subete a una nube

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[email protected] Jesús Santos Hernández. Fundación Dharma - Dharma College & University Foundation. Grupo Universidad Internacional Euroamericana. Laxman Publicity & Publishers ISBN : 978-0-9822623-2-9 Déposito Legal A-282-1995

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Page 1: Subete a Una Nube

[email protected]

Jesús Santos Hernández.

Fundación Dharma - Dharma College & University Foundation.

Grupo Universidad Internacional Euroamericana.

Laxman Publicity & Publishers

ISBN : 978-0-9822623-2-9

Déposito Legal A-282-1995

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"A mi esposa Ana, a quien nunca podré pagar tantas ausencias".

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PROLOGO

El uso deliberado y sin reservas del tratamiento mágico, hacen de Súbete a Una Nube un relato que si bien no pretende agotar las posi-bilidades del género fantástico, sí se mueve con éxito en el azaroso mar de una lógica en donde la imaginación parece ser la suprema ley. Jesús Santos Hernández a nuestro juicio, ensaya en este libro un poco del texto preceptivo propio de la literatura fundada por Platón en “La República” y Refundada en el Renacimiento por Moro y Campanella más tarde por Bacon.

De acuerdo, esta novela no es una “Utopía”, ni una “Ciudad del Sol”, pero sí propone situaciones que estructuralmente encajan en el mo-delo literario del “No hay tal lugar”. En descargo de mi osadía, debo decir también que si he encontrado en el texto reminiscencias de ese género, hallé de igual manera, la mano de Lewis Carroll (El de Alicia en el País de las Maravillas) en la llegada del protagonista al “mundo de lo litera-rio”, esa república autónoma a la que acude, guiado por el Mediador, para cumplir la deuda de una historia inconclusa.

Es memorable el encuentro de Daniel con “Los Tres Mosquete-ros” de Dumas, que casi lo atropellan entre las patas de sus desbocados corceles, y es asimismo inolvidable el rol de Mesías que llega a cumplir este escrito editorialmente frustrado, ante sus propios personajes. En cier-ta medida este papel cumple en la novela la función de recordarnos que nosotros mismos somos nuestros propios redentores más que el perdón de la dialéctica del pecado, lo que importa y vale es el arrepentimiento. Lo que hagamos por remediar el mal que hayamos hecho.

A parte de los puntos de filiación que encontramos en esta pieza narrativa con otros géneros y autores, lo verdaderamente importante de este trabajo es sin duda el ameno recuento que hace Daniel, el protago-nista principal, de su vida, que, sin ser un desastre precisamente, está lle-na de experiencias deplorables particularmente de una serie de altibajos en su estado de ánimo, que le orillan a sentirse casi un fracasado en sus

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relaciones profesionales y conyugales.

Surgen así, disimulados en el simbolismo de la narración, con-sejos y recomendaciones que transmiten al lector métodos y actitudes que, bien asimilados, le permitirían asumir una posición personal ante la vida menos pesimista. El título mismo predispone a reflexionar sobre la importancia que tiene en este sentido, retomar ese aspecto de nuestras capacidades que el empirismo y la sobrestimación de la vida material, han dado en relegar como algo propio de la gente pequeña, me refiero a la imaginación.

Si nos detuviéramos siquiera unos minutos para hacer un pequeño inventario de los males que la humanidad padece, estoy seguro de que todos convendríamos en que con un poco de imaginación (lo cual ha de traducirse como un poco de buena voluntad), resolveríamos muchos de nuestros problemas.

Y ese parece ser el mensaje explícito de este libro, Subir a la Nube vale tanto como (en determinadas circunstancias), bajarse de ella. Lo que no vale es quedarse todo el tiempo en tierra, o negarse a bajar en puerto, cuando así lo requiere nuestra felicidad y la felicidad de los demás.

Como quiera que sea, por lo pronto, súbase a esta nube y disfrute un poco del viaje al que nos invita Jesús Santos Hernández.

Dr. Cuauthemoc Rodríguez Puente.

Catedrático de Literatura Universidad Veracruz.

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I. SUEÑOS

Aquel diez de mayo, la ciudad me asfixia-ba. Tras recibir la nada grata noticia de que mi novela había sido rechazada por el editor; decidí dar un paseo por el campo. Mi viejo y oxidado coche, me llevó, lo mejor que pudo, hasta las afueras. Allí, mientras paseaba bajo una larga hilera de encinas, sin dejar de auto compadecerme por mi mala suerte, sucedió algo extraño y repentino. Al pasar junto a uno de aquellos troncos retorcidos, una voz, como un susurro, llegó a mis oídos. Agité mi cabeza, instintivamente, tratando de sacudir mis sentidos "sin duda debo de estar confundido", pensé. En ese instante la voz volvió a resonar nítida:

"¡Cuando todo en la tierra te agobie, SÚBETE A UNA NUBE!"

Esta vez no había duda, me volví raudo en dirección a un árbol que se hallaba a mi derecha. Durante unos instantes quedé tieso como una escoba, subiendo en lo alto de una rama, un ser de apariencia extraña, no deja-ba de mirarme "súbete a una nube", volvió a repetir. -¿Que me suba, dónde? –

-Pareces tonto, ¿otra vez? ¡A UNA NUBE!-

La cosa no empezaba mal. No hacía ni dos

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minutos que le conocía, y aquel ser bajito, no más de uno treinta, de ojos claros, pelo blanco y rizado, regordete y sonrosado ya me había llamado idiota.

-Eres lo único que necesitaba para rematar el día. Primero el editor, y ahora se me aparece un "venusino".

-Te equivocas, respondió desde la rama, no soy un "venusino", aunque inteligentes no pueden compararse conmigo. Yo soy, y aprén-delo bien, lo que en el universo se conoce como un "MEDIADOR".

-Encantado de conocerte, yo soy, y apréndetelo tú también, lo que en la tierra se conoce como un autor fracasado. De todas formas, si te he de ser sincero, desde el principio sé que tú no eres más que una mera alucinación de mis sentidos; y si por un momento habías podido imaginar que ibas a engañarme, olvídalo. Cerraré los ojos, con-taré hasta tres, y al abrirlos de nuevo ya no estarás.

Apreté los párpados con firmeza, y comencé a contar: "Un, dos tres..." Cuando miré a la copa de la encina, ya no estaba. Al fin me había librado de la alucinación. En ese instante sentí en mi pie izquierdo un tremendo martillazo; el dolor me hizo bajar la mirada. ¡Aquel maldito enano seguía allí, y me estaba pisando!. -¿Es la primera vez que te pisa una alu-

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cinación..? ¡Ignorante, compararme a mí, uno de los mediadores más inteligentes, con un subproducto de tu torpe entendimiento!, ¡qué insulto!-

-Perdona, no era mi intención ofender-te- le respondí sentado en una piedra fro-tando mi pie descalzo, -pero no me negarás que tu presencia resulta cuando menos de los más insólita. A decir verdad yo había investigado bastante acerca de las fuerzas ocultas de la Creación, pero jamás pude imaginar que un ser como aquel Mediador existiera. Siempre me he preciado de tener una mente abierta, pero admitir la existencia de tales seres, y de sus increíbles poderes, requirió de mí, mucho más que una apertura mental; diría yo que necesité de un abismo cerebral para asimilar lo que llegaría a sucederme en los días veni-deros.

Bueno, de una cosa sí estaba seguro, y es que aquel ser era real. Mis ojos se nega-ban a reconocerle, pero cedieron al fin ante la evidencia, en forma de dolor, que les lle-gaba desde mi pie izquierdo. -De acuerdo, admito que existes, pero al menos podrías decirme que es lo que quie-res de mí.

-En realidad yo nada. Los que quieren algo de ti son los miembros del "Consejo de las Estrellas". No sé por qué extraña razón

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te han seleccionado. Ellos me han enviado aquí para que te sirva de maestro. Así que, lo quieras o no, no vas a tener otro remedio que aguantarme durante unos días. Si no te gusta la idea, consuélate pensando que a mí tampoco. Personalmente pienso que eres des-ordenado, caprichoso, inconstante, fumas como una chimenea y bebes demasiado; eres en resumen, lo que se dice, un perfecto desas-tre.

-Pero ¿quién te has creído que eres especie de "Pulgarcito"? El que hayas apare-cido en lo alto de una encina como si fueras una bellota, no te da ningún derecho de insultarme. Para que te enteres yo soy un tipo genial.

-¿Genial? Ja, ja, ja... y ¿qué me dices de Silvia, eh? Se me olvidaba una cosa, ade-más eres cobarde.

-¡Esto es el colmo!. Tú qué sabrás de Silvia y de mí ¡CANIJO!.

En ese instante yo tenía mis narices a la altura de las suyas, ya que durante la discusión yo me había ido doblando progresi-vamente, y él levantaba su rostro hacia mí, poniéndose de puntillas. El Mediador no des-aprovechó la ocasión, antes de que pudiera reaccionar, agarró mi nariz y la retorció gritándome:

-¡A Silvia la abandonaste por cobarde! ¡Tenías miedo a comprometerte con alguien!.

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Después soltó mi dolorida nariz y me dio otro pisotón, esta vez en el pie derecho. Yo estaba realmente furioso, y reaccioné des-cargando mi puño sobre su cabezota, pero cuando iba a golpearle desapareció y volvió a aparecer unos metros más atrás. Yo, a con-secuencia de la inercia de mi puño, caí al suelo de bruces. Jadeante, me levanté para ir a sentarme en una roca, abatido y con la cabeza entre las rodillas, estuve un rato reflexionando; él, por su parte, guardaba silencio, hasta que al fin comencé a hablar de nuevo.

-Está bien, le dije, tal vez tengas razón en algunas cosas, sobre todo en lo que a Silvia se refiere. Desde que ella no está todo me va de mal en peor, no consigo escri-bir nada que merezca la pena...

Se acercó a mí poniendo su pequeña mano en mi hombro me dijo en tono mucho más suave y comprensivo:

-Te entiendo "pequeño" (qué ironía, yo medía un metro ochenta y él me llamaba peque-ño), has dado demasiados rodeos para alcan-zar las cosas y ahora estás desorientado. Vamos a ver, prosiguió extrayendo un pequeño libro del bolsillo de su túnica blanca, has sido marinero, descargador, camarero, inven-tor; ¡hombre esto último tiene gracia! ¿Qué inventabas?

-Bueno, pues... un calzador eléctrico,

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un tostador de migas para darles pan tostado a las palomas, una moto con aire acondicio-nado... En fin, ya no me acuerdo. Pero la gente tiene muy poco sentido del humor.

-Ja, ja, ja... El Mediador se echó a reír y su risa sonaba como un cascabel, era terriblemente contagiosa, terminamos los dos riendo de una forma desaforada. Las lágri-mas, como 'puños corrían por mis mejillas. En ese instante una pareja de novios cruzó por delante de nosotros.

-¡Fíjate, fíjate en sus caras! Dijo el Mediador sin parar de reír, ellos sólo pueden verte a ti. Ja, ja, ja..., y continuó rien-do. Yo intenté contenerme, pero era inútil. Debieron pensar que estaba loco, y esto pare-ció asustarles, ya que aceleraron su paso y perdieron entre los matorrales.

-Ahora debo irme, pero volveremos a vemos muy pronto "pequeño". No hagas tonte-rías hasta entonces.

Sin darme tiempo para despedirme se desvaneció. Durante unos instantes permanecí inmóvil sobre la piedra, extraje del panta-lón un pañuelo, y sequé las lágrimas que aún quedaban en mis ojos, respiré profundamente y me dirigí al lugar donde estaba mi desven-cijado auto. Me sentía mucho mejor, el encuentro con el Mediador consiguió borrar de mi cabeza el fracaso con el editor.

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El trayecto de regreso no era muy largo. Las explosiones en el tubo de escape se suce-dían cada doscientos o trescientos metros. Conducía con la ventanilla baja, dejando que el aire diera en mi cara. La idea de entablar una relación con un ser de otra dimensión había comenzado a fascinarme. Paré a comprar un bocadillo en un bar, y mientras comía, me dediqué a echar un vistazo a la sección de ofertas de empleo del diario. Mi situación económica era desesperante. Una vez rechaza-da mi obra, no tenía más remedio que buscar un trabajo que me permitiera pagar el alqui-ler. No podía recurrir a nadie, ya que, desde que Silvia se marchó, no había dejado de dar sablazos a los amigos. Menos mal que aún me quedaba el reloj de oro de mi padre y en última instancia podría empeñarlo una vez más. Claro que esto no me agradaba demasiado, al morir, mi madre me hizo jurar que nunca me desprendería del reloj; y si alguna vez llegaba a enterarse, a mi hipocondríaca madre le daría un ataque cardíaco.

Ese día no tuve suerte. Regresé a casa tarde, cansado de patear buscando empleo. Con pasos perezosos ascendí por las escale-ras de madera que conducían al ático donde vivía. Era una vieja casa con las paredes desconchadas, olía a humedad y parecía irse a derrumbar de un momento a otro, pero a mí me gustaba. No sólo porque pagaba un alquiler razonable, sino porque desde niño, siempre me han gustado las cosas antiguas, y aquella casa tenía más de ciento veinte años. Uno

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podía pasarse el tiempo imaginando las aven-turas de aquella legión de seres que habían pasado por el edificio; sus intrigas, sus angustias, sus amores. O sino, tumbarse en la cama y mirar las nubes a través de la claraboya del tejado. Por las noches dormía bajo un techo estrellado. El edificio entero rebosaba "vibraciones", parecía el lugar ideal para que un hombre con la fantasía e imaginación necesaria, pudiera escribir en él, las más bellas historias. Pero yo hacía más de dos años que no publicaba nada.

En el rellano de la escalera, pude escu-char como el viejo carillón de mi vecina daba las doce. Extraje la llave de mi bolsillo, y cuando me disponía a introducirla en la cerradura, mis pies golpearon algo metálico. Retrocedí un par de pasos, tratando de vis-lumbrar, en la penumbra del angosto pasillo, que había en la puerta de mi buhardilla. Nunca me asustó la oscuridad, pero cuando, súbitamente, el automático de la escalera saltó, apagando la mortecina luz de la bom-billa que la iluminaba, mi pulso se disparó. Creo que, después de todo, el encuentro con el Mediador me tenía impresionado. Palpé nervioso la pared, buscando el ¡maldito interruptor!, pero no conseguí dar con él. Cuando la razón se ve ofuscada por el miedo, suelen ocurrir las más inverosímiles cosas. Así yo, por extraño que parezca, me sentí perdido en un pasillo de apenas una veintena de metros. En el inútil intento por localizar el pulsador, me había desviado de la posición de mi puerta; y ahora, afanoso, me esforzaba

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por volver a ella en la oscuridad. Por fin mi atolondrado cerebro, acertó a recordar que en el bolsillo derecho de mi pantalón, indefectiblemente, debiera de haber un meche-ro. Un pequeño fogonazo al que siguió una tenue llama, puso la suficiente claridad en el rellano, como para permitirme acertar, esta vez sin contratiempo, con el dichoso pulsador. El pasillo volvió a quedar ilumi-nado, aunque muy pobremente, y al dirigir la mirada a mi puerta, no pude por menos que soltar una carcajada. La causa de todos mis males era una cazuela con caldo de pollo que "Doña Sole", mi vecina, había colocado junto con un plato de croquetas en la entrada. La buena mujer debió de pensar que no habría cenado absolutamente nada, y tenía razón. Desde el bocadillo del medio día, no había vuelto a probar bocado.

"Doña Sole" era una gran mujer. Gallega y de gruesos tobillos, su profunda humanidad se expandía por todo su ser, asomándole en cada destello de la mirada. No eran pocas las tardes en las que, juntos en su casa, le recitaba poemas de Rosalía de Castro, o le leía un capítulo de alguna de mis novelas. -"Qué guapiño escribe usted, don Daniel, es una grandísima pena que ya no lo haga"-, me decía. En otras era ella quien me hablaba de su mar, de sus verdes pazos, del hijo que perdió en el naufragio. Su redonda cara se iluminaba de sol y sus ojos, se llenaban de sal y espuma cuando recordaba su tierra. Una modesta pensión, tras casi treinta años de

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portería, y el recuerdo de sus "Paquiños", padre e hijo, eran su única herencia. Me pro-metió aprender a leer si yo volvía a escribir como antes, y a decir verdad, la fe que aque-lla mujer depositaba en mí me conmovía. Comenzó, a sus setenta y siete años, a asis-tir a clases para adultos en la iglesia, y yo tenía la obligación de escribir una gran novela para cuando aprendiera.

En diez minutos di cuenta del caldo y las croquetas. Del viejo aparador caste-llano, saqué una botella de güisqui, prendí un cigarro y me senté a las teclas de mi vieja máquina de escribir. A las cuatro de la mañana tenía media botella vacía, me había quedado sin tabaco y la papelera llena de folios mecanografiados. Estaba agotado, me dirigí a la cama, y sin desvestirme, me derrumbé sobre ella. La noche era muy clara, y por la claraboya se divisaban cientos de estrellas. En ese instante el Mediador vol-vió a mi memoria. ¡Buenas noches, "Consejo de las Estrellas"!, exclamé. Y me quedé dor-mido con la esperanza en que mi sueño de escribir una novela llegara a realizarse.

Pasé una mala noche. Las imágenes de los acontecimientos acaecidos durante el día, se proyectaban en la pantalla de mi mente con gran velocidad, como en uno de esos montajes cinematográficos en los que se ve el paso de la noche al día, en las calles de una ciudad, en apenas unos segundos, cuando fui desper-tado por una voz.

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-¡Despierta, guarro! -Era el Mediador-. ¿No te da vergüenza el aspecto que tienes? ¡Esta casa es un verdadero asco!

Atolondrado me incorporé. Efectivamente, ahí estaba de nuevo. Miré el reloj; ¡no era posible! ¡las seis y media!. Apenas sí lle-vaba dos horas durmiendo. ¿Había oído cómo me llamaba guarro o por el contrario entendí mal?, me pregunté. Acto seguido miré el caos de mi buhardilla y me respondí: "Sí, seguro que me ha llamado guarro." La ropa sucia estaba esparcida por todo el piso. Los ceni-ceros llenos de colillas se agolpaban en el pequeño escritorio y una fila de apretados platos esperaban, en paciente cola, su turno para ser lavados.

-Me va a costar mucho hacer de ti un buen escritor-, dijo el Mediador alargándome una taza de humeante café. No sé de dónde la sacaría, ni me importaba, yo que colecciona-ba vicios, no iba a prescindir de la adicción a la cafeína. Transcurridos varios minutos, ya me encontraba totalmente despejado. -Bueno, Daniel, como veo que ya estás despierto, es hora de trabajar. Lo primero es lo primero, como tú comprenderás, yo no estoy acostumbrado a enseñar en ambientes sucios. Así pues, haz el favor de limpiar bien todo esto. ¡EI colmo! Era ¡el colmo!. Me había dado el madrugón de mi vida para limpiar como una fregona. Decidí que lo más prudente por el momento era hacer lo que me pedía. Recogí pacientemente la ropa sucia,

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vacié los ceniceros, limpié el polvo. Llevaba hora y media de trabajo doméstico, mientras él permanecía sentado como a unos cincuenta centímetros del suelo, sobre una especia de nube rosa. Cuando al fin tenía ordenado el piso, observé, descorazonado, los platos sucios que aún aguardaban en el fregadero. En su mayoría presentaban una sólida costra amarillenta de huevos fritos. Entonces se me ocurrió una idea. Me volví hacia el Mediador, y acompañando mi voz con un gesto de las manos, como esos que hacen los magos en la televisión, le dije:

-Oye, tú no podrías hacer con estos pla-tos algo así como ¡abracadabra! ¿eh?, y así yo no tendría que...

El Mediador frunció el ceño, descendió de la nubecilla rosa que le servía de asien-to, y comentó:

-Por esta vez, y sin que sirva de pre-cedente, voy a acceder a tus deseos, o me temo que vamos a perder toda la mañana. Cerró los ojos, juntó ambas manos y al abrirlas una pequeña nubecilla surgió de ellas. La pequeña nube atravesó la estancia en dirección al fregadero, una vez allí, aumentó de tamaño cubriendo los platos, cuando se disipó la vajilla estaba relucien-te. Yo permanecía con la boca abierta, con una expresión de asombro y alegría.

-¡Ahora a trabajar "pequeño"! -excla-

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mó-, siéntate y escúchame bien. (Seguí sus indicaciones y me acomodé encima de un gran almohadón de cuero.) Como te indiqué ayer, -prosiguió-, el "Consejo de las Estrellas" me ha enviado. Desean, antes de nada, ins-truirte, ya que según parece, consideran que estás en un momento de tu evolución propicio para ello. Los dos últimos años los has pasa-do quejándote de tu suerte en la Tierra. Pues bien, te lo dije ayer en el campo y te lo digo ahora "cuando todo en la tierra te ago-bie: "SÚBETE A UNA NUBE". Y a eso he venido, a enseñarte cómo subir a una nube.

-¿Pretendes decirme que sólo con subir-me a una nube todos mis sueños se pueden cumplir? No quisiera parecerte grosero, pero la raíz de todos mis males ha sido siempre mi excesiva facilidad para vivir en las nubes. -Bueno, quizá haya sido porque nunca te subiste a la nube correcta. En cualquier caso, yo voy a enseñarte un nuevo concepto. Cuando te digo que te subas a una nube, es porque realmente te voy a enseñar "cómo habi-tar en una nube". Voy a mostrarte un nuevo estado de tu mente, en el cual podrás reali-zar las más inverosímiles cosas. Primero te enseñaré la forma correcta de subir, cómo estar en ella, y por último cómo utilizar-la.

No puedo negar, que en ese punto, el Mediador había logrado captar toda mi aten-ción. Después de contemplar la exhibición

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con los platos, llegué a la conclusión de que ese ser, podía realizar cuanto se le viniera en gana. Así pues, le hice saber mi plena disposición para seguir cuantas sugerencias estimara oportunas. -Muy bien -dijo él-, lo primero que debes hacer es cerrar los ojos, respirar pro-fundamente varias veces sintiendo cómo el aire fluye por tus pulmones. Ahora imagina que te levantas de tu asiento y te diriges a la puerta de la calle; la abres, pero lo que ves no es el rellano de la escalera, sino un hermoso campo verde repleto de flores. El cielo es claro y la temperatura muy agrada-ble. Admira la belleza del paisaje que te rodea, crea olores en tu imaginación, aromas de mil plantas, sensaciones, mira la colina que se ve al fondo, fíjate bien en sus árbo-les, la forma de los troncos y cómo mueve el aire las hojas de las copas. Si he de ser sincero, en esos momentos yo me encontraba de maravilla. Me resultó extremadamente fácil imaginar cuanto me sugería, resultaba agradable, y transcurri-dos unos minutos era capaz de sentir los trinos de los pájaros.

-Ahora mira al cielo -prosiguió-, enci-ma de ti hay un grupo de nubes blancas, esco-ge la que más te guste, mírala fijamente y pídele que descienda hasta tu altura.

Aquí surgieron las primeras dificulta-des, podía en efecto imaginar cuanto me dije-

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ra, pero mi cerebro se resistía a creer que una nube, aunque fuera en sueños, pudiera descender si yo se lo mandaba.

-¡Es inútil!, no puedo. No consigo hacer bajar esa ¡maldita nube!.

-¡Vamos inténtalo de nuevo, puedes hacerlo!. Me puse algo nervioso, y en consecuen-cia perdí mi concentración, abrí los ojos y regresé de mi viaje. Me sentía relajado, pero estaba algo molesto por mi fracaso.

-¡Muy bien "pequeño"!, has estado mejor de lo que esperaba. En los próximos días irás mejorando. Por hoy es suficiente, practica lo que te he enseñado durante el fin de sema-na. Ahora me marcho, tienes otras cosas que hacer hoy.

-Lo dudo, estoy sin blanca.

-Si tú lo dices, procura contestar al teléfono.

Volvió a desaparecer, y yo me encaminé a mi reluciente fregadero para prepararme una taza de café. El silbido de la cafetera se mezcló, a los pocos minutos, con el timbre del teléfono. Apagué el fuego y me lancé sobre el auricular. -Dígame.

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-¿Dani?. -Sí, soy yo. ¿Quién es? -Pregunté impa-ciente.

-Alfonso, ¿te acuerdas de mí? Estuviste la semana pasada en mi oficina. Alfonso era un antiguo compañero del Instituto. Casualmente supe que trabajaba en un periódico como redactor jefe, y dada mi precaria situación decidí visitarle con la esperanza de que pudiera darme algún traba-jo. Me dijo que había leído mis libros y que le gustaron mucho, que lamentaba mi actual estado, pero que no podía hacer nada, ya que estaban sobrados de personal.

-¡Claro, Alfonso!. ¿Cómo estás?.

-Tengo algo para ti. No te lo vas a creer, pero esta mañana, al salir de casa, nuestro crítico de teatro ha sufrido un acci-dente. Le han atropellado.

-Algún conductor temerario, supongo.

-¡Qué va!, un niño con patinete. Tiene la rodilla rota, y por lo menos estará seis meses inactivo, según el médico. Lo más increíble es que el niño en cuestión se dio a la fuga después del accidente. Pero la cosa no termina ahí, el pobre dice que no fue un niño, que fue un enano de pelo blanco y riza-do, ¡imagínate..! Ja, ja, ja. ¿No te parece gracioso?

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Me quedé de piedra, ¡yo conocía a ese enano!.

-¿Sigues ahí, Dani?. -Sí, Alfonso, te escucho; sigue.

-Pues nada, que en el periódico no pode-mos estar tanto tiempo sin crítico. Si te interesa puedes ocupar su puesto hasta que se recupere. Por lo menos tienes trabajo durante seis meses, y el sueldo no es malo. Como no te vamos a hacer contrato, te paga-remos algo más. ¿Qué me dices?.

-¡Que eres mi padre, Alfonso!. -Pues nada "hijo", te veo a las doce en el periódico.

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II. APRENDIENDO A VOLAR

Mi debut como crítico no pudo ser mejor. A las doce del mediodía, tal y como me dije-ra Alfonso, me encontraba en el periódico. Esa misma noche debía ir al teatro Apolo, al estreno de una obra. Me dieron dos entradas para que fuera acompañado. No sabía con quién ir. La sola idea de pedírselo a Silvia me espantaba, después de mi comportamiento con ella. Pasé el resto de la mañana y las pri-meras horas de la tarde, terminando las crí-ticas cinematográficas; ya que al parecer mi infortunado antecesor, también se encargaba de su realización. Por suerte el cine siempre fue una de mis mayores pasiones, y jamás me perdí la ocasión de asistir a la proyección de una nueva película. A las seis de la tarde regresaba a casa. La función no era hasta las diez, así que había tiempo de sobra para arreglarse. Subí las escaleras de dos en dos. Estaba eufórico, gracias al Mediador tenía empleo, el primero en dos años. La verdad sus métodos no me parecían muy ortodoxos, pero eran eficaces, ¡ya lo creo que lo eran!. Al llegar al rellano del piso recordé el susto de la pasada noche con el caldo de "Doña Sole". ¡Claro!, ¿cómo no lo había pensado antes?. ¡Doña Sole, ella me acompañaría!. Se lo debía, siempre se portaba también conmigo que era lo menos que podía hacer.

-¡"Doña Sole"!, grité varias veces apo-rreando su puerta.

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-¡Por Dios, don Daniel, diome un susto de muerte! ¿Está usted bien?.

-¡Que sí, "Doña Sole", que sí!, que estoy mejor que nunca. Tengo trabajo. Le tomé una mano, puse la otra en su cintura, y comencé a bailar con ella en el pasillo de la escalera. -Don Daniel, me da la impresión que viene usted borrachiño. Y ¿qué pensarán las vecinas si nos ven aquí dando brincos como cabras?

-¡Que se pudran esas viejas cotillas!-, le respondí entrando ya en su casa-. -Usted y yo nos vamos al teatro esta noche. Y le fui contando cómo obtuve el empleo, lógicamente omití toda referencia a mi extraño camara-da.

-Sí señor, hay que celebrarlo, y ahora mismo abro yo la botella de orujo que tengo guardada desde hace más de doce años. Pero por Dios, al teatro vaya con una mujer joven y hermosa, yo sólo soy un barrilillo viejo.

-"Doña Sole", existirán mujeres más jóvenes y hermosas que usted, pero sin duda, ninguna posee la hermosura de espíritu que usted tiene. Así que déjese de pamplinas que a las ocho y media la recojo, y si no viene, tampoco voy yo y perderé el empleo.

-¡Ay, Daniel, no me diga esas cosiñas que yo soy una vieja tontuela, y las lágrimas se me van enseguida!.

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A las diez en punto entré, con mi amiga del brazo, por la puerta principal del teatro Apolo. Ella nunca había asistido a una repre-sentación. Su reacción fue maravillosa. En unos segundos sus cansados ojos mostraban un infantil brillo de curiosidad. Las arañas del techo, los candelabros, el romanticismo de los muebles, todo llamaba su atención. El bullicio en los pasillos, entre el ajetreado ir y venir de famosos personajes en la noche de un estreno; y allí, en medio de aquella turba de trajes de noche y flashes de cámaras fotográficas, "Doña Sole", flotaba en su nube de asombro.

-¡Le vio usted, don Daniel, el "fulano" el de la telenovela! ¡Qué buen mozo es!, ¡la de perrunadas que le hace su malvada mujer!. En el capítulo de ayer hubiérala yo matado de ser él.

La obra fue un éxito. "Doña Sole" aplau-dió hasta romperse las manos. De regreso a casa su mente seguía en el teatro. Sentada en el asiento delantero de mi auto nada podía perturbar su éxtasis, ni siquiera las explo-siones del tubo de escape y los tirones de mi desastre sobre ruedas. Sería la una y cuarto cuando la dejé en casa. Quiso darme las buenas noches pero no pudo, estaba ver-daderamente emocionada. En su lugar me dio un beso en la mejilla, sonrió como una niña, y cerró su puerta. En mi vida me había sen-tido mejor, ni me habían dado una recompensa mayor que aquella. Entré en mi buhardilla,

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me serví un whisky, y me senté a la máquina para escribir la crítica. Nunca obra alguna recibió tantos halagos por mi parte, merced a "Doña Sole". Después, ya en la cama, prac-tiqué un rato las enseñanzas del Mediador, y me quedé dormido cuando le pedí a mi nube que bajara. A la mañana siguiente, me desperté con la extraña sensación de haberme visto volando en sueños. No le di importancia. El fin de semana fue un tanto monótono. Alfonso me había dado un pequeño anticipo a cuenta de mis críticas, pero apenas sí era lo justo, para permitirme terminar el mes, y no quería abusar más de mi suerte. Decidí que lo prudente sería quedarme en casa leyendo; en la televisión pondrían una vieja película en blanco y negro, ya la había visto, pero un clásico es siempre un clásico. El domingo por la tarde me armé de valor, y sentándome en mi escritorio, con un sándwich de atún y un bote de cerveza, traté de escribir algo... no lo conseguí. Al sentarme en el sillón, mi vista fue a posarse en el pequeño retrato que había junto a mi máquina, era Silvia. Intenté vanamente, entre bocado y bocado, escribir pero fue inútil, siempre terminaba absorto, como un crío con una bola de comida de un carrillo, mirándola. Al fin me recliné atrás en mi asiento, me prendí un cigarrillo y con-tinué fijándome en ella. Exhalaba el humo en forma de pequeños aros, que se rompían al chocar con la fotografía, extendiéndose en pequeñas nubecillas por el marco. En este instante, mirando el humo, algo familiar vino a mi cabeza: "Cuando todo en la tierra te agobie "SÚBETE A UNA NUBE".

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El teléfono sonó, repentinamente, un tanto atolondrado descolgué.

-Aquí "los Miserables". Dígame. -¿Dani?

-Sí, soy yo. ¿Quién es? (¡Qué estupi-dez!, sabía que era ella, reconocería su voz en un estadio de fútbol.) -Lo sabes de sobra, soy Silvia. Llamaba para felicitarte.

-¿A mí? ¿Por qué?.

-¡Nunca cambiarás!, ¿verdad?. Hoy es nueve de mayo, lo has olvidado. Ya tienes treinta años. (¡Era cierto, mi cumpleaños y no me había dado cuenta!). Supongo que esta-rás a punto de alcanzar la cumbre, siempre dijiste que a los treinta llegaría tu gran triunfo.

-No es necesario ser sarcástico, no al menos el día de mi cumpleaños.

-Lo siento, no pretendía serio. De todas formas, ¡feliz cumpleaños, Dani..!. Colgó el teléfono, pero no lo hizo con violencia, colgó lentamente como con tristeza. Yo hubie-ra preferido lo primero... Unos golpes en la puerta interrumpieron la larga serie de reproches que me estaba haciendo. Me levanté y abrí la puerta con desgana.

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-¡Feliz cumpleaños, don Daniel!, le he preparado unas golosinas. Era "Doña Sole" con un plato de pestiños. Nuevamente había sido mi ángel, sacándome de la tristeza. Sabía que sus dulces me volvían loco, siempre fui un gran goloso, pasó la mañana preparán-dolos para mí.

-Mi pequeño tendría ahora su edad. Perdóneme, no debí decirle eso en un día como hoy, pero es que me lo recuerda usted tanto. De esta sencilla manera pasé la tarde del que debía haber sido mi más glorioso cumpleaños. No era necesario ser muy listo, para darse cuenta de mi estado. Recordé mis años de ado-lescencia en el instituto, los amigos, las tardes dominicales preñadas de proyectos inigualables, que llenarían de asombro a las futuras generaciones. Cambiábamos el mundo a nuestro antojo desde unos apretados tejanos. Todos seríamos algo grande, actores, pinto-res, cirujanos, escritores... La mayoría de ellos estaban ahora casados, tenían un par de niños, y a lo sumo trabajaban en algún ministerio; pero eran felices, al menos a mí me lo parecían. Yo, que en un principio, estuve más cerca que ninguno de ellos en la realización de mis sueños, les miraba ahora con envidia. ¡Qué paradoja!, para algunos yo seguía siendo una especie de héroe adoles-cente. Algo así como un amarillento libro de bachillerato, que en un místico nexo, nos une con el recuerdo de aquellos felices años. Ese libro que al hacer limpieza pensamos tirar una y otra vez, pero no podemos, porque al hacerlo sentimos que arrojamos una parte de

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nosotros mismos como quien tira un anillo al agua. Les comprendía perfectamente. Yo guar-daba mi libro de latín porque, en la contra cubierta, había escrito un viejo poema de mi adolescencia, y en cierta manera eso repre-sentaba yo para ellos, había publicado varios libros con éxito, y continuaba soñador y bohemio, era el último rebelde, el poema en la contra cubierta de sus vidas, su postrer sueño de adolescencia. ¡Qué ironía!. Ahora sé que durante el tiempo que duró mi mala racha, ellos lo sabían. Conocían perfecta-mente mi fracaso, continuaron rodeándome de respeto, admiración y cariño. Cuando, tras mi caída, todos me abandonaron, mi mundo de narcisismo y halagos se derrumbó. Sólo ellos recogieron los pedazos, los unieron y me coronaron su rey, en un reino de engaño, sin el cual aún seguiría en el fango.

Mi trabajo en el periódico era agrada-ble. El ver publicado, tras dos años, algo mío aunque sólo fuera la crítica en un dia-rio, era muy importante para mí. El miércoles por la mañana el Mediador volvió a mi casa. Salía de la ducha cuando le vi, sentado en su nube rosa, ojeando uno de mis libros. Estaba de espaldas a mí y antes de que yo dijera nada, habló sin volverse.

-Esto no está nada mal "pequeño", aun-que debieras ser menos superfluo. Supongo que es debido a tu falta de carácter. -No sabía que también eras crítico literario.

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-No lo soy, es sólo que hace algunos de vuestros años, tuve que ayudar a otro colega tuyo, un tal Shakespeare, no sé si le cono-cerás.

-Me quedé literalmente pasmado, la toa-lla que me cubría se aflojó y cayó al suelo. -Vuelve a colocarte la toalla -dijo mientras seguía leyendo-estás escandalizando a las vecinas de enfrente. Horrorizado miré con el rabillo del ojo a la ventana; en el edificio del otro lado había una azotea que se utilizaba como tendedero, y allí, asoma-das a la barandilla, se agolpaban varias mujeres que en ese momento estaban tendien-do, alguna inclusive ¡me hacía señas con la mano!. Fingiendo la mayor de las naturalida-des, recogí la toalla, me tapé y me introdu-je en el baño maldiciendo.

-¡Podrías haberme avisado antes!. ¡Ahora tendré que salir a la calle con gafas de sol!

-No veo porqué, tampoco estás tan mal provisto... ja, ja, ja... Comenzó a reír de esa forma tan contagiosa que él tenía, y yo, aceptando al fin la broma, le seguí. -Bueno "pequeño", date prisa en vestir-te que tenemos trabajo.

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-Antes de que se me olvide quiero darte las gracias. -¿A mí, por qué?.

-No te hagas el disimulado, lo sabes muy bien, por el trabajo. No me negarás que fuiste tú quien atropelló al crítico. -¡Calla, no lo digas tan alto!. Si el "Consejo de las Estrellas" se entera, me degradará de Mediador a emisario. No veas si es pesado andar de aquí para allá por el Universo, haciendo de ángel anunciador. Tienes que introducirte en los sueños de las gentes, eso siempre es de noche y el trabajo nocturno no es bueno para la salud, te avie-ja mucho. Cuando no, te envían a un desierto en un planeta perdidísimo, donde, tras una espectacular aparición, debes comunicar a un pueblo de evolución inferior, la llegada de algún mesías, todo en el Universo se hace por amor, pero a mí me gusta más este trabajo. Te lo digo por experiencia, no es la primera vez que me sancionan por mis "métodos". En teoría yo sólo puedo ayudar intelectualmente a mis protegidos. Pero si alguien sufre un accidente no es culpa de nadie. Además te diré otra cosa, entre tú y yo, a ese crítico le iba a dar un ataque cardíaco un día de estos, tenía una lesión, y ahora gracias a mi afortunada intervención, se lo han descu-bierto en el hospital. En cualquier caso en el "Consejo" suelen hacer la vista gorda, porque mi porcentaje de éxitos en misiones difíciles, como la tuya, es del ciento por

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ciento. Además si la Suprema Razón, me con-cibió en su mente tal y como soy, será por algo, digo yo. Bueno, basta de chácharas y a trabajar. Decir que escuchándole me sentía fasci-nado, era no decir nada. Hablaba de la Creación como de una gran organización per-fectamente gobernada y dirigida por un mis-terioso "Consejo de las Estrellas", desde donde se tomaban decisiones que afectaban a todo un sistema de mundos, según me explica-ría más adelante. Me dejó desayunar y después me ordenó dirigirme al campo. Tomé mi coche y, siguiendo sus instrucciones, nos dirigi-mos a las afueras. El no dejaba de mirar el aspecto del vehículo, los tirones y petarda-zos del motor se hacían evidentes cada cinco minutos.

-¡Esta especie de trasto está peor que la nave de "Luzbell" tras la gran contien-da!-, exclamó. Aquello erizó mi pelo desde los pies a la nuca. -¡Te importaría omitir ese tipo de comentarios en mi auto! No sé de qué nave hablas, pero hablar de ese tío trae mala suerte.

-Ja, ja, ja, ¡pobre "pequeño"!. Me olvidé que eres víctima de la ignorancia y la superstición de vuestro mundo evoluciona-rio y, en consecuencia, estás atrapado en las torpes representaciones que de vuestra his-toria ancestral, os han llegado.

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-¿Quieres decir que las narraciones bíblicas, tales como el libro del génesis, entre otras, poseen en contra de la opinión generalizada, una base histórica auténtica, mezcla de ignorancia y realidad?.

-Tan sólo puedo decirte que la historia de tu mundo es mucho más antigua de lo que imaginas. Con el paso del tiempo, los cien-tíficos de este planeta tendrán que ir des-cendiendo, paulatinamente, por los mismos peldaños que su arrogancia les impulsó a subir. El hombre universal es el único ser cuya capacidad intelectual, se ve superada por su grandeza histórica. Vuestra evolución aún no os permite enfrentaros cara a cara con la eternidad de la Creación; ésta es tan inmensa y hermosa, como compleja. Así el hom-bre desde sus albores, sólo ha podido acer-carse a ella a través de torpes representa-ciones. El Arquitecto del Universo, fue definido, por tus antepasados, como un viejo venerable de barba y cabellos largos, los seres a su servicio como ángeles, sus pode-rosas naves, carros de fuego; y así sucesi-vamente. En cada generación humana, un puña-do de hermanos tuyos se aproximan un poco más a la verdad, antes se les denominaba profetas o guías espirituales; ahora en cambio, el hombre enfebrecido por sus logros materia-les, les califica como locos. Los tecnócra-tas se han convertido en los nuevos inquisi-dores de tu planeta. ¡Tanto afán por conse-guir una vana ilusión!.

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-Te mentiría si no te dijera que estoy confundido; pero creo que podría decir algo en favor de mis torpes antepasados. ¿Cómo tendría que definirte yo, a la luz del aspec-to que presentas?. Ciertamente no pareces humano. ¿Qué diría yo de ti? ¿Que eres un ángel? ¿Un extraterrestre?. -Si no te empecinaras en mirarme con tus sentidos físicos, "pequeño", dirías que tan sólo soy un hermano tuyo en un grado de evo-lución superior. Mi aspecto físico es alea-torio, escogí éste porque me pareció “diver-tido”, si lo deseas puedo cambiar de aspecto. El verdadero ser no es físico sino espiri-tual. Sois creaciones mentales que necesitan de un plano material para manifestar su evo-lución. La materia tal y como tú la conoces no es nada, tan sólo mera masilla biológica, un instrumento para tu encarnación. Cuando tu madurez de espíritu sea lo suficientemen-te elevada, podrás prescindir de ella.

-Creo que empiezo a comprender porqué quieres que aprenda a subirme a una nube. Eso sería una creación mental, y si soy capaz de conseguir tales creaciones, aunque sólo sea de una forma muy elemental, estaré en condi-ciones de desligarme del plano físico, pasan-do a ser protagonista y no espectador de mi propia existencia. Es como si el hombre habi-tara en un espejo, y diera el valor de rea-lidad a todo cuanto en él se sucede, siendo falso, ya que todo cuanto acontece, no es sino el reflejo de algo que está fuera del espejo. Si creo mentalmente, sería, una

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especie de "Alicia en el país de las maravi-llas", ¡atravesaría el espejo!

-¡TÚ LO HAS DICHO, "PEQUEÑO"! ¡POR FIN HAS COMPRENDIDO!. La llave de todo está en tu consciencia. Esa es la semejanza entre el Creador y nosotros. Esa es nuestra heren-cia.

Los cuarenta minutos de trayecto habían pasado de una forma inusualmente rápida. Introduje el auto en el polvoriento camino de tierra que conducía al lugar donde le vi por vez primera. Me detuve bajo la som-bra de una gigantesca encina. La mañana era cálida, y en el cielo, cómo no, un grupo de rechonchas nubes se deslizaban lentamente movidas por una perezosa brisa del Este. Descendimos del coche y, de un modo instin-tivo, vine a sentarme sobre la hierba ponien-do una brizna entre mis labios. El Mediador sin decir palabra me imitó. Durante unos bre-ves instantes, ambos permanecimos en silen-cio, viendo aquel hermoso paisaje. Cualquier expresión estaba de más. -Cierra los ojos "pequeño", e imagina que estás en lo alto de aquella colina. Cerré mis ojos y pude verme sin difi-cultad donde él quería. -Ahora, prosiguió, mira al cielo y fíjate en una nube, la que más te guste (escogí una cuya forma me recordaba una mari-posa). Vuelve a cerrar los ojos y sitúate en la colina. Dile a tu nube que se reúna con-

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tigo en lo alto de la loma. Imagina cómo se separa del grupo central de nubes, y a tu orden mental se dirige hacia ti. Cuando esté sobre tu cabeza pídele que descienda, des-pués sube a ella, ponte cómodo y elévate. Seguí todas las instrucciones al pie de la letra. Cuando llegó el fatídico momento de hacerla descender, mi cerebro físico comenzó a protestar. Decidí ignorarle, aqué-lla era mi creación y en mis creaciones todo lo que decreto se cumple me ordené. En ese instante vi cómo mi nube descendía mansamen-te hasta quedar a mi altura. Tal y como me indicara el Mediador me subí a ella. Pasé algunos instantes adaptándome a las sensa-ciones que recibía. Era agradable y relajan-te sentirse flotar; a continuación le pedí que ascendiera. Fue verdaderamente fantásti-co, me elevé suavemente, podía ver perfecta-mente las copas de los árboles, me veía a mí mismo al lado del Mediador allí abajo tumba-do en el césped, al otro lado de la colina pude ver una charca de agua estancada. De pronto la voz del Mediador sonó en mi mente, y digo bien en mi mente, porque no la sentí con los oídos.

-Estás sobre tu nube, ¡enhorabuena!. Ahora deberás aprender a manejarla. Lo pri-mero que quiero que hagas es cambiarla de color. Haz que adopte sucesivamente todos los colores del arco iris. Después desciende de nuevo y regresa a donde estamos. Hice lo que me pedía y el color de mi alfombra etérea fue cambiando, primero roja,

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naranja, verde, amarilla, azul, púrpura y por fin violeta. Con la misma suavidad de la ascensión retorné a tierra, me imaginé vol-viendo a donde estaba tumbado en la hierba, y abrí los ojos.

-Francamente bien "pequeño", francamen-te bien. -Dijo con evidente satisfacción.

Durante mi viaje yo no había dejado de tener la sensación de que estaba tumbado sobre la hierba; pero mi mente fue capaz de salir fuera e imaginar de un modo tan vehe-mente, que tenía la impresión de que todo podría haber sido cierto. Entonces recordé algo. Me puse en pie y eché a correr en dirección a la colina, ascendí jadeante por la ladera, (“jodido tabaco” pensaba) atrave-sé la cumbre, y allí al otro lado, estaba la charca que yo había imaginado.

-¡Increíble!- Exclamé alborozado. Según me explicaría después el Mediador, lo que sucedió fue que, por vez primera, había logrado proyectar mi mente fuera. Las posi-bilidades de un nuevo plano de conciencia se abrían ante mí. Por fin llegó el primero de mes, y con él, mi primer salario. En el periódico esta-ban más que satisfechos con mis críticas. No me lo podía creer, por vez primera en meses, viviría durante treinta días sin agobios. Tal vez parezca una tontería, pero lo prime-ro que hice, tras cobrar mi cheque, fue diri-girme a un conocido hipermercado y llenar

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hasta rebosar mi auto. Tuve que realizar varios viajes de mi casa al coche para subir todo. El contemplar mi exhausto frigorífico repleto, me producía una sensación de tran-quilidad indescriptible. Yo, que me deleité hasta la saciedad con las mieles del éxito, que viví rodeado de elogio y comodidad, son-reía ahora complacido, con la mera contem-plación de una nevera llena. Aquel día invi-té a "Doña Sale" a comer en casa, quería demostrarle que, aunque no tan bien como ella, yo sabía cocinar algo más que huevos fritos. Durante el café ocurrió algo verda-deramente emotivo; mi vieja amiga se levantó de la mesa apoyando sus manos en ella, dando una oportunidad a sus gruesos tobillos para que la sostuvieran, y con paso cansino se dirigió a la librería, tomó una de mis nove-las entre sus temblorosas manos y la abrió por la página central, a continuación y con voz lenta y balbuceante, comenzó a leer. Sentí cómo mis ojos se humedecían contem-plándola, se ayudaba con el dedo índice seña-lando renglones, como si de un niño se tra-tase. Al fin, no sin esfuerzo, terminó una página entera, depositó el libro sobre la mesa y añadió: -Yo he cumplido mi parte "filiño", ¡a ver cuándo cumple usted la suya!-. Me levanté de la silla, le di un beso en la frente y respondí:

-Pronto, "Doña Sale", muy pronto.

-Y de la señorita Silvia, ¿sabe usted algo?. No comprendo a los jóvenes, pasan la vida queriendo ser libres, y digo yo que la

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libertad de quererse también es importante, ¿o no? Lo que necesita es una "mujer", ¡qué carallo!. Uno no puede pasarse la vida comiendo huevos fritos, pobre niño mío. ¡Poniéndosele estaba, la cara, como limón con tanto huevo!. Y no digo que la comida de hoy fuera mala, lo que le digo es que un hombre sólo es un desastre. La soledad es muy perruna, lo sé por experiencia. Días hay en los que, de no ser porque una es creyente, mandábalo todo a freír espárragos. Cuando uno está solo, cualquier agujerucho viénele grande. Yo no quisiera que a usted le suceda lo mismo.

-No se preocupe tanto, "Dañe Sale", y no diga que está usted sola, me tiene a mí.

-No me venga ahora con mimosidades, don Daniel, que soy vieja pero no tonta, lo que no quiere es decirme qué pasa con la señori-ta Silvia.

-Ja, ja, ja... ¡Es usted incorregible, "Doña Sole"!. Después de mi última lección con el Mediador, yo no había dejado de practicar ni un solo día sus enseñanzas. Por las noches pasaba largas horas tumbado en mi cama miran-do por la claraboya, observaba el firmamento cubierto de estrellas y sentía como si aque-llos dos o tres metros cuadrados de cielo que veía me pertenecieran; luego cerraba los ojos y me subía a mi nube dejando que mi imaginación me transportara a los más recón-

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ditos lugares que uno pudiera imaginar, y así, sin darme cuenta, iba creciendo en mí la idea de un mundo muy distinto al que yo nunca imaginé. Una noche después de cenar tuve que acercarme al diario para entregar un artículo de última hora que debía de apa-recer en la primera edición de la mañana, mi auto había expirado definitivamente y tuve que ir en taxi, terminé cerca de la una, la noche era apacible y decidí volver a casa dando un paseo. Como ya dije en un principio, mi casa era bastante antigua, a si que inde-fectiblemente para llegar a ella, debía atravesar parte del casco viejo de la ciudad. Aquel microcosmo de musgo y piedra me cauti-vaba de una forma especial; era acogedor pasear sereno por sus estrechas y adoquina-das calles. A menudo me detenía a contemplar aquella reja en la ventana, mudo testigo del cotidiano ir y venir de las gentes durante cientos de años, que ahora se adornaba con un desconchón en su parte izquierda; o ese portón amplio y astillado en los bordes, de goznes recios, que hoy aunque desvencijado, seguía conservando toda su majestuosidad coronado por dos recias aldabas de bronce. Todo pertenecía, en fin, a un viejo caserón de gruesos muros, que cuan misteriosa pirá-mide, se encontraba frente a mí como espe-rando a que yo resolviese el inaccesible criptograma que me permitiera acceder a su interior, desvelando para mí todo el enigmá-tico mundo que guardaba tras sus poderosas puertas. Aquel edificio me atraía como un poderoso imán desde la primera vez que lo vi. Alcé la vista contemplando el piso superior,

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en ese instante el resplandor de una tenue luz iluminó el balcón que asomaba a la facha-da principal, siempre creí que estaba desha-bitado, y sin embargo no había duda, en el piso de arriba algo o alguien se movía, pude ver una sombra que durante breves instantes cruzó la cristalera. Retrocedí unos pasos tratando de obtener una mejor perspectiva que me permitiera averiguar qué o de quién podría tratarse, pero era inútil, estaba demasiado alto. En mi retroceso tropecé con un árbol a mi espalda, sentía un extraño calor en el estómago y mi pulso era trepi-dante. Sin embargo no sentía miedo, tan sólo un irrefrenable impulso que me hizo trepar por el tronco. Encaramado a una rama pude al fin, no sin esfuerzo, mirar en el interior de aquel extraño inmueble. En la penumbra creí ver la silueta de un hombre que, senta-do a una mesa, estaba escribiendo alumbrado por un candelabro. Por sus movimientos dedu-je que lo hacía con una antigua pluma, ya que pude observar cómo se detenía, cada pocos segundos, para mojar en el tintero. Permaneció así por espacio de varios minutos hasta que, de pronto, una mujer de pelo suelto y extre-mada belleza, por lo poco que pude ver, sur-gió a su espalda, rodeó su cuello con los brazos y se reclinó sobre la vela apagándola, sumiendo en las tinieblas toda la habita-ción. Un sudor frío recorría mis sienes, froté mis ojos y descendí del árbol. Me diri-gí nuevamente a la casa y al colocarme deba-jo del farol de la esquina observé un polvo-riento letrero que me había pasado desaper-cibido. Casi cubiertas por la suciedad pude

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leer dos palabras: SE VENDE, y a continuación un número de teléfono.

Eran demasiadas emociones para una sola noche, decidí volver a casa, pero aún me aguardaba otra que para mí fue igualmente desconcertante. Cuando me disponía a mar-char, llegó a mis oídos un ruido acompasado y monótono, TOC, TOC, TOC... Al parecer no le había visto, pero sentado en un banco enfrente de la casa, un hombre de aspecto andrajoso tocaba un tambor roto. Me acerqué a él y esta vez, sinceramente, el miedo empe-zó a retorcer la parte superior de mi estó-mago.

-¡Buenas noches!. ¿Lleva usted mucho tiempo ahí?- Me preocupaba el hecho de que pudiera haberme visto espiando la casa. -Como aquel que dice, desde siempre- Respondió. Seguía golpeando con una única baqueta el tambor. Yo me fijé en lo deterio-rado del instrumento y no pude evitar pre-guntarle:

-¿Quién te ha roto el tambor?. Se puso de pie parsimoniosamente, y con una amargura infinita me contestó: -Los muchos violentos que hay en el mundo señor, ellos han roto mi tambor. Antes de que pudiera preguntarle nada mas fue engullido en la oscuridad de la noche. Regresé a casa lo más aprisa que me permitieron mis pies. Mi cabeza era un tor-bellino del que surgían una y otra vez mil preguntas en mi mente. Con cada zancada

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intentaba encontrar una explicación para lo sucedido, pero era inútil. Decidí que lo mejor sería telefonear al día siguiente al número que aparecía en el cartel y salir de dudas. Sin embargo eso no me tranquilizó, pasé la noche en vela tratando de escribir acerca de lo que había visto, necesitaba hacerlo ahora que estaba fresco en mi mente, no quería que después, con el paso del tiem-po, aquello quedara desvirtuado por culpa de mi siempre inestable memoria. Sentado a la máquina noté, por primera vez en años, ese extraño cosquilleo en las yemas de los dedos que sentía cuando iba a contar algo que mere-cía realmente la pena. Cuando terminé eran cerca de las seis de la mañana y sin embargo no tenía el más mínimo asomo de sueño o can-sancio. Me levanté de mi asiento, esta vez no había ningún folio en la papelera, y con evidente satisfacción, me preparé una taza de reconfortante café, después me eché a dor-mir durante un par de horas. Me levanté rela-jado, descolgué el teléfono y marqué el núme-ro, tras varias señales de llamada alguien descolgó al otro lado de la línea. “Inmobiliaria Marcos, dígame”... No contesté. Era todo cuanto necesitaba saber por el momento. Tomé un baño, cambié mi ropa y me dirigí a comprar el periódico. Serían cerca de las nueve cuan-do salía por el portal. ¡Qué hermosa resul-taba ahora la rutina de las gentes senci-llas!. Por todas partes amas de casa con los niños camino del colegio, otras a la plaza para comprar, los obreros, la estanquera, la viejecita aquella que vendía golosinas en la esquina, los bancos del bulevar repletos de

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sol, palomas y abuelos. Sentía y no sé por-qué, el deseo de extender mis brazos a lo ancho de la manzana y abrazar a todas esas gentes que me rodeaban. Desayuné en el bar y nunca los ¡buenos días! me parecieron tan buenos. Después me senté en la calle a leer el periódico; cuando estaba terminando vi como, por la acera de enfrente, una figura avanzaba torpemente vencida por el peso de la bolsa de la compra, torcía los pies hacia dentro, y si a eso le uníamos su corta esta-tura, sólo podía tratarse de "Doña Sole". Me levanté raudo para ayudarla y le cogí la bolsa. Ascendiendo por las escaleras su fatiga se hacía patente en cada tramo, aque-llo no me gustaba, aunque ella, jocosamente siempre decía que era un viejo barco de pesca al cual empezaba a fallar la caldera, por lo que muy pronto tendría que atracar definiti-vamente en el puerto de la esperanza. La dejé en casa y aún se empeñó en que tomáramos café, acepté para no contrariarla y terminé, como en tantas ocasiones, inmerso en el mundo salobre, pétreo y húmedo de Galicia a través de sus recuerdos.

A las doce y media regresé a mi buhar-dilla, al volverme, tras cerrar la puerta, me llevé un susto de muerte, vi una cabeza del revés a la altura de mis ojos que me dijo ¡HOLA! Evidentemente no era otro que el Mediador, quien según me confesó llevaba esperándome un buen rato, y como empezaba a aburrirse decidió distraerse caminando un rato por el techo mientras que aguardaba mi regreso. Pasado el susto no pude por menos

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que echarme a reír con su ocurrencia. Si había algo que me llamaba la atención en mi amigo, casi tanto como sus increíbles pode-res, era la espontaneidad, yo diría casi infantil, con que realizaba las cosas.

-He visto con satisfacción que has empezado a escribir "pequeño". ¿Es tan inte-resante esa casa como la describes?

-Aún más, es fascinante, me resulta misteriosa y familiar a la vez, y después de la otra noche, te juro que aún lo es más. Tuve la sensación de haber sido transportado a otro tiempo durante los breves instantes que duró mi visión. Por cierto ¿no tendrás que ver tú algo en todo esto?. -¡Ni por un momento, "pequeño"!. Yo no necesito jugar a los fantasmas, en cierta medida para tu mundo yo formo parte de ellos. Pero cambiemos de tema y centrémonos en lo nuestro. ¿Cómo vas con tu nube?.

-Creo, sinceramente, que muy bien. Cuando me siento tenso o agobiado, sólo tengo que imaginarme encima de ella para relajar-me, y si la voy cambiando de color siento que con cada matiz mi espíritu se tranquiliza. También ha conseguido viajar a muchos sitios, no sé si reales o imaginarios, pero lo cier-to es que he estado en ellos y que en mi recuerdo permanecen como auténticas expe-riencias. -Ciertamente me siento orgulloso de ti,

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"pequeño", y creo que muy pronto estarás pre-parado para el "gran viaje". Si tu comporta-miento es el adecuado, pronto lo realizare-mos.

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III. EL GRAN VIAJE.

Aquella mañana el Mediador me encomendó una última tarea antes de realizar el miste-rioso «gran viaje» que me había prometido. Para conseguir viajar tendría primero que reconciliarme con Silvia, no significaba que tuviera que volver a salir con ella, tan sólo debería obtener su perdón, ya que si no lo obtenía o si mi intención al pedirlo no era sincera, nunca podría marcharme, porque el único visado para moverse en esos planos era el del amor, según me dijo el Mediador. La verdad lo que menos contó en mi caso fue el deseo de viajar, en cierta medida sentía miedo, aunque estaba convencido de que al lado de mi amigo, nada malo podría ocurrirme. Lo que sucedía es que realmente sentía unos remordimientos terribles por mi comporta-miento con ella, lo único que necesitaba era encontrar una buena excusa con la que acallar a mi trasnochado machismo y pedirle perdón y esta era a todas luces una ocasión única no sólo para excusarme sino para poner en prác-tica alguna de las enseñanzas que había reci-bido acerca de cómo usar la nube de la ima-ginación. Lo primero que necesitaba era colocar a Silvia en un estado en el cual no me fuera hostil. No podía presentarme en su casa por las buenas y decirle: -¡Hola Silvia, qué tal!, soy yo Dani, me comporté como un cerdo y lo siento-. Seguramente me hubiera arrojado un plato o un jarrón, además me daba muchísima vergüenza. De esta forma vine a realizar lo siguiente: Esa noche en mi buhar-dilla, visualicé mi nube, procuré relajarme

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lo más posible y como si de algo normal se tratara, hice que de la bruma surgiera Silvia. La invité a sentarse procurando ser todo lo amable que me era posible. Hablé con ella con decisión como si realmente estuvie-ra conmigo en la nube, le dije que al día siguiente iría a verla y que por favor me recibiera sino con afecto, si al menos sin frialdad. Le dije también que tenía inten-ción de pedirle perdón y que por favor no me pusiera las cosas más difíciles de lo que estaban para mí. Después me despedí de ella cariñosamente y la hice desaparecer de mi nube. Creyendo de modo fehaciente que el encuentro había sido real.

Según el Mediador, todo aquello que yo decretara desde mi imaginación, siempre que fuera algo justo se cumplía, a menos que dicho deseo fuera contrario a la voluntad de la Suprema Inteligencia. Por lo general si uno usaba ese potencial primero en ayudar sinceramente a los demás, podía usarse igual-mente para ayudarse uno mismo. La nube sólo constituía un medio, un vehículo a través del cual se podía desencadenar todo el tremendo potencial que subyace en la mente del hombre; algo así como una muleta psicológica, en la que pudiera apoyarse nuestra ofuscada mente para proyectarse más allá de los límites que habíamos forjado con nuestra ignorancia. Pude experimentar por mi mismo la veracidad de tales medios, ya que al día siguiente fui a casa de Silvia, y me recibió tal y como yo le pidiera en nuestra conversación imagina-ria. Se mostró comprensiva y aceptó mis excu-

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sas, pasamos toda la tarde juntos, y al des-pedimos lo hicimos como dos buenos amigos. En el rellano de su apartamento mientras esperaba el ascensor, se colocó de puntillas rodeándome con sus brazos, y me besó. ¡Seguía siendo endiabladamente femenina!, cerré la reja del ascensor tras de mi, mientras ella apoyada en el marco de la puerta sonreía como una Gioconda. Pulsé el botón del bajo, el viejo ascensor de madera se puso en marcha descolgándose lentamente. Al llegar al por-tal retrocedí, me introduje en el ascensor nuevamente y pulse el sexto, al abrir la reja la encontré tal y como la había dejado, son-riendo apoyada en la puerta. No volví a bajar. Resuelto en parte el asunto de Silvia, sólo quedaba esperar la visita de mi escu-rridizo amigo. Esta se retraso algo más de lo que yo hubiera deseado, y ocupé mi tiempo en escribir algunos apuntes sueltos, a modo de archivo de sensaciones. Era una técnica que solía utilizar bastante para escribir. Mis mejores novelas salieron precisamente de esos «diarios del momento». También seguí con las prácticas mentales, ahora era capaz de quitar dolores a mis amigos con la misma táctica, tan solo invitaba a la persona en cuestión a mi nube y allí manipulaba la zona afectada por el mal, que solía presentar una aspecto parduzco, y la sustituía por un color más natural como por ejemplo azul. Desde entonces cada vez que debía de tomar una decisión que afectara de un modo u otro a mi vida o a la de los demás, no lo hacía sin antes ascender a ese plano de conciencia especial, donde lejos del bullicio y la

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intransigencia humana, me resultaba mucho más fácil decidir. En principio, cualquier cosa era posible en mi nube, pero sincera-mente jamás pensé que pudiera llegar tan lejos en el conocimiento de mí mismo. No sé si el «Consejo de las Estrellas» hizo bien o mal en elegirme a mí; lo que si es cierto es que les estaré agradecido el resto de mi eternidad. Algún día, no muy lejano, espero que toda la humanidad llegue a tomar concien-cia de su verdadero destino y origen dentro del Universo.

La vieja casa seguía obsesionándome, realicé algunas averiguaciones más . Aprovechando mi condición de «periodista», pude investigar en los archivos del ayunta-miento y en otras fuentes. Había sido levan-tada en 1645 por un extraño personaje. Se trataba al parecer de un tal Germán Rodríguez Sigüenza, hombre de extraña fortuna que des-apareció misteriosamente tras la muerte de la mujer con la que vivía, y no se volvió a tener noticia de él nunca más. La casa tuvo después sucesivos dueños, pero parecía ser, y aquí encontré algo sumamente interesante, que jamás fue ocupada por ninguno de ellos, como si sobre aquellos vetustos muros se cer-niera la más intrigante de las leyendas. Pude obtener toda esa información, mezcla de superstición e historia, gracias a un no menos inexplicable suceso que acaeció a finales del año 1690, y que hallé recogida en algunas crónicas de la época que se guar-daban en los archivos del municipio. El 25 de octubre de aquel año, un incendio destru-

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yó por completo parte de esa zona de la ciu-dad. En medio de aquel infierno de llamas, la única casa que no resultó afectada fue precisamente esa. La gente en su pobre igno-rancia comenzó a sentir miedo cuando cruza-ban frente a la puerta, y se extendió el rumor de que en su interior se escuchaban sonidos extraños. El notario Ramiro Márquez Gaona, por aquel entonces propietario, fue obligado por la Inquisición, ante la insis-tencia del pueblo, a exorcizar la vivienda. La operación en cuestión fue realizada por un tal Fray Martín Buendía, quien con gran rigor de artes y oficios, expulsó a fuerza de versos latinos y juramentos en hebreo, al supuesto «Diablo cojuelo» que habitaba en sus estancias. Después la pista se perdía hasta nuestros días. Cuando me disponía a continuar mis investigaciones con los actua-les propietarios, fui forzado a salir de viaje fuera de la provincia concretamente debía asistir a un festival de cine. No hubo otro remedio y antes de que pudiera darme cuenta, me encontraba perdido en un coche cama, atravesando la frontera. El viaje se prolongó por espacio de una semana. El francés nunca se me dio demasiado bien, así que mi estancia en el país vecino no pudo ser más tediosa. Yo que siempre había sido extremadamente comunicativo, me veía ahora sumido en el silencio. Por fortuna aquello no entorpeció mi labor aunque sí me obligaba a pasar el día buscando algún inglés que llevarme a la cara si quería hablar con alguien. Salvo dos o tres conferencias que

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mantuve con Silvia, el resto, películas incluidas me resultó insoportable. Por fin regresé tras haber tragado casi veintiocho filmes. Serían las doce cuando un taxi me dejaba en la puerta de casa. Estaba deshecho, abrí la puerta de mi buhardilla con el deci-dido propósito de dormir durante doce horas. Como siempre se me olvidó contar con mi ines-perado amigo. Apenas sí acababa de dar la luz y entrar, cuando le vi sentado cómodamente sobre mi sillón favorito.

-¡Me alegro de verte «pequeño»!. Deja tu maleta y ven a sentarte a mi lado. Nos vamos de viaje. -¡Pero si acabo de llegar!, ¿no podrás esperar a mañana? -Lo lamento «pequeño», no soy yo sino el tiempo quien no espera. La hora de nuestra partida fue fijada hace muchos años, no podemos retrasarnos, nos esperan. Me despojé de la chaqueta, deposité la maleta en el suelo y me senté a su lado. Intuía cada vez con más fuerza que algo real-mente sorprendente y fuera de lo común esta-ba a punto de sucederme.

-¿Podrías decirme cuál es nuestro des-tino?. Si te he de ser sincero siento un poco de temor. No es que desconfíe de ti, sino de mí. No sé si seré capaz de estar a la altura de las circunstancias que nos aguarden. -No tienes por qué preocuparte «peque-

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ño». A donde nos dirigimos tú eres Dios. -¿Que yo soy Dios?. ¡Tú crees que un tipo como yo puede ser Dios en parte alguna!, ¡si te oyeran tus jefes..!

-Por el momento no puedo decirte nada más. Tan solo aclararte que si lo deseas, puedes no realizar este viaje. En ese caso yo me iría y no me volverías a ver, ni serías molestado por ningún otro ser. Medítalo bien, debes de aceptar libremente realizar o no este trabajo.

Sinceramente hubo unos instantes de gran indecisión. El Mediador lo siguió con rictus de ansiedad en la cara, era la prime-ra vez que demostraba un sentimiento de ese tipo, de lo que pude deducir, que aquello era tremendamente importante para alguien, lo que no sabía era para quién. En última ins-tancia decidí dejar a un lado mis temores y confiar en mi sonrosado amigo.

-¡Está bien!, iré contigo. Espero que tengas en cuenta que me mareo en los aviones - añadí tratando de restar importancia al asunto-. El Mediador lanzó un suspiro de ali-vio, y rió con mi ocurrencia; luego puso su mano en mi hombro y me dio las gracias por confiar en él. ¡Estaba emocionado!. -Vamos «pequeño», no hay tiempo que perder. Se colocó junto a mí y me pidió que me subiera a mi nube por el método explicado anteriormente. Hice todo cuanto me ordenó,

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pero para mi sorpresa al imaginar el prado donde debía descender mi nube, vi al Mediador de pie haciéndome señas con la mano para que me acercara a donde él se encontraba. Lo que sucedió a continuación fue muy extraño, cuando me imaginé que me dirigía hacia él (deseo aclarar en este punto, que cuando digo imaginé me estoy refiriendo a que lo veía con la mente, sin que en ningún momento perdiera la sensación de estar con los pies en el suelo) atravesé una especie de cordón de luz y en ese instante tuve la misma sensación que se siente cuando en medio de la noche uno sueña que se cae. Después ya no imaginaba, me encontraba realmente dentro de mi crea-ción mental, es decir con todos mis sentidos físicos funcionando. El repentino vértigo al que me vi sometido me hizo caer al suelo; la hierba era fresca y agradable y una cálida brisa mecía las flores. Me incorporé un tanto aturdido. -¿Dónde estamos?, ¿qué ha sucedido?.

-Tranquilízate «pequeño», no pasa nada. La sensación de vértigo que has sentido al atravesar el cordón de luz obedece al desdo-blamiento de cuerpo astral. ¡No, no pongas esa cara!, no estás muerto ni nada por el estilo, tan sólo has dejado temporalmente tu yo inferior, a donde nos dirigimos no vas a necesitarle. -¿Quieres decir que ahora mismo soy espíritu?.

-No exactamente, el espíritu es algo

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mucho más hermoso y complejo, y ciertamente no posee apariencia humana, es conciencia absoluta. Tú como te habrás dado cuenta sigues tan feo como siempre... ja, ja, ja.

Mentiría si no dijera que necesitaba aquella broma del Mediador. El verle reír siempre me tranquilizaba. Pasé un buen rato adaptándome a mi nuevo estado, salvo la sen-sación de sentirme algo más ligero, no encon-traba sustanciales diferencias con mi ante-rior situación. A fin de no liarme pensando la forma en que había llegado a ese lugar, decidí hacerme a la idea de que mi viejo automóvil estaba aparcado a unos cientos de metros más atrás, y que fue en él como llegué hasta allí, como ya hiciera en otras ocasio-nes con mi amigo. El Mediador me pidió que me fijara en una nube bien grande y que la hiciera descender, debía tener un buen tama-ño ya que viajaríamos los dos en ella. Miré aquel cielo y escogí una que me pareció lo suficientemente grande para los dos. Subimos en ella y cuando le pregunté a dónde nos dirigíamos, me contestó que por esta vez él conduciría. La nube se elevó, primero lenta-mente y luego con gran velocidad la pradera redujo su tamaño al de un folio y pude com-probar cómo a su alrededor no había absolu-tamente nada. Daba la impresión de tratarse de una isla solitaria rodeada de un mar de niebla. -¿Por qué no hay nada alrededor de la pradera?, pregunté. -Aquello que ves ahí abajo, es la zona de las creaciones mentales

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primarias, es una zona de bajas vibraciones donde tienen su origen todas las representa-ciones materiales. Sólo ves la pradera por-que es lo único que has creado en ella. El resto es, por así decirlo, todo un universo material por crear-. Seguimos nuestra ascen-sión atravesando una zona de total oscuridad donde perdí toda noción del espacio y del tiempo. Para mi sorpresa la luz se hizo nue-vamente, pero ya no ascendimos, sino que descendíamos desde un cúmulo de nubes en dirección a una extraña tierra. Aquello era en verdad hermoso. El paisaje me resultaba familiar y de una extraordinaria belleza. Nos posamos en la bifurcación de un camino. Afortunadamente, pensé, no se encontraba nadie por ahí en esos momentos. Durante algu-nos instantes permanecí inmóvil, mirando a mi alrededor. Por la posición del sol pude deducir que en aquella extraña tierra, serían las doce del medio día, aproximadamente. De proto sentí a mis espaldas el galopar de unos caballos. Como cuatro exhalaciones unos jinetes pasaron a nuestro lado. Uno de ellos estuvo a punto de derribarme. Me limpié el polvo de la ropa y tosiendo le pregunté a mi compañero:

-¿Pero quién diablos son esos tipos?. ¡Casi me matan!.

-Son «Los Tres Mosqueteros», no te pre-ocupes, es que pasan el día corriendo de aquí para allá, pero son buena gente ya los cono-cerás si hay ocasión.

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La respuesta me dejó estupefacto. O yo me he vuelto loco, o el enano me estaba gas-tando otra de sus bromas, recuerdo haber pensado. Al fin supuse que se trataba de una broma, y traté de seguirla .

-Ya.. .Entonces tú eres el cardenal Richelie, en versión mesita de noche. -Como ocurrencia no está mal, «peque-ño», pero me parece que aún no te has dado cuenta de donde nos encontramos. -Sinceramente no, y te agradecería el que me lo dijeras.

-Estás en el «País de las Creaciones Literarias». El único lugar donde un hombre, puede ser Dios. Aquí toman vida las repre-sentaciones mentales de personas como tú. Cuando creáis un personaje, cuando inventáis una historia en vuestra mente, os aproximáis a la esencia del mismísimo Dios que os dio vida a vosotros. Es entonces cuando la seme-janza entre el creador y sus creados, se manifiesta en una forma más patente. Desgraciadamente el hombre, es como un niño pequeño al que se le ha dotado de un peli-groso juguete para su aprendizaje, por eso en tantas y tantas ocasiones, emplea ese potencial no en crear si no en destruir. Este riesgo se conocía desde el principio de tu creación, en el Universo nada es aleatorio ni se resuelve arrojando una moneda al aire, pero la Razón Primera consideró que estas equivocaciones de sus criaturas de estado

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inferior evolutivo, habrían de servirles después para un mayor desarrollo de su espí-ritu. Él os creó en su mente. Luego sois eternos por el solo motivo de haber sido creados. En ese punto de la conversación le inte-rrumpí. Corría demasiado para mi atolondrado cerebro.

-Perdona, pero hay algo que no termino de entender. ¿Cómo es posible que una crea-ción mental sea eterna?. Mis ideas nacen y mueren en el momento mismo de su nacimien-to. -Te equivocas «pequeño». Cuando una idea surge en la mente del hombre no le aban-dona jamás. En el momento que descubriste la idea del amor, esta no te ha dejado, lo mismo podría decirte de la amistad y de todos y cada uno de los valores morales del hombre. ¿A caso no gozan de eternidad?. «Los Tres Mosqueteros» nacieron como consecuencia de una creación mental del señor Dumas, y ahora son inmortales, porque el recuerdo permanen-te de miles de hombres los mantiene vivos. La vida de un mosquetero es el eterno buscar los herretes de la reina, para cada niño que abriendo un libro, se asome maravillado a sus aventuras. Lo único que pierde el hombre con el paso de sus encarnaciones, es la superfi-cialidad.

-En cualquier caso los Mosqueteros serían infinitos, pero no eternos, ellos

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tienen un origen.

-Ellos sí, pequeño, porque la mente de Dumas era humana, pero la mente del creador de Dunas es eterna y todo ha estado eterna-mente depositado ahí, pasado, presente y futuro. Siempre has existido y siempre exis-tirás.

-¿Y si en vez de surgir en la idea del amor, surge la del odio?. -Tanto mejor para ti, si no conocieras el odio, ¿cómo podrías identificar el amor?. Mediante la dualidad llegarás al absoluto. Lo importante es lo que escojas para vivir.

-¿ Y por qué no fuimos creados para amar únicamente?, nos hubiéramos ahorrado siglos de sufrimientos.

-Nadie puede obligarte a amar. No sería justo. Debéis amar a los miembros de vuestra familia universal por decisión propia. Si tuvieses el poder de dar la vida y estuvieses ante un montón de arcilla, con el propósito de moldear a Silvia, respóndeme: ¿La moldea-rías con el único fin de que te amara?, ¿o le dotarías de voluntad propia aunque ello te obligara a conquistar su corazón a través de los siglos?.

-Creo que lo segundo. -Ahora utiliza tu semejanza divina y dime: ¿Crees que a Dios le molestan los

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ateos?. -Evidentemente no. -Tú lo has dicho. Aquí y ahora tú ten-drás la oportunidad de ser Dios. Tal vez eso te ayude a entenderlo mejor.

Sinceramente seguía sin entender cómo podría yo hacer de Dios, y sin embargo ya empezaba a preocuparme cómo hacerlo con un mínimo de decencia. Nuevamente el Mediador me dio la clave de cómo hacerlo, pero esta vez puso mis pelos de punta. -Creo que ha llegado la hora de expli-carte algunas cosas «pequeño». Como ya te dije en un principio, nos encontramos en la «Tierra de las Creaciones Literarias». Nuestra misión, mejor dicho, tu misión, con-siste en terminar una obra que quedó incom-pleta. Habida cuenta que el autor eres tú, supongo que no te será demasiado difícil.

-Me parece que esta vez te equivocas, o bien tú o el Consejo, habéis cometido un error. Yo nunca he dejado sin terminar una novela, ni siquiera las peores, y en no pocas ocasiones me he lamentado de ello.

-Que tu recuerdes no. Es lógico, tu memoria del tiempo y el espacio está supedi-tada a las necesidades de tu encarnación. Es decir, sólo tienes recuerdos de aquellos sucesos que han acaecido desde tu nacimiento aquí. Desde el mismo instante en que empe-

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zaste a llorar, comenzaste a olvidar lo que ya traías aprendido. Renunciaste a tu dimen-sión no física, para ocuparte de tu yo mate-rial. Siempre sucede lo mismo hasta que la evolución individual del ser, le lleva a trascender más allá de su encarnación mate-rial, pudiendo así, vislumbrar en su vida terrenal, parte de su verdadera existencia fuera de toda dimensión humana. Esa es la simple, y complicada a la vez, respuesta a tantas interrogaciones del hombre. -¡Un momento!, ¿quieres decir que esa obra que he de terminar la comencé en una vida anterior y he de acabarla en ésta?

-No lo podías haber definido mejor. -¿Y cómo?, si no recuerdo nada. Bueno quizás... este paisaje no me resulta del todo desconocido, pero es lo único que recuerdo vagamente. -Es lógico, con la descripción de este paisaje comenzaba tu libro. Ya irás recor-dando el resto. En cualquier caso ten en cuenta que puedes cambiar el curso de los acontecimientos, ya que aquí tú eres Dios. Lo descubrirás en cuanto conozcas a los per-sonajes de tu novela, recuerda que tú para ellos eres el creador, el Mesías cuya llega-da esperan desde hace mucho tiempo. No lo olvides, ellos son tu obra, y tendrás que aprender a quererlos con sus defectos y vir-tudes, deberás amarlos a pesar de lo que puedan hacerte. Sólo con tu ejemplo encon-

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trarás el camino hacia la luz. -¡Pero eso es demasiada responsabilidad para un hombre solo!.

-Para un hombre tal vez, pero te vuelvo a recordar que aquí no eres un hombre sino Dios, y como tal deberás comportarte. -¿Y eso cómo se consigue?.

-Con práctica «pequeño», con práctica. Ahora si me disculpas, debo dejarte, otras obligaciones me aguardan, no tengas miedo, estarás solo pero no desamparado. Obra con fe y entusiasmo y encontrarás el camino de regreso a tu tiempo.

No me dio tiempo a decir nada más, antes de que pudiera darme cuenta, se había esfu-mado dejándome solo en aquel extraño mundo. La angustia comenzó a apoderarse de mí. Maldije el instante en que se me ocurrió decir que sí al viaje. Durante unos instantes corrí de un lado a otro batiendo los brazos como un pájaro loco y gritando: “¡MALDITO ENANO ESTAFADOR Y FULLERO!”, voy a salir de aquí aunque sea lo último que haga en mi vida, sólo para retorcerte el pescuezo. Me sentía engañado, nunca me dijo que sólo me acompañaría hasta el aeropuerto, por así decirlo. Reflexioné durante varios minutos, al término de los cuales decidí que lo más lógico sería ponerme en camino hacia el lugar donde habitaban mis supuestas creaciones; ya que si de algo estaba seguro, era de que

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aquel camino de vuelta pasaba necesariamente por ellos. No llevaba andados ni veinte metros, cuando surgió el primer problema. ¡La maldita bifurcación!, ¿por qué se me ocu-rrió imaginar en otra vida, un camino que se dividía en dos? Ahora no sabía por cuál seguir. Miré ambos lados, pero no se divisa-ba a nadie en kilómetros. Fastidiado me introduje en la pradera que se encontraba en el lado derecho. Para mi sorpresa, la hierba era inusualmente alta, llegaba a mis rodi-llas, decidí esperar sentado en el césped a que alguien pasara. De pronto un alarido pro-veniente de mi pie derecho, me hizo saltar hacía atrás. El pasto se agitó con violencia, y mi cerebro se debatía, angustiosamente, entre salir corriendo o permanecer ahí. Por fin pensé que lo mejor sería salir de la pra-dera, donde lo que fuera quedaría al descu-bierto. Quedé estupefacto, un gato enorme andando sobre patas, como una persona, se dirigía hacia mí. -¡Estás borracho!. ¿Cómo te atreves a pisarme el rabo durante mi siesta?. -Lo siento, no le vi. La hierba le cubría. -¡Eso es una idiotez!. ¡Todo el mundo sabe que yo duermo mi siesta todos los días en ese lado de la pradera!.

-Vuelvo a pedirle disculpas, pero yo no podía saberlo porque no soy de aquí, acabo de llegar.

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Ante aquella afirmación, el gato cambió radicalmente de actitud.

-En ese caso soy yo quien debo pedirle disculpas a usted. No es esta la forma en que usualmente suelo presentarme. Permítame, «El Gato con Botas» para servirle.

No podía creerlo, sin embargo aquel felino iba descalzo. Él pareció leer en mis pensamientos y añadió: -Se preguntará usted, porqué voy descalzo. No se lo diga a nadie, pero es que las botas me aprietan un poco, y me molestan para dormir la siesta. Enseguida regreso. Se introdujo de nuevo en la pradera, volviendo a los pocos instantes calzando un par de magníficas botas de media caña. -¡Lo ve!, seguro que ahora me identifi-ca.

-¡Claro que sí!. Es para mí un verdade-ro placer conocerle. Me llamó Daniel aunque los amigos me llaman Dani.

-¡Estupendo, Dani!, a mí los míos me llaman «Gat» a secas. En pocos instantes nos hicimos amigos, era un consuelo poder contar con alguien. Le puse al corriente, sin pro-fundizar en detalles, de cuáles eran mis intenciones. Debía encontrar a los persona-jes que esperaban la llegada de un creador.

-¡Feo asunto, amigo! Los personajes que tú buscas viven en la ciudad paralela. En un

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principio sólo existía la ciudad original, cuyo verdadero nombre es «ORDEN». Durante largos siglos la ciudad del «ORDEN» creció y creció sin parar, enriqueciéndose con la llegada de nuevos personajes. Como cada uno de éstos traía su historia concluida, no interferían en la vida de los demás. Sus habitantes vivíamos pacíficamente. Pero un día sucedió algo terrible. Algo que ni los más viejos, los personajes de los primeros cuentos de la humanidad, recordaban. Aquella mañana llegaron unos nuevos personajes a la ciudad. Parecían normales, como cualquiera de nosotros. Sin embargo sus historias no estaban terminadas. El gobernador de la ciu-dad, el venerable «Primer Jeroglífico» se dio cuenta de ello, y decidió, si bien admi-tirlos como era su deber, no dejarles en libertad sin que alguien les vigilara. Pronto se comprobó que los recelos del venerable gobernador estaban fundados. Estos nuevos personajes, que en un principio se mostraban corteses y amables, comenzaban a conspirar introduciéndose en las historias de los otros habitantes. Querían de este modo hacerse con el poder en «ORDEN», ya que careciendo de un creador que les reciclara, querían llegar a ser ellos mismos creadores. Durante largo tiempo nuestro benévolo gobernador, les dejó con la esperanza de que sus corazones cam-biasen. Fue inútil, su corazón se hizo cada vez más retorcido, hasta que uno de ellos, el temible «Canciller» consiguió hacer sus propias creaciones. En ese instante él, hasta entonces paciente, «Primer Jeroglífico» ordenó su expulsión de «ORDEN». Humillados y

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cegados por el odio, «El Canciller» y sus seguidores fundaron la ciudad paralela de «CAOS», donde residen desde entonces, sin que puedan salir de su demarcación, ya que según está escrito en nuestros libros sagra-dos, «El Orden se expande constantemente, poniendo en esta expansión, el justo límite al caos".

-¿Qué clase de creaciones realizó «El Canciller»?. -Ese es otro de los fenómenos sorpren-dentes que sucedieron. «El Canciller» ajeno al temor del creador, se dedicó a investigar la forma de crear sus propias criaturas. Ambicionaba una legión de seres ciegos y obe-dientes con la que extender su caótico gobierno. Pero algo debió fallarle, se supo-nía que si era capaz de crearlas, lo era también de destruirlas. Para su sorpresa esto no era posible. Cuando las realizó suce-dió algo increíble, las nuevas criaturas heredaban la inmortalidad del Creador Supremo, y no la perentoriedad que el malvado «Canciller» quería. Olvidó que la semejanza con su Dios, llevaba implícita la facultad de Este, de perpetuarse en cada uno de sus hijos. Durante largos años consiguió mante-nerlo en secreto cuando alguien se revelaba le mataba, pero era sólo físicamente porque volvían a encarnarse, merced a la facultad de reproducirse que también poseían. «El Canciller» hizo todo lo posible por sumirles en la ignorancia. Fundó una extraña religión basada en la jerarquía y la autoridad de sus sacerdotes, prometió vida eterna tras la

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muerte física, para aquellos que le siguie-ron, a cambio del sometimiento más humillan-te, y el horror y el miedo a un sufrimiento eterno, para aquellos que se apartaran de las enseñanzas sagradas. Supuso con razón que si no recordaban nada cuando volvían a encar-narse, podía mantenerlos eternamente en la ignorancia.

-¿Todos los habitantes de «Caos» profe-san entonces la misma fe?. -No. La clase dirigente, los que llega-ron originalmente a «ORDEN», en su mayoría son los sumos sacerdotes, ya que gozan de inmortalidad aparente. Después hay una serie de sacerdotes menores que se encargan del culto. Son formados en escuelas especiales. Hay muchos que sinceramente creen en lo que hacen. «El Canciller» tuvo la astucia nece-saria, para crear un orden moral que a pesar de la férrea disciplina que imponía, habla-ba, aunque confusamente, del amor, la cari-dad, etc., así se ganaba por igual la adhe-sión de los tiranos y los filántropos, ya que hasta entonces la única forma de realización tanto de unos como de otros, pasaba por la religión. Pero sucedió que en medio de una celebración, uno de los asistentes se puso en pie y comenzó a predicar la venida de un salvador, un nuevo orden que cambiaría el destino de sus mediocres vidas. La fuerza y convicción de las palabras de aquel primer profeta prendieron rápidamente entre el pue-blo, fue arrestado pero consiguió escapar y volvió a llevar su palabra de esperanza por

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todos los rincones del pequeño país. El cisma era inevitable, «El Canciller» dio muerte al fin al profeta, pero las enseñanzas de este no pudieron ser arrancadas de los corazones de sus súbditos. Los sumos sacerdotes acor-daron que lo mejor para seguir preservando su prepotente dominio, sería incorporar en un golpe de astucia, al futuro Mesías dentro del culto oficial. Así la gente volvió a lle-nar los templos y el gobierno fue restaurado. Jugando con la ventaja que su inmortalidad física les confería, conjuraron el peligro. Tras varias generaciones, nadie recordaría las enseñanzas del profeta; y en el caso de que apareciera, ya se encargarían ellos de eliminarle. Desde entonces la ciudad ha cre-cido mucho. A fin de evitarles sufrimientos por falta de espacio, el gobierno de «ORDEN» dejó que se expandieran por los dominios del vacío creativo, un lugar en medio de ningún sitio, carente de dimensión propia, que sin embargo para ellos, pobres criaturas, es todo su mundo. La historia del gato me dejó sumido en la tristeza. Durante su explicación se encen-dieron, como breves fogonazos en mi memoria algunos recuerdos que aún siendo míos pare-cían no provenir de mí. Los personajes me resultaban familiares, sobre todo «El Canciller». Al fin me di cuenta, estaba recordando los personajes de una obra que había escrito en mi vida anterior. Yo era el responsable de lo que sucedía en aquella siniestra ciudad aquellos seres perdidos eran mis hijos. De pronto el temor y la

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angustia desaparecieron, dejando paso a una sensación de arrojo como nunca antes experi-menté. Mi corazón latía con fuerza, sabía lo que me aguardaba en la ciudad, pero no sentía miedo, sino un estremecido júbilo que me hizo ponerme en pie y preguntar a mi amigo:

-¡Pronto, dime! ¿Cuál es el camino que conduce a la ciudad de «CAOS»? -No debieras ir, pero si es tu deseo dirígete por el camino de la izquierda. No tiene pérdida. Donde menos te lo esperas «CAOS» aparecerá...

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IV. PROFETA EN «CAOS»

Tal y como me indicara el «Gato con Botas», tomé el camino de la izquierda. Andaba con paso decidido, pero me mostraba atento al más mínimo movimiento en el paisa-je. El gato me dijo que donde menos lo espe-rara «CAOS» aparecería ante mí. Al parecer yo era el único ser que se había adentrado por aquel sendero desde su aparición. Transcurrieron una o dos horas, no lo recuer-do con exactitud, cuando al remontar una colina algo increíble detuvo mi marcha. Hasta aquel punto todo lo que me rodeaba era de una extraordinaria belleza; los campos se encon-traban llenos de flores de mil colores, el cielo era extremadamente azul, y un sol claro y brillante esparcía luz y calor por doquier. Sin embargo y por increíble que parezca, en aquel punto una especie de cortina gris des-cendía desde el cielo, partiendo en dos mita-des el paisaje. A mi espalda podía observar la misma naturaleza fresca y agradable, de frente un desolador vacío se extendía más allá de donde alcanzaba mi vista. Extendí mi brazo derecho, con temor introduje la palma de mi mano en la misteriosa luz, y al ins-tante esta adoptó el mismo tono grisáceo. El fenómeno era en verdad curioso, la mitad de mi brazo que se encontraba fuera tenía el mismo aspecto rosado de siempre, mientras que el codo para abajo era gris. No había la menor duda, aquel extraño lugar era la fron-tera de «CAOS». Retrocedí unos pasos y me senté debajo de un hermoso manzano a reflexio-

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nar. «Para ser un Dios estoy verdaderamente cansado», pensé. ¡Un momento; esa era la ver-dadera respuesta!. Aquella frontera no era sino el límite de mi creación mental. En ese punto, por alguna extraña razón, interrumpí mi obra en otra vida. Era otra de esas zonas de bajas vibraciones, como la que vi desde la nube cuando emprendí el viaje. Si de algo estaba seguro era que por muy repentina que fuera la interrupción, describir medio pai-saje no era posible. Nadie en su sano juicio literario partiría por la mitad, como con un cuchillo, el monte donde me hallaba. El argu-mento era la clave, algo que debía de haber sucedido en ese lugar y que no ocurrió. Me esforcé en recordar, pero era inútil, mi mente era incapaz de transportarse al pasa-do. Tumbado en el césped miraba a las nubes. Cuando empujadas por la brisa llegaban a la frontera, se dispersaban como sí hubieran chocado con un invisible cristal. Ellas no podían atravesar la línea gris, carecían de argumento para hacerlo. Tomé una manzana del árbol y la arrojé con todas mis fuerzas hacia el otro lado; al contrario que las nubes la manzana desapareció, pero volvió a aparecer colgando de la misma rama de donde la habían arrancado. Tan sólo yo, como Creador, podría adentrarme en lo no creado de mi obra; o bien el personaje que debiera de encontrarse en ese instante en la colina, siguiendo el guión, y que como era lógico se habría que-dado a lomos entre las dos dimensiones. Al ser una de mis criaturas originales, y no una creación del «Canciller» gozaría de inmorta-lidad aparente; lo cual podría convertirle

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en mi enemigo si militaba en las filas del tirano. Quién sería y dónde buscarle era la cuestión más importante. Para mi fortuna no tuve que aguardar mucho para conocerle. Cuando me encontraba sumido en estos pensa-mientos un sonido acompasado y monótono llegó a mis oídos. Aquel toc, toc, toc...me resul-taba familiar. Me puse en pie y me encaminé al punto de donde provenía el sonido. Rodeando la colina por su parte derecha, el ruido era cada vez más claro, hasta que por fin encon-tré la causa. Un hombre se hallaba sentado en una roca tocando un tambor. Al aproximar-me a él pude comprobar que lo hacía con una sola baqueta y que el instrumento estaba roto. ¡Era el mismo ser que vi aquella noche frente a la casa! Me acerqué a él y le inte-rrogué: -¿Qué haces aquí, buen hombre?.

-Esperar. Llevo siglos esperando. -¿Cómo te llamas?.

-Eolim. El ser más solitario de cuantos conozcas.

-¿Por qué estás solo, Eolim?.

-Por los muchos violentos que hay en el mundo, señor. Ellos rompieron mi tambor y destrozaron mi uniforme, pero yo, ya ve usted, sigo tocando. -¿ Y por qué tocas si nadie te escu-

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cha?.

-Debo de hacerlo hasta que el creador termine mi historia. Yo era el "Primer Tambor" del cuerpo de emisarios del reino de Azor. En principio mi historia debía de ser corta, tan sólo fui creado para recoger un mensaje en este lugar. No me importaba tener un cometido tan breve, sólo me preocupaba el hacerlo bien y poder entrar en la ciudad ori-ginal de "ORDEN" para continuar mi aprendi-zaje, pero una vez aquí mi historia se inte-rrumpió cuando me faltaba muy poco para ter-minar.

-La ciudad de "CAOS" está cerca, tú eres inmortal y sin embargo estás aquí solo. Más allá serías un dirigente y no un simple "Tambor".

-¿Por quién me toma?. Cuando fuimos expulsados de "ORDEN" a mí se me permitió quedarme ya que no tomé parte de la rebelión. Sin embargo me marché con el resto, porque yo deseaba entrar en la ciudad de la sabidu-ría por méritos propios, quiero terminar mi historia. Cuando el "Canciller" fundó "CAOS" yo me opuse a sus planes. Yo fui el primer profeta, yo alcé mi voz en medio de los ofi-cios religiosos para descubrir el verdadero Dios a las desdichadas creaciones de "Canciller". Este hizo creer a todo el mundo que me había dado muerte, su poder no alcan-zaba para tanto, pero su espíritu sí que le dotó de la suficiente capacidad maligna, para desterrarme a la frontera. Me dijo que

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transcurridos varios siglos, la soledad se encargaría de desterrar el amor que Dios puso en mí y que en ese instante pasaría a ser uno de los suyos. Desde entonces vivo aquí, atra-pado entre dos mundos. El poder de su mente me impide ir más allá de esos árboles. Pero yo tengo fe por eso toco todos los días mi tambor, esto es lo que se me ordenó que debe-ría hacer en este sitio, hacer sonar mi tam-bor y esperar el mensaje. Algún día acabaré mi historia.

El relato de Eolim me había emocionado. Yo era la razón de ser de esta criatura, vivía por mí y yo era la causa de sus males!, y sin embargo me amaba; y lo hacía por algo tan simple y hermoso como su vida. La opor-tunidad de progresar en su evolución, de alcanzar cotas de perfección cada vez más altas le servía de estímulo y le dio las suficientes fuerzas para no sucumbir a la ambición del "Canciller". En un momento mi condición humana se mezcló con mi condición divina. Me sentía lleno de amor por aquel ser y creo que fue en ese instante, merced a ese sentimiento, que comencé a recordar. "El amor es la llave de todas las puertas del Universo", solía decirme el Mediador. Ahora empezaba a comprenderle. Ya no le guardaba rencor por haberme abandonado en aquel lugar. Comprendí al fin que si lograba salir con éxito de aquella prueba, mi evolución al igual que la de Eolim, daría un salto de gigante hacia las estrellas. Durante nuestra conversión el "primer tambor" permaneció sentado, recostado en la roca con aparente

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fatiga. Guiado por un inexplicable impulso, puse mi mano derecha sobre su cabeza y le dije con ternura:

-Eolim, ponte en pie, porque tu espera ha concluido. Hoy es el día, hoy empieza el final de tu historia. Durante unos instantes cerré mis ojos e imaginé a mi pobre amigo con un nuevo uni-forme. La verdad no sabía muy bien cómo lo había vestido en el mil seiscientos y pico, así que decidí darle un nuevo aire más acor-de con mis actuales gustos. Siempre me cau-tivó el romanticismo, y qué mejor vestidura para mi aventurero que un uniforme de pru-siano del mil ochocientos. Cuando abrí los ojos, Eolim se encontraba de pie mirándose estupefacto. En verdad que para ser mi primer "milagro" no había salido nada mal, estaba francamente reluciente. Con los ojos cubier-tos de lágrimas se inclinó sobre su tambor, por supuesto que no olvidé un detalle como aquel. Le di uno nuevo. Por fin pareció reac-cionar, se acercó a mí y se puso de rodillas diciendo emocionado: -¡Mi Creador! Perdóname porque en los momentos de angustia pensé que me habías olvidado. Me apresuré a levantarle diciéndo-le: -No te inclines ante mí. Yo no merezco tal reverencia. Al igual que tú, he sido creado por una inteligencia suprema. No es a mí, ya te digo, a quien debes tu vida, si

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bien yo te hice, no fui yo sino la Voluntad Divina la que obró a través de mi mente.

-En cualquier caso tú eres el Mesías, el enviado que tanto ansiábamos y que con-cluirá nuestra historia. Señor, debes de dirigirte a "CAOS" y restablecer el gobier-no. Junto a ti se congregará un ejército, y con él pondremos sitio a la ciudad paralela, destruiremos sus murallas y acabaremos con el "Canciller". -El gobierno quedará restablecido en la ciudad, te lo prometo, pero no será con vio-lencia. Pronto pareces haber olvidado que fueron los violentos los que rompieron tu tambor. Dime, Eolim, ¿te gustaría ser como uno de ellos?. -Ciertamente no, mi señor.

-Entonces, Eolim, amigo, no dejes que la ira te ciegue. Sólo siendo víctima se aprende a no ser verdugo. Iremos a "CAOS" cuando sea tiempo. Ahora vámonos, tenemos mucho trabajo.

-¿Hacia dónde vamos, señor?, mira que no hay ningún camino. -El amor no necesita de senderos, por-que el amor en sí es un camino. Por cierto, no me llames señor, me llamo Daniel.

-Como gustes, "Daniel Mesías".

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Fue inútil intentar convencerle de lo contrario; a pesar de la vergüenza que sentía cuando me daba algún título divino, no con-seguí persuadirle, y acepté que me llamara "Daniel Mesías" como un mal menor. Nos enca-minamos a la frontera de CAOS, al llegar a la cortina gris mi discípulo se detuvo.

-¿Cómo podremos atravesar la barrera, Daniel Mesías?.

-Con imaginación, Eolim, con imagina-ción.

Durante breves instantes permanecí inmóvil, trataba de averiguar qué debía ima-ginar. Yo podría atravesar la barrera fácil-mente, pero mi amigo estaba atrapado por el hechizo del Canciller. Aquello requería una pronta solución: pero ¿cuál? Que el amor no precisa de senderos lo dije porque sonaba bien en boca de un "Mesías", pero lo cierto es que necesitaba un camino por donde seguir. De pronto recordé que estaba en el país de las creaciones literarias, así que nada mejor que ellas, para sacarme del conflicto. Buceé en los cuentos de mi infancia, y como un relámpago surgió en mi memoria "El Mago de Oz". ¡Claro, eso era!, en ese cuento, Doroty, la protagonista, tenía que seguir un camino de baldosas amarillas para llegar a la ciudad de Oz. Era una magnífica idea.

-Eolim, ¡hazte a un lado! - exclamé.

-¿Qué vas hacer, "Daniel Mesías"?.

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-Ahora lo verás. Miré fijamente al muro de luz grisácea, cerré los ojos durante unos instantes e ima-giné que un precioso camino de oro se abría ante mí. La voz asombrada de mi discípulo me volvió a la realidad.

-¡"Daniel Mesías", mira!.

Ante nosotros, como una serpiente divi-na, un hermoso camino dorado partía en dos el mundo gris del Canciller. Tímidamente coloqué un pie en el luminoso sendero. Como el astronauta que pisa por vez primera el suelo lunar, di dos o tres tímidos pasos. Eolim me miraba con expresión bobalicona. Una vez que hube comprobado la solidez de mi creación, comencé a dar saltos sobre las bal-dosas para demostrar a mi amigo que no había el menor peligro. De pronto, Eolim, comenzó a reír, era la primera vez que lo hacía y su risa me produjo una extraña alegría.

-Perdón, "Daniel Mesías", pero pareces una rana. Ja, ja, ja...

Eolim tenía razón, imaginad a un tipo de más de uno ochenta saltando con las pier-nas muy abiertas, y flexionando las rodillas muchísimo en la subida. Pero en cualquier caso yo me manifestaba encantado de haber provocado esa risa por mi exceso de entusias-mo.

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-¡Vamos, Eolim, ven aquí! -Sí, "Daniel Mesías". Y así cargados de sonrisas, emprendimos el camino de "CAOS". Anduvimos por espacio de una hora. El camino entre tanto se iba materializando a medida que caminábamos. El paisaje era desolador, una especie de niebla gris cubría todo. De vez en cuando un árbol seco se recortaba con-tra la luz parduzca que emitía "CAOS". Francamente aquel sería el último lugar del Universo que yo hubiera escogido para reali-zar un almuerzo campestre. -Dime, Eolim, ¿todo en "CAOS" presenta este aspecto desolador?.

-¡Oh, no, "Daniel Mesías"! Esta es la zona de vacío creativo que el Canciller esta-bleció alrededor de la ciudad. Está poblada por creaciones mentales aberrantes, que devoran a cualquier ser que se adentre en sus dominios. -¿Por qué creó el Canciller esta zona, si los habitantes de "Orden" jamás invadirán este territorio?.

-Eso ya lo sabe el Canciller. Esta zona no fue creada para impedir la entrada, sino la salida. Los habitantes de "CAOS" son pri-sioneros del régimen. -¡Increíble!. En cualquier caso a todo esto le falta color, ¿no crees?.

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En efecto aquel paisaje era en verdad tétrico, monótono y empezaba a estar harto de tanta desolación. Decididamente se hacía necesario un poco de color. Al menos por donde yo pasara quería dejar un testimonio de ello. Visualicé a mi espalda los márgenes del camino repletos de árboles frutales de los más variados colores, y el césped exten-diéndose a ambos lados.

-Así está mucho mejor. ¿No te parece, Eolim?. -¡Desde luego, "Daniel Mesías"!. Transcurridas unas dos horas aproximadamen-te, divisamos recortándose contra el ocaso gris de aquel mundo, una enorme muralla, que a modo de serpiente, zigzagueaba la ladera de una montaña. -¡Mira, "Daniel Mesías"! -exclamó mi amigo- las murallas de CAOS!. Durante unos instantes permanecí en silencio mirando. Sentía como si de repente alguien me hubiera arrojado un yunque sobre la espalda. ¡Aquella siniestra ciudad era mi obra! Observé cómo en torno a la muralla flo-taban unas extrañas esferas orbitando alre-dedor de la ciudad. La única puerta que se divisaba, permanecía cerrada. De pronto ésta pareció entreabrirse, y una silueta se des-lizó veloz fuera del recinto amurallado. Avanzó sigilosamente y cuando se encontraba a unos cincuenta metros comenzó a correr.

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En ese instante, Eolim comenzó a gri-tar: "¡Corre, corre!". Yo no sabía muy bien qué es lo que estaba sucediendo; de pronto una de aquellas esferas negras, se volvió de un rojo intenso, y como si tuviera vida pro-pia, se lanzó detrás de aquel desdichado ser que corría con todas sus fuerzas. Eolim angustiado se volvió a mí diciéndome: -¡Le va a capturar la esfera!. ¡Ayúdale, Daniel Mesías!

Durante unas décimas de segundo dudé, estaba demasiado lejos de mí. "Corre muy des-pacio", pensé, así pues extendí mi mano seña-lándole con el dedo índice y le ordené: ¡Vuela!, justo cuando la esfera iba a darle alcance. Creo que debí de dar la orden con demasiado énfasis, porque en su aterrizaje colisionó contra mí, haciéndome perder el equilibrio. Aturdido por el golpe me puse en pie sacudiendo el polvo de mis pantalones. Por su parte él no podía dar crédito a lo que le había sucedido. Miraba con expresión bobalicona a las esferas que seguían orbi-tando la muralla. Al fin pareció darse cuen-ta de que estaba a salvo, lejos del radio de su órbita.

De esta forma tan accidentada conocí a mi segundo discípulo. Se llamaba Efraím, y pertenecía a la escala discipular de Argón, en la decimotercera esfera de la ciudad. La terrible misión de los miembros de Argón era la de fabricar estructuras mentales de bajas vibraciones, algo así como cascarones carga-

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dos de perversión con los que conseguían atenazar la esencia de los recién nacidos. Cada vez que una de las creaciones del Canciller alumbraba un hijo, uno de estos "discípulos", se encargaba de arrojar sobre el recién nacido una de esas estructuras, de tal suerte que con la primera bocanada de aire, el bebé la aspiraba y su alma quedaba inmediatamente presa en ella. Con esta últi-ma aberración el Canciller había logrado lo que parecía imposible; sumir en la ignoran-cia la parte que de MÍ MISMO llevaban esas criaturas por su herencia. En consecuencia al olvidar el origen de su espíritu, se tor-naban egoístas e hipócritas. El trágico resultado era que encarnaban una y otra vez en una rueda absurda de: VIDA, MUERTE, OLVIDO y VIDA...

Efraím era otra de mis creaciones ori-ginales, lo que significaba que gozaba, al igual que Eolim, de inmortalidad aparente. Había sufrido tanta contaminación en su alma, que apenas sí era capaz de recordar para qué fue creado. Su mente era un confuso amasijo de recuerdos inconexos. Lo único que recor-daba era que una vez alguien le dio el encar-go de llevar un mensaje urgente a las afueras del reino; pero era incapaz de recordar a quién, o lo que debía decir. Decidió escapar de la ciudad, porque le atormentaban los sue-ños. Llevaba años sin descansar en paz. El trabajo que realizaba en la orden de Argón le angustiaba de tal modo que le impedía con-ciliar el sueño. Una noche mientras paseaba por las lúgubres estancias de la decimoter-

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cera esfera, llegó a la puerta de la sala de "Las Palabras Prohibidas", una singular estancia donde estaban proscritas aquellas palabras que el Canciller consideraba peli-grosas, y que fueron retiradas del léxico por orden suya. El guardián de la puerta se encontraba dormido. No es que fuera negli-gente, sino que en aquellas alturas ya nadie prestaba la más mínima atención a aquella puerta, considerándose lo que pudiera haber en el interior, como una mera recopilación de viejas frases que a nadie podría intere-sarle. Efraím, de pronto, se sintió atraído por aquella puerta. Guiado por un extraño impulso se aproximó sigilosamente y entre-abriéndola se introdujo dentro de la estan-cia. Ésta se encontraba totalmente vacía, y tan solo en el centro había una vieja mesa cubierta por el polvo y las telas de araña. Sobre la mesa se distinguía un puñal clavado, encendió una tea y al aproximarse pudo ver que la daga estaba hincada sobre un viejo pergamino amarillento, en el que sólo podía leerse una palabra, y esa palabra era VERDAD... No había más palabra que aquélla, porque el Canciller sabía que tenía proscri-ta la esencial; sin la cual todas las demás carecían de sentido. Aquel pergamino se grabó en su mente, y la verdad comenzó a hacer efecto en él... Decidió salir a buscarla. No me llevó demasiado tiempo explicarle quién era yo y para qué había venido. Y él pensó con razón, que yo era la persona que estaba buscando, quien podría decirle que era la "verdad". Así esa misma noche, mientras des-cansábamos esperando el amanecer, se acercó

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a mí y me preguntó:

-"Daniel Mesías", ¿qué es la verdad?.

-La verdad, mi querido Efraím, no es más que la apreciación imperfecta de un suceso, debido a la limitación de los sentidos físi-cos del hombre. -¿Quieres decir que lo que nosotros valoramos como cierto no es tal, sino falso?. -No, Efraím, no es falso sino medio-cierto. En tu mano derecha tienes cinco dedos, y cada uno de ellos por separado son una verdad, el dedo gordo en apariencia es muy distinto al meñique, y sin embargo a su vez, ambos, forman parte de una realidad mucho más grande que es la mano; y ésta es parte del brazo, y siguiendo tendríamos un cuerpo de la verdad completo, formado por la más grande variedad de "realidades agrega-das" que pudieras imaginar. Fíjate en tus ojos, qué distintos son de tus pies, por ejemplo, y sin embargo ambos sirven a tu organismo. De la misma forma, hay multitudes de seres que a pesar de tener los más varia-dos aspectos, sirven a la Verdad Suprema que es Dios.

-Pero "Daniel Mesías" -exclamó Eolim en ese instante-, yo siempre pensé que tú ¡eras Dios!. ¿Acaso no eres tú el Creador?. -En efecto lo soy, Eolim, pero yo no soy

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Dios. Si bien es cierto que yo os creé, no es menos cierto que Él me creó a mí. Y si vosotros sois eternos, lo sois gracias a la herencia que Él, a través de mi mente os hizo llegar. La misma herencia que el perverso Canciller entregó a sus creaciones inferio-res, y así seguirá siendo por los siglos de los siglos. -¿Cuál es el destino de las creaciones del Canciller "Daniel Mesías"?

-Alcanzar la perfección, librándose para ello en primer lugar de la envoltura que atenaza sus esencias y que se adhiere a ellos nada más nacer-. En ese instante Efraím bajó la mirada avergonzado, no en vano él había sido uno de los miembros de la orden de Argón.

-Y cuando las creaciones inferiores consigan librarse, ¿qué sucederá en ellas?. -Serán verdaderos guías espirituales. Para que lo entendáis mejor os lo explicaré con un sencillo ejemplo. Imaginad una colo-nia de gusanos que vive en la rama de un árbol; para ellos no existe otra cosa que no sea su mundo hoja. De ella obtienen el ali-mento, en ella nacen, crecen, se reproducen y mueren siempre en la misma rama, porque cuando les llega el momento de tejer el capu-llo lo hacen en el mismo sitio, allí mismo se transforman en mariposas y perecen. Pero un día, uno de aquellos gusanos decide cami-nar un poco por la rama, y para su sorpresa llega a otra aún mayor, y siguiendo adelante

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desciende finalmente por el tronco abajo, y encuentra algo sorprendente, cual es la tie-rra firme. En ese instante, al volver la vista en dirección a su mundo hoja, ve con asombro el árbol en toda su grandeza, y con-templa cómo por doquier hay cientos de mundos iguales al suyo, y al fin se da cuenta de la insignificancia de los suyos, que pasan toda su vida intentando arrebatar al compañero un trozo de hoja, cuando disponían de todo un árbol. Para el gusano entonces se abren dos opciones, o quedarse donde está y transfor-marse ahí en mariposa o, por el contrario, regresar a contar a los demás lo que ha visto. Si escoge esto último, entonces se convierte en un maestro.

-¿ Y qué recompensa obtiene si decide regresar?. -La más hermosa de todas. A quien sigue ese difícil camino le será permitido viajar al Árbol Supremo, cuya serena majestuosidad se asienta en el centro mismo del jardín, aunque lo más asombroso es que tales guías no buscan liberación alguna para si mismos, su servicio es su recompensa para ellos-. Al principio me resultaba muy extraño que yo, un tipo que hasta ayer no era sino un refle-jo de la mediocridad, pudiera hablar de esa forma. No tardé mucho en comprender que detrás de todo no se encontraba sino Dios. Ahora comprendía aquello de la sabiduría por infusión. Se puede ser el ser menos ilustra-do del mundo, pero merced a la voluntad del Señor se puede alcanzar todo el conocimiento

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transcendental del mundo. Nada ni nadie podría haberme hecho imaginar que se pudiera llegar a sentir tanta felicidad por el simple motivo de servirle. La humanidad ha derro-chado siglos de tinta y sangre, tratando de explicar en el primer caso y de conquistar en el segundo la felicidad; y yo lo había comprendido viendo a mis criaturas y a sus hijos. Ellos se lanzaban a la conquista de todo aquello que les rodeaba. Querían amon-tonar riquezas y poder como el Canciller, otros se conformaban con tener lo imprescin-dible para poder sobrevivir sin demasiado esfuerzo, resignándose a vivir una embriaga-dora vida de alcohol y apareamiento. ¡Qué tremenda atrocidad!, ¡si todo lo que les rodeaba no era más que una ilusión creada en mi mente!. Se empecinaban en apropiarse de la materia y en cualquier momento yo podría disolverla. Pero sin lugar a dudas el peor era el Canciller. Él había logrado en su locura, adueñarse del tiempo aparente. Llevaba tantos años masticando lo masticado, que se había auto convencido de que era eter-no; si bien no comprendía muy bien el porqué sus creaciones volvían a encarnar. Sin embar-go estaba convencido que dominando la mate-ria como lo estaba haciendo, no corría ningún peligro. Sus torpes ceremonias de magia me ponían enfermo. Mi principal problema no eran las cria-turas originales, sino las otras, las que vivían día a día con la angustia de la muer-te en cada esquina, y con frágil consuelo de una religión incomprensible que les volvería

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a la vida, caso de ser sumisos y no preguntar demasiado, en la misma forma imperfecta que poseían, ¿cómo liberarles de su angustia?, esa pregunta me atormentaba tanto como a ellos su vida. Por fin y tras mucho meditar, llegué a la conclusión de que debía de morir delante de ellos para mostrarles la irreali-dad de la propia muerte. Me encontraba sumi-do en estos y otros pensamientos cuando la voz de Eolim vino a despertarme. -¡Daniel Mesías, ya es de día!-. Nos pusimos en cami-no de inmediato en dirección a "CAOS". Eso a Efraím no le hizo mucha gracia, no en vano acababa de escapar de allí. No llevábamos andando ni cinco minutos, cuando al doblar un recodo del camino fuimos atajados por un extraño personaje. Iba vestido con lo que parecían ser los restos de un rico traje. -¡Said soneub!- exclamó al vemos. -¿Quién es éste?- Pregunté.

-No te acerques a él, Daniel Mesías, es un loco. Por eso habla al revés. Es el único ser que entra y sale libremente de CAOS. Sólo él tiene permiso para visitar las dos ciuda-des. Llega aquí siempre cargado de riquezas que obtiene en "Orden" y permanece con noso-tros hasta perderlas. Entonces sus amigos le dejan y él comienza a hablar del revés y se aleja. Cuando regresa lo hace otra vez como hombre rico, su dicción es clara y los que le abandonaron una y otra vez, vuelven a su lado como si nada hubiera pasado.

-¿Es eso cierto amigo?.

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-Isa se roñes. Orep on yos nu ocol. Ol euq edecus se euq eidan edneitne a al azer-bop-. Aquel hombre no estaba loco, era el representante de la humanidad, nunca enten-deréis lo que dice, porque nadie escucha a la pobreza. Se despidió de nosotros con un escueto "soida" y se alejó en busca de nuevas riquezas.

-Daniel Mesías -preguntó Efraím-. -¿Por qué ese pobre loco siempre regresa?. -Él representa la necedad del hombre, lo que gana para el cielo, lo derrocha en la tierra-. El resto del camino transcurrió sin más incidentes. En las proximidades de la ciudad Efraím comenzó a ponerse nervioso. Las terribles esferas seguían allí dando vueltas en tomo a la muralla.

-¡No podemos pasar, Daniel Mesías! Esas esferas son terroríficas. Están programadas por el Canciller para detectar el alma. Tan pronto como un ser, ya sea hombre o espíritu, intenta salir de la muralla, las esferas lo atrapan.

Sin vacilar les ordené que me siguie-ran. Con paso decidido me encaminé a la puer-ta. Ante sus atónitas miradas pasé por entre las esferas sin que éstas se movieran. Desde la puerta les hice una señal para que se acercaran. Ya en el interior, Efraím, excla-mó: -¡Sin duda tu magia es la más poderosa de cuantas he conocido!.

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-No es cuestión de magia, contesté, sino de lógica. Las esferas no están conce-bidas para que nadie entre, sino para que no salga... ja, ja, ja. Efraím rascándose la cabeza se limitó a exclamar: -Pues es ver-dad!, supongo que al Canciller jamás se le ocurrió que nadie salvo el loco fuera a que-rer venir a un sitio como este-. En cualquier caso ya estábamos dentro de los confines de "CAOS".

La ciudad de "CAOS" era sin lugar a dudas, el lugar más siniestro del Universo. Constaba de cuatro círculos concéntricos de edificios, levantados en otras tantas altu-ras. El primer nivel lo ocupaban los seres más miserables de todo aquel extraño orden social. Eran en su mayoría seres deformes, que arrastraban sus taras físicas o psíqui-cas, por entre un enjambre de sucias y siniestras callejuelas. Eran los trabajado-res fruitivos, y su única misión era la de trabajar día y noche sin descanso. Percibían un salario miserable, que inmediatamente gastaban en los establecimientos que los habitantes del segundo círculo, el de los comerciantes, tenían abiertos y donde, si tenían suficiente dinero, podían satisfacer todas las necesidades que cualquier mente degenerada pudiera imaginar. Eran verdaderos esclavos de sus sentidos, y ello les obliga-ba a trabajar sin descanso un día tras otro, para poder hacer frente a todas las necesi-dades artificiales que se les creaban. Los habitantes del segundo círculo eran, como ya

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dije antes, los comerciantes y también los administradores y recaudadores de impuestos. Mucho más pulcros y presentables que los pri-meros, tenían el control y la distribución de los productos necesarios para la manuten-ción de la población. Estos eran elaborados en las extrañas factorías de la orden de "Fagos". En "CAOS" no existía tierra para cultivar, ni más espacio abierto que el que abarcaba de un edificio a otro. Para subsis-tir se dependía única y exclusivamente de los productos que fabricaba esa misteriosa orden. Sus centros de producción se encontraban situados en el segundo círculo y estaban fuertemente vigilados por los agentes de seguridad. Estos residían en el tercer cír-culo, y velaban a través de una tupida red policial, para que el aparente "orden de CAOS" se mantuviera. Y por fin los residentes del cuarto círculo eran los sacerdotes de la extraña religión de CAOS; al frente de los cuales y como sumo sacerdote, se encontraba el Canciller. Ellos dictaban las normas que debían de seguir el resto de la sociedad; se distribuían en los templos que por doquier se alzaban, y no dejaban de recordar a todos, que dependían de la frágil misericordia de un falso dios, para poder perpetuar su míse-ra existencia. Este último a pesar de su aparente homogeneidad, era el que presentaba las contradicciones más fuertes: ya que junto con verdaderos cínicos y manipuladores, con-vivían seres cargados de afecto y amor por los demás. Estos jamás predicaban en los tem-plos, sino que eran destinados a servir en una especie de centros misioneros, donde les

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permitían realizar su piedad y amor por Dios, sin que resultaran peligrosos. Sin lugar a dudar la astucia del" Canciller era grande; había conseguido bloquear la liberación espiritual de sus creaciones, mediante la perversión de los órdenes naturales de la población.

Desde que puse los pies dentro de la ciudad tuve la sensación de estar dentro de una inmensa trampa. Aquellos desgraciados seres que la poblaban se asemejaban a los peces que ignoran estar dentro del agua. ¿Cómo enseñar a quien no quiere ver el cami-no? Nos adelantamos aún más en la ciudad, ascendiendo por unas callejas infectas, cuyo desnivel harían jadear a Hércules mismo. Llegamos a una plazoleta donde estaban con-gregados un grupo de personas, sentadas en círculo, formaban un gran alboroto, eran jugadores. Había muchos de estos grupos repartidos por toda la ciudad, cada uno cons-taba de unas quince o veinte personas, las cuales no hacían otra cosa en todo el día salvo apostar; y cuando no apostaban, era porque estaban discurriendo nuevas formas de juego para seguir apostando. Llevaban tanto tiempo jugando que habían olvidado su verda-dera identidad, incapaces de recordar sus nombres se identificaban por un número; ejemplo: jugador 3, grupo 2, sección 4 de la ciudad. En su mayoría eran gentes sencillas que un día cuando regresaban a sus casas se acercaron por curiosidad a uno de esos cír-culos, y quedaron atrapados por la fascina-ción del juego. Cuando habían perdido todo

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apostaban su vida en un último y desesperado intento de recuperar la suerte. Diariamente un siniestro servicio de limpieza retiraba los cadáveres. Tras abandonar la plaza nos dirigimos, siempre hacia arriba, al segundo círculo. El aspecto aquí era más uniforme, las casas eran mejores, algunas incluso muy lujosas, sobre todo las de los recaudadores. Poseían una posición económica muy alta, en su mayoría eran los propietarios de los extraños comercios de la ciudad. Nada de lo que vendían servía para algo, pero comprar era la única forma de ser feliz. Eran más refinados en sus vicios ya que el dinero que amontonaban les permitía gratificar sus sen-tidos físicos de un modo más sutil. Así el nivel de vida aquí se basaba en parámetros tales como: el número de amantes que poseían, o la calidad de los criados que les servían. Continuamos nuestro recorrido y penetramos en el tercer círculo, nada más poner los pies en él, un soldado nos salió al encuentro. -¡Alto en nombre del Canciller!- Efraím y Eolim se detuvieron en seco, atemorizados se colocaron detrás de mí. Yo por mi parte decidí que fuera el soldado el que llevara la iniciativa.

-¿Son ustedes el enemigo?- preguntó, mientras nos apuntaba con una vara en cuyo extremo brillaba una luz roja.

-¿Qué enemigo?- respondí. -No sé, cual-quiera, los soldados siempre debemos de estar preparados para hacer frente al enemigo, son

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las ordenanzas. Si consiguiera matar a un enemigo, aunque fuera uno muy chiquitito, sería un héroe, me ascenderían e incluso pon-drían un monumento mío en los cuarteles. Pero es que últimamente se ven tan pocos por aquí. Bueno la verdad es que yo jamás he visto uno, pero según nos enseñan en las guarniciones no debemos descuidarnos, porque si no les vemos es porque esperan a que nos confiemos y así caer sobre nosotros cuando no les espe-ramos. ¡Pero basta de charla! ¿SON O NO SON ENEMIGOS?

-Lamento desilusionarle pero no. En otra ocasión será.

-Está bien, está bien; pero si ven algu-no, por favor avísenme a mí primero, o la próxima vez que crucen por aquí no les deja-ré pasar. -No se preocupe, amigo, así lo hare-mos-. El soldado realizó una especie de extraña contorsión con el brazo izquierdo, lo cual interpreté como un saludo militar, y se alejó en busca del enemigo perdido. La conversación fue tan aleccionadora, que comentar cualquier otra cosa acerca de los pobres infelices que vivían allí sobraba. El tercer círculo era totalmente militar, las fuerzas de seguridad del Canciller cercaban por completo el último recinto, donde resi-día él, junto a los sacerdotes de su sinies-tra organización. A pesar de todo su poder mágico, le obsesionaba la seguridad. Aun sabiéndose inmortal se hacía rodear de cien-

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tos de soldados, como si temiera tal vez, que una extraña y repentina muerte pudiera alcan-zarle por sorpresa. Desde que Eolim predicó la venida del Mesías, apenas sí salía de aquella zona. Su crueldad se había incremen-tado considerablemente. Tras haber recorrido toda la ciudad a excepción del inaccesible último círculo, me sentía cada vez más ape-sadumbrado por el destino de aquellas cria-turas, que por mi culpa, se enfrentaban a un destino tan oscuro. Dentro del tercer círcu-lo se hallaban catorce esferas cada una de las cuales era ocupada por un nutrido grupo de funcionarios espías, científicos, todos ellos al servicio del gobierno del "Canciller". En este punto Efraím comenzó a mostrarse inquieto y atemorizado; no en vano él había escapado de la decimotercera de aquellas esferas, y muy posiblemente estarían buscán-dole. Finalmente mis ojos vislumbraron la entrada al cuarto y último de los círculos que componían aquel siniestro lugar. Dos puertas gigantescas con unas máscaras horren-das de mirada amenazadora, sellaban la entra-da al mayor y mejor guardado misterio de la ciudad. Flanqueadas por diez guardias arma-dos con aquellos extraños instrumentos de punta reluciente, no constituían precisamen-te una invitación a acercarse más de lo pru-dente. A pesar de mis extraordinarios pode-res, no debía de menospreciar los del "Canciller", ya que en tantos años de locura infernal, habría tenido tiempo más que sufi-ciente para desarrollar los suyos en forma y modo que me eran desconocidos; y lo más importante, aunque mis poderes fueran supe-

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riores, no tenía la experiencia de él. Así pues decidí que lo prudente sería regresar y dar por concluida mi primera estancia en la ciudad. ¡Cómo extrañaba en aquellos instan-tes a mi querido Mediador!. El regreso fue rápido y silencioso, hasta entonces no me había dado cuenta, pero el silencio de "CAOS" era sobrecogedor, no se escuchaba absoluta-mente nada, no habían pájaros, ni viento. De pronto el silencio se me hizo insoportable, comencé a caminar más y más deprisa, con la espantosa sensación de que aquel silencio podría devorarme en cualquier momento. En un instante la situación se hizo tan insoporta-ble que deseé con todas mis fuerzas estar fuera de la ciudad, a salvo. A pesar de mi recién estrenada condición de mesías mila-grero, mi subconsciente humano no dejaba de recordarme lo precario de mi naturaleza. No obstante, mi condición sobrenatural obedeció de inmediato la orden de mi mente, cerré los ojos un instante, y al abrirlos de nuevo, estábamos los tres debajo del árbol que había junto a la colina en el límite de la fronte-ra entre los dos mundos. Miré el cielo azul y despejado, sentí el calor del sol en mi rostro y respiré aliviado.

Decidí que lo mejor sería descansar y reponer fuerzas. En este punto experimenté un nuevo cambio. Cuando pensé en comer, sentí un asco inmediato al recordar cualquier ali-mento de origen animal. Comprendí que ali-mentarse a costa del tormento de otros seres no era la forma más ejemplar de prestar ser-vicio, y sólo pude saciar mi apetito ingi-

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riendo productos vegetales. Era divertido comer de aquella manera. Sólo tenía que pen-sar en lo que me apetecía, y se materializa-ba en mi mano. Después de comer descansamos un largo rato. Allí, tendido sobre el césped de aquel extraño mundo, mi mente se agitaba en medio de un mar de confusión. Intentaba ordenar mis ideas, por momentos tenía la sen-sación de que aquello no estaba sucediendo realmente, todo era demasiado fantástico para ser verdad. Ni siquiera en mis más arriesgadas novelas, había imaginado, aven-tura semejante. Sin embargo no había duda, a mi alrededor la hierba se mecía empujada por la suave brisa de la atmósfera de "ORDEN", y a escasos metros de mí, Efraím y Eolim, dor-mían plácidamente. Al fin el sueño se fue apoderando lentamente de mi consciencia y quedé sumido en un profundo letargo; en el transcurso del cual, tuve las más alucinante s visiones oníricas de toda mi vida. En mis sueños vislumbraba cientos de miles de estre-llas, galaxias gigantescas desconocidas y maravillosas, sistemas de mundos tan hermo-sos que harán palidecer a nuestro sistema solar. Vi un planeta al que acudían de todos los rincones de aquellos universos, naves inmensas de color oro, refulgentes y majes-tuosas. Todos los habitantes de aquel indes-criptible mundo, tenían una forma similar de extraordinaria belleza, y por doquier se extendían miles de bosques auspiciosos, repletos de árboles cargados de flores y fru-tos en toda estación, y comprendí que en aquel lugar todo era espiritual y personal. Desde una brizna de aquella espectacular

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hierba a uno de aquellos majestuosos seres, todo era consciencia. De las naves fueron descendiendo parejas de consortes entonando las más bellas canciones que nunca ser huma-no escuchó, debían describir en sus versos algo maravilloso, pero desgraciadamente yo era incapaz de entender su idioma. Se fueron congregando en tomo a las orillas empedradas de coral de un estanque de agua. En actitud de adoración las mujeres depositaron cientos de flores sobre la superficie. Pude ver en el agua el reflejo de sus hermosos rostros de respingona nariz, y tuve la sensación de que se volvían aún más bellos porque el Señor les había besado el rostro. Un suave y dulce sonido de flauta como jamás había oído pre-cedió a la aparición sobre aquellas aguas del ser más extraordinariamente bello que nadie pudiera imaginar; ya no tenía ninguna duda, sólo podía ser Él... Mi sueño terminó en ese instante de forma brusca, porque fui desper-tado por los gritos de horror de mis compa-ñeros.

-¡DANIEL MESÍAS, DESPIERTA!, ¡MIRA EL CIELO!.

Ciertamente su temor estaba más que justificado. Repentinamente todo quedó cubier-to por amenazadores nubarrones negros, el viento comenzó a soplar con una fuerza increíble como en una descripción del Apocalipsis comenzaron a caer rayos sobre la tierra, que con tremendos bramidos, levanta-ban toneladas de arena y arrancaban los árbo-les de cuajo, sólo podía tratarse de una

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cosa: EL CANCILLER POR FIN HABÍA DETECTADO NUESTRA PRESENCIA. Aquélla era sin duda su espectacular bienvenida, y un primer intento de librarse de nosotros. Sin duda su poder era grande, ya que le permitía actuar inclu-so en el límite de la frontera donde inge-nuamente creímos estar a salvo; un error que nunca más volveríamos a cometer. Uno de aque-llos rayos se dirigió amenazante contra nosotros, Eolim lanzó un grito de terror a la vez que se refugiaba detrás de mí. Yo por mi parte extendí ambos brazos con las palmas de las manos hacían arriba; el rayo impactó contra ellas y rebotó por mi lado derecho destrozando un árbol; aquello debió sorpren-der al "Canciller" porque en ese instante cesó el ataque. Mis asustados amigos se pusieron en pie de nuevo, temblorosos no dejaban de alabarme por la forma en que había desviado aquel rayo.

-¡Fíjate, Daniel Mesías!, !cómo ha que-dado todo!. Ciertamente mi amigo tenía razón, el ataque del "Canciller" destrozó todo aquel hermoso lugar, aunque no me llevó más de dos minutos el volver a dejarlo tal y como esta-ba antes de la agresión, ante la complacencia de mis discípulos. Sin duda lo que más me llamó la atención fue el miedo mostrado por mis amigos, si eran inmortales en aparien-cia, ¿por qué se asustaron tanto?. La res-puesta me la proporcionó Efraím; aquellos rayos no podían matarles, pero si dejarles inmovilizados durante cientos de miles de

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años. Como era lógico aquello era peor que la muerte misma. Comprendí que si ellos me iban a ayudar, debía de ocuparme más por su seguridad, ¿pero cómo?. Yo no podía transfe-rirles mis poderes, mientras yo estuviera presente podría protegerles, más ¿y si nos veíamos obligados a separarnos por alguna circunstancia?. De repente el sonido de unos cascos de caballo llegaron a mis oídos. Al alzar la vista pude observar cómo una docena de jinetes se acercaban hasta nosotros al galope. Temiendo un nuevo ataque me puse en pie, sin embargo, en esta ocasión no se tra-taba de enemigos sino de todo lo contrario. Eran doce caballeros de relucientes armadu-ras de plata. Llegando hasta nosotros des-cendieron de sus monturas y desenvainaron sus espadas; éstas al tomar contacto con la luz transformaron su color metálico en un azul brillante y cegador. -¿Dónde están las huestes del "Canciller"?. Escuchamos el estruendo de sus hechizos desde el casti-llo-. Inquirió uno de aquellos caballeros que sin duda alguna, por su aspecto distin-guido, debía de ser el líder.

-No están, respondió Eolim con simple-za, nuestro amo y señor Daniel Mesías le derrotó.

-¿Daniel Mesías?. Nunca escuché acerca de él. ¿Qué clase de caballero es?. -El mejor del mundo sin duda. -Respondió orgulloso Efraím.

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-Y bien, ¿dónde se encuentra ahora?.

-Lo tenéis ante vosotros, -dijo Eolim, señalándome. El caballero se acercó hasta mí, y fro-tando se la barbilla me preguntó:

-¿Dónde está vuestra armadura?

-No la necesito.

-¡TONTERÍAS, TODO CABALLERO NECESITA UNA ARMADURA!. Si la perdisteis en el comba-te yo os proporcionaré otra. Decidí no dis-cutir con él; así que acepté gustoso el rega-lo, pero antes le interrogué acerca de él. -Y vos, ¿quién sois, señor?.

-¿Arturo, rey de Camelot!. ¿Nunca oís-teis de mí?. -¡Por supuesto que sí!-. Respondí entu-siasmado. No en vano uno de mis primeros libros en la infancia fue precisamente ese. El rey Arturo se puso tan pesado en que acep-táramos su invitación para ir a palacio que no tuvimos más remedio que aceptar. Así por lo menos tendría algo de tiempo para pensar en cómo proteger mejor a mis valiosos amigos, y en el plan a seguir para derrotar al "Canciller". Durante nuestra estancia en el castillo pude recabar una información muy valiosa

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acerca de los poderes mágicos del "Canciller", la verdad es que conté con la inestimable ayuda del mago Merlín, quien me indicó la forma de contrarrestar sus encantamientos. Finalmente tras aceptar la hospitalidad del rey, nos fueron obsequiadas tres armaduras de plata, junto con aquellas maravillosas espadas de luz azul, capaces de cortar como un flan la más dura roca. Aquello fue provi-dencial, porque me dio la idea de cómo pro-teger a mis amigos. Momentos antes de aban-donar el castillo, Merlín se acercó a mí.

-¡Daniel Mesías aguarda un momento!. Antes de que abandones, Camelot, me gustaría mostrarte una cosa. Había algo en el viejo mago que me resultaba tremendamente fami-liar, en aquel momento me resultaba imposi-ble saber de qué se trataba, sin embargo su mirada, el tono de su voz. Seguí su frágil silueta escaleras arriba, camino del torreón principal. Desde allí la visión era cierta-mente impresionante. Una inmensidad de cam-pos policromáticos se extendía más allá de donde la vista alcanzaba. Durante unos segun-dos permaneció muy estático, con la frente erguida mirando el horizonte, yo entre tanto, situado a su derecha, recreaba mi vista en aquel maravilloso espectáculo. De pronto sucedió algo fascinante. Todo el paisaje comenzó a cambiar con un orden y precisión pasmosos. Era como si un gigantesco calei-doscopio girara tomando como eje de su giro el sol del medio día.

-Es hermoso, ¿verdad?- exclamó Merlín.

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-Ciertamente lo es- Respondí.

-Pues bien, hijo -continuó a la vez que ponía su mano sobre mi hombro-, ¡fíjate bien, porque todo lo que ves es externo! Medita bien acerca de lo que te he dicho, porque tu futuro depende de ello. Después no volvió a hablar. Aderezándose el manto que le cubría, giró sobre sí, y desapreció escalera abajo. Durante unos minutos permanecí inmóvil en lo alto de aquel torreón tratando en vano de descifrar lo que el viejo mago había tratado de decirme. Finalmente seguí sus pasos sien-do engullido por la penumbra del angosto pasillo por el que anteriormente subiera. Tras despedimos del hospitalario rey y de su corte, emprendimos el camino de regre-so. Mis dos amigos, Efraím y Eolim estaban entusiasmados; no en vano lucían cada uno de ellos sendas armaduras de plata. Tras medi-tar un rato decidí colocarme también la mía. Lo sé, fue algo infantil protegerme, pero en el fondo de mi ser todavía quedaba mucho de aquel Daniel a quien en más de una ocasión le habían roto la nariz en alguna pelea de alcohol. Así pues prefería no correr riesgos innecesarios y aquellas armaduras me hacían sentir un poco más seguro. Claro que el pro-blema vendría si nos presentábamos vestidos de esa forma en la ciudad, seguro que íbamos a llamar demasiado la atención. Bueno ¡y para qué estaba la magia!, nuestras armaduras quedaron perfectamente camufladas bajo unas amplias túnicas de color blanco. Hechos todos

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estos preparativos nos dispusimos de nuevo a regresar a la ciudad de "CAOS". El camino de regreso lo podría haber realizado mediante el uso de mis poderes, pero el recuerdo del ataque que sufrimos en la frontera aconsejaba ser más prudente en cuanto al uso de la magia. Precisamente el Canciller nos descubrió a raíz de la salida tan precipitada que realizamos de la ciudad, sin duda que debió de percibir el poder de mi encantamiento, al usar mis poderes dentro de la ciudad sin tomar las precauciones nece-sarias fue una imprudencia que no podía vol-ver a cometer. En lo sucesivo debería de controlar mucho mejor mi mente y no caer en estados de ansiedad que pudieran impulsarme a cometer algún acto irreflexivo, ahora él sabía de mi existencia y sin duda se habría estado preparando para recibirme. Decidí que lo mejor sería regresar a pie evitando de esta manera el ser localizados por su poder. Estaba seguro, sin embargo, que de no utili-zar ninguna de mis habilidades le resultaría mucho más difícil el dar con nosotros, y eso me daría un tiempo precioso dentro de la ciu-dad para poder actuar. Necesitaba pensar, elaborar un plan una estrategia a seguir, y confiaba que durante el trayecto de vuelta algo saliera de mi atormentada cabeza. Una vez más deseé con todas mis fuerzas que el "Mediador" se encontrara a mi lado. Él pare-cía tener siempre la solución perfecta para todo, la palabra justa en el momento preciso. Sumido en estos y otros pensamientos llega-mos a las puertas de la ciudad. Ahí se encon-

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traba nuevamente ante nosotros, las mismas murallas grises y aquellas terribles esferas revoloteando a su alrededor como pájaros negros de malos presagios. En ese momento Eolim, que hasta entonces había permanecido en silencio, se dirigió a mí y con voz tem-blorosa me dijo: -¿Qué vamos a hacer ahora Daniel Mesías?. Yo te seguiré donde tú me digas. Incluso a las mismas entrañas del palacio del Canciller si tú me lo pidie-ras-. -Yo también te seguiré mi señor, aún más cerca de ti que tu propia sombra- concluyó Efraím. -¡Muy bien mis queridos discípulos! -exclamé mientras colocaba mis manos afec-tuosamente sobre sus hombros-, vamos a enfrentamos a nuestro destino. Así franquea-mos por segunda vez las puertas de aquella infernal ciudad, tuve la sensación de que nunca más volvería a salir por ellas.

¿Qué me había sucedido?. ¿Quién era yo realmente?. ¿Qué clase de juego místico se estaba desarrollando? Ciertamente mientras caminábamos de nuevo por las callejuelas retorcidas de CAOS, todas estas preguntas y miles más se agolpaban impacientes en mi cabeza aguardando una respuesta. Realmente no la tenía; apenas unos meses atrás yo era un individuo corriente y ahora sin embargo estaba en medio de una aventura tal, que de contarla a alguien seguro que me tomarían por loco. A menudo pensé que todo debía ser un sueño y que en cualquier momento despertaría de él. Sin embargo una extraordinaria fuerza interior, cuya procedencia desconocía por

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completo, me impulsaba a seguir adelante. La sola contemplación de aquellos desgraciados seres me hizo olvidar mis dudas y concentrar-me en el propósito de nuestra última visita. Sin duda que el "Canciller" estaba tremenda-mente inquieto y debió mandar reforzar la vigilancia temiendo disturbios en la ciudad. Fuimos detenidos en varias ocasiones por algunas de estas singulares patrullas, pero pudimos burlarles, no por mi magia sino por la experiencia de mis dos acompañantes. Eolim me sugirió que lo mejor sería ir a la casa de unos amigos suyos, si es que todavía se encontraban con vida, allí podríamos escon-demos el tiempo suficiente para poder pla-near nuestra estrategia. Anduvimos un rato más atravesando el primer círculo de la ciu-dad. En el límite de éste con el segundo vivían los amigos de mi discípulo. Pertenecían a la clase comerciante y gozaban de una posi-ción privilegiada para lo que era la vida en ese lugar. Su casa surgió ante nosotros al final de una estrecha calleja, justo en el ensanche que anunciaba la entrada en el segundo círculo. Dos tenues luces en medio de una niebla gris marcaban su ubicación. Tendríamos que ser extraordinariamente cau-tos, ya que no sabíamos si tras la detención y posterior destierro de Eolim, alguien les hubiera relacionado con él y hubieran sido detenidos. Eolim decidió que lo mejor sería adelantarse él solo y que nosotros le espe-rásemos algo más retirados por si hubiera algún peligro. Aprobé su sugerencia y deci-dimos esperar en la esquina; de ir todo bien nos lo haría saber con tres movimientos

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alternativos de la lámpara que portaba, por el contrario si algo andaba mal apagaría la luz y esa sería la señal para huir. Le vimos alejarse en medio de la niebla gris y pronto sólo podíamos distinguirle como una luciér-naga amorfa revoloteando en aquella noche de humo. Tras unos instantes la luz se detuvo y de pronto ¡SE APAGO! Sentí como si mis sienes saltaran en mil pedazos, me giré hacia Efraím y pude ver su rostro desencajado por el terror. Durante unos instantes, que se anto-jaron eternos, dudé, no sabía si debía uti-lizar mi magia y rescatarle, con lo que inme-diatamente seríamos detectados por el "Canciller", o bien aguardar unos momentos. Finalmente decidí esperar "no en vano esta protegido por su armadura", pensé. Efraím no dejaba de mirarme implorándome desde el fondo de sus ojos, con todo su ser, que hiciera algo. Justo cuando me disponía a actuar la luz se encendió de nuevo. Era la misma luz parduzca y sucia de antes, pero a mí me pare-ció el más hermoso de todos los soles. De forma acompasada de derecha a izquierda la lámpara se balanceó haciéndonos la señal para que nos acercáramos. Con paso decidido nos dirigimos a la casa; en la puerta estaba Eolim acompañado de un hombre grueso de aspecto bonachón, que nervioso se sostenía de puntillas tratando de vemos de lejos. Cuando llegamos a ellos nos introdujeron rápidamente en la casa.

-¡Por todos los diablos, Eolim! ¿Qué ha sucedido?. ¡Nos has dado un susto de muer-te!.

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-Discúlpame, Daniel Mesías, pero cuando llegué a la casa y golpeé la puerta, esta fue abierta por mi amigo, quien al verme se aba-lanzó sobre mí estrechándome entre sus enor-mes brazos con tanta fuerza que me obligó a soltar la lámpara, y ésta al caer al suelo se apagó. Ya le he dicho quién eres y está encantado de poder servirte.

Quise estrechar la mano de Zoe pero me fue imposible ya que mientras hablábamos Eolim y yo, él se había tirado al suelo sin que yo me diera cuenta, y ahora no dejaba de tocar mis pies con sus enormes dedos y lle-várselos a la frente. Aquello era ¡tremenda-mente embarazoso para mí!, yo intentaba por todos los medios que se incorporara pero aquel gordo estaba empeñado en comerse mis pies. Tiré de sus axilas con fuerza invitán-dole a levantarse, pero todo era inútil. El color rojizo de mis mejillas era tal, que de haberse apagado la luz en ese instante, hubiera bastado para iluminar la estancia. Por fin acerté a volverme hacia Eolim y enco-giéndome de hombros en un ademán de impoten-cia le indiqué que hiciera algo. Eolim se agachó junto a mi besucón amigo y le susurró algo al oído, éste al escucharle se incorpo-ró de inmediato. -¿Qué le has dicho para que se levanta-ra tan rápido?- pregunté a mi discípulo apro-vechando que Zoe nada más levantarse salió corriendo en busca de una enorme fuente con comida sin decir palabra. -¡Oh, nada; que si no se levantaba inmediatamente le convertías

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en alfombra!. Los tres soltamos una gran carcajada al unísono. El bueno de Zoe era un hombre soli-tario. No tenía familia y su primera riqueza la obtuvo haciendo trampas en el juego. En realidad él no pertenecía a ese orden social, se crió en las callejas de CAOS entre la basura. Según me contó su madre murió siendo él muy niño y su padre, al que solía acompa-ñar siempre, murió también apostando su vida en uno de los absurdos juegos de CAOS. Sin embargo a él, esa experiencia le sirvió para aprender todos los trucos posibles en el juego y conseguir los suficientes "cubitos" (la extraña moneda de CAOS) para sobornar algunos funcionarios del gobierno y así poder saltar el orden social al que pertenecía por nacimiento. La gordura vendría después, cuando tras tantos años de hambre se vio con fortuna, toda su obsesión fue comer hasta la saciedad. Un día escuchó a Eolim predicando en el Templo y por un instante sus palabras consiguieron algo milagroso, le hicieron olvidarse de las galletas que se estaba comiendo, como era su costumbre cada vez que iba al Templo, y se acercó a él. Eolim le habló de un nuevo orden que acabaría con la injusticia y le habló de mi llegada, y en ese instante el recuerdo de su aterradora infan-cia le hizo tomar partido decidido por aque-lla causa. A pesar de su amistad ésta jamás supuso un peligro para Zoe, que gracias a su habilidad como tramposo y sobornador pudo eludir fácilmente todos los problemas que surgieron tras la detención de Eolim.

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Lógicamente su emoción al reencontrarse con él fue tremenda ya que todo el mundo en CAOS creía que había muerto. Nadie había vuelto a saber nada de él por muchos años. Como ya dije anteriormente, Zoe, nos trajo una ban-deja repleta de comida, lo malo era que no se trataba de cualquier comida, sino de las asquerosas "galletas" que fabricaba la orden de "Fagos" por fin, mientras me ofrecía aque-llos "deliciosos manjares" mi nuevo amigo se decidió a hablar.

-¿En verdad eres tú quien va a restaurar el orden en este infierno?. -Así es mi querido Zoe, pero no lo voy a restaurar, lo voy a instaurar más bien, ya que aquí nunca ha existido tal cosa.

-Discúlpame si os ofendo, señor, pero... ¿Cómo pensáis hacerlo?. ¡Buena pregunta! -pensé-, la verdad es que no tenía ni idea de cómo lo iba a hacer. Claro que debía demostrar todo lo contrario para no decepcionarles. Por encina de todo no debían notar que yo no era nada más que un simple "aprendiz de Mesías". Aquello era horroroso, yo no había sido un hombre cre-yente en toda mi vida. Si bien es cierto que estudié mucho acerca de las diversas reli-giones, lo hice desde el punto de vista del simple agnóstico que trata de demostrar "científicamente" que todo tiene una expli-cación lógica; y que el fenómeno religioso no era nada más que un cúmulo de superstición

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ideado por la mente atormentada de hombres primitivos asustados por el increíble poder de la Naturaleza, y por Dios que así lo man-tuve hasta el mismo día en que conocí al Mediador. La verdad es que con esa clase de mentalidad de "enteradillo" no me extraña para nada que terminara fracasando en la vida. Una vez más debía de confiar en esa misteriosa fuerza interior que me guiaba para poder responder a mis amigos, ya que aunque la pregunta me la formuló Zoe, pude intuir viendo la mirada de mis otros dos dis-cípulos que estaban expectantes aguardando mi respuesta. Adopté una postura erguida, carraspeé un par de veces tratando de crear un clima de solemnidad, y a fe mía que lo estaba consiguiendo ya que los tres me mira-ban con ojos saltones y boca abierta, el bueno de Zoe parecía un hipopótamo tragabo-las. Cuando estimé que la atmósfera estaba en su clímax dije con voz grave y circuns-tancial "¡CON FE!" a lo que ellos respondie-ron al unísono y como si de un solo hombre se tratase “¡NADA MÁS!". Bueno y con algo de magia si es necesario, respondí atendiendo a la expresión de pánico que había en sus ros-tros. "¡MENOS MAL!", exclamaron nuevamente reclinándose hacia atrás en los cojines sobre los que nos sentábamos, con un gesto de ali-vio. Estaba claro que para este oficio no eran suficientes las buenas palabras; eran imprescindibles los milagros. Este fue el primer mal momento que pasé en casa de Zoe, porque a decir verdad fueron tres. El segun-do fue cuando tuve que comer de aquella por-quería de galletas para no ofender a nuestro

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anfitrión, y que a mi recién inaugurada per-sonalidad vegetariana, se le antojaban repug-nantes. Y el tercero que en la casa de Zoe no había ni una sola silla, en todo CAOS tales artilugios eran desconocidos. Todo el mundo se sentaba en el suelo en cojines, y si había algo que yo detestaba de veras, desde un viaje que hice al Japón donde pasé cuatro horas sentado en tan difícil postura, en un típico restaurante, tratando de con-vencer a un excéntrico productor de cine norteamericano para que produjera un guión mío, era precisamente ¡sentarme en el suelo!, no en vano necesité la ayuda de tres camare-ros para levantarme y la de un masajista para poder volver a caminar como antes. Por no hablar del asqueroso pescado crudo que tuve que engullir, y todo para nada. Después de charlar durante un par de horas, más o menos, nos retiramos a descansar. Habíamos llegado en la víspera de un día ciertamente señalado en CAOS; el sacrificio anual en honor al Canciller. Así pues tendría la opor-tunidad de conocer en persona a mi siniestro enemigo sin ser visto por él, ya que mientras no utilizara mi poder él no podía detectarme. Los criados de Zoe se esforzaron por aten-derme lo mejor que pudieron, eran en su mayo-ría pobres seres tullidos cargados de incon-tables defectos físicos, que recogió de la calle y los tomó a su servicio dándoles con ello la oportunidad de llevar una vida, si no feliz, cuando menos digna; ya que el des-tino de esos pobres seres solía ser fatal vagando solos por las calles.

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Las imágenes se sucedían en mi atormen-tada mente con una cadencia velocísima. Recordé a Doña Sole, ¿qué habría sido de ella tras mi desaparición? y Silvia, siempre Silvia, paciente Silvia, abandonada Silvia, pero por encima de todos los recuerdos uno en especial no dejaba de revolotear en mi cabeza: el viejo caserón. Cerraba los ojos y lo veía, trataba de pensar en otra cosa y desde lo más profundo de mi imaginación sur-gía como un barco fantasma en medio de la niebla, ocupando el primer plano de mi aten-ción nuevamente. Había amanecido (por decir-lo de algún modo, ya que en CAOS no había sol y todo se reducía a que la luz color grisácea se volvía más brillante durante el día y casi negra durante la noche) sin que yo consiguie-ra descansar lo más mínimo. Mentiría si dije-ra que no sentía miedo. A veces incluso páni-co, al tener que ir al encuentro del Canciller. Si como todo parecía indicar, yo finalmente era el responsable de la existen-cia de tan horrible ser, ¿cómo librarme de él?. Tampoco deseaba destruirle, ya que en última instancia, yo era la causa indirecta de su conducta al no haber concluido su his-toria. Vivir en CAOS en una auténtica pesa-dilla. Allí no existían los colores, salvo las luces rojas de las armas, todo era gris, como si uno viviese permanentemente dentro de una vieja película en blanco y negro cuyo desenlace era totalmente incierto. La ciudad despertó inusualmente agitada, por todas partes el ir y venir de patrullas militares entre una multitud que se agitaba inquieta de un lado a otro. Los soldados estaban rea-

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lizando una redada en el círculo inferior de la ciudad y detenían a todo aquel que les pareciera sospechoso de ser un disidente. El simple hecho de ser pobre le convertía a uno en sospechoso de forma automática. Había que limpiar toda esa escoria de las calles para cuando el Canciller paseara en medio de su cortejo por los cuatro círculos de la ciudad como solía hacer una vez al año. Sólo en aquella ocasión la gente tenía el "privile-gio" de verle para rendirle adoración, ya que el resto del año apenas sí salía de la esfe-ra donde habitaba y cuando lo hacía jamás traspasaba la barrera del cuarto círculo. El recorrido terminaba en el Templo principal de la ciudad donde se celebraría el sacrifi-cio en su honor. Desde la ventana de mi habi-tación gozaría de una posición privilegiada para verle, ya que la casa de Zoe se encon-traba justo en el ensanche o punto de unión del primer círculo con el segundo y la comi-tiva debería detenerse allí justamente, para que el representante administrativo le entre-gase la ofrenda correspondiente en nombre de todos los residentes de esa sección. Esta se repetiría en los cuatro círculos como era la costumbre. Durante unos momentos estaría al alcance de mi vista ya que el lugar elegido para la ofrenda era justo delante de la casa, ésta era la primera del círculo y por lo tanto marcaba el comienzo de éste.

Transcurridas unas tres horas, las patrullas habían concluido su sucio trabajo, y se retiraron precedidas de largas hileras de desgraciados seres encadenados por el

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cuello con una especie de soga hecha de un humo negro que flotaba ingrávida entre un reo y otro cuya efectividad pude comprobar. Un grupo de unos cinco hombres intentó agredir a sus guardianes en un desesperado intento por escapar de sus captores, no para obtener la libertad sino para regresar a los círculos de juego, ya que no eran otra cosa más que un puñado de aquellos pobres ludópatas, que como el padre de Zoe, llegaban a apostar sus vidas. Justo en el momento de producirse la agresión, aquella soga de humo negro se vol-vió compacta en pocos segundos y comenzó a apretarse sobre los cuellos de aquellos miserables, que cayeron al suelo llevándose las manos a la garganta en un último y des-esperado intento por librarse de aquella garra mortal que les atenazaba. Fue inútil, la soga no cesó de oprimir hasta que al fin uno tras otro murieron. En ese instante la maldita soga volvió a convertirse en humo, desvaneciéndose en pocos segundos ante la mirada aterrada de cuantos allí se encontra-ban. Nadie pudo ayudarles, y yo impotente sólo pude dejar caer una lágrima sobre el alféizar de la ventana. Sin duda que aquella soga era otra de las siniestras creaciones del Canciller o de alguno de sus colaborado-res. Descendí por las escaleras que condu-cían desde la única habitación del piso supe-rior (y de la casa) a la amplia estancia principal donde habían pasado la noche mis amigos junto a los criados. Eolim y Zoe pre-senciaron también la dramática escena en la puerta de la calle. Cuando me vieron descen-der con los ojos llenos de lágrimas, Eolim

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se adelantó hacia mí tratando de consolar-me. -Tú no podrías haber hecho nada sin arriesgarte a ser descubierto por el Canciller y eso ahora hubiera supuesto el fin de tu misión. Obraste bien no interviniendo. ¡Eolim tiene razón, mi señor! -añadió Zoe. -En cual-quier caso ellos ya estaban muertos, eran jugadores su destino ya estaba escrito, en cierta medida su acción les ha ahorrado mucho sufrimiento, antes o después hubieran termi-nado como mi padre- concluyó agachando la cabeza apesadumbrado por el recuerdo. La bondadosa sencillez de aquel gordinflón era conmovedora. Debía de pesar al menos ciento veinte kilos y sin embargo sus gestos y aspectos me recordaban los de un niño. Me acerqué a él mientras continuaba con la cabe-za gacha, y golpeándole cariñosamente la barbilla con mi puño, le obligué a levantar la cara. Estaba llorando. Puse mi mano sobre su hombro y le invité a sentarse a mi lado. Nos sentamos los tres sobre unos amplios y mullidos cojines que estaban en el centro de la habitación; en ese instante Efraím entró por una puerta lateral que daba a un pequeño patio donde se ubicaba el aseo de la casa. Lógicamente no había presenciado el suceso. A un gesto mío vino a sentarse junto a noso-tros, así como también el resto de los cria-dos que acomodaron sus grotescas figuras, un par de metros por detrás en señal de respeto. Guardé silencio durante unos instantes, mirando lentamente a mis amigos. Efraím, Eolim, Zoe y aquella tropa de desarrapados

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"criados asilados". Desde la calle se escu-chaba el ajetreado ir y venir de los habi-tantes de aquel sueño maldito, y en el inte-rior sólo el "cuchicheo" siseante de Eolim contándole a Efraím lo acontecido, llenaba la atmósfera... ¿Qué podría decirles yo? Lo que comenzó como un juego con mi amigo el Mediador, se había transformado en una "rea-lidad" amarga, difícil de ignorar. Tras pre-senciar aquella dramática escena sentí unos deseos enormes de abandonarlo todo de huir, ¿pero cómo?. El "Mediador" no me había indi-cado el camino de regreso, tan sólo me dijo "obra con fe y entusiasmo y encontrarás el camino de regreso a tu tiempo". Mi tiempo, ¿cuál era en verdad mi tiempo?, el tiempo se me antojaba algo ilusorio, irreal, ni siquie-ra era capaz de recordar cuánto tiempo lle-vaba en aquel mundo, todo me parecía distor-sionado, había un pasado, acontecimientos acaecidos y sin embargo, todo parecía desa-rrollarse en un presente eterno. Algo era seguro, si quería salir de allí debía termi-nar la historia que dejé inconclusa en mi vida anterior; para lo cual necesitaba encon-trar el manuscrito original ya que yo no podía recordar nada, tan sólo vagas impre-siones. Por otra parte ninguno de mis amigos recordaba nada que me sirviera para retomar el hilo de la narración original. Tal vez el "Canciller" guardara la llave que me permi-tiese el acceso. Pronto lo descubriría. Mis amigos aguardaban mis palabras, durante unos instantes había estado sumido en mis pensa-mientos sin prestarles atención. -¡Bueno, creo que el gran momento se acerca!- exclamé,

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no con demasiada convicción-, por fin hoy conoceré personalmente al "Canciller" y espero que todos vosotros me ayudéis en mi propósito de liberar a esta ciudad de la tiranía a la cual está sometida. -¡Puedes contar con nosotros!- respondieron mis ami-gos como si de un solo hombre se tratase-. No hace falta que te enfrentes con el "Canciller" -continuó Eolim- si no lo deseas, tan sólo tienes que concluir nuestra histo-ria y todo habrá terminado. Podremos ir a "Orden", eso es lo que me dijo "El Primer Jeroglífico" antes de abandonar la ciudad. Solamente vuestro creador puede terminar vuestra historia, y él vendrá. Eso es lo que me dijo y ahora tú ya estás aquí y contigo el temor ha desaparecido, por favor ¡TERMINA NUESTRA HISTORIA!. -Mi querido Eolim; eso no es tan senci-llo como te imaginas (no podía decirle que en realidad no recordaba absolutamente nada, eso le habría destrozado) yo podría terminar vuestras historias fácilmente, pero quieres decirme ¿qué sería del resto de las creacio-nes del "Canciller"?. Ellos no estaban en mi creación original y ahora son legión. Si con-cluyo ahora vuestra historia ¿qué pasaría con Zoe?, nunca habría existido. Obtendrías tu liberación pero a la vez eso supondría el fin para todas esas gentes por las que has luchado tanto en el pasado. Ellos tienen fe en que su Dios les va a salvar, tú mismo se lo predicaste en los templos. Tú les anun-ciaste mi llegada. Antes de terminar la narración original debo encontrar una solu-

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ción a este problema. No puedo escribir la historia de todos y cada uno de ellos. Cuando terminé de hablar, Zoe, se postró ante mí dándome las gracias una y otra vez por no olvidarme de los que, como él, vivían con el permanente miedo a la muerte. -Levántate, Zoe, y no llores más porque los tiempos de angustia y oscuridad han ter-minado-. Aún no sabía cómo iba a solucionar todos esos problemas, pero de algo sí que estaba convencido; y era que pasara lo que pasara ni Zoe ni nadie dejaría de existir. Reflexioné acerca de todas las enseñanzas que el Mediador me había dado antes de aban-donarme. "El espíritu es algo mucho más com-plejo y hermoso, es conciencia absoluta", me dijo. Entonces ¿cómo podría lo absoluto haber sido creado alguna vez? Si la conciencia era absoluta equivaldría a decir que era ETERNA en cuyo caso mi espíritu ¡JAMÁS HABRÍA SIDO CREADO!, existía eternamente junto a Dios. En tal caso ¿a qué se estaba refiriendo cuan-do hablaba de seres "creados"? Había abando-nado la sala y paseaba por el pequeño patio interior de la casa. Mientras aguardaba la llegada del "Canciller", trataba de resolver este enigma. En un momento vinieron a mi memoria los paisajes multicolores que había presenciado desde lo alto del castillo de Camelot y entonces las palabras que me dijo Merlín volvieron a mis oídos. "¡Fíjate bien, porque todo lo que ves es externo!, medita bien lo que te he dicho porque tu futuro depende de ello". ¡Eso era!, todo era exter-no, ilusorio, irreal. Lo único creado eran

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los momentos de consciencia en los que la conciencia se manifestaba y los de incons-ciencia en los cuales dejaba de manifestar-se; pero no por ello dejaba de existir. Lo había visto cientos de veces en el cine. La pantalla era permanente, sin embargo las películas iban y venían, cuando se proyecta la película no se puede ver la pantalla ori-ginal, sin embargo está ahí y es lo que per-manece. En verdad todo lo que estaba pasando en aquel extraño mundo era lo que sucedía con la humanidad entera. Las criaturas del "Canciller" equivaldrían a los actuales seres humanos dirigidos por gobernantes ciegos de poder y corrupción y guiados en gran medida por "falsos religiosos de las finanzas y la ética". ¡Y había necesitado ir tan lejos para darme cuenta de ello!. El Mediador me había indicado el camino, "actúa con fe y determi-nación y volverás a casa". No se estaba refi-riendo a mi pequeña buhardilla, sino a la verdadera casa del hombre, a la casa de Dios. En eso consistía el regreso del hijo pródigo. El porqué estábamos donde estábamos lo expli-có muy bien Jesús en la célebre parábola. Todo encajaba como un rompecabezas gigante. Sentí un enorme alivio dentro de mí. Ya no debía preocuparme por Zoe, nunca había deja-do de existir en el pasado y en el futuro no dejaría de hacerlo. Bajo esa perspectiva mi encuentro con el "Canciller" había dejado de atemorizarme.

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V. VUELVO A CASA.

Tambores, címbalos, fanfarrias y el atronador ruido de las botas claveteadas de los guardias golpeando el suelo con marcia-lidad, eran el inconfundible preludio que anunciaba la llegada del "Canciller". Zoe entró en el patio rectangular donde me encon-traba y con evidentes síntomas de nerviosis-mo se dirigió a mí: -¡Daniel Mesías, ya está aquí!. ¡La comitiva se acerca desde el fondo de la calle!. Bueno todo parecía indicar que por fin iba a tener el privilegio de conocer al coautor, junto conmigo por supuesto, de toda aquella locura. Como en las más viejas y puras novelas del Oeste, el anti héroe entraba en la escena. Salí del patio y me dirigí a la única habitación de la casa, que como ya señalé anteriormente se encontraba en el piso superior, y desde donde tendría la oportunidad, como ya sucedió en el des-graciado incidente de los presos, de contem-plarlo todo sin ser observado. Entreabrí la contraventana justo en el instante en el que un grupo de unos cuatro o cinco hombres con evidente intranquilidad, se aderezaban las túnicas que les cubrían, en un inútil inten-to por mejorar su patético aspecto. Por fin se alinearon mirando al frente de la calle, aguardando la llegada del "Canciller". Los primeros soldados no tardaron en aparecer, marcando el paso en una apretada fila de dos, y blandiendo a modo de legionarios romanos las curiosas varas con la lucecita en la punta. En un momento el ensanche se fue

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poblando de gente que comenzó a vitorear al "Canciller". Lo cual no tenía nada de parti-cular ya que entre la multitud pude distin-guir a varios agentes del orden disfrazados que apuntaban con sus varas, en esta ocasión del tamaño de una daga, a las espaldas de los que allí se congregaban. De pronto todos se arrodillaron tocando con sus frentes en el suelo, la causa era la aparición del cortejo que acompañaba al "Canciller". Rodeado por el estruendo de las fanfarrias, y acompañado por un hormiguero de sirvientes que no deja-ban de cantar las "elevadísimas cualidades" de su señor en señal de alabanza. Llegó al lugar montado en la más estrafalaria carro-za, nave o "Volkswagen escarabajo barroco" que nunca hubiera imaginado. Definir con palabras aquella cosa era realmente difícil. Flotaba ingrávida a un metro del suelo era redonda por detrás, tenía una especia de saliente en la parte delantera, y estaba totalmente decorada como las columnas barro-cas de un palacio. Uno de los laterales se abrió lentamente dejando escapar una nube de humo blanco, que formando pesadas columnas se precipitaban contra el suelo, a la par que formaban una escalera. Por fin una silueta oscura se recortaba contra la puerta sur-giendo de entre el humo. Avanzó un par de pasos y la gente, al advertir su presencia, comenzó a vitorearle. Desde luego algo no le podría reprochar como crítico de teatro, y era que sabía hacer una buena puesta en esce-na. Veríamos si era tan buen actor. Desde mi posición aún no podía distinguirle con cla-ridad, ya que la carroza (o lo que fuera) se

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estacionó ligeramente ladeada y mi ángulo de visión no era el óptimo. Tendría que aguardar a que descendiera unos peldaños por la esca-linata de humo para poder distinguirle con claridad. Zoe, muy nervioso detrás de mí, no dejaba de hacer nudos con la parte trasera de mi vestimenta. El clamor era ensordecedor y éste fue en aumento cuando descendió par-simoniosamente por las escaleras. Ahí estaba el famoso "Canciller", la causa de mi viaje al "País de las Creaciones Literarias". Lo que primero me llamó la atención fue su ros-tro. Era extremadamente hinchado por los lados, casi ovalado, eso unido al color claro de su pelo, me recordaba la etiqueta de un refresco de mi infancia, en la que aparecía un limón con cara humana. Sus ojos, pequeños, del mismo color y una piel salpicada por innumerables marcas como puntos de viruela, hacían que la similitud entre el crítico de mi niñez y él, fuera más que patente. Mediría, aproximadamente, un metro ochenta, de com-plexión fuerte, aunque algo cargado de espal-das, su vestimenta iba muy a tono con la carroza, o sea, indescriptiblemente hortera. Quizás si le pudiese ubicar en el mundo de la realidad, se correspondería con uno de esos americanos que van cargados de oro ves-tidos de forma estrafalaria manejando poten-tes autos europeos y lo que es más grave, creyéndose irresistibles. Ciertamente me sentí algo decepcionado con su aspecto. Mirándole despacio, uno podía darse cuenta de que no albergaba majestuosidad alguna, y a pesar de toda la parafernalia que le rodea-ba, no podía ocultar lo degradado de su cuna.

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Mientras descendía por la escalera, aún en ese instante, hubiera aprobado su actuación, pero con el primer paso que dio dirigiéndose hacia el cortejo, toda la magia que había logrado crear se desvaneció. Su andar era sencillamente ridículo, caminaba en forma chabacana dando una especie de saltitos en cada paso. Decididamente, a mí, más que un gobernante, me parecía sencillamente un "macarra". Pero claro en aquella especie de locura creada por él, todo estaba hecho a su medida. Eso explicaba la ausencia repetida de color y el ambiente de mediocridad que se respiraba en aquel lugar oscuro creado por la mente enfermiza de un loco con delirios de grandeza. Quienes le aguardaban le hicie-ron entrega de un cofre pequeño, a la vez que mil referencias. El tomó el cofre con la mano derecha y lo abrió con la izquierda, sacando de su interior un enorme collar de un metal parecido al oro. Sus ojos pequeños parecie-ron cobrar vida al contemplar el presente; incluso llegó a relamerse frotando su asque-rosa lengua por entre los dientes, produ-ciendo un sonido harto desagradable. Pude constatar con posterioridad que aquel gesto grosero de relamerse, era una constante en él. Lo repetía en forma compulsiva cada cinco minutos, y se hacía más patente cada vez que tenía enfrente algo que despertara su inte-rés. Se colocó el enorme colgante encima de los que ya llevaba y arrojó con desprecio el cofre hacia un lado; éste en su recorrido vino a impactar en la cara de uno de los presentes, abriéndole una brecha en la meji-lla derecha que comenzó a sangrar profunda-

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mente. Sin duda que el desprecio que sentía por sus súbditos era enorme. Por fin dio media vuelta y se encaminó de nuevo a la "¿carroza?", saludando con la mano y corres-pondiendo a los vítores que la gente le pro-digaba desde los tejados. Súbitamente alzó la mirada en la dirección donde yo me encon-traba y durante unos instantes sus ojos y los míos vinieron a encontrarse. No ocultaré que un escalofrío sacudió todo mi ser. En su mirada se podía masticar, como algo denso y pegajoso, toda la maldad de su alma podrida. Pensé que me había descubierto, sin embargo se limitó a realizar otro de aquellos gestos repugnantes con la boca, que producían ese inconfundible chasquido baboso que se podía sentir por encima de los gritos, e inclinar la cabeza en señal de agradecimiento por los aplausos que percibía desde lo alto de las casas. Por fin se dirigió al siguiente cír-culo y por último al "Gran Templo" donde presidiría los oficios religiosos, y dirigi-ría la palabra al pueblo que ansiaba escuchar al "dios vivo", como se calificaba. Habían transcurrido muchos y lentos años de agonía para aquellas gentes, desde que Eolim, como el primer profeta, desapareciera.

Como ya expliqué antes el "Canciller" hizo creer a todo el mundo que había muerto, por lo que nadie podía sospechar que estu-viera desterrado; ya que como criatura ori-ginal que era, gozaba de inmortalidad apa-rente. Por supuesto que el "Canciller" jamás cargó con la supuesta muerte, fue lo sufi-cientemente astuto como para urdir una his-

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toria en la que él, recibió en sueños la orden del mismísimo "Creador" de proteger al profeta; pero cuando se disponía a hacerlo fue vilmente asesinado por algunos sacerdo-tes envidiosos. Como es lógico los culpables del supuesto crimen fueron debidamente juz-gados y condenados "públicamente". Sabe Dios a qué pobres desgraciados utilizó para su siniestro plan. Así pasó a convertirse en el "dios vivo" ya que a partir de entonces, se convirtió en depositario de la misión divina del profeta. Por otro lado no era de extrañar que mucha gente le creyera, al fin y a la postre eran creaciones de él mismo; y en un sentido él era un verdadero dios. La miseria en que su "dios" les obligaba a vivir, no les sorprendía ya que era lo único que habían conocido. En realidad hasta que Eolim comen-zó a predicar, nunca existió el más mínimo problema con las creaciones del "Canciller". Los únicos que podían planteárselo eran los que al igual que él eran las "criaturas ori-ginales" de mi obra inconclusa; pero estos habían sido o corrompidos, por su astucia, o desterrados por su tiranía. No tenía rival posible, sin embargo se fue volviendo más y más loco cada vez. Desde que desterró a Eolim, sufría ataques de pánico y hay quien dice que en todos esos años jamás llegó a dormir una sola hora. De noche se le veía caminar como un lobo solitario por los corre-dores y estancias de su palacio. Por aquel entonces surgieron cientos de criaturas tullidas y deformes por todas partes de la ciudad. Resentido por no poder dañar a Eolim más que con aquel destierro descargó toda su

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frustración en los nuevos seres que creaba. Nada ni nadie escapaba a su control. Había urdido una red de espías que le mantenían permanentemente informado de cuanto hacían sus colaboradores y se aseguró de que ningu-no de ellos pudiera trabar amistad con otro que no fuera él. Continuamente inventaba historias en las que convencía a los unos para que no se fiaran de los otros, fingien-do él, ser el "único decente" en medio de aquella locura. Tan pronto como detectaba una posible relación entre alguno de sus colaboradores con otro que no fuera él; encontraba la forma para enemistades median-te el engaño, la falsedad y la difamación. Convencía a todo el mundo de que quien decía ser su amigo, en realidad le estaba traicio-nando, y que él y sólo él, lo había descu-bierto todo y que por ello le avisaba, "por-que siempre velaba por sus amigos".

Cuando la comitiva se alejó, nos diri-gimos hacia el "Gran Templo" para asistir al ritual religioso. Por supuesto que el "Canciller" ya sabía (desde el ataque del que fuimos objeto en la frontera) que Eolim había sido liberado, y por las perturbaciones que produje en el campo psíquico de la ciudad cuando la abandoné precipitadamente la pri-mera vez que estuve allí, al utilizar mis poderes; era seguro que también sabía de mi existencia. Pero no podía sospechar quién era yo en realidad. Al liberar a "Eolim" pensó que era un simple espía de "Orden" y al no sentir mi presencia en la ciudad, se mostraba confiado "relativamente". En su

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arrogancia pensaba que podría detectar al mismísimo "Creador" ya que él, también lo era. Así se decía, "yo trataré al "Creador" de igual a igual". Pobre ignorante, tal vez fuera igual a mí en "calidad" como parte mía; pero desde luego no lo era en "cantidad". Tras caminar por espacio de unos diez minutos llegamos al escenario de la última celebra-ción del día. El gran sacrificio en honor del "Canciller", donde el pueblo por fin oiría sus "augustas palabras", "El Gran Templo" era una estrecha franja amurallada que atra-vesaba como el radio de una circunferencia los tres primeros círculos de la ciudad for-mando un rectángulo cuyos lados menores des-embocaban por un lado al exterior de la ciu-dad y por el otro al interior del misterioso cuarto círculo de "CAOS". Ambos se encontra-ban protegidos por dos puertas fortificadas de un tamaño descomunal. Las mismas puertas se encontraban en el interior del rectángulo marcando la separación entre unos círculos y otros siendo sólo abiertas una vez al año, con motivo de la celebración que nos dispo-níamos a presenciar. Entonces el pueblo accedía por otras tantas entradas que salpi-caban los laterales, y que de ordinario se encontraban también fuertemente custodiadas por la guardia de la ciudad. Aquel gigantes-co corredor era utilizado por el "Canciller" para salir al exterior de la ciudad sin tener que ser visto por nadie. En un tiempo también lo utilizaba para dar largos paseos, pero como ya mencioné antes, en la actualidad ape-nas salía de su palacio. Las puertas que daban el acceso al cuarto círculo eran algo

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más pequeñas que las otras y se encontraban en el fondo de una enorme cúpula redonda for-mada por innumerables columnas barrocas. Todo el conjunto a su vez se encontraba por encima del nivel del suelo, aproximadamente a unos veinte metros formando un espectacu-lar escenario circular de cuyo centro des-cendía una enorme escalinata negra iluminada por cientos de antorchas. Arriba en el esce-nario del "Gran Templo", justo en el centro se levantaba un enorme altar formado por cua-tro piedras rectangulares de gran volumen y tamaño decreciente. La última de aquellas piedras se encontraba cubierta por una tela blanca en cuyos bordes se podían observar unos extraños bordados, y que se mecía pere-zosamente empujada por una leve brisa. Penetramos en el recinto por uno de los late-rales superiores, en concreto del tercer círculo. Gracias nuevamente a la capacidad de Zoe para el soborno, pudimos obtener un sitio en primera fila, en uno de los pequeños palcos laterales próximos al escenario. Debidamente disfrazados para la ocasión como ricos comerciantes, esperábamos, no sin cierta impaciencia la nueva aparición del "Canciller". Poco a poco el gran recinto se fue llenando. Era realmente impresionante ver aquella franja llena de gente hasta donde alcanzaba la vista. Realmente "CAOS" era bastante más grande de lo que imaginé en un principio.

De repente sucedió algo inesperado. La tradicional niebla grisácea que cubría la ciudad se desvaneció en un instante. El

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inmenso griterío de la multitud se transfor-mó en un silencio sepulcral. A continuación todo se volvió oscuro, era incapaz de ver mi propia mano. Comencé a experimentar el mismo miedo que sentí en el descansillo de la esca-lera de mi casa, cuando me quedé a oscuras tras el primer encuentro con el Mediador. Sí, ya sé que es infantil, pero la oscuridad siempre fue una de mis fobias no superadas. No obstante consideré que no sería muy opor-tuno ponerme a pegar gritos en medio de aquel silencio. Yo no sabía si aquello era normal o no pero mi compañero sí que lo sabía, con disimulo extendí mi mano derecha por un late-ral hasta rozar levemente a Zoe que se halla-ba de pie junto a mí. Él permanecía inmóvil y podía sentir su respiración que no parecía en lo más mínimo alterada, supuse entonces que aquello era normal; ya que de no haberlo sido, mi buen amigo hubiera sido el primero en salir corriendo. Él siempre bromeaba diciendo: "yo he llegado a donde he llegado, corriendo. Gracias a saber correr a tiempo me libré de la muerte en el primer círculo en no pocas ocasiones. No hay duda, saber cuándo hay que correr es la mejor filosofía”. Y sucedió lo único que hizo peligrar real-mente mi vida en aquella ciudad. Estuve apun-to de morir de un susto. Sí ya sé que allí yo no podía morir pero sí quedarme idiota o algo así para el resto de mis días. De pron-to en medio de aquella oscuridad aterradora y de aquel fantasmagórico silencio, resonó la voz ¡ATRONADORA! del "Canciller" como el estrépito que sigue al relámpago en medio de una noche sin luna. Su voz parecía salir de

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todas partes, la sentía por encima de mi cabeza debajo de mis pies, hasta de las pie-dras de las paredes. -¡Yo soy el único que puede hacer desaparecer todas las tinieblas!. ¡Sólo yo, os traigo la luz!. Una vez más me presento ante vosotros para preguntaros nue-vamente ¿DESEÁIS RECIBIR MI LUZ?.

En ese instante hasta yo mismo grité con todas mis fuerzas ¡SÍ. SÍ, SÍ..! Agradecí a la providencia el que nadie pudiera verme, porque de haber sido así a buen seguro que mi palidez le hubiera hecho confundirme con el fantasma de la ópera. La voz del "Canciller" volvió a resonar, repitiendo la última pre-gunta. La respuesta fue el mismo multitudi-nario ¡SÍ, SÍ, SÍ..! Aunque debo añadir que mi "Sí" estaba más cargado de impaciencia que el de los demás allí presentes. Lentamente se fue haciendo la claridad. La luz se hizo cada vez más y más intensa, y cuando por fin todo volvió a ser visible nuevamente, el "Canciller" se encontraba subido en el altar central del "Gran Templo". La gente al verle comenzó a gritar enloquecida aclamándole. Jamás pensé que podría alegrarme tanto de ver de nuevo a aquel "cabeza de limón". El "Canciller" en un gesto teatral levantó los brazos hacia arriba con los puños cerrados y en ese instante sobre la cúpula del templo comenzó a formarse una gigantesca figura holográfica de él. Su tamaño era enorme. Seguramente le habrían pagado millones en mi mundo por hacer lo mismo en un campo de fút-bol. La niebla seguía sin aparecer. Esa fue la única ocasión en la que pude ver "CAOS"

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sin ese sucio humo gris. Lógicamente el "Canciller" no iba a permitir que su "sagra-da imagen" no fuera apreciada por todo el mundo, así que durante la ceremonia la niebla no volvió a aparecer. La imagen del "Canciller" situado sobre el altar podía ser vista a kilómetros de distancia, flotando ingrávida sobre la cúpula del templo; se podría haber ganado la vida fácilmente organizando con-ciertos de rock. El "Canciller" retrocedió unos tres o cuatro pasos, a la par que por ambos lados del escenario litúrgico hacían su aparición sendas filas de sacerdotes. Cada uno portaba en sus manos un cofre que contenía las ofrendas. Los cinco últimos de cada fila portaban respectivamente una copa de agua, una tea encendida, un saquito de arena, un frasco con perfume y un pergamino. Los cofres fueron depositados uno tras otro delante del altar a la par que sus portadores arrodillados enumeraban una larga serie de atributos referidos como es lógico al "Canciller".

Finalmente quienes portaban las copas con el agua, se postraron ante él diciendo: -¡Gran señor, te ofrecemos este agua símbolo del primer elemento de tu dominio sobre la materia!- Después y repitiendo la misma fór-mula, se le ofreció tierra como segundo ele-mento, fuego como tercero, un frasco con perfume símbolo del aire, como cuarto ele-mento y por último un pergamino conteniendo las sagradas oraciones, representación de la vibración éter en el sonido y quinto elemen-to. El "Canciller" unió las manos e inclinó

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la cabeza en señal de gratitud. Después vol-vió a situarse en la parte delantera del altar, emitió un par de esos chasquidos babo-sos que producía al pasar su lengua por los dientes, y se dispuso a seguir hablando a su pueblo nuevamente. -¡Yo soy el "dios vivo" en cada uno de vosotros!. Yo he sido elegido por el "Creador" y ungido para guiaros a la liberación final. Yo estoy entre Dios y los hombres; por lo tanto todos me deben adoración. Yo no estoy solo ¡Dios está conmigo!. Tan sólo le pido que aparte todo lo malo de mi vida y me lo concede; porque el "Creador" sabe que mi único fin es servirle a través de mi lide-razgo entre vosotros. Yo soy el depositario del mensaje redentor del "profeta" (sin duda se estaba refiriendo a Eolim) y quien sigue mis leyes y obedece mis mandatos, sin duda que alcanzará la libertad eterna en el nuevo orden, donde también seré yo, por encargo del "Creador" quien os dirija. Pronto esta era de oscuridad pasará, gracias a mi personal sacrificio por vosotros, ahora tengo mucho más poder, soy casi ilimitado, lo veréis. Esta ciudad será aún más gloriosa que "Orden". De allí fuimos expulsados hace muchos cien-tos de años por la envidia que despertábamos en sus corazones. No podían soportar que unos recién llegados fueran más perfectos que ellos. En particular fueron especialmente crueles con quien os dirige. El atractivo de mi personalidad así lo hizo. Sus mujeres me deseaban, porque yo representaba el ideal de la belleza en un hombre, y como no podían

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tenerme me odiaban. Me expulsaron de la ciu-dad, pero cometieron un error, porque yo no estaba solo, junto a mí surgieron legión y fuimos desterrados a este lugar oscuro que gracias a mi personal dedicación es hoy una gloriosa nación. Dios me eligió para llevar a cabo esta misión. La otra noche tuve un sueño en donde el "Creador" me ordenó marchar sobre "Orden". Quiere que purifiquemos esa ciudad y que la redimamos, y muy pronto, ¡oídme bien!, estaremos en condiciones de hacerlo. Nosotros gobernaremos el nuevo orden. Ahora yo soy el Mesías, no necesitáis esperar más para adorarle, porque el Creador mismo me ha elegido a mí para tal fin. Arrodillaos ante mí como el "dios vivo", por-que Dios y yo somos uno-."

Decididamente estaba como una cabra. Sería un buen presidente de los Estados Unidos, eso es cierto pero de ahí a sentirse dios iba un abismo. Con él, el presente de indicativo del verbo ser cobraba un nuevo auge; el Yo soy era sin lugar a dudas su tiempo favorito. Lo que más me llamó la aten-ción de su discurso fue que no sólo se sentía superior espiritualmente sino que físicamen-te pensaba que era irresistible. El falso ego se encontraba tan desarrollado en él que en su cuerpo no quedaba espacio suficiente para alojar su alma. En una ocasión leí en un viejo libro hinduista "El Baghavad Gita"', que el alma ocupa la diez milésima parte de la punta de un cabello y que se aloja en el corazón. Pues era seguro que en el "Canciller" ni tan siquiera ese espacio estaba libre del

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ego. Decididamente tenía que actuar. El punto al que había llegado su locura hacía impres-cindible mi inmediata intervención y ¿por qué no ahora mismo?, pensé, nunca tendría mejor audiencia. Todo el pueblo se encontra-ba reunido así que era una buena ocasión. Durante un tiempo había sentido cierto temor a enfrentarme con él. A mí nunca me gustaron las peleas, de niño solía evitarlas siempre, nunca habitó en mí el deseo de lucha. Fui objetor de conciencia cuando nadie se atre-vía a serio y escapé por los pelos de la cárcel, por una oportunísima úlcera de estó-mago que me obsequió la Providencia a fin de volverme inútil para el servicio. Sólo había peleado bajo los efectos del alcohol en un par de ocasiones, y siempre llevé la peor parte. Pero si algo era capaz de terminar con mi tolerancia, era un patán. Sin duda que se merecía lo que pudiera pasarle. Si alguien se ganó el privilegio de desenmascarar al "Canciller" era sin duda Eolim. Durante todo el discurso disparatado que presenciamos, parecía una fiera enjaulada. Agitaba su pierna izquierda de forma compulsiva. Con cada nueva palabra su excitación iba en aumento. Decidí no hacerle esperar más y acercando mi boca a su oreja le dije en voz baja: ¡Adelante, desmiéntele!. Ahora es el momento, nunca tendrás tanta audiencia como hoy. Giró su rostro hacia mí, con emoción mal contenida exclamó: -¡No van a oírme!, hay demasiada gente y en cuanto hable mi voz será tapada por los vítores de sus seguidores. Además tampoco me verán quienes me interesa que lo hagan-. -No te preocupes -repliqué-.

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Tú tan sólo diles la verdad y déjame a mí el resto. Esta es tu gran ocasión, te lo debo. Eres tú quien había de anunciarme, ese es tu privilegio. Eolim avanzó un par de pasos para situarse junto a la barandilla del pequeño palco. Prudentemente indiqué a Zoe que se quedara detrás ya que él no iba protegido como nosotros por las armaduras que se encon-traban bajo nuestra vestimenta. Eolim carras-peó un par de veces aclarándose la voz y cuando supuse que iba a decir la primera palabra, coloqué mi mano en su espalda e hice aparecer en la misma, durante un instante, el botón de nácar blanco del viejo transistor de madera que había en mi buhardilla. Ni qué decir tiene que era el botón del volumen. Justo en el instante en que abría la boca lo giré al máximo a la derecha. El resultado fue sorprendente, ya que un descomunal ¡MENTIRA! pudo sentirse hasta en el último rincón de la ciudad. Súbitamente todo el griterío del populacho cesó. La inmensa imagen que se pro-yectaba sobre la cúpula se desvaneció en una cascada de lucecitas diminutas, sin duda que la tremenda voz de Eolim había hecho descom-ponerse al propio "Canciller" que perdió el control sobre el encantamiento que estaba realizando. También Eolim estuvo apunto de caer hacia atrás como un árbol de no haberlo evitado Zoe que le empujó desde la espalda haciéndole recuperar la estabilidad. Bueno ahora tenía volumen pero le faltaba imagen y aprovechando que el holograma que proyectaba en directo al "Canciller" se había desvane-

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cido, lo sustituí por otro que mostrara a Eolim hablando desde el palco. La sorpresa fue tal que incluso algunos de los guardias que se encontraban alrededor de la cúpula custodiándola, dejaron caer al suelo sus lanzas. Eolim más repuesto prosiguió: -"¡Oh, tú, desdichado farsante!. ¿Cómo te atreves a poner el nombre del "Creador" en tu boca estando en su presencia?. ¿Acaso no hablé con suficiente claridad?. El Mesías llegará y ahora está entre nosotros. Tú hiciste creer a todo el mundo que había muerto, pero mirad-me aquí estoy ante vosotros nuevamente para traeros la esperanza. Nadie es superior al "Creador"; ni siquiera tú, "Canciller". Con tu poder maligno has creado a una legión de seres oscuros y tristes y los has doblegado según tu voluntad. Tus sumos sacerdotes son tan corruptos como lo eres tú, habéis enga-ñado al pueblo que debíais proteger. Pero ese tiempo se ha terminado, se acabó "Canciller" porque ahora él está con nosotros y tu magia torpe se desvanecerá como la figura que has visto desaparecer sobre la cúpula del tem-plo. Aún estás a tiempo, tienes una última oportunidad para redimirte; póstrate en el suelo y pídele perdón a tu único y verdadero señor y él te perdonará". La reacción del "Canciller" me sorprendió. Repuesto del pri-mer impacto se incorporó y permaneciendo erguido y arrogante, se encaminó al centro de aquel escenario circular. Yo por mi parte aporté algunos efectos especiales más, así hice que un fuerte viento azotara al "Canciller". Pero éste, lejos de mostrar miedo permanecía de pie desafiante mientras

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que el viento despeinaba su pelo rubio agi-tando su manto. Los guardias permanecían inmóviles, aterrados diría yo. Cuando me dirigí a "CAOS" por primera vez, hice ver a Eolim lo absurdo de la violencia. Él quería desencadenar un ataque militar contra la ciudad y yo me manifesté contrario a ello. Aún seguía siendo de la misma opinión, pero comprendí, viendo la actitud arrogante del "Canciller", que mis expectativas de lograr finalizar mi misión pacíficamente se desva-necían por momentos. En cualquier caso yo no tenía necesidad de lastimar a nadie, mi poder así me lo permitía, pero con el "Canciller" intuí que sería diferente, podría convencer al pueblo de la bondad de mi mensaje pero no podría convencerle a él. En el "Bhagabad-Gita" que cité anteriormente, también se dice: "para quien ha conocido la gloria, el deshonor es peor que la muerte". Y sin duda que ese era el caso del "Canciller". Él no dejaría su trono voluntariamente; lucharía hasta la muerte por conservarlo. Eolim entre tanto proseguía con su discurso.-Pueblo de "Caos" con gran dicha en mi corazón hoy os anuncio que éste que está aquí conmigo a mi derecha es el "Creador" su nombre es "Daniel Mesías" y fue él quien me libró de la muerte en vida a la que fui condenado por el "Canciller". Ya habéis visto su poder, él os sanará de todas vuestras deficiencias. No importa si sois ciegos o sordos o si no podéis caminar, él os sanará. Llegado este punto yo me sentía un tanto ruborizado, Eolim no dejaba de hablar acerca de mí, describió nuestro primer encuentro y cómo repelí el

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ataque en la frontera. Por su parte, Efraím, les narró cómo fue salvado de las terribles esferas en el último momento gracias a mi intervención. El "Canciller" entre tanto continuaba sin decir palabra. Súbitamente se encaminó al lado de la cúpula más próxima a nuestro palco y gritó: -"¡Tú no eres el pro-feta!. No le escuchéis. Es un impostor que trata de confundiros para privaros de la vida eterna que os aguardaba conmigo. -¡Tú no pue-des ofrecer algo que no tienes! -respondió Eolim con energía. Aquello hizo encolerizar al "Canciller". -¿YO SOY EL AMO Y SEÑOR DE CUANTO VEN TUS OJOS! y puedo destruiros a ti y a ese que dice ser el "Creador". Mostrarme a mí y al resto del mundo de que estáis hechos-. No había terminado de pronunciar estas palabras cuando se abalanzó sobre uno de los guardias arrebatándole el arma que sujetaba entre las manos. Su movimiento fue tan súbito e inesperado que nos cogió por sorpresa a todos. Bueno a todos no, porque Zoe con una habilidad casi felina se colocó delante mía a la par que gritaba: ¡Cuidado mi señor, va a disparar!. Fue lo último que pronunciaron sus labios porque en ese ins-tante un rayo de luz cegadora partió de la punta de aquella vara y atravesó limpiamen-te, como si de mantequilla se tratase, el cuerpo de Zoe alcanzándome de lleno. Como un muñeco roto se arqueó hacia atrás desplomán-dose en el suelo. Yo salí despedido por la fuerza de aquel rayo. Puede sentir los gritos aterrorizados de la gente y las risas estre-pitosas del "Canciller". Sin duda aquellas armas nunca tuvieron tal potencia, él la uti-

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lizó como un simple catalizador de su ener-gía. Quiso demostrar a todo el mundo de lo que su poder era capaz de hacer con una sim-ple arma. Por fortuna para mí la armadura, que se encontraba debajo de mis vestiduras, absorbió aquel mortal rayo. Desde luego yo sabía que no podría matarme, pero acerca de ponerme fuera de combate, la verdad no esta-ba tan seguro, no porque su poder fuera supe-rior al mío, que no lo era desde luego, sino porque estaba mucho más experimentado que yo en su uso. Por eso tomé la precaución de colocarme aquella armadura. Precisamente Merlín me había advertido acerca de la rapi-dez y astucia del "Canciller" en todos sus movimientos, señalándome enfáticamente que ese era el mayor peligro al que me enfrenta-ría. Todo el pueblo quedó mudo por la sor-presa, tan sólo se escuchaban ahora las riso-tadas grotescas del "Canciller". Mi hologra-ma se desvaneció de la misma manera en que lo hizo anteriormente el suyo. Cuando recibí aquel tremendo impacto perdí todo control sobre mi encantamiento. Aquello debió de estremecer hasta los huesos a mis dos discí-pulos. Quedé como aturdido durante unos ins-tantes, no todos los días le cae a uno un rayo encima, y cuando abrí los ojos vi el rostro desencajado de Efraím; a su izquier-da, Eolim abrazaba llorando el cuerpo sin vida de Zoe. Efraím al verme abrir los ojos cambió de expresión. Al contemplar aquella escena sentí como un fuego abrasador ascen-día desde mi estómago hasta mi cabeza. Tenía

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un enorme agujero en la túnica a la altura del pecho, por el cual refulgía cegadora la parte de la armadura que quedaba al descu-bierto. Me asomé de nuevo al palco y la gente comenzó a aclamarme enfervorizada avanzando en dirección a la cúpula. Los guardias que la custodiaban formaron una cerrada fila y apuntaron sus lanzas luminosas hacia la mul-titud. Sentí miedo de que aquello terminará en una verdadera carnicería, la gente estaba indefensa frente a las terroríficas armas de los guardias. Mis dos discípulos vinieron a colocarse a ambos lados. Eolim se despojó de su túnica dejando al descubierto la magnífi-ca armadura que le protegía. Efraím hizo lo propio y ambos desenvainaron aquellas miste-riosas espadas que en contacto con la luz se tomaban de un azul intenso y brillante. Eso asustó a los guardias que se dirigían hacia nosotros siguiendo las indicaciones del "Canciller", desistiendo de su empeño. En el escenario sólo se encontraba él, justo en el centro de la cúpula. Volví a reorganizar el holograma para que todo el mundo en la ciudad pudiera ver lo que allí estaba sucediendo. El "Canciller" realizó otro de esos gestos asquerosos con la boca a la par que volvía sus diminutos y enrojecidos ojos claros hacia mí. Pude adivinar esta vez por su gesto, realmente parecía una serpiente frotando la lengua entre los dientes, que se disponía a atacarme nuevamente. En esta ocasión yo reaccioné unas fracciones de segundo antes. Con un rápido gesto de mi mano derecha hice que un haz luminoso segara con la misma faci-lidad con la que una guadaña siega el trigo

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seco, todas las columnas que sostenían la gigantesca cúpula. El "Canciller" se vio sorprendido por este inesperado gesto mío. Sin duda esperaba que le atacase directamen-te, pero nunca que realizara tal gesto. Lanzó un alarido y trató de cubrir su cuerpo con su manto, justo en ese instante le vimos des-aparecer sepultado bajo el techo que se derrumbó con un estrépito infernal. El silen-cio volvió a ser la tónica dominante, una enorme polvareda se extendió por todas par-tes y con otro gesto hice que se desvanecie-ra. El holograma seguía en su sitio mostran-do en su gigantesca pantalla los aconteci-mientos que se estaban sucediendo. No había ninguna señal del "Canciller" y la gente comenzó a exaltarse nuevamente y vinieron a avanzar sobre los guardias que aterrados retrocedían sin dejar de apuntar con sus armas. No podía tolerar aquello. Yo era el "Mesías" de todos por igual, incluso de aque-llos desdichados soldados que no eran sino otras víctimas más de la locura de su crea-dor. Me disponía a intervenir en su ayuda cuando comenzamos a sentir temblar la tierra bajo nuestros pies. Realmente aquello no podía haber terminado de esa forma, hubiera sido demasiado fácil. La tierra siguió tem-blando produciéndose a continuación una tre-menda explosión que lanzó por el aire los miles de toneladas de piedra de la desploma-da cúpula. Éstas salieron despedidas contra la multitud que amenazaba a los soldados. Tuve que intervenir rápidamente para evitar la muerte segura de aquellas gentes bajo las enormes piedras. Pensé en ellas como en enor-

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mes globos y éstas se transformaron en el acto elevándose hacia lo alto hasta perderse de vista. La tremenda deflagración dejó al descubierto al "Canciller". Aún vivía. Se encontraba de pie como si tal cosa. Los sol-dados al verle se reunieron en tomo a él para protegerle. Yo no podría atacarle nuevamente si estaba rodeado de inocentes, estaba allí para ayudarles no para aniquilarles. No tuve necesidad de atacar ni de defenderme porque el "Canciller" ordenó a sus tropas que se replegara dentro del cuarto círculo. Con rapidez asombrosa penetró en el último y más seguro recinto de la ciudad. Las enormes puertas se cerraron e inmediatamente miles de serpientes eléctricas como en una gigan-tesca hiedra de energía cubrieron la entrada así como también las murallas. Sin duda que era una medida de defensa que el "Canciller" tendría preparada desde hacía mucho tiempo, en previsión de que un momento como este lle-gará a producirse. Eolim y Efraím querían seguir adelante con el ataque y penetrar en el cuarto círculo, pero aquello no era lo que yo deseaba. No quería más violencia. No deseaba ver sufrir a ningún miembro del ejér-cito del "Canciller" no sería justo. Mi sal-vación tendrá que alcanzar a todos por igual. Incluido el mismísimo "Canciller" si cambia-ba. Me costó mucho convencer a mis encoleri-zados amigos de mis razones. Sobre todo a Eolim, que volvió sobre sus pasos para recli-narse nuevamente ante el enorme cuerpo sin vida de Zoe. Sentí cómo mi alma se desgarra-ba viendo el llanto compulsivo, como el de un niño, de Eolim. Colocaron su cuerpo sobre

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una litera y por orden de Eolim lo llevaron encima del altar que aún permanecía intacto. Antes de recostarlo, Eolim sin dejar de llo-rar, limpió cuidadosamente con su brazo el polvo que había en la superficie. Después como si de una amorosa madre se tratara tomó en brazos el enorme cuerpo de Zoe (sin duda que la fuerza para poder levantar a Zoe, como si fuera una pluma debía de provenir de la armadura que llevaba puesta y que se demostró tan eficaz) y lo colocó tiernamente sobre el altar tal como una madre acuesta a su hijo dormido en la cuna. Todo el mundo guardaba silencio y a través del holograma podía verse las lágrimas descomunales brotando sin cesar de los ojos de mi amigo. Yo tenía tal nudo en la garganta que era incapaz de articular una sola palabra. Zoe había dado su vida por mí. Escapó miles de veces a la muerte en el primer círculo y había muerto en mis brazos, no podía ser, me negaba a aceptarlo, no había llegado hasta allí para destruir sino para dar nueva vida. Eolim no decía nada sólo en un instante alzó la mirada y pude leer en sus ojos un angustioso grito pidiéndome que hiciera algo. La verdad no sabía si podría o no, pero en cualquier caso debía de inten-tarlo cuando menos. Me acerqué al altar sor-teando algunos de los restos del techo que aún quedaban esparcidos por el suelo, tomé a Eolim por el hombro izquierdo indicándole que se retirara. Quedé delante de Zoe y pude observar por vez primera el alcance de su herida; tenía un enorme agujero en el centro del pecho por el que se podía ver perfecta-mente el piso sobre el que reposaba. No había

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sangre, sólo un inmenso agujero negro carbo-nizado. Coloqué ambas manos sobre la herida, recliné mi cabeza sobre el cuerpo sin vida e hice lo único que podía hacer... REZAR. Sí, pero ¿a quién?. Sin duda que a Dios, claro está, pero yo nunca había sido muy bueno en ese aspecto. Aquello sin duda que excedía mi poder. Yo podía crear, pero no recrear lo creado. Podía echar el barco al mar pero no traerlo de vuelta de los acantilados. Entonces recordé mi sueño, aquella forma de belleza sin igual que vi aparecer en el lago de aquel maravilloso mundo. Yo sabía que era Él. Así pues concentré mi súplica con toda la fuerza que mi alma era capaz de generar en aquella hermosa imagen. Le pedí, incluso, cambiarme por él. Para mí el sufrimiento de aquellas gentes estaba ya por encima de mi propia vida. Permanecí durante unos minutos, no sé cuántos exactamente, en esa actitud. Y suce-dió... El pecho de Zoe comenzó a subir y a bajar lentamente, retiré mis manos y pude comprobar que la herida ya no estaba, retro-cedí unos pasos ebrio de emoción y el bueno de Zoe abrió los ojos como si despertara de un sueño. En ese instante la ciudad entera, que observaba lo que acontecía en el gigan-tesco holograma, se llenó de gritos de ale-gría, que como bandadas de palomas se alzaban de la tierra al cielo. Nadie de los allí pre-sentes era capaz de hablar, yo menos que nadie, puedo asegurarlo, simplemente nos abrazábamos y llorábamos de alegría. En ese instante Zoe se incorporó, quedó sentado sobre el altar con los pies colgando y dijo:

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-¡Tengo un hambre terrible!-, lo que motivó que todo nuestro llanto se transfor-mara en un descomunal ataque de risa. Reímos y reímos hasta quedar exhaustos. Zoe bajando del altar volvió a exclamar: -¡Pues yo no le encuentro la gracia!, estoy a punto de morir de hambre y vosotros os reís-. Aquello no hizo sino incrementar las risas cuando éstas ya se encontraba casi apagadas, tal como echar leña seca sobre ascuas. -Dice que está a punto de morir de hambre... Ja, ja, ja-. Exclamó Eolim al borde de la asfixia. Por vez primera me sentía feliz desde que llegué a "CAOS". Las decisión que tomé antes de entrar en la ciudad, de morir delante de sus habi-tantes para mostrarles lo irreal de la muer-te, se había cumplido, no por mediación mía sino de Zoe, pero el efecto fue el mismo. Por todas partes se escuchaban risas y miles de personas tomaron las calles cantando jubilo-sas. Sin embargo el cuarto círculo aún no había sido liberado. Desde su interior el "Canciller" sin duda que habría presenciado lo ocurrido y estaría haciendo nuevos planes para enfrentarse a mí. Pero por el momento prefería no pensar en ello y disfrutar de aquel primer día de libertad para los habi-tantes de "CAOS". Como los astronautas que regresaron del primer viaje a la luna, cami-namos bajo los gritos y aplausos de la gente que se agolpaban en las aceras y balcones de las casas. El pueblo entero había tomado la calle, literalmente, en una explosión de júbilo. Nuestras armaduras relucientes ilu-minaban la ciudad como tres soles mágicos. A

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nuestro paso las sencillas gentes nos ofre-cían diferentes obsequios. En su mayoría lo único que podían regalamos eran algunas de esas galletas asquerosas. No tuve ningún problema esta vez, ya que "nuestro resucita-do" se las iba comiendo una por una, ante el gesto divertido de todos. Por fin llegamos a casa de Zoe donde los criados aguardaban nuestra llegada con impaciencia. Al vemos llegar se abalanzaron sobre Zoe abrazándole. Tal era el afecto que por él sentían. Después debieron pensar que habían cometido una terrible ofensa al recibir primero a su señor antes que a mí que finalmente era el "Creador". Por lo que muy apesadumbrados se arrodillaron ante mí pidiéndome perdón y rogándome que les diese mi bendición. No sólo les di mi bendición, sino que hice por ellos algo más. Corregí todos los defectos físicos que poseían. Al indicarles uno a uno que se fueran levantando, fui colocando simultánea-mente mi mano sobre su cabeza deseando que estuvieran curados. La transformación fue inmediata y quedaron libres de todas las taras que durante tantísimo tiempo habían tenido que soportar. ¡Era la hora de los milagros!. Por fin podría utilizar mi poder dentro de la ciudad y comenzar a cambiar las cosas. La verdad es que desde el mismo ins-tante en que puse el pie en "CAOS" la idea de cambiar aquel horroroso decorado no deja-ba de perseguirme.

La noticia de la resurrección de Zoe unida a la sanación de sus criados se exten-dió como un reguero de pólvora y muy pronto

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cientos de personas se agolpaban a las puer-tas, de la casa pidiéndome que las sanara. Pude contemplar a los seres más patéticos que jamás hubieran existido, provenientes de los rincones más tenebrosos de la ciudad, llega-ban a mí como un ejército de miserables poniendo sitio a la casa. Guardaban turno día y noche esperando verme. Aquello no podía seguir así. El cuarto círculo aún no había sido reducido y no podía perder más tiempo recibiéndoles personalmente, recordé enton-ces la primera vez que el mediador estuvo en mi casa y me fregó los platos. Recuerdo que sacó una especia de nubecilla rosa de sus manos. Pues bien eso es exactamente lo que hice. Me asomé a la ventana del piso supe-rior, nada más abrirla toda la gente que estaba en el exterior comenzó a aclamarme. Aquello me estaba empezando a resultar bas-tante molesto. No se pueden imaginar lo pesa-do que es tener las veinticuatro horas del día un grupo de incondicionales que no te dejan ni a sol ni a sombra, pegados como una lapa a tu puerta. El "Canciller" estaba ence-rrado por su maldad y yo por mi bondad; pero el resultado era que me encontraba tan inmó-vil como él. Decididamente tenía que hacer algo, así que uní ambas manos y diseñé en mi mente una nubecilla de color azul dentro de las mismas. Al abrirlas de nuevo ahí se encontraba la nubecilla. Le ordené que reco-rriera la ciudad entera descargando una llu-via de luz que sanara a todos los enfermos. Me obedeció al instante elevándose paulati-namente hacia el cielo a la par que emitía un cómico sonido BUF, BUF, BUF, parecido a

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una vieja locomotora de vapor. La nube se veía cada vez más y más grande a medida que ascendía por el aire, hasta que su medida alcanzó la magnitud de la ciudad misma cubriendo su cielo de parte a parte, con excepción del cuarto círculo. Desde allí se levantaba una enorme columna de luz gris del mismo diámetro que toda la residencia amura-llada del "Canciller". Mi nube rodeó esta columna formando un gorro sobre la ciudad con un agujero en el centro, como el de un disco. Así su luz sanadora se esparció por todas partes con excepción de ese pequeño círculo interior. Por supuesto que no perdí la oca-sión de ordenarle que de paso que sanaba a las gentes de sus taras, le diera un poco más de color a la ciudad. El cambio fue radical. La ciudad relucía en blanco y oro en los tejados.

Otro de los problemas que tuve que resolver fue el alimentario; ya que las fábricas de la orden de "Fagos" se encontra-ban en poder de mi adversario. Desde que se encerrara en el recinto amurallado interior, ni una sola miga de alimento había llegado a la ciudad. La gente agotó todas sus provi-siones y una mañana cuando me encontraba instruyendo a un conjunto de nuevos discípu-los, un multitudinario grupo de ciudadanos encabezados por unos personajes que nunca antes había visto, vino a interrumpirme. Vestían con algo parecido a un hábito fran-ciscano pero sin capucha. No dejaban de son-reír con una sonrisa que se me antojaba un tanto cínica... -¿Quiénes son? -pregunté-.

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¡Cielo santo! -exclamó Efraím- son "Criticones". -¿Qué son, "Criticones"?-. -Bueno, es bien simple de entender. El "Canciller" los creó para criticar, sólo viven para eso, para encontrar siempre fal-tas a todo y en todo. Con ellos merodeando nadie consigue ningún propósito; sobre todo en el caso de una amistad se empleaban a fondo en destruirla. Si tenías un amigo ellos llegaban hasta ti, comenzaban a señalarte todos sus defectos y a convencerte de que su amistad no te interesaba. Si tenías algún proyecto que supusiera un trabajo en equipo, ellos te demostraban que no era factible. Así con un pueblo que nunca conseguía sus pro-yectos y que nunca llegaba a asociarse entre ellos, el "Canciller" no tenía nada que temer. Algo han debido de comentar acerca de ti porque fíjate cuánta gente les acompaña. "Daniel Mesías" prepárate porque estos vie-nen a quejarse de algo.

Efraím tenía razón. El "Canciller" les había enviado para que sembraran el descon-tento entre la población y pidieran su regre-so. Resultó una maniobra un tanto infantil, pero ya se sabe que todos los imbéciles acu-den al descrédito ajeno para cobrar impor-tancia propia. Realmente, con tantas emocio-nes, no me había percatado del problema del hambre. Estaba tan ocupado reorganizando la ciudad, predicando, que supuse que todo el mundo comía. Desde luego que pensaba cambiar la alimentación de aquellos seres, no les iba a dejar para siempre comiendo aquella espe-

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cie de galleta para perros, pero supuse que eso podía esperar, antes había cosas más importantes que realizar, como por ejemplo curar las taras psicológicas de los jugado-res. Muchos tenían tal grado de ludopatía que resultaba imposible tan siquiera tratar de levantarles de los tableros de juego. Primero hice desaparecer todos los artilugios que sirvieran para jugar; barajas, dados, fichas, ruletas, bombos. Resultó ineficaz, su juego eran tan compulsivo que cuando no tenían car-tas, por ejemplo, jugaban en forma mímica simulando tenerlas y seguían apostando. Aquello me exigió bastante imaginación ya que no quería intervenir con mi magia direc-tamente en sus mentes, quería respetar al máximo su libertad y a la vez sanarles. Entonces se me ocurrió una idea. Les enseñe a jugar a las tres en raya, para lo cual cree cientos de tableros que repartieron mis nue-vos discípulos (en su mayoría sacerdotes sinceros de la antigua religión de "CAOS") entre los círculos de jugadores. Se les ense-ñó el nuevo juego en el cual como todo el mundo sabe una vez que los dos jugadores lo conocen a la perfección resulta imposible GANAR. El resultado fue fulminante. Se lan-zaron sobre el nuevo juego como posesos, pero poco a poco todos se volvieron expertos y en consecuencia jugaban y jugaban, pero nadie ganaba. Por primera vez, al no poder ganar, un juego había dejado de interesarles y eso les hacía recobrar la memoria en el acto, se levantaban de los tableros y se iban a sus casas. Quienes las perdieron en el juego encontraron otras nuevas. Efraím y Eolim

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hicieron un magnífico trabajo diseñando la nueva ciudad. Con esa actividad tan febril, ¡QUlÉN SE IBA A ACORDAR DE LA DICHOSA COMIDA!. Había demasiadas cosas que realizar antes de ponerme a pensar en el menú de cada día, ade-más aquella gente no había cocinado en su vida, de qué serviría darles ingredientes para no preparar nada. De momento estaban bien comiendo sus galletas, pensé. Ser "Dios" no me estaba resultando nada fácil. Aquella debilidad mía fue aprovechada por el "Canciller" para incordiar. No se atrevía a salir y atacarme; y la verdad a mí no me apetecía en lo más mínimo entrar en aquel siniestro lugar; así que de momento estába-mos en tablas. Sólo intenté en una ocasión acercarme a la muralla, pero fui repelido por la energía que la circundaba. Intenté ven-cerla pero todo fue inútil. Realmente esa hiedra energética podía mantenerme a raya, sin embargo él sí podía hacer salir de su fortaleza a quien quisiera, por lo que tras el incidente con los "Criticones" mantuve una estrecha vigilancia sobre la misma.

En la puerta de la casa de Zoe se con-gregó una enorme multitud siguiendo a los "Criticones". Estos habían hecho correr la noticia de que muy pronto todo el mundo mori-ría de hambre por mi culpa, ya que desde mi llegada no se había vuelto a recibir sumi-nistros en la ciudad. Con gesto curioso me acerqué a ellos y sarcásticamente les dije: -"Es un honor para mí que soy crítico recibir a un "Criticón". Ellos no movieron tan siquiera un músculo de la cara y seguían por-

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tando esa sonrisa fingida en sus caras. -¿Por qué están tan sonrientes? -Pregunté a Zoe en voz baja. -¡Oh no "Daniel Mesías"!, no se ríen, es que son así. Llevan siempre esa son-risa en su cara para infundir confianza yo aprendí a conocerles muy bien en el primer círculo. Se acercan cortésmente a sus vícti-mas y con muy buenas palabras terminan por enredarlas. ¡Ten cuidado!-. Decididamente la crítica siempre tiene rostro de idiota.

-Apreciado señor, disculpad el que os importunemos en esta forma. Somos conscien-tes de lo ocupado que estáis arreglando vues-tros asuntos, pero es que esta gente se muere de hambre y vos nada hacéis al respecto, res-petado señor. Si no puedes darles de comer, no sería mejor que dejarais a otro que pudie-ra hacerlo. Decís que sois un gran señor y habéis traído gran desorden a esta pacífica ciudad. Os revelasteis guiado por vuestra codicia, contra el señor legítimo y natural de estas gentes, y ahora podéis ver en el estado en el que se encuentran por vuestra causa. Generoso señor marchaos en paz de aquí; mi señor el "Canciller" me pide que humildemente os diga que no os guarda rencor por vuestra mala acción, aunque tirarle el techo del templo encina no estuvo nada bien. Estuvisteis apunto de estropear su magnífica figura, pero os digo que él os perdona y si os marcháis en paz, rezará por vos y os deseará lo mejor. Mi señor no conoce enemi-gos, sólo vos os habéis declarado en contra de él. Toda esta gente que me acompaña está descontenta con vuestro mal gobierno. Por

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favor id en paz. No prolonguéis por más tiem-po la angustia de los niños de esta ciudad. Sus madres necesitan darles de comer. Marchaos ahora y mi señor el "Canciller" lo arreglará todo. La gente que le acompañaba comenzó a gritar: ¡Que se vaya!, ique se vaya!, ¡no queremos que nuestros hijos mueran de hambre por tu culpa!. Aquello me sorprendió. No el que me pidieran que me fuera sino el que hubiera niños en la ciudad. No les había visto en ningún momento. Es más, ni tan siquiera les había oído. Bueno, la situación se estaba poniendo tensa, la gente estaba cada vez más excitada. Sentí una profunda pena de ellos y me sentía consternado. Apenas unos días atrás, todos me aclamaron como a su salvador y hoy muchos de ellos ya me que-rían expulsar. Comenzaron a gritar más y más enfurecidos cada vez. Ante mi silencio reflexivo los "Criticones" encresparon a la multitud con mentiras y calumnias sobre mi persona. En medio de aquella excitación uno de los manifestantes se agachó y tomó una piedra del suelo y me la arrojó con gran vio-lencia. Yo no me esperaba aquel ataque y la piedra me golpeó en la frente, abriéndome una herida enorme por la que inmediatamente comenzaron a fluir borbotones de sangre. Todo mi viaje se realizó en el cuerpo sutil, pero como ya dije al principio, las sensa-ciones que percibía eran exactamente iguales a las de mi cuerpo físico. Cuando uno duerme el cuerpo físico está inconsciente, sin embargo el cuerpo sutil sueña y en nuestros sueños sufrimos dolores o incluso nos hie-ren, nosotros experimentamos el dolor pero

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al despertar no hay indicio alguno de las heridas recibidas durante la pesadilla. Ese era creo yo más o menos el estado en el que me encontraba. Eolim y Efraím desenvainaron sus espadas y se abalanzaron sobre el agre-sor. Yo repuesto del impacto se lo impedí interponiéndome en su camino. La gente enmu-deció al verme sangrar de esa forma. Todo el brillo de mi armadura estaba siendo cubierto por la sangre que descendía por mi cara, y se escucharon voces de desaprobación por el gesto de aquel loco. Los "Criticones" por su parte no dejaban de proferir duras palabras sobre mí; pero lejos de importunarme resul-taban indiferentes. Tenía una misión que cumplir y nadie me apartaría de ella. La gente tampoco les prestaba ya atención se sintieron conmovidos al ver la forma en la que a pesar de haber sido herido intercedí por mi agresor frente a mis dos encolerizados discípulos. No podía ver con claridad, ya que la sangre que brotaba de mi frente sin parar caía sobre mis ojos dificultándome la visión. Me sentía algo mareado. Mi agresor se arrojó a mis pies llorando avergonzado, cuando evité que fuera castigado. -Tú me has herido -le dije-. Cúrame, pues tú también y todo queda-rá zanjado. Él se levantó llorando y arrancó un pedazo de tela de la parte baja de su vestido, lo partió por la mitad y con una de ellas improvisó una venda que colocó con cui-dado sobre mi herida. La ató fuertemente, se enjugó las lágrimas con el otro trozo de tela y corrió avergonzado. Ordené a Eolim que le siguiera y que le pidiese en mi nombre que se uniera a mi grupo de discípulos. La gente

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comenzó a disgregarse moviendo la cabeza con gestos de desaprobación hacia los "Criticones". Muchos llegaron hasta mí y me besaron la mano antes de irse. ¡UN MOMENTO! -Grité con fuer-za-. Habéis venido a plantearme un problema y yo siempre atiendo a las necesidades de aquellos a quien quiero. Mañana por la maña-na deseo que os concentréis en la puerta principal de la muralla. Es mi deseo que las madres lleven a sus hijos. Nada temáis, vues-tros hijos serán alimentados. Ahora id de vuelta a casa y cuando entréis, hallaréis comida en vuestras mesas. Ahora id en paz.

No me resultó muy difícil, a pesar del dolor en mi frente el hacer que algunos panes se materializaran en cada hogar, y un poco de leche. Era todo cuanto mi debilitada cons-titución me permitía. Pronto la calle quedó desierta, y sólo permanecieron en ella los "Criticones" con esa sonrisa cínica dibujada a perpetuidad en sus rostros. Se inclinaron respetuosamente y se giraron en dirección al "Cuarto círculo"; sin embargo uno de ellos dio la vuelta y sin escuchar las voces de quienes le llamaban se acercó a mí de nuevo. Me miró fijamente a los ojos, tocó con sus dedos levemente mi herida mientras le tem-blaba la mano y por fin se hincó de rodillas en el suelo y me suplicó que le aceptará como uno de mis discípulos. -De acuerdo -le dije-, pero mañana tendremos que hacer algo para quitarte esa sonrisa.

Pasé el resto del día descansando y pen-sando en cómo debía actuar. Llegado el momen-

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to tendría que intentar traspasar la barrera defensiva del "Canciller", sin embargo aún no sabía cómo hacerlo. Creo que me quedé dor-mido. Tuve la impresión de ver a mi querido "Mediador" entre la vigilia y el sueño, me acariciaba con ternura la herida de la cabe-za mientras me decía: "Mi querido pequeño, para vencer al Canciller te habrás de desnu-dar dos veces. Recuérdalo bien, dos veces. Ahora debo marcharme; descansa, pequeño, descansa...".

No, no podía tratarse un sueño, era él. Estaba seguro de ello. Tenía fuertes mareos a causa de la lesión de mi frente, y durante toda la noche estuve inmerso en un estado febril de semiconsciencia. Al día siguiente cuando desperté me sentía completamente relajado. Eolim estaba sentado a mi lado. Había pasado toda la noche cuidándome.

-Nos tuviste muy preocupados, "Daniel Mesías", llevas muchas horas durmiendo y hablando en sueños. No dejabas de repetir: "desnudo por dos veces, desnudo por dos veces". ¿A qué te referías, señor?

-No lo sé, Eolim, no lo sé. Un viejo amigo vino a visitarme en sueños, me dijo que para vencer al "Canciller" debía de desnu-darme por dos veces. Pero realmente no sé a qué se estaba refiriendo, supongo que tendré que averiguarlo más adelante. Déjame a solas unos minutos y ordena a Zoe y a todos los demás que se dirijan a la puerta principal de la ciudad y que me esperen allí; después,

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regresa aquí de nuevo, necesito hablarte en privado.

Eolim hizo lo que le ordené y poco después volvía a mi habitación. Debía de hablarle con claridad acerca de la situación real y de que mi permanencia en la ciudad se está acercando a su final. Algo en mi inte-rior así me lo hacía sentir. Todavía quedaban muchos cabos sueltos por atar. Sin embargo sentía mi mente extraordinariamente fresca. Como si todas y cada una de las pruebas que soporté me hubieran dado cada vez más y más inteligencia espiritual. Hice que Eolim se sentara en uno de aquellos incómodos cojines a los que por fin comenzaba a habituarme.

-Eolim, viejo amigo. Tú eres para mí el más querido de todos mis discípulos. Una noche allá en el tiempo de donde procedo, te vi golpeando tu viejo tambor con una sola baqueta sentado en la acera de un viejo case-rón. Ahora he comprendido que eras tú. Ya que de esa forma te encontré la primera vez que vine a este mundo. Fueron tus oraciones lla-mándome las que hicieron posible mi llegada. Escúchame bien y no me interrumpas. Déjame hablar primero y al final podrás preguntarme cuanto desees. Eolim yo no podré estar aquí por mucho tiempo más, siento cada vez con más fuerza que el final de mi viaje está próximo y aún quedan muchas cosas por arreglar antes de mi partida. Pronto partiré al encuentro del "Canciller" hasta que él no sea vencido, la paz no podrá alcanzar a los habitantes de "CAOS", ese día será el último en que nos

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veamos. Te resultará extraño lo que te voy a decir, pero yo no puedo hacer que los habi-tantes de "CAOS" vayan a vivir a "Orden". No tengo ninguna autoridad sobre la "Ciudad Eterna". Vosotros las criaturas originales podréis regresar en cuanto yo termine vues-tras historias; pero como ya te dije en una ocasión no puedo escribir las historias de miles y miles de personas que son quienes ahora habitan la ciudad paralela. .. En mi mundo tan sólo era un escritor fracasado a quien la fuerza de tus plegarias convirtió en un dios pequeñito, de los de andar por casa. He tratado de enseñaros lo mejor que sabía y antes de irme escribiré dos grandes libros de leyes, donde dejaré por escrito las normas que en el futuro deberán regir en "CAOS" tras mi partida. Velaréis porque esas leyes sean cumplidas por todos y cada uno de los habitantes. Todas las criaturas origina-les podréis regresar a "Orden" pero las demás, las creaciones del "Canciller" debe-rán encontrar por sí mismas el camino de regreso, yo no puedo concluir sus historias, ellos y sólo ellos podrán hacerlo; serán los guionistas y los actores de sus vidas. Para volver a "Orden" tan sólo deben descubrir su verdadera identidad como seres espirituales, la verdad ya está dentro de cada uno de ellos. El "Canciller" sólo creó el envolto-rio corporal pero todos ellos existían desde siempre en mí tal y como yo siempre he teni-do existencia en el "Gran Dios" en el único y verdadero Señor de cuanto es, ha sido y será. En mis libros les indico la forma en la cual podrán recordar; los distintos pro-

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cesos religiosos, les llevarán ante la ver-dad última. Cuando lo consigan irán a vivir por siempre a "Orden" junto con el resto de vosotros. A algunos les llevará más tiempo que a otros, pero al final todos regresarán. Ahora debemos ocupamos de dejar la ciudad en condiciones para que durante el tiempo que dure su aprendizaje no les falte de nada.

Cuando terminé de hablar Eolim no pre-guntó nada, sencillamente no podía. Sus ojos se encontraban repletos de lágrimas. Me levanté e hice que él también se levantara y le abracé con la misma ternura de un padre. Realmente Eolim era mucho más que un hijo para mí. Por fin acertó a articular algunas palabras.

-Señor, a mí me gustaría poder quedarme para ayudar a estas gentes en su viaje de regreso.

-Sabía que me pedirías eso, no te pre-ocupes ya he pensado en ello. La próxima vez que escriba acerca de ti, dejaré tu final incierto en mi obra, para que seas tú quien escoja el final de tu propia historia. Así podrás vivir entre los dos reinos; pero te advierto: una vez desaparezca toda esta generación, tú tendrás que desaparecer con ella. Deberás vivir fuera de la ciudad en el hogar de los semidioses, ya que tal serás tú para las generaciones futuras. Tú adminis-trarás las cosechas, las lluvias, te daré poder para que en mi nombre les proveas de todo lo necesario. Serás la inspiración de

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sus hombres santos y en tu morada descansarán aquellos que a consecuencia de sus activida-des piadosas, así se lo merezcan tras su muerte. Pero desde tu morada los habrás de enviar de nuevo a nacer en la ciudad, cuando el fruto de tales actividades se les agote. Allí procurarás que nazcan en una familia que les permita seguir progresando espiritual-mente hasta alcanzar la perfección y regre-sar así a "Orden". Cuando no, deberás corre-gir su conducta desviada para lo cual dotaré a tu residencia de dos entradas. Por una lle-garán aquellos que hicieron el bien y por la otra quienes obraron mal. Tú deberás premiar a los primeros y castigar a los segundos antes de enviarles de nuevo a "CAOS" en un nuevo cuerpo, que tú también elegirás. Efraím te ayudará en ese cometido, él se encargará de seguir creando estructuras mentales, tal y como hacía antes, con la finalidad de hacerles olvidar su estancia entre vosotros nada más; para que así conforme vayan cose-chando los frutos de sus acciones aprendan a madurar y puedan volver a la eternidad de donde partieron un día ya lejano. Tú legis-larás y Efraím ejecutará. Sé que él también va a solicitarme lo mismo que tú. Ahora vaya-mos a las puertas de la ciudad, el pueblo espera.

Nos dirigimos calle abajo en dirección a la puerta de la ciudad. Allí una gran mul-titud nos aguardaba. Me abrí paso entre ellos, la gente estaba entusiasmada. En todos los hogares, la noche anterior, comieron al fin algo que no fueran aquellas asquerosas

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galletas. Jamás un poco de pan con leche tuvo tanto éxito. Busqué a Zoe entre la multitud, él al ver que la gente no me dejaba avanzar, se dirigió hacia mí, abriéndose paso a golpes de panza. El sistema fue muy efectivo y en pocos minutos formó un corredor que ensegui-da acordonaron mis discípulos. Por fin lle-gué ante la puerta maciza. Me subí en una enorme piedra que estaba a la entrada y grité:

-¡Pueblo de "CAOS" oídme!. Ayer algunos de vosotros vinisteis a mí preocupados por vuestros hijos. Temíais por su vida ante la falta de alimentos. Pues bien, a partir de hoy y en cada generación futura, ordeno que se celebre una gran fiesta en este día, en la cual ayunaréis para recordar que tal día como hoy fuisteis liberados de la esclavitud del hambre, porque hoy os hago entrega de vuestra individualidad como seres para que elijáis vuestro destino, de la ciudad que habitáis, y de su nueva tierra, de la cual obtendréis todo lo necesario para vuestra subsistencia. ¡QUE SE ABRAN LAS PUERTAS!.

Las pesadas puertas se abrieron lenta-mente, y por la primera ranura, como un gigantesco haz luminoso, penetró el primer rayo del nuevo Sol de "CAOS" iluminándolo todo. Su potentísima luz alcanzó las cúpulas de oro de los tejados rebotando una y otra vez, y convirtiendo la ciudad en una estrella refulgente. La gente lanzó una exclamación de asombro. Estaban completamente deslumbra-dos por la luz de su nuevo sol. Las puertas

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se abrieron del todo, y hasta donde alcanza-ba la vista se extendían praderas inmensas de verdes pastos armoniosamente mecidos por el viento, salpicados por cientos de árboles cargados con toda clase de frutas. Ríos y cascadas de agua pura y cristalina. En fin todo cuanto era necesario para vivir. Para un escritor, aunque mediocre como yo, el crear un paisaje idílico no era demasiado difícil. La verdad es que sólo tuve que recordar el "Génesis" donde Dios le dijo al hombre "Toda planta, árbol y fruto que dé semilla para servirle como alimento". Decididamente aquélla me parecía desde que llegué a ese mundo, la forma más correcta de alimentarse. Aquel día sin duda alguna el ser más feliz en la ciudad era Zoe, para él, tal variedad de alimentos era mucho más de lo que nunca hubiera imaginado que existiera. Decididamente en el futuro sería él quien enseñara a todo el mundo la forma de hacer el pan, etc., etc., etc. Ya que en ese campo sería él, el primero en descubrirlo todo. Poco a poco, tímidamente, los primeros habi-tantes se atrevieron a salir al exterior, justo al umbral de la puerta sin decidirse a ir más allá. Miraban el cielo azul y el sol protegiéndose con las manos. De pronto sur-gió, quién sabe de dónde, una niña. No les había visto todavía, ya que sus madres aún recelosas los escondieron en las casas, des-obedeciendo mis órdenes. Sin duda que atraí-da por el sol se escapó de alguna de las casas cercanas, pasó por debajo de las pier-nas de la gente y se colocó la primera. Yo me quedé estático mirándola. Qué hermoso me

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parecía ahora ver un niño. Después de ver tantos rostros grises el contemplar aquella princesita era todo un alivio. Se acercó len-tamente hasta donde yo estaba. Cuando llegó a mi altura cerró su diminuta mano y como si llamara a una puerta golpeó la parte inferior de mi armadura. -CLONC, CLONC, CLONC-

-¿Eres tú ese Mesías de quien todos hablan? -preguntó con voz bajita, casi tan bajita como ella.

-En efecto lo soy -respondí mientras me agachaba para ponerme a su altura.

-Entonces ¿puedo? -preguntó nuevamente mientras extendía su pequeño brazo señalán-dome un grupo de árboles cercanos.

-¡Claro que sí pequeña, te están lla-mando! -le dije mientras colocaba una peque-ña florecilla, que acababa de cortar, entre sus cabellos revueltos-. La niña echó a correr en dirección a los árboles y yo de pie la mirada complacido. De pronto detuvo su carrera, giró sobre sí misma y volvió a donde yo me encontraba. Golpeó nuevamente mi arma-dura con su puño y me indicó que me agachara. Así lo hice y cuando me acerqué a ella puso un beso en la punta de un dedo y me lo pegó en la herida de la frente. -¡Para que no te duela! -dijo, y esta vez corrió como una lie-bre en dirección a los árboles y antes de que nadie se diera cuenta, ya se había subido a una de las ramas. Uno tras otro, fueron apa-reciendo nuevos niños que corrían en direc-

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ción al pequeño bosque. Sin duda que escuchar sus risas fue lo mejor del día. Bueno, casi lo mejor. Estuvimos viendo jugar a los niños, durante varios minutos. Muy pronto no sólo ellos sino que un gran número de adultos, también correteaban jugando por la hierba. Después volví al interior de la ciudad. En su centro seguía elevándose, como un mástil maldito, aquel cilindro grisáceo que señala-ba el cuarto e inaccesible círculo. Sentía mucha pena por las criaturas que residían en él. No podían unirse al resto de sus compa-ñeros en la fiesta. Me disponía a regresar a la casa de Zoe, siempre acompañado por mis inseparables amigos, cuando una extraña algarabía llegó a nuestros oídos procedente del exterior de la muralla. De pronto uno de mis discípulos entró precipitadamente en la ciudad gritando:

-¡Daniel Mesías" ven, deprisa!-. El corazón me dio un vuelco terrible, pensé que el "Canciller" se había manifestado en el exterior y estaría provocando una masacre entre los confiados habitantes. Eolim y Efraím descendieron conmigo a toda velocidad empuñando sus armas. El pobre de Zoe apenas sí podía seguirnos con evidente fatiga. Cuando llegamos a la puerta de la ciudad, afortunadamente no vimos al "Canciller" sino a un grupo de vacas blancas que se acercaban desde lo lejos. ¿Qué hacían allí esos anima-les?, desde luego yo no los había traído. Mandé que todo el mundo se colocara detrás de mí; aquello podría ser otra trampa más del "Canciller". Poco a poco se fueron acercando

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hasta que pude vislumbrar que encima de la vaca que se encontraba en cabeza, venía un muchacho sentado. ¡Un momento!. ¡Aquello no era un muchacho!, ¡NO PODÍA SER, ERA EL MEDIADOR!. Sí, era él, no había duda, luego mi sueño no fue irreal, realmente estaba allí. Mi corazón se llenó de júbilo y salí corriendo a su encuentro seguido por toda una tropa de niños que con curiosidad se acerca-ron para ver aquellos animales. El rebaño remontaba una pequeña loma cuando lo alcan-zamos. Jadeante por la carrera quedé enfren-te del Mediador; él, por su parte, se limitó a decirme: -"Cuando todo en la Tierra te ago-bie... SÚBETE A UNA NUBE"-. Como en nuestro primer encuentro. Hubiera deseado estrangu-larle por haberme dejado allí colgado, por una parte, y por la otra me sentía tremenda-mente feliz de volver a verle. Sin embargo no pude decirle nada salvo preguntarle con voz entrecortada por la fatiga:

-¿QUÉ DEMONIOS HACES ENCIMA DE ESAS VACAS?

-No es propio de un "Mesías" mencionar al diablo, le trae mala suerte. -Me has dejado colgado en medio de este mundo, y apareces ahora en mitad de un reba-ño de vacas. ¿Me quieres volver loco?.

-Las vacas, las vacas. ¿Es que no sabes preguntar otra cosa?, "pequeño". Estas son vacas sagradas. Las he cogido en la ciudad de "Orden", pertenecen a un viejo cuento hindú. Por si no te habías dado cuenta

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"Daniel Mesías", tienes un montón de niños en esa ciudad, no lo habías pensado ¿verdad? Vas a necesitar mucha leche, por eso estoy yo aquí, siempre aparezco cuando haces algo mal-. Todavía se permitía el lujo de criti-carme. Después de lo que había pasado y ¡aún tenía la cara de decirme que no lo estaba haciendo bien!, por olvidarme de la dichosa leche. Realmente me estaba poniendo furioso. Justo en ese instante el Mediador se colocó de pie encima de la vaca y saltó sobre mí. Los dos rodamos ladera abajo. Él no dejaba de reírse con esa risa tan contagiosa. Nunca pude resistirme a sus carcajadas y a mitad del recorrido ya me había contagiado la risa, siempre lo hacía

-Muy bien "pequeño", muy bien -dijo, sentado sobre mi estómago. -Me alegro de verte otra vez maldito enano. Te eché mucho de menos. Ahora si no tienes inconveniente en quitarte de mi barri-ga me gustaría preguntarte un millón de cosas.

-Todo a su tiempo. Por ahora no puedo responder a nada. Aún no has terminado tu trabajo, cuando lo finalices podrás pregun-tar todo lo que quieres saber. -Pero el "Canciller"... No sé cómo podré vencerle si tan siquiera puedo entrar en su recinto amurallado.

-Ya te lo dije una vez y te lo repito ahora: "Para vencerle tendrás que desnudarte

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dos veces".

-Pero ¿cómo puede alguien desnudarse dos veces cuando ya se desnudó la primera?, no se puede desnudar a un desnudo.

-Bueno tal vez tú seas la excepción. Tampoco se podía hacer de un desastre como tú eras, el ser que eres hoy, y sin embargo fíjate dónde has llegado. Hoy ya posees más conocimientos que la humanidad en su conjun-to. No me decepciones ahora, "pequeño", usa tu inteligencia y encontrarás la forma. -Por lo menos te quedarás esta vez a mi lado.

-Lo siento, pero sólo vine a traerte las vacas, no puedo intervenir en tu lucha. Sólo puedo decirte que el original de tu obra se encuentra en el interior de ese cuarto cír-culo. Si deseas concluir lo que iniciaste hace tantos años, debes de entrar y encontrar el camino de regreso a tu tiempo, una vez que penetres en el cuarto círculo, no podrás vol-ver a "CAOS". Si triunfas sobre el "Canciller", volverás a tu tiempo, en caso contrario per-manecerás atrapado en el interior del último círculo para siempre. yo estaré aquí contigo para ayudarte a redactar los libros de leyes, después habré de marcharme. La verdad es que estoy sorprendido por la capacidad que has demostrado hasta ahora para hacer las cosas. Estoy muy orgulloso de ti. Estoy convencido de que terminarás bien todo tu trabajo. Eres un buen "Mesías" después de todo.

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Los días que sucedieron fueron, sin lugar a dudas, los más felices que pasé en la ciudad. Por todas partes reinaba la ale-gría y mientras mi querido amigo el "Mediador" y yo redactamos los que serían a partir de entonces lo futuros códigos morales y reli-giosos del país, pude aprender muchas cosas más de mi amigo. Una noche, tras escribir las últimas notas de un capítulo del libro de leyes, subimos a la azotea. Como es lógico el cielo nocturno era ahora muy diferente repleto de cientos y miles de estrellas. El "Mediador" se sentó en el suelo. La luz pla-teada de la luna bañaba suavemente su silue-ta, y por primera vez pude darme cuenta de que en verdad, a pesar de su apariencia estrambótica, poseía una belleza majestuosa. Con un gesto de su mano me indicó que tomara asiento a su lado. Permanecimos en silencio durante algunos instantes. Casi no necesita-ba ya el oír su voz, era tanta la afinidad que había desarrollado con él, que su sola presencia infundía paz en mi alma. Por fin decidió romper el silencio y comenzó a hablarme.

-¡Escúchame con mucha atención, Daniel!. Voy a darte la última lección. Esta es de especial importancia porque será tu guía, no solamente aquí sino en tu mundo. Ahora estás viviendo en un tipo de cuerpo "sutil" en este país. Este cuerpo que posees ahora es sin duda más poderoso que el cuerpo "burdo" que utilizas en la tierra; sin embargo también es material. Tú no eres ninguno de esos dos

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cuerpos, ni el burdo ni el sutil, es muy importante que recuerdes esto siempre. Todos los sufrimientos que experimenta el hombre en la tierra se derivan de esa falsa identi-ficación con el cuerpo. El creer que uno es el cuerpo es el error más grave que se puede cometer. A través de esa identificación el hombre se conduce por los senderos del egoís-mo y el falso concepto de ser el amo y dis-frutador supremo de cuanto le rodea. TÚ ERES UN ALMA ESPIRITUAL, NO ERES EL CUERPO. ERES UNA PARTE FRAGMENTARIA DE DIOS. Existe un cuerpo aún más sutil que el que posees ahora, éste es EL CUERPO ESPIRITUAL, solamente en esa forma podrás alcanzar a Dios. La forma material mundana se caracteriza por, y sobre todo, dos aspectos a saber: Lo contenido y el continente, lo interior y lo exterior. Dentro de un cuerpo de cualquier especie se encuentra "cautiva" un alma de distinta naturaleza, de hecho este alma no tiene nada que ver con el cuerpo burdo ni mental de la forma que habita, ni siquiera es afectada por los cambios del cuerpo, aunque parezca que nace, crece, envejece y muere, tal percep-ción no es sino ilusoria tal y como el sol cuando se ve reflejado en un estanque parece que se agita, pero en verdad no lo hace, todo se debe a la ilusión que crea el agua. La conciencia que manifiesta el cuerpo burdo es el reflejo de la conciencia del alma. En la forma espiritual nada ni nadie está cautivo, no existe la sensación de estar contenido dentro de algo limitado, tal y como te suce-de ahora.

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La característica primordial de un cuerpo espiritual es la de poseer "concien-cia pura", esto es "ilimitada en conocimien-to, bienaventuranza y eternidad". Esa con-ciencia no está dentro ni fuera de nada, "lo abarca todo y es todo en su esencia". Todo es uno con Dios y diferente "en forma simul-tánea". Esto lo puedes apreciar aún ahora en ese cuerpo que ocupas. El "YO" y el "MÍ" son dos y uno en forma simultánea dentro de tu mente. Pues bien Dios sería el "YO" y noso-tros el "MÍ". La forma espiritual se funde en la relación de amor con Dios. Para Dios nadie es más importante que nadie, ocupes, la posición que ocupes en su "Teatro Cósmico" serás feliz. ¡No lo dudes!. Tal vez dé la impresión de que un "papel" es mejor que otro, mas recuerda que todos son actores. Deja que, a partir de hoy, el Señor te mues-tre el camino. Él ya sabe qué es lo que más te conviene. Al construir una casa todo el material es indispensable: Los ladrillos hacen los muros, las tejas impiden el paso de la lluvia, las puertas sirven para entrar o salir, y las ventanas, aportan luz y aire, y aún el cemento siendo gris, consigue que todo se mantenga unido. Quita cualquier ele-mento de la casa y ésta se arruina. El juzgar por la forma es una costumbre mundana, y el tratar de extrapolarla al mundo espiritual es un "gravísimo error" que te aleja de la liberación final. Refúgiate siempre en un maestro espiritual y estarás a salvo. Desecha la prisa y no hagas de la liberación una carrera contra reloj. No te obsesiones por lograrlo en esta o en otra vida, "no hay pér-

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dida", no te preocupes y avanza sin miedo ya que en ti están el poder y la gloria para hacerlo. Tampoco cedas a la pereza y pienses "ya avanzaré mañana" porque eso te aleja del Señor. Sencillamente no tengas miedo ante la vida "yo asumo tu bienestar" es lo que pro-mete Dios. No te sientas inferior a nadie ni tam-poco superior; porque para Él todas las almas son iguales. Enseña a quienes estén por deba-jo de ti y aprende de quienes te aventajen en conocimiento espiritual y sobre todo en "práctica devocional", ya que la devoción se expresa por la acción plácida, bondadosa y desprovista de interés del devoto. No con-siste en vomitar lo aprendido de un libro, o repetir como un loro las palabras de otro, si los pobladores de tu ciudad caen en esa trampa estarán perdidos. No creas que estás lejos de Dios porque toda la distancia que os separa se cubre con tan sólo un paso: EL DEL AMOR. Trata de amar cuanto te sea posible y cumple con tu deber lo mejor que puedas. Si actúas siempre con esa conciencia todo te será revelado; no importa el papel social que desempeñes, eso son tan sólo "denominaciones transitorias". Mantén la mente fija en Dios y llegarás a Dios. Aléjate de quienes, paga-dos de si mismos, son expertos en argumentar, ya que la "mente" es experta en crear argu-mentos. Llegar a Dios no es un proceso "inte-lectual". En un punto el intelecto debe de ser abandonado y centrarse en el sentimien-to, no es posible abarcar al Señor con la "diminuta" inteligencia humana; todo lo más

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utilízala para poder "aproximarte" a Él. Es como una barca que te deja a unos metros de la orilla, si deseas alcanzar el "otro extre-mo" debes de cubrir los metros que te faltan con "tu impulso". Allí donde el intelecto no llega, has de saltar con la devoción. Quienes memorizan libros enteros pero adolecen de devoción se quedan a vivir en la barca, esto es, en mitad del río donde la corriente puede arrastrarlos en cualquier momento. Por otro lado considera que muchos alcanzaron la liberación sin conocer un solo libro. La devoción es y será siempre superior al cono-cimiento. Las escrituras son como una caja de cerillas, con tan solo una se puede pro-vocar un incendio si la utilizas en forma correcta, esto es sobre la leña seca. ¿De qué te sirven todas las cerillas del mundo si la leña está verde? No pongas nada en tu lengua que no puedas saborear. Quien come sin res-tricción "revienta". Unos pocos gramos son suficientes para que una gallina siguiendo su rastro retorne al corral de donde salió. ¿Cómo vas a conseguir que vuelva si la entre-tienes en comer un saco de maíz?. Así pues vuélvete un experto granjero en el cultivo de tu alma y discrimina con la ayuda de un maestro espiritual.

Tampoco creas que por obtener un maes-tro ya has llegado, tan sólo es el comienzo, equivale a pedir el billete en la taquilla, el viaje está por realizarse; si durante el mismo abandonas de forma caprichosa o negli-gente su instrucción, verás como lo que era un viaje de ida, se torna en otro de ida y

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vuelta. Recuerda que el maestro indica el camino pero que son las piernas las que deben andarlo. El maestro es como el faro que orienta al navegante de la vida y le señala el puerto donde escapar de la tormenta de los sentidos. El timón lo llevas tú, tu eres el capitán del barco, cuida de que tu arrogancia no te estrelle contra las rocas. Vive en forma simple, sin acumular más de lo necesa-rio. Cualquier momento sobre la Tierra puede ser tu último momento. Si eres consciente de todo lo que te he dicho esta noche, lograrás ser feliz aún en esta vida.

-Me dices que debo de encontrar un maes-tro espiritual y estoy de acuerdo, pero, ¿acaso no eres tú ese maestro?. Contigo he aprendido tantas cosas en este tiempo, que dudo de que nadie pudiera enseñarme mejor que tú. Por favor, no deseo ningún otro maestro que a ti.

El "Mediador" permaneció en silencio, y sus ojos adquirieron un brillo especial, casi pude percibir el reflejo de una lágrima brillando como una estrella por la luz de la luna.

-Si ese es tu deseo, que así sea, y mientras pronunciaba estas palabras de sus pies comenzó a brotar la misma nube que ya me era tan familiar. La nube se incrementó al instante y le cubrió por completo, de su interior brotaban pequeños relámpagos de energía, y cuando el humo empezó a desapare-cer, pude ver figura más hermosa que jamás

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hubiera soñado conocer. Sus vestidos eran refulgentes como luz de mil soles, tenía una abundante melena clara que descendía suave-mente sobre sus anchos y bien formados hom-bros, sus ojos parecían llegar hasta sus oídos y emitían un brillo y calor tan agra-dables que ante su sola presencia uno se sentía transportado a otro estado de con-ciencia mucho más allá del que me encontraba en aquel momento. Instintivamente me arrodi-llé ante aquel formidable ser. Con la cabeza baja susurré:

-¿Quién eres tú en verdad?.

Él colocó sus manos sobre mis brazos y, mientras me animaba con su gesto a ponerme de pie, me dijo:

-Sigo siendo yo, "pequeño", lo que ahora ves es mi verdadero ser, no debes de temer nada. Ya que tú has decidido, libremente, aceptarme como tu maestro espiritual, he creído oportuno que me conocieras en mi ver-dadera forma original. Mi nombre es "SHANTI" que significa Paz, porque Paz es lo que llevo a los hombres. Has de saber que a partir del día de hoy serás mi discípulo, ya que vas a ser iniciado formalmente, y el estigma de esta iniciación estará contigo hasta el fin de tus días, y aun después de esto nuestra relación seguirá manteniéndose por toda la eternidad. Hoy te revelaré tu verdadero nom-bre, con el cual Él y todos los que con Él están te conocen. Asimismo te diré cuál es la forma espiritual que poseerás tras de tu

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muerte y el papel para el cuál deberás pre-pararte a desempeñar entonces. Durante el resto de los días que te queden de vida debe-rás practicar la meditación en el ser espi-ritual que eres en verdad, y en el servicio que realizas para el Señor. Enseñarás a tus hijos y estos a los hijos de tu hijos, y así sucesivamente hasta el final de esta era-.

Después extrajo de su vestido una peque-ña cajita de cristal con la tapa de oro, en cuyo interior había una ceniza gris plateada suave y perfumada, con la cual dibujó con su dedo en mi frente un símbolo a la par que me susurraba en voz muy baja, pero clara, un nombre, ¡MI NOMBRE!, después tomó de nuevo más de aquella ceniza y la volvió a poner sobre mi frente. En ese instante sentí cómo una luz se abría paso en el interior de mi cabeza, y ante mí surgía una forma hermosí-sima. Entonces habló de nuevo:

-Esa forma que ves ahora en tu mente, te acompañará siempre en tu recuerdo, medita todos los días de tu vida en ella, y será la que alcances al dejar tu cuerpo. En tu medi-tación visualiza como en esa forma prestas servicio al Señor mismo. Yo no te puedo reve-lar la imagen de Dios, ya que Él tiene ili-mitadas formas, tan sólo imagínalo cómo a ti te gustaría que fuera y Él adoptará esa forma para recibir tu amor, y para hacerte llegar el suyo. Medita en esa forma y repite su nom-bre. ¿Cual?, elige tu mismo, Él tiene tantos nombres como formas. Cristo, Krishna, Rama, Alá, Yhave, Jehová, Buda... Todos son váli-

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dos, sin embargo yo le conozco como Krishna, aunque tú debes elegir el que más te guste. Esta es la última instrucción que te doy: medita constantemente en su Nombre y su Forma, y sin duda que volveremos a reunirnos muy pronto. Ahora debo de partir, ya que mi trabajo aquí ha concluido, ahora estás listo para lo que te aguarda.

Cuando terminaba de decir estas pala-bras yo no dejaba de derramar lágrimas, y cualquier intento por mi parte de articular una palabra se veía frustrado de inmediato por el nudo que atenazaba mi garganta. Así volvió a alejarse de mí, esta vez para siem-pre en esta vida. Esa fue la última vez que vi al "Mediador" o lo que es lo mismo a "SHANTI" mi Maestro. Su silueta se desvane-ció en medio de aquella nube que siempre le acompañaba, mientras que yo, sólo en la azo-tea, en medio de aquella noche tan hermosa, tomé el leve consuelo de la Luna como pañue-lo para enjugar mi dolor.

Amaneció un nuevo día, el cual me sor-prendió dormido en el suelo de la terraza. Los rayos del sol hirieron mis ojos de tal manera que lamenté, por un instante, el haberlo creado. Descendí por las escaleras que conducían a la estancia principal, donde, desde muy temprano, aguardaban mis discípu-los. Para mí había llegado la hora, sabía que ese habría de ser también el último día de mi estancia en "CAOS". Miré detenidamente uno a uno mis discípulos, tratando de retra-tarlos en mi mente, mis primeros y más que-

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ridos, Eolim, Efraím... Cuando detuve la mirada sobre Zoe, no pude por menos que son-reír; ya que había descubierto lo que era un manzano, y lo que era una manzana lo descu-bría justo en ese instante ante mi divertida mirada. Llamé a un lugar aparte a mis dos discípulos y les di las últimas instruccio-nes. Horas más tarde en un solemne ceremonial les hice entrega de los tres libros Sagrados y les nombre oficialmente como los guardia-nes eternos de los mismos. A Zoe le nombré regente de la ciudad en sustitución del depuesto "Canciller", a condición de que tanto él como sus descendientes en el puesto debían regirse siempre y en todo momento por las enseñanzas e instrucciones de los sacer-dotes. No deseaba despedidas, estaba dema-siado reciente la pérdida de mi maestro y no creía que pudiera soportar de nuevo ver el rostro de mis discípulos mientras les decía adiós de forma definitiva. Así pues el atar-decer de ese día cuando todos me creían des-cansando, abandoné la habitación donde me encontraba y con tan sólo un deseo de mi pen-samiento me encontré frente a la temida mura-lla del cuarto círculo. ¿Cómo haría para poder pasar a través de ella sin sufrir nin-gún daño?, lo ignoraba. Traté de visualizar-me dentro, pero era inútil, una y otra vez era rechazado por la misteriosa fuerza que protegía la muralla. Cuanto mayor era mi enojo, más fuerte se volvía aquella energía, se diría que se alimentaba con mi ira... ¡Y CLARO ESO ERA! Aquello era el mejor sistema defensivo que se hubiera creado nunca. La muralla estaba diseñada para utilizar la

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energía que se generaba del odio, que como es lógico, tendría que albergar cualquier asaltante. Su poder era directamente propor-cional a la ira de su enemigo. Así resultaría prácticamente invulnerable, si hubiera teni-do enfrente a todo un ejército, su poder habría sido inconmensurable, ya que habría captado la suma de todo el odio de todos y cada uno de los asaltantes, sólo de pensarlo temblaba. Bien y que podía hacer yo. En ese instante vinieron a mi memoria las palabras que el "Mediador" me dijera: "Deberás desnu-darte dos veces". Sin duda que allí se encon-traba la clave. Reflexioné un rato y al fin pude entender algo de lo que quiso decirme, di quería pasar la muralla desde luego mi armadura no era precisamente una invitación a un baile. Me despojé de ella y completa-mente desnudo traté de aproximarme a la mura-lla, cuando creía que por fin iba a poder pasar, una fuerte descarga me lanzó a varios metros de distancia; caí aturdido, ya que sin la protección de la armadura recibí el impac-to de lleno. Gracias a Dios no fue tan fuer-te como los otros, luego algo había logrado, pero no era suficiente. Sin la armadura la muralla respondía con menos virulencia, pero aun así lo hacía con tal contundencia que me sería imposible penetrar en ella. Ya me había desnudado una vez como me indicará el "Mediador", y apenas si logré algún progre-so. Debía de desnudarme dos veces, pero ¿cómo? si estaba más desnudo que cuando vine al mundo. Desesperado me senté en el suelo tratando de encontrar una solución al con-flicto. Estuve practicando la meditación que

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me enseñara el "Mediador" y entonces recordé una lección que me dio mientras escribíamos los textos sagrados. En ese instante el esta-ba describiendo la atracción que el alma siente por Dios, a lo que yo de forma ingenua pregunté el porque de esta necesidad. Él me dijo:

-"El sentimiento de atracción del alma individual por Dios es el fruto de la unión de esta con su propia substancia original. Al ser la naturaleza de ambos, la del Alma y la de Dios, el amor puro, de su unión se deriva más amor puro, tal y como una gota de agua que cae sobre agua salpica más agua. Dado el carácter ilimitado del Señor y del Alma, el amor incrementado en esta unión es igualmente ilimitado. No es una adición matemática ordinaria donde 1 + 1 = 2, esta unión sería 1 + 1 = infinito, si de amor hablamos. La dificultad para expresar ese éxtasis es lo que inspira a los grandes mís-ticos a escribir hermosos poemas donde se refieren a Dios como el Amante, el Esposo, etc... Desgraciadamente la mayoría de la gente tiene cubierto ese sentimiento por el falso deseo de individualidad. En el estado de conciencia pura todo sentimiento de indi-vidualidad queda anulado. No hay amante ni amado: "sólo amor como la más pura y bella exaltación de la naturaleza de Dios".

Ahí estaba la clave de todo: EL AMOR. Yo había desnudado mi cuerpo, en efecto, pero no así mi alma. En mi interior se albergaba un sentimiento de odio hacia el "Canciller",

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y aunque sentía compasión por él, ya que asu-mía que todo había sucedido por mi culpa al no concluir la novela, esa traza de ira que contaminaba mi conciencia era suficiente para alimentar el sistema defensivo de la muralla. Por lo tanto tras meditar largo rato, sentí como mi mente abandonaba toda idea de herir o causar daño al "Canciller". Entonces me dirigí nuevamente a la fortale-za, y está vez sin el menor esfuerzo, pude atravesar sus gruesos muros como quien atra-viesa un jardín apartando las ramas. Al fin estaba dentro. Una vez en el interior lo primero que hice fue visualizarme vestido, como era lógico, ya que no creía que pudiera inspirar mucho respeto desnudo. Lo que ocultaban aquellas murallas justificaba ampliamente el desmedido sistema de seguridad que las defen-día. Lo que primero llamó mi atención fue el hecho de que en el interior la luz no era esa neblina grisácea que había caracterizado a "CAOS" durante el gobierno del "Canciller". Por el contrario el cuarto círculo presenta-ba un aspecto diferente, su luz era clara aunque bien es verdad que de mediocre lumi-nosidad, y los colores eran apagados algo así como una televisión en color al mínimo. Curiosamente no había ningún guardia en las proximidades. Seguramente el "Canciller" pensaba que aquel sistema de seguridad, hasta entonces desconocido, aún por los propios habitantes de la ciudad, era sin lugar a dudas invulnerable. Bueno en cualquier caso no tardaría mucho en descubrir que no. Miré

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lentamente a mi alrededor y pude apreciar en todo su esplendor lo patético y mediocre de aquel paisaje. El "Canciller" había conse-guido crear un remedo de naturaleza en su torpe afán por sentirse el amo y señor de todo. Me encontraba en una especie de jardín barroco recargado de adornos y repleto de árboles y plantas en cuyas bases se encon-traban unos alcorques de oro y plata. Los caminos se encontraban empedrados con dife-rentes piedras supuestamente preciosas para él. Continué avanzando por el medio de aquel jardín absurdo, pasé por entré algunas espe-cies de pájaros cuyos trinos sonaban tan desafinados que uno no sabía distinguir si aquellos pobres seres estaban cantando o por el contrario se veían aquejados de algún terrible mal que los abocaba a proferir tales lamentos. Por fin al doblar una vereda pude ver una escalinata de piedra que terminaba en una puerta de cristal la cual a su vez era la entrada a un edificio tan extravagante que describirlo aquí con palabras sería un inútil esfuerzo. Caminé con decisión por la escali-nata hasta llegar a la puerta, tiré del pomo y al penetrar en el interior me encontré en mitad de una sala gigantesca en penumbra. El contraste de luz me hizo detenerme a la espe-ra de que mis pupilas se adaptasen a la oscu-ridad. No necesité aguardar mucho tiempo ya que en ese instante toda la sala se iluminó súbitamente, a la vez que una voz atronadora exclamaba: ¡PASA DANIEL MESÍAS, TE ESTÁBAMOS AGUARDANDO!. Sí, era el "Canciller". Mentiría si no dijera que el vello se me erizó por unos instantes. -Pasa, no te quedes en

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la puerta -continuó-. Eres nuestro huésped de honor, adelante- En ese instante comenza-ron a escucharse cientos de aplausos. El "Canciller" se hallaba sentado en un trono de oro y piedras preciosas, que se encontra-ba al final de una escalera de mármol. Repuesto de la sorpresa inicial pude apre-ciar que la sala donde me encontraba era circular y rodeada de columnas cargadas hasta la saciedad con adornos, entre cuyos amplios espacios se encontraban de pie a diferentes alturas en unas gradas, varios cientos de aquellos "criticones" de sonrisa estúpida, uno de los cuales se había convertido en mi discípulo en la ciudad. No dejaban de aplau-dir y vitorear mientras yo avanzaba por la alfombra roja en dirección al "Canciller". A mitad del recorrido se me acercaron tres de ellos, uno de los cuales sostenía en su mano un cojín enorme, llegaron a mi altura y des-pués de inclinarse respetuosamente, uno de ellos tomó un enorme collar de pedrería y lo colgó en mi cuello. El peso de la joya casi me rompió las vértebras cervicales, y des-pués, ante la sonrisa de complacencia del "Canciller" se retiraron.

Ciertamente aquel recibimiento me sor-prendió. Yo esperaba que nada más verme intentara acabar conmigo, ya que yo era su peor enemigo, y dado que por mi parte había renunciado a cualquier sentimiento de odio o venganza, no le habría resultado muy difícil terminar allí con nuestra disputa, ya que no habría hecho nada para herirle, todo lo más intentaría evitar su ataque, pero jamás

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hacerle daño. ¿Por qué de pronto se mostraba tan complaciente y generoso?. Días atrás intentaba por todos los medios matarme y ahora sin embargo se mostraba cordial y afa-ble. Bueno en cualquier caso no tardaría mucho en enterarme, así que seguí avanzando en su dirección no sin antes agradecer con una cortés inclinación de mi cabeza, el rega-lo recibido. Los aplausos no cesaban y cuan-do llegué a la altura de la escalera y el "Canciller" levantándose de su trono se dirigió hacia mí, se transformaron en víto-res. Descendió con parsimonia real, en un gesto cargado de teatralidad, con brazos y manos extendidos hacia mí y sin dejar de son-reír. La mueca de su sonrisa empequeñecía aún más sus diminutos ojos azules. Por fin esta-ba frente a mí, seguía extendiéndome sus manos mientras su cara de limón con poros, no dejaba de sonreír. Por mi parte yo avancé dos pasos y quedamos frente a frente por vez primera. Nunca antes le había visto tan cerca. Extendí mis manos, con cierta repug-nancia he de admitirlo, y estreché las que él me ofrecía. Su tacto era blando, afemina-do y frío. Siempre detesté a esas personas que al dar la mano la dejan blanda como una breva. Cuando nuestras manos se enlazaron, la locura tomó forma de aplauso y griterío y el sonido en la sala era ensordecedor. A mí, la verdad, se me antojaban como las ovaciones artificiales de los programas de televisión, como las carcajadas "huecas" y en "off' de una comedia. El "Canciller" sostuvo mis manos en las suyas durante unos instantes, hasta que, por fin, profiriendo uno de aquellos

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chasquidos babosos, tras recorrer los dien-tes con su lengua, me soltó y con un gesto hizo que cesaran tan súbita y artificialmen-te como habían surgido todos los aplausos. -¿Mi querido "Daniel Mesías"?, estamos verdaderamente encantados de tenerte al fin entre nosotros. Sé que hemos tenido algunas diferencias en el pasado sin impor-tancia, pero ahora que estamos juntos podre-mos llegar a un acuerdo sin lugar a dudas. No en vano se encuentran en esta sala los dos únicos dioses del mundo-. Yo no salía aún de mi asombro, pero decidí seguirle la corrien-te durante un tiempo para intentar averiguar que es lo que escondía en su cerebro de crí-tico. Él, tras una pausa continuó hablando a la par que no dejaba de mirarme de arriba a abajo. -Te estuve observando mientras inten-tabas atravesar mis murallas, y por la forma en que lo hiciste he podido deducir que no deseabas pelear conmigo, lo cual demuestra que no solamente tú también eres dios como YO, sino que además tienes cordura. ¿Por qué pelear entre nosotros cuando compartimos el mismo destino? Me agradó mucho la forma en que viniste a mí. Pero debo de confesarte algo sin que te ofendas, tu vestimenta es impropia de un dios. Lucías mucho más con tu armadura, tanto es así que fíjate (me dijo señalándome a unos soldados que se encontra-ban en el fondo del salón y yo no había visto) desde el día en que la vi, decidí ves-tir a mi guardia personal de la misma manera; aunque debo de confesarte que sus armaduras sólo tienen la apariencia pero no el poder

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de la tuya. Tampoco veo que me traigas ningún presente, como marcan las normas de etique-ta, podría pensar que eres un tanto descor-tés.

-Sin duda espero que sepas disculpar-me-, respondí-, pero no esperaba encontrarte así tan de repente. Yo buscaba algún lacayo que me anunciara ante ti, y poder arreglarme un poco antes de nuestra entrevista, sin embargo te equivocas en lo del regalo, porque sí que te he traído uno. Mientras pronuncia-ba estas palabras introduje mi mano en el bolsillo derecho del pantalón y materialicé en su interior un anillo de oro con una pie-dra del tamaño de un guijarro y una pulsera. La ventaja de mi oro era que brillaba más que el suyo, ya que mis creaciones adolecían de la palidez de colores de las suyas. Sus ojos se iluminaron como antorchas ante la vista de aquel oro tan puro. Se colocó el anillo y la pulsera con avidez, a la par que no deja-ba de relamerse en forma compulsiva. Cuando el brillo de las joyas iluminó la sala todo el mundo allí presente exclamó un ¡OH!. Sin duda que eran las joyas más chabacanas que pudiera llevar nadie, pero a él parecían encantarle. Iba de un lado a otro del salón profiriendo ruidos con la boca y mostrándole a todo el mundo lo esplendoroso de su nueva adquisición. Sus cortesanos no cesaban de alabarle por su estilo, indicándole que en su cuerpo las joyas veían incrementada su belleza. Él parecía flotar en una nube. Así estuvo durante varios minutos hasta que por fin volvió hasta donde me encontraba y me

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dijo: -Hay quien se atreve a asegurar que las riquezas no son importantes, pero yo te digo que por de pronto y por lo que pudiera pasar, es mejor que las tengamos nosotros. Ahora te voy a mostrar algunos de los tesoros más pre-ciados que guardo en mi palacio. Nadie, fuera de estos muros, ha podido ver lo que tú vas a ver ahora-. Dicho esto me tomó por el brazo izquierdo y me invitó a seguirle; yo, por mi parte, no opuse la menor resistencia ya que estaba decidido a terminar con todo aquello de una vez para siempre.

Habíamos abandonado la gran sala de nuestro encuentro, seguidos a cierta distan-cia por algunos guardias de su escolta. Mientras caminábamos por los pasillos de su palacio pude apreciar por vez primera algo que me llamó la atención, algunos objetos que decoraban las distintas estancias me resul-taban tremendamente familiares. Allí entre la ambientación barroca de sus habitaciones y corredores, se entremezclaban objetos de todos los tiempos y épocas. En una mesa junto a unos candelabros de plata labrada se encon-traba un viejo gramófono, un poco más ade-lante, un proyector de cine disparaba su luz blanca contra un tapiz de la pared donde podía verse sin interrupción una vez tras otra, una escena de GROUCHO MARX en el cama-rote de un barco, la escena final de "Casa Blanca" de la niebla en el aeropuerto, a Bogart imitando a un hipopótamo en "La Reina de África". Todas eran escenas de mis pelí-culas favoritas. El "Canciller" al ver mi interés por el proyector de cine se colocó

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delante de él interceptando intermitentemen-te el haz de luz del foco con su mano, mien-tras que exclamaba: -¡Sí, es fabuloso, aun-que aún no sé para qué sirve en realidad!-. En esa misma estancia en un rincón junto a una ventana se hallaba una máquina de escri-bir antigua, a decir verdad era exactamente igual que la que yo utilizaba en mi buhardi-lla. Al lado un tintero de madera labrada y una pluma blanca yacían serenos sobre una hoja de papel en blanco. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, tal vez fuera el lugar donde podría encontrarse mi obra inacabada. No quise que el "Canciller" se diera cuenta de mi ansiedad, sin embargo a él no le fue ajeno mi interés por la máquina y la pluma. Su arrogancia me facilitó la respuesta, ya que en su deseo por deslumbrarme, me condujo delante de aquellos objetos y me aclaró:

-Estos son dos instrumentos muy podero-sos de mi magia, con ellos escribí las pala-bras del Salón de las Palabras Prohibidas, pero de eso hace ya mucho tiempo. Desde entonces no he vuelto a usarlos-. Aquella era la sala que visitó un día Efraím y que cambió su vida. Recorrimos todos los rincones de su palacio y en cada nueva habitación encontra-ba cada vez más objetos que me resultaban familiares, algunos aun siéndome desconoci-dos sentía como si me hubieran pertenecido. Durante el recorrido el "Canciller" no para-ba de hablar de su grandeza, de su fama, de su fuerza y empezó a sugerirme la posibilidad de una alianza entre los dos para gobernar no solamente "Caos", sino "Orden" y después

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el Universo entero. Estaba seguro de que jun-tos constituíamos una fuerza imparable lla-mada a regir los destinos de todo y de todos. Yo por mi parte asentía sus afirmaciones tra-tando de seguirle la ,corriente lo mejor que podía, en un intento por descubrir la verdad completa acerca de él. Al final dio por con-cluido el periplo por palacio, convencido de haberme impresionado lo suficiente como para unirme a sus propósitos. Yo trataba de asi-milar toda la información que había recibido no sólo de su verborrea incansable, sino tam-bién de todos los detalles que pude percibir. El tiempo había transcurrido muy rápidamente y la hora de la cena nos sorprendió cuando finalizábamos la "visita turística". Él con gran amabilidad me invitó a compartir su comida. Sentados a ambos extremos de una des-comunal mesa, se hizo el silencio no volví a escucharle. Por fin, a los postres, tomó una copa de vino restregando sus dientes con la lengua después de cada trago, mirándola absorto. En ese instante comencé a sentir su voz nuevamente, en esta ocasión no abría la boca, simplemente se dirigía telepáticamente al interior de mi cerebro. Sin duda que no deseaba que alguien pudiera oír nuestra con-versación. -¿Tú conoces cuál es el propósito para el cual vivimos, "Daniel Mesías"? Yo te lo diré: DISFRUTAR. Ese es el único proyecto coherente para nuestra existencia. Antes de tu llegada yo era el señor y controlador, pero tú me arrebataste casi todo. Sin embar-go no has podido acabar conmigo. Sigo siendo poderoso, aunque no es menos cierto que yo tampoco he podido terminar contigo. Ninguno

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de los dos lo logrará en el futuro. Podrás reducir el espacio físico de mi dominio, pero te equivocas si piensas que con eso reduces mi fuerza, porque mi influencia se extiende mucho más allá de estos muros, llega donde nadie puede llegar, a los corazones de los hombres. Donde se encierre el egoísmo ahí está mi gobierno, donde el apego a la rique-za y al poder: mi reino. Allí donde la luju-ria agita febril el sentido del hombre tengo yo mi morada. Fama, prestigio, ambición, orgullo, deseo, lujuria... Todos ellos for-man mi ejército. Nadie, ni siquiera tú con tu poder puedes detenerlos, un deseo conduce a otro deseo en una interminable cascada de agitación para la conciencia de los hombres. En ello se ha basado siempre mi poder, ese fue el descubrimiento que me convirtió en dios. El deseo, mi deseo creó este mundo y esas criaturas a las que tú pretendes libe-rar. Bien y mal son sólo las dos caras de una misma moneda no tienen porque enfrentarse y destruirse, podemos colaborar, únete a mí y seremos tan grandes como nadie lo fue ni lo será jamás. Abandona ese concepto sentimen-tal y débil y disfruta junto a mí. Ven, acom-páñame a mis aposentos, allí te mostraré lo más preciado de mis tesoros-. Abandonamos el comedor en dirección a las habitaciones del "Canciller". La parte donde nos encontrába-mos era la más lujosa e íntima del palacio, el resto era tan mediocre y gris como lo fue en su día el resto de la ciudad. El "Canciller" solía pasear por los oscuros pasillos en las largas noches en las que no podía conciliar el sueño. Ascendimos por una larga escalera

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de caracol en el interior de una especie de torreón. Sin embargo a medida que subíamos ¡bajábamos!. Por increíble que parezca por las ventanas que jalaban la torre cada cinco metros, podía ver perfectamente cómo descen-díamos. En un punto de la subida pude ver cómo nos encontrábamos al ras del suelo. Finalmente ya no quedaban ventanas y todo estaba iluminado por lámparas incandescentes adosadas a las paredes. Comenzaba a sentir un poco de claustrofobia cuando finalmente llegamos ante una enorme puerta de oro, con dos aldabas de plata en cada hoja, el "Canciller" puso su mano sobre una de ellas la cual al instante se tornó rojiza y la puerta se abrió perezosamente. Penetramos en el interior de una espaciosa estancia la cual se iluminó en el acto. Lo que vi me dejó estupefacto. En el centro había una cama gigantesca, y alrededor se encontraban todos los objetos que yo había deseado con más vehemencia durante toda mi vida. Pude ver en un lateral una gramola para poner discos, de los años sesenta, un tren eléctrico que mis padres nunca pudieron comprarme y el caba-llito con ruedas que desesperó en el escapa-rate de la juguetería de mi barrio esperando a que yo lo montara. La motocicleta de guar-dabarros cromados que estaba estacionada todos los días en la puerta de la universi-dad, y me hacía soñar con la libertad de la carretera y el viento en mi cara. Sobre una pared un conocido premio de novela que siem-pre perseguí y nunca logré. Junto a estos había otros que no me resultaban tan fami-liares, tampoco desconocidos. Objetos de

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otra época, espadas, y un alazán blanco de preciosas crines plateadas. El "Canciller" relamiéndose una y otra vez, pasaba entre los objetos acariciándolos con fruición feti-chista. Yo no podía articular ni una sola palabra. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Qué o quién era el "Canciller"?. Él pareció captar mi última pregunta y me dijo: -Es que aún no lo entiendes. Yo lo sospechaba hacía mucho tiempo. Desde que Eolim comenzó a predicar acerca de ti supe que tú y yo éramos "el mismo", sólo mi otro ser podría plantarme cara. Tú dejaste mi historia sin terminar y yo decidí forjarme mi propia historia. Para ello sólo tuve que meditar en ti. Sí, en ti; no te sorprendas. En toda creación está latente la naturaleza del creador. Así pues yo medité en ti, lo hice constantemente, con el afán de igualarte. Un día descubrí que el mundo en realidad no era sino un cúmulo de deseo, que tenía su origen en el deseo mismo. Todos los objetos no son sino variadas formas del deseo. Yo me alimenté de tus deseos más intensos, aún de los más íntimos, y ahora poseo todo lo que nunca has podido poseer tú. Incluso a ella fíjate...

Por un instante esperé que de un momen-to a otro fuera a aparecer Silvia. El "Canciller" retiró una cortina, y pude ver la imagen desnuda de una mujer. Estaba inmó-vil como si de una estatua se tratase. -¿La reconoces?- me preguntó. Por supuesto que sí, era la vecina que despertó el rubor en mis mejillas, cuando a los trece años la sor-prendí a través de los visillos de la venta-

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na de su habitación, tal y como estaba enton-ces, desnuda. -Yo me alimento de ti mismo, tú eres la causa de mi existencia, para aca-bar conmigo tendrías que acabar también con-tigo. Estamos condenados a entendernos, entonces porqué no disfrutar juntos. Mira aquí la tienes, todo lo que debes hacer es utilizar tu poder y darle vida, entonces podremos gozar con ella los dos. Sí, los dos. Yo no puedo disfrutar de nada de eso si tú no deseas hacerlo, yo puedo recoger tu deseo más no desear por ti. ¡Ayúdame!, durante todos estos años he tratado en balde de gozar, pero siempre termino sufriendo-.

Estaba sencillamente horrorizado, por fin había descubierto quién era el "Canciller", lo que nació como un simple ser de novela, se convirtió en una personificación de mi "falso ego". Se había nutrido de mi lado más oscuro hasta la locura. Él meditó en mí tal y como yo meditaba ahora en Dios, pero la finalidad era distinta. El "Mediador" me comentó en una ocasión que cada cual obtiene el resultado de su adoración. Si adoras al Dios del amor, amor obtienes, mas si deseas el mal, el mal alcanzas. Él meditó en mí con sed de poder y falsa independencia, y como es lógico conecto con el lado más lamentable de mi persona. Por el contrario Eolim se cen-tró en mi lado bueno, y él fue la causa para mi advenimiento como "Mesías" de ese mundo, simplemente para rescatar a los devotos y castigar a los impíos. Cuando el mal preva-lece entonces el Señor mismo desciende y restablece los principios religiosos. Eso es

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algo palpable en la historia de la humanidad. En verdad el "Canciller" tenía razón, las cosas no son ni buenas ni malas, somos noso-tros la causa de la aparición tanto del bien como del mal. Dios es ABSOLUTO no está afec-tado por ninguna de esas cualidades. Él sim-plemente deja en libertad al ser, al igual que hice yo al dejar sin concluir las histo-rias de mi novela, a las almas para que estas elijan el camino a seguir en el uso de su "independencia". En otra ocasión pregunté a mi maestro (el "Mediador" o "SHANTI") sobre las palabras que me enunciara Merlín: "Recuerda que todo lo que ves es externo". Él sonriendo me respondió: -Efectivamente todo lo que tú ves y per-cibes es sólo externo, quiérese decir que no tiene una realidad substancial como origen, sino virtual. La mente se proyecta a través de los sentidos hacia los objetos, se funde con ellos y retorna al interior con la imagen que se ha forjado de lo acontecido fuera de ella. Pero esa imagen no es real, sólo vir-tual. En función de los deseos de la mente es que uno ve como mujer lo que no es más que un conglomerado de átomos. Cada especie de vida tiene unos sentidos que le ofrecen una imagen de la realidad completamente dis-tinta al del resto de los seres creados. Para disfrutar como un cerdo se necesita una mente y unos sentidos de cerdo, por eso el cerdo come excrementos y disfruta. ¿Por qué? Porque ese es su deseo. Por eso debes de vigilar lo que tu mente desea y no permitir que te degrade, adiéstrala para desear cosas cada

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vez más puras y te elevarás a otros planos de conciencia superiores. Déjala en libertad para desear cualquier cosa que vea o sienta y te llevará a planos de conciencia inferio-res. El deseo es como el hilo y el mundo externo la tela: la tela está hecha de hilos, luego saca los hilos uno a uno y al final de la tela no queda NADA.

Estaba entonces muy claro que la única forma de poder encontrar el camino de regre-so era desterrando de mí todos los deseos impuros que pudiera haber en mi interior. El "Canciller" no se equivocó al pensar que no podría destruirle porque para ello debería acabar conmigo primero. Lo que ignoraba es que esa destrucción no era física sino men-tal. Debía eliminar toda traza de deseo mal encaminado, tal y como hice en la muralla. No debía dejar de desear, sino eliminar el deseo, o lo que es lo mismo desear a Dios. Cuando uno dirige su meditación hacia el Señor, se funde en la substancia original del alma y retorna al punto de donde salió antes de penetrar en la energía ilusoria del mundo. Por tanto sólo debía liberar mi alma del cau-tiverio de cuerpo "sutil" compuesto por la mente, la inteligencia y el falso ego, que la atenazaban. Si lo lograba, tampoco des-truiría con ello al "Canciller", simplemente le libraría del sufrimiento al extraerle el veneno que había tomado de mí. Seguro que entonces hallaría el lugar donde se encon-traba el original de mi novela y podría darle un final digno a cada uno de los personajes, liberando sus almas.

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El "Canciller" no dejaba de mostrarme uno tras otro todos los objetos que yo desea-ra en mis dos últimas vidas, animándome a tomarlos y recrearlos con mi poder. Había llegado la hora de morir, tal y como pensé al llegar a la ciudad, para mostrar lo irreal de la muerte, finalmente lo de Zoe solo ser-via para las criaturas de aquel mundo, ahora era mi propio turno. Sin más dilación me senté en el suelo, cerré mis ojos y visuali-cé primero la nube, y en esta la forma del Señor. SHANTI le conocía como Krishna, yo como Cristo, esa fue la imagen que adopté para mi meditación. Repetía sin cesar su nom-bre y meditaba en su forma. Poco a poco las palabras del "Canciller" fueron desapare-ciendo de mi conciencia, éste al verme sen-tado meditando intentaba perturbarme en mi concentración ya que en su enfermedad no era capaz de entender que yo tan sólo estaba bus-cando el fin de sus sufrimientos. Intentó todo para romper mi trance. Uno por uno fue utilizando todos los enemigos psicológicos que tenía a su alcance. Trató de penetrar en mi visión con escenas obscenas, después con tinieblas, con lamentos, con ira, temor... Uno a uno hizo desfilar todos mis más íntimos vicios. Sabedor de que cualquier otro ataque contra mi persona fracasaría, ya que al renunciar yo al uso de la violencia contra él, no sólo desactivé el sistema defensivo de las murallas, sino el suyo propio, ya que todo su poder se basaba en el odio. No podía responder físicamente a alguien que no le odiara. Su poder era válido frente a sus ene-

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migos, pero no frente a sus amigos. Por ese motivo siempre vivió solo, para escapar de la amenaza de una simple amistad. Poco a poco mi meditación fue en aumento, las visiones del "Canciller" se desvanecieron ante mí igual que un dibujo de tiza sobre la acera desaparece con la lluvia. De pronto sentí que mi concentración estaba alcanzando su máximo grado, el reflejo de una luz esplendorosa brotó de mi interior envolviéndome por com-pleto, lo que me sucedió después no lo puedo describir con palabras. Simplemente diré que yo ya no era yo sino Uno con Él y que Él ya no era Él sino Uno conmigo. Vi que su nombre y su forma lo era todo y lo abarcaba todo. Vi cómo todo el Universo se ubicaba en uno solo de sus poros, y cómo estos eran ilimi-tados y se extendían por doquier. Volví a sentir la visión de aquellos hermosos seres a la orilla del lago, que tuve en mi sueño al poco tiempo de mi llegada. Digo bien sen-tir porque en esta ocasión no veía sino que participaba en sus deleites espirituales. Vi el rostro de mi amado maestro sonreír com-placido, y la desbordante grandeza de millo-nes de planetas espirituales pujantes de amor y belleza. Cuando mayor era el grado de mi deleite, todo cesó tan de repente como había comenzado.

Lloraba amargamente y me sentía abatido por la pérdida de aquella maravillosa sensa-ción. Lentamente abrí los ojos, pero la rea-lidad que dejé antes de entrar en trance había desaparecido. Cuando desperté lo hice recostado sobre una mesa de madera, como si

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me hubiera quedado dormido mientras escribía algo, ya que en mi mano derecha se encontra-ba una pluma blanca, Y ¡UN MOMENTO!, frente a mí se encontraba el tintero de madera labrada. ¡No había duda!, estaba en el lugar donde dejé inconclusa mi anterior obra!. A mi izquierda había una carpeta de cuero cerrada con cintas de tela. Al abrirla pude ver un manuscrito que llevaba por título "EL REINO DE AZOR". Estaba tan emocionado que el temblor de mis manos apenas sí me dejaba leer las páginas. Allí estaban todos, Eolim, Efraím, el "Canciller"..., no había termina-do de leer cinco folios cuando de repente todo vino a mi memoria con la misma fluidez como si hiciera tan solo un par de minutos que dejara de escribirla. Recordé cada per-sonaje, acontecimiento, etc..., con claridad meridiana. Antes de disponerme a terminar la novela, decidí ver en dónde me encontraba. La mesa estaba frente a una gran vidriera, en una amplia habitación con el suelo de madera, me levanté y me aproximé a la venta-na, desde allí pude ver una valla de piedra que rodeaba un amplio jardín y al otro lado un pequeño arbolito. Entonces sentí un pro-fundo estremecimiento. ¡Aquél era el viejo caserón que se encontraba cerca de mi casa!. Al volverme hacia el interior vi una cama justo detrás de la mesa, apenas iluminada por la tenue luz de la vela que alumbraba las páginas de la novela. Me acerqué con sigilo y pude ver a una hermosa mujer durmiendo en ella, tenía el pelo claro y muy largo. Era en verdad hermosa, y familiar. Retrocedí procurando no hacer ruido y me senté en la

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mesa. Tomé la pluma, la mojé en el tintero y comencé a escribir la historia justo en el punto en el cual se interrumpía. Perdí la cuenta de las horas que llevaba escribiendo, cuando ponía el punto y final a mi obra. Me recliné atrás en la silla masajeando mi nuca, cuando sentí a mi espalda la presencia de aquella mujer. No pude sino contener la res-piración; ella rodeó mi cuello con sus brazos y se reclinó sobre la vela apagándola, sentí el leve roce de sus pechos en mi espalda, después muy dulcemente me condujo hasta la cama, me reclinó sobre ella y se acostó a mi lado, reposando su cabeza sobre mi hombro. Así, en la oscuridad y mientras acariciaba su suave melena, hubiera jurado que se tra-taba de Silvia. Estaba seguro de que lo era. El porqué el "Canciller" no pudo recrearla en su habitación junto a los demás deseos era sencillamente porque en verdad la amaba. No era un objeto burdo para mis deseos, sino que nuestra relación estaba más allá de nuestros cuerpos, venía directamente de nuestras almas. Ahora mientras la acariciaba ¡cuatro-cientos años antes de nuestro siguiente encuentro!, podía entenderlo. Ella se apretó más fuerte contra mí y me susurró: -Te quie-ro -. En ese instante se llevó la mano a su pecho y lanzó un pequeño quejido sordo, sentí como su respiración cesaba ras una profunda inspiración, y murió en mis brazos. Estuve meciéndola un rato en silencio, como un padre que acuna a su hija, como si estuviera dur-miendo; después retiré el pelo que cubría su rostro, el cual quedó iluminado por la luz de la luna que bañaba la habitación desde la

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ventana, besé su frente y llorando respondí apretándola fuertemente contra mi pecho: -Yo también te quiero-, entonces sin poder con-tenerme lancé un grito desgarrador al cielo.

De lo acontecido después nada recuerdo. Sólo sé que abrí los ojos en el sillón de mi buhardilla, en la misma posición y con la misma ropa que llevaba antes de mi partida. La maleta que traía a mi regreso del festival de cine estaba en el mismo sitio donde la dejé. Miré mi reloj y era exactamente la misma hora, y el calendario marcaba la fecha del día de mi regreso. Sonó el teléfono y aturdido lo descolgué. -Sí. Dígame.

-Dani, soy yo, Silvia, ya sé que estarás muy cansado del viaje, pero me preguntaba si podíamos comer juntos en algún sitio, tengo que comunicarte algo muy importante.

-¡Por supuesto que sí!. ¿Conoces algún restaurante vegetariano?. -¿Desde cuándo eres vegetariano, mi amor?.

-¡Desde hace por lo menos cuatrocientos años!. Te recogeré a las dos. ¿De acuerdo?.

- Siempre con tus locuras... Chao.

Colgué el teléfono y me fui a dar una ducha para tratar de despejarme. ¿Lo habría

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soñado todo?, el gran viaje, el "Mediador". Cuando salí del baño para tomar algo de ropa limpia, vi sobre la mesa algo que antes no estaba. Era una vieja carpeta de cuero, que se cerraba con unos lazos de tela que apenas sí se deshacían al contacto con mis manos por el paso del tiempo. En su interior se encon-traban cientos de pergaminos amarillentos por el paso de los siglos sobre ellos, y en el primero podía leerse: "EL REINO DE AZOR". Firmaba Germán Rodríguez Sigüenza; y a modo de dedicatoria: "Para Silvia, cuatrocientos años antes de su nacimiento. Te quiero ahora, te querré entonces. Año 1645". Durante la comida, Silvia, me anunció que esperábamos un hijo, el cual vive con nosotros y con sus dos hermanas en el viejo caserón donde iniciamos mi esposa y yo esta fabulosa aventura. Mientras escribo estas últimas líneas me llegan sus voces desde el jardín y la de Doña Sole reprendiéndoles, ya que vive con nosotros desde que nos trasla-damos al caserón una vez restaurado. Aprendió a leer correctamente y pudo ver como "EL REINO DE AZOR" se convirtió en la gran nove-la que esperaba que yo escribiera.

Y si tú, quien esto lees, has consegui-do llegar hasta aquí, sólo me resta decirte que:

“Cuando todo en la Tierra te agobie: Súbete a una nube”

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FIN.

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