasajero de lo falso. La mentira se vuelve engaño y estafa cuando se perpetúa. Por eso, el te amo necesita renovarse: posee el valor de una promesa momentánea, si no la costumbre hace del te amo un cumplido.

El mar no sufre: no piensa ni siente que un daño o un mal le está destinado, no padece el viento, ni las fuerzas gravitacionales de la luna y el sol, existe afectado por otras existencias y afectando a otras existencias, que habitan en el mismo tiempo.

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El sufrimiento no sería sufrimiento sin una explicación que lo justifique o lo razone, sería dolor que duele entre innumerables sensaciones que no duelen.

El terror a la muerte, tal vez, proviene de creer que se posee la vida: locura de conservar, a cualquier precio, eso que ilusionamos nos pertenece.

La arrogancia del yo dice: Pienso, existo: esta vida es mía.

El yo es ficción de un propietario que enamorado de su prueba de existencia no admite saberse máscara pasajera.

Si se pudiera habitar la experiencia de lo pasajero, el viviente que tiene el don de la palabra se pensaría como huésped de la potencia.

¿Cuánto dura lo pasajero?

No hay que elegir entre ser una sustancia o habitar una potencia, la vida empuja hacia lo segundo.

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Vive una vida entregada al hay que..., cuando el hay que no tiene nada que indicar, la habitan deseos que se muevan como hormigas sin hormiguero.

La sustancia se ostenta, se cuida se padece, la potencia se vive, se espera, se padece.

¿Qué diferencia hay entre padecer una sustancia y padecer una potencia?

La idea de sujeto, que se ofrece al ánimo moderno, fabrica héroes.

Incansable, el ánimo heroico de la humanidad no se acaba con la invención del inconsciente: siempre busca un pasaje más allá del lenguaje a través de lo que sea.

Uno de los argumentos hermosos sobre la tensión entre determinación e indeterminación se presenta en la obra de Jean Paul Sartre. En San Genet comediante y mártir (1952) a propósito de la mirada, escribe: “Nuestra certidumbre de nosotros mismos encuentra su verdad en el Otro cuando este nos reconoce”. Agrega enseguida “Sin embargo, su certidumbre de sí mismo, solitaria, discutida, pasada en silencio, crece en él como una hierba loca en un jardín abandonado”.

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Entre Descartes y Freud se cultiva la idea de un sí mismo como íntima certidumbre personal. La paradoja es que esa certidumbre está hecha con la mirada que habita en otro.

Por necesidad de reconocimiento se puede hacer el amor y la guerra.

De pronto, en medio de una multiplicidad de miradas que reconocen dando existencia o no, en medio del entramado de causas, tiene lugar una hierba loca: algo se abre paso, como en el desvío de los átomos de Epicuro, algo que no se sabe cuándo, ni cómo, tuvo lugar.

La libertad acontece como desvío de una hierba loca.

Lo que podría llamarse el gran fragmento de la libertad dice: “Clavado por una mirada, mariposa sujeta en un tablero, está desnudo, todos pueden verlo y escupirle. La mirada de los adultos es un poder constituyente que lo ha transformado en naturaleza constituida. Ahora hay que vivir; en la picota, con el cuello en una argolla, hay que seguir viviendo. No somos terrenos de arcilla y lo importante no es lo que hacen con nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros”.

La picota en tonel narra una doble sujeción. Una exposición (2008) realizada en la ciudad de Toledo sobre Antiguos Instrumentos de Tortura pone a la vista algunas invenciones de la Inquisición. Junto a una selección de máquinas de ajusticiamiento y tortura (la garrucha, el potro, la guillotina, el poste, el hacha del verdugo, la pera anal, el aplasta cabezas, el collar de púas, la rueda), se exponen piezas de burla pública (la picota en tonel, los sambenitos, las máscaras infamantes).

La picota en tonel (siglo XVII) es una especie de vergüenza infligida para los borrachos a quienes se exponía y humillaba en público. “Las picotas

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toneles eran de dos tipos: las cerradas en fondo, en las que la víctima se colocaba dentro, con orines y estiércol o simplemente con agua pútrida; o las otras abiertas para que las víctimas caminasen por las calles de la ciudad con ellas a cuestas, con mucho dolor debido al gran peso”.

Llama la atención entre las tallas externas (que ornamentaban las picotas) escenas con hermosos racimos de uvas, encuentros de bebedores amigos, momentos amorosos bajo la sombra de una vid.

Vivir en la picota: en el encierro y en la envoltura de una fábula. La picota: diseño increíble de protección y tortura. La picota: el reconocimiento social como humillación. La tortura como purificación moral.

Cuando alguien dice tengo una coraza, podría pensar: una coraza me tiene pesando sobre mí, a la vez que me cubre, me defiende, blinda el dolor, me permite lucir entera.

Dice la Coraza: Sin mí, te arrasaría la vida.

Dice la Coraza: Soy lo mejor para vos.

Dice la Coraza: Soy el acorazado Potemkin y la armadura muscular y caracterológica de Reich.

Leonardo da Vinci estudia el vuelo de los pájaros entre el 14 de marzo y el 15 de abril de 1505, en Florencia.

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¿No somos dócil materia moldeable? La pregunta sobre cómo puede ser posible la servidumbre voluntaria es infatigable. La libertad puede desear la esclavitud, la felicidad puede desear la infelicidad. Sin estas paradojas, ¿la vida no sería humana?

No se trata de insistir, otra vez, con la idea de una felicidad humana: agita las alas, planea, la felicidad del vuelo. No se trata del yo feliz, sino de la felicidad que vuela (sin más).

No hay vida sin determinaciones, vivir es afectar y ser afectado. Las determinaciones sociales destinan casi por completo la vida humana. El heroísmo es el culto a quién o quiénes hacen de ese casi un mundo, culto de quién o quiénes se levantan por encima de lo casi definitivo.

La cuestión de la libertad hace residencia en esa pregunta: ¿qué hago con lo que han hecho de mí?, ¿qué hago con el lenguaje que me piensa?, ¿con los deseos que me habitan?, ¿con el cuerpo en el que vivo?, ¿qué hago frente al espejo que la cultura puso ante esta mirada que me captura bajo el modo de la creencia o fe en mí mismo?, ¿qué hago con los impulsos que me mueven como si fuera un títere sin voluntad?, ¿cómo resuelvo esa duda sin solución que me lleva a sospechar de lo que se afirma como más libre en mí? ¿Cómo saber si lo que deseo como felicidad no es la acción que me impone un imperativo que me goza? Y ¿quién se hace estas preguntas? Un quién que nace de esta forma interrogativa, que vive

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temblando como aguja de una brújula loca: que habla, ama y todo lo que sigue.

Como si se dijera: lo importante no es si somos Chuang Tzú o una mariposa o alguien que está siendo soñado por otro, sino qué hacemos siendo Chuang Tzú o siendo una mariposa o siendo soñado por otro. Pero, ¿por qué habría que hacer algo? Tal vez estar en la vida sin proponerse nada sea una forma de libertad. Pero no se está en la vida, sino en el mundo: mundo histórico o inmundo social. Y no es posible estar sin filiación, sin dinero, sin reconocimiento, sin algún poder. Incluso (teniendo todo eso) apesta el hedor de la desigualdad y la injusticia. No es posible la libertad si se tiene esa lucidez olfativa o si esa lucidez nos tiene. El hombre libre voluntariamente decide entrar en una celda.

Escribe Kafka (1917) en uno de los ocho cuadernos que se encontraron entre sus papeles: “El suicida es un preso que ve, en el patio de la prisión, una horca, cree erróneamente que le está destinada, se escapa por la noche de la celda, baja y se ahorca solo”.

La idea de inconsciente no sólo trastoca la idea de sujeto de la razón, sino también la idea de algo personal e individual que vive en el interior de alguien.

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Si no se pasa enseguida a la fábula de un inconsciente colectivo (como Jung que proyecta lo individual como universal) o sujeto grupo (como Anzieu que atribuye lo que pertenecía al yo al nosotros), se podría interrogar cómo se expresa ese lugar de sujeto cuando es ocupado por figuras sociales que impulsan la emancipación de multitudes oprimidas.

La palabra colectivo transporta el fantasma de la unanimidad, el uno que sobrevive en el grupo, en el nosotros y que se propone, incluso, como sujeto.

Jung supone un fondo personal, una usina profunda de arquetipos inamovibles de la civilización. Su inconsciente colectivo localiza nudos esenciales de la humanidad sin historia y sin luchas de clases.

Deleuze (1972 b) advierte una distinción que hace Guattari entre dos tendencias de grupo: grupos sometidos y grupos sujetos. Un movimiento de grupo complaciente con un Amo, con una jerarquía, con una organización vertical, con un modelo de enunciación estereotipado y un movimiento de grupo rebelde, crítico y emancipado de la propia representación de sí como grupo.

Ahí donde suele decirse grupos sometidos, prefiere este libro pensar así: a veces, el sometimiento se impone como figura que ocupa el lugar de sujeto en un grupo.

Dice el Sometimiento: entrégate a la protección de la unidad antes que a la libertad de la soledad, entrégate a un amo antes que a la idea de igualdad.

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Ahí donde suele decirse grupos sujetos, prefiere este libro pensar así: a veces, las figuras de la proximidad y la solidaridad no soldada asumen el lugar de sujeto en un grupo.

El lugar de sujeto es espacio de lucha de productividades históricas que disputan el poder de enunciación.

Si se despeja la idea de sujeto como lugar, se pone a la vista que esa vacancia siempre es ocupada por algo que se impone en ese sitio. En un grupo ese lugar, lo puede ocupar la solidaridad o el linchamiento, y en ambos casos lo puede ocupar también la unanimidad o la idea de mayoría.

En la fabula de sujeto individual, sujeto de la ley, ciudadano libre, el marxismo vio un mito burgués.

La idea de self made man (hombre creador de sí mismo) forma parte del poder fabulador del capitalismo: la dominación como cuento de libertad.

El capitalismo sin narrativa socialista que se le oponga parece invencible, sólo queda la expectativa de un capitalismo bueno o pequeñas salidas fuera o al margen del capitalismo.

Las masas, el proletariado, el campesinado, los explotados, no estaban incluidos en esa narrativa moderna. Las minorías discriminadas y perseguidas (incluyendo a las mujeres que no siendo minorías se habían vuelto existencias mínimas) no disfrutaban de los beneficios de esa ficción.

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Marx razona que los excluidos de la idea de sujeto libre, eran quienes iban a terminar con ese espejismo social. Y dejarían ver la oscuridad de la iluminación burguesa.

Lo que el capitalismo no resuelve a través de la ley del estado burgués republicano y democrático, lo confía al encanto del consumo, lo que no es dominio de ese poder, lo deja en manos de la droga. La transa sustituye las relaciones visibles en el mercado. La droga y el alcohol como sustancias que confiscan la rebelión. La droga y el alcohol como sustitutos del Amo que sigue siendo el capital.

Las figuras que ocupan el lugar de sujeto de esos colectivos sociales ansiados por Marx eran la solidaridad, la justicia, la imaginación de un mundo sin propietarios, sin amos, sin patrones.

El deseo desea desprender de sí fuerzas que no tiene: maravilla que acontece cuando fluye por los cuerpos.

Foucault (1976) advierte que esas fuerzas, que el deseo festeja como emanando de sí, son operaciones capturadas por una sociedad disciplinaria, fuerzas de ocupación que patrullan cuerpos regulando sus posibilidades de placer.

Marx pensaba que esas figuras (solidaridad, justicia, libertad) podían ser alojadas por los oprimidos que pasarían un día de ser objetos de la explotación del sistema capitalista a sujetos de la emancipación social.

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Finalmente casi no se puede pensar sin una moral.

La emancipación, como moral buena, sería la revuelta de un Kant marxista: una mayoría de edad igualitaria, más allá de lo humano, más allá del capitalismo, más allá de la idea de sujeto.

Donde suele plantearse la idea de sujeto colectivo de emancipación, convendría imaginar cuerpos capaces de alojar ideales de emancipación. Los cuerpos colectivos de los oprimidos también pueden alojar las figuras de dominación y fabularse como un colectivo libre. Pueden alojar solidaridad, justicia, igualdad, libertad y pueden alojar odio, venganza, muerte.

Marx ve en el capitalismo la desquicia de la civilización. Parece una ingenuidad suponer que su supresión acabaría con los males de la humanidad, siendo que esa misma humanidad construyó y sostuvo el capitalismo, pero en Marx no se trata de ingenuidad sino de urgencia.

Allí donde se diría un sujeto singularmente colectivo, se podría pensar que lo colectivo como singularidad posible se presenta como figura que ocupa el lugar de sujeto.

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La visión marxista, entre muchas otras cosas, en las luchas políticas de los años setenta, encarna el mandato de estar en el mundo para mejorarlo.

El mejoramiento del mundo es una de las figuras que ocupa el lugar de sujeto en esos tiempos.

Cierto: la idea de mejorar el mundo supone un modelo de mundo óptimo, perfecto, ideal.

Tal vez inspira el porvenir otra figura: estar en el mundo sin impedir la vida.

La decisión de interrumpir un embarazo, ¿impide la vida?

¿Qué significa no impedir la vida? ¿Confiar en la vida?

No se trata de la decisión del poder que, como señala Foucault, pasa “de hacer morir al dejar vivir”.

Dice la Paranoia: No confíes en la vida, no te relajes: algo espantoso puede pasar.

Las figuras hablan a alguien, pero ¿a quién? Hablan a un quién adviene escuchante de ese hablar que se presenta como emanando de la ficción de sí (que ese hablar contribuye a crear).

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La misión de mejorar el mundo supone el conocimiento de qué le conviene.

La historia de las diferentes civilizaciones es, también, la historia de las tramas sociales inventadas para soportar demasías. Esas tramas (las religiones, los ejércitos, los estados nacionales) que ofrecen seguridad, contención, ficción de comunidad, pueden aniquilar lo viviente.

Marx (1867) pone a la vista la idea de sujeto como fábula del capitalismo cuando advierte que el amo no es el capitalista sino el capital, escribe: “En esta obra, las figuras del capitalista y del terrateniente no aparecen, ni mucho menos, de color de rosa. Pero adviértase aquí que sólo nos referimos a las personas como personificación de categorías económicas, como representantes de determinados intereses y relaciones de clase. Quien, como yo, concibe el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso histórico social, no puede hacer al individuo responsable de la existencia de relaciones de las que él es socialmente criatura, aunque subjetivamente se considere muy por encima de ellas”.

La leyenda, en dios confiamos (“In God We Trust”) presenta al billete de dólar como signo divino de la única confianza posible.

¿Fuera del dios dólar no conviene confiar en nada ni en nadie?

Ni siquiera en los pensamientos que se piensan en ese pensar que creemos como pensamiento propio: estalla la paranoia.

El capitalismo se lleva mejor con la esquizofrenia que con la paranoia.

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Marx advierte que los personajes sociales portan lo que no son: el capitalista personifica al capital, se inviste de algo que no tiene, sino que lo tiene. El capital es la figura que ocupa el lugar de sujeto, que se encarna como Amo; escribe (1894): “El capital es la potencia económica, que lo domina todo, de la sociedad burguesa. Debe constituir el punto de partida y el punto de llegada”.

El siglo veinte celebró, entre otras cosas, la personalidad como cualidad original y auténtica de cada cual. Fue un tiempo de líderes políticos excepcionales, de héroes fundadores de doctrinas, de atletas de rendimientos superiores a lo normal, de estrellas de cine que vivían felicidades o infelicidades máximas, de pacientes que, en el diván freudiano, vislumbraban maravillosos teatros privados.

El pensamiento marxista de los años setenta, interesado por el psicoanálisis en nuestro país, objeta la primacía de lo que llamaba sujeto individual, por sobre la idea de sujeto histórico y social. Atento a los descubrimientos freudianos, puso esmero en localizar qué hacía la diferencia en cada uno, sin renunciar a pensar la diferencia que hace la historia en todos.

Cada quién deviene en su estilo -se decía- pero en condiciones sociales que lo estilan como punzones que inscriben ciertas posibilidades y no otras en la piel. Al interrogar el misterio personal, las circunstancias de una vida (angustias, pasiones, deseos), esa crítica no perdía de vista que cada existencia única y sin igual estaba sobre-determinada (o, para decirlo

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de un modo audible en nuestros días, atravesada) por papeles que cada tiempo histórico asigna como posibles para cada cual.

La posición protagónica de la singularidad no residía en el yo, la individualidad, la personalidad, sino en la historia: la historia decidía cada vida, como conjugado social y no sólo familiar.

La figura de emancipación, alojada en humillados y ofendidos del capitalismo, dimensionaba la idea de sujeto como ficción individual. La cuestión protagónica la asumía la lucha de clases y la figura que pugnaba por ocupar la posición de sujeto era la emancipación como ánimo que habita en explotadas y explotados.

La gramática como condición cerrada del pensamiento fue observada por Nietzsche.

La lengua se ofrece cerrada y errada. El lenguaje vino al mundo para hacer algo que el cuerpo humano no podía: cerrarse sobre sí (separarse del mundo) y desprenderse de sí (vagabundear más allá de sus límites).

Benedito (1992) llama a esa percepción de Nietzsche su conciencia lingüística.

Este libro aprovecha, de esa perspectiva, la idea de sujeto como posición que puede ser ocupada por diferentes figuras.

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Nietzsche no sucumbe a la fascinación moderna del vocablo sujeto, piensa que se trata sólo de un hábito gramatical (experiencia histórica de acatamiento) que favorece la creencia en algo o alguien sustancial que piensa.

Entiende que la representación sujeto, que gobierna los tiempos presentes, se construye como ficción lingüística.

Razón, Moral, Estado, Sujeto, son hijos modernos de Dios.

Declara Nietzsche (1889): “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática”.

La lengua que habla en nosotros (en la ficción de un nosotros que crea) instala fijezas gramaticales que imponen hábitos de enunciación que presumen de verdades esenciales.

Uno de esos automatismos atribuye la idea de sujeto a una acción.

La gramática consuma determinaciones.

El tartamudeo de lo indecidible resquebraja la solidez de lo establecido.

Aprendemos que dada una proposición, para saber qué ocupa el lugar de sujeto, se interroga al verbo: el obrar de la pregunta recuerda que no hay sujeto como identidad previa a la acción y que esa acción toma conciencia de sí ante el espejo roto de la pregunta.

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Pregunta que suspende conclusiones impresas en la lengua que nos piensa.

Si el verbo forma parte de un dispositivo histórico de significación (designa quién hizo qué cosa), la pregunta al verbo podría abrir esa red con el filo del sentido.

La interrogación, a veces, suspende el remate de lo determinado.

Mal augurio para lo establecido mirarse en un espejo roto.

El sentido reside en ese suspenso: vacila en lo indeterminado, en esa vacilación late lo singular.

El sentido no vive en la pregunta, sino en el preguntar.

El sentido se mueve en lo inacabado.

Si analizamos la proposición Juan come la manzana y preguntamos al verbo ¿quién come la manzana?, el verbo responde Juan.

Pero Juan no es el sujeto, es un nombre que funciona en esa posición.

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El sentido tiende a cortar lo que el significado ofrece unido.

El nombre soporta lo que dice el predicado. No importa si el nombre tiene hambre, tiene dientes o si le gusta o no ese fruto. El enunciado sentencia al nombre a tener que comer esa manzana cada vez que alguien pronuncia la oración.

Lo mismo ocurre con la proposición la espuma es blanca. Las efímeras burbujas de agua quedan atrapadas en una cualidad que causaría risa al mar si le fuera dable reírse. Aunque el lenguaje tratara de excusarse de la torpeza con el poema Tú me quieres blanca de Alfonsina Storni (“Tú me quieres alba, / me quieres de espumas, / me quieres de nácar”).

El nombre, tras la pregunta al verbo, ocupa el lugar de sujeto para esa acción. El verbo demanda algo o alguien que sostenga lo que predica.

Entonces bajo la forma de un nombre irrumpe un quién conminado a hacerse cargo.

La figura que se presenta en el lugar de sujeto importa menos por su identidad que por la provisoria asunción de una responsabilidad.

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La pregunta al verbo (quién hace eso que se dice) por un instante pone a la vista el lugar de sujeto como disponibilidad o vacío.

Interesa la pregunta como llamado e invocación.

Un mundo social impone un repertorio de predicados posibles que conciben verosímiles capaces de soportarlos.

No se puede hacer cualquier cosa con una manzana.

Veamos algunos enunciados: Juan come la manzana, Juan compra la manzana, Juan roba la manzana, Juan lava la manzana, Juan pela la manzana, Juan asa la manzana, Juan lustra la manzana, Juan esconde la manzana, Juan comparte la manzana, Juan lleva la manzana a la maestra.

Nietzsche advierte que la gramática disciplina el pensamiento.

Incluso la lógica de la lengua impide, en el enunciado propuesto Juan come la manzana, entrever que la manzana come a Juan: instante preciso en el que el perfume, el jugo, la consistencia sólida y esponjosa del fruto inundan los sentidos de esa ficción nominal, saturando de manzana la memoria, la experiencia, el futuro.

Plenitud manzana en el que esa potencia ocupa el lugar de sujeto.

El instante pleno de manzana trastorna la disciplina social. Incluso la acción podría estar comandada no por el deseo de comer manzanas o el

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esplendor pomáceo, sino por la dieta que ordena: Sólo comerás manzanas, ¡basta de alfajores!

Sin contar con la historia del fruto prohibido, la manzana que promete hacer de cada criatura humana un dios: manzana como tentación de saber absoluto.

Manzana como figura utópica de la inmortalidad.

Una sociedad de control, controla la predicación.

Si los predicados estallan los soportes se desquician: Juan baila con la manzana, Juan duerme con la manzana, Juan hace el amor con la manzana, Juan tiene terror a la manzana, Juan dice que la manzana es el sexo de su madre y la cabeza de su padre, Juan siente moverse gusanos en la manzana, Juan devora la manzana como Saturno a sus hijos, Juan lee el futuro en la manzana, Juan escucha en la manzana los gemidos de la humanidad que sufre, Juan da una vuelta a la manzana.

La idea de inconsciente aloja predicados que desmoronan a la razón.

Cuando el valor de lo colectivo, de lo común, de lo de todos y para todos por igual, ocupa el lugar de sujeto, cuando la solidaridad soporta la acción de un conjunto que lucha y resiste, entonces, el capital se exaspera.

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Si la afirmación de un único predicado es la fórmula de la identidad (“soy el que soy), la proliferación de predicados trastorna la soldadura moderna de la idea de sujeto con la idea de yo y con la conjetura de un inconsciente personal o privado.

Si no fuera por la gramática, las anheladas identidades individuales se esfumarían.

Nietzsche (1882) imagina que podríamos vivir sin conciencia: pensar, sentir, desear, recordar, obrar, sin saber lo que nos está pasando. Una vida sin espejos.

No conocemos todos los pensamientos que se piensan en lo que llamamos nosotros mismos. No comprendemos lo que estamos viviendo, el obrar se adelanta y desborda lo que esa comprensión alcanza a reflejar. La conciencia, si llega, arriba tarde, como le ocurre al analizante que habla de más: un demás que no dice lo inconveniente, sino lo que lo excede. La conciencia comunica una comunidad en las que algunos mandan y otros obedecen. Esa conciencia que tenemos (que nos tiene) sirve para vivir en el reducido y minusválido mundo del rebaño.

Nietzsche no distingue entre la cosa en sí y el fenómeno, entre sujeto y objeto, entre saber e ignorar, entre verdad y error. Admite que la conciencia sólo refleja privilegios difundidos por la gramática, esa metafísica popular.

Nietzsche (1886) sostiene que tanto la idea de yo como la de sujeto son supersticiones filosóficas.

Igual que la creencia de que ponerse las medias al revés desencadena desgracias o la que supone que ante una persona envidiosa conviene

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hacer los cuernos con la mano derecha para prevenir males. Lo mismo que el convencimiento de que pasar por debajo de una escalera trae mala suerte y que si es una mujer seguro que no se casa (aunque si fue obligada, puede conjurar el maleficio diciendo: “Paso, pero me caso”).

Pascal (1660), tras dedicarse a las matemáticas, anticipando la llamada cognición corporal, revela que la cifra secreta de la creencia está en el cuerpo: ponerse de rodillas refuerza la fe en dios. Reconoce la gramática corporal como pedagogía del pensar. Escribe entre sus Pensamientos: “Hace falta que lo exterior se una a lo interior para obtener algo de Dios; es decir, hay que ponerse de rodillas, rezar con los labios, etc., a fin de que el hombre orgulloso que no ha querido someterse a Dios esté ahora sometido a la criatura”.

Hace unos años, The New York Times publica hallazgos de estudios cognitivos corporales: el funcionamiento cerebral se altera con el cambio de ropa. Citan casos pueriles: si alguien se pone el delantal de médico se conduce más observador, si se pone el de un artista plástico, más sensible.

El estudio también muestra que si una mujer viste ropa masculina en una entrevista de trabajo tiene más posibilidades de ser contratada.

Para Nietzsche (1886) el hábito hace al monje: los automatismos gramaticales fabrican creencias que cargamos como si fueran evidencias, escribe “un pensamiento viene cuando ‘él’ quiere, y no cuando ‘yo’ quiero; de modo que es un falseamiento de los hechos decir: el sujeto ‘yo’ es la condición del predicado ‘pienso’. Ello piensa…”.

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Dice: No me puedo sacar de la cabeza que la abandoné cuando más me necesitaba.

¿La culpa (como ello que piensa) ocupa el lugar de sujeto?

Escribe Nietzsche (1886): “En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”.

Se podría decir así: amamos el deseo, no lo deseado. El amor, entusiasmado por el deseo, apela a la ilusión de propiedad: el posesivo abraza dichoso lo que no le pertenece y se obsesiona en conservar y apresar lo que, de todos modos, se le escurre.

Borges (1969 b) se refiere a la psicología como “fantasía de la conducta y el sentimiento”.

Destaca Nietzsche (1886) que uno de los equívocos más duraderos del pensamiento de occidente es que “pensar es una actividad para la cual hay que suponer como causa un sujeto”.

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Borges (1928) en el prólogo al libro El idioma de los argentinos presenta el ensayo Indagación de la palabra como un texto dedicado a “un recelo, el lenguaje”.

No conviene afirmar que somos lo que el lenguaje ha hecho de nosotros sin alguna precaución: el lenguaje es todo y es nada, el lenguaje es merecedor de agradecimiento y desconfianza. Poner en duda el lenguaje, equivale a sospechar de eso que se considera uno mismo.

La afirmación de Heidegger (1946) “El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre”, merece un comentario: el lenguaje ampara alojando en su casa. En esa espléndida morada habita la ilusión humana. El lenguaje da refugio en su prisión.

Borges (1928) anota al comienzo de su ensayo: “El sujeto es casi gramatical y así lo anuncio para aviso de aquellos lectores que han censurado (con intención de amistad) mis gramatiquerías y que solicitan de mí una obra ‘humana’. Yo podría contestar que lo más humano (esto es, lo menos mineral, vegetal, animal y aún angelical) es precisamente la gramática…”.

¿Casi gramatical? Por poco o poco menos que gramatical; ese no todo, ese acabamiento defectuoso, esa imperfección, justifica entusiasmos y esperas.

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El casi recuerda que toda fábula puede pensarse como adverbio de un acierto fallido.

Sujeto casi gramatical porque es más gramatical que psicológico.

A la vez que advierte que su afición por la gramática podría ser juzgada en forma despectiva, Borges afirma que no hay nada más humano que la gramática.

En seguida emprende el análisis de una oración (término que se emplea tanto para designar el conjunto de palabras que tienen un sentido gramatical completo, como la acción de halagar o suplicar a un dios).

Para ridiculizar la afirmación de que toda palabra es significativa, toma el comienzo del Quijote: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,…”. Así, exagerando el estudio de cada palabra -tras esa reducción al absurdo-, refuta la idea de que cada término aislado conforma un signo de una unidad autónoma y completa, concluye cercano a Benedetto Croce: “las palabras no son la realidad del lenguaje, las palabras -sueltas- no existen”.

Borges ironiza sobre “lo tornadizo y contingente” de cada función gramatical. Para ilustrar el poder que el lenguaje tiene de destinar una escritura, cita un fragmento de Joubert (un moralista francés del siglo diecinueve): “Más que un hombre es una naturaleza humana, con la moderación de un santo, la justicia de un obispo, la prudencia de un doctor y el poderío de un gran espíritu”.

Borges conjetura el excesivo elogio así: “Aquí Joubert jugó a las variantes no sin descaro; escribió (y acaso pensó) ‘la moderación de un santo’ y acto

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continuo esa fatalidad que hay en el lenguaje se adueñó de él y eslabonó tres cláusulas más, todas de aire simétrico y todas rellenadas con negligencia”.

Toda poética, antes que por el genio, obra por costumbre o automatismo sintáctico. Continúa enseguida: “Hablé de la fatalidad del lenguaje. El hombre en declive confidencial de recuerdos, cuenta de la novia que tuvo y la exalta así: ‘Era tan linda que…’ y esa conjunción, esa insignificante partícula, ya lo está forzando a hiperbolizar, a mentir, a inventar un caso. El escritor dice de unos ojos de niña: ‘Ojos como…’ y juzga necesario alegar un término especial de comparación. Olvida que la poesía está realizada por ese ‘como’, olvida que el sólo acto de comparar (es decir, de suponer difíciles virtudes que sólo por mediación se dejan pensar) ya es poético”.

Borges advierte la paradoja de las metáforas: comparan lo incomparable, para decir algo, nombran otra cosa (toma por caso “ojos como soles”, explica que no se trata de imaginar un sol en cada ojo, sino de dar a entender que se trata de unos ojos hermosos e inigualables).

Postula dos proposiciones que admite contradictorias: “Una es la no existencia de las categorías gramaticales o partes de la oración y el reemplazarlas por unidades representativas, que pueden ser de una palabra usual o de muchas. (La representación no tiene sintaxis. Que alguien me enseñe a no confundir el vuelo de un pájaro con un pájaro que vuela). Otra es el poderío de la continuidad sintáctica sobre el discurso. Ese poderío es de avergonzar, ya que sabemos que la sintaxis no es nada”.

Sólo la autonomía de la representación podría dominar sobre la sintaxis. La representación es un torniquete posible a la hemorragia del sin-sentido

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y el desamparo. Nunca será simpático decir que cada criatura que habla parece un autómata de la lengua o de los automatismos de la lengua que se desencadenan cuando hablamos o creemos pensar. Sería fatigante un mundo sin sintaxis (palabras asociadas para dar una representación). El diccionario rodea cada palabra de representaciones que llama significado, función, uso, etimología. Vivimos confiados a la sintaxis que regla los enunciados posibles. La sintaxis, ¿es más poderosa que la semántica? ¿Máquina de enunciación, fábrica de representaciones?

Triste, final de la ficción humana: ya no se considera parte del espíritu divino ni de un destino que lucha contra el mal, ya no tiene una meta mesiánica ni cree que en cada hablante habita en potencia un salvador. Tampoco se arraiga en el espejismo del ser como reflejo del deseo de otro; ahora, en este libro, se suponen cuerpos en los que habitan energías que se organizan según caprichosas y accidentales figuras o fantasmas discursivos que apuntalan clases sociales (siendo a su vez apuntalados por ellas).

Escribe Borges (1928): “Dos intenciones -ambas condenadas a muerte- fueron hechas para salvarnos. Una fue la desesperada de Lulio, que buscó refugio paradójico en el mismo corazón de la contingencia; otra la de Spinoza. Lulio –dicen que a instigación de Jesús- inventó la sedicente máquina de pensar, que era una suerte de bolillero glorificado, aunque de mecanismo distinto…”.

En La máquina de pensar de Raimundo Lulio (publicada en El Hogar el 15 de octubre de 1937 e incluida posteriormente en Textos cautivos), Borges alude al aparato concebido por el alquimista y cabalista español Raymundo Lulio, que en el siglo XIII ideó un artefacto de pensamiento.

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Escribe Borges: “Un hombre de genio, Raymundo Lulio, que había dotado a Dios de ciertos predicados (bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, virtud, gloria), ideó una suerte de máquina de pensar hecha de círculos concéntricos de madera, llenos de símbolos de los predicados divinos y que, rotados por el investigador, darían una suma indefinida y casi infinita de conceptos de orden teológico. Hizo lo propio con las facultades del alma y con las cualidades de todas las cosas del mundo. Previsiblemente, todo ese mecanismo combinatorio no sirvió para nada”.

Si Lulio nombra la máquina que contiene todos los predicados divinos, Spinoza nombra la promesa que no se alcanza o que se alcanza no alcanzándose.

¿Se tiene un impulso o un impulso nos tiene? Se dice cedí al impulso o se dice el impulso fue más fuerte. Se suele considerar ajeno a lo que está fuera del control de la conciencia y de la voluntad; así el impulso es vivido como un extraño desaforado (un fuera de sí), un trance que promete satisfacción plena.

Un impulso no se tiene, se vive como si nos tuviera o como si lo tuviéramos. El tener mismo sobreviene con el impulso: el impulso impulsa un quién teniendo o tenido.

Con el resplandor impulsivo nace quién lo tiene siendo tenido.

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A veces, la imposición impulsiva trabaja en las sombras, preparándose para aparecer -desde un supuesto adentro del ser- disfrazada de deseo propio.

¿Se tiene una idea obsesiva o esa idea nos tiene? Una obsesión es una excesiva disposición para algo. A veces, la obsesión coloniza el deseo; otras, el deseo vive paralelo a esa recurrencia.

¿El deseo es mi deseo o es un deseo que habita la vida que estoy viviendo, que la hace mi vida habitándola?

No se dice hago aparecer una idea, sino una idea se me aparece; incluso se dice me surgió una idea y no se dice hice surgir una idea. Tampoco se dice hago que un pensamiento se me cruce, sino se me cruza un pensamiento. Suele admitirse cierta autonomía de las ideas y los pensamientos.

Homero y Hesíodo presentan la inspiración como acción divina: la poesía es un don de los dioses, los poetas son videntes que prestan su voz para

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trasmitir ideas de los dioses. La inspiración se vincula al entusiasmo (el secreto de ser poseído por un dios o vivir teniendo un dios dentro). Inspiración también se entiende con las acciones de soplar o respirar (se respiran o inspiran emociones): estar inspirado es estar infusionado de la idea, el sentimiento, la habilidad de un dios. Las criaturas humanas no tienen pensamientos propios, los dioses, a través de un imperceptible fluido gaseoso que llamamos aire, soplan visiones.

Dice Demócrito: “cualquier cosa que el poeta escribe con enthousiasmos y aliento divino es excesivamente bella”.

Hesíodo (siglo VIII a. C.), en el párrafo 31 de la Teogonía, declara que las Musas (hijas del poderoso Zeus) infundieron una voz divina en su canto.

¿Se tiene una experiencia personal o una experiencia se posa en alguien que nace de ese posado haciéndola personal? ¿Qué hace que, del infinito o de la nada, algo se vuelva personal? Cuando se dice me lo dice la experiencia, ¿quién o qué habla en la experiencia?

El psicoanálisis enseña que el yo no interesa como lugar de conocimiento, sino como sitio de desconocimiento yo no sabía, mientras lo estaba haciendo, qué estaba haciendo.

Se dice me llamó la atención su mirada o presté atención a sus manos o tuve con ella una atención o tiene un déficit en la atención o necesita

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atención o attenti (usando la voz italiana), ¿la atención es una cualidad personal o una acción que atrae (o no) los sentidos?

¿Se tiene miedo a la muerte o el miedo a la muerte nos tiene? Cuando se dice me vino el miedo a la muerte, ¿de dónde viene ese temor?, ¿es recelo agazapado? Y, si alguien dice el miedo a la muerte me viene cada vez que la estoy pasando bien, ¿revela las nupcias entre morir y pasarla bien?

La muerte es un dolor que no podrá dolernos o un alivio que no sabremos disfrutar.

Escribe Levrero (2008): “Morirse debe ser como salir a la calle, cosa que me cuesta cada día más, pero sin la esperanza de retornar a casa. (…) el no ser no tiene nada de aterrador porque no hay qué aterrar…”.

Cuando alguien dice tengo el hábito de afeitarme todas las mañanas antes de tomar un café ¿se creó un hábito o el hábito crea la ilusión de que tiene un procedimiento para amanecer prescindiendo de la voluntad, las ganas, los deseos, sentimientos?

Cuando me propongo un objetivo, me trazo una meta, me empeño en obtener algo, ¿es el yo pienso luego existo el que decide esos actos? Se

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podría decir que la meta toma la dirección de las energías que viven en la vida que vivo.

¿El pronombre personal (me) está adherido a la meta a la vez que la meta se sostiene en el pronombre de la primera persona?

A veces cuesta estar sin hacer nada, se trata de llenar los huecos con alguna ocupación (comer, mirar televisión, tener sexo, cuidar la salud, hacer ejercicios físicos, ganar dinero o gastarlo), alguna cosa, que evite la sensación de vacuidad. Como si se temiera estar a solas (¿con sí mismo?): horror a la mismidad que se proclama como la más preciada libertad.

La llamada mismidad se extiende hacia lo abierto, sin fin. El lenguaje adormece tanto como propaga. La sensibilidad humana no puede la inmensidad.

Se podría pensar que cuando las ocupaciones se retiran, con el ocio (ese ansiado descanso) advienen fantasmas que acechan esperando la oportunidad (llegan la culpa por haber hecho algo que no se debía, el miedo a la enfermedad y a la muerte, la nostalgia por el amor perdido, el reproche por no haber cumplido con algo, la codicia por las posesiones del prójimo). ¿Sólo llega lo que asedia? Podría advenir aire, brisa, saliva, agua: podría el instante, sin nada.

De pronto alguien dice: me vinieron ganas de ser feliz, ¿dónde estaban esas ganas?, ¿qué las hizo venir?

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Y, ¿si la las ganas de ser feliz fueran la fachada del imperativo ¡sé feliz! que exprime una vida con su goce? Y, ¿si la felicidad fuera el anzuelo que se retuerce en una boca?

El enunciado ser feliz realiza el imperativo de la sustancia reforzado con la idea de felicidad: la criatura que habla es tierra fértil para ilusiones.

Cuando se dice: hoy me desperté con mal humor, ¿el mal humor no alcanzó a disiparse durante la noche, no se trabajó en el sueño o es un resto de ese trabajo que trató un asunto que amaneció sin cicatrizar? A veces, cuando se duerme, mudan las energías que se disputan la vida que vivimos y, tal vez, se amanece con entusiasmo.

Si alguien vive en estado de sobresalto por temor a que ocurra algo imprevisto, un peligro, un mal, incluso sin que haya motivos para suponer la irrupción de un daño, ¿diremos que está angustiado, ansioso, paranoico o que la angustia, la ansiedad, la paranoia, dominan la vida que está viviendo?

Aquello que domina promete evitar o controlar lo que podría pasar, contener lo imprevisto, invertir tiempo y energía en una ocupación que reditúa seguridad.

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Un amigo aconseja a otro: No te compliques, decile que no podés. Una recomendación inofensiva para que se evite una dificultad y no se comprometa con algo que lo excede o que no podrá cumplir.

El consejo adecuado, sin embargo, podría desconocer los aportes de la complicación que (al cabo) ofrece la recompensa de la queja por haber tenido que hacer lo que no se quería, de la excusa de no haber tenido tiempo para sí, del entretenimiento de tratar de escapar a la demanda de un semejante.

Nadie dice me duele mi dolor de cabeza, se dice me duele la cabeza o tengo dolor de cabeza; nadie declara la propiedad del dolor, el dolor sobreviene, sensaciona la cabeza y sólo se espera que desaparezca, que se disipe; pero si alguien dice sólo yo sé cómo se me parte la cabeza, ese dolor se vuelve distinción personal.

Una expresión curiosa es la de aspectos personales, se escucha decir: entre sus aspectos personales se encuentra el trastorno del sueño o beber alcohol en cantidades importantes o no poder parar de trabajar. ¿Qué es un aspecto personal? ¿Una cualidad capturada? ¿Atributos que refuerzan la idea de personalidad?

Pido que se tengan en cuenta mis aspectos personales, dice el grano de arena en una playa inmensa.

No hay aspectos personales, sino visiones que se asocian entre sí para persuadir a un quién que tiene personalidad.

La idea de personalidad contribuye a la ficción de libertad individual.

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Los trastornos que alguien sufre no son fatalidades de las que haya que desentenderse, esos trastornos organizan y resuelven energías que, de otro modo, habitarían caóticas y contradictorias una vida humana.

Escribe Levrero: “Las preguntas estaban muy bien formuladas. Al contestarlas mentalmente fui viendo un desfile de toda mi vida a toda velocidad, y por aquí y por allá iban saltando ante mis propios ojos cantidad de razones para que yo sufra los trastornos que sufro; y después del shock inicial, me di cuenta de que lo que yo combato como trastornos, sin poder solucionarlos, en realidad no son trastornos sino admirables soluciones que fui encontrando, inconscientemente, para poder sobrevivir”.

Levrero llama inconsciente a un obrar que actúa sin la voluntad de su conciencia.

Lo que llamamos nuestra personalidad ofrece la ilusión de una existencia casi solucionada: un desenlace posible para tensiones que, si no, esparcirían la ficción de ser como polvo anónimo.

A veces, en psicoanálisis se llama fantasma a eso que se ofrece a una vida como su solución: figura que se instala con el poder de un conjuro, una promesa, una protección.

Si vivir es capacidad de afectación (de afectar y ser afectados), ¿por qué protestar cuando nos toca padecer?

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Y, ¿cómo no protestar por injusticias y desigualdades que imperan en las sociedades humanas?

Se dice que cada cual se defiende de los padecimientos que le han tocado como puede; como puede quiere decir con eso que un mundo social ofrece como su horizonte de posibilidad: que sólo es un repertorio limitado de opciones.

Muchas de las cosas que nos dan ganas embotan la sensibilidad: nos atraviesa la paradoja de pretender una vida intensa y, a la vez, no soportar tanta intensidad.

Alguien se aferra a algo para vivir, digamos al alcohol, a internet, al cuidado de las plantas, a un amor; ninguna cosa es inofensiva cuando se vive en estado de aferrado: lo que sostiene, atrapa.

¿Se le asigna a ese algo la misión de salvarnos del padecimiento o uno se entrega ante la intervención de algo que hace de uno su misión? ¿Al final, existimos signados por ese algo?

Concluye así Levrero el análisis de un sueño en el que un niño arroja sin motivo un manojo de llaves en un monte de arena: “…el sueño me dice

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que no voy a poder lograrlo sin las claves de mí mismo que yo mismo escondí”. Pretende encontrar las llaves que le permitan adentrarse en su mundo interior, encontrar las claves que expliquen su vida e imagina el sí mismo como tesoro escondido; y ¿si no hubiera tales claves?, ¿si el sí mismo no fuera nada? Los padecimientos que se tratan de evitar hacen un favor: ayudan a concebir la intriga de una vida personal.

No se puede decir nada sobre el sueño que se sueña en la vida que vive otro: ese gesto respetuoso enseña el psicoanálisis.

¿Camino o me mueve el andar? ¿Pienso o me visitan pensamientos? ¿Tengo sed o la sed me tiene? ¿Pienso en la vejez o la vejez me piensa?

Dice la Vejez: De ahora en más, será como yo diga.

Eso que me mueve, que me visita, que me tiene, que me piensa, posibilita -a la vez- la ficción de un mí que está siendo movido, visitado, tenido, pensado.

Se dice: Me puse nervioso. ¿Quién se pone nervioso? Convendría decir: El nerviosismo se apodera de las energías que frecuentan la vida que vivo, pero ¿quién vive?

El nerviosismo sensibiliza un quién que, entre otras cosas, nace a la vida humana en esa sensibilidad nerviosa.

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Se dice: no sé qué hacer con mi vida; se podría probar: no sé qué hacer con la vida. El posesivo teje la ilusión de que, si la vida es mi vida, tendría que tener poder sobre ella

Se dice: Es un tipo hipocondríaco; tal vez ayude más enunciar: Vive obsesionado por la ilusión de controlar la muerte.

Si dice: vivió su vida; cabe pensar que: cumplió un conjunto de prescripciones ordenadas por fantasmas que lo habitaron.

Se puede sostener que en la idea de sujeto reside la hechura humana o probar decir que en los ensambles hablantes distintas figuras comandan el lugar de sujeto.

Así como se admite (con pasmosa naturalidad) la idea de sujeto, ¿por qué no probar pensar cómo sería la vida no siendo? ¿Por qué no suponer que ese lugar puede ser ocupado por figuras, fuerzas, energías que irradian sentidos que parasitan (a la vez que resguardan) una vida?

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La idea de sujeto transporta la representación de hombre autónomo en su persona y dueño de sí, muralla que comienza a resquebrajar el psicoanálisis golpeando con la idea de inconsciente.

Dice: No tengo tiempo para nada, podría traducirse: ocupo todo mi tiempo para negar que el tiempo no me pertenece y que toda existencia pertenece al tiempo. Pero, ¿quién niega: el yo, la conciencia? La figura que ocupa el lugar de sujeto es la negación que no admite que no se tiene propiedad sobre el tiempo.

En la proposición el tiempo es dinero, el dinero se impone como amo del tiempo.

¿Tengo poder de decisión sobre lo que me pasa? Sí tengo, pero esa soberanía no es soberanía plena y suprema, es dominio que no domina, imperio que no impera, gobierno que no gobierna. Lo otro de este soberano que no ejerce todo el poder no es el súbdito que no tiene autoridad, sino el acontecimiento en tanto acople inesperado de intensidades que no pertenecen a nadie.

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En Inolvidable (1944), bolero del compositor cubano Julio Gutiérrez, lo imborrable no es el yo, la experiencia personal, el recuerdo propio, sino momentos que sobreviven como resplandecer de un temblor.

Se valora la autocrítica, pero ¿qué significa la crítica de sí, crítico de qué, a quién alude el de sí o el de mí?

El pudor ante el error persuade que la imparcialidad es el espejo que una ficción necesita para verse a sí misma.

¿La autocrítica es el goce de los espejos?

La reflexión, esa marea de reflejos, inventa un sí mismo como ilusión de correspondencia, espejismo.

Un espejismo autocrítico se presenta como la verdad más lograda, en un desierto.

Se dice: “le llenan la cabeza con esas ideas”, como si la cabeza fuera un recipiente personal que puede ser invadido, ocupado, contaminado; se podría decir: “esas ideas le dan la ilusión de que tiene una cabeza susceptible de ser llenada”.

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Cuando alguien no piensa en nada, no piensa en nada el yo, la persona, sino la distracción, especie de disponibilidad a cualquier pensamiento o a la ausencia de pensamientos.

La figura que se apodera del lugar de sujeto es la ausencia.

Depende, el pensar en nada puede aliviar o aterrorizar al yo, a la persona, a la ficción de sí que cree pensar o no pensar.

“La nada misma anonada” es una expresión que Heidegger (1929) emplea en ¿Qué es metafísica?

Diferentes figuras ofrecen sus servicios para auxiliar una vida hablante anonadada.

Escribe Pessoa (1928) en Tabaquería: “(Come chocolates, pequeña / ¡Come chocolates! / Mira que no hay más metafísica en el mundo que / los chocolates. / Mira que las religiones todas no enseñan más que / la confitería”.

Cuando se desea a otra persona, ¿quién desea? Desea el deseo posicionado en el lugar de sujeto, desea bajo la forma del amor, la obsesión, la conquista propietaria.

La posesión se expresa como obsesión. La obsesión es la servidumbre voluntaria a un deseo tiránico.

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La Obsesión dice: ¡Soy lo único que importa, todo lo que no sea mi consumación puede esperar! ¡Soy deseo urgido!

Las sacudidas de la obsesión toman por asalto. La obsesión compone su encanto con claves secretas de la vida de cada cual. Incluso compone y encanta el secreto de esas claves, disemina pistas falsas para fortalecer ese arraigo, pistas que toma prestadas del aquí y del allá del mundo social y familiar.

Casi nada puede con la irrefrenable atracción de la obsesión. Su poder de encantamiento pertenece al misterio: simultaneidad inabarcable, más inabarcable cuanto más pensada.

El misterio del acople entre dos, tres, miles, se corresponde con la potencia mutante de lo imaginario: todo puede ser diferente a lo que parece.

Un hombre vive con una mujer, pero -de pronto- el deseo que lo habita desea a otra. O, tal vez, el deseo simula desear a otra para escapar del encanto que vive en aquella mujer. ¿El miedo al encierro persuade al deseo de que busque una salida? Un embrollo: ¿el deseo desea a otra para escapar de un cautiverio? ¿El deseo está más urgido de escapar de eso que lo sujeta atrayéndolo que de desear a otra?

Vive en la tensión de un deseo que dice: busco algo que me cautive, no quiero nada que me aprisione.

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Quizá el deseo desea una amante para fugarse de una atracción que lo encierra: supone que de una amante siempre será posible escapar, la idea misma de amantes es la de la secreta intimidad de una escapada. Los amantes siempre están por terminar, salvo que eso de lo que se quiere escapar se las ingenie para reaparecer proyectando una vida con la amante (pero, entonces ya no sería la amante).

Siguiendo un argumento que se lee en Lacan, la angustia no sobreviene por traicionar a la mujer con la que vive, sino por traicionar al deseo que ama vivir cautivo en esa mujer. Pero, ¿quién traiciona? Un quién que adviene como decisión de esa traición.

No importa tanto volver a decir que el deseo muerde en objetos que ofrece y selecciona una sociedad para cada quién, sino preguntar cómo el deseo se posesiona en cada cual.

Cuando alguien consume una sustancia, ¿quién consume? Consume la sustancia que ocupa la posición de sujeto. La sustancia promete emociones, pero las emociones vividas quedan convictas de ese consumo. Tal vez en otras culturas las sustancias puedan ser camino de un éxtasis ansiado, pero no en una en la que el consumo tiene la forma de lo tiránico. No se trata de cambiar de amo, ni de argumentar la opción por un amo bueno frente a un amo malo, y que el bueno puede ser manejado, dosificado, empleado a gusto. Nada de eso es posible, cuando se trata de un Amo, acontece sometimiento, resistencia, combate.

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No se trata de la percepción mística de una ficción de sí que ya vivió otras vidas o que el alma es un dormidero de otras almas que de pronto despiertan, acontece que los pensamientos que nos piensan trasportan las noches y los días de otros cuerpos transidos por preguntas que -no siendo las mismas- viven para siempre.

Alguien come maní, pero ¿quién come maní? El sabor de maní inunda la corporeidad de una vida que se encuentra, así, ante una hondonada de maní como si toda la extensión de lo viviente estuviera afectada por ese sabor.

Escribe Borges (1949) en El Zahir: “Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo”.

El verso de Tennyson dice así: “Flor en el muro agrietado, te corté de las grietas. Te tomo, con raíces y todo, en la mano. Flor bella... si yo pudiera comprender lo que eres, con raíces y todo la demás, sabría qué es Dios y qué es el hombre”.

Esa visión desmesurada (comprendiendo algo comprenderíamos todo), que late en la obra de Leibniz, reaparece en el El Aleph.

Suzuki confronta el poema de Tennyson con un haiku de Basho que dice “Cuando miro atentamente ¡veo florecer la nazuna en la cerca!”.

La nazuna es una flor silvestre pequeña, modesta y casi insignificante (¡hierba loca!), suele pasar inadvertida.

Otra versión podría decir: “Cuando la mirada se demora, ¡florece la nazuna en la cerca!”.

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Borges menciona en diferentes ocasiones una idea del poeta religioso alemán Angelus Silesius (1624-1677) que dice “La rosa sin porqué, florece porque florece”.

La sentencia advierte el riesgo que encierra todo análisis.

Borges, alguna vez, afirmó “que es imprescindible una tenaz conspiración de porqués para que la rosa sea rosa”.

Ironía a la que se podría agregar que a la existencia que llamamos rosa, no le importa ser o no ser una rosa. La rosa florece porque florece, no se propone lucirse, ni cumplir con un obligado plan botánico. El florecer porque sí ocupa el lugar de sujeto.

Otra vez el poema de Pizarnik (1962) “la rebelión consiste en mirar una / rosa / hasta pulverizarse los ojos”.

Siempre cabrá la pregunta sobre en qué consiste la rebelión y la duda de si eso que llamamos así no es complacencia disfrazada.

El exilio, ¿adviene en el silencio?

¿Quién se exilia en el exilio de sí? ¿La persona exiliada, el individuo desterrado, la voluntad expulsada de sus dominios? La figura que ocupa el lugar de sujeto es la decisión de salirse de sí. ¿Quién decide la decisión? La

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decisión decide, en un cuerpo que la aloja si no con libertad, por lo menos con pasión.

Habitar la razón, la potencia del lenguaje, la construcción de sí, para probar disolver esa inútil arrogancia. Establecer un mundo para exiliarse de él. Saber de su maravillosa y atroz existencia, privado voluntariamente de esa certeza.

La orilla ofrece una franja hospitalaria al exilio: se puede andar, trazar y gozar en la orilla, pero no establecerse allí.

Exilio como práctica no de la aflicción, sino de la vacilación de sí. Exilio no como el que es expulsado de lo que le pertenece por un poder, sino como el amante de lo cercano que decide marchar hacia la lejanía. La práctica de la lejanía como astucia de la proximidad.

Exilio como retiro de la ansiedad. Ansiedad no como mi ansiedad sino como furia que emana de las figuras que dominan una vida.

El exilio como salida de sí, no pretende unirse a un dios, tampoco propone salirse de sí como borrado de toda conciencia y memoria, salirse sin la experiencia del deseo, del amor, de los celos, la envidia, la ambición, la

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culpa, la libertad, el miedo, el mal. Sugiere intentar vivir exiliado de esas figuras, fuera del territorio en el que imperan, con nostalgia y sin afición, desventurado y aventurado a la vez.

Destierro, perdida de raíces, desapego, no son elecciones del exilio, son condiciones inevitables del vivir.

Escribe Pessoa (1928) en Tabaquería: “Llego a la ventana y veo la calle con una nitidez / absoluta. / Veo las tiendas, veo los paseos, veo los carros que / pasan / Veo los entes vivos vestidos que se cruzan / Veo los perros que también existen / Y todo esto me pesa como una condena a la / deportación / Y todo esto me es extraño, como todo”.

Exilio no como negación del sí mismo, sino como excursión más allá. Una cosa es el más allá (sitio de los muertos que habitan en el infierno o en el paraíso) y otra es vivir y pensar más allá de… como conjuro ante lo que nos sitia, limita, constriñe.

La expresión más allá de… declara la intención de dos escritos: Más allá del bien y del mal (Jenseits von Gut und Böse) de Nietzsche (1886) y Más allá del principio de placer (Jenseits des Lustprinzips) de Freud (1920).

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El psicoanálisis (si no se confunde con una experiencia de auto conocimiento) podría pensarse como práctica del exilio de sí.

No es lo mismo ser que estar, ni son equivalentes estar y morar. Morada no como una temporada en el infierno (Rimbaud) sino como temporada en el exilio. Morada en un exilio habitado no por la memoria, sino por el vacilante extrañamiento de lo recordado.

Escribe Didi Huberman (XXXX): “Sería morada no aquello en lo que vivimos, sino aquello que nos habita y a la vez nos incorpora”.

¿Quién camina? No tendría interés responder a la pregunta con el tapón del yo. Cierto, sin esa cobertura sentiríamos el peligro de una especie de hemorragia.

No se trata de disolver el yo (que muchos servicios presta).

El enunciado camina el caminar sirve como ejercicio de despegue: camina la vida, camina el movimiento, camina el impulso.

La pregunta ¿quién camina?, sin embargo, no cesa. Solicitar una respuesta que no se necesita es una hospitalidad que la razón se merece. Que no se necesite la respuesta quiere decir que se puede vivir sin esa respuesta. ¿Quién? finge la forma de la pregunta para detonar la posibilidad del exilio.

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Dice el Bienestar: “Soy ausencia de malestar: de dolor, de molestias, de preocupaciones, incluso de deseo. El deseo, traicionero, suele ser cómplice de la frustración”. Dice: “Es preferible mi abrazo tedioso, antes que el entusiasmo de las embarazadas, de los poetas, de los consumidores, de los asesinos y los suicidas”.

Dice el Escepticismo: “Entrégate a mí, sólo así estarás a salvo de ser uno más en esa postal de felicidad vulgar, deja que goce en ti la excepcionalidad que mi desaliento te da”.

Ausencia, espera, silencio, decisión, son posiciones de sujeto que no importa si se alcanzan o no; son estados hacia los que se tiende o que en un momento se precipitan como posibilidad o urgencia de la vida que estamos viviendo.

La clínica grupal de las psicosis extrema la pregunta ¿quién habla? No hablan las personas: habla la soledad, el desánimo, la complacencia, la muerte, el alcohol, la violencia, el dolor. Hablan no como temas comunes, sino como preguntas para cada quién.

La idea de tema transporta un empeño clasificatorio y apaciguador de lo que habla en quién habla, un sosiego aplacador que exclama ¡Ah…era eso!

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Pero tema también como ilusión de una épica personal. Alguien dice mi tema es el del sobreviviente, mi vida está marcada por el tener que sobrevivir: a la shoá, al terrorismo de estado, a la inflación, a una mujer, al colesterol.

De Brasi (2013) recuerda una cuestión de acentos entre théma griego y el thema latino. Señala que las salidas, alejamientos, dispersiones, irradiaciones, sobre otras cuestiones, eran requisitos del théma griego, que procuraba poner un asunto sobre la mesa con el fin de disolver el sentido único. Escribe: “De manera que ‘irse del théma’ era la regla de intercambio para permanecer en él”.

Si el hablante se abandona a la pregunta ¿quién habla?, pierde la ilusión de unidad

Dice Lacan (1964), a propósito de Merleau-Ponty, “sólo veo desde un punto, pero en mi existencia soy mirado desde todas partes”.

A veces se habla, se habla, sin decir nada o diciendo lo que otros esperan escuchar o repitiendo eso que habla o le habla al que está hablando. La clínica trata de poner el habla en silencio: poner el habla en silencio es ponerla en cuestión o anegar al habla de lo inabarcable, hacerla temblar, sentir la distancia y la ausencia, descabezarla. El analista no está en silencio (callado) cuando el analizante habla, hace silencio: se ofrece como silencio. El sentido deserta del habla como de una nación en guerra cuando encuentra la oportunidad del silencio.

La escritura de una crónica, sobre el habla que estalla y se dispersa en una reunión clínica en grupo, intenta rodear de silencio el habla de cada cual.

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La crónica no designa ni identifica: se lee como murmullo colectivo, como voces sin individualizar, evita la ficción personal para posibilitar la pregunta ¿quién habla? (¿quién duerme, quién se enoja, quién mira al vacío?).

Las voces de la crónica no son las mismas que se pronuncian en la asamblea. Son voces recortadas, escandidas. El corte como entrada de silencio, el silencio como estremecimiento de sentido.

La crónica escucha amplificado, distorsionado y también, reparando en algo que fue dicho. Reparar no como remediar, corregir, arreglar, lo que se dijo, sino como atención a lo dicho. Traer algo del olvido, de la nada, de lo inadvertido.

¿Qué significa rodear de silencio lo dicho? Crónica como reverberación: llamado que ensambla sociedades de dolor y de humor.

Reverberar: hacer que la palabra no quede absorbida en el automatismo. La crónica como enrarecimiento del parlamento personal. Muchos hablantes son portadores de frases hechas o pequeños relatos cerrados. Parecen moléculas de discursos automatizados.

¿Cómo conmover esa relación con el lenguaje que repite enunciados que dicen: me quiero ir a mi casa, me van a venir a buscar para sacarme de acá, tengo que salir para ir a cobrar mi plata?

¿Cómo desunir lo dicho para que advenga la pregunta de quién? La crónica es un decir desunido, confuso, desobediente que ejercita cortocircuitos, contactos inesperados, descargas de sentido. No es una grabación, ni una síntesis, ni un resumen, ni un punteo de lo importante, ni una ayuda memoria, ni una observación: vagabundeo, escucha errante.

“La luna ilumina también a los ladrones de flores” (Basho).

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La crónica como robo y asociación de fragmentos, ensamble de movimientos que rodean zonas emocionales. Zonas emocionales que no son temas comunes, sino volcanes de sentido: aberturas en el decir de las que salen, cada tanto, criaturas que arden, encendidas, derretidas, carbonizadas. La crónica no busca aunar lo de cada quién en un tema común, sino ofrecerse como soporte dispersivo: volver a separar lo que se tiende a reunir, desbaratar un orden, diseminar lo contenido.

¿Quién piensa? El deseo de tener una idea.

¿Quién desea tener una idea? El sentido de la propiedad.

El delirio es un modo para no desaparecer ante lo inabarcable. ¿Quién delira? El intento fallido de habitar lo inabarcable.

El hombre internado en un psiquiátrico hace más de veinte años, cada vez que se cruza con alguien, extendiendo la mano derecha firme en señal de saludo, pronuncia un apellido que puede ser suyo, de otro, de nadie; afirma: Sallustro. Vive encerrado en ese automatismo: convicto en esa persistencia. Algo así el lenguaje hace en los vivientes.

¿Esa persistencia ocupa el lugar de sujeto?

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En el relato Desafortunado de Alejandro Jodorowsky, “Un hombre que caminaba por la selva se topa con un león dormido. El hombre poniéndose de rodillas ante él, murmura: ‘Por favor, no me comas’, pero la bestia no le escucha, ella sigue roncando. El hombre de nuevo grita: ‘¡Por favor, no me comaaas!’. El animal no se da ni por enterado. Sorprendido y temblando el hombre le abre las mandíbulas y acerca su cara a los colmillos para volver a gritar el ruego, pero es inútil, la fiera no despierta. Colérico el hombre comienza a darle patadas en el trasero: ‘¡No me comas! ¡No me comas! ¡No me comas!’. El león despierta, salta sobre él y, furioso, comienza a devorarlo. El hombre se queja: ‘¡Qué mala suerte tengo!’”.

¿Qué ocupa el lugar de sujeto? ¿El hombre, el león, la fuerza del destino, la mala suerte, el terror que sólo se apacigua con el cumplimiento de la fatalidad?

Donde suele decirse las formas de pensar de los sujetos, se podría decir pensamientos que ocupan el lugar de sujeto en cuerpos vivientes. En el primer caso, la idea de sujeto alude a seres constituidos que poseen formas de pensar; en el segundo, se trata de hablantes que alojan pensamientos. Hablantes que advienen como hueco alojador de pensamientos ajenos que, a veces, los comandan.

Los pensamientos no pertenecen a nadie: no emanan de un yo que piensa, el yo que piensa deriva (pensando pensado) por esos pensamientos.

Donde se suele decir el arte actúa sobre la formación del sujeto; se podría decir el arte actúa como figura que ocupa el lugar de sujeto formando sensibilidades que anidan en cuerpos hablantes. En el primer caso, se impone una idea de sujeto que tiene o podría tener una formación; en el

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segundo, los cuerpos hablantes se ofrecen como temporalidades existenciales capaces de soportar sensibilidades que esperan formación. Sensibilidad como espera de un llamado o disposición alojadora de intensidades que transitan la vida. Intensidades que copulan con la sensibilidad al pasar entre dos o más cuerpos. Sensibilidad no como algo que uno tiene (que se despierta como reacción a un estímulo externo), sino como eso que nos hace nacer llevándonos (dejarse llevar por la sensibilidad).

Dice la Sensibilidad: Soy el nervio de la potencia.

Se suele decir: la condición de precariedad en la que viven ciertos sujetos; se podría decir; que la precariedad es la condición que ocupa el lugar de sujeto en la vida de ciertos cuerpos vivientes.

La Precariedad dice: “Nada dura para siempre, trata de sobrevivir un día más”.

Escribe Oscar del Barco (XXXX): “Subrepticiamente la técnica se ha vuelto sujeto (esto lo mostró muy claramente Marx, quien en ese sentido sigue siendo el negativo de Heidegger): ella es la que domina el todo del hombre mediante una creciente complejización que actúa por sobre lo humano, o dicho con otras palabras, que convierte lo humano en una de sus formas”.

La técnica como figura que ocupa el lugar de sujeto es un asunto incansable de la crítica que denuncia la creciente deshumanización de la civilización.

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Karl Kraus tuvo esa visión, a principios del siglo veinte decía que “vivimos una época en que las máquinas se hacen cada vez más complicadas y los cerebros cada vez más primitivos”.

Donde suele decirse: las verdades que el sujeto se ha creído y que profesa a ciegas, se podría decir: ciertas ideas ocupan el lugar de sujeto, convencen sobre su autoridad, se hacen llamar verdad y persuaden obediencia. Pregunta: sin la ficción sujeto existiendo de antemano, ¿persuaden a quién?, ¿al yo, a la conciencia, al sí mismo, a la persona? Persuaden a una existencia que habla afectada y regimentada por lo que habla en ella.

Se dice se trata de apropiarse, es decir adueñarse de lo ajeno. O se dice: Se trata de apropiarse, es decir adueñarse de lo propio. Se podría decir: Se trata de demorarse, ofrecerse, abrirse, a una potencia que no pertenece a nadie, a una potencia que se da al vivir.

Un argumento dice que no hago lo que hago por lo que creo (imagino que estoy en lugar que elijo estar, en el que quiero estar, el que más deseo y el que más me gusta), sino por algo secreto y oculto para mí mismo que sin darme cuenta me lleva a estar sirviendo en vida al deseo de otro.

(Y estando ahora aquí realizo el deseo de una lejana mujer que amé, que admiré, que respeté y de quien quise ser hijo dilecto, el hombre que ella misma proyectaba y anhelaba para sí).

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¿La figura que ocupa el lugar de sujeto es el imperativo de complacer a esa mujer y por extensión a todas las mujeres?

¿Por qué conservar la idea de un deseo propio o de un deseo de otro?

No es lo mismo decir que se trata de complacer un deseo que (tan bien) gobernaba la vida que vivía otro, que complacer el deseo de otro.

Allí donde se dice que el sujeto es esclavo de los significantes dominantes de su época, se podría decir que las figuras que dominan una época ocupan el lugar de sujeto esclavizando potencias que anidan en los cuerpos vivientes.

Una conversación entre muchos es oportunidad interferencial: interferir es interrumpir. Un espacio colectivo, aun el más disciplinado, es sitio propicio para las interrupciones. La irrupción, a veces, interesa como salida de la mismidad, como entrada en lo inesperado, como descanso de sí.

La interferencia del otro, a veces, es buscada. Escribe Cioran: “Más de una vez me ha ocurrido salir de casa, porque de haberme quedado no estaba seguro del poder resistir a alguna resolución súbita. La calle es más tranquilizadora porque se piensa menos en sí mismo, y porque en ella todo se debilita y se degrada, empezando por las angustias”.

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No es lo mismo interferir que interceptar. El que se vive interceptado se siente detenido, eclipsado por un pensamiento que se le impone, el que se vive interferido puede escuchar otros pensamientos.

La interferencia acontece como interrupción momentánea o como ocupación fugaz. Como imponderable que hace bien o hace mal. La interceptación busca adueñarse de una posición, bloquearla.

El sentido común reduce al otro a un desconocido conocido.

El sentido común persigue al otro como extraño descifrado.

Lo desconocido no importa como desafío: eso por conocer o conquistar, interesa lo desconocido como desconocido siempre intacto, como borde que hace pensar. Alojar lo desconocido no significa transformarlo en conocido, enclaustrarlo o cercarlo con el alambrado de lo mismo, sino celebrarlo como lo infinitamente separado.

Interesa la potencia subversiva de lo de-sujetado del sentido común.

No se trata de volver a explicar quién es el otro o proclamar el derecho a la diferencia, sino de la recepción de lo otro, la experiencia de lo irreducible, lo que se resiste al estrechamiento de la clasificación, el desciframiento, la interpretación.

El otro es portador de lo otro: lo desconocido, lo misterioso, lo arrojado desde la nada, desde lo impersonal, desde lo desquiciado, lo que vive fuera de sí, lo in-clasificado.

El otro es portador del cuerpo angustiado de lo extraño que habla en la intemperie del mundo no clasificado.

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La mujer de ochenta y cinco años que no puede levantarse de la cama, ¿está caprichosa, mala, desagradecida o el terror que la gobierna la convierte en una fiera herida y desamparada, que sólo confía en un confuso y loco instinto de supervivencia que le dice que hasta las personas que más quiere son potenciales asesinas?

Se puede aspirar a ser dueño de una memoria, pero no del instante.

El instante habita lo pasajero.

Macedonio Fernández (1941) ridiculiza fantasías que suponen que la dicha humana podría conquistarse cambiando el pasado o diseñando el futuro a voluntad. Concibe la dicha como sorbo de vida sin pasado ni futuro, presente pleno sin pliegues, fisuras, ambigüedades.

En el instante, la figura que ocupa el lugar de sujeto es la ausencia de figuras.

Escribe Sartre (1943): “Todo ocurre como si el Presente fuera el perpetuo agujero del ser”.

La ilusión de ser no sólo queda agujereada en el presente, sino que se vuelve innecesaria.

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Macedonio advierte bien: la metafísica cesa en el instante. Su relato Cirugía Psíquica de Extirpación cuenta la historia de alguien, que habitado por el aburrimiento, se somete a una cirugía para que le inoculen un pasado interesante. Así, despierta convertido en el malvado asesino de su familia. Habitado por esa infamia, siente intensidades que nunca supo. Al tiempo, asediado por un remordimiento insoportable, tras confesar el terrible crimen, se somete a otra cirugía para que le arranquen el recuerdo que lo atormenta. La segunda operación suprime el sentido del futuro, dejándole sólo capacidad de anticipar unos minutos. El presente inmediato lo protege de la ferocidad de la memoria: sin porvenir, se debilita el insidioso poder del pasado. Explica Macedonio Fernández: “El pasado, ausente el futuro, también palidece, porque la memoria apenas sirve”. El protagonista, sentenciado por el asesinato de su familia, es ejecutado en la silla eléctrica: pero se entrega desprevenido, exceptuado de la visión del momento agónico. Muere “sin ningún esfuerzo de evasión, como si fuera a comenzar una mañana cotidiana de su eternidad de presente”. Más tarde descubren que fue condenado por un delito que nunca existió. El relato termina así: “Murió en sonrisa; su mucho presente, su ningún futuro, su doble pasado no le quitaron en la hora desierta la alegría de haber vivido, Cósimo que fue y no fue, que fue más y menos que todos”.

Si el protagonista vive el tormento de un aciago recuerdo, ¿cuál es la figura que ocupa el lugar de sujeto: el protagonista, el recuerdo, el tormento, la intensidad?

Macedonio Fernández describe así el instante: “qué intenso, total, eterno el presente, no distraído en visiones ni imágenes de lo que ha de venir, ni en el pensamiento de que en seguida todo habrá pasado. Vivacidad, colorido, fuerza, delicia, exaltación de cada segundo de un presente en que

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está excluida toda mezcla así de recuerdos como de previsión; presente deslumbrador cuyos minutos valen por horas. En verdad no hay humano, salvo en los primeros meses de la infancia, que tenga noción remota de lo que es un presente sin memoria ni previsión; ni el amor ni la pasión, ni el viaje, ni la maravilla asumen la intensidad del tropel sensual de la infinita simultaneidad de estados del privilegiado presente, prototípico, sin recuerdos ni presentimientos, sin sus inhibiciones o exhortaciones”.

La experiencia del instante, ¿se alcanza como vivencia mística o como fantasía de un estado, en el recién nacido, previo al lenguaje?

Un estado de embelesamiento en el que los sentidos vibran cautivados por el resplandor del instante. Transcurrir sin transcurrir pasmado. Deslumbre de deseo, deseo que incita sin dirigirse a nada. Miramiento de matices, sin algo más o menos perceptible, sin gradaciones ni rangos, atención absorta ante un estallido en el que todo reluce por igual.

Así imagina Macedonio al adorador, el amante del mundo: “Tan todo es su instante que nada se altera, todo es eterno, y la cosa más incolora es infinita en sugestión y profundidad. Todo tenso y a la vez transparente, porque mira cada árbol y cada sombra con todas las luces de su alma, sin cuidados, sin distracción. La palabra se retrasa, rige la inefabilidad de lo que se agolpa y renueva irretenible”.

Las sensaciones titilan en un estado sin formas, fronteras, representaciones. El personaje de Macedonio, inmerso en lo actual, flotando en esa potencia presente “vive la dicha sorbo a sorbo”.

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Como no hay alteridad en el instante, tampoco hay yo. Como se vive lo indecible, las palabas envuelven las cosas como vapores o vértigo.

Macedonio Fernández, a través de la idea de un presente sin futuro, sitúa la inmanencia misma: una potencia puesta en acto ahí, un quién como pulsación colmada de presente. Actualidad como acción toda suficiente. Un estado que estalla, en su inmediatez única y prescindente del tiempo y las formas. Presente sin fin que no se duele de finitud porque se extiende sin extensión entrando en la eternidad.

Perseverancia no como duración obstinada, sino insistencia del estar en el estar, en un comienzo que no cesa.

Se lee en Spinoza (1677) que cada cosa se esfuerza, en cuanto puede, en perseverar en su ser: se esfuerza en seguir siendo.

Las argumentaciones de este libro se inclinan a pensar que no se trata de perseverar ni del esfuerzo en seguir siendo: en el instante se está o no se está, se está no siendo.

Una vida humana, sin historia y sin porvenir, no necesita de un yo ni de alguien, sino de un quién inmerso en el instante. La figura que ocupa el lugar de sujeto en el relato no reside en el protagonista, sino que destella en la inmanencia.

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Viaje a la semilla (1944) de Alejo Carpentier se publica para la época en que Melanie Klein escribe “Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del bebé”. La psicoanalista quiere capturar las emociones de los muy pequeños, sus ansiedades y angustias, sus fantasías y mecanismos defensivos, el universo del recién nacido como relaciones alucinadas con los objetos. Carpentier cuenta lo que Melanie Klein pretende observar.

La ficción realiza el prodigioso viaje a los comienzos. Hacia el final de su relato, imagina Carpentier: “Hambre, sed, calor, dolor, frío. Apenas Marcial redujo su percepción a la de estas realidades esenciales, renunció a la luz que ya le era accesoria. Ignoraba su nombre. Retirado del bautismo, con su sal desagradable, no quiso ya el olfato, ni el oído, ni siquiera la vista. Sus manos rozaban formas placenteras. Era un ser totalmente sensible y táctil. El universo le entraba por los poros. Entonces, cerró los ojos que sólo divisaban gigantes nebulosos y penetró en un cuerpo caliente y húmedo, lleno de tinieblas, que moría. El cuerpo, al sentirlo arrebozado con su propia sustancia, resbaló hacia la vida”.

Así dice, Carpentier, el instante primero en el que la manta que cubre una posibilidad se desteje.

El estado de sujeto deshabitado de toda figura late en el instante.

No hay sumisión en el instante.

Macedonio aporta preguntas con sincero ánimo científico: ¿en qué consistía la intervención?, ¿se trasplantaban tejidos corticales de individuos alegres a otros tristes?, ¿no sería conveniente evitar destapar

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muchos cráneos al mismo tiempo para evitar equívocos y confusiones lamentables?

En la expresión vivo esclavo de mis impulsos, ¿cuál es la figura que ocupa el lugar de sujeto? ¿El yo que se asoma tácito, los impulsos que se hacen pasar como propios o la esclavitud que goza la vida humana valiéndose de los impulsos?

¿Vacio dice lo mismo que nada?

Vacío seduce, invita, atrae: la nada no.

La fórmula significante vacío que emplea Ernesto Laclau (1997) no se corresponde con la idea de sujeto como posición, lugar, disponibilidad.

El territorio de sujeto parece un espacio colmado por figuras sociales o significaciones de libertad, sumisión, sacrificio, heroísmo, autenticidad, esclavitud, pasividad, aferramiento.

Ernesto Laclau (1997) entiende por significante vacío aquello que, de pronto, adquiere valor para representar fuerzas diferentes que, si no, no tendrían posibilidad de expresión. Se trata de un acontecimiento de significación política que reúne o condensa pluralidad.

Laclau analiza la situación de la Argentina tras el golpe oligárquico militar de 1955 contra el gobierno popular, que termina con el general Perón en el exilio. Los grupos económicos que dominan el país, entonces, no logran absorber y representar las demandas sociales de esos años. Así, la

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reivindicación del retorno de Perón reúne diversidad de luchas y proyectos en un significante que aloja diferentes imaginarios políticos. El grito “¡Viva Perón, carajo!” pasa a ser la voz de casi todos los movimientos colectivos y fragmentarios que luchan contra el sistema. Decir Perón era lo mismo que decir trabajadores, justicia, economía popular.

El lugar de sujeto -que diferentes figuras pueden ocupar- anuncia una disponibilidad en donde se juega la perpetua tensión entre libertad y sumisión. Significante vacío se refiere a la potencia que tiene, en un momento histórico, algo que llega a representar un conjunto de fuerzas políticas heterogéneas.

Sin embargo, la inclinación a hacer una lectura política de cada nudo representacional, aproxima a este libro con la postura de Laclau.

La voz significante vacío alude a esa vocación alojadora del significante. Aquí interesa la idea de vacío como disponibilidad.

El lugar de sujeto aloja. Una cosa es pensar (como hace Laclau) significantes que se ofrecen para adquirir el valor de significante vacío en un momento político y otra es pensar el lugar de sujeto vacío. Disponibilidad, antes que vacancia.

El deseo de reconocimiento lleva a matar.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en la dialéctica del amo y el esclavo, no es el amo, tampoco el esclavo.

Hegel (1807) piensa la sujeción entre el señorío y la servidumbre.

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En la dialéctica del amo y el esclavo, dos luchan a muerte por el reconocimiento. El que siente miedo de morir, se declara esclavo y el otro será su amo. El esclavo se somete al amo y el amo al reconocimiento del esclavo. La figura que ocupa el lugar de sujeto en esa relación no es el amo ni el esclavo, sino el reconocimiento.

La rosa de Angelus Silesius no puede ser esclava porque vive a salvo del reconocimiento.

En un soneto que se llama A los celos, Góngora (1582) presenta a los celos como niebla, furia infernal, serpiente mal nacida, espada mortal, verdugo que se alimenta de sí mismo y nunca acaba.

Los celos, dice, son un veneno más fuerte que el amor.

Furia es uno de los nombres de la locura.

Los antiguos griegos no piensan la furia como algo personal, sino como fuerzas que buscan en quien aposentarse.

Las furias son el nombre latino de las erinias en la mitología griega. Las erinias (tres diosas furibundas personificadas como mujeres horrorosas) son fuerzas que ejercen justicia y venganza sin piedad entre los mortales. Castigan delitos morales, la infidelidad, la no hospitalidad, pero sobre todo crímenes contra miembros de la propia familia. Hostigan al responsable hasta enloquecerlo de dolor.

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Furia (1936) es la película que Fritz Lang realiza en Hollywood que narra cómo ciudadanos de un pueblo pequeño y pacífico se puede convertir en una masa fanática y furiosa de linchadores.

Furia es una serie de la tevé norteamericana difundida entre las clases medias del mundo occidental durante los primeros años de la década del sesenta. La historia de un chico sin padres adoptado por un ranchero bueno y rico que hace amistad con Furia: un hermoso caballo negro que sólo se deja montar por el muchacho. Un prodigio de fuerza e inteligencia indomesticable, que participa a la vez del mundo salvaje y de la civilización, que distingue entre el bien y el mal, entre la generosidad y la codicia.

No es lo mismo decir que el sujeto está atravesado por el lenguaje, que sugerir que el lenguaje ocupa el lugar de sujeto entre las criaturas vivientes que hablan.

Una cosa es decir que el sujeto es siervo del lenguaje y otra sugerir que el lenguaje subordina a los hablantes como el Señor feudal hacía con sus siervos o esclavos.

Se llama agente a la persistencia que tiene poder de obrar.

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Una cosa sería decir que el sujeto no es causa o agente, sino producto o efecto del lenguaje y otra proponer que el lenguaje –que ocupa el lugar de sujeto- produce y efectúa en cada quién la creencia de que es agente o causa de pensamientos propios.

Vive para demostrar que es posible vivir sin depender de nadie: vive esclava de esa figura.

¿Cómo se diferencia una figura que manda en una vida, de lo que se suele llamar mandatos familiares?

Los mandatos familiares son ofrendas que se cargan por amor: obligaciones de sangre, compromisos de herencia.

Las figuras no son mandatos, sino fantasmas que gobiernan una vida.

Una cosa es el mandato que nos viene como expectativa de otro, otra cosa son las figuras que nos dominan y que, a veces, pueden haber fascinado y parasitado también cuerpos antecesores.

Los mandatos parecen emanar de otros queridos y se sobrellevan por obligación amorosa, las figuras flamean sus poderes con promesas que parecen emanar de la vida.

Las figuras que ocupan el lugar de sujeto no son mandatos familiares que llegan a las criaturas pequeñas como órdenes o mensajes secretos. Las figuras que ocupan el lugar de sujeto no son encargos internalizados que signan una vida.

Algunas destinaciones familiares podrían (si se enunciaran) expresarse así:

414

Elegí darte la vida, no lo olvides nunca. No deberías haber nacido. Esperaba que fueras diferente. Estás aquí para aliviar un dolor, para compensar una pérdida, para darme alegría. Serás lo que yo no fui: serás feliz. No te someterás a nada ni a nadie. Serás mi obra perfecta. Siempre necesitarás de mí, te cuidaré y protegeré del mundo: a mi lado nunca te pasará nada. Serás como yo, mi auxilio y complemento, terminarás lo que yo no pueda. Me admirarás como a un dios, todo lo aprenderás de mí. Te dedicaré mi vida, me sacrificaré por vos; serás mi orgullo. Llevarás el nombre que te elegí.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en estos enunciados no reside en lo solicitado, sino en la idea de propiedad sobre la vida de otro. Cada uno de esos mandatos es verosímil, porque es posible concebir la vida de otro como posesión personal.

El fantasma de la propiedad de las hijas y los hijos esparce las figuras de la obligación, la deuda y la culpa presentes en los llamados mandatos familiares.

El dibujante Juan Matías Loiseau (Tute), presenta este cuadro: una noche cálida, luminosa, luna, estrellas, la sombra de un árbol, ella y él están sentados en el banco de una plaza. Él, que esboza una sonrisa, satisfecho pasa su brazo detrás de los hombros de la muchacha. Ella permanece con la mirada perdida.

Dice ella: “Cuando estoy con vos, Raúl, siento que nada puede pasarme”.

Pregunta él: “¿Te sentís protegida?”.

Ella responde: “No, me aburro”.

415

La misma expresión que nombra la paz y la tranquilidad (nada puede pasarme) nombra la falta de atracción y la ausencia de deseo. ¿Qué sería que (nos) pase algo?

Seguridad y Protección convencen a Raúl: Todas las mujeres te amarán gracias a nosotras.

Tedio le dice a ella: Consumiré tu vida, hasta dejar tu cuerpo seco.

La promesa que vive en él encastra con la sentencia que vive en ella, reímos.

En El sacrificio de Tarkovsky (1986), la figura que ocupa el lugar de sujeto no es Dios, ni el protagonista, sino el sacrificio.

¿Avanzo deseando estar aquí? El deseo de estar aquí avanza portando un yo que cree que avanza portando el deseo de estar aquí.

¿Pienso que avanzo deseando estar aquí, luego existo? El avanzar que avanza, me piensa como quién avanza en el avanzar. El desear inventa un quién desea en el desear. Mientras tanto la algarabía de estar estalla, sin pensamientos.

Escribe Clarice Lispector (1973) “No existe nada más difícil que entregarse al instante. Esta dificultad es dolor humano”.

La iniciación en el instante practica el desprendimiento: la entrega de sí, de una mismidad que se cree tener.

416

La paradoja de la entrega de sí: se entrega lo que nunca se tiene siendo lo único que se cree tener.

Entregarse al instante para volver a emerger como ausencia.

Escribe Clarice Lispector (1973) “Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como anzuelo: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no palabra -la entrelínea- muerde el anzuelo, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se podrá arrojar la palabra afuera. Pero cesa la analogía: la no-palabra, al morder el anzuelo, la incorporó”.

La palabra llena de anzuelos (garfios de hierro pendientes de un sedal que sirven para pescar hiriendo), ¿collares de tortura de la inquisición prendidos al cuello de las cosas?

Lo que no es palabra no tendría ninguna razón para morder el anzuelo de las palabras.

Eso que está ahí (que no es el ser ahí o Da-sein, porque está sin ser objeto de la palabra) que no es el mar ni necesita serlo, ¿por qué o para qué mordería el anzuelo?

Las palabras se imponen por la fuerza a la vida, aunque algunas seductoras sean capaces de una sensibilidad exquisita.

La no palabra, que la palabra cree atrapar, vibra por fuera o más allá de las palabras.

417

Antes del estallido del actual consumo capitalista, Schopenhauer (1819) asume el pathos de la renuncia: practicar la dejación voluntaria de los objetos que consumen deseos, desistir del yo conquistador, apartarse de todo querer que esclaviza.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en el pensamiento de Schopenhauer es la dejación (palabra empleada en derecho para decir la cesión, el desistimiento, el abandono de bienes).

Dice la Dejación: desea lo menos posible, el deseo es cómplice del cautiverio.

Dice la Ironía: algunos no pueden desear nada, el pathos de la renuncia suele vivir de rentas.

El equívoco reside en creer que uno desea: que los deseos nos pertenecen por considerar que nosotros mismos conformamos una merecida unidad.

No se trata de renunciar a poseer objetos porque estos prometen una satisfacción que siempre renueva una insatisfacción de nunca acabar.

Se trata de saberse cuerpo habitado por deseos que no nos pertenecen, que nos transforman en sus pertenencias.

Deseos mutantes de sociedades en las que nacemos. Deseos que tienen vocación de poder. Deseos que asumen la corporeidad de los lenguajes que gobiernan en la civilización.

El lenguaje que vivimos piensa y desea con enunciados del capitalismo.

Se vive en el sentimiento de ser alguien, de querer estar o no en donde se está.

418

La felicidad que celebra la idea de ser, necesita de la posesión y el reconocimiento.

La felicidad que duda llamarse felicidad, vive en el estar.

Acontece estando en donde está.

No necesita testigos que labren actas.

Instante in-mirado: no admirado ni vigilado por la conciencia que aprovecha cada oportunidad para ostentar su pienso luego existo.

La figura que ocupa el lugar de sujeto en la felicidad que duda en llamarse felicidad es la ausencia.

La ausencia como sosiego o instante que anuncia el cese de toda figura.

El abrazo entre ausencia e instante, ¿se parece al de psique y eros? No, se abrazan sin posesión, sin temor, sin la complacencia de los dioses.

No es un hombre pescando, sino la acción de pescar que elige creando o crea eligiendo alguien en quien realizarse. Entonces, un tipo -dócil- empuña la caña y permanece de pie, en la orilla, pese al frío.

Veamos la proposición la seducción me protege del miedo a la muerte.

El predicado me protege del miedo a la muerte (protege verbo núcleo del predicado, me objeto indirecto, del miedo a la muerte objeto directo).

La figura que ocupa el lugar de sujeto no es el yo tácito, sino la seducción.

419

Dice la Seducción: “Ahora o nunca”.

Asigno o atribuyo a la seducción cualidades que se le asignarían a un dios o a una persona humana con voluntad y deseo.

La posibilidad de imaginar a la seducción en ese lugar se la debemos al psicoanálisis y a la literatura.

Así comienza Tabaquería, el poema de Fernando Pessoa (1928) que firma Alvaro de Campos: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”.

Ante la pregunta sobre quién se es, ante la lucidez que dice que todo es sueño, la tabaquería del otro lado de la calle que alguien ve desde la ventana se presenta como algo real. Pero, eso que se llama real también morirá: morirá quien está en la ventana, morirá el dueño de la tabaquería, morirá el letrero que está sobre la puerta, morirán los versos, morirá la calle, morirá el planeta, morirán las estrellas que ya murieron.

“Pero un hombre entró en la Tabaquería (¿para / comprar tabaco?)”.

La voz que soporta tantas preguntas enciende un cigarro, sigue el humo como una ruta expansiva y fugaz. Un pensamiento salido de la combustión dice: “la metafísica es una consecuencia de estar indispuesto”.

El poema termina así: “El hombre salió de la Tabaquería (¿metiendo el / cambio en el bolsillo de los pantalones?). / Ah, lo conozco: es Esteves, sin metafísica. / (El dueño de la Tabaquería llegó a la puerta). / Como por un instinto divino Esteves se volvió y me vio. / Me dijo adiós, le grité ¡Adiós, Esteves!, y el universo / Se reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el Dueño / de la Tabaquería sonrió”.

420

Cuando alguien amanece, no amanece la persona, ni el yo, ni la voluntad. No amanece alguien, amanece un comienzo, una revuelta que se desvanece, una corporeidad que siente, un aliento que todavía aloja la noche. A veces, el lugar de sujeto lo ocupa el impulso que busca, llama, se arroja, concita humedades en otro cuerpo tibio.

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