sociologia urbana

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Consejo Editorial de la colección Monografías DIRECTOR Félix Requena Santos, Presidente del CIS CONSEJEROS Luis Enrique Alonso Benito, Universidad Autónoma de Madrid Josetxo Beriain Razquin, Universidad Pública de Navarra Joan Botella Corral, Universidad Autónoma de Barcelona Lorenzo Cachón Rodríguez, Universidad Complutense de Madrid M a Ángeles Duran Heras, Consejo Superior de Investigaciones Científicas Manuel García Ferrando, Universidad de Valencia Margarita Gómez Reino, Universidad Nacional de Educación a Distancia Juan Jesús González Rodríguez, Universidad Nacional de Educación a Distancia Gonzalo Herranz de Rafael, Universidad de Almería Julio Iglesias de Ussel, Universidad Complutense de Madrid Emilio Lamo de Espinosa, Universidad Complutense de Madrid Ramón Máiz Suárez, Universidad de Santiago de Compostela José Enrique Rodríguez Ibáñez, Universidad Complutense de Madrid Olga Salido Cortés, Universidad Complutense de Madrid SECRETARIA M a Paz Cristina Rodríguez Vela, Directora del Departamento de Publicaciones y Fomento de la Investigación. CIS Ullán de la Rosa, Francisco Javier Sociología urbana : Madrid : Centro de de Marx v Engels a las escuelas posmodernas / Francisco Javier Investigaciones Sociológicas, 2014 (Monografías; 285) 1. Sociología urbana. 2. Teoría 316.33 sociolcigica. 3- Urbanismo. 4. Capitalismo y poder Ullán de la Rosa. - Las normas editoriales y las instrucciones para los autores pueden consultarse en: www.cis.es/publicaciones/MO/ Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimien- to (ya sea gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el almacenamiento o transmisión de sus contenidos en soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso del editor. Colección MONOGRAFÍAS, NÚM. 285 Catálogo de Publicaciones de la Administración General del Estado http://publicacionesoficiales.boe.es Primera edición, noviembre 2014 © CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS Montalbán, 8. 28014 Madrid www.cis.es © Francisco Javier Ullán de la Rosa DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY Impreso y hecho en España Printed and made in Spain ÑIPO (papel): 004-14-041-1 - ÑIPO (electrónico): 004-14-042-7 ISBN (papel): 978-84-7476-661-5 - ISBN (electrónico): 978-84-7476-662-2 Depósito legal: M-31707-2014 Gestión editorial: CYAN, S.A. Fuencarral, 70. 28004 Madrid £> FSC Esta publicación cumple los criterios medioambientales en contratación pública. íial protegido por derechos de autor

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Fragmentos de un manual de Sociologia Urbana

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Page 1: Sociologia Urbana

Consejo Editorial de la colección Monografías

D I R E C T O R

Félix Requena Santos, Presidente del CIS

CONSEJEROS Luis Enrique Alonso Benito, Universidad Autónoma de Madrid Josetxo Beriain Razquin, Universidad Pública de Navarra Joan Botella Corral, Universidad Autónoma de Barcelona Lorenzo Cachón Rodríguez, Universidad Complutense de Madrid Ma Ángeles Duran Heras, Consejo Superior de Investigaciones Científicas Manuel García Ferrando, Universidad de Valencia Margarita Gómez Reino, Universidad Nacional de Educación a Distancia Juan Jesús González Rodríguez, Universidad Nacional de Educación a Distancia Gonzalo Herranz de Rafael, Universidad de Almería Julio Iglesias de Ussel, Universidad Complutense de Madrid Emilio Lamo de Espinosa, Universidad Complutense de Madrid Ramón Máiz Suárez, Universidad de Santiago de Compostela José Enrique Rodríguez Ibáñez, Universidad Complutense de Madrid Olga Salido Cortés, Universidad Complutense de Madrid

SECRETARIA

Ma Paz Cristina Rodríguez Vela, Directora del Departamento de Publicaciones y Fomento de la Investigación. CIS

Ullán de la Rosa, Francisco Javier Sociología urbana : Madrid : Centro de

de Marx v Engels a las escuelas posmodernas / Francisco Javier Investigaciones Sociológicas, 2014

(Monografías; 285) 1. Sociología urbana. 2. Teoría 316.33

sociolc igica. 3- Urbanismo. 4. Capitalismo y poder

Ullán de la Rosa. -

Las normas editoriales y las instrucciones para los autores pueden consultarse en: www.cis.es/publicaciones/MO/

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimien­to (ya sea gráfico, electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el almacenamiento o transmisión de sus contenidos en soportes magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso expreso del editor.

Colección M O N O G R A F Í A S , N Ú M . 285

Catálogo de Publicaciones de la Administración General del Estado http://publicacionesoficiales.boe.es

Primera edición, noviembre 2014

© C E N T R O DE I N V E S T I G A C I O N E S S O C I O L Ó G I C A S Montalbán, 8. 28014 Madrid www.cis.es

© Francisco Javier Ullán de la Rosa

D E R E C H O S RESERVADOS C O N F O R M E A LA LEY

Impreso y hecho en España Printed and made in Spain

Ñ I P O (papel): 004-14-041-1 - Ñ I P O (electrónico): 004-14-042-7 ISBN (papel): 978-84-7476-661-5 - ISBN (electrónico): 978-84-7476-662-2 Depósito legal: M-31707-2014

Gestión editorial: CYAN, S.A. Fuencarral, 70. 28004 Madrid

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Esta publicación cumple los criterios medioambientales en contratación pública.

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VI Indi ice

2.2.2. Ferdinand Tónnies (1855-1936): lo urbano en el conttnuum comunidad-sociedad 28 2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema funcional superorgánico 32 2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización 37

2.3. LA CIUDAD COMO VARIABLE INDEPENDIENTE: SIMMEL, SOMBART, HALBAWCHS ál 2.3-1 • Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad 41 2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora de alta cultura 46. 2.3-3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico padre de la sociología urbana? 47

3. LA ESCUELA DE C H I C A G O Y SU H E G E M O N Í A ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES 51

3.1. CHICAGO O EL EPITOME DE LA NUEVA MODERNI­DAD AMERICANA ü

^L LA PRIMERA GENERACIÓN DEL DEPARTAMENTO DE SOCIOLOGÍA DE CHTCAGO 15.

2^ LA SEGUNDA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO. BIOLOGICISMO, FUNCIONALISMO Y CUL-TURAI.ISMO ENTRE LA ECOLOGÍA HUMANA Y LOS COMMUNITY STUDIES 60 3-3-L Consideraciones generales 60. 3.3-2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad 65 3.3-3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: el urbanismo como una forma de vida y los estudios etnográficos de las subculturas de Chicago 74 3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de Chicago 80 3-3.5. La segunda generación de Chicago y la acción política. Reformismo y sostenimiento del statu quo racial en la ciudad: entre el Chicago Área Project y la Federal Houshig Adm inistratioii 8

Page 3: Sociologia Urbana

Indi ice VII

3-3-6. El legado científico: la Escuela de Chicago en­tre los atisbos de la ciudad posmoderna y las remo­ras epistemológicas del paradigma moderno 113

3.4. OTROS APORTES DEL PERIODO: SOROKIN Y ZIM-MERMAN EN HARVARD. SOCIOLOGÍA URBANA EN GRAN BRETAÑA 1900-1930 116

4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN EL PERIODO DE POSGUERRA: EL INICIO DE LA FRUCTÍFERA RELACIÓN CON EL URBANISMO Y LA TERCE­RA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO (NUEVA ECOLOGÍA HUMANA Y DERIVA CUANTI-TATIVISTA) 119

4.1. INTRODUCCIÓN: EL DESEMBARCO DEL URBANIS­MO EN LA SOCIOLOGÍA URBANA 119

4.2. EL ESTADO, EL CAPITAL Y LOS REFORMADORES SO­CIALES. BREVE SÍNTESIS DEL URBANISMO DE UN SIGLO (1850-1960) 120 4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el prece­dente olvidado. El modelo paradigmático del París haussmaniano. La obra de Ildefonso Cerda 122 4.2.2. La ciudad-jardín 128 4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilus­trado del urbanismo racionalista 145

4.3. SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS CINCUENTA Y SESEN­TA. LOS INTENTOS DE EXPLICAR LOS EFECTOS DEL URBANISMO RACIONALISTA 174 4.3-1. Norteamérica: la floración de los estudios so­bre el suburb 174 4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la so­ciología urbana en Francia. De las zonas ecológicas de París al estudio de la vida en los granas ensem-bles 180

4.4. LA ESCUELA DE CHICAGO EN LOS CINCUENTA Y SE­SENTA. EL DECLINAR DE LA HEGExMONÍA 186 4.4.1. La Nueva Ecología Humana 188 4.4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis fac­torial 191

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VIII índice

5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES DE LOS SESENTA, PRINCIPIOS DE LOS OCHENTA) 197

5.1. SOCIOLOGÍA URBANA Y NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES URBANOS: LA NECESIDAD DE BUSCAR NUEVOS MARCOS TEÓRICOS 197

5.2. LA ESCUELA NEOWEBERIANA DE SOCIOLOGÍA UR­BANA 203 5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Eco­logía Llumana y nuevo enfoque neoweberiano 206 5.2.2. Ray Pahl y la Teoría del Estado Corporativo como gestor de la ciudad 209 5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de Pahl 213

5.3. LA SOCIOLOGÍA URBANA NEOMARXISTA EN FRAN­CIA 216 5.3-1. Ilenri Lefebvre (1901-1991) y la corriente mar-xista humanista 217 5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista aplicado a los estudios urbanos 222

5.4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS ESTADOS UNIDOS DE FINALES DE LOS SESENTA Y SETENTA 237 5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico.... 238 5.4.2. David Ilarvey. La corriente marxista en los Es­tados Unidos 239 5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos 244

6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POS-MODERNA Y POSINDUSTRIAL A CABALLO ENTRE EL SIGLO XX Y EL XXI 247

6.1. LA EMERGENCIA DE LA EPISTEMOLOGÍA POSMO-DERNA EN LAS CIENCIAS SOCIALES 247

6.2. EL PARADIGMA POSMODERNO Y SU PROYECCIÓN EN LOS NUEVOS MOVIMIENTOS POLÍTICOS, SO­CIALES Y CULTURALES 257

6.3. LA ENCARNACIÓN DEL PARADIGMA CULTURAL POSMODERNO EN EL URBANISMO Y LA ARQUITEC­TURA DE LA CIUDAD 260

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índice IX

6.4. SOCIOLOGÍA URBANA EN LA BISAGRA FINISECULAR (1980-2010): ENTRE EL MARXISMO DE LA POSMO-DERNIDAD Y LOS ENFOQUES POSMODERNOS 275 6.4.1. La reformulación de la sociología neomarxista frente al reto del posmodernismo y la posmoderni­dad 275 6.4.2. La sociología urbana posmoderna hasta los años ochenta 286 6.4.3- Los noventa y el protagonismo de la Escuela de los Ángeles 298 6.4.4. La sociología urbana del siglo XXI 304

7. A MODO DE EPÍLOGO. ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE EL PASADO Y EL FUTURO DE LA SOCIOLO­GÍA URBANA 331

7.1. ALGUNOS EJES CENTRALES EN LA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA URBANA 331

7.2. ALGUNAS PROPUESTAS PROGRAMÁTICAS PARA EL FUTURO INMEDIATO 344

BIBLIOGRAFÍA 349

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1. SOCIOLOGÍA URBANA: CONSIDERACIONES E N T O R N O

A SU OBJETO DE ESTUDIO E I D E N T I D A D DISCIPLINAR

1.1. UNA DISCIPLINA DE ESCURRIDIZO OBJETO DE ESTUDIO Y CONSTANTE INFILTRACIÓN INTERDISCIPLINAR

Dos características han grabado la identidad de la sociología urba­na, o, mejor dicho, sus dificultades para encontrar una identidad definida y estable en la que reconocerse. Son estas la dificultad para definir su objeto de estudio y su elevada porosidad interdisciplinar. Características que han llevado a algunos hablar de «carácter un poco atípico de la sociología urbana» (Mela, 1996: 13). Se trata este de un problema que la disciplina arrastra desde sus mismos orígenes históricos.

Los fundadores de la sociología no reconocieron a la ciudad como un objeto de estudio en sí misma (Saunders, 1981; Bettin, 1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2002). Aunque los autores habían dedicado muchas páginas a analizar fenómenos que más tarde recaerían de lleno dentro de la zona de influencia del territorio sub-disciplinar, como los problemas derivados de las condiciones de vida urbanas, lo habían hecho en tanto que fenómenos producidos por la estructura y la dinámica social más abarcante, la del proceso histórico de modernización/industrialización, considerando a la ciudad como un escenario privilegiado de dichos procesos, por ser el lugar donde sus efectos se manifestaban con mayor intensidad, pero no como un subsistema social dotado de autonomía suficiente para justificar una atención especializada.

Desde principios del siglo XX, sin embargo, algunos autores, como Simmel, Sombart o Holbawchs, empezaron a fijarse en la ciu­dad como tal y no como simple emanación del sistema social mayor. Pueden considerarse, en ese sentido, los pioneros de la sociología urbana, aunque no llegaron a establecer un proyecto sistemático y coherente de creación de una nueva subdisciplina. Ni siquiera se lo plantearon, de hecho. Sus intereses eran particulares, sin visión de conjunto, y diferentes: Simmel (1903, 1908) y Sombart (1907) se

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2 Francisco Javier Ullán de la Rosa

dedicarían a estudiar la ciudad en tanto lugar de producción de ras­gos culturales y de personalidad específicos (lo cual les da más méri­tos para ser considerados padres de la antropología cultural y psico­lógica que de la sociología urbana sensu stricto), mientras Halbawchs (1908) se interesará fundamentalmente por el aspecto material, el entorno construido, de la ciudad, por la vivienda y el urbanismo, como factores de producción de relaciones sociales. Con su decidi­da apuesta por los fenómenos socioespaciales fue este ult imo quien más precozmente exploró la que habría de ser la seña principal de identidad de la sociología urbana frente a otras subdisciplinas que también estudiaban (o estudiarían más tarde) la ciudad. Y es por ello que es necesario reclamarlo como uno de los padres de la sociología urbana junto con algunos exponentes de la primera generación de la Universidad de Chicago.

Siguiendo aquellas incursiones pioneras, sería la segunda genera­ción de sociólogos de Chicago, la conocida como Escuela de Ecología Humana , la primera en definir explícita y sistemáticamente el objeto de estudio específico de la sociología urbana, a lumbrando definiti­vamente su nacimiento como disciplina, pero también el de la an­tropología urbana, como es reconocido por la gran mayoría de obras sobre la historia de esta (Eames y Goode, 1977; Hannerz , 1980; Low, 1999; Cucó, 2004) . La separación entre competencias sociológicas y antropológicas no estaba dentro de su programa inicial. La Escuela de Chicago convertiría la ciudad en objeto de estudio por medio de un aparato teórico que adaptaba los conceptos de la ecología biológica al estudio de los fenómenos sociales. La sociedad va a ser vista como un ecosistema más, de naturaleza antrópica, cuyas relaciones vienen determinadas por la adaptación al ambiente y las leyes de la selec­ción natural. Cada ciudad constituye, en esta lógica, un subsistema ecológico, sus barrios otros tantos nichos. El objeto de los estudios urbanos es, pues, dicho ecosistema, entendido como un espacio deli­mitado físicamente (el entorno antrópico construido) y las relaciones sociales que se establecen entre los que lo habitan. Relaciones que no son meros productos del sistema social en su conjunto sino que están ligadas en una relación sistémica a las características y las lógicas del ecosistema urbano.

En los años cincuenta, la aplicación a los estudios sobre la ciu­dad del organigrama metódicamente diseñado por Parsons (1951) para acotar los objetos de estudio de las distintas disciplinas sociales, quebró la unión entre ecología (espacio) y estudios de comunidad

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 3

(cultura). El espacio sería desde entonces el feudo «natural» de la so­ciología urbana mientras la cultura era entregada a la nueva disciplina que ahora nacía del padre chicaguense: la antropología urbana.

A partir de los años sesenta, la llamada Nueva Sociología Urbana se planteara una revisión profunda del marco teórico de la Ecología Humana , considerado deficiente, abriendo una caja de Pandora que a punto estaría de liquidar recién nacida la disciplina. La furia edípica contra el padre chicaguense se manifestó en una puesta en cuestiona-miento del propio estatuto de la sociología urbana, de su pertinencia como tal. Y ello desde dos frentes, el epistemológico y el interdisci-plinar, que pueden considerarse como distintos aunque en muchas ocasiones han actuado en estrecha colaboración.

1.2. EL FRENTE EPISTEMOLÓGICO: LA CRÍTICA AL ESPACIO URBANO COMO FACTOR DE CAUSALIDAD SOCIOCULTURAL

Regresando al estructuralismo sistémico de los primeros sociólogos y a un etnocentrismo parcialmente inconsciente, que confundía la parte (Occidente) por el todo (mundo) , algunos autores van a negar cualquier papel de causalidad al entorno construido, rebajándolo de nuevo al rango de variable dependiente del sistema social. La primera en abrir fuego fue quizá Ruth Glass en 1955 desde Gran Bretaña: «No hay un objeto propio de la sociología urbana con identidad distintiva propia» (Glass, 1989 [1955]: 51), escribió: «En un país al tamente ur­banizado como Gran Bretaña, la etiqueta 'urbano puede aplicarse a casi cualquier rama de los actuales estudios sociológicos. En esas cir­cunstancias carece absolutamente de sentido aplicarla» (Glass, 1989 [1955]: 56). Diez años después, Gideon Sjoberg identifica tres difi­cultades fundamentales en la sociología urbana: la especificación de sus objetos clave, el establecimiento de los límites entre el subsistema ciudad y el sistema social general y, su etnocentrismo (el estudio de lo urbano se había l imitado hasta entonces al de la ciudad occidental, con ausencia de enfoque comparativo y de una teoría general univer­sal) (Sjoberg, 1965).

El ataque más conocido provino de la p luma de Manuel Castells, quien, en su primera reflexión sobre el tema, en 1968, se pregun­taba Y a-t-il une sociologie urbainé? (¿Existe la sociología urbana?). Pregunta que volvería a formular en su obra La question urbaine, de 1972. En ella, Castells, con el objetivo de salvar la sociología urbana,

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elabora un programa para depurarla de toda traza de determinismo, e incluso causalidad, espacial. Parafraseando la metáfora marxiana del fetichismo de la mercancía, Castells denuncia la causalidad espacial como pura ideología, «fetichización» del espacio, una representación imaginaria que impide ver la verdadera realidad: el espacio es siempre una expresión de la estructura social, es conformado por el sistema económico, político e ideológico, el modo de producción, la econo­mía política (Castells, 1972). Predominancia de lo relacional sobre lo físico que ya había sido (re)introducida por su maestro en Nanterre, Henri Lefebvre, en La somme et la reste (1959). En la contemporanei­dad esa economía política es la del capitalismo y, al estar sus lógicas presentes en todo el planeta (campos, ciudades, primer y tercer m u n ­do) no tiene sentido singularizar a la ciudad dentro del sistema. Si la ciudad fuera una variable independiente habría que suponer que existen ciertas prácticas sociales que solo se observan en ciudades. Esto no se sostiene empíricamente, nos dice Castells. Si el objeto de estudio fuera el espacio, habría que suponer que el compartirlo con­duce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los tipos de relaciones sociales entre personas y no su proximidad física los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu veci­no puede llevarte a amarlo u a odiarlo, el tipo de relación no se puede extraer a priori de la variable espacial (Castells, 1974).

El debate sobre el objeto de estudio cont inuó a lo largo de los ochenta y noventa. C o n la llegada de la globalización (tanto como fenómeno empír icamente observable que como moda e ideología académica) prendieron de nuevo con fuerza las viejas ideas evolucio­nistas que veían en la historia la consumación de un proceso global, inescapable, de urbanización. «Empíricamente —dice Z u k i n — si procesos globales de urbanización y "metropolitanización" cubren la faz de todas las sociedades, entonces el estudio de las ciudades per se se revela superfluo. Metodológicamente, si las ciudades se limitan a reproducir las contradicciones de una estructura social dada, enton­ces el estudio de las ciudades es esencialmente idéntico al estudio de la sociedad en su conjunto» (Zukin, 1980: 6)

A principios de los ochenta, el neoweberiano Saunders, desde un enfoque menos materialista que el de Castells, volvía de nuevo a subsumir la especificidad de la ciudad en el magma amorfo del sis­tema social general. En las sociedades modernas, argumentaba, con su alta movilidad social y geográfica y la permeabilidad capilar de la cultura difundida por los medios de comunicación de masas, no

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tiene sentido considerar a la ciudad o al campo como sistemas so­ciales autocontenidos. No hay actividades sociales que se produzcan únicamente en la ciudad o en el campo (Saunders, 1981). Y unos años más tarde Sauvage y Warde afirmaban con toda rotundidad que la sociología urbana no tiene objeto teórico y que la etiqueta de «ur­bano» es «mayormente una bandera de conveniencia» (Savage and Warde, 1993:2) .

1.3. EL FRENTE INTERDISCIPLINAR: LA SOCIOLOGÍA URBANA EN EL SENO DE UNA DISCIPLINA URBANA MÁS ABARCANTE

El segundo ataque a la identidad distintiva de la sociología urbana no provino de aquellos que ponían en duda la naturaleza causal, es­tructurante, del entorno antrópico urbano sino, por el contrario, de quienes la defendían con convicción.

Muchos académicos concluyeron que si el espacio urbano posee unas características tan definidas se hacía necesario, para poder ana­lizarlo en toda su complejidad, no dividir sino, al contrario, volver a reunir los distintos enfoques urbanos dispersos transversalmente por las grandes disciplinas sociales clásicas. El movimiento en pro de crear una nueva «disciplina de disciplinas», centrada en torno al núcleo de coalescencia de lo espacial, puede y debe entenderse en el contexto más amplio de la reacción posmoderna al paradigma de la moderni­dad y su proyecto de división racional de las esferas del conocimiento, tachado de mera ideología (Beck, 1992; Khan, 2001). Esta reacción acabó desembocando en el nacimiento de los llamados Urban Studies, considerados ya a principios de los sesenta en los Estados Unidos como «un campo académico emergente» (Woodbury, 1960; Gutman y Popenoe, 1963). Este movimiento de «ecumenismo urbano» fue protagonizado fundamentalmente por y desde las universidades an­glosajonas, y es en buena parte fruto de su estructura organizacional flexible, dispuesta ya de entrada a la interdisciplinaridad. Es en este mundo anglosajón donde la nueva disciplina iría progresivamente to­mando cuerpo, con el surgimiento de departamentos, títulos univer­sitarios, revistas especializadas y muchos manuales (Sinha y Achuta

Rao, 1968;Walsh, 1971;Gloor, 1974; Loewenstein, 1977; Montero, 1978; Phillips y LeGates, 1981; Rand Corporation, 1986, 1995; Steinbacher.y Benson, 1997; Paddison, 2001 ; Gottdiener y Budd, 2005; Patel y Deb, 2009; Hutchison, 2010) y en ella convergieron

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geógrafos, antropólogos, sociólogos, o urbanistas, entre otros. Uno de los grandes difusores de los Urban Studies fue la casa editorial Sage, como puede observarse en la cantidad de manuales y obras publicadas bajo ese sello.

En ese mundo anglosajón, la convergencia entre disciplinas fue especialmente fuerte, en el caso de la sociología y la geografía urbanas. En los años setenta y ochenta, con la intermediación del neomarxis-mo entonces imperante, «la distinción entre los dos campos disci­plinarios parece desaparecer casi completamente» (Mela, 1996: 18). Ejemplo paradigmático son los trabajos del geógrafo neomarxista David Harvey (1973, 1985a y b, 1987 a y b), prácticamente indis­tinguibles de los de los sociólogos. La interdisciplinariedad recibiría un ulterior empujón cuando la irrupción del paradigma posmoderno en todas las ciencias sociales condujo a la geografía, la sociología y la antropología urbanas a estudiar los aspectos semióticos y subjetivos de la ciudad y su espacio construido. Enfoque que ha continuado en autores como los de la llamada Escuela de los Angeles (Scott, 1986; Soja, 1990; Davis, 1990), que son reclamados respectivamente por la geografía (Racine, 1996), la sociología (Dear y Dishman, 2001) o la antropología (Cucó, 2004) como «de los nuestros».

1.4. LAS ULTIMAS DOS DECADAS: LA IDENTIDAD DE LA SOCIOLOGÍA URBANA SIGUE AÚN INMERSA EN EL DEBATE

Desde aquellos lejanos días de Glass (1955) o Sjoberg (1965) el de­bate acerca del objeto disciplinar en el seno de la sociología urbana no ha cesado pero la capacidad de resiliencia de la disciplina, incluso en medio de sus más agudos ataques existenciales, es sorprenden­te. Como nos advierte Zukin a propósito de los nuevos sociólogos urbanos que pusieron en duda el objeto de estudio: «Sin embargo, [todos ellos] —Castells no menos que otros— han continuado ge­nerando estudios bajo esa rúbrica» (Zukin, 1980: 9). En efecto, la pregunta que se hacía Castells en 1968 no fue nunca otra cosa que mera retórica para llamar la atención sobre sus propias tesis en socio­logía urbana. Sus invectivas contra la «fetichización» del espacio en absoluto suponen una cancelación del mismo en sus investigaciones sino tan solo una reformulación de su papel. Para Castells, el espacio urbano si bien quizá no sea estructurante, no deja de estar ahí. La metáfora empleada (un poco confusamente) por él mismo (1974) es

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la de un juego de ajedrez que se juega en un tablero abierto y diná­mico. Este tablero es el modo de producción (que no la ciudad): es el quien establece las reglas del juego, lo que las piezas pueden hacer. C o m o en el juego del ajedrez, las piezas están constantemente en movimiento, redefiniendo a cada turno las relaciones estructurales entre ellas. Castells dice estar interesado no en el tablero en sí sino en las piezas, o mejor dicho en sus relaciones de ataque y defensa, es decir, en sus luchas de clase. Aun así la ciudad sigue estando absolu­tamente presente en sus análisis, como escenario pero también como actor porque Castells no se dedica a estudiar indiscriminadamente todas las «piezas» del tablero sino que decide posar su lente sobre un tipo muy concreto: aquellas que ocupan «casillas» urbanas. Así, su estudio de los movimientos sociales una Sociologie des mouvements sociaux urbains (1974). El espacio urbano, aunque no sea nada más que como factor delimitante y no estructurante está en cualquier caso bien presente. Quizá no fuera en ese momen to una sociología de la ciudad pero nunca dejó de ser una sociología en la ciudad. No serán quizá las relaciones entre el espacio construido jy la sociedad pero son aún las relaciones sociales en el espacio construido. Más tarde, sin embargo, al desarrollar su teoría de la sociedad-red y del espacio de los flujos, Castells volvería de nuevo a retomar la idea fundante de la sociología urbana en Chicago: la de la ciudad como subsistema dentro del sistema social. Castells retomará, entre otros, los trabajos de Berry («Las ciudades son sistemas dentro de sistemas de ciudades» [Berry, 1964: 147]). En Castells, el sistema social es la sociedad-red globalizada del capitalismo informacional, en la cual las ciudades no son meros escenarios donde ocurren cosas sino que cumplen una función fundamental en tanto tales: son los nodos del sistema-red, que producen y consumen los diferentes flujos de los que el sistema esta hecho. Por si fuera poco Castells es uno de los impulsores de lo que se ha revelado en las últimas décadas como un objeto emergente de la sociología urbana, uno que, ya por sí solo podría justificar su supervivencia disciplinar: el estudio de la gobernanza y, más con­cretamente, de la gestión política de los problemas urbanos en las grandes aglomeraciones metropoli tanas (Castells y Borja, 1998). Esta es, de hecho, la única posibilidad de salvación que le conceden ne-gacionistas radicales como Savage y Warde, para quienes es la única dimensión de los estudios urbanos que no puede ser reducida a otras disciplinas. Las ciudades son en sí mismas instituciones políticas que necesitan información rigurosa y sistematizada para poder gestionar la

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vida social en su terr i tor io. Lo único que puede dist inguir a la sociolo­gía urbana, nos dicen Savage y Warde , es su proyecto de elaboración de un cierto marco teórico para en tender estos problemas . Así, aun­que algunos p re tendan reducir el rol del sociólogo urbano al de un mero «intermediario entre la teoría social y los problemas urbanos» (Savage y Warde , 1993 : 2), ni estos, ni Castells, ni la mayoría de los que pusieron ser iamente en cuestión el futuro de la sociología urba­na, se h a n atrevido a l iquidarla del todo .

T a m p o c o en el otro frente los ataques han desembocado en con­quista ni rendición. A pesar de la aparición, hace ya c incuenta años, de un rival tan fuerte como el proyecto mult idiscipl inar de los Urban StudieSy la sociología u rbana sigue hoy existiendo (o más bien coexis­t iendo) en el seno de la gran familia de las ciencias sociales. Y ello tanto en Nor teamér ica (donde los Urban Studies cuajaron con m u ­cha fuerza) c o m o en Europa donde (con excepción de la universidad bri tánica) no lo hicieron. En la Europa cont inenta l , u n a es t ructura universitaria más rígida hizo prevalecer la inercia de las compar t i -mental izaciones académicas ya establecidas. Y es par t icu larmente en Francia, principal foco de la nueva sociología u rbana en los sesenta y ochenta y, con una aristocracia universitaria par t i cu la rmente fuerte (magistralmente fotografiada por Bourdieu en su Homo Academicus [Bourdieu 1984]) d o n d e la resistencia a derribar m u r o s ha sido quizá mayor. Y ello a pesar de ser el foco más fuerte de las corrientes filosó­ficas y epistemológicas posmodernas , con sus Foucaul t , Baudril lard, Lyotard, Barthes, Deleuze, Guat tar i . . . Véanse como prueba los si­guientes fragmentos que describen el estado de la cuestión en el m u n ­do francófono en los albores del siglo XXI:

No hay casi comunicación entre los dos grupos de investigadores que se ocupan de la ciudad [los sociólogos y los geógrafos]. Los se­gundos tienen la impresión de que los primeros hablan de una enti­dad tratada in absentia, es decir, de un ser sin cuerpo, sin substancia ni lugar [...] A lo que los primeros replican que los otros analizan un cuerpo sin alma, pues a ciudad, siguiendo a Aristóteles y San Agustín, es un conjunto de hombres antes que ser un conjunto de piedras (Corboz, 2001: 25).

¿Es esta supervivencia de la separación académica de las di­ferentes ciencias de lo urbano una mera reacción tribal del Homo Academicus? N o , las posiciones no son fruto ún icamen te del interés polít ico disciplinar: existen t ambién quienes las defienden en aras de

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un renovado positivismo. Un ejemplo en este sentido es la obra de los geógrafos urbanos Pumain y Robic Théoriser la ville (1996). En este ensayo, tras haber reconocido, en lo que puede considerarse como un antimanifiesto de la interdisciplinaridad que «no existe, sin embargo, una teoría unificadora que explique de manera satisfactoria los diver­sos aspectos del fenómeno urbano» afirman su voluntad de limitarse «a las teorías de la ciudad» que la piensan como un objeto geográfico. Excluimos, por tanto, las interpretaciones que parten de un enfoque más bien sociológico como, por ejemplo, todas aquellas que definen la ciudad como «el lugar de maximización de la interacción social» (Pumain y Robic, 1996: 108). Este planteamiento tan atomizador supone un repliegue defensivo que trata de salvar una identidad pro­pia ante la amenaza de dilución del objeto de estudio geográfico en el océano de los estudios urbanos pero también deja traslucir una convicción de cuño modernista.

La geografía urbana atraviesa por procesos muy similares a los de la sociología urbana: dividida entre los defensores a ultranza de los confines disciplinares y los partidarios de un acercamiento interdisci-plinar. Entre los segundos, y sin volver a mencionar al más conocido Harvey, tenemos, de nuevo en Francia, la geografía humanis ta de Racine (1996). Pero es de la primera posición de la que cabe ahora hablar. Esta posición está perfectamente ilustrada en la obra colecti­va de Derycke et al. Penser la ville: théories et modeles (1996), en la cual se incluye el citado texto de Pumain y Robic: un volumen que intenta regresar a paradigmas puramente espaciales en la tradición de Crystaller (1933). En estos autores no hay ni una sola mención a la gente, sea como individuos o como grupos. Lo que se propone es el enfoque ecológico, pero en una versión no humanista del mismo, m u y diferente de la que desarrolló la Ecología H u m a n a de la Escuela de Chicago. Los textos dejan m u y claro que la disciplina ha de cen­trarse en el estudio de la ciudad como organismo físico-espacial y del sistema espacial de ciudades en el que esta se inserta, sin entrar en su composición social interna. Es como si se estudiara la ciudad como un bosque, describiendo su forma tal y como se ve desde el aire, sus movimientos en el espacio (es decir, su expansión o contracción a lo largo del t iempo), su interacción con el entorno y con otros ecosiste­mas (otros bosques, sabanas, ríos, tierras cultivadas) pero sin decirnos nada de la composición y funcionamiento de los animales y plantas que en él viven y le dan vida. Esta geografía urbana purista ha encon­trado sus señas de identidad, por el contrario, en una hiperreificación

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de la ciudad, concentrándose en estudiarla como un organismo físico (o biológico) con existencia propia al margen de sus elementos cons­tituyentes.

El reduccionismo geográfico de los Derycke y compañía es un ejercicio de hiperespecialización disciplinar que intenta levantar ba­rreras rígidas para detener el trasvase interdisciplinar. También prove­niente de Francia y siempre con el objetivo de contrarrestar el avance de unos Estudios Urbanos generales es la propuesta del sociólogo Grafmeyer (1994) defendiendo la irreductibilidad de los siguien­tes tres enfoques: el morfológico-funcional (terreno de la geografía urbana), el puramente funcional (feudo de la economía urbana), y el relacional (que sería, finalmente, el de la sociología urbana). Los tres enfoques tienen un denominador común, el análisis del espacio como factor estructurante de lo humano pero cada uno de ellos se ocuparía de una dimensión diferente de dicha actividad.

1.5. UN INTENTO FINAL DE DEFINICIÓN DE LA SOCIOLOGÍA URBANA

Los apartados anteriores quizá hayan confundido al lector y le hayan dejado con la impresión de que deseamos concluir este capítulo con una declaración de impotencia con respecto al estatuto de la socio­logía urbana. Nada más lejos de nuestra intención. Planteados todos los problemas y analizados los principales debates en el seno de la disciplina, quiero ahora intentar restituir a la sociología urbana la identidad puesta bajo sospecha y ofrecer una definición de la misma que sea al mismo tiempo lo más acotada, operativa, y actualizada posible. Soy consciente de que la definición perfecta no existe y que o que ofrezco a continuación es un acercamiento a la cuestión que

puede ser sometido a ulterior crítica y a debate pero soy así mismo consciente de que una historia de la sociología urbana, como la que se presenta en este libro, necesita de una definición de la disciplina, por muy imperfecta o abierta a discusión que esta pueda ser. Y, en aras de alcanzar dicho objetivo, se debe partir, en mi opinión, del necesario cumplimento de dos condiciones iniciales:

1) La separación analítica de la ciudad de los procesos macroprocesos sociales sistémicos y la superación del mito de un planeta total­mente urbanizado. Dicho de otro modo: si la ciudad puede

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observarse como un objeto de análisis en sí mismo es porque existen límites, diferencias, entre esta y otras formas de orga­nizar a las personas en el espacio. La ciudad debe entenderse como un territorio antrópico «urbanamente» construido que se diferencia de otras formas de transformación antrópica del espacio, como las rurales o las de la vida nómada . Como han señalado Arnould et al. (2009) la predominancia de lo urbano no quiere decir que no exista ya lo rural. Lo que ocurre es que no hay separación dicotómica, sino un contínuum, algo que, por cierto, ya decía Tónnies (1947 [1887]). Lo rural y lo urba­no se entremezclan de forma dinámica para dar lugar a innu­merables combinaciones que, no en todos los casos, caminan en el sentido unilineal apuntado por el evolucionismo moder­no. Y al mismo t iempo que hay urbanización, se observa, en los países más centrales del s is tema-mundo una creciente vuel­ta al campo, a la agricultura ecológica, por ejemplo.

2) La aceptación sin ambages de la recíproca relación, estructurada y estructurante a la vez, entre espacio urbano construido y procesos sociales (actores y relaciones entre ellos). Así ha sido reconocido implícita o explícitamente hasta la saciedad, por la mayoría de los grandes sociólogos urbanos (Frey, 2003) . La sociología ur­bana encuentra su razón básica de ser en el estudio de los pro­cesos sociales que dan forma a la morfología física del espacio construido y en el estudio de las formas en que dicho espacio construido condiciona las relaciones sociales que se desarrollan en su seno. Es decir, en relación sistémica de retroalimentación entre espacio y sociedad.

Una definición razonable de sociología urbana debe saber com­binar y cultivar estas dos dimensiones refrenando sus tentaciones de expandir su objeto de estudio en otras direcciones. Esa definición podría, entre otras posibles fórmulas, resumirse en la siguiente: sub-disciplina de la sociología que se especializa en el estudio de las funciones de los subsistemas sociales urbanos dentro del sistema social general y en el estudio de las relaciones sistémicas entre el espacio construido urbano y los procesos sociales que en este —y exclusivamente en este, lo que excluye otros espacios o hábitats como el rural— se desarrollan. La sociología urbana es la disciplina que se centra en la dimensión sistémica y estruc­tural de la ciudad: en el rol de las ciudades en el sistema social mundial (siguiendo la estela de Castells o Sassen); en el estudio de la relación

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sistémica entre la forma espacial y la estructura social analizando cómo diferentes estructuras espaciales generan (o no) diferentes estructuras de relaciones sociales y modos de interacción social. La sociología urbana es aquella que continua en la senda ecológica, estudiando la distribución de los varios grupos y actividades en el espacio y las relaciones entre es­tos; y debe añadir a todo ello una dimensión práctica que le dé recono­cimiento y sentido en la sociedad, estudiando las causas, consecuencias y posibles soluciones de los problemas urbanos (congestión, contamina­ción, desigualdad, pobreza, crimen, vivienda) siguiendo la estela de los fundadores de la sociología. Esta última dimensión aplicada la conduce inexorablemente también al estudio de la política urbana, aún a riesgo de meter un pie en el huerto de la ciencia política.

La sociología urbana puede y debe apoyarse en los estudios cul­turales que hace la antropología, así como, en los estudios más pu­ramente espaciales de la geografía, pero debe resistir a la tentación de convertirlos en sus objetivos de investigación. Así, una sociología urbana con identidad debe dejar a la antropología urbana el estudio de ciertas temáticas (que a veces, sin embargo, figuran en los catá­logos de la sociología urbana), como la teorización sobre la existen­cia de experiencias, valores o estilos de vida urbana universales o los imaginarios culturales que construyen las identidades idiosincráticas de barrios y ciudades. No hacerlo sería despojar a la antropología urbana de su objeto específico de estudio, minando su razón de ser como subdisciplina propia y haciendo a ambas, en la práctica, in­distinguibles (lo cual no dejaría de ser más que volver a los orígenes chicagüenses de la disciplina: una posición que tiene sus defensores, pero que no es la que se pretende defender en esta obra).

O t r a cuestión fundamental es la relación entre la sociología urba­na y el urbanismo. Al hacer de la relación espacio construido/estruc­tura y procesos sociales el objeto central de la disciplina, la sociología urbana sella una alianza indisoluble con la ciencia del urbanismo en la cual también se hace a veces difícil establecer fronteras nítidas. Desde al menos mediados del XIX la construcción del espacio urba­no (las características de sus edificios, residenciales o no; sus espacios no construidos, públicos o privados; la forma en que todos ellos se distribuyen en el territorio; la gestión del tráfico.. .) ha dejado de ser un proceso espontáneo en muchas ciudades para convertirse en un fenómeno planificado por un conglomerado de actores sociales (pú­blicos y privados) de acuerdo a un conjunto de directrices técnicas, legales e ideológicas. La importancia de esta construcción planificada

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del espacio (o, inversamente, de la no planificación del mismo) para las relaciones sociales que en él se dan es tan grande que obliga a cualquier historia de la sociología urbana a convertirse, de alguna manera, también en una historia del urbanismo o de la forma urba­na. El lector descubrirá a lo largo de los próximos capítulos que esa ha sido nuestra apuesta. Pero dicha alianza con el urbanismo, t ampo­co se le escapará al lector, nos devuelve de nuevo, como en un bucle sin fin, al problema de los límites disciplinares. Fijar fronteras entre la sociología urbana y el urbanismo no es tan difícil, sin embargo: la sociología es una ciencia teórica, explicativa, mientras que el urbanis­mo es básicamente una disciplina técnica, aplicada. La misión de la sociología urbana en ese sentido es teorizar los planteamientos urba­nísticos concretos, relacionándolos con el contexto social e histórico más abarcante. El problema viene de nuevo con subdisciplinas como la antropología cultural. A los sociólogos urbanos, evidentemente, no escapa que el urbanismo tiene una dimensión cultural muy fuerte los edificios, el diseño de la ciudad, obedecen a códigos culturales éticos y estéticos determinados. Ni el urbanismo ni su compañera aún más técnica, la arquitectura, son ciencias exactas desprovistas de contexto social y valores culturales. Las ciudades y los edificios se diseñan de maneras determinadas para emitir mensajes determinados y cumplir funciones determinadas de acuerdo a ideas culturalmente construidas sobre las formas más deseables de organizar el espacio y a la gente en él. Ahora bien, hemos dicho que el estudio de la dimensión es­trictamente cultural pertenece a la antropología urbana. Pero ¿cómo estudia la sociología urbana los efectos del urbanismo sobre el sistema social sin penetrar en este campo de la semiótica y la ideología urba­nística? La respuesta es: no puede y, de hecho, lo hará, lo cual es, de alguna manera, volver a introducir la antropología en la sociología urbana por la puerta de atrás del urbanismo. C o m o vemos, es m u y difícil desembarazarse completamente del dilema de los límites sub-disciplinares.

A pesar de todo ello, a pesar de esta innegable labilidad, creo que podemos afirmar que la sociología urbana posee atributos para reclamar una identidad propia. Ello no quita para que sus fronteras sigan siendo imprecisas, preñadas de yuxtaposiciones y de intersticios por los que se cuelan los vientos de otras disciplinas. Esa será siempre una de sus señas de identidad, inevitable. Una marca al hierro que emerge de su nacimiento en un territorio de frontera: en el confín entre lo espacial (la ciudad como realidad física, que le da su raison

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d'étre) y lo estructural-sistémico (los procesos del sistema social que se manifiestan en la ciudad pero no son solo un producto de la ciudad). Trazar los límites entre estas dos esferas, lo espacial concreto y lo sistémico supraespacial, será siempre una tarea espinosa. Una posible solución para zafarnos de una vez por toda de este debate puede estar en propuestas como la de Racine (1996) o Kauffman (2001, 2009), quienes abogan por una tercera vía para la sociología urbana a medio camino entre el aislacionismo y la absorción en el seno de los Urban Studies. Una tercera vía que, partiendo de esta definición razonable de un objeto de estudio propio, relativiza dicho objeto reconociendo su naturaleza fundamentalmente instrumental, heurística, no absolu­ta, y plantea a partir de ahí la necesidad ineludible de construir una confederación (que no absorción centralista) de disciplinas urbanas para caminar, juntos todos, pero desde una eficiente división acadé­mica del trabajo, hacia el futuro.

1.6. DE LA DEFINICIÓN DEL OBJETO DE LA SOCIOLOGÍA URBANA A LA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA URBANA

Si el objeto de estudio de la sociología urbana ha tenido desde sus inicios problemas de definición de ello ha de seguirse, con meridiana lógica, que tampoco la historia de la disciplina presentará un cuerpo teórico de nítida silueta. En efecto, hasta un cierto punto, así es. «La historia de la sociología urbana es discontinua, imposible de reducir a una evolución lineal alrededor de un único tema» (Saunders, 1981: 10), nos dice uno de sus más conocidos exponentes. Y citando las pa­labras de otro, esta característica convierte a la producción sociológica urbana en «un agregado heterogéneo de resultados de investigación que giran en torno a cuestiones y problemas formulados de manera diversa en el curso de debates surgidos en momentos históricamente diferentes y en contextos nacionales con problemas sociales y territo­riales no siempre comparables» (Mela, 1996: 16).

Punto de partida que no debe descorazonar a quien pretende, como es el caso, realizar una crónica histórica de la disciplina. Una disciplina tan fragmentada como esta (en escuelas, estudios regiona­les, autores individuales difíciles de colocar en cajones categoriales) constituye, sin duda, no solo un reto para la historia de las ciencias sino una necesidad, pues es absolutamente obligado ofrecer al públi­co (sea especialista o general) algún tipo de mapa cognitivo que le

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permita navegar por su intrincada red fluvial de autores y escuelas. Este libro pretende ser un ejercicio clasifícatorio y descriptivo que reduzca la diversidad fenomenológica que presenta la producción sociológica sobre la ciudad a unos mínimos esquemas panorámicos que ayuden a comprender los principales debates, propuestas teórico-metodológicas, líneas de investigación y resultados obtenidos por la disciplina desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días.

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había atravesado un umbral de eficacia verdaderamente significativa); d) mutaciones sociales y culturales (desintegración de las estructuras familiares tradicionales —la familia extendida e incluso la familia nu­clear— y de los valores culturales heredados del pasado, sustituidos por secularización, agnosticismo, ateísmo, hedonismo. . . ; e) disfun­cionalidades psicosociales que afectaban al comportamiento de una buena parte de la masa social (aumento de la depresión, suicidios, stress, angustia, ansiedad, alcoholismo, prostitución, malos tratos y abusos sexuales, cr iminal idad. . . ) . Problemas todos ellos localizados principalmente en las grandes ciudades y que preocuparon a los au­tores de todas las tendencias políticas. Pioneras en este sentido fueron las obras del alemán (afincado en Inglaterra) Engels The condition of the Working Class in England in 1844 (1845), desde la izquierda, y la monumenta l obra comparativa, desde la derecha, Ouvriers européens. Etudes sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des popu-lations ouvrieres de TEurope (1855), del francés Fréderick Le Play (con­siderado uno de los decanos de la sociología en Francia, tiene incluso estatua en los Jardines de Luxemburgo en París) (Brooke, 1970).

El estudio de lo urbano queda subsumido en el estudio general del proceso de modernización e industrialización

Sin embargo, n inguno de los primeros analistas sociales consideró necesario desarrollar una teoría específica para explicar estos fenó­menos desde la variable causal de lo urbano (Saunders, 1981; Bettin, 1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2002) . Aunque un puñado de ellos, como Simmel, Sombart o Halbawchs, se atrevió a considerar a la ciudad en sí misma, en tanto realidad de poblamiento espacial, como un factor explicativo de los procesos sociales, bien que fuera parcial, lo cierto es que ni siquiera estos fueron capaces de desarrollar ese punto de partida sobre un armazón teórico-metodológico rigu­roso. En cuanto a los demás (que son, por otra parte, los cabezas de cartel de la sociología de la época) se observa un consenso cuasi gene­ral en torno a la tesis de que la cuestión urbana no es otra cosa más que una manifestación de procesos históricos y/o estructurales m u ­cho más amplios: para los socialistas, como Marx, Engels o Tónnies , el de las lógicas del modo de producción capitalista, para los libera­les el del desarrollo de procesos de modernización racionalizadora (Small y la primera generación de la Escuela de Chicago, Weber) o la complejidad funcional creciente del superorganismo social (Spencer,

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Durkheim) , por citar solamente los autores más significativos y los que encarnan, hasta cierto pun to , enfoques teóricos distintos.

El único caso en que los primeros sociólogos parecen haber apre­ciado la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo es cuando hacen retrospección histórica en busca de los orígenes del m u n d o moderno . Se encuentran entonces con la ciudad medieval europea y la reconocen, a esta sí, como un sujeto au tónomo que merece ser es­tudiado como tal. Weber (1924) analizó la ciudad medieval con todo detalle, por considerarla actor decisivo en la ruptura del orden polí­tico y económico feudal y en la generación de los procesos racionales que conducen a la moderna sociedad capitalista. Durkheim (1893, 1895) también buscará el proceso de división del trabajo que condu­ce al desarrollo de la «solidaridad orgánica»en las ciudades medievales y Marx y Engels (1998 [1848]) pondrán sus ojos en la ciudad de la Edad Media como lugar insular, específico y único, donde se gesta, en medio del océano feudal, su antítesis capitalista. Pero ese prota­gonismo que le conceden a la ciudad medieval se apaga a la hora de estudiar la fase histórica siguiente, marcada por el triunfo de los siste­mas burocrático/racionalistas (en Weber) o del modo de producción capitalista (en Marx y Engels). Ahora, en el siglo XIX o principios del XX, la ciudad ya no es ni el lugar que produce en sí mismo la división social del trabajo ni la expresión de un específico modo de producción, pues estos se han extendido por todo el territorio. Son concomitantes con el sistema social en su conjunto y, por ello, no se considerará útil estudiar la ciudad por sí misma. Y lo que vale para la ciudad contemporánea se predica también de otras formaciones urbanas en épocas pasadas de la historia, como la ciudad antigua, por ejemplo. Solo la ciudad medieval, au tónoma polít icamente y lugar de creación de un sistema económico propio, distinto del resto del territorio, es analizada como un sujeto específico de estudio.

No se consideró necesario, pues, elaborar una teoría de la ciu­dad, un estudio de las ciudades en sí mismas y, en este sentido, no se puede hablar aún de una existencia de la sociología urbana como tal, como subdisciplina con estatuto propio dentro de la gran familia de la sociología. El tema urbano está completamente ausente de los escritos de algunos de los considerados fundadores de la sociología, como el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) (Pareto, 1916). En el caso de otros, como Marx, Engels, Durkhe im, Tónnies o Weber no sería del todo correcto, ni justo, decir que no hicieron sociología ur­bana, pues todos estos autores estudiaron fenómenos y procesos que

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más tarde serían centrales para esta subdisciplina. Lo que ocurre es que se trata de una sociología urbana avant la lettre, que no es re­conocida conscientemente por los autores en su singularidad. Una sociología urbana no sistematizada ni dotada de herramientas teóri-co-metodológicas propias, que hay que ir descubriendo en la prolija producción sociológica de estos autores.

Los marcos epistemológicos e ideológicos finiseculares y el estudio de la ciudad

Los estudios urbanos en esta época se inscriben en los marcos teóri­cos generales con los que empezaba a analizarse la sociedad y quedan atrapados en los debates disciplinares más generales. Estos debates alineaban a los autores, grosso modo, en dos grandes bandos episte­mológicos: el positivista (en el cual debemos incluir al tándem Marx/ Engels, a Durkheim, a Halbawchs y a Small en los Estados Unidos) y el no positivista de la l lamada verstehen o sociología interpretativa en el que debemos incluir a la escuela alemana (que podríamos casi considerar como una Escuela de Berlín pues todos excepto Tónnies enseñan en dicha universidad: Simmel, Tónnies , Sombart y Weber) y a la corriente del Pragmatismo en Chicago (Mead, Dewey, hasta cier­to pun to Thomas y Znaniecki) . Dentro del bando positivista se desa­rrollaba una segunda división no menos impor tante entre los marcos teóricos del materialismo histórico de los Marx y Engels y el funcio­nalismo de los Spencer (a quien no trataremos aquí directamente por apenas haberse ocupado de la ciudad) y Durkhe im. De manera trans­versal al debate epistemológico se situaba el político-ideológico, que separaba a socialistas (Marx/Engels, Tónnies , Sombart , Halbawchs) de liberales (Simmel, Durkhe im, Weber, los de Chicago). Es decir, ya en estos momentos están presentes las posiciones que se contenderán la arena de las ciencias sociales durante todo el siglo XX.

Me permito, a continuación, repartir el grupúsculo de autores más significativos en dos grandes compart imentos de acuerdo a su posicionamiento epistemológico con respecto a la ciudad. Todo ello con el propósito de hacer heuríst icamente más accesible la abigarrada y diseminada producción de estudios y reflexiones sobre lo urbano que se generan en este periodo, pero advirtiendo que dichos compart i ­mentos no son de ninguna manera estancos y que existen filtracio­nes, influencias entre ellos, así como, acabamos de decirlo, principios teóricos e ideológicos compart idos. La clasificación se ha realizado en

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en sí mismo', porque para ellos el espacio urbano es una variable

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base al cruzamiento de varios principios: epistemológicos los unos, de orientación política los otros. C o m o resultado de ello obtenemos las siguientes categorías:

1) Autores que no reconocen a la ciudad como un objeto de estudio dios el espacio urbano es una variabl

dependiente, un mero reflejo de otros mecanismos sociales. Grupo en el que tendríamos que distinguir entre los materia­listas históricos adscritos al socialismo político (Marx, Engels, Tónnies) y los protofuncionalistas más o menos declarados (como Durkheim) o no (como Weber) de tendencia liberal.

2) Autores que sí reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo\ porque para ellos el espacio urbano es una variable independiente, un factor de causalidad que determina o con­diciona otros procesos sociales. Es en este grupo donde tene­mos que buscar a los verdaderos precursores de la sociología urbana y en él podemos distinguir entre culturalistas (Simmel, Sombart) , de orientación política liberal y un ecléctico me­todológico como Maurice Halbawchs, cercano al socialismo, que incorpora aspectos marxistas, funcionalistas e incluso eco­lógicos y a quien los franceses consideran, tanto por su rigor metodológico como por sus temas de estudio, el padre de la sociología urbana en Francia (Amiot, 1986; Fijalkow, 2002) .

En este segundo grupo es necesario resaltar especialmente a quienes sin duda merecen el título de primeros padres de la sociolo­gía urbana en Norteamérica y en el m u n d o , por lo temprano de sus trabajos (los primeros se anticipan a los de Halbawchs en casi dos décadas): me refiero a la primera generación del Depar tamento de Sociología de Chicago, la anterior a la Ecología Humana , fundada por Albion Small en 1892. Bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se aplicaron tenazmente a expurgar la enorme montaña de datos estadísticos oficiales de la ciudad de Chicago (censos, regis­tros catastrales, de la seguridad social, estadísticas de criminalidad, etc.) cruzándolos con diferentes áreas geográficas de la ciudad para elaborar los primeros modelos relaciónales entre espacio urbano y procesos sociales. De todos esos trabajos quizá el que merezca una glosa individual sea el de Charles Cooley, quien alterno su militancia en el Pragmatismo culturalista con el positivismo. Sello de identidad, por cierto, que acabaría por plasmarse en el proyecto ecológico de

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los veinte y treinta y que distinguiría a buena parte de los chicagüenses hasta los años cincuenta. Con su The Theory of Transportation (1894) Cooley dio el primer paso de gigante en el tratamiento de temáticas específicamente urbanas (en este caso, los efectos de las redes de trans­porte urbanos sobre la estructura social y económica), que serían des­pués ampliamente desarrolladas por todas las subdisciplinas del ramo (sociología, geografía y economía urbanas). La primera generación de Chicago merece, más que ningún otro grupo de autores, un amplio de­sarrollo como precursores de la sociología urbana. Sin embargo, he con­siderado más apropiado incluirla en el siguiente capitulo, describiendo la sociología de Chicago como un conjunto, por cuanto que entre la primera y la segunda generación se observa un claro continuismo.

Por otro lado, y por encima de las diferencias señaladas, todos los autores presentan un denominador común epistemológico e ideológi­co fundamental: todos abrazan con entusiasmo el paradigma de la mo­dernidad, la cosmovisión predominante en el Occidente de la época, y ello se refleja en el estudio de la ciudad. El paradigma de la modernidad hace de la ciudad, sin que ello sea reconocido explícitamente, un obje­to privilegiado de estudio, al menos de dos maneras diferentes:

a) La ciudad es estudiada como escenario del avance de la modernidad

Las formas complejas de organización social y sus complejos pro­ductos culturales (sea en forma de valores o de tecnologías) son, como lo indica la propia etimología de la palabra civilización, intrín­secamente urbanos. Así, sin haberlo en realidad reconocido nunca (e incluso habiéndolo algunos, como Marx y Engels, negado explícita­mente) todos los autores colocan a la ciudad (y la ciudad occidental en concreto) en el centro de sus esquemas teóricos al presentar una correlación entre el proceso histórico de modernización y el de ur­banización. El proceso de urbanización y la ciudad como construc­ción histórica son colocados en el punto de llegada de la teleología evolucionista a la que todos los autores adhieren y es convertido a la vez en causa y consecuencia de los «logros» occidentales: el progreso, la complejidad, la racionalidad creciente, la conquista de la natu­raleza... En ese planteamiento la ciudad no es vista como un ob­jeto en sí mismo, sino como parte de un proceso histórico general. Una ciencia de lo urbano no era necesaria puesto que el proceso de modernización conduciría finalmente, por la lógica inexorable del

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sistema, que este sea socialista o liberal es indiferente, a la total ur­banización (industrialización/modernización, en resumidas cuentas, occidentalización) del planeta. Es de esta premisa que surge indefec­tiblemente la famosa dicotomía rural/urbano. Porque la convicción en el inexorable futuro urbano de la humanidad hacía de los rasgos rurales trasplantados a la ciudad (vía emigración) elementos desti­nados a desaparecer eventualmente por incompatibilidad funcional con la modernidad urbana. Una visión que la sociología urbana pos-moderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica y apriorística y demostrando su afirmación con hechos, al encontrar innumerables rasgos «premodernos» (sistemas de salud chamánicos, liderazgos carismáticos cuasi feudales, estructuras ciánicas, xenofo­bia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno. . . ) gozando de muy buena salud en el habitat urbano.

b) Los problemas urbanos son percibidos como un desafío al paradigma moderno

La ciudad industrial debía ser, de acuerdo con este paradigma m o ­derno, el epítome del progreso obtenido a través de la ciencia, la tecnología y la administración racional-burocrática. Y, sin embar­go, la realidad de la vida urbana, con su degradación ambiental y su miseria social y moral no se ajustaba en absoluto a dicho para­digma. La ciudad era el escaparate más espectacular de los efectos colaterales de la economía de mercado de la primera y segunda re­volución industrial, que entraban en trayectoria frontal de colisión con su ideología triunfalista, con el optimismo del progreso. La racionalidad del progreso parecía engendrar en sus propias entrañas un monstruo de irracionalidad que la roía por dentro. Esta contra­dicción se había convertido en el tema inspirador de muchos litera­tos y otros artistas desde el principio de la industrialización, dando lugar al nacimiento de algunos de nuestros más conocidos tópicos modernos. Había iniciado Goya en 1799 advirtiendo que «El Sueño de la Razón Produce Monstruos», había continuado Goethe con su Fausto en 1806 (el sueño moderno de dominio absoluto de la na­turaleza no puede venir sino de un pacto diabólico), poco después seguido del Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley (1818) en el que se recuperaba el viejo mito clásico (que también era, a fin de cuentas, el del Génesis): imitar a Prometeo, aspirar al control de la naturaleza a través de la ciencia, solo puede volverse

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en nuestra contra . El control de la naturaleza es prerrogativa de la divinidad. Solo ella puede hacer las cosas bien. El ser h u m a n o solo puede producir mons t ruos . El mi to había sido f inalmente comple­tado, con mayor refinamiento psicológico, en el ombligo de todas las pesadillas urbano-industr iales de la época, la Inglaterra Victoria-na, a través de memorables metáforas de la sociedad como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886) o El retrato de Dorian Grey (1890) , tras cuyas civilizadas epidermis se ocultaba todo el horror de la miseria de su t iempo: el personaje antisocial, en que la ciencia t ransformaba al afable doctor; el retrato escondido en un desván que se hacía cada día más repugnante como precio a pagar por la des lumbrante be­lleza del dandy Grey. Un horror que el Occidente había exportado al resto del m u n d o y que Conrad retrataría magis t ra lmente en El Corazón de las Tinieblas (1899) .

Pero los sociólogos no podían contentarse con metáforas poéticas que estaban, además, impregnadas de un romanticismo en el fondo no muy comprometido con la razón. Los sociólogos no eran poetas, eran hombres de ciencia, y, en ese sentido, apóstoles convencidos del racionalismo. Un racionalismo que era epistemológico y axiológico al mismo tiempo: que afirmaba la existencia de una explicación objetiva para todos los fenómenos y saludaba el triunfo del progreso, del orden frente al caos y la entropía y creía firmemente en un futuro más feliz para el género humano a través de la ciencia. Bajo esas premisas, los efectos perversos de la industrialización, entre ellos los llamados pro­blemas urbanos, se convirtieron en una obsesión para la sociología, hasta el punto de ser en buena parte los causantes de su nacimien­to. El objetivo era desmentir las alegorías literarias: demostrar que la modernidad no era un monst ruo esquizofrénico con dos cabezas y que no estaba destinado a producir horror para siempre. Optimistas convencidos, todos nos dirán que aquellos aspectos oscuros eran solo fases transitorias de la evolución de la sociedad, desajustes temporales del sistema el cual, por la propia lógica interna a su funcionamiento, tiende a la armonía (porque si no desaparecería). Si bien los autores difieren en su percepción acerca de cómo se producirá esto (por el propio mercado, para los unos, por la sociedad socialista sin propie­dad privada, para los otros) todos confían finalmente en el reajuste del sistema. La paradoja se muestra así como un mero espejismo: la realidad funciona por parámetros racionales, no es un sistema caótico, y, conocidos racionalmente sus mecanismos, puede ser racionalmente reconducida por la senda del progreso.

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2.2. LA CIUDAD COMO VARIABLE DEPENDIENTE: MARX, ENGELS, TÓNNIES, DURKHEIM Y WEBER

2.2.1. KarlMarx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895): la ciudad como expresión del modo de producción

En la antigüedad, las ciudades nunca llegaron a ser el espacio genera­dor de un nuevo modo de producción. Los grandes latifundistas, el poder político de base tributaria, vivía, ciertamente, en las ciudades pero la economía era básicamente agraria y la existencia material de la ciudad, con su división social del trabajo y su estructura de clases, descansaba completamente en la obtención de la plusvalía agrícola. La ciudad no era otra cosa que un centro administrativo para gestio­nar el modo de producción agrario y sus relaciones sociales (una arti­culación de pequeños propietarios, latifundistas, aparceros, arrenda­tarios, clientes y esclavos cuyas características, composición concreta y relaciones estructurales variaron significativamente a lo largo del tiempo y del espacio). La ciudad nunca generó un modo de produc­ción propio. Con el desplome de la estructura política del Imperio Romano, el latifundio y sus relaciones de producción simplemente se hicieron insostenibles y la sociedad regresó al modo de producción agrario basado en las relaciones de parentesco o se reconstituyó en las nuevas formas de dominación feudal. La Edad Media comien­za con la hegemonía de lo rural como lugar de la historia pero ve poco a poco crecer en su seno una nueva lógica económica basada en una nueva división del trabajo (Marx y Engels, 1998 [1848]). Es en la Edad Media el momento en que la división entre ciudad y campo tiene una verdadera existencia estructural, es la expresión de una contradicción esencial entre dos modos de producción distintos. Y como bien advierte Lefebvre (1972: 71) «para Marx, la disolución del modo de producción feudal y la transición al capitalismo se en­cuentran ligada a un sujeto, la ciudad».

Se trata, eso sí, de la ciudad occidental. Al igual que Weber, para Marx y Engels la asociación entre capitalismo y urbanismo es un fenómeno que ocurre solamente en Occidente. En el resto de los estados agrarios se desarrolla otra modalidad de economía política, basada en el control despótico del Estado sobre poblaciones campe­sinas organizadas en torno a estructuras comunitarias de parentesco, el llamado modo de producción asiático al que Marx dedicaría sobre todo los Grundrisse (1989 [1857]), y cuyas características inhibirían

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el nacimiento de una burguesía capitalista. Mientras, en Occidente, el germen del nuevo modo de producción rápidamente empezaría a crecer gracias al establecimiento de una red de relaciones entre los distintos centros urbanos que incluso genera una división espacial del trabajo: especialización de ciertas ciudades en la producción de artí­culos o de servicios comerciales o financieros concretos. Sin embargo, el «océano feudal» que lamía las murallas de las ciudades por sus cuatro costados, impidió durante mucho t iempo, tanto desde dentro como desde fuera, el despegue del incipiente sistema económico y su transformación en un moderno capitalismo industrial. Desde fuera, la sujeción de las masas campesinas a la servidumbre de la gleba y, desde dentro, la regulación del trabajo y la producción operada por unos gremios corporativos que imitaban las relaciones jerárquico-paternalistas de la aristocracia feudal, obstaculizaron durante siglos la que Marx y Engels consideraban condición sine qua non para la aparición del moderno capitalismo industrial (Marx y Engels, 1998 [1848]): la conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía que pudiera venderse y comprarse l ibremente en un mercado supralocal de dimensiones suficientemente grandes. Los siglos XV al XVIII pue­den resumirse como la historia del surgimiento y consolidación, en el marco de los Estados nación modernos , de dicho mercado de trabajo, que disuelve y sustituye progresivamente las rígidas relaciones de pro­ducción feudales, personalizadas, cargadas de valores y emociones, y las sustituye por relaciones monetarizadas, anónimas, utilitaristas y racionales. Dicha sustitución se había operado casi completamente a mediados del siglo XIX, cuando Engels y Marx escriben sus obras. Por entonces la agricultura, en la Europa Occidental , es ya plena­mente una actividad capitalista, dominada por las relaciones socia­les de mercado, y es en ese sentido que Marx y Engels negarán que campo y ciudad, en tanto cuales, sean sujetos reales de análisis. Serán considerados como dos dimensiones de la misma formación social (Katznelson, 1993), la conformada por la hegemonía del modo de producción capitalista, y la ciudad estudiada únicamente en cuanto lugar donde se concentran con mayor intensidad sus efectos y con­tradicciones.

Sin embargo, como nos recuerdan, entre otros, Saunders (1981) o Merrifield (2002), no es exacto que Marx y Engels negaran comple­tamente a la ciudad un papel en su esquema de análisis del modo de producción capitalista (o en su programa político para superarlo por medio de la lucha de clases). Marx y Engels considerarán las ciudades

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como catalizadores de la evolución del propio modo de producción capitalista, es decir, como factores de causalidad al fin y al cabo. Y ello, en su doble circunstancia espacial de lugar de intensa concentra­ción demográfica de trabajadores y de vector físico que agudiza sus condiciones de explotación por causa de las deficiencias de su espacio construido. Las ciudades fomentan en su seno —gracias a procesos sistémicos de sinergia— fenómenos como el avance científico-técni­co, procesos de concentración monopolíst ica del capital y mayores cotas de división del trabajo (producto a su vez de los propios avances técnicos, de la necesidad de resolver problemas derivados de la densi­dad de población urbana y de la propia heterogeneidad social que la densidad demográfica produce). Ese efecto catalizador conducirá, sin embargo, a la profundización de las contradicciones del sistema, que acabarán por destruirlo y sustituirlo por un nuevo modo de produc­ción: el socialismo. El proletariado que deberá dar inicio a la lucha por el socialismo será, de acuerdo con esta lógica, un proletariado urbano. Era en la ciudad y no el campo, gracias a su concentración espacial de proletarios explotados y a las condiciones de precariedad de su vida material cotidiana, donde se estaban gestando los procesos de aparición de una conciencia de clase y movilización obrera. La urbanización es así, para Marx y Engels, una condición necesaria para la construcción del socialismo.

Es en ese sentido que hay que apuntar algunos trabajos realiza­dos en solitario por Engels y que trataron propiamente de problemas específicamente urbanos, como el precoz The condition ofthe Working Class in England in 1844 (1845) y el posterior The Housing Question (1872). Trabajos ambos que supusieron un notable esfuerzo de do­cumentación empírica de las condiciones de vida de la clase obrera en las ciudades. Engels fue el primer marxista en ligar explícitamente las lógicas del modo de producción capitalista con los procesos de desarrollo urbano y fue, en ese sentido, el primer sociólogo urbano marxista, aunque fuera avant la lettre. Y, sin embargo, Engels no pro­fundizó mucho más allá de lo puramente material: nunca se interesó por la cultura urbana, por sus formas específicas de vida (Merrifield, 2002) . La razón de esta ausencia debe achacarse de nuevo al plan­teamiento estructuralista de partida: para Engels es el capitalismo el determinante último de los estilos de vida urbanos, en este caso de la miseria material y moral del proletariado de los slums, no la ciudad en cuanto tal. En los dos trabajos mencionados, Engels deja clara su convicción, mensaje que lanza a los reformistas liberales de su época,

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de que la miseria urbana únicamente se podrá superar mediante la transformación de la sociedad en su totalidad. Su enfoque, como el de sus discípulos marxistas del siglo XX, era clara y profundamente estructuralista: es el sistema capitalista en sí mismo, y no las acciones individuales de los individuos «capitalistas» el que causa la pobreza y la cochambre en la que vive el proletariado urbano. Por eso, aunque la burguesía haya intentado puntualmente mejorar las condiciones de vida de los slums (los programas reformistas que mencionábamos más arriba), incluso en ocasiones —por qué no admitirlo— con un loable y desinteresado espíritu filantrópico, estas experiencias estarán siempre inexorablemente condenadas al fracaso mientras la lógica de las relaciones de producción no cambie: por cada slum que se de­rribe para construir un barrio más humano surgirá más pronto que tarde otro en otra parte. O dos. O muchos más, pues el capitalismo tiende con velocidad siempre creciente a expandir sus lógicas a más y más sociedades del planeta, atrapando siempre más poblaciones en la telaraña de sus relaciones de explotación. El tiempo no hizo otra cosa más que corroborar esta afirmación, sembrando slums por toda la tierra: de Yakarta a Rio de Janeiro, de Kabul a Ciudad del Cabo, en un proceso de dimensiones tan globales que probablemente haya superado la estimación más atrevida del viejo Engels. Un proceso que Mike Davis documenta magistralmente en su reciente libro Planet of Slums (2006), de título muy evocador.

2.2.2. Ferdinand Tonnies (1855-1936): lo urbano en el c o n t í n u u m comunidad-sociedad

Tonnies fue uno de los padres de la sociología académica en Alema­nia, co-fundador de la Asociación Alemana de Sociología en 1909. Hombre de ideas y preocupaciones socialistas, escribió una biografía sobre Marx en 1921 y llegó incluso a militar políticamente en el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) si bien ya casi al final de su vida, en 1932 (Merz-Benz, 2005). Como muchos otros intelectuales de su época, Tonnies mostró un gran interés y preocupación, teñida de inquietudes sociales, morales y políticas, por los efectos negativos de aquel capitalismo industrial que le tocó vivir en primera persona. En Alemania, país de industrialización algo más tardía que el Reino Unido, ese proceso coincide, de hecho, casi de forma exacta, con su propia andadura biográfica e intelectual, produciéndose el despegue más fuerte en los años que van desde la unificación (1870) hasta la

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de vida eminentemente rural, con economía poco o nada orientada al mercado, bajo nivel de división social del trabajo y, por tanto, alto grado de homogeneidad social y cultural, cuya expresión espacial por excelencia es la aldea que se organiza a través de relaciones de pa­rentesco o de vecindad, marcadas por vínculos sociales directos, no mediados por las instituciones, de naturaleza en buena parte afectiva, moral y adscrita. La gesellschaft (sociedad), por su parte, parece ser el exacto reverso dicotómico de aquella otra: es el sistema social de las modernas sociedades industriales, una forma de vida eminentemente urbana, con una economía orientada al mercado, alto nivel de divi­sión social del trabajo, de gran heterogeneidad sociocultural y cuya expresión por excelencia es la ciudad y, más concretamente, la gran metrópoli contemporánea, que se organiza, socialmente, a través de relaciones basadas en el contrato legal entre desconocidos, de natu­raleza puramente instrumental , mediadas por instituciones, públicas o privadas, de carácter burocrático-racional (Tónnies, 1955 [1887]). Pero se notará que he decidido utilizar y resaltado en cursiva los tér­minos «en buena parte», «parece», «eminentemente», y «por excelen­cia». La intención es la de dejar patente que Tónnies no utiliza su des­cripción en un sentido radicalmente dicotómico y, con ello, deshacer un entuerto que ha hecho del sociólogo alemán el presunto padre de la famosa y popularizada dicotomía campo/ciudad. En contra de lo que muchos piensan, las categorías tónnianas no son absolutas y completamente excluyentes. Esa ha sido la lectura vulgar, o ideoló­gicamente interesada, que se ha hecho, intencionadamente o no, del autor alemán en el siglo XX, de la que es especialmente culpable una izquierda antiurbanita que veía en la ciudad la encarnación de todos los males del capitalismo y que abogaba por una agenda política co-munitarista y ruralizante (Deflem, 2001) . Un antiurbanismo cuyas raíces, si acaso, hay que buscarlas, como veremos unas páginas más adelante, en su contemporáneo y paisano Georg Simmel (1909). Para Tónnies aquellas categorías eran solamente conceptos heurísticos, lo que más tarde Weber denominaría tipos ideales. Gemeinschaft y ge­sellschaft representan para Tónnies las dos formas estructuralmente puras de un proceso de cambio social m u y complejo que se presen­ta empíricamente como un contínuum de situaciones concretas en las que cada sociedad, país, localidad, presenta grados variables de preindustrialización/tradicionalidad/ruralidad y de industrialización/ modernización/urbanismo. Sin negar que puedan existir sociedades que se ajusten casi completamente a los tipos ideales, Tónnies afirma

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el puro individualismo competitivo del capitalismo. En resumidas cuentas, su teoría de la gemeinschaft refleja las ideas socialdemócratas de su faceta de hombre político.

2.23. Emile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema funcional superorgdnico

Emile Durkhe im, fundador del primer Depar tamento de Sociología en Europa, en la Universidad de Burdeos en 1895, es el primer gran adalid del positivismo empirista en sociología (Giddens, 1974, 1978). Para reducir la enorme multiplicidad de los datos empíricos a una rea­lidad aprehensible recurre al método de la inducción estadística, que desarrolló en sus Reglas del método sociológico (1895). Así, Durkheim será uno de los primeros sociólogos, junto con la primera generación de Chicago, en hacer uso intensivo de los datos estadísticos (datos empíricos reducibles a expresión matemática) para extraer de ellos teorías generales sobre fenómenos sociales. La primera aplicación de este método , y probablemente la más conocida, la constituye su obra El suicidio (1898), que dedica a uno de aquellos problemas que pare­cía haberse agudizado en las modernas ciudades y que a tormentaba a los apóstoles del progreso. En ella intentará explicar a partir de leyes sociológicas lo que aparentemente se presenta como una acción motivada por razones puramente personales. Para llegar a descubrir dichas leyes procederá por observación de una muestra estadística de suicidios que cruzará con otros tipos de datos (clase social, religión, sexo, edad, estado civil, nivel educativo, nacional idad. . . ) en busca de patrones que él había denominado «variaciones concomitantes» (Durkheim, 2000 [1895]). Sin embargo no introduce la variable re­sidencial, lo que habría hecho del estudio un verdadero ejemplo de sociología urbana. El resultado es de sobra conocido: mayores tasas de suicidio entre hombres que entre mujeres, entre solteros que entre casados, entre protestantes que entre católicos y, lo más interesante, la clasificación del suicidio en cuatro tipologías (altruista, fatalista, egoísta y anómico) .

Estas leyes sociológicas universales remiten finalmente a una realidad estructural y sistémica que existe más allá de las acciones particulares de los individuos (en esto coincide con Marx) . Esta rea­lidad estructural es lo que Durkhe im había llamado «hechos sociales» ya en su tesis doctoral, La división del trabajo social, de 1893. Estos «hechos sociales» son fenómenos colectivos, materiales o inmateriales

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(valores, sentimientos), que no son reducibles a la suma de sus partes, es decir, que son autónomos de las acciones o voluntades individua­les, impulsados por su propia «lógica», y que como tales condicionan (aunque no determinan) las acciones de los individuos (Durkheim, 1995 [1893]). La concepción del sistema social como una realidad dotada de existencia ontológica convierte a Durkheim en cont inua­dor del protofuncionalismo que había comenzado con el Social Statics de Spencer en 1851 (Perrin, 1995). Ambos pueden considerarse, con todo mérito, abuelo y padre, respectivamente, del funcionalismo que a partir de los años veinte y durante medio siglo dominaría la socio­logía desde sus cuarteles generales en el m u n d o anglosajón (y más concretamente desde Chicago). Pero mientras en Spencer este fun­cionalismo quedó en sus obras posteriores articulado con un evolu­cionismo biologicista, el de Durkheim es plenamente sociológico y, si bien el inevitable substrato evolucionista nunca desaparece del todo, presenta fuertes tendencias al enfoque sincrónico, como después el norteamericano. También como aquel, su visión sistémica está exen­ta de la causalidad economicista propia del materialismo histórico o de alguna alusión a la lucha de clases y, en cambio, su concepto del «hecho social» subscribe los dos principios básicos de la posterior teo­ría funcionalista: el del superorganismo sistémico que se autorregula para mantenerse siempre en equilibrio con independencia de las ac­ciones individuales o colectivas de los actores sociales; y el de la m u ­tua interdependencia de todos los subsistemas o partes del sistema, igualmente importantes para su funcionamiento (Parsons, 1951).

Aunque fue amigo (compañero de escuela) de Jean Jaurés, el fundador del Partido Socialista Francés, Durkheim nunca se implicó en los movimientos políticos de izquierda y sus tesis pueden conside­rarse más bien reformistas y no beligerantes con el statu quo (Poggi, 2000) . Exactamente igual que las del funcionalismo anglosajón. Esto puede verse perfectamente en algunas de sus preocupaciones princi­pales, en las que se recortan al trasluz temáticas implíci tamente ur­banas. Sus conceptos de la «solidaridad mecánica» y la «solidaridad orgánica» son claramente funcionalistas. C o n el segundo de ellos, la «solidaridad orgánica», Durkheim pretendía contrarrestar, implícita o explícitamente, la teoría marxista que vinculaba la creciente divi­sión social del trabajo en la sociedad capitalista contemporánea con el recrudecimiento del conflicto entre los grupos humanos (clases) que ella misma iba conformando. Durkheim sustituye en cambio esta visión negativa de la transformación histórica por una optimista, en

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lo que parece una clara defensa de la modernización y la sociedad urbano-industrial: las diferencias complementarias entre las clases (como la interdependencia, también complementaria de los subsis­temas en la metáfora funcionalista) no generan tensión sino, por el contrario, una unidad cooperativa positiva, una solidaridad «orgáni­ca» (orgánica porque deriva de la lógica externa del funcionamien­to de un «organismo» social, léase «sistema» si no gusta la analogía biológica, del que las clases sociales son órganos no independientes) (Durkheim, 1995 [1893]: 207) . La defensa de la sociedad urbano-industrial se combina en Durkhe im con el historicismo evolucionista y etnocéntrico (casi ineluctable en los intelectuales de la época) al comparar dicho organismo armónico con otro que también lo era (y, de nuevo, esto es funcionalismo) y al que ha sucedido en el t iempo: la sociedad preindustrial o premoderna, cuya lógica de autorregulación se basaría, en cambio, en la «solidaridad mecánica»1. Pues bien, nos dice Durkheim, distanciándose en esto de románticos comunitaristas como Tónnies : la sociedad moderna basada en la heterogeneidad y la división social del trabajo no solo es funcional sino que genera una solidaridad más fuerte que la mecánica, permit iendo combinar el orden con un elemento muy positivo del que carecían la socieda­des agrarias preindustriales: la libertad individual (Durkheim, 1995 [1893]: 210) . Con ello nos quería decir que la sociedad industrial supone una evolución positiva, que la historia evoluciona siguiendo una senda de progreso y que la sociedad urbana occidental es la cús­pide solitaria (al menos en aquel momento) de ese progreso, avanza­dilla en un m u n d o aún dominado en buena parte por las sociedades de solidaridad mecánica.

C o m o buen reformista, no están exentas de sus escritos las refe­rencias a los problemas (disfuncionalidades) generados por la brusca y acelerada transformación histórica que vivía su t iempo, periodo de transición entre sistemas basados en lógicas de funcionamiento (solidaridades) diferentes. La preocupación por los efectos negativos de la modernización, que Durkheim necesita reintegrar en una ex­plicación racional y positiva de la modernización que salve el dogma del progreso, había estado presente desde el principio de su carrera académica. A uno de estos efectos, el suicidio, le había dedicado,

1 El juego de adjetivos empleado por Durkheim tiende a confundir a los lectores que se acercan a su obra por primera vez, quizá porque el imaginario colectivo condu­ce a asociar el término "mecánico" con lo industrial y el "orgánico" con lo agrario.

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como vimos, todo un estudio en profundidad. En él quería, entre otras cosas, romper una lanza a favor de la sociedad moderna, que podía ciertamente aparecer ante sus contemporáneos como una so­ciedad que generaba infelicidad profunda, hasta el punto de impul­sar al suicidio. Durkheim pretendía demostrar que el suicidio se en­cuentra presente en todas las sociedades, que s implemente cambia su forma de acuerdo a la lógica de funcionamiento de cada sistema y que en algunas de sus formas podía, incluso, ser funcional2. En sus siguientes trabajos, y siguiendo la senda abierta por aquel primero, centraría su atención en elaborar una teoría abarcante que pudie­ra explicar la mayor parte de estas disfuncionalidades, de las que el suicidio era solo una posible manifestación. Esta teoría la encontró en el fenómeno que bautizó con el término de anomia, neologismo que acabaría alcanzando una enorme popularidad. La anomia es la situación que se produce cuando, en ciertas condiciones particulares, el sistema no consigue cumplir su misión de regular la vida de los individuos, acomodándolos en roles funcionales para el sistema (y que sean, al mismo t iempo, generadores de sentido para quienes los desempeñan), todo lo cual se traduce en una panoplia de posibles comportamientos «antisociales»: abulia, dejación de las responsabili­dades laborales (absentismo), familiares (abandono familiar) o ciuda­danas (abstencionismo electoral, vandalismo, suicidio anómico . . . ) ,

2 La tipología de suicidios elaborada por Durkheim encajaba perfectamente, de hecho, en su dualismo evolucionista más amplio que oponía sociedad tradicional a sociedad moderna. Así los tipos altruista y fatalista son provocados por las lógicas imperantes en un sistema social tradicional, donde el individuo es sometido com­pletamente al control social y cultural de la colectividad: el primero sucede cuando el sistema solicita el sacrificio del individuo en beneficio de la sociedad (como los ancianos entre los indios de las praderas norteamericanas que se dejan morir para no ser una carga), el segundo cuando la opresión de un sistema totalitario sobre el individuo provoca que este prefiera la muerte a la conformidad (los esclavos que se quitan la vida para escapar al yugo del trabajo forzado). Los tipos egoísta y anómico son, por el contrario, producto de las transformaciones llegadas con la modernidad y no se observan en sociedades tradicionales: el primero es fruto de la liberación del in­dividuo de aquel control total de la colectividad y en ese sentido es saludado como un fenómeno, hasta cierto punto, positivo, como un ejercicio de la libertad humana (mi vida es mía y hago con ella lo que quiero), solo el segundo es visto como una verdade­ra disfuncionalidad del sistema, producto de su incapacidad para producir sentido en ciertos individuos, para encajarlos de manera correcta en el engranaje social, lo cual provoca un sentimiento de alienación, de vacío, de no pertenencia que conduce a la depresión y a la solución escapista del suicidio (Durkheim, 1989 [1898]).

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criminalidad, prosti tución, drogadicción y alcoholismo, violencia intrafamiliar, entre los principales. Pero estos comportamientos , pre­ocupantes y necesitados de atención y solución, no invalidan su tesis: son considerados por Durkhe im como «anormalidades» (anomalías disfuncionales del sistema, podríamos decir en léxico funcionalista) que no impiden necesariamente el funcionamiento del sistema pero a los que hay que poner freno para evitar que rebasen el tamaño crí­tico en sí puedan poner en peligro la cohesión social en su conjunto. La anomia es entendida por Durkheim básica y fundamentalmente en términos de una falta de autorregulación interna de ciertos in­dividuos. Premisa que lleva implícita una conclusión m u y clara: el problema se puede desactivar a través de la resocialización, que es un mecanismo de control social. La lucha de clases queda así arrincona­da por innecesaria, m u y lejos del horizonte durkheimiano.

Por lo demás, y en la línea de Marx o de Weber, una sociología estrictamente urbana está ausente de los escritos de Durkhe im. Para el padre de la sociología francesa la distinción entre sociedad y ciudad en el m u n d o contemporáneo no tiene sentido. Para Durkhe im, como dice Saunders (1981: 86), «la sociedad no es otra cosa que una gran ciudad». El proceso de urbanización es concomitante con el de m o ­dernización y lo único que hará Durkhe im, como antes Marx y luego Weber, es dar su propia versión de este proceso cuyo escenario, pero no su causa, es la ciudad. Durkheim explicará cómo la «densidad m o ­ral o dinámica» de la ciudad (con la que él quiere referirse al intenso grado de interrelación y el elevado número de las relaciones sociales que se dan en el espacio urbano) (Durkheim, 1995 [1893]: 300) mina, junto con el anonimato , el control social tradicional (basado en la solidaridad mecánica) y la colectividad encuentra problemas para imponer un código único de conducta moral . Esto desemboca en mayor libertad para el individuo pero también en la anomia (los dos procesos divergentes que también identificaría Simmel) y en el mantenimiento de pequeñas comunidades morales (subculturas ur­banas) en el seno de la sociedad mayor, sin que por ello estas puedan poner en peligro la supervivencia del sistema social en su conjunto, pues su influencia sobre los individuos queda circunscrita solo a cier­tas dimensiones de la vida (prácticas familiares, religiosas, estéticas...) y es contrarrestada por la existencia de otras comunidades con las que se ve forzosamente obligada a coexistir en un marco de relaciones co­mún . Nacido en una devota familia judía en Francia (Poggio, 2000) , Durkhe im hablaba, en este caso, por experiencia propia. Este último

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tipo de reflexión estaría preanunciando la Escuela de Chicago con sus estudios de comunidad. La Ecología Humana de los chicagüenses, el primero de los brotes del funcionalismo norteamericano, le debe mucho al protofuncionalismo de Durkheim.

2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización

La única obra que Max Weber dedicó propiamente al estudio de la ciudad, Der stadt (La Ciudad) es, de hecho, un tratado sobre la ciu­dad medieval y su papel protagónico en el alumbramiento del capi­talismo. Pero, como una ilustración casi ejemplar de la dimensión secundaria otorgada a la ciudad en estos albores de la sociología, Der stadt fue publicada solo postumamente, en 1921 (aunque sabemos que fue escrita en la década anterior), como si el propio Weber, en vida, hubiera renegado de su propia obra. Der stadt sería rápidamen­te refundida en su siguiente edición, la de 1924, con otros textos, «sepultada» al interior de su magnus opus, Wirtschaft und gesellschaf {Economía y sociedad), donde su especificidad urbana se diluiría en favor de un análisis más panorámico del conjunto del proceso de modernización (Weber, 1969 [1924]). No sería hasta mucho más tarde, con su publicación en inglés en 1958, en su forma original separada del Wirtschaft, que se sacaría a flote de manera más evidente la dimensión urbana del pensamiento de Weber.

El enfoque weberiano puede, de alguna manera, considerarse la respuesta intelectual más potente ofrecida por la clase burguesa de anteguerra al materialismo histórico marxista. Su sociología es, si se me permite la analogía con las posiciones espaciales del lenguaje po­lítico, una sociología de centro, o de centro-derecha, según se quiera interpretar su obra de forma más o menos crítica. Todo ello se refleja en la centralidad que para él tiene el individuo, la acción individual y sus motivaciones subjetivas, guiadas por códigos de valores mo­rales. Sus posiciones académicas se reflejan, de hecho, en sus para­lelas implicaciones políticas: Weber fue uno de los fundadores, en 1918, del Partido Democrático Alemán, el Deutsche Demokratische Partei (DDP), de orientación liberal (Kaesler, 1996) (la mayoría de sus miembros acabarían, tras el paréntesis de la dictadura nazi que llevó a la disolución de la formación, por integrarse en la Democracia Cristiana [Frye, 1963]). Participó también como asesor en la re­dacción de la nueva constitución de la República de Weimar. Sin

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embargo, su prematura muer te en 1920, víctima de la Gran Gripe, en los albores de su carrera política, hace que dicha dimensión pase casi desapercibida en el conjunto de su biografía. Sin duda la imagen global de Weber habría sido hoy diferente si esa carrera política no se hubiera visto t runcada en statu nascendi.

Weber, al contrario que Marx y Engels, era un hombre profun­damente religioso (protestante) y un crítico tanto del estructuralismo marxista como del positivismo radical (Kaesler, 1996). Para Weber, la compresión holística de una realidad que existe más allá de las acciones humanas (el sistema, la estructura, a los que el materialismo histórico da el nombre de modo de producción o formación social) era algo que se resistía a aceptar. La base del análisis sociológico deben constituirla las acciones individuales y las motivaciones de los indivi­duos que de n inguna manera pueden reducirse, como Weber —er ró ­neamen te— siente que pretende Marx, a meras personificaciones de relaciones estructurales objetivas. Los individuos no son marionetas de las estructuras, tienen independencia de acción. No son la clase o el Estado los que actúan, sino los individuos que los componen . La tarea de la explicación sociológica es la de intentar comprender las acciones de los individuos por medio de la comprensión de los significados que estos les confieren a las mismas. Pero las acciones de los individuos no están predeterminadas, lo cual introduce un elemento de incert idumbre insalvable en la explicación sociológica. La sociología no puede establecer leyes universales, solo marcos de probabilidad típica. Lo máximo a lo que puede aspirar como cien­cia es a elaborar generalizaciones que den cuenta del grado de pro­babilidad de que determinadas situaciones produzcan determinadas acciones (Hekman, 1983; Freund, 1998). Estas generalizaciones son lo que Weber denomina los tipos ideales que pueden ser, a su vez, históricos (cuando se trata de generalizaciones solamente aplicables a un contexto histórico particular, como, por ejemplo, el calvinismo o el capitalismo) o generales (aplicables en cualquier sociedad y época histórica) (Weber, 1969 [1924]).

Weber advierte en innumerables ocasiones de que estos tipos ideales no deben entenderse como explicaciones totalizantes de la realidad sino como aproximaciones siempre parciales. En ello Weber demuestra la huella dejada en él por la filosofía neokantiana de su profesor Rickert (Saunders, 1981): para los neokantianos, como para Kant mismo, la realidad empírica es esencialmente caótica e inapre-hensible. Para comprenderla racionalmente la mente debe ordenarla

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apriorísticas, profundamente contaminadas por juicios de valor. Sus estudios parecen, más bien, el resultado de reflexiones basadas en su propia percepción de la realidad. Esta falta de solidez científica lo conduciría, de hecho, a la marginalidad dentro de la comunidad uni­versitaria alemana, donde le costó mucho encontrar un hueco profe­sional, a pesar de las recomendaciones de algunos buenos y poderosos amigos como Max Weber, Rainer María Rilke o E d m u n d Husserl. La fortuna personal de que disponía le permitió, sin embargo, soslayar todas esas dificultades y dedicarse a su obra sin excesivas perturba­ciones: aunque pudiera importarle el reconocimiento, no dependía de un salario para vivir o para escribir (Levine, 1971; Watier, 2003; Ritzer, 1992).

Esta relación de retroalimentación entre cultura, personalidad y base material aparece plenamente desarrollada en su primera gran obra sociológica Philosopbie des geldes («Filosofía del dinero»), de 1900. En ella nos muestra cómo el dinero tiene una doble realidad, material e ideal en constante retroalimentación: el dinero es una crea­ción mental (cultural) del ser h u m a n o que obedece a necesidades ma­teriales (ordenar las transacciones de mercancías). Una vez aparecido como realidad material y estructural el dinero modifica la existencia de las personas (genera anonimato en las relaciones, actitudes como la codicia, etc.) pero a su vez las personas invisten el dinero de va­lores, emociones, rituales, símbolos (por ejemplo los estampados en el papel moneda) modificando la forma de su práctica e impidiendo para siempre que esta pueda reducirse a sus meras funcionalidades económicas (Simmel, 2004 [1900]). Y así en un círculo de retroali­mentación infinito. En esta obra está ya presente la ciudad como fac­tor causal de procesos en si misma, pues para Simmel es la concentra­ción de personas desconocidas, no ligadas por vínculos de parentesco en la ciudad lo que habría acelerado el proceso de monetarización

(Levine, 1971). Esta misma lógica sistémica la aplicaría unos años después al

estudio de la cultura urbana en sus siguientes trabajos Die grosstddte und das geistesleben (1903), cuya primera traducción a otra lengua se haría esperar hasta 1950 (The Metrópolis and Mental Life, en un texto recopilatorio sobre su obra) (Wolff, 1950). En ella Simmel ela­boraba, contemporáneamente con Durkhe im, el tema de los apa­rentes efectos contradictorios que provoca la gran ciudad sobre la personalidad. La ciudad será considerada por Simmel como un tipo particular de entorno, un ambiente antrópico, factor causal de un

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2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora de alta cultura

Aunque se trata de una figura oscurecida por los grandes nombres de su t iempo (y también por la mancha en su expediente que supuso su giro del socialismo al nacional-socialismo en los años treinta) el sociólogo alemán merece una breve reseña en cuanto aportó algunos puntos interesantes para el estudio de la ciudad. De él destacaremos dos obras: Der begrijfder stadt undais wesen der stddtebildung (1907), nunca volcada a otra lengua y que podría traducirse por «El concep­to de ciudad y la naturaleza de la ciudadanía», y Die juden und das wirtschaftsleben (1911), traducida al inglés en 1913 como The Jews andModern Capitalism. En la primera Sombart trata de encontrar las características deflnitorias de la cultura urbana desde una perspecti­va muy diferente a la de Simmel, lejos de sus tonos apocalípticos y decididamente con una visión positiva de la ciudad como sujeto fun­damental de la civilización. El caso empírico que analizará Sombart , a pesar de ser alemán (y esto ilustra lo dicho acerca de la hegemonía de ciertas metrópolis en la historia de la sociología urbana) será el de París. Lo que caracteriza a la ciudad es, fundamentalmente, que en ella se produce una concentración de los mecanismos de producción y reproducción de la alta cultura de una sociedad, de sus manufactu­ras culturales más sofisticadas y de las clases sociales que las elaboran y consumen (mercados de lujo, las profesiones más especializadas y minoritarias, el conocimiento y la innovación, el arte oficial y de vanguardia) (Sombart, 1907; en Voyé, 2001) .

La segunda obra citada puede considerarse una secuela y un tra­bajo complementario al de Weber sobre las relaciones entre capita­lismo y ética protestante. En él Sombart explora el papel jugado por los judíos en el nacimiento del moderno capitalismo en las ciudades medievales. Excluidos, por el particular apartheid religioso de la épo­ca, de la propiedad de la tierra e incluso de la red paternalista de protección/explotación feudal basada en la servidumbre, los judíos fueron desde la Alta Edad Media una casta eminentemente urbana. Sombart trata de demostrar cómo su marginalidad dentro de la so­ciedad y del propio seno de la ciudad, donde el mismo sistema de segregación religiosa les cerraba las puertas de los gremios, se acabaría convirtiendo en una insospechada ventaja al forzarles a desarrollar un capitalismo independiente, de naturaleza financiera y comercial, mucho más flexible que el capitalismo manufacturero corporativo

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dominante de los WASP (WhiteAnglo-Saxon Protestants) a la que, en teoría, estaban abocados a asimilarse. Este cóctel multicultural podía ser, sin duda, m u y estimulante, fuente de mucha creatividad, pero era también un polvorín muy inestable. Así, a la preocupación de las luchas de clase (Chicago fue testigo de una huelga salvaje de camio-neros que paralizó sus calles en 1905, enfrentando a sindicalistas con comerciantes [Witwer, 2000]) los sociólogos y políticos tuvieron que añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería más tarde como el «Verano Rojo», Chicago se vio violentamente sa­cudida por sangrientos disturbios raciales que tuvieron como origen la competición laboral desencadenada por el regreso de los veteranos de la Primera Guerra Mundial . Muchos no pudieron digerir que el trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los afroamericanos y se movilizaron para reconquistar el territorio (Pacyga, 2009) .

Aquella situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía también otro efecto colateral indeseable, mucho más constante e in­sidioso que la violenta, pero efímera, erupción de los disturbios ra­ciales: unas altas tasas de criminalidad en general y de criminalidad organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que ofrecía la etnicidad. Duran te las décadas a caballo entre el XIX y el XX la tasa de homicidios domésticos se triplicó (Adler, 2003) y lo mismo puede decirse del resto de los delitos de sangre. Tres cuartas partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no resultaban en sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a me­canismos de solidaridad étnica al interior de la policía, judicatura y los jurados populares (Adler, 2006) . A partir de los años veinte la imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de Al Capone, en particular, quedó asociada con la inseguridad y el cri­men. Un crimen que incluso se teñía de un cierto glamour, al menos en el caso de los grandes bosses de la mafia, investidos por el cine de la época de un protagonismo que nunca antes había tenido n ingún bandido tradicional. Era el reverso oscuro del American Dream.

Todos aquellos brotes de «irracionalidad» asustaban y preocu­paban, por obvias razones, a las clases dominantes de la época. Eran un desafío al credo racionalista del progreso encarnado en ese sueño americano. Un sueño americano que, como el de la razón de Goya, producía monstruos . Era necesario diseccionar aquellas anomalías monstruosas para entender su compor tamiento y poder eventual-mente controlarlo, salvando así el proyecto de progreso de la moder­nidad. Chicago adoptaría un papel preponderante en dicho esfuerzo

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sobre aspectos de gobernanza local. Aquella implicación en políti­ca se desarrolló desde los principios de un espíritu liberal-reformista que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró vi­rulenta oposición por parte de un establishment muy conservador (y parcialmente corrupto) , del que formaba parte también la cúpula dirigente de la universidad. El City Club tuvo que abrirse paso a codazos en un entorno político hostil aquejado por la plaga de la corrupción. Y el entorno académico no era un santuario en el que los académicos-reformistas pudieran siempre buscar refugio: las des­avenencias entre el «demasiado» progresista Dewey y las autoridades de Chicago forzaron la salida de este en 1904. Catorce años después le tocaría el turno a Thomas , expulsado de la universidad en medio de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde siempre mal visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado «bohemia», Thomas sería arrestado en 1918 por el FBI cuando salía del estado de Illinois en compañía de la joven esposa de un oficial del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo la acusación de haber infringido la Ley M a n n que prohibía «el traslado interestatal de mujeres con propósitos inmorales». La universidad lo expulsó inmediatamente , sin esperar la sentencia. Aunque Thomas fue absuelto de los cargos, su reputación quedó seriamente dañada: el Chicago Tribune lo atacó duramente , la editorial de la universidad, que ya había publicado sus dos primeros volúmenes del The Polish Peasant, rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publicó en dos fechas sucesivas (la segunda parte vería la luz en Boston) y otra obra suya, Oíd World Traits Transplanted, tuvo que ser publicada en 1921 bajo la firma de sus discípulos Robert Ezra Park y Herbert Miller (quienes solo habían colaborado a una pequeña parte de la misma) por la negativa de la Carnegie Corporat ion (que era la comi­sionaría del trabajo) a publicarlo con su nombre (su autoría no sería restituida hasta 1951). C o m o apunta Bulmer (1984) los motivos de tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la inmoralidad del supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que el FBI le tendió una trampa. Los ojos del establishment hacía t iempo que estaban encima de Thomas y de su mujer Doro thy por sus in­convenientes planteamientos izquierdistas. La relación con la mujer del militar probablemente se debía a las actividades pacifistas que conducía Dorothy por aquellas fechas del final del conflicto mundia l . Thomas había tenido ya varios choques violentos con el aparato más conservador de la máquina política de Chicago, de cuya Comisión

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en EE. U U . para distinguirla de la antropología física dedicada solo al estudio somático y de fósiles humanos) y Ecología H u m a n a es, en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera en un depar­tamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e inte­reses antropológicos4 . Duran te los años veinte el depar tamento aña­dió a su plantel «gigantes» de la antropología como Edward Sapir y Robert Redfíeld, que sin duda retroalimentaron a los sociólogos. Allí también se doctoró el padre de la Ecología Cultural , el antropólogo Leslie Whi t e (Stocking, 1979). En el American Journal ofSociology, a pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas disciplinas y en ella publicaron, hasta bien tarde, los grandes antro­pólogos de la época (Maliñowsky 1943; Mead, 1943, etc.) En su ar­tículo de 1915, Park reclamaba la necesidad de llevar el enfoque de la antropología, «la ciencia del hombre», como él la llama, fuertemente autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del «hombre civilizado» (Park, 1915: 3) .

Las concomitancias con la antropología no se l imitaron a la adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos biologicis-ta, inspirado en el naturalismo de Spencer y Darwin y que acabaría desembocando en aquella disciplina en el desarrollo de las corrientes de la Ecología Cultural (White, 1943; Steward y Shimkin, 1961) y el Materialismo Cultural (Harris, 1968). Estas pueden encontrarse también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y que la llevará a transitar por los caminos del psicologismo y el cul-turalismo. De manera bastante análoga a como estaba haciendo la antropología con los pueblos no industrializados desde los t iempos de Boas (1901 , 1911), la Escuela de Chicago se embarcará en el estu­dio de la vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es decir, de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que Chicago considerará, de manera aún no del todo clara, como autónomos pero articulados entre sí: por un lado, el propio enfoque ecológico que no es determinista sino sistémico, con el que trata de entender cómo la cultura de los individuos es el producto de las constricciones del medio y cómo a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo que les lleva a entender cada cultura (o subcultura urbana) como un producto histórico contingente, que no se explica por leyes sisté-micas universales sino que genera su propio universo au tónomo de

4 Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The mental capa-city ofsavages (1918) y The Nature of Human Nature (1937).

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étnicos. La importancia concedida al estudio del crimen mantuvo al Depar tamento de Sociología en una relación muy estrecha con la naciente ciencia criminológica y ayudó decisivamente a su desarrollo. La Teoría de la Desorganización Social fue dominante en criminolo­gía durante casi todo el siglo XX (Kubrin y Weitzer, 2003) .

Los estudios sobre el crimen en los guettos étnicos fueron innu­merables. Podemos destacar títulos como Principies of Criminology (Sutherland, 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in Chicago (Thrasher, 1927), Delinquency Áreas (Shaw et al., 1929), Vice in Chicago (Reckless, 1933), Criminal Behavior (Reckless, 1940), Juvenile Delinquency in Urban Áreas (Shaw y McKay, 1942) o Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al siguiente posi-cionamiento teórico:

Las características ecológico-espaciales de la zona de transición provocan una anomia (desorganización social) diferencialmente m u ­cho más alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942) observaron, después de haber mapeado toda la ciudad y cruzado in­numerables datos estadísticos a lo largo de varias décadas, que los barrios estudiados en la zona de transición siempre eran los que pre­sentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de la composición étnica de los mismos que había ido variando con el t iempo. La causa no podía explicarse, pues, por motivaciones indi­viduales o raciales, sino que debía encontrarse en los procesos que se operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a) La pobreza: unos recursos inadecuados mermaban las capacidades de la comunidad de poder gestionar y resolver los problemas locales. La gente estaba concentrada en la supervivencia del día a día — m u c h a s veces en una lucha contra los vecinos por el acceso a los recursos escasos— y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas tuvieran ocasión, b) La inestabilidad y movilidad residencial: este objetivo de abandonar el barrio se iba cumpl iendo conforme el sueño americano producía el ascenso social. La población no era permanente ni se identificaba emocionalmente con el entorno lo cual llevaba a una falta de preocupación y de movilización para resolver sus problemas (nadie invierte en una comunidad que se ve como una fase transitoria de la vida), c) La heterogeneidad racial y étnica: la mezcla de grupos con valores y lenguas distintas es vista como una barrera que dificulta la comunicación y por lo tanto la coordinación y cooperación para regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago eran mayori tariamente favorables a la asimilación cultural y veían el

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del moderno evolucionismo unilineal. Las subculturas urbanas no eran realidades permanentes . No solo porque todo estaba, como la naturaleza, en constante flujo, sino porque las culturas étnicas de barrio eran solo un estadio transitorio en un ciclo más general que afectaba a las relaciones raciales y étnicas: el mismo ciclo ecológico de invasión y sucesión ya descrito. Así, la primera fase de ese ciclo era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos «nativos» previamente establecidos. A esta le seguía una segunda fase de conflicto por el espacio y los recursos. Cuando el conflicto no se concluye con la expulsión de uno de los grupos a esta fase le sucede una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el modelo a dos pero en la realidad los grupos pueden ser muchos más) se ven obli­gados forzosamente a acomodarse el uno al otro en una coexisten­cia inestable, nunca exenta de tensiones. Finalmente esta dinámica se combina con la del movimiento espacial centro-periferia. Con el transcurso del t iempo y las generaciones, los grupos van desplazán­dose de la zona de transición a la periferia y las diferencias culturales se van difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura dominante , la marcada por la clase media originariamente anglo. Así, los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que los polacos e italianos a los inicios del XX: despreciados, marginados. Todos habían acabado por entrar paulat inamente en el crisol y fundirse en el main stream de la clase media. La asimilación es entendida como un imperativo ideológico que se deriva de dos premisas: la de un evolucionismo unilineal que cree que todos los grupos sociales avanzan diacrónica-mente hacia formas más modernas (más homogéneas y universales) y mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las diferencias culturales como una fuente de inestabilidad y conflicto que el sistema tiende automát icamente a reducir. Esta tesis encuentra sus ilustraciones más sofisticadas en el trabajo de Cressey Population Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park sobre rela­ciones étnicas (Park y T h o m p s o n , 1939, Park, 1950). De la teoría se desprendía que lo mismo debería suceder con los negros o los latinos en el futuro próximo. Sin embargo, cuando se llega a los grupos ét­nicos no blancos, la posición de la sociología de Chicago es mucho más conservadora.

En la dimensión urbana, la segregación racial demandada por el racismo eugenésico fue consciente y sistemáticamente secundada por la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían proliferado por todo el país, introducidos por las asociaciones de vecinos, los

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Residential Security Maps de la F H A no prohibían expresamente la concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea roja, y quizá estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evi­tar que en el futuro se produjera otra ola de impagos hipotecarios y desahucios como la que entonces vivía el país) pero el proceso que provocaron fue exactamente el mismo que el de las agencias financieras de rating cuando degradan la deuda soberana de un país: la tipología se convirtió en la vara de medir de los bancos, confir­mando y legit imando oficialmente los prejuicios raciales existentes en la sociedad. A partir de 1935, las entidades de crédito trataron todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas car­acterísticas (es decir, sin valorar las capacidades económicas de cada potencial comprador individual) y las entidades bancarias cerraron del todo el grifo de la financiación. Obstaculizado por el otro lado el acceso a la vivienda en los barrios blancos por los covenants racistas, la incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad para adquirir una vivienda o financiar una actividad empresarial, posibilidad que se redujo a cero para la clase baja y el lumpenprole­tariado de color, mientras que las últimas poblaciones blancas que quedaban en las inner cities, aunque tuvieran menos solvencia que sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión para trasladarse a los suburbios después de la guerra. La práctica recibió el nombre de redlining, por la línea roja que delimitaba las áreas a las que el mer­cado les había negado el crédito.

Hasta 1950, tanto la F H A como el Veterans Administration Program, que puso en práctica una política de créditos blandos para los veteranos de guerra, establecieron como requisito para abrir el grifo financiero que los barrios fueran racialmente segregados. La F H A instruía a su personal para que valorara las «influencias raciales adversas» que afectaban a un barrio antes de conceder una hipoteca o un crédito a un promotor . Hasta 1948 el UnderwritingManual de la FHA avisaba expresamente que «la mezcla racial en la vivienda es in­deseable per se y conduce a un descenso del valor de las propiedades» (Wiese, 2004: 96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las corporaciones locales y sus reglamentos urbanísticos. Los planes de urbanismo y zonificación y los nuevos códigos de la construcción combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste de la misma, ha­ciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros cuali­ficados, venían hasta entonces construyéndose sus propias casas con materiales reciciados). Bajo la excusa de aplicar nueva legislación en

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m u y bien apuntan algunos de sus críticos pertenecientes a aquella corriente, la Ecología H u m a n a ignoraba completamente la d imen­sión de las clases sociales y del conflicto entre ellas, susti tuyéndo­la por la obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza y la etnia y la «naturalización» ecológica de la estratificación social (Zukin, 1980; Merrifield, 2002) . Tampoco está presente apenas en sus análisis el papel que juega la maquinaria de un Estado al servicio de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la estructuración del espacio construido (lo que habría llevado a ver al Estado como claro cómplice cuando no factor de la degradación de la Zona de Transición, por la dejación de su responsabilidad de invertir en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un Estado de Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario) . Para la eco­logía funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas leyes que se presentan como independientes de la acción humana: la ley del mer­cado y la de competencia cooperativa entre grupos. No existe apenas n inguna crítica al Estado ni a su papel premeditado e institucional en fomentar la segregación racial urbana.

Una posición realmente beligerante contra el racismo habría su­puesto una denuncia masiva y decidida al sistema de apartkeid'msú-tucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y refrendado por el redliningác la F H A . Dicha contestación existió en los Estados Unidos y, fue, en efecto, masiva (Bridewell, 1938; Weaver, 1940; McDougal y Mueller, 1942; Weaver, 1944; Myrdal, 1944; Kahen, 1945; Dean, 1947; Long, 1947; Abrams, 1947; Weaver, 1948; Groner, 1948, Ming, 1949). Entre los que saltaron a la trinchera en contra de la segregación residencial merece destacar figuras tan importantes como el director de la New York Housing Authority Charles Abrams (Henderson, 2000) , cuyos tonos fueron tan duros que comparó la legislación de la F H A con las Leyes de Nüremberg nacionalsocialistas (Abrams, 1947; Wiesel, 2004) , o Weaver, el consejero para asuntos afroamericanos del Depar tamento del Interior. Sin embargo, dichas críticas están prácticamente ausentes en los escritos de la sociología de Chicago. Ellos, investigadores infatigables de la gran ciudad, no­tarios escrupulosos de sus conflictos raciales y su segregación, callan significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una de las causas fundamentales de la misma. Un rastreo por la producción de la escuela o de los artículos publicados por su revista entre 1920 y 1950 nos ha llevado a identificar solamente dos menciones explícitas y condenatorias de los Restrictive Covenants (Lohman, 1947; Jones,

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masivamente los negros). Esta población, que irónicamente, com­partía una cultura y una lengua común con los angloamericanos y habría sido, teóricamente, más rápidamente integrable desde el pun­to de vista cultural que un campesino polaco, se declara de repente «inasimilable». La explicación: la «dramática» visibilidad externa de la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los prejuicios contra los grupos «de color».

La teoría culturalista del interaccionismo simbólico, que había sido una herramienta muy potente para combatir los determinismos genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabili-dad de la segregación y desinflar toda la fuerza de las argumentaciones antirracistas: no importa si los negros no son racialmente inferiores a los blancos, lo que importa desde el punto de vista social es que la ma­yoría de los blancos creen que esto es así; no importa si los prejuicios sobre los negros no se apoyan sobre una base empírica y sus mayores niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo que importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen por ello y, en consecuencia, no quieren vivir con ellos. El relativismo cultural se revelaba, entonces como siempre, como un arma de doble filo y fue utilizada incluso para justificar las creencias y actitudes de los racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son producto de su propio entorno. Pero es que, además, el relativismo escondía, en el fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cul­tura y entorno el racismo se aprende en la infancia, con el proceso de socialización, como el lenguaje. Y como el lenguaje, queda fuertemen­te grabado en nuestras estructuras cognitivas inconscientes y es muy difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5) reconocen que todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él mismo, deben de luchar constantemente contra sus prejuicios para tratar de ser ecuánimes. La conclusión: al menos por el momento no hay solución definitiva al problema del racismo. Lo que propone la sociología de Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar (que no eliminar) la tensión social. Uno de esos mecanismos era evitar los conflictos étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que emprenderán las autoridades, con la bendición y colaboración de los ecólogos sociales. El otro, la intervención reformista en los guettos ne­gros para morigerar los efectos de su marginalidad y rebajar la agresivi­dad de sus poblaciones.

Una ilustración casi perfecta de la primera de estas estrategias la constituye el texto de Joseph Lohman, The Pólice and Minority

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sáquenla ustedes mismos). No encontraremos en la escuela ecológica una llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas cons­tituidas a ambos lados del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la consolidación de las mismas.

Lohman era consciente de que el realojo de los blancos en el suburbio tardaría aún unos años en completarse. En espera de la «so­lución final», el sociólogo aboga por establecer un cordón sanitario policial lo más eficiente posible entre negros y blancos. Para ello el manual introduce las más modernas técnicas de psicología de masas para instruir a los oficiales sobre cómo controlar los posibles enfren-tamientos entre negros y blancos para que estos no degeneren en gue­rra abierta: localizar los puntos de tensión más «calientes» y concen­trar allí las dotaciones policiales; no exhibir públ icamente actitudes racistas; no emplear violencia excesiva ni indiscriminada; identificar y aislar inmedia tamente a los cabecillas, etc. (Lohman, 1947: 84).

La segunda estrategia para desactivar el conflicto es la de actuar proactivamente en los guettos, mejorando las condiciones de vida de sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los sociólogos de la Escuela de Chicago en bloque de haberse aislado en su torre de marfil. El departamento contribuyó positivamente a consolidar el Trabajo Social como una disciplina científica siguiendo la línea en la que ya venían trabajando desde finales del XIX el Settlement House Movement yda Charity Organization Society (Polikoff, 1999). En 1927 la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review, una de las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello le siguieron la publicación de algunos manuales como el Handbook on Social Case Recording (Bristol, 1936). Algunos de los profesores pon­drían en marcha proyectos sociales aplicados, tanto desde la adminis­tración como desde el sector no gubernamental. A los ya mencionados casos de Mead o Thomas se pueden añadir los de Louis Wir th (di­rector durante los años veinte del área de delincuencia juvenil de una

y Zimbardo, 1973). Sus conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los años pero el estudio se hizo famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mos­traban cómo, ya desde los primeros días, el doble proceso de internalización del rol y de conformidad a la norma había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras por parte de los estudiantes-carceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agre­sividad contenida entre los estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo comple­jo actitudinal y comportamental que se observaba en situaciones reales. Como, por ejemplo, en los campos de concentración nazis o en \os guettos norteamericanos.

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tercera generación en los años cincuenta y sesenta. La evidencia de la solidez de muchos argumentos (profecía autocumplida, interaccio-nismo simbólico, asociación diferencial etc.) está en que algunos de sus conceptos fueron retomados por investigadores posteriores y for­man parte hoy día del corpus de conocimiento acumulativo aceptado por la sociología. El estudio transatlántico de Thomas y Znaniecki (1918-1920) sobre la inmigración polaca se adelanta en muchas dé­cadas a los estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la ne­cesidad de investigarlas en todos los puntos de su recorrido espacial. Es decir, es un pionero absoluto de lo que en los noventa Marcus acuñará como la «etnografía multisituada» (Marcus, 1995). Harris y Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del todo conscientes de sus futuros desarrollos, un nuevo modelo de ciu­dad que rompía con la explicación moderna que ponía precisamente a la centralidad y concentración espacial de funciones y población, como una de las causas fundamentales del origen de la ciudad y los principios que la mantenían en funcionamiento (el modelo moderno clásico de aquellos años, además del de Burgess, es el del geógrafo Christaller [1933]). Lo que Harris y Ullman observaron como una tendencia incipiente en Chicago acabaría convirtiéndose en la forma hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguien­tes décadas. La escuela posmoderna de Los Angeles la considera hoy el paradigma de la ciudad posindustrial (Dear and Dishman, 2001 ; Dear, 2002) . Por úl t imo, sus avances en la comprensión del fenó­meno de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no biologicista, de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización espontánea en el grupo de pares, de la relativa au tonomía de la cul­tura con respecto a la economía política, son avances todos ellos que prefiguran los posteriores aportes de la sociología y antropología pos-modernas .

Ello no quita, por supuesto, para que el modelo merezca severas críticas. Estas críticas vendrían muy pronto , incluso al interno del propio depar tamento, como veremos, y serían muy necesarias, pues el modelo, con todas sus virtudes, adolecía de grandes defectos. Una parte de esas taras era causada por las anteojeras epistemológicas del paradigma de la modernidad: fenómenos como la cultura de bandas, la identidad bicultural de muchos inmigrantes o el fenómeno de los hobos no podían entenderse desde dicho paradigma, que tenía se­rias dificultades para comprender las realidades multívocas (aferrado como estaba al principio lógico de identidad: algo no puede ser dos

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años sesenta. La Sociológica!Society había sido fundada en 1903. Entre las figuras que merece la pena destacar están las de Branford y la de Geddes. Se trata de autores que mezclan la investigación de fenóme­nos sociales en la ciudad con su abogacía por los proyectos de reforma urbana de tendencia socialista. Argumentaban que la mayoría de los problemas urbanos se pueden solucionar con la planificación racional del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning and Garden City Movement de Ebenezer Howard, un proyecto pa­recido en cierto modo al de Tónnies , de carácter moderadamente idealista, que pretendía crear la sociedad perfecta combinado los as­pectos más positivos de los dos polos del contínuum rural /urbano. En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, aunque su pun to de partida es la escuela francesa de Le Play. Se plantearán como objetivo estudiar la relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la sociedad. Para Branford el lugar determinaba el trabajo y el trabajo condicionaba la organización social (Scott y Husbands , 2007) . Para estudiar esta relación desarrollarán una técnica de encuesta en hoga­res que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo inst rumento a la batería metodológica de la sociología urbana para el futuro, algo que no habían apenas empleado los de Chicago. La primera encuesta la había aplicado Geddes en 1903 en Dunfermline y a ellas le se­guirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London Survey oj London Life and Labour (1930) (Savage, 1993). De los ecólogos de Chicago les aleja su preocupación fundamental con la clase social más que con la raza o la etnicidad (consecuencia natural de la compo­sición étnica de la Gran Bretaña de aquellas décadas, que aún no era la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la Segunda Guerra Mundial ) , sus tendencias socialistas y su preocupación por el urbanismo. Al implicarse en el Garden City Movement aquellos primeros sociólogos urbanos británicos contribuyeron al desarrollo de la forma de residencia rururbana que habría de imponerse en m u ­chos países desarrollados, empezando por los Estados Unidos donde se conoció como suburb y se convertiría en dominante a partir de los años cincuenta. Una forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y relaciones sociales asociadas, que ya habían detectado los ecólogos de Chicago pero cuyo análisis habían completamente ignorado, seduci­dos por la fascinación por la desviación social y el guetto.

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desarrollan y coexisten contemporáneamente: los llamados ensanches burgueses y la ciudad-jardín suburbana.

4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el precedente olvidado. El modelo paradigmático del París haussmaniano. La obra de Ildefonso Cerda

El ensanche nace de la necesidad de dar una solución científica y racio­nal al problema del hacinamiento y la insalubridad que se había crea­do en los centros de muchas grandes ciudades como consecuencia del acelerado y desordenado crecimiento de la población sobre el plano caótico, laberíntico, de la ciudad medieval precedente. Esa ciudad se había vuelto un infierno para todos, no solo para los pobres. Las clases burguesas, y, en especial, los grupos medioburgueses sin posibilidades de adquirir viviendas individuales en zonas más descongestionadas, se veían forzados a convivir en la estrecha malla del casco antiguo con la explosión del chabolismo vertical proletario, contagiándose de sus mismas enfermedades, asistiendo cotidianamente al espectáculo de su miseria (material y moral), viviendo con el temor constante a las filtraciones esporádicas de su rabia contenida. Para las clases altas dirigentes los cascos históricos suponían un problema multidimen-sional de gestión pública: sus tugurios y ruinosos edificios un peligro de epidemia o derrumbe permanente, sus condiciones de vida una caldera social, sus calles tortuosas el lugar ideal para la revolución ur­bana (Paris lo había comprobado en sucesivas ocasiones: 1789, 1830 y 1848) y, conjuntamente con sus murallas, un obstáculo enorme para la circulación, cada vez más intensa, de personas, vehículos y mercancías. En nombre del «orden y del progreso» se consideró nece­sario superar los límites de la ciudad medieval, derribar sus murallas y construir una ciudad más eficiente, abierta al tráfico, al comercio, al aire y al sol (sinónimos de salubridad) y, por qué no, a las inter­venciones del ejército y la policía, si era necesario. Y dotar de mejor y más alojamientos a las clases medias urbanas que formaban la base de apoyo político de los regímenes, parlamentarios o no, del siglo XIX, la «clase tapón» necesaria para contener los impulsos revolucionarios de las crecientes masas proletarias. Un tipo de alojamiento que pre­servara más adecuadamente la intimidad y la necesidad de «espacio vital» tanto individual como de clase social que caracterizaba el ethos de este colectivo. Para conseguir estos objetivos las autoridades plan­tearon la creación de ciudades nuevas alrededor del casco viejo (y a

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el de mayores proporciones y relieve urbanístico de la Europa de su tiempo). Aunque no puede decirse que Cerda inventara el ensanche moderno, sus trabajos son casi contemporáneos a los de Haussman (su plan, de 1855 en sus primeras versiones, es solo dos años posterior al inicio de los trabajos del barón francés (Cerda, 1991 [1855]). Por otro lado, sus diferencias de matiz con aquel y sus esfuerzos para teorizar el urbanismo lo convierten sin duda en una figura de alcance mundial que, sin embargo, no ha sido reconocida como se merece en la historia del urbanismo fuera de las fronteras de su Cataluña y su España nata­les. Personaje de convicciones reformistas y de izquierda (participó ac­tivamente en política desde los foros municipales —Ayuntamiento de Barcelona—, provinciales —Diputac ión de Barcelona— y nacionales —diputado en Cortes—) su proyecto de ensanche es un tentativo de conciliar la civilización motorizada que, con gran agudeza visionaria, barruntó, y los ideales bucólicos del Romanticismo. Dicho en sus pro­pias palabras «Ruralizad aquello que es urbano, urbanizad aquello que es rural» (Cerda, 1991 [1859]: 1). En ese sentido, puede considerarse también un exponente precoz del movimiento de la ciudad-jardín. Para Cerda, la tipología ideal de vivienda debía ser la individual con jardín. Consciente, sin embargo, de que la densidad de población en grandes aglomeraciones como Barcelona y las realidades de la economía polí­tica dificultaban enormemente ese modelo urbanístico, intentó conse­guir una solución de compromiso. El diseño inicial de sus manzanas, cuya primera piedra se colocaría en 1860, se parece más, en efecto, a una ciudad de bloques en edificación abierta que al ensanche en que después se convertiría, más de estampa haussmaniana. Cerda planteó dos tipos de alineamientos en cada uno de los cuadriláteros en que dividió la trama urbana: dos bloques paralelos en los lados opuestos, con espacio ajardinado en el centro, y dos bloques unidos a «L», con un gran espacio cuadrado también destinado a jardín. Una ciudad a la vez densa pero inmersa en el verde. Y sin olvidar la locomoción. A ese efec­to introdujo otra novedad en el trazado: los vértices de las manzanas quedaban cortados a bisel por un chaflán, cuya función había de ser la de dar visibilidad a los vehículos. Cerda, con tintes de futurista a lo Julio Verne, vaticinaba la inminente conquista de la calle por «locomo­toras» individuales (Cerda, 1991 [1859]). Similar función facilitadora del futuro tráfico rodado tienen las grandes vías en diagonal que cortan a cuchillo la traza ortogonal, ahorrando importantes distancias en el acceso y salida de la ciudad. El plan de Cerda, como muchos otros, fue distorsionado en la práctica por los procesos de la economía política: la

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pero también, en esa relación sistémica de retroalimentación que la sociología urbana va a convertir en objeto de sus análisis, las reforza­ba: el hombre tomaba el tren para trabajar en la mañana y no regresa­ba hasta la noche, mientras que la esposa que, a diferencia de la mujer obrera, no necesitaba trabajar ni se la educaba para ello, se quedaba gestionando el hogar (con ayuda de la servidumbre, por supuesto) en un ambiente mucho más tranquilo y sano, más adecuado para criar a los vastagos de la burguesía. Estas ciudades-jardín no eran, sin em­bargo, imitaciones perfectas del modelo aristocrático en que se ins­piraban. Eran algo nuevo: barrios planificados y construidos por una empresa promotora constructora de acuerdo a una lógica que era ya claramente economicista: las parcelas eran de dimensiones estándar y tamaño moderado, no fincas en las que montar a caballo o ir de caza, y estaban alineadas en calles de trazado también regular. Y conforme se fue alargando el mercado se fueron haciendo urbanizaciones con

parcelas y casas de diferentes tamaños, ajustados a los presupuestos de los potenciales compradores hasta llegar a la forma más modesta de ciudad-jardín: el adosado, las llamadas terraced houses en el Reino Unido , país que las inventó (terracedporque las aspiraciones ideales a un jardín individual habían quedado reducidas a un pequeño patio, no mucho más grande que una terraza). Por últ imo se construían también con una serie de servicios «básicos» de entrada, como la igle­sia y algunos locales comerciales. La dependencia de un transporte colectivo y poco flexible como el tren disuadió de la zonificación extrema que se produciría en cambio con el suburbio americano.

La más conocida ciudad-jardín de este tipo es Bedford Park, de­sarrollada a partir de 1875 por el empresario Jonathan Carr en el oes­te de Londres, a treinta minutos en tren del centro de la ciudad. Carr construyó sus casas en el estilo historicista que imitaba la casa típica de la época de la reina Ana (principios del XVIII) pero empleó ya la producción en serie, alternando inteligentemente unos pocos mode­los que luego repitió hasta la saciedad. Jun to a las casas, Carr cons­truyó iglesia, club social, tiendas y un pub . Bedford Park es calificada en algunas historias del urbanismo como la primera ciudad-jardín (Jones Bolsterli, 1977). Sin embargo, esta afirmación no es correcta: ya en 1856 en Le Vésinet, a una media hora de París, Alphonse Pallu había constituido una sociedad constructora para edificar una ciu­dad-jardín a la anglaise, lo cual quiere decir que el modelo, de origen, eso sí, reconocidamente inglés, era de sobras conocido por entonces. La operación se realizó en coordinación con el propio emperador

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la compañía, desde el trabajo en sí hasta la educación en la escuela o la programación cultural (literatura, teatro y, más tarde, cine). El régimen solía ser siempre de alquiler y restringido a los obreros, lo cual impedía la instalación de extraños (y, por tanto, la heterogenei­dad social que pudiera abrir al obrero ventanas a mundos diferentes del diseñado por el patrón) y dificultaba al proletario la formación progresiva de un pat r imonio. Cuando este régimen se hacía vitalicio (en Port Sunlight, por ejemplo, esta regla no se eliminó hasta los años ochenta del siglo XX) se convertía en una forma de mantener al obrero atado de por vida, si quería permanecer junto a sus familiares y amigos en la comunidad, a la disciplina del salario en la fábrica. Inicialmente fuera del ámbito de competencia de los ayuntamientos, estas urbanizaciones eran como auténticas ciudades privadas dirigi­das por el patrón-alcalde. El control fue, sin duda, lo que inclinó a los constructores por el modelo de casa individual para familias nu­cleares. C o m o otra prueba de este control ejercido sobre los estilos de vida de toda una colectividad basta citar el ejemplo de Bourneville, la ciudad-jardín obrera construida por George Cadbury, famoso cho­colatero británico. Cadbury era cuáquero y por ello prohibió en los límites del medio kilómetro cuadrado de «su» ciudad, la apertura de pubs, eliminando de esa manera uno de los centros y formas más populares de sociabilidad entre las clases obreras inglesas. En cambio, promovió la vida sana animando a sus obreros a realizar deporte y do­tando a la urbanización de instalaciones adecuadas para ello (Harvey, 1906, Créese, 1992). Y, sin embargo, esta ingeniería urbanística no pudo a la postre mantener plenamente el control cultural o político sobre las poblaciones residentes (ninguna hasta la fecha lo ha conse­guido). Así, fue precisamente en las cités-ouvrieres donde se iniciaron las grandes huelgas revolucionarias de 1936 en Francia (Frey, 1995).

A pesar de lo extendido del fenómeno, la cuestión de las cités-ouvrieres no parece, sin embargo, haber despertado demasiado interés entre los sociólogos o geógrafos urbanos de su t iempo y no sería bien estudiada hasta los años ochenta del siglo XX1.

' Uno de los pocos estudios previos sobre el tema es el que dedica el geógrafo Meynier a la ciudad obrera de Zlin. La valoración que hace Meynier del experimento checo es decididamente positiva. Este es saludado como una intervención progresista y el autor la pone en contraste con el "paternalismo" de las cités-ouvrieres de Francia (Meynier, 1935).

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problema de la vivienda obrera. La idea era desarrollar complejos residenciales como si fueran sociedades anónimas: los residentes no serían ni inquilinos ni propietarios sino accionistas de una propiedad inmobiliaria común. Lo cual implicaba la inversión inicial de un ca­pital por parte de cada miembro residente para financiar la construc­ción. La diferencia fundamental entre este tipo de cooperativas y las originarias de naturaleza comercial residía en la cantidad de capital inicial que era necesario aportar: mucho mayor en el caso de la coo­perativa residencial, puesto que los gastos de construcción y manteni ­miento de las propiedades eran superiores en varios órdenes de mag­ni tud. Una cooperativa comercial se podía iniciar con una pequeña tiendita y luego ir ampliando la actividad reinvirtiendo los beneficios hasta llegar al supermercado (como, en efecto, sucedió). Una coope­rativa de viviendas suponía la construcción inmediata de una gran cantidad de inmuebles (puesto que era un esfuerzo colectivo) que, después, no generaban beneficios inmediatos (salvo los derivados del ahorro del pago de un alquiler) que pudieran reinvertirse. A pesar de estas limitaciones, el sistema podía ofrecer varias ventajas: a) la pues­ta en común de un capital inicial, aunque no fuera suficiente para construir el inmueble, y la reducción de los riesgos de impago por el mecanismo de la mutualización eran un impor tante aval que abarata­ba el precio del crédito; b) permitía construir, además de las propias viviendas individuales, una serie de servicios comunes (lavandería, áreas recreativas, etc.) que se mantenían con una pequeña cuota y que de manera individual habrían sido imposibles de sostener (esta era, de hecho, una de las grandes ideas del falansterio de Fourier); c) la construcción del área residencial podía completarse con la de negocios cooperativos controlados por los mismos accionistas, que abarataran el precio de los servicios y cuyos beneficios se reinvirtieran para ir poco a poco pagando el crédito hipotecario, d) Con el sistema de copropiedad se producía un empoderamiento de los residentes. Estos, a través de la votación democrática en el consejo de la coope­rativa, podían tomar decisiones directas sobre los asuntos de la uni­dad residencial, e) el sistema de accionariado dotaba de flexibilidad a la residencia: los copropietarios no estaban necesariamente atados de por vida a la propiedad sino que podían vender su participación cuando quisieran y mudarse a otro lugar.

Sin embargo, la necesidad de una gran inversión inicial impuso durante todo el siglo XIX un límite muy grande al desarrollo de las cooperativas de vivienda, especialmente para la clase obrera, que era

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y las relaciones sociales personalizadas. Es esta la diferencia funda­mental de la ciudad-jardín de Howard con las precedentes: no es concebida como una mera ciudad-dormitorio sino como un centro au tónomo, independiente política y económicamente de Londres, llamado a descongestionar la gran ciudad. Howard ponía como tope demográfico para evitar la congestión y, por tanto, los problemas, el techo de los 30.000 habitantes. En el centro de la misma una galería comercial cerrada, en estructura de acero y vidrio para ofrecer luz natural y confort frente a las inclemencias del t iempo durante todo el año, con todos los servicios. Y explotaciones agrícolas en los alrede­dores que hicieran a la ciudad razonablemente autosuficiente desde el punto de vista alimentario. La cercanía de las explotaciones debía contribuir a eliminar intermediarios y, por tanto, a abaratar el costo de los alimentos, especialmente los frescos, que se habían encarecido mucho en las grandes ciudades, con los consiguientes efectos negati­vos (avitaminosis) en los niveles generales de salud de las poblaciones económicamente más débiles. La propuesta de Howard se inscribía, pues, en un plan mucho más ambicioso para reingenierizar toda la distribución espacial de la población británica y, en ese sentido, pue­de considerarse como un proyecto utópico heredero de los primeros socialistas.

Bajo el paraguas de la Garden Cities and Town Planning Association, Howard consiguió animar al establecimiento de socie­dades cooperativas que iniciarían la construcción de dos ciudades-jardín con viviendas unifamiliares en estilo neogeorgiano, en la co­rona más periurbana de Londres, 30 o 40 kilómetros más lejos de las primeras de tipo Bedford Park: Letchworth (iniciada en 1903) y Welwyn (en 1920). El plano de la ciudad, aunque perfectamente di­señado, huía del cartesianismo ortogonal del ensanche para favorecer una trama más «natural», menos m o n ó t o n a y alienante, más agrada­ble para el paseo, plagada de calles sin salida que disuadían el tráfico y proporcionaban int imidad. El proyecto de Howard, sin embargo, no consiguió alcanzar sus objetivos: el modelo cooperativo propuesto, en ausencia del apoyo financiero del Estado o de la banca, supuso, como ya se ha dicho, una barrera infranqueable para las clases traba­jadoras. En consecuencia, las experiencias de Letchworth y Welwyn quedaron restringidas a un reducido grupo de idealistas de clase me­dia, minando la propia legitimidad del ideario de Howard. Howard había contado con que lograría atraer la instalación de industrias a sus ciudades-jardín, cuyos beneficios, mutualizados, ayudarían al

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ingenieros, abogados, economistas, topógrafos, geógrafos). Con ello alumbraba el nacimiento de una nueva ciencia, el urbanismo, y la racionalidad moderna finalmente se hacía cargo de las riendas del espacio, clasificando y uniformando a la gente en el territorio, mode­lando así las formas físicas de su vida cotidiana, de acuerdo a lógicas e intereses muchas veces ajenos a los de la población. El espacio fue así paulat inamente conquistado, estatalizado por el poder, concreción del mandato moderno de conquista de la naturaleza, con el objetivo de reingenierizarlo, fuera directamente o delegando dicha competen­cia a la burotecnocracia privada de los promotores y agentes inmobi­liarios. Y el poder del Estado y del capital, que no habían dejado de crecer desde aquel lejano día en que su semilla germinara en el suelo —fundamenta lmente u rbano— del feudalismo medieval, llegó por fin al barrio y a las alcobas de la gente.

La primera intervención masiva en materia de planificación se había hecho en las colonias, concretamente en las españolas en América. Las Leyes de Indias de 1568 pueden considerarse como la primera legislación urbanística de la Edad Moderna . Luego llega­ron, en las metrópolis, los primeros ensanches. Con ellos, algunos estados se plantearon ya la necesidad de regular todo el conjunto del crecimiento urbano con una proyección temporal de medio plazo que previera los desarrollos futuros, para impedir fenómenos como el chabolismo de autoconstrucción, la invasión de tierras, o la cons­trucción puramente especulativa mal integrada en el tejido urbano. Se trataba, pues, de diseñar la ciudad como se diseña un edificio, de regular jurídicamente su crecimiento como se regula cualquier otra actividad. Los instrumentos para ello fueron los reglamentos de zoni-ficación y los planes de ordenación urbanística (cuya denominación exacta varía de país a país).

Uno de los primeros países en dotarse de un plan de ordenación urbanística fue el recién nacido Estado italiano, con su ley del Piano Regolatore de 1865, que lo establecía solo como reglamento volun­tario para aquellos municipios que quisieran adoptarlo. Roma, por ejemplo, no elaboraría un Piano Regolatore hasta 1883 (Del Prete, 2002) . En el Reino Unido el ins t rumento llegaría en 1909, con carácter de obligatoriedad y con el nombre de Housing and Town PlanningAct, al que le siguieron, a intervalos regulares que ilustran la necesidad de adecuarse a una realidad urbana en constante cambio, los Housing and Town PlanningActs de 1919, 1925 y 1932 (Duxbury, 2005) . En Francia se llamarían Plans d'aménagement, d'embellissement

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nacional, miembros del Consejo Nacional del Movimiento , parientes de influyentes polí t icos. . . ) decidieron aplicar su propio plan alterna­tivo. D o n d e debía haberse creado un cinturón verde ahora circula el tráfico del primer anillo de autopistas de circunvalación de la ciudad, la M - 3 0 . Las cités-ouvrieres unifamiliares se convirtieron en los col­meneros bloques de viviendas de barrios como La Concepción (cu­yos minúsculos apartamentos, en lugar de dar al prometido jardín, contemplan el asfalto de la M-30) o el Barrio del Pilar. Desarrollos suburbanos para alojar a los obreros que generaron fortunas como la de José Banús, amigo personal de Franco, quien después reinvertiría la plusvalía para urbanizar la Costa del Sol. Mientras, en Campania , Sicilia o Calabria, la mafia se hacía con una buena parte del pastel in­mobiliario (gracias, también, a su infiltración en la política) plegando lospiani regolatori a su propia conveniencia.

Los inicios de la política estatal de vivienda: el caso pionero de Francia

Al mismo t iempo que se aprestaban a disciplinar el espacio, los go­biernos, tripulados por políticos progresivamente más sensibles a los problemas sociales, decidieron tomar cartas en el asunto de la infra-vivienda urbana y resolver el problema de una vez por todas. C o m o se ha comentado ya en varias ocasiones el problema en las grandes ciudades era realmente dramático. Terribles condiciones de vida que las clases dirigentes no solo consideraron necesario remediar por ra­zones humanitarias sino como estrategia de autoprotección (sanitaria y política). El caso pionero quizá sea la Cité Napoleón, mandada construir por Luis Napoleón Bonaparte entre 1849 y 1851 (el perio­do democrático republicano previo a su 18 Brumario, con un gabine­te ministerial lleno de socialistas) en el centro de París (58 Rué Ro-chechouart en el 9e arrondissement). Inspirado en el falansterio de Fourier pero de dimensiones modestas, y despojado de sus veleidades colectivistas, se trata probablemente del primer caso de bloques de vivienda protegida de la historia contemporánea. Un modelo que an­ticipaba en casi un siglo el urbanismo de buena parte de las ciudades europeas: cuatro bloques de apartamentos individuales, en un estilo muy sencillo y de construcción barata en torno a un patio con jardín y fuente, para cuatrocientas familias (Carbonnier, 2008) . Sin embar­go una vez convertido en emperador, Napoleón preferiría ceder los beneficios del pastel inmobiliario al capital privado (en los ensanches de

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por el momen to la limitación de construir en solares con muros me­dianeros al interior del ensanche haussmaniano de Paris. Son ellos los primeros que renuncian a la decoración superflua del edificio, por costosa, reduciéndolo, en aras de una eficiencia funcionalista, a las líneas geométricas puras de su estructura, todo ello en un periodo dominado por el estilo barroquizante del Art Nouveau. Y todo ello bajo el modelo de construcción en vertical (abaratado por las nuevas técnicas) el que mejor permitía amortizar el costo de la compra del terreno (usar el aire, que es gratis, para alojar a más gente en la misma parcela). Son ellos los que anteponen la función a la emoción, los que empiezan a aplicar la estética del ingeniero, que acabaría desembo­cando en la concepción mecanicista del urbanismo y de la vivienda, la casa como machine a habiter, en el aforismo que luego populari­zaría Le Corbusier.

Con la guerra la construcción quedó paralizada. Lo cual no hizo sino incrementar el problema de la vivienda una vez finalizada esta, con el telón de fondo de unas economías afectadas profundamente por el conflicto. Es entonces cuando los estados europeos emprenden finalmente la primera construcción masiva de vivienda social en el marco de un nuevo modelo de política económica que deja atrás definitivamente el viejo modelo del laissez-faire. Había, además, una urgencia imperiosa que atender: la rabia popular debía ser apacigua­da para impedir la revolución comunista. La recién creada Unión Soviética funcionaría a partir de entonces como un perfecto instru­mento contrapedagógico para las democracias parlamentarias occi­dentales. Y en su afán por no acabar sus días en una revolución como la rusa, los estados emprendieron políticas de vivienda semejantes a las que a partir de los veinte también se pusieron en práctica en el país de los soviets.

Los planes arquitectónicos y urbanísticos se pusieron en manos de una nueva generación de arquitectos e ingenieros que, cabalgan­do a lomos de la modernidad y de la vorágine de transformaciones culturales que esta había desencadenado, rompieron violentamen­te los cánones estéticos aún impregnados de romanticismo y gusto aristocrático de sus padres, los constructores de las ciudades-jardín estilo Queen Anne y los ensanches historicistas y Art Nouveau, lle­nos de frontones griegos, torretas medievales, mosaicos dorados y sinuosas decoraciones orgánicas. Las señales del advenimiento de aquella época habían ido apareciendo desde hacía décadas: el Crystal Palace de Londres (1851), los immuebles de rapport haussmanianos,

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aberraciones, como hab ían hecho duran te todo el siglo XIX la ética y la estética burguesas, es un inaceptable ejercicio de alienación moral y cultural . El h o m b r e - m á q u i n a m o d e r n o debe aceptarse tal como es y encont rar orgullo en ello (Banham, 1960) .

Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enrique­cido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a ser­pientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia. Manifiesto Futurista, punto 4 (Marinetti, 1909).

[...]Cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspen­didas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puen­tes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte; y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes cabal os de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Manifiesto Futurista, punto 11 (Marinetti, 1909).

Y es a part i r de ahí, de la exaltación de la nueva naturaleza m a ­quinista del h o m b r e como fase superior de la evolución y de la t rans­formación pe rmanen te del t i empo y el espacio que la acción h u m a ­na provoca (Banham, 1960), que los futuristas lanzan su proyecto para la ciudad, un proyecto visionario y totali tario que plantea la destrucción de la c iudad histórica, caduca, arcaica, fósil, y su sust i tu­ción por una c iudad -máqu ina que exalte la velocidad y el poder del nuevo h o m b r e . En ella no hay concesiones para la historia, para el sen t imenta l i smo: el orden nuevo, la c iudad nueva, se ha de construir des t ruyendo comple t amen te la vieja.

La c iudad que se p ropone no solo debe abandona r la vieja ar­qui tectura historicista y decorativa, sust i tuyéndola por otra de na tu ­raleza abstracta, inspirada en la máqu ina , sino que debe destruir la precedente . La ciudad, finalmente func ionando con la lógica de la mode rn idad , esa que «disuelve todo lo sólido en el aire», debe ser una ciudad en eterna potencia , en cons tante t ransformación, una ciudad autofagocitante, que se devore a sí m i sma per iód icamente . N a d a debe ser conservado. Los edificios, como todo lo demás, deben de ser t ran­sitorios, puesto que la ciencia y la técnica están en progreso constante

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gusto de la burguesía, antes historicista, había empezado a cambiar gracias a la fractura cultural y generacional provocada por la Gran Guerra. Había sed de renovación, de cortar amarras con ese pasa­do de negros recuerdos. En Estados Unidos , esos signos de cambio generacional se habían producido incluso antes: ya a principios del siglo Frank Lloyd Wright estaba construyendo mansiones de lujo en su famoso Prairie Style, con ladrillo visto al exterior y de líneas mini­malistas y espartanas (Fishman, 1982). Pero lo interesante es que ya por entonces, Le Corbusier plantea, de momen to solo sobre el papel, la vivienda colectiva y el tipo de nuevo urbanismo por el que pasará a la historia. Para Jencks (2000) su proyecto recoge la virulencia y la arrogancia del futurismo. En 1922 presentó su plan para una Ville Contemporaine: en el centro, en un enorme hub intermodal de trans­portes (estaciones de autobuses y ferrocarril, nudos de autopistas, el automóvil había de ser el rey de la ciudad) y un grupo de rascacielos cruciformes de sesenta plantas, en acero y cristal, con aeropuertos en la azotea. Separados, eso sí, por espacios verdes. Más allá, los blo­ques de edificios en altura, más bajos, para alojar a los habitantes. Su voluntad de planificación le lleva, como a Howard unas décadas antes, a establecer el contingente demográfico para su ciudad. Pero estamos lejos de la utopía descentralizadora del inglés: aquí impera el poder de los números . La ciudad ha de tener tres millones de ha­bitantes. Las masas, sin duda, eran una expresión de poder. Un año después, 1923, se publica su manifiesto Vers une architecture del que se deben destacar dos de sus más conocidas máximas: Une maison est une macbine-a-habiter («una casa es una máquina para habitar», expresión que condensa la supeditación de la estética a la función) y Architecture ou Revolution (Le Corbusier trata de sensibilizar a los di­rigentes de que la modernización de la ciudad es necesaria para evitar el estallido social). No solo la casa había de ser concebida como una máquina: también la calle. Le Corbusier fue un gran detractor del concepto tradicional de calle (la calle, ese chemin des ánes —camino de asnos—), debía morir y ser sustituida por una radical zoniflcación que separara ní t idamente entre las zonas peatonales en torno a las re­sidencias, con función socializadora, y los ejes de circulación (la calle como «máquina de circular») solo aptos para los coches (todo ello, en nombre del fomento de una cultura más doméstica y familiar).

En 1925 llegaría su Plan Voisin, patrocinado por la marca de automóviles h o m ó n i m a (también buscaría el patrocinio de Citroen y Peugeot pero no lo encontraría), cuyo concepto era semejante al

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t iempo también una parte no despreciable de la propia sociedad aca­baría por hacer suyos aquellos ideales: la funcionalidad de la máquina terminaría así por convertirse en erótica. Deseo de lo nuevo y repul­sión por lo viejo. La conversión del programa racionalista en valor cultural acabó por consolidarlo, al legitimarlo de cara a la sociedad. C o m o sucede con cualquier proyecto de ingeniería social totalizante, acusar a sus ejecutores de dictadores sin escrúpulos es, obviamente, faltar parcialmente a la verdad. Inyectado paulat inamente en el to­rrente sanguíneo de los valores colectivos, los urbanistas modernos acabaron por convertirse, como en cualquier régimen, en ins t rumen­tos de la voluntad de una parte de la sociedad, en aquellos que le da­ban a la gente «lo que la gente quería»8. C o m o en cualquier régimen, por supuesto, no consiguieron convencer a todos ni durante todo el t iempo: las visiones alternativas siguieron existiendo, aunque relega­das a la marginalidad y, finalmente, la reacción mayoritaria contra la «jungla de asfalto» habría de llegar. C o m o todas las demás ciencias sociales, el urbanismo también sería alcanzado por la onda posmo-derna que empezó a formarse hacia mediados de los años sesenta. Pero esa es ya otra historia y será contada en otro capítulo.

La vivienda social en las dos posguerras (1920 -1960) . Norteamérica y Europa: una historia de dos ciudades-jardín diferentes

Las primeras intervenciones masivas del racionalismo arquitectónico se produjeron contemporáneamente en los países que más golpeados habían quedado por la Gran Guerra, todos ellos bajo los auspicios

8 La comentada transformación de Rio de Janeiro, que es paralela a la de la propia sociedad brasileña es narrada magistralmente por el cantante y escritor Chico Buarque de Holanda, con la sensibilidad histórica que le confiere ser hijo de uno de los principales historiadores de su país, en la novela Leite Derramado. El libro narra la historia de una familia de clase alta de Rio, descendiente de aristócratas portugue­ses, y su atribulado tránsito por la revuelta historia del siglo XX, a través de un viaje inmobiliario por la ciudad. El linaje emprende una lenta pero inexorable cadena descendente de mudanzas: de la finca señorial en la base de la sierra, con su estilo de vida rural y semifeudal, al palacete romántico en la playa de Copacabana, más tarde sustituido (para adecuarse al signo de los tiempos, porque hay que ser modernos) por un apartamento en un rascacielos levantado sobre ese mismo solar, para acabar, por avatares de la vida, dando con sus huesos en una favela.

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La estrategia que desplegó el gobierno norteamericano para pro­mover la nueva forma de ciudad ya ha sido explicada en sus líneas ge­nerales. Y también su diseño intencional para dejar fuera de ella a las poblaciones de color. La F H A había empezado en 1935 introduciendo una política de acceso a créditos blandos. El gobierno canadiense la imitaría en los años siguientes, estimulando así su propio fenómeno de suburbanización (Harris, 2004). En 1938 el gobierno creó otro ins­trumento en esta dirección, la Federal National Mortgage Association (FNMA), conocida desde entonces popularmente como Fannie Mae. Su misión era doble: establecer un mecanismo de seguro sobre las hipo­tecas concedidas por la F H A y atraer capital al sector permitiendo a las entidades financieras tratar las hipotecas como si fueran instrumentos de inversión, agrupándolas en paquetes que podían comprarse y ven­derse en un mercado secundario. Este sistema de titulación de hipotecas fue único entre las naciones desarrolladas del momento y explica en buena parte la fluidez del crédito (Fishman, 1987; Baxandall y Ewen, 2000)10 . Finalmente, con el objetivo de premiar a aquellos que habían arriesgado su vida por la patria (y de desactivar lo que podría haber sido una bomba social de incalculables consecuencias) el gobierno federal puso en marcha un generosísimo programa de beneficios para los ve­teranos de guerra a través de la VeteransPreference Act y la Servicemens Readjustment Act de 1944 (conocidas como el GI Bill of Righ, algo así como la Carta de Derechos del Soldado Raso). Bajo este paraguas legal el Department of Veterans Affairs (VA), la segunda instancia adminis­trativa más grande de los Estados Unidos después del propio Ministerio de Defensa, fue construyendo una especie de «Estado de Bienestar Plus» dentro del propio Estado de Bienestar norteamericano, decididamente mucho más generoso que para el resto de la población: prioridad en la contratación para empleos públicos, coberturas sanitarias mucho mayo­res, pensiones, seguros de vida. . . y préstamos hipotecarios a muy bajo costo. Con un número de veteranos, entre la Segunda Guerra Mundial y la cercana de Corea (1950-1953) que se contaba por millones y, mul­tiplicado por los integrantes de sus familias, la medida se convirtió en

10 En 1968 el gobierno permitió también a Fannie Mae comprar hipotecas pri­vadas, no respaldadas por la FHA. Finalmente, en 1970, creó un organismo similar, la Federal Home Loan Mortgage Corporation (FHLMC), que también recibió un nombre coloquial, Freddie Mac, con el objetivo de establecer una competencia a Fannie Mae para crear un mercado secundario más eficiente y robusto (Baxandall y Ewen, 2000).

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colmenas humanas en las afueras de la ciudad, desconectadas de las redes de transporte y con servicios urbanos muy deficientes o simple­mente inexistentes que solo se irán colmando, lentamente, a lo largo de los decenios. Y aún así, a pesar de sus bajas calidades de construc­ción, los grands ensembles supusieron una mejoría, en estrictos tér­minos de confort habitativo con respecto a lo que había antes. Con ellos el urbanismo se reveló, además, como un instrumento de poder político y económico (y de corrupción) al que no se sustrajo ningu­na formación: los partidos utilizaron la concesión de vivienda social como una estrategia clientelar (la familia a la que su alcalde le había dado un piso solo podía estarle eternamente agradecida) y como un instrumento de financiamiento (por medio de las comisiones paga­das por los constructores) cuando no de enriquecimiento ilícito de algunos de sus dirigentes (Butler y Noisette, 1983; Flamand, 1989; Monnier y Klein, 2002; Stebé, 2007; Dryant, 2009).

4.3. SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS CINCUENTA Y SESENTA. LOS INTENTOS DE EXPLICAR LOS EFECTOS DEL URBANISMO RACIONALISTA

4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el suburb

La literatura sociológica sobre el fenómeno del suburb en Nortea­mérica es, con unas pocas excepciones (Atkins, 1941; Form, 1944), prácticamente inexistente antes de 1950. Destaca entre los pioneros el estudio de Form (1944) sobre el proyecto federal de Greenbelt. A partir de 1950, siguiendo la estela del White Flight a los suburbios, el estudio de esta nueva forma urbana se convertirá, sin embargo, en uno de los temas centrales de las preocupaciones de una socio­logía urbana que desde Chicago se ha extendido ya por todo el país (Pearson, 1951; Mumford, 1954; Schnore, 1956; Fava, 1956; Seeley et al., 1956; Schnore, 1957; Boggs, 1957; Nairn et al, 1957; Dobri-ner, 1958; Wood, 1958; Strauss, 1960; Gordon, 1960; Berger, 1960; Mumford, 1961; Dobriner, 1963; Gans, 1963; Chinitz, 1964; Clark,

1966; Gans, 1968). Curiosamente, ninguno de estos autores es de la Universidad de Chicago. La que había sido la fundadora de los estudios sobre la ciudad en los Estados Unidos (y el mundo) brilla extrañamente por su ausencia en el análisis del fenómeno urbano más importante de aquellas dos décadas. Las razones debemos quizá

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de consumo futuro. Ese consumo se producía, en los suburbs, a la vis­ta de todos y actuaba como un mecanismo perfecto que inyectaba el deseo, estimulaba la natural tendencia en las comunidades homogé­neas a la homeostasis social y lanzaba a la economía hacia velocidades siempre crecientes de producción y consumo. El mismo mecanismo de control social que en las comunidades campesinas autárquicas li­mitaba el consumo conspicuo a favor de la armonía generada por el igualitarismo (iguales en la pobreza) (Foster, 1965) en el marco de una sociedad rica, arrastrada por el torrente de liquidez del crédito fácil, funcionó en sentido contrario: estimulaba a la gente a consumir siempre más para no ser menos que el vecino y con ello, para no verse quizá marcado por los prejuicios de una ética social que achacaba la pobreza a la raza o a la incapacidad (el famoso arquetipo cultural del loser). Nacía toda una cultura del consumo que era frenéticamente hedonista y progresista (el deseo cuasi erótico por las novedades téc­nicas —la nueva lavadora, el coche del a ñ o — se convirtió en un valor central de la cultura de clase media norteamericana hasta el punto de devenir uno de los hitos primordiales por los que se medía la progre­sión del t iempo). Al mismo t iempo el suburb generaba o reforzaba unos valores culturales claramente conservadores: el incremento del control social (interno y externo) y la segregación de las castas más marginales en la inner city hizo descender las tasas de criminalidad en los suburbs hasta niveles hasta entonces probablemente desconocidos en la historia (la contrapart ida era, por supuesto, que estos aumen­taron en los guettos de color igualmente hasta tasas hasta entonces inéditas), lo cual, en conjunción con el maná del consumo y la propia homogeneidad social del suburb, generó una profunda sensación de autocomplacencia. Los habitantes de Suburbia no veían la pobre­za, no percibían las disfunciones del sistema (esto era especialmente marcado entre las amas de casa y los jubilados, que prácticamente no salían nunca de las áreas residenciales) y entre ellos se fue sedimentan­do la idea de que todo era perfecto, con significativas consecuencias políticas, como probablemente habían deseado quienes planificaron los suburbs. El propio control social reforzó los valores y prácticas de una moral social y familiar conservadora: control sobre el comporta­miento de los jóvenes, que no tenían donde esconderse de la mirada de los adultos; sobre el de los vándalos; sobre el de los potenciales maridos o esposas infieles (la infidelidad se hizo especialmente difícil para las esposas —los maridos a fin de cuentas seguían escapando del ojo público en la jungla de asfalto de la c iudad— a no ser que

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París en el que solo hay nichos «burgueses» y «obreros» que, al care­cer de la nitidez categorial de la etnicidad dibujan espacios urbanos de bordes más difuminados (Chombar t , 1952). Aún así, Chombar t demostrará en su siguiente obra que es todavía posible aplicar el enfoque culturalista a una ciudad monoétnica: en La vie quotidien-ne des familles ouvrieres (1956) la clase obrera es descrita al mismo t iempo como un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios. Las simpatías de C h o m b a r t y su equipo están claramente con la clase obrera. No encontraremos aquí esa relación de repulsión/fascinación por quienes no comparten el ethos de la clase trabajadora, que era tan común entre los de Chicago. Los sociólogos urbanos franceses, inaugurando una tradición que se mantendr ía desde entonces y al menos hasta los ochenta, no son libe­rales conservadores como los norteamericanos: se trata de gente que, como Chombar t , ha estado implicada muchas veces directamente en la resistencia, gente que viene de un entorno claramente crítico con el sistema y la cultura obrera es descrita en tonos decididamente po­sitivos.

Su segunda obra, Famille et habitation, publicada en 1960, re­coge los resultados de una serie de encuestas aplicadas en tres nuevos polígonos de viviendas (grands ensembles, en francés) de tres ciudades diferentes, donde el Estado había realojado poblaciones obreras. Se da el caso que uno de ellos, la Ci té Radieuse de Nantes, era del pro­pio Le Corbusier. C h o m b a r t muestra, en lo que es la primera gran crítica sociológica al visionario human i smo funcionalista y raciona­lista de la Carta de Atenas, como aquellos nuevos barrios no tenían nada de «radiante» sino que ejercían sobre los obreros una nueva for­ma de violencia, obligándolos a cambiar sus modos de vida al alejar­los de sus redes de relaciones familiares y de amistad, de su entorno espacial dotado de sentido, s imbólicamente significativo, exiliándo­los en un lugar aséptico y homogéneo mal comunicado con el resto de la ciudad (para quien no tiene coche). C h o m b a r t y su equipo de sociólogos dan testimonio de la frustración que generan los nuevos polígonos y cómo estos consti tuyen una nueva forma de alienación de la clase obrera, la alienación espacial. Es C h o m b a r t quien acuña el término, después popularizado, de «ciudad-dormitorio» (banlieu dortoir, en francés). Por úl t imo l laman también la atención sobre los nuevos procesos de segregación que se están produciendo en las banlieues. En teoría, los polígonos periurbanos eran un experimento

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ciudad») de 1968. Convert ido en un término neutro desde el final del Antiguo Régimen, con connotaciones estrictamente geográficas, banlieue pronto adquiriría los tonos peyorativos que tiene actual­mente en Francia. Sus habitantes serán conocidos como banlieusards, vocablo cargado de connotaciones peyorativas y estereotipos negati­vos. Con la posterior llegada de la inmigración extraeuropea el tér­mino acabaría por adquirir, como había profetizado Chombar t , buena parte de las connotaciones clasistas y racistas asociadas al de guetto.

4.4. LA ESCUELA DE CHICAGO EN LOS CINCUENTA Y SESENTA. EL DECLINAR DE LA HEGEMONÍA

La sociología urbana había nacido en los despachos y las aulas de Chicago entre los años veinte y cuarenta. Pero Chicago no podía dar empleo a todos los que obtenían su doctorado en el depar tamento. Muy pronto la escuela nacida en Illinois empezó a exportar a sus ti­tulados por todo el país. Con la diáspora llegaría la diversificación y, finalmente, Chicago acabaría perdiendo aquella idiosincrasia pionera que la ha llevado a figurar como protagonista en todas las historias de la sociología urbana. Se convertiría, s implemente, en un departa­mento más en el conjunto de la academia norteamericana aunque de él aún habrían de salir sociólogos de fama universal de la talla de Er-ving Goffman, cont inuador de aquella corriente tan chicagüense del interaccionismo simbólico. Sin embargo, antes de apagar por com­pleto la antorcha solitaria de la vanguardia, la Escuela de Chicago aún habría de dar una tercera generación, cuyo periodo de vigencia puede fecharse grosso modo desde el final de la Segunda Guerra M u n ­dial hasta principios de los sesenta, con características m u y definidas y aportes sustanciales a la sociología urbana. Esta tercera generación está marcada por dos fenómenos: a) La Nueva Ecología H u m a n a b) el empiricismo cuantitativo de las teorías de rango medio y el análisis factorial.

Desde los años cuarenta, las tesis de la Ecología H u m a n a comen­zaban a ser puestas bajo el ojo de la crítica, tanto fuera, en otras uni­versidades, como entre los miembros más jóvenes del depar tamento. Ya hacia 1950, el enfoque ecológico tal y como había sido desarro­llado por Park y su escuela se anunciaba en fase terminal (Berry y Kasarda, 1977). A las críticas de Davie (1937) o las reformulaciones

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C o m o vemos es verdaderamente difícil, más allá del recurso que hacen a las analogías biologicistas, distinguir a la Ecología H u m a n a , y esto ya desde los t iempos de la Escuela de Chicago, de la para­lela escuela funcionalista que en estos momentos dominaba todos los departamentos de sociología del mundo anglosajón. La Ecología H u m a n a no es más que una variante del más general funcionalismo.

La ecología de Hawley tendría una continuidad en las siguientes décadas en muchos trabajos de sociología urbana y sería enriquecida por las nuevas técnicas de investigación estadística que comentare­mos en el siguiente apartado. Así, por ejemplo, son significativos los trabajos sobre desigualdades socioresidenciales entre barrios que utili­zan metodologías estadísticas mejoradas como los Social Área Analysis desarrollados por Shevky y Will iams (1949) continuados por Shevky y Bell (1955), o los Cluster Analysis de Tryon (1955). Todos ellos eran variantes de la estrella metodológica del m o m e n t o , el análisis factorial, un refinamiento de las correlaciones ecológicas de Park que usan todos (algunos autores incluso han llamado a esta fase «Ecología Factorial» [Janson, 1980; Mela, 1996]).

La Nueva Ecología H u m a n a sin duda limó muchas de las rugo­sidades del primer boceto de Park, Burgess y McKenzie. La extensión de ciertos fenómenos, hasta entonces privativos de las urbes norte­americanas, a otras ciudades del m u n d o a partir de los años cincuenta, mostró que sus aportaciones habían sido bastante acertadas en deter­minados aspectos, y que podían aplicarse umversalmente. Así, aque­llos procesos de invasión y sucesión que habían descrito, movidos por las oleadas de inmigrantes étnicamente diferentes que habían ido lle­gando a Chicago, provocaron los mismos efectos cuando se repitieron en Europa. En la posguerra de los cuarenta, una oleada de inmigrantes caribeños de color «invadió» los barrios obreros blancos de Londres. Sus poblaciones reaccionaron de la misma manera que lo habían he­cho en Chicago y en el verano de 1958, la estación ecológica de los disturbios (Lohman, 1947), cuando todo el m u n d o está en la calle y se multiplican las posibilidades de contacto, la metrópoli británica vivió su propia versión de la rabia blanca. Fue en Not t ing Hill Gate y el episodio violento dio nacimiento el año siguiente, como medida orientada a la integración cultural, al famoso carnaval multiétnico por el que es famoso hoy en día (The Independent , 2008) .

De todos los autores que pueden incluirse, de una manera más o menos estricta, en esta escuela, y bajo la influencia directa de Hawley, quizá otro que merezca comentar en más detalle sea Otis Dudley

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una hora después del cierre de colegios electorales en la noche de la elección presidencial.

El análisis factorial es una metodología estadística que reduce la enorme masa de información cuantitativa a unas pocas variables (los llamados factores) explicativas con la que estarían relacionadas el resto de los datos. Es una técnica que analiza las relaciones de inter­dependencia entre todas las variables asignándoles un coeficiente (de 0 a 1) en función de su mayor o menor relación de interdependencia. Aquellas variables que concentran los coeficientes más altos (por en­cima de 0.7) con respecto a otras variables serían los factores, siempre asumiendo que existe un margen de error debido a variaciones indi­viduales que son inevitables (Janson, 1980).

Un ejemplo de la aplicación del análisis factorial a la sociología ur­bana podría ser el de Lander (1954) en su estudio sobre la delincuencia juvenil. La metodología estadística fue utilizada para refinar la Teoría de la Desorganización Social de Shaw y McKay (1942) y encontró que las siguientes variables estaban correlacionadas, con los mismos coefi­cientes, tanto con el factor delincuencia como con el factor desorgani­zación social, de donde deduce que se trata de uno solo:

Hacinamiento

Infraviviendas

Porcentaje de población de color

Régimen de alquiler

Baja educación

Población nacida en el extranjero

.85

.81

.70

.57

.64

.16

El ejemplo muestra con bastante nitidez las fortalezas y debilida­des de este tipo de enfoque como ins t rumento de explicación científi­ca. El algoritmo matemático permite dilucidar relaciones que no son evidentes a simple vista, como que la asociación entre delincuencia y condiciones del habitat es muy alta (.85) pero que tiene poco que ver con el origen nacional de los individuos (.16). Sin embargo, la corre­lación entre raza y delincuencia (.70), sin otra información contextual adicional, podría conducirnos erróneamente a una explicación racis­ta. El análisis factorial fue sin duda un gran avance en el estudio de las complejas sociedades urbanas formadas por millones de individuos, y permitió descubrir relaciones entre procesos que habrían sido muy difíciles de ver a través de la observación directa. Sin embargo, en ausencia de otros marcos teóricos más abarcantes, el análisis factorial

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realizada por el leninismo y el estalinismo, y recuperan y reti­nan su materialismo histórico como herramienta teórico-me-todológica. Una revisión que se realizaba en paralelo y retroa-limentación a la liberación, en Europa Occidental, de los movimientos de izquierda, socialistas y comunistas, de la tute­la soviética en aras de la construcción de un marxismo político más humanista y compatible con la democracia.

¿Y por qué en aquel momento? Porque a finales de los años se­senta las políticas del Estado de Bienestar y más de veinte años de crecimiento económico a gran velocidad habían transformado pro­fundamente (domado, aburguesado) a la clase obrera y habían com-plejizado enormemente la estructura de clases. C o n el acceso de los obreros a la propiedad (de su inmueble, de su automóvil) y la pau­latina proletarización de las clases medias profesionales (deflación de títulos universitarios, aumento de nichos laborales de cuello blanco pero mal pagados. . . ) la sociedad no podía verse ya desde la simple dicotomía propietarios-no propietarios. Cuando , como sucedió en la primavera de 1968, los intelectuales asistieron a movimientos sociales en los que eran los estudiantes universitarios y no los obreros quienes encabezaban las huelgas y recibían los porrazos de los antidisturbios, la prueba de que la teoría de la luchas de clases requería nuevas for­mulaciones se hizo más que patente, tanto entre los marxistas como entre los no marxistas.

La sociología urbana también tuvo que afrontar el reto de ex­plicar una nueva serie de fenómenos sociales que empezaron a de­sarrollarse en las ciudades precisamente durante aquellos años. Uno de ellos ya lo hemos comentado: los movimientos de una nueva iz­quierda (así, New Lefi, se llamó, precisamente en el Reino Unido) , que reclamaban no solo un cambio de sistema económico o político sino una revolución cultural. Junto a ellos estaban los movimientos contraculturales propiamente dichos (generación beat, hippies), que eran fundamentalmente urbanos. Y exclusivamente urbanos eran los movimientos vecinales que empezaron a surgir por aquellos años y que suponían una forma de movilización social m u y novedosa que requería de nuevos moldes explicativos: movimientos interclasistas, sin pretensiones de transformación del sistema sociopolítico general y, por lo tanto, parcialmente desideologizados, despolitizados; movi­mientos de carácter pragmático formados por vecinos cuya principal característica en común es la de compartir el mismo espacio urbano

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aquellos que disponen de propiedad pero con pocas habilidades, o de habilidades pero pocas propiedades; y la clase baja que no dispo­ne ni de habilidades ni de propiedades. Rex y Moore no hacen otra cosa que regresar a Weber al señalar las diferentes articulaciones entre propiedad, estatus y habilidades. Así, los obreros de las viviendas de alquiler protegido poseían en la Birmingham de los años sesenta, gra­cias a otros factores como la nacionalidad o la raza, de mayor estatus que los propietarios inmigrantes del centro degradado, lo cual era una subversión radical de los principios marxistas (Rex y Moore, 1967). Es interesante observar también cómo, en su esquema racionalista, Weber no puede concebir una clase alta desprovista de habilidades. Esto es así porque parte del principio de que la gestión de las institu­ciones económicas y políticas en el capitalismo moderno requiere un alto grado de instrucción y especialización. Dicho posicionamiento está presente también en los neoweberianos, en el poder de decisión que le atribuyen a la élite de tecnócratas estatales.

5.2.2. Roy Pahly la Teoría del Estado Corporativo como gestor de la ciudad

Recogiendo el testigo entregado por Rex y Moore, el punto de parti­da de Pahl es también la constatación de la ciudad, su espacio físico, como causa de nuevas desigualdades sociales que vienen a sumarse a las del m u n d o del trabajo (Pahl, 1970a). Y ello de maneras múltiples y encabalgadas: los que han de emplear mucho t iempo para llegar a su trabajo están en situación de desventaja respecto a los que emplean poco pero quizá mejor que estos en otro sentido si aquellos viven al lado de una autopista o una depuradora de aguas residuales. También Pahl insiste en que la tarea del sociólogo es estudiar los sistemas de asignación de recursos pero, a diferencia de Rex y Moore, no conside­ra, no en un primer momen to al menos, que las diferencias de acceso puedan generar verdaderos conflictos de clase (Pahl, 1970a: 257) . Y ello porque Pahl va a considerar a la población como variable de­pendiente en el sistema de asignación, siendo los gestores la variable independiente (Pahl, 1970b: 620). El entero sistema de distribución puede explicarse a través del análisis de los objetivos y valores de los actores que asignan y controlan el conjunto de los bienes urbanos. ¿Y quiénes son estos actores? Los altos cargos de la gestión pública local, el nivel de la administración a la que Pahl apodó «los perros de en medio» (Pahl, 1 9 7 5 : 2 6 9 ) .

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privatización de los servicios urbanos. La obra de Saunders se plantea como una reformulación del marco teórico weberiano para ajustarlo y explicar la ciudad en los albores del nuevo contexto neoliberal y posindustrial.

Saunders no abandona del todo el concepto de Estado Corporativo. Al fin y al cabo, y a pesar de la ola neoliberal, nos dice él mismo, el Estado sigue teniendo un papel crucial en la vida de los ciudadanos. Su presencia se ha vuelto tan ubicua que a veces no somos conscientes de hasta qué punto forma parte de nuestras vidas: un tercio de los ha­bitantes urbanos vivía en casas de propiedad estatal en Gran Bretaña a principios de los ochenta (Saunders, 1981). La teoría del Estado Corporativo debe simplemente redimensionarse y adoptar una postura más humilde. Deben abandonarse las pretensiones generalizado ras que consideraban el corporativismo como un tipo particular de formación social y entenderse más bien como una de las posibles estrategias o vías mediante las cuales ciertos intereses particulares pueden conseguir un acceso privilegiado al poder estatal o la concesión de explotación de de­terminados servicios (por ejemplo, la gestión de basuras) cedidos por el gobierno. El control del Estado, por otro lado, sigue siendo hegemóni-co (teóricamente) en algunas áreas particulares, como la planificación del uso del suelo (que en Gran Bretaña estaba y está centralizada) o en servicios urbanos como la gestión del agua (Saunders, 1985).

La segunda crítica que Saunders hace a los primeros weberianos se centra en su clasificación de las categorías de residentes en función de su relación con la propiedad, lo que Rex y Moore habían denomi­nado «clases habitativas» (Rex y Moore , 1967). Saunders reformula esta cuestión a partir de una nueva visita a Weber y su concepto de estatus pero también, aunque no lo reconoce explícitamente, a la luz de las críticas del posmodernismo epistemológico que a principios de los años ochenta empezaban ya a calar en todos los círculos acadé­micos. El problema de partida era que Rex, Moore y Pahl daban por descontada la existencia de un único sistema de valores compart ido por todos los residentes, un sistema de valores que consideraba como aprioris absolutos lo que eran tan solo valores culturales relativos: que ser propietario es mejor que vivir de alquiler, que vivir en las casas de protección oficial de la periferia era más deseable que en las zonas degradadas del centro. Saunders deconstruye esta afirmación a la manera posmoderna, aportando datos empíricos de investigacio­nes como la de Davies yTaylor en Newcastle (1970) o la de Couper y Brindley (1975) en Bath, que mostraban que los inmigrantes

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producción social del espacio urbano es fundamental para la repro­ducción del sistema social en su conjunto (en el caso contemporáneo, del sistema capitalista). Dada su función fundamental esta produc­ción del espacio es controlada por las clases hegemónicas con el obje­tivo de reproducir su dominación sobre el resto.

El espacio es un producto [...] el espacio así producido sirve como una herramienta de pensamiento y de acción [...] además de ser un medio de producción es también un medio de control y, por tanto, de dominación, de poder. (Lefevbre, 1974: 26).

El espacio es un elemento clave en la producción y reproducción del sistema capitalista. Hay que estudiar no solo cómo el sistema produce capital sino también cómo produce y reproduce el espa­cio, cómo los intereses de clase colonizan y mercantilizan el espacio, usando y abusando del espacio construido, manipulando ideológica­mente los monumen tos , conquistando barrios enteros.

Cada economía política produce un cierto tipo de espacio. La ciudad antigua, por ejemplo, no puede entenderse como una sim­ple aglomeración de gente y edificios en el espacio: tiene su propia práctica espacial. Si cada sociedad produce su propio espacio enton­ces una sociedad que no lo haga será una anomalía. A partir de este argumento Lefebvre arremetió contra los urbanistas soviéticos a los que acusa de haber s implemente copiado las formas de diseño urbano racionalistas, traicionando el humanismo socialista (Lefevbre, 1974). El urbanismo racionalista es la gran bestia del viejo sociólogo, como lo había sido de Chombar t . Lefevbre lo acusa de totalitario, al impo­ner transformaciones sin consultar a nadie, de haber desfigurado la ciudad, confundiendo racionalidad con funcionalidad, de aniquilar los lazos sociales y las identidades. El urbanismo se ha convertido en una fuerza de producción, como la ciencia. Una de las formas de generación de plusvalía es ahora el mercado inmobiliario. Lo que él llama el «circuito secundario del capital» (el primero sería el capi­tal industrial). El espacio físico de las ciudades se ha convertido en objeto de explotación. El espacio ha sido mercantilizado, creado y destruido, usado y abusado, se ha especulado sobre él y luchado por él. Traslada al espacio la metáfora marxiana de la fetichización de la mercancía. Igual que el trabajo queda deshumanizado, alienado de sus circunstancias concretas al medirse únicamente en términos de su valor económico, lo mismo sucede con el espacio: aparece la noción

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en Occidente porque queda vaciada de funciones en la nueva eco­nomía política del feudalismo, que es autárquica. Vuelve a resurgir a partir de las fortalezas, núcleos administrativos del sistema feudal (básicamente reducido al control de la violencia), y de los mercados (al principio muy locales y pequeños) y va ligada a la aparición del modo de producción capitalista, todavía no dominante sino articu­lado con la economía política hegemónica, el modo de producción feudal (no regido por una lógica de revolución constante de los me­dios de producción, es decir por la maximización del beneficio, sino por la de obtención de unas rentas agrarias estables por parte de una clase dominante que las gasta en consumo suntuario mientras man­tiene a una mayoría de población campesina en una economía de subsistencia cuasi autárquica). Esta naturaleza subordinada del ca­pitalismo de las ciudades permite que estas tengan altos grados de autonomía política (son como islas que siguen otras reglas en el mar de un m u n d o que se rige por las dinámicas feudales). Sin embargo, la expansión ulterior del capitalismo conduce, paradójicamente, al fin de la au tonomía política de las ciudades: necesitadas de maximizar su eficiencia a través de la economía de escala, las burguesías urba­nas se unen en alianzas territoriales más grandes: para poder crecer el capitalismo acaba con la ciudad au tónoma e «inventa» el Estado centralizado (durante su primera fase, la comercial, del siglo XVI al XVIII, todavía bajo el paraguas ideológico premoderno de las monar ­quías absolutas, más tarde, en su fase industrial y financiera, bajo el Estado-nación liberal).

La ciudad contemporánea es un producto de la segunda etapa del capitalismo, la etapa industrial. La ciudad crece como conse­cuencia de la migración rural provocada por la transformación de las relaciones de producción en el campo: la agricultura se some­te a la lógica capitalista y desintegra las estructuras sociales agrarias. Terratenientes-empresarios, en aras de la maximización de beneficios, fusionan explotaciones e inician la mecanización. El resultado es que sobra gente en el campo y esta ha de emigrar a la ciudad. La industria se instala en las ciudades porque en ellas encuentra dos cosas: a) un gran mercado donde vender sus productos y b) una gran abundancia de mano de obra barata y desechable. Desechable porque los migran­tes rurales no tienen nada: no pueden volver al campo porque allí no hay ni tierra disponible para la explotación directa ni trabajo en las tierras de otros; no existe ya la antigua obligación del señor feudal de proveer a su sustento, y al emigrar han perdido la red de solidaridad

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comunitar ia que también los protegía previamente. Están abando­nados a sus propias fuerzas. Pero la industria también crea ciudades nuevas allá donde hay ventajas: materias primas, vías de transporte. El modo de producción también desarrol a una especialización fun­cional y una división del trabajo entre ciudades, creando jerarquías de sistemas urbanos.

Castells: teoría del consumo colectivo y el estudio de los nuevos movimientos urbanos

Otro tema althusseriano introducido por Castells es el de la repro­ducción de la fuerza de trabajo, un tema central en el propio análisis de Marx y Engels. Marx y Engels eran plenamente conscientes de que la reproducción era un momen to más de la producción, unida a esta en un bucle sistémico que hacía a ambas m u t u a m e n t e interdepen-dientes, pues sin la primera s implemente no sería posible la segunda, pero sin producción de bienes y servicios no habría nada que repro­ducir. Toda formación social, todo sistema, pues, necesita reproducir sus fuerzas productivas, es decir, los medios de producción (materias primas, infraestructuras, capital, conocimiento, tecnología, etc.) y la propia fuerza de trabajo. El factor fundamental de la reproducción de la fuerza de trabajo es la reproducción de los medios de consumo a través de los cuales los trabajadores obtienen los bienes y servicios que aseguran su supervivencia en el día a día, entre los cuales no solo se cuentan los medios materiales de subsistencia (alimento, vestido, alojamiento, transporte) sino los valores culturales y las habilidades y conocimientos técnicos que requiere la división sociotécnica del tra­bajo. Los trabajadores deben conocer su oficio pero deben también conocer el lugar que ocupan en la estructura de clases y aceptar esta relación desigual, jerárquica e injusta como algo normal , como un hecho «natural». Para conseguir esto último está la ideología, actuan­do explícitamente (a través de la propaganda) o implíci tamente (en el proceso de socialización). Althusser, como antes Marx, advierte del papel crucial que juega el estado liberal burgués en la reproducción de la fuerza de trabajo del sistema capitalista. Castells introduce aho­ra un nuevo agente en esta ecuación: la ciudad misma.

Es aquí donde Castells, que había comenzado su obra destru­yendo el objeto de estudio de la sociología urbana, y poniendo, por lo tanto , en duda su propia existencia, la dota ahora de un nuevo ob­jeto y vuelve así a imbuirla de pertinencia. El objeto de la sociología

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este en la verdadera fuente de orden social en la vida cotidiana, es decir, un ins t rumento de dominación. El Estado planificador se alia desde los cincuenta, en intensidad creciente, con el capitalismo que no cesa de crecer en su espiral monopolista. Los grandes desarrollos urbanos, financiados por el Estado, son una herramienta que ope­ra simbióticamente con los grandes conglomerados monopolíst icos para fomentar su crecimiento.

Castells, en su estudio sobre la urbanización del litoral de D u n ­kerque que realiza junto a Godard, titulado Monopolville: l'entreprise, l'Etat, l'urbain (1974), afirma que esta solo se comprende si se encuadra en un sistema social constituido por las grandes empresas (capital m o ­nopolista) y el Estado, en el que este último juega el papel de crear las condiciones físicas (desarrollo de infraestructuras) para el crecimiento de una serie de grandes conglomerados metalúrgicos y petroleros. Esta parte de la costa de la región Nord-Pas-de-Calais se convirtió en los años setenta en un gigantesco complejo industrial, con la planta de acero más grande de Francia, astilleros y enormes refinerías. «La centra­lización de los medios de producción —escribe Castells— requería la centralización de los medios de consumo». Se hacía necesaria la inter­vención del Estado para producir infraestructuras y servicios públicos y eso es lo que hizo, si bien insuficientemente. Como dice Merrifield (2002: 125) «el Estado no podía encauzar el monstruo de Frankenstein que había creado».

Es aquí donde Castells analiza los efectos sociopolíticos que pro­voca la situación de unos medios de consumo controlados y suminis­trados por y desde el Estado, efectos que apuntan al mismo t iempo, con la lógica dialéctica, hacia direcciones opuestas: por un lado el consumo colectivo ablanda las resistencias de la clase trabajadora, la aburguesa, y funciona, de esa guisa, como una herramienta de con­trol del sistema de dominación. Pero, por otro lado, también generó procesos nuevos de movilización política, politizando aspectos de la vida social hasta entonces no politizados. A partir de los años cin­cuenta, las luchas obreras, los movimientos sociales, no se moviliza­rán únicamente por las condiciones de trabajo o de dominación polí­tica sino que añadirán otras demandas a su lucha o las tomarán como banderas autónomas de reivindicación al margen de las más generales del pasado: surgen así movimientos como los vecinales, para reivin­dicar mejoras en la provisión de esos servicios colectivos, al margen de los grandes discursos sobre el cambio de la estructura social. Son los nuevos movimientos urbanos, no siempre revolucionarios, a veces

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simplemente reformistas, que piden más participación en la planifi­cación urbana y rendimiento de cuentas a los gestores políticos de la misma.

Esos nuevos movimientos protestaban por las consecuencias de los procesos de renovación urbana y solicitaban la provisión de ser­vicios que el Estado, debido a las limitaciones de sus recursos, no puede proveer de manera satisfactoria para todos. A esto es a lo que Merrifield se refiere con su metáfora sobre Frankenstein. Entre los años cincuenta y sesenta el Estado creó con sus políticas de bien­estar unas altísimas expectativas en la ciudadanía. Esas expectativas se convirtieron en valores culturales polí t icamente percibidos como derechos. El resultado será la floración interminable de movimientos que reclaman esos derechos, justo en los años en que Castells estaba escribiendo La question urbaine. Son el telón de fondo sin el cual no se puede entender su obra, que debe muchís imo a la observación y análisis de su propia contemporaneidad. Esos movimientos eran especialmente fuertes en el París donde vivían y enseñaban Castells y su equipo. Un París que estaba atravesando, en aquellos años, por un diseñado proceso de neohaussmanización promovido por el régimen gaullista. «Neohaussmanización» es el término literal que emplea Castells, término que refleja una postura crítica hacia las políticas urbanísticas que lo sitúa en el mismo bando de C h o m b a r t y Lefebvre. Castells imputa al gobierno de De Gaulle motivaciones políticas m u y parecidas a las que impulsaron la renovación parisina en el Segundo Imperio Napoleónico: control social, dispersión de las clases obreras en zonas periféricas desconectadas para debilitar su fuerza e impedir que pudieran tomar el control de las calles o de la misma ciudad, como ya hicieran los Communards en 1871 (Castells, 1972: 316) . Es el tema recurrente de la sociología urbana francesa, y mundial , de aquellos años y en esto Castells no aporta n inguna novedad, no dice nada que no se hubiera ya dicho antes. Las clases trabajadoras estaban siendo deliberadamente expulsadas del centro de la ciudad y esta iniciaba un proceso de gentrificación y lavado de cara para con­vertirse, por un lado, en el centro gestor de la economía francesa en proceso de internacionalización y, por otro, en uno de los productos de consumo turístico mundial por excelencia, en el contexto de una economía mundia l en proceso de posindustrialización posindustrial. Tampoco fue Castells el primero en observar esta segunda tenden­cia, indicio ya de la posmodernización de la urbe: Debord (1967) y Lefebvre (1968) se le habían adelantado.

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