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“EL MENSAJE CRISTIANO” 1) Contenido de los discursos de Hechos de los apóstoles El libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por san Lucas, viene a ser una segunda parte de su evangelio, como él mismo explica en el prólogo (cfr. Hch 1,1-2). En él se recoge el desarrollo y la expansión de la Iglesia primitiva. Incluye una serie de breves discursos que contienen el kérygma (=anuncio de la salvación) puestos en labios de los apóstoles, especialmente de dos: Pedro y Pablo. Se trata de discursos densos en los que está concentrado y sintetizado todo el Evangelio predicado, el mensaje cristiano. De los cerca de veinte discursos que contiene Hch, casi todos están puestos en boca de Pedro. A pesar de sus diferencias externas (expresiones, estructura, etc.), en todos ellos encontraremos tres elementos comunes: Jesús es el centro de la predicación, la alusión al Antiguo Testamento y la llamada a aceptarlo y seguirlo. Los discursos siempre tienen como centro la persona de Jesús, principalmente su muerte y su resurrección. No hay una exposición pormenorizada de su enseñanza, ni cuentan con detalle sus milagros; la referencia a su vida pública es muy breve, como por ejemplo la que aparece en el capítulo 10: “Dios a Jesús de Nazaret le ungió con Espíritu

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“EL MENSAJE CRISTIANO”

1) Contenido de los discursos de Hechos de los apóstoles

El libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por san Lucas, viene a ser una

segunda parte de su evangelio, como él mismo explica en el prólogo (cfr. Hch

1,1-2). En él se recoge el desarrollo y la expansión de la Iglesia primitiva.

Incluye una serie de breves discursos que contienen el kérygma (=anuncio de

la salvación) puestos en labios de los apóstoles, especialmente de dos: Pedro y

Pablo. Se trata de discursos densos en los que está concentrado y sintetizado

todo el Evangelio predicado, el mensaje cristiano. De los cerca de veinte

discursos que contiene Hch, casi todos están puestos en boca de Pedro.

A pesar de sus diferencias externas (expresiones, estructura, etc.), en todos

ellos encontraremos tres elementos comunes: Jesús es el centro de la

predicación, la alusión al Antiguo Testamento y la llamada a aceptarlo y

seguirlo.

Los discursos siempre tienen como centro la persona de Jesús, principalmente

su muerte y su resurrección. No hay una exposición pormenorizada de su

enseñanza, ni cuentan con detalle sus milagros; la referencia a su vida pública

es muy breve, como por ejemplo la que aparece en el capítulo 10: “Dios a

Jesús de Nazaret le ungió con Espíritu Santo y con poder; él pasó haciendo el

bien y curando a los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él” (v. 38).

Asimismo, en todos los discursos es fundamental la referencia a las Escrituras.

Es una manera de hacer ver que la obra de Jesús está inserta en la Historia de

la Salvación que Dios había iniciado con Abraham y continuado en el pueblo de

Israel. La referencia a textos del Antiguo Testamento es también muy variada:

encontraremos alusiones a salmos, a textos proféticos y al Pentateuco. De este

modo, los apóstoles pretenden mostrar cómo Jesús ha dado pleno

cumplimiento a las promesas contenidas en la Biblia.

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Es más, como dice el mismo Jesús, “las Escrituras dan testimonio de mí” (cfr.

Jn 5,39). Por eso, la referencia constante a la Biblia no es un adorno de

erudición, sino un elemento central de la predicación apostólica: Jesús no ha

caído como un meteorito, comenzando desde cero; es el punto culminante de

la obra de la salvación que Dios había iniciado muchísimos siglos antes.

Los discursos de los apóstoles, como las parábolas de Jesús, siempre

pretenden implicar a quien los escucha. La intención del apóstol que pronuncia

el discurso, testigo del acontecimiento del que habla, es invitar a sus oyentes a

seguir a Jesús: “Al oír esto, dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los

demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» Pedro les contestó:

«Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de

Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu

Santo»” (cfr. Hch 2,37-38).

2) ¿Qué dificultades encontraron los cristianos tanto dentro como

fuera de la Iglesia cuando intentaron entender y explicar su fe en el

Dios Trinitario?

Los cristianos creyeron desde siempre en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Pero, cuando intentaron entender y explicar su fe en Dios, se encontraron con dificultades tanto dentro como fuera de la Iglesia:

Los judíos afirmaban que Dios está en el cielo, y es imposible que se haga hombre y, aún más, que muera en la cruz. No pueden aceptar que Jesucristo sea Dios; como mucho, que sea un profeta, como los hubo antes de él.

Los no judíos (gentiles) eran politeístas y, cuando oyeron hablar de la Trinidad, pudieron pensar que los cristianos también lo eran. Para los paganos, la Trinidad eran tres dioses

También algunos cristianos llegaron a negar que Jesús fuese Dios hecho hombre. Decían que era un ser superior a nosotros, pero no Dios (arrianismo). Otros no comprendieron que la Iglesia hablara del Espíritu Santo como una persona.

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3) ¿Qué votos hacen los religiosos y qué sentido tienen?

A lo largo de la historia, muchos cristianos han sentido una especial vocación

(=llamada) a seguir más de cerca los consejos evangélicos: castidad, pobreza

y obediencia. Ellos marcan un estilo de vida propio de los cristianos, que

orientan su vida hacia el amor a Dios y los demás hombres, como dice san

Pablo: “[Jesús] murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven,

sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (cfr. 2 Co 5,15). Es decir, que no

viven entregados a los intereses de este mundo, ni para satisfacer sus propios

gustos de forma egoísta. Es la forma de vida del propio Jesús, que vivió pobre,

célibe y obediente.

Jesús vivió pobre hasta el punto de que “no tenía dónde reclinar la

cabeza” (cfr. Mt 8,20).

Jesús no se casó porque quiso entregar su corazón a todos y no a una

persona en particular.

Jesús vivió siempre obediente en todo momento la voluntad de su

Padre.

Los cristianos, hombres o mujeres, de vida consagrada viven en comunidad.

Hacen votos de pobreza, castidad y obediencia, porque quieren vivir la vida

cristiana con mayor radicalidad.

Al principio estas personas eran eremitas, es decir, se iban a vivir solos. Poco a

poco aparecieron grupos, pequeñas comunidades en torno a un fundador. Así

nacieron las órdenes monásticas (los monjes), que vivían en los monasterios;

más tarde, las órdenes mendicantes (los frailes), que vivían en los conventos, y

ya en la Edad Moderna y Contemporánea, los religiosos (las congregaciones).

Actualmente, conviven en la Iglesia todos estos estilos de vida.

De este modo, los religiosos y las religiosas renuncian a tres cosas que son

buenas: formar una familia (castidad); el uso de su libertad (obediencia); el uso

de los bienes materiales (pobreza). Pero esto lo hacen porque han encontrado

algo mejor, porque quieren vivir imitando más de cerca la vida que llevó Jesús

al experimentar la profunda libertad que supone entrega absoluta de sí mismo

por amor. Ellos hacen lo mismo que los protagonistas de las parábolas del

Reino de Dios que contaba Jesús: “El Reino de los Cielos es semejante a un

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tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a

esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el

campo aquel. También es semejante el Reino de los Cielos a un mercader que

anda buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, va,

vende todo lo que tiene y la compra” (Mt 13,44-46).

4) ¿Qué quiere decir “Jesús murió por nosotros”?

- En primer lugar, que murió por entregarse a la causa de los hombres, contra lo que los oprime, el pecado. Toda su vida culminada en su entrega total en la cruz fue un enorme acto de entrega y amor.

- En segundo lugar, que murió por culpa del odio y la injusticia de los hombres, del mundo.

Gracias a esta muerte, los hombres quedaron salvados en Jesucristo. Salvados del pecado y de la muerte, es decir, de todo aquello que anula al hombre, que le impide vivir en amor a Dios y a los dem_s4; como dirá san Pablo: “[Jesús] murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cfr. 2Co 5,15). Con su muerte, Cristo consigue la vida para los hombres y los conduce hacia Dios, su verdadero destino. Para los cristianos, la muerte de Jesús es el gesto último y definitivo en el que muestra su amor por las personas: "Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos" (J15,13). Por eso, la cruz, a pesar de ser un instrumento de tortura y de muerte, ha pasado a significar para los cristianos la señal del amor de Dios y de Jesús s por los hombres.

Jesús ha mostrado en la cruz el verdadero sentido de la vida humana: hemos nacido por amor y para amar. Y amar no es experimentar un sentimiento, sino fundamentalmente un acto de la voluntad, que busca el bien del otro (incluso el enemigo) en la renuncia de sí. Teniendo la vida de Cristo que se nos ofrece en los sacramentos, los cristianos pueden morir por los demás, aunque no lleguen al extremo de morir violentamente por los demás: por ejemplo, entregando su tiempo por los otros. Al fin y al cabo, la vida de las personas, mientras estamos en este mundo, se compone de tiempo.

Los cristianos leen los relatos sobre la muerte de Jesús no tanto como documentos donde se cuentan asépticamente unos hechos históricos, sino como escritos que reflejan su fe, lo que los propios cristianos creen y viven sobre Jesús: que es el Mesías, el Hijo de Dios que vino a salvar al mundo. Incluso algo más: estos textos “realizan” lo que relatan, porque sanan a quien los escucha con fe.

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5) ¿En qué ámbitos hacen los laicos presente a Jesús?

Los laicos forman el grupo más numeroso e incluye a todos los fieles cristianos

que viven su vida profesional y familiar haciendo presente a Cristo en el

mundo. Como cristianos se reúnen en las parroquias o en las diferentes

comunidades cristianas para orar, celebrar y compartir su vida cristiana y sus

bienes materiales.

Sin embargo, externamente no se diferencian de los demás ciudadanos.

Mediante su testimonio hacen presente el mensaje de Jesús en medio de la

sociedad que les ha tocado vivir. El primer ámbito de responsabilidad de los

laicos es la familia como célula fundamental de la sociedad donde se nace y se

crece. Los laicos procuran hacer de la familia el primer lugar de humanización

de la persona y de la sociedad (cfr. Juan Pablo II; Christifideles laici, 40). Al

mismo tiempo, la familia es la primera comunidad cristiana; el Concilio Vaticano

II la llama “Iglesia doméstica” (cfr. LG 11). Es el lugar privilegiado (aunque no el

único) donde se inicia y donde se desarrollan la fe y la vida cristiana.

El segundo ámbito de responsabilidad de los laicos es el mundo del trabajo. El

trabajo es un medio para obtener recursos económicos y poder vivir

dignamente, pero, sobre todo, para realizar servicios a los demás. El laico hace

lo posible por cumplir bien con su trabajo, mejorando siempre el servicio que

realiza como una forma de mejorar el conjunto de la sociedad.

Asimismo, el laico se compromete a trabajar para que las estructuras de los

sistemas de trabajo, así como las de los sistemas políticos, sean justas y no se

produzca el aprovechamiento egoísta de unos sobre otros. El trabajo, las

empresas, están al servicio de la persona, y no al revés. Es responsabilidad de

los laicos hacer lo posible para que el mensaje cristiano se realice también en

estos ámbitos. La Doctrina Social de la Iglesia ofrece orientaciones para esta

misión.

Además de la vida familiar y profesional, existen otros ámbitos donde los laicos

pueden hacer presente a Cristo: las asociaciones, los partidos políticos, los

sindicatos, las Organizaciones No Gubernamentales, el mundo de la cultura,

etc. En todas estas realidades puede estar el mensaje cristiano como una

levadura que permita fermentarlas, y esa es tarea principalmente de los laicos.

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6) ¿Cómo relacionar la resurrección de Jesús con la nuestra?

Entre los judíos contemporáneos de Jesús, la creencia en la resurrección de los muertos estaba bastante extendida. Los fariseos eran partidarios de ella, en contraposición a los saduceos, que la negaban y se burlaban de ella. En una polémica sobre este tema, en la que los saduceos querían poner en evidencia a Jesús con un ejemplo, la respuesta que les dio movió al aplauso de algunos escribas (cfr. Lc 20,27-39). Y también Marta, la hermana de Lázaro de Betania, confiesa la fe en la resurrección de los muertos al final de los tiempos ante la tumba de su hermano (cfr. Jn 11,24). Pero tras la predicación apostólica entre los gentiles y la formación de las primeras comunidades, muchos cristianos que no habían crecido en la fe de Israel se preguntaban sobre la resurrección de los muertos que habían oído de boca de los apóstoles y que no llegaban a comprender; incluso algunos cristianos de Corinto llegaron a negarla. Podían aceptar que Jesús hubiera resucitado, porque era el Hijo de Dios; pero ¿cómo relacionar la resurrección de Jesús con la nuestra? Es normal que no se entendiera la resurrección de los muertos como una buena noticia, ya que muchos filósofos griegos creían que el cuerpo era como la cárcel del alma y que la muerte sería, en consecuencia, como una liberación. Eso es lo que sucedió en el Areópago de Atenas, cuando algunos ciudadanos escucharon la predicación de san Pablo con atención hasta que nombró la resurrección de los muertos: “Al oír la resurrección de los muertos, unos se burlaron y otros dijeron: «Sobre esto ya te oiremos otra vez.»” (Hch 17,32). San Pablo responde a estos interrogantes (cfr. 1Co 15):

Cristo resucitó. San Pablo insiste en que lo primero que les transmitió fue que Jesús había resucitado. Este es el núcleo de la fe predicada. Y para que no haya dudas sobre esta afirmación, nombra a algunos a los que se apareció: a Pedro, a los Doce, a Santiago, a los apóstoles e incluso a él mismo.

Todos resucitaremos. Si Dios ha resucitado a Jesús, que era un hombre, esto significa que también nos puede resucitar a nosotros. El primero en resucitar, dice san Pablo (cfr. Col 1,15.18), ha sido Cristo, y su resurrección no es sino la primera y decisiva fase de la resurrección de los muertos; es el Primogénito de una nueva Creación. Dios, el Señor de la vida, creador del hombre completo (alma y cuerpo) ha recreado al hombre en Cristo, segundo Adán, para una vida eterna.

¿Cómo resucitaremos? ¿Resucitaremos con un cuerpo? ¿Con qué cuerpo? San Pablo les responde utilizando una comparación: nuestro cuerpo natural, terreno es como el grano sembrado en tierra; nuestro cuerpo celestial es como la planta que ha brotado, a la vez distinto de la semilla y contenido por entero en ella. La condición de los resucitados será de incorruptibilidad, que significa la plenitud de la vida y la eliminación de la muerte.

Esta última explicación de san Pablo no repele a la razón humana, porque si

viendo la diferencia que hay entre un cigoto y un adulto no tenemos dificultad

en afirmar que es la misma persona, no es absurdo pensar que nuestro cuerpo

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natural, lleno de limitaciones (entre ellas la enfermedad y la muerte) pueda

llegar a ser un cuerpo celeste que rompe esas barreras; más aún si

confesamos la resurrección de Cristo como garantía y primicia de la

resurrección de los demás hombres.

7) ¿A qué se refiere Jesús cuando habla del “Reino de Dios”?

El mensaje de Jesús podemos resumirlo como “el anuncio del Reino de Dios”. El anuncio de la venida del reino de Dios es una buena noticia, un “evangelio”, porque significa que ya está en el mundo la salvación que Dios había prometido a su pueblo con la llegada del Mesías.

Cuando Jesús habla del reino de Dios, no se refiere a un reino como un territorio. El reino del que habla Jesús no es un lugar. Cuando Jesús habla de reino, se refiere más bien al acto de reinar por parte de Dios, es decir, a la intervención concreta de Dios en la vida de las personas para hacerla plena y feliz. Por eso, aunque se hable de "reino", quizá sea mejor comprender "reinado".

Como es una acción de Dios, el reino no puede ser fruto del esfuerzo humano. El reino aparece gratuitamente, como don de Dios hacia los hombres. Por tanto, las personas no lo pueden organizar, planificar o construir con sus solas fuerzas. El hombre no se ha creado a sí mismo y no puede, por tanto, darse a sí mismo su meta y plenitud.

Para expresar cuál era el papel de las personas en la construcción del reino de Dios, Jesús puso el ejemplo de los niños: "Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios". Esto quiere decir que los hombres deben acoger el reinado de Dios de forma parecida a como los niños acogen la autoridad de sus padres: con confianza, sabiendo que todo lo hacen por su bien.

Sin embargo, el hecho de que sea un don no quiere decir que las personas no tengan que hacer algo por el reino: debe ser acogido. Para ello, las personas tienen que convertirse, cambiar de actitud. A los hombres les toca preparar el lugar donde se construye el reino que viene del mismo Dios a la tierra.

Jesús anuncia que el reino de Dios está cerca, que ya está entre los hombres. Jesús cura enfermos, acoge y perdona a los pecadores, anuncia a los pobres una gran esperanza. Todo esto son signos de que el reino de Dios ya ha comenzado con Jesús, y de que con él Dios ha empezado a reinar entre las personas.

Pero en el mundo aún existen el mal y el pecado. Esto significa que el reino aún no está desarrollado plenamente: ya está aquí, pero todavía no en

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plenitud. Por eso Jesús puso como uno de los ejemplos del reino el de la semilla: quienes acogen el anuncio de Cristo tienen dentro de sí la naturaleza de hijos adoptivos de Dios, que irá creciendo poco a poco y se manifestará en el amor a Dios y los demás hombres.

Como dice Jesús, “en esto conocerán todos que sois discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros” (cfr. Jn 13,35).

Vamos a conocer lo más significativo de sus palabras (las parábolas) y de sus acciones (signos o milagros). Es importante, de todas formas, aclarar que Jesús no es simplemente un maestro ni un taumaturgo. Sus narraciones más originales y los milagros que hizo tenían una función salvadora, eran signos que anunciaban el reinado de Dios que él hace realidad con su persona.

Hay que leerlos en esa clave, pues de lo contrario se pueden sacar conclusiones erróneas desligadas de su contexto e intención con la que fueron hechas y dichas por Jesús y contadas posteriormente por sus discípulos. No es correcto utilizar estos textos como “argumento de autoridad” para apuntalar nuestras propias ideas o prejuicios, sino que deben ser una interpelación de Jesús al corazón de las personas.

8) ¿Qué triple dimensión tiene el ministerio apostólico?

Enseñar en cuanto dar testimonio de Jesús anunciando su mensaje; transmitir lo que ellos mismos han recibido; procurar mantener vivo e íntegro el mensaje de Jesús.

Santificar (=hacer santo) sólo puede Dios, que lo realiza mediante los sacramentos. Por ello, los obispos deben presidir, personalmente o por delegación, las celebraciones litúrgicas; entre ellas, la más importante es la Eucaristía.

Regir no quiere decir imponer su voluntad personal según capricho o intereses particulares. Es estar al frente de una comunidad cristina que se llama diócesis, es decir, encargarse del gobierno de la comunidad, tal y como los apóstoles lo hacían, y mantener la unidad de la Iglesia en el territorio que se le ha confiado.

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9) ¿Qué diferencia hay entre “fin del mundo” y “esperanza de un cielo y tierra nuevos”? La proximidad de fechas “redondas” en los calendarios ha causado siempre alarma. A finales del primer milenio apareció una herejía, el quiliasmo, que afirmaba el fin del mundo con la llegada del año 1000. Todos recordamos que la llegada del año 2000 produjo también algunos temores (el llamado “efecto 2000” que no sólo se ceñía al ámbito informático) y muchas predicciones, ninguna de las cuales se cumplió.

Jesús, en su predicación, anunció varias veces su regreso (cfr. Jn 14,3; 16,22, etc.). La primera venida de Jesús corresponde con su Encarnación. Podemos decir que en esa primera venida Jesús inició e instituyó el reino de Dios, y que volverá al final de la Historia. Es lo que los ángeles dicen a los apóstoles en el momento de la Ascensión de Jesús (cfr. Hch 1,11). Pero desconocemos absolutamente cuándo se producirá esa segunda venida pues los discípulos: “le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?» Él dijo: «Mirad, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: "Yo soy" y "el tiempo está cerca". No les sigáis. Cualquiera que pretenda pre-decirla se engaña y quiere engañar” (Lc 21,7-8). “Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles de los cielos, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mt 24,36).

Entre la primera y la segunda venida de Jesús está el tiempo de la historia de la Iglesia. En este tiempo conviven el bien y el mal como ya explicó Jesús en la parábola del trigo y la cizaña (cfr. Mt 13,24-30.36-43), lo que explica la desconfianza de muchos, que están desconcertados por la presencia del mal en el mundo y que les lleva a la negación de la existencia de Dios. Pero como vemos en dicha parábola, cada persona, según actúe en su vida, hace crecer o no el reino que Jesús inauguró.

La expresión "fin del mundo" es inexacta. Da a entender que Dios va a acabar con el universo que Él mismo ha creado. Es más correcto hablar de una renovación en Cristo, medida del hombre nuevo y, ligado a él, del mundo nuevo. Este nuevo mundo que vendrá con la segunda venida de Cristo en gloria tendrá dos características fundamentales:

Dios tendrá su morada entre los hombres: ellos serán su pueblo y el Señor será su Dios. Esta cercanía de Dios que ya fue prefigurada en la alianza entre Yahveh e Israel y que ha comenzado a realizarse de forma sacramental con la primera venida de Cristo, será completa, llegará a su consumación al final de los tiempos.

Desaparición de todo dolor y sufrimiento. Por eso, el nuevo mundo es una buena noticia para todos, especialmente para los que más sufren. El fin de este mundo supondrá la liberación definitiva del pecado y de todas las limitaciones.

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La esperanza de esa liberación definitiva que Dios traerá no lleva al cristiano a permanecer inactivo; la esperanza cristiana no es en absoluto pasiva, sino que es fuerza e impulso para que se haga más visible (aunque de modo incompleto e imperfecto) el reino de Dios. Día a día intenta hacer presente en el mundo el amor de Dios, un amor que no termina nunca y que no conoce límites. El hombre, que fue creado para amar, encontrará su plenitud viviendo de ese amor, y comienza ya a ser signo visible del Dios-amor. Estamos en la tensión entre el “ya” y el “todavía no” que supone el tiempo intermedio entre la primera y segunda venida del Hijo de Dios.

El fin de este mundo no significa una catástrofe, un desastre final, sino el momento en el que Jesús volverá para celebrar todo cuanto hayamos hecho por los demás. Como dice san Juan de la Cruz: “a la tarde te examinarán en el amor” (cfr. Dichos de luz y amor 64).

Más una serie de preguntas breves muy sencillas.