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Rubén Zorrilla MERCADO Y UTOPÍA Notas a Marx Nuevo hacer Grupo Editor Latinoamericano Colección ESTUDIOS POLÍTICOS Y SOCIALES 1º edición I.S.B.N.: 950-694-655-8 © 2001 by Rubén Zorrilla © 2001 de la primera edición by Grupo Editor Latinoamericano S.R.L., Hipólito Yrigoyen 1994 – 2º “3” (1089) Buenos Aires, Argentina. Tel/Fax: 4952-9638 Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723. Impreso y hecho en la Argentina. Printed and made in Argentina. 1

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Deconstruyendo a Marx, por Rubén Zorrilla

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Rubén Zorrilla

MERCADOY UTOPÍA

Notas a Marx

Nuevo hacer

Grupo Editor Latinoamericano

Colección ESTUDIOS POLÍTICOS Y SOCIALES

1º edición

I.S.B.N.: 950-694-655-8

© 2001 by Rubén Zorrilla© 2001 de la primera edición by Grupo Editor Latinoamericano S.R.L., Hipólito Yrigoyen 1994 – 2º “3” (1089) Buenos Aires, Argentina. Tel/Fax: 4952-9638

Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723.

Impreso y hecho en la Argentina.Printed and made in Argentina.

Colaboraron en la preparación de este libro:

Diseño de tapa: Pablo Barragán. Composición y armado:José Luis Servicios Gráficos. Impresión y encuaderna-ción: Edigraf. Películas de tapa: Tango Gráfica. Se utilizópara el interior papel Bookcel de 80 g y para la tapa car-tulina de 260 g, provistos por Papelera Alsina SA.

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El sueño de la razón produce monstruos.1

Francisco José de Goya y Lucientes(1746-1828)

La mejor manera de realizar los sueñoses despertar.

Paul Valéry (1871-1945)

1 Esta expresión es a mi juicio ambigua. Goya, como hombre de la Ilustración, muy probablemente quiere decir —entendiendo “sueño” por “dormir”— que, allí donde la razón no funciona (“sueña” o “duerme”) aparecen las fantasmagorías y los monstruos.

Pero también puede entenderse (es la opción interpretativa que asumo) en el sentido de que la razón abandonada a sí misma, sin el control atento y respetuoso de la realidad, gira en el vacío, loca, y entonces produce monstruos.

La oración de Goya corresponde al encabezamiento de los grabados que denominó “Los caprichos”, de 1799, y que ofreció al rey Carlos IV para quien trabajaba.

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Aclaración metodológica

Todas las citas de El Capital de Marx corresponden a la siguiente edición, que contiene los tres libros (tres tomos) en un solo volumen:

El Capital. Crítica de la economía política.Biblioteca Nueva. Buenos Aires. 1946.La traducción del Primer Libro de la cuarta edición alemana pertenece a Juan B.

Justo.Los siguientes libros (II y III, o Segundo y Tercero) han sido traducidos por Juan E.

Hausner, sobre la base de la última edición (1933) del Marx-Engels-Lenin Institut de Moscú.

Contiene notas de este Instituto y de Friedrich Engels, que corrigió y arregló los li-bros inconclusos Segundo y Tercero.

En todos los casos, los números entre paréntesis al final de las citas corresponden al folio de la edición citada y se consignarán sin ninguna aclaración ulterior.

En todos los casos, las expresiones entre corchetes en el interior de las citas de Ma-rx o de otros autores, me pertenecen.

Los subrayados, en cambio, en el interior de las citas de Marx o de otros autores, son de ellos, es decir, están en el original.

También hay traducciones completas de los tres libros que componen El capital, de Wenceslao Roces (para el Fondo de Cultura Económica, 1946) y de Pedro Scaron, (para Siglo XXI, 1975), esta con advertencias y excelentes notas.

El tomo I de El capital ha sido traducido del francés por Floreal Mazzia para la Edi-torial Cartago (1973).

He consultado también la traducción inglesa del alemán (realizada de la tercera edi-ción alemana) por Samuel Moore y Edward Aveling, editada por Friedrich Engels, revi-sada y ampliada de acuerdo con la cuarta edición alemana por Ernst Untermann (The Modern Library, Random House, Inc., New York, 1906).

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PRÓLOGO

Labré, como la oruga, mi tosco capullo, y,sin llegar a mariposa,...

Domingo Faustino Sarmiento

Desde la crítica interna de su teoría y —lo que es decisivo— desde la confrontación de sus predicciones o profecías (tiene de ambas) con la realidad indominable, se hace visi-ble que las ideas de Marx acerca de la economía, la historia y la antropología filosófica, y aun al entendimiento de la época contemporánea, están obsoletas.

Sin embargo, en gran parte de nuestras universidades, los restos desperdigados y deteriorados del pensamiento de Marx —como una afrenta involuntaria de aquellos que usan y abusan desaprensivamente de su talento— deambulan por las aulas, promovien-do el entusiasmo de acciones políticas ingenuas o risibles, o interpretaciones torpes, des-cabelladas y frecuentemente trágicas.

No es ese un seguimiento del Marxismo desde su ardua y fundada interpretación, sino desde la inmediatez de las pulsiones —muchas veces espurias—, orientadas a cons-truir una carrera (universitaria, política, intelectual o profesional).

Este trabajo procura, en un sentido por completo diferente, rescatar los eslabones fundamentales del pensamiento de Marx a partir de sus propias palabras, para evaluarlos críticamente, con el apoyo de recursos teóricos y metodológicos acumulados desde que él escribió.

La dificultad en la comprensión de la obra de Marx no radica en su expresión o en su estructura expositiva, que siempre es empeñosamente cartesiana, sino en su vastedad, donde se articulan una filosofía de la historia, una concepción de la persona, una inter-pretación de la economía e, implícitamente, pero ostensible en su lenguaje enfático y di-rectivo, una ética incubada en emociones y sentimientos exaltados y violentos, aspecto que nunca se tiene en cuenta, y que acaso es el más atractivo para sus lectores despreve-nidos, que son abrumadoramente mayoritarios.

Este conjunto de elementos configuran un plexo coherente, pero de ninguna manera sencillo, en parte por los supuestos metafísicos en los que se basa y que es indispensable rastrear, y en parte por sus contradicciones internas y sus incongruencias con el testimo-nio empírico de los procesos sociales a los que hacen referencia sus hipótesis, ocultas tras la virulencia de su indignación moral.

Frente a estas comprobaciones, el enfoque global y a veces generalizador, tanto en su versión esencial cuanto en su perspectiva crítica, se ha realizado muchas veces y es, a un tiempo, necesario y legítimo. En cambio, la aproximación particular y pormenoriza-da resulta poco frecuente, pero quizá sea más fiel, e igualmente indispensable, además de complementaria de la anterior.

Esto es precisamente lo que intento en este trabajo: tomo citas textuales y básicas de El capital —su obra maestra— y las comento críticamente según dos métodos: el de estimar su consistencia lógica, y el de comparar las proposiciones de contenido empíri-

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co de Marx con el curso de los procesos reales a los que ellas se refieren, tanto del capi-talismo como del socialismo real.

Esta última comparación tiene como objeto tanto el desenvolvimiento del capitalis-mo real en los países más avanzados, cuanto del socialismo real, allí donde se produje-ron, sin duda, experiencias de este tipo, dirigidas por un liderazgo declaradamente mar-xista, que abolió desde sus inicios la propiedad privada de los medios de producción y, por eso, todo vestigio de capitalismo.

En ambos casos, el interrogante crucial es el mismo: ¿se cumplieron las anticipacio-nes de la teoría de Marx en las dos series de casos?

El propósito de El capital2es demostrar qué procesos económicos connaturales al funcionamiento del capitalismo lo llevarán inexorablemente, por sus contradicciones in-ternas, a su autodestrucción. En este punto el problema no consiste en determinar si el capitalismo caerá o no, vaga incógnita que abandono prudentemente a los acertijos y las conjeturas más allá de su evidente relevancia. Se trata, en su lugar, de saber si son acep -tables las razones elaboradas por Marx acerca de las causas por las cuales el capitalismo se disolverá.

En mis comentarios sostengo que esas razones no resisten el examen realizado con los dos métodos que mencioné. Es decir, los argumentos que Marx aporta con entusias-mo y reiteradamente, aunque a veces con notorias vacilaciones, no son válidos para apo-yar su predicción de que el capitalismo desaparecerá. Evidentemente, esto no quiere de-cir que el capitalismo sea eterno, aunque tal vez eso ocurra; quiere decir únicamente que si cae no será por las razones o condiciones que aduce Marx. Sin duda, de cualquier co-sa se puede predecir que morirá, en toda circunstancia concebible, si nos hacemos cargo de las atroces determinaciones del mero existir, cualesquiera sean. La gracia está en es-tipular el porqué y el cómo de su muerte, y, si fuera posible, el insondable cuándo.

Por otra parte, su texto está plagado de construcciones utópicas que bosquejan có-mo el socialismo real (al de los infalibles y sencillos “productores asociados”) resolverá los problemas humanos que el capitalismo, por irracional, no ha podido solucionar. Es especialmente aquí donde corresponden las apelaciones inevitables a las experiencias del socialismo real, para ver en qué medida se cumplieron los pronósticos de Marx de que este sistema resolvería esos problemas, puesto que en los países donde el socialismo gobernó no existieron ni la propiedad privada ni el capitalismo durante décadas.

Cada cita (o punto) que he elegido, y su correspondiente comentario, están numera-dos correlativamente, y siguen escrupulosamente la estructura expositiva de Marx, de modo que él se expresa con su propio lenguaje sobre pasos esenciales de su teoría, con repeticiones muy esclarecedoras. Por eso creo que mi disposición constituye un acerca-miento genuino a sus ideas fundamentales, si bien no elimina la lectura de su obra inte-gral.

La enumeración y la secuencia de los capítulos son las que constan en los libros (o tomos) que componen la obra. Algunos de estos capítulos han sido omitidos porque de ellos no se han extraído citas o puntos para comentar. De ahí que haya alguna disconti-nuidad en su numeración. Como se sabe, El capital contiene extensas reflexiones y cui-dadosos registros eruditos sobre temas muy variados, histórico-sociales y teóricos, que sólo tenían una relación lateral —y a veces muy lejana— con la teoría central. A dife-rencia de los autores de hoy, Marx no se preocupaba por sintetizar (aunque sí por ser

2 Marx no sólo dice que el capitalismo desaparecerá; dice por qué y allí está la médula de su predicción, y por eso no es una profecía. Si dijera simplemente que el Capitalismo va a caer sería apenas una profecía. Y quizá tendría razón: probablemente el capital se disuelva. Pero, en este sentido, nadie sabría cómo ni por qué, ni si eso ocurrirá. Lo que digo es que, si cae, no será por las razones de su teoría, y que, si eso su-cede, el sistema que lo seguirá no será el socialismo imaginado por él sino algún otro sistema que desco-nocemos.

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muy claro): el editor le pagaba por la cantidad de cuadernillos que publicaba. Además —y por suerte para nosotros— tenía mucho que decir, por su inmensa erudición (espe-cialmente sobre temas de su tiempo) y su indudable inteligencia.

Si hoy parece que podemos criticarlo fácilmente es porque contamos con un saber infinitamente más rico y vasto, sustentado en una experiencia histórica, y específica-mente sociológica, mucho más extensa y profunda que la que tenía Marx. En este aspec-to, jamás ponderado en exceso, me parece sencillamente descomunal —si bien apenas explorado— el aprendizaje que nos han deparado las revoluciones socialistas del siglo XX, realizadas a partir de condiciones iniciales tan extremadamente variadas, además de las experiencias del fascismo y el nacional-socialismo. Esto sin contar el conoci-miento agregado de la antropología social y cultural, la psicología social, la arqueología y la historia antigua y medieval, entre otras disciplinas relacionadas con ellas, además del propio desarrollo histórico del capitalismo.

En mis cuatro libros de investigación empírica sobre el sindicalismo —pero espe-cialmente en Intelectuales y sindicatos (1979)— hay críticas implícitas y explícitas a Marx. También las hay en mis textos sobre historia social (Cambio social y población en el pensamiento de Mayo, Estructura social y caudillismo e Historia social de Occi-dente. Origen y formación de la sociedad moderna). Además, en Principios y leyes de la sociología y en La sociedad del mal. Complejidad y capitalismo, destaqué los errores insalvables del marxismo en la interpretación de la sociedad de alta complejidad. En es-te punto, varias décadas antes que Marx, Tocqueville, con apenas indicios, en La demo-cracia en América, vio el meollo mismo de los problemas de la sociedad actual.

Aunque nuestra ignorancia será siempre infinita, sabemos mucho más que antepa-sados tan extraordinarios como Alexis de Tocqueville, Herbert Spencer, William James, Leopold Ranke, Adam Smith y el mismo Marx. Pero esto exige ser demostrado o, al menos, ejemplificado.

Es lo que intento hacer en este texto que, en contra de lo que podría pensarse, no es de economía —aunque tiene que ver con esta disciplina— sino de sociología, donde se entrecruzan la teoría sociológica y la metodología de las ciencias sociales. Pero allí es-tán también, en la devoción de los problemas y en la celebración tentativa de sus escla-recimientos, la psicología social, la historia contemporánea, y hasta la epistemología y la antropología filosófica, materias todas, por otra parte, siempre implicadas en las refle-xiones de Marx.

Pero más allá de este, espero que mi libro sea una cantera de temas o de misteriosos nudos teóricos —no sólo de El capital, dentro del marxismo, ni sólo de este, dentro de las ciencias sociales— para todos los apasionados lectores interesados en entender a la azorada criatura humana y sus grupos.

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Del Prefacio a la primera edición alemana (1867)

1. “El país industrialmente más desarrollado no hace más que mostrar a los otros el cuadro de su propio porvenir.” (10)

Esto es básicamente cierto, aunque con variantes debido a factores históricos y cul-turales previos, no solamente en los aspectos estrictamente económicos. Muchísimos pormenores de la vida social y cultural (familiares, policiales, electorales, religiosos, en suma, institucionales) han aparecido primero en Inglaterra y Estados Unidos, antes de que aparecieran en otros países que les siguieron en el desarrollo. Pero algunos de estos aspectos han sido modificados en algún sentido, o han tomado un cariz especial debido a las influencias de la inercia cultural de cada región o país.

Aparte de estos matices, la afirmación de Marx supone o sugiere una secuencia úni-ca de etapas que, muy discutibles y discutidamente, en principio, no podrían saltarse. Lo que extraña es que Marx haya dudado acerca de esta secuencia —que surge inevitable en su concepción de los procesos históricos— en las consultas que algunos intelectuales rusos (especialmente Vera Zasulich3 le hicieron sobre la posibilidad de que el adveni-miento del socialismo en Rusia no pasara por el desarrollo y la consolidación del capita-lismo. La correspondencia de Marx y Engels hacen patente estas incertidumbres, no só-lo en el caso de Rusia. Por ejemplo, en una carta de fines de 1877, dice Marx a su co-rresponsal ruso: “... si Rusia sigue por el camino que ha seguido desde 1861, perderá la mejor oportunidad [de evitar el desarrollo capitalista] que le haya ofrecido jamás la his-toria a una nación, y sufrirá todas las fatales vicisitudes del régimen capitalista.” 4 En esa misma carta, Marx afirma más adelante: “… si Rusia tiende a transformarse en una na-ción capitalista a ejemplo de los países de la Europa Occidental —y por cierto que en los últimos años ha estado muy agitada en seguir esa dirección— no lo logrará sin trans-formar primero en proletarios a una buena parte de los campesinos; y en consecuencia, una vez llegada al corazón del régimen capitalista, experimentará sus despiadadas leyes, como las experimentaron otros pueblos profanos.”5

A partir de 1917 ocurrió lo que Marx ni entrevió: que las despiadadas leyes capita-listas serían reemplazadas por las aún más despiadadas leyes socialistas primero en Ru-sia y después en otros países. En rigor, lo que estaba en discusión era si la comuna rusa MIR, que tanto Marx como los intelectuales rusos creían antiquísima (en realidad era una creación zarista relativamente reciente, para que el gobierno se asegurara el cobro de los impuestos, que por eso eran colectivos) seria una célula base del futuro socialis-mo, o si el capitalismo la disolvería. Marx dice entonces que si la revolución estalla an-tes de esta disolución, Rusia no pasará por el capitalismo, pero que si este avanza antes, el MIR (que se imaginaba una supervivencia del “comunismo primitivo”) desaparecerá.

3 Carta de Engels a Vera Zasulich del 23 de abril de 1885, en Marx-Engels. Correspondencia. Ed. Proble-mas, Bs. As. 1947, p. 449.4 Ibíd., p. 370. Carta a N. K. Mijailovsky director de El memorial de la patria.5 Ibíd., p. 371. La palabra “profano” resulta enigmática.

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Pero entonces no hay una serie de etapas fijas y, por lo tanto, no es de ninguna ma-nera seguro que “el país industrialmente más avanzado muestre a los otros el cuadro de su propio porvenir”.

Plekhanov (1856-1918) y Lenin (1870-1924) expresaron posiciones opuestas sobre este junto (no obstante que ambos eran peritos en el uso de la esotérica dialéctica) en el año decisivo de 1917. En este año, y los que siguieron, parecía que Lenin resolvía el di-lema a su favor: había triunfado, había llegado al poder, como llegarían otros a lo largo del siglo XX. El socialismo llegaría sin pasar por el aberrante capitalismo.

Sin embargo, desde el mismo comienzo se vio que los medios para alcanzar los ob-jetivos eran aberrantes, aun antes del triunfo militar. La fachada de esta experiencia alie-nada y alienante se mantuvo precaria hasta 1989-1991. Aparentemente Plekhanov, quien, de vivir Marx, no habría contado con su simpatía, había triunfado, aunque acaso demasiado tarde para impedir o morigerar las masacres masivas de la experiencia.

2. “Aun cuando una sociedad haya encontrado el camino que por ley natural debe se-guir su movimiento —y el objeto final de esta obra es poner al descubierto la ley económica del movimiento de la sociedad moderna— no puede saltar ni suprimir por decreto las etapas naturales de desarrollo; pero puede acortar los dolores del parto.” (11)

Aquí volvemos a transitar el problema de la secuencia de etapas, tal como sucedía en el punto anterior. Marx vuelve a decir aquí que, con pequeños detalles, las etapas son fijas: están determinadas por leyes. Según esto, hay leyes naturales inviolables que fijan etapas en el movimiento y desarrollo de la sociedad. Conociendo esas leyes, no es posi-ble hacer nada para modificar la secuencia que ellas establecen.

Nuestra misión, después de descubrir las leyes naturales, es sujetarnos a su imperio (sería suicida violentarlas). Con la posesión de ese conocimiento, nuestra tarea es muy modesta: sólo podemos apoyar los tempos y ritmos del proceso inexorable y disminuir los dolores —no eliminarlos— de lo que vendrá, nos guste o no. Lo maravilloso —co-rroborado por la indignación moral de Marx contra lo que morirá— es que aquello que vendrá es lo “bueno’, lo que nos gusta y deseamos el socialismo. Es una consecuencia inesperada y casual de las implacables leyes del proceso social.

Lo inusitado es que Marx llame “leyes naturales” a las que son, sin duda, leyes en todo caso sociales. Y corresponde aclarar que si bien lo histórico es social, las leyes so-ciales no son históricas. Pero precisamente Marx concibe el proceso social como un pro-ceso sometido a leyes históricas. Este es su error: de ahí que su concepción sea histori-cista, no evolucionista, como él creía (por eso le envió un ejemplar de El capital a Da-rwin; este ni acusó recibo ni le contestó).

La historia no tiene leyes, aunque su desarrollo, que podemos concebir como evolu-tivo (aunque no es un organismo) se halla sometido a leyes biológicas (las de los orga-nismos humanos sumergidos en él), a leyes psicológicas, a leyes sociales, a leyes psico-sociales y a leyes físicas.

La prueba de que Marx piensa que las leyes no son universales sino históricas se evidencia en el hecho de creer que la economía —o sus leyes— son “burguesas” o “ca-pitalistas”: piensa que en el feudalismo, el patrimonialismo, u otro sistema social, no operan las leyes económicas. O, en todo caso, son leyes económicas diferentes.

No es en absoluto así: las leyes y principios de la economía son universales. En la prehistoria, inclusive antes de la aparición del dinero, los intercambios humanos tenían la misma dinámica psicológica y social que los intercambios actuales. Lo que era y es

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diferente son los sistemas culturales e institucionales, así como el momento evolutivo por el que atraviese la sociedad considerada, no solamente en comparación con su pro-pio proceso de cambio, sino en relación con las otras sociedades con las que se relaciona y compite. Es cierto que el capitalismo (una manifestación muy reciente del desarrollo de la economía dineraria), como sistema cultural institucional, es histórico, es decir, se halla inmerso en una evolución incalculable, y por eso puede desaparecer. Pero sus le-yes económicas son las que funcionaron siempre en los intercambios humanos, y son universales, como las de toda ciencia. En las sociedades socialistas operaban esas mis-mas leyes.

Su envoltura institucional y cultural será diferente en el futuro, pero sus principios y leyes, idénticos, aunque estos pueden modificarse en tanto abstracciones en la medida que aprendemos y repensamos los problemas. Cambian en su especificidad, pero no en su significado general, puesto que se refieren a fenómenos permanentes de las relacio-nes sociales. En este sentido, toda creación científica es histórica, pero postula su vali-dez para todos los tiempos. Todos los principios y leyes de la biología y la física, por ejemplo, funcionaron siempre, no son históricos; en cambio, sí son históricos nuestros conocimientos acerca de ellos, si bien es probable que por lo menos algunos sean eter-nos.

El capitalismo cambia y cambiará, aunque no sabemos en que sentido, puesto que es, como todo lo histórico, imprevisible e incalculable, sujeto a la creación humana y, por eso, inmerso en la fragua evolutiva de todo lo existente. Jamás se podrá saber si el capitalismo será reemplazado (lo probable es que lo sea, dado que es un subsistema ins-titucional, lo que no implica que las leyes económicas se modifiquen) ni, si desaparece, qué sistema ocupará su lugar.

Si esto ocurre, será un sistema resultado de las grandes fuerzas evolutivas que mue-ven el proceso histórico, en el que intervienen tanto las ideas que adopten los protago-nistas humanos de la acción social cuanto las condiciones generales del contexto natu-ral. Será un sistema desconocido, porque surgirá de un vasto complejo de interacciones humanas, y humanas-naturales, completamente incalculable.

Así como nadie sabía que llegaría el patrimonialismo, el feudalismo, el capitalismo la burguesía, u otros sistemas o subsistemas sociales, tampoco sabemos, ni sabremos, qué vendrá después del capitalismo, si es que este desaparece y es sustituido por otro sistema.

En nuestra cita, Marx dice que “la sociedad no puede saltar ni suprimir por decreto las etapas naturales de su desarrollo; pero puede acortar y mitigar los dolores del parto”. Estas palabras tienen inmensa importancia para dilucidar el problema de “la” revolu-ción, no aquella que surge espontánea de la gente, sino la que es gestada por intelectua-les, a la espera secreta de una situación histórica favorable.

Según la expresión de Marx, no hay que esperar mucho de la revolución: sólo acor-tará los dolores del parto, nada más. Pero las etapas “naturales del desarrollo” plantean el tema de la oportunidad, de los medios a utilizar, y la eficacia de la revolución, o sus costos y ganancias. La revolución sólo está justificada si la “etapa de desarrollo” actual se ha agotado. De lo contrario, sería catastrófica, y en lugar de mitigar los dolores del parto los agravaría hasta aniquilar a la parturienta y a su vástago.

Y aquí aparecen los problemas insolubles de individualizar en qué etapa nos halla-mos y —algo más decisivo— si ella está agotada realmente, de manera de poder iniciar la transición famosa. Por otra parte —y esto sólo si se sabe, además, en qué etapa esta-mos— cuáles serán los medios que utilizaremos para realizar “la” revolución (última y definitiva). Salvo en situaciones excepcionales, pocas y muy vagamente consideradas por Engels, el medio —latamente considerado— es la violencia extrema.

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Aunque con argumentos insostenibles y en cualquier caso inconducentes, Marx con-sideró el problema de saber cuándo se presenta la etapa de “la” revolución: “Una forma social no desaparecerá jamás antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas pro-ductoras que es capaz de contener, y no la reemplazarán relaciones superiores de pro-ducción antes de que las condiciones materiales de tales relaciones no hayan sido incu-badas en el seno de la misma sociedad. Por eso es que la humanidad sólo se plantea los problemas que es capaz de resolver, y que, mirado el asunto más de cerca, resultará siempre que el problema mismo se plantee ahí donde las condiciones materiales de su solución existen ya, o, al menos, se hallan en vías de producirse.”6

Desde 1848 hasta 1883, el año de su muerte, Marx pensó, en distintos momentos, que la revolución era inminente, o que estaba más o menos cerca. Esto quiere decir que no tenía la menor idea acerca del momento en que habría de tener lugar.

Es que nunca se puede saber si “una forma social” ha agotado sus potencialidades (ni siquiera con la ayuda de la infalible dialéctica) y si la sociedad ha incubado los ele-mentos necesarios para reemplazarla. Sólo nos queda el consuelo de pensar que si una política determinada logra imponer una nueva “forma social” (o “modo de producción”) es porque ya había incubado sus elementos dinámicos, y que, simultáneamente, ya se habían agotado las posibilidades del sistema destruido.

Pero si aquella política revolucionaria destinada a imponer una nueva forma social fracasa, podemos estar tranquilos: las posibilidades del statu-quo no estaban agotadas. Las matanzas que habremos provocado habrán sido muy útiles para verificar que nues-tras presunciones estaban equivocadas. Repitiendo este intento cuantas veces fuera ne-cesario, descubriremos al fin en qué bendito momento el maldito sistema capitalista ha-brá agotado sus potencialidades canallescas. Es decir, las afirmaciones de Marx de la ci-ta anterior no tienen ningún valor teórico: dicen que algo termina cuando no da más, o algo muere cuando previamente se han desarrollado las condiciones necesarias para su destrucción. Estamos en el vasto campo de la astrología.

Finalmente, el ser humano se plantea toda clase de problemas: solubles (al menos presuntivamente) e insolubles, se hallan creado o no los elementos para su formulación o solución.

3. “Concibiendo el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un pro-ceso natural, desde mi punto de vista, menos que desde otro alguno se puede hacer responsable al individuo de relaciones sociales de las cuales él mismo es una crea-ción por más que se eleve subjetivamente sobre ellas.” (11)

Como tantas otras veces, Marx promete una actitud sumamente sensata, pero que en los hechos desmiente constantemente, no sólo en El Capital —y a cada paso— sino en todos sus textos.

Apostrofa, vitupera, insulta, ironiza con crueldad, y desprecia, sean capitalistas, em-presarios, usureros y, sobre todo y especialmente a los que piensan distinto de él.7 Pero,

6 Karl Marx. Principios filosóficos. Editora Inter-Americana Buenos Aires, 1945.p. 93. La cita está extraí-da del prefacio a la Crítica de la economía política.7 Veamos lo que opina un biógrafo extremadamente benévolo: “Resulta difícil imaginarse a Marx y En-gels como dirigentes de partidos porque les faltaba el requisito más esencial: saber tratar a la gente. Su tono era, al hablar, cortante y áspero.” El mismo autor, en el mismo texto, ofrece un retrato de un admira-dor de Marx, el ruso Paul Annenkow: “Sus modales, francamente opuestos a todas las normas sociales, eran orgullosos y teman una pizca de desdén; su voz cortante, dura como el metal, armonizaba perfecta-mente con sus juicios radicales sobre personas y situaciones. Hablaba siempre en un tono imperativo que desbarataba cualquier intento de oposición, impregnaba todas y cada una de sus palabras y constituía un

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¡si nos acaba de decir que todos ellos ejecutan roles originados inevitablemente en el sistema social donde viven y que por eso están relevados de toda responsabilidad moral en cuanto tales!

La indignación moral —un rasgo inmensamente atractivo para los que están seguros de apoyar a los “buenos” contra los “malos”— está presente permanentemente en todos sus escritos. Aquí rescato una pequeña selección de su lenguaje: traidores, canallas, truhanes, corruptos, estúpidos, cretinos.

Y la lista sigue. Engels y Lenin continuaron esta constante, que era simplemente la salsa emocional de su práctica política y la expresión de un canibalismo militante (más decisivo que la validez, aunque fuera presunta, de cualquier teoría).

4. “En el campo de la economía política, la libre investigación científica encuentra más enemigos que en todos los otros campos.” (11)

Esta afirmación arroja algunas dudas sobre la libertad de expresión, y específica-mente sobre la investigación científica en la sociedad inglesa de su tiempo. Pero nada de esto tiene asidero. La libertad en todos sentidos que rodeó a Marx y Engels, tanto para expresar sus ideas, como en sus relaciones con revolucionarios, o con sus movimientos para investigar, fueron absolutas. Como no lo fueron, en cambio, para discutir sus ideas en los países socialistas del siglo XX.

Naturalmente, sus “enemigos” eran los que pensaban diferente, aun dentro del cam-po específico y reducido del marxismo.

Todo aquel que disentía con él estaba movido por intereses mezquinos. Su corres-pondencia es terminante en este sentido.

Manejaba su vida pública y su familia como un déspota. Esto lo observaron todos los no creyentes que lo trataron, y que no estaban sometidos a su férula, aunque recono-cieran su erudición y talento.8

estímulo físico casi doloroso. Su forma de expresarse transmitía la convicción enraizada en lo más pro-fundo de su ser de que su misión era dominar los espíritus y prescribirles normas de conducta. Ante mí te -nía la viva encarnación de un dictador democrático tal como pudiera haberlo imaginado en un rapto de fantasía”. (Werner Blumemberg, Marx, Salvat, Barcelona, 1985 [1982], páginas 91 y 92.) Moses Hess, entre otros que lo conocieron, pensaba igual.8 Ver a este respecto, de Hans Magnus Enzensberger (editor) Conversaciones con Marx y Engels, Ed. Anagrama, Barcelona, 1999.En la página 523 se hallará un índice de injurias y elogios prodigados incansablemente por Marx y En-gels, inclusive a familiares y amigos. Indudablemente, Marx no era una mala persona, aunque cometió en su vida familiar terribles errores. Pero hay que separar la moralidad íntima de la moralidad política: aque-lla puede ser buena y esta atroz, más condenable en cuanto se realiza con las mejores intenciones y por eso es más fácil y cruel porque se la cree más justificada. Los criminales políticos nunca se consideran culpables: siempre buscan el bien. Fueron criminales porque los rivales los obligaron. Y a veces acaso es-to sea cierto: Lenin, el Che Guevara, el ETA vasco, nuestros guerrilleros terroristas y en ocasiones los go-biernos, son ejemplos paradigmáticos de esta situación. Marx difundió el canibalismo político: el que no pensaba como él o era un canalla o estaba al borde de serlo. Y esto está en la base de la violencia política más arbitraria.

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Prefacio de la segunda edición alemana

5. “La economía política, mientras es burguesa, es decir, mientras considera el orden capitalista como la forma absoluta y última de la producción social, y no como un grado transitorio del desarrollo histórico, sólo puede mantenerse como ciencia en tanto que la lucha de clases se conserve latente o sólo se manifieste de una manera ocasional.” (13)

La economía política, como ciencia, no es burguesa ni proletaria. La economía bur-guesa no existe. La teoría económica de Marx ni es burguesa ni es proletaria. Sólo es. Y, como tal, desafía a la realidad que examina a que esta se comporte según sus previsio-nes, anticipaciones, o predicciones. Solamente así podremos evaluar hasta qué punto y en qué grado es válida, o puede usarse como si fuera verdadera. La observación empíri-ca del desarrollo de la economía mundial, y de sus países —capitalistas, semicapitalistas y socialistas (si existieran)— es la base tentativa para someter a prueba a la teoría, aun-que sea parcialmente.

Por otra parte, ningún economista “burgués” (aceptemos esta calificación proviso-riamente) dijo que el orden capitalista es la forma absoluta y última de la producción so-cial. Ellos fueron modestos. Trataron de explicar la naturaleza de los intercambios que tenían ante su vista, mucho antes de que el capitalismo surgiera en Inglaterra a partir de mediados del siglo XIX (antes de esta fecha no hay capitalismo, sino economía dinerada con mercados a veces muy amplios en algunos países occidentales). Ninguno de ellos dijo que ese sistema económico fuera eterno. Puede ser que deba considerárselo como un “grado transitorio del desarrollo histórico”. No sabemos si eso es conecto. Marx, por lo menos, no lo demuestra en ningún punto de sus argumentaciones, si bien es cierto que lo dice. Habrá que seguir esperando para ver, qué nos depara la historia.

Sólo tenemos la experiencia de los últimos ciento cincuenta años desde que Marx lanzó su profecía, para poder afirmar, al menos, que el capitalismo se ha consolidado, ahora a nivel mundial, no obstante que la mayoría de los países, aunque impactados por sus contenidos, no son en rigor capitalistas, y que en su inercia cultural cuentan con re-servas esencialmente anticapitalistas. Pero esta comprobación (no es una hipótesis) si ha desairado cruelmente —aunque sin querer— a la profecía marxiana, a diferencia de ella, no dice nada —no puede decirlo— acerca de lo que ocurrirá en el futuro.

En la última oración de la cita Marx relaciona la economía política —en su condi-ción de ciencia— con la falta o mera latencia de la lucha de clases. Nos viene a decir que cuando la lucha de clases se exacerba o alcanza su cenit, la economía política deja de ser ciencia, y, si se produce la revolución prevista por él, que elimina la propiedad privada y el capitalismo —tal como ocurrió en el siglo XX casi en la mitad del planeta— la presunta “ciencia económica burguesa” no tendría aplicación ni sentido.

Pero, si nos atenemos a los resultados de esas experiencias, es la violación de los principios de la economía política “burguesa” la que llevó a todas ellas al fracaso. Y allí donde hubo intentos para hacerlas funcionar en su aspecto económico, se tuvieron que aplicar los principios y leyes de la economía, si bien con grandes limitaciones.

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Los “trabajadores asociados” —expresión de Marx— jamás pudieron actuar de otra manera: por ejemplo, para hacer sus cálculos, las burocracias planificadoras —dado que no tenían mercados que les proporcionaran la información necesaria, aunque fuera con relativa libertad— tomaban los precios de los grandes mercados capitalistas. De lo con-trario, no podrían haber elaborado ningún plan.

No obstante, este acopio de información de otros mercados conducía a terribles dis-torsiones económicas. No existía una teoría económica científica del socialismo real. La experiencia masiva y multitudinaria del socialismo demostró que la única ciencia eco-nómica, con sus lagunas y falencias, es precisamente la que Marx llama despectivamen-te “burguesa”, y que se aplicaba inclusive allí donde el capitalismo no existía.

Es que él niega el carácter universal de la ciencia económica que estudió, de la que extrajo sus hipótesis básicas, y que organizó en una síntesis particular. Cree que debido al hecho incontestable de que todo sistema económico es histórico, las leyes extraídas de su funcionamiento también son históricas. Todos los movimientos de las piedras, las balas de cañón, los aviones y los planetas, por más históricamente determinados que es-tén, obedecen a leyes universales que Galileo y Kepler descubrieron y que Isaac Newton resumió en los principios de la mecánica clásica. Los hechos a los que se aplica la biolo-gía se dan en el tiempo irreversible e inexorable de la materia viva, por eso son históri-cos, pero sus leyes son universales. Creo que este es uno de los errores gigantescos de Marx.

Acerca delLIBRO PRIMERO

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(o Tomo I)publicado por primera vez en 1867

Capítulo ILA MERCANCÍA

6. “La mercancía es, en primer lugar, un objeto exterior, una cosa que por sus propie-dades satisface necesidades humanas de cualquier clase. La naturaleza de estas ne-cesidades, ya provengan, por ejemplo, del estómago o de la fantasía, no cambia na-da el asunto.” (23)

Esta cita tiene una enorme significación: allí nos advierte Marx que una mercancía es cualquier cosa y hasta puede satisfacer una fantasía. Un sermón del pastor Giménez, una sonata, la idea de un empresario, un poema, una teoría metafísica, una partida de ajedrez, una investigación científica, un servicio cualquiera, entre una serie infinita (sin metáfora) son o pueden ser mercancías. Todo depende de que “satisfagan necesidades de cualquier clase”, lo que depende por completo de lo que piensen aquellos que las ad-quieren. Es decir, es una concepción subjetiva de la mercancía. Inclusive su “valor de uso” —como dirá luego Marx— depende de que así lo piensen aquellos que la desean. También, por lo tanto, es subjetivo.

Pero, además, nos dice Marx, el ‘valor de uso” depende de que algo sea una mercan-cía; en otras palabras, que tenga “valor de cambio” (que la gente acepte intercambiarla en las transacciones), y por eso, que tenga “valor”. Más adelante, sin embargo, Marx asegura (ver punto 7) que este valor de la mercancía es objetivo, porque depende de la cantidad de trabajo socialmente necesario “cristalizado” en ella.

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Por una parte, Marx afirma que el hecho de satisfacer necesidades —o su valor de uso— deriva de decisiones subjetivas de los probables compradores; por otra, que el va-lor de la mercancía (que sólo lo es en la medida que tiene valor de uso) deriva de un he -cho objetivo (la cantidad de trabajo acumulado en una mercancía).

Si el pastor Giménez ofrece un sermón y nadie va a escucharlo (nadie lo compra) no será una mercancía, por más que haya trabajado meses o años en elaborarlo. Si un em-presario o inventor tienen ideas para las que no logran dinero, no serán mercancías, a menos que alguien las compre, independientemente de que les haya costado mucho o poco producirlas (pueden ser el resultado de inmensos estudios, o de una visión instan-tánea de una idea genial).

En cualquier caso, sea objeto o fantasía, será mercancía si alguien o algunos creen o piensan que satisfarán con ella (aunque sea inconscientemente) alguna necesidad, no importa de qué tipo.

Esto quiere decir, como afirmé al comenzar el comentario de esta cita, que buscar cualquier objeto o fantasía es un emprendimiento completamente subjetivo, aunque sea compartido por millones de personas. Además, algo puede ser una mercancía en un mo-mento y dejar de serlo en otro, si la gente opina (acaso equivocadamente) que no tiene valor de uso. O a la inversa, algo que fue en un instante desechado, sea anhelado arreba-tadamente en otro, con absoluta independencia de la cantidad y, especialmente, calidad del trabajo insumido en su elaboración. Esto quiere decir también que lo “socialmente necesario” —la médula del valor de uso y del valor de cambio— es enteramente subjeti-vo, en tanto depende por completo de lo que quieran o desean las personas.

Reconocer la gravitación decisiva de la fantasía es admitir, sin retroceso posible, la crucial presencia del sentir y el pensar —es decir, las ideas— en la elaboración de todo lo que existe en la sociedad y la cultura, incluidas las mercancías, así como reconocer el ámbito genital de la subjetividad. Es reconocer también al mercado (lo que piensa y quiere la gente) como mecanismo espontáneamente creado en el curso de los intercam-bios, pan confrontar ideas (creaciones) y estimar su variable valor consensual. En la ver-tiente de sus argumentaciones, Marx se desdecirá de la gran ventana hacia la realidad que introdujo con su reconocimiento de la fantasía como producto, mercancía, o necesi-dad.

7. “El valor de cambio se presenta desde luego como la relación cuantitativa, la pro-porción en que se cambian entre sí valores de uso de especies diferentes, propor-ción que continuamente varía, según el tiempo y los lugares. (...) Tomemos ahora dos mercancías; por ejemplo trigo y hierro. Cualquiera que sea su relación de cam-bio se la puede siempre representar por una ecuación, en la cual una determinada cantidad de trigo es considerada igual a cierta cantidad de hierro, por ejemplo, 1 cuartilla de trigo = a kilogramos de hierro. ¿Qué significa esta ecuación? Que algo común de la misma magnitud existe en dos cosas diferentes... Ambas son, pues, iguales a una tercera que, por sí misma, no es ni la una ni la otra. Cada una de las dos, en tanto que es valor de cambio, tiene, pues, que ser deducible a una tercera.” (24-25)

El intercambio que Marx ejemplifica con las mercancías A y B - enlazadas por el signo igual (=), es decir, A=B, no expresa ni significa ninguna igualdad. Ni las mercan-cías, ni las transacciones en que participan, implican necesariamente igualdad, ni la mercancía universal que puede actuar o actúa como intermediaria (el dinero) supone equivalencia alguna para cualquier relación social específica, si bien el dinero hace po-

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sible establecer relaciones cuantitativas entre precios de distintas mercancías y, por lo tanto, situaciones en que diferentes mercancías tienen el mismo precio.

Marx postula, además, otra igualdad —que es externa— y la agrega, sin justificarla ni demostrarla a la relación social. Simplemente afirma que la igualdad inicialmente postulada supone una igualdad con una tercera entidad, que es la cantidad de trabajo. Y la cantidad de trabajo (después dirá “socialmente necesario”) es lo que determina el va-lor de la mercancía, así sea para satisfacer una fantasía, según él.

La equivalencia que ve Marx en el intercambio radica en el mutuo interés que tienen las personas de concitarlo, no en la equivalencia del valor de uso de las mercancías, ni en la cantidad de trabajo que demandó cada una de ellas. Y el mutuo interés sólo puede ejercitarse sobre la base de un consenso implícito o explícito acerca de las reglas com-partidas que encuadran sus relaciones y que suponen una ética.

Cuando se realiza una transacción lo que hay no es una igualdad entre mercancías (eso sería cometer el pecado de “fetichismo de la mercancía” que tanto critica el mismo Marx) ni la misma cantidad de trabajo, sino un consenso entre personas que participan en la relación social acerca de las condiciones de esas relaciones y su realización. A uno le interesa o tiene necesidad (puede ser una fantasía) de conseguir hierro; le sobra, en cambio, trigo. La situación de la otra persona es inversa: busca trigo, pero le sobra (ab-soluta o relativamente) hierro. Una vez que se han puesto de acuerdo, inclusive en las cantidades y calidades relativas de los dos bienes, la transacción se realiza bajo las con-diciones ineludibles de paz (no violencia) y de respeto a lo pactado, lo que implica una moral compartida. El resultado es que las dos personas salen ganando de la relación que no es cuantitativa; esto es lo único que tienen de “igual”. De ahí que la relación no es ni puede ser aritmética, sino, por ejemplo, la que existe en las ecuaciones químicas:

Al final de esta relación entre personas (no cosas), el que carecía de hierro ahora lo tiene; el que deseaba trigo (acaso sin necesidad, pero era lo que sentía en el momento del intercambio) goza de él. Ambos ahora son más ricos porque satisfacen más necesi-dades: tienen dos bienes en lugar de uno, hierro y trigo. Esta es una de las consecuencias del inmenso bien del comercio, que Marx siempre percibió como ¡un robo! Todo el co-mercio se funda, sin embargo, en estos principios inmemoriales, y no históricos, que son el fundamento de la ciencia de la economía.

Además, ninguno de los que participan en los intercambios saben qué cantidad de trabajo tienen las cosas que se intercambian. Y si, hipotéticamente, se supiera, sabemos por experiencia que raramente eso sería lo decisivo para las transacciones.

Los aspectos históricos de los intercambios tienen que ver únicamente con las con-diciones sociales y culturales en que se realizan y que pueden facilitar o entorpecer el comercio, y no con su base científica (cuyo descubrimiento, en cambio, es necesaria-mente histórico).

8. “Así, los valores de cambio de las mercancías deben ser reducidos a algo que les es común, de lo cual representan una cantidad más o menos grande.” (25)

Marx se prepara para decirnos que ese algo común es la cantidad de trabajo social-mente necesario, la cual, según su teoría, es la que determina el valor de cambio de las

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mercancías. Descartará inmediatamente que lo común de las mercancías comprometidas en la transacción sea el valor de uso: “Como valores de uso, las mercancías son, ante todo, de distinta cualidad; como valores de cambio, sólo pueden diferir en cantidad y no contienen ni un átomo de valor de uso. Ahora bien: si se prescinde del valor de uso de las mercancías, sólo les queda una propiedad, la de ser productos del trabajo (...) ... todos los productos del trabajo se reducen a trabajo humano igual, a trabajo humano abstracto”. (25)

Es cierto que el valor de las mercancías (aun las imaginarias) depende en muchos casos de la cantidad de trabajo, pero tantas veces como esas, o más, dependen de la cali-dad del trabajo, lo que puede ser reducido a cantidad y, además, no depende del tiempo empleado. Por otra parte, hay innumerables mercancías que no tienen incorporado tra-bajo o lo tienen mismamente, como ocurre con infinidad de bienes naturales o históri-cos, tierras, paisajes, caídas de agua, bosques, o simples piedras, entre miles más.

Pero lo más importante es que si el valor de cambio depende del valor de uso que le asignan, por capricho o no, los sujetos de la acción social —con su decisiva cuota de subjetividad—, ¿por qué decir que en el valor de cambio no hay “ni un átomo de valor de uso”? Es porque Marx quiere pulverizar simplemente el valor de uso, a fin de que quede sólo la cantidad de trabajo.

Por otra parte, ¿por qué, sin ninguna justificación, “prescindir del valor de uso” en la estimación de los cambios de la mercancía? Es otra argucia para reducir el valor de la mercancía a la cantidad de trabajo.

9. “Un valor de uso tiene, pues, valor porque hay trabajo humano abstracto hecho co-sa o materializado en él. ¿Cómo medir ahora la magnitud de su valor? Por la canti-dad de la ‘substancia constituyente del valor’ del trabajo en él contenido. La canti-dad de trabajo se mide, a su vez, por su duración, y el tiempo de trabajo tiene su es-cala de fracciones de tiempo determinadas, como hora, día, etc.” (26)

Es cierto que podemos considerar, en principio, como aceptable la idea de que el conjunto del trabajo total de la sociedad es trabajo humano abstracto, indiferenciado. Pero este no es sino trabajo empírico agregado, de calidades y duraciones enormemente variables, y de resultados muy diferentes: algunos son aceptados en grado distinto por la sociedad, con independencia de la cantidad o la duración; otros encuentran la indiferen-cia, la discriminación o el rechazo y aun la persecución. Dos duraciones de trabajo igua-les tienen calidades diferentes, inclusive manteniéndonos en el nivel obrero de una tarea homogénea. Cuando el trabajo es sencillo y está uniformado por el uso de la tecnología, la duración puede ser un criterio —aunque muy endeble—, pero en los trabajos donde las ideas, la creación y la conducción son determinantes, la duración tiene importancia muy relativa: lo crucial es aquí la calidad del trabajo, con matices difíciles de decidir. Aunque sepamos la cantidad de trabajo, medida según el precario indicador propuesto por Marx, no podremos saber cuál es su valor como contribución al producto o la pro-ducción final, a menos que el bien sea lanzado al flujo de los intercambios (el mercado) y veamos si satisface o no las necesidades de la gente (con lo que obtendremos diferen-tes precios, a pesar de contar con una duración idéntica de trabajo, en un momento da-do).

Esto último es importante: en otro momento, las mismas duraciones y aun los mis-mos productos con igual cantidad de trabajo, modificarán posiblemente sus precios rela-tivos: los gustos o preferencias de la demanda se modificaron, al punto de que productos

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antes rechazados (por ejemplo, un sermón del pastor Giménez o un poema de Zorrilla) son ahora aceptados y quizá privilegiados con precios altos.

Todos estos productos pueden contar con el mismo trabajo “materializado”, o, en términos de la teoría de Marx, idéntico valor. Así, el precio —para Marx— difiere del valor pero oscila alrededor de este. ¿Cómo sabe que es así? Por el conjunto de los pre-cios consolidados del sistema económico, o, en otras palabras, por la oferta-demanda global. Pero esta oferta-demanda está medida por los precios, no por los valores tal co-mo los entiende Marx. ¿Cómo sabe Marx que tienen que ver con la duración del traba-jo? Por el supuesto de que el valor de algo, así sea una fantasía, depende por completo del trabajo insumido en él.9 Marx no demuestra en ningún lado que la demanda de un bien o servicio depende de la cantidad de trabajo “cristalizado” en ellos.

A más trabajo (medida en la unidad de tiempo), más valor y más demanda, es una ecuación insostenible contrastada con la realidad. Muchos productos (objetos, servicios, fantasías) tienen más elevada cantidad de trabajo, pero poco valor, estimado por su pre-cio o demanda. Y al revés en otros casos. En rigor, Marx toma siempre los precios, o la relación oferta-demanda nunca el valor tal como él lo define, simplemente porque, aun-que dice tener una medida empírica de él, jamás intenta calcularlo: no puede.

Marx tendría que probar, por ejemplo, que el diamante vale más que el carbón por-que tiene más cantidad de trabajo. O que dos bienes, servicios o fantasías que tienen la misma cantidad de trabajo tienen el mismo valor. Pero para hacer esto tendría que recu-rrir a los precios, los que, según él, no son la medida del valor de las mercancías, sino sólo su misterioso y variable reflejo.

Además, hay un problema lógico insoluble: Marx nos dice al comienzo que algo tie-ne valor de uso porque lleva incorporada una cierta cantidad de trabajo. Pero después nos asegura que ese trabajo es “necesario” (es decir, no es inútil) sólo cuando está “ma-terializado” en objetos (o fantasías) que tienen valor de uso. Sin este, no existe ningún trabajo válido. Entonces, su teoría del valor se funda en un pensamiento circular.

10. “Pero el trabajo que constituye la substancia de los valores es trabajo humano igual, gasto de la misma fuerza humana de trabajo (...) Cada una de estas fuerzas individuales de trabajo es igual a cada una de las demás, en tanto que posee el ca-rácter de una fuerza social media de trabajo, y funciona como tal, es decir, no em-plea en la producción de una mercancía sino el tiempo de trabajo medio necesario, o tiempo de trabajo socialmente necesario”. (25)

Con esta definición simplemente estipulativa (además de eliminar de un plumazo problemas teóricos y empíricos insuperables) toda sociedad humana de cualquier época tiene un trabajo socialmente necesario: es el promedio de la totalidad del trabajo “mate-rializado” en el conjunto de las mercancías (objetos, servicios, fantasías). Lógicamente, están excluidas las sociedades donde no hay intercambios, que son las comunistas (entes imaginarios).

La habilidad e intensidad del trabajo es también “el término medio social”. Este tra-bajo es el que tiene precio. Por eso ese trabajo socialmente necesario se expresa en un precio medio. Para Marx, este precio medio es idéntico al valor, es decir, el trabajo so-cialmente necesario cristalizado en el conjunto de las mercancías.9 Pero, en una carta de Thomas Pownall del 25 de setiembre de 1776, dirigida a Adam Smith, le dice: “... iguales cantidades de trabajo recibirán grados muy variables de estimación y valor”. (Citado por Juan Carlos Cachanosky en “Historia de las teorías de valor y del precio” Parte I, Revista Libertas, Nº 20, ma-yo de 1994, pág. 190). En el mismo artículo, en las páginas 191 y 197 hay citas significativas de Smith y Ricardo, respectivamente sobre el concepto de “valor”.

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Pero hay mucho trabajo que se pierde, de empresarios, artistas, sacerdotes, pastores, políticos, empleados, obreros, entre otros: las mercancías o servicios a los que están in-corporados esos trabajos no llegan a venderse o se venden a pérdida. Forman parte de la entropía social, aunque corresponde a los costos del aprendizaje y quizás a la potencia-ción del trabajo futuro.

El trabajo humano rara vez es igual a otro10 salvo que sea muy simple y esté media-do por alta tecnología. El trabajo medio supone diferencias inmensas: imaginemos el trabajo de un Galileo, un Pasteur un ingeniero, un capataz, un Ravel, o un obrero co-mún. El promedio es una construcción estadística, en este caso elaborada con el fin de realizar y legitimar “científicamente” una manipulación teórica.

Como sabemos por experiencia —inclusive en los países socialistas, donde una enorme cantidad de productos no se vendían— los bienes con gran cantidad de trabajo incorporado (y trabajo a veces altamente calificado) no logran precios, o adquieren pre-cios que apenas alcanzan a cubrir el jornal de los trabajadores y en ocasión ni eso. ¿Por qué allí el trabajo, produciendo valor (según Marx) no produjo precios que pudieran ex-presarlo, y en otros casos sí? Marx tendría que decir aquí lo que no quiere: porque el tra-bajo no creó valores, según la perspectiva de los posibles compradores. Fue trabajo inú-til, no necesario y esto depende por completo de lo que piensan los demandantes.

Si el trabajo es el único creador del valor, allí donde hay trabajo deben darse precios que los traduzcan. De lo contrario, el valor es el resultado de otras variables. Entre ellas, la del trabajo y las ideas que lanzó el empresario para construir su unidad económica. El precio está dado por las relaciones entre la oferta y la demanda, como tantas veces reco-noce Marx —y el valor (según él) por la cantidad de trabajo medio o uniforme. La pre-gunta es: ¿por qué precios y valores coinciden desde orígenes tan diferentes? Más si te-nemos en cuenta que en innumerables casos particulares difieren ostensiblemente. Pero Marx no hizo ni propuso algo fundamental y empírico: ver si hay una relación entre la cantidad de trabajo y los precios; a más cantidad de trabajo, más precio, y a la inversa. Además, tendría que haber supuesto que el precio representa el valor, porque este es en sí mismo inhallable. Por eso en sus ejemplos inventados Marx supone siempre que el precio es igual al valor. Es que este no se puede saber a menos que se tome directamente la cantidad de trabajo, procedimiento que Marx jamás utiliza. En síntesis, la igualación entre cantidad de trabajo y valor es un supuesto insostenible.

11. “Lo que determina la magnitud del valor de un objeto útil es, pues, solamente la cantidad de trabajo o de tiempo de trabajo socialmente necesario para producirlo. Cada mercancía particular vale, en general, como ejemplar medio de las de su es-pecie. Tienen, por lo tanto, igual magnitud de valor las mercancías que contienen cantidades iguales de trabajo o que pueden ser producidas en el mismo tiempo de trabajo.” (26)

10 Veamos lo que opina un marxista: “No es necesario que las mercancías cambiadas entre dos países en términos iguales contengan iguales cantidades de trabajo; en verdad, si así ocurriera sería un hecho acci-dental. (...) En otras palabras, la ley del valor es buena sólo entra mercancías que son el producto de una y misma fuerza de trabajo homogéneo y móvil; en el caso de mercancías producidas en diferentes países, esta condición generalmente no se cumple.” (Paul Sweezy. Teoría del desarrollo capitalista. FCE. Méxi-co. 1942. pág. 352.)Sea entre dos países o entre dos personas del mismo país, el problema es exactamente el mismo. Además, nos viene a decir que allí donde hay una misma fuerza de trabajo homogéneo y móvil, habrá igual canti-dad de trabajo. Pero, ¿cómo sabe cuándo esto ocurre? Es algo como decimos que algo tendrá igual canti-dad de trabajo que otra cuando tengan igual cantidad de trabajo.

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En primer lugar habría que aclarar qué es un objeto ‘útil”, o cuándo un objeto es útil. Marx no lo dice. Aparentemente, un objeto es útil cuando lo reclama alguien, al menos una persona. No interesa cuánto tiempo haya demandado su producción. Precisamente Marx habla de la utilidad de los objetos —no de la mera cantidad de trabajo “contenida” en ellos— para evitar una objeción evidente y devastadora para su teoría: que hay multi-tud de objetos que reclamaron gran cantidad de trabajo y que son desechados por la gen-te (no tienen precios o valor).

Lo que indicaría que el valor de un bien (un objeto, un sermón, una fantasía) no de-pende de la cantidad de trabajo, sino de su demanda, que es, por otra parte, lo que deter -mina que algo (cualquier cosa, aun aquello que no tiene incorporado trabajo) sea mer-cancía.

Es cierto, como dirá Marx, que si se produce una mejora en la tecnología, baja la cantidad de trabajo y por lo tanto el valor del objeto (en rigor, baja probablemente su precio), pero esta baja se halla relacionada con el menor costo por unidad, y no necesa-riamente con una baja en el valor global (en sentido marxista) de lo producido. En se-gundo lugar, que las mercancías que tienen la misma cantidad de trabajo tengan el mis-mo valor es el mero resultado de la definición de valor: no es una constancia empírica. Esto es lo que tendrían que investigar los marxistas.

¿Cómo podemos saber que siempre que hay una cantidad x de trabajo, habrá la mis-ma cantidad de valor, o a la inversa? Sabemos por experiencia, en cambio, que la canti-dad de trabajo, inclusive para un mismo tipo de mercancía, es muy distinta en las dife-rentes unidades productivas. Los precios, que miden la demanda, son iguales para esas unidades, salvo que se refieran a mercados distintos. ¿Cómo solucionaMarx este problema? Sosteniendo que “cada mercancía particular vale, en general, co-mo ejemplar medio de la especie”. (26) La expresión “en general” admite que en mu-chos casos no es así.

Marx da el ejemplo del diamante: encontrarlo cuesta mucho trabajo (¡no siempre ni necesariamente!); de ahí “que en poco volumen representan mucho trabajo”. (27) Pero, como reconoce el mismo Marx (27), el diamante es muy raro, además de hermosísimo, y da la casualidad que tiene una fortísima demanda entre los estratos sociales de gran poder adquisitivo. Pero, ¿qué es lo que determina su valor: la cantidad de trabajo, la ra-reza y hermosura, o la demanda?

Un soneto de Quevedo tiene una incalculable cantidad de trabajo calificado o com-plejo, más que el de encontrar diamantes en la tierra: ¿por qué no vale más que ellos si ese valor depende de la cantidad de trabajo? Cuando Marx dice que el diamante vale más que el carbón está tomando como punto de referencia, como otras innumerables ve-ces, el precio (que luego identifica, cuando le conviene, con el valor), es decir, la rela-ción oferta-demanda. De otra manera, no sabría qué es lo que tiene más valor. Evidente-mente, en ningún caso sabe algo de la duración del trabajo aplicado (su indicador) ni de la calidad de él, dato sin duda esencial.

Lo hace a ojo de buen cubero, guiado por los precios de mercado y extrae sus hipó-tesis de la definición inicial que él impone para hacer el simulacro de que prueba lo que quiere probar

12. “En general, cuanto mayor es la fuerza productiva del trabajo, tanto menos es el tiempo de trabajo necesario para producir un artículo, tanto menor es la masa de trabajo cristalizada en él y tanto menor es su valor.” (27)

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Todas estas explicitaciones están sustentadas exclusivamente en su definición ini-cial: cantidad de trabajo = valor Marx no da ninguna corroboración empírica. Es como si nos dijera: imaginemos que el trabajo es la única fuente de valor y deduzcamos de allí todo lo demás. Pero no explicita la relación con los precios, determinados por la oferta, la demanda y la competencia.

¿Por qué los precios pueden ser más bajos (o no existir) que los valores, o mucho más altos que ellos? Su solución, basada en el postulado de que los precios oscilan alre-dedor del valor, requiere una comprobación empírica si desea superar la apariencia de un artilugio teórico.

Por otra parte, en la formulación de la cita pasa por alto pensar que si bien el tiempo de trabajo puede ser menor, la calidad del trabajo exigido, en cambio, puede ser mucho mayor. Quizás esa sea una de las razones que elevan el salario. Y el menor precio de los artículos se debe a que, con gran tecnología, se producen en mayor cantidad de unida-des, y no porque tengan menor cantidad de trabajo (la que contiene trabajo de mayor ca-lidad).

13. “Finalmente, ninguna cosa puede ser valor sin ser valor de uso.” (27)

Antes, en la página 25 de su libro, Marx había afirmado que las mercancías “como valores de cambio, sólo pueden diferir en cantidad, y no contienen ni un átomo de valor de uso”. Ahora nos dice que “ninguna cosa [o mercancía] puede ser valor [que sólo es cuando es valor de cambio] sin ser objeto de uso”.

Es inadmisible sostener que como valores de cambio, las mercancías difieran sola-mente en cantidad, aunque aceptemos provisoriamente que no contengan ni un átomo de valor de uso. Las mercancías difieren en calidad y también en su mera presentación vi-sual.

Al decir que, como valores, las mercancías no tienen “ni un átomo de valor de uso”, lo que Marx quiere es sacar a los valores del ámbito de las estimaciones subjetivas de los compradores, porque de otra manera su definición de valor se destruiría. El valor de uso es el resultado de una decisión subjetiva, y Marx tiene que decir que la noción de valor es objetiva (reposa en la cantidad de trabajo “materializado” en la mercancía), pa-ra poder afirmar luego que el empresario le “roba” valor al obrero.

En las innovaciones se ve perfectamente que, al principio, los objetos, sermones o fantasías, no se sabe si tendrán valor de uso. El empresario que hace las inversiones para producir objetos (así sean fantasías) entrevé las posibilidades de su utilidad, pero toda-vía no sabe si serán aceptados (o si tendrán demanda). Sólo lo presume. En esta explora-ción, llena de audacia y riesgo (material y espiritual), la mayoría de las innovaciones fracasan, al menos en el corto plazo. Otras se imponen, después de demostrar que sirven para satisfacer necesidades humanas (es decir, alcanzan a demostrar, y por eso a ense-ñar, que son objetos de uso), con lo cual constituyen una demanda que antes no existía.

El valor de uso, entonces, aparece cuando la gente arma la percepción correspon-diente para finalmente advertir la utilidad del nuevo objeto. Cuando el empresario lo presenta, formula una propuesta para que sea visto como objeto de uso. Esa propuesta tiene el propósito de incitar a la formación de una demanda. Si ella se construye o se va construyendo, quiere decir que el nuevo objeto comienza a ser visto como objeto de uso, a veces muy diferente al imaginado por el empresario o inventor.

Pero esto depende de las opciones impredecibles de la gente, de lo que la gente eli-ge. Algo es objeto-mercancía de uso cuando la demanda de la gente da su veredicto, sal-vo que sea un objeto creado para uso personal, lo que significa que no es una mercancía.

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La cerilla, el teléfono, el jabón de tocador, los sermones, y millones más, son objetos de uso porque así lo decidió la gente, sin ningún acuerdo colectivo.

Antes de esta compulsa, los objetos están ahí, sin ser todavía mercancías, a lo sumo como propuesta tentativa de ser objetos de uso. Y el uso puede variar según las orienta-ciones culturales, subculturales o sectoriales de los actores sociales.

En una tribu primitiva, el hacha era un objeto indispensable en el trabajo diario: te-nía el uso convencional que le conocemos. En una tribu vecina, en cambio, tomó una enorme importancia como objeto ceremonial: no se la utilizaba para cortar árboles sino como elemento del culto religioso. Para cada cultura tenía un valor de uso diferente.

A continuación de la cita 11 de la página 27 de su libro dice Marx: “Si [una cosa] también es inútil, el trabajo contenido en ella no se cuenta como trabajo y no constituye valor”. (27-28) Pero esto quiere decir que algo, cualquier cosa, sólo tiene trabajo —y trabajo computable como valor (en el sentido marxista)— si la gente lo decide así, por-que es ella la única que determina si ese algo tiene uso. Y si esto es cierto, lo que decide la demanda es lo que determina el valor de algo (objeto, sermón o fantasía), y no la cantidad de trabajo. Puesto que Marx mismo afirma terminantemente que esta cantidad de trabajo sólo es legítima causal de valor si el objeto es comprado, es decir, percibido como valor de uso. Entonces, la afirmación de Marx (página 25 de su libro) de que las mercancías “como valores de cambio, sólo pueden diferir en cantidad, y no contienen ni un átomo de valor de uso”, no es sostenible. Hay que afirmar, por el contrario, que es el valor de uso, y sólo el valor de uso, lo que sostiene el valor, porque sólo su valor de uso hace posible que el trabajo mismo sea valorable.

14. “El trabajo simple medio varía de carácter en los diversos países y épocas, pero es siempre determinado en una sociedad. El trabajo más complicado no es sino una potencia del trabajo simple o, más bien, trabajo simple multiplicable, de manera que una pequeña cantidad de trabajo complicado es igual a una cantidad mayor de trabajo simple. La experiencia nos enseña que esa reducción se hace continuamen-te. Por complicado que sea el trabajo que produce una mercancía, el valor de esta la iguala al producto de trabajo simple, y no representa, por lo tanto, sino una cantidad determinada de trabajo simple.” (30)

Aquí reposa uno de los fundamentos de la teoría de Marx y uno de los absurdos más evidentes y cruciales de su interpretación. Creer que el trabajo simple —digamos, de un obrero de bajo nivel de habilidad— es un átomo que, unido a otros, es decir, multiplica-do, conforma el trabajo complejo o de alta calidad, es un disparate astronómico, incon-cebible en una persona del talento de Marx. Según esta ridiculez, el trabajo de Leónardo (1452-1519), Einstein (1879-1955), del pastor Giménez, o del operario Pérez, difieren en que tienen una cantidad mayor o menor de trabajo simple. Lo fantástico es que, de acuerdo con Marx, “la experiencia nos enseña que esa reducción se hace continuamen-te”. Ni da noticias de esa experiencia (cómo y dónde), ni da ejemplos. Bien podemos decir tranquilamente que la experiencia no le enseñó nada. Como tantas veces, a Marx no lo inquieta el mundo empírico, siempre miserable, que contradice o pone en duda sus postulados.

De acuerdo con estos, por complicado que sea el trabajo de Edison, Ford o Ravel, el valor de su producción “la iguala al producto del trabajo simple, y no representa, por lo tanto, sino una cantidad determinada de trabajo simple”.

Marx no comprende la intimidante diversidad de los trabajos, ni de sus calidades y productos, ni la importancia de las ideas, así como la dosis de la misteriosa creación y la

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implacable y pedestre estupidez que se mezclan en su realización. Rehuye estas inmen-sas dificultades simplificando arbitrariamente los problemas y considerando únicamente el trabajo simple.

Los trabajos de Cervantes, Quevedo, y del mismo Marx, como otros, inclusive coti-dianos, de menor nivel, no pueden ni podrán reducirse a trabajo simple: no son en abso-luto del mismo tipo. Hacerlo sería sumar elementos que no poseen una categoría común. Aun los trabajos de Brahms (1833-97) y de Stravinsky (1882-1971), por ejemplo, que son “músicos”, resultan incomparables e irreductibles en lo que tienen de creadores, si bien podríamos reunirlos bajo la categoría de geniales, por ejemplo. Las ideas de Gali-leo, Adam Smith, Rodin o Darwin, importan innovaciones completamente independien-tes del tiempo de trabajo o de la cantidad de trabajo. No están constituidos por átomos o agregados que se puedan sumar o multiplicar. El trabajo complejo no está constituido de elementos discretos. Eso es lo que nos enseña la experiencia. El aporte de las ideas, aun aquellas de consecuencias trágicas —inmedibles en cantidad de trabajo— es y será siempre incalculable.

Millones de personas que sólo hacen trabajos simples han visto radicalmente modi-ficadas sus vidas por los descubrimientos y locuras de los protagonistas conocidos de la historia. Muchos de ellos accedieron o buscaron tozudamente el ascenso al trabajo com-plejo, desde donde su contribución al mejoramiento de la vida humana es invalorable. Ni el mercado hizo justicia a esos logros, ni es posible hacerla a esos niveles de la cali-dad del trabajo; en otras palabras, a la increíble —o inmedible— cantidad de valor apor-tada por sus ideas.

¿De dónde viene esta aberración de Marx, que pretende concebir al trabajo complejo (el de un empresario, un artista, un político, un científico, un ingeniero, entre otros) co-mo reducible a la multiplicación o sumatoria de trabajo simple? De la necesidad de ha-cer creer que toda la producción de la sociedad o su valor intrínseco deriva necesaria-mente del trabajo simple, es decir, del trabajo del obrero. Según él, este es el único que genuinamente produce.

Las hazañas de los comerciantes de todos los tiempos, las proezas sobrecogedoras de los navegantes y exploradores, los descubrimientos de médicos, químicos, artistas e inventores (a veces obreros), la audacia e intuición de los empresarios (según Marx, gente ociosa, canalla y miserable), todos, de acuerdo con su percepción, son mitos ideo-lógicamente orientados y cuidadosamente difundidos por la clase dominante (la que, in-comprensiblemente, deja que rectores, decanos y profesores, además de periodistas del más encumbrado capitalismo, propaguen el marxismo u otros correlatos anticapitalis-tas).

Todos, salvo los obreros, vivimos de lo que crea el trabajo simple. Así, la máquina más maravillosa y sofisticada es únicamente el resultado del trabajo simple no pagado, o plusvalía robada al obrero. Las ideas que hicieron posible los productos (objetos, sermo-nes, fantasías), las ideas que plasmaron los empresarios para hacerlas y comerciarlas, to-do este trabajo de alta complejidad, que entraña aventuras y exploraciones inconcebi-bles, todo esto es completamente suprimible. No existió, o, si existió, es interpretable según una mera multiplicación del trabajo simple.

Sobre el trabajo empresario —que Marx no entendió ni en su significación económi-ca ni en su carácter sociológico— veamos lo que dice un marxista empresario (como tantos otros) a Marx: “Desde que me he convertido en amo [empresario] mi situación es mucho peor, a causa de la mayor responsabilidad. Si no fuera porque el ingreso es más grande, preferiría volver a ser empleado.”11 Esto es lo que le escribía Engels a Marx el 27 de abril de 1867. No hay la menor duda de que tiene menos ocio que antes. Pero Ma-

11 Leopoldo Schwarzschild. El prusiano rojo. Ediciones Peuser. Buenos Aires, 1956, p. 359.

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rx se mantiene indemne a las evidencias testarudas del mundo empírico. Es que no quie-re ver la relación que esos hechos guardan con su teoría.

15. “... en cuanto valor de uso, el trabajo contenido en la mercancía sólo vale cualitati -vamente, en cuanto a la magnitud de valor sólo vale cuantitativamente, y después de reducido a trabajo humano sin calificación.” (30)

Marx no hace aquí otra cosa que sintetizar sus supuestos acerca de la relación entre trabajo complejo, trabajo simple y valor. Lo que cuenta para él es el trabajo simple, al que necesariamente debe reducirse el trabajo complejo. Pero Marx en ninguna parte, ni siquiera con ejemplos inventados, dice cómo es posible justificar esa reducción, sobre todo teniendo en cuenta la gravitación decisiva que tiene la calidad del trabajo para la determinación del valor o precio. Él sólo estipula que eso es posible, cuando lo razona-ble es admitir lo contrario: ni el trabajo del ingeniero es reducible al de los obreros, ni el trabajo de estos, multiplicado, nos da el trabajo del ingeniero. Toda la argumentación de Marx se funda en este mero postulado, por completo insostenible.

16. “Como la magnitud del valor de una mercancía no representa más que la cantidad de trabajo contenido en ella, todas las mercancías, en cierta proporción, tienen que ser valores iguales.” (31)

Esta oración es inentendible a menos que se agregue al terminar “en el momento de la transacción”. Nunca podemos saber —en ningún caso— si dos mercancías de dife-rentes procesos productivos tienen o no la misma cantidad de trabajo, o distinta canti-dad, problema que se torna completamente indominable, aun en su planteo, si introduci-mos la variable “calidad del trabajo”, o su contracara, “calidad de las mercancías” com-paradas. Por otra parte, que la magnitud del valor de una mercancía es la cantidad de trabajo, medida por el tiempo, es sólo una definición. Marx jamás muestra empírica-mente, siquiera como ejemplo, que dos o tres mercancías tengan la misma cantidad de trabajo y el mismo valor. Como, con esa definición, el mismo no tendría ningún referen-te empírico directo, Marx se vería obligado a tomar el precio, o a suponer que el precio medio coincide (¿será así?) con el valor medio. Con esta artimaña logra eludir el hecho de que el valor de algo está determinado por la gente (el mercado).

17. “Si la fuerza productiva de todos los trabajos útiles necesarios para la producción de un vestido no cambia, la magnitud del valor de los vestidos aumenta con su nú-mero. Si un vestido representa x días de trabajo, dos vestidos representan 2x’ y así sucesivamente.” (31)

Este comentario revela hasta qué punto la teoría del valor de Marx no sirve para en-tender la realidad del capitalismo. Según su teoría, es cierto que a mayor cantidad de ar-tículos producidos, mayor valor, puesto que hay mayor cantidad de trabajo incorporado, no necesariamente a cada unidad producida, sino al volumen total de artículos. Sin em-bargo, estimado en precios de mercado, el valor de cada unidad disminuye, y, en el con-junto de ellas, si bien el valor también es mayor, es mucho menor que el volumen según el cálculo del valor realizado por la cantidad de trabajo.

Todos sabemos que si la misma cantidad de trabajo que se aplica a un vestido se aplica al doble, no se crea el doble de valor —como afirma Marx— sino mucho menos,

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como lo ejemplifica el hecho de que el precio por unidad bajará: haya o no la misma cantidad de trabajo, si se produce mayor cantidad de la misma mercancía, al menos en el mediano y largo plazo, su valor disminuirá. Esto muestra la disparidad entre el valor (jamás medido en dinero) de la teoría de Marx y el valor medido por el precio, que tie-nen la medida ostensible y consensuada del dinero, tal como ocurre en el mercado.

En sus argumentaciones, Marx —tan proclive a ver contradicciones y antagonismos en todas partes— no los ve en estas diferencias entre valor (como él lo entiende) y los precios. Imperturbable, utiliza los dos como si fueran iguales, no obstante tener orígenes empíricos completamente distintos y “antagónicos”, recurriendo al “valor medio” y al “precio medio”, con los que pretende escapar a los problemas que él mismo originó hu-yendo por la ventana.

En la Unión Soviética, país donde no existía el capitalismo, se producían, por ejem-plo, millones de botas y corbatas, entre otros, que no se vendían, según el testimonio de sus informes oficiales. Esos artículos habían demandado una inmensa cantidad de traba-jo, planeado racional y científicamente por los infalibles “productores asociados” que había imaginado Marx. ¿Se había producido valor o no? Aparentemente, allí, donde no existía la propiedad privada sobre los medios de producción, los “productores asocia-dos”, a pesar de su inmenso trabajo, no dieron origen a valores de uso. ¿Cómo lo sabe-mos? Porque no se vendían, porque no encontraban compradores, porque la calidad del trabajo —no la cantidad— era espantosamente baja. En otras palabras, el mercado deci-día que no tenían valor, ni el de Marx ni el de los canallas economistas “burgueses”. Por eso no tenían precio. Ningún marxista de ninguna parte, prominente o no, ha procurado dar una respuesta a estas sencillas preguntas que surgen del hecho concreto ocurrido en un país socialista. Allí existía un inmenso y trágico laboratorio para ver si la teoría del valor de Marx, u otros aspectos, podían aportar algunas pruebas a su favor.

18. “Cualquiera que sea, pues, la fuerza productiva, un mismo trabajo da siempre, en tiempos iguales, la misma magnitud de valor. Pero da en el mismo tiempo cantida-des diferentes de valores de uso: más, cuando la fuerza productiva aumenta; menos, cuando disminuye. El mismo cambio de la fuerza productiva que aumenta la fecun-didad del trabajo y la masa de los valores de uso que proporciona, disminuye, pues, la magnitud del valor de la masa así aumentada, si acorta el tiempo total de trabajo necesario para su producción; e inversamente.” (31)

Es evidente que la afirmación “el mismo trabajo da siempre, en tiempos iguales, la misma magnitud de valor”, es aceptable, dentro de la teoría de Marx, para lo que él lla -ma “trabajo simple”, pero no para el trabajo complejo. En este, ni el tiempo de trabajo es medible; en rigor, no hay “cantidad de trabajo”, ni se sabe cuánto valor producirá —ni en el corto ni en el largo plazo— puesto que, por ejemplo, las innovaciones, cuando son muy importantes, satisfarán necesidades muchas veces aún desconocidas, ni se sa-brá cuáles serán sus repercusiones sobre otros bienes (objetos, sermones, fantasías). No se sabe tampoco si serán bienes de uso útil, ni, si lo fueran, en qué medida. Esas son las condiciones de toda creación, propia del trabajo complejo.

Marx dice en la tercera afirmación que el aumento de la fuerza productiva, “si acorta el tiempo total de trabajo necesario”, disminuye la magnitud de valor. Pero, aunque no se acortara el tiempo total de trabajo necesario, si se produce mucho más, el precio baja-rá. Es decir, el precio por unidad bajará aunque el valor (en términos de Marx) quede igual (puesto que la cantidad de trabajo sigue siendo la misma).

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Las afirmaciones de Marx son meras deducciones de su definición de “valor”. No da ninguna prueba independiente de esa definición para sostener la correlación de las varia-bles que muestra. Lo que vemos otra vez es que si los precios están disociados de los valores (tal como los entiende él), entonces puede ocurrir que precios y valores tengan un comportamiento opuesto: que a mucho valor, la contrapartida sea un precio bajo, y a la inversa. Al postular que, tomada la totalidad de la producción, ambos coinciden, Ma-rx elude este problema, no obstante reconocer tácitamente que existe. De otra manera: dice que precios y valores son diferentes, pero no ve que eso sea un problema.

19. “Sin embargo, [los valores de uso] sólo son mercancías porque son dobles: objetos de uso y al mismo tiempo portadores de valor. Sólo se presentan, pues, como mer-cancías o poseen la forma de mercancías en tanto que tienen una forma doble: for-ma natural y forma de valor.” (32)

Antes (página 25 de su libro) Marx decía que las mercancías, “como valores de cambio, sólo pueden diferir en cantidad, y no contienen ni un átomo de valor de uso”.

20. “Nuestro punto de partida ha sido, en realidad, el valor de cambio o la relación de cambio de las mercancías, para llegar al valor, escondido en ella.” (32)

El punto de partida de Marx ha sido que, en cualquier intercambio, dos mercancías son iguales a una tercera, que es la cantidad de trabajo que exigió su fabricación, es de-cir, su valor. No hay ninguna demostración de que esto es empíricamente así. Marx no se da cuenta de que es una simple opción teórica para iniciar sus argumentaciones. Su-pone, en esa opción, que el trabajo de alta complejidad del empresario no cuenta en la generación de valor, pero si decimos que este depende de la cantidad de trabajo, parece definitivamente arbitrario excluir de su existencia al trabajo del empresario y colabora-dores que no son obreros.

Además, la ecuación de Marx (A=B) supone que todo intercambio implica una igualdad de alguna clase (en este caso la cantidad de trabajo) entre los bienes sujetos a la transacción. Como señalé, este es un error. No hay, ni necesita haber, ninguna igual-dad, a menos que se mencionen las reglas de veracidad, respeto, honestidad, paz y bue-na voluntad que están implícitas o explícitamente vigentes en todo acuerdo de intercam-bio desde tiempo inmemorial.

Las transacciones se concretan, no porque los objetos que se intercambian sean iguales, e iguales a una tercera mercancía (según Marx, la cantidad de trabajo contenida en ella) sino porque las personas (no los objetos que se intercambian) quieren tener una ganancia —el objeto que posee el otro— y para eso están dispuestos a desprenderse del suyo, que les sobra o relativamente les sobra. No hay ningún rastro de igualdad en los intercambios, sino la estimación percibida de una ganancia posible (que muchas veces es una fantasía, y que puede ser muy desigual para las partes).

21. “Al igualar como cosa de valor; por ejemplo, el vestido o la tela, se iguala el traba-jo contenido en el primero [vestido] al trabajo contenido en la segunda [la tela]. Hacer el vestido es, por cierto, un trabajo concreto distinto del de tejer tela. Pero al igualarse al tejido [la tela] el trabajo de sastrería queda reducido de hecho a lo

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realmente igual en ambos trabajos: a su carácter común de trabajo humano.” (34-35) “La ecuación ‘20 metros de tela = 1 vestido, ó 20 metros de tela valen 1 vesti-

do’supone que 1 vestido contiene exactamente tanta substancia de valor como 20 metros de tela, que ambas cantidades de mercancías cuentan, por lo tanto, igual cantidad de trabajo, o un tiempo igual de trabajo.” (36)

En estos dos párrafos Marx repite sus supuestos no probados y ni siquiera plausi-bles. Son deducciones de su definición de valor. ¿De dónde sacó Marx que la elabora-ción de un vestido contiene “exactamente” tanta sustancia de valor como metros de te-la? Habría que hacer una investigación para saberlo y desde ya podemos adelantar que es sumamente improbable que sea así. Es un postulado puramente imaginario de Marx.

Además, una cosa es decir “veinte metros de tela es igual a un vestido”, y otra dis-tinta afirmar que “veinte metros de tela valen un vestido”. Que A valga 20x quiere decir que el intercambio entre Juan y Pedro se hizo —y posiblemente se haga en el futuro pr-óximo— según esa relación porque así lo quisieron las personas que participaron en esa relación social, no porque las cosas tengan una relación especial entre sí. De otra mane-ra caeríamos en el molesto y pecaminoso “fetichismo de la mercancía”.

La generación del valor surge de la estimación variable y —aun caprichosa— de las personas, no de la objetivación de las cosas.

22. “Se hace evidente que el cambio no regula la magnitud del valor de las mercancías, sino que esta regula las relaciones de cambio.” (44)

Estamos en un ejemplo paradigmático, cometido por el mismo Marx, de “fetichismo de la mercancía”: creer que relaciones entre personas son relaciones entre cosas.

Según Marx, no son las estimaciones o elecciones de las personas que intervienen en las relaciones sociales de toda transacción las que determinan el valor, sino algo objeti-vo de las cosas mismas (la cantidad de trabajo) lo que fuerza al intercambio. Las rela-ciones entre las cosas están antes o son prioritarias respeto de las personas que las ma-nejan o las desean, de modo que las personas se ven coaccionadas —según él— a acep-tar las determinaciones que surgen de la naturaleza de las cosas.

23. “... lo que sirve de base para la determinación de la magnitud del valor, la duración de ese gasto, o la cantidad de trabajo, es visiblemente distinta de la calidad de tra-bajo.” (50)

Cuando Marx dice que el trabajo complejo (objeto, sermón, fantasía) es totalmente reducible —según hemos visto— al simple, está diciendo que cualquier trabajo, de la calidad que sea, es reducible a cantidad, o duración, del trabajo simple. Toda su inter-pretación del valor se funda en este último, y no en el trabajo complejo, aunque supone que vale para este. Ahora nos dice que son distintos porque la cantidad de trabajo nada tiene que ver con la calidad, lo cual es cierto. Entonces, una inmensa cantidad del traba-jo social y, además, el más importante, no cabe en sus argumentaciones. Lo más inquie-tante es que antes había dicho que el trabajo complejo (o de calidad) era un simple múl-tiplo del trabajo simple (o ínfimo). ¿Por qué decidirse por la cantidad de trabajo en la determinación del valor, y no por la calidad, si ambos influyen en él, y acaso este sea el más decisivo?

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24. Ahora entramos en el famoso fetichismo de la mercancía: “La forma mercancía y la relación de valor de los productos del trabajo en ella contenido no tienen… absolu-tamente nada que hacer con la naturaleza física de esos productos y las relaciones reales que de ella resultan.” (51)

Esto es más que obvio: son las personas que intervienen en los intercambios, y lo que ellas piensan y sienten, lo que determina las evaluaciones del trabajo incorporado a las cosas, en cantidad y calidad, y sus relaciones recíprocas. Las cosas mismas no valen por sí, sino por la preferencia o rechazo, y sus gradaciones, que ejercitan los actores so-ciales.

Sigue Marx inmediatamente:

“Una relación social determinada de los hombres mismos toma aquí para ellos la forma fantasmagórica de una relación de cosas. Por eso, para encontrar una analo-gía tenemos que refugiamos en la nebulosa región del mundo religioso. En él los productos del cerebro humano parecen formas dotadas de vida propia, que están en relación entre sí y con los hombres. Lo mismo pasa en el mundo de las mercancías con el producto de la mano del hombre. Esto es lo que llamo el fetichismo adherido a los productos del trabajo desde que se los produce como mercancías y que es por eso inseparable de la producción de mercancías.” (51)

Sobre la primera afirmación: es verdad que muchas veces —y en todas las culturas, haya o no mercancías— las personas tienden a ver lo que son en rigor relaciones socia-les, o entre personas, como relaciones entre cosas. La comunidad, el clan, la tribu, la na-ción, la patria, la cultura (así como la famosa “identidad cultural”), el club de fútbol, en-tre otros, son cosas, abstracciones, mundos fantasmagóricos, por los cuales sus miem-bros viven, luchan y a veces mueren. Son entelequias simbólicas enteramente externas a la existencia de los seres concretos.

Cosificar es abstractizar y es también proyectar las relaciones humanas en el univer-so de la cultura y convertirlas en cosas externas a sus agentes humanos, quienes son en realidad los que las hacen vivir. Esta transmutación es completamente normal y también el fundamento del pensamiento filosófico, de toda interpretación religiosa y de la crea-ción científica, en todas las sociedades y culturas.

Es el combustible de la fantasía y la imaginación lo que hace posible las innovacio-nes, las aventuras de las ideas, y, sin duda, las grandes locuras humanas.Pero en más ocasiones de las que nos gustaría, las personas creen, o piensan, en térmi-nos contrarios al fetichismo que define Marx: no ven —o interpretan— lo que son rela-ciones sociales como si fuesen relaciones entre cosas, sino al revés: consideran las rela-ciones entre cosas como si fuesen relaciones sociales.

En el primer caso no advierten las relaciones sociales, tapadas por la preeminencia de las cosas; en el segundo, no ven las relaciones entre las cosas, ocultas tras la máscara de las relaciones sociales.

El mismo Marx comete el pecado del fetichismo de la mercancía cuando considera al valor como trabajo cristalizado en las cosas producidas, y no como resultado de las relaciones entre personas, es decir, relaciones sociales, cuyos agentes o sujetos de la ac-ción social, a través de sus estimaciones —implícitas y explícitas acerca de la utilidad de las cosas (objetos, sermones, fantasías) definen el valor en cada intercambio y esta-blecen precios relativos,(aun cuando no exista el dinero), lo que determina que los valo-

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res son todo, menos cristalizaciones: los valores cambian constantemente con las rela-ciones sociales, las modas, los caprichos y las estimaciones efímeras de los sujetos de la acción social.

Marx no ve en el valor las elecciones circunstanciales —porque responden a situa-ciones del mercado— de los agentes humanos, es decir, las personas. No ve que los in-tercambios y los valores implicados dependen enteramente, no de lo que son objetiva-mente las mercancías según la cantidad de trabajo insumido por su producción, sino de lo que piensan, quieren y sienten los actores que intervienen en la transacción.

El “carácter fetichista del mundo mercantil” no es sólo de ese mundo: es de todos los mundos posibles del homo sapiens.

Reposa en la raíz simbólica de la mente humana, y por eso está en la base de las re-laciones sociales, que son siempre, inevitablemente, relaciones de intercambio y tran-sacciones, aunque no intervengan ni el dinero, ni haya mercancías —en sentido estricto— implicadas.

Finalmente, los errores de Marx provienen de que no entiende las mediatizaciones o intermediaciones (propias de una sociedad con algún grado de complejidad) que impo-nen el uso del dinero y la impersonalidad inherente al funcionamiento del mercado, con su dosis irradicable de incertidumbre. Por eso tampoco comprende lo impensado e im-previsto de las relaciones sociales. Más bien se lamenta de estas limitaciones, las recha-za con furia e indignación moral, como propias del inmundo capitalismo, y clama por una conciencia total —e imposible (ahora sabemos que es totalitaria)— que permita vo-latilizar las dudas esenciales de las relaciones entre personas y produzca la transparencia y la previsión absolutas (de lo contrario, no se alcanzaría la “racionalidad” y la seguri -dad psicológicas a las que aspira Marx). Esto es propio de una mentalidad religiosa (mal entendida) y escatológica.

25. “Las relaciones sociales de sus trabajos privados se presentan por eso a los pro-ductores [y a todos] como lo que son, es decir no como relaciones sociales inmedia-tas de las personas en sus trabajos mismos, sino más bien como relaciones sociales de las cosas.” (51)

Es decir, en una sociedad compleja —y más en la de alta complejidad— las “rela-ciones sociales inmediatas de las personas” evidentemente se debilitan o se pierden, de-bido precisamente a la multiplicidad de las relaciones e intercambios, y a la vastedad in-calculable de sus repercusiones. Se hallan densamente intermediadas o mediatizadas por una multiplicidad de agentes o actores sociales (personas e instituciones), como por ejemplo el dinero y sus implicaciones.

Una cosa es producir para necesidades inmediatas, e inmediatamente entendibles, como son las personas, familias o grupos, y otra muy distinta —psicológica y sociológi-camente— es producir para enormes mercados, cuyas necesidades son en gran medida un enigma, o para satisfacer necesidades presuntas o desconocidas, inclusive que hay que despertar, como ocurre con los inventos o las innovaciones.

Producir para un mercado es siempre una tentativa y una exploración: no podemos ni podremos saber qué relaciones personales se establecerán, ni si los productos satisfa-rán o no las previstas necesidades inmediatas de la gente. De ahí también la impersona-lidad y la neutralidad afectiva de gran parte de las relaciones sociales de las sociedades de alta complejidad.

Marx está sometido a dos fuerzas antagónicas: es un hombre de espíritu muy mo-derno y, al mismo tiempo, es muy tradicional: rechaza las implicaciones inciertas de la

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sociedad moderna, con su pérdida de inmediatez, transparencia y simplicidad de las re-laciones sociales, con su temible e inexorable incertidumbre. Ansía a cualquier precio seguridad y simplicidad. Pero la condición cardinal de toda vida es la de aprender a tu-teamos y sobrevivir en medio de una incertidumbre radical. Y aceptar esto no es una cuestión de talento, sino de sentimiento y comprensión.

26. “Por una parte, como trabajos útiles determinados, tienen que satisfacer una nece-sidad social determinada, y confirmarse así como partes del trabajo total, del siste-ma de la división social del trabajo que se desarrolla naturalmente. Ellos no satis-facen, por otra parte, las múltiples necesidades de los productores mismos, sino en tanto que cada trabajo útil privado especial es cambiable con toda otra especie de trabajo útil, es decir, le equivale. La igualdad toto coelo de trabajos distintos sólo puede consistir en una abstracción de su desigualdad real, en su reducción al ca-rácter común de gasto de fuerza humana de trabajo, a trabajo humano abstracto.” (52)

Aquí, como en otras partes, aparece la idea decisiva, y al mismo tiempo el error cen-tral, de que los intercambios, transacciones o relaciones sociales, tienen que ver con tra-bajos útiles iguales (en cantidad de trabajo medido por la duración) o valores iguales. Por más abstractos que sean los trabajos (a fin de ser homogeneizados en una categoría común) no son iguales (aunque por azar podrían serlo) en el momento del intercambio concretado.

Como sabemos por experiencia, a los sujetos que intervienen en la transacción no les interesa en absoluto, en ningún caso, si la mercancía que están dispuestos a trocar contiene una cantidad de trabajo igual o no, ni en qué proporción, a la que van a recibir. Lo único que les interesa es si es útil, si satisface o no, y en qué medida, su deseo de ob-tenerla, sea real o imaginario, objeto, sermón o fantasía.

Marx, en lugar de reparar en estos aspectos personales y subjetivos de los protago-nistas de la acción social, se fija en lo que las cosas tienen incorporado después de pasar por el proceso de producirlas o descubrirlas (a veces por mero azar). Es cierto que casi siempre son resultado del trabajo humano, pero a partir de este hecho, para deducir que tienen valor (como sabemos, tan variable) tenemos antes que saber si las mercancías creadas son útiles y, si lo son, en qué grado. De otra manera, la comprobación de que al-go tiene materializado trabajo no autoriza a deducir que tiene valor, y un cierto valor. Y que algo sea útil depende de lo que decida la gente, no del trabajo “cristalizado” en ese algo.

La realización de los intercambios no supone ninguna igualdad, fuera de las reglas comunes y el respeto a los acuerdos. Por lo me nos, Marx no lo demuestra, ni se da cuenta de que debe hacerlo, dado que es el fundamento de sus argumentaciones. El re-curso al trabajo “abstracto” es una manera de evitar las insondables diferencias de canti-dad y calidad del trabajo que contiene la infinidad de mercancías (objetos, sermones, fantasías), que posee la sociedad de alta complejidad.

27. “... al igualar sus diversos productos como valores de cambio, igualan sus diversos trabajos como trabajo humano. (...) ... el carácter social específico de los trabajos privados independientes entre sí consiste en su igualdad como trabajo humano…” (52)

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En otras palabras, lo que se concreta en los intercambios es el descubrimiento de que las mercancías cambiadas tienen la misma cantidad de trabajo humano abstracto. Cómo lo sabe Marx, es un misterio.

Pero en la página siguiente (53) asegura: “Estas últimas [las magnitudes de valor] varían constantemente, con independencia de la voluntad, previsión y conducta de los que las cambian [a las mercancías]”. Esta es sólo —dice Marx— la apariencia de las co-sas, “las oscilantes relaciones de cambio”, “los movimientos aparentes de los valores re-lativos de las cosas”, en cuya médula oculta está “el tiempo socialmente necesario para su producción”.

Si esto es así, Marx tiene que explicar por qué —en lugar de guiarse por la realidad, que los conduciría a cálculos más seguros— los protagonistas se dejan engatusar por la “magia y fantasmagoría”(54) de las apariencias. Marx quiere convencernos de que los precios nos engañan acerca de la real naturaleza del valor de las mercancías. Hay algo oculto (que el valor está determinado por la cantidad de trabajo socialmente necesaria) que él ha develado. Pero este trabajo con el que ha operado Marx es el simple (el del es -clavo, el siervo, el obrero, el campesino) y no el trabajo complejo (el del emperador, el hechicero, el obispo, el pastor, el jurista, el intelectual, el empresario, entre otros).

Con el supuesto insostenible de que el trabajo complejo es reducible al simple, Marx razona únicamente con este, y sólo desde el punto de vista de la cantidad, no de la cali-dad del trabajo y menos de sus mezclas o combinaciones.

Aceptando la tesis de que el valor es función exclusiva del trabajo, ¿por qué elimi-nar el examen del trabajo complejo o el de alta complejidad como variable independien-te, desligada del trabajo simple? Porque entonces toda su teorización se vendría abajo: con el trabajo complejo no es posible hablar de la duración de trabajo y su absurda me-dida en minutos, horas y días. El trabajo complejo es inmedible. Además, Marx tendría que examinar y comparar el trabajo de Henry Ford, John Rockefeller, George Soros, Thomas Alva Edison, Alexander Graham Bell, Galileo, el Papa, Winston Churchill, en-tre millones más, que crearon objetos, políticas, sermones, teorías, fantasías y locuras.

Todo este trabajo socialmente necesario escapa felizmente a sus consideraciones en virtud de un reduccionismo arbitrario y espurio, que oculta el proceso real, y que preten-de encarar lo cualitativo como cuantitativo (ah, la maldita dialéctica).

No advierte que ese trabajo resume un conjunto de procesos sociales y culturales que apuntan a las variables estimaciones e intuiciones de los actores, cuya decisión de concretar o no los intercambios depende de lo que definan individualmente aquello que es su necesidad en un momento dado, y no la cantidad de trabajo que contiene una mer-cancía.

28. En su primera exposición —en El Capital— de la utopía (55) Marx propone “una unión de hombres” (en otras partes habla de “productores asociados”). Dice: “... su-pongamos que la parte que toca a cada productor sea determinada por su tiempo de trabajo. El tiempo de trabajo desempeñaría entonces un doble papel. Su metódica distribución social regula la exacta proporción de las diversas funciones del trabajo a las diversas necesidades. Por otra parte, el tiempo de trabajo sirve como medida de la parte individual de los productores en el trabajo común y, así, de la parte que le toca en la proporción del producto común destinada al consumo. Las relaciones sociales de los hombres con su trabajo y sus productos del trabajo quedan aquí sim-ples y transparentes, tanto en la producción como en la distribución.” (55-56)

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En los numerosos pasajes de su vasta obra donde bosqueja su utopía, Marx reitera y reincide en estas inconcebibles ingenuidades, dignas de Charles Fourier (1772-1837).

Según su propuesta, todo es sencillo, simple y transparente, lo que coincide con sus preferencias, tal como se ven al tratar el tema del “fetichismo de la mercancía”, pero choca lastimosa y trágicamente con la complejidad de la vida, y sobre todo de la vida humana, para no hablar de la del mismo Marx, que tiene un perfil inconfundiblemente dostoievskiano.

Pero si todo es tan sencillo, después de abolir el capitalismo y entregar los medios de producción a la “clase obrera”, la pregunta que sigue es insoslayable: ¿por qué, si es así, el enjambre de países donde existía el socialismo en el siglo XX, en especial la Unión Soviética (que jamás fue unión, ni república, ni soviética) no siguió la sensata di -rección que indicó Marx y no reguló “exactamente” la distribución social de acuerdo con el tiempo de trabajo de cada uno para satisfacer las diversas necesidades, ni deter -minó la parte individual de cada productor en el trabajo común?

¿Cuál es la respuesta a este interrogante, que formula solamente un problema em-pírico? Ninguna, no por traición, ni porque seres tan sensibles como Stalin y Fidel Cas-tro no desearan el bien de sus pueblos. Simplemente porque la directiva de Marx, como tantas otras (recuérdese la dialéctica) no sirve. No funciona ni funcionará en la realidad de ninguna sociedad, pasada, presente o futura, salvo en la fantasía (una mercancía de enorme demanda).

Después de su propuesta, sin embargo, Marx concluye triunfalmente: “Las relacio-nes sociales de los hombres con sus trabajos y sus productos quedan aquí simples y transparentes, tanto en la producción como en la distribución.” (56) Marx huye de lo complejo e incierto como de la peste. Quiere certezas absolutas para los procesos creati-vos, siempre imprevisibles, de la evolución social.

Ningún país socialista del siglo XX utilizó la ley del valor de Marx, ni para calcular el trabajo de cada uno, ni para distribuir los bienes, cualesquiera fueran. Más bien prac-ticaron el masivo trabajo a destajo, en todas las actividades que pudieron, un sistema ca-pitalista de bajos salarios que tiene allí una práctica marginal.

Sin embargo, en la época de Lenin hubo un intento por aplicar el procedimiento pro-puesto por Marx. Para eso era imprescindible calcular la “unidad de trabajo”: “Un De-creto del 11 de octubre de 1920 abolió todos los pagos por servicios del Estado e institu-ciones locales. Con esta medida, el gobierno iniciaba la abolición total de los restos que aún quedaban de la «circulación de moneda» capitalista. Se ordenó la invención de nue-vos métodos para calcular la producción en «unidades de trabajo». Y de hecho, un Co-mité especial elaboró algo más tarde una unidad de ese género, llama tred, o «unidad de trabajo» (de las palabras Trud = trabajo y Edinitza = unidad), que representaba una jor-nada de trabajo media”.12

12 Paul Haensel. La política económica de la Rusia soviética. Revista de occidente. Madrid. 1931, p. 51. Este autor trabajó en la elaboración de la planificación soviética hasta 1928, en que partió de Rusia. Un dato sobre qué precios se adoptaban para hacer los cálculos: “Con respecto a algunos artículos se tuvieron en cuenta los precios anteriores a la guerra y los que regían en el extranjero. He aquí algunos ejemplos de esta fijación de precios. El precio de metales en bruto se fijó en 20.000 [sic] veces el precio anterior a la guerra; el de los clavos, etc., en 70.000 veces (se afirmaba que la eficiencia de los obreros era sólo el 20 por 100 [sic] de la anterior a la guerra y que las leyes obreras aumentaban en alto grado el coste de pro-ducción); el de las máquinas de coser, 20.000 veces (había grandes existencias de antes de la guerra y nin-guna producción nacional), lo que equivalía a 10.000.000 de rublos por máquina; una botella de vino, 15.000 rublos; de clarete, 18.000 por botella; vidrio de ventanas, 150.000 veces…” (página 59.)Así sigue, casi interminable, con esta parafernalia de “racionalidad” socialista. Esta es la consecuencia que había previsto Ludwing von Mises cuando se eliminan los mercados: hay que inventar los precios. Pero entonces éstos no reflejan lo que quiere la gente.

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Este esfuerzo quedó en la nada. Jamás se usó la “jornada de trabajo media”, ni para la producción ni para la distribución. Era, no obstante, la que según Marx existía y con la que nutría sus elucubraciones en El Capital.

29. “Para una sociedad de productores de mercancías, cuya relación general consiste en mirar sus productos como mercancías, es decir, como valores, y relacionar entre sí en esta forma objetiva sus trabajos privados como trabajo humano igual, la más apropiada forma de religión es el cristianismo, con su culto del hombre abstracto, sobre todo en su desarrollo burgués, el protestantismo, el deísmo, etc. (...) En gene-ral, la reproducción religiosa del mundo real no puede desaparecer sino cuando las condiciones de la vida práctica presenten día por día a los hombres relaciones ra-cionales y transparentes, de ellos entre sí, y con la Naturaleza.” (56)

Los productores no relacionan entre sí sus trabajos privados “como trabajo igual”, aunque admitamos, por supuesto, que, en general o en una gran proporción, haya en ellas trabajo incorporado. Lo que les interesa a los consumidores no es la cantidad de trabajo, que es imposible de estimar, salvo a ojos de buen cubero, sino si las mercancías satisfacen, y en qué medida, sus recursos disponibles y sus necesidades, definidas por ellos en un instante dado.

Son estas variables estimaciones de los agentes de la acción social las que, en el mercado, relacionan (no es un fenómeno necesariamente consciente) las mercancías en-tre sí, y los trabajos en cantidad, calidad y disponibilidad, exigidos por ellas.

Que, para que ocurra esta relación, la forma más apropiada de religión sea el cristia -nismo, es una de las hipótesis más descabelladas que puedan concebirse, a la vista del testimonio histórico y antropológico con que contamos y con los que ya se contaban cuando Marx escribía.

Sabemos que en las culturas orientales no cristianas, y aun en sociedades más sim-ples, casi primitivas, el deseo de lucro, los intereses usurarios, la avaricia, entre otras disposiciones humanas triviales, fueron muchísimo más fuertes que en el occidente eu-ropeo cristiano, donde había una extensa economía dineraria.

Si estas cualidades son fundamentales en el capitalismo, ¿por qué este no se desarro-lló y se impuso en esas sociedades? Parece, por otro lado, que el cristianismo surgió en los estratos medios y altos de los centros urbanos (como el marxismo, con el agregado de la universidad), donde el crecimiento intelectual y de la intelectualidad eran notables, sobre todo a partir de la expansión helenística, y como rechazo a un amplio desarrollo de la economía dineraria o de mercado, y de la sociedad de alta complejidad en la cultu-ra antigua.

Además, el cristianismo se vigorizó durante la caída del Imperio Romano y en el curso de la pavorosa revolución que destruyó la economía dineraria y que llevó al occi-dente europeo a una economía natural o de autoabastecimiento, y a la iniciación de la al-ta Edad Media.

En el trozo citado de Marx se hallan también las ideas que expuso tempranamente sobre el significado de la religión en el prólogo a la Filosofía del Derecho, de Hegel, y en La cuestión judía13. Para él, la religión —que para mí es el combustible de la política

13 En ambos textos Marx yerra completamente acerca de los fundamentos de la religión, y específicamen-te sobre el judaísmo, sobre el cual anticipó con brillantez lo peor del pensamiento nazi: “¿Cuál es el fun-damento secular del judaísmo? La necesidad práctica, el interés egoísta. ¿Cuál es el culto secular practi-cado por el judío? La usura. ¿Cuál es su dios secular? El dinero. Pues bien, la emancipación de la usura y del dinero, es decir, del judaísmo práctico, real, seda la autoemancipación de nuestra época una organiza-ción de la sociedad que acabase con las premisas de la usura y, por lo tanto, con la posibilidad de esta, ha-

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en el mundo antiguo— es un epifenómeno de las fuerzas productivas. Según él, cuando estas cambian se modifica el cuadrante de la religión, una mera superestructura. Por eso, no es una variable independiente, ni del contexto cultural y menos del social; no es tam-poco una variable que interactúa con todas las otras a lo largo de un proceso evolutivo, en el que a veces es sujeto y otras objeto, causa y efecto.

Por ejemplo, el judaísmo es simplemente la expresión de los intercambios dinera-rios: “Lo que de un modo abstracto se halla implícito en la religión judía, el desprecio de la teoría, del arte, de la historia y del hombre, como fin en sí, es el punto de vista consciente real, la virtud del hombre de dinero. Los mismos nexos de la especie, las re-laciones entre hombre y mujer, etc., se convierten en objeto de comercio. La mujer es negociada. La quimérica nacionalidad del judío es la nacionalidad del mercader, del hombre de dinero en general.”14

Siento que no es posible dejar pasar estos razonamientos sin decir que son la expre-sión de una barbarie teórica, donde lo razonado y razonable se independiza de la reali -dad histórica. Y el problema no consiste en averiguar si Marx era antisemita —si bien ese tema es legítimo— sino si lo que dice tiene algún sustento empíricamente aceptable, lo que no ocurre.

El problema de las relaciones entre estructura y superestructura plantea en la teoría marxista problemas absolutamente insolubles. Aquellos que descalifican total o parcial-mente la importancia causal de las ideas, o de factores culturales como la religión, sue-len señalar a los fracasos políticos como signos de su dependencia estructural, que defi-nen habitualmente como económica (es el caso de Marx). “Fracasó—dice—, por lo tanto las ideas que sustentaban la experiencia política eran inadecuadas para interpretar los intereses sociales generados por la estructura económica. En conse-cuencia, esto muestra que las ideas no son decisivas en el curso histórico, sino los inte-reses generados por la estructura económica, y esta misma”.

Esta posición, para ser lógicamente coherente, debe sostener que las ideas nunca in-fluyen sobre las estructuras, incluida la económica. De lo contrario (por ejemplo, si se admite una interacción o retroalimentación) las ideas, en algún momento, son decisivas y por lo tanto causales.

Esta coherencia es precisamente la que violan muy dogmáticamente las cartas de Engels a Schmidt y a Bloch de 1890, y aun los análisis de Marx (por ejemplo, “El 18 de brumario” y la “Guerra de España”, para citar los más evidentes).

Aplicada sin contradicciones, la posición “materialista” olvida dos hechos esencia-les: 1. La estructura, aun la económica, es el resultado de interpretaciones e ideas, las que también han debido someterse al consenso del grupo, lo que supone un cotejo o conflicto con otras ideas. La “estructura” —aparte de ser una creación científica— es el resultado de una puja de interpretaciones acerca de “lo que hay que hacer”.

ría imposible al judío. (...) Nosotros reconocemos, pues, en el judaísmo un elemento antisocial presente de carácter general, que el desarrollo histórico en que los judíos colaboran celosamente en este aspecto malo se ha encargado de exaltar hasta su apogeo actual, llegado al cual tiene que llegar a disolverse nece -sariamente. La emancipación de los judíos es, en última instancia, la emancipación de la humanidad del judaísmo” (Karl Marx, en La cuestión judía, Ediciones Heráclito, Buenos Aires, 1974, páginas 145-146. Esta edición contiene los textos de Bruno Bauer, Abraham León, León Trotsky e Isaac Deutscher. Todos los subrayados están en el original).

Un texto increíble y desgraciado que obligaría a comentar cuidadosa y largamente. Aquí sólo anoto que, según Hitler (¿no habrá leído estos argumentos de Marx?), el carácter antisocial de los judíos tiene su base en la biología, mientras que para Marx indica en la función social relacionada con el uso del dinero y la práctica de la usura, lo que quiere decir que Marx asume los convencionalismos culturales más sinies-tros de su tiempo. Además, tal como en Hitler, el judaísmo es la representación cabal del capitalismo “sal-vaje”. Abolido el capitalismo, desaparecerá el judaísmo, puesto que desaparecerá su función social.14 Ibíd., pág. 149.

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Y esto ocurre porque el grupo —y la persona— debe tomar decisiones, debe elegir y valorar sobre la base compleja del mundo empírico, cuya presencia (que está actuando en el propio sujeto cognoscente) es necesaria e ineluctablemente opaca (no hay “eviden-cias”, ni siquiera la de los supuestos “intereses”).

2. De que las ideas sean adecuadas o inadecuadas —y suponiendo que esa adecua-ción sea tentativamente medible, al menos por el éxito (¿cuándo hay un “éxito”)— no puede deducirse que las ideas no ejerzan ninguna influencia en el curso histórico. La creación del primer Estado totalitario de la historia mediante la política de Lenin en Ru-sia a partir de 1917, sería inimaginable sin las ideas de Marx.

Podría sostenerse acaso lo contrario, apoyado, entre otros, por el ejemplo de Lenin: la prueba de las potencialidades causales de las ideas se demuestra en el hecho de que intentan aplicarse aun cuando no existen condiciones para su concreción exitosa, y más aún cuando ellas, no obstante eso, triunfan. En otras palabras, las ideas se anticipan a las condiciones y pueden ser rematadamente locas, lo que no obsta para que tengan éxito.

Y el fracaso no elimina sus efectos: sólo modifica la calidad de ellos. Toda expe-riencia histórica, cualquiera sea, exitosa o fracasada, produce efectos en el curso de los sucesos posteriores.

Esto no implica, ni teórica ni metodológicamente, una posición “idealista” (concep-to que, como su opuesto —el “materialismo”— está perimido, pero que uso a los efec-tos de describir una posición), sino la consideración abierta de cualquier fuente de varia-bles (psicológicas, biológicas, culturales, geológicas, etc.), en el examen y explicación de los procesos sociales.

En cualquier caso, sin embargo, las explicaciones definitivas no existen, ni siquiera en las ciencias naturales, donde se ofrecen pruebas de logros espectaculares.15

Las religiones, y en particular el mismo cristianismo, han experimentado cambios, algunos grandes, si nos atenemos a sus manifestaciones culturales e institucionales, pero no han modificado su esencia, ni los móviles psicológicos que operan en su vigencia. Han pasado muchos “modos de producción”, más de los que gustan distinguir los teori-zadores, y el cristianismo ha navegado allí, indoblegable, con la misma presteza que en las sociedades del pasado.

Y qué decir de las multitudinarias y disímiles experiencias socialistas, que cubrie-ron medio mundo, donde las relaciones de producción capitalista —a veces endebles y recientes— fueron salvajemente erradicadas y, sin embargo, el resurgimiento de la reli-giosidad tradicional luchó victoriosamente contra las tropelías de la religión política ofi-cial que ejercitaba el terror con sus nuevas técnicas de dominación.

Esa religión, sobreviviente aún, y vigorosa, allí donde no existía el capitalismo y la miserable mercancía, ¿era también, como dice Marx en la página 56, “el reflejo ideal [de una] estrechez real”? ¿Cómo explicar estos hechos según el marxismo? Los marxis-tas siguen muy orondos, a más del siglo y medio de su emergencia, apegados a sus sagradas escrituras, indiferentes a los testimonios del mundo empírico, sobre todo de los que surgen de las tragedias inauditas que provocaron.

Finalmente, las relaciones humanas jamás fueron transparentes entre las personas y con la naturaleza, ni lo fueron en las experiencias socialistas (donde el capitalismo no existía), ni lo serán en el futuro, cualquiera sea la sociedad que aparezca. Las aspiracio-nes contrarias son propias del Marx místico y alienado, munido de una antropología fi-

15 Con retoques, estas argumentaciones pertenecen a la nota 2, de la página 191, de mi libro Cambio so-cial y población en el pensamiento de Mayo (1810-1830), Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1978. El texto intenta una explicación de la política de Rivadavia. Allí trato de mostrar las ideas de los protagonis-tas de la Revolución de Mayo y su propósito de aplicarlas.

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losófica16 completamente errada, heredera del buen burgués Juan Jacobo Rousseau (1712-1788).

En síntesis, no es el nivel de las fuerzas productivas ni las relaciones de producción las que determinan —ni en primera ni en última instancia— el curso de los procesos históricos, sino las ideas que los actores sociales tengan acerca de ellas.

Capítulo IIEL PROCESO DE CAMBIO

30. “Su mercancía [la del propietario] no tiene para él valor de uso inmediato alguno. De otra manera, no la llevaría al mercado. Ella tiene valor de uso para otros. Para él no tiene más valor de uso inmediato que el de ser portadora de valor de cambio y, así, medio de cambio. Por eso quiere él enajenarla por mercancía cuyo valor de uso le satisfaga. Todas las mercancías son no-valores de uso para sus poseedores y valores de uso para sus no-poseedores. Tienen, pues, que pasar todas de una mano a otra. Pero este traspaso constituye un cambio, y su cambio las relaciona como va-lores unas con otras y las realiza como valores.”

“Por otra parte, su valor de uso tiene que estar probado antes de que puedan realizarse como valores, pues el trabajo humano gastado en ellas sólo se cuenta en tanto que es gastado en una forma útil para otros. Ahora bien; sólo su cam-bio puede probar que este trabajo es útil para otros, que su producto llena nece-sidades extrañas.”(60)

En este párrafo Marx describe perfectamente cuál es la situación en la que se en-cuentra el dueño que posee algo (objeto, sermón, fantasía) y desea cambiarlo —realizar-lo como valor para obtener a cambio otro valor.

Pero hace una afirmación —que es un reconocimiento inadvertido para él— en vir-tud de la cual destruye toda su teoría del valor precisamente porque ve el funcionamien-to de lo real: “... sólo su cambio [el del objeto, sermón o fantasía] puede probar que este trabajo [el de hacer el objeto, el sermón o la fantasía] es útil para otros, que su producto llena necesidades extrañas”. Con “sólo un cambio” Marx acepta que algo tiene valor (en su teoría, trabajo reconocido como útil, sin el cual no hay valor) cuando ingresa al mer-cado y tiene alguna demanda.

Si esta no aparece, ah —dice Marx—, entonces no es un trabajo útil, no satisface necesidades socialmente apreciadas, y, por lo tanto, el objeto, sermón o fantasía quizá tenga una enorme cantidad de trabajo, pero no tendrá ningún valor.

Después de este reconocimiento, ¿qué queda del supuesto según el cual el valor de cualquier mercancía (objeto, sermón, fantasía) depende enteramente de la cantidad de trabajo cristalizado en ella? Nada. Marx dice aquí expresamente que si algo destinado al mercado, a cambio, no tiene demanda, no contiene valor, puesto que no satisface necesi-

16 Esa antropología filosófica se halla paradigmáticamente expresada en los Manuscritos económico-filo-sóficos, un texto insostenible por el simplismo que revela de la naturaleza humana, si bien muy bonito pa-ra los corazones bienintencionados.

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dades, por más trabajo que haya demandado. El empresario hizo una mercancía, compró edificios y máquinas, y pagó salarios a los trabajadores (obreros, empleados, técnicos), pero el mercado le dijo que no es una mercancía: no tiene valor de cambio. En otras pa-labras: si algo es una mercancía, si esta mercancía tiene valor de uso, si el trabajo es tra -bajo socialmente necesario, y, por todo eso, si algo tiene valor de cambio, depende por completo de lo que diga el mercado. Este es el decisivo y al mismo tiempo el irrefutable resultado de admitir la prevalencia o prioridad insuperable del cambio.

Sólo en el espacio social donde se realizan los intercambios, es decir, en el mercado sabremos si algo tiene valor y si el trabajo insumido en producirlo —que puede ser enorme no ha sido en vano al menos en términos de lo que la gente quiere en ese mo-mento.

31. “El trueque inmediato de productos tiene, por una parte, la forma de la expresión simple del valor y por otra, no la tiene todavía. Esa forma era: x mercancía A = y mercancía B. La forma de trueque inmediato es: x objeto de uso A = y objeto de uso B. Las cosas A y B no son aquí mercancías antes del cambio, sino que pasan a serlo en virtud del mismo.”

Marx sigue —y seguirá— creyendo que los intercambios, las relaciones sociales o las transacciones suponen o implican igualdad o equivalencia, lo que lo lleva a pensar que las cosas sometidas al cambio —así sean fantasías— tienen igual cantidad de traba-jo, cuando es un hecho que ningún actor social jamás se pregunta si eso es así, ni, ade-más tiene medios para saberlo, aunque lo intentara. Esto es, precisamente, lo que debe-ría haber realizado Marx, en lugar de sostener que las cosas se cambian mágicamente cuando esa equivalencia se alcanza.

Es un misterio —sobre el que no se habla— cómo saben A y B que los productos que tendrán después del intercambio contendrán exactamente la misma cantidad de tra-bajo que contiene el que entregaron. Aunque Marx diga que teoriza sobre la base el tra-bajo agregado total, el valor promedio y el precio promedio entre otros artificios, no so-lucionan el problema que aparece en su punto de partida.

Pero en esta cita Marx vuelve a dar preeminencia al mercado: dice que antes del in-tercambio no sabemos si algo es mercancía, o lo que es lo mismo, si algo tiene valor de cambio. Otra vez vemos aquí que, contradiciendo la teoría que expone, afirma que es el mercado el que da el veredicto acerca de si algún algo es mercancía y si tiene valor.

32. “Para que la enajenación sea recíproca, los hombres no necesitan sino ponerse si-lenciosos [?] unos frente a otros, como propietarios privados de esas cosas enaje-nables y, por eso precisamente como personas independientes entre sí. Semejante relación de independencia recíproca no existe, sin embargo, para los miembros de una comunidad primitiva cualquiera que sea su forma… (…) El cambio de mercan-cías [en esos casos] principia donde las comunidades terminan, en sus puntos de contacto con comunidades extrañas o con miembros de comunidades extrañas. Pero una vez que para la vida exterior de la comunidad las cosas se transforman en mer-cancía, por contragolpe se transforman también en ellas para la vida comunal in-terna. La proporción cuantitativa en que se cambian es al principio completamente accidental. Son cambiables por el acto voluntario de sus poseedores de enajenarlos recíprocamente. (...) La continua repetición del cambio hace de él un proceso social regular. (...) Por otra parte, la proporción cuantitativa en que ellas se cambian pa-

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sa a depender de su misma producción. La costumbre las fija como cantidades de valor.” (61-62)

En el intercambio —o la enajenación recíproca— los agentes no están silenciosos: discuten, luchan, tratan de convencerse acerca de los productos que proponen, en otras palabras, regatean. El valor no depende allí meramente de la cantidad de trabajo y tam-poco de si tienen la misma cantidad, sino de aspectos completamente elusivos, de intui-ciones, caprichos y realidades.

Pero lo sorprendente es que Marx dice que las cosas que se cambian —su propor-ción cuantitativa— “pasa a depender de su misma producción”. Es claro, pero también de lo que desean las personas, de su imaginación y su fantasía. Además, la cantidad de trabajo socialmente necesario, ¿dónde queda?

Para colmo, afirma que “la costumbre” las fija (a esas proporciones) como cantida-des de valor. Es la cultura, dice Marx, no la cantidad de trabajo que contienen lo que se cambia, la que establece el valor. La cultura, el consenso tácito de la gente, es decir, el mercado.

Finalmente, queda flotando la idea de que dentro de la comunidad no hay intercam-bios, que no existe el deseo de ganancia y no hay conflicto de intereses. Aunque férrea-mente controlados por las jerarquías comunitarias, al punto de que esos intercambios tienen muy bajos grados de libertad, todos esos elementos son inherentes también a las relaciones sociales internas de cualquier grupo o colectividad. No obstante, es claro que en esas relaciones comunitarias no hay precios ni dinero. Los valores que allí se cam-bian se hallan casi todos fijados también por la cultura. La innovación es pequeña y rara y está controlada estrechamente por el grupo y las inspiraciones colectivistas.

Uno de los aspectos desconcertantes de Marx es que idealiza las estructuras comuni-tarias. No advirtió los niveles de conflictos de intereses —brutalmente ocultados por la violencia cultural— ni las tensiones psicológicas latentes, tanto personales como institu-cionales, en particular con referencia a la autoritaria conformación de las jerarquías in-ternas. Cuanto más fuertes son los lazos comunitarios, hay menos libertad personal, me-nos oportunidades para que el individuo construya su vida como él quiere, y por eso menos o imposible individuación. El comunitarismo implica un autoritarismo extremo y una violencia sin límites. Marx jamás habría entendido el concepto de neutralidad afec-tiva, y de su necesidad para que nosotros seamos —en la medida de lo posible— los ar-quitectos de nuestro propio destino.

Otro rasgo que llama la atención en esta cita es que Marx subraya el contenido vo-luntario de las transacciones o los intercambios, lo que revela el carácter consensuado, pacífico y básicamente ético de los procesos de cambio en el mercado.

Capítulo IIILA MONEDA O LA CIRCULACIÓN DE LAS MERCANCIAS

33. “Desde el gobierno de Eduardo III, hasta el tiempo de Jorge II, la historia de la moneda inglesa presenta una serie continua de perturbaciones resultantes del con-

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flicto entre la fijación legal de la relación de valor del oro y la plata y las oscilacio -nes de su valor real. Unas veces el oro era apreciado demasiado alto; otras la pla-ta. El metal menos preciado era sustraído a la circulación, fundido y exportado,” (67, nota 2, donde Marx se cita a sí mismo).

Este es un ejemplo patente —como otros ya mencionados— de que Marx viola el fundamento mismo de su teoría del valor en la descripción de un fenómeno empírico.

Ese valor real del oro y la plata dependía —nos dice Marx— del “aprecio” de la gente. El valor de ellos, entonces, no oscilaba con la cantidad de trabajo gastado para la producirlos sino con la variable surgida de la estimación de la demanda. Y esta “varia-ble estimación” dependía de las cantidades relativas de esos metales en el mercado, no de las cantidades relativas de trabajo que hubiera demandado su elaboración.

Es decir, el valor de las mercancías oro y plata variaba según su respectiva escasez o abundancia. Marx pasa delante de estas evidencias sin inmutarse.

34. “El precio es el nombre monetario del trabajo materializado en la mercancía.” (70)

Pero “el trabajo materializado en la mercancía” es, según Marx, el valor. Sin embar-go, no: Marx se desdice inmediatamente: “... que el precio, como exponente de la mag-nitud del valor de la mercancía, es el exponente de su relación de cambio con la mone-da, no se sigue que, inversamente, el exponente de su relación de cambio con la moneda sea necesariamente el exponente de su magnitud de valor”(70)

¿Entonces, en qué quedamos? Ah, lo que pasa —nos dice Marx— es que si una fa-nega de trigo vale dos libras (valor de la fanega de trigo o su precio) se “expone” un tra-bajo socialmente necesario de la misma magnitud (o sea 2 libras), pero si las circuns-tancias permiten estimar la fanega de trigo en 3 libras esterlinas, u obligar a bajarla a 1 libra, “1 libra esterlina y 3 libras esterlinas son demasiado poco o un exceso, pero son, sin embargo, precios del mismo”.(71)

¿Cómo solucionar este enigma? Las misteriosas circunstancias —que no son otras que las del maldito mercado— hacen que el precio sea más alto o más bajo que el valor determinado por el tiempo de trabajo necesario, al punto de obligar a los agentes socia-les del intercambio a atenerse a los precios, y no a los presuntos valores, que nadie, ni el mismo Marx, sabe cuáles son (no tienen ninguna medida visible, ni pueden tenerla, por-que constituyen una ficción teórica).

¿Por qué el valor de la mercancía (o la cantidad de trabajo “cristalizado” en ella) no determina su precio? ¿Por qué el trabajo gastado en su producción no coacciona a los agentes del intercambio para obligarlos a aceptar su magnitud y, en cambio, las aviesas circunstancias del mercado sí?

Simplemente porque si no tenemos las anteojeras dogmáticas y anticientíficas de Marx, sabremos qué es lo que opina la gente (por más que sea desagradable), es decir, el mercado, acerca de qué elementos determinan si algo tiene valor y en qué proporción.

En su ejemplo inventado es muy claro que el valor de la mercancía será de 3 ó 1 li -bras, y no 2 libras (el promedio), como estatuye Marx arbitrariamente desde su trono ce-lestial de Supremo Hacedor. Y será 3 ó 1 libras, cualquiera sea la cantidad de trabajo “socialmente necesaria” para producirla.

Marx pretende salir del paso —o cree alienadamente hacerlo— señalando que el va-lor es la media estadística de la presunta irregularidad de los precios, de manera que es-tos oscilan alrededor de aquel. Pero, ¿cómo lo sabe? No ha realizado ninguna investiga-ción empírica, ni ningún marxista lo ha hecho en casi 140 años, a pesar de contar con

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los recursos de los Estados socialistas, los más poderosos que han existido en la historia humana.

Yo puedo imaginar que una entelequia —mera ficción o fantasía— es el promedio de ciertos hechos reales. El promedio no prueba que la entelequia exista: lo único que existe son ciertos hechos, de los cuales la entelequia es un símbolo o abstracción. Entre la entelequia de Marx y los hechos, la elección no es dudosa, porque pretende que su concepto de valor no es un término teórico, sino un hecho empírico que hay que corro-borar mediante una investigación también empírica.

Veamos su explicación insostenible: “La posibilidad de incongruencia cuantitativa entre el precio y la magnitud del valor; o la divergencia entre el precio y la magnitud del valor, está, pues, en la misma forma del precio. Este no es un defecto de ella [la for-ma], sino que, al contrario, la hace adecuada a un modo de producción en que la regla [igualdad entre valor y precio] no puede cumplirse sino como ciega ley del término me-dio de la irregularidad.” (71)

La regla es la igualdad entre el valor —tal como es definido por Marx— y el precio de mercado de la mercancía. Si esta regla no se cumple, dice Marx, la culpa la tiene, no su teoría, sino el modo de producción capitalista, lo que lo obliga a postular —puesto que no ofrece ninguna prueba— que en la ley estadística del promedio la regla se cum-ple.

Evidentemente, cualquier promedio que hagamos de cualquier conjunto de cosas, no nos dice nada sobre los fenómenos concretos reales, más, sobre ningún caso real, salvo que oscilará en ese punto medio, lo que, a los efectos del problema planteado por el mis-mo Marx (incongruencia entre valor y precio) no tiene ninguna atingencia lógica: es simplemente un axioma. Si la realidad va por otro lado, peor para ella.

Pero hay otro problema: se puede sacar el promedio del conjunto de los precios, puesto que los precios están ahí, son reales. Están a disposición de todos y se los puede agregar. Esto no se puede hacer con los valores (los definidos por Marx): nadie conoce su magnitud. Entonces, no se puede sacar promedio de ellos para ver si es cierto que el mismo coincide con el de los precios. Es por eso que infaliblemente Marx toma los pre-cios como magnitud de los valores: si no toma a estos directamente es porque no los co-noce, ni los puede conocer. La teoría de Marx dice que precios y valores difieren: aque-llos provienen del mercado, estos de la cantidad de trabajo socialmente necesario incor-porado a la mercancía. ¿Por qué no usa los valores? Porque la cantidad de trabajo, no obstante poseer cantidades discretas, no se puede medir. De ahí que el uso del precio, fruto del perverso mercado, sea el único camino para él.

35. “Cosas que por sí mismas no son absolutamente mercancías, por ejemplo, concien-cia, honra, etc., pueden ser puestas en venta por sus poseedores y adquirir; por me-dio de su precio, la forma de mercancía. Una cosa puede, pues, tener formalmente un precio sin tener un valor. Aquí; la expresión de su precio es imaginaria, como ciertas magnitudes de las matemáticas.” (71)

Pero entonces, ¿qué es una mercancía? En lugar de decir que es simplemente algo que se cambia en el mercado —como lo hizo al comienzo—, Marx prefiere lo absurdo, antes que aceptar que ha elegido un camino equivocado. Para él, es mercancía sólo aquello que tiene —en el sentido de Marx— valor. Hay miles, acaso miles de millones, de cosas que tienen precio, pero —dice— precios imaginarios (compararlos con los nú-meros imaginarios es un chiste o un rasgo de desesperación) y no tienen valor.

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No obstante, antes, en la página 23 de su libro, Marx había dicho que mercancía es lo que satisface necesidades humanas de “cualquier clase”, así la necesidad de fantasías.

La pregunta primaria es: si alguien paga un precio, que es contante y sonante (no imaginario), ¿no satisface alguna necesidad, aunque sea fantástica? Además, si alguien vende algo, ¿por qué no habría de ser mercancía, sea resultado del trabajo o no (de la naturaleza, la casualidad o de los berretines del que lo compra)?

Por otra parte, si las cosas-mercancías (así sean objetos, sermones o fantasías) no encuentran por lo menos alguna demanda, por más que tengan un inmenso trabajo, dice el mismo Marx, no contienen valor, dado que la carencia de compradores demuestra que no son útiles (no tienen valor de uso, rasgo esencial para Marx) porque no satisfacen ne-cesidades.

Si es así, tampoco el trabajo cristalizado en una cosa nos sirve para determinar qué es una mercancía. Parece que la “utilidad” de la cosa —o valor de uso—, cualidad esta-blecida por la aceptación de la cosa en el mercado, es lo decisivo.

Pero, nos dice otra vez Marx, no es así: algo puede ser muy útil, y no necesariamen-te es mercancía. Se requiere venderla, lo que da nuevamente al mercado una preeminen-cia inocultable.

Pero, en el ejemplo de Marx que estamos comentando, ¿por qué no considerar la honra, la probidad, una cartera de clientes, la responsabilidad, la creatividad, entre otras, como mercancías, si se venden, si tienen demanda, si son útiles, si, por lo tanto, satisfa-cen necesidades?

Marx contestaría: porque no tienen trabajo cristalizado (aunque son socialmente ne-cesarias, puesto que se venden) y por eso no tienen valor (en el sentido de Marx; cual-quier mortal diría lo contrario); apenas tienen jugosos precios “imaginarios”.

Mi franca sospecha es que la honra, la probidad, la responsabilidad, la capacidad de creación requieren —no trabajo en el pedestre significado marxista— sino una larga y penosa (salpicada de indecible alegría) labor espiritual, y por eso son justamente apre-ciadas. Además, son fantásticamente útiles.

Marx no logra desatar los nudos que sibilinamente creó. Lo único que revela es que sus conceptos de mercancía, trabajo y valor son absolutamente insuficientes para diluci-dar los problemas que él mismo formuló.

36. Propongo aquí un interludio sobre “contradicción”, un término usado con profusión maniática por Marx: “... el proceso de cambio de las mercancías comprende rela-ciones contradictorias que se excluyen recíprocamente.” (72)

Marx ve continuamente “relaciones contradictorias” o “antagónicas” acaso para ha-cerse la ilusión de que aplica la “dialéctica”, o de que los problemas que formula son “dialécticos”, con lo cual reciben la bendición de una herramienta metodológica infali-ble, que nadie más que los marxistas conocen. Es una herencia misteriosa que sólo los iniciados alcanzan a intuir.

Así, vender para comprar, transformar mercancía en moneda y moneda en mercan-cía, encierran “contradicciones” y “antagonismos”, son “metamorfosis” en las que, co-mo desde una galera de mago, de un pañuelo arrojado allí con pericia dialéctica, sale un gato.

Toda esta intimidante terminología constituye apenas una fuente de metáforas para explicar que el vendedor y el comprador activan roles distintos —pero de ninguna ma-nera contradictorios ni antagónicos— y que tienen metas personales diferentes (aunque coincidentes en el hecho básico de intercambiar). Los dos están en principio de acuerdo

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en realizar la transacción, y aceptar las condiciones comunes y compartidas para concre-tar el intercambio. Los dos quieren ganar, lo que constituye la clave de sus relaciones, y cuando eso ocurre el cambio se hace realidad.

Que haya diferencias de distinto tipo, fenómeno que es trivial y aun necesario en las interacciones, no implica conflictos “antagónicos”. Y si es posible admitirlos, también es cierto que los intereses de ambos (vendedor y comprador) son tan confluyentes e in-tensos que superan todas las diferencias, y al fin la transacción se realiza. Marx nunca entrevió la base sustancialmente ética de las relaciones sociales económicas, más allá de las tropelías de los protagonistas de esas relaciones, que existen en todas las otras de la misma sociedad, inclusive en las relaciones comunitarias, corporativas o familiares.

Marx quiere dar una idea de lo que entiende por “contradicción” y ofrece este ejem-plo desgraciado: “Es, por ejemplo, una contradicción que un cuerpo caiga constante-mente sobre otro y con la misma constancia se aleje de él. La elipse es una de las for-mas de movimientos en que esa contradicción se realiza y se resuelve a la vez.” (72)

Este enigmático ejemplo, que pretende esclarecer, sólo agrega confusión. Es muy claro, sin embargo, que, después de él, sabemos que Marx no sabe bien qué quiere decir con “contradicción”. Con dudas, me atrevo a decir que es una mera forma ritualística, un fuego de artificio literario, para sacralizar lo que dice. En su ejemplo, ¿dónde está la contradicción? Nadie, supongo, lo sabe. Así como está en el ejemplo, la idea de “contra-dicción” sólo es apta para ingresar en el evangelio marxista: es supremamente esotérica.

37. “La mercancía es tal vez producto de un nuevo modo de trabajo, que pretende satis-facer una necesidad nueva o crearla.” (74)

Así es. Pero ese “nuevo modo de trabajo”, que satisface una necesidad nueva o la crea (pensemos, entre millones de innovaciones, en el Ford T) es el resultado de una fantástica aventura empresarial, no del obrero, ni del trabajo simple. Una aventura por la que miles o millones de trabajadores tendrán empleo. Este trabajo empresarial, sin la menor duda, trabajo de alta complejidad ¿no forma parte del valor, según lo entiende Marx?17

En la estimación de la cantidad de trabajo insumido en la mercancía, ¿computare-mos únicamente el trabajo del obrero, el cual no tiene sino una vaga idea de lo que sig-nifica, como creación, la mercancía que está contribuyendo a producir? Y otro interro-gante tan crucial como ese: ¿qué pasa con el valor si el producto elaborado no se vende en la cantidad requerida? ¿Es que acaso el inmenso trabajo cristalizado en la producción

17 Por ahora, y durante más de mil páginas, se sobreentiende que no. Pero en el libro III (o tomo III) dirá que sí. Más aún, que es idéntico al trabajo obrero: “El capitalista industrial, a diferencia del propietario del capital, no aparecerá pues aquí como capital en función, sino como un funcionario, también prescin-diendo del capital, como simple representante del proceso de trabajo, como obrero, y en verdad como obrero asalariado. (...) Crea plusvalía, no por trabajar como capitalista, sino porque, aparte de su particu-laridad de capitalista, también trabaja. Esta parte de la plusvalía no será ya plusvalía, sino su contrario, un equivalente por el trabajo realizado. (...) ... este proceso mismo de explotación aparecerá como mero pro-ceso de trabajo allí donde el capitalista en función realiza solamente otro trabajo como obrero, de modo que el trabajo del explotador y el trabajo de los explotados son ambos idénticos como trabajo. El trabajo del explotador es tan trabajo como el trabajo del que es explotado”. (1260)Es decir, el trabajo del empresario industrial es el de un asalariado, el de un obrero, y crea plusvalía. Pero, sin explicar por qué, dirá que en el caso del empresario comercial o del financiero, no son obreros, ni asa -lariados y no producen plusvalía. Como si su trabajo de “inspección” (dice Marx) y creación, no fueran de la misma cualidad que el trabajo del industrial. Aparentemente, no lo es, según él, porque realizan traba-jos “improductivos”. Así, el empresario industrial (Marx lo denomina “capitalista industrial”) crea valor, lo que no sucede —según él— con el empresario comercial o financiero.

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se evapora, o se convierte en trabajo “imaginario”, como pasa con los números de la matemática?

Marx parece que nos escuchara y afirma: “Si la necesidad social de la tela, que tiene su medida, como toda otra cosa, está ya satisfecha por tejedores rivales [la competen-cia], el producto de nuestro amigo esta en exceso, es superfluo y, por lo tanto, inútil.” (74)

En otras palabras, no tiene valor, a pesar de que es útil, puesto que se ha vendido, si bien no en la proporción esperada debido a la competencia, que arrancó un trozo de mercado a la venta.

Aquí vuelve a hacerse evidente que es el mercado lo que determina que algo tenga o no trabajo socialmente necesario, o, lo que es lo mismo, si tiene valor de uso y valor de cambio. Antes de la prueba de fuego del mercado (que es lo que piensa la gente, nos guste o no), antes de saber la relación entre la oferta y la demanda, no sabemos nada. El mercado es una inmensa computadora, no creada por nadie, que nos provee de informa-ción inhallable en otro lado, acerca de las preferencias del conjunto social. Como otros órdenes espontáneos (desde los átomos y las moléculas hasta los sistemas planetarios; desde la materia viva a los sistemas sociales y los idiomas) el mercado contiene una in-mensa y permanente generación de conocimiento no consciente, que debemos explorar y humildemente respetar. Ese conocimiento —inesperado y supremamente creador (la mano invisible)— surge de los intercambios humanos (relaciones sociales, interacciones o transacciones). Es por esencia absolutamente democrático: todos participamos en él y todos lo podemos utilizar, si bien en ambos casos muy desigualmente. Estamos inmer-sos en ese proceso creador, cuyo sentido desconocemos y desconoceremos por siempre, y del que no podemos escapar.

Podemos tener previsiones y aun predicciones, más o menos fundadas, sobre el comportamiento de la gente (de esto es de lo que trata el mercado) pero sin la prueba de someter el producto al mercado no podemos decidir nada. Sólo el mercado confirma si el objeto producido tiene valor de uso, es socialmente necesario o tiene valor. Entonces aparece un precio: “El precio de la mercancía —dice Marx en la página 74 de su libro— no es, pues, más que el nombre en moneda de la cantidad de trabajo social en ella materializada.” Y agrega en la página 75 de su libro algo importante sobre el trabajo su-perfluamente gastado: “Si el mercado no consigue absorber la totalidad de la tela al precio normal de 2 chelines por metro, esto prueba que se ha gastado en la forma de te-jido una parte demasiado grande del total del tiempo de trabajo social.” (75)

Aquí aparece con una claridad meridiana la importancia, absolutamente insoslaya-ble, del mercado en la provisión de conocimiento acerca de lo que ocurre en la vida so-cial. Sin la oferta y la demanda, dice Engels en otro lugar, “estamos ciegos”Entonces, según Marx, lo que es “trabajo socialmente necesario” depende por completo, sin apelación, de lo que decide el mercado en cada momento. Pero “la cantidad de traba-jo socialmente necesario” es, de acuerdo con Marx, el valor. Entonces, el valor está de-terminado por el mercado, de modo que el tiempo socialmente necesario de trabajo en-carnado en una mercancía no es, en rigor, el valor, sino —a lo sumo— una parte del va-lor, en el hay que incluir el tiempo y la calidad del trabajo empresario, del capitalista y sus colaboradores, que no son obreros.

Como estas deducciones, extraídas de los casos en que la mercadería no tiene de-manda o tiene poca, destruyen su teoría, Marx esquiva rápidamente sus insalvables pro-blemas y pasa a considerar únicamente “el fenómeno en su pureza y suponer una mar-cha normal. Por lo demás, si simplemente se realiza, si la mercancía no es invendible, su cambio de forma [mercancía-dinero] verifícase siempre…” (75)

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En otras palabras, escapemos a los hechos que invalidan la teoría. Pero aun en estas líneas se subraya la influencia decisiva que le asigna al mercado: “... si la mercancía no es invendible…” todo cambia. Así se evita considerar el hecho de que el “trabajo so-cialmente necesario cristalizado en la mercancía” no confiere ningún valor a esta si los avatares del mercado toman invendible a la mercancía.

38. “La observación unilateral de los hechos que siguieron al descubrimiento de las nuevas minas de oro y plata, condujo en el siglo XVII, y sobre todo en el XVIII a la equivocada conclusión de que los precios de las mercancías habían subido porque mayores cantidades de oro y plata funcionaban como medio de circulación.” (82)

Si se prueba que en los mercados del occidente europeo ingresaron en esos siglos, de golpe, miles de toneladas de esos metales que funcionaban como moneda, la hipóte-sis de que los precios subieron por esa razón no parece equivocada, sino muy probable-mente cierta. El oro y la plata son mercancías, y sabemos que si ellas son arrojadas a los mercados en mayor cantidad —manteniéndose las otras variables relativamente iguales— su valor (medido en el sentido no marxista) bajará. La abundancia o escasez de las mercancías determinan bajas o subas, respectivamente, de precios. Lo llamativo es que Marx no proponga, desde su teoría, alguna hipótesis alternativa a la que considera equi-vocada. Pero tengo una explicación para esta omisión sorprendente: es que si los precios bajaran o subieran por la relativa abundancia o escasez de las mercancías y no por la cantidad de trabajo acumulado en ellas, su teoría del valor sería insostenible, si bien esto es cierto, además, por otras razones, según he argumentado.

Capítulo IVLA TRANSFORMACIÓN DEL DI-NERO EN CAPITAL

39. “Esta tendencia absoluta al enriquecimiento, esta apasionada caza del valor es co-mún al capitalista y al atesorador; pero mientras el atesorador no es sino el capita-lista maniático, el capitalista es el atesorador racional.” (108)

¿Por qué el atesorador es maniático y no racional? El uso del término “racional” o “irracional” es en Marx, lo mismo que en Max Weber, insatisfactorio. Creo en particular que en temas tan extremadamente delicados como el dinero, su conservación y multipli-cación, rarísimas veces, si hay alguna, la gente es irracional. Tanto el atesorador como el capitalista son maniáticamente racionales. Ninguno es más racional que el otro. Am-bos tienen profundas razones para ser como son: sus comportamientos denuncian deci-siones muy pensadas, y alejadas de todo capricho temperamental.

La inmensa variedad de personalidades existentes en el homo sapiens hace que los diversos medios que utilizan para entrar en acción deriven en consecuencias muy distin-tas, muchas veces con fines últimos idénticos o parecidos, según las apreciaciones que tuvieron al iniciarla.

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El atesorador y el capitalista parten de cosmovisiones originadas en tipos de culturas y de estructuras sociales —no “opuestas” o “antagónicas”, como le gustaría decir a Ma-rx— sino distintas, donde el rol del dinero y la ganancia difieren ampliamente en su di -námica.

El atesorador es propio de las sociedades tradicionales, inclusive aquellas muy sim-ples, donde, como dice el tango, “el dinero es Dios”. La usura generalizada demuestra este aspecto en las sociedades tradicionales con por lo menos algo de economía dinera-ria y aun en las primitivas. Precisamente porque el dinero es raro o escaso y no domina completamente los intercambios, es más apreciado que ninguna otra mercancía. Y los grandes poseedores de dinero (metales preciosos en general) son los reyes, emperado-res, faraones, señores, cardenales y obispos, u otros grandes dignatarios políticos o reli-giosos.

Ellos son los que tienen más posibilidades para atesorar. En cambio, el capitalista —aun dentro de una sociedad de tipo tradicional— pertenece a otra cosmovisión vital y social, a otra idea del mundo y de la vida, y por eso a otro uso del dinero como medio, aunque no de racionalidad. La dinámica cultural capitalista impone hacer producir al di-nero —jamás dejarlo quieto—, impone inventar, crear, innovar constantemente y lan-zarse a la aventura de nuevas exploraciones, nuevos emprendimientos, siempre inciertos y en gran medida azarosos.

Estos rasgos son típicos del empresario que idea una nueva combinación de recursos humanos, espirituales, y materiales —para producir algo que sólo dará ganancia si satis-face necesidades humanas actuales o a crear. Si esto último no ocurre, el objeto, sermón o fantasía, no se venderá. Para iniciar esta aventura, el empresario le pide dinero al capi -talista. A veces, el empresario es, al mismo tiempo, el capitalista.

En general, en las sociedades tradicionales, o donde exista ya una economía dinera-ria desarrollada, el empresario pertenece a los grupos medios y bajos de la estratifica-ción. Pocas veces a los altos, porque el uso del dinero para producir o comerciar es una actividad marginal, peligrosa y en ocasiones perseguida por los que tienen poder.

Se ve así que el atesorador está insertado en una sociedad relativamente estática, mientras el empresario-capitalista, juntos o disociados, son propios de una sociedad al-tamente dinámica, con un aparato institucional paralelo muy complejo. La diferencia entre el atesorador y el capitalista no reposa en absoluto en que uno es racional y el otro no, o lo es menos, sino en las ideas distintas que activan en el proceso social. Esas ideas derivan, en el aspecto social, de culturas diferentes, y, en el aspecto personal, de tempe-ramentos disímiles.

40. “Con relación al valor de uso puede, pues, decirse que ‘el cambio es una transac-ción en que ganan ambas partes’ [Destutt de Tracy]. En el valor de cambio no su-cede lo mismo. ‘Un hombre que posee mucho vino y no tiene trigo, trata con otro hombre que posee mucho trigo y no tiene vino, y cambian entre ellos un valor de 50 de trigo por un valor de 50 de vino. Este cambio no aumenta el valor de cambio pa-ra uno ni para otro, pues ya antes del cambio cada uno de ellos poseía un valor igual al que se ha conseguido por medio de esa operación’ [Mercier de la Rivière].

La cosa no varía cuando aparece el dinero entre las mercancías como medio de circulación y los actos de la compra y la venta se separan visiblemente. El valor de las mercancías se manifiesta en los precios, antes de que ellas entren en la circulación, como condición previa a estos y no como resultado.” (111)

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Salvo la pequeña frase de Destutt de Tracy, Marx cita como propias las reflexiones de Rivière. Allí se resumen los errores básicos ya mencionados, pero más claramente to-davía, dada la simpleza del ejemplo. Primero habría que preguntar cómo es posible que haya intercambio sin que los participantes piensen que van a ganar, aunque es posible que después se arrepientan. Estaría en contra de la naturaleza humana pensar que eso es posible, aun en los casos de “solidaridad” e inclusive de sacrificio.

Es evidente que el que dio trigo —porque no le interesaba— ganó porque ahora tie-ne vino; y que la persona que cambió el vino porque le sobraba también ganó, puesto que ahora cuenta con el trigo que deseaba. ¿Por qué esto es sólo intercambio de valor de uso y no también de valor de cambio?

Pero Marx está sumido en el fetichismo de la mercancía que criticaba. Sólo ve la mercancía, el dinero y la mercancía (M-D-M). No las relaciones de las personas y lo que ellas piensan y sienten en las interacciones. No percibe la subjetividad de los agen-tes que protagonizan los procesos sociales. Él ve aquí únicamente las cosas que son ob-jeto de la transacción.

En el ejemplo propuesto no existe el reemplazo de una cosa por otra y, por eso, de un valor por otro, de modo que los dos comprador-vendedor no siguen teniendo lo que tenían antes —50— sino que hay una ganancia neta de 50 para los dos: para el que tenía vino, este valía cero, y para el otro que tenía trigo, también valía cero. Precisamente porque pensaban esto (y no como razona Marx) es que sabían que ganaban, si bien no sabían cuánto.

El mito de Marx es que las dos personas deben ganar igual —50—, cuando en rigor a los que intervienen en las transacciones sólo les interesa ganar: podrá ser 50 y 40; o 20 y 30, u otras distribuciones. Eso dependerá de la confrontación y el regateo, es decir, del mercado o sus agentes.

Finalmente, es por completo errado que el precio de las mercancías se manifieste antes de la circulación. Al contrario: el precio puede ser marcado antes de la circulación (el mercado) pero su espaldarazo lo reciben en ella. La prueba concluyente es que los precios bajan o suben, y que algunas mercancías no se venden, tengan o no precios pre-vios. El productor puede poner cualquier precio antes de la circulación, pero esta los co-rrobora o modifica, y aun los rechaza. Antes de que lleguen al mercado —que es el que da los precios verdaderos— los precios previos son sólo tentativas, probables o ficticios.

Este error acerca del valor es lo que conduce a Marx a no ver la realidad de las per -sonas y su mundo subjetivo en el proceso de las interacciones sociales. Cree que im-plantando la noción de valor en un hecho objetivo (la cantidad de trabajo en la unidad de tiempo) posee una herramienta más “científica”, sobre todo porque teóricamente pue-de ser sometida al conteo o la cuantificación. Como sabemos, esto es imposible, particu-larmente si tenemos en cuenta la calidad del trabajo, un hecho ineludible para considerar en cualquier reflexión acerca del trabajo y aun del valor-trabajo.

Marx quiere demostrar que todo lo creado, el valor, proviene del trabajo obrero. Ni el capitalista, ni el empresario, ni el capataz o empleado, ni el comerciante, entre millo-nes más de roles indispensables en la sociedad de alta complejidad, pueden crear valor. De ahí que todos ellos vivan como zánganos del trabajo no pagado (plusvalía o ganan-cia) al obrero. Por eso este forma la “clase” que es “todo” y no representa “nada”. La profecía es que ellos, los obreros, los últimos, serán los primeros. Si Marx, contra viento y marea, no siguiera sosteniendo su teoría del valor, su concepción de la teoría capitalis-ta se derrumbaría.

Al comienzo de la cita de Marx, este menciona un comportamiento diferencial entre el valor de uso y el valor de cambio. Pretende que en los intercambios los sujetos ganan

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en el primero, y sólo resultan igualados (los dos terminan con la misma cantidad de va-lor que poseían al comenzar), en el segundo.

Así, Marx cree que el valor de cambio implica necesariamente equivalencia cuando la transacción se concreta, mientras el valor de uso no.

Según Marx, todo objeto que se cambie, sea de la naturaleza que fuere, tiene un va-lor de uso si consigue alguna demanda, porque eso quiere decir que satisface alguna ne-cesidad; y tiene al mismo tiempo valor de cambio, el que se mide por su precio.

¿En qué se diferencian el valor de uso del valor de cambio? En nada: es obvio que el “valor de uso” tiene el valor que se expresa en el precio de cambio o de mercado. Ma-rx dice que si alguien produce algo para sí, no para el cambio, tienen “valor de uso”. Pe-ro en esta frase —que es un concepto— la utilización de la palabra “valor” constituye un abuso: no se refiere a una mercancía, ni a su equivalente en dinero, sino a un consu-mo personal. Se refiere a que satisface una necesidad específica y particular sin pasar por el mercado.

El valor de uso no tiene precio, el cual es la medida del valor económico social, propio del intercambio de mercancías. En rigor, no tiene valor en sentido estricto, o tie-ne apenas un valor potencial, en la medida en que pueda ir a un mercado (en cuyo caso, sólo si es compra do asumirá un valor). Por eso, la distinción entre valor de uso y valor de cambio —y las consecuencias que puedan derivarse de ella— son espurias. El valor de uso no existe: es sólo su utilidad personal, no social; esta se da únicamente en el mer-cado.

Marx necesita decir que los objetos que se cambian —así sean fantasías— son siempre equivalentes porque quiere afirmar que el comercio —o la transacción misma— no crea valor. El valor, se forma solamente en la producción, donde está el obrero. Sólo el trabajo crea valor, y sólo el trabajo obrero. Cervantes, Quevedo, Lugones, Sar-miento, vivieron del trabajo no pagado del obrero. El trabajo del empresario, de Bell, Ford, o de los empleados, no crea valor, aunque son necesarios—según reconoce—, misterio que no ve ni procura explicar.

Pero si el trabajo crea todo el valor, lo lógico sería pensar que cualquier trabajo crea valor, aun el que parece más inútil, si es vendido en el mercado, porque sólo este opera los mecanismos sociales para reconocerlo como un valor que entrará en la circulación.

Al decir que el comercio no crea valor Marx decreta que todas las estructuras socia-les surgidas a lo largo de siglos y milenios por la economía dineraria, y que emergieron y se consolidaron con el capitalismo, son ahora innecesarias e improductivas por sí mis-mas, como el mismo capitalista y el empresario. Pueden ser reemplazados por los “pro-ductores asociados”, sobre cuya formación, comportamiento y eficiencia no nos ofrece el menor indicio, fuera de dar a entender dogmáticamente que serán buenísimos.

Desde la idealidad (él, un materialista) —tan despreciada pero tan presente en su utopía —supone que las instituciones creadas después de una larguísima evolución his-tórica, pueden ser sustituidas por la endeble sabiduría de un puñado de planificadores, investidos tácitamente con los óleos de la omnipotencia (muy probablemente criminal, porque deberán apelar a la máxima violencia para ser obedecidos por los díscolos seres humanos).

En el mundo del mito racional, los “productores asociados” son maravillosos; en la rústica realidad sólo crearán monstruos sociológicos —verdaderos Frankestein sociales— como los que conocimos en el siglo XX (Unión Soviética, China, Cuba, entre mu-chas otras).

Sin el inmenso trabajo de los comerciantes, y de los empresarios y productores in-dustriales, la inconcebible riqueza creada por el progreso de la economía dineraria y la emergencia del capitalismo no hubiera existido. El trabajo crea riqueza, y también la

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mera percepción de algunos hombres excepcionales, pero sin la expansión y diversifica-ción de los intercambios, en velocidad, cantidad y calidad, no hubieran aparecido los es-enciales estímulos culturales y psicológicos para potenciar fantásticamente las innova-ciones y crear valor.

La red social productiva que desarrolla la multiplicidad de interacciones —sin nin-guna planificación— hace posible que se cree más riqueza (más valor) porque el trabajo se torna —sin designio— en una tarea complejamente cooperativa y competitiva. El di-nero, la división del trabajo, la propiedad y una institucionalidad congruente pero nunca consistente, son rasgos sociales generales para posibilitar esta creación de valor.

Son los miles de millones de mercancías que el comercio hace circular en el merca-do lo que permite acumular capitales para nuevas inversiones e innovaciones. Es esta base, organizativa y productiva, la que permite establecer industrias. El trabajo obrero es sólo una parte, igualmente esencial, de esta extensa red social, cooperativa y creativa, inmersa en conflictos y crisis, que incluye como elemento nuclear la expansión y diver-sificación de los mercados.

Marx cita en un momento a Franklin: “La guerra es rapiña; el comercio, bribone-ría.” (116) Quizá la guerra sea rapiña; hay elementos para pensar que en la mayoría de los casos es así. Pero que el comercio sea bribonería es, por lo menos, una afirmación ingenua y superficial, que no alcanza a detectar el fondo social de su función. Similar desahogo podríamos tener respecto de los políticos, sacerdotes, intelectuales, u obreros, entre otros, también con el fundamento de ingente pruebas individuales. Con este méto-do desplazamos de nuestra vista la genuina comprensión de los problemas históricos y sociales.

Marx no comprende la función del comercio, del préstamo (y aun de la usura), el interés, y similares, que le parecen superfluos y que viven del trabajo productivo sin aportar nada a la riqueza total, sino, al revés, dilapidándola. Considera que estas activi-dades son exacciones inmorales. Su percepción de estos fenómenos se formó a partir del rechazo a la complejidad y sobre todo, desde la indignación moral —de esencia tradi-cional— patente en la exuberante adjetivación cuando asume resueltamente un lenguaje directivo.

41. “El capital no puede, pues, nacer de la circulación, ni puede tampoco no nacer de ella, llene a la vez que nacer y no nacer de ella.” (117)

Esto es puro artificio verbal, adobado con ficciones lógicas que simulan arabescos dialécticos. Cada afirmación se anula puntualmente con la otra de manera que lo que queda de las ideas es la nada. Lo que Marx no quiere reconocer es que el agente prota -gónico de las primeras acumulaciones de capital es el comercio, como nos revela ino-cultablemente la historia del mundo antiguo (Asia menor, Lidia, Grecia y Roma, espe-cialmente). Y el comercio es la clave y el corazón de la circulación. Pero como el co-mercio es para Marx no productivo, un robo generalizado donde se compra a 1 y se ven-de a 10, tiene que decir que allí no hay creación de valor, lo que es coherente con su teo-ría, pero completamente incoherente con lo que sabemos de la historia económica.

El comercio es la máxima expresión de las relaciones sociales no discriminatorias e igualitarias. Allí no importan ni las diferencias de raza ni de religión, y ni siquiera de es-tamento o casta. Es el agente más formidable y arrasador —mucho más que las buenas intenciones, casi siempre tan descarriadas— del proceso de secularización (pero de nin-guna manera irreligión), promoviendo la comprensión, la amistad y los acuerdos provi-sorios y perfectibles entre los seres humanos. Por supuesto, entre los comerciantes, co-

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mo entre los sujetos de otras actividades o roles, hay seres canallescos y miserables. Pe-ro desde esta perspectiva minúscula no es posible dar cuenta de la dignidad del comer-cio y de su contribución incalculable —pero visible— al mejoramiento de la vida huma-na. El comercio es la matriz primigenia de la economía dineraria, y de todos los elemen-tos culturales e institucionales (el dinero, la letra de cambio, los mercados, las lonjas o bolsas, las acciones, el crédito, entre miles) que hicieron posible la eclosión del capita-lismo en la segunda mitad del siglo XIX en una ínfima región del planeta.

Destruir el comercio sería destruir un espacio inmenso de las relaciones sociales es-pontáneas y creadoras de la vida social, y principalmente, la destrucción de la libertad, de nuestro derecho y nuestra capacidad para ejercer la acción electiva. Sería dejar un es-pacio nuclear de nuestra vida en sociedad a la desaprensión y la locura sistemática de los burócratas y los dictadores.

Sin duda, existen empresarios desaprensivos y locos, lo mismo que consumidores. Pero esas desaprensiones y locuras afectan a pocas personas; en cambio, las desapren-siones y locuras de los burócratas afectan a la sociedad global y por eso tienen un efecto masivamente destructivo.

Finalmente, en la circulación hay una mercancía especial, creadora de valor, que es el trabajador o la fuerza de trabajo. Según Marx, el valor de esta mercancía está deter-minado por los consumos necesarios para su reproducción como fuerza de trabajo. “El valor de la fuerza de trabajo —dice Marx— como el de toda mercancía, es determina-do por el tiempo de trabajo necesario para la producción y reproducción de este artícu-lo especial.” (120)

Pero “el tiempo de trabajo necesario para la producción y reproducción” de la fuerza de trabajo (o trabajador) depende del mercado, además de la cultura de la época, en que se ofrece la fuerza de trabajo. Los artículos de consumo de esa fuerza dependen también del mercado, el de los alimentos en particular.

Como se observa, esta explicación de Marx implica un círculo vicioso típico —des-de el punto de vista lógico— del que él ya había razonado en 1849 (como tendré oca-sión de mostrar más adelante) y que incomprensiblemente aquí repite.

Capítulo VPROCESO DE TRABAJO Y PROCE-SO DE VALORIZACIÓN

42. “Si, pues, los productos existentes son, no sólo resultado, sino también condiciones de existencia del proceso de trabajo, arrojarlos en él, ponerlos en contacto con el trabajo viviente, es, por otra parte, el único medio de conservar y realizar como va-lores de uso esos productos de un trabajo anterior.” (130)

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Aquí está el trabajo del empresario en su aspecto esencial y creativo: concebir el “proceso de trabajo” para poner los productos existentes en “contacto con el trabajo vi-viente” a fin de realizar nuevos y más valores de uso destinados a satisfacer necesidades de la gente. Este es un trabajo que Marx jamás considera y que tiene como recompensa una ganancia que considera fruto del trabajo no-pagado del obrero, cuando es en rigor la remuneración (disminuida, puesto que parte va a inversiones, a depreciación y otros ru-bros) de un trabajo calificado.

La tarea de decidir la empresa y organizarla no es una tarea de los obreros, sino del empresario, que algunas veces es un ex obrero o ex empleado. Es sociológicamente vital para la sociedad de alta complejidad: crea valores, o propuesta de valores, y hace posi-ble que los trabajadores tengan puestos desde los cuales construir una vida, o parte de ella. La desocupación es la peor, junto con la guerra, de las entropías sociales, porque afecta gravemente la autoestima de la persona y lesiona las raíces mismas de la integra-ción social. Cuanto más capital se invierta en una sociedad, más posibilidades habrá de empleo y de mejores salarios; donde hay pocas inversiones y menos actividad empresa-rial, la pobreza será mayor y las posibilidades de salir de ella menores.

No es cierta la afirmación según la cual los productos existentes son siempre el re-sultado de una actividad anterior. El uso de corrientes de agua que mueven molinos, el agua recogida en barriles y luego vendida en la ciudad, la fuerza del viento que crea energía o agua, los bosques naturales, los paisajes deslumbrantes, o inclusive las ruinas (romanas, egipcias, incásicas, aztecas), entre una multitud de ejemplos, revelan produc-tos o fuentes de productos de gran valor de cambio que no poseen “trabajo cristalizado”.

Como reconocer estos hechos elementales (valores de uso y valores de cambio que no son el resultado “de un trabajo anterior” —y tampoco de un trabajo actual—) signifi -caría destruir toda su teoría, Marx tiene que ratificar que toda cosa que se utiliza para producir algo tiene incorporado un trabajo anterior. De lo contrario, infinidad de objetos naturales tendrían valor de cambio sin trabajo y entrarían en la circulación directamente como valores, o como productos con parte del valor sin trabajo. Para salir del paso nos dice que son mercancías que tienen precio, pero no valor, lo que es, en términos de su teoría, una aberración, la cual, por lo menos, habría que intentar explicar.

Por eso, no es que Marx no repare en estos hechos, sino que no saca las conclusio-nes correspondientes acerca de la validez de su teoría del valor: “Pero como el proceso de trabajo no se pasa [sic] originariamente sino entre el hombre y la tierra tal cual se la encuentra, sirven siempre en él los medios de producción existentes en la Naturaleza, que no representan combinación alguna de materia natural y trabajo humano.” (131) Es decir, como no hay “combinación” con trabajo humano, no tienen valor. Pero enton-ces, ¿cómo explica que tengan valor de cambio?

43. “Y para nuestro capitalista se trata de dos cosas: quiere producir un valor de uso que tenga un valor de cambio, un artículo destinado a la venta, una mercancía. Y en segundo lugar, quiere producir una mercancía cuyo valor sea mayor que la suma de los valores de las mercancías necesarias para su producción, los medios de pro-ducción y la fuerza de trabajo, para los cuales adelantó buenamente su dinero en el mercado. El no quiere producir sólo un valor de uso, sino una mercancía, no sólo valor, sino también supervalía.” (132)

Esta ingenua y simple descripción, que insinúa desprecio, corresponde a la primera actitud que casi toda la gente tiene, más allá del sistema económico, y la cultura, cuando establecemos intercambios: nos molesta que el otro busque ganar algo, lo que ocurre

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tanto en el mercado de precios, como en el otro, de tipo comunitario (donde se inter-cambian afectos, emociones y sentimientos), acaso el más importante.Pero si un comprador adquiere un objeto, es evidente que considera, en ese momento, que le conviene (o gana algo), independientemente de si el vendedor gana —y cuánto— o pierde: ese es un problema únicamente del vendedor; el comprador, al llevarse el obje-to, sabe que gana, al menos hasta que se arrepienta.

El “ganar” o “perder” corresponden a una estimación (o cálculo) absolutamente tentativo y personal de quienes participan de la transacción. El empresario busca obte-ner una ganancia (lo que Marx llama supervalía o plusvalía). Para eso tiene que prever que el comprador de su producto (objeto, sermón, fantasía) también ganará. De otro mo-do, nadie comprará su producto.

Para ganar, tiene entonces que producir algo que sea un objeto de uso apetecible, es decir, que anticipe ganancias al futuro o previsible comprador. De ahí que el propósito fundamental del empresario (en general, no el capitalista) sea satisfacer al mercado. Si no es así, no venderá su producto, o no lo venderá en la proporción suficiente como para obtener un lucro.

Por esta reflexión vemos que sólo los objetos que se venden, así sean ideas o fanta-sías, son para Marx mercancías, hecho que a veces él mismo niega o pone en duda. Sólo ellas —según nos dice— pueden ofrecer la oportunidad de una ganancia. Pero esto es sólo una oportunidad: muchas empresas no venden lo suficiente y fracasan. En estos ca-sos, ¿qué pasa con el trabajo socialmente necesario incorporado en las mercancías? ¿Qué ocurre con el “valor” de ellas? ¿Y con la supervalía (o ganancia?)18

De pronto vemos que si no logran demanda, esos productos no tienen valor, y que de nada vale el trabajo acumulado en el capital constante, ni el dinero gastado en fuerza de trabajo (salarios, o capital variable), ni el trabajo del empresario y colaboradores. Y, si no se venden, para colmo no tienen tampoco valor de uso. Como por arte de magia, si algún producto es rechazado por el mercado, todas las cualidades que Marx asignó a las mercancías se evaporan, no obstante el ingente trabajo acumulado en ellas. Por supues-to, la plusvalía se fue al diablo.

Supuestamente el trabajo es el único generador de valor, según Marx. Pero vemos que, por sí mismo, el trabajo —en el caso de que no haya demanda— no crea valor; no puede hacer que algo que es rechazado por el mercado tenga valor, ni que se venda “a un precio mayor”, ni que haya ganancia.

44. “Para el valor es indiferente qué valor de uso es su portador; pero su portador tiene que ser un valor de uso.” (134)

Es decir, el valor de uso es anterior al valor. Pero, ¿quién determina que algo es un valor de uso? El mercado: él sanciona qué cosa tiene valor, mediante la operación de la demanda. Es el consumidor o sea la persona, su variable estimación, el que determina si algo es útil o no. Y si ese algo no es útil, tampoco tendrá valor, ni ti-abajo “socialmente necesario”, por más cantidad de capital constante y capital variable se haya consumido, según el mismo Marx.

18 “Es posible que el burgués no encuentre ningún comprador para su tela. Es posible que de su venta no recobre siquiera el salario [que pagó al obrero]. Es posible que lo venda muy ventajosamente en relación con el salario del tejedor. Todo esto nada tiene que ver con el tejedor.” (Karl Marx, Trabajo asalariado y capital, Ed. Problemas, Buenos Aires, 1941, pág. 18). Esto lo publicó Marx en 1849. “Esto nada tiene que ver con el tejedor”, es decir, con el obrero. Es claro: es un problema del empresario, es un problema de la dirección, corresponde a la responsabilidad de dirigir y organizar la totalidad del trabajo, no solamente el trabajo productivo.

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45. “Si el capitalista tiene la fantasía de emplear husos de oro en lugar de husos de hie-rro, en el valor del hilado no se cuenta, sin embargo, sino el trabajo socialmente necesario, es decir; el tiempo de trabajo necesario para la producción de husos de hierro.” (134)

Si no se pueden emplear husos de oro no es porque tengan incorporado más trabajo-valor (quizá requiera menos) sino porque cuestan mucho más que los de hierro, al punto de que la producción de tela tendría costos muy altos: la ganancia sería pequeña o se transformaría en pérdidas.

Pero, ¿por qué cuesta más el oro? Porque tiene una demanda muy grande: “vale más”, no porque tenga más trabajo cristalizado en su producción, sino porque tiene una elevada, inmediata y permanente demanda. El corolario es que lo “socialmente necesa-rio” (sea trabajo, u otro tipo de bien o servicio) depende por completo de que haya de-manda y de su magnitud.

46. “Ya no se trata aquí de la calidad, la condición y el contenido del trabajo, sino sólo de su cantidad. Hay que contar esta simplemente. Admitimos que el trabajo de hilar es trabajo simple, trabajo social medio.” (135)

Marx quiere dar la impresión de que dispone del el indicador para contar la cantidad de trabajo: es el tiempo. Al introducir esta modesta matematización —casi siempre tan engañosa en la consideración de los problemas humanos— piensa que dará un carácter más “objetivo” y “científico” a sus argumentos. Pero para hacer esto tiene que despojar al trabajo de la calidad, uno de sus elementos esenciales de la mercancía y decisivo de su valor.

Tiene que suponer que el trabajo complejo —el de un Pasteur, un Van Gogh— pue-de resumirse en una sumatoria de trabajo simple. La absurdidad de la propuesta es evi-dente. El trabajo complejo, el trabajo, de lejos, más importante en cualquier intento de producir algo, no puede atomizarse y convertirse en partículas discretas, lo cual, si ocu-rriera, haría posible, no solamente la sumatoria, sino la legitimidad lógica para excluir de toda consideración al trabajo complejo. Pero esto, tanto lógica como empíricamente, es imposible. Con esta decisión arbitraria, que no es compatible con la infinita variedad del trabajo, y sobre todo del creativo, Marx “soluciona” de un plumazo todos los proble-mas relativos a su punto de partida. Otros insalvables caerán sobre él a medida que pro-fundice sus supuestos. Por ahora, pasa a tratar un trabajo particular muy específico, el del obrero, como si fuera el único existente.

47. “Su propiedad útil [la del trabajo], de hacer hilado o botines, no era sino una condi-tio sine qua, porque el trabajo tiene que ser gastado en forma útil para formar va-lor.” (138)

Hasta que introduce el objeto producido en el mercado, el empresario no puede estar seguro de que el trabajo contratado haya creado algo útil. Presume que es así. Esta in-certidumbre está confirmada por la cantidad de fracasos empresariales. Se puede afirmar que aun en este caso se produjeron objetos útiles, pero con poco valor de cambio o di-

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rectamente sin valor de cambio, o aun con valor de cambio, pero en todos estos casos sin plusvalía (ganancia).

Marx no examina ninguna de estas situaciones comunes, que tornan insuficiente su teoría. Es evidente que para que una mercancía sea reconocida como útil tiene que en-frentarse en el mercado con el tribunal inapelable, pero variable y también caprichoso, de la demanda. Si esta existe, y en medida adecuada, el trabajo del empresario, de los técnicos, empleados y obreros, habrá creado algo —de cualquier clase— útil, que, ade-más, posee valor de cambio suficiente para dar medios de vida —sin duda desiguales— a cada uno de los que intervinieron en su elaboración. Pero no antes de la demanda ade-cuada.

48. “En el proceso de formación de valor el mismo proceso de trabajo se manifiesta só-lo por su lado cuantitativo. No se trata ya sino del tiempo que necesita el trabajo para su operación, o de la duración en la cual es gastada útilmente la fuerza de tra-bajo.” (139)

El proceso de trabajo, en la formación de valor, se manifiesta tanto cuantitativa co-mo cualitativamente. Ambos aspectos son absolutamente inseparables y no pueden, a menos de violentar la realidad, reducirse el uno al otro. Marx se halla ante el muro insal-vable del trabajo cualitativo, aun de importancia crucial en el trabajo simple, suponien-do inclusive que la fuerza de trabajo —como repetidamente quiere Marx— sea “nor-mal”.

Por otra parte, la duración del tiempo de trabajo, como medida del mismo, es aplica-ble apenas —y con muchas dudas— sólo al trabajo muy simple. Para la inmensa mayo-ría de los trabajos no sirve, aunque la medición de la jornada formal o convencional se haga por horas, días, semanas, meses u otras.

49. “... el carácter normal de los factores materiales del trabajo no depende del traba-jador sino del capitalista.” (139)

Es así, pero aquí reposa precisamente uno de los elementos esenciales del trabajo empresario y de otros trabajadores no obreros. Y yo diría que depende de los factores cualitativos o no materiales, no sólo de los materiales, que pueden ser decisivos.

50. “Finalmente, (...) no hacerse ningún consumo inútil de materia prima y medios de trabajo, porque el material o el medio de trabajo desperdiciado son cantidades de trabajo materializado superfluamente gastadas que, por lo tanto, no cuentan ni en-tran en el producto de la formación del valor.” (140)

Pero, ¿por qué el trabajo superfluamente gastado no habría de entrar en la formación del valor, si, de cualquier manera, es cantidad de trabajo? Además, si ese trabajo inútil fue pagado. Por otra parte, ¿cómo lograr que no haya “ningún consumo inútil” del mate-rial o medio de trabajo?

Lo que dice Marx es sensato, pero plantea problemas básicos para su teoría, que él sin embargo no advierte, a pesar de ser elementales. Sin duda, es el empresario el que tiene, con otros trabajadores calificados, una visión estratégica de la producción y de la

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productividad, lo que hace de él un personaje mucho más importante que el obrero en la tarea de producir.

Él se encarga de reducir al mínimo los desperdicios de trabajo y los consumos inúti-les. El “trabajo socialmente necesario” surge de la interacción entre sus ideas directivas para el proceso de producir algo, y la forma de hacerlo, y las exigencias inviolentables y variables de la demanda real o probable (o sea, de los consumidores).

Al obrero no le interesa impedir el trabajo superfluo, o desperdiciar trabajo: no es un problema de él (ni siquiera en los países socialistas), a menos que el trabajo sea a desta-jo (una modalidad por eso dominante en la socialista Unión Soviética) o pueda recibir controles y castigos del personal especializado.

Finalmente, no se ve, ateniéndonos a su teoría, que Marx pueda explicar por qué el trabajo superfluo no se incorpora al valor de la mercancía: es que tendría que decir que la mercancía así producida resulta mucho más cara comparada con la de la competencia. Otra vez, la demanda —o el mercado— decide cuándo un producto (objeto, sermón o fantasía) contiene o no trabajo, y si hay trabajo superfluo en la mercancía.

Capítulo VICAPITAL CONSTANTE Y CAPITAL VARIABLE

51. “... en todo proceso de formación de valor hay que reducir siempre el trabajo más elevado a trabajo medio social; (por ejemplo) un día de trabajo más elevado a x días de trabajo simple. Evitamos, pues, una operación superflua y simplificamos el análisis admitiendo que el trabajador empleado por el capital efectúa trabajo social medio o simple.” (141)

Es una pena que Marx no diga cómo se hace concretamente para reducir el trabajo calificado (digamos de un ingeniero, un inventor, Pasteur, Edison, Ford, Marx) al traba-jo simple del obrero o campesino. En ninguna experiencia socialista del siglo XX se aplicó la teoría del valor de Marx, aunque se intentó19, ni se logró lo que es su conse-cuencia: reducir el trabajo calificado al simple.

Si se hiciera, o lo hubiera hecho Marx, no es una operación de ninguna manera su-perflua, sino esencial. A Marx no le interesaba el mundo empírico, especialmente cuan-do se torna insuperable para sus argumentaciones. Prefería ratificar sus supuestos o axiomas con escamoteos teóricos que, es cierto, como él dice, simplifican extraordina-riamente sus problemas.

En nota al pie de página de la misma página 141 de su libro dice: “La diferencia en-tre trabajo complejo y trabajo simple (...) reposa en parte [sic] en simples ilusiones o, al menos, sobre diferencias que hace tiempo han cesado de ser reales y no subsisten sino como una convención tradicional, y en parte sobre la indigencia de ciertas capas de la clase trabajadora, que no les permite exigir, como otras, el valor de su fuerza de traba-jo.”

19 Haensel, op. cit., pág. 51. Véase punto 28 de pág. 60.

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La posición de Marx reposa en simples ilusiones. La nota es realmente increíble por la incomprensión que revela acerca del trabajo de calidad en la sociedad moderna. En este tipo de sociedad el trabajo complejo es infinitamente más importante, en todos los aspectos prácticos o rutinarios de la vida diaria, que en cualquier otra sociedad anterior.

El trabajo complejo se ha extendido enormemente en las sociedades capitalistas avanzadas, se ha ampliado en sus ramificaciones jerárquicas, y se ha multiplicado en sus diferenciaciones dentro de sí mismo, ha reducido el área del trabajo simple, y ha tomado distancia respecto de él, al punto de tomar aspectos o rasgos del trabajo de calidad o contaminarse con los efectos del trabajo complejo. Estos fenómenos ocurrían ya donde la economía dineraria había alcanzado cierto nivel, pero se hicieron masivos desde el mismo instante en que eclosionó la Revolución Industrial en Inglaterra.

La producción de ideas y su aplicación práctica, aspectos enlazados que son inhe-rentes a toda civilización, constituyen la clave del trabajo complejo y, en medida mucho menor, del trabajo simple.

Son las ideas y los sentimientos los que mueven, en cualquier sociedad, a los seres humanos, no las relaciones de producción o las fuerzas productivas, ellas mismas meras ideas e instrumentos del hacer humano. Las condiciones naturales y culturales (ideas convertidas en tradición) son el material con el que trabajan las ideas, con grados varia-bles de adecuación, y, por lo tanto, de éxito en el propósito de conservar y prolongar la vida.

Casi a continuación, Marx emite una propuesta que es apenas un error: “... donde la sustancia física de la clase trabajadora está debilitada y relativamente agotada, como en todos los países de avanzada producción capitalista, los trabajos brutales, que exi-gen mucha fuerza muscular se ponen por encima de trabajos mucho más finos, que des-cienden a la categoría de trabajo simple.” (141)

Es un hecho que donde la producción capitalista ha avanzado: la “clase” trabajadora está mejor físicamente que donde su avance no existe o se ha interrumpido. Y si por ex-cepción los “trabajos brutales” se han colocado encima de otros trabajos más finos, es porque en esas sociedades hay menos trabajadores dispuestos a realizarlos. Es decir, es-casean, y por eso a veces tienen más valor. No es que su calidad sea la de los trabajos más finos, o que sus trabajos puedan reducirse el uno al otro, o sean intercambiables.

Las sociedades capitalistas son sociedades preponderantemente del saber. Esto quie-re decir que, salvo situaciones especiales de mercado laboral, el trabajo complejo se aprecia mucho más que el trabajo simple. Al revés de lo que sostiene Marx.

52. “Admitimos, por el contrario, que la productividad del trabajo de hilar no varía, y que el hilador necesita, pues, tanto tiempo como antes para transformar en hilado una libra de algodón; pero que el valor de cambio del algodón mismo varía, y el precio de una libra de algodón suba al séxtuplo o baje a la sexta parte. En ambos casos el hilador continúa agregando a la misma cantidad de algodón el mismo tiempo de trabajo, es decir, el mismo valor, y en ambos casos produce en el mismo tiempo la misma cantidad de hilado. Sin embargo, el valor que él trasmite del algo-dón al producto, el hilado, es, en un caso, seis veces menor, y, en el otro, seis veces mayor que antes.” (143)

Creo que aquí hay un error de traducción o un error de redacción en la versión caste-llana. Si el hilador trabaja en el mismo tiempo la misma cantidad de algodón, pero el precio de este es seis veces mayor, entonces trasmite al producto final —según la teoría de Marx— seis veces más valor; si el precio del algodón fuera seis veces menor, el hila-

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dor pasaría al producto un valor seis veces menor. Tal como está la versión sería exacta-mente al revés.

A mi juicio es incorrecto el orden en que, en la edición que utilicé, se ubicó la frase “seis veces menor” y “seis veces mayor”. Debió colocarse esta última expresión prime-ro y luego “seis veces menor”, de modo que se correspondiera con una suba al séxtuplo y “una baja a la sexta parte”

El párrafo íntegro que cité —más tres líneas finales no transcriptas de la versión de Juan B. Justo— no ha sido traducido (crease o no) por Wenceslao Roces en la edición del Fondo de Cultura Económica, al menos en la reimpresión de 1986, que es la que he consultado. Pienso que esta imperdonable omisión se debe a que Roces no entendió la idea, porque acaso la versión original —por un descuido de Marx— contiene la confu-sión que señalé en el texto.

Después de esta consulta, pensé que era necesario profundizar la compulsa para cla-rificar el problema.

El párrafo en cuestión está en la página 143 del volumen de la traducción de Juan B. Justo - Juan E. Hausner, y la omisión de Roces debería estar en la página 152, entre las líneas 4 y 5 de esa página, del tomo I, del Fondo de Cultura Económica.

En la primera traducción norteamericana en inglés, publicada en 1906 en New York —sobre la base de la 4 edición alemana revisada— el trozo citado está en la página 224, con idéntico sentido al expuesto por Juan B. Justo, y por ello con la misma confusión.

Pero la traducción de Pedro Scaron (Siglo XXI, México 1994) en las páginas 243-244 contiene, además del párrafo, una aclaración al pie de página: “En el original: ‘en un caso será seis veces menor, en el otro seis veces mayor’.” Es decir, se ha traducido la confusión de Marx, que Scaron subsana en su versión colocando las frases “seis veces mayor”, “seis veces menor” en el lugar correcto, tal como yo había pensado.

Más allá de esta indispensable aclaración, el párrafo muestra que Marx trabaja con precios como si fueran idénticos a los valores, no obstante que no está considerando promedios de precios o valores, puesto que da el ejemplo de un caso particular, donde es evidente que precios y valores tienen que ser muy distintos. Es que no podría expre-sar valores con números (como sí puede hacerlo con los precios) ni registrar modifica-ciones abruptas, tal como puede ocurrir con los precios, que dependen de los vaivenes del mercado, y no de un hecho inmodificable, como es la cantidad de trabajo incorpora-do a la mercancía.

Se aprecia también en el ejemplo que si el algodón aumenta (o baja) su precio, y to-das las demás variables permanecen igual (tiempo necesario del trabajo del hilador, y el mismo nivel productivo de la maquinaria) el precio final del producto debería aumentar (disminuir) dado que los costos son mayores (o menores). El algodón o materia prima aumentó (o disminuyó) el séxtuplo. Sin embargo, esto no es de ninguna manera seguro. Las condiciones que crea la competencia podrían hacerlo imposible, o las condiciones generales del mercado podrían tener el mismo efecto o sumarse a él. Entonces tendría-mos que a pesar de que el valor del producto aumentó (o bajó en términos de Marx), el precio puede seguir igual o inclusive bajar (o subir). Recuerdo que para Marx el valor total del producto —según la cantidad de trabajo (medida por la unidad de tiempo) ma-terializada en él— es igual al trabajo cristalizado en el capital constante (maquinaria y otros, más materia prima) más la cantidad de trabajo (pagado: salarios y plusvalía: no pagado [o ganancia].

Otra vez se observa que, si suprimimos el supuesto o axioma sostenible, por no pro-bado, de que el valor coincide con el precio en el conjunto de la producción global de la sociedad y consideramos los casos concretos, es el mercado —y no el valor tal como lo

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concibe Marx— el que decide la magnitud del precio, según sea la cantidad producida, el precio del capital y las materias primas.

La escasez o la abundancia de los distintos elementos implicados en la producción, e inclusive el producto final, así como la naturaleza de la competencia, y la libertad o res-tricciones políticas que gravitan en el mercado, y en la cultura global, definen el perfil del precio.

53. “Si se pierde, pues, el valor de uso, se pierde también el valor.” (143)

Si es así, entonces las diferencias entre valor de uso y valor de cambio no tienen nin-guna importancia Y lo decisivo es el valor de uso para que algo se constituya en mer-cancía. ¿Y cuándo sabemos que algo es o tiene valor de uso? Porque se vende, porque atraviesa el examen del mercado. Sólo entonces ese algo tiene valor de cambio y, por lo tanto, trabajo que se necesitó para producirlo es reconocido como trabajo útil, no super-fluo.

La cita de Marx significa reconocer que el trabajo, o la cantidad socialmente necesa-ria para producir algo (objeto, sermón, fantasía), puede no tener nada que ver con el va-lor tal como lo define su teoría. Si compro algo porque tiene cierto uso (es un valor de uso), pero por distintas razones (accidente, tiempo, aparición de sustitutos, moda, entre otras) que no son las de su consumo productivo pierde sus bondades de uso, total par-cialmente ¿adónde fue su valor-trabajo? Inversamente algo que no tiene valor de uso (ni valor de cambio, por lo tanto) de pronto lo adquiere, no por el trabajo cristalizado en él, sino por moda o conocimiento. En el arte hay una cantera interminable de estos casos. Y allí hay ganan sin plusvalía (trabajo no pagado).

54. “Si no tuviera valor alguno que perder, es decir; si no fuera él mismo [un medio de producción] un producto del trabajo humano, no trasmitiría valor alguno al pro-ducto. Servirá como formador de valor de uso, sin servir como formador de valor de cambio. En este caso están todos los instrumentos de producción que existen na-turalmente sin intervención del hombre, como la tierra, el viento, el agua, la yeta de hierro, o la madera de la selva virgen, etc.” (145)

Si el valor de uso que se lleva al mercado se cambia, y asume un precio, ¿qué deci -sión completamente arbitraria nos puede decir que no tiene valor? Simplemente una de-finición estipulativa que Marx elaboró, sin tener en cuenta la realidad, acerca de qué de-be entenderse por valor. Es decir, valor no es lo que la gente asigna a las cosas, sino aquello que Marx establece con total independencia de los criterios de la gente. Crite-rios, por otra parte, que él considera válidos para determinar si algo tiene valor de uso o no, pero que no admite en el caso de la noción de “valor”, o valor de cambio.

Aun sin ningún trabajo humano incorporado, tanto la tierra, el agua, el viento, entre muchos otros, pueden tener valor de uso y/o valor de cambio. Esto depende por comple-to del tipo de sociedad que se considere, de sus conocimientos tecnológicos, y, por lo tanto, de la percepción incubada en los mercados —si existen— acerca de ellos.

Si esos medios de producción (tierra, viento, agua, etc.) no tienen valor —en el sen-tido marxista— aunque tienen valor de uso, ¿por qué se compran y se venden, y vuelven a venderse y comprarse, sin que se les incorpore ningún trabajo humano, es decir, según Marx, valor? En la realidad de compran y venden, lo que implica que tienen valor de

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cambio. Pero no: Marx nos dice que pese a que la gente considera que esos objetos o bienes poseen valor, están equivocados: no tienen trabajo humano “cristalizado”.

No hay más remedio que aceptar la realidad de este hecho testarudo: existe una in-mensa cantidad de mercancías —y de las económicamente más importantes— que tie-nen precios (la gente les asigna valor), en algunos casos muy altos, y que, según Marx, no tienen ningún valor. Servirán —dice— como formadores de valor de uso “sin servir como formadores de valor de cambio”. Algo inconcebible. Porque, ¿por qué se venden, por qué la gente se desvela por ellos? ¿Es que no son, lo quiera Marx o no, valores de cambio, además de formadores de valor? ¿Por qué la tierra, el agua, el petróleo el oro, entre millones no habrían de ser formadores de valor? Lo único que tenemos es algo que satisface a los creyentes del santoral marxista: Marx dice que no. Y eso basta.

Aquí se hace patente que Marx no explica la realidad, sino que la viola flagrante-mente. ¿Por qué lo hace? Porque la aceptación de valores totalmente extraños a su defi-nición destruiría su teoría.

55. “Supongamos que la libra de algodón cueste hoy seis peniques, y suba mañana a 1 chelín [12 peniques] a consecuencia de un déficit en la cosecha de algodón. El al-godón ya existente, que continúa siendo elaborado, ha sido comprado a 6 peniques, pero agrega ahora al producto un valor de 1 chelín. Y el algodón ya hilado, que quizá ya circula en el mercado, añade igualmente al producto el doble de su valor primero.” (149)

En otras palabras el algodón que va entrar en el proceso productivo para convertirse en hilo y después en tejido, agrega ahora el valor de un chelín, en lugar de medio (6 pe-niques), meramente porque en el mercado escasea, no porque tenga más cantidad de tra-bajo incorporado. Ha habido un déficit quizá por razones climáticas, lo que implica tal vez que ha requerido menos cantidad de trabajo (según la teoría de Marx debería tener menos valor no más).

Sin embargo, él admite que en el proceso productivo, el nuevo algodón agrega un valor de 1 chelín (12 Peniques) e inclusive el algodón de 6 peniques ya hilado, añade al producto el doble de su valor (12 peniques). Esto quiere decir que es la situación del mercado —con escasez o abundancia la que determina el valor agregado al producto fi-nal, y no la cantidad de trabajo socialmente necesario para producir algodón.

En la misma página de la cita, en líneas que continúan su argumentación, Marx afir -ma algo absolutamente insostenible: “... la misma cantidad de algodón, por ejemplo, re-presenta mayor cantidad de trabajo cuando la cosecha es mala que cuando es buena…”. Al contrario: representa menos trabajo, o, por lo menos, lo más probable es que así sea. Y el trabajo arrasado por el granizo, la helada, la inundación o la sequía es —como Ma-rx reconoce en otro lugar— trabajo perdido o superfluo. Cuando ocurren estas desgra-cias, además, no se trabaja. Y el precio, en cambio, puede ser mayor.

Se ve claro entonces, que el aumento del valor del algodón debido a su déficit, no se debe al aumento en la cantidad de trabajo socialmente necesario (al contrario, ha baja-do) sino a que su oferta ha disminuido, mientras la demanda sigue siendo la misma. De ahí que su valor de cambio haya aumentado.

Para ser coherente Marx tendría que decir que en el proceso productivo, como el al-godón requiere menos cantidad de trabajo tiene menos valor (a pesar de que su precio se ha duplicado: pasó de 6 a 12 peniques) y por lo tanto que en ese proceso el trabajo agre-ga al hilo menos valor. Pero entonces no puede explicar que en el mercado el algodón con precio duplicado “añade igualmente al producto el doble de su valor primero”.

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56. “Es cierto que el valor de una mercancía es determinado por la cantidad de trabajo contenido en ella, pero esta cantidad misma es socialmente determinada.” (149)

Esta oración revela que Marx se da cuenta que sus argumentos inmediatamente ante-riores amenazan de muerte a su teoría. De allí que pretenda salvarla con una reafirma-ción que apela a un escamoteo teórico: no es la cantidad de trabajo de cada mercancía particular, sino el trabajo socialmente necesario requerido para su producción. Ese tra-bajo es “socialmente necesario”, dice, “en las actuales condiciones sociales: “Si, por ejemplo, a consecuencia de un nuevo invento se produce maquinaria de la misma espe-cie con menos gasto de trabajo, la antigua maquinaria se desvaloriza [¿el trabajo mate-rializado se evaporó?], más o menos, y por eso trasmite también al producto relativa-mente menos valor” (149)

Si se produce un nuevo invento, sus consecuencias inmediatas so superlativamente inciertas, en todos los sentidos imaginables, si bien es posible ensayar algunas con gra-dos de probabilidad. Tiene que luchar e imponerse. La mayoría de los inventos fracasan, y algunos pocos se imponen, a veces luego de una larga y audaz remodelación: este ve-redicto no lo decide la cantidad de trabajo insumido en él, aunque sea de alta compleji -dad, sino el mercado, el tribunal supremo de los consumidores, así sea un invento abo-minable (el mercado puede preferir cosas abominables).

Por lo tanto, en el plano inmediato y aun mediato, el trabajo “socialmente necesario” sigue siendo el antiguo, el anterior al nuevo invento. Pero si el invento tiene éxito (el mercado dice sí) “la maquinaria antigua”, como dice Marx —y diría cualquier persona que se atuviera a la experiencia— “se desvaloriza más o menos”.

¿Por qué perdería valor, si ya tiene una cantidad “socialmente necesaria de trabajo cristalizado” incorporado a ella? ¿Por qué parte de ese valor se evaporaría, meramente porque hay ahora una máquina distinta, y acaso distante, que produce lo mismo y que tal vez costó la misma cantidad de trabajo socialmente necesario, pero que, presunta-mente, produce más y mejor? Porque en el mercado de las máquinas su precio ha baja-do, no porque haya perdido “trabajo socialmente necesario”20 ni, por eso, “valor” en el sentido marxista

Pero supongamos ahora el caso de un invento que no tiene ninguna relación con má-quinas o instrumentos existentes y que debido a eso, no tiene ningún “trabajo social-mente necesario” como punto de referencia. ¿Cuál será su trabajo socialmente necesa-rio? Nadie lo sabe ni lo podría saber por más supercomputadoras que tengamos, a me-nos que el nuevo producto lo mandemos al mercado para ver qué opina la gente con su voto (o compra). Otra vez comprobamos que no es la cantidad de trabajo socialmente necesario lo que determina el valor de las cosas, sino al revés: es el mercado el que de-termina el trabajo socialmente necesario y por eso su valor o precio.

Como se ve, en esta argumentación como en otras, Marx supone siempre, sin darse cuenta, el mercado, cuando tiene que explicar situaciones demasiado evidentes en las que los valores suben o bajan.

¿Por qué algo ya producido perdería valor en el sentido marxista simplemente por-que aparece algo nuevo, si no es porque en la competencia, la innovación o el nuevo in-vento es, de alguna manera, el mejor? La competencia, una cualidad distintiva del mer-

20 «“Socialmente necesario” significa un precio general, sin atender a las circunstancias particulares». (Llamada de Marx al pie de página 149). Esta aclaración no modifica en nada el hecho de que el mercado es el que decide, aun ese precio “general”.

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cado, que es indiferente a la cantidad de trabajo implicada en las transacciones, es tam-bién uno de los elementos que deciden el sentido de la acción electiva.

Capítulo VIITASA DE SUPERVALÍA

57. “Las condiciones técnicas del proceso de trabajo pueden, por ejemplo, transformar-se de modo que donde antes 10 obreros con 10 herramientas de poco valor elabora-ban una masa pequeña de materia prima, 1 obrero elabora ahora, con una máquina valiosa, cien veces más materia prima. En este caso, el capital constante, es decir; la masa de los medios de producción empleados habría crecido mucho, y la parte variable del capital, la adelantada en fuerza de trabajo, habría descendido mucho.” (150)

“…la masa de los medios de producción” puede ser más valiosa, pero no necesaria-mente porque contenga más cantidad de trabajo socialmente necesario. Puede inclusive ser posible que contenga igual o menos. Si, en todos los casos, la mejora en los medios va acompañada siempre de más trabajo, la teoría sería cierta. Pero para aceptar esta con-clusión, habría que hacer largas y extensas investigaciones empíricas en los países avan-zados y en lo que fueron las experiencias socialistas del siglo XX, en este caso con los documentos que puedan recogerse. Sólo así se podrían tener al menos indicios de que a más cantidad de trabajo más valor.

58. “Hemos visto que durante una parte del proceso de trabajo el trabajador no produ-ce sino el valor de su fuerza de trabajo, es decir; el valor de sus necesarios medios de subsistencia [bajo la forma de salario].” (153)

“A la parte de la jornada en que se hace esa reproducción [la del valor-capital adelantado por el empresario bajo la forma de salario] la llamo tiempo de traba-jo necesario y al trabajo gastado en ella, trabajo necesario.” (154)“El segundo período del proceso de trabajo, que excede los de los límites del trabajo necesario, cuesta al obrero trabajo, gasto de fuerza de trabajo, pero no forma valor alguno para él [aunque sí para el empresario].” (154)

En otras palabras, el empresario contrata al obrero por una jornada, en cuya primera parte él repone el salario que le pagan. Lo repone bajo la forma de valor que se incorpo-ra o materializa en la mercancía. Pero ese valor cubre solamente una parte de la jornada el resto de la misma el obrero trabaja para completarla con lo que genera un sobre-valor, la plusvalía o supervalía que es la ganancia del empresario, o el trabajo no pagado.

Pero esta descripción —aceptada provisoriamente la teoría del valor de Marx— es solamente un aspecto parcial y reducido del trabajo total que exige el proceso producti-vo, aquel que lleva a la realización de la mercancía.

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El empresario, solo o junto al capitalista, o el empresario-capitalista, imaginaron primero el proceso productivo (con grado muy variable de originalidad), evaluaron ten-tativamente la mercancía que producirían y finalmente decidieron cómo, cuándo y cuán-to producirían, en una difícil estimación del mercado y su situación, e inclusive de las condiciones históricas y culturales en que se realizaría la inversión, que podría ser gran-de o modesta y que muchas veces termina en un fracaso.

Este trabajo de alta calidad (es irrelevante que el empresario parezca un bruto) ¿no crea valor? El obrero desconoce la naturaleza de esos arduos problemas que, si pueden ser resueltos, hacen posible que se gane la subsistencia y, en el capitalismo avanzado muchas cosas más.

Si el trabajo crea valor, ¿por qué el trabajo del empresario y del capitalista no crea-ría valor? ¿Por qué no un peluquero, un comerciante, un vendedor un escritor, entre mi-les más que demanda el funcionamiento de la sociedad? Marx hablará luego de activida-des no-productivas, pero necesarias. Pero, ¿por qué improductivas, si son necesarias?

Marx se desentiende de estos más que obvios problemas, después de eludirlos a partir de reducir el trabajo complejo a trabajo simple. Si se considera el trabajo del em-presario y el trabajo de miles de actividades “no-productivas pero necesarias”, ¿adónde iría a parar su análisis del valor y la naturaleza de la ganancia (o plusvalía)?

Esto quiere decir que Marx no sólo no explica el origen del valor- trabajo, sino el proceso productivo mismo, sea del capitalismo, sea del socialismo (en sus experiencias reales). Precisamente, ¿cuál es la razón para pensar que en un país socialista no habría “plusvalía”? ¿Por qué la clase dirigente allí no habría de repartir en su beneficio los co-diciados bienes creados por el proceso productivo?

Más teniendo en cuenta que en una economía de mercado es su funcionamiento el que decide cómo se hará la producción y distribución, mientras que en una economía socialista, en cambio, tanto la producción cuanto la distribución dependerán por com-pleto de los jefes políticos, y no de algo impersonal e impredecible como el mercado. De modo que hay más razones para pensar que esos jefes políticos, la burocracia que los sirve y, en particular, los planificadores, tenderán naturalmente a derivar para ellos la mayor cantidad posible de plusvalía, dado que ellos suplantan al mercado.

Así pasó en todas las experiencias socialistas y señaladamente en la de la Unión So-viética. ¿Cómo funcionó allí la plusvalía, la creación de valor y su distribución? De es-tos problemas los marxistas no han dicho nada, ni han estudiado nada, a pesar de contar con un instrumento tan infalible como la “dialéctica”. Hasta ahora, han perdido una oportunidad inmejorable para corroborar su teoría, tanto respecto del socialismo como del capitalismo, si bien lo primero debería ser para ellos más importantes que lo segun-do.

¿Qué revela esta desidia o ignorancia? La absoluta impotencia de su teoría, no obs-tante contar con los recursos de muchos Estados socialistas, además de la dominante in-telectualidad socialista de Occidente, sostenida fructuosamente por la burguesía, el capi-talismo y el imperialismo allí imperantes. Por supuesto, esta última insinuación tampoco es explicable mediante su teoría de la “ideología” ni de la existencia de la “clase domi-nante”; más bien aporta elementos cruciales para su refutación.

Más inexplicable resulta este desentendimiento de problemas atingentes a la validez de su teoría si se tiene en cuenta que Marx fue terminante acerca del procedimiento para calcular empíricamente y con sencillez la tasa de plusvalía:

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Donde m = plusvalía; v = capital variable (o el total que el empresario adelanta como sa-lario); sobretrabajo = trabajo una vez cumplido el trabajo necesario; trabajo necesario = trabajo que crea el valor para devolver el monto del salario.

“En resumen —dice Marx— el método para calcular la tasa de plusvalía es, pues, este: tomamos el valor total del producto y reducimos a 0 (cero) el valor capital cons-tante [materia prima y maquinaria, edificios, etc.], que en él no hace sino reaparecer. La suma de valor restante es el único valor producido realmente en el proceso de for-mación de la mercancía. Si conocemos la supervalía, la sustraemos de ese valor cono-cido, para encontrar el capital variable. Inversamente cuando este es conocido, y bus-camos la supervalía. Si ambos son conocidos, no hay que hacer sino la operación final, calcular la proporción de la supervalía al capital variable

.” (155)

Todos estos cálculos propuestos se fundan en el supuesto de que los mercados fun-cionan y nos dan la información esencial: los precios. Marx debe suponer necesariamen-te que ellos son idénticos a los valores (entendidos en el sentido marxista). De lo contra-rio, la supervalía y su tasa no pueden en absoluto calcularse. Este supuesto se reconoce en la página 150: “La supervalía, suponiendo siempre el precio del producto igual a su valor...”.

Pero en una economía socialista los precios no los fija el mercado (por definición este no existe): los fijan los planificadores. Estos tendrán que suponer valores iguales a los precios, y, lo que es peor, que eso ocurra en la realidad; lo cual no parece difícil, da-do que los precios serán inventados o son meras intuiciones. Es decir, los planificadores no contarán con precios reales o genuinos, de modo que inclusive los valores serán tam-bién inventados, lo mismo que los salarios, que serán creados de la nada (el mercado de trabajo habrá desaparecido). La ganancia no será genuina: no responderá a las relacio-nes reales de los diversos factores que entran en los millones de productos. La plusvalía (o ganancia) será el resultado de una decisión política.

De modo que todo el mecanismo productivo tendrá que ser planificado desde cerca por sus responsables. Pero, como demostró Ludwing von Mises en los albores de la Unión Soviética21 el cálculo económico, sin precios reales, será imposible.

Es así como los planificadores, para usar como puntos de partida precios básicos, tomaban los precios del mercado del zarismo (anteriores a 1914) y los precios de los mercados internacionales (especialmente el de Londres). Pero esto daba lugar a tremen-das distorsiones. Un pequeño ejemplo de la época de Gorbachov: el precio de la harina era superior al del pan. Sin los mercados internacionales, la planificación hubiera sido imposible.

21 A principios de la década de 1920, von Mises publicó un artículo que demostraba la imposibilidad del cálculo económico en una sociedad que careciera de mercado y propiedad privada de los medios de pro-ducción. Pero fue en su tratado de economía de 1949, La acción humana. Tratado de economía, Unión Editorial, Madrid, 1980, Quinta Parte, Capítulo XXVI, “La impracticabilidad del cálculo económico bajo el régimen socialista”, p. 1013-1038, donde expuso su idea definitiva. Sin embargo, en 1932, en su libro Socialismo. Análisis económico y sociológico, Centro de Estudios sobre la Libertad, Buenos Aires, s/f, Mises consideró también el tema del cálculo económico en el socialismo (véase la página 104 y siguien-tes de esa edición).

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Volviendo a las afirmaciones de Marx de la página 155 de su libro, es imprescindi-ble subrayar que ese cálculo no ha sido aplicado. Además, lo producido dará lugar a su-pervalía (o ganancia), si el producto elaborado (objeto, sermón o fantasía) se vende, es decir, tiene una demanda adecuada.

Por otra parte, puede formularse la objeción de que en el socialismo existirá la per-versa plusvalía. Existirá indefectiblemente, porque no es otra cosa que la ganancia. La experiencia del socialismo real (no el de los sueños o la imaginación) ofrece pruebas de-finitivas sobre esa posibilidad.

Algunos conceptos fundamentales de MarxComponentes del proceso productivo de la mercancía

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Capítulo VIIILA JORNADA DE TRABAJO

59. “El capitalista tiene su propio modo de ver sobre esta última Thule, el límite nece-sario de la jornada. Como capitalista, él no es sino el capitalista personificado. Su

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alma es el alma del capital. Pero el capital no tiende sino a una cosa, a valorizarse, a crear supervalía, a absorber con su porción constante, los medios de producción, la mayor masa posible de sobretrabajo. El capital es trabajo muerto que, como un vampiro, no se anima sino chupando trabajo vivo, y que vive tanto más, cuanto más chupa de él.” (165)

Aquí está la visión minúscula, por lo sumaría y parcial, que Marx tiene del capitalis-mo como sistema (mejor sería decir “subsistema”) económico.

Dos confusiones: los capitalistas, si bien activan el capitalismo, no son el capitalis-mo. Todas las motivaciones rastreras y miserables que, sin duda, tienen algunos capita-listas, existen también con igual evidencia en todas las actividades humanas, inclusive aquellas más respetadas, y “aun” en las de los obreros. Por esas motivaciones, no es po-sible derivar consecuencias morales para los status-roles de las estructuras sociales.

Esto lo dice el mismo Marx: “Concibiendo el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un proceso natural, desde mi punto de vista menos que desde otro alguno se puede hacer al individuo responsable de las relaciones sociales de las cuales él mismo es una creación, por más que se eleve subjetivamente sobre ellas.”(11)

Palabras insuficientes, pero llenas de sensatez, que Marx viola constantemente en cada línea de su exposición. Su lenguaje escrito (no digamos el personal) está dominado por una arrasadora emocionalidad, saturada de indignación moral, claramente directiva, que a mi juicio es la clave de su arraigo en los corazones de los intelectuales bieninten-cionados. Sus insultos, desprecios e ironías, a veces de una crueldad digna de la KGB, así lo demuestran, tanto en el mismo El capital, como en otros textos y en sus cartas.22

Como una pequeña muestra de que estas afirmaciones responden a testimonios em-píricos, ofrezco esta colección de injurias y denostaciones aplicadas a Mijaíl Bakunin por Marx y Engels: “Muy sospechoso. Pobre diablo. Monstruo. Una enorme masa de carne y grasa. Andromaníaco. Celoso. Me ha gustado mucho. Mejor que antes. Condes-cendiente. Perfecto imbécil. Estúpido. No ha aprendido nada del tiempo de Maricastaña. Astucia rusa. Gentuza paneslava. Quiere convertirse en dictador de los trabajadores eu-ropeos. Tocino. Condenado ruso. Sinvergüenza. Adulador. Camorrista. Orgulloso y pre-sumido inepto. Extravagancias que conmueven al mundo. Zorro. Se pavonea. Charlatán. Buen anciano crédulo. Huevo de cuco moscovita. Voceador. Radicalismo grandilocuen-te. Charlatán. Descarada ignorancia y superficialidad. Burro. Mahoma sin Corán. Sal-timbanqui. Dictador moscovita. Hombre muy mediocre. Condenado moscovita. Estupi-dez. Desprovisto de todo conocimiento teórico. Mezcla de conocimientos superficiales. Bagatelas reunidas con limosnas. Un cero en teoría. Fraseología ultrarradical. Total mi-seria espiritual. Más que indecente. Embaucador. Cabezota. Papa. Orgullo personal. Elefante gordinflón. Buen canalla viejo. Burguesote. Capaz de cualquier infamia. Esta-fa. Secreto. Miserables mentiras. Espía prusiano. Sospechoso. Malvado esclavo. Agente del gobierno austriaco.”23

Algunas de estas expresiones denuncian una clara práctica, evidentemente asidua, del canibalismo político más atroz, aquel que institucionalizaron Lenin, Stalin, Trotsky, Hitler y Mussolini, entre muchos otros. Bakunin, a pesar de no ser santo de mi devoción (más bien todo lo contrario), hay que reconocer que jamás insultó ni despreció a Marx. Jamás desvalorizó su talento y erudición —que explicitó como superiores a los suyos— aunque fue su rival indeclinable en la disputa por ser el “verdadero” representante de “la” revolución. Lo más importante de lo que escribió es a mi juicio un trozo en el que

22 Ver Conversaciones con Marx y Engels, una excelente recopilación de Hans Magnus Enzensberger, ya citado.23 Ibíd., p. 523.

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describe lo que será la revolución según los presupuestos marxistas, y especialmente sus consecuencias reales: los obreros marcharán al trabajo al son del tambor.24 Los dos se acusaban mutuamente de ser aspirantes a dictadores, lo que para ambos era absoluta-mente correcto.

Marx era sin la menor duda un gran pensador y un excelente escritor. Pero este reco-nocimiento que hace justicia a sus cualidades, no lo salva de haber cometido —como nos pasa a todos— grandes errores teóricos, y menos de haberse comportado en su vida personal —sobre todo respecto de su hijo natural, de Engels— con graves incorreccio-nes éticas.

La segunda confusión consiste en que, aunque los roles de “capitalista” y “empresa-rio” a veces se mezclan o coexisten en una misma persona, son actividades completa-mente diferentes. El último es el real agente de la economía de mercado y el que aporta las ideas fundamentales del emprendimiento —tipo de bien, método de producción, ge-renciamiento, posibilidades del mercado—, pero la mayoría de las veces carece de dine-ro o de recursos indispensables para una actividad que, por los riesgos que entraña, es tentativa y exploratoria.

Esta tarea invalorable, que se confunde muchas veces con la del inventor y siempre con la del aventurero, requiere conseguir la ayuda de capitalistas, es decir, de personas que cuentan con bienes productivos o dinero y que están dispuestos a prestarlos, o a constituir una compañía o asociación —pequeña o grande— para concretar mancomu-nadamente lo planeado.

El rol de empresario es también esencial a fin de hacer que la riqueza acumulada por la sociedad, y concentrada en personas y grupos —lo que vigoriza a la sociedad civil con centros de poder externos al Estado— se vuelque al proceso productivo, y lo poten-cie. Esto hace posible que la riqueza crezca y las posibilidades de la gente —si bien de-sigualmente— se expandan cada vez más.

Las Bolsas o Lonjas, los bancos, y otros medios relacionados y conectados con ellos, constituyen los mecanismos institucionales típicos del capitalismo, decantados a lo largo de un proceso evolutivo de milenios en los intercambios humanos.

Esos medios procesan la información, el conocimiento y los recursos —materiales y espirituales— de la riqueza, para derivar las inversiones hacia viejos y nuevos empren-dimientos. Los capitalistas, y más los empresarios, tienen que evaluar críticamente la in-formación —siempre imperfecta— que les proporciona el mercado y, con su fundamen-to, tomar decisiones en gran parte azarosas porque todo emprendimiento implica —en grado variable— una radical incertidumbre y una desconocida (aun para los inventores) creatividad.

Para que el capital no sea muerto o inútil, hay que hacerlo producir. Sólo así se crea-rá riqueza y mejorarán las posibilidades de la gente común. Y esta exigencia de produc-ción, productividad constante, eficiencia y trabajo, ocurrirá tanto en el capitalismo como en el ilusorio socialismo, si nos atenemos a los testimonios históricos de las experien-cias socialistas del siglo XX.

Si esas experiencias muestran empíricamente que los aspectos más desalmados del poder —en su afán por buscar más productividad— se hallan en los países capitalistas y también en los socialistas (contradiciendo todas las predicciones de Marx) es indudable que el capital ha demostrado ser infinitamente más exitoso —en su capacidad de gene-rar y distribuir riqueza— que el socialismo. Basta comparar Alemania del Este (comu-nista) con Alemania Occidental; Corea del Norte (comunista) y Corea del Sur; China

24 Lo cité íntegro en R. Zorrilla. La sociedad del mal. Complejidad y capitalismo. Grupo Editor Latinoa-mericano. Bs. As., 2000, p. 126-127. En la página 367 de este libro también la cito completa, en el capítu-lo sobre pauperización creciente.

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continental (comunista) y Taiwan, entre muchas otras, en las que las experiencias partie-ron de condiciones iniciales casi idénticas. La única diferencia es que en unas se aplica-ba el socialismo y en otras el capitalismo.

¿Por qué estas diferencias? Por una falla básica que está en Marx: no comprender que el empresario y el capitalista no deben confundirse, aunque sus roles pueden darse en una misma persona: además, no comprender que ambos desempeñan papeles vitales en el proceso de crear riqueza. La oligarquía de base intelectual que tomó el poder en el socialismo, y lo convirtió en absoluto con el aditamento de una inmensa burocracia esta-tal, superlativamente represiva, desplazó a los empresarios y capitalistas y abolió la eco-nomía de mercado. Todas las actividades productivas y su plusvalía cayeron en sus ma-nos. Pero los planificadores —necesariamente omnipotentes, lo que tiene una inmensa significación ética— ni poseen la enjundia creativa ni son empresarios, ni cuentan con la información de esa computadora natural, no creada por nadie, que es el mercado. Pa-rafraseando una idea de Marx que sigue inmediatamente a la última cita de la página 165: “El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el cual los planifi-cadores socialistas consumen la fuerza de trabajo que compraron.” Esos planificadores también chuparon trabajo vivo. Ellos inclusive, más que los capitalistas, tenían “un hambre canina de trabajo”, como escribe Marx en la página 168 de su libro. Esta no es una deducción, sino una comprobación de las condiciones de trabajo en los países socia-listas, donde no existían ni atisbos de capitalismo. Entonces, ¿qué se hicieron de las ventajas supuestas de sacarlo?

60. Desde la página 170, y durante más de 40 páginas, Marx desarrolla una larga digre-sión acerca de las condiciones del trabajo y especialmente de la jornada de trabajo, en distintas épocas y países, y sobre todo en Inglaterra. Aparte de la parcialidad que revela al extraer ejemplos de los famosos cuadernos azules —mandados a confec-cionar por la reina del Reino Unido25—, ¿qué demuestra Marx en su aleccionadora recorrida?

Que en todas las épocas y en todos los lugares, las condiciones de trabajo han sido penosas y en muchos casos sobrecogedoras. Basta pensar en las condiciones de trabajo de los países socialistas del siglo XX, un siglo después de la época en que comenzó a escribir Marx. Pero, ¿qué podríamos esperar si las sociedades con más saber acumulado de la historia recién están sacando la nariz de las cavernas en las que han vivido hasta ahora, con algunos resplandores maravillosos y deslumbrantes en el pasado?

Lo fantástico hubiera sido que el trabajo fuera una actividad de satisfacción y aleg-ría, tanto por lo que sabemos de las sociedades, aun las mejores, y por lo que sabemos de la naturaleza humana. Aunque sin duda este último sentimiento de gusto o placer por el trabajo existió y existe, esto ocurrió sólo en ciertas condiciones excepcionales o poco comunes.

Es sólo en la nueva situación creada por la Revolución Industrial, antes de la eclo-sión capitalista (ocurrida después de 1850), y mientras se erosiona el antiquísimo siste-ma productivo de la industria doméstica, que el problema de la jornada de trabajo, y sus condiciones, comienzan a considerarse institucional y asiduamente.

La misma documentación reunida en los cuadernos azules es un indicador conclu-yente, entre otros, de que la jornada y las condiciones de trabajo estaban mejorando, e iban a mejorar aún más. El mismo Marx apunta: “Su propio interés parece pues indicar

25 Hayek, Ashton, De Jouvenel et al. El capitalismo y los historiadores. Unión Editorial. Madrid, 1974 (1954). Un libro muy importante sobre el tema de la pobreza durante la Revolución Industrial.

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al capital la necesidad de una jornada normal de trabajo.” (190) En la nota 4 de la pá-gina 191, pero que continúa en la página 192, dice al pie de esta página: “Para evitar que se saquen del texto conclusiones falsas, debo también hacer notar que la industria algodonera inglesa, desde que por la Factory-act de 1850 fue sometida a la reglamenta-ción del tiempo de trabajo, etc., debe ser considerada como la industria modelo de In-glaterra. El obrero algodonero inglés está por encima de su compañero de oficio del continente desde todos los puntos de vista.”

En otras palabras, donde estaba surgiendo el capitalismo, las condiciones de vida del obrero eran muy superiores a las regiones donde el capitalismo no se había desarrollado, aunque sí la economía dineraria.

En la página 202 Marx comenta la ley complementaria sobre las fábricas del 7 de ju-nio de 1844, que comenzó a regir en setiembre del mismo año: “Como se ha visto, estas minuciosas disposiciones, que tan militarmente uniforme reglamentan a son de campa-na las horas, los límites y las pausas de trabajo, no fueron absolutamente producidas por la fantasía parlamentaria. Ellas nacieron gradualmente de las circunstancias, co-mo leyes naturales del modo de producción moderno.” (202)

Este es evidentemente el resultado de la protesta obrera y del avance de los estratos medios y altos de la estratificación, de lo que llamo “el efecto Dickens”26, siempre olvi-dado en la consideración de estos problemas.

“Gradualmente”, como dice Marx, y como efecto de las “leyes naturales” del “modo moderno de producción”, se siguieron logrando incesantes mejoras en las condiciones y posibilidades de vida de los obreros y trabajadores en general, pero, como es normal, después de grandes protestas.

Este proceso se inició únicamente donde se desarrolló el capitalismo, y de ahí, con grandes desniveles, en otras partes del mundo. Ningún país socialista dio a los trabaja-dores las condiciones de vida, y las posibilidades de vida, que el capitalismo avanzado ofreció a los obreros, ni siquiera aproximadamente. De ahí que, durante graves conmo-ciones sociales, y cuando los marxistas decían que “los trabajadores no tienen nada que perder, salvo sus cadenas”, los países con más obreros y más capitalismo rechazaran “la” revolución, y, más aún, ni pensaban en ella: nunca fue una posibilidad en los países capitalistas avanzados.

Es que tenían mucho que perder. Lenin, Trotsky y Stalin, y los países socialistas en general, demostraron con sus experiencias dantescas que los trabajadores, con la famosa revolución, podían ganar feroces cadenas, desconocidas o ya perdidas en el suelo capita-lista.

Marx afirma en la nota 2 de la página 211: “En general, la población obrera someti-da a las fábricas ha mejorado mucho físicamente. Todos los testimonios médicos condu-cen a ello, y de ello también me ha convencido mi propia inspección personal en perío-dos diferentes”. Y agrega en la página siguiente: “El principio [de la legislación del tra-bajo], sin embargo, había triunfado con su triunfo [sic] en las grandes ramas de la in-dustria, que son la creación más propia del modo moderno de producción. Su asombro-so desarrollo de 1853 a 1860, que marchó a la par con el renacimiento físico y moral del obrero fabril, fue patente para los más ciegos.” (212)

Este reconocimiento acerca de la mejora de la condición de los obreros a medida que el capitalismo crece y se consolida es tan evidente que unas líneas más abajo de la misma página (212) dice: “Por eso a partir de 1860 el progreso es comparativamente más rápido [de esa legislación].”

26 Ver mi libro La sociedad del mal. Complejidad y capitalismo, ya citado, página 216 y siguientes, donde explico el contenido teórico que doy a esta expresión.

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Aquí Marx está de acuerdo explícitamente que es en el sector específicamente capi-talista (dice “las grandes ramas de la industria, que son la creación más propia del mo-derno modo de producción”) donde la legislación del trabajo había tenido un “asombro-so desarrollo de 1850 a 1860”. (212)

Es el capitalismo —no necesariamente algunos capitalistas— y la institucionaliza-ción que hace posible la economía de mercado, lo que mejoró el derecho y las condicio-nes de trabajo. Lo importante en este proceso, lleno de conflictos, es que la Corona y los inspectores que tan entusiastamente elogia Marx, y que dependían del Estado “de la cla-se dominante”, actuaban a favor de los trabajadores.

Otros indicadores significativos sobre la mejora constante y obvia de los trabajado-res mientras el capitalismo avanza en la estructura social son las acotaciones de Engels a El capital, y los comentarios que hace en el prefacio de 1892 a su temprana obra La si-tuación de las clases trabajadores en Inglaterra, que comenté en La sociedad del mal. Complejidad y capitalismo27.

Capítulo IX y XTASA Y CANTIDAD DE SUPERVALÍA YCONCEPTO DE LA SUPERVALÍA RELATIVA

61. “Cuando un capitalista abarata las camisas, por ejemplo, aumentando la fuerza productiva del trabajo, no se propone necesariamente disminuir el valor de la fuer-za de trabajo, y así por tanto el tiempo de trabajo necesario, pero en cuanto en defi-nitiva contribuye a este resultado, contribuye a elevar la tasa general de la superva-lía.” (228)

Lo que dice Marx es que, al abaratarse las camisas, disminuye el gasto de subsisten-cia del obrero (compra las camisas más baratas) o sea el trabajo necesario —cuyo pago es el salario— para sobrevivir. El salario es precisamente el pago por este tiempo de tra-bajo para que el obrero se reproduzca. La supervalía o plusvalía o su tasa, dice Marx, aumenta porque el costo de la mano de obra (capital variable) baja, dado que se costo (o salario) depende del nivel de subsistencia mínimo del obrero, y si este nivel baja (las ca-misas son más baratas) disminuye ese costo.

Podemos aceptar que, a mediano o largo plazo, baje la magnitud del capital variable globalmente dedicado por rama de producción que adoptó un nuevo procedimiento téc-nico. Pero no por eso disminuirá el salario per cápita del obrero. Si este fuera el caso (todo hace pensar que históricamente así fue), suponiendo ningún aumento absoluto del salario, este tendrá sin embargo más poder adquisitivo y por eso el obrero vivirá mejor.

27 Zorrilla R. La sociedad del mal, ya citado, p. 225. Engels dice en su libro en 1892 “El estado de cosas descripto en este libro pertenece hoy al pasado, por lo menos en lo que respecta a Inglaterra [prácticamen-te el único país capitalista de la tierra en ese momento]”, (p. 7 en la edición de la Editorial Lautaro, Bue-nos Aires, 1946 [1845]).

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Esto quiere decir que el nivel medio social de las necesidades de subsistencia del obrero se habrá elevado, puesto que al comprar camisas las pagará más baratas y con el resto que le sobre podrá comprar otra cosa, antes vedada.

Así, el empresario no tendrá una plusvalía mayor (o sobretrabajo) por disminuir el salario obrero, sino que su ganancia será mayor en virtud de que el mercado se habrá ampliado (venderá más unidades), no porque el valor de la fuerza de trabajo haya baja-do. Ahora, en lugar de vender 10 camisas, venderá 80 o más. Lo que le importa al em-presario es su ganancia total, no la unitaria.

La situación de los trabajadores en los países de alto desarrollo capitalista corrobora esta afirmación, que refuta, en cambio, la interpretación marxista, aun aceptando provi-soriamente su teoría del valor. Los salarios (o capital variable, dedicado a la subsisten-cia del trabajador) han mejorado extraordinariamente en la sociedad de alta compleji-dad, así como sus condiciones de trabajo.

Esto quiere decir que el trabajo socialmente necesario —en la conceptuación mar-xista— ha adquirido mucho más valor, y no menos, como pensaba Marx. Al mismo tiempo, son éticamente más altos los estándares culturales e institucionales del trabajo, cualquiera fuera. Toda esta perspectiva es social, y por ello global.

62. “El valor de las mercancías es inversamente proporcional a la fuerza productiva de trabajo. Lo mismo el valor de la fuerza de trabajo, que es determinada por el valor de las mercancías. La supervalía relativa es, por el contrario, directamente propor-cional a la fuerza productiva del trabajo.” (230)

En la primera oración de esta cita Marx nos dice que si la fuerza productiva (máqui-nas, herramientas y demás, o capital constante) aumenta y es mejor —en términos eco-nómicos— el valor de las mercancías que se produzcan será menor. Pero, ¿por qué? Si el capital constante vale más, en términos de la teoría de Marx (contiene más cantidad de trabajo incorporado), y representa por eso un costo mayor para el empresario (tiene más precio), la fuerza de trabajo transmitirá íntegramente ese valor mayor a la mercan-cía.

Lo que ocurre, dirá Marx, es que el valor de una mercancía sólo lo crea el capital va-riable, es decir, el dinero gastado en contratar fuerza de trabajo viva. Y lo más importan-te es que sólo esta crea plusvalía. El capital constante no crea plusvalía, lo que está en contradicción con lo que hacen y piensan todos los empresarios.28

La fuerza productiva (capital constante) no crea valor: tiene el valor ya incorporado de un trabajo anterior, y la fuerza de trabajo que lo utiliza sólo transmite ese valor pree-xistente, más el agregado de nuevo valor que suministra el trabajo vivo actual. Si au-menta —dice Marx— el capital constante, baja el capital variable —único que crea va-lor— y por eso disminuye el valor de la mercancía y la supervalía (ganancia). Ahí baja también el valor de los medios de subsistencia diarios que compra el obrero, con lo que

28 M. Tugan-Baranowsky, profesor de la Universidad de Petrogrado hacia 1915, y socialista que acepta parcialmente al marxismo, apunta: “Partiendo de la teoría de la plusvalía hemos llegado a la conclusión de que la opinión de los capitalistas, en relación a la cuota general de provecho [beneficio] era acertada. La diferencia de capital variable y constante, en cuanto se refiere a la formación del provecho (y sólo en tal relación es válida), carece de fundamento; la parte del capital llamada por Marx constante, es, en el mismo grado que la variable, fuente del provecho. Así se descompone completamente la teoría del prove -cho de Marx; la ‘economía vulgar’ [constantemente despreciada por Marx] que consideraba al capital to-tal como fuente del provecho, tenía razón.” (M. Tugan-Baranowsky, Los fundamentos teóricos del mar-xismo, Hijos de Reus Editores. Madrid, 1915, pág. 206).

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aumenta la supervalía relativa. Es decir, baja el trabajo necesario y por eso también el costo de la fuerza de trabajo o salario.

Si el valor de esa fuerza de trabajo o salario es igual que antes, el valor total incor-porado a la mercancía tiene que ser mayor; y si se requiere menor valor de la fuerza de trabajo (digamos, igual al aumento del valor del capital constante), entonces el valor to-tal de la mercancía permanecerá igual. Es claro, será menor el valor de la mercancía si —por una disminución del salario (es lo que dice Marx) o por la contratación de menos trabajadores— el valor del capital variable disminuye más que el aumento del costo del capital constante; en este caso, y sólo así, el valor total de la mercancía, según la teoría de Marx, sería menor.

¿Cuál es la razón? Es que el aumento del valor del capital constante compensa exac-tamente en este caso la disminución del valor decrecido del capital variable, de modo que la mercancía tiene el mismo valor total que antes. Lo único que puede decir aquí Marx es que la plusvalía será menor, pero no que el valor global de la mercancía sea menor. Como él mismo dice, el trabajador transfiere a la mercancía la totalidad del valor materializado en el capital constante; de ahí que, si este representa mayor valor, lo trans-mitirá íntegramente a la mercancía. Todo esto no dice nada acerca del precio, que de-pende únicamente del mercado, tanto para averiguar si la mercancía tiene valor de uso, como para saber, simultáneamente, si tiene trabajo socialmente necesario; si tiene am-bos (uno se implica al otro), entonces, y sólo entonces, tendrá valor.

Y también en este caso la supervalía relativa sería directamente proporcional al au-mento de la fuerza productiva del trabajo. ¿Por qué? Porque, a diferencia de otros ejem-plos, aquí Marx supone que valor y precio tienen magnitudes diferentes: mientras el pri-mero (en el último caso) baja (menos capital variable), el precio de venta de la mercan-cía no, de manera que la supervalía obtiene un plus que los otros competidores no po-seen, dado que el valor de su fuerza productiva de trabajo sigue siendo el de antes. En otras palabras: por el mismo precio que cobrarán de sus mercancías, los innovadores dan menos valor que sus competidores, que siguen pagando mayor cantidad de trabajo (más capital variable).

¿De qué otra forma podría bajar el valor de la mercancía cuando aumenta la fuerza productiva del trabajo? Si esta logra producir mayor cantidad de mercancías por unidad de tiempo o por trabajador. Entonces, cada unidad producida contiene menos valor. El valor por mercancía desciende, así como los costos por mercancía. Y si el precio sigue siendo el mismo —porque la competencia sigue manteniendo sus capitales (constante y variable) antiguos— es evidente que el empresario innovador adquiere un plus de ga-nancia del que los otros empresarios carecen.

Pero esta ganancia (plusvalía relativa) es temporal: dura hasta que los otros empre-sarios competidores aumenten la fuerza productiva de trabajo, o, en otras palabras, pon-gan al día el nivel de producción de su capital constante.

Por otra parte, el primer empresario innovador introduce más capital constante para que el costo por unidad de la mercancía baje, a fin de vender una cantidad mayor calcu-lada de esta, no sólo para recuperar el capital mayor invertido en el aumento de la fuerza productiva de trabajo, sino para ganar mucho más que antes mediante la ampliación del número de consumidores, o del tamaño del mercado. Evidentemente, esto implica tam-bién bajar los precios o abaratar la mercancía.

En resumen, si bien el empresario ha gastado más en la producción —inclusive aca-so en capital variable o salarios (a diferencia de lo que dice Marx)— la ganancia total (y no meramente por unidad producida, que puede ser considerablemente menor) puede ser mucho mayor.

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Pero este halagüeño resultado sólo será posible si el mercado acepta o absorbe, al menos en un cierto nivel, la mayor cantidad de mercancías. Si esto no sucede, la innova-ción habrá sido un fracaso. ¿Y la plusvalía relativa? Ah, sobre esto Marx no dice una palabra. Además, no menciona —como otras tantas veces— el carácter decisivo del mercado. Pero, dirá, es que el trabajo socialmente necesario está por debajo del deman-dado por la nueva innovación. Es, por eso, un tipo de trabajo de costo demasiado alto: por eso fracasó.

Otra vez caemos inevitablemente en el mercado: este es el que decide cuándo un tra-bajo es socialmente necesario. Se trata de una afirmación fundamental de Marx. Antes del veredicto del mercado, nadie lo sabe, ni lo sabrán los planificadores socialistas, su-poniendo que existieran. He ahí un punto capital: si en el socialismo no hay mercado, no se podrá saber cuándo un trabajo es socialmente necesario y cuándo no. Y este fue uno de los problemas básicos del socialismo real.

El valor de la mercancía —en términos de la teoría de Marx— sería menor si, a un aumento de la fuerza productiva de trabajo, automáticamente bajara el salario y en ma-yor proporción. Si la baja de la masa total de salarios a pagar es mayor que el aumento del costo del capital constante, es posible que el valor de la mercancía baje.

Pero no es seguro: es factible que el mercado “trabajo” sea tal que el costo de la fuerza de trabajo (capital variable, o salarios) no disminuya —aun por razones cultura-les— o inclusive que aumente.

Sin duda, si aumenta la fuerza productiva de trabajo (capital constante), es probable que ahora, en lugar de necesitar tres obreros necesitemos uno (quizá su salario unitario sea mayor al de cualesquiera de los otros tres). Sin embargo, es sólo probable que la ba-ja en la masa de salarios a pagar sea suficiente para que las mercancías disminuyan su precio. Además, no es seguro que el valor del trabajo (salarios) sea menor para el traba-jador individual, aunque sí por unidad de mercancía. Si bien es cierto que ahora, en lu-gar de tres obreros necesitamos uno, es posible que su salario sea mayor e inclusive bas-tante mayor (acaso tanto como los tres juntos) porque al utilizar una fuerza productiva más sofisticada se exige del trabajador un trabajo de mayor calidad.

Marx supone además algo poco creíble, aunque coherente con su teoría: que al bajar los precios de las mercancías que el trabajador consume para su subsistencia, automáti-camente bajará su salario. Aunque esto es posible, es, en cambio, improbable, si no hay una crisis general que afecte gravemente al mercado de trabajo. Los salarios, por razo-nes culturales y sociales, tienden a ser, en conjunto, estables, si bien en el medio plazo no son ni pueden serlo.

Una explicación plausible para sostener que el aumento de la fuerza productiva dis-minuye el precio (no necesariamente el valor en sentido marxista) de la mercancía es que esa nueva técnica estimula o impulsa a expandir el mercado (crea demanda) o hace posible nuevos mercados, al elevar considerable o enormemente el número de mercan-cías, cuya ganancia por unidad es menor, pero cuyo volumen global es mucho mayor.

En este caso —común en todas las experiencias capitalistas— se ve que la fuerza productiva aumenta, el salario aumenta, la oferta y la demanda son más altas, y el precio de las mercancías, inclusive quizá las que consume el trabajador para su subsistencia, baja, si bien esto ocurre algunas veces y no siempre.

Este es el camino recorrido por el capitalismo avanzado en el último siglo y medio, sintéticamente considerado, no obstante las catástrofes históricas que debió atravesar, y la gran variedad de situaciones nacionales que conformaron el contexto donde debió conservarse —a veces a duras penas, o con deterioros institucionales graves— y crecer.

Es cierto que desde el punto de vista de la teoría del valor de Marx la plusvalía rela-tiva (diferencia entre lo que ganan las fábricas o empresas de nivel productivo medio y

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convencional, y la empresa con más fuerza productiva de trabajo) es mayor cuanto ma-yor es esa fuerza productiva, aunque esta ganancia extra termina cuando todas las em-presas imitan al innovador.

Pero la supervalía relativa —y acaso tampoco la absoluta— no aparecerá a menos que el mercado sea sensible a la nueva oferta que le acerca la nueva fuerza productiva, la acepte, y por lo menos se mantenga. Como en otros casos ya comentados, los aconte-cimientos dependerán decisivamente de la respuesta de los mercados. Estos dirán sí o no, o ni, sobre la corrección de elevar la fuerza productiva o tener éxito en ganar más (tener más supervalía).

63. “El capital tiene, pues, una tendencia inmanente y constante a aumentar la fuerza productiva del trabajo, para abaratar la mercancía y, así, abaratar al mismo traba-jador.” (231)

Ya sabemos, y Marx fue uno de los más expresivos en hacerlo notar, que la econo-mía dineraria y el estallido del capitalismo en la segunda mitad del siglo XIX en Ingla-terra, han deparado una fantástica creación de riqueza en un tiempo históricamente irri-sorio. Como dice Marx, es inmanente al capitalismo revolucionar constantemente la téc-nica productiva y abaratar las mercancías.

Pero es totalmente equivocado sostener que reduzca el valor del trabajo o del traba-jador, ni como persona, ni como agente asalariado del trabajo. La experiencia histórica es globalmente clara: donde hay más capitalismo, los salarios son mucho mayores que donde hay menos o no existe) o donde se hizo la experiencia socialista (sea en la URSS o en la Cuba castrista). Los nuevos instrumentos de producción exigen de más en más un trabajo calificado, inclusive en los niveles más bajos de la división del trabajo.

La imagen que ofrece Marx del obrero pauperizado, ignorante y zaparrastroso es el resultado de lo que él quería que ocurriera para que su teoría tuviera alguna confirma-ción. Esa imagen no es la consecuencia de evaluar científicamente los hechos sociales que tenía ante sus ojos. El llamado revisionismo marxista tiene su origen en que los ca-maradas que llegaban a fines del siglo XIX a Inglaterra comprobaban que las prediccio-nes de Marx estaban completamente equivocadas. La realidad del desarrollo capitalista en ese país las había desmentido. Lo mismo ocurriría en el resto del mundo donde el ca-pitalismo pudo crecer.

La cita de Marx que he consignado contiene la idea de un ensayo de 1834 (Marx te-nía entonces 16 años), que no escribió él y que transcribe en la nota 1 de la página 231: “Los salarios disminuyen en la misma proporción en que el poder de la producción au-menta. Es cierto que la maquinaria abarata las cosas necesarias para la vida, pero abara-ta también al trabajador”. Esta es una prueba más de que el pensamiento de Marx tomó los aspectos fundamentales del pensamiento económico clásico y convencional de su tiempo, y los plasmó en una síntesis personal, pero de ninguna manera original (en cuanto ya estaba en aquel pensamiento, por otra parte de esencia tradicional).

64. “En la producción capitalista, la economía de trabajo, por el desarrollo de su fuer-za productiva, no tiene, pues, absolutamente, por objeto, el acortamiento de la jor-nada.”(231)

Evidentemente, el desarrollo de las fuerzas productivas que impulsa el capitalismo no tiene el propósito de acortar la jornada de trabajo. En rigor, el capitalismo, ni ningún

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sistema o subsistema social, ni tampoco el socialismo real, tienen propósitos. Los hom-bres, o sus liderazgos, formales e informales, sí tienen propósitos y, dadas ciertas cir-cunstancias, pueden alargar o acortar la jornada de trabajo.

Si un sistema crea mucha riqueza, la jornada posiblemente pueda acortarse. Si, en cambio, hay destrucción y muerte —por guerra, revolución o disturbios— probable-mente habrá que trabajar mucho más, o acostumbrarse a vivir en condiciones más peno-sas que antes.

Si allí donde el capitalismo llegó a dominar, la jornada de trabajo pudo disminuir, al punto de pasar de 14 horas de trabajo a 12, luego a 10 y finalmente a 8, y a veces a 6, y finalmente conceder vacaciones anuales, es porque creó tanta riqueza que eso fue posi-ble en un cierto tiempo histórico. Para Marx, y en un todo de acuerdo con su teoría, pero en absoluta oposición con lo que estaba sucediendo frente a sus ojos en la Inglaterra de su tiempo, ese acortamiento era imposible.

Porque para él, la plusvalía o ganancia derivaba exclusivamente del capital variable, es decir, del gasto (salario) en fuerza de trabajo. De modo que con cada reducción de la cantidad de trabajadores, o del monto de salarios —debido a un aumento en la capaci-dad productiva (capital constante)— la supervalía disminuye y el alargamiento de la jor-nada de trabajo (para compensar) es inevitable.

Así, cada vez que hay un aumento de la fuerza productiva de trabajo (o capital cons-tante, el que nunca crea valor), y disminuye por eso la cantidad de trabajo necesario (o capital variable, por ejemplo, un obrero en lugar de tres), transitoriamente, como ya he-mos visto, puede haber una plusvalía relativa, porque la empresa sigue vendiendo su mercancía al precio que cobran los que todavía no han introducido la innovación (más fuerza productiva).

Pero cuando la innovación se generaliza esa supervalía desaparece: queda la plusva-lía absoluta, que ahora es menor, dado que el capital variable (el pago en salario de un obrero en lugar de tres) es también menor. Para recuperar la plusvalía anterior, Marx asegura que el único camino es alargar el tiempo de trabajo. Acortarlo es imposible. Si baja la generación de plusvalía —por una disminución en el capital variable, o salario obrero— tiene que aumentar la “explotación” (más trabajo, menos salarios, jornada ma-yor).

Esto no es algo que se pueda evitar o siquiera paliar por el “buen corazón” de los empresarios o del Estado, cualquiera sea el gobierno. Es inevitable e inherente al siste-ma capitalista. De ahí que el diagnóstico de Marx sea lapidario: el capitalismo caerá “naturalmente”, por sus contradicciones intrínsecas, independientemente de que haya gente que quiera defenderlo o destruirlo (lo que es flagrantemente contradictorio con su idea de “la revolución”; pero los creyentes viven y se alimentan de las contradicciones: la lógica los aniquilaría). El propio crecimiento tecnológico del capitalismo terminará inexorablemente con el capital variable y con ello terminará también con la plusvalía o ganancia, que se funda en la necesidad de devorar trabajo humano vivo.

Por eso Marx anticipó la pauperización creciente junto a la explotación creciente, miseria creciente, y conflictos salvajes y definitivos: los obreros harán la revolución “¡lo quieran o no!”, le dice en una carta a Ruge de 1848.

Con esto se harían realidad las condiciones de la utopía comunista: una vez destrui-da —no se sabe cómo— nada menos que la división del trabajo, aparecería “la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades [propio de la división del trabajo], sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que se hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y

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después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamen-te cazador, pescador, pastor, o crítico, según los casos.”29

Si todas estas ingenuidades fueran ciertas, hacen innecesaria “la” revolución, puesto que el proceso de autodestrucción del capitalismo sería automático. Como dice Marx en el prólogo a la primera edición alemana de El capital: “... no puede saltar [la sociedad moderna] ni suprimir por decreto las etapas naturales de desarrollo; pero puede acor-tar y mitigar los dolores del parto.” (11)

Si esta última frase se refiere a “la” revolución, es más que obvio que, cuando efec-tivamente tuvo lugar en el siglo XX, ella originó en todas partes tragedias y genocidios sin parangón en la historia, por la cantidad de personas y países implicados. Mucho más, sin duda, que el nacional-socialismo, lo que no disminuye un ápice el grado de cri-minalidad masiva que este aplicó, ni su culpabilidad.

Otra observación indispensable es que si es cierta la ratio que lleva al capitalismo a su autodestrucción, entonces hay que explicar por qué su desarrollo en los últimos cien-to cincuenta años ha sido contradictorio con las predicciones de Marx, en todos los as-pectos sociales y culturales, no sólo en los específicamente económicos. En particular, en ningún proceso revolucionario históricamente dado la “clase obrera” tuvo algún pa-pel importante y menos decisivo.

Pero también habría que explicar qué pasó con las experiencias socialistas, puesto que Marx incluye innumerables veces visiones o predicciones de lo que sería el funcio-namiento real del socialismo. En ellas se eliminaron hasta los vestigios del capitalismo: la propiedad privada, los bancos, el mercado. Hay una multitud de preguntas cruciales: ¿por qué ningún país socialista aplicó la teoría del valor de Marx para calcular las por -ciones a distribuir del producto total, cuando él dijo expresamente cómo había que pro-ceder para calcularlas en una sociedad socialista? ¿Es verdad que en esos países no exis-tía la plusvalía? ¿Es cierto que allí no había “explotación”? ¿Y los millones de trabaja-dores esclavos del archipiélago Gulag? ¿Y la matanza de millones de campesinos duran-te la colectivización forzada? ¿Y la desaparición de minorías nacionales? ¿Y las perse-cuciones religiosas, mucho más sistemáticas y salvajes que durante el zarismo?

Las preguntas podrían seguir, interminables. Todas las explicaciones “materialistas” (o económicas) y “clasistas” son absolutamente irrelevantes para comprender los Frankensteins sociológicos que originó la teoría de Marx en esas experiencias, donde no existía el capitalismo.

Finalmente, las revoluciones tuvieron lugar en países subdesarrollados, donde la existencia de obreros era ínfima. Además, en ningún caso ocurrieron como culminación del agotado capitalismo. Todos estos son hechos empíricos, históricamente verificables, que contradicen de lleno las predicciones, plenas de soberbia, de Carlos Marx.

29 Marx-Engels. Ideología alemana. Ediciones Pueblos Unidos. Montevideo, 1968, p. 34.

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Capítulo XICOOPERACIÓN

65. “... la cantidad de supervalía que produce un capital dado es igual a la supervalía que da cada obrero multiplicada por el número de los obreros simultáneamente ocupados.” (232)

“El trabajo materializado en valor es trabajo de calidad social media, es decir, la manifestación de una fuerza de trabajo media. “(233)

La elección de conceptos “tiempo medio de trabajo”, “salario medio”, “trabajo de calidad media”, y similares, tiene en Marx el propósito de huir despavorido de todas las dificultades empíricas, para pasarlas al mundo de las cómodas abstracciones, donde el pensador despoja a la realidad de toda molesta disconfirmación. La abstracción más aberrante es evidentemente la que intenta ocultar las inmensas diferencias en la calidad del trabajo, donde el cálculo o aun la mera idea de “calidad media” se torna imposible.

Estas reducciones al promedio no constituyen un intento por elevar el nivel teórico, sino para resolver con toques mágicos, propios de un ilusionista, los problemas de con-tratación que deben ser encarados por la experiencia o la experimentación.

En particular, la consideración de la calidad de trabajo es un aspecto nuclear, en to-das las épocas, de la producción y la productividad: tiene que ver con la innovación, la competencia, la división del trabajo, la coordinación de las tareas cooperativas, el rendi-miento y la eficiencia, entre otras cualidades.

Al aplicar un reduccionismo totalmente arbitrario, Marx considera que el trabajo complejo es un compuesto de unidades de trabajo simple. Con eso apartó de sus refle-xiones la calidad del trabajo, un rasgo irrenunciable en toda teoría de la producción y la productividad, cualquiera sea el sistema económico vigente.

Por eso Marx habla únicamente del trabajo obrero (átomo o célula del trabajo com-plejo), el cual, por otra parte, era sólo una porción muy pequeña, casi despreciable, de la población activa total cuando él escribía.

¿Y el trabajo del ingeniero, del administrador, del capataz, del empresario, del me-cánico, del inventor, entre otros? ¿Cómo se calcula allí el valor y la plusvalía, inclusive el salario? ¿Cuál es la incidencia, absoluta y relativa, de estas actividades de alta calidad todas ellas, si bien en diferente grado, en la formación del valor, tal como lo concibe Marx?

De un plumazo, toda esta rica problemática —esencial, no secundaria, para su teo-ría— desaparece. La invalida u oculta hábilmente con el “trabajo de calidad media”, un simulacro de abstracción, o, mejor, mera entelequia teórica. Marx tampoco dice cómo se determina ni la calidad social media, ni el tiempo socialmente necesario de trabajo inde-pendiente del mercado.

Sin embargo, detrás del uso y abuso de esos conceptos está la temida competencia y el olvidado y ubicuo mercado: “Si para producir una mercancía un trabajador emplea-ra un tiempo considerablemente mayor que el socialmente necesario, si para él se apar-tara considerablemente el tiempo necesario del tiempo de trabajo medio o socialmente necesario, su trabajo no valdría como trabajo medio, ni su fuerza de trabajo como fuer-za media de trabajo. Esta fuerza no encontraría comprador; o lo encontraría solamente a un precio inferior al valor medio de la fuerza de trabajo.” (233)

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Por esto nos enteramos que “calidad media”, “trabajo medio”, no son promedios empíricos, como el promedio de una sumatoria, sino supuestos puramente teóricos.

¿Y quién o qué determina si algo tiene o no el “tiempo socialmente necesario?” No hay otra causa posible que la competencia en el mercado: si no tiene comprador —dice Marx—, lo único que da valor a las cosas, es su precio y o su calidad: porque es muy caro o muy inferior. Por eso, tener comprador es el único indicador —según Marx— de que la cosa se ha producido al nivel del mercado, es decir, que una mercancía cualquiera ha recibido el bautismo de lo socialmente aprobado.

Si no hay comprador (el mercado dice “no”), entonces, cualquiera sea la cantidad de trabajo —poca o mucha— o el valor presunto “materializado”, no es “socialmente necesario”, en otras palabras, el trabajo no ha creado valor. Como dice Marx —sin darse cuenta que significa la destrucción de su teoría: “Esa fuerza no encontraría comprador, lo que es decisivo y definitivo: si algo tiene valor, y en qué grado, eso lo determina la demanda, o el mercado, no el trabajo cristalizado en la mercancía.

El trabajo medio socialmente necesario, el trabajo de calidad media, y, finalmente, el valor en sentido lato, lo fija inexorablemente el mercado, o “los otros”, no los que producen la mercancía. Si se apartaran del veredicto del mercado (que es “la sociedad” o “los otros”) su trabajo, dice Marx, “no valdría”, es decir, no habría valor creado. Con esto, Marx aniquila su teoría.

66. “Los medios de producción empleados en común transmiten a cada producto una porción menor de valor, en parte porque el valor total que transmiten se reparte en-tre una mayor tasa de productos, y en parte porque, comparados con los medios di-seminados de producción, entran en el proceso de producción con un valor absoluto mayor relativamente a su campo de acción.” (234)

Comparemos el proceso productivo, con las mismas fuerzas productivas, en talleres individuales, y, por otro lado, los diseminados, con los mismos trabajadores en un solo taller. Si los medios de producción son idénticos (esta es una suposición de Marx) y en la misma cantidad, de acuerdo con la teoría del valor-trabajo, poseen el mismo valor (en cuanto trabajo cristalizado en ellos). En consecuencia, transmiten a la misma mercadería que producen idéntico valor, estén esos medios de producción en común (bajo un mis-mo techo) o diseminados en talleres diferentes.

Pero el trabajo común —dice Marx— permite el uso económico (ahorro) de edifi-cios, instrumentos, depósitos de materia prima, y similares, que hace posible que el va-lor de los medios productivos sea menor (estimados por unidad productiva, dado que se producen muchas más unidades trabajando en común). El costo total es mucho menor.

Pero hay un punto que Marx no toca y que es fundamental para el ahorro de fuerzas productivas: las vitales tareas de coordinación y planificación del empresario en el pro-ceso productivo, las que son posibles únicamente porque todos los que trabajan lo hacen en una sola planta. En términos de la teoría del valor de Marx, este trabajo de alta califi -cación debería agregar valor, puesto que es sin duda trabajo productivo.

Sin embargo, Marx no menciona este hecho de enorme significación. Sólo afirma que el producto final es más barato. Muy probablemente (habría que hacer una investi-gación empírica) el producto es más barato no porque haya menos valor cristalizado en el trabajo en común (todo indica que habría más) sino porque habría mucha más venta, o, en otras palabras, el mercado potencial se habría agrandado.

Finalmente, si el trabajo del empresario es trabajo complejo agregado (que no se ha-lla en la producción diseminada, porque allí no actúa el empresario), debería aumentar

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el valor, o por lo menos compensar el ahorro de valor obtenido por el uso de las fuerzas productivas usadas en común.

67. “Con la cooperación de muchos asalariados, el mando del capital pasa a ser una necesidad para la ejecución del trabajo mismo, una condición real de la produc-ción. El mando del capitalista [debería decir del empresario] en el campo de la pro-ducción es ahora tan indispensable como el general en el campo de batalla.” (238)

Como siempre, Marx no distingue en el tomo I entre capitalista y empresario, roles que, si a veces están fundidos en una sola persona, son sociológicamente muy distintos, por sus funciones en el proceso de empezar y sostener la producción de cualquier mer-cadería.

La interesante de esta cita es que reconoce, por primera vez, y única (en este tomo), la relevancia cardinal del empresario como trabajador en el emprendimiento productivo, y sus tareas —a las que adjudica una importancia esencial— específicas e indispensa-bles, lo que configura la aceptación de que contribuye con un trabajo de alta compleji -dad. Es sumamente curioso que en ninguna parte repita este reconocimiento, y, lo que es peor, que no saque ninguna consecuencia teórica, tanto para la concepción del trabajo en general, como para la concepción del valor

Tampoco los marxistas —los más destacados del vasto santoral— se han dado cuen-ta de que su sistema necesitará, ineluctablemente, de empresarios. Lo que es trágico es que no sabrán cómo formarlos, puesto que no habrá mercados.

68. “La interdependencia de sus trabajos [el de los obreros] se presenta, pues, ideal-mente ante ellos como el plan y, prácticamente, como la autoridad del capitalista, como poder de una voluntad extraña, que somete a sus fines la obra de ellos.” (239)

Como si esto no pasara en cualquier grupo social de cualquier época, y, especial-mente, como si no habría de pasar en el socialismo real. Ya Bakunin y Max Weber ha-bían adelantado el despotismo militar de los burócratas de las dictaduras socialistas, an-tes que Lenin, Trotsky, Stalin, Mao y Tito, entre otros, le dieran el espaldarazo sistemá-tico y empírico. Y esto no es la expresión de una teoría o una deducción: son registros históricos.

69. “Así como un ejército necesita jefes y oficiales militares, una masa de obreros que trabaja bajo el mando del mismo capital necesita de oficiales industriales superio-res (directores, gerentes) y suboficiales (inspectores, capataces, celadores, contra-maestres), que mandan en nombre del capital durante el proceso de trabajo.” (239-240)

Toda esta metáfora militar se dio, es cierto, con un rigor infinitamente más fuerte, en todos los países socialistas, donde no existían capitalistas ni capitalismo, pero había, sin duda, explotación.

En el Noveno Congreso del Partido Comunista Ruso del 29 de marzo al 4 de abril de 1920, León Trotsky decía: “La militarización es impensable sin militarizar a los sin-dicatos como tales, sin el establecimiento de un régimen en que cada obrero se sienta soldado del trabajo, que no pueda disponer de sí mismo libremente; si se le da la orden

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de trasladarse, debe cumplirla, si no la cumple será un desertor a quien se castiga. ¿Quién cuida de ello? El sindicato; él crea el nuevo régimen. Esto es la militarización de la clase obrera.”30

En el mismo congreso, Trotsky, sin el menor desparpajo, se atrevió a contradecir a Marx, pero no desde el capitalismo, sino desde el primer experimento socialista de la historia: “Estamos ahora avanzando hacia un tipo de trabajo socialmente regulado sobre la base de un plan económico que es obligatorio para todo el país, es decir, para cada obrero. Este es el fundamento del socialismo... Y una vez que lo hemos reconocido, re-conocemos con ello fundamentalmente... (...) el derecho del Estado de los obreros a en-viar a todos los hombres y mujeres trabajadores al lugar donde son necesarios para el cumplimiento de las tareas económicas. Por lo tanto, reconocemos el derecho del Esta-do, el Estado de los obreros, a castigar al hombre o mujer trabajador que se niegue a cumplir sus órdenes, que no subordine su voluntad a la de la clase trabajadora y sus ta-reas económicas. La militarización de la mano de obra en el sentido fundamental de que he hablado es el método indispensable y básico para la organización de nuestras fuerzas laborales... Sabemos que todo trabajo es socialmente obligatorio [parece que Marx no lo sabía y nuestros profesores no quieren creerlo]. El hombre tiene que trabajar para no morir [¿no era lo que criticaban en el capitalismo?]. ¿No quiere cumplirlo?, pues la or-ganización social le obliga y fustiga en esa dirección.”31

Todos los jerarcas comunistas, en todas partes, más allá de las diferencias políticas del momento, operaron según estas directivas, y el que marcó la impronta en ese sentido fue Lenin. Se ve claro ahora de dónde vienen los campos de trabajo esclavo, que Hitler copió tan bien y que aplicó a todos, menos a los obreros alemanes, El archipiélago Gu-lag ya se inició en la época de Lenin y Trotsky: “... el congreso considera que uno de los problemas urgentes del gobierno soviético y de las organizaciones sindicales [sic] es la lucha sistemática, consecuente y enérgica contra la deserción obrera, especialmente me-diante la publicación de listas de desertores que podrán ser castigados, incorporando los desertores a grupos de castigo que deberán cumplir y, finalmente, en cerrándolos en campos de concentración.”32

Como se aprecia, los paraísos marxistas son, más que artificiales, falsos. Nunca existió una “revolución obrera”, u “obrera y campesina”, o una revolución de la “clase obrera”, ni un “Estado obrero”, o eso de que “la clase obrera” dirija algo, o tenga planes propios. Son todas reificaciones, cosificaciones, o, en otras palabras, entelequias mixti-ficadoras de una conciencia alienada.

30 E. H. Carr, La revolución bolchevique. Alianza. Madrid, (1974), Tomo 2. p. 225.31 Ibíd., p. 228.32 W. H. Chamberlin. La revolución rusa. Siglo XX. Bs. As., 1967, tomo III. Apéndice documental, p. 340-341.

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Capítulo XIIDIVISIÓN DEL TRABAJO Y MANUFACTURA

70. “Que para elaborar una mercancía no se gaste más tiempo que el socialmente nece-sario, aparece en general en la producción mercantil como una coerción externa de la competencia; porque hablando superficialmente, cada productor tiene que ven-der su mercancía por el precio del mercado.” (249)

Aquí aparece meridianamente claro, aunque a regañadientes (“en general”) que “el tiempo socialmente necesario”, expresión teóricamente clave en Marx, reiterada y tam-bién ubicua, depende por completo de la competencia, es decir, del mercado. Y otra vez, con pesar inocultable (“hablando superficialmente”), reconoce que todo productor siem-pre depende de las decisiones de la demanda, que establece el precio del mercado.No hay ni un ápice de superficialidad en este reconocimiento: es, al contrario, un aspec-to esencial de la realidad económica. Dondequiera que haya intercambios, esta regla se cumplirá indefectiblemente, haya capitalismo o no.

71. “La disminución relativa del valor de la fuerza de trabajo, resultante de la supre-sión o disminución de los gastos de aprendizaje, implica inmediatamente una valo-rización mayor del capital, pues todo lo que acorta el tiempo necesario para la re-producción de la fuerza de trabajo alarga el dominio del sobretrabajo.” (253)

A pesar de que la experiencia de la Revolución Industrial demostraba la urgencia de mejorar el nivel educativo de la mano de obra, y de elevar por eso su nivel educativo ge-neral y específicamente técnico, Marx insiste constantemente que “el capital” necesita convertir al trabajador en un zaparrastroso ignorante. La realidad era exactamente a la inversa de lo que creía Marx.

La urgencia por mejorar la calidad de los productos, el continuo avance tecnológico, y la creciente complejidad de las tareas en el nuevo contexto de las condiciones de tra-bajo, impulsaban aceleradamente a la mejora educacional de la mano de obra. En ese momento comienza una verdadera revolución en la enseñanza, particularmente la técni-ca, que se hace masiva, en todos los países avanzados y también en la Argentina.

Como, según la teoría de Marx, el capital constante (máquinas, herramientas, edifi-cios, etc.) crece incesantemente para disminuir el capital variable (el pago por salario obrero) —y solamente este origina plusvalía— su disminución reducía la ganancia, lo que debía compensarse con un aumento del sobretrabajo: de lo contrario, la tasa de ga-nancia sería menor o desaparecería.

Esta consecuencia de su teoría llevaba a decir a Marx que se habría de prolongar, por necesidad ineludible, la jornada de trabajo, y aumentar la cantidad de mujeres y ni-ños trabajadores, dada la permanente baja del capital variable (único elemento de la pro-ducción que genera plusvalía o ganancia).

En 1875, en su crítica al programa de Gotha, Marx decía, por ejemplo: “La prohibi-ción general del trabajo de los niños es incompatible con la existencia de la gran indus-tria, y, por lo tanto, es un piadoso y vano deseo.”33

33 Karl Marx, Crítica al programa de Gotha, Ed. Lautaro, Buenos Aires, 1946 [1891] pág. 34.

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Los hechos históricamente dados son que la jornada de trabajo disminuyó, el trabajo de los niños en la gran industria desapareció, y las grandes empresas tienen importantes departamentos de capacitación, al mismo tiempo que se desarrolló una extensa red de educación primaria

¿Por qué estos cambios inéditos en la historia de la especie humana? Porque el desa-rrollo capitalista exige un trabajo altamente calificado y eso sólo se puede realizar con un trabajador instruido y responsable.

Desde los primeros planteos de su teoría, Marx estaba intelectualmente impedido si-quiera de avizorar estos cambios, más allá de su erudición y talento.

72. “No es este el lugar de demostrar cómo esta [la división del trabajo] además de la esfera económica, invade todos los otros campos de la sociedad, echando en todas partes las bases de la formación de especialidades, y de esa fragmentación del hom-bre, que A. Ferguson, el maestro de A. Smith, hizo ya exclamar: ‘Somos una nación de ilotas y no hay hombres libres entre nosotros’.” (256)

Desde que existe la sociedad humana, la división del trabajo no ha cesado de crecer y, lo que es más importante, desde la eclosión de las ciudades occidentales europeas ha-cia el 1200 y el incremento de la economía dineraria, la complejización de la división del trabajo ha sido probablemente exponencial.

Como lo dijo, más luminosamente que nadie, Platón34 la división del trabajo es un aspecto ilevantable de la realidad social y del mejoramiento de las condiciones de vida, si bien lo que buscaba Platón era justificar la sociedad estamental. Evidentemente, debi-do a que el trabajo es uno de los grandes agentes socializadores (o de la constitución de la persona), la diversificación del trabajo y el desarrollo de multitud de especializacio-nes tiende a crear seres en los que se observa una cierta “deformación profesional”, a veces grave y siempre muy variable.

Hasta donde es posible estimar, esto nos afecta a todos, y a todas las sociedades y culturas, y aun, sin duda, al mismo Marx, quien parece no reparar en ello. En alguna medida somos, y seremos, seres fragmentarios —además de limitados— y sólo la comu-nicación, acompañada de una buena dosis de humildad y buena voluntad, podrá mitigar este hecho inexorable.

Es que dominar parcialmente, y según nuestra época, cualquier parcela del conoci-miento, en sólo una parte de su horizonte cognoscitivo, reclama la totalidad de nuestras

Gotha es la ciudad alemana donde en 1875 se reunieron el Partido Obrero Socialdemócrata de Alemania (marxista) y la Asociación General de Obreros Alemanes (lassalleanos) para lograr la unión política de los socialistas alemanes. El Programa de Gotha surgió de esos propósitos. La edición que cito de Lautaro es excelente: contiene también comentarios de Engels y Lenin.34 Platón. La República. EUDEBA. Buenos Aires, 1963, pág. 160 y siguientes. En este punto, el tema de Platón es el de la justicia. ¿Cómo es entonces que comienza dialogando acerca de la división del trabajo? Porque la justicia estructura todo el orden social y este será mejor en la medida en que cada uno cumpla idóneamente las funciones de cada posición determinada por la división del tra-bajo. Por eso lo justo será que cada uno realice lo que debe, bajo la dirección de los filósofos, que son los que más saben; y controlados por la vigilancia ejercida por los guardias. El propósito de este orden es pre-servar la supervivencia de la colectividad y garantizar su funcionamiento óptimo, amenazado por las pa-siones que despiertan la música, la poesía y el dinero. Es un orden rigurosamente estamental y autoritario, donde no deben ocurrir cambios, a menos que sean muy calculados. De ahí que la educación sea esencial y la familia un peligro, como germen de diversidad en la socialización y como centro de poder que puede competir con el poder central. Como en la sociedad espartana real, su visión antropológica es comunita -ria: los apetitos deben subordinarse estrictamente a la colectividad; el individuo no cuenta. Nadie debe ser el arquitecto de su propio destino porque eso sería el desorden. Por eso hay que disminuir al mínimo, y si es posible eliminar, la individuación.

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energías, aun en los puntos más pedestres de nuestro esfuerzo. Además, necesitamos es-pecialistas, semiespecialistas, divulgadores y también especialistas de la totalidad o glo-balidad, todos en comunicación, discusión y a veces en áspero conflicto.

Este es un problema de cualquier sociedad —pasada, presente y futura— aunque es cierto que el capitalismo, al promover la sociedad de alta complejidad, hizo más notorio el tema de la especialización. Si cada día sabemos que la especialización, aun en el pla-no de la generalidad, es inevitable, no obstante el reconocimiento de que nuestra igno-rancia es y será infinita, entonces nuestra lucha contra ella— para limitar sus efectos ne-gativos— reposa únicamente en el campo de la responsabilidad personal, como también en el amor, la felicidad o el cuidado de uno mismo.

Desgraciadamente, el día tiene sólo 24 horas, nuestra vida es limitada, y signada por enfermedades, accidentes, compromisos y otras coacciones; para colmo, nuestra capaci-dad física e intelectual también tiene límites.

En su utopía, rebosante de ingenuidad y voluntarismo romántico, Marx imagina que la división del trabajo —el dominio de sus sueños adolescentes— desaparecerá. ¡Por fin haremos lo que queramos! La imaginación se instalará orondamente en el poder: “... con lo que se hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana aque-llo…”35 Como se ve, es la perspectiva del adolescente “niño bien”, que ni piensa en ha-cer los esfuerzos que hicieron sus padres. Los adolescentes de estratos bajos saben, en cambio, que tendrán que trabajar duramente para hacerse un lugar en el mundo.

Supongamos ahora que esta suavísima locura se realice. ¿Desaparecerá la especiali-zación (reparemos que el trabajo, en perfecta congruencia con las ilusiones de los im-berbes, ya no existe), o nos especializaremos en las vaguedades del cómodo ocio, a la manera de los inmortales del cuento de Borges en el Aleph?

Si queremos hacer algo bien —como descubrió Platón— tendremos que especializa-mos. Por otra parte, la cita de Ferguson es imperdonable por su ceguera, acaso no sólo para él, sino principalmente para Marx, quien, llevado por su emocionalidad (de ahí su irracionalidad) la hace suya.

De cualquier sociedad se puede —y se podrá decir— que es horrorosa, y con funda-mento. Pero las hay mejores y peores. Decir que la sociedad en la que está surgiendo la democracia, institucionalizando la ciencia moderna y promoviendo la opinión pública institucionalizada, es una nación de ilotas, implica emplear la barbarie lingüística que perfeccionaron los bolcheviques y que imitaron servilmente los nacional-socialistas y fascistas. La patria de Newton, Shakespeare, de Adam Smith, de Francis Bacon, de Wi-lliam Harvey, de Edmund Burke, ¿nación de ilotas? No hay palabras para calificar este despropósito. Ahí están las vidas de Engels y del mismo Marx, incapaz —como lo fue en su vida cotidiana y también en la intelectual— de agradecimiento y comprensión ele-mentales.

73. “Este proceso de separación en la cooperación simple, donde el capitalista [empre-sario] representa la unidad y la voluntad del cuerpo social de trabajo frente a los trabajadores aislados, se desarrolla en la manufactura, que mutila al trabajador, reduciéndolo a trabajador parcelario, y se completa en la gran industria, que sepa-ra del trabajador a la ciencia como potencia productiva autónoma y la pone al ser-vicio del capital.” (261)

Tenemos las multitudinarias y gigantescas experiencias de los países socialistas del siglo XX para demostrar empíricamente que todos los comentarios de Marx referentes a

35 Marx-Engels. Ideología alemana, ya citado. En la página 126 se hallará la cita completa.

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estos temas estaban equivocados. Lo que él creía que era propio y particular del capita-lismo, por aquellas experiencias —como lo vieron Lenin y Trotsky, quienes propusieron la militarización de la “clase obrera”— sabemos que la división del trabajo, la parceliza-ción, el autoritarismo y la “mutilación” del trabajador, entre otras taras que podrían ci-tarse (“ganarás el pan con el sudor de tu frente’, “el que no trabaja no come”) son comu-nes a toda organización productiva, sobre todo si ella funciona en gran escala y es socia-lista.

Los obreros y los capataces han hecho grandes aportes al mejoramiento técnico de máquinas, herramientas, y a la misma organización del trabajo y del sistema productivo. Esto prueba que el trabajo en la fábrica no elimina ni devasta la capacidad creadora del trabajador. Además, la fábrica o el trabajo en ella no separa a la ciencia de este último, sino todo lo contrario: la fábrica en gran escala unió, por primera vez en la historia de la especie, a la ciencia moderna con el trabajo de todos los niveles, si bien es cierto que las condiciones de trabajo eran penosas.

Ni la ciencia ni la creación están separadas del trabajador, si bien este aspecto es muy variable según los niveles de la división del trabajo. De ahí que no haya afirmación más absurda que la que cita Marx con aprobación irresponsable: “La ignorancia es la madre de la industria, como de la superstición “(261)

Además de profundamente reaccionaria, en el peor y más genuino sentido de esta palabra, esta opinión lo único que revela es justamente ignorancia, imperdonable en un erudito como Marx. La industria, al contrario de lo que afirma la última cita, es el resul -tado de inmensos y dispersos conocimientos (como un automóvil o una escuela) y una grandiosa síntesis cultural. Es el resultado de un largo proceso evolutivo que incluye a muchas culturas humanas, y que finalmente enlaza el saber social con el científico.

No surgió como consecuencia de una invención consciente, sino de un saber espon-táneo, aunque encierra en su funcionamiento múltiples invenciones parciales y cons-cientes.

En contra de lo que pensaban los creyentes del marxismo, el enriquecimiento de las fuerzas productivas no “depende del empobrecimiento del obrero en fuerzas producti-vas individuales.” (261) Es exactamente al revés, si bien no automáticamente: cuanto más elevadas son las fuerzas productivas, se requiere un trabajador más instruido y más creativo.

Las máquinas sofisticadas exigen perentoriamente trabajadores conscientes, respon-sables y preparados. Lo que las máquinas no aguantan es precisamente la ignorancia.

Estos ataques inconcebibles a la industria, al comercio, al dinero, y al consumo con-cebido como “lujo” y “despilfarro” —sólo justificables desde una perspectiva tradicio-nalista, antimoderna y conservadora (en su sentido peyorativo)— están paradigmática-mente expresados en Jean Jacques Rousseau (1712-1778)36

Capítulo XIIIMAQUINARIA Y GRAN INDUSTRIA

36 Véase en especial Proyecto de Constitución para Córcega, y Consideraciones sobre el Gobierno de Po-lonia y su proyecto de reforma (Editorial Tecnos, Madrid, 1988, páginas 20-21, 31-32, 38-39, 42, 44, 46, 48, y 112 a la 119).

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74. Desde el momento en que cita sin ningún comentario, Marx hace suya esta afirma-ción del gran liberal John Stuart Mill: “Es cuestionable si todas las innovaciones he-chas hasta ahora han aligerado la tarea de algún ser humano.” (267)

Afirmación que a más de un siglo debe llenar de consternación a cualquier atento a la realidad de la vida moderna. En aquella época, debido sobre todo a la mala informa-ción, especialmente de las condiciones de vida antes y después de los cambios, podrían ser acaso dudosas las consecuencias de la maquinaria, pero creo que con el examen cui-dadoso de cualquier máquina y sólo una pizca de imaginación se podría haber previsto por lo menos algo de la asombrosa revolución que las máquinas —inclusive en el cam-po doméstico— habrían de provocar o estaban provocando en las condiciones de traba-jo, cualquiera fuera su nivel, si bien no sin costos —a veces trágicos—, desde luego, pa-ra su incuestionable mejoramiento.

En la nota 1 al pie de esta página (267) lo único que se le ocurre decir a Marx es: “... la maquinaria ha aumentado indiscutiblemente el número de ociosos elegantes”, pensa-miento digno de nuestros periodistas, interesados más en saber o descubrir cómo viven los que tienen más dinero que ellos, que en pensar lo que dicen.

75. Una muestra de esta perspectiva emocionalmente irracional —dicho esto desde el reconocimiento del talento de Marx— y reaccionaria: “La máquina aislada es reem-plazada por un monstruo mecánico, cuyo cuerpo llena edificios enteros y cuya fuer-za demoníaca, disimulada primero por el movimiento solemnemente medido de sus miembros gigantescos, estalla en el loco febril torbellino de sus innumerables órga-nos de trabajo.” (275)

¿Qué diría Marx ahora de un Boeing 747, una computadora, o una máquina de to-

mografía computada, o apenas de rayos X, sino algo mucho peor, uniéndose así al coro de los que despotrican contra la tecnología y la ciencia, pero se desesperan cuando care-cen de luz eléctrica o tienen que averiguar si padecen alguna enfermedad?

Esto revela no un error anecdótico o de detalle de Marx; es una distorsión de su perspectiva general. Aquí aflora una visión absolutamente tradicionalista y típicamente maniquea. No hay ni un átomo de comprensión y ni siquiera un intento explicativo de lo que describe con rabia y tal vez con saña. Es un trozo sin ninguna explicación anexa, sin otro propósito que el de dirigir la emocionalidad del lector hacia lo truculento y lo senti-mental, no a la razón: en apenas cuatro líneas hay por lo menos siete calificaciones muy significativas: monstruo, demoníaca, disimulo, gigantesco, estallar, loco, febril, torbe-llino. Como se ve, Ernesto Sábato meramente repite las incomprensiones de Marx de hace 135 años. Marx no advierte que esto sería exactamente igual en un régimen socia-lista, si existiera. Pero esta posibilidad terrible no se le pasa por la cabeza.

76. “Si la máquina cuesta, pues, exactamente, tanto como la fuerza de trabajo que reemplaza, el trabajo materializado en ella misma es siempre mucho menos que el trabajo vivo que reemplaza.” (283)

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¿Cómo sabe Marx que la máquina cuesta “exactamente” tanto como la fuerza de tra-bajo que reemplaza? Habría que tomar muchas máquinas y planear investigaciones para saberlo. ¿Por qué el trabajo materializado en ella es “siempre” menor que el trabajo vivo que reemplaza? Aparentemente, porque ahorra trabajo obrero. Pero este ahorro, ¿quiere decir realmente que tiene “siempre” menor trabajo materializado que el vivo que susti-tuye? No sabemos. Estas son meras deducciones que habría que someter a prueba para saber si son ciertas. Por otra parte, el precio del mercado de las máquinas puede bajar, y simultáneamente el precio de la fuerza de trabajo en el mercado laborar puede subir. ¿Qué pasa entonces? Por supuesto, el problema no se arregla recurriendo a la martingala de los “promedios” globales, con los que Marx huye de lo empírico.

77. “Pero junto con el desgaste material la máquina sufre, por decirlo así un desgaste moral. Ella pierde valor de cambio a medida que las máquinas de la misma cons-trucción pueden ser hechas más baratas o que máquinas mejores entran en compe-tencia. En ambos casos, su valor, por joven y vivaz que sea, no es ya determinado por el tiempo de trabajo realmente materializado en ella, sino por el tiempo de tra-bajo para su propia reproducción o para la de las máquinas mejores. Ella pierde, por lo tanto, más o menos de su valor. Cuanto más corto es el período en que se re-produce su valor total, tanto menor es el peligro de desgaste moral, y cuanto más larga es la jornada de trabajo, tanto más corto es ese período. (...) En el primer pe-ríodo de la vida de la máquina obra, pues, este motivo con la mayor intensidad en el sentido de prolongar la jornada de trabajo. (...) Prolongando la jornada se ex-tiende la escala de la producción, mientras que la porción de capital empleado en maquinaria y edificios continúa siendo la misma.” (292)

Lo menos que se puede decir del “desgaste moral de la máquina” es que constituye una metáfora desgraciada. ¿Qué quiere decir conceptualmente Marx? Que las fuerzas incontrolables del mercado (las improntas de la gente) erosionan el valor de las máqui-nas, aquel valor que Marx ve como “cristalizado” y que estaba formado por el trabajo “socialmente necesario” acumulado en el proceso de su construcción.

Como decir esto sin tapujos significaría destruir su teoría, Marx utiliza el subterfu-gio de una imagen literaria inaceptable, y, sin duda, adecuadamente oscura. Máquinas idénticas, más baratas, o máquinas mejores, compiten, en dónde, sino en el mercado —dice Marx— al punto de que su valor no está determinado por el tiempo de trabajo ma-terializado en ellas (según afirma su teoría) sino ¡por el tiempo insumido en la construc-ción de otras máquinas!

De modo que nos encontramos con una sorpresa mayúscula: no es el tiempo de tra-bajo de una mercancía (en este caso máquinas) lo que determina su valor; es el valor de las otras mercancías (otras máquinas). Curiosa anomalía que exigiría una cuidadosa ex-plicación y, mejor una reformulación total de la teoría primigenia. Pero reconocer esta anomalía, e indagar en lo que ella significa, es admitir que las mercancías ofrecidas compiten y se miden entre sí en la mente de los demandantes, y que esta confrontación pacífica es la que determina los valores reales de lo que hace el trabajo, y no necesaria -mente este mismo.

La competencia o el mercado es lo que provoca la pérdida de valor de la máquina, o, lo que es idéntico, su “desgaste moral”. Según Marx, la introducción de una nueva má-quina impulsa a prolongar la jornada de trabajo, puesto que disminuye el capital varia-ble (el único que genera plusvalía), de modo que para compensar su caída es preciso, ineluctablemente, aumentar el sobretrabajo.

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Si esto fuera cierto, los trabajadores donde existe el capitalismo avanzado estarían ahora trabajando 48 horas por día (o acaso cientos). La compulsa histórica más elemen-tal y fidedigna muestra que, a medida que nuevas máquinas fueron incorporándose al proceso productivo, la jornada de trabajo fue haciéndose constantemente más corta. ¿Cómo explicar este hecho?

Es irrisorio decir —como en el caso de la predicción de Marx sobre la pauperización creciente— que los obreros organizados arrancaron al capital condiciones de trabajo y salarios mejores, y que esto no fue previsto por Marx. Lo que este sostenía, desde la ló-gica de su teoría, es que los capitalistas jamás podrían hacer eso porque la razón misma de ser del capitalismo desaparecería. Es decir, si aceptando las leyes marxistas preten-dieran combatirlas atacando sus posibles consecuencias, llegaría el socialismo automáti-camente: se autoeliminarían. Lo que Marx dice entonces es que los capitalistas no pue-den anticiparse a las leyes de Marx sin abolir el propio capitalismo. Sostener lo contra-rio sería creer que está en la voluntad de los capitalistas proceder “buenamente”, acotar la jornada de trabajo, disminuir la plusvalía y aumentar el salario para evitar la revolu-ción de la “clase obrera” y abatir la miseria creciente. No: Marx dice que esto es imposi-ble, porque aceptar eso sería quebrar la dinámica del capitalismo. Pensar que después de cometer esa locura (acortar la jornada, subir salarios), sería posible la pervivencia del capitalismo implicaría creer que la plusvalía, la “explotación” y de más yerbas del capi-talismo permanecen intactas, y esto refutaría completamente a Marx. Querría decir que se pueden disminuir las horas de trabajo, mejorar los salarios, y, al mismo tiempo, con-servar y aun aumentar la ganancia (o plusvalía).

Este razonamiento es el que a mi juicio no advirtieron dos epistemólogos en un libro reciente37, empeñosamente dedicados a demostrar que Marx no fue refutado ni por su predicción de la revolución inexorable, ni por la inexorabilidad de la miseria creciente. Las razones para sostener que no entendieron a Marx están en el párrafo anterior.

Resumiendo: según Marx, ninguna mejora sería posible —a menos que fuera transi-toria— debido a que ella no solamente reduciría la plusvalía: la haría desaparecer. La razón de existir del capitalismo cesaría. En este proceso, los capitalistas resistirían las demandas de la “clase obrera”, lo que provocaría “la” revolución última y definitiva en la secuencia inexorable de la sociedad de clases.

La teoría no dice que los capitalistas podrían en algún momento acceder a esas de-mandas de los trabajadores, al extremo de invalidar sus hipótesis. Dice lo contrario: in-trínsecamente, por su naturaleza, el capitalismo está impedido de contener las conse-cuencias anticipadas por la teoría: esas consecuencias son inevitables e históricamente necesarias (se trata de una filosofía de la historia que debe cumplirse, cualesquiera fue-ren los deseos de los sujetos de la acción social). En la historia se cumplen “misiones” inexorables.

78. “... con la generalización de la maquinaria en una rama de la industria el valor de la mercancía producida a máquina pasa a ser el valor social regulador de todas las mercancías de la misma especie, y esta contradicción es la que, sin que el capital tenga de ello conciencia, lo impulsa a la más violenta prolongación de la jornada de trabajo, para compensar la disminución del número proporcional de obreros ex-plotados con el aumento, no sólo de la supervalía relativa, sino también de la abso-luta.” (294)

37 Gregorio Klimovsky-Cecilia Hidalgo. La inexplicable sociedad. Cuestiones de epistemología de las ciencias sociales. A-Z Editora Buenos Aires, 1998, p. 186. Al final de este libro comento el texto de estos epistemólogos.

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Desde el punto de vista lógico de su teoría, Marx es muy coherente al predecir el inevitable alargamiento de la jornada de trabajo. Es lo que debe necesariamente ocurrir si su interpretación del proceso de producción capitalista es cierta. Pero es contradicto-rio con el desarrollo histórico concreto, empírico, de los sucesos en el mundo laboral de la fábrica: ya antes de que escribiera el trozo citado, la jornada de trabajo—precisamente donde la maquinaria tenía una gravitación mayor— se había acortado aproximadamente de un 20 al 30 por ciento.

Como esta consecuencia real chocaba con su teoría, Marx admitió —contra su teo-ría del Estado y de la “ideología de la clase dominante”— que el gobierno limitara la jornada de trabajo, pero que, en compensación, los capitalistas intensificarían el trabajo obrero. Marx introdujo entonces el “grado de intensidad del trabajo”, elemento que no está en la tasa de supervalía

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Pero es evidente que el acortamiento de la jornada de trabajo puede ser compensado por la intensidad del trabajo en un grado muy pequeño porque la naturaleza psicofísica de la naturaleza humana tiene límites infranqueables.

Un mejoramiento en los métodos de trabajo es capaz de aumentar la productividad sin que el trabajo físico o mental del trabajador sea más grande. Por eso ha mejorado enormemente la calidad del trabajo. Pero el progreso de la maquinaria ha sido tan asom-broso que numerosas categorías de trabajadores han desaparecido, cuyos integrantes su-frían un gran desgaste físico. Esto significa que el deterioro físico del trabajador se ha reducido.

Por eso, la caída en la tasa de plusvalía y el alza en la composición orgánica del ca -pital, raras veces, si hay alguna, se puede recuperar intensificando el trabajo. Los estiba-dores que cargaban bolsas en el puerto y que Quinquela Martín inmortalizó en sus cua-dros no existen más, por ejemplo. Guinches modernos, operados por trabajadores que mueven palancas o el teclado de computadoras, y que distribuyen enormes contenedo-res, hacen a la realidad de los puertos actuales. Las máquinas han modificado radical-mente la naturaleza de una gran cantidad de tareas, las cuales, en las nuevas condicio-nes, no suponen más grados de intensidad del trabajo, pero sí más calidad, lo que impli-ca un salario mayor.

Cualquier intento de intensificación del trabajo —más todavía en la época de Marx, que en las condiciones de trabajo actuales— daría ganancias extras insignificantes a las empresas. Naturalmente, las empresas, en aquel tiempo y ahora, y también en el pasado más remoto, tratarán de intensificar el trabajo, sean capitalistas o socialistas.

Nada mejor que las experiencias de los países socialistas —donde no existían capi-talistas, ni empresarios, ni el capitalismo— para corroborar que esta afirmación es ver-dadera. No son presunciones deducidas de teorías, sino testimonios de documentos ela-borados por funcionarios o políticos marxistas.

38 Sweezy sostiene que el denominador podría ser el capital total (capital constante + capital variable). (Paul Sweezy, Teoría de desarrollo capitalista, FCE, México, 1942. p. 89).

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El trabajo a destajo o por pieza, que Marx cita (nota 2, como “salario por pieza”) de la página 296, como del capitalismo, fue aplicado sistemática y extensamente en la Unión Soviética. En el capitalismo del primer mundo es una rareza.

Ahora se trabaja en una jornada más corta que cuando escribía Marx, con menos in-tensidad (no más), pero mejor y más productivamente, porque las máquinas, los méto-dos y las condiciones generales del trabajo han mejorado sensiblemente. El mismo Ma-rx cita casos que confirman tempranamente lo que luego ocurriría en general (ver pág. 297). Lo que pasa es que cuando Marx comprueba que se produce lo mismo, o más en menos horas, él lo atribuye a más grados de intensidad en el trabajo y no a mejores mé-todos y mejores máquinas. Con este razonamiento sería evidente que ahora hay millones de grados de intensificación en el trabajo.

Las horas de trabajo se redujeron de 14 a 12 en 1832, y de 12 a 10 en 1847, en In-glaterra. Después de estos hechos, la producción aumentó porque las máquinas nuevas, en constante perfeccionamiento, producían muchísimo más y de mejor calidad, no por una intensificación del trabajo, aunque esto puede haber ocurrido en ciertas situaciones. El taylorismo expresa en parte esa tendencia, pero es mucho más que ella. Lenin, el jefe de la primera revolución socialista, insistió en que había que aplicar todo lo bueno que tuviera el taylorismo en las fábricas soviéticas.

En cualquier caso, el aumento en la intensidad del trabajo no puede explicar el fan-tástico incremento de la producción y la productividad que se dio en el capitalismo.

Pero Marx insiste, al punto de contradecirse flagrantemente: “No cabe la menor du-da de que la tendencia del capital, una vez que la ley le impide definitivamente prolon-gar la jornada de trabajo, a resarcirse elevando sistemáticamente el grado de intensi-dad del trabajo y haciendo de toda mejora de la maquinaria un medio de mayor absor-ción de fuerza de trabajo, tiene que conducir pronto a un punto en que sea inevitable una nueva disminución de las horas de trabajo.” (302)

Hasta ahora, Marx nos ha dicho que el trabajador era forzado por las empresas al lí -mite de sus fuerzas, lo que es cierto, tanto en los sistemas productivos del pasado como —con mucha más intensidad— en los regímenes socialistas del siglo XX (comproba-ción que demolería emocionalmente a Marx, pero no a los marxistas actuales, como sa-bemos por experiencia).

De pronto, nos dice que, aunque en menos horas, esa explotación inicua podría ser todavía mucho mayor, tanto como el mejoramiento de la maquinaria; si la explotación o intensidad del trabajo no fuera tan grande como el mejoramiento de las máquinas, el empresario inexorablemente perdería: la supervalía se reduciría con tendencia a cero.

Pero insinúa algo más: que la jornada de trabajo se reduce porque el trabajador no aguanta más. Esta nueva reducción obliga otra vez al empresario a un nuevo resarci-miento: tiene que intensificar aún más la ya superintensidad del trabajo. La pregunta es: ¿se detendrá alguna vez, y en qué punto, esta rueda infernal de reducciones de horarios seguidas inmediatamente de intensificaciones de trabajo? Estas intensificaciones, ¿cómo es que no prevean la muerte o la extenuación del trabajador a las 4, 6 u 8 horas, es decir, antes del límite de la jornada?

Si hay tamaña intensificación, querría decir, en todo caso, que la explotación des-cripta en los comienzos por Marx era, en apariencia, exagerada. Este no es, evidente-mente, el caso. Lo que quiere decir es que habría poquísimo lugar, y acaso ninguno, pa-ra una nueva intensificación del trabajo: los obreros ya trabajan demasiado. La explica-ción es que, por el contrario, con igual intensidad del trabajo, o más —pero con jornada más reducida— la producción por trabajador había aumentado en forma descomunal, como seguiría haciéndolo en el resto del siglo XIX y en todo el siglo XX.

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Esta discusión es muy atingente para dilucidar lo que pensaba Marx acerca de las mejoras en el capitalismo, aspecto traído a colación mediante las citas de los epistemó-logos Klimovsky-Hidalgo (véase punto 77).

79. “La separación entre el trabajo manual y las potencias intelectuales del proceso de producción y la transformación de estas en fuerzas del capital para imponerse al trabajo se completa (...) en la gran industria basada en la maquinaria. La habilidad de detalle del obrero mecánico individual desaparece como un accesorio insignifi-cante ante la ciencia, las enormes fuerzas naturales, y la masa de trabajo social in-corporadas al sistema de máquinas y que constituyen el poder del ‘amo’.”(306)

Todos los escalones de la división del trabajo exigen, por necesidad, de potencias in-telectuales, si bien con grandes diferencias, que en algunos casos son abismales. Sin em-bargo, es claro que toda división del trabajo, de cualquier sociedad, histórica o actual, y más aún, de toda sociedad concebible, tuvo, tiene o tendrá un hiato entre el trabajo inte-lectual y el trabajo no intelectual, con grados ligeros o notables de separación entre ellos.

En una visión macrosocial de la cultura de Occidente en estos últimos mil años, lo que podemos ver, con el incremento de la economía dineraria, el protocapitalismo rena-centista, la Revolución Industrial y el estallido del capitalismo hacia 1850, es un aumen-to constante y espectacular desde el Renacimiento, de las potencias intelectuales y de su secularización, en la misma medida en que esas potencias se institucionalizan y vigori-zan grandes mercados, y, lo más relevante, tienen más ingerencia en las decisiones de los poderes sociales.

Al contrario de lo que creía Marx, la ciencia, la técnica y el conocimiento en sentido lato, han penetrado en todas las actividades laborales, ha creado más especialidades, aunque es cierto que, inicialmente, el trabajo en las fábricas se parcializó. Pero esto afectó a una porción relativamente pequeña de la población activa total, además de ser un fenómeno inevitable y normal del proceso de desarrollo de la división del trabajo. Un sistema socialista no podría haberlo evitado y menos eliminarlo, como lo demuestran irrefutablemente las experiencias socialistas del siglo XX.

Lo que Marx atribuye exclusivamente al capitalismo y a su voracidad de lucro, tiene lugar en cualquier sistema social que tenga o desarrolle a niveles más altos la división del trabajo. Esto no supone individuos-obreros más brutos (como creía Marx) sino más inteligentes y más “intelectualizados”. Hoy, un mecánico de tractores, cosechadoras o máquinas-herramienta utiliza computadoras para resolver sus problemas. Las habilida-des del obrero mecánico no desaparecen, sino que se mueven en una dimensión comple-tamente distinta a la del pasado. Estos cambios le exigen una gran movilidad psicológi-ca (más ideas, más dudas, más problemas, más soluciones) y por eso más creatividad. Todo exactamente al revés de lo que creía Marx.

No es cierto que las máquinas nos dominen, o que representen el poder del “amo”, aunque desde luego tenemos que respetar su funcionalidad (sus límites y posibilidades) para poder sacarles los frutos que de ellas esperamos, lo que implica conocerlas y reco-nocer nuestros propios límites en la operación de apropiarnos de ellas.

Es que son demasiado maravillosas (ya lo eran en los tiempos de Marx) para dejar de usarlas o rehuir sus condicionamientos, puesto que potencian fantásticamente nues-tras posibilidades de vida, si bien no conceden ninguna felicidad. Cualquier uso de los artificios culturales por los cuales la persona existe, (es humana) origina, y aun multipli-ca, los problemas humanos. Pero estos son los costos, infinitamente renovados, que te-

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nemos que pagar para adentramos en la aventura de una vida mejor —jamás plena— y siempre inagotablemente incierta.

Es indudable que la coordinación del proceso productivo entre las máquinas y los hombres impone disciplina y riesgos rigurosos. Pero esto —otra vez— ocurre haya ca-pitalismo, socialismo u otro sistema.

Marx ni atisbó estas posibilidades argumentales. Al punto de que en la página 319 vuelve a repetir que el empleo de la maquinaria “alarga la jornada”.

80. “La división del trabajo simplifica esa fuerza de trabajo [la del obrero] reduciéndo-la a la habilidad completamente particular de dirigir un instrumento parcelario. Una vez que la dirección de la herramienta corresponde a la máquina, junto con el valor de uso desaparece el valor de cambio de la fuerza de trabajo. El obrero se ha-ce invendible, como el papel moneda puesto fuera de uso.” (311)

“Donde la máquina se apodera gradualmente de un campo de producción, pro-duce la miseria crónica de los obreros que con ella compiten.” (311)

Es indudable que la división del trabajo simplifica las tareas: precisamente por eso aumenta el rendimiento laboral y demanda menos esfuerzo físico del trabajador y más uso del pensamiento. En otras palabras, aumenta las posibilidades de que mejoren las condiciones de trabajo. Esta consecuencia y la creciente especialización no significa que el trabajador se idiotice: desde que escribió Marx, esto no ocurrió en ningún país capita-lista, aunque sin duda sucedió en los campos de trabajo forzado de los países socialistas.

Actualmente, muchos trabajadores sólo tienen que apretar botones de máquinas ma-ravillosas, pero para cumplir este cometido tienen que ser muy instruidos y entender la máquina que manejan así como la naturaleza del proceso productivo en que actúan.

Además, si el sistema fuera socialista, ¿por qué no habrían de introducir máquinas y ocasionar la parcelización de las tareas, a fin de sujetarse a la indispensable disciplina cooperativa que impone el proceso productivo?

Lo que sigue en la argumentación de Marx es absolutamente insostenible: ni des-aparece el valor de uso ni de cambio de la fuerza de trabajo. En primer lugar, la produc-ción de la máquina-herramienta requiere más y nueva fuerza de trabajo, la que debe ins-truirse en el dominio de las funciones productivas que antes no existían, puesto que es una maquinaria nueva; en segundo lugar, la fuerza productiva antigua desplazada, muy posiblemente sea alquilada por nuevos inversores necesitados de fuerza de trabajo.

No habrá ni pérdida de valor de uso —aunque sí transitoriamente— ni pérdida de valor de cambio, si bien esto ocurrió en alguna proporción en las situaciones de crisis, a través de la desocupación. Pero el incremento de la maquinaria, ya formidable en los tiempos de Marx, se ha hecho descomunal en los últimos cien años.

Es cierto que en los países avanzados hay una cierta dosis de pobreza, pero esta ha disminuido drásticamente —respecto de hace uno o dos siglos— con los progresos téc-nicos e institucionales de esos países. Si los argumentos de Marx fueran medianamente correctos, tendríamos hoy en esos mismos países sociedades miserables con técnicas productivas maravillosas, lo que sería, desde la santa dialéctica, una voluminosa contra-dicción.

Las máquinas y su perfeccionamiento han sido posibles porque la gente ha podido comprar las mercancías que ellas producen por millones o miles de millones. Si esa gen-te estuviera en la miseria no podría comprar nada, de modo que las máquinas desapare-cerían, junto con el capitalismo.

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Es verdad, sin embargo, que si los obreros compiten con la máquina perderán. Tie-nen que buscar en el conocimiento y la creación su ventaja comparativa insuperable. Tienen que aprender nuevas formas de trabajo, nuevos imperativos de crecer, y, en algu-na medida, ser multifuncionales, o vario funcionales, a lo largo de su vida. Y esto pasará tanto con los obreros como con los ejecutivos del más alto nivel. Esta es la aventura in-sustituible de cualquier sociedad de alta complejidad.

La nueva técnica —aunque no siempre— desplaza a los trabajadores, cualesquiera sea su nivel en la división del trabajo, elimina o reformula roles laborales, pero crea también nuevas ocupaciones y por eso nuevas oportunidades. El ferrocarril, el teléfono, la imprenta, la radio, la televisión, el cine, la medicina, la farmacología, entre decenas de miles de ocupaciones prácticamente desconocidas o inexistentes hace un siglo, han reclamado centenares de millones de nuevos trabajadores y lo seguirán haciendo en el futuro en actividades que ahora desconocemos. Sólo la exploración y la conquista del espacio demandará una cantidad inagotable e incalculable de trabajadores de altísima preparación.

¿Diré, como algunos de mis estoicos amigos marxistas, que “Marx tenía gran senti-do histórico”? Veamos un ejemplo: Marx comienza con un reconocimiento —como lo hace inclusive del capitalismo en el Manifiesto comunista— pero termina con su invali-dación, completamente injustificable desde el punto de vista del proceso histórico que tenía ante su vista y que pretendía conocer: “Directamente sobre la base de la maquina-ria o de la revolución industrial general que a ella corresponde, constitúyense ramas de la producción completamente nuevas y, por lo tanto, nuevos campos de trabajo. Pero el espacio que ocupan en la producción total no es en manera alguna considerable, ni en los países más adelantados.” (322)

En el muy corto plazo, esos campos de trabajo nuevo ocuparon poco espacio dentro de la producción total, pero enseguida se multiplicaron exponencialmente. Esto es lo que demuestra la compulsa histórica de la situación de los trabajadores ingleses hasta 1900 y también de los trabajadores alemanes. Si no hubiera sido así, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos y Alemania, habría sido cierto que en esos países se produciría “una miseria crónica” —lo que nunca sucedió— como la que vaticinaba, con gozo inde-cible, Marx.

Además, este atribuye la cantidad de trabajadores domésticos a la explotación capi-talista de la maquinaria:

“… permite emplear improductivamente una parte cada vez mayor de la clase tra-bajadora... (...) los antiguos esclavos domésticos bajo el nombre de ‘clase doméstica’ como los sirvientes, criados, lacayos, etc.” (323)

En otras palabras, “el extraordinario aumento de las fuerzas productivas”(323) ha-bría traído como consecuencia, aparte de la prolongación de la jornada(319) y el aumen-to de la intensidad del trabajo, la incorporación del exceso de trabajadores a las ocupa-ciones domésticas, totalmente improductivas (según su teoría). De acuerdo con Marx, multitud de actividades, acaso ampliamente mayoritarias de la vida moderna, como todo el comercio, y una enorme cantidad de servicios (artistas, deportistas, entre otros), son improductivos, aunque a veces —reconoce— necesarios (sic).

Si este diagnóstico general fuera correcto, y el incremento de la productividad en la industria hubiera sido desperdiciado y transformado por una pérdida de productividad en una gran parte del resto de la población activa desplazada desde la introducción de la maquinaria, entonces el conjunto de la producción y la productividad inglesa habrían crecido muy poco o hubieran permanecido estancadas. No fue este el caso: Inglaterra creció de manera fenomenal y esto influyó en su hinterland y en el resto del mundo, so-bre todo en Estados Unidos y Europa, también en la Argentina.

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En particular, el personal doméstico, si bien es de baja productividad, no es de nin-guna manera improductivo. El mismo aumento de la productividad demanda un fuerte aumento del sector servicios en prestaciones esenciales. Finalmente, el sector doméstico era ya muy extenso antes de 1800. Marx no ofrece cifras comparativas de diversas cate-gorías de la población activa para cotejar su evolución relativa. Da solamente las cifras absolutas del censo de 1861 (población total de Inglaterra y Gales) y desde ahí deduce directamente que si la categoría “clase doméstica” reúne 1.208.648 trabajadores y la del personal “obrero” total 1.603.441 (sumados textiles, mineros del carbón, y metales, y obreros metalúrgicos), eso se debe al aumento de la maquinaria. Después de este razo-namiento, exclama sarcástico: “¡Qué edificante resultado de la explotación capitalista de la maquinaria!”. (323)

Esa cifra que di de 1.603.441 “obreros” es la suma que yo realicé de las tres catego-rías que da Marx. Pero este suma los trabajadores textiles a los de minas y metales (1.208.442) y separadamente a los textiles y metalúrgicos (1.039.605), con lo que deja de considerar “obreros” a los mineros en el segundo cálculo. En los dos casos, sus cifras (1.208.442 y 1.039.605) son inferiores a las del servicio doméstico (1.208.648), circuns-tancia que aprovecha Marx para subrayar que la cantidad de personas que trabajan en servicio doméstico es mayor que la de “obreros” (los “verdaderos productores”).

La moraleja es que la “clase doméstica” es mayor que la “clase obrera”, hecho que llena de inquietud —y acaso de rabia— a Marx.

Según el mismo Marx, y de acuerdo con una curiosísima eliminación de categorías censales, las cuales, casi todas, a mi juicio, deberían volcarse a la categoría de “pobla-ción activa”, queda esta, “en números redondos”, en unas 8.000.000 de personas.

Si estos cálculos —basados en datos y estimaciones de Marx— son correctos, en-tonces los “obreros” representan para mí (que uní a los “obreros” con los “mineros”) un 20% de la población activa total (8.000.000). Pan Marx, en cambio; llegarían al 15 por ciento, o al 13 por ciento, respectivamente, de acuerdo con la fusión que hace de sólo dos de las categorías (yo computé como “obreros” a las tres categorías). Lo interesante es que la “clase doméstica” (1.208.648) representa el 15%.

La idea general es clara: con ligeras variantes, en el mejor de los casos (mi cálculo) los obreros no representan más del 20 por ciento de la población activa, incluidos los mineros, y que los trabajadores domésticos suponen un porcentaje cercano a este (15 por ciento).

Es cierto que la población activa contiene un alto porcentaje —tan alto como el por-centaje obrero— de personal en servicio doméstico, pero esto no significa una conexión causal con la introducción de la máquina, como pretende hacernos creer Marx. Factores culturales, históricos y también contextuales —en los que la máquina poco o nada tiene ver— han dado origen a esta situación. Quizá el desarrollo del telégrafo, el del teléfono, y de la información en general, barrió luego, al menos en parte, con esta proporción de servicio doméstico.

81. Después de insistir continuamente en que la introducción de la máquina provocará miseria crónica y desocupación creciente, Marx acepta de pronto que, a pesar “de la masa de los obreros desalojados” por la máquina “... los obreros fabriles pueden en definitiva ser más numerosos que los obreros manufactureros o los artesanos que desalojan.” (325)

Es decir, lo que ya sabíamos: que, por ejemplo, los copistas del medioevo eran unos pocos miles en el mundo y que trabajaban exclusivamente para la Iglesia o los aristócra-

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tas (casi todos analfabetos), mientras que los trabajadores de imprenta —que los elimi-naron— son decenas y acaso centenas de millones; y que los trabajadores del transporte antiguo constituían una cantidad irrisoria comparada con los que reclaman ahora los fe-rrocarriles, los camiones, y la aviación.

Gráfico que representa una hipótesis fundamental de Marx (más crecimiento industrial y más cantidad de obreros = revo-lución) y el desarrollo de sus variables en el proceso histórico real de los últimos 150 años.

Este esquema resume aspectos esenciales de las predicciones de Marx acerca del esta-llido de la revolución “proletaria’ y, al mismo tiempo, el curso real, históricamente da-do, de las mismas variables (porcentaje de la industria moderna en el producto bruto interno, y porcentaje de obreros “modernos” en la población activa total). Por supues-to, se podrían haber tomado otros indicadores de las mismas variables.

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Según Marx, a más desarrollo industrial, más obreros, más miseria, más “concien-cia de clase”, más enfrentamientos de mayor violencia (más “lucha de clases”), hasta el estallido de la revolución “proletaria” (esta relación entre las variables está repre-sentada por la línea punteada y el punto A, donde estalla la revolución).La línea llena representa el proceso histórico real desde que escribió Marx hasta aho-ra: el porcentaje de obreros “modernos” aumenta en la primera etapa, plagada de grandes conflictos; luego ese porcentaje disminuye y cae drásticamente.

En esta terminología —sólo en parte de Marx— los obreros “modernos” son aque-llos que pertenecen al sistema fabril (no son meros trabajadores manuales, ni “obre-ros” artesanales o de la industria doméstica).

Comentario al Gráfico: En contra de las predicciones de Marx, las revoluciones “so-cialistas” se produjeron en países atrasados o subdesarrollados, de muy poca o ínfima proporción de obreros modernos, pero conmovidos en su cultura troncal por el proceso de secularización triunfante en Occidente, y que llegó a ellos con la mundialización de la política y de los mercados. Esto provocó un intenso rechazo de parte de las estructu-ras tradicionales, y también de los sectores paradójicamente más modernizados, como los estudiantes e intelectuales incorporados a la universidad y grupos afines, que al mismo tiempo entraban a competir con las élites tradicionales.

De ahí que estos sectores modernizados reivindicaran la nacionalidad tanto contra los grupos y estructuras tradicionales como contra el avance de la penetración “extran-jera”.

En todos los casos, estos revolucionarios ni son “proletarios” en el sentido de Ma-rx, y menos obreros: son miembros de los estratos elevados de la estratificación social y, simultáneamente, marginales a sus grupos de pertenencia. Son intelectuales o se ha-llan fuertemente intelectualizados, con grandes apoyos en ideas modernas, como son las nuevas técnicas de dominación y movilización, típicas del proceso de democratiza-ción fundamental de Occidente, formadas a partir de la erosión y destrucción de la so-ciedad aristocrática o estamental por la expansión de la economía dineraria. Estas nuevas elites —cuya extracción social, repito, se ubica en los estratos medios y altos, pero que están marginados de la dominación tradicional— son en parte modernas y en parte repudian elementos dinámicos básicos de la sociedad de alta complejidad, como son los que corresponden a su institucionalidad política, económica y cultural. Se ha-cen socialistas o simpatizan con el socialismo.

Creo que Lenin es un ejemplo típico, pero estos rasgos esenciales se pueden gene-ralizar a la totalidad de los liderazgos históricamente verificables en las revoluciones socialistas. Estas características aparecen también en los grupos terrorista-guerrilleros de Alemania, Italia, Colombia, España (ETA) y Argentina.

Algún día se harán investigaciones comparativas de estos grupos sobre la base de historias de vida, para someter a prueba estas hipótesis, por ahora fundadas en abun-dante material empírico, fundamental, pero disperso.

En síntesis, la industrialización aumenta el número de obreros en el conjunto de la población activa, e inicialmente su proporción relativa, con el desarrollo de grandes conflictos sectoriales. Con más incremento de la industrialización, esa proporción dis-minuye, de consuno con la institucionalización del sindicalismo. Históricamente, las re-voluciones socialistas ocurrieron donde los obreros modernos eran cuantitativamente insignificantes, pero el número de intelectuales relativamente alto, en un contexto sin sistema de partidos y con una institucionalidad premoderna y anticapitalista. El socia-lismo expresa el rechazo a la sociedad de alta complejidad que está destruyendo cultu-ralmente la sociedad arcaica, y la repulsa simultánea a las elites tradicionales, en tér-

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minos de pautas del proceso de democratización fundamental, cuyo desarrollo ha origi-nado nuevas técnicas de dominación política.

Pero Marx no se rinde ante la evidencia: se refugia en el hecho de que el monto de capital adelantado por cada trabajador es mucho mayor; dicho de otra manera: que la proporción de obreros, o puestos para trabajadores, creados por el capital, es notable-mente menor: “El número de obreros empleados tiene así [da un ejemplo] un aumento absoluto de 100, pero relativamente, es decir en proporción al capital total adelantado, una disminución de 800… (...) La disminución relativa del número de obreros ocupados se concilia, pues, con un aumento absoluto.” (325-326)

Pero, ¿qué es lo que importa? Evidentemente, la cifra absoluta de trabajadores ocu-pados, no la relación de estos con la cantidad de capital invertido inicialmente. Lo con-cluyente es que el capitalismo, como es un sistema abierto e inmerso en un proceso evo-lutivo incalculable (el error de Marx es pensar que se puede calcular), genera, por su di-námica intrínseca —que Marx apenas entrevió— siempre trabajo.

Marx admite expresamente lo contrario de lo que había sostenido enfáticamente apenas unas páginas atrás. Es que él tiene en su cabeza un sistema cerrado, estático: en ese caso tendría razón. Esa concepción vale a medias, y con ciertos recaudos (dado que toda sociedad importa un sistema abierto) para el patrimonialismo, el feudalismo y, con seguridad, para el socialismo —un sistema estático—, pero no con el capitalismo, que implica evolución incesante.

El capitalismo es, por esencia, pavorosamente movilizador en todos los planos de la cultura (esto se hace patente en la eclosión fantástica del Renacimiento), no solamente en el plano de la estructura económica, aunque es obvio que surge de allí. Su influencia, desde su condición de subsistema, impulsa una inmensa movilización psicológica, im-previsible en sus consecuencias para las personas (en cuanto potencia formidablemente la individuación) y para la estructura social (en cuanto exige redefiniciones constantes en el campo institucional).

Pero este reconocimiento de que el capital produce ocupación es considerado por Marx como episódico: se produce únicamente en los períodos de “flujo y reflujo”; en los demás, hay desocupación o cierre de fábricas: “El aumento del número de obreros fabriles depende, pues, de un aumento relativamente más rápido del capital total em-pleado en las fábricas. Pero este proceso no se cumple sino en los períodos de flujo y reflujo del ciclo industrial.” (329)

La primera oración de esta cita refleja la condición intrínseca del capital: el capital total empleado aumenta constantemente. La segunda oración dice que ese aumento cesa cuando hay crisis. Es cierto que estas existen, como en cualquier sistema social histórico o imaginario, por razones de reacomodamientos de la estructura económica, por fenó-menos externos a ella, como son las guerras, los conflictos institucionales internos, o por presiones demográficas.

Pero estas crisis, desde el punto de vista del tiempo histórico, son relativamente breves. Lo fundamental —en términos de las argumentaciones del mismo Marx— es que ha habido un incremento constante —si bien con altibajos— del capital total em-pleado. Eso es lo que revela el testimonio histórico de la evolución capitalista en todas partes.

Todas las reiteradas afirmaciones de Marx de que los períodos de crisis y estanca-miento son mayores que los de crecimiento y bonanza tropiezan contra el hecho ilevan-table de que el proceso del capitalismo en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos —mientras Marx escribía y más aún después de su muerte en 1883— fue fulminante, no

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obstante las tremendas dificultades políticas y culturales que tuvo que vencer (piénsese en las guerras mundiales, el fascismo, el nacional-socialismo, y la guerra fría).

En particular, resulta asombroso que en ninguna parte de sus escritos —primeros o últimos— Marx haya previsto o al menos analizado el proceso de desarrollo capitalista de Alemania, que hacia 1900 competía airosamente con Inglaterra. El crecimiento fan-tástico de la química, de la química orgánica, los inventos relacionados con el motor a explosión y el motor eléctrico, además de la metalurgia, pasan ante su vida sin ninguna consideración especial, no obstante que ejemplifican el formidable desarrollo de las “condiciones materiales” y del proceso de modernización, si bien dentro de un molde sorprendentemente tradicionalista y autoritario.

82. “La explotación de las fuerzas de trabajo baratas y aun no llegadas a la madurez es más desvergonzada [sic] en la manufactura moderna que en la fábrica propiamente dicha, porque la base técnica que existe en esta, reemplazo de la fuerza muscular por máquinas y facilidad de trabajo, falta en gran parte en aquella, que al propio tiempo entrega sin escrúpulos a la acción de substancias venenosas, etc., el cuerpo de mujeres o de niños.” (335)

Esta cita no hace otra cosa que confirmar que el desarrollo capitalista impuesto a tra-vés del factory sistem mejoró, aunque no inmediatamente, las condiciones de trabajo del obrero.

En todas las épocas esas condiciones fueron, así como el trabajo mismo, extraordi-nariamente penosas, si bien con grandes diferencias. En este aspecto, recién ahora, y con grandes claroscuros, estamos emergiendo de la época de las cavernas. Y este proce-so de mejoramiento se inició —en contra de lo que pensaba Marx (y que logró imponer en los grupos bienintencionados de los sectores medios y altos de la estratificación so-cial)— en la fábrica moderna, donde la jornada de trabajo era menor, y el salario mucho más alto que en ninguna otra ocupación de los estratos bajos.

De ahí que para estimar las condiciones generales que creó la Revolución Industrial en materia de trabajo haya que tener en cuenta un enfoque comparativo que incluya sis-temas anteriores a la emergencia de la fábrica moderna y su técnica, donde por primera vez en la historia la ciencia penetra en la práctica del proceso productivo.

De este enfoque resultaría que la fábrica moderna del siglo XIX, no obstante lo jus-tificadamente tétrica que nos parezca, era mejor para el trabajador, no sólo que la manu-factura, como dice Marx, sino que cualquier otra forma de trabajo anterior, incluida la industria doméstica, que tenía todavía gran importancia cuando Marx vivía, y donde las condiciones de trabajo eran mucho más deplorables que en las fábricas.

Estas condiciones de trabajo y las situaciones aberrantes de alienación y dependen-cia allí existentes, Marx jamás las menciona porque las desconocía: no contaba con los admirables informes de los inspectores de la monarquía del Reino Unido, referidos úni-camente al moderno sistema de fábrica. Personalmente las ignoraba: Marx era un “niño bien”, como el Che Guevara, Fidel Castro, Lenin, Engels, Bakunin, Kropotkin y otros tantos revolucionarios. Como todos ellos, jamás trabajó en relación de dependencia, y desconocía el carácter del obrero común.

Hasta la página de esta cita, Marx insistió en el empeoramiento de las condiciones de trabajo que provocó el avance del sistema fabril. Ahora nos dice exactamente lo con-trario: que en la fábrica, donde se utilizaban máquinas, el trabajo muscular (entonces, fí-sico) era menor y la facilidad de trabajo mayor. ¿Dónde quedaron las afirmaciones so-bre la “intensificación del trabajo”? Además, se olvidó de decir que los salarios eran

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considerablemente más elevados que en los trabajos tradicionales, y que la jornada de trabajo era menor.

Sólo en la fábrica moderna se comenzó a considerar la duración del trabajo, el tiem-po para las necesidades vitales (entre ellas comer), el problema de los accidentes, el tra-bajo de niños, y posteriormente la atención médica, las condiciones de despido, y las vacaciones, todo lo cual insumió grandes conflictos sectoriales.

83. “La regulación coercitiva de la duración [del trabajo], las pausas, la hora del prin-cipio y la hora del final de la jornada de trabajo, el sistema de relevo de los niños, la exclusión de todos los niños menores de cierta edad, etc., exigen, por una parte, el aumento de la maquinaria y el reemplazo de los músculos por el vapor para la fuerza motriz.” (345)

Aquí Marx explicita, sin extraer las consecuencias teóricas debidas, el avance incal-culable que representó el sistema fabril para sacar de las condiciones de las cavernas al trabajo humano. Todo el Derecho del Trabajo surge de la problemática formulada por la existencia de la fábrica moderna.

84. “La legislación fabril, primera reacción consciente y metódica de la sociedad sobre la forma espontánea de su proceso de producción, es, como se ha visto, un producto tan necesario de la gran industria como los hilados de algodón, los selfactors y el telégrafo eléctrico.” (349)

Aquí Marx reconoce al derecho laboral como una necesidad de la nueva forma de trabajo que supone el sistema fabril. Pero hay también aquí la percepción sagaz y siem-pre olvidada de que el proceso producción surgido (factory sistem) es un fenómeno es-pontáneo, no planificado por nadie, ni siquiera por los empresarios o los capitalistas, a los que el sistema y el mismo capitalismo les importaba —y les importa— un bledo. Es-ta observación se ubica, no dentro del historicismo, sino de una concepción evolucionis-ta, donde todo es incierto (de ahí lo espontáneo y también lo imprevisto e imprevisible) y creador. Ese es el contenido cardinal de la sociología de Herbert Spencer, imperdona-blemente abandonada por nuestros profesores.

Por supuesto, el derecho del que habla Marx no es, ni será, perfecto, y tampoco sa-tisfactorio o “bueno”, pero puede ser mejor y adaptarse variablemente a las condiciones incesantemente modificadas e inesperadas de la vida social. En la vida social, menos que en ninguna otra, no puede haber una normatividad estática, porque esta debe res-ponder a las urgencias de nuevas realidades.

Sobre el mismo tema, dice Marx en la página siguiente: “Qué puede caracterizar mejor al modo de producción capitalista que la necesidad de imponerle [al capitalis-mo] por leyes coercitivas del Estado las más simples medidas de limpieza e hi-giene?”(350)

No es el “modo de producción capitalista”, sino las personas, sean capitalistas o so-cialistas, las que necesitarán las coacciones de la normatividad eficaz a fin de evitar ar-bitrariedades o abusos. La prueba es que el “modo de producción capitalista” admite esas coacciones. El desarrollo de normas —necesarias pero jamás “adecuadas”, si bien perfectibles— es un fenómeno intrínseco a las relaciones sociales, en cualquier cultura. Están para responder tentativamente (por eso con grados de incertidumbre) a las adapta-ciones que demanda vivir con los otros.

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En la misma página Marx afirma: “La ley ha aumentado mucho los medios de venti-lación. Esta parte de la ley de fabricas ha mostrado al propio tiempo de modo patente que, a partir de cierto punto, el modo de producción capitalista excluye, por su natura-leza misma, todo perfeccionamiento racional.” (350)

Lo que aquí se torna patente es una falla en el razonamiento de Marx: del hecho de que se mejora la ventilación, Marx deduce, no se sabe por qué, que el “modo de produc-ción capitalista” (no un capitalista aislado) excluye “todo” perfeccionamiento racional, “por su propia naturaleza”. Pero ¿por qué no se pueden hacer mejores leyes que los ca-pitalistas cumplan? El desarrollo histórico de los últimos 150 años ha demostrado lo que ya se podía advertir en su tiempo, pero que se resiste con tenacidad a reconocer: que el modo de producción capitalista no sólo acepta, sino que exige, “por su propia naturale-za” (no la de los capitalistas) un constante perfeccionamiento racional en las condicio-nes de trabajo porque esto tiene decisiva importancia en el rendimiento del trabajador. Y son los pequeños y medianos empresarios —aquellos que, de pronto, inesperadamente, adoran nuestros socialistas (pero que en cuanto llegan al poder tratan de destruir con sa-ña particular)— los que se resisten (a veces con razones atendibles) a mejoras que com-pulsivamente les reclama el Estado “de la clase dominante”, sencillamente porque, en términos de sus recursos, son extremadamente costosas, lo que es cierto. De ahí que el trabajo “en negro” sea una salida tan practicada por las pequeñas y medianas empresas.

85. “... del sistema fabril ha brotado el germen de la educación del porvenir, que para todos los niños mayores de cierta edad cambiará el trabajo productivo con la ins-trucción y la gimnasia, no sólo como un método de llevar la producción social, sino como el único método de producir hombres completos. “(352)

Es cierto que el perfeccionamiento de la producción capitalista requiere de personas altamente capacitadas. En ese sentido, promociona la educación. Pero ninguna instruc-ción, en ningún sistema social, por más perfecta que sea, formará “hombres completos” o “plenos”, una entelequia de la antropología filosófica de Marx. Los seres humanos son sistemas abiertos, y son y serán siempre seres incompletos, seres que se están haciendo, están aprendiendo y tratan de adaptarse creadoramente a situaciones inesperadas e in-ciertas, incesantemente renovadas. No hubo, no hay ni habrá paz para ellos: están cre-ciendo en situaciones siempre conflictivas, hasta la inexorable muerte. Aunque pueden tener una gama muy amplia de intereses, nunca podrán interesarse por todo, ni com-prender todo, sino apenas un adarme de él. Apenas sabrán muy poco de algo, y eso, para la vida humana, es ya inmenso. Además, aquellos intereses poseen distinta intensidad y calidad. Los seres humanos están aprendiendo, muy variablemente, pero no siempre querrán aprender, ni podrán siempre que quieran, tan compleja es la vida del homo sapiens.

La variedad de los seres humanos, en sus necesidades y disposiciones, parece asom-brosamente grande, acaso incalculable: así serán también sus quereres y haceres, dentro de los contextos infinitamente variables en que viven.

Mientras tanto, la sociedad y la cultura que los crea está siendo conformada por su acción, sin que ellos puedan saber, en ningún caso, cómo ni por qué, y ni siquiera cuáles serán las consecuencias de su acción. Una sociedad que simplemente es, como cualquier idioma, y que también se está haciendo (es un sistema abierto), interminablemente, sin saber por qué ni para qué. Así como la sociedad es incompleta siempre, también lo es la persona. Ambos están incluidos en un proceso evolutivo cuyo destino desconocemos, salvo que apelemos a la metafísica o la religión, dos actividades humanas prominentes.

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“Hombre completo”, “hombre nuevo”, “hombre pleno”, “misión histórica”, “misión del proletariado”, entre otras, como “raza pura” o “destino nacional” o “ser nacional”, son expresiones de un lenguaje esotérico que derivan fácilmente hacia la instrumenta-ción totalitaria y el crimen político o la arbitrariedad institucionalizada, especialmente en aquellos que están embriagados por el deseo de poder, y que están demasiados segu-ros de los resultados de sus buenas intenciones.

86. “Ahora bien: por terrible y repugnante que parezca dentro del sistema capitalista la disolución de la vieja familia, la gran industria, al dar a las mujeres, y a los adoles -centes y los niños de uno y otro sexo, un papel decisivo en los procesos de produc-ción socialmente organizados fuera de la esfera casera, ha creado una base econó-mica nueva para una forma más elevada de familia y de la relación entre ambos sexos.” (256)

La gran industria, al insertarse en un gran proceso evolutivo que viene de la prehis-toria y que lleva consigo elementos de incontables tradiciones, religiones y culturas, dio un impulso notable para mejorar las condiciones de trabajo, las que arrastraban del pasa-do prácticas y situaciones cuya naturaleza aparecía, a la luz de una nueva perspectiva cultural, cruel y aberrantes.

La gran industria dio un golpe transformador a los viejos grupos comunitarios —al-go que Marx lamenta incesantemente—, entre ellos las corporaciones y la familia tradi-cional. Pero el efecto sobre esta en particular no se debió a que mujeres y niños trabaja-ran en la fábrica, sino a que la expansión de la economía dineraria y un vasto proceso de secularización, componentes fundamentales de un gran cambio cultural, liberaron a las personas de las terribles coacciones comunitarias o colectivistas del pasado. Las perso-nas eran más libres, estaban más solas que en el pasado porque caducaban las ligazones con la corporación y la familia. Esto desataba situaciones difíciles y abría —y abre— nuevas posibilidades para las elecciones personales, inclusive para desafiar al grupo co-munitario: estaban más individuados, o, en otras palabras, tenían más individuación. Naturalmente, esto no trae la felicidad ni al “hombre completo”.

87. “Si la generalización de la legislación fabril se ha hecho inevitable para la protec-ción física e intelectual de la clase obrera, esa legislación generaliza y acelera, por otra parte, (...) la transformación de los procesos de trabajo pequeños y disemina-dos en procesos combinados de trabajo, hechos en escala grande y social, es decir; la concentración del capital y el exclusivo dominio del régimen fabril. (...) Mientras que impone uniformidades, regularidad, orden y economía en los talleres individua-les, aumenta la anarquía y catástrofes del conjunto de la producción capitalista, así como la intensidad del trabajo y la competencia de la maquinaria con el obrero, por el enorme impulso que dan a la técnica la limitación y la regulación de la jor-nada de trabajo.” (365)

Aquí se imponen algunas preguntas críticas: ¿por qué “la clase dominante” habría de ocuparse de la “protección física e intelectual de la clase obrera”, generalizando la legis-lación fabril? ¿Por qué esa legislación se ha hecho inevitable, si sabemos por experien-cia que los explotadores no se detendrán ante nada, sobre todo si gobiernan y son los que hacen, para colmo, la legislación, según dice el marxismo?

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Si las condiciones de trabajo, además, eran —si bien en general lastimosas— mejo-res en las fábricas que en la industria doméstica, los talleres tradicionales y el campo, ¿por qué no se hicieron esas regulaciones del trabajo antes del sistema fabril en esos viejos ámbitos productivos?

Lo que Marx critica en las fábricas —y con razón— es lo que siempre existió y que ellas impulsaron irresistiblemente a modificar. Además, lo que existió siempre mucho antes de la fábrica, cualquiera sea la sociedad, la cultura, y los tiempos históricos que consideremos. La fábrica simplemente incorporó a su dinámica “lo que siempre se hizo así” en el trabajo.

Lo que hay que explicar es por qué en ese momento (1860 más o menos) resultaba insoportable lo que siempre había parecido “normal”. Esta es la interpretación que ha-bría que buscar, más si se tiene en cuenta que Marx gime desconsolado frente a fenóme-nos que considera inevitables, y, lo peor, necesarios, dado que responden a una dialécti-ca inexorable. Si las condiciones del desarrollo fabril conllevan ese carácter, ¿qué senti-do tiene ejercitar una permanente indignación moral? Ante lo inevitable, desprovisto siempre de toda ética, sólo cabe el difícil intento de comprender.

El derecho del trabajo, iniciado por los problemas a que dio origen el sistema fabril moderno, es el primer paso de las sociedades complejas por impedir o morigerar las ar-bitrariedades y abusos de los que contratan fuerza de trabajo. Estas medidas surgieron del contexto institucional en que se incubó el capitalismo cuando eclosionó en la segun-da mitad del siglo XIX en Inglaterra.

Marx lo reconoce cuando abandona sus ímpetus emocionales: “Lo que tengo que ha-cer notar aquí es la existencia de una tendencia irresistible a la aplicación general de esos principios [los de la legislación laboral]”. (365) Después de haber dicho que esa tendencia es y será violada por el capital, aquí reconoce terminantemente que existe y que se generalizará.

Pero, ¿por qué existe esa “tendencia” y es “irresistible”? Marx no lo dice. Aparente-mente, es una percepción, acaso aislada, de lo que simplemente veía y que su teoría no podía explicar.

Por otra parte, si es verdad que la gran industria —y su concentración— abatió pe-queños talleres, también es cierto que creó decenas de miles más que sirven a esas gran-des empresas y que descubren un nicho especial en el mercado que las grandes empre-sas no pueden usurpar. En todas partes donde existe el capitalismo avanzado, las empre-sas medianas y pequeñas siguen desempeñando un papel esencial. Pero son muy dife-rentes a las del pasado. Tanto en su participación en el producto bruto, cuanto en la po-blación activa total, ocupan un lugar prominente en la vida económica. Así se entiende que en los grandes países capitalistas el volumen de los estratos medios haya crecido ex-traordinariamente, y la pobreza tenga un carácter residual. El pez grande no se comió al chico porque, si bien compiten, también se complementan. Coexisten en una comple-mentariedad inestable y en feedback incesante.

Finalmente, si es cierto que el capitalismo no puede evitar crisis (esa es la implica-ción de Marx cuando se refiere a “anarquía”) o catástrofes, también es verdad que nin-gún sistema social lo pudo, ni lo podrá, como se muestra palpablemente allí donde se implantó el socialismo y donde se eliminó la propiedad privada y el capitalismo. Ade-más, si la producción está orientada por el mercado y su funcionamiento, no hay anar-quía, sino las consecuencias inesperadas de que la gente elija, lo que fuerza a los actores sociales a constantes redefiniciones de la situación. Las grandes catástrofes en la econo-mía de mercado las provocan principalmente las guerras, y las medidas desatinadas de los gobiernos, tanto en su afán de “regular” (para conseguir que el mercado funcione se-

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gún lo que desean los funcionarios y no los deseos de la gente), como de agrandar al Es-tado para aumentar la producción de prebendas políticas.

88. “En la agricultura como en la manufactura, la transformación capitalista del proce-so de producción aparece al propio tiempo como martirologio del productor; el me-dio de trabajo, como medio de sujeción, explotación y empobrecimiento obrero; la combinación social del proceso del trabajo, como la opresión organizada de su vi-vacidad, libertad y autonomía individuales.” (367)

El trabajo en la agricultura, hasta por lo menos la llegada minúscula y titubeante del capitalismo, fue un real martirologio. Hacia 1900, el 90 por ciento de la población mun-dial vivía en el campo: esa cifra da una idea acerca de la situación general en que se rea-lizaba el trabajo desde la antigüedad. Así como en el medio urbano fue la aceleración de la economía dineraria y luego el estallido del capitalismo lo que permitió mejorar las condiciones de trabajo en fábricas y talleres, el mismo proceso ocurrió en el campo, pe-ro en un tiempo mucho más largo. Se formó una extensa población de nivel socioeconó-mico medio, aunque muchas explotaciones pequeñas no podían mejorar por su escaso rendimiento, sobre todo en zonas marginales. En las grandes, las formas productivas se-guían siendo en general las tradicionales, aunque con perfeccionamientos técnicos, si bien en Estados Unidos e Inglaterra ya comenzaban a aplicarse cambios tecnológicos significativos.

A medida que el trabajo rural se tecnificó y las unidades económicas se transforma-ron (fueron más capitalistas), en cuanto a su dinámica interna, es decir, en fábricas de la campaña, las condiciones de trabajo fueron mejorando. Con menos del 3 por ciento de su población activa en el campo, Estados Unidos, el país más capitalista del mundo, es el más formidable productor de alimentos del globo, y, desde luego, de la historia. Es cierto que esta explotación sistemática deteriora el suelo. Pero esto ocurrió siempre, y en proporción mayor, tanto en lo cultivado cuanto en relación a la población a alimen-tar, antes del capitalismo.

No hay que olvidar que, por su cultura, el homo sapiens es el más feroz depredador de la tierra. Pero, ¿qué hacer si tenemos que alimentar una población cada vez más exi-gente y en crecimiento demográfico acelerado? Mientras en los albores de la especie, la población mundial acaso alcanzaba unos millones, en poco más del año 2000 llegará a los 7 mil millones, de los cuales una proporción elevada se alimenta muy mal, precisa-mente la que no se halla bajo el llamado “primer mundo”, donde hay capitalismo.

No obstante estas dificultades intimidantes, se han mejorado enormemente la pro-ducción, la productividad y las condiciones de trabajo en el campo. Si Marx hubiera apreciado las mejoras de su tiempo y hubiera apenas extrapolado los logros del capita-lismo naciente, habría previsto el fantástico desarrollo de la agricultura altamente tecni-ficada. Ahora estamos explorando los alimentos transgénicos y el ganado clonado. Nin-guna de las vastas experiencias socialistas —notoriamente marxistas— logró, no diga-mos innovaciones, sino ni siquiera atisbos de estos logros increíbles —casi de ciencia ficción— del capitalismo aplicado a la agricultura.

Podríamos esperar, como compensación o consuelo, que las condiciones de trabajo fueran en el socialismo mejores: nada de esto ocurrió. Esas condiciones eran allí peores que en muchos países latinoamericanos, y, con seguridad, extremadamente peores que en la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, un ejemplo nada edificante.

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Esta cita de Marx confirma su falta de sentido histórico, destruido por los errores de su teoría: “Todo progreso de la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de despojar al trabajador sino también en el arte de despojar el suelo.” (367)

Capítulo XVVARIACIONES DE MAGNITUD DEL PRECIO DE LA FUERZA DE TRABAJO Y DE LA SUPERVALÍA

89. “El valor de la fuerza de trabajo es determinado por el valor de los medios de sub-sistencia que, según las costumbres, necesita el obrero medio.” (377)

En esta afirmación reside una dificultad fundamental, ya mencionada, pero que es preciso reiterar cada vez que aparezca, dado que posee una importancia vital para la teo-ría de Marx: los medios de subsistencia que determina el valor del trabajo son mercan-cías, es decir, productos —cualesquiera sea su carácter— que, según la concepción de Marx, su valor depende exclusivamente de la cantidad de trabajo socialmente necesario insumido en ellas. Si es así, entonces caemos en un círculo lógicamente insostenible: no se puede saber ni el valor del trabajo ni el de las mercancías, porque se remiten mutua-mente. El valor del trabajo está determinado por el valor de las mercancías que se con-sumen, y el valor de esas mercancías está determinado por el valor del trabajo (que es la cantidad de trabajo socialmente necesario).

Fuera de la teoría de Marx, y contraria a ella, este intríngulis se resuelve fácilmente aceptando que el valor de cualquier mercancía depende por entero de lo que decidan los consumidores frente a las propuestas de productores o empresarios. En otras palabras, que los valores dependen de la situación del mercado, que define las condiciones del precio de mercado, donde confluyen una cantidad extremadamente compleja de varia-bles, entre ellas, la cantidad y calidad de trabajo, la cantidad producida, y el flujo de in-formación.

90. “Suponemos: 1°, que las mercancías se venden a su valor; 2° que el precio de la fuerza de trabajo llega en ocasiones a ponerse por encima de su valor, pero nunca está por debajo de este.” (377)

El primer supuesto estipula que el valor y el precio de las mercancías coinciden; el segundo, que existe una mercancía especial, el trabajo (o fuerza de trabajo), cuyo precio puede (violando el primer supuesto) estar por encima de su valor, pero nunca está más bajo. Este segundo supuesto hace posible que el precio del trabajo, o salario, pueda ser mayor que el costo de las mercancías que el obrero necesita para su subsistencia (el va-lor).

Marx nos ha dicho que los precios oscilan alrededor de los valores. ¿Por qué no ex-plica el posible origen de esa oscilación? ¿Por qué los precios no son iguales a los valo-res si son estos los que lo determinan? ¿Por qué Marx supone que esa diferencia es irre-

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levante y se aferra al “trabajo medio”, “precio medio” y “valor medio” para decirnos — un supuesto más— que valores y precios se mueven alrededor de un mismo punto?

Lo que ocurre es que los precios están determinados en la teoría de Marx por el mer-cado —de ahí sus diferencias con los valores— y también (según su modo de pensar) por la cantidad de trabajo (el valor). Afirma que los precios y valores (precio medio, va-lor medio), en cambio son iguales. Para hacer aceptables las oscilaciones entre precio y valor habría que realizar investigaciones empíricas sobre una suficiente cantidad de ca-sos.

Si el mercado nada tiene que ver en la determinación del valor, resulta llamativo que este oscile alrededor del precio. El valor, medido por la cantidad de trabajo (socialmente necesario, otro promedio) parece totalmente superfluo y aun incorrecto si el precio es lo que cuenta, como reconoce Paul Sweezy39. Pero la noción de valor-trabajo cumple una función emocional irremplazable: sirve para sostener que el capital se forma y gana por-que roba al obrero.

También habría que explicar en detalle la justificación y la naturaleza de los dos su-puestos que ahora propone Marx y, en particular, por qué el trabajo, siendo una mercan-cía como las otras, recibe una cualidad especial por la que se diferencia radicalmente de las demás.

91. “Una intensidad creciente del trabajo supone mayor gasto de trabajo en el mismo espacio de tiempo. La jornada de trabajo más intensa se encarna, pues, en más pro-ductos que la menos intensa de igual número de horas. Es cierto que si aumenta la fuerza productiva, la misma jornada da también más productos. Pero en el último caso bajó el valor de cada producto, porque cuesta menos trabajo que antes, mien-tras que en el primero ese valor no varía porque el producto cuesta siempre el mis-mo trabajo. El número de productos sube entonces sin que baje su precio.” (381)

Desde la perspectiva de su teoría, las deducciones que hace aquí Marx son correctas. Si en una jornada igual se trabaja más intensamente es obvio que se podrán producir más productos. En la misma jornada, también se aumenta la cantidad de productos obte-nidos mediante la introducción de una mayor fuerza productiva (mayor capital constan-te).

En ambos casos, el hecho de que baje o no el precio de la mayor cantidad de produc-tos depende, no de la cantidad de trabajo “materializada en las mercancías”, sino de va-riables que Marx no considera, y que están condicionadas por la naturaleza de la deman-da.

Por ejemplo: si la cantidad de productos de más son iguales o entrañan alguna mejo-ría, la demanda puede responder de forma diferente. Si son iguales, hay que determinar si esos “más” son pocos o muchos. En el primer caso, no habrá que esperar variaciones en los precios, cualquiera sea la cantidad de trabajo empleado en cada caso.

En el segundo caso (que la producción sea mucho mayor) el precio no necesaria-mente bajará si el mercado absorbe rápida y completamente la mayor producción, es de-cir, si la escasez relativa permanece constante o aumenta debido a una ampliación de la demanda.

Pero lo más probable es que el empresario que aplica mejor tecnología (más y mejor fuerza productiva) y que produce mucho más productos, baje el precio con el propósito de ampliar su demanda potencial; desea hacer al mercado más permeable a la mayor

39 Paul M. Sweezy. Op. cit., pág. 163.

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oferta, con lo que desplazará del mismo al competidor con menor tecnología, aquel que necesita intensificar el trabajo.

Entonces, la afirmación de Marx: “El número de los productos sube sin que baje su precio” (381) depende de que ese número sea chico o muy grande y del comportamiento de la demanda potencial. La afirmación corresponde a la mera intensificación del traba-jo, sin introducción de más fuerza productiva. En esas condiciones, sin duda lo más pro-bable es que la cantidad producida de más no sea grande y, si ese fuera el caso, el precio no bajará, porque la mayor cantidad de productos no afectará mayormente la escasez re-lativa. Tampoco bajaría si la demanda se expande en exacta o aproximada correspon-dencia con el aumento de la oferta.

Lo que afirma Marx también se puede expresar diciendo que, a una demanda cons-tante, y si se puede producir más sin ningún aumento de capital constante ni capital va-riable, el precio no bajará, no porque se haya intensificado el trabajo, o, lo que es lo mismo, porque haya más “explotación”, sino porque la escasez relativa del producto no se habrá modificado, dado que la cantidad de la oferta no puede aumentar mucho en esas condiciones.

Si, en cambio, se produce mucho más por la introducción de nueva tecnología —a una demanda también constante— se podría explicar la baja del precio que dice Marx sosteniendo que la escasez relativa del producto es mucho menor, o simplemente menor, y que los costos de la mano de obra, por unidad de producto, han bajado.

Estos dos últimos párrafos en que se dice lo mismo que Marx desde una perspectiva teórica diferente, son más convincentes que sus argumentaciones porque tienen más apoyo empírico y son más completos. En el caso de Marx nunca se podrá saber si hay esa correspondencia postulada entre valor y precio, desde que es sólo un postulado. En cambio, podemos empíricamente comprobar si hay aumento de demanda, o baja, si ha habido incremento o no de precio, si los salarios han subido o bajado, y si los costos, to-tales o parciales, son mayores o menores. Podemos estimar sus relaciones recíprocas porque tenemos más datos, y más confiables. Finalmente, la perspectiva diferente a la de Marx es más completa porque incluye la consideración de variables que Marx no menciona y que son crucialmente atingentes a los problemas que él considera.

Capítulo XVIDIVERSAS FORMAS DE LA TASA DE SUPERVALÍA

92. “La abolición de la forma capitalista de la producción permitiría limitar la jornada de trabajo al trabajo necesario.” (385)

Esta es una de las numerosas veces en que Marx explicita rasgos fundamentales de la sociedad socialista, entre los intersticios de sus argumentaciones y comentarios. Pare-cería que aquí no deja lugar para ningún sobretrabajo (o supervalía), y que el trabajador recibiría el producto “íntegro” de su trabajo, aspiración que criticó con esmero, y hasta ridiculizó, en su Crítica del programa de Gotha40.

40 Ya citado en la página 135.

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El trabajo “necesario” es en Marx la parte de la jornada en la cual el trabajador de-vuelve el costo del salario, y el goce de este le permite comprar sus subsistencias; el res-to de la jornada es “sobretrabajo” o, en otras palabras, supervalía.

Pero a continuación del trozo que he citado, Marx aclara: “Sin embargo, si las de-más circunstancias no cambian, este último [el trabajo necesario] abarcaría más espa-cio. Por una parte, porque las condiciones de vida del obrero serían mejores y sus exi-gencias más grandes. Por otra, porque una parte del actual sobretrabajo sería contado como trabajo necesario, a saber, trabajo necesario para formar un fondo social de re-serva y de acumulación.” (385)

Actualmente (año 2000) en todos los países capitalistas avanzados, el trabajo nece-sario (que excede en esta nueva definición de Marx el mero salario) tiene, no mucho, sino muchísimo más espacio que en la época de Marx, e inclusive que en todos los paí-ses donde se hizo la experiencia del socialismo real. Lo interesante de esta cita es que Marx acepta que en el socialismo habría también sobretrabajo: el trabajador con su es-fuerzo, deberá contribuir a un fondo social de reserva y acumulación, entre otros ítems. Nada dice —en ningún lugar, incluida la Crítica al programa de Gotha— acerca de có-mo y quiénes administrarán ese “fondo de reserva y acumulación” (en otras palabras, la supervalía), un aspecto de extremísima importancia, por razones políticas y éticas en primer lugar, pero también por razones económicas.

Por lo que sabemos fehacientemente de las múltiples experiencias del socialismo real, ese fondo era administrado por una clase política omnímoda, más privilegiada e inamovible que la constituida por los propietarios y empresarios de los países capitalis-tas, puesto que decidían por sí y ante sí cómo gastarlo sin el control de la población.

Más allá de esa capa privilegiada, la inmensa burocracia del Estado, las empresas y los servicios, disponía de lo que sobraba de la inevitable parte del león. Lenin se preocu-pó de que la dirigencia tuviera, aun en la miseria generalizada de 1922, privilegios ex-traordinarios. No sólo se preocupó de que su amante recibiera atenciones especiales: in-sistió en que se construyeran sanatorios especiales para la dirección del partido, con ser-vicios especiales de trenes reservados.41

“Apenas los bolcheviques se instalaron en Moscú, entendiendo que conservaban el poder, se preocuparon por su salud. A partir de 1920 los jefes fueron regularmente a Alemania para hacerse cuidar, llamaron a especialistas alemanes y encargaron en el ex-tranjero medicamentos caros. No tardarían en tomarse vacaciones de dos o tres meses ininterrumpidos. Entre los aficionados al reposo prologado cabe citar a Trotsky, Zinó-viev, Bujarin y Ioffe.”42

Los datos siguen, contundentes y también previsibles. Sabemos muy bien que aque-llos que manejan fondos que no son de ellos los administrarán indefectiblemente a su fa-vor y se aprovecharán, todo lo que puedan de esa ventaja, sean socialistas, comunistas o fascistas. Lo que predomina en ellos es la naturaleza humana, no la ideología, por lo de-más, similar en su metodología política y en sus metas. Un testimonio más sobre cómo vivían los jerarcas socialistas, entre miles, de cualquier país: “Cuando pasaba una larga limusina negra con un miembro del Politburó, la milicia paraba todo el tráfico con gran antelación, y seguía vigilando intensamente hasta que se hubiese perdido de vista. Las residencias de campo de sus funcionarios del más alto nivel, tras las altas empalizadas verdes y sus puertas con portero eléctrico, parecían dominios principescos, con fuerzas

41 Dimitri Volkogónov. El verdadero Lenin. El padre legítimo del Gulag según los archivos secretos so-viéticos. Ed. Anaya & Mario Muchnik. Barcelona. 1996 (1994), p. 262.42 Ibíd., p. 281.

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de seguridad, piscinas, canchas de tenis y salas de cine. Entre la población hambrienta circulaban rumores sobre los alimentos que se consumían en esas mansiones.”43

En Cuba, en China, en Polonia, en Vietnam, entre otros, ejemplos, ocurría exacta-mente lo mismo. Es decir, había sobretrabajo (o supervalía) que se repartían, no según los criterios impredecibles e impersonales del mercado, sino según órdenes consciente-mente orientadas de los propietarios del poder (estatal) de los inmensos monopolios so-cialistas. Es que allí el poder político y el económico estaban fundidos en uno solo. Allí, además, no había capitalismo. ¿Cómo explican los marxistas —desde su teoría— estos hechos que contradicen de lleno las predicciones de Marx?

93. “Mientras que el modo de producción capitalista impone la economía en cada ne-gocio individual, su sistema anárquico de competencia engendra el más desenfrena-do desperdicio de los medios de producción y las fuerzas de trabajo de la sociedad, junto con un sinnúmero de funciones ahora indispensables, pero superfluas en sí mismas.” (385)

El sistema de producción propio de la economía dineraria, y también del subsistema capitalista, se funda en la vigencia de la propiedad privada, y de la propiedad privada de los medios de producción. Por lo tanto, en múltiples unidades productivas (aunque sean servicios) individuales que se complementan entre sí, en el seno de un mercado donde se encuentran productores y consumidores, sometidos a las reglas generales de todos los intercambios, relaciones sociales o transacciones: las de reciprocidad, la buena fe, en los acuerdos y la paz. Algunos, ni qué decir, violarán estas reglas o tratarán de hacerlo. Esto no dice nada en contra de esas reglas, salvo que no son perfectas, aunque sí perfectibles. Es parte de toda vida social tanto que haya normas, como que alguna gente, y acaso mu-cha, tratará de transgredirlas. Lo único que se puede hacer es no tratar de cambiar la na-turaleza humana —cosa imposible—, sino perfeccionar el sistema normativo y su insti-tucionalidad.

La competencia es una de esas fuerzas disciplinadoras. No expresa, a menos que se la use en sentido metafórico, lucha, sino complementariedad y, aunque indirectamente, cooperación, y también descubrimiento (en otras palabras, creación). En las relaciones sociales, de cualquier sociedad y cultura, la competencia existe inevitablemente. Lo úni-co que nos corresponde hacer es que sea más transparente, no que desaparezca. Que sea más consciente y sus normas mejores (nunca perfectas, de modo que siempre producirá alguna porción de entropía social).

Nunca se sabe lo que ocurrirá en el mercado, salvo que hablemos en términos de probabilidades, porque lo que allí suceda dependerá de lo que quieran, piensen y deci-dan las personas que representan a los consumidores o a las unidades económicas que ofrecen sus productos (así sean sermones o fantasías). Estas personas actuarán sobre la base de la información que les provee el mismo mercado (es decir, las opciones de la gente), y que siempre debe ser interpretada por los actores sociales.

Todo lo que suceda en el mercado es y será incierto, precisamente porque allí se ex-presa la acción electiva de las personas. Con cada mercancía que se produce y se oferta, y con cada compra del consumidor, la gente vota. El mercado nos dice entonces qué es lo que piensa el público, dentro siempre de limitaciones, variables en cada persona y en cada categoría de personas (según sea la clasificación que deseemos encarar). El merca-do provee una información que nadie puede adivinar (aunque sí, a veces, estimar tentati-

43 Ibíd., p. 284-285.

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vamente) antes de que el mercado procese efectivamente los intercambios, relaciones sociales, o transacciones.

De ahí que el mercado nos sorprenda incesantemente: es que ninguno de los que participan en él pueden saber cuáles son o serán las consecuencias globales (o sociales) de sus actos conscientes. La función social del mercado —y función esencial— es ofre-cer esa información, e inmediatamente procesarla, traduciéndola en nuevos comporta-mientos de los actores.

En el mercado, las congruencias e incongruencias (Marx diría antagonismos o contradicciones) de las conductas humanas, y sus consecuencias, que estallaron como datos, son utilizadas como señales (interpretadas) para otras conductas y creaciones inauditas. Por eso el mercado es imprevisible, es decir, es un sistema abierto, que se está haciendo, indefinidamente, como el idioma, la persona, la sociedad, la cultura, la nor-matividad, y el mismo universo. Pero esto no significa que sea anárquico.

En todos estos sistemas ocurre constantemente lo increíble, la creación, lo que nunca sucedió. Tienen una historia. En cambio, en los sistemas cerrados (o sistemas estables, al menos relativamente) es posible una predicción segura, o con escasa incertidumbre.

La economía fundada en el mercado (los libres intercambios de la gente) es todo menos anárquica: es un sistema abierto, que posee reglas —nunca perfectas, porque se están haciendo— pero con alta incertidumbre, debido a que la multitud de intercambios, transacciones o relaciones sociales que ocurren en su seno reposan enteramente en deci-siones individuales e independientes, de las que sabemos muy poco, y muchas veces na-da, y cuyas consecuencias globales o totales serán siempre desconocidas para cualquier mente humana, porque son el resultado de acciones electivas.

Los desperdicios que allí ocurren —mucho menores y menos trágicos que los del socialismo marxista— son la consecuencia de que los actores desconocen muchos datos vitales de sí mismos, de los otros y de la realidad que enfrentan, lo que es y será normal. Cometen errores, ensayan, cambian y aprenden, con lo que modifica sus elecciones, pe-ro sin eliminar su infinita ignorancia esencial. Si los actores supieran todo y no cometie-ran errores, ni hubiera entropías sociales, conformarían un sistema cerrado, donde no se-ría necesaria la creación, no habría incertidumbre ni habría aprendizaje. Pero esto no es propio de la vida humana.

La experiencia del socialismo real (no el socialismo de los creyentes) muestra que había allí mucho más despilfarro que en los países capitalistas, tanto de bienes como de —y esto es lo más terrible— de personas y de inteligencia. La razón es que los planifi-cadores y la clase política omnímoda son ineficientes, no porque sean malas personas (aunque las haya) sino porque carecen de buena información (si bien esta información, de existir, podría ser deficiente).

Los empresarios son más eficientes y eficaces que los planificadores porque, a dife-rencia de estos, cuentan con la información —de la que carecen los planificadores— que les proporciona el mercado, aun el que es muy imperfecto. Además, el empresario debe enfrentarse, apelando a su capacidad creadora, a las incertidumbres que le formula el mercado, y superarlas.

El despilfarro del empresario —que a veces proviene de la creación, el ensayo y la aventura de lo nuevo— es acotado, tiene límites precisos, puesto que las decisiones son individuales, mientras que el despilfarro burocrático de los planificadores es global o sectorial por lo menos, lo que implica un desperdicio descomunal en términos sociales y reales.

Además, el empresario persigue con saña el despilfarro, dado que busca ganancias, una motivación fundamental que no tiene el burócrata: a este lo único que le importa es la aquiescencia política de sus superiores, como en una jerarquía militar. Podría pensar-

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se que lo importante es el despilfarro sistémico, y no el individual: en este caso, las ex-periencias de los países socialistas muestran que, sobre todo si se tiene en cuenta su ca-pacidad de innovación, el capitalismo despilfarra menos, y esto se funda no en presun-ciones o teorías, sino en datos históricos.

94. “El capitalista paga el valor de la fuerza de trabajo, o su precio, distinto de su va-lor; y dispone a cambio de la fuerza viva de trabajo. Su usufructo de esta fuerza de trabajo se descompone en dos períodos. Durante el primero, el trabajador sólo pro-duce su valor = valor de su fuerza de trabajo, es decir, sólo un equivalente. Por el precio adelantado de la fuerza de trabajo recibe así el capitalista un producto del mismo precio. Es como si hubiera comprado el producto listo en el mercado. Por el contrario, en el período de sobretrabajo el usufructo de la fuerza de trabajo forma valor para el capitalista, sin que a este le cueste un valor equivalente. Recibe gratis esa fluidificación de la fuerza de trabajo. En este sentido, puede llamarse al sobre-trabajo trabajo no pagado.” (388)

Para Marx, el valor de la fuerza de trabajo está dado por el valor de los consumos que esa fuerza necesita para subsistir. Pero el precio de la fuerza de trabajo depende del mercado de trabajo, y allí ese precio puede ser igual al valor, superior o inferior a él. El salario, con el que el trabajador compra sus subsistencias, corresponde siempre al pre-cio, en otras palabras, está determinado por el mercado de trabajo.

Pero también en las subsistencias el valor es diferente al precio. Cuando el obrero compra sus subsistencias, ¿qué paga, el precio que es igual al valor, el que es mayor, o el que es menor? La casualidad decidirá si, por ejemplo, justo el salario que es mayor que el valor de la fuerza de trabajo coincide o no con el hecho de que el precio de las subsistencias es más bajo que su valor. Marx dice que precio y valor coinciden sólo en lo promedios, no en los casos particulares. Pero este es sólo un supuesto, y un supuesto endeble, porque él jamás calcula el valor de ninguna mercancía concreta, ni del conjun-to total de mercancías para extraer promedios. Está suficientemente tranquilo con que el valor puede calcularse por la cantidad de trabajo realizado en la unidad de tiempo (ho-ras, días, etc.). Pero nadie, ni él mismo, se encargó de ese cálculo, ni siquiera en la Unión Soviética lo hicieron. ¿Por qué? Aparentemente, porque es imposible o acaso irrelevante. La diferencias entre los miles de millones de trabajos son tan grandes, tan sutiles, y tan incalculables que, salvo en casos sencillos o elementales, cualquier cifra sería poco útil. En este problema, Marx no tuvo en cuenta el tema de la calidad: redujo el trabajo a un esquema aparentemente sencillo, pero falso, donde la calidad o lo mera-mente cuantitativo era lo que de terminaba todo. Quería seguramente “calcular”, mate-matizar, y esto en ciencias sociales suele ser la perdición, sobre todo en aspectos teóri-cos de principios o fundacionales. Quería, especialmente, mostrar que el empresario “robaba” al trabajador. Y creo que el argumento de Marx, insostenible teóricamente, ha sido extraordinariamente eficaz, en cambio, en ofrecer una imagen emocionalmente convincente para los intelectuales bienintencionados y hacerles pensar que ese robo era cierto. No es el razonamiento el que los convenció, si bien tuvo su importancia, sino los sentimientos implícitos en él. Si fuera cierto que el empresario paga lo que corresponde cuando remunera según el precio del mercado, no habría “sobretrabajo” ni, por eso, “ro-bo’. Marx no se dio cuenta de que ese mismo “sobretrabajo” existiría allí donde no hu-biera capitalismo: en el socialismo real. Esto derrumba empíricamente su teoría del va-lor, porque el “sobretrabajo” estaría en vigencia también en el socialismo.

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Todas estas ideas de la cita las ha repetido Marx muchas veces a lo largo de casi cuatrocientas páginas y las continuará repitiendo. Y como en casos anteriores, no se ve por qué en un sistema socialista (donde, es obvio, no hay capitalismo) no habrá también trabajo no pagado, indispensable para reemplazar los medios de producción consumi-dos, para ampliar la producción, y para un fondo de reserva o seguro44 y otros recursos para sostener a las empresas, al Estado y sus servicios, la investigación y la gigantesca burocracia, en la que hay que contar a la clase política privilegiada que ejercerá mono-pólicamente todos los poderes sociales, fundidos en uno solo (el único partido gober-nante).

Una acotación: si los marxistas braman contra cualquier monopolio —con razón, cuando el mismo lesiona la competencia—, al punto de que son combatidos y vilipen-diados —en ocasiones injustamente—, ¿cómo podríamos aceptar, ni en escala reducida, un monopolio exorbitante como el que propone el socialismo “científico” o marxista? Lo más decisivo de este monopolio es que sería, mancomunadamente, político, econó-mico e ideacional (no hay lugar para la libre expresión de las ideas). La libre expresión del pensamiento es, según estos monopolistas, un “prejuicio burgués”.Veamos una leve muestra que nos ofrece un economista que actuó en la planificación socialista hasta 1928: “En estas circunstancias no puede hablarse de ‘beneficios’ o ‘pér-didas de la industria soviética del Estado’. No hay lugar para tales consideraciones o concepciones, y nadie puede calcular los ‘beneficios’ reales o las ‘pérdidas’ reales en el sentido de una sociedad capitalista. Una gran parte de esos beneficios son simplemente una especie de tributación [es decir, impuestos a la población], a causa del monopolio absoluto de los grandes trust [socialistas], protegidos contra la competencia extranjera por un monopolio absoluto del comercio exterior. Los precios de los artículos manufac-turados son regulados por el gobierno y la ley de la oferta y la demanda no actúa libre-mente”45

Como decía von Mises, “nadie puede calcular” las pérdidas o las ganancias; enton-ces, ¿cómo saber si se produce eficientemente?

Si las personas del gobierno manejan monopolios de estas dimensiones, que supo-nen la quiebra de la sociedad civil, y por lo contrario su control draconiano, ¿no se apro-vecharán de ellos para su propio beneficio? Sería más que ingenuo contestar negativa-mente a esta pregunta dado que conocemos, dentro de nuestra ignorancia inabarcable, bastante bien a la naturaleza humana. Al igual que los capitalistas, pero infinitamente más porque no tendrán enfrente otros poderes en competencia con ellos, la burocracia socialista se aprovechará todo lo que pueda de la población que tiene debajo, aunque más inmiseriocordiosamente, puesto que cuenta con un poder político y social absoluto.

Capítulo XVIITRANSFORMACIÓN DEL VALOR O DEL PRECIO DE LA FUERZA DE TRABAJO EN SALARIO

44 Todos estos ítems han sido extraídos de Karl Marx, Crítica del programa de Gotha, ya citado, páginas 14 y 15.45 Paul Haensel. La política económica de la Rusia soviética, ya citado, p. 139. Subrayado en el original.

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95. “Pronto reconoció [la economía clásica] que, respecto del precio del trabajo, como el de toda otra mercancía, el cambio en la proporción de la demanda y de la oferta nada explica, excepto el cambio de aquel, es decir, la oscilación de los precios del mercado por debajo o por encima de cierta magnitud. Si la demanda y la oferta se equilibran, y las demás circunstancias permanecen iguales, cesa la oscilación del precio. Pero también entonces la oferta y la demanda dejan de explicar cosa algu-na.” (391)

Este es un trozo que llena de consternación. No se aprecia por qué los conceptos de oferta y demanda no explican nada “excepto el cambio de aquel” [e trabajo], si es preci -samente el precio de cambio del trabajo lo que se trata de explicar; ninguna otra cosa. No es posible comprender entonces por qué Marx dice que la oferta y la demanda no ex-plican nada si su propósito es explicar lo que él mismo reconoce que explica [“ex-cepto”].

Es evidente que los precios oscilan, aunque no alrededor del valor, según dice, sin probar, la teoría de Marx. Mientras el precio es un dato al que todos podemos acceder, el valor —en el sentido de Marx— es una mera suposición que requiere ser comproba-da. Además, que los precios oscilen no quiere decir que algunos no desaparezcan si al-guna mercancía pierde toda demanda. Cualquier productor, y los grandes productores también, establecen o fijan precios, pero esto no significa que ellos sean una propuesta caprichosa: derivan de estimaciones tentativas de la demanda y de los costos reales, así como de una proporción de ganancia. Pero los precios propuestos pueden ser rehusados o rechazados por la demanda. Se ve así que los precios fijados por la oferta se manten-drán si la demanda responde de manera relativamente adecuada; de lo contrario, debe-rán modificarse.

La mercancía “trabajo” se halla sometida a los mismos avatares. Y allí donde se en-cuentra transitoriamente la oferta y la demanda se conformará un precio. Ese encuentro, que depende además de factores culturales y sociales —inclusive institucionales— con-figura un “equilibrio” siempre inestable.

Pero, ¿por qué decir que por el hecho de suponer la aparición de un punto de equili-brio de la oferta y la demanda “dejan de explicar cosa alguna”? Esta es una conclusión lógicamente arbitraria, y totalmente insostenible, de Marx.

96. “El Morning Star, órgano librecambista de Londres, ingenuo hasta la necedad, de-ploró repetidas veces durante la guerra civil americana, con toda indignación mo-ral de que es capaz la naturaleza humana, que en los Confederate States los negros trabajaban enteramente gratis. Hubiera debido comparar el costo diario de uno de esos negros con el de obrero libre de East End de Londres, por ejemplo.” (393, nota 1 al pie de página)

Marx practica aquí una confusión, mucho más que meramente metodológica, que hará escuela en la propaganda comunista: sostener que el esclavo (aquel cuyo cuerpo ha sido vendido como una mercancía por un captor desalmado) padece una situación igual a la del obrero que no vende su persona, sino su trabajo potencial, el cual, por otra parte, puede retirar cuando lo crea conveniente, para arreglar otro acuerdo con un nuevo de-mandante, puesto que es dueño de su cuerpo y de su trabajo.

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Cuando Marx escribía, un trabajador negro de las plantaciones, si todavía era escla-vo, no gozaba de las ventajas —inmensas, aun en la precariedad de su situación— de los trabajadores ingleses más “explotados”, pero libres.

Lo mismo que Marx cuando yo aportaba datos sobre matanzas y violaciones a los derechos humanos en los países socialistas, los marxistas, con tono de superioridad, me contestaban invariablemente que es lo mismo que ocurre en los países en capitalistas (lo cual no es cierto). Y si es lo mismo, ¿para qué hicieron “la” revolución? Este interro-gante bastaría para aniquilar su seguridad. Pero hay más: es cierto que algunas veces en las policías de Buenos Aires, Nueva York o París, entre otras, se actúa con violencia, to-talmente injustificada, cualquiera fuera el delito, contra detenidos, pero es oculta y algu-nas veces los culpables son enjuiciados. No es una violencia masiva, sostenida institu-cionalmente, y desatada por el poder omnímodo como “razón de Estado”. La pena de muerte que existe en algunos Estados de Norteamérica es completamente diferente, en su fundamentación legislativa y moral, a la que existe en China, Cuba, Corea del Norte y la antigua Unión Soviética.

Cada pena de muerte en Estados Unidos —que siempre resulta de un juicio público— es debatida y denunciada clamorosamente, y con razón, por todo el ambiente bienin-tencionado de la política y la intelectualidad, los mismos que guardan sospechoso silen-cio sobre los fusilamientos y las redadas múltiples de los países socialistas. Es que —si-guiendo la impronta maestra de Marx— son “lo mismo”. ¿Que en China y Cuba hacen un sistemático lavado del cerebro a los díscolos de su población? ¡Ah, es lo mismo que hace la televisión en los países capitalistas! (Esta es la respuesta que me dio una marxis-ta cuando planteé la pregunta).

Esta técnica de la confusión artera acerca de fenómenos empíricos claramente deli-mitados y diferenciables, fue copiada puntual y exitosamente por el fascismo, el nacio-nal-socialismo, y, primeramente, por Lenin y sus seguidores. Así, “democracia burgue-sa” no era democracia, más bien era social-fascismo (según los comunistas). En cambio, la Unión Soviética, bajo la dictadura de Lenin y Stalin, era el país más libre y democrá-tico del mundo. Es lo que dijeron Mussolini y Castro: en Italia y Cuba, respectivamente, había más libertad que en todas las “plutocracias” capitalistas. En el New York Times, como en La Prensa, La Nación y Clarín, todo era falso; en cambio, en Pravda, Granma, o en La Hora (diario comunista argentino), todo era verdadero.

Hoy sabemos que la URSS ni era unión, ni era república, ni era soviética, y los paí-ses socialistas que se hacían llamar “Democracias populares”, ni eran democracias y menos que nada, populares.

Algún día habrá que escribir el estudio de estas perversiones trágicas —y masiva-mente trágicas— del lenguaje político, cuyo origen hay que situar en Marx, y que se propagó en todos los dictadores del siglo XX. El gran talento de Marx avaló el molde de estas confusiones y desmesuras promovidas por su emocionalidad llena de odio y resen-timiento.

Lo peor de esa emocionalidad es que estaba segura —tenía la certeza— de que era esencialmente ética y que por eso santificaba la direccionalidad de sus condenas. Esta certeza moral es, creo, éticamente malsana y, por lo menos, extremadamente peligrosa.

El sentimiento de pertenencia a los “puros” crea condiciones psicológicas para la ac-titud inquisitorial, típica del revolucionarismo y de todos los revolucionarios (recuér-dense a los Montoneros, al ERP, a las brigadas rojas de Italia, al ETA vasco, practican-tes asiduos de la criminalidad política más atroz).

Si uno es indubitablemente “puro” tiene derecho a ejercer la justicia a su criterio. Esto es lo que pensaba Robespierre: el que estaba contra él estaba contra la patria (¡qué parecido a Perón!) y, lo que es peor, contra el bien. Es lo que pensaban exactamente

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Lenin y Trotsky (Stalin era suficientemente cínico para darse cuenta de que él no estaba en esa situación), y tantos otros. La posesión de la pureza ética induce a despreciar y —si se tiene poder— a perseguir a los que actúan y piensan diferente. Así se transforman en preclaros difusores de omnipotencia y rigurosidad. La moderación desaparece y con ella una adecuada percepción de la complejidad de la vida humana. No hay entonces compasión porque no hay debilidad en el propósito irrenunciable (¿cómo se va a ser cómplice pasivo de la maldad, el error y el pecado?) de preservar el materialismo histó-rico, la bendita dialéctica, la dictadura del “proletariado” y otros temas sagrados de la Única Verdad.

Así, el puritanismo es la vía frecuentemente transitada de un extremismo mesiánico y salvacionista, que canaliza enormes potenciales de agresividad y sadismo, sin el me-nor sentimiento de culpa. La realización de este sadismo requiere practicarlo con más y mejores justificaciones racionales y, lo que todavía es más trágico, ejercerlo con mayor desaprensión, en la misma medida que es preciso impedir la menor de las dudas acerca del propio proceder. El puritanismo (sea político, sea religioso) está fuertemente asocia-do al misticismo y la indignación moral, y a una proclividad muy elevada hacia el me-sianismo, el autoritarismo, y a la ingenuidad y simplicidad de las relaciones familiares, así como al odio simultáneo a la complejidad y las mediatizaciones de la vida moderna, entre ellas, la que crea el uso del dinero. Esto se hace patente tanto en Platón como en Marx.

Los intelectuales se hallan particularmente expuestos a estas fáciles tentaciones mo-rales, con las que aspiran a convertirse en únicos modelos para la sociedad global. Son así, no siempre, los sacerdotes de un “humanismo” hipócrita, altamente rendidor —en los sistemas democráticos, donde sólo pueden existir y al que al mismo tiempo intentan destruir— desde el punto de vista del prestigio social y político, y del éxito económico.

97. “Además, como el valor de cambio y el valor de uso son en sí magnitudes incon-mensurables, la expresión ‘valor del trabajo’, ‘precio del trabajo’ no parece más irracional que la expresión ‘valor del algodón’, ‘precio del algodón’.” (393)

Se puede admitir que el valor de uso, como la belleza de un rostro o una sonata, sea, en principio, inconmensurable, pero no el valor de cambio, que se manifiesta en un pre-cio, el cual, en la economía dineraria, se revela en un número. Sólo en el sentido de que nunca podemos saber a priori cuál será ese precio hasta el momento en que la mercancía se lance al mercado, es posible decir que el valor de cambio es inconmensurable: es de-cir, no lo podemos medir, como no pueden hacerlo los planificadores socialistas, a me-nos que contemos con el veredicto del mercado.

Además, no se ve por qué “valor del trabajo”, “precio del trabajo”, y “valor del algo-dón” o “precio del algodón”, son expresiones “irracionales”. Marx utiliza términos co-mo “irracionalidad”, “contradicción” o “antagonismo” con imprecisión e impunidad. También en Max Weber “racionalidad” e “irracionalidad” son las mayoría de las veces inconvenientes, dudosas y casi siempre insatisfactorias. Pero la racionalidad en Max Weber tenía un rasgo indubitable: era aquello que se podía calcular, era lo previsible y hasta lo organizado. Por eso los precios políticos eran para él irracionales: estaban en manos de funcionarios que decidían, no en función de la economía, sino en función de la política. Lo racional era para él lo que surgía espontáneamente del mercado, como fe-nómeno profundo de la realidad del sistema económico.

Este puede parecer imprevisible y, en ese sentido, irracional. Pero si consideramos que la información que proporcionan los precios de mercado es la genuina respecto de

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las fuerzas sociales que se mueven en la sociedad —puesto que expresan las elecciones de los agentes o protagonistas de la acción social—, entonces esos precios son las bases sobre las cuales podemos hacer previsiones “buenas” e inclusive óptimas, pero proba-bles (nunca seguras), y por eso “racionales”.

Para Max Weber, la economía de mercado es una economía racional, en tanto una economía estatizada es una economía irracional. Esta terminología, a pesar de lo insatis-factoria que indudablemente es, resulta, en cambio, más, mucho más aceptable que el lenguaje de Marx. Por otra parte, este confunde lo deliberado y consciente con lo racio-nal. Por eso no ve las manifestaciones del orden espontáneo, las determinaciones crea-doras, pero no creadas, de las interacciones sociales, donde reposan las palpitaciones de la historia, y también de la incertidumbre, lo que no debe confundirse con anarquía.

Capítulo XIXEL SALARIO POR PIEZA

98. “La forma del salario por pieza es tan irracional como la del salario por tiempo.” (402)

“…el salario por pieza es una terrible fuente de merma de los salarios y de rapi-ña capitalista.” (402)

El trabajo por pieza apenas existe en los países capitalistas avanzados. Hace entre 70 y 80 años, mi madre —que además de ama de casa era costurera en su domicilio y trabajaba por pieza— se pagó con su salario un terreno que compró en Ciudadela (pro-vincia de Buenos Aires), donde mi padre construyó una casa de madera. El trabajo por pieza era una manera en que se manifestaba el convenio entre el trabajador y el empre-sario: no era obligatorio; se realizaba si era ganancioso para las partes, y si las mismas lo aceptaban.

En cambio, en los países socialistas (donde no existían ni el capitalismo ni los capi-talistas) el trabajo por pieza ocupaba un lugar dominante, especialmente en la Unión So-viética. Un amigo que en la época de Gorbachov estuvo en Moscú observó que una cantidad de camiones vacíos daban vueltas incesantemente alrededor de la Plaza Roja. ¿Por qué? Es que a los camioneros les pagaban por kilómetro recorrido (salario por pie-za); aunque los vehículos estaban vacíos, los kilómetros recorridos de más les permitían hacer subir sus magros salarios. Como se ve, el despilfarro y la explotación se consuma-ban a la vista de todos en el corazón mismo del socialismo, a pocos metros del sarcófa-go de Lenin.

Un destacado estudioso que trabajó en la planificación soviética hasta 1928 docu-menta el trabajo a destajo en la URSS: “Una orden especial, firmada por la Presidencia del Consejo Supremo Central de Sindicatos y por el Consejo Supremo de Economía Na-cional, el 13 de diciembre de 1930, trata de ‘regular los salarios, estimulando a los obre-ros a aumentar la calidad y rendimiento de su trabajo por medio de la suma aplicación posible de salario a destajo y obligando a los obreros cualificados (o a los no cualifica-dos donde haya escasez de aquellos) a permanecer en sus respectivas fábricas’. Medios

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de este género estimulan el celo de los obreros para aumentar la producción; pero, por otra parte, la calidad de la producción desciende y padece la salud de los trabajadores. Se advierte el exceso de trabajo entre los obreros soviéticos y el personal administrati-vo.”46

El mismo autor dice: “... allí donde ha sido posible, se ha implantado el sistema a destajo. Esta era la medida más eficaz para aumentar la producción, aun cuando, natu-ralmente, sea contraria a las concepciones socialistas.”47

Después de estas observaciones de 1930, el trabajo a destajo se expandió en gran escala con la promoción del movimiento stajanovista (iniciado por Alexei Stajanov, un minero) y los “héroes del trabajo”.

Los marxistas tienen que explicarnos por qué, donde no hay capitalismo ni propie-dad privada sobre los medios de producción, y se proclama la práctica del socialismo, se aplican métodos de “explotación” que el capitalismo ha superado, y que Marx, errada-mente, considera que eran inherentes a él. Por supuesto, las explicaciones de Trotsky48

son absolutamente insatisfactorias. Sin embargo, ningún marxista lo ha superado, y ni siquiera igualado.

99. “De la precedente exposición resulta que el salario por pieza es la forma de salario que mejor corresponde al modo capitalista de producción.” (404)

Como tantas otras, esta es una predicción que el proceso histórico, tanto del capita-lismo como de las experiencias del socialismo real (no del imaginado) ha convertido en falsa, según se deduce del comentario anterior. Precisamente porque se ha demolido el mercado de trabajo, este último tiene que ser institucionalmente obligatorio bajo el so-cialismo: no puede ser libre ni voluntario. “El sistema económico de la Rusia soviética de hoy [1930] está basado en la coacción del trabajo obligatorio.”49

La intimidación por el terror, ejercido por una policía absolutamente impune, es el método para alcanzar ese fin. No extraña por eso que la producción lograda mediante millones de trabajadores esclavos ocupara una proporción importante de la producción total de la Unión Soviética. No obstante, ni en la época de Gorbachov fue un país del “primer mundo”, sino del tercero, si bien con un peso político y militar del más alto ran-go, así como poseedor de grandes fábricas de material bélico.

Dicen Brzezinski y Friedrich: “... la GULAG [Campos Correctivos de Trabajo] su-ponía una aportación importante a la economía estatal soviética. Según el ‘Plan estatal de desarrollo de la economía nacional de la URSS para 1941’, del que se apoderaron los alemanes, la policía secreta aportaba al capital de inversión proyectado el 18 por ciento del total (89 h). En él no estaban incluidos proyectos del MVD como los de la industria maderera del norte y las minas de oro de Kolyima. Como se comprenderá, estas enor-mes empresas requerían gran número de prisioneros, y los distintos cálculos de los tra-bajos forzados de la URSS lo hacen elevar a millones.”50

Unas cien páginas después se preguntan estos autores: “¿Cuál era el volumen e im-portancia de esta masa esclava en la economía soviética, y cuáles fueron sus realizacio-

46 Haensel. La política económica en la Rusia soviética, ya citado, p. 202.47 Ibíd., p. 153.48 León Trotsky. La revolución traicionada. Ed. Claridad. Buenos Aires, 1938. Junto con Lenin, realiza-dor de la revolución bolchevique, este autor ha escrito numerosas obras sobre la dictadura de Stalin, quien finalmente logró hacerlo asesinar en México.49 Haensel, Op. cit., p. 214.50 Carl J. Friedrich y Zbigniew R. Brzezinski. Dictadura totalitaria y autocracia. Ediciones Libera. Bue-nos Aires, 1975, [1965], p. 265.

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nes? En 1941 produjo 5.325.000 toneladas métricas de carbón: 34.730.000 metros cúbi-cos de madera comerciales y para quemar, o sea, el 11,9 por ciento de la producción so-viética; el 14,49 por ciento del mobiliario total; el 22,58 por ciento de enlaces ferrovia-rios; el 40,5 por ciento del mineral de cromo, etc. (...) Los cálculos de una porción de in-dividuos que han tenido que ver con este gigantesco ‘ejército de reserva industrial’, fluctúan entre 8 y 14 millones. A ellos deben añadirse los campos de trabajo de los paí-ses satélites, pero no se han hecho [todavía] cálculos fidedignos.”51

A la luz enceguecedora de estos hechos, entre miles más que podrían citarse, ¿qué queda del “ejército de reserva”, de la “explotación”, del “salario por pieza o por tiem-po”, de la “plusvalía”, entre otros teóricamente vitales, de Marx? Allí no había propie-dad privada, ni capitalistas, ni capitalismo, y tampoco mercados.

Muestra que cualquier sistema que no cuente con un mercado de trabajo, tampoco tendrá trabajadores libres ni trabajo voluntario, es decir, una situación social en la que exista la posibilidad de rechazar el trabajo que se le ofrece al trabajador, o abandonarlo, si lo desea, inclusive bajo la forma de huelga, un derecho absolutamente imposible en el socialismo, cualesquiera sean los países que se consideren.

Es obvio que en el mercado de trabajo los trabajadores se verán coaccionados por la necesidad de trabajar, como en cualquier sociedad de cualquier época. Pero este trabajo será voluntario y pagado, a diferencia del que hace el siervo o el esclavo, cuyos cuerpos están dominados por la fuerza.

Capítulo XXREPRODUCCIÓN SIMPLE

100. “El capitalista puede confiar tranquilamente su cumplimiento al instinto [de re-producirse] de su propia conservación [la del obrero] y de multiplicación de los obreros. Él [el capitalista] no cuida sino de limitar todo lo posible el consumo indi-vidual de estos a lo necesario.”(1417)

La visión de Marx en este problema es sumamente pequeña. No ve el conjunto del sistema capitalista. Ve sí al capitalista-empresario. Evidentemente, tratará de pagar el salario más bajo posible. Pero tendrá que contar —si el trabajador es libre (es decir, puede abandonar su tarea)— con la calidad del trabajo y la responsabilidad del trabaja-dor. Esto impone límites precisos, aunque variables, a la baja del salario. La producción y sobre todo la productividad, no pueden alcanzar los niveles que exige constantemente

51 Ibíd., p. 335. Dice Harry Schwartz en La economía soviética desde Stalin, Ediciones Cultura Popular, Barcelona, 1967, en la pág. 16: “... para controlar al pueblo soviético, Stalin utilizó un complejo de fuer -zas, propaganda e incentivos económicos diferenciales. La coerción era mantenida por la policía secreta y por la constante amenaza de muerte o prisión en los campos de trabajos forzados para los que osaran ex-presar su descontento político o económico. El sistema de trabajo esclavizado fue igualmente un factor significativo de la economía de aquellos tiempos y de gran parte del mandato de Stalin. A este tipo de tra-bajo se dedicaron millones de presos políticos y prisioneros de guerra, en diversos proyectos...”.

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la transformación de las técnicas y la administración capitalista, si los trabajadores que participan en este vasto y delicado proceso viven en la miseria o casi miseria.

Además, los asalariados son un sector esencial de consumidores del sistema capita-lista. Hasta su llegada, la aristocracia y el clero constituían el mercado fundamental de la economía dineraria. Las mercancías eran de poco volumen y poco peso, pero de altí-simo valor unitario. En cambio, desde la Revolución Industrial los consumidores están constituidos por los estratos medios y bajos, con consumos que no pueden tener precios altos. Para este mercado potencial, se trata de producir y vender en grandes cantidades con precios unitarios bajos y de poco margen de ganancias. Esto quiere decir que la Re-volución Industrial modificó radicalmente la orientación de la oferta, la multiplicó fan-tásticamente y expandió la variedad y calidad de los productos.

Si los trabajadores fueran míseros, el capitalismo desaparecería: los asalariados no podrían comprar la inmensa cantidad de mercancías que él produce, de todo tipo. Cuan-do Henry Ford lanzó su automóvil pensó inmediatamente en venderlo a sus propios tra-bajadores. Y lo logró: era un auto comparativamente muy barato, que se producía en grandes cantidades.

El capitalismo persistirá si puede —entre otras razones— alentar el consumo de las masas constantemente, más allá de sus necesidades convencionales. Pero el capitalismo no tiene intenciones —no es una persona— aunque sí tienen intenciones los capitalistas individuales. Por eso, “alentar el consumo” es el resultado espontáneo del entrecruza-miento del capitalismo y las pulsaciones de la naturaleza humana.

Marx, guiado por sus supuestos, no vio esta problemática. No advirtió que las gran-des masas de la población —que están constituidas básicamente por asalariados, porque son ellas el fundamento de los mercados— deben contar con un poder adquisitivo ade-cuado para absorber la producción, más grande, más variada y de mayor calidad. Las empresas sólo pueden sobrevivir si venden sus mercancías, aunque haya crisis transito-rias. Si producen sin vender, quiebran. Nadie se puede hacer rico si los servicios que presta no son comprados por aquellos que reciben sus productos, o rehúsan utilizarlos.

Naturalmente, hay otras formas de hacerse rico, pero no son las de la economía de mercado, si bien coexisten con ella, y aun fueron abrumadoramente dominantes en otras épocas, inclusive en las experiencias socialistas del siglo XX.

101. “El esclavo romano estaba atado por cadenas; el obrero asalariado está atado por hilos invisibles a su propietario.” (418)

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Esta afirmación elude considerar —y procura conscientemente confundir— los in-mensos progresos que se produjeron en las condiciones de trabajo desde la conforma-ción del capitalismo, no por la gracia de los capitalistas —aunque algunos de ellos las promovieron— sino de la lenta y conflictiva emergencia de una nueva institucionalidad, que cuenta entre sus elementos esenciales el mercado del voto y la institucionalización de la opinión pública. Toda esta transformación se originó en la expansión y diversifica-ción de la economía dineraria, que disolvió la sociedad estamental en el occidente euro-peo, y liberó a enormes masas de la población de las antiguas sujeciones personales, ori-ginando el proceso de democratización fundamental.

El asalariado actual en los países capitalistas desarrollados tiene un lugar completa-mente distinto al del esclavo de la antigüedad o del trabajador de los países socialistas. La formidable experiencia de estos últimos revela que los hilos invisibles de sujeción y arbitrariedad que pueden pesar sobre los asalariados, no dependen de que haya propie-dad o no de los medios de producción, sino de otras variables, entre ellas la existencia o no de un mercado de trabajo libre, lo que no significa que los empresarios o los asalaria-dos puedan ejercitar sus determinaciones sin ninguna limitación.

102. “El proceso de producción capitalista reproduce, pues, por su propia marcha la separación entre la fuerza de trabajo y las condiciones de trabajo. Reproduce y eterniza así las condiciones de explotación del obrero. Obliga constantemente al obrero a vender su fuerza de trabajo para vivir y constantemente pone al capitalista en condiciones de comprarla para enriquecerse.” (421)

Como demuestran las experiencias socialistas en todas partes, los burócratas empre-sarios del partido, con poderes policiales y militares absolutos, reproducían y eterniza-ban las condiciones de explotación de los trabajadores. Con una diferencia fundamental: que en el sistema capitalista existen millones de empresas independientes en las que la policía no interviene sino en conflictos extremos, dentro de los cuales los trabajadores pueden elegir, aceptar o rechazar, salarios y condiciones de trabajo.

Además, cuentan con sindicatos y partidos políticos a los que recurrir para reclamar reivindicaciones o derechos, sin hablar de las ayudas del sistema informativo no estatal, y por supuesto capitalista, que lleva los reclamos al conocimiento de la opinión pública.

Por otra parte, las experiencias socialistas demostraron que allí se obligaba, inclusi-ve bajo presión policial extrema, a vender su fuerza de trabajo para vivir muy precaria-mente y a veces, en término de millones, para usar de ella gratuitamente. En todas partes donde se implantó el socialismo, la consigna “¡el que no trabaja no come!” fue una regla imperativa, repetida innumeras veces por los funcionarios del sistema (los que no eran ni capitalistas ni empresarios)52.

52 Una pequeña muestra, que se podría multiplicar fácilmente: “La Nomenklatura impone una severa dis-ciplina laboral a fin de acrecentar la intensidad del trabajo [mucho más que los canallas capitalistas!]. Aunque se pretenda que se trata de una disciplina libre y espontáneamente consentida por los trabajado-res, esta disciplina se apoya, en la práctica, en los castigos. El 20 de abril de 1920, Lenin firmó un decreto acerca de ‘la holgazanería en el trabajo’ en el que se introduce la obligación del trabajo suplementario pa -ra recuperar las horas perdidas, sea después de la jornada normal de trabajo, sea durante los días feriados. Este primer paso hacia una legislación contraria a los intereses de los trabajadores fue seguida de muchos otros, ya mencionados aquí”. Y remata el autor con una idea evidente, que es imposible de asimilar por nuestros profesores, cantautores y políticos de buen corazón; “Para la Nomenklatura, el único sentido de esta disciplina y de esta organización socialista del trabajo, reside en la maximización de la plusvalía”. (Michael Voslensky. La Nomenklatura. Los privilegiados en la URSS. Ed. Abril, Buenos Aires, 1986 [1980] pág. 156). Recuerdo una lamentación de Engels: “¡Que no esté Marx para verlo!”.

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Ante estos hechos ya incontrastables, los marxistas miran hacia otro lado, se desaho-gan contra la “burocracia”, sin hurgar en las profundas razones que surgen del “modo de producción socialista”, su base real.

Capítulo XXIITRANSFORMACIÓN DE LA SUPERVALÍA EN CAPITAL

103. “Las operaciones del mercado no efectúan más que la primera inversión de los distintos componentes de la producción anual, los pasan de una mano a otra, pero no pueden aumentar la producción total del año ni modificar la naturaleza de los objetos producidos.” (423)

Marx quiere destacar que los intercambios, por sí mismos —como en el caso del co-mercio, por ejemplo —no agregan nada, ni a la producción, ni al contenido de las mer-cancías producidas. No es así: las mercancías sólo existen por y para el intercambio; no tienen otro sentido, y valen sólo allí; los intercambios —a través de los agentes huma-nos— escrutan las mercancías, las someten a prueba, y operan el descubrimiento de nuevos estímulos, nuevas experiencias, y nuevas necesidades o deseos (a veces trági-cos). No pasan meramente los objetos (así sean fantasías) “de unas manos a otras”. Me-diante este escrutinio, el significado cultural de los objetos se modifica, para sorpresa de los propios productores, que se ven enfrentados a nuevas solicitaciones, reales o poten-ciales, de los consumidores. Las relaciones sociales, los intercambios, las transacciones, o las interacciones, son el núcleo duro, consolidado y fundacional de la sociedad; por eso, son el espacio primordial que justifica toda la vida humana. Las mercancías, cuales-quiera fueran, sólo tienen sentido, en cuanto valores de uso o de cambio, en ese núcleo. Fuera de allí no son nada, o sólo naturaleza.

Los mercados —o el espacio social donde tienen lugar las relaciones sociales— de-penden de las interacciones de los actores sociales, es decir, de sus intercambios o tran-sacciones. Y el producto fundamental del mercado es la información, la cual surge, no de las personas aisladas, sino de los resultados concretos del conjunto los intercambios efectivamente realizados.

La información, para ser significativa y tener consecuencias vitales, requiere ser in-terpretada. Son las creaciones y los comportamientos de los empresarios, o sus interpre-taciones, los que determinan, con sus éxitos y sus fracasos, si la producción será mayor o menor, y qué tipo de producto conviene repetir, modificar o renovar totalmente.

En este sentido, lo que ocurre en el mercado (el conjunto de las interacciones) no es solamente mera circulación: es un complejo proceso de prueba, conocimiento, error, aprendizaje, e innovación. Si el mercado se suprime, o se torna imposible, todos estos elementos que potencian la vida social se pierden, y deviene una catástrofe cultural in-calculable. La caída del Imperio Romano en la antigüedad ejemplifica esta pavorosa re-volución.

Las señales del mercado, interpretadas innovadoramente, son la clave para determi-nar qué producir, de qué calidad, cómo, cuándo y cuánto, problemas todos típicos del

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empresario. Por supuesto, también existen intersticios acerca de productos que no tienen mercado, pero que, en la perspectiva creadora del empresario, podrían tenerlo.

104. “El capital adicional de 2.000 libras esterlinas [la ganancia de una inversión de 10.000] es otra cosa muy diferente. Conocemos exactamente el proceso de su for-mación. Es supervalía capitalizada. No contiene desde su origen ni un átomo de va-lor que no provenga de trabajo ajeno no pagado. Los medios de producción a los cuales se incorpora la fuerza adicional del trabajo, como los medios de subsistencia con que esta se manifiesta, no son sino partes integrantes del sobreproducto del tri-buto anualmente arrancado a la clase trabajadora por la clase capitalista.” (424)

Antes de arriesgar su capital de 10.000 libras (la cifra que propone Marx en su ejem-plo) uno o varios empresarios tuvieron que idear un emprendimiento, el producto que harían, cómo y en qué cantidad, y dónde y cómo lo venderían, así como a qué precio.

Tendrían que organizar el sistema productivo y la administración, además de resol-ver el problema de cómo distribuir lo producido. Sea pequeño, mediano o grande, el emprendimiento exigirá cumplir estas tareas, las que entrañan un trabajo de alta comple-jidad, si bien Marx, incomprensiblemente, lo considera un compuesto de átomos de tra-bajo simple (trabajo obrero elemental), cuando no lo considera superfluo. El trabajo de Cervantes, Quevedo, Galileo, Newton, Edison o Ford, o el de un ingeniero, son para él meramente la sumatoria o multiplicación de trabajo simple.

Marx no advierte la abismal diferencia cualitativa entre el trabajo complejo y el tra-bajo simple, al punto de ser absolutamente incomparables e irreductibles, como ya seña-lé. Una diferencia que se funda en responsabilidades, en creaciones, y en contribuciones diferenciales a la vida social y cultural.

No hay medida ni compensación posible para el trabajo de Edison, Vivaldi, Mozart, Pasteur o Picasso. La creación —que también existe en el trabajo simple— no tiene ni tendrá precio, si nos atenemos a su aporte a la vida humana.

El trabajo empresarial es un trabajo complejo, que mide su participación —única-mente si el emprendimiento es exitoso— en el esfuerzo como renta personal, una parte de las ganancias obtenidas (2.000 libras). Absolutamente nada sería distinto —contra lo que piensa Marx— en su imaginada sociedad socialista. Separada la renta personal, el resto de las ganancias va a un fondo común (la acumulación) para las necesidades impe-riosas de la producción. De allí saldrán, entre otras, inversiones nuevas que potenciarán —si son exitosas— la acumulación, es decir, la riqueza de la sociedad.

Ese fondo de acumulación no sale únicamente del trabajo simple, como quiere ha-cernos creer Marx, sino de todo tipo de trabajo, inclusive —y principalmente— del tra-bajo complejo, movilizado por el emprendimiento el cual, si no hubiera sido imaginado primero por el empresario y después llevado a la práctica, no hubiera dado lugar a sala-rios, ganancias ni acumulación.

En las experiencias socialistas del siglo XX, donde no había propiedad privada so-bre los medios de producción, ni, por ello, capitalismo, todo este bosquejo general era idéntico. Lo único que variaba era quién o quiénes administraban y orientaban las inver-siones de ese fondo común. Naturalmente, el aparato institucional —aparato político in-cluido— era muy diferente.

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En el capitalismo, ese fondo común lo administran los miles de empresarios que compiten en los mercados, y los millones de asociaciones libres de todo tipo (desde clu-bes de ajedrez a guarderías escolares y fundaciones, así como la clase política a través del Estado).

En las experiencias socialistas, el fondo común es administrado y distribuido por una clase política centralizada y monopólica, además de omnímoda, que concentra la to-talidad del poder político, el poder económico y el poder ideativo (a la manera de una religión secular y estatal que no admite la más mínima competencia).

Afirmar entonces que las 2.000 libras de ganancia se originan en “trabajo no paga-do” o ajeno (esto aparece para señalar claramente que el empresario no debe tener nin-guna remuneración porque todo el trabajo lo hicieron los obreros), es un despropósito, aunque es coherente con su teoría, si se tiene en cuenta el proceso empírico de forma-ción de una empresa cualquiera, o de su solo funcionamiento.

Cuando murió su padre —del que vivió toda su vida pero al que despreciaba, com-portamiento típico en el “niño bien”— Engels, que era su “acomodado” empleado, lo reemplazó en la dirección de la empresa. En una carta a Marx del 27 de abril de 1867, Engels le dice: “Desde que me he convertido en amo, mi situación es mucho peor a cau-sa de la mayor responsabilidad. Si no fuera porque el ingreso es mucho más grande, pre-feriría volver a ser empleado.”53

En otras palabras, ni el padre de Engels había vivido sin trabajar, ni le había robado nada a los obreros. Ni Engels mismo, ni sus compañeros en la dirección de la empresa, habían cometido ningún comportamiento delincuente, si bien este puede sin duda ocu-rrir en cualquier organización, o en la calle u otra parte.

Esto es lo que opina T. S. Ashton —un estudioso de la Revolución Industrial— acerca del trabajo de los empresarios en esa época: “Los registros de una compañía tras otra no hacen sino repetir la historia de los hermanos Walker: los propietarios convenían en señalarse escasos jornales, restringían sus gastos caseros y reinvertían sus beneficios. Fue así como Wedwood, Gott, Crawshay, Newton, Chambers y Cía., y muchos otros formaron grandes empresas. En verdad, ‘el capital industrial no ha tenido, como su pro-genitor principal, a nadie sino a sí mismo’.”54

Una visión evidentemente empírica, por completo contradictoria con la que ofrece Marx. En esos testimonios se observa el trabajo intenso y complejo del empresario, así como su contribución decisiva al proceso de acumulación, que ha llevado a una fracción importante del planeta a salir, desde hace poco más de un siglo, de la miseria ancestral.

Por otra parte, el proceso de acumulación lo han cumplido, en escala variable, y se-gún épocas, todas las sociedades, con notables diferencias y éxito en sus estructuras ins-titucionales. Todos los roles de la división del trabajo contribuyeron a esa acumulación, de diferente forma y magnitud.

Una de las diferencias entre el capitalismo y el socialismo en materia de acumula-ción, es que en el primero la misma se realiza a través de emprendimientos independien-tes iniciados y sostenidos por personas o asociaciones de personas (que pueden ser co-operativas pequeñas o grandes), mientras que en el socialismo marxista el proceso de acumulación está definido y dirigido por una clase política monopólica descomunal, mediante funcionarios planificadores, sostenidos por un vasto aparato represivo.

El sistema socialista demanda una inmensa burocracia centralizada, que concentra todo el poder social, de cualquier naturaleza que sea. Políticamente, exige una dictadu-ra: de otra manera el plan no podría cumplirse. Este sistema no puede, por la naturaleza

53 Leopold Schwarzschild. El prusiano rojo, ya citado. Esta cita está consignada también en la página 41 de este libro. Las ideas esenciales hay que repetirlas incesantemente, como nos enseña Marx.54 T. S. Ashton. La revolución industrial. FCE. México. 1954, p. 93.

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de su estructura y su fundamento de ideas, dar origen a una fragmentación de poderes en competencia, ni a un fortalecimiento de la sociedad civil frente al Estado.

Dada la imposibilidad de controlar el despilfarro burocrático debido al ejercicio del terror político) este tipo de sociedad es menos productiva que aquella donde las motiva-ciones para la creación individual son mucho mayores, y donde el flujo de la informa-ción (mercados, opinión pública institucionalizada) es más alto en calidad y cantidad, como ocurre en cualquier sistema capitalista. Aquí los poderes políticos y económicos son diversos y ampliamente fragmentados, de modo que la sociedad civil es muy fuerte frente al Estado.

Son las empresas —pequeñas, medianas y grandes— dinamizadas por personas y grupos de personas de origen diverso, que compiten y cooperan, y cristalizan poderes políticos y económicos independientes y extremadamente variados, las que se movilizan en un contexto donde las corrientes de información son intensas y notablemente diver-sas, así como los conflictos entre grupos y sectores.

En este sistema abierto, institucionalmente inestable —puesto que la constante crea-ción es el desideratum— la democracia (jamás perfecta y variable en sus grados de vi-gencia) es una necesidad funcional. Es ella la que hace posible una información calidos-cópica y abierta, donde el debate, el disenso y el conflicto institucionalizado —además de la individuación— alcanzan niveles elevados, o aun máximos, en términos de las ten-siones que puede soportar el sistema global.

La acumulación no es el resultado de un robo —cualquiera sea el sistema social vi-gente— sino la consecuencia del trabajo cooperativo, muy diverso en sus rasgos institu-cionales, en calidad y productividad, y en el fundamento dinámico de la distribución del producto. El proceso evolutivo de los sistemas sociales está regido por la idoneidad de las estructuras políticas que propongan más productividad, inclusive en el nivel militar, si la lucha entre sistemas asciende al plano bélico.

Si esta hipótesis es cierta, la cantidad y la calidad de la acumulación depende de la productividad, y esta de los niveles de creatividad e innovación, cuyo fundamento repo-sa en el flujo informativo, así como en los grados de individuación de las personas.

105. “La transformación primitiva del dinero en capital se realiza, pues, de completo acuerdo con leyes económicas de la producción mercantil y con el derecho de pro-piedad que deriva de ellas. Sin embargo, de ella resulta:

1° que el producto pertenece al capitalista y no al obrero;2° que el valor de este producto, además del capital adelantado, compren-

de una supervalía que ha costado trabajo al trabajador y nada al capi-talista, y sin embargo, pasa a ser la legítima propiedad del capitalista;

3° que el obrero ha conservado su fuerza de trabajo y puede venderla de nuevo, si encuentra comprador.” (426)

Marx cree que hay “leyes económicas mercantiles” (o capitalistas) y “leyes econó-micas socialistas”. De acuerdo con esta perspectiva, las leyes sociales son históricas. Pe-ro las leyes de la economía, como las de la física o de la biología, son universales: valen para todas las sociedades y grupos humanos, cualesquiera sean sus condiciones de vida, del mismo modo que las leyes del movimiento valen tanto para los aviones de 1914 y los de 2000, o para el avión que levanta vuelo y para el que se estrella.

Por eso los problemas de rendimiento y productividad, o de ahorro e inversión, son generales, aunque no exista una concientización acerca de ellos, o un reconocimiento

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técnico o teórico sobre su existencia. Los infartos y los cánceres eran idénticos a los de ahora, se supiera que existieran o no, porque las leyes biológicas que los regían son iguales a las de ahora.

En términos de la teoría de Marx, por ejemplo, el “trabajo no pagado” existió siem-pre, en toda sociedad donde hubiera un mínimo de trabajo cooperativo, que no depen-diera, por lo tanto, del trabajo de individuos o familias aisladas, tal como sucedía entre los esquimales, por ejemplo.

Sin “trabajo no pagado” —aceptando provisoriamente la validez de la teoría de Ma-rx— no existiría la acumulación, salvo a nivel de personas o familias. Esto es lo que de-muestran las experiencias socialistas del Siglo XX. El “trabajo no pagado” era allí la re-gla, como el ahorro, la inversión, la productividad o la acumulación, debido a que las le-yes económicas son universales. De ahí que no haya que hablar de “leyes mercantiles” sino de “leyes económicas”.

Por eso tampoco en el socialismo el producto pertenece al obrero, un real mito de la racionalización burocrática: pertenece a la clase política y a sus estamentos instituciona-les, los que deciden por sí y ante sí qué hacer con él, independientemente de que haya o no propiedad privada. Es como si nos preguntáramos si el partido nacional-socialista te-nía o no la “propiedad” de Alemania. Evidentemente sí, aunque Hitler jamás abolió a través de un papel firmado por él ni la propiedad privada ni la constitución de Weimar. No era necesario: el partido nazi —como el comunista en los países socialistas— era el dueño real de Alemania y Hitler su jefe supremo e indiscutido, así como Stalin lo era del imperio soviético y Castro lo es de Cuba, sin que fuera necesario que algún papel lo dijera.

Hacia 1960 —y durante muchos años— algunos economistas importantes y estu-diosos de la “guerra fría” expusieron la idea de que había una “convergencia” entre los países socialistas y los países capitalistas avanzados. Su tesis era que los dos sistemas habrían de terminar en un punto común. En rigor, lo único que existía de común en am-bos sistemas eran las leyes económicas y sociológicas que operaban inevitablemente y que determinaban lo que parecían aspectos similares. Pero sus instituciones —sobre to-do las políticas y jurídicas—, así como los valores cruciales relacionados con la indivi-duación, diferían completamente. No había absolutamente ninguna convergencia: eran inmiscibles, aunque podían coexistir sin llegar a una guerra que —aunque ninguno de los dos la quería— estuvo latente como posibilidad durante décadas.

Por otra parte, sobre el punto 2° de la cita de Marx cabe decir que además del ade-lanto (conseguido de bancos o de capitalistas), el empresario ideó la empresa y trabajó (una tarea altamente compleja) en ella, hasta después de producir, para lograr su distri-bución adecuada y esperar el veredicto del mercado, que es el que decide al final el éxi-to o el fracaso del emprendimiento encarado. Entonces, la afirmación de que el producto “no ha costado nada” al empresario es una real expresión de barbarie teórica y de desco-nocimiento empírico de Marx.

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106. “Como fanático del aumento del valor, él [el capitalista] impone sin considera-ción a la humanidad la producción por la producción misma, y así el desarrollo de las fuerzas productivas sociales y la creación de condiciones materiales de produc-ción que únicamente pueden ser la base real de una forma más elevada de sociedad cuyo principio fundamental sea el desarrollo completo y libre de cada individuo. El capitalista sólo es responsable como personificación del capital. Como tal, compar-te con el atesorador el instinto absoluto de enriquecimiento. Pero lo que en el se-gundo aparece como manía personal, es en el capitalista efecto del mecanismo so-cial, del cual él no es más que una rueda.” (431)

Si es verdad que las motivaciones y los resultados de la conducta del capitalista cul-minan en “el desarrollo de fuerzas productivas y la creación de condiciones materiales de producción que pueden ser la base de una forma más elevada de sociedad, cuyo prin-cipio sea el desarrollo completo y libre de cada individuo”, ¿por qué combatir al capita-lista y al capitalismo, amenazando interrumpir el progreso que ellos impulsan, no im-porta con qué intenciones? ¿Por qué, por el contrario, no permitir su desenvolvimiento para que la sociedad nueva sea realidad mucho antes de lo previsto, que si, en cambio, la destruimos o perturbamos?

Contradicción esencial que Marx, y mucho menos los marxistas, se han planteado siquiera, aunque está en la base de la disidencia entre Plejanov y Lenin en 1917.

Después de una catarata incesante de denostaciones y desprecios hacia el capitalista y el capitalismo —inconcebibles en un texto científico—, que se expresan, como siem-pre ocurre con las emociones violentas y descarriadas, en una severa incomprensión, Marx alienta aquí una pizca, aunque breve y a regañadientes, de reconocimiento y valo-rización del empresario capitalista.

La cita, sin embargo, contiene ideas insostenibles: los empresarios no imponen, sin consideración a la humanidad, “la producción por la producción misma”. La tragedia para Marx reposa en que la criatura humana consume incesantemente y compra lo que le ofrecen los capitalistas. Esto tan sencillo es lo que no ve Marx: la culpa de la produc-ción y de su inmediato consumo no la tienen los capitalistas, que sólo quieren lucrar con eso, sino la gente que compra sus productos incesantemente, en lugar de seguir los aus-teros consejos de los socialistas. Reconocido este hecho elemental, no resulta extraño que las sociedades socialistas, con sorprendente regularidad, sean paupérrimas. Ellas prefieren la producción militar.

Por eso sería más justo decir, en cambio, que el socialismo marxista impuso “sin consideración a la humanidad” las experiencias del socialismo real, que produjeron —por su magnitud— las más grandes tragedias masivas y provocadas del homo sapiens.55

Los empresarios están motivados, como casi todo bicho viviente, por el deseo de la ganancia, el prestigio, el poder, pero también por la pasión de crear, de hacer cosas, de construir, para sí mismos y para los otros, si bien todos estos rasgos son muy variables

55 Hay pruebas empíricas irrefutables sobre estos hechos que sociólogos, historiadores, periodistas y can-tautores se niegan a considerar. Cito sólo algunas fuentes significativas: Alexandr Sojenitsin. Archipiéla -go GULAG, 1918-1956. Plaza & Janés 1974. Miguel Platón. El fracaso de la utopía. Espasa-Calpe. Ma-drid. 1995. Courtois, Werth, et Al. El libro negro del comunismo. Crímenes, terror y represión. Planeta-Espasa. Barcelona. 1998. Dallin-Nicolaevsky. Trabajo forzado en la Rusia soviética. Difusión. Buenos Aires. 95o. Michael Voslensky. La nomenklatura. Los privilegiados en la URSS. Ed. Abril. Buenos Aires. 1986. Dimitri Volkogónov. El verdadero Lenin. El padre legítimo del GULAG según los archivos secre-tos soviéticos. Anaya & Mario Muchnil. Madrid. 1996. Suzanne Labin. Stalin. El terrible. Ed. Huarpes. Buenos Aires. 1947. François Fejtö. Historia de las democracias populares. Ed. Martínez Roca. Barcelo-na. 1971. Naturalmente, la lista podría seguir, interminable.

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en cada individuo. Una antropología filosófica que no aceptara estos hechos (no se trata de una perspectiva utópica ni romántica) no podría comprender la extrema complejidad de las personas.

Tomás Buddenbrook, uno de los personajes centrales en la novela de Thomas Mann del mismo nombre, es un mero ejemplo de la mayoría o gran parte de los empresarios. Ahí está también Papá Goriot, de Balzac, o Jean Valjean, el protagonista de Los misera-bles, de Victor Hugo, entre muchos otros.

Con ausencia de adjetivos, algo inusitado en Marx, cuya violencia está siempre a flor de piel (o del lenguaje), él reconoce finalmente un hecho cardinal, histórica y socio-lógicamente estimado: que el empresario-capitalista está creando sin saber —y muchísi-mo más que el obrero— el “fundamento real” de una sociedad “cuyo principio funda-mental sea el desarrollo completo y libre de cada individuo” (la utopía saltó al primer plano).

¿No es esto, a la vez, sorprendente y maravilloso —por lo que entraña de logro, “el hombre libre y completo”— en boca de Marx? ¿No deberíamos entonces —como dije al comienzo— dejar que el capitalismo se desarrolle lo más rápido y completamente “para aliviar los dolores del parto”, a fin de alcanzar la sociedad que él profetiza y de la que el capitalista es apenas “una rueda”? Así, sería “criminal” (el lenguaje marxista) impedir la libre expansión del capitalismo.

Es precisamente considerando el impulso extraordinario que el capitalismo y los empresarios han dado al progreso en estos últimos dos siglos, que podemos afirmar que ese resultado no se puede estimar en su real magnitud sólo, no “sin consideración”, sino con consideración a la humanidad, puesto que sin él la mejora de la vida humana sería imposible (no se darían “las condiciones materiales”).

Pero, como dice Marx, es un logro inesperado, fruto “del mecanismo social” (que él critica con saña) y no de las metas explícitas asumidas por los protagonistas individua-les de la acción social. Marx se acercó a la comprensión de este hecho pero no hurgó en él, y sus diatribas constantes contra capitalistas y empresarios, llena de rabia, envidia y resentimiento, sólo revela que no se dio cuenta de la pepita de oro que había arrojado entre tanta escoria. Su emocionalidad sin freno lo llevó a condenar moralmente a los mi-serables, tacaños, arteros capitalistas que “roban” al obrero indefenso, tal como hacía su amigo Engels. Por otro lado, indagar en su comprensión lo habría conducido a ver que su tono panfletario no tenía sentido y acaso que su teoría no era correcta.

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107. “En la industria extractiva, las minas, por ejemplo, las materias primas no cons-tituyen parte alguna del capital adelantado. En este caso el objeto de trabajo no es producto de un trabajo previo, sino presentado gratis por la Naturaleza, como mi-neral metálico o de otra especie, carbón de piedra, piedras, etc. (...) Pero, si todas las circunstancias son iguales, la masa y el valor del producto aumentan en propor-ción directa del trabajo empleado. A esto tienden de concierto, como el primer día de la producción, el hombre y la Naturaleza, primitivos formadores del producto, y, por tanto, formadores también de los elementos materiales del capital.” (440)

Evidentemente, “si todas las otras circunstancias son iguales”, el valor del producto “aumenta en proporción al trabajo empleado”. Pero si alguna otra “circunstancia” varía, por ejemplo, la calidad del trabajo complejo del empresario (buena o mala organización, entre otras) el valor del producto se altera, cualquiera sea la proporción del trabajo obre-ro o empresarial empleado.

Esto quiere decir que “la masa y el valor del producto” aumentan según diversas va-riables (las otras “circunstancias” no permanecen iguales), entre ellas la cantidad de tra-bajo obrero empleado, aunque no siempre, porque hay muchos bienes que provee la na-turaleza gratuitamente, es decir, sin trabajo.

Si Marx reconoce que la naturaleza interviene en la formación de los valores y del capital, entonces quiere decir que el valor no surge solamente del trabajo. Además, si esos bienes gratuitos de la naturaleza se compran y venden, deben ser descubiertos, y son sin duda mercancías, ¿no contienen valor, simplemente porque no tienen trabajo “cristalizado”, o tienen valor?

Si esto último es admitido por él, ¿por qué no modificó su teoría del valor para in-corporar ese hecho fundamental? El hecho es muy significativo, porque entonces, en lu-gar de la cantidad de trabajo, deberíamos utilizar los precios del mercado como medida del valor. De lo contrario, habría en Marx dos medidas de valor: los precios y la canti-dad de trabajo (la medida única según Marx). Nada mejor que el precio de mercado co-mo medida de lo “socialmente necesario.”

Este último concepto es en Marx un comodín teórico para ocultar el hecho de que los valores varían, no según la cantidad de trabajo materializada en ellos, sino según las preferencias cambiantes de los consumidores. Es el precio, como un sismógrafo, el que registra, minuto a minuto, la tornadiza sensibilidad de las personas a las costumbres, las modas, los estímulos de la creación, y la novedad, o los meros caprichos de la gente.En muchos casos, es cierto que la cantidad de trabajo tiene importancia en la determina-ción del precio (o el valor, según Marx), pero muchas más veces es la calidad del traba-jo56 aspecto que Marx elimina de sus reflexiones desde el comienzo, lo mismo que eli-mina la multitud de productos que tienen valor de cambio —es decir, precios— pero no tienen trabajo incorporado, como la tierra y sus productos naturales.

56 Veamos estas atinadas reflexiones de Simmel sobre el concepto de trabajo en general en que se basa Marx para eludir las diferencias insuperables entre trabajo simple y complejo: ‘De este modo, el concepto general de trabajo determina la medida y, en ese sentido la teoría descansa sobre una abstracción artifi -cial, a la que se podría criticar que en el error típico de creer que, en principio, el trabajo fuera, fundamen -talmente, trabajo en sí y únicamente en este caso, aparecieran sus atributos específicos como determina-ciones de segundo grado, a fin de convertirlo en trabajo concreto. Como si aquellas propiedades que nos permiten reconocer la calidad de trabajo de determinada acción no constituyeran una unidad completa con sus otros atributos y como si aquella separación y ordenación jerárquica no descansan sobre un límite de carácter completamente arbitrario.” (Georg Simmel, Filosofía del dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977, pág. 520 y 521). Extensas reflexiones preceden y siguen a esta cita sobre el tema del traba -jo.

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108. “Resultado general: al incorporarse los dos factores primitivos de la riqueza, la fuerza de trabajo y la tierra, el capital adquiere una fuerza expansiva que permite extender los elementos de su acumulación más allá de los límites fijados aparente-mente por su propia magnitud, por el valor y la cantidad de los medios de produc-ción ya producidos en los cuales existe.” (440)

Este trozo, que podría ser firmado por L. von Mises, pero que en “fuerza de trabajo” debería incluir el trabajo complejo del empresario y sus colaboradores, acepta no sola-mente la crucial relevancia del capital: también reconoce su extraordinaria capacidad para la creación y la multiplicación del producto.

Sin capital es posible muy poco, y, en la sociedad occidental del siglo XIX, nada, de modo que el papel de los que lo acumularon penosamente, y lo emplearon con la conse-cuencia de un progreso social formidable, debe ser al menos reconocido. Por eso, los agentes de ese proceso incalculable deben recibir, si no encomio, al menos compren-sión, para la cual Marx es ciego.El capital empleado por el empresario demanda trabajo: sin él, los empleados, técnicos y obreros se quedarían sin medios para afrontar la vida y sin mejorar sus condiciones. Como esto contradice las consecuencias que Marx extrae, él se esmera en señalar que los asalariados no reciben ningún beneficio de las inversiones de capital: o se extiende el tiempo de trabajo, o, de lo contrario, él se intensifica, al extremo de hacerse insopor-table. Pero lo peor es que el trabajador (debería decir “el trabajo”) se hace cada vez más barato: “... Como hemos visto, adjunto a la creciente productividad del trabajo, va el abaratamiento del trabajador, es decir, la creciente tasa de supervalía, aun cuando su-ba el salario real.” (441)

Si la actividad económica está en ascenso, como ocurre cuando se realizan inversio-nes de capital, entonces no es en absoluto cierto que el trabajo o el trabajador sean más baratos. Sucede lo opuesto; tanto el trabajo como el trabajador se valorizan, y esto quie-re decir que el salario es mejor. Por el contrario, cuando hay una recomposición produc-tiva, derivada quizá de un adelanto técnico, lo que puede originar al principio su desocu-pación, el trabajo o el trabajador pueden abaratarse.

Si esa desocupación no es muy grande, el crecimiento puede seguir y el trabajo no será más barato. A mediano plazo, si la actividad productiva aumenta, el salario real puede ser mayor, aunque no es seguro. Al trabajador no le importa si la tasa de superva-lía

sino si su salario real crece, con lo que puede tener más y mejores consumos. En otras palabras: no le importa si su empresa o el empresario ganan más. Por el contrario: estará contento con ese hecho, que le asegura la estabilidad de su trabajo. El problema para el obrero es cuando la empresa no gana o pierde; entonces es probable que lo despidan. El obrero estará peor cuando la tasa de supervalía (en términos de la teoría de Marx) es menor. Todo es al revés de lo que propone Marx.

Además, pueden mejorar las condiciones de trabajo con o sin mejora del salario real. Todo esto (mejora del salario y de las condiciones de trabajo) es lo que histórica-mente se ha dado en el desarrollo del capitalismo avanzado, si bien con altibajos com-prensibles, a veces grandes.

Guerras internacionales, guerras civiles, o el cierre de las economías nacionales, así como el nacionalismo y el socialismo, han perjudicado gravemente ese desarrollo, a pe-

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sar de lo cual este ha logrado empíricamente, en una elevación de los niveles de vida, lo que no significa, desde luego, imponerse. Es decir, el proceso de acumulación se ha tra-ducido, histórica y empíricamente, en una elevación de los niveles de vida, lo que no significa que la gente se halle feliz, ni contenta. Estos últimos rasgos (o logros) sólo pueden ser el resultado de un trabajo espiritual personal.

109. “Si un hilador inglés y otro chino, por ejemplo, trabajan el mismo número de horas con la misma intensidad, ambos crearán en una semana valores iguales. A pesar de esta igualdad, hay una enorme diferencia entre el valor del producto sema-nal inglés, que trabaja con un poderoso autómata, y el del chino que no tiene más que un torno. En el mismo tiempo en que el chino hila una libra de algodón, el in-glés hila muchos cientos de miles.” (442)

En este ejemplo que da Marx se hace más que evidente la insuficiencia de su teoría. Es un ejemplo, además, del “pero si, pero no”. De acuerdo con sus premisas, ambos tra-bajadores “crearon valores iguales”, puesto que la cantidad de trabajo, medido por uni-dad de tiempo e intensidad, es la misma. Los precios, en cambio, serán muy distintos.

Pero, dice Marx, el valor creado no es el mismo: el obrero inglés trabaja con un ca-pital inmensamente superior, que ha sido invertido en máquinas, y antes de eso, acumu-lado inteligentemente. Por lo tanto, produce muchísimo más, los productos son de mejor calidad, y más baratos por unidad (los costos por unidad son menores y abastecen un mercado de gran extensión).

Al mismo tiempo —esto no lo dice Marx— el salario real del trabajador inglés es muy superior al del trabajador chino, trabaja en mejores condiciones y mucho menos (si su intensidad parece igual a la del chino se debe a que la máquina hace lo más penoso de su trabajo; lo único realmente igual es el tiempo de trabajo). El obrero inglés no pue-de ser iletrado: tiene imprescindiblemente que elevar sus conocimientos y esto deriva de la necesidad de entender a la máquina y saber leer sus instrucciones. Por estos nuevos niveles de comprensión a los que debe perentoriamente ascender, el trabajador eleva sus aspiraciones sociales y personales, lo que impulsa a una mayor individuación, y a un mayor salario.

La cita de Marx muestra la importancia decisiva del capitalismo como medio para aumentar constantemente el monto del capital invertido y en consecuencia de la riqueza colectiva.

Capítulo XXIILEY GENERAL DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA

110. “La acumulación de capital es, pues, aumento del proletariado.” (448)

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En nota al pie de página (la 448) Marx define qué entiende por “proletario”: “econó-micamente, no hay que entender por proletario sino al trabajador asalariado, que pro-duce y valoriza ‘capital’, y es arrojado a la calle así que se hace superfluo para las ne-cesidades de valorización del ‘Señor Capital’...” (448, nota 1)

Habría que preguntar primero si todos los asalariados “valorizan el capital” o sólo lo hace una parte de ellos. Por ejemplo, los empleados domésticos, los escritores, sacrista-nes, los jugadores de fútbol, los porteros de edificios, los vendedores, entre millones más, ¿“valorizan el capital”? Todos estos roles, y otros no mencionados, como los poli-cías, militares o sacerdotes, parecería, de acuerdo con la teoría de Marx, que no, o al menos una parte considerable de ellos. Marx no dice nada acerca de este problema bási-co. ¿Qué o cuáles asalariados “producen” capital? Aparentemente, ninguno de los men-cionados, o sólo algunos (¿escritores?).

Si no formulamos estas ingratas preguntas y aceptamos que todo asalariado” es pro-letario —por lo menos indirectamente, si consideramos a esclavos, siervos y amas de casa— hay que admitir que la cantidad de proletarios ha sido más o menos constante en todas las sociedades y épocas, con la frecuente salvedad de las grandes hambrunas del pasado, y del presente en la Unión Soviética y en algunos países de África y Asia, en que disminuyeron.

Muchos asalariados son altos empleados de grandes empresas (ganan salarios supe-riores a los 20 mil dólares anuales). ¿Son proletarios? Quizá la disconformidad hacia cualquier sistema posible, y no sólo el capitalismo, esté más allí que entre los obreros. Entre estos no existe la menor idea sobre la futura y opaca revolución; en cambio, entre los primeros es bastante común encontrar a entusiastas de Marx.

Además, desde la emergencia de la sociedad de alta complejidad, sabemos que ha surgido una gran masa de jubilados (ex-asalariados) y una considerable y creciente masa de estudiantes, por lo menos de los tres primeros niveles, entre cuyos miembros se en-cuentra, sin embargo, una cantidad pequeña y esporádica de asalariados.

Aunque Marx no da cifras globales ni discriminadas por categorías (hace una afir-mación general) es probable que la cantidad de “proletarios” (tal como los define Marx) haya disminuido globalmente y especialmente se haya modificado su contenido socioló-gico.

Existe un gran número de empresarios pequeños, y también de trabajadores por cuenta propia, los que no son, por definición, “asalariados”.

Si, en cambio, entendemos por “proletario” al obrero de las fábricas modernas, aquel que accederá a la “conciencia de clase” y hará finalmente (“Quiéralo o no!”, como gritaba Marx) “la revolución”, y no al trabajador manual no fabril, ni al empleado (am-bos asalariados), entonces es aceptable pensar que, cuando Marx escribía, la cantidad de obreros crecía (aunque también lo hacían los trabajadores domésticos) con la acumula-ción. Más inversiones de capital en fábricas, entonces más obreros. Como, además, ma-yor acumulación más miseria y mayor “conciencia de clase”, la revolución estallaría inevitablemente en alguna fecha imprecisa, si bien cercana. (Ver Gráfico en la pág. 155 de este libro).

Marx advertía, según su teoría, todo esto. No previó que el fantástico crecimiento del capital en el sector industrial, y el complementario, y aún mayor, del sector terciario —en el que trabajan asalariados que no son obreros ni trabajadores manuales, en el sen-tido moderno— disminuiría la categoría de los “obreros”. De esta manera, la hipótesis básica de Marx, fundada en la creencia de que la cantidad de obreros crecería hasta ha-cer explotar el sistema, terminó rápidamente en obsoleta.

La realidad de los hechos históricos ha desmentido esta hipótesis. La cantidad de obreros industriales (los posibles portadores de la “conciencia de clase”) alcanzó cierto

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máximo, pero comenzó a decaer en la misma medida en que la acumulación de capital tomó nuevas dimensiones, cualitativas y cuantitativas. Hoy, en Estados Unidos, los obreros representan sólo el 13 por ciento de la población activa.

111. “Pero ser mejor vestido, alimentado y tratado, y tener un peculio mayor, no su-prime la relación de dependencia ni la explotación del trabajador asalariado, como no suprime la del esclavo.” (451)

Como, hacia 1865, cuando debe aproximadamente haber escrito esta cita, todos los testimonios empíricos de la realidad del trabajador inglés eran contrarios a sus predic-ciones, Marx ya no habla de miseria y pauperización creciente. Aunque sigue utilizando un lenguaje conscientemente orientado a confundir al poner en una misma bolsa al tra-bajador libre y al esclavo, reconoce con dolor la mejora sustancial en las condiciones de vida de los obreros, la misma que acepta Engels en la reedición de su libro La situación de las clases trabajadoras en Inglaterra, de 1892: “El estado de cosas descripto en este libro pertenece hoy al pasado, por lo menos en lo que respecta a Inglaterra [el país más capitalista —acaso el único— del mundo]”57.

Evidentemente, “El precio ascendente del trabajo” se ha traducido en que el “peso de la cadena de oro que el obrero ha forjado para sí mismo le permite cierta soltu-ra”(451), hecho que debe considerarse inconcebible de acuerdo con su teoría, y con sus predicciones en el libro. Reconoce también que fluye hacia los trabajadores “una por-ción mayor [del sobreproducto] en forma de medios de pago, de modo que ensanchan el círculo de sus goces, mejoran su fondo de reserva de dinero” (450-451).

En ninguna parte Marx explica cómo puede ocurrir esto si el salario del obrero no sobrepasa el nivel de subsistencia. Encuentra, sin embargo, una desvencijada línea de defensa: “... su aumento [el del salario] no significa sino la disminución cuantitativa del trabajo no pagado que el obrero tiene que ejecutar. Esta disminución nunca puede lle-gar hasta el punto en que amenazaría al sistema mismo”. (451) Sin duda, Marx siente que ha sido herido en el núcleo mismo de sus hipótesis, pero se resiste con una debilísi-ma defensa: no quiere dar el brazo a torcer, eso es todo.

Pero es clarísimo que en cualquier sistema económico y especialmente en el socia-lista, jamás la mejoría del trabajador será tan elevada como para comprometer la totali-dad del sistema, porque si eso sucede, el mismo trabajador será reducido de golpe a la condición de hambriento, en su sentido más elemental. Por otra parte, todos los trabaja-dores —y mucho más en los sistemas socialistas reales— han vivido en grados varia-bles, y generalmente terribles, de dependencia, según las imposiciones de la división del trabajo, cualquiera sea y en cualquier época. Que se lo digan a Lenin, Trotsky, Stalin o Mao si debe ser así: basta leer los documentos de la revolución bolchevique para verifi-carlo.

Nacemos y vivimos en estructuras sociales que necesariamente exigen dependencia, variable y de diferente carácter: la familia, el clan, la tribu, el imperio, la nación, el esta-mento, la corporación, el gremio, el sindicato, la empresa, el club, el partido, entre mu-chos más. ¿En qué mundo estratosférico no existe dependencia?

Marx no lo dice, aunque nos hace suponer que no será así en el socialismo que él imagina. Ahora conocemos los Frankenstein sociológicos que surgieron de esa fantasía.

57 Engels. La situación de las clases trabajadoras en Inglaterra. Ed. Futuro. Buenos Aires, 1945 [1845]. Del prefacio a la edición de 1892, p. 7.

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112. “Esta ley del crecimiento ascendente de la parte constante [masa de medios de producción] del capital en proporción a la variable es atestiguada a cada paso (...) por el análisis de los precios de las mercancías, sea que comparemos diversas épo-cas económicas de la misma nación o diversas naciones de una misma época.” (454)

Llama la atención que Marx hable del “análisis comparativo de los precios” en lugar del análisis comparativo de los valores, más teniendo en cuenta que, según él, el precio nada tiene que ver con el valor de cambio.58 Es cierto que él afirma que los precios osci-lan alrededor de los valores, pero esto parece un subterfugio para usar los precios y elu-dir la utilización de los verdaderos valores. ¿Por qué esta huida? Porque nadie, ni él mismo, sabe la magnitud de los valores, ni es posible calcularlos, como lo revela el he-cho de que en los países socialistas no se usaron los valores en el sentido marxista. Ade-más, acaso se puedan calcular, pero no serán útiles ni necesarios.

No obstante esta oscilación de los valores alrededor de los precios, Marx corrobora que precios y valores son distintos y que no hay que confundirlos. Entonces no se acier-ta a comprender la razón para usar precios como si fueran valores. Es decir, los repre-sentan. ¿No es esto confundir a ambos? Es que, evidentemente, siempre sabemos cuáles son los precios, lo que nunca sucede con los valores. Sin los precios, Marx no podría manejarse.

Pero a ellos los forma irrecusablemente el mercado, de modo que son parte esencial de su información, mientras que los valores, en sentido marxista, surgen de la cantidad de trabajo socialmente necesario, aquel “materializado” en la mercancía, que nadie co-noce. Finalmente, para la ciencia económica, los precios son los valores.

Lo curioso es que Marx, cuando tiene que dar ejemplos más o menos precisos, usa la noción de “precios”, y utiliza en ocasiones intercambiablemente los “precios” y los “valores”, o parte del supuesto —que a veces no explicita— de que son lo mismo.

El punto crucial es que al elegir “cantidad de trabajo” como sustento empírico del valor, aisló a este de toda referencia al mercado. Esto implica que no vio la función bá-sica del mercado, que es la de proveer de información vital acerca del comportamiento de los agentes de la actividad económica (oferentes y consumidores). Ese comporta-miento se traduce en “precios”, que no son “valores” de acuerdo con la definición de Marx.

En el Prefacio a la primera edición alemana de Miseria de la filosofía, de Marx, dice Engels: “Impedir que la competencia haga saber a los diferentes productores el estado del mercado mundial mediante el alza y el descenso [¿arbitrario?] de los precios, equi-vale a cerrarles los ojos59.” Desde su experiencia de empresario —no del adolescente desaprensivo que fue— Engels subraya las herramientas insustituibles que proporciona el mercado a productores y consumidores, el valor de su información, y el carácter sus-tantivo de la competencia. Evidentemente, era, en la caracterización de nuestros locuto-res, cantautores y periodistas, un “fundamentalista del mercado”.

113. “La continua transformación de supervalía en capital se presenta como magni-tud creciente del capital que entra en el proceso de producción.” (455)

58 Ver la nota de Marx en la página 443, de su libro.59 Marx, Carlos. Miseria de la filosofía. Ediciones en lenguas extranjeras. Moscú. s/f. p. 37. Prefacio del 23 de octubre de 1884.

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El proceso de acumulación —cualquiera sea el subsistema económico— supone la transformación de “supervalía” (o ganancia), en capital. Los empresarios hacen, con mayor eficacia y eficiencia, y con más libertad (más acción electiva) para los sujetos hu-manos, lo que de todas maneras harán —e hicieron— los miembros de la nomenklatu-ra60 socialista: como es sabido, estos últimos se apropiarán de la supervalía, o la dilapi-darán, y dejarán una parte para la acumulación.

Seguramente sin desearlo, Marx reconoce en esta cita la función social que realizan los empresarios —de cualquier época— para acrecentar la riqueza de la sociedad, aun-que esa riqueza, como en toda sociedad, inclusive la socialista, se distribuya desigual-mente.

La concentración y centralización máximas que constituyen el contenido institucio-nal del sistema socialista tiene el mismo propósito que los empresarios persiguen en el capitalismo: la acumulación.

114. En las páginas 456, 457, y 458, Marx, después de exponer el proceso de acumu-lación creciente del capital, señala como consecuencia la también creciente concen-tración del capital, o de los medios sociales de producción, en manos de capitalistas individuales, “productores independientes de mercancías, que compiten entre sí”. (456)

Este proceso hace posible la unión de varios de estos capitalistas, en otras palabras, la centralización del capital, lo que potencia extraordinariamente tanto la producción co-mo la acumulación: “El mundo estaría sin ferrocarriles si hubiera necesitado esperar que la acumulación acreciera bastante algunos capitales particulares para la construc-ción de un ferrocarril. La centralización, por el contrario, los ha realizado en un ins-tante por medio de sociedades por acciones”. (458)

Resumiendo, sin acumulación, sin concentración y sin centralización no tendríamos ferrocarriles, electricidad, aviones, tomografía computada, antibióticos, resonancia mag-nética, entre millones más de hallazgos fantásticos de la civilización occidental capita-lista. Sin embargo, con desgraciado empecinamiento, los marxistas señalan invariable-mente a la centralización y la concentración como grandes fenómenos nocivos, connatu-rales al tétrico y pavoroso capitalismo.

Olvidan —mi hipótesis es que los desconocen conscientemente—61 los hechos tes-tarudos del socialismo real: allí, en todas partes, los procesos de acumulación han sido obligatorios, feroces y draconianos. Las concentraciones y la centralización han sido máximas y absolutas: no pueden serlo más. Pero ineficientes.

Así, mientras en el capitalismo avanzado la acumulación se ha espontáneamente re-partido en múltiples centros de poder económico en competencia, y la concentración y centralización se han diseminado en empresas, sectores y regiones, en las experiencias socialistas, cualesquiera fueran, si bien variablemente y con peculiaridades, la concen-tración y centralización políticas más completas arrastraron a la monopolización general

60 Michael Voslensky. La nomenklatura. Los privilegiados en la URSS, ya citado. Un libro aleccionador, lleno de información, escrito por un conocedor profundo del marxismo y de la sociedad soviética. Un tes-timonio imperdible 10 años antes del derrumbe del socialismo real (no del imaginado).61 Que el desconocimiento es consciente significa que saben que pueden informarse mejor, pero no lo ha -cen. Presienten que es mejor mirar para otro lado, no vaya a ser que se demuestre que están equivocados. Esta gente no busca la verdad, sino los signos—que sólo pueden ver ellos— de que las sagradas escrituras se cumplen tal como lo dijo el Maestro, o parecido.

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de la totalidad del sistema económico, y al ahogo de la sociedad civil y de la individua-ción.

115. “Al producir, pues, la acumulación del capital, la población obrera produce también en escala creciente los medios de hacerla superflua a ella misma. Esta es una ley propia del modo capitalista de producción.” (460-461)

En todos los sistemas sociales conocidos, incluidos los socialistas, ha habido exceso de población, en el sentido de que una cierta proporción, a veces grande, no tiene traba-jo ni lo puede tener. A casi un siglo y medio del momento en que Marx escribió el trozo citado, Estados Unidos —el país más genuinamente capitalista de la tierra— se halla, en el año 2000, con un poco más del 4 por ciento de desocupación, después de haber reali-zado un proceso de acumulación que Marx hubiera considerado inimaginable. Es, ade-más, el país más tecnificado del globo, mientras intelectuales mundialmente famosos, e infatigables, repiten que la técnica origina desocupación.

Veamos algunos datos significativos proporcionados por un perito en esta materia: “La producción industrial en Estados Unidos aumentó del 22% del Producto Bruto Na-cional en 1970 al 23% en 1990; el PBN aumentó 2,5 en esos veinte años; en otras pala-bras, la producción industrial total creció más de 2,5 veces en esos veinte años. No obs-tante, el empleo industrial no aumentó en absoluto; al contrario, desde 1960 a 1990 bajó como porcentaje de la fuerza laboral e inclusive en números absolutos se redujo casi hasta la mitad en esos treinta años, al pasar del 25% del total de la fuerza laboral en 1960 al 16 ó 17% en 1990. Durante este tiempo la fuerza laboral en Estados Unidos se dobló: el mayor aumento nunca registrado en tiempo de paz en país alguno. No obstan-te, todo este aumento se produjo en otros trabajos que los de fabricar o trasladar la co-sa.”62

No se debe perder de vista que esta comparación se refiere a 1990. Hoy, pasado el año 2000, las diferencias apuntadas por Peter Drucker son mucho mayores, puesto que la última década del siglo XX ha deparado en Estados Unidos una expansión fantástica, al punto de disminuir la desocupación al nivel de la desocupación friccional (menos del 4 por ciento).

Hay muchas posibilidades, sin duda, de que ese porcentaje de desocupación aumen-te, dado que siempre se producirán crisis o desajustes entre las diferentes estructuras so-ciales. Los sistemas sociales son sistemas abiertos, y por eso están inmersos en procesos evolutivos incalculables, donde la creación, la competencia, el conflicto y el descubri-miento tejen la tela inesperada de la historia.

Lo cierto, frente a las profecías de Marx, es que el número de obreros ha bajado sus-tancialmente en el capitalismo avanzado —no obstante las persistentes trabas a su fun-cionamiento—, pero la demanda y la oferta de trabajo de los asalariados se ha manteni-do, sobre todo si se tiene en cuenta la incorporación de millones de mujeres a la pobla-ción activa y el crecimiento demográfico notable en Estados Unidos si lo comparamos con los del occidente europeo.

Y si la población obrera se torna superflua es porque encuentra otra fuente de ocupa-ción, de manera que conserva su capacidad de consumo o la incrementa.

Sea en el capitalismo o en el socialismo, si no hay algún exceso de población no ha-brá manera de encarar nuevos emprendimientos, a menos de desplazar a cierto número de trabajadores de los puestos que ocupan para llevarlos a los nuevos. De ahí los millo-

62 Peter F. Drucker. La sociedad poscapitalista. Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 1993 [1992] pág. 62.

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narios desplazamientos de personas, y los campos de trabajos forzados, en la Rusia so-cialista, hazaña imposible de realizar en un país con capitalismo avanzado.

Por eso la crítica a lo que Marx llama “ejército industrial de reserva”, como fenó-meno necesario y funcional del capitalismo, sea completamente insatisfactoria. Más bien es un fenómeno típico en el socialismo (Rusia, China, Vietnam).

116. “En realidad, no sólo el número de nacidos y fallecidos, sino la magnitud abso-luta de las familias, son inversamente proporcionales a la altura del salario, es de-cir, a la cantidad de los medios de subsistencia de que disponen las diversas catego-rías de los obreros. Esta ley de la sociedad capitalista sería imposible entre los sal-vajes o aun entre colonos civilizados.” (469)

Lo que Marx cree que es una ley de la “sociedad capitalista” es en rigor una regula-ridad empírica, advertible claramente en el período de transición entre la sociedad tradi-cional y la sociedad moderna.

En las sociedades del primer tipo predomina abrumadoramente la familia extensa, que comprende varias generaciones. Pero aun considerando solamente un matrimonio y su prole, el tamaño del grupo familiar es grande: de seis, digamos, a ocho, diez y aun más miembros. Este tamaño responde a pautas culturales de hondo arraigo, que se de-ben sin duda a exigencias funcionales muy comprensibles si tenemos en cuenta las pe-nosas circunstancias que enfrentaban las sociedades tradicionales para apenas sobrevi-vir.

Por lo tanto, el gran tamaño de la familia era un medio imprescindible para que la familia perdurara en el tiempo. Además, para que el grupo contara con una adecuada cantidad de brazos.

En cambio, en el pasaje a la sociedad moderna aumenta progresivamente el nivel de vida, en especial en el sector urbano, donde una familia con muchos hijos empieza a ha-cerse disfuncional. El costo de cada hijo se eleva drásticamente, mientras su contribu-ción laboral disminuye o desaparece por completo.

Las expectativas vitales de los miembros de la familia se modifican. No sólo los hi-jos, nacidos y criados en el nuevo medio, aspiran a valores y metas diferentes a las de la cultura del pasado, sino que las relaciones de los padres en la pareja, y su proyección en los hijos, cambian lenta pero radicalmente. Los intercambios dentro de la familia, y con el mundo externo a ella, se alteran en forma abrupta.

Las relaciones dentro de la pareja se transforman, lo mismo que el proceso de socia-lización del niño, al punto que los niveles de individuación son mucho más altos en las personas. Como consecuencia, las aspiraciones de los padres acerca de sus hijos se mo-difican: ahora se desea tener menos hijos, pero mejor cuidados y de más educación, lo que implica un aumento considerable en los costos emocionales y materiales a invertir en su crianza.

Las posibilidades y condiciones de vida, así como la movilidad social ascendente, se incrementan como nunca antes. Entonces, el tamaño de la familia disminuye, no porque la aventura de vivir empeore, sino porque, al contrario, ha mejorado sustancialmente, y esto ha inducido la introducción de nuevos valores, normas y conocimientos en el seno del grupo familiar.

El cambio en el tamaño de la familia denuncia un hecho cultural de enorme trascen-dencia para la vida social: supone modificaciones estructurales y valorativas. En la tran-sición, por pulsiones de la inercia cultural, las familias y las personas siguen moviéndo-

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se, en un medio totalmente diferente, según los módulos y las incitaciones del antiguo marco de pautas, valores y conocimientos. Esto es lo que no vio Marx.

Por otra parte, con el avance del capitalismo ha habido un mejoramiento en términos históricos impresionante de la sanidad y la salud. Los partos, la natalidad y el cuidado del niño, la mortalidad infantil, y terribles enfermedades, de conocimiento milenario, son en su incidencia absolutamente diferentes, y para bien de las familias y personas, en estos últimos 150 años, más allá del nivel de los salarios. El progreso en todos estos as-pectos ha sido descomunal y sigue siéndolo. Sólo las sociedades que se han resistido con tenacidad suicida al advenimiento de la sociedad de alta complejidad, cuya médula es el capitalismo, siguen padeciendo flagelos ancestrales, combatidos con éxito por la ciencia, la técnica y el progreso ético-institucional de la modernidad en los países avan-zados, y trasladados a ellos, aunque en medida menor, debido a que poseen un aparato institucional de tipo tradicional.

Que a menor salario haya mayor cantidad de fallecimientos, es una afirmación en general cierta (aunque Marx no hizo ninguna investigación sobre el tema), pero no es una ley de la sociedad capitalista, sino de cualquier sociedad, incluidas las socialistas, reales o imaginarias.

117. “Cuanto mayores son la riqueza social, el capital funcionante, el monto y la energía de su crecimiento, y, por lo tanto, también la magnitud absoluta del prole-tariado y la fuerza productiva, tanto mayor es el ejército industrial de reserva .” (470)Como tantas profecías de Marx desparramadas a lo largo de sus escritos, estas afir-

maciones han resultado completamente equivocadas. Es patente que si estas hipótesis fueran ciertas, el mundo actual de los grandes países capitalistas sería completamente distinto. “La riqueza social, el monto y la energía de su crecimiento” han llegado hoy a límites seguramente inconcebibles para Marx. A la vista de cualquier sociólogo media-namente ecuánime, Estados Unidos y los países europeos occidentales, junto con Cana-dá, Australia y Nueva Zelanda, configuran verdaderas joyas sociológicas, aunque sin duda vive allí mucha gente infeliz, que padece grandes deficiencias, de acuerdo con las minucias críticas de utopistas e “idealistas” (que tantas tragedias han provocado en el mundo).

Además, lo que Marx llamaba “clase obrera” ha disminuido drásticamente en el conjunto de la población activa de los países del “primer mundo”, mientras que el “pro-letariado” (según Marx, el conjunto de los asalariados) se mantiene más o menos en una proporción relativa constante.

El “ejército industrial de reserva” —de grandes dimensiones en los países socialistas—, si bien ha sufrido grandes altibajos (sobre todo después de la crisis de 1929) no ha crecido en términos relativos y en proporción al fantástico desarrollo de las fuerzas pro-ductivas, aunque hay grandes diferencias en términos de países y situaciones históricas locales.

118. “En fin, cuanto mayor es este ejército de reserva con relación al ejército obrero activo, tanto mayor es el exceso permanente de población, cuya miseria es inversa-mente proporcional a su tormento de trabajo. En fin, cuanto mayor es la capa de Lázaros de la clase obrera y el ejército industrial de reserva, tanto mayor es el pau-perismo oficial. Esta es la ley absoluta y general de la acumulación capitalista. Co-

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mo toda ley, esta es modificada en su realización por circunstancias múltiples cuyo análisis no corresponde hacer aquí.” (470. Todo lo subrayado está en el original).

Marx nos dice que a más acumulación, más ejército industrial de reserva (más deso-cupación obrera) y más pauperización, más desocupación, muy especialmente en los trabajadores pertenecientes al sistema fabril.

Como asegura Marx unas líneas más adelante: “... la miseria de capas siempre cre-cientes del ejército obrero activo y el peso muerto del pauperismo.”(470) En la página siguiente ratifica: “…a medida que el capital se acumula, tiene que empeorarse la situa-ción del obrero, cualquiera sea su paga, elevada o baja. (...) Ella [la ley de acumula-ción] implica una acumulación de miseria correspondiente a la acumulación de capital. La acumulación de riqueza en una de los polos, es, pues, al propio tiempo la acumula-ción de miseria, trabajo abrumador; esclavitud, ignorancia, brutalidad y degradación moral en el polo opuesto, es decir; del lado de la clase que produce como capital su propio producto.” (471)

Este conjunto de ideas configuran claramente una predicción por completo invalida-da por la experiencia histórica de los últimos 150 años. En realidad, ya estaba refutada en el momento en que Marx escribía. Inglaterra hubiera sido, ya entonces, un manojo de basura social, cada día más desesperante. Era, en cambio, el primer país de la tierra, y su nivel de vida era cada día mejor, según el testimonio ya citado de Engels en 1892. Hoy, los países sometidos a los tormentos de la acumulación de capital son los más ricos, y su nivel de vida, estimado por todos los indicadores conocidos, son los más elevados. Se-gún Marx, deberían estar arrastrando una miseria abominable, puesto que su acumula-ción de capital es formidable, medida más en sus recursos humanos e institucionales, in-clusive éticos, que en los puramente materiales.

La presunta “ley general y absoluta” es un puro artificio retórico, sin ningún conte-nido empírico: es sólo lo que Marx deseaba que ocurriera. La prueba es que esta presun-ta “ley” se “modifica en su realización”; además, su “análisis no corresponde realizar aquí”. Yo diría: “ni aquí ni en las casi 1000 páginas que componen los dos tomos si-guientes de El capital”. Es evidente que Marx debió analizar en detalle esta ley, ofrecer algún aporte empírico —fuera de su visión impresionística— para tornarla justificada. La realidad histórica la ha destruido con su mero e ingrato pasar. Es posible, sin duda, que el capitalismo desaparezca: será por procesos completamente distintos a los estable-cidos por Marx. Y nadie sabrá qué sistema habrá de sucederlo, si eso ocurre.

Indudablemente, la predicción de Marx, y su aparente justificación, es coherente con el fundamento teórico de su libro, lo que significa —a la luz de los testimonios empíri-cos que poseemos— que tenemos razones contundentes para deducir que esa teoría es falsa.

El cuadro que ofrece Marx, en cambio, resulta más adecuado a la evolución de los países socialistas, con su acumulación forzada y creciente, orientada a la formación de recursos militares, y la permanente escasez de artículos esenciales para el consumo.

Pero esto querría decir también que la experiencia de los países socialistas falsifica-ría sus hipótesis —tanto las económicas como las del materialismo histórico o las de su antropología filosófica—, puesto que su descripción se ajusta, no al devenir del capita-lismo, sino al del socialismo, que es el sistema contradictorio del capitalismo.

Si Marx aceptara que cuanto mayor es la acumulación, mayor es también la porción que pueden recibir los trabajadores (esto es precisamente lo que ha confirmado la expe-riencia histórica de los países capitalistas avanzados), entonces tendría que reconocer que estaba equivocado. Para él, la riqueza que la “burguesía” acumulaba —y que en ma-yor proporción reinvertía en nuevos procesos productivos, nuevas mercancías y nuevos

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servicios— había sido arrancada a los obreros, los cuales, por eso, debían necesariamen-te ser cada día más pobres (como si el ser pobre no tuviera límites infranqueables). El mismo Marx recuerda al pie de la página 471: “... produciendo un proletariado siempre mayor” (cita extraída de Miseria de la filosofía). Cuanto más riqueza, más pobreza.

En la página 472 cita al monje Ortes: “... la abundancia de los bienes para algunos es siempre igual a la falta de los mismos para los otros”. Y en una expresión conceptual-mente idéntica, cita al clérigo Towsend.

Como se ve, la perspectiva de Marx coincide precisamente con la visión típica de dos personajes de la sociedad tradicional o precapitalista, donde la creación de riqueza es comparativamente mínima y la gran riqueza surgía del saqueo y el robo de los gran-des señores entre sí, o sobre plebeyos y ricos comerciantes (los que sí creaban la poca riqueza que se disputaban los aristócratas).

Marx no comprendió que la riqueza del nuevo sistema productivo era cuantitativa y cualitativamente diferente a la riqueza tradicional, así como su distribución o apropia-ción. Por eso la nueva riqueza creada no podía crear más pobres, sino menos. No es la misma torta a repartir, sino una torta crecientemente mayor, cuyo reparto —en su meca-nismo esencial— no depende de la violencia. El nuevo sistema no consiste, como el de la sociedad estamental, en sacar riqueza a los que la poseen para, por la guerra, pasárse-la a otros: consiste en crear una riqueza que antes no existía.

Si el capitalismo no creara riqueza, Marx no podría admitir, como lo hace en el Ma-nifiesto del Partido Comunista (1848), los fantásticos logros del capitalismo en apenas unas décadas (si bien era sólo un desarrollo de la economía dineraria, en el inminente estallido del capitalismo).

Sin embargo, su perspectiva sigue siendo la tradicional, la que expresan paradigmá-ticamente monjes y clérigos, aterrados —como Marx— por las acciones éticamente re-volucionarias de la economía de mercado y la emergencia de la sociedad de alta com-plejidad. Como confirmación de esta perspectiva reaccionaria de Marx véase esta cita desgraciada de Destutt de Tracy, que hace suya: “Las naciones pobres son aquellas en que el pueblo se encuentra bien, y las naciones ricas, aquellas en que es extraordinaria-mente pobre.” (473)

En otras palabras, Marx suscribe enfáticamente que el pueblo estaba bien, digamos, en Afganistán, pero muy mal en Inglaterra, donde operaba el maldito capitalismo. ¿Qué diría de las experiencias socialistas de Albania o Cuba, que marcharon alegremente al medioevo?

Trasladado al año 2000, el diagnóstico de Marx (o de Destutt de Tracy) sería que en Libia la gente vive mucho mejor que en Estados Unidos. En una de esas tiene razón, porque hay que tener en cuenta que él es perito en dialéctica.

119. “Los límites de este libro nos obligan a considerar ante todo a la parte peor pa-gada del proletariado industrial y de trabajadores agrícolas, es decir, a la mayoría de la clase trabajadora.” (477)

Por esta oportuna confesión, sabemos que a Marx no le interesa averiguar, ni abso-luta ni relativamente, las mejoras incuestionables que aun Engels reconoce en 1892, en su prefacio a la edición de su libro sobre la situación de las clases trabajadores en Ingla-terra, y que ya he citado. La investigadora británica Himmelfarb sintetiza muy bien el problema: “Puede ser verdad (el peso de las evidencias sugiere que lo es) que el nivel de vida de las clases trabajadoras (en promedio, en conjunto y durante todo ese período [1800-1850]) mejoró como resultado de la industrialización, que aumentó la movilidad

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social, y que había buenas razones para creer que la mejoría y la movilidad continuaron. Pero también era verdad que según impresión extendida, aunque de ninguna manera ge-neral, de lo contrario, en cierto aspecto (moral, pero no material; social, pero no econó-mico) la situación de las clases trabajadoras se había deteriorado... (...) Esta impresión se trasmitió, en la ficción y en la realidad, a través de las escenas de miseria y violencia [de las novelas] sin dudas exageradas y excepcionales, pero que captaban una parte de la verdad. (...) Como siempre, no fueron los promedios y los totales de las estadísticas los que modelaban la opinión pública, sino los casos individuales y los ejemplos dramá-ticos, a menudo atípicos.” 63

A Marx no le interesa la totalidad de la situación obrera: a él le interesa sólo la parte peor pagada; de otra manera, la gente —el lector— podría pensar que no tiene razón. Es similar a la curiosa salvedad de Engels en su libro: “No quiero ciertamente sostener que todos los trabajadores londinenses vivan en tal miseria como las tres (sic) familias cita-das; sé bien que por uno tan golpeado en la sociedad, hay diez que viven mejor; pero sostengo que miles de familias, honestas y diligentes, mucho más honorables y decentes que todos los ricos de Londres, se encuentran en esta situación indigna de hombres, y que cualquier propietario sin excepción, sin que sea su culpa, y a pesar de todas las pri-vaciones, puede ser golpeado en igual forma.”64

Este es el criterio metodológico y analítico de Engels: él también, en un libro publi-cado en 1845, se preocupó sólo de lo peor. Sólo ve lo que está, no el proceso: de lo con -trario, no habría escrito la retractación del 1892.

Por otra parte, es totalmente falso que la suma de los peor pagados de los obreros in-dustriales y los trabajadores agrícolas constituyan la mayoría de la clase trabajadora. En primer lugar, existe una gran proporción, muy probablemente la mayoría, de trabajado-res tradicionales (en talleres, economía doméstica, servidumbre —aunque no siervos— y servicios) que absorbían a una ingente población activa.

El sistema fabril reunía a una población relativamente inferior, si bien en crecimien-to (esto es lo que impresionó a Marx). Veamos un pantallazo aleccionador de una inves-tigadora sin anteojeras: “Hasta mediados de siglo [1850], más de una quinta parte de la población continuaba viviendo en las áreas rurales (los números absolutos casi fueron iguales desde el inicio hasta la mitad de ese siglo). Las industrias domésticas en realidad crecieron durante ese período, así que a fines de 1850 la mayoría de la gente trabajaba en su casa en pequeños talleres y no en fábricas. El servicio doméstico aumentó conti -nuamente y en 1850 incluía más de un millón de personas.”65

Este es el cuadro que presentaba la población activa en el momento que escribía Ma-rx, muy distinto al que sugieren sus reflexiones. Lo decisivo es que los obreros fabriles —o modernos— son una parte pequeña de la población activa total, aunque tienen un papel dinámico relevante en la estructura económica.

En segundo lugar, la producción rural estaba todavía muy lejos de ingresar al ritmo y la organización del capitalismo. Era un tipo de producción todavía tradicional, si bien en proceso de modernización, que pertenecía al desarrollo de la economía dineraria, y por eso desde luego a la economía de mercado, pero todavía no estrictamente capitalis-ta: ni la producción ni la organización rural son todavía las de la fábrica moderna. Por eso eran por ahora no asimilables a las estructuras económicas que procesaban el capita-lismo.

63 Gertrude Hinimelfarb. La idea de la pobreza en Inglaterra a principios de la era industrial. FCE. Mé-xico. 1988 [1983] pág. 601.64 Engels, La situación… ya citado, p. 50.65 Himmelfarb. Op. cit., pág. 164.

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De ahí que no sea metodológicamente aceptable agregar los trabajadores agrícolas a los trabajadores “peor pagados” del sector urbano, o industrial, como si fueran socioló-gicamente homogéneos, o respondieran a las inducciones de una misma causalidad (la del capitalismo). Esos trabajadores rurales no tenían nada que ver con el sistema de fá-bricas, ni con el capitalismo, aunque sí con las estructuras de la economía dineraria que vienen de aproximadamente 600 años antes de Cristo, cuando por primera vez, en Lidia, se acuña moneda.

120. “En 1863 ordenó el Privy Council una investigación sobre el estado de la peor alimentada de la clase trabajadora inglesa.” (479) Las conclusiones fueron las espe-rables: “Entre los obreros agrícolas, los peor alimentados eran los de Inglaterra, la parte más rica de Reino Unido. (...) La insuficiencia [de la alimentación] era mayor aún entre las categorías obreras urbanas sometidas a examen.” (479)

Antes de entrar en materia, ¿se imagina el lector que en un país socialista se haga un censo sobre pobres, sobre alimentación o salud, entre decenas de los que se realizan ru-tinariamente en los países capitalistas? Ni a Lenin, Trotsky Mao, Stalin, o Castro se le hubiera ocurrido semejante estupidez. Eso solamente existe en los sistemas alienados y alienantes.

En cualquier época antes de 1863 (fecha del estudio), una investigación idéntica ha-bría proporcionado —en conjunto— los mismos datos y, con toda probabilidad, mucho peores, a los del estudio que menciona Marx. Lo que este dice es que la situación de los más pobres (los que están “peor” según sus palabras) es deplorable. Se confirma lo que, mucho antes del inicio del trabajo, era previsible.

Precisamente, la ampliación de la economía dineraria y luego la eclosión del capita-lismo en una pequeñísima zona de un pequeño país, cargaron necesariamente la cruz de una inmensa población de pobres —muy posiblemente del orden del 90 por ciento o más— que contaba, además, con una altísima proporción de indigentes. Inclusive, por ejemplo, en el estrato medio tradicional, y aun en los más altos (aristocracia y clero), el índice de mortalidad era muy elevado.

Es que la especie humana apenas ha salido (en el año 2000, no digamos 1863) de las cavernas. En la consideración de estos problemas es metodológicamente indispensable no olvidarse de ese hecho, a fin de conservar una percepción históricamente sensata del proceso evolutivo global. Es justamente el fantástico avance de la economía dinerada y del capitalismo —en rigor, recién nacido— la que ha creado la ilusión de que las falen-cias existentes en punto a estos temas, son de su desarrollo, y no de las condiciones de siempre que moldearon la vida del homo sapiens.

La economía dineraria y el capitalismo, en el contexto de las dificultades inherentes al desarrollo evolutivo de las sociedades humanas, arrastraron el peso de la miseria an-cestral, que sólo es “miseria” en términos de nuestra perspectiva actual, elaborada por la ciencia y la técnica contemporáneas y desde las posibilidades de vida existentes en una sociedad de alta complejidad.

La economía dinerada y el capitalismo crearon los primeros grandes bolsones de ri-queza —pequeña y precaria— sin las violencias del pasado, a través de las lentas y di-námicas transacciones del mercado. Y aunque redujeron el espacio de la indigencia y la pobreza, no las pueden eliminar de golpe, particularmente si se tienen en cuenta las enormes resistencias culturales que deben vencer y lo extremadamente reciente de su eclosión histórica.

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Los agentes humanos de la economía dineraria y el capitalismo eran personas origi-nalmente muy pobres y plebeyas, a veces asociadas con nobles o aristócratas. La visión de Marx es que si esos pobres gatos creaban riqueza nueva con su ingenio y diligencia, era porque se la robaban a los que yacían en la miseria. No concebía que crearan esa ri-queza con su imaginación y su audacia, aunque, desde luego, habían contratado fuerza de trabajo, que se unía a la que tenían ellos, no sólo en sus músculos, sino en su mundo mental, que es el protagonista permanente de la vida humana.

¿Por qué esa fuerza de trabajo contratada no la creó por sí misma, si fuera necesario uniéndose con otras fuerzas de trabajo similares, evitando así que la robaran?

Para Marx, los pobres tenían que desaparecer mágicamente si el capitalismo era, no digamos “bueno”, sino apenas aceptable. En 1892, en el prefacio a una nueva edición de su libro La situación de las clases trabajadoras en Inglaterra, Engels reconoce implíci-tamente el error de Marx en un trozo que ya he citado: “El estado de cosas descripto en este libro pertenece hoy al pasado, por lo menos en lo que respecta a Inglaterra”.66

Es decir, en poco más de cuatro décadas, la miseria abyecta de 1845 era, según En-gels, cosa del pasado, al menos en Inglaterra el único país capitalista del mundo, si bien seguido de cerca por Estados Unidos y Alemania. Pero el mismo Engels, en la página 50 del mismo libro, y en una cita que ya he reproducido, dice que él sabe que por una familia “tan golpeada” (de las tres que analiza) hay “diez que viven mejor”. Él, lo mis-mo que Marx, se dedica a examinar lo peor, lo que es sin duda correcto: pero son inade-cuadas sus conclusiones acerca del significado social de lo que es “peor” para la totali-dad del sistema, al que considera entonces como homogéneo, cuando en realidad es una mezcolanza de sectores bajos y medios productivos de muy diferentes orígenes, y en es-tadios diferentes de evolución.

Es decir, no cabe hablar de Inglaterra como “capitalista” sino en un sentido muy cauto: su núcleo dinámico fundamental es capitalista, pero coexisten en ella muchas for-mas productivas del pasado que son culturalmente mayoritarias.

Quiero aportar aquí, aunque parezca una digresión lógicamente incongruente con la cita de Marx, un detalle anecdótico que tiene que ver con el sustento emocional y senti-mental que, como en Marx, orienta a buscar “lo peor”. Este buscar “lo peor” es una con-ducta dirigida a “castigar” a los padres ricos; es por eso una racionalización que explica la saña y el desprecio a los padres por parte del adolescente rebelde y “niño bien”.

El adolescente Engels —de 25 años en 1845—, hijo de un rico empresario, y, por eso, un rico más, que, por otra parte, nunca había trabajado, nos asegura que los trabaja-dores “son mucho más decentes y honorables que todos los ricos de Londres”, entre los cuales se encuentra casualmente su padre, que lo mantiene, y él mismo. La idea que ex-presa no tiene asidero: no existe razón alguna para pensar que los ricos serán más o me-nos decentes que los pobres. Estas idealizaciones son típicas de los adolescentes que desconocen absolutamente la complejidad de la vida y, especialmente, la situación real de aquello que está en el núcleo de su fantasía.

Esta es la adjetivación que Engels emplea en su correspondencia cuando se refiere a su padre: “Mi viejo. Brillante fanatismo burgués. Cara de niño Jesús. Tipo infame. Estú-pido. Viejo fanático y déspota. Perro cochino. Hipócrita. Presumido. Tonto y falto de tacto. Realmente loco. Maneras infames.”67

No obstante estos juicios —que, sabiamente, nunca llegaron a la ruptura; no era cuestión de jugarse la herencia— y después de un vagar tumultuoso a costa del padre (es también el caso de Marx), este lo puso a trabajar en su empresa en Manchester.

66 Engels. La situación…., ya citado, pág. 7.67 Hans Magnus Enzeusberger (ed.). Conversaciones con Marx y Engels ya citado, pág. 526.

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Cuando murió su padre, Engels heredó sus bienes y su cargo directivo en la importante empresa.

Cuando en su correspondencia Marx y Engels hablan del comportamiento teórico de los obreros, invariablemente los idealizan. En cambio, cuando se refieren a su conducta empírica, real, se sienten cruelmente defraudados. ¿Qué pensarían si se enteraran que el jefe supremo de los obreros argentinos —e ídolo—, cien años después del lanzamiento del Manifiesto comunista, fue un Teniente General de la Nación en ser vicio activo, cu-ya base formativa intelectual era reconocidamente fascista? Cuando los jefes comunistas de la época (Rodolfo Ghioldi, Victorio Codovilla, entre otros) le achacaban inocultables simpatías nacional socialistas estaban —rara avis— en lo cierto.

En La situación de las clases... Engels escribe por ejemplo sobre los obreros este juicio increíble: “Los errores de los obreros consisten sobre todo en la búsqueda desen-frenada del placer, en la falta de previsión y de adaptación al orden social: sobre todo en la incapacidad de resistir y sacrificar el placer momentáneo a un lejano bienestar.”68

Aquí se ve claro por qué los desvalidos deben ser dirigidos por los “niños bien”, tanto en la revolución como en la guerrilla revolucionaria. Todas las “revoluciones” socialis-tas, en menor medida los terroristas, muestran esta imbricada caracterización psicológi-ca-sociológica. Nuestros terroristas de la década del 70 expresan impagablemente esta

68 Engels, La situación… ya citado, pág. 125.

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configuración psicosocial. Hay que hacer una investigación fundada en historias de vida de nuestros terroristas, y conocer las características de su familia, para confirmar esta perspectiva general, aunque empíricamente fundada, si bien no detallada. Aquí ter-minó digresión que se originó en considerar la extracción social de Engels.

Todos los comentarios de Marx —y también los de Engels— revelan una llamativa incomprensión hacía el origen y la naturaleza de la miseria, y de su relación tanto con la economía dineraria como con el capitalismo. En la página 483, por ejemplo, de la edi-ción de El capital que he utilizado en este trabajo, Marx trata el problema de la vivien-da: “A principios del siglo XIX no había en Inglaterra, fuera de Londres, ni una sola ciudad que contara 100.000 habitantes. Sólo cinco contaban con más de 50.000 (...) Cuanto más se acumula el capital en una ciudad industrial o comercial, tanto más rápido es el flujo de material humano exportable, tanto más miserables las improvisadas habi-taciones de los trabajadores” (483)

Siempre, en todo tiempo, aun en el actual, la vivienda de los pobres e inclusive la de los señores feudales ha sido deplorable. Y en las zonas rurales todavía peores, sobre to-do donde el capitalismo no ha podido desarrollarse Este no ha eliminado el problema, pero lo ha disminuido en la proporción que afecta a la gente. Comparemos Estados Uni-dos, el Reino Unido, Canadá, Australia, Francia, Alemania por ejemplo, donde la acción del capitalismo es dominante, con China, Cuba, África (salvo África del Sur), y Afga-nistán, donde el capitalismo es débil o no existe: la respuesta es evidente. Pero compare-mos Corea del Sur con Corea del Norte, China continental con Taiwan, Alemania del Este con Alemania del Oeste: el socialismo, en ninguna dimensión de la posible compa-ración (salvo en el poder de la policía) ni siquiera igualó las mejoras donde el capitalis-mo, a pesar de las enormes restricciones, pudo desarrollarse.

La escasez de viviendas no se debe ni a la economía dineraria ni al capitalismo, sino al hecho incontestable de que la especie humana vivió en todo tiempo en la miseria. La economía dineraria y luego el capitalismo la combatieron, pero sólo pudieron morige-rarla, dada su escasa influencia en el conjunto de la economía global. Pero, además, por-que —para la época— los empresarios pagaban altos salarios, y la industrialización y la modernización atrajeron, en un proceso fulminante, a millones de pobres que vivían en las zonas rurales, o ciudades medianas y pequeñas, en condiciones infrahumanas.

Toda esta pobreza se agolpó de pronto a las puertas de las fábricas. Marx mismo da la clave: un intenso proceso de urbanización, imposible de prever, pero que, aun si esto último hubiera ocurrido, no habría podido evitar sus consecuencias penosas. ¿Por qué? Porque precisamente faltaban capitales para crear viviendas e infraestructura urbana, y, además, porque faltaba un poder adquisitivo mínimo por parte de los pobres.

Aunque los datos con que trabajó Marx son ciertos, su interpretación de ellos sólo denuncia una incomprensión inconcebible, dado su talento. Podemos contestarle: sí, es verdad, había una gran miseria entre los trabajadores de entonces, particularmente si lo comparamos con los trabajadores actuales. Pero, ¿por qué atribuye esa pobreza a un sis-tema que no la creó, y que recién comienza a operar, más teniendo en cuenta que la mi-seria fue una experiencia vital y habitual en toda la especie y especialmente en la vida de la sociedad (Inglaterra) en que apenas se insinuaba el capitalismo? A diferencia de lo que piensa Marx, el problema fundamental es que había poco capital, poca acumulación y escasa concentración, entre otros aspectos. Y para alcanzar esos medios era indispen-sable más capitalismo, no menos.

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Capítulo XXIV(Sigue) LEY GENERA DE LA ACUMULACIÓN CAPITALISTA

121. “El robo de los bienes de la iglesia, la fraudulenta enajenación de los dominios del Estado, la rapiña de la propiedad comunal la transformación de la propiedad feudal y de clan en propiedad privada moderna, usurpación realizada con el más inconsiderado terrorismo, han sido otros tantos métodos idílicos de la acumulación primitiva. Ellos han conquistado el campo para la agricultura capitalista, han in-corporado el suelo al capital y han creado el proletariado libre y sin arraigo, nece-sario para la industria de las ciudades.” (538)

Marx nos dice que la acumulación primitiva que condujo finalmente a capitalismo fue el resultado de la arbitrariedad, la violencia, la crueldad y, en definitiva, de la injus-ticia más abyecta. Todo esto es cierto, pero nada de eso, por sí mismo, crea riqueza, que es lo que hay que explicar ¿De dónde salió la riqueza que, robada, se convirtió en “acu-mulación primitiva”? Sin ninguno de los intercambios que promueve el comercio, y es-timula la producción de la economía doméstica, se podría haber creado riqueza.

La violencia sirve para robar, pero para nada más. No crea capitales destinados a producir y a vender. Para que haya algo de riqueza que tiente a los ladrones tiene que haber antes inteligencia y ambición trabajo, y un sistema (la economía dineraria) que potencie la innovación y permita en alguna medida eficaz crear riqueza y recrearla.

Los que conocemos algo de la historia sabemos que la violencia salvaje ha sido om-nipresente en la existencia de todas las sociedades humanas y culturales, inclusive en las socialistas. En cualquier caso, la creación de la riqueza no es el resultado de la violen-cia, que es destrucción de vidas y bienes, sino de sistemas de cooperación, competencia y trabajo, tanto simple como complejo.

Sin esos sistemas cooperativos, la riqueza no se crearía aunque no hubiera arbitrarie-dad ni violencia. Pero para que estos últimos flagelos no existieran deberíamos contar con intrincadas instituciones que moderaran los inevitables apetitos humanos, propios de la naturaleza humana, aunque fuera parcialmente.

Por más que se aplique la violencia más extrema —y las experiencias socialistas del siglo XX constituyen un ejemplo alucinante y aleccionador— no se conseguirá nada. A pesar de las brutalidades —pensemos en la colectivización forzada de la Unión Soviéti-ca—, si no hay un sistema social global dinámico, que permita los libres intercambios, y un subsistema económico medianamente productivo, no habrá formación de riqueza, o la habrá en una medida muy inferior a la esperada: la violencia habrá consumido una parte desproporcionada de lo creado. En la historia, las crueldades más inauditas han coincidido, o han operado de consuno, con sistemas económicos más o menos producti-vos. A mediano y largo plazo, lo que decidió no fueron las brutalidades, sino la capaci-dad de los sistemas sociales para seguir produciendo, aunque sus agentes fueran inicial-mente vencidos por la fuerza. Sin el “robo”, la “fraudulenta enajenación” la “rapiña”, la “usurpación” y el “inconsiderado terrorismo” (5 calificaciones en 8 líneas) el capital se habría acumulado igual (si bien con detalles históricos diferentes), o mucho mejor, por-que el sistema por sí mismo produce acumulación y crea capital. La fuente de la acumu-lación primitiva fue, en cambio, la persistencia y el desarrollo —no obstante los daños y exacciones que recibió constantemente— de la economía dineraria y la preservación

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siempre precaria, de los capitales frente a la voracidad y violencia de los reyes y seño-res. Ese es el real origen de la acumulación “primitiva”.

Históricamente, como en todos los tiempos, la violencia existió, y eso es lo único en lo que Marx tiene razón. Pero Marx describe la violencia como si fuera un fenómeno necesario, e inclusive con designios para producir el trabajador libre, sin sujeciones cor-porales, y no un hecho social inesperado, y por eso no buscado.

En los cerramientos que hubo en el campo inglés (ocupación de los terrenos comu-nales por los señores), por ejemplo, los terratenientes buscaban conseguir tierra para el pastoreo de sus ovejas, indispensables para producir lana. Para ello forzaron a dejar sus tierras a los pequeños agricultores muchos de los cuales emigraron a las ciudades para emplearse en algunos casos, como obreros. Pero ni los terratenientes ni los capitalistas —aunque algunos advirtieron que esto ocurriría—, pensaron que eso sucedería. Simple-mente, sucedió.

Por otra parte, es extraño que Marx, que justificó la violencia en su forma más siste-mática en función de “misiones” de la historia (“la revolución”, “dictadura del proleta-riado”, “la guerra es la locomotora de la historia”, entre otras expresiones), vuelque toda su indignación moral —con toda razón— contra fenómenos históricos que son, para su filosofía de la historia, inevitables y suprapersonales. Además, que están fuera de toda consideración moral según su interpretación de la sociedad.

Esta indignación moral —completamente extraña y aun incompatible con su teoría— es, no obstante, la que lo hizo inmensamente atractivo (más allá del significado cien-tífico de su obra) para los intelectuales tocados fuertemente por el “efecto Dickens” 69, y que pertenecen a los estratos altos y medios de la pirámide social. Es este lenguaje fuer-temente directivo, cargado de emocionalidad moralizante, fundido con una racionalidad cientificista, a mi juicio el rasgo dominante de los argumentos de Marx.

122. “Indudablemente, muchos pequeños maestros de oficio, y aun más artesanos in-dependientes y trabajadores asalariados, se transformaron en pequeños capitalis-tas, y, mediante una explotación gradualmente creciente de trabajo asalariado y una correspondiente acumulación, en capitalistas sans phrase.” (550)

El empresariado de la economía dineraria y después del capitalismo, surgió princi-pal, y a veces completamente, de los sectores plebeyos y marginales de la sociedad aris-tocrática, si bien señores, príncipes, reyes y obispos, más emprendedores que su grupo de pertenencia, se convinieron a veces en capitalistas (no en empresarios) y prestamistas de aquellos.

Simmel da estupendos ejemplos acerca del hecho de que la difusión del dinero, la economía dineraria y la ampliación y diversificación de los mercados fueron la palanca fundamental para que los sectores más bajos y desprotejidos de la estratificación social —pero inteligentes, creadores y tenaces— pudieran crear un ámbito propio, aunque siempre precario, dentro de la sociedad estamental y aristocrática, por lo que fueron mu-chas veces expoliados o eliminados por los señores:

“Su importancia instrumental [la del dinero], puesta de manifiesto por encima de to-dos los objetivos específicos, tiene como consecuencia que el dinero sea el centro de in-terés y el dominio real de aquellos individuos y clases cuya posición social los aísla [son marginales] de una serie de objetivos personales y sociales. Los libertos romanos no po-dían alcanzar la ciudadanía completa, con todas sus posibilidades, lo que explica que se

69 Traté este tema en mi libro La sociedad del mal. Complejidad y capitalismo. Grupo Editor Latinoameri-cano Buenos Aires, 2000, pág. 216.

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dedicaran de preferencia al negocio del dinero; ya en Atenas, con la aparición del puro negocio del dinero, en el siglo IV, el banquero más rico, Pasión, había comenzado su carrera como esclavo. En Turquía, los armenios, una raza despreciada y a menudo per-seguida, suele ser la de los comerciantes y financieros; igual que en España, en condi-ciones similares, lo eran los moriscos. En la Italia, estos fenómenos son comunes: por un lado, los Parsis, muy oprimidos socialmente y que sólo pueden moverse con grandes precauciones, suelen ser cambistas o banqueros; por otro lado, en muchas partes del sur de la India, los negocios peculiares y las riquezas se encuentran en manos de los Chetis, una casta mixta que a causa de su falta de pureza tiene escaso prestigio. Por esta misma razón, en su situación arriesgada y angustiosa, los hugonotes se dedicaron con intensi-dad creciente al negocio dinerario, y lo mismo hicieron los cuáqueros en Inglaterra. En realidad, es muy difícil excluir a nadie del negocio del dinero, en principio porque todos los caminos posibles conducen a él.”70

Y agrega Simmel poco después: “Si esta última posibilidad [la búsqueda de dinero], que no se puede eliminar, convierte al negocio pecuniario en ultima ratio de elementos socialmente perjudicados y oprimidos, también el poder del dinero influye de modo po-sitivo a favor de ellos, en el sentido de que pueden obtener posición, influencia y prerro-gativas allí donde están excluidos de alcanzar un posterior desarrollo de la personalidad por medios directos de rango social, como son la cualidad de funcionario o determina-das profesiones que les estuvieran reservadas.”71

Los judíos son un ejemplo paradigmático, al mismo tiempo, de exclusión social y opresión, y de dedicación al comercio: “No es preciso señalar que aquella correlación entre la concentración en el interés pecuniario y la situación social de menoscabo en-cuentra su ejemplo más completo en los judíos. (...) Debido a que la riqueza de los ju -díos consistía en dinero, constituían un objeto de explotación especialmente buscado y fructífero; ninguna otra forma de propiedad se puede incautar de modo tan rápido, tan simple y con tan pocas pérdidas.”72

Al extranjero, como peligroso, y marginal, no le pasaba algo diferente: “La función que el extranjero cumple dentro del grupo social se remite, desde un principio, a las re-laciones que se establecen con él por medio del dinero, sobre todo debido a la posibili-dad de su transporte y valoración del dinero, que va más allá de los límites del grupo so-cial. (...) El extranjero, como persona, está interesado en el dinero, sobre todo por las mismas razones que lo hacen valioso para el que esta privado de derechos: porque le procura posibilidades que son accesibles mediante formas especiales y objetivas y me-diante relaciones personales al ciudadano de pleno derecho y al nativo; hay que recordar que eran extranjeros los que ante el templo babilonio arrojaban el dinero al regazo de las muchachas, a cambio del cual estas se prostituían.”73

En esta cita N° 122, Marx reconoce implícitamente ese dato: los empresarios que di-namizaban la economía dineraria y luego el capitalismo surgieron muchas veces de los maestros artesanos independientes y de trabajadores asalariados innovadores. Eran so-cial y culturalmente audaces, eran creadores, tenían iniciativa, y eran frugales y trabaja-dores. Conocían el mercado, y comprendieron cómo actuar en el sistema de status de su contexto, dominado por las inducciones de la cultura tradicional, a la que debían vencer adaptándose a sus peculiaridades.

Contrataron trabajadores y se lanzaron a la aventura incierta de sus emprendimien-tos. La aristocracia, el clero, los gremios o las corporaciones, el rey o emperador, la cul -

70 Simmel, Filosofía del dinero, pág. 252, ya citado.71 Ibíd., pág. 254.72 Ibíd., pág. 255.73 Ibíd., pág. 256.

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tura predominante, se opusieron con fuerza a su actividad. Pero su sistema productivo superior, altamente eficiente comparado con el tradicional, se fue imponiendo lentamen-te, y destruyó —sin darse cuenta, ni quererlo— a la aristocracia, y también a las corpo-raciones, y domesticó a medias al clero y totalmente a la monarquía, si bien este último fenómeno fue variable según los países. En este gigantesco cataclismo histórico y social participaron inevitablemente —como es habitual en la vida de las sociedades— violen-cias políticas y religiosas de todo tipo. Por supuesto, el reconocimiento de estos hechos no supone aceptarlos ni creerlos necesarios o inevitables (como, en cambio, piensa Ma-rx, a pesar del énfasis de su indignación moral). Sólo significa que tenemos que com-prenderlos analizarlos (es decir, aislar sus componentes presuntos) y aceptarlos como hechos ilevantables e irreversibles, pero no aceptarlos como inevitables y, en algún sen-tido, “buenos”, simplemente porque ocurrieron.

Finalmente, ¿es o no cierto que los marxistas constituidos en dictadores robaron sus tierras a millones de campesinos, a los que asesinaron también por millones, arrancaron brutalmente sus propiedades a las iglesias, a las que demolieron de a miles, asesinaron a sus sacerdotes, y persiguieron criminalmente a sus indefensos fieles, además de explotar salvajemente a los trabajadores? Es cierto. No hubo compasión para nadie, ni siquiera para los propios asesinos, fusilados de la noche a la mañana sin saber por qué. Frente a estos hechos inocultables, los filomarxistas esgrimen su buscada ignorancia, que es sólo inocencia irresponsable.

123. “Al propio tiempo que se introducía en Inglaterra la esclavitud de los niños, la industria algodonera daba en los Estados Unidos el impulso a la transformación de la economía de esclavos, antes más o menos patriarcal, en un sistema de explota-ción comercial. La esclavitud sans phrase en el Nuevo Mundo era necesaria como pedestal de la esclavitud disimulada de los trabajadores asalariados en Europa.” (557)

Es cierto que en Inglaterra se formaron, en una economía que todavía no era capita-lista, grupos de niños trabajadores74 en condiciones laborales que hoy consideramos ex-tremadamente penosas, pero no eran “esclavos”: sus padres los llevaban a trabajar.

Tales prácticas con los niños y con cualquier trabajador eran normales no sólo en In-glaterra (salvo probablemente en las ex-colonias británicas de América del Norte) sino en todas partes. Desde siempre, las condiciones de trabajo y la vida del trabajador han sido espantosas, si bien muy variables, de acuerdo con los actuales valores de la vida moderna. En el año 2000 hubo denuncias en Buenos Aires y Estados Unidos de trabajo “esclavo” cuyas víctimas eran inmigrantes indocumentados, explotados por empresarios desaprensivos y miserables que se aprovechaban de ellos. Esos trabajadores aceptaban

74 Veamos los datos del primer país socialista, referente al tema del trabajo de los niños: “¿Cómo vivir con tal salario? Esto sólo es posible porque, en una familia soviética media, la mujer, y en numeroso ca -sos los niños, también trabajan. (…) Como se sabe, la propaganda soviética condena el trabajo de los ni -ños en los países capitalistas. Sin embargo, este trabajo es ampliamente practicado en la Unión Soviética. Desde la década de 1920 [la fuente de estas calamidades es siempre Lenin] fueron abiertas escuelas de aprendices (FZU). Los alumnos debían trabajar en una fábrica. Numerosos niños, huérfanos o sin parien-tes próximos, fueron utilizados como fuerza de trabajo barata, bajo el pretexto de que recibían así una educación conforme a los principios del pedagogo y chekista [miembro de la policía secreta] Antón Makarenko. Bajo Stalin, se crearon escuelas de trabajo manual, en las que reinaba una disciplina militar y en las que los niños debían llevar uniformes negros. En estas escuelas se enrolaba, a la fuerza a niños in -disciplinados o con retraso en la escolaridad. (Voslensky, Op. cit., pág. 161). Estos son los hechos, a casi siglo y medio de haber escrito Marx, en un país donde no existía capitalismo y que se proclamaba socia -lista.

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remuneraciones irrisorias y condiciones de trabajo deplorables, aunque no eran escla-vos, porque, a la vista de su situación en el mercado de trabajo, consentían provisoria-mente las arbitrariedades: por lo menos tenían algo para vivir. Eran trabajadores “en ne-gro”, es decir, al margen de las leyes, porque carecían de la documentación en regla.

Aun dentro de la gama del mercado de trabajo “en negro”, eran una ínfima minoría si tenemos en cuenta sus salarios y sus condiciones de trabajo. Y si eran clandestinos quiere decir que eran trabajadores ingresados al país ilegalmente y en contra de los usos y costumbres de la cultura vigente, lo que es más significativo.

Antes del desarrollo capitalista, en todas las sociedades y culturas, esas fueron las condiciones penosas del trabajo. El trabajo esclavo fue una experiencia cotidiana que se vivía en cualquier parte, aunque en Occidente en mucha menor proporción.

Tanto el desarrollo de la economía dineraria como los comienzos de la eclosión ca-pitalista, arrastraron elementos de la inercia cultural, entre ellos las condiciones del tra-bajo tradicional, plagadas de vejaciones y arbitrariedades desde el punto de vista de una ática universalista. Pero fue en el contexto absolutamente novedoso de la fábrica donde se formuló por primera vez el conflicto institucionalizado de las empresas y sus trabaja-dores.

Estaba en los usos y las costumbres de la cultura tradicional el fijar a discreción el salario —que muchas veces era una retribución en comida y un lugar precario para dor-mir— y las condiciones de trabajo. Así era en la industria doméstica —abrumadoramen-te mayoritaria—, en los talleres artesanales, en las granjas y en las labores agrícolas. La fábrica planteó el problema de los horarios —antes indefinidos—, de las pausas para co-mer y realizar las necesidades vitales, así como el de los salarios, los accidentes, y el descanso semanal, entre otros que surgieron posteriormente, como el de la representa-ción sindical y la indemnización por despido. La situación de los niños —y también de la mujer— que cita Marx corresponde a las condiciones previas, propias de la inercia cultural, de este vasto proceso de transformación que comenzó con la instalación de la fábrica moderna.

Creyó que esas condiciones iniciales eran propias, no de la inercia cultural de la so-ciedad tradicional o precapitalista, sino inherentes al capitalismo, y que este no podía al-terarlas sin destruirse. Esta era la deducción inevitable de su teoría, al punto de que si ella no es cierta (en otras palabras, no se da en la realidad) su teoría es falsa. El creyó también, por ejemplo, que “El tráfico de esclavos fue la base del engrandecimiento de Liverpool”. Es verdad que el comercio de esclavos en el siglo XVIII contribuyó a que ese puerto acopiara riquezas. Pero era un puerto inglés fundamental para el comercio exterior: por eso iban allí los cargamentos de esclavos.

Aunque el comercio de esclavos fue relevante desde el punto de vista del dinero que movilizaba, el capitalismo no surgió del trabajo esclavo. Max Weber dice sobre este punto: “La esclavitud desde el siglo XVIII significó muy poco para la organización eco-nómica europea; fue, en cambio, un hecho trascendental para la acumulación de riqueza dentro de Europa. Creó gran número de rentistas, pero sólo en pequeña escala contribu-yó a desplegar la forma industrial de explotación y la organización capitalista.”75

Además, es completamente equivocado sostener que la esclavitud vigente en las ex-colonias inglesas en América era “necesaria” para la “esclavitud disimulada” [?] de los trabajadores asalariados en Europa. Esta es una de las tantas exageraciones (habría que decir, con toda razón: barbaridades) en la evidente y constante demagogia de Marx. Só-lo una imaginación totalmente desbocada, que en lugar de buscar la verdad pretende de sustituirla con metáforas para escamotear la realidad, puede crear un paralelismo entre la esclavitud de las plantaciones del sur de los Estados Unidos y la esclavitud “disimula-

75 Max Weber. Historia económica general FCE. México. 1956 [1923] pág. 256.

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da” del asalariado europeo, y de los niños en Inglaterra, donde no existía ninguna escla-vitud. En cambio, en la Unión Soviética, donde el capitalismo había sido exterminado, junto con millones de personas, existían millones de esclavos. Y los funcionarios socia-listas llamaban, correctamente, “mercancía” a sus esclavos. Allí también estaba presente el “fetichismo de la mercancía”, aquel que Marx creía ingenuamente que era propio del capitalismo. Contra toda previsión, formaba parte de la “cultura socialista” (que, con ar-tera habilidad, sus partidarios arrojan al olvido).

Sobre este tema, Marc Bloch dio una contestación, quizá sin desearlo, a las disimu-ladas confusiones que pretende propagar Marx: “…ni la vida material de las sociedades grecorromanas ni su misma civilización, en lo que tuvo de más exquisita, podían conce-birse sin la ayuda de este trabajo forzado. Los germanos también tuvieron esclavos, do-mésticos y trabajadores de campo. Por el contrario, la Europa de tiempos modernos, sal-vo raras excepciones, no ha conocido la esclavitud en su propio suelo.”76

Como se ve, un dato de una autoridad de la ciencia histórica que contradice de lleno lo que afirma Marx con desaprensión imperdonable.

124. “¿A qué se reduce la acumulación primitiva del capital, es decir; su génesis his-tórica? En cuanto no es la transformación inmediata de trabajadores y siervos en tra-bajadores asalariados esto es, un simple cambio de forma, consiste solamente en la expropiación de los productos inmediatos, es decir en la supresión de la propiedad privada basada en el trabajo propio.” (558)

La conversión de esclavos y siervos en asalariados es el resultado del largo proceso de crecimiento y complejización de la economía dineraria (de mercado o intercambio). Este resultado no fue buscado ni deseado por ningún protagonista, individual o grupal, de la sociedad: sucedió como un hecho inesperado. Si bien importa una modificación en el plexo de valores, normas y conocimientos que existían en la cultura —y en ese senti-do implica una transformación formal— no es un “simple cambio de forma”: supone un cambio de profunda significación histórica, además de sociológica y especialmente éti-ca.

No sólo el trabajo asume una función nueva —además de la inmemorial de producir— en el orden social, sino que el trabajador es reconocido como persona: deja de ser una cosa mueble. Puede dejar su trabajo en relación de dependencia, puede regatear su salario y rehusar condiciones, y puede elegir oficios, profesiones o actividades y tipos de trabajo. En el siglo XIX, por ejemplo, estos poderes eran pequeños, pero tenían, en relación con el pasado reciente, un inmenso valor para las personas. Este cambio insu-mió milenios, a tal punto la sujeción de esclavos y siervos fue un fenómeno normal y casi siempre masivo en la historia de la especie humana.

En el siglo XX —salvo en las experiencias socialistas y nacional socialistas— las condiciones mejoraron y los poderes de los trabajadores fueron mayores, aunque dentro de, a veces, grandes conflictos. Y esto ocurrió solamente donde el capitalismo había avanzado más. En los países donde el capitalismo no prosperó o donde no pudo pene-trar, se estancó o fue claramente minoritario en el conjunto de la vida social, o donde fue eliminado, las formas tradicionales de esclavitud, servidumbre o semiesclavitud, continuaron existiendo. Por supuesto, algunos enclaves del capitalismo avanzado que se emplazaron en esas sociedades usaron —si bien con variantes— los usos y costumbres típicos de las culturas tradicionales en materia laboral.

76 Marc Bloch. “Cómo y por qué terminó la esclavitud antigua’, en Bloch et. al. La transición del esclavis-mo al feudalismo. Akal Editor. Madrid, 1980. pág. 159. La palabra no está subrayada en el original.

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Por otra parte, nadie le “expropia” o le roba (se “apropia”) al trabajador sus instru-mentos de trabajo. Esas expresiones denotan violencia, o el intento forzado de sacarle algo a alguien. Nada de esto sucedió: el mero desarrollo en la organización del trabajo y la aplicación de nuevas técnicas, derivaron en que los trabajadores con herramientas propias se tornaron obsoletos como factores productivos de los nuevos procesos. Pero el plomero, el gasista, el pintor, el peluquero, el zapatero, el carpintero, la modista, entre muchas otras actividades, requieren que los trabajadores cuenten con sus propios instru-mentos de trabajo. Es que allí no penetró la nueva técnica productiva: entonces conti-nuaron teniendo sus propias herramientas.

En cambio, en los países socialistas, vastos sectores de los estratos medios y bajos fueron salvajemente expropiados, o, más adecuada mente, robados por el Estado omní-modo: “En todos los países socialistas, con excepción de Alemania Oriental, la industria privada ha prácticamente desaparecido, al mismo tiempo que el número de artesanos, de comerciantes, y de otros trabajadores independientes ha llegado a ser insignificante. (...) Esta colectivización de los trabajadores independientes ha tenido como consecuencia inevitable la concentración de las explotaciones [aquello que Marx criticaba con saña en el capitalismo]. (...) De esta manera, pueblos y ciudades enteras se han visto privadas de los servicios artesanales de herreros, plomeros carpinteros ebanistas, sastres, peluque-ros.”77

125. “La propiedad privada, como antítesis de la propiedad social o colectiva, sólo existe donde los medios de trabajo y las condiciones exteriores de trabajo pertene-cen a personas particulares.” (558)

La propiedad privada no es la antítesis de la propiedad social o colectiva. La propie-dad puede ser individual, pero puede pertenecer a un actor social colectivo como es una persona jurídica, como sucede con las cooperativas, la familia, las sociedades anónimas, los clubes, y los sindicatos, entre muchos otros. Además, hasta un pequeño kiosco de propiedad unipersonal, que, muchas veces, pertenece a una familia (ente colectivo) es tan social como el ministerio de Economía: es público y sirve al público. Su contribu-ción a la sociedad es por lo menos igual a la que hacen los ministerios u otras propieda -des del Estado, así sean grandes empresas.

El hecho de que estas, por ejemplo, sean dirigidas por funcionarios, en lugar de em-presarios, no las hace más “sociales” y menos todavía “colectivas”. En su contribución a la sociedad, salvo excepciones, son siempre inferiores a las individuales. La razón fun-damental es que las empresas privadas —sean colectivas o no— no tienen privilegios (aunque a veces, por razones espurias, gozan o aspiran a ellos) y están mucho más con-troladas por la opinión pública institucionalizada que las empresas del Estado, las repar-ticiones, la policía, el ejército y los ministerios.

Por este sólo hecho, son más sociales y colectivas que estas últimas organizaciones. Los entes privados, en todos sus niveles, y las empresas individuales (que pueden ser colectivas, e inclusive dirigidas por trabajadores), están siempre activadas por personas que trabajan: empresarios, empleados, obreros, técnicos, inclusive científicos y capita-listas, aunque los trabajos que realicen son muy diferentes en calidad y responsabilidad. Allí no hay gente que recibe un sueldo sin trabajar.

Marx invariablemente razona como si el empresario y el capitalista no fueran traba-jadores: son ociosos y por eso su función puede ser eliminada sin ningún perjuicio, lo que los convierte en zánganos de la sociedad. Pero esta eliminación es imposible: todo

77 Jean Marczewski. ¿Crisis de la planificación socialista? ECE. Madrid. 1975 [1973] pág. 135.

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tipo de trabajo que implique dos o más personas (pueden ser miles) exige una dirección, un centro de decisiones emplazado en la cúspide de un sistema de poder, como reconoce a veces el mismo Marx.

El empresario y el capitalista, casi siempre en áspero conflicto, están precisamente en esa cúspide, sean propietarios particulares o delegados de una asociación colectiva, o de otra forma organizada del emprendimiento.

Si la empresa es del Estado, las funciones ineliminables del empresario y el capita-lista las realizan los funcionarios políticos delegados por el gobierno: ellos están en la cumbre, dependientes de las decisiones políticas que tome el gobierno. Ni el dinero, ni el poder que ejercen, es de ellos, y utilizan a la empresa como una base de prebendas del poder político, o que este les ofrece por servicios prestados. A los funcionarios les im-porta más la fidelidad a su dependencia política, que el éxito económico, aquel que da, precisa y únicamente, el público, y que es el que busca con empeño el empresario-capi-talista, porque de él depende por completo su prosperidad (algo que no ocurre con los funcionarios).

Esto es lo que marca la enorme diferencia social que hay entre la propiedad privada (individual o colectiva) y la propiedad estatal (que no es en ningún caso colectiva, sino política o gubernamental, y de ninguna manera más social que la de los particulares).

En Marx es común y constante el error de concebir lo diferente o distinto —que mu-chas veces es complementario— con lo “antagónico”, antitético o “contradictorio”. En particular, los juicios contradictorios son muy distintos a los contrarios. Dos juicios contradictorios (Juan es español; Juan no es español) proponen que, si uno es verdadero, el otro es falso. De dos juicios contrarios (Esto es amarillo; Esto es azul) sólo sabemos que no pueden ser verdaderos los dos (pero podrían ser ambos falsos).

Muchas veces Marx considera contradictorio lo que es meramente contrario, y habla de “antagónico” en lo que es complementario pero distinto. En este sentido, todo matri-monio, y aun toda amistad, es antagónico. Y es cierto que hay allí antagonismos latentes y tensiones constantes, pero también hay complementariedad y también unidad: así es la vida.

Lo que Marx además no entiende es que el surgimiento y la consolidación de la pro-piedad privada constituye un incalculable proceso evolutivo, que tiene su origen en ino-cultables pulsiones biológicas, que podemos aquilatar en los niños y en el estudio de los animales sociales, especialmente entre los monos superiores (orangután, gorila y espe-cialmente el chimpancé). Gran parte de la violencia que a veces critica indignado —sólo cuando no es la que él propone— se debe indudablemente a que la propiedad no se halla fuertemente consolidada. O la propiedad es el resultado de la fuerza o está garantizada por la juridicidad, y entonces la fuerza no es aplicable.

126. “El derecho de propiedad del trabajador sobre sus medios de producción es la base de la pequeña industria, y esta es una condición necesaria para el desarrollo de la producción social de la libre individualidad del trabajador mismo.” (558)

En el conjunto de la producción de la sociedad moderna es verdad que los trabajado-res artesanos o de servicios, dueños de sus propios instrumentos de producción, ocupan una proporción menor de la población activa, si bien no han desaparecido y mucho me-nos cuando Marx escribía, porque la industria doméstica o familiar ocupaba todavía un lugar relevante en la producción total.

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Pero muchos de estos productores pequeños y en gran parte diseminados, se trans-formaron en pequeños y medianos industriales o comerciantes, al punto de que en las sociedades actuales dan ocupación a no menos del 50 por ciento de la población activa total. Es que hay espacios o nichos del mercado donde las grandes empresas no pueden llegar. Además, estas empresas grandes demandan la asistencia, tanto en producción co-mo en servicios, de una multitud de empresas pequeñas, porque comprar los productos de su actividad es mucho más económico que encarar por ellas mismas su producción.

Marx no vio y probablemente no podía ver estos detalles. Él advirtió que, en casos concretos, “el pez grande se come al chico” y generalizó. La pequeña producción de ca-lidad, a la medida de las exigencias del consumidor adinerado, fue en parte desplazada —pero no siempre barrida— por la gran producción, estandarizada y masiva, destinada a una población de menor poder de compra pero que inauguraba nuevos espacios en un mercado cada vez más vasto. Polleras, vestidos, pantalones, zapatos, entre otros artícu-los, llegaban ahora, por primera vez, al consumo de los estratos bajos de la población, allí donde la industria había tenido la posibilidad de crecer. Tampoco esto apreció Marx.

Sólo estos hechos pueden explicar el aumento espectacular de los estratos medios en todos los países en que el capitalismo pudo introducirse y desarrollarse. Marx creyó lo contrario, como corolario de su teoría: la sociedad “capitalista” llevaba inevitablemente a la polarización creciente de solamente dos “clases” extremas: los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres.

De acuerdo con esta dinámica, los pocos estratos medios que existían (sastres, arte-sanos diversos, talleres manufactureros, y similares) estaban destinados a desaparecer. Es claro que debía haber explicado cómo es que los ricos, no sólo existían, sino que se-rían más ricos, si no podían vender su producción, dado que la gente estaría en la mise-ria. Y si los ricos serían cada vez menos, hasta desaparecer inexorablemente, entonces habría que explicar para qué hacer “la revolución”, si este proceso “natural” (expresión de Marx) llevará a la disolución espontánea del capitalismo.

Por otra parte, es erróneo creer que las empresas “expropian” o se “apropian” (lo que sería un robo) de los instrumentos de producción de los trabajadores individuales. Simplemente, son desplazados porque compiten en un mercado en transformación, con un sistema productivo superior. Desaparecen porque su manera de producir se ha toma-do obsoleta: no es “socialmente necesaria”. En otros casos siguen conviviendo al lado de las grandes empresas, operando nuevos instrumentos, que siguen siendo propios, proporcionados por la nueva técnica.

127. “Ese modo de producción [individual] supone el fraccionamiento del suelo y de los otros medios de producción. (...) Querer eternizarlo sería, como dice Pecqueur con razón ‘decretar la mediocridad de todo’. Llegado a cierta altura, engendra los agentes naturales de su propio aniquilamiento. Desde ese momento despiértanse en el seno de la sociedad fuerzas y pasiones que se sienten encadenadas por él. Tiene que ser aniquilado y lo es.” (559)

Un aspecto llamativo y lógicamente insostenible en la argumentación de Marx es que, por un lado —y en directa conexión con su teoría— sostiene que la desaparición del trabajador independiente y la “expropiación” de sus herramientas es la consecuencia de un proceso necesario (“Tiene que ser aniquilado y lo es”) y, por otro lado, su conde-na moral del hecho inevitable.

Dice, por ejemplo: “La expropiación de los productores inmediatos es ejecutada con el más brutal vandalismo y a impulso de las presiones más infames, sórdidas y

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odiosas en medio de su pequeñez [?].” (559) Una profusa adjetivación truculenta en sólo tres líneas. Evidentemente, Marx no puede con su indignación moral, la que es, para colmo, más injustificada e incongruente en tanto él mismo sostiene que el proceso es, además de lógica e históricamente necesario, “bueno”, porque cumple la misteriosa “misión” de hacer posible el socialismo “científico”.

Veamos: “... la socialización ulterior del trabajo y la ulterior transformación de la tierra y demás medios de producción en medios de producción socialmente explotados [el socialismo], comunes, esto es, la expropiación ulterior de los propietarios [“la” re-volución], adquiere una nueva forma. (...) Esta expropiación [de los capitalistas] realí-zase por la acción de las leyes inmanentes de la misma producción capitalista, por la centralización de los capitales. Cada capitalista mata a muchos otros.” (559)

Como se ve, el proceso en el que están embarcados los individuos —meras marione-tas— no debe recibir ni condenaciones ni elogios: es un proceso en el que no hay res-ponsables morales. Es, por eso, un proceso impersonal e inexorable, que se cumplirá lo quieran los individuos o no. Si es así, ¿para qué hacer “la” revolución? Como dice en el prólogo: “…para mitigar los dolores del parto” (11). ¿Será así, o, por el contrario, los hará intolerables, al punto de matar a la criatura?

Capítulo XXVLA TEORÍA MODERNA DE LA COLONIZACIÓN

128. “A medida que disminuye el número de los magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, se acrecen la miseria, la opresión, la servidumbre, la degeneración, la explotación, pero también la rebelión de la clase trabajadora, cada vez más numerosa y educada, unida y or-ganizada por el propio mecanismo de la producción capitalista.” (560)

Si hay más miseria y degeneración, ¿cómo es factible o posible que la “clase obrera” —una porción menor de la población activa total— sea educada y unida? Lo más proba-ble —si no seguro, por lo que sabemos de psicología— es que las personas que viven en la miseria no tengan ganas de educarse, aunque sean inteligentes, y menos que sepan or-ganizarse.

Más irreal todavía es que tengan ganas de unirse a algo o a alguien, dado que están psíquicamente destruidas por la servidumbre y la explotación. Los miserables no hacen nunca nada constructivo, como lo prueba el comportamiento de sociedades inmensa-mente pobres. La revolución aparece cuando surge una masa de “clase” alta y media plebeya, inclusive aristocrática, pero muy instruida. Es decir, de elevada individua-ción78.

A las masas muy pobres las aprisiona el desánimo. Por otra parte, nadie quiere estar o compartir nada con los miserables, El grupo de referencia de la “clase obrera” es la “clase media”, no su grupo de pertenencia. Ni jamás alcanzaron los obreros, ni siquiera

78 Traté el tema fundamental de la individuación en mi libro Principios y leyes de la sociología, Emecé, Buenos Aires, 1992 y 1998.

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en las presuntas revoluciones “socialistas” (dirigidas siempre por individuos de estratos altos) la misteriosa “conciencia de clase”. Los obreros a lo sumo pueden alcanzar la “conciencia estatista” o la “conciencia corporativa”, bajo la dirección de los Perón, los Vandor, los Lorenzo Miguel, los Rucci o los Ubaldini.

Los miserables participan en revueltas, desórdenes, matanzas y destrucciones irres-ponsables. Y allí serán, como en la revolución socialista de 1917 en Rusia, sujetos alie-nados y manipulados de caudillos bien alimentados y educados, siempre de los estratos superiores, que desean alcanzar el poder y que los dominarán a sangre y fuego, como ocurrió.

Si, además, el proceso es necesario —al modo de un proceso natural, como asegura Marx— no puede haber “usurpación”. Es como si en un desarrollo de ósmosis pensára-mos que el líquido A “usurpa” al B, o que en vasos comunicantes el líquido de menor nivel “usurpa” al de mayor nivel.

Pero la prioridad de Marx, en contradicción flagrante con lo que dice acerca de sus propósitos científicos, es dirigir emocionalmente al lector, despertar irritación, envidia, odio y resentimiento, es decir, “agitar”, un término dominante en Lenin, en el comunis-mo, y en la práctica nacional-socialista.

129. En la cita que sigue tenemos un ejemplo admirable por su nitidez, no de cómo Marx usa la dialéctica para el descubrimiento o la explicación, sino de cómo la utili-za para ubicar, a la fuerza, su argumentación en los moldes rígidos e inermes de ella. Piensa sin duda que la dialéctica bendice y santifica los contenidos de sus ideas y que les confiere por eso más significado y justificación, lo que es una mera ilusión. Se hace evidente que la apelación a la esotérica dialéctica no agrega absolutamente nada a la validez de su teoría: “El modo capitalista de apropiación resultante del modo capitalista de producción, es decir, la propiedad privada capitalista, es la pri-mera negación de la propiedad individual basada sobre el trabajo propio. Pero la producción capitalista engendra su negación tan fatalmente como un proceso natu-ral [sic] Es la negación de la negación. Esta no restablece la propiedad privada, pero sí la propiedad individual basada en las conquistas de la era capitalista: sobre la cooperación y la propiedad común de la tierra y de los medios de producción producidos por el trabajo mismo.” (560)

Si en los procesos sociales se afirma que hay una secuencia inexorable y fatal, en-tonces la historia se volatiliza, o es un ventrílocuo de esos extraños títeres que resulta-rían ser las personas, movidas por los mecanismos que Marx piensa haber descubierto. En esta situación no caben las creaciones inesperadas ni tampoco las sorpresas del azar. En rigor, no hay historia.

El capitalismo es, al mismo tiempo, inevitable, necesario e inexorable, lo que signi-fica que también sus tropelías, salvajismo, usurpaciones y miserias cumplen una “mi-sión” irremplazable en la historia, al mismo nivel que sus “conquistas”. Entonces, ¿para qué tantos apóstrofes y descalificaciones morales, si ocurre lo que tiene simplemente que ocurrir? ¿Para qué gritar y marranear si el capitalismo es lo que tiene que ser, y más aún, debe ser, puesto que está allí para desempeñar una “misión”, lo mismo que su con-tracara, el “proletariado”?

Todo ocurre “tan fatalmente como un proceso natural”. Pero entonces —por enési-ma vez—, ¿para qué preparar y hacer la revolución? ¿Por qué estos curiosos intelectua-les —reconocida e inevitablemente “burgueses” y aun millonarios— introducen la “con-

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ciencia de clase proletaria” (una idea de Kautsky que Lenin adoptó) precisamente en la “clase obrera”, para impulsar y hacer “la” revolución?

En otras palabras, aquellos burgueses criados en y por la burguesía (Marx, Engels, Lenin, Fidel Castro, Che Guevara, Dzerzinsky, Luckács, Kautsky, Singer, entre miles) aleccionan y dirigen a los “proletarios” para que estos hagan lo que por sí mismos no pueden hacer, a fin de destruir a la burguesía a la que ellos pertenecen.

Los misterios de la dialéctica —mucho más grandes que los de la Santísima Trini-dad— no alcanzan a develar ni a justificar este servicio supremo de la “clase dominan-te”, que corroe el corazón mismo de la teoría. Abandonemos esta aleccionadora digre-sión, con su pequeño pero mortal problema. Recordemos solamente que el capitalismo es la ruta inevitable que nos lleva a “la negación de la negación”, es decir, a la propie-dad común o al comunismo. Si es así, ¿por qué no promover su desarrollo, aunque sea para mitigar los “dolores del parto” y acceder más rápido a la gozosa situación del “fu-turo radiante”, aquel anticipado por el inefable Mao? ¿Para qué prolongar y acicatear los dolores del parto?

La jerigonza dialéctica no es un método para analizar, o sintetizar, y menos para descubrir o explicar. Acaso sea la negación de la negación. Sirve para apreciarla como un fuego de artificio en la noche cerrada de nuestra infinita ignorancia. Sirve, sobre to-do, para esquematizar los despojos descarnados de la teoría: la línea escuálida de lo ne-cesario y al mismo tiempo inexplicado.

130. “... la base del modo capitalista de producción está en expropiar del suelo a la masa del pueblo. Al contrario, una colonia libre consiste esencialmente en que la masa del suelo todavía pertenece al pueblo y todo poblador puede, por consiguien-te, transformar una parte del suelo en su propiedad privada y medio individual de producción sin impedir la misma operación a los pobladores que lo sigan. Ese es el secreto, tanto del florecimiento de las colonias, como de su cáncer su resistencia al establecimiento del capital.” (563)

Una de las bases del subsistema económico del capitalismo reposa en el perfeccio-namiento institucional de la propiedad privada. Desde los primeros atisbos en la familia, el clan, la tribu, pasando por la conquista, la guerra sistemática y la violencia más salva-je —justificadas por todas las sociedades simples, al punto de que en todas la función social fundamental es la militar—, la propiedad dependió en todas partes de la fuerza, ya sea para mantenerla frente al asedio de los otros, ya sea para obtenerla mediante la violencia.

Sólo a través de la economía dineraria, muy lentamente, en medio de las matanzas y los robos comunes y generalizados, comienzan a insinuarse los elementos y mecanismos —propios del mercado y no de la violencia despiadada— para obtener y justificar la propiedad de algo. Esos elementos y mecanismos coexistieron —y a veces fueron subsi-diarios y frecuentemente arrasados— por la violencia más extrema, aplicada por seño-res, príncipes, reyes, y sus funcionarios, contra comerciantes, artesanos y pequeños o grandes productores, especialmente cuando estos alcanzaban cierto nivel de riqueza, aunque procedentes de sectores plebeyos y marginales.

En esta violencia institucionalizada —como en los pogroms contra judíos— los se-ñores y emperadores utilizaban a las masas pobres y miserables, a las que incitaban contra los nuevos y transitorios ricos, surgidos de los plebeyos, a veces muy pobres, que dinamizaban la economía de intercambio o dineraria.

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Sólo la fortificación del aparato jurídico en las sociedades de Occidente, debida en gran parte a la lucha del rey contra los señores, o de los señores y la burguesía contra el rey, en medio del crecimiento de la economía dineraria —pero lejos todavía del capita-lismo— pudo inducir condiciones para que el principio de la propiedad privada surgido de la economía de mercado, y por ello de los intercambios pacíficos, se consolidara len-tamente y se resguardara de la propiedad fruto de la violencia y de la arbitrariedad de los gobiernos y los particulares, apañados estos muchas veces desde el Estado.

Se requería una limitación del poder de reyes y señores para que el principio jurídico de la propiedad privada avanzara en su perfeccionamiento. Entre grandes conflictos po-líticos, esto exigía un mejoramiento de la institucionalidad en punto a elevar la partici-pación de sectores extraños y marginales a las oligarquías dominantes y a los círculos aristocráticos, ya maltrechos debido a los efectos deletéreos de la economía dineraria. Significaba aumentar los grados de consensualidad y pluralismo y, por lo tanto, preparar el camino al sistema de partidos.

La síntesis de este bosquejo se expresa en la aparición del problema de la democra-cia, como valor, hacia mediados del siglo XIX, y especialmente en la segunda mitad de ese siglo. Es el período en el que comienzan a ensayarse los primeros procesos genera-les de elecciones, en el marco de la democracia limitada. De ahí que para entender el principio jurídico de la propiedad privada tenemos necesariamente que remontamos a estos vastos procesos políticos e institucionales que abarcaron varios siglos en el occi-dente europeo y Estados Unidos, y que condujeron a la consolidación institucional de la propiedad privada.

Antes de estos desarrollos, la fuerza más despiadada fue siempre el fundamento, en todas partes, de la propiedad, junto con la matanza o esclavitud de sus anteriores ocu-pantes. Antes de la aparición y perfeccionamiento de la propiedad como entidad jurídica con más validez institucional que la fuerza bruta, no hay ningún mundo idílico. No exis-tió ningún “comunismo primitivo”, una mera construcción de algunos intelectuales, sin sustento empírico y antropológico alguno.

Ese “comunismo primitivo” no es más que una deducción romántica, derivada del supuesto de que la especie humana vivía armónicamente, consigo misma y con la natu-raleza, antes de ser corrompida, misteriosamente, por la rapiña, la explotación y la vio-lencia, con lo que culminó el desarrollo del maldito dinero y la aparición de la sociedad de clases.79 Este pasado es absolutamente mítico. La propiedad, y también la propiedad privada, demandó una lentísima evolución, empapada y asediada constantemente por la violencia más salvaje.

La propiedad privada, como elaboración jurídica, forma parte de un vastísimo pro-ceso de descubrimiento institucional, no consciente, perceptible en todas las sociedades y culturas, si bien muy variablemente. Los jefes de las tribus, los reyes, los faraones, eran dueños o propietarios de las tierras de las sociedades. Y las controlaban y repartían según su criterio. Hasta 1810, las tierras de las colonias españolas del Río de la Plata, por ejemplo, pertenecían al rey de España. Los propietarios lo eran sólo a título preca-rio, hasta que el rey decidiera lo contrario. Eran, por eso, tierras realengas. El rey podía expulsar o desterrar a la familia o persona que quisiera. El principio de la propiedad pri-vada tenía entonces grandes limitaciones.

El “modo de producción capitalista” surgió de este proceso evolutivo en el cual la noción de propiedad —y de su práctica— se fue perfeccionando junto con el desarrollo

79 Ver de Friedrich Engels. El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado. Ed. Claridad. Buenos Aires. S I (circa 1940). En mi libro Estructura social y caudillismo. Grupo Editor Latinoameri-cano. Buenos Aires. 1994, página 95 y siguientes, hago un análisis crítico de la teoría marxista en relación con este tema.

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de la economía dineraria. Pero no “expropió” el suelo a la masa del “pueblo”, que en ri-gor nunca lo tuvo sino en pequeña proporción. Sucedió todo lo contrario: la disolución de la sociedad estamental provocada por el avance de la economía dineraria arrancó a la aristocracia y al clero la mayor parte de su monopolio sobre el suelo, y la arrojó al mer-cado de la ciudad y de las zonas rurales, donde pasó a manos de miles de campesinos. Este proceso desde luego no fue homogéneo, ni entre países, ni entre regiones de países. Fue extremadamente variable, debido a las tradiciones culturales y a las estructuras ins-titucionales vigentes, así como a procesos históricos particulares. En Inglaterra no ocu-rrió, por ejemplo; en cambio, en Francia el fenómeno fue más nítido. Pero, en general, el efecto del crecimiento de la economía de intercambio o de mercado que difundió y expandió el área del dinero, tuvo el resultado descrito o presionó fuertemente para que eso ocurriera.

Por otra parte, aun aceptando la “colonia libre” que imagina Marx (su modelo pare-ce ser la norteamericana-inglesa), los colonos no hacen, ni hicieron en la realidad histó-rica, ninguna resistencia al capital: al contrario, viven de y por la economía de mercado, quieren ser capitalistas y muchos llegarán a serlo.

Por eso el campo norteamericano es hoy lo que es. Pero, por su puesto, la evolución de la técnica y la ciencia —con sus aplicaciones al campo— así como las vicisitudes de los mercados, determinaron y determinan transformaciones en los titulares de la propie-dad privada, pero no en su principio general.

131. “La gran república [Estados Unidos] ha dejado, pues, de ser la tierra prometida para los trabajadores que emigran. La producción capitalista adelanta allí a pasos de gigante, si bien la depresión del salario y la dependencia del asalariado están le-jos aún de haber llegado tan abajo como el nivel normal europeo.” (567)

En la última página de su libro, Marx nos deja una predicción totalmente fallida, no obstante el uso impecable de la dialéctica. Más que nunca, los años que siguieron a la primera publicación de su libro (el primer tomo) en 1867, y mucho más después de 1900, Estados Unidos siguió recibiendo una corriente incesante de inmigrantes —la más grande en toda la historia de la especie— desde todos los rincones del planeta.

Aun hoy (año 2000), y a pesar de las grandes restricciones que aplica, Estados Uni-dos sigue recibiendo inmigrantes, además de los clandestinos y en muchas ocasiones forzados (como los miserables balseros cubanos) que escapan del dominio socialista. Aun nuestros terroristas (Montoneros, ERP, etc.) preferían invariablemente vivir en los países capitalistas cuando estaban en el exterior, y no radicarse en los países socialistas (sea la Unión Soviética, Cuba, u otros), salvo cuando recibían alguna instrucción crimi-nal.

Los decenas de miles escapados de Cuba mantienen a sus familias que todavía resi-den allí y que no pueden emigrar. El nivel de vida en Estados Unidos, y las posibilida-des de vida en esa sociedad se han elevado espectacularmente desde que Marx escribió) a despecho de algunos períodos críticos. Y contra lo que Marx predijo, también en toda Europa occidental, especialmente desde 1945 (fin de la Segunda Guerra Mundial).

Fue el desarrollo del capitalismo, no obstante las extraordinarias dificultades que en-contró y encuentra, el único acreedor de este progreso, que incluyó, decisivamente, las estructuras políticas y culturales. En las experiencias socialistas, en cambio, los resulta-dos fueron exactamente los opuestos, tanto en lo económico como en lo político y cultu-ral.

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Por algo sus habitantes, en una sorprendente proporción, y con no consensuada una-nimidad, escapaban —cuando podían, y con ardides increíbles y arriesgados— de los países socialistas, hacia los países capitalistas. De los países capitalistas a los socialistas, en cambio, no existió la más mínima corriente migratoria.

En cuanto a los salarios de Estados Unidos y Europa occidental sólo me cabe recor-dar, piadosamente, que no son, en ningún sentido a los previstos y deseados por Marx, sino más bien lo contrario.

132. “…el modo capitalista de producción y acumulación, y, por lo tanto, la propie-dad privada capitalista, implican el aniquilamiento de la propiedad privada basada en el trabajo propio, es decir; la expropiación del trabajador.” (567)

Con estas palabras Marx da punto final al primer tomo de su obra magna. A la in-versa de lo que allí afirma, la implacable experiencia histórica —donde el modo capita-lista de producción y acumulación se impuso en el mundo hasta hacerse dominante— muestra que la propiedad privada capitalista no supone de ninguna manera el aniquila-miento de la propiedad privada basada en el trabajo propio, y mucho menos la expropia-ción (un término demagógico e impropio) del trabajador. Esto sí ocurrió, en cambio, en los países socialistas.

No hay duda de que las empresas del mismo ramo o actividad compiten entre sí y a veces se desplazan unas a otras. Algunas quiebran y desaparecen. Y que pequeños pro-ductores individuales han perdido espacio relativo en el conjunto del sistema producti-vo. Pero ni eso ha significado una “expropiación” —cuando han desaparecido— ni han dejado de existir. Al contrario: se han multiplicado a través de nuevas actividades, que importan nuevos espacios, individualmente pequeños, pero muy numerosos y global-mente significativos, que no pueden ser atendidos por las grandes ni medianas empre-sas, porque serían antieconómicos para ellas. La pequeña propiedad se ha expandido, aunque el proceso de concentración siga. Muchas grandes empresas del pasado —inclu-sive del pasado reciente— ya no existen más. Se fragmentaron o dividieron, en muchos casos a través de la herencia. Nadie las “expropió”: se tornaron, por alguna razón, inefi-cientes u obsoletas. Se crea ron, por otro lado, otras grandes o medianas empresas, a ve-ces de actividades antes desconocidas, con nuevas tecnologías, que suelen demandar el servicio de muchas empresas pequeñas.

En general, se han multiplicado y difundido, tanto la propiedad tradicional, como nuevos tipos de propiedades. Y pintores, jardineros, peluqueros, electricistas, plomeros, gasistas, carpinteros, entre otros trabajadores autónomos, siguen siendo dueños de sus herramientas. Y si el desarrollo de la tecnología, incluida la de la organización del traba-jo, los hiciera desaparecer, sería porque su función social ya no es útil (lo que ocurriría aun en el socialismo) no porque fueran expropiados. No serían socialmente necesarias.

En cambio, en las experiencias socialistas hubo una real expropiación (o robo, típico de una delincuencia política) masiva y sistemática de los utensilios, las herramientas y propiedades rurales y urbanas, de carácter violento, sobre todos los trabajadores y espe-cialmente sobre aquellos que contaban con algo, aunque fuera mínimo (es el caso de los kulaks, masacrados por millones).

Esta tragedia, en términos humanos, sociales y culturales, de dimensiones varias ve-ces superiores a las del nacionalsocialismo hitleriano, degradó y finalmente trituró a los estratos medios (como en Cuba), de todas las sociedades que ensayaron la propuesta marxista, si bien muy variablemente, según las condiciones iniciales de cada país. En tanto, los marxistas lloran, como los cocodrilos, por la desaparición de las “clases me-

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dias” en los países capitalistas (hecho totalmente falso). Simultáneamente, sus políticas en los países que gobernaban seguían la idea de aniquilarlas lo más pronto posible, por-que las visualizaban (correctamente) como sus enemigas máximas, dado que representa-ban los núcleos más fuertes de creación intelectual, de respuesta política, y de conoci-miento de la práctica económica.

Como diría Marx, con su vocación por lo despiadado, “tenían” que ser aniquiladas (sobre todo físicamente) y lo fueron. Lo fundamental es que siempre se cumplieron las escrituras, aquellas que había imaginado para el capitalismo.

Lo que llama la atención en Marx es este hecho de lo necesario, y por eso inevitable, con que se desarrolla la “explotación”, la “apropiación”, y la “esclavitud” de los trabaja-dores, en última instancia justificadas, y en ese sentido “buenas”, puesto que preparan el socialismo y, por otro lado, la condenación estricta y específicamente moral de esos procesos, como señalé varias veces. Esta duplicidad entraña una contradicción que ya comenté: si algo es necesario, tanto en sentido lógico como práctico, entonces no caben las condenaciones éticas. Son improcedentes y también ridículas.

Sin embargo, esas condenaciones y, en general, el permanente y enfático cuestiona-miento moral de Marx cumplen una vital función en su lenguaje directivo: sacralizan las argumentaciones e importan mucho más que estas. En el lenguaje directivo, lo esencial es la emocionalidad. Machacar incesantemente en unos pocos y sencillos enclaves senti-mentales con los cuales oscurecer o doblegar el espíritu crítico. Si esta tarea —en la que Lenin y Hitler, entre otros, fueron maestros insuperables es realizada por un escritor no-table y gran erudito, es muy probable que tenga éxito entre seguidores intelectuales.

La indignación moral, sostenida con rigor intelectual y violencia literaria, potencia enormemente los argumentos que procuran describir o explicar los fenómenos sociales, aunque sean endebles. Hacia 1900, por lo menos en lo que atañe a su teoría económica, las hipótesis de Marx estaban tan destruidas como después de las experiencias socialis-tas del siglo XX.

Pero el crecimiento y la organización del sindicalismo, que se expresaba en grandes huelgas y protestas en Estados Unidos y en Europa, así como los inicios de la sociedad abierta y el proceso de democratización fundamental (especialmente la democracia am-pliada), alentaron y justificaron las creencias y las emociones, en todas sus variedades, del socialismo y el anarquismo, en especial en grupos intelectualizados de estratos me-dios y altos, nunca en obreros o campesinos.

El formidable aumento de la intelectualidad y el incremento de los grados, tanto de la movilidad social ascendente como de la participación política, acentuaron los proble-mas del sistema de partidos en formación, especialmente en aquellos países donde el pa-saje de la participación ampliada estaba más atrasada y donde, por eso, las estructuras sociales y la cultura eran más tradicionales, y las estructuras capitalistas débiles.

Por otra parte, las inducciones nacionalistas eran muy fuertes, sobre todo en Alema-nia, Francia e Italia. La derrota de Francia ante Alemania en 1870, y la percepción de Gran Bretaña de que la última podía ser una amenaza a su hegemonía mundial, contri -buyeron decisivamente a exacerbar la competencia entre las naciones y a estimular con fuerza los sentimientos nacionalistas. La primera guerra mundial (1914- 1918), que lle-va el nacionalismo a su cúspide, parecía confirmar las tesis socialistas y marxistas de que la gran guerra, mucho más que las naciones que se disputaban el poder político mundial, era una guerra fundamentalmente económica y, en particular, capitalista.

La guerra mundial confirmaba al nacionalismo, y lo sacralizaba, al mismo tiempo que justificaba a todas las variedades de socialismo, entre ellas al marxismo, que para gran parte de la intelectualidad era la más “científica” porque tenía por fundamento una

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teoría económica —de consecuencias políticas—, una filosofía de la historia, y una an-tropología filosófica.

Las condiciones modernas de la guerra —desconocidas inclusive en el pasado re-ciente— determinaron un brutal avance del Estado sobre la sociedad civil en todos los países, aun en aquellos ajenos a la guerra, y este hecho crucial corroboró en sus inter-pretaciones al nacionalismo y al socialismo (pero no al anarquismo). En esta situación histórica, dramática por lo salvaje, el liberalismo —sea económico, sea político— no podía tener lugar para influir en los sucesos.

Junto al estallido de esta guerra espantosa, la revolución rusa de febrero de 1917, que desplazó al zarismo, a pesar de su contenido político liberal, creó los elementos de movilización política que hicieron posible el golpe de Estado bolchevique del 25 de oc-tubre de 1917 (calendario Juliano).

El triunfo y la perduración del gobierno fundado en ese golpe, seguido de todas las medidas fundamentales estatuidas por Marx, reavivaron las antes cuestionadas teorías de Marx, y fortificaron su cuestionamiento al capitalismo.

La crisis económica de 1929 en Estados Unidos, luego de un período de prosperidad sin precedentes, reactivaron la creencia de que el capitalismo no podría sostenerse mu-cho tiempo más, al menos en los sectores socialistas, anarquistas y aun nacionalistas. Así, el socialismo (genéricamente), el fascismo y el nacional-socialismo se presentaban como alternativas indiscutibles frente al liberalismo y el capitalismo.

El conjunto de estos hechos pareció confirmar —en una corta perspectiva, rodeada de emociones violentísimas— la interpretación marxista, a despecho de su destrucción teórica, inclusive realizada por los propios marxistas, o ex-marxistas, como en el caso de Eduard Berstein. Pero los errores se tornaron muy claros —aunque no para los cre-yentes— con las prácticas y las consecuencias de las múltiples experiencias socialistas del siglo XX, sobre las que he dado algunos datos significativos.

Al mismo tiempo, el fantástico crecimiento de la economía capitalista entre el fin de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y el año 2000, así como la consolidación de su institucionalidad —de consuno con el perfeccionamiento de la democracia ampliada— revertieron la influencia que presentaba el marxismo como teóricamente válido.

La inercia cultural de la tradicionalidad, visible especialmente en las universidades de los países atrasados o en desarrollo, es por ahora el núcleo central del marxismo teó-rico, naturalmente muy degradado en su nivel si tenemos en cuenta las figuras intelec-tuales socialistas del siglo XIX y principios del siglo XX. Este marxismo, sin embargo, es todavía políticamente eficaz para agitar a la juventud de los estratos medios y altos, aglutinada alrededor de las prebendas que proporciona la universidad, aunque el país sea muy pobre. Precisamente por esto, su situación relativa es más privilegiada. Es una juventud nacionalista, populista y, más que socialista, socialoide, que rechaza la socie-dad de alta complejidad, aunque está completamente insertada en ella. Con esto quiero decir que no es marginal, aunque algunos rasgos de una parte de la intelectualidad im-porten ciertos grados —a veces altos— de marginación.

Acerca delLIBRO SEGUNDO

(o Tomo II)publicado por Engels en 1885

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(Marx había muerto en 1883)

Capítulo IEL CICLO DEL CAPITAL-DINERO

133. “Ya sabemos que el valor; o sea, el precio de la fuerza de trabajo (que) se paga a su poseedor; que la ofrece como mercancía, en forma de salario.”(586)

En otras palabras:

Valor = precio de la fuerza de trabajo (mercancía) = salario.

El problema que aparece aquí es saber si el precio de la fuerza de trabajo está deter-minado por el mercado de esa mercancía, o, como dice en otras partes Marx, y que ya he comentado, por el precio de los alimentos que el trabajador debe consumir para re-producir su fuerza de trabajo.

Si aceptamos esta última solución, entonces el precio de estos alimentos depende enteramente de la fuerza de trabajo insumida en su producción y del beneficio estableci-do por los empresarios que encarnaron la elaboración de los alimentos.

Pero los trabajadores compiten entre sí, como se ve claro en la función de lo que Marx llama “ejército industrial de reserva”, que es la de mantener bajo el salario. Si esto es cierto, entonces aquí Marx acepta que no sólo el precio de los alimentos es lo que de-termina el salario, sino también el mercado de trabajo, su situación particular, en la que la oferta y la demanda de fuerza de trabajo juegan papel protagónico Si es verdad que la determinación del salario depende del precio dé los alimentos, tan cierto como eso, o

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más —porque lo engloba— es que depende de la situación particular del mercado, y no sólo de la fuerza de trabajo.

En su artículo “Salario, Precio y Beneficio”, de 184980 afirmaba: “Por lo que se re-fiere a los límites del valor del trabajo, su fijación efectiva depende siempre de la oferta y la demanda, es decir, de la demanda de trabajo de parte del capitalista y de la oferta de trabajo del trabajador.”

134. “... porque se compra trabajo por dinero en la forma de salario, lo que se consi-dera característico del capitalismo.” (589)

Por las múltiples experiencias socialistas, realizadas desde condiciones iniciales ex-tremadamente diversas —al punto de configurar un experimento natural— hoy sabemos que en ninguna de esas sociedades (en las que se habían eliminado salvajemente los me-nores indicios de capitalismo) se abolieron los salarios, que se expresaban en dinero, y que estaban, en todos los casos, rigurosa y meticulosamente estratificados. En conjunto, está estructura rígida de las desigualdades ofrece nítidamente el perfil de una sociedad estamental, similar a la que era típica de la sociedad aristocrática, y que la economía di -nerada había erosionado hasta disolver irreversiblemente. La utopía de eliminar la divi-sión del trabajo, los intercambios, el dinero y el salario, entre otras fantasías, no pudie-ron ni siquiera encararse como posibilidad en ninguna parte del totalitarismo comunista.

135. “Lo irracional de la forma [del salario] no es tampoco lo que se considera como característica. Más bien esa irracionalidad suele pasar inadvertida. Consiste en que el trabajo, como elemento formador del valor; no posee por sí mismo valor al-guno, por consiguiente, una determinada cantidad de trabajo no puede tener valor alguno que pueda expresarse en su precio, en su equivalente con una cantidad de-terminada de dinero.” (589)

No es ninguna irracionalidad que el trabajo, como formador de valor, no posea por sí mismo valor alguno (según Marx). No es ninguna irracionalidad, aunque sin duda al-go curioso o llamativo, tal como lo presenta Marx. Lo mismo ocurre con los términos “contradictorio” y “antagónico”, o cuando afirma que el “salario es sólo una forma dis-frazada”. (589)

Son sólo fuegos de artificios verbales destinados a impresionar al lector, no a dar un contenido científico a su proposición. Es demagogia pura, propia del lenguaje directivo.

Si un individuo se ofrece para realizar algún trabajo, su capacidad para hacerlo le confiere un valor, al menos potencial, que se concreta cuando es contratado, si su oferta tiene éxito. Evidentemente, si no va al mercado de trabajo, este no tiene precio. Pero en cuanto ingresa en él lo asume, aunque desconocemos su cifra definitiva. En ningún ca-so, bajo ninguna circunstancia, hay indicios de irracionalidad.

136. “El capitalista no puede revender al obrero como mercancía, pues este no es su esclavo, y lo único que ha comprado es la utilización de su fuerza de trabajo por un tiempo determinado.” (593)

80 Marx, Trabajo asalariado y capital, ya citado, pág. 90.

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Después de decirnos constante y enfáticamente todo lo demagógicamente que pudo, que el obrero moderno es un esclavo, y, además, una mera mercancía, ahora nos dice —sin duda en un día de preclara sensatez— que nada de eso es cierto. Fueron excesos ver-bales, imprescindibles en el lenguaje directivo.

137. “El supertrabajo de la fuerza de trabajo es el trabajo gratuito del capital, y constituye por tanto, para el capitalista, plusvalía, un valor que no le cuesta ningún equivalente.” (595)

Esta interpretación —básica en Marx— tendría asidero si pensáramos —como cree Marx que el trabajo del empresario es superfluo, que cada empresario es un ocioso. El trabajo del empresario, por el contrario, es un trabajo irremplazable y de alta compleji-dad. Por eso tiene que tener una remuneración. Como en toda actividad creadora, ni Dios sabe cuál debe ser. Sólo el mercado puede dar algunos indicios generales y prácti-cos acerca de sus características.

Su responsabilidad es, por lo menos, mucho más alta que la del obrero. Él establece la idea del emprendimiento, y la combinación particular de elementos (instrumentos, he-rramientas, máquinas, personal técnico y administrativo, y otros trabajos, coordinados en función de un método determinado para un tipo particular de artículo o servicio, el cual sólo con grados de probabilidad será aceptado por los consumidores).

El trabajador tiene una ocupación y un salario únicamente si muchos de estos em-prendimientos existen y llegan a ser exitosos. Y de los beneficios de los empresarios —que Marx llama “plusvalía”— surge la acumulación de capital, la fuente de nuevos em-prendimientos y nuevas renovaciones creativas, así como la renta personal del empresa-rio.

El beneficio, ganancia o “plusvalía”, no es un trabajo gratuito del asalariado, sino el pago por el trabajo complejo del empresario. Para obtener una renta personal (que es una parte pequeña de la ganancia total) el empresario debió antes trabajar, y esa es la contrapartida de los beneficios: de ahí que estos sean el equivalente a sus decisiones y preocupaciones, y no una ganancia gratuita “robada” al trabajador. El funcionamiento de las experiencias socialistas, sin excepciones, muestra sin ninguna duda que esta inter-pretación es más atendible y más congruente con la realidad que la de Marx, puesto que allí las empresas y los funcionarios socialistas tenían beneficios y salarios, respectiva-mente, de privilegiados.

138. “La cantidad de lo vendido es aquí la determinante esencial.” (598)

En otras palabras, el mercado, o lo que dicen los consumidores acerca de las mer-cancías que les ofrecen los empresarios, es decisiva. Si el mercado dice “no”, adiós em-prendimientos, adiós acumulación, adiós plusvalía, adiós salarios, entre otras conse-cuencias. Lo extraño es que Marx no se detiene en los problemas derivados de un hecho que él mismo considera esencial. Si no se vende nada o no lo suficiente para mantener la empresa, ¿qué pasa con el valor (en el sentido marxista), y qué pasa con su relación con el precio? La cantidad socialmente necesaria de fuerza de trabajo, materializada en las mercancías, ¿cambia ex post facto porque los consumidores comprenden poco o na-da de ella?

Esto, según Marx, sería absurdo: el valor está determinado por la cantidad de trabajo cristalizado en la mercancía, y esa cantidad es la que es, nada la puede cambiar. Pero si

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esta mercancía es rechazada por los consumidores (el mercado), ¿pierde el valor o lo conserva? ¿Quién determina, al final, el valor?: ¿la cantidad de fuerza socialmente nece-saria materializada en la mercancía, o, por el contrario, el mercado? ¿Quién determina lo “socialmente necesario”? ¿El mercado o alguna otra variable que Marx no menciona?

En particular, según Marx, lo “socialmente necesario” sólo puede serlo en la medida en que el bien o servicio sea “útil”, y este rasgo o cualidad aparece sancionado única-mente cuando los consumidores —es decir, el mercado— así lo deciden comprando el bien o servicio. Cuando ellos modifiquen su conducta —no interesa por qué razón— aquello “útil” se tornará “inútil”, o casi “inútil” (valdrá mucho menos), y el valor (según Marx) se volatilizará.

La consecuencia será que lo que tenía valor —en términos de la teoría de Marx— lo perderá (no será ya “socialmente necesario”), por más cantidad de fuerza de trabajo ma-terializado que tenga la mercancía. Entonces, ¿la cantidad de trabajo se evaporó por la simple decisión, siempre tornadiza, de los consumidores?

Lo que quiere decir, evidentemente, que lo que decide es el mercado, con indepen-dencia de la cantidad de trabajo “cristalizada” en la mercancía.

139. “... y la mercancía finalmente se compra sólo a causa de su valor de uso, para (aparte de sus ventas intermedias) penetrar en el proceso de consumo, sea este indi-vidual o productivo según la naturaleza del artículo comprado.” (609)

Aquí no hay ninguna duda de que la concepción de Marx se derrumba: las mercan-cías sólo se compran porque tienen valor de uso, y si no tienen este valor no tienen nin-guno. Esto lo afirma Marx y significa reconocer que es el mercado el que determina cuál es el trabajo que sirve o no sirve, inclusive si no tiene ninguna cantidad de trabajo social- mente determinado, o lo tiene, en los términos supremos e incontestables del consumidor.

En otras palabras: lo que vale o no vale (tiene trabajo útil o valor de uso, o no) lo de-termina el mercado. Esto destruye la teoría del valor de Marx.

140. “El capitalista tiene que constituir no sólo un capital de reserva contra las osci-laciones de los precios y para poder esperar las coyunturas favorables para las compras y las ventas; tendrá también que acumular capital para aumentar su pro-ducción e incorporar los progresos técnicos a su organismo productivo.” (655)

Como Marx reconoce aquí por primera vez, el empresario realiza un trabajo suma-mente complejo y de alto contenido social. Él organiza el proceso del trabajo social. Aun en el plano puramente económico, su responsabilidad es muy grande, no sólo fren-te a su presente y futuro personales, sino también frente a los trabajadores y al Conjunto de la sociedad. Desde el punto de vista individual, responde a esa responsabilidad a tra-vés de su trabajo diario; desde el punto de vista de su pertenencia a un sector económico panicular, responde desde su inserción en el contexto institucional, y en el propio mer-cado.

Capítulo VPERÍODO DE ROTACIÓN

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141. “Si, pues, dentro de un plazo [las mercancías] no entran en el consumo indivi-dual o productivo, cada una según su destino; si con otras palabras, no se venden en un determinado tiempo, se adulterarán, perdiendo con su valor de uso la pecu-liaridad de ser representante de valor de cambio. El valor-capital contenido en ellas, respectivamente, la plusvalía a ellas añadida, se pierde.” (661)

Esta cita, y el contenido del resto de la página no hace sino con firmar que el valor de las mercancías —en contra de lo que dice su teoría— no sólo dependen del trabajo (que puede estar o no estar, como ocurre en miles de mercancías) o fuerza de trabajo so-cialmente necesaria: depende de que sea apreciada o comprada por los consumidores.

Otra vez: cualquiera sea la cantidad de trabajo “materializado” en las mercancías, el valor depende del veredicto de los consumidores: en otros términos, de si deciden com-prarlas o no.

Por otra parte, hay algo aquí que Marx omite y que es decisivo: lo que se pierde es no sólo el valor y la plusvalía, sino fundamentalmente el trabajo cristalizado en la mer-cancía y que era —según Marx su valor. Es decir se pierde el valor-trabajo ¿Por qué? Un interrogante crucial cuya contestación invalida la base de la teoría de Marx.

Capítulo VILOS GASTOS DE CIRCULACIÓN

142. “... cuando, por división del trabajo, una función que es en sí improductiva, pero que es un momento necesario de la reproducción, de operación secundaria de mu-chos se convierte en operación exclusiva de unos cuantos, en su negocio propio, no por ello se cambia el carácter de la función misma.” (663)

La idea de “función improductiva, pero necesaria” es un absurdo. ¿El payaso, los cantautores, la bailarina de los pies desnudos, entre millones, son improductivos? Esto denuncia una antropología filosófica por lo menos irrisoria. ¿Dónde reside la madre del borrego? En sostener contra viento y marea que sólo el obrero produce: todos los demás viven de él, de lo que él crea y no le pagan. Los otros, o los más, hacen funciones nece-sarias, pero desgraciadamente improductivas. Ahí tienen como ejemplo a Carlos Gardel, o a Stravinsky.

Pero Marx está denostando al comerciante, que vive de comprar barato para “vender más caro” (610). Sin duda, el comerciante, como tantos otros roles de las actividades de la división del trabajo, no produce bienes tangibles, pero produce servicios esenciales (“un momento necesario de la reproducción”), no sólo para esos bienes tangibles, sino para todo el sistema económico. Todo eso insume trabajo creativo del empresario y de sus empleados.

Todo lo que se produce (así sean sermones o fantasías) necesita acceder al mercado y el comercio es la actividad que presenta en el mercado los bienes y servicios más va-

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riados y extraños. Decir que el comercio es una actividad improductiva es no entender su lugar prominente en el marco de la división del trabajo y, además, no percibir su lu-gar excepcional y pionero, durante miles de años, en la evolución de la cultura humana, y, específicamente, en el desarrollo de la economía dineraria. La industria, como pro-ductora de bienes de intercambios, nació de los estímulos y exigencias de los comer-ciantes, desde los buhoneros a Marco Polo. El comercio explora y crea el mercado.

143. “Realiza [el comerciante] una función necesaria, porque el proceso de repro-ducción mismo comprende funciones improductivas. Trabaja lo mismo que otro cualquiera, pero el contenido de su trabajo no crea valor ni crea producto. El mis-mo pertenece a los faux frais (gastos improductivos, pero necesarios) de la produc-ción. Su utilidad no consiste en transformar una función improductiva en producti-va, o un trabajo improductivo en productivo. (...) Su utilidad consiste más bien en conseguir que se restrinjan la fuerza de trabajo y el tiempo de trabajo de la socie-dad en esa función improductiva.” (664)

Llama la atención, al punto de ser extraño a toda razonabilidad, el hecho de que una actividad necesaria y por eso indispensable para la totalidad del sistema económico, sea para Marx improductiva. Si es necesaria quiere decir que sin ella —lo que es cierto— no hay producción. Por lo tanto, la actividad de comprar, vender y distribuir —o esta-blecer contactos dentro del mercado mediante intercambios— es tanto o más importante que la del obrero. Como este hecho es emocionalmente insoportable para Marx, y, lo que es mucho peor, haría insostenible la totalidad de su teoría, prefiere ocultarlo con el artilugio verbal de que, en el proceso económico, algo puede ser absolutamente impro-ductivo y, al mismo tiempo —lo que es fantástico, sobre todo en economía— necesario.

Si algo es improductivo, ¿no es razonable eliminarlo? Hasta en los países socialistas había una inmensa red —totalmente ilegal, pero absolutamente intocada por “el Parti-do”— de vendedores que trabajaban “en negro” para las empresas.

Descubrimos también que una “cantidad de trabajo socialmente necesario”, sin la menor duda enorme, no crea valor en ninguna circunstancia. No se comprende cómo es esto: un trabajo necesario, imprescindible, que no crea valor. Entonces, ¿no hay plusva-lía ni trabajo no pagado? Ninguna explicación para este inconcebible absurdo, según la teoría.

Pero se comprende: Marx tendría que aceptar que el comerciante que realiza un tra-bajo complejo, como el empleado administrativo, el ingeniero, el capataz, entre otros— crea efectivamente valor, y que el beneficio contiene una parte que es su remuneración, y no un robo del valor no pagado al obrero. Por algo reconoce que el comerciante “tra-baja como otro cualquiera”.

Marx no comprende que el proceso productivo incluye mucho más que la produc-ción de mercancías o servicios: abarca todos los aspectos la circulación, hasta la aniqui-lación de la mercancía o servicio en el insumo final. La totalidad del proceso requiere tipos y calidades muy diferentes de trabajo: todos son necesarios, desde una hojita de afeitar a un sermón o una fantasía, y todos son productivos; los productos y servicios pasan por el tribunal supremo del mercado, que decide cuáles tienen valor y qué magni-tud de valor, aunque a nuestros ojos esas opciones sean condenables o indiferentes, y aun trágicas.

Finalmente, ese trabajo que Marx decreta improductivo, ¿no crea algún producto? Al comienzo mismo de sus reflexiones afirmó que aun una fantasía puede ser una mer-

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cancía, es decir, un producto, lo mismo que un paso de baile de Julio Bocca, aunque sin duda inmaterial. Ahora se desdice.

144. “La división del trabajo, la independización de una función, no convierte a esta en formadora de producto o de valor, si no lo es ya en sí, es decir, antes de hacerse independiente. Si un capitalista invierte de nuevo un capital, tendrá que dedicar una parte del mismo a la compra de un contable, etc., así como en medios de contabili-dad. (...) Esta parte del capital se quita al proceso de producción y pertenece a los gastos de circulación, sólo del rendimiento total.” (666)

Toda la cadena del sistema productivo, en sus ramificaciones, crece y se alimenta en simbiosis y feed-back con la división del trabajo. Las diástoles y sístoles de este entrela-zamiento que nadie previó ni planificó sólo diferenciable, además, analíticamente, se traduce en continuas metamorfosis inesperadas.

No es un sector el agente formador del producto (bienes tangibles y servicios), sino el sistema global, más en una sociedad compleja o de alta complejidad.

Todo el aparato técnico y administrativo, incluido el trabajo empresarial y de direc-ción, son parte esencial para producir, y —en términos de Marx, si bien no dicho por él— crean valor. La contabilidad forma parte del trabajo complejo de la producción, tanto como el trabajo del obrero. El gasto en contabilidad, como en otros aspectos o tareas, no “se quita a la producción” sino que se agrega a ella, porque sin ese gasto no habría pro-ducción, al menos a ciertos niveles de cantidad y calidad del producto.Si una actividad es necesaria, es inevitablemente útil, o tiene valor de uso; si, además, su producto (bien o servicio) está incorporado al sistema de intercambios (o se ofrece en el mercado), ¿por qué no habría de crear o tener valor, puesto que tiene valor de cam-bio?

145. “Marx distingue tres clases de gastos de circulación (662 a 679)I. Gastos puros de circulación

1° Tiempo de compra y venta2° Contabilidad

II. Gastos de almacenaje1° Formación de existencias en general2° Reserva de mercancías propiamente dichas

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III. Gastos de transporte

En el punto anterior cité afirmaciones de Marx que tienen que ver con el apartado I, donde “[l]os gastos de circulación” “no pasan al valor de la mercancías” (667). “De distinta naturaleza son los gastos de circulación que ahora hemos de considerar”. (667)

Esta afirmación se refiere al apartado II. Trata de: “Aquellos gastos (...) que encare-cen la mercancía sin añadirle valores de uso, que pertenece pues para la sociedad a los faux frais [gastos improductivos pero necesarios] de la producción, pueden constituir para el capitalista individual fuente de enriquecimiento”. (668) Y agrega poco después: “Estos gastos de circulación se distinguen de los tratados en I porque pasan en cierta medida al valor de la mercancía, es decir; que encarecen la mercancía.” (669) Pero ¿es que los gastos de compra-venta y contabilidad o administrativos (Apartado 1) no enca-recen también la mercancía y por ello le agregan valor? ¿Por qué, en su caso, al menos “en cierta medida” (¡qué acotación insatisfactoria!) no logran hacer “pasar” los gastos al valor de la mercancía?

La contestación de Marx, por completo inaceptable, es: “... el valor de las mercan-cías sólo aquí [Apartado II] se conserva o se aumenta porque el valor de uso, el pro-ducto mismo, se coloca bajo determinadas condiciones materiales que exigen inversio-nes de capital, y se somete a operaciones que aplican trabajo adicional a los valores de uso. El cálculo de los valores-mercancías, la contabilidad de este proceso, los actos de compra y venta, en cambio, no influyen en el valor de uso en el cual existe el valor mer-cancía.” (669)

La razón de la diferencia de los gastos entre el Apartado 1 y el Apartado II, es que en este último hay “inversiones de capital” y se aplica “trabajo adicional a los valores de uso”.

Esta diferencia es, por lo menos, discutible. ¿No ocurre exactamente lo mismo, si bien con peculiaridades prácticas comprensibles, tanto en la compra y venta como en la contabilidad? Esta pregunta y la respuesta que supone son infinitamente más claras que en los tiempos de Marx. Además, todos los gastos, cualesquiera fueran, encarecen las mercancías. Sólo el aumento de productividad, la ampliación de los mercados y el ma-yor volumen de la producción pueden abaratar las mercancías.

En el Apartado III, Marx afirma: “El capital productivo invertido en esta industria [la del transporte] añade, por consiguiente, valor a los productos transportados, en par-te por la transmisión de valor de los medios de transporte, en parte por la adición de valor procedente del trabajo de transporte”. (678)

Tanto en las inversiones como en el trabajo (Apartado I) la compra-venta y la con-tabilidad demandan gastos que encarecen los productos. Entonces, ¿por qué no habrían de crear valor, en el sentido marxista?

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Capítulo XVEFECTOS DEL TIEMPO DE ROTACIÓN SOBRE LA CANTIDAD DEL ANTICIPO DEL CAPITAL

146. “El capitalista sabe, sin embargo, que de esta parte (=400 libras) capital reflui-do, necesita sólo la mitad, =200 libras, para el período de trabajo en curso. Depen-derá, por tanto, de las condiciones mercado el que transforme en seguida, total o parcialmente, estas 200 libras en reservas productivas excedentes, o que las retenga total o parcialmente en espera de condiciones de mercado más favor como capital-dinero.” (777)

En otras argumentaciones implícitamente —y aquí explícitamente Marx reconoce la gravitación decisiva del mercado, que no ve, en cambio, en la determinación del valor de las mercancías. No alcanza a entender tampoco la intensidad y calidad del trabajo del empresario (para él un ocioso que vive del “robo” del obrero) no obstante que, en su análisis de los fenómenos económicos, describe —como aquí— situaciones complica-das y ambiguas a las que se enfrenta.

Una acotación ahora que es solamente útil para comprender que Marx tenía mucho más errores de lo que están dispuestos a creer a los que leen sus textos con el ánimo de los creyentes. Un incondicional como Engels anota al final del capítulo XV (sobre rota-ción del capital): “La preparación de este capítulo para la imprenta ha presentado difi-cultades no pequeñas. Marx era muy seguro en álgebra pero no le sucedía lo mismo al contar con números, sobre todo en cálculos mercantiles... (...) Pero el conocimiento de las distintas clases de contabilidad y la práctica en el cálculo diario del comerciante, son cosas distintas, y Marx se confundía al calcular las rotaciones, de modo que, junto a la materia sin terminar había además muchas inexactitudes y contradicciones.” (779)

También Paul Sweezy descubre un error que invalida un largo ejemplo de Marx, pe-ro que reconstruye con el agregado de una suposición suya.81

Capítulo XVILA ROTACIÓN DEL CAPITAL VARIABLE

81 En Sweezy, Op. cit., pág. 145. Dice: “... el método de transformación [de los valores en precios] es lógi-camente insatisfactorio.” (pág. 146).

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147. “Imaginemos ahora la sociedad no capitalista, sino comunista. Tendremos que el capital-dinero desaparece desde luego totalmente y, por tanto, también los disfra-ces de las transacciones que con él se originan. La cosa se reduce simplemente a que la sociedad tiene que calcular de antemano cuánto trabajo, cuántos medios de producción, y cuántos víveres podría dedicar sin ningún perjuicio a aquellas masas de negocio, que, como la construcción de ferrocarriles, por ejemplo, en un año o más no suministran ni medios de producción, ni víveres, ni cualquier otro efecto útil, pero sí que retiran trabajo, medios de producción y víveres de producción total anual.” (804)

Este es uno de los tantos trozos en que Marx bosqueja elementos fundamentales de su utopía. Como todas las otras utopías, se sostiene únicamente desde la buena voluntad del lector y las buenas intenciones del que la formula. Fuera de estos elementos inevita-bles, no tiene el menor adarme de realidad, ni de conocimiento de la ciencia económica, ni es congruente con su creencia de que el trabajo no debe ser obligatorio, tal como lo dice en sus apuntes de antropología filosófica.82

Si se hace un plan, todos tienen que trabajar con una obligación institucionalizada —no meramente moral— es decir, refrendada por la violencia física, y no sólo desde el obvio hecho de que si alguien no trabaja no tendrá seguramente qué comer, como ha ocurrido en toda sociedad del pasado y ocurrirá en toda sociedad concebible (salvo en la de los sueños del adolescente que no quiere trabajar).

Después de las experiencias socialistas del siglo XX, realizadas desde las condicio-nes iniciales más variadas —sociales y culturales— y de su estrepitoso y unánime fraca-so, sabemos que los megacálculos de los burócratas socialistas, aun cuando tengan co-mo punto de partida los precios de los grandes mercados capitalistas, en algunos de sus artículos básicos resultaron en terribles anomalías y enormes despilfarros. Poco antes de caer Gorbachov, por ejemplo, la harina, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéti-cas (que no era unión, ni república, ni soviética) valía más que el pan al que estaba in-corporada.

En el socialismo no hay mercados y por eso no hay precios genuinos. Entonces, sin precios, no se puede hacer ni siquiera un cálculo medianamente acertado. Ya en los ini-cios de la década 1920 Ludwing von Mises había adelantado, como señalé, que el fraca-so del socialismo era seguro sencillamente porque no habría precios genuinos o de mer-cado para realizar los cálculos, ni estimar su acierto, que es lo que hacen, respectiva-mente, los empresarios y el mercado en el capitalismo.

En su libro La acción humana. Tratado de economía83, von Mises ratificó esta pre-dicción. A diferencia de los que dice Marx, Mises muestra que en la sociedad comunista no podrá haber cálculo alguno. Por eso los planificadores socialistas debían usar al prin-cipio los precios del mercado zarista anteriores a 1914, y posteriormente, cuando se tor-

82 Véase de Karl Marx Manuscritos económico-filosóficos, en Marx y su concepto del hombre, de Erich Fromm, ECE. México. 1962 [1961] pág. 103 y siguientes. Fromm difunde aquí una concepción mítica de la vida de Marx, y una interpretación, congruente con ella, totalmente equivocada acerca del significado de la teoría de Marx y de su práctica en las experiencias del socialismo real. Carece de espíritu crítico, no para ver lo sutil, sino para ver lo obvio. Todo un creyente. Este texto juvenil de Marx contiene una con-cepción del hombre totalmente errada, si bien por completo atractiva, sobre todo para los corazones que desean el bien y aborrecen el mal. Veamos algún axioma: “El comunismo es la abolición positiva de la propiedad privada, de la autoenajenación humana y, por lo tanto, la apropiación real de la naturaleza hu-mana a través del hombre y para el hombre” (pág. 135 de la edición de Fromm). Lo que aquí se observa, no es la realidad de la persona, y la sociedad, que surgió solamente de ella, sino el fetichismo de los con-ceptos que, en la cabeza del filósofo, se independizan de su creador, y de la propia realidad83 Ludwig von Mises. La acción humana. Tratado de economía, ya citado, pág. 1013 y siguientes.

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naron totalmente obsoletos, los precios de los mercados capitalistas, para realizar sus cálculos, en el mejor de los casos siempre muy precarios.

Si no hay mercado de trabajo, el trabajo tiene que ser rigurosamente obligatorio; si no hay mercado de bienes y servicios, ellos tienen que ser asignados autoritariamente, como en un sistema de racionamiento permanente, lo que implica estancamiento y luego destrucción del capital: es el camino que conduce a la Edad Media, aunque se puedan recoger algunas migas miserables del mercado capitalista (tal como ocurre hoy con la Cuba de Castro).

Sin los procesos de información espontáneos y automáticos del mercado, sin su lec-tura e interpretación, no existirán elementos de los que partir para saber qué producir, cuánto producir, y cómo producir. Las elecciones y rechazos del mercado nos orientan acerca del grado de validez económica de las propuestas que hagamos, inclusive para saber si algo tiene valor de uso o no, o si hay o no trabajo “socialmente necesario”, as-pectos todos decisivos.

En un sistema comunista —que sólo puede funcionar en la imaginación— “la cosa” no se reduce “simplemente” sino a lo imposible. Marx no pensó ni un momento en que no tendría algo tan elemental como los precios para hacer los cálculos. Posiblemente ha-ya pensado que los podrían inventar los planificadores.

En los intersticios de su argumentación, Marx implantó, junto a los latiguillos de su indignación moral (tan eficaz para sorprender a los bienintencionados y resentidos pro-fesores de nuestras universidades) estas ingenuidades —como las de la cita—, más in-sostenibles que las de Rousseau, aunque más cautivantes.

148. “Tan pronto, por ejemplo, la construcción de ferrocarriles momentáneamente se explota sobre una escala mayor que la media, es absorbida una parte del ejército de obreros de reserva, cuya presión Marx tiene los salarios bajos. Los salarios suben en general, incluso en aquellas partes del mercado de trabajo que tengan buena ocupación. Esta situación se mantendrá hasta que la catástrofe inevitable vuelva a liberar el ejército obrero de reserva y ejerce presión sobre los salarios hasta bajar-los al nivel mínimo o inferior.” (805)

Lo decisivo de esta cita es que, según Marx, el salario lo fija el mercado. Tendría que agregar: “como cualquier otra mercancía”. Con lo cual su teoría del valor se vendría abajo, puesto que el valor estaría determinado por las opciones del mercado (acción electiva), cualquiera fuera la cantidad de trabajo socialmente necesario contenido en la mercancía.

Pero no sólo esto: Marx dice antes que el salario —o costo del trabajo del obrero— está determinado por el costo de los alimentos necesarios para su supervivencia. Sin em-bargo, en esta cita no sería así: la magnitud del “ejército” (qué casualidad, la expresión típica de Lenin y Trotsky cuando se propusieron militarizar a los obreros) de reserva “presiona” hacia el alza o la baja de los salarios, y no sobre el costo de los alimentos. Si el trabajo es una mercancía cualquiera —como reconoce Marx— cuyo precio depende de la oferta y la demanda del mercado, ¿por qué las otras mercancías no estarían someti-das a los mismos factores?

La sola utilización del concepto “ejército de reserva” significa que Marx, siempre que le conviene, pero contradiciéndose abiertamente, reconoce a regañadientes —y su-brepticiamente el valor dinámico y causal del mercado en la determinación de hechos económicos fundamentales.

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La otra observación que habría que hacer a esta cita es la demagógica referencia a las “catástrofes”, unidas para Marx a los fenómenos del capitalismo. Es que está en la mente de Marx la idea de que no debe haber crisis. Como contrapartida, allí donde las hay, debe ser modificado el sistema económico. Los sistemas sociales, cualesquiera sean y de cualquier época, son sistemas abiertos, inmersos en un proceso evolutivo in-calculable e imposible de predecir, y por eso sometidos a transformaciones constantes, que derivan en crecimiento (una mayor complejidad) o en degradación (mayor simplici-dad), absoluta o relativa.

Las crisis son momentos de desajustes estructurales o graves asincronías, y desafíos evolutivos por los que pasan, pasaron y pasarán todos los sistemas abiertos, entre estos, las sociedades. La idea de Marx, y que él intenta hacer creer a sus ingenuos lectores, es que en el socialismo o el comunismo, en cambio, “calcularemos todo de antemano” —como si fuéramos omniscientes— y entonces no habrá “catástrofes”.

Las experiencias socialistas del siglo XX mostraron, a lo largo de muchas décadas, situaciones catastróficas, de carácter prácticamente constante. Basta pensar en el “gran salto adelante” lanzado por Mao en 1960 contra otras corrientes de su partido, y que sig-nificaron 20 millones (sic) de muertos, además de destrucciones inauditas.

En ninguna de esas experiencias alucinantes existía el capitalismo. Los marxistas es-taban en el gobierno, ejerciendo sus “sencillos cálculos de antemano”. ¿Por qué no evi-taron las continuas catástrofes y purgas en las que vivían?

Capítulo XVIILA CIRCULACIÓN DE LA PLUSVALÍA

149. “En ninguno de estos casos se realiza acopio de dinero, sino que lo que aparece de una parte como acopio de capital-dinero, aparece en la otra como gasto cons-tante y real de dinero. No afecta en nada a la cuestión que el dinero que se gasta sea del que lo gasta o de sus deudores. Sobre la base del orden de producción capi-talista, la formación de tesoro como tal no es nunca un fin, sino el resultado bien de un entorpecimiento de la circulación —al tomar la forma de tesoro cantidades de dinero mayores que las corrientes—, bien por los acopios condicionados por la ro-tación; o, finalmente: el tesoro es sólo formación de capital-dinero por el momento en forma latente, destinado a funcionar como capital productivo.

“Si, por tanto, de un lado se retira de la circulación una parte de la plusvalía realizada en dinero, y se acopia como tesoro, simultánea y constantemente se transforma otra parte de la plusvalía en capital productivo.” (830)

A diferencia de otros subsistemas económicos que presionaban hacia el atesora-miento —y luego a enormes gastos suntuarios— el capitalismo (y antes la mera econo-mía dineraria) no atesora remanente alguno, y por eso, crea constantemente nueva rique-za social. Aunque la acumulación de beneficios (o plusvalía, en términos de Marx) sea de sociedades comerciales, industriales o financieras, u otras, todas las inversiones deri-vadas de la acumulación se socializan o se tornan sociales al volcarse al mercado en busca de su aplicación incesante a nuevos emprendimientos.

En cualquier sociedad capitalista sucederá este proceso, y también en cualquiera so-cialista, dado que los funcionarios asumirán allí las tareas empresariales.

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La riqueza que asombraba a Marx cuando comparaba los logros de las sociedades anteriores con los alcanzados por los escasos años del capitalismo, se debe a este cons-tante proceso de creación, que está implantado en la médula de su funcionamiento. La acumulación no se dilapida, sino que se transforma en nuevo capital productivo. Como dice Marx: “El proceso de producción directo del capital consiste en su proceso de tra-bajo y de incremento, proceso cuyo resultado es el producto-mercancía y cuyo motivo determinante es la producción de plusvalía [en la economía ‘beneficio’].” (831)

Capítulo XVIIIINTRODUCCIÓN

150. “La substancia natural productivamente explotada —que no constituye un ele-mento de valor del capital— como la tierra, el mar, los yacimientos de mineral, los bosques, etc., se explotará a mayor tensión de la misma cantidad de fuerza de tra-bajo, con mayor vigor intensivo o extensivo, sin aumentar el anticipo de capital-di-nero. Los elementos reales del capital productivo aumentarán de ese modo sin nece-sidad de una adicción de capital-dinero.” (834)

Aquí Marx da ejemplo de cosas de inmenso valor —y de inmenso valor de cambio, por lo que son mercancías— que no han sido creadas ni dependen del trabajo humano o de la cantidad de trabajo socialmente necesario para su producción. Es la percepción de sujetos humanos o personas las que han descubierto un valor de uso —antes desconoci-do— de esas cosas y posteriormente de inmediato o a mediano plazo, un valor de cam-bio.

Esas cosas no tienen valor separadas de la sociedad humana: solo lo adquieren en el ámbito de la percepción y la creación humanas, en el marco de las relaciones sociales, intercambios, o transacciones, que actualizan los protagonistas de la acción social.

En síntesis, Marx invalida su punto de partida, aquel que sostiene que el valor de cambio depende de la cantidad de trabajo “cristalizado” en la mercancía. Lo vuelve a confirmar pocas líneas después: “…las fuerzas naturales que nada cuestan podrán in-corporarse como agentes al proceso de producción, con mayor o menor eficacia. El grado de esta eficacia dependerá de los métodos y de los progresos científicos que nada cuestan al capitalista.” (835)

Aquí estamos ante el hecho, reconocido por Marx, de que hay cosas que tienen va-lor, y valor tanto de uso como de cambio, que tienen una invalorable significación social y específicamente para la vida económica, que no han surgido del trabajo —la única fuente, según Marx, de los valores económicos. Un fenómeno total y absolutamente inexplicable desde la teoría de Marx y que él menciona rápidamente, sin satisfacer nin-guna explicación.

Las sustancias y fuerzas naturales “nada cuestan”, arriesga Marx. No es cierto: lo que pasa es que él elude el hecho de que tienen valor de cambio —son mercancías— y, sin embargo, no tienen incorporado trabajo, que para su teoría es la clave de sus argu-mentos. Marx escapa, creo que conscientemente, a este problema esencial: es que toda su vida intelectual sería invalidada.

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Al decir que “el grado de su eficacia dependerá de los métodos y de los progresos científicos”, Marx coloca en una posición primordial al trabajo complejo (o de alta cali-dad) en el proceso productivo. No obstante, jamás, en ningún caso, incluye el trabajo complejo ni su significación en la trama de su teoría. Invariablemente habla del trabajo obrero. ¿Y el trabajo del empresario, que se vende a sí mismo su fuerza de trabajo? ¿Y el del ingeniero, del capataz, del empleado, del camionero, del barrendero?

Según él, el trabajo complejo —que a veces puede durar segundos, porque es trabajo creativo, sin el menor gasto de energía muscular, pero que entraña, a veces, tensión o estrés psicológico— está compuesto por el acoplamiento o sumatoria de trabajo simple. Mediante este supuesto atomístico y absurdo —que no le merece la menor indagación—Marx argumenta del trabajo simple, por ejemplo, del albañil, como si tuviera algún va-lor para explicar el trabajo complejo del ingeniero o el arquitecto.

La invención de métodos productivos y la aplicación de progresos científicos es un problema crucial de la dirección empresaria y nada de eso es sencillo ni, en general, se obtiene gratis. Como observa atinadamente el traductor en nota al pie de la página 835: “En los tiempos actuales [1940] estos métodos y progresos sí cuestan a los capitalistas puesto que estos mantienen gran cantidad de establecimientos que sirven precisamente a esos fines.”

Estos errores ilevantables y decisivos de Marx reposan enteramente en que jamás se formuló la problemática del trabajo, y menos del trabajo complejo, ni, por consiguiente, el sentido de la dirección empresaria. Menos todavía, las relacionadas con la calidad del trabajo del empresario y su responsabilidad.

Capítulo XXLA REPRODUCCIÓN SIMPLE

151. “Si el negocio se ha iniciado recién durante el curso del año, transcurrirá bas-tante tiempo, en el mejor de los casos algunos meses, antes de que el capitalista pueda gastar de los ingresos del negocio el dinero para su consumo personal. Pero no suspenderá por ello su consumo ni por un solo momento [Marx cree que el em-presario vive del aire; una ingenuidad imperdonable]. Se anticipará a sí mismo (bien sea de su propio bolsillo, bien a crédito del bolsillo ajeno) (...) dinero sobre la plus-valía a obtener, pero este anticipo también servirá de medio circulante para la rea-lización de plusvalía que habrá de realizar después. Si, por el contrario, el negocio lleva ya largo tiempo funcionando regularmente, se repartirán los pagos y los in-gresos en plazos distintos durante el año. Pero lo que no se interrumpe es el consu-mo del capitalismo84 que se anticipa, y cuyo volumen se calcula según una determi-nada proporción con respecto a los ingresos corrientes o presupuestos. Con cada porción de mercancías vendidas se realiza también una parte de la plusvalía que haya de obtenerse anualmente. Pero si durante todo el año se vendiera de las mer-cancías producidas sólo la cantidad necesaria para reponer los valores de capital constantes y variables en ellas contenidos, o si los precios bajaran al punto en que

84 Debe de querer decir “capital”.

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a la venta de todo el producto-mercancía anual sólo podría realizarse el capital an-ticipado y en ellas contenido, se manifestará muy claramente el carácter anticipato-rio del dinero gastado en espera de plusvalía futura. Si nuestro capitalista quebra-ra, sus acreedores y los tribunales investigarán si sus gastos privados anticipados están en proporción exacta con el volumen de su negocio o con el ingreso de plus-valía a lo usual o normal.” (884-885)

En la primera parte de esta cita se hacen patentes —si bien no para Marx, que trata siempre burlona y desaprensivamente la figura del empresario— los tensos trabajos y los inciertos equilibrios que debe hacer la dirección de cualquier emprendimiento.

Si, por otra parte, las mercancías se vendieran sólo para recuperar los anticipos del capital constante y capital variable, Marx no explicita lo fundamental: que la situación del empresario —como tal y como persona, y aun como representante de una familia, así como de la empresa— sería angustiosa, a pesar del trabajo y el dinero invertidos. Además, menciona la posible quiebra y sus consecuencias judiciales sin considerar dete-nidamente qué ocurre con la plusvalía, que es en cambio esencial, ni con la relación pre-cios-valores. En particular; por qué hay diferencias entre estos últimos y cuáles serían sus influencias recíprocas, y con ellos los salarios y la misma plusvalía.

152. “... como comprador de mercancías, al gastar su salario, y por el consumo de la mercancía comprada, el obrero mantiene y reproduce su fuerza de trabajo como la única mercancía que tiene para vender, como el dinero anticipado por los capitalis-tas en la compra de esta fuerza de trabajo vuelve a ellos, así también al mercado de trabajo la fuerza de trabajo como mercancía cambiable contra dinero…” (904)

Esta cita recuerda la idea de que el trabajador se halla insertado en un círculo vicio-so: vende su fuerza de trabajo, y después de hacerlo, tiene que volver a venderla. El em-presario no hace algo diferente, si bien, por supuesto, lo realiza desde ciertos recursos acumulados. Pero tiene que seguir laborando duramente para no perderlo todo, hecho que muchas veces ocurre. Él también está en un círculo vicioso del trabajo permanente. Cuando vende la mercancía que produce, también vende su trabajo incorporado a ellas.

Tener que trabajar constantemente sucedió en todas las sociedades del pasado y, ni qué decir, en todas las sociedades socialistas, donde las exigencias fueron en este punto rigurosísimas. “El que no trabaja no come” fue desde el principio la regla de hierro de todas ellas. Es razonable: en una sociedad donde se vanagloria la ficción de que es “de los trabajadores”, no trabajar, o trabajar mal, debe ser castigado como un crimen. Así ocurrió. Penalidades que en el capitalismo serian consideradas salvajes y excepcionales, allí eran aplicadas como normales.

En su momento, los jefes del socialismo convirtieron en realidad la militarización de la “clase obrera” y crearon los primeros campos de concentración para los trabajadores, según demostré, con la firma de Lenin y Trotsky. De modo que, como dice Marx, en peores condiciones que en el capitalismo, “el obrero mantiene y reproduce su fuerza de trabajo como la única mercancía que tiene para vender”.

¿De dónde sacó Marx la suposición de que el trabajador, en el socialismo, no estaría obligado a trabajar? Es evidente, por lo que sabemos de la dura experiencia de vivir, que muy poca gente trabajaría en roles sociales básicos, a menos que hubiera grandes coacciones culturales y sociales. Y esas coacciones son universales, cualesquiera sean los sistemas sociales que las apliquen, si bien los métodos y el fundamento social, así

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como su significado moral, pueden variar enormemente: desde la esclavitud y los cam-pos de concentración, hasta el mercado de trabajo libre.

En este tema, Marx asumió tres hipótesis equivocadas:

I. Que el mercado de trabajo libre era una ilusión; no era más que esclavitud disfra-zada;

II. Que la desaparición del mercado de trabajo libre era una condición para la liber-tad del trabajador;

III. Que la planificación y los planificadores tenían que ver con la producción, pero no con la disciplina férrea del trabajo y el trabajador.

La experiencia del socialismo real respondió a los tres puntos: donde desaparece el mercado de trabajo libre, el aparato institucional cumple la función intimidatoria de ha-cer el trabajo obligatorio, según el sentido que demanden los planificadores; por otra parte, no es posible disociar la planificación de un férreo control, imposible en la demo-cracia, de la fuerza de trabajo.

153. A partir de la página 913 Marx da un largo ejemplo para el tema “Reposición del capital fijo in natura”.

Hacia el final del ejemplo, en la página 915, Engels anota al pie de página: “Las cifras no están de acuerdo con lo anteriormente su puesto [en el ejemplo]. Sin embargo, no importa, pues sólo se trata de las relaciones. F.E.”

154. “Si, por consiguiente, no sólo retira el capitalista la plusvalía en forma de mer-cancía del mercado de mercancías, destinándolas a su fondo de consumo, sino tam-bién y a la vez le refluye el dinero con que ha comprado sus mercancías, resulta evi-dente que ha retirado las mercancías a la circulación sin equivalente alguno. No le han costado nada, aunque las haya pagado con dinero. Si yo compro mercancías con una libra esterlina y el vendedor de las mercancías me devuelve la libra por el superproducto, que a mí no me ha costado nada, es evidente que habré recibido gratis la mercancía. La constante repetición de esta operación no altera en nada el que yo retire constantemente mercancías y siga constantemente en poder de la li-bra, aunque yo transitoriamente me desprenda de la misma para retirar las mercan-cías. El capitalista vuelve a recibir constantemente el dinero como expresión de la plusvalía, que nada le ha costado.” (926)

Sin duda, si el capitalista, con la plusvalía que robó al obrero, compra mercancías, podemos admitir que las recibe gratis. Pero una vez que las pagó con su dinero, este no vuelve a sus manos, porque pertenece al capitalista que le ha vendido las mercancías. De modo que el primer capitalista gastó efectivamente el dinero que le robó al obrero, pero no lo recupera: pertenece al otro ladrón, el que vende sus mercancías.

Todo este embrollo imperdonable para decir, y mal, lo que ya ha repetido innúmeras veces: que el empresario se “embolsa” (una expresión típica y demagógica de Marx y Engels) el trabajo no pagado del obrero y así recupera con creces lo que haya gastado en consumo personal. Es decir, el empresario vive del obrero, así como el vivo vive del zonzo.

Lo que oculta el hecho evidente de que el empresario realiza un trabajo complejo, para el cual corresponde una retribución aun para el caso de los funcionarios socialistas,

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que es apenas una parte de la ganancia (o plusvalía, en términos de Marx) que incluye otros gastos in dispensables, como: gastos por desgaste, por reposición, por mejora-miento tecnológico, por nuevos métodos y diseños, y, en general, inversiones, entre otros dispendios.

Marx se niega a reconocer que el empresario debe tener su retribución o renta perso-nal, y que de allí extrae el dinero que gasta para su consumo personal. Así pasaba en to-dos los países socialistas, donde no existía la propiedad privada ni el capitalismo, pero sí funcionarios que los reemplazaban.

Fuera de este consumo o renta personal, todo lo demás de las ganancias corresponde a una función social que es parte de su contribución al mejoramiento de los consumos de la gente, una contribución por completo aparte de los salarios que con su actividad genera y que ha pagado. Marx no acepta que el empresario es el agente básico del pro-ceso productivo, y que crea valores que antes de su acción no existían.

Naturalmente, esta función esencial no la hace en solitario: necesita de un orden so-cial y cultural y de una serie de colaboradores sin los cuales el proceso de crear y produ-cir no ocurriría: ingenieros, empleados, capataces, obreros, técnicos, inventores, entre otros. Sólo así la división del trabajo hará posible acumular capital social, concentrarlo, para proyectarlo en emprendimientos deslumbrantes y a veces gigantescos, que en oca-siones fracasan.

En un sistema socialista (tanto teóricamente como en las experiencias históricas rea-les) todo fue y será exactamente igual, sólo que —según el romanticismo indeclinable de Marx— vagos y míticos “productores asociados”, que armónica y racionalmente (la planificación) resolverán los problemas. Pero esto es vidrio molido, sazonado con opio, para satisfacer a los creyentes.

Capítulo XXIACUMULACIÓN Y REPRODUCCIÓN AMPLIADA

155. “El que la acumulación se realice a expensas del consumo es —en términos ge-nerales— una ilusión que contradice la esencia de la producción capitalista, puesto que supone que el fin y el motivo impulsor de esta es el consumo, en vez de acapara-miento de plusvalía y su capitalización, es decir acumulación.” (947-948)

Es cierto que la producción está impulsada, en su motivación psicológica, por obte-ner una ganancia (o plusvalía, según Marx) y que la función sociológica del empresario es acumular capital, o capitalizar el beneficio, pero esas metas únicamente se pueden al -canzar —siempre con grandes dudas— si se satisfacen las apetencias o demandas del mercado, es decir, si se cubren consumos, de cualquier clase que sean, porque ellos son la matriz de la ganancia.

En todos los sistemas sociales de intercambio, aun en el caso de grandes restriccio-nes, los consumos orientan la producción, sea en la industria doméstica, el feudo, el ar-tesanado independiente, y la gran industria o servicios de la economía moderna. Tal vez lo que hay que apuntar como paradoja (si tenemos en cuenta lo que dice Marx) es que

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precisamente los cráneos de la planificación socialista dirigieron su absorbente interés a la frenética acumulación y la capitalización —antes que al consumo— con el propósito de fortalecer el poder militar y represivo del Partido Comunista en el poder. Esta no es una afirmación hipotética que se refiere a una experiencia socialista específica, sino un enunciado empírico que es válido para todas las unidades de análisis socialistas, sin ex-cepción.

Si Marx se refiere al consumo del capitalista, y no al consumo en general —al de la gente o la demanda— también es cierto que el empresario persigue consumir mejor con su ganancia. Por otra parte, la ascesis burguesa no es un mito: las inversiones y las rein-versiones —el fundamento de la acumulación— resultan del ahorro, del cuidado en el gasto personal, y de la responsabilidad tenaz (que a veces parece o es tacañería) en la aplicación del dinero.

Acerca delLIBRO TERCERO

(o tomo III, corregido y publicadopor Engels en 1894, quien murió en 1895)

Capítulo IPRECIO DE COSTE Y BENEFICIO

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156. “La plusvalía procede, por consiguiente, tanto de la parte del capital anticipado que pasa al precio de coste de la mercancía, como de aquella parte del mismo que no pasa al precio de coste; en una palabra, procede parejamente de los elementos fijos y circulantes del capital aplicado. El capital total sirve materialmente de crea-dor de productos, comprendidos los medios de trabajo, así como las materias de producción y trabajo.” (989)

Pero, ¿no había dicho que la plusvalía procede del monto de capital aplicado al capi-tal variable, o, en otras palabras, del capital destinado a contratar mano de obra? Es de-cir, procedía de la explotación. Ahora nos dice que procede también de otras partes del capital que no están aplicadas a la explotación. Además, resalta un rasgo que a lo largo de los dos tomos anteriores de su obra había pasado sin mencionar: el carácter creador del capital. Es evidente que ese carácter creador no viene del capital mismo sino de aquellos que manejan el capital: los capitalistas y los empresarios. Este trabajo creador es fruto de un trabajo complejo, que debe ser remunerado con una ganancia.

157. “Sea lo que fuere —dice Marx después— queda el facit de que la plusvalía pro-cede simultáneamente de todas las partes del capital aplicado.” (989)

158. “La suma de valor de los productos cambiados evidentemente no se altera por el intercambio de los productos cuya suma de valor representa.” (991)

Este es el error básico de Marx: el valor no se altera por nada puesto que depende de la cantidad de trabajo que se ha cristalizado en la mercancía. En sus palabras: es la cantidad de trabajo socialmente necesario. Pero las nuevas técnicas, las insufribles mo-das, entre otros avatares impredecibles de la vida, modifican las preferencias, en matices o totalmente, y se modifica así la percepción del valor de uso de las mercancías. Ahora: mientras esto sucede para sorpresa de los productores y de los mismos consumidores, la cantidad de trabajo “materializado” en la mercancía, no ha cambiado. Su precio se ha modificado, a veces drásticamente, pero no su valor, según la teoría de Marx. Para solu-cionar este grave problema, él recurre entonces a que el “trabajo socialmente necesario” se ha alterado, con lo que el valor (determinado por la cantidad de trabajo) se ha miste-riosamente volatilizado. De pronto, el valor del momento T1 ha desaparecido en el mo-mento T Pero el trabajo no cambió, lo que cambió fue la percepción de la gente acerca de los objetos o servicios que desea adquirir. Reconocer este hecho sería volver del re-vés a la teoría de Marx y aceptar su invalidez.

Capítulo IILA CUOTA DE BENEFICIO

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159. “... es precisamente la posesión de estos medios de producción por los no traba-jadores [como si el empresario no fuera un trabajador] lo que convierte a los obre-ros en asalariados y a los no obreros en capitalistas.” (993)

Después de las experiencias socialistas —realizadas por marxistas— sabemos que donde nadie es propietario de los medios de producción, ni puede haber capitalistas ni empresarios, aunque sí obreros y asalariados. Precisamente, porque no hay allí mercado de trabajo, ni economía de mercado, las nociones de acumulación, concentración, ga-nancia (o plusvalía), entre otros conceptos que Marx considera exclusivos del capitalis-mo, sorprende que aparecieran como elementos normales y básicos de la sociedad so-cialista. En una mirada de conjunto de los sistemas socialistas puede advertirse inoculta-blemente que hay un ente abstracto, el Estado, que es el único propietario de todo lo existente, inclusive las personas, obligadas a obedecer a la menor insinuación de los que dominan ese ente. Ese grupo dominante, y un inmenso ejército de no obreros (la buro-cracia o Nomenklatura), convirtió a todos, no solo a los obreros, en asalariados, a un costo institucional y ético inmedible, debido a las consecuencias políticas y culturales de su operación práctica.

160. “El valor contenido en la mercancía es igual al tiempo de trabajo que cuesta su elaboración.” (993)

Este es el concepto básico de valor para Marx. Lo curioso es que en este tercer tomo no incluya la idea de trabajo “socialmente necesario”.

161. “La plusvalía, proceda de donde proceda, es, por lo tanto, un excedente sobre el capital total anticipado.” (993)

En otras palabras, es la ganancia. Y la cuota de beneficio (CB) es igual a la plusvalía (P1) sobre el capital total (C):

La cuota de plusvalía (CP1) es igual a la cantidad de plusvalía (Pl) sobre el capital variable (V):

Según Marx, “[a]1 capitalista considerado individualmente”, “no sólo no le intere-sa la relación concreta de este excedente [la plusvalía] con los elementos especiales del capital, y su conexión con ellos, sino que su interés es engañarse a sí mismo respecto a esta relación concreta y sobre esta conexión interna”. (994)

No se ve por qué el capitalista, empresario u obrero habría de interesarse por esas relaciones, a menos que fuera un estudioso de los problemas económicos y sociales. El capitalista, como todo bicho, vive espontánea, y diría, animalmente, su entorno y las condiciones que él plantea: no analiza teóricamente ni su comportamiento ni su profun-do significado cultural y social, a menos que sea en términos de sus vivencias y conoci-

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mientos cotidianos, así como no nos convertimos en médicos de nuestro cuerpo ni cuan-do estamos enfermos. Así, se advierte que no tiene ningún interés en engañarse: en ri-gor, no puede hacerlo porque no se formula el problema de las relaciones entre el capital y la plusvalía. Ninguno de nosotros —a menos que nos dediquemos a estudiarlo— se interesa por el proceso histórico que está viviendo, ni procura indagar su sentido, aun-que siempre existe una legítima y profunda preocupación metafísica en todas las perso-nas, si bien en grado muy variable.

162. “... para los capitalistas particulares, la plusvalía realizada por ellos mismos depende tanto del engaño recíproco como de la explotación directa del trabajo.” (994)

Se puede aceptar —y esto es muy comprensible que haya ignorancia hacia el conte-nido teorizado por Marx, de los procesos sociales y económicos englobados en el con-cepto de “capitalismo”. ¿Cuántos de nuestros profesores universitarios, y centrándonos exclusivamente en los marxistas, conocen en su fuente a Marx? No nos engañemos: los capitalistas ni se engañan recíprocamente ni practican el autoengaño. Simplemente, no les interesa el marxismo: no les sirve. El engaño recíproco y el autoengaño es más fácil encontrarlo en los marxistas.

163. Como ya he señalado, en ninguna parte Marx explica por qué una mercancía se vende “por encima o debajo de su valor” (994). Tampoco lo hace en este tercer to-mo.

De acuerdo con Marx, el beneficio no puede proceder de lo que quieren aquellos que participan en el intercambio de mercancías. Entonces, ¿por qué en el intercambio los sujetos son tan estúpidos o avisados como para pagar más o menos el valor de la mercancía? Si el intercambio no tiene importancia —lo que equivale a decir que los pro-tagonistas de la acción social no se manejan autónomamente en las relaciones sociales— entonces habría que explicar por qué existe el regateo y las discusiones o propuestas y contrapropuestas entre el vendedor y el comprador. Pero para Marx, estas son tentati-vas de estafas: “…para los capitalistas particulares, la plusvalía realizada por ellos mismos depende tanto del engaño recíproco como de la explotación directa del trabajo” (994) Así, las ventas por encima o por debajo del valor dependen de estos fenómenos espurios, propios de la circulación.

Capítulo VECONOMÍA EN LA APLICACIÓN DEL CA-PITAL CONSTANTE

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164. “... la evolución de la fuerza productiva del trabajo en una rama de la produc-ción (...) que en parte puede a su vez depender de los progresos en el terreno de la producción espiritual, especialmente de la ciencia natural y de su aplicación, apa-rece aquí como condición de la disminución del valor…” (1024)

Resulta en extremo inesperada y extraña a la vez esta invocación de Marx a la espi-ritualidad y a las ideas como causa de modificaciones estructurales decisivas en los pro-cesos sociales, lo que es más que evidente, pero, al mismo tiempo, contradictoria con su filosofía de la historia.

Las ideas transforman toda producción (¿por qué habría de ser solamente en una ra-ma?), y con ello las condiciones de trabajo, los grupos sociales significativos que emer-gen de ellas, también, sin duda, alteran el curso de la historia, llevándolo por rutas abso-lutamente imprevistas.

Pero las ideas o “el espíritu” hacen algo más inconcebible: disminuyen el valor, dice Marx, por lo que nos enteramos que aquello “materializado” o “cristalizado” en la mer-cancía (la cantidad de trabajo contenida en ellas), ni era material y tampoco cristal: era una masa curiosa que se achicaba o agrandaba con el mero influjo de las ideas o el es-píritu. Estas —nos enteramos— tienen la propiedad de disminuir el valor del capital constante y elevar simultáneamente la cuota (véase supra) de beneficio del capitalista.

Lo relevante a observar es también el hecho de que “la producción espiritual”, que es trabajo complejo (compuesto, según Marx, por trabajo simple) en lugar de aumentar el valor (dado que está constituido por trabajo) lo disminuye. Aparentemente, hay aquí mayor cantidad de trabajo, puesto que ese trabajo complejo es un trabajo potenciado, que contiene mucho trabajo simple. Si es así surge la pregunta inevitable: ¿no era que a mayor cantidad de trabajo mayor valor? Marx da aquí el ejemplo de que una mayor cantidad de trabajo “materializado” disminuye el valor.

165. “Aquel desarrollo de la fuerza productiva siempre se retrotrae en último término al carácter social del trabajo puesto en actividad; a la división del trabajo dentro de la sociedad; al progreso del trabajo espiritual, especialmente de las ciencias na-turales.” (1024)

Otra vez aparece aquí, para nuestro renovado asombro, el papel decisivo de lo espi-ritual, de las ideas, del trabajo complejo, o, más todavía, del trabajo de alta complejidad. Y curiosamente, de la división del trabajo, aquella que según la profecía de Marx des-aparecerá, junto con todos los intercambios85, en la sociedad comunista, no se sabe có-mo, porque una sociedad sin división del trabajo86 es inimaginable, y más todavía una sin intercambios.

166. “... el orden de producción capitalista llega a contar la dilapidación de la vida y de la salud del obrero, el rebajamiento de sus condiciones de existencia, entre las economías en el empleo de capital constante, y, con ello, entre los medios para el aumento de la cuota de beneficio.” (1027)

“La producción capitalista, con toda su tacañería, despilfarra material huma-no…” (1028)

85 Marx, Programa de Gotha, ya citado.86 Marx-Engels, Ideología alemana, Ed. Pueblos Unidos, Montevideo, 1968, Pág. 34.

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Esto es muy cierto, pero para todos los sistemas sociales, incluidos especialmente —por la grandiosidad y magnitud de sus despilfarros humanos— en todas aquellas ex-periencias donde se ensayó el socialismo marxista, en particular en la Unión Soviética, China continental, Albania, y Corea del Norte. De todos los sistemas sociales conoci-dos, los grados de despilfarro han sido menores en el capitalismo. Por supuesto, Marx no contaba con las experiencias que hoy podemos comparar. Pero podía haberse dado cuenta, comparando lustros o décadas de la Inglaterra que vivía, digamos entre 1840 y 1883, el año de su muerte. En Engels está implícita esta comparación con un resultado terminante: el desarrollo capitalista mejoró notablemente las condiciones de vida de los obreros. Es lo que constató, ya hacia 1850, Gertrude Himmelfarb87 en una instructiva in-vestigación.

Capítulo VIINFLUENCIA DE LA ALTERACIÓN DEL PRECIO

167. [Se observan] “Los mayores gastos de los establecimientos fundados en nuevas invenciones, comparados con los demás establecimientos levantados sobre sus rui-nas ex suis ossibus (sobre sus huesos). Esto llega al punto de que el primer empre-sario quiebre la mayoría de las veces, mientras que los demás prosperan con los mismos edificios y las mismas máquinas, adquiridas más baratas. Es, por con si-guiente, la clase menos valiosa y más miserable de los capitalistas del dinero la que saca provecho de todo nuevo desarrollo del trabajo general del espíritu humano y de su aplicación social por medio del trabajo combinado.” (1042)

Aquí, donde toca el tema, constantemente eludido —aunque salta a la vista en su de-cisiva significación— y siempre incomprendido, de la crucial creatividad empresaria, Marx ve algo que si lo reconociera teóricamente, lo obligarla a modificar completamen-te su cosmovisión económica.

“Los establecimientos fundados en nuevas inversiones” son el resultado de una nue-va creación mediante los variados elementos que conforman una nueva empresa. El pro-pósito es producir también un nuevo bien, o uno ya conocido o más barato, que enrique-cerá la vida humana.

Tanto o más que otros trabajadores el empresario fundador de una empresa crea va-lor o valores —en el sentido particular de Marx—, es decir, arma una organización pro-ductiva que antes de él no existía, y sin la cual no existirían los obreros, la que además es el resultado de sus ideas, su pasión y su imaginación.

Anticipa recursos (saber, trabajo complejo y trabajo general, dinero —en parte o to-do prestado por el capitalista) que, como reconoce Marx, la mayoría de las veces pierde. ¿Quién se acuerda entonces de su “cuota beneficio” y de su famosa “cuota de plusva-lía”? ¿Dónde fue a parar su “trabajo no pagado”?

87 Gertrude Himmelfarb, La idea de la pobreza. Inglaterra a principios de la era industrial, ya citado.

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El inmenso significado sociológico y específicamente económico, traducido en bien-estar global para la gente común y particularmente los trabajadores, de ensayos o expe-rimentos encarados por los empresarios, pasan completamente inadvertidos para Marx: es que esos “estafadores” “tacaños” y “miserables” —apenas una muestra del típico len-guaje irrespetuoso de nuestro Karl— son condenados por la indignación moral, muy pa-recida a la envidia, el resentimiento y sobre todo la incomprensión, simplemente por buscar la maldita ganancia, algo que todos los seres vivos procuran con empeño, a veces desorbitado.

Este lenguaje apocalíptico y escabroso es esencial para conmover la emocionalidad de los lectores y escapar a la actitud crítica racional. Los sentimientos conmovidos apo-yan, y son más fundamentales, que las argumentaciones a los efectos de conseguir el asentimiento de los pequeños burgueses —y grandes burgueses— que leen entusiasma-dos a Marx y, aparte, tienen gran corazón.

Es “miserables” que retoman una creación fracasada cumplen una función social irreemplazable —sin ningún designio, guiados únicamente por el deseo de vivir y sobre-vivir— de no perder el capital arriesgado en la experiencia fallida de otros, y recuperar tanto el conocimiento que ella ha deparado como la ganancia potencial que encierra. Ellos, con pocos medios y más inteligencia, recuperan recursos e ideas a punto de nau-fragar y, con el aporte de nuevas innovaciones, estabilizarán y reconquistarán las inver-siones ensayadas en el pasado, para darles nueva y perdurable vida. Es decir, las incor-porarán al acervo de la sociedad. Sin esos “miserables” y “tacaños”, la vida social ha-bría perdido para siempre valiosas ideas, recursos y experiencias. Esto, desde luego, ocurre no porque los empresarios sean Sócrates, sino porque les conviene (había que de-cirlo), cosa que no perjudica a nadie y en cambio beneficia a todos. Pero ninguna de es-tas ideas cabe en la cosmovisión social y antropológica de Marx.

168. En un informe oficial de 1862 se dice que en el Reino Unido había en 1861 2887 fábricas de algodón, de las cuales 2109 eran establecimientos pequeños que ocupa-ban escaso número de obreros y estaban en Lancashire y Cheshire.

Dice el informe, que Marx cita: “Una gran parte de estos pequeños fabricantes —más de un tercio del número total— eran no hace mucho obreros; son gente que no manda sobre el capital” ( 1063)

Marx no extrae de estos datos, que él mismo consigna, las consecuencias contrarias a las tesis que ha venido sosteniendo. Por ellos sabemos que una porción más que rele-vante de obreros se ha convertido en pequeños empresarios. El desarrollo capitalista ha avanzado, pero no ha avasallado las oportunidades para hacer emprendimientos nuevos y seguramente audaces (para su tamaño). Al contrario, les ha abierto nuevas posibilida-des, llenas de luchas y sacrificios —como siempre ocurre en la vida— para crear y re-crearse a sí mismos. No serán nunca “hombres plenos” ni “completos” —esas entele-quias inadmisibles de Marx—, pero se arrojarán a la aventura de vivir desde nuevas po-sibilidades y metas, para bien de sí mismos y —no necesitan saberlo— de los otros. Se han movilizado psicológica, social y culturalmente, aunque —es previsible— algunos fracasarán en el intento. Como ya lo hice notar en Sutra, Marx no repara en que la eco-nomía dineraria y el capitalismo son fenómenos típicos de los sectores bajos y margina-les de la estratificación social, así como —hoy más que nunca— lo son en el arte, la ciencia, el deporte, y la técnica.

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Capítulo IXFORMACION DE LA CUOTA GENERAL DE BENEFI-CIO Y TRANSFORMACIÓN DEL VALOR-MERCAN-CÍA EN PRECIOS DE PRODUCCIÓN

169. Una muestra de los excesos verbales de Marx: “… como el capitalista sólo le in-teresa prácticamente la cuota de beneficio obscurece y mistifica por completo el verdadero origen de la plusvalía.” (1091)

El empresario y el capitalista no hacen absolutamente nada de lo que les atribuye Marx: ni oscurecen ni mistifican sencillamente porque no saben que existe la plusvalía. Desconocen, como casi todos los marxistas, las leyes de la economía, tal como fueron expuestas por Marx, Por eso, no se halla en sus propósitos ni oscurecerlas o ni mistifi-carlas

170. “Con la transformación de los valores en precios de producción desaparece de la vista el fundamento de la determinación del valor mismo.” (1092)

Como no es un teórico, al capitalista o empresario no le interesan la “determinación del valor” ni el “valor mismo”. Le interesan los precios surgidos de los mercados blan-cos, grises o negros, porque son ellos los que le permiten calcular y prever los que serán sus costos y gastos, así como sus ganancias posibles. De ahí puede saber cuáles son los anticipos, las apuestas a realizar para producir algo.

Así como el capitalista desconoce las leyes de la economía teórica, inclusive las pro-puestas por Marx, nosotros desconocemos las leyes de la naturaleza y de nuestro propio cuerpo, lo que no nos impide actuar productivamente sobre el medio, no obstante nues-tra ignorancia infinita.

Capítulo XNIVELACIÓN DE LA CUOTA GENERAL DE BENEFICIO POR LA COMPETENCIA

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171. “Se tiene aquí la demostración matemática exacta, de cómo los capitalistas, a pesar de tratarse como hermanastros dentro de la competencia, forman entre si no obstante, una verdadera masonería frente a la totalidad de la clase obrera.” (1115)

La expresión “demostración matemáticamente exacta” es una metáfora. No hay nin-guna demostración, ni es necesaria: es un hecho comúnmente admitido que los capitalis-tas, en algunos problemas muy generales, están evidentemente de acuerdo en compartir algunas ideas y también ciertos comportamientos, a pesar de las enormes diferencias que personalmente —o empresarialmente— los separan. Esto significa que, en ese sen-tido general, tienen fuertes intereses corporativos, más fuertes, sin embargo, cuando ri-valizan entre sectores, puesto que tienen grupos de pertenencia más reducidos, pero mu-cho más vigorosos. En todos los países hay pruebas de estas diferencias y desajustes, al punto de comprometer e inclusive invalidar aquel sentido general que a veces pueden compartir.

A los capitalistas no les interesa el capitalismo, sino sus ganancias actuales y reales. Les importan sus empresas y su perduración como fuentes de vida para ellos y sus fami-lias, y también como lugar de creación y recreación, aunque soporten —y así sucede siempre— grandes tensiones. No les interesa el destino del capitalismo, a menos que ha-yan elaborado una visión filosófica e histórica de su actividad y de la peripecia humana, lo que es raro pero a veces ocurre, especialmente en los empresarios de alto nivel. Mu-chos capitalistas importantes88 han simpatizado con el socialismo y el comunismo y los han apoyado y sostenido durante años y años con la plusvalía arrancada a los pobres obreros. Esto ocurrió en todo el mundo. El gran empresario ruso Putílov era amigo per-sonal de Lenin, a quien le pasaba importantes ayudas económicas. Singer, el dueño de la empresa de máquinas de coser mundialmente famosa, era presidente del Partido Social-demócrata alemán. Las campañas anuales de recaudación de fondos del Partido Comu-nista argentino tenían como contribuyentes fundamentales a los grandes empresarios, especialmente en el rubro textil. Los ejemplos podrían seguir, interminables. Grupos trotskistas semiclandestinos vivieron durante más de medio siglo de estos tipos de apor-tes. Estas son apenas algunas líneas para las investigaciones que sin duda se harán en el futuro, quiero creer que dentro de pocos años, para maravilla de historiadores y sociólo-gos.

88 José Ber Gelbard, empresario millonario y ministro de Perón en 1973-1974, era afiliado secreto al Parti-do Comunista argentino “Gelbard integraba lo que un núcleo excelso conocía como ‘El Directorio’, orga-nismo de composición variable pero nunca mayor a las siete personas, y con funcionamiento ultrasecreto, Además de Gelbard participaban del Directorio, Ernesto Paenza, que era su íntimo amigo y colaborador tanto en la Confederación General Económica (CGE) como en el Ministerio de Economía durante el ter -cer gobierno de Juan Domingo Perón.” (Isidoro Gilbert, El oro de Moscú. La historia secreta de los rela-ciones argentino soviéticas. Planeta. Buenos Aires, 1994. pág. 235), Gilbert, durante casi 30 años corres-ponsal de la agencia soviética Tass, conoció profundamente el interior del comunismo argentino. Su libro contiene muchos datos sobre la participación de empresarios en el comunismo argentino.

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Lo mismo que los obreros, los capitalistas no pueden alcanzar la “conciencia de cla-se” en sentido marxista, La sociedad capitalista es demasiado compleja, plural, y con-flictiva —entre sectores, regiones, empresas, grupos políticos e instituciones, entre otros elementos clave de su vida cultural— para pensar que puede darse una homogeneidad ideativa macrosocial y macrohistórica como la que propone la noción de “conciencia de clase”.

Los mismos obreros sólo pueden acceder a una “conciencia corporativa” y a una “conciencia estatista”, ambas coexistentes y fundadas en una vertebración inocultable-mente nacionalista y en ocasiones sólidamente regionalista. Encontrar un obrero comu-nista o socialista es, no digo casi, sino más que un milagro. En cambio, entre universita-rios que jamás han visto siquiera a un obrero, o entre intelectuales, cantautores, perio-distas de los medios más concentrados (capitalísticamente hablando) es absolutamente común.

Como pensaba Kautsky, y Lenin tomó de él, la “conciencia de clase” es introducida en los obreros por los “burgueses” intelectuales, rozagantes y bien alimentados, bajo la forma de consignas emocionales. Pero es una ilusión: ni esta conciencia puede ser ab-sorbida. A lo sumo, lo que hacen los obreros es convertirse en medios manipulados, o carne de cañón, de un poder que será de otros. Seguirán —si lo hacen— a los jefes, no porque hayan asumido la “conciencia de clase” sino porque siguen consignas atractivas, por ejemplo, “Pan, paz y trabajo”89: después se dieron cuenta, muy tarde, que no recibi-rían ni pan, ni paz, ni trabajo; pero quienes los engañaron estaban en el poder.

En síntesis, si Marx quiere decir en la cita que los capitalistas tienen “conciencia de clase” y que, para oponerse a ellos, los obreros crearán la propia, al menos en los prole-gómenos del apocalipsis de “la” revolución, está sin duda equivocado.

Trabajé durante 11 años en una fábrica y traté asiduamente a los obreros durante el apogeo y la caída del peronismo después de 1955; además, durante más de 10 años estu-dié el sindicalismo argentino: jamás más conocí a un obrero con “conciencia de clase”, ni siquiera entre sus dirigentes. El comportamiento de los trabajadores en la historia ar-gentina y en la escena mundial, no demuestra ni da indicios de que eso pueda ocurrir. El líder histórico y prócer de los trabajadores argentinos, recuerdo, fue un Teniente Gene-ral de la Nación de indubitables simpatías nacionalistas, fascistas y falangistas, que creía y acaso deseaba el triunfo del nacional-socialismo. Este es un dato, no una interpreta-ción. Si tuviera que referirme a la “conciencia de clase” de los empresarios, a quienes conocí de cerca durante mi paso por el periodismo, tendría que decir exactamente lo mismo. Las reflexiones de Luckács pertenecen al campo de la teología90.

Capítulo XIIILA LEY COMO TAL91

89 Importante consigna de Lenin en la revolución bolchevique.90 Georg Lukács, Historia y conciencia de clase, Ed. Grijalbo. México, 1969 [1923]. Anoto, como dato al margen, pero de significativo contenido psicosocial, que Lukács era hijo de un destacado millonario hún-garo. Hijos e hijas de personajes acaudalados han sido terroristas de grupos clandestinos en el país y en el extranjero. Sería un milagro encontrar entre ellos a un obrero.91 Se refiere al titulo de la Sección Tercera: “Ley de la baja tendenciosa de la cuota de beneficio”.

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172. Prescindimos aquí de que con el progreso de la producción capitalista y con el correspondiente desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo social y con la multiplicación de las ramas de la producción y, por lo tanto, de los productos, la misma cantidad de valor representa una masa creciente de valores de uso y goce.” (1131)

Si el capitalismo traerá miseria creciente, catástrofes cada vez más penosas para to-da la población trabajadora, y una vida ética más destructiva pan las personas, indivi-dual y colectivamente, es flagrantemente contradictorio pensar que habrá progreso de la producción capitalista, que se multiplicarán las ramas de la producción y, para peor, los productos (¿quiénes los comprarán?), y que la misma cantidad de valor representará una masa creciente de usos y goces. La perspectiva para la gente en general, incluidos los obreros, sería que habrá menos usos y menos goces, no más. Pero, evidentemente, el sueño de la razón crea monstruosidades, Si la población tiene más productos de todas clases, con usos y goces mayores y mejores trabajando, además, lo mismo, ¿para qué harán la revolución?

En otras palabras, Marx prescinde aquí de lo esencial en el funcionamiento y las consecuencias del capitalismo. Si se prescinde de este pequeño detalle, es muy claro que Marx tiene razón.

Capítulo XIVCAUSAS CONTRARRESTANTES

173. Para Marx existe una ley general (así en el original) según la cual la cuota de be-neficio del capitalista (ver supra) disminuye constantemente con el desarrollo de las fuerzas productivas, si bien la masa de ganancias (o beneficios) globales puede in-clusive crecer debido al aumento de la cantidad de mercancías, cuyo precio es cada vez más bajo (contiene menos trabajo obrero —o menos capital variable—, que es lo que produce la plusvalía o el beneficio, de acuerdo con la teoría de Marx).

Pero en la página 1142 de este capítulo afirma que esta ley, formulada hasta ahora sin ninguna cortapisa, es contrarrestada, de modo que esta presunta ley es formulada só-lo como una tendencia: “... hemos designado también la baja general de beneficio como un caso tendencial.” (1142)

¿Cuáles son estas causas contrarrestantes, tan fuertes al punto de convertir lo que fue presentado pomposamente como una ley en una modestísima tendencia?

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Principalmente, la prolongación de la jornada de trabajo y la intensificación de este: “... la prolongación de la jornada de trabajo, este invento de la industria moderna…” (1142)

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El empleo del trabajo “... de mujeres y niños en gran escala.” (1143) También “... cuando se liberta de ligaduras de toda clase” (1143), o sea, “cuando se liberta de tra-bas puestas al comercio” (l 143). Los inventos antes de que se hayan generalizado, de modo que crean plusvalía relativa.

Dice Marx: “El aumento de la cuota de plusvalía… es un factor por el cual se deter-mina la masa de la plusvalía, y por consiguiente, también la cuota de beneficio. Este factor no suprime la ley general, pero hace que impresione más como tendencia, es de-cir, como una ley cuya realización absoluta aparece contenida, refrenada, debilitada por circunstancias [?] contrarias.” (1144)

Otra causa contrarrestante es la rebaja del salario por debajo de su valor, es decir, por debajo del valor de la fuerza de trabajo. Marx dice que el análisis de este tema “... pertenece a una exposición de la competencia, no tratada en esta obra”. (1144-1145) Y agrega: “Sin embargo, es una de las causas más importantes para retener la tendencia al descenso de la cuota de beneficio.” (1145)

Una causa importante es la desvalorización del capital existente. Y Marx da aquí un corolario desconcertante, ofrecido en otros momentos de su argumentación: “Aquí vuel-ve a manifestarse que las mismas causas que provocan la tendencia [no usa la palabra ley] a la baja del beneficio, sirven también para moderar la realización de esa tenden-cia.” (1145)

El aspecto más sorprendente de esta cita es que idénticas causas pueden producir efectos contradictorios. Son los milagros de la dialéctica, nos aseguran los epistemólo-gos marxistas de nuestra universidad.

Otras posibles causas serían el comercio exterior y el aumento del capital de accio-nes.

Como se ve, de la ley que llevaría al derrumbe del capitalismo automáticamente, por el corte suicida de las fuentes básicas de su dinámica interna, queda poquísimo, acaso nada. Con lo cual no se ve bien por qué razones intrínsecas caerá el capitalismo según su teoría.

Por otra parte, Marx nos asegura: “La creación de plusvalía no encuentra más límite (...) que la población obrera…” (1151) Si es así, entonces siempre habrá ganancias o beneficios (plusvalía), salvo que digamos que por alguna razón los obreros desaparece-rán. Esto querría decir también que ni la tendencia se cumplirá, puesto que siempre ha-brá asalariados de los que extraer beneficios.

Finalmente, hay que recordar que la tendencia es una construcción realizada sobre la base de datos del pasado: no dice nada acerca del futuro, salvo como mera posibilidad. En cambio, la ley supone predicciones, anticipaciones fuertes acerca de lo que habrá de ocurrir. Al aceptar que la presunta ley es apenas una tendencia, Marx reconoce que las relaciones establecidas entre sus variables son meras presunciones.

Capítulo XVDESARROLLO DE LAS CONTRADICCIONES INTERNAS DE LA LEY

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174. “La masa total de mercancías, el producto total, así como la parte que compen-sa al capital constante y variable, y también la que representa la plusvalía, tendrá que venderse. Si no se vende, o se vende de ella sólo una parte, o se vende a precios por bajo de los de producción, pero su explotación no se realiza como tal para los capitalistas, no podrá ir unida sino a una realización parcial o nula de la plusvalía extraída, e incluso podrá acarrear la pérdida de todo el capital.” (1152)

Estas pérdidas, debidas a ensayos creativos y fracasados, realizados en todas las es-calas, de las más bajas a las más altas, y que comprometen a capitales de todo tipo —grandes y pequeños— es constante y natural en toda sociedad, pero particularmente en el subsistema económico capitalista. Esas pérdidas —completamente habituales— enca-radas como riesgos difíciles por individuos audaces e imaginativos, son el costo inevita-ble de innovaciones pioneras en grado variable que, retomadas por otros empresarios, conducirán a mediano o largo plazo a enriquecer la magnitud y la calidad de la vida hu-mana, entre grandes descalabros y tragedias personales. Marx es sordo y ciego a estos hechos. Sin embargo, dice al pasar algo clave: la suerte de las mercancías, y tanto de los empresarios, como de los capitalistas y los trabajadores depende por completo de cómo responda el mercado a la oferta de los productores. No importa cuánto hayan trabajado los obreros y los empresarios: si la mercadería no se vende o se vende poco, adiós a la organización productiva encarada. Lo que importa son los niveles de venta y los pre-cios, no los valores en el sentido marxista.

175. “... el trabajo de los capitalistas está en general en proporción inversa con la cantidad de capital, es decir, con el grado que es capitalista.” (1153)

Aquí hay al menos un reconocimiento, aunque extremadamente obvio: el empresa-rio-capitalista trabaja. La cuestión es determinar la naturaleza en calidad, intensidad y cantidad, temas para Marx en absoluto inexistentes y que debería considerar cuidadosa-mente, dado que el valor, desde su teoría, está determinado por la cantidad de trabajo. Y si el empresario-capitalista trabaja, ¿cuál es la razón para no considerar su contribución al valor de las mercancías que concibió y cuya organización productiva creó con riesgos muy grandes?

Es muy claro que, en cualquier caso, es un trabajo —empleando la terminología in-satisfactoria de Marx— complejo y, en muchos casos, de alta complejidad. Si el valor se mide por el tiempo de trabajo necesario, ¿cuál es el tiempo necesario de las actividades de Euclides, Aristóteles, Newton, Cervantes, Ravel, Ford y Edison, entre decenas de mi-les? Ese tiempo es inmedible, sea por tiempo de trabajo o sea por valor (en el sentido marxista). Por la medida del valor de mercado, la actividad de cual de ellos podría ser cero, aunque sin duda se modificaría con el tiempo, como en tantos casos (Kafka, Van Gogh, Modigliani, Schubert, entre muchísimos otros).

La contribución del trabajo complejo (por ejemplo, el del empresario) a la creación de empleos nuevos y viejos, o de productos viejos y nuevos, y a la acumulación de capi-tal y a su potenciación productiva —para el mejoramiento sustancial de la vida de la gente común— es y será siempre incalculable. Ese trabajo no puede ser reducido —co-mo pretende ingenuamente Marx— a trabajo simple, o atomizado, o sea, trabajo obrero.

Esta perspectiva de Marx constituye un verdadero despropósito. Pero para que su teoría fuera aceptable —al menos a una vista poco afinada— tenía necesariamente que huir de los enigmas sociológicos y económicos que le planteaba el trabajo complejo. Por eso, en ninguna parte considera su naturaleza y significación, ni siquiera entre los obre-

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ros, puesto que ellos hicieron a veces innovaciones decisivas, y se convirtieron en em-presarios, un fenómeno bastante común que Marx rara vez menciona.

Para él el trabajo obrero es siempre simple y homogéneo, y el trabajo del empresa-rio, inútil, redundante o innecesario: puede ser reemplazado por “los productores asocia-dos”, una vaga filigrana retórica de Marx, que jamás existió en ningún país socialista.

Todas estas falencias implican que tenía una concepción equivocada del trabajo, y una antropología filosófica incompleta y sesgada por prejuicios emocionales y senti-mentales.

Aparte de estas consideraciones, la cita dice algo insostenible: que cuando el empre-sario tiene más capital, trabajará menos, y que cuando tiene menos, trabajará más. Nada de esto se puede saber a menos que nos enfrentemos con casos concretos. Pero aun en este caso será imposible decidir: los trabajos complejos son incomparables, en cualquier dimensión que se considere. No podemos saber jamás si Edison trabajó más que Ford, o menos, conociendo meramente la cantidad del capital, inclusive si la diferencia entre es-tos fuera grande. La afirmación de Marx es simplemente absurda.

176. “La disminución relativa del capital variable con respecto al constante que co-rre paralela con el desarrollo de las fuerzas productivas sirve de acicate [estímulo] al aumento de población obrera creando continuamente una constante superpobla-ción artificial.”(1156)

Si hay una disminución relativa del capital variable —aquel dedicado a la contrata-ción de obreros —no sabemos bien qué ocurrirá con la población obrera, a menos que conozcamos otras variables decisivas, entre ellas las demográficas y la dinámica de las inversiones. Si aquellas permanecen constantes, y las inversiones siguen aumentando re-gularmente (las fuerzas productivas siguen viento en popa, según Marx), una disminu-ción relativa de capital variable no supone superpoblación obrera (o desocupación): los obreros contratados por el capital variable pueden aumentar en términos absolutos —lo único que importa para el caso— porque el capital variable puede haber aumentado, aunque menos que el capital constante (de ahí su disminución relativa). Y si el capital variable permanece constante, los obreros contratados serán los mismos, de modo que tampoco producirá superpoblación obrera. Sólo si el capital variable disminuye en tér-minos absolutos —no relativos, como dice Marx— entonces puede darse un exceso de población obrera (desocupación). No sabemos si mucho o un poco: depende de la mag-nitud absoluta de la disminución del capital variable, y de la demografía.

Históricamente, sin embargo, la superpoblación obrera se mantuvo más o menos constante —salvo en la crisis del 29— a pesar del gran crecimiento demográfico que hubo en Inglaterra en el siglo XIX, y a pesar, sobre todo, del fantástico crecimiento del capital constante que estimuló el desarrollo tecnológico (luz eléctrica, motores de todo tipo, ferrocarriles, automóviles comunicaciones, entre miles).

Pero también bajo el socialismo aparece una “constante superpoblación artificial”, a pesar de los “entendimientos asociados” y la “fiscalización colectiva”: “... la desapari-ción de las pequeñas industrias artesanales en las ciudades y los pueblos ha contribuido a acrecentar la desocupación temporal de los campesinos. Alrededor del 40% de los kol-josianos permanecen casi totalmente improductivos durante los largos meses de in-vierno. En Moldavia y Armenia esta proporción sería hasta de un 60 a 70%.”92

92 Jean Marczewski. Op. cit., pág. 29.

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177. “... aquí la conexión de la producción total se impone como ley ciega a los agen-tes de la producción y no como luz inteligible de sus entendimientos asociados, y, por lo tanto, por ellos dominada, que ha sometido el proceso de producción a su fis-calización colectiva.” (1162)

La “ley ciega de los agentes de la producción” es simplemente el reconocimiento de que los seres humanos son libres y eligen lo que les parece mejor (que a veces es lo peor) y de que, por eso, los intercambios espontáneos conducen a acontecimientos y procesos inesperados, e inclusive imprevisibles, cualesquiera fueran nuestras intencio-nes, Y lo que es peor, cualquiera sea nuestro conocimiento, siempre muy limitado.

La incertidumbre de las relaciones sociales (o transacciones) no es algo que sea po-sible eliminar, considerando el conjunto de las interacciones personales. Es cierto que este hecho domina a los protagonistas de las acciones humanas individuales, y que esa ley —o lo que ocurre como consecuencia de su operación— no es el resultado conscien-te (“ley inteligible”) de un acuerdo (“entendimientos asociados”) entre individuos que participan en la producción, de modo que ese resultado sea el previsto por ellos (“fisca-lización colectiva”).

Esto siempre sucede, cualquiera sea el sistema social, inclusive en los sistemas patri-monialistas del pasado (Egipto antiguo, sociedad Inca) y totalitarios del siglo XX (espe-cialmente la Unión Soviética y Alemania nacional-socialista): es una ley sociológica fundamental. Por eso la vida social y también la vida humana —y toda vida— están siempre configuradas por sistemas irradicablemente abiertos, aun en los casos del totali-tarismo, donde la “fiscalización colectiva” (el Estado) fue extraordinariamente alta, y, por ello, la planificación (una forma suprema de control social).

Por eso este intento de hacer desaparecer la “ley ciega” significó, inevitablemente, suprimir por completo la posibilidad de elegir (la familia y la religión fueron las únicas resistencias indomables) y, en términos reales, la supresión de la persona. Si los agentes de la acción social son libres (esto tiene grados porque la conducta de los seres vivos es-tá inevitablemente condicionada por la intervención de múltiples variables), si, por eso, orientan su comportamiento en el medio según la perspectiva de una elaboración perso-nal propia —siempre precaria— de modo que (al igual que los planificadores) están li -brados al ensayo-y-error, la manera de crear y explorar la realidad no puede ser someti-da al autoritarismo de una “fiscalización colectiva”, que será necesariamente una dicta-dura.

En las organizaciones —cualesquiera sean— el autoritarismo es siempre fuerte, si bien hay grados de diferencia entre ellas. Pero uno puede escapar de su dominio; puede, en alguna medida, si nos movemos en un mundo plural, elegir algo distinto e intentar, en cada caso, la independencia, la conformidad o el disenso. En la diversidad y el plura-lismo de una sociedad abierta, institucionalmente existen espacios posibles para la indi-viduación y su desarrollo, y para el individualismo. Pero si el conjunto de la sociedad se asume como una organización entonces esos espacios se reducirán al mínimo estableci-do por el poder “inteligible” y presuntamente inteligente de los “productores asociados” (el mito de Marx). Naturalmente, muchos de esos espacios no se reducirán: simplemente desaparecerán. Y aun desaparecerán los “entendimientos asociados” particulares, grupa-les o sectoriales, arrollados por la “fiscalización colectiva” (es decir, los que están oron-damente en el poder, satisfechos con los “servicios” que prestan a los demás).

178. “No se producen bastantes víveres en relación con la población existente. Inver-samente: se produce demasiado poco para satisfacer de un modo decente y humano

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a la masa de la población.No se producen demasiados medios de producción para ocupar a la población obrera apta para el trabajo. Inversamente: se produce primero una parte dema-siado grande de la población realmente no apta para el trabajo, que por esta circunstancia necesitará de la explotación del trabajo de los demás, o de un tra-bajo que solamente podría considerarse como tal en las más míseras condicio-nes de producción. Segundo, no se producen bastantes instrumentos de produc-ción, necesarios para que toda la población obrera apta pueda trabajar en las circunstancias más productivas, acortando por consiguiente su tiempo de traba-jo absoluto por la masa y efectividad del capital constante empleado durante el tiempo de trabajo.” (1163)

Las primeras afirmaciones de Marx son evidentemente ciertas, al punto de haberse convertido en rigurosamente convencionales: las repiten —sin haber leído a Marx— desde la cúspide de los medios de comunicación más capitalistas que imaginar se pueda, hasta los cantautores con decenas de discos de oro y platino. Pero olvidan aclarar que eso ha ocurrido siempre en la historia humana, en cualquier sociedad conocida, en grado superlativamente mayor, y que el capitalismo, por primera vez en la historia, ha dismi-nuido esos desfasajes, que son, en cambio, gigantescos allí donde no existe, o existe en manera limitada o precaria. Recién ahora la humanidad, en una porción minoritaria del planeta, está creando las fuerzas productivas —incluidas las institucionales— como pa-ra que la población mundial asome la nariz fuera de las ancestrales cavernas, al mundo de una productividad infinitamente mayor que la tradicional.

Esto era mucho más cierto cuando Marx escribía. Frente a lo real pero injustamente perentorio del mensaje marxista hay que recordar, con inclemencia comprensible, el trá-gico resultado de las experiencias socialistas del siglo, particularmente las de la Unión Soviética, Cuba, China, Corea del Norte, entre otras idénticas, donde la situación se mantuvo, agravada, en los cánones descriptos por Marx, a pesar de la profusión de los “entendimientos asociados”. Allí tampoco se produjeron “demasiados medios de pro-ducción”, si bien es cierto que el grado de intensidad y explotación del trabajo, además del trabajo esclavo, fue enorme, tal como tuve ocasión de consignar con cifras.

179. “... el beneficio y la proporción de este al capital empleado, es decir, un deter-minado tipo de la cuota de beneficio, decide sobre la extensión o limitación de la producción, en lugar de decidir las relaciones de producción con respecto a las ne-cesidades sociales, a las necesidades de hombres con un cierto grado de desarrollo social... (...) No se para en donde lo exige la satisfacción de las necesidades, sino allí donde la producción y la realización del beneficio imponen tal estagnación.” (1163)

Aquí está el meollo del socialismo y de su argumento más fuerte: el beneficio del capitalista-empresario, o la estimación probable de la ganancia, fija la producción y no las necesidades de los consumidores) lo que sólo ocurriría si la producción estuviera su-jeta a la “fiscalización colectiva”.

Pero, ¿cómo sabemos las necesidades de la gente? Por experiencia sabemos que esas necesidades son infinitas, además de variables de individuo en individuo. Las costum-bres —con grandes diferencias entre los diversos grupos— y ciertos valores culturales, además de las exigencias vitales mínimas, fijan con aproximación variable y dudosa esas necesidades. Con estos criterios, un tribunal de planificadores podría consensuar

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los criterios y el balance final de ciertas necesidades. Pero, ¿será adecuado ese balance, no sólo respecto de las apetencias de la gente, sino a las posibilidades colectivas de sa-tisfacerlas? ¿Contaremos con los recursos mínimos para compatibilizar nuestra lista de necesidades, rigurosamente priorizadas, con los recursos que tenemos?¿Cómo hacer para que los planificadores (el tribunal supremo) no deje al margen nece-sidades colectivas esenciales o personales que son para muchos individuos más impor-tantes que ninguna otra? No hay mente humana que puede contestar estas preguntas ca-pitales que son, sin embargo, apenas un adarme de las que podrían recogerse.

Sólo la existencia del mercado (o mercados) puede conciliar nuestra infinita igno-rancia con la posibilidad de encarar tentativamente esos problemas. Él nos provee de la información —siempre imperfecta— acerca de lo que desean o quieren las personas. Pero quienes pueden auscultar las palpitaciones de lo que quiere la gente, y, lo más im-portante, lo que pueden querer, son los empresarios. Ellos determinan la compatibilidad entre las necesidades manifestadas por los demandantes y los recursos para satisfacerlas, según los niveles alcanzados hasta ese momento por las fuerzas productivas y su organi-zación. Sí ellos no venden sus productos, los bienes dejarán de producirse por más nece-sarios que parezcan, con pérdida inevitable de su capital (que es tan social como el de los planificadores, o más) y de su trabajo, por denodado y calificado que haya sido.

Con esa pérdida, el conjunto de la sociedad perdió recursos, que fueron destinados a un bien que la sociedad no pidió (aunque en una perspectiva más amplia fuera o pare-ciera indispensable). Esto quiere decir que no se producirán, en lo posible, bienes que no se puedan vender, porque no se podrá acumular capital ni acaso meramente recupe-rarlo. Aunque sea muy bueno para algunos o muchos individuos, producirlos no será bueno para el conjunto de la colectividad: daría origen a la dilapidación de recursos que sólo podrá mantenerse por un tiempo.

Sólo la extensión de los mercados, y su perfeccionamiento permitirá mejorar la in-formación dentro de ellos, y hará posible —jamás perfectamente— compatibilizar las necesidades infinitas y diversificadas de las personas con los medios de capital, siempre escasos, requeridos para la producción.El supuesto —imposible de probar— es que lo que ocurra en el mercado inclusive lo in-deseable de lo deseado, será el resultado de la acción electiva, es decir, de opciones li-bres de las personas, las que, si se equivocan, pueden aprender (aunque esto no es segu-ro). En cambio, lo previsto e indeseable de las elecciones de los planificadores es el re-sultado de que los individuos abdicaron de su acción electiva y decidieron que un grupo infinitesimal de presuntos “sabios” decidieran por ellos. Aun en el caso de que lo inde-seado provocado por sus elecciones fuera mayor que lo indeseado provocado por los planificadores —lo que debe tenerse por improbable— es mejor elegir aquello indesea-do que surge de la libertad, en otras palabras, de lo que es la consecuencia de nuestra propia conducta, no de la prestada de otros.

Si decidimos nosotros, entonces somos responsables; lo que nos pase será responsa-bilidad nuestra y nos permitirá desaprender y aprender, y ser por eso mejores —no por-que seamos perfectos, sino porque sabemos más y crecemos espiritualmente más, aun-que nuestra ignorancia siga siendo infinita. Es lo que ocurre con el ejercicio de la demo-cracia (o el mercado del voto): si los que gobiernan se equivocan, nosotros somos res-ponsables, pues somos nosotros quienes les hemos delegado transitoriamente el poder. La ventaja es que podemos aprender, y absorber y dar información (la tarea del merca-do), elegir gobernantes posiblemente mejores (nunca perfectos y ni siquiera “buenos’) que tendrán más y mejor información para orientar más adecuadamente a las institucio-nes, sin alterar la espontaneidad de la acción electiva.

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En cambio, si gobierna un dictador —y sus planificadores—, por más bueno que sea, seremos irresponsables y, lo peor, no contará con la información del mercado del voto para ejercer mejor el poder93. La única manera genuina —pero no infalible— para tener mejores gobiernos (mejores decisiones), es que la cantidad y la calidad de la infor-mación sean mayores, si bien no es en ningún caso una panacea. Este también es el úni-co método para mejorar la ética institucional de la sociedad, aunque esa mejora jamás será óptima ni definitiva. Cualquier sistema ético, como el sistema normativo, el valora-tivo e inclusive la cultura, son sistemas abiertos y sujetos por eso a las vicisitudes incier-tas de la evolución.

Algo central en el pensamiento de Marx me parece claro: quiere hacer desaparecer la incertidumbre, típica y esencial en los sistemas abiertos. Que lo inesperado y sorpren-dente del conjunto de las acciones humanas se evapore. Para eso propone la racionali-dad de la planificación de los etéreos e invulnerables “productores asociados”. Como si el hecho de ser “productores” y “asociados” y, supongamos, “sabios” —tal como los imaginaba Platón— les suministrará la información indispensable que sólo el mercado puede proporcionar Además suponiendo que el Señor les diera esa información, no po-drían evitar la sorpresa de lo inesperado e imprevisto. Son sistemas abiertos, lo quera-mos o no, de modo que están embebidos inexorablemente en la historicidad. Lo que pa-sa es que aun suponiendo la intercesión del Señor, la sorpresa será el resultado, no de las elecciones libres y azarosas de la gente, sino de los cálculos autoritarios y fallidos de los “sabios”, lo que sería éticamente lamentable.

Engels captó muy bien este carácter, plagado de incertidumbre e indominable, de las consecuencias inesperadas de la acción humana: “En la mayoría de los casos, los múltiples fines perseguidos se entrecruzan y contrarrestan unos a otros, o bien los fines propuestos son de suyo irrealizables o los medios para alcanzarlos resultan ser insufi-cientes. Por donde las colisiones entre las numerosas voluntades y acciones sueltas pro-ducen, en el terreno histórico, un estado de cosas totalmente análogo al que se da en la naturaleza inconsciente. Los fines de los actos responden a una voluntad, pero los resul-tados a que realmente conducen nada tienen que ver con ellos, o, cuando parecen corres-ponder a los fines deseados, producen en definitiva consecuencias muy distintas a las que se perseguían. Y, de este modo, parece como si los sucesos históricos, vistos en conjunto y a grandes rasgos, se hallan gobernados por el azar.”94

Un trozo admirable, que invalida al materialismo histórico —hecho en el que En-gels no repara— y que podrían suscribir tanto Herbert Spencer, como Friedrich Hayek o Ludwing von Mises. Además, cuya idea nuclear es la piedra fundamental de todas las ciencias sociales.

Sobre la base de la información interpretada de los mercados, el empresario estable-ce qué, cuánto y cómo va a producir de acuerdo a su estimación de cuántos bienes posi-blemente venderá, o tendrá que vender, para tener un cierto beneficio, que siempre será incierto y que tal vez no existirá. Mientras tanto, él se ha aventurado a crear una empre-sa y un producto para el que ha adelantado sus recursos y para los cuales reclama la aceptación de la gente. Él no puede producir algo que no responda a las necesidades de la gente (el mercado); lo que sí, en cambio, pueden hacer los planificadores o el Estado. Si no fuera así, perderá sus inversiones, algo que no sucederá nunca con los planificado-res, quienes saben perfectamente que sus errores los pagará la gente, en tanto sus ingre-sos personales serán los mismos, o acaso mayores, dado que esto depende, no de su efi-

93 La idea acerca de la relación entre democracia e información es de Karl Popper. Ver su La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Buenos Aires, 1957.94 Friedrich Engels, citado por Gustav Mayer. Friedrich Engels. FCE, Madrid 1978, pág. 794 [1932]. Un libro excelente que muestra el gran nivel intelectual de los marxistas anteriores a 1930.

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ciencia, sino de factores exclusivamente políticos, tal como ocurre con las empresas del Estado.

En la creación o la innovación, el empresario, al momento de producir, sabe perfec-tamente que nadie siente la necesidad del bien que lanzará al mercado, puesto que es nuevo. En rigor, deberá crear ese mercado de la nada, al punto de que deberá movilizar psicológicamente al público al ofrecer las nuevas opciones. Crear el mercado para un bien es abrir un continente de trabajo, profesiones, descubrimientos y goces, y muchas veces también de tormentos.

Es claro que se dirige a aquellos que tienen poder adquisitivo para comprar sus bienes o servicios. Por eso lo pueden adquirir solamente los que reúnen el dinero sufi-ciente para comprar el bien ofrecido. Aquellos a quienes no les interesa el bien o servi-cio tampoco lo comprarán, por más dinero que tengan. Con el tiempo, el precio del pro-ducto, a veces con grandes perfeccionamientos, disminuye, y pasa a formar parte por eso de un mercado más extenso. Los que antes no podían comprarlo, porque su precio estaba alto, ahora pueden acceder a él. El jabón de tocador, el disco, el teléfono, la ra-dio, entre millones de tipo y calidades muy distintas, se pusieron al alcance de los secto-res medios y bajos de la estratificación.

En épocas precapitalistas (antes de 1850) la producción de la economía se dirigía a satisfacer las necesidades de los estratos más elevados de la pirámide social, básicamen-te aristocrática. Eran bienes de poco volumen y peso, pero de alto precio, o de servicios refinados, de costo elevado. El mercado de entonces era reducido, pero de alto poder ad-quisitivo.

Con la expansión de la economía dineraria y la ampliación y diversificación de los mercados, además de trascendentales creaciones institucionales (bolsas, bancos, socie-dades anónimas, entre otros) se hizo posible la emergencia, pequeña y precaria al co-mienzo, del capitalismo, así como su crecimiento y desarrollo. Esto suponía, por la ma-sividad de su producción, y su inmensa variedad de bienes y servicios, mercados muy diferentes a los de la sociedad estamental o aristocrática.

Ahora la producción capitalista se orientaba necesariamente y principalmente a los grandes mercados (que hubo que formar) constituidos por los sectores medios y bajos de la estratificación. Debían ser productos de gran volumen y bajo precio. La cantidad vendida es la que hacía grandes ganancias, y eso dependía de las dimensiones del mer-cado, que debían ser muy grandes. Los pequeños mercados de las clases altas no alcan-zaban, salvo para productos muy especiales.

El esquema de Marx supone necesariamente el predomininio creciente de la “clase obrera” y, al mismo tiempo, su miseria creciente, lo que implica un poder adquisitivo en disminución o, en el mejor de los casos, estable, incapaz de reclamar más productos, más baratos, más variados, y, sobre todo, nuevos bienes y servicios.

En la experiencia de estos últimos doscientos años, las predicciones de Marx han recibido un mentís completo y concluyente: la cantidad de obreros en el conjunto de la población activa de los sistemas económicos más cercanos al capitalismo (Estados Uni-dos) ha disminuido drásticamente (es del orden del 13 por ciento en ese país), su nivel y calidad de vida se han elevado, y su participación en bienes, servicios y goces de la vida es fantásticamente más alto que en el pasado.

Actualmente se producen medios de producción y víveres en un volumen y calidad que en 1900 sólo podían ser entrevistos en sueños, y en condiciones de trabajo muy ale-jadas de las “míseras” que predecía Marx. Los obreros y, en general, los sectores bajos de la población de los países capitalistas avanzados, han disminuido su tiempo de traba-jo absoluto y se han integrado al sistema político.

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Han crecido a sus expensas enormes (comparativamente) franjas de los estratos me-dios, más importantes en magnitud, variedad y peso político que los estratos bajos y grupos marginados. Desde la disolución de la sociedad aristocrática y estamental provo-cada por el desarrollo de la economía dineraria y la ampliación formidable de los merca-dos—, el surgimiento y la consolidación del capitalismo aceleró la velocidad de los in-tercambios, diversificó y multiplicó las relaciones sociales, y posibilitó una movilidad social ascendente desconocida en cualquier momento anterior del pasado.

Los grandes estratos medios de la sociedad de alta complejidad provienen de estos cambios fundamentales originados en el crecimiento del capitalismo y sus instituciones conexas. Si los argumentos de Marx fueran ciertos, nada de esto se habría producido. Sus descripciones y profecías son adecuadas para ilustrar, en cambio, las situaciones de los países donde el poco capitalismo que existía (la Rusia zarista, por ejemplo) fue eli -minado salvajemente y fueron aplicadas relaciones de producción socialistas.

Basta pensar en las terribles hambrunas por las que atravesó la Unión Soviética y los millones de trabajadores esclavos. Allí, donde no había capitalistas ni empresarios, tampoco existían estadísticas de pobres, ni sutiles indicadores o niveles de indigencia ni desocupación, y menos de exclusiones o discriminaciones, de millones de trabajadores esclavos o pertenecientes a etnias “inferiores”. La “avanzada” cultura socialista sólo nos habla de la armonía de la nueva sociedad, formada únicamente por solidarios camara-das, a la que le aguardaba un futuro “radiante”. Todas ficciones de la propaganda de la burocracia.

180. “... es solamente la necesidad del orden de producción capitalista que el número de obreros aumente en absoluto, a pesar de su disminución relativa.”(1167)

Esta es una consecuencia lógicamente inevitable de las hipótesis de las que parte Marx. Lo decisivo es que reconoce la disminución relativa del número de obreros, lo que demuestra que los obreros cuentan cada vez menos en el conjunto de la sociedad, a diferencia de lo que sugiere fuertemente su teoría. Que el número absoluto de obreros haya aumentado no tiene importancia si reparamos en el hecho del formidable creci-miento demográfico.

Pero a continuación de la predicción fallida, Marx ratifica su error: “Un desarrollo de las fuerzas productivas que disminuyera el número absoluto de obreros, es decir, ca-pacitara a toda la nación para realizar toda la producción en un tiempo menor, traería una revolución, porque prescindiría de la mayoría de la población”. (l 167)

Si de una teoría se derivan enunciados empíricamente incompatibles con la realidad, en este caso histórica, lo más sensato es pensar que está equivocada. Es muy probable que a mediano plazo, inclusive el número absoluto disminuya, lo que no significará de ninguna manera, prescindir de la mayoría de la población. Marx supone —con las ojeras que le daba la situación de su tiempo— que la mayoría población será siempre obrera, cuando la realidad prueba que la condición obrera está cambiando, y los obreros, en un sentido genérico, son cada vez menos necesarios.

Capítulo XXIEL CAPITAL A INTERÉS

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181. “La esclavitud sobre la base del orden de producción capitalista será injusta, así como el engaño respecto de la calidad de las mercancías.” (1227)

La esclavitud —inexistente en el capitalismo, aunque puede transitoriamente coinci-dir con él en un momento histórico dado (lo sistemas sociales nunca tienen un sistema económico único ni homogéneo) — es siempre condenable e injusta, lo mismo que el engaño. Ambos son propios del afán de dominio y supremacía inherentes a la naturaleza humana. Lo que no previó Marx es que en las sociedades socialistas esos rasgos adquiri-rían niveles demenciales e institucionales.

Sobre la calidad de las mercancías, sólo cabe decir que jamás alcanzaron en la histo-ria los controles de calidad que se lograron en el capitalismo si bien es posible que por error, negligencia o irresponsabilidad de empresarios o trabajadores se produzcan altera-ciones de los productos. En algunas ramas de la industria hay máquinas que directamen-te no pueden funcionar con ingredientes adulterados, especialmente en la industria le-chera. En este punto, la afirmación de Marx no es un error, sino un absurdo completo. En el capitalismo, el engaño en este tema sería el suicidio de los capitales invertidos.

Pero el absurdo no es casual: transparenta la insuperable incomprensión de Marx acerca del sistema económico que estudia. No adviene el contexto institucional, psicoló-gico y ético en el que actúa. Estas ideas innecesarias son fruto de la pasión desorbitada y el odio. No del deseo de buscar la verdad.Capítulo XXIIIEL INTERÉS Y EL BENEFICIO DEL EMPRESARIO

182. “El capitalista industrial, a diferencia del propietario del capital, no aparecerá pues aquí como capital en función, sino como funcionario, también prescindiendo del capital, como simple representante del proceso de trabajo en general, como obrero, y en verdad como obrero asalariado.” (1260)

Por primera vez, después de 1260 páginas de improperios y denostaciones, Marx di-ferencia taxativamente al empresario del capitalista, y, desdiciéndose de todo lo que afirmó antes, reconoce que el empresario trabaja, como el obrero, y que, él también, es un asalariado, es decir, un proletario. ¿Cómo hacerle comprender a los marxistas que es-to lo dijo Marx? Los creyentes se resistirán: ellos desean creer, no comprender.

Aceptemos —si seguimos a Marx— que el empresario es un obrero, un trabajador. Entonces, evidentemente, genera plusvalía, algo que no dijo ni en el tomo I ni en el to-mo II: “Crea plusvalía, no por trabajar como capitalista [pero sí como empresario] sino porque, aparte de su particularidad de capitalista, también trabaja.” (1260)

Lo extraño es que aquí Marx no se dé cuenta de que el capitalista también trabaja (es el caso de los banqueros), lo mismo que el empresario. Además, no menciona el hecho crucial de que el trabajo de ambos es trabajo complejo, trabajo potenciado, a diferencia del trabajo obrero, que es simple. Como se ve, por lo que omite y por lo que afirma,Marx destruye en unas pocas líneas toda su teoría. Mi hipótesis es que no se dio cuenta porque su emocionalidad indominable lo obnubiló, le hizo ocultar a su conciencia la

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verdad que anulaba la construcción de su vida. Pero es factible que haya visto esa ver-dad: esta hipótesis se apoya en la terrible realidad que descubrió Engels a la muerte de su entrañable amigo: en los últimos años de su vida, Marx —un intelectual extraordina-riamente prolífico— escribió poco o nada, lo que extrañó enormemente a su amigo. Múltiples aspectos de sus escritos quedaron sin terminar en temas nucleares, como el de las clases sociales. Tal vez haya sido porque descubrió, a diferencia de sus seguidores más de un siglo después —y a pesar de las experiencias socialistas—, que había entrado en un callejón sin salida.

Un poco más adelante, Marx señala que el trabajo del explotador y el del explotado son iguales, hecho que era evidente desde las primeras páginas del primer tomo, al ha-blar del valor, cuya teoría debería modificar radicalmente en función de este nuevo des-cubrimiento: “… aparecerá como mero proceso de trabajo allí donde el capitalista en función realiza solamente otro trabajo como obrero, de modo que el trabajo de explota-dor y el trabajo de los explotados son ambos idénticos como trabajo”. (1261)

Es claro: en su sentido general, ambos son trabajo; pero hay una gran diferencia en la calidad y la responsabilidad de trabajo, aspecto que Marx no considera y que es sin duda esencial.

“Por otra parte (...) este trabajo de superinspección [el del empresario] se presenta necesariamente en todos los órdenes de la producción... (...) Pero es también indispen-sable en el orden de producción capitalista…” (1261)

En todo sistema social, cualquiera sea, se requerirán inspectores, técnicos, innova-dores, entre otras exigencias de la división del trabajo, un sistema que según Marx des-aparecerá en el comunismo, junto con los intercambios (sic), la política, la burocracia, la policía y el Estado, entre otras estructuras. Lo que no anunció Marx es que en las expe-riencias del socialismo real, donde no había ni capitalistas, ni empresarios, ni propiedad privada, “este trabajo de superinspección” también se presentó “necesariamente”...

Veamos sólo dos declaraciones de Lenin atinentes a este tema, entre las muchas que podrían citarse: “... el trabajo a destajo tiene que figurar en nuestra agenda, aplicado de una manera práctica, y aprobándolo; tenemos que aplicar mucho de lo que hay de cientí-fico y progresivo en el sistema de Taylor, y los salarios han de alinearse con los totales de la producción…”95 Otra, más contundente: “… es incondicionalmente necesaria, para el éxito del proceso de trabajo organizado según el patrón del mecanismo de la industria a gran escala, una sumisión absoluta.”96

183. “... el obrero asalariado, al igual que el esclavo…” (1263)

Marx, como otras veces, pone en un mismo plano al trabajador libre y al esclavo. Advierte las sujeciones que impone la división del trabajo —como lo señala Lenin en la cita anterior— y las asimila, en una metáfora claramente demagógica, a las que sufre el esclavo. En el socialismo real, donde no existía el capitalismo, esas sujeciones eran mu-cho peores: “La militarización [decía Trotsky en el Noveno Congreso] es impensable sin militarizar a los sindicatos como tales, sin el establecimiento de un régimen en el que cada obrero se sienta soldado del trabajo, que no pueda disponer de sí mismo libre-mente; si se le da la orden de trasladarse, debe cumplirla, si no la cumple será un deser-tor a quien se castiga.”97

95 E. H, Carr. La revolución bolchevique. Alianza Editorial. Madrid. 1974 [1950]. Tomo 2, pág. 123.96 Ibíd., págs. 200-201.97 Ibíd., pág. 225.

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“…que no pueda disponer de sí mismo libremente…” ¿no es esto esclavitud? Como se ve, los que abolieron el capitalismo hacían cosas aterradoras, con la mayor tranquili-dad: eran “idealistas” y éticamente (según ellos) irreprochables como nuestros terroris-tas.

184. “Frente al capitalista de dinero, el capitalista industrial es obrero, pero obrero capitalista es decir, como exploiteur, explotador del trabajo ajeno.” (1264)

Marx llama “capitalista industrial” al empresario. En lugar de redefinir la composi-ción de la plusvalía para decirnos qué parte de ella corresponde al empresario o —pues-to que ahora reconoce que es un obrero como cualquier otro— subraya lo que ha repeti-do miles de veces: es un explotador, no vaya a ser que porque es un obrero pensemos que es una buena persona que merece su ganancia por lo que hace ganar, inclusive, al obrero común.

Capítulo XXVILA ACUMULACIÓN DE CAPITAL-DINERO

185. “Y el tipo de beneficio tiene siempre absolutamente algo que ver con el precio de mercado de las mercancías compradas y con su oferta y su demanda, pero se de-termina todavía por otras circunstancias muy distintas.” (1291)

Evidentemente, las ganancias tienen una decisiva dependencia del precio de venta y de la confrontación entre la oferta y la demanda, tantas veces desestimada por Marx en beneficio de la cantidad de trabajo cuando considera el problema del valor. Es llamativo que no diga cuáles son las “otras circunstancias muy distintas” que determinan “toda-vía” el beneficio. Nos quedamos sin conocerlas.

Capítulo XXVIIIMEDIOS DE CIRCULACIÓN Y CAPITAL

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186. Marx escribe sobre las sociedades anónimas (página 1305 y siguientes): “Esto significa la supresión del orden de producción capitalista.” (1307)

El desarrollo capitalista crea nuevos instrumentos y formas de producción, inclusive institucionales, debido simplemente a su dinámica intrínseca y espontánea. Por eso crea la nueva sociedad. Entonces, ¿por qué no dejar que avance, o aun impulsarlo —en lugar de combatirlo— para que se realice lo que inexorablemente vendrá? No existe una con-testación más profunda —según Marx— que la de “disminuir los dolores del parto” a través de la revolución.

187. “Sin el sistema de fábrica, que se deriva del orden de producción capitalista, no podría desarrollarse la fabrica cooperativa y mucho menos sin el sistema de crédito que se funda en ese mismo orden de producción.” (1308)

Sin duda, el sistema de fábrica modificó la estructura tradicional de la división del trabajo, desplazó definitivamente a la familia como unidad productiva fundamental, y cambió tanto la naturaleza de la producción, como la orientación de ella hacia los mer-cados, y expandió a estos a límites antes impensables. Impuso nuevas formas de coope-ración social —entre nuevos y grandes conflictos— y potenció la participación política y el proceso de democratización fundamental.

En Marx hay una intuición de este proceso, distorsionada y en parte aniquilada por sus reservas culturales profundamente tradicionales, que se tornan patentes, por ejem-plo, cuando habla del dinero en términos de “vil”, o del capitalista como “ocioso” un lenguaje típico del clérigo.

Por eso uno de sus mitos es que en las sociedades hay “clases improductivas”. Esta idea se funda en la creencia de que sólo el obrero crea producción, o valores de uso, co-mo si un trabajador de servicios, un empresario, un señor feudal, el rey, un presidente, una jueza, un empleado, un diputado o un militar entre otros, no produjeran y no fuesen necesarios para el sistema cooperativo global que, en su peculiaridad histórica, repre-senta cualquier sociedad.

Todas las sociedades son cooperativas y todas sus estructuras deben contribuir y cul-minar en esa cooperación. En grado variable esos sistemas sociales y sus estructuras contienen disfunciones y entropías (pérdidas de energía social). Como constituyen siste-mas abiertos, nunca son completos ni integrados completamente: si lo fueran, no esta-rían en un incalculable proceso evolutivo.

Por lo tanto, la cooperación no puede ser jamás “buena”, “adecuada” y menos per-fecta. Está haciéndose y rehaciéndose a través de crisis y conflictos, que se transforman en su carácter específico e histórico.

Todos los sistemas sociales humanos requieren un sistema particular histórico y evolutivamente determinado de la acumulación del excedente, resultante de la coopera-ción. Al mismo tiempo, cualquier sistema de acumulación está acompañado de un siste-ma de distribución. El sistema o estructura política y la estructura de la estratificación expresan esa distribución particular y su naturaleza al condicionar y ser condicionados por las restantes estructuras (especialmente la estructura de las creencias y la estructura de la socialización) en la dinámica de las asincronías y crisis (que pueden ser naturales) y los omnipresentes conflictos (que pueden ser externos).

El subsistema capitalista no impide la formación de muy diversas estructuras de co-operación, inclusive de tipo anarquista o socialistas, siempre que se respete la iniciativa

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libre de las personas para asociarse con fines útiles y la propiedad privada, sea de perso-nas o grupos.

Pero en esta cita va más allá: sin la fábrica capitalista —afirma— no podría desarro-llarse en el futuro (socialista) la fábrica cooperativa “y mucho menos sin el sistema de crédito” que surge de ese modo de producción capitalista. En otras palabras, Marx reco-noce otra vez —y no obstante su obsesivo vilipendio— la necesidad (lógica desde el punto de vista de su teoría, e histórico-empírica, desde el punto de vista del proceso so-cial) del odiado capitalismo. ¿Por qué entonces —por enésima vez— destruirlo antes de que se desarrolle? Es que el fervor y la rabia pueden más que la sensatez.

Capítulo XXXCAPITAL - DINERO Y CAPITAL REAL - I

188. “La última razón de todas las crisis verdaderas será siempre la pobreza y la li-mitación del consumo de las masas frente al instinto de la producción capitalista de desarrollar las fuerzas productivas, como si sólo la capacidad absoluta de consumo de la sociedad constituyera su límite.” (1340)

No es la pobreza la “última razón” de las crisis, en cualquier sociedad de cualquier momento histórico. La última razón” (¿causa?) puede tener muy diferentes orígenes: puede ser derivada de acontecimientos naturales (un terremoto, el agotamiento del sue-lo, una peste, entre otras) o de desajustes internos (luchas entre líderes, asincronías es-tructurales, pérdida de materias primas, conflictos religiosos o étnicos, y similares). También pueden tener su causa o razón en guerras externas o civiles.

En un sistema capitalista existente o a desarrollar, la pobreza entraña inmensas posi-bilidades potenciales: el problema es crear las condiciones para que se originen o ven-gan capitales, tanto políticas como normativas, y, en general, culturales. Pautas valorati-vas religiosas pueden estimular o frenar e impedir la introducción del capitalismo. La pobreza en sí misma no significa una limitación. La Argentina de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX es un ejemplo de crecimiento meteórico, en todas las dimensiones sociales y culturales. Lo mismo se podría decir de Corea del Sur, Taiwan, Nueva Zelanda, Australia y muchas otras experiencias significativas.

Precisamente porque el capitalismo desarrolla en un lapso muy reducido de tiempo fuerzas productivas de altísima productividad, reduce la pobreza rápidamente, la misma que, en los inicios, se sirve de ella. En cambio, donde el capitalismo fue extirpado, o donde se impidió su éxito o penetración, la pobreza persistió o se prologó trágicamente: ahí están para certificarlo las hambrunas de la Unión Soviética —a pesar de contar con millones de trabajadores esclavos—, o las de Etiopía, China continental (20 millones de muertos en el que debía ser “el gran salto adelante” de Mao), o Corea del Norte, entre otras catástrofes sociales y culturales similares.

No es “la capacidad absoluta de consumo” la que constituye un límite, sino la capa-cidad de la sociedad para crear un sistema de normas (nunca “bueno” y menos “perfecto y valores que estimulen la capacidad de trabajo e iniciativa personales, individuales, el que permitirá, aun dentro de condiciones de mucha pobreza, desarrollar fuerzas produc-

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tivas y comenzar el proceso de acumulación. El problema, en ningún caso, es la pobre-za, por más extrema que sea, sino el sistema de valores al que se oriente el sistema polí-tico. La prosperidad de Alemania y Japón inmediatamente después de la guerra devasta-dora de 1939-1945 se debió a la reorientación de sus respectivos sistemas políticos que les impuso el vencedor Estados Unidos. Sus condiciones de destrucción total no les im-pidió convertirse pocos años después inclusive en competidores pacíficos de su antiguo vencedor.

Es claro que la capacidad de consumo de la gente común (y no de la aristocracia y el clero, como ocurría en la sociedad tradicional) constituye inicialmente un límite. Pero ese límite es absoluto en apenas un momento dado, inicial, del proceso de producir. En una economía dineraria —todavía no capitalista que duró milenios—, que opera con cierto dinamismo, el límite de la capacidad de consumo se va ampliando constantemen-te —aunque no uniformemente, ni sin crisis— en la misma medida en que la economía dineraria se expande y diversifica (se complejiza) y toca más sectores y más profunda-mente todos los niveles de la estructura social.

El límite al consumo, sobre todo en los estratos bajos, pero también en los estratos medios bajos y medios altos, es relativo, y si es cierto que puede ser más estrecho o apretado durante las crisis, es a mediano y largo plazo más crecientemente holgado. Eso es lo que demuestra la experiencia histórica de los últimos trescientos años hasta la eclo-sión del capitalismo en Inglaterra hacia 1850.

De una pirámide estratificacional de ancha base y cúspide pequeña, con un sector medio de carácter básicamente tradicional, pero con algunos componentes burgueses y pequeño-burgueses modernizantes, hemos pasado a una pirámide estratificacional de base angosta, y de gruesos, en cambio, estratos medios y medios-altos, lo que sólo pue-de explicarse porque se produjo, desde el advenimiento del capitalismo (y en la medida en que este se expandió y pudo desarrollarse) un ascenso social espectacular desde los sectores más pobres.

La proporción de pobres ha disminuido a cifras bajas en las sociedades de alta com-plejidad, lo que jamás hubiera sucedido si los análisis de Marx hubieran sido correctos. Marx creía que la pobreza aumentaría exponencialmente, de consuno con el crecimiento de las fuerzas productivas. No pensaba que disminuiría: por eso predecía que el consu-mo tendría límites infranqueables.

Capítulo XXXIICAPITAL-DINERO Y CAPITAL REAL III

189. “Por una parte, el capital del capitalista industrial no ha sido ‘ahorrado’ por él mismo, sino que dispone, en proporción a la cantidad de su capital, de ahorros aje-nos; por otra parte, el capitalista de dinero convierte los ahorros ajenos en capital propio, y el crédito que entre sí se dan los capitalistas reproductivos, y que les da a ellos el público, se convierte en fuente de un enriquecimiento privado. La última ilu-sión del sistema capitalista de que el capital es resultado del propio trabajo y aho-rro, se desgracia con lo dicho. No sólo consiste el beneficio en la apropiación del trabajo ajeno, sino que el capital que pone en movimiento y explota ese trabajo

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ajeno, está constituido por propiedad ajena, que el capitalista de dinero pone a dis-posición del capitalista industrial, al que explota por su parte.” (1358-1359)

Marx quiere evitar toda posibilidad de que el capitalista y/o empresario halle alguna justificación funcional y acaso ética para su existencia, lo que sería terrorífico para su ajena indignación moral. Quiere subrayar que son innecesarios, y además inmorales. Só-lo “estafan”, “explotan”, “embolsan”, se “apropian” de lo ajeno, “roban”, “engañan”: estas son calificaciones peyorativas e insultantes de su libro fundamental, entre otras de-cenas iguales o peores, que suplantan una visión sociológica objetiva, si bien cumplen con la función, esencial para Marx, de “agitar”.

Sólo el funcionamiento de un sistema perverso —el capitalismo hace posible su per-sistencia y perpetuación. Sin embargo, las historias de vida de muchos empresarios —casi siempre originarios de los estratos más bajos de la población— muestran que en ge-neral debían pedir dinero prestado a un capitalista o asociarse con él, para poder encarar la ardua combinación de elementos que supone la riesgosa aventura de construir una empresa, aunque fuera pequeña.

Todo el emprendimiento se funda en las ideas que tiene el empresario y que surgen de su imaginación, conocimientos e intuiciones, en su coraje frente a las incertidumbres del mercado, y en el asentimiento de aquellos que le prestan su dinero o se asocian con él. El empresario y el capitalista demandarán fuerza de trabajo de distinto tipo, crearán empleos para los desocupados o para los que desean abandonar los puestos que tienen, y ofrecen salarios.

Lo más probable es que el fracaso, con todas sus conocidas consecuencias para to-dos los que participan en la aventura, y especialmente para sus iniciadores, sea el resul-tado final. Si eso sucede, podrán decir que fue un ensayo y también un error. Quizás otros aprendan de él e inclusive aprovechen parte —a veces importante— de los recur-sos reunidos para nuevos intentos, más perfeccionados que acaso tengan éxito, y un éxi-to clamoroso.

Así pasó con infinidad de inventos, y con empresas famosas, y millonarios empren-dedores, que no fueron los primeros al comenzar el ensayo, pero sí finalmente quienes lo completaron y recogieron sus frutos personales y sociales.

Así pasó con la caldera y la máquina de vapor, con la electricidad, los motores a combustible y a electricidad, la bombita incandescente, el teléfono, el disco, la radio, entre millones más, y muchos que parecen pequeños y casi irrisorios, pero que represen-taron un avance inmenso en la gran aventura de crear y vivir. Todo el sistema económi-co de intercambio —que no es la totalidad de la sociedad, sino una parte de ella— en que se mueve el empresario, sea comercial, industrial o de servicios —es una abarcado-ra máquina social, imposible de calcular en sus consecuencias, inmersa en un proceso evolutivo cuyo sentido esencial desconocemos y desconoceremos, cualquiera sea nues-tro conocimiento futuro.

Los mercados, la bolsa, los bancos, el ahorro, el crédito, el capitalista, el empresario, la empresa y sus diversos tipos, son elementos, entre muchos otros (inclusive no econó-micos) resultantes imprevistos, y aun inicialmente no percibidos (sólo reconocidos mu-cho después) de una vastísima evolución social que se dio únicamente en el Occidente.

El empresario y/o capitalistas realizan la función indispensable de concebir bienes y producciones sin los cuales la sociedad no podría reproducir sus condiciones de sobrevi-vencia, es decir, bienes, servicios ni ahorros. Estos, en particular, si no hubiera bolsa, bancos, ni empresas, en gran parte se dilapidarían. Por suerte, capitalistas y empresarios utilizan los mecanismos sociales que nadie creó con esas intenciones, sino que surgieron espontáneamente, y que hicieron factible intercambios humanos cada vez más comple-

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jos y sutiles. Así fue posible el uso de ideas, trabajo y ahorros ajenos, beneficiosos para los propietarios de ellos, pero también para el conjunto de la sociedad global, si bien de-sigualmente. Con su acción, los empresarios evitaron que inmensos recursos sociales se perdieran.

Pero la ejecución de estas funciones —cuyo entrelazamiento nadie creó— en la ac-ción social, aunque exige una moral y, además, una ética universalista (envueltas en el proceso evolutivo general) no supone que los capitalistas y/o los empresarios ajusten su conducta a los cánones probables de esa ética, y ni siquiera a los imperativos de la mo-ral, aunque el sistema los impulsa hacia allí. Todo esto es válido no sólo para los empre-sarios, sino también para los obreros, empleados, artesanos u otros (intelectuales, políti-cos, profesionales, o pastores religiosos).

Capítulo XXXVEL METAL PRECIOSO Y LOS CAMBIOS

190. “Con respecto al almacenamiento de billetes en épocas de depresión habrá que observar que aquí se repite el atesoramiento de metales preciosos como sucede en los Estados más primitivos de sociedad en épocas de inquietud.” (1403)

Aquí se hace claro que los comportamientos humanos, si ponemos entre paréntesis las peculiaridades culturales, son exactamente iguales en todas partes y en todo tiempo, más allá de las fuerzas productivas y las relaciones de producción tan caras a Marx. Cualesquiera sean estas —fuerzas y relaciones— habrá atesoramiento de materias valio-sas y escasas no sólo de metales preciosos con total prescindencia, además, de la canti-dad de trabajo socialmente necesario que tengan.

191. “Entre los efectos del drenaje de oro se destaca, pues, de manera perentoria la circunstancia de que la producción no está sometida realmente como producción social, al control social, y se destaca en la manera que la forma social de la riqueza existe como una cosa en sí, fuera de ella.” (1410)

En la sociedad con un subsistema capitalista predominante hay control social de la producción, pero este control —el que está aparte del control del Estado— no es centra-lizado ni consciente, o, dicho de otra manera, no es consciente en el sentido de que los agentes sociales, corno conjunto, no lo saben. Ese control es el mercado y la compleja y diversificada trama de costumbres y leyes, así como de instituciones, que operan y orientan la acción social en la sociedad, y que sólo en grado variable son funcionales con el mercado.

Marx no alcanza a ver este control, que existe en toda sociedad, cualquiera sea, y que es el decisivo. Sólo avizora en su utopía un vago control social, jamás explicitado, pero supuesto, de “productores asociados”, que no es otra cosa que un colectivismo tra-dicional (la dictadura de “todos”), incompatible con los niveles de individuación alcan-zados en la sociedad de alta complejidad. Atribuye a esos “productores asociados” la sa-

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bia capacidad de planificar centralizadamente, no meramente la producción, sino la acti-vidad económica total, con su impronta de creación, fracasos, crisis, ensayos y errores.

Marx piensa que alguna vez la sociedad que él poetiza románticamente podrá lograr, al mismo tiempo, que la gente desee y ejecute lo que los planificadores, casualmente, desean y quieran que las personas ejecuten, y nada más que eso (de lo contrario, la pla-nificación terminará en un desbarajuste total). Esta es una concepción maniquea de la sociedad y las personas, políticamente autoritaria y represiva, lo que es absolutamente lógico si entendemos la teoría de Marx, no desde sus intenciones románticas, sino desde sus consecuencias necesarias: es que Marx no está interesado en la libertad, con su car-ga de riesgo e incertidumbre, sino en el control, y por eso, en la disciplina. Bakunin, a mi juicio, es quien caló más hondo en el temperamento de Marx, quizá porque él tam-bién era así: tenía pasta de dictador, tal como Lenin, Trotsky, Stalin y Mao. Este es el resultado de creer que tenemos que saber (somos “conscientes”) de todo lo que ocurrirá después de la acción. No conciben la acción como un ensayo incierto y exploratorio, es decir, como una apuesta a la vida.

192. A continuación de la cita anterior dice Marx: “El sistema capitalista tiene eso [falta de control de la producción] de común con los sistemas anteriores de produc-ción, siempre que se basen en el comercio de mercancías y en el intercambio priva-do. Pero en el régimen capitalista aparece lo dicho en su forma más decisiva y gro-tesca de la contradicción absurda y disparatada, porque: 1) en el sistema capitalis-ta se ha suprimido, del modo más completo, la producción destinada al valor de consumo directo, al uso propio de los productos; por consiguiente, la riqueza existe sólo como proceso social, que se expresa en un entrelazamiento de producción y de circulación; 2) porque con el desarrollo del sistema de crédito, la producción capi-talista tiende a suprimir constantemente esos límites metálicos límites a la vez mate-riales y fantásticos (sic) de la riqueza y de su movimiento, pero topando siempre con la cabeza contra esos límites metálicos.” (1410)

Según Marx, todos los sistemas sociales de producción han carecido de control so-cial, de acuerdo con el registro histórico de las sociedades humanas. Esto no es cierto. Todos han contado con el control, estimado e indirecto, si bien variable según los casos, de una probable y a veces efectiva intervención del poder, muchísimo antes que existie-ra el capitalismo, donde indudablemente el poder sigue interviniendo en su funciona-miento.

Tanto en Babilonia como en Egipto antiguo, existía un estricto control de la produc-ción, en gran parte basado en el cumplimiento de “lo que siempre se hizo así”, pero sos-tenido y vigilado por el poder. Así lo exigía el patrimonialismo vigente y el sistema po-lítico conexo con él.

El Estado y la estructura religiosa y sus sacerdotes dirigían y controlaban central-mente la producción y la distribución de los bienes producidos, materiales, espirituales y de servicios. Los funcionarios religiosos y el Estado dominaban y supervisaban el con-junto del sistema productivo, porque absolutamente todo pertenecía al rey o al Faraón.

“[E]n su forma más decisiva y grotesca de la contradicción absurda y disparatada…” es una apreciación sin sustento: está sostenida por la rabia incomprensible evidente en la adjetivación, emocionalmente cargada.

Consideremos el punto 1: ningún sistema productivo, cualquiera fuera, podría existir si la producción no estuviera destinada al valor de consumo directo, aunque muchas ve-ces intermediada por alguna forma de comercio, o “al uso propio de los productores” y

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menos que en ningún otro sistema, en el capitalismo. En ningún sistema como este la producción ha estado destinada al uso propio del productor, aunque a través de su siste-ma de intercambio, porque esta cadena es infinitamente más eficiente que el trueque o la producción para uno mismo. Constituye un sistema de alta complejidad.

Al producir para el mercado en cantidades, calidades y variedades desconocidas en cualquier otro sistema, incluidos los socialistas del siglo XX, produce masivamente “al valor de consumo directo”. El hecho de que este fenómeno se halle intermediado por una vasta red de relaciones sociales (alta complejidad), debido a la masividad de la dis-tribución, oculta —por lo menos a la vista de Marx— el rasgo evidente de que el Rey al que está destinada la producción es el consumidor común.

Veamos el punto 2: sin duda, el crédito es una invención surgida de la economía di-neraria, la que alcanza su cenit en el capitalismo, para forzar críticamente los límites, no sólo de la riqueza metálica, sino de las posibilidades mismas de sistema económico en un momento dado. En esta frontera está la presencia escondida y sorprendente de la in-novación, el hallazgo, y también el fracaso y la crisis. Todo uso del crédito implica usar el futuro, a lo que vendrá, en términos del presente activo y acuciante; es una apuesta a la creación, y un ensayo para explorar la realidad, así como un riesgo de crisis personal y en parte colectivo. Por eso siempre, en algún momento, la cabeza de los que se lanzan a innovar “topará” contra los límites del sistema (que nadie sabe ni sabrá cuáles son), en el intento de llevarlos más allá de donde están.

Finalmente, algo sobre las indomables “contradicciones”. Si la realidad —acepté-moslo— está constituida de contradicciones, que en su conflicto se sintetizan y superan para reiniciar sus benéficas piruetas, al punto de que no son absurdas ni disparatadas, pues podemos desentrañar su expresión aparente, entonces, ¿por qué no aceptarlas como naturales y normales, por qué no dejar que se desarrollen, y por qué (lo más importante) querer eliminarlas a la fuerza? En lugar de cubrir esas contradicciones con insultos gro-tescos, ¿por qué no explicar su necesariedad y funcionalidad, ocultas a nuestras perspec-tivas pedestres y bien intencionadas, potenciadas por la indignación moral?

El enfoque de Marx es esencialmente emocional —de ahí su odio al capitalismo y su adjetivación pletórica y constante— y secundariamente lógico y teórico. Su lenguaje es fundamentalmente directivo.

193. “Pues el beneficio aumenta con la baratura de los elementos del capital cons-tante y del variable, mientras que el interés desciende. Pero también puede ocurrir lo contrario y con frecuencia ocurre. El algodón, por ejemplo, puede estar barato, por no existir demanda alguna de hilo o de tejido, puede estar relativamente caro, porque un beneficio mayor en la industria del algodón provoca una mayor demanda del mismo. Pero, por otra parte, el beneficio del industrial del algodón podrá ser al-to precisamente porque el precio del algodón está bajo.” (1421)

Aquí tenemos una muestra, entre muchas otras, para poner en evidencia que Marx utiliza constantemente indicaciones del mercado (oferta, demanda, precios) para anali-zar las relaciones entre variables económicas y decidir acerca de su naturaleza o conte-nido, y su tendencia. En ningún caso opera con su teoría del valor —tal como no lo ha-cían los planificadores en la economía real de los países socialistas (especialmente en la Unión Soviética, pero tampoco en Cuba, Corea del Norte, ni en China, para citar algu-nos ejemplos notables)— y por eso no aparece nunca en sus explicaciones de procesos o fenómenos concretos. Sólo mantiene —sin probarlo empíricamente— que el precio os-cila, más alto o más bajo, alrededor del valor.

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Pero jamás utiliza el valor —tal como él lo define— sino los precios que genera el mercado. Es que no podría calcularlo, aunque conociera la cantidad de trabajo simple (ni hablar de lo que sería el complejo) cristalizado o materializado en la mercancía: para hacerlo deberíamos usar el precio del mercado de esa mercancía especial que es el tra-bajo y que se traduce en salario. En síntesis: Marx prescinde de usar su propia teoría en los ejemplos, reales o imaginarios, que utiliza. Se desentiende del criterio del valor-tra-bajo y asume como única prenda empírica los precios del mercado para describir los he-chos económicos.

Capítulo XXXVIPRECAPITALISMO

194. “Tan pronto como los instrumentos de producción hayan dejado de transformar-se en capital (en la cual se envuelve la supresión de la propiedad privada) no tendrá ya sentido el crédito como tal, lo cual han visto los mismos sansimonianos.” (1435)

Aquí reaparece una de las innumerables insinuaciones de la utopía marxista. Natu-ralmente, si las unidades productivas independientes y en competencia desaparecen, junto con la propiedad privada, desaparece el mercado del dinero, desaparece el présta-mo y el crédito no tiene sentido. Pero esto significaría una catástrofe descomunal para la especie humana, en términos de calidad de vida, de individuación, de creación y de ini-ciativa y libertad personales, además de la desaparición física de millones de personas, debido a la abrupta caída de la producción. Significaría una degradación evolutiva feno-menal.

Capítulo XXXVIIINTRODUCCIÓN

195. “Toda mercancía sólo podrá realizar su valor en el proceso de la circulación, y el que lo pueda realizar; y en qué grado, dependerá de las condiciones momentá-neas del mercado.” (1459)

Dependerá del mercado, y no de la cantidad de trabajo que contenga materializado, cuyo valor de uso, según Marx, depende por completo del mercado. Si no se vende, una mercancía no tiene valor de uso y, por lo tanto, según Marx, no tiene ningún valor. En-tonces, ¿qué es lo determinante en el valor, la cantidad de trabajo o la decisión de los consumidores?

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Capítulo XXVIIILA RENTA DIFERENCIAL: CONSIDERACIONES GENERALES

196. “En general, es en la figura del precio del mercado, y más adelante, en la figura del precio regulador del mercado, o precio de producción del mercado, que se ex-presa la naturaleza del valor de las mercancías, su determinación, no por el tiempo de trabajo necesario para la producción de una determinada cantidad de mercan-cías, o de distintas mercancías individualmente para un determinado productor in-dividual, sino por el tiempo de trabajo socialmente necesario; por el tiempo exigido para crear, dentro del promedio dado de las condiciones sociales de la producción, la cantidad total socialmente exigida de las especies de mercancías que se hallan en el mercado.” (1460-1461)

El problema es ver qué significa “tiempo de trabajo socialmente necesario”. En prin-cipio, no es el tiempo de trabajo de una o varias cosas —si bien deriva incuestionable-mente de ahí— sino del conjunto de las mercancías de toda la sociedad. Al ser un pro-medio, es en cierta medida “social” o “socialmente necesario”. En cuanto expresa el ni-vel actual de lo “necesario” en un momento histórico dado. Pero “la cantidad total so-cialmente exigida” de mercancías es la demanda global. Si esta demanda social es cero, “la cantidad total socialmente exigida” es nula. Además, “el tiempo de trabajo social-mente necesario” será, debido a la decisión de la demanda, inexistente, puesto que las mercancías carecerán de valor de uso. Quiere decir que es en toda circunstancia el mer-cado el que da el veredicto acerca de si hay trabajo “necesario”, de si hay una cierta cantidad “socialmente exigida”, de si hay valor de uso, y, finalmente, de si hay valor. Si se prescinden del mercado carecemos de indicadores mínimos para determinar estos fe-nómenos económicos vitales.

Por otra parte, es la demanda global —que puede subir o bajar o ser nula para espe-cies de mercancías— la que indica (“exige”) qué producir, cómo producir, y cuánto pro-ducir. Al mismo tiempo fija cuánto trabajo usar (en unidad y en tiempo) y de qué cali -dad. En este sentido, establece el valor en el significado marxista.

Pero aparece aquí un problema crucial: ¿quiénes son los que escuchan la demanda “exigida” en el mercado? Evidentemente, los empresarios, no necesariamente capitalis-tas. El empresario es el núcleo de los emprendimientos destinados a satisfacer esa de-manda.

En la utopía, en cambio, los “productores asociados”, ni tienen las calidades de ini-ciativa y creación del empresario (además de estar políticamente trabados), ni contarán con una estimación de la demanda posible, puesto que carecerán de la información que suministra el mercado. Además, si este existe (una hipótesis imposible en el socialismo) no existirán los controles institucionales que él posee: bancos, bolsas, sociedades, aso-ciaciones, entre muchos otros, que son el resultado no planeado e imprevisible de aso-ciaciones voluntarias.

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197. “El mismo valor de uso si pudiera alcanzarse sin trabajo no tendría valor de canje aunque conservara su utilidad natural, como valor de uso. Por su parte, una cosa no tiene valor de canje sin valor de uso, es decir, sin representante natural de trabajo.” (1465)

La primera afirmación está completamente equivocada. Marx tenía ante sus ojos multitud de valores de uso que —en su vocabulario— no tenían incorporada absoluta-mente ninguna cantidad de trabajo, pero que tenían valor de cambio, y un valor de cam-bio muy alto. Sólo el apego a su teoría pudo llevarlo a formular semejante aberración. Él mismo dice que los objetos sin valor (no tienen trabajo incorporado) se intercambian, y con altos precios.

Si algo es preferido por la gente —poco o mucho— quiere decir que tiene demanda, y si tiene demanda tendrá indefectiblemente valor de cambio, aunque no haya requerido ningún trabajo, es decir, aunque en términos de la teoría de Marx, no tenga ningún va-lor. Aquí se ve claro que, según Marx, el valor no tiene nada que ver con el valor de mercado o precio, o valor de canje. No obstante, Marx insiste en que el valor (su “va-lor”) oscila alrededor del precio.

Objetos naturales, u objetos naturales estéticos, entre otros, tienen gran valor de can-je, y no demandaron ningún trabajo. Más aún si tienen un uso determinado, por ejem-plo, curativo.

En cuanto a la validez de la segunda afirmación, todo depende de lo que se entienda por “valor de uso”, aunque parezca obvio.

Aceptaré inicialmente, como Marx, que algún valor de uso si es aceptado por la gen-te (tiene algún tipo de demanda). Pero algo que no tiene valor de uso en un momento dado puede tenerlo en otro, y en una proporción capaz de llenarnos de asombro. Y esto es totalmente independiente —a diferencia de lo que piensa Marx— de si tiene o no tra-bajo “materializado” en él.

Este problema se ve más claro en el caso de que se emplee la expresión “trabajo so-cialmente necesario”. Si un bien nuevo tiene trabajo socialmente necesario sólo se sabrá en el caso de que tenga alguna demanda o valor de uso. Es la demanda la que dirá, y en qué proporción, si el bien contiene trabajo socialmente necesario. Si la demanda no se produce, el trabajo —que podrá ser extraordinario, cualquiera sea el sentido de esta ex-presión— no será social ni necesario.

Si algo tiene valor de uso es porque la gente lo cree así, aunque en rigor el objeto o servicio no ejerza finalmente el efecto que se espera de él (como uso) salvo en el sentido de que alimenta o satisface las fantasías de quienes lo compran y utilizan. Esto aparece más claro en las medicinas, los sermones, y en muchos servicios, especialmente los psi-cológicos, entre otros.

198. “El salto de agua, como la tierra en general, como toda fuerza de la naturaleza, no tiene valor alguno, porque no expresa ningún trabajo materializado en él…” (1466)

En el sentido de Marx, evidentemente no tienen valor, y sin embargo tienen valor de uso, son demandadas por la gente, y poseen un alto valor de cambio.

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Si no tienen valor, ¿por qué los hombres se pelean por ellas, independientemente de la renta que pueden presumiblemente dar, inclusive cuando esta ni remotamente existía, y aun cuando las sociedades eran sólo recolectoras?

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La naturaleza tiene valor —y posteriormente valor de cambio— porque es objeto de las ideas de las personas, que proyectan en ella algún hacer. El valor de la naturaleza es anterior al trabajo, si bien no anterior a la sociedad. Al contrario: el trabajo existe como consecuencia de las ideas de las personas, las cuales ven en la naturaleza cierto valor que otros no advierten. Las ideas nos hacen reparar en usos posibles de los bienes de la naturaleza, y encontrar valores de uso y de cambio antes ocultos o no manifiestos. Allí reposan la creación y el descubrimiento, es decir, la maravilla de lo imprevisto y lo in -concebible, pero finalmente real.

Capítulo XXXIXPRIMERA FORMA DE LA RENTA DIFERENCIAL

199. “La determinación del valor de mercado de los productos, es decir, también de los productos del suelo, es un acto social, aunque un acto social inconsciente y rea-lizado sin intención, que necesariamente se basa en el valor en [de] cambio del pro-ducto, no sobre el suelo y sus diferencias de fertilidad.” (1476)

Marx describe esta situación con un propósito crítico. Cree que el valor de cambio (el precio) es un producto de las relaciones sociales en las que no se tiene en cuenta, en este caso, la calidad del suelo y sus diferencias de fertilidad, por ejemplo. Inmediata-mente antes había escrito: “Esta es la determinación por el valor de mercado, tal como se impone sobre la base del orden de producción capitalista por medio de la competen-cia; esta crea un valor social falso.” (1476)

Esto es un error. Los consumidores o compradores, en otras palabras, la demanda, tienen muy en cuenta —mucho más que los burócratas planificadores— las calidades de los suelos, las diferencias de fertilidad, los cultivos más rendidores a aplicar a los tipos de suelos, y las calidades de las semillas, entre otros muchos factores a considerar. Lo fantástico del precio es que constituye una síntesis del conjunto de estos criterios, según “el trabajo socialmente necesario”. El precio no es nunca una emergencia caprichosa, como sí lo sería cualquier apreciación de una persona o conjunto de personas (los plani-ficadores), desligados de los intereses y las responsabilidades de usar el suelo para tener una ganancia y acumular capital.

Si el mercado es libre o relativamente libre, el precio nunca es falso: es el único me-dio veraz para saber qué quiere la gente. Y fuera de él no hay ningún otro procedimien-to. Entonces, en su lugar, sólo habrá lo que crean que debe haber los planificadores con sus órdenes o mandatos.

Lo que estos argumentos de Marx revelan es que no comprende la naturaleza del mercado, cuya función social es la de procesar y producir información sin ningún pro-pósito, información que de otra manera sería inaccesible. Como decía Friedrich Hayek, ninguna junta de sabios eminentes, y menos los planificadores o los “productores aso-ciados”, por más omniscientes y metódicos que sean, podrán saber lo que quiere la gen-te, y menos todavía lo que querrá.

Sólo la compulsa del mercado, por más imperfecto que sea (siempre lo es) nos pro-veerá de esa información esencial para estimar qué, cómo, cuánto y cuándo producir.

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Sólo el mercado puede decimos si la unidad productiva trabaja mejor, peor o regular, y cuáles de ellas son más creativas e innovadoras. Sin el mercado, “los productores aso-ciados” no sabrán nada de la productividad, ni de las calidades del trabajo y de sus pro-ductos. Como decía Engels, sin sus precios “estaríamos ciegos”

Capítulo XLVIIILA FÓRMULA TRINITARIA

200. “Vimos, además, que el capital (...) extrae, en el proceso de producción social que le corresponde, una cierta cantidad de supertrabajo de los productores directos o los obreros; supertrabajo que saca sin equivalente y que, por naturaleza, siempre sigue siendo trabajo forzado, por mucho que parezca como resultado de libres acuerdos contractuales.” (1593)

“Trabajo forzado”: en toda sociedad, en un sentido general —la necesidad de sobre-vivir fuerza a trabajar, de otra manera nos moriríamos— el trabajo es forzado. Esto vale especialmente para los socialistas: cuando se hicieron del poder, los marxistas recupera-ron entusiastamente los aspectos más siniestros de la apología bíblica: “El que no traba-ja no come”, insistieron sus jefes. Allí, a diferencia de lo que sucede en el capitalismo, donde el trabajo no es institucionalmente obligatorio, no sé tienen ni noticias de “los li-bres acuerdos contractuales”. Allí hay que trabajar sí o sí, donde sea que lo manden al trabajador, como decía sin apelación Trotsky. Desde los inicios de la Unión Soviética —y en todas partes donde se hizo la experiencia— hasta la implosión final en 1989 y 1991 impusieron la coacción física más evidente.

201. “El supertrabajo en general, trabajo por encima de las necesidades existentes, tiene que existir siempre. Tanto en el sistema capitalista, como en la esclavitud, etc. [¿también en el sistema comunista?], sólo tiene una forma antagónica y se completa con la ociosidad absoluta de una parte de la sociedad.” (1593-1594)

¿Cuál es la “parte de la sociedad” que goza de una “ociosidad absoluta”? Aparente-mente, los señores feudales, los obispos y cardenales, los capitalistas y empresarios, y aun los intelectuales, entre algunos más. Pero ninguna de estas categorías sociales goza de un “ocio absoluto”, si bien parece que tienen un poco más de ocio que el campesino o el obrero.

Todos ellos fueron, además, roles esenciales, y de ninguna manera inútiles o innece-sarios. Formaban y algunos forman parte de un sistema, intrínsecamente cooperativo —cualquiera fuera— en el proceso histórico y evolutivo de los grupos humanos. Sólo una visión limitada de artesano y pequeño burgués puede calificar la existencia de esos roles como de ociosos o innecesarios.

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202. “Es uno de los aspectos civilizadores del capital el exigir ese supertrabajo en una forma y condiciones tales que son más beneficiosas para el desarrollo de las fuerzas productivas, para las relaciones sociales y para la creación de los elemen-tos para el progreso, que en tiempos de la esclavitud, de la servidumbre, etc. Lleva así, por una parte, a una situación en que desaparecen las necesidades y la mono-polización del progreso social (comprendidas las ventajas materiales e intelectua-les) por parte de un sector de la sociedad a costa de otro; por otra parte, aporta los medios materiales y el germen de un orden de cosas que permite aunar, en un esta-do avanzado de la sociedad, ese supertrabajo con una limitación del tiempo dedica-do al trabajo material.” (1594)

Después de aporrear de insultos e improperios al capital y a los capitalistas Marx reivindica al capitalismo señalando su absoluta “necesidad histórica” y su irremplazable contribución al progreso humano material e intelectual (yo preferiría ‘espiritual”)! con lo cual demuestra cuán injustas e inútiles eran sus continuas denostaciones.

Pero en este diagnóstico se excede: piensa que el capitalismo lleva “a una situación en que desaparecen las necesidades”. Ningún sistema social lleva, llevó o llevará a una situación semejante. Es al revés: en la medida en que una sociedad es más compleja, con más producción y productividad, las necesidades humanas aumentarán, precisamen-te porque abre más posibilidades a las actividades humanas y a la expansión de la mis-ma persona, que se torna también más compleja, tanto en el plano de los goces materia-les como en las apetencias espirituales.

Por otra parte, según este párrafo de Marx, el capitalismo “aporta los medios mate-riales y el germen de un orden de cosas que permite aunar, en un estado avanzado de la sociedad, ese supertrabajo con una mayor limitación del tiempo dedicado al trabajo ma-terial”. Seguramente pensó este final para la etapa ya del socialismo. Pero no fue así: eso ocurrió en el capitalismo avanzado. En cambio, en los países socialistas del siglo XX el tiempo dedicado al trabajo era mucho mayor, las condiciones de trabajo mucho peores, sin contar con que en algunos de ellos existió la esclavitud.

203. “La verdadera riqueza de la sociedad y la posibilidad de constante aumento de su proceso de reproducción no depende, pues, de la duración del supertrabajo, sino de su productividad y de la mayor o menor prosperidad de las condiciones de pro-ducción en que tiene lugar.” (1594)

Y ningún sistema conocido —y menos los socialistas, a través de sus múltiples ex-periencias en el siglo XX— ha desarrollado tanto la productividad como el capitalismo. De ahí la inmensa riqueza que creo, reconocida por el mismo Marx, y que se torna evi-dente para quien conozca la historia de Occidente de los últimos doscientos años.

Este argumento de Marx desdice sus anteriores comentarios: no es la “explotación” —supertrabajo o plusvalía— la base del capitalismo sino la expoliada necesidad de in-crementar la productividad.

204. “La libertad de hecho comienza en el punto en que cesa el trabajo determinado por la necesidad y la conveniencia normal; por su naturaleza misma, cae fuera de la esfera de la producción material.” (1594)

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Según Marx, entonces, la libertad aparece cuando se han superado las necesidades y cesa el trabajo material (como opuesto al trabajo intelectual o espiritual). Con alta pro-babilidad —es cierto que impresionística— esta es la perspectiva particular, una perspectiva muy específica ligada a un rol, que Marx pretende universal y metafísica, desde su cosmovisión antropológico-filosófica.

Pero la libertad —que es un horizonte de posibilidades y probabilidades— surge precisamente de límites: es por ellos y contra ellos (sujetos a discriminaciones críticas y tentativas) que podemos reconocer la y apreciarla. De ahí que esté ligada íntimamente a la necesidad, al punto de que es posible decir que sin necesidad no existe la libertad, o, en otras palabras, las posibilidades de discriminar para poder elegir entre cursos de ac-ción contrarios y aun contradictorios.

La condición de toda vida es actuar en pos de un óptimo probable en los resultados de esa acción. Y esta se desata porque las formas vivas se hallan ineluctablemente acu-ciadas por la necesidad. Más que otro ser vivo —infinitamente más—, la persona está sometida a necesidades permanentes y crecientes, sólo morigeradas por un esfuerzo per-sonal para construirse a sí mismo.

Precisamente por eso es más libre: es consciente para elaborar con sentido crítico su posibilidad y definir límites tentativos, siempre inciertos: debe y puede elegir más que otras formas biológicas. La persona es el agente de la acción electiva y el sujeto de la li-bertad, no en tanto supere la necesidad, sino en tanto la comprenda y estipule sus lími-tes.

Son los dictados de la necesidad los que nos fuerzan a escrutar nuestras posibilida-des de acción y creación. Y estas no son sino ideas acerca de cómo coordinar fines y medios, y tramar una compatibilidad relativa. Los grados de libertad —la manifestación empírica de la libertad— pueden ser mayores o menores en la medida en que las posibi-lidades de elegir sean mayores y menores en términos de las exigencias biológicas y culturales dadas, o de las condiciones sociales y particulares de la situación.

Es de nuestra capacidad de lucha y de nuestra inteligencia ampliar el espacio para elegir (acción electiva) frente a esas exigencias y esos condicionantes sociales, pero también todo este plexo depende del azar personal y/o histórico. La libertad también im-plica ambigüedad, creación y catástrofe, porque siempre es una tentativa y un ensayo, donde acecha el error, incluso el abismal.

Marx menciona constantemente que el reino de la libertad está más allá de la necesi-dad, lo que yo traduciría por el reino de la muerte. Estas ideas son un residuo místico de su impronta romántica y adolescente, heredada de Rousseau.

205. “Así como el salvaje tiene que luchar con la naturaleza para satisfacer sus nece-sidades, para su conservación y reproducción, el civilizado también, en todas las formas de la civilización y de la producción.” (1594)Ahora Marx nos dice que las necesidades estarán siempre ahí —lo que es obvio— y

que jamás se satisfarán. No habrá nunca un “más allá de la necesidad” como dijo antes. Necesidades, además, no meramente biológicas y materiales, sino, en mucha mayor pro-porción, inmateriales (sociales y psicológicas) que reposan en el plano de los servicios, donde no hay obreros.

Necesidades que tienen poco que ver con la conservación y la reproducción. Marx sólo ve estos aspectos “materiales”; no ve las necesidades omnipresentes del prestigio, el amor, la superioridad sobre los otros, el deseo de dominarlos, entre otros, intereses, todos tan violentos —y frecuentemente crueles— además de urgentes, como los “mate-riales”. Todos, por otra parte, componentes inextirpables de la naturaleza humana.

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206. “Con su desarrollo [el del hombre civilizado] se ensancha este reino de las ne-cesidades naturales, porque aumentan estas, pero también aumentan las fuerzas productivas para satisfacerlas. A este respecto, la libertad sólo puede consistir en que el hombre socializado, es decir; los productores asociados, regulan racional-mente el cambio de materias con la naturaleza, lo controlan en vez de dejarse domi-nar por él, como una fuerza ciega; realizarlo con el menor empleo de fuerza y en las condiciones más adecuadas a la dignidad natural del hombre. Pero aquí nunca se sale del imperio de la necesidad. Más allá empieza el desarrollo de fuerza huma-na, con la persona como último fin, el verdadero reino de la libertad; pero ha de descansar siempre sobre la base de ese imperio de la necesidad. La condición bási-ca es el acortamiento de la jornada de trabajo.” (1594)

Que las fuerzas productivas aumenten —como si este aumento se diera como des-contado e inevitable— no quiere decir que las necesidades sean alcanzadas alguna vez por el avance de las fuerzas productivas, aun aceptando que estas crezcan, y lo hagan sin grandes problemas.

Mi hipótesis, en cambio, es que la distancia entre las necesidades y las fuerzas pro-ductivas destinadas a satisfacerlas, por lo menos es constante para cualquier sociedad, sobretodo si se tienen en cuenta las decisivas necesidades psicológicas y sociales, que incomprensiblemente Marx no menciona.

Por este trozo —en el que enuncia rasgos fundamentales de su utopía— podemos saber en qué consiste la libertad para Marx: sólo puede consistir en que los “productores asociados” —misteriosa y mística expresión sobre la cual no aporta ninguna precisión teórica ni empírica, a pesar de su vital importancia— harán que los intercambios con la naturaleza sean regulados y controlados por la racionalidad y la conciencia, a fin de que los seres humanos no sean meros títeres de ella.

Esto es tan loable que todas las sociedades de todos los tiempos lo han procurado empeñosamente, a través de la religión, la filosofía, la técnica o la ciencia, es decir, a través de sus culturas. Todos los grupos humanos han intentado controlar la naturaleza, o su medio, y especialmente a las propias personas que los integran, rasgo esencial que Marx pasa por alto.

Lo que ha demostrado la experiencia histórica es que la naturaleza —y la naturaleza humana— es extremadamente complicada y difícil de entender, y está —lo mismo que la persona y el mismo grupo— todavía incalculablemente lejos de poder ser controlada y dominada. Aunque siempre, y para menesteres inclusive menos ambiciosos que estos, debemos ser lo más racionales que nos sea posible, el uso de la razón más impecable no basta.

Sería la mayor irracionalidad pensar que la razón tiene poderes ilimitados, aunque reconozcamos su indispensabilidad y también sus deslumbrantes maravillas. Como la razón —o nuestra razonabilidad— está en desarrollo, o, en otras palabras, en un proceso evolutivo cuyo propósito y fin desconocemos, y desconoceremos siempre, según la do-tación genética del homo sapiens actual, el misterio la rodea y sobrepuja.

Por otra parte, la razón trabaja con las sugerencias insondables de la intuición y de la imaginación, y de sus parámetros inaprensibles, que parecen provenir de procesos natu-rales anteriores a la conciencia, tal como se puede aceptar, al menos provisoriamente, si observamos las creaciones de Mozart o Galileo, Quevedo o Darío, Darwin o Cervantes, Lugones o Ravel. Es decir, en todo arte, toda ciencia, y todo saber.

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Más aún: la cruel experiencia, en la medida en que se convirtió en aprendizaje, nos ha enseñado que aquello que parecía el resultado más irrefutable del ejercicio de la ra-zón, tropezaba estruendosamente con la realidad a la que ella se refería y nos conducía, en la descarada praxis, a las mayores calamidades, aquellas precisamente que queríamos evitar Así aprendimos una verdad eterna: “El camino al infierno está empedrado de bue-nas intenciones”. De ahí que, en la estimación de la conducta humana, si bien la consi-deración de las intenciones es una instancia necesaria, lo fundamental, y más importan-te, son sus consecuencias éticas reales.

Desde que existe, la persona trata de escapar a las coerciones de las fuerzas ciegas que le dieron origen, y trata de lograrlo mediante ensayos que contienen grandiosos lo-gros y a veces lamentables errores. Todas las sociedades han procurado este fin “con el menor empleo de fuerza”, aun en los campos de trabajo forzado de las experiencias so-cialistas.

Qué extraño suena esta frase final en un hombre —y gran pensador— que predice una hecatombe indispensable para alcanzar la dictadura del proletariado y que, además, la promueve, bajo el estímulo sacralizante de la indignación moral. “La” revolución últi-ma y sagrada ¿será el medio para lograr “el menor empleo de la fuerza” en la produc-ción de las producciones, cual será “pasar del reino de la necesidad al reino de la liber-tad”? Marx empleó un lenguaje plagado de insultos, desprecio y soberbia, inclusive para los que fueron sus amigos y con más razón para los que disentían con él, sin ser enemi-gos. Esta violencia verbal vertebra toda su teoría, en cualesquiera de sus manifestacio-nes. Creía que la guerra “era la locomotora de la historia”, y con eso justificó la violen-cia más inconcebible, simplemente porque así se cumplirían determinadas “misiones” prefijadas —según él— del desarrollo humano.

Pero, seguramente para santificar sus intachables y meras intenciones, se despacha con “las más adecuadas condiciones a la dignidad natural del hombre”. Pero, ¿cuál es “la dignidad natural del hombre” y cómo la entiende Marx en el contexto que describe? Es una expresión metafísica, de raigambre antropológica, que requeriría, aunque más no fuera, un esclarecimiento elemental y provisorio, puesto que contradice la filosofía de la historia de Marx: allí no hay ninguna especie de apelación ni a la “dignidad”, ni a la “dignidad natural”, y menos a una ética de cualquier signo o contenido.

Al contrario: hay un rechazo explícito de la ética y de todo rastro de idealismo, de espiritualismo y de fines supraempíricos. Sólo en un contexto teórico en el que se acepte alguna construcción derivada de estos rechazos es posible aceptar, provisoriamente, la expresión “dignidad natural del hombre”.

El “más allá” que atisba se refiere otra vez sin duda al “más allá” de la necesidad, cuando empieza “el verdadero reino de la libertad”, fundado por los “productores aso-ciados”, armonizados por las iluminaciones de la razón infalible. En ese proceso, des-aparecerán la religión, la burocracia, la policía, las “clases”, y particularmente la políti-ca, que es la manifestación de todas ellas.

La libertad es concebida como el momento en que nos desembarazamos de las coac-ciones de la necesidad. Aunque aceptemos esto, todavía está el problema de decidir en-tre cursos de acción diferentes, contrarios o contradictorios, que nos obligarán a elegir entre alternativas penosas e inciertas, en el nivel personal y grupal, donde las opciones no son jamás evidentes.

Inesperadamente, Marx nos dice ahora que “el verdadero reino de la libertad” ... “siempre descansa sobre la base de ese imperio de la necesidad”. Aquellas coacciones que líneas antes nos había aclarado que habrían de desaparecer, están allí, otra vez, co-mo por arte de magia, imperturbables. Aparentemente, podemos admitir, en forma ten-tativa, que las necesidades iniciales serán “superadas”, pero, lastimosamente, también

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sucede que aparecerán otras, acaso más coactivas que las anteriores. Con todo, este con-tratiempo no será tan terrible como impedir que la persona será “el último fin”, aunque no sabe bien por qué, si las necesidades seguirán. Lo que en síntesis se puede decir es que esta es indudablemente la mejor camuflada de las utopías, o, en otras palabras, una utopía inconsciente, dado que Marx fue un enemigo irreconciliable de toda utopía.

De pronto, inopinadamente, y desligada de toda consideración lógica de la argumen-tación lírica que viene desarrollando, aparece una ruda y pedestre afirmación empírica, completamente terrenal y cotidiana, por cuya realización estaban luchando la aristocra-cia obrera de su tiempo, acompañada por intelectuales acomodados, políticos liberales notables, y personajes prominentes del sector privilegiado de la estratificación social: “La condición básica es el acortamiento de la jornada de trabajo”(1594). Aspiración esta que fue lograda en todos los países de desarrollo capitalista avanzado, si bien con limitaciones.

Capítulo XLIXANÁLISIS DEL PROCESO DE PRODUCCIÓN

207. “Es ante todo una falsa idea el considerar una nación cuyo modo de producción se funda sobre el valor; que sigue organizada en forma capitalista, como un organis-mo total que sólo trabaja para las necesidades nacionales.” (1617)

Si Marx quiere decir que el capitalismo es mundial, y que no tiene fronteras sino só-lo relativamente, en tanto las naciones, mediante políticas, interrumpe la circulación de los mercados, tiene indudablemente razón. Él fue uno de los primeros, y acaso el prime-ro y más insistente, en advertir el carácter intrínsecamente universal del capital. Hoy, que vivimos la época de la desnacionalización de los mercados, comprendemos lo que muchos se resisten a admitir, más allá de toda evidencia: los capitales no tienen patria. No son estadounidenses, ingleses, españoles o argentinos: no importa el origen: son ca-pitales y se guiarán exclusivamente por su dinámica. El capital trabaja para consumido-res, donde quiera que estén, así sea en el infierno, si hay allí alguna posibilidad, y no se someterán por ninguna razón a los límites de una nación, donde inclusive necesitarán productos y capitales externos, además de servicios.

En un sentido más restringido, sin embargo, podemos decir que cualquiera sea la cultura, la sociedad, y su historia, la nación constituye una organización total destinada —no conscientemente— a satisfacer las necesidades globales e individuales de sus miembros componentes. De lo contrario, se destruiría. Esto no quiere decir que no que-den necesidades —no siempre materiales— sin satisfacer.

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208. “Además, si cesa el modo de producción capitalista pero conservándose la pro-ducción social, la determinación del valor sigue predominando en el sentido de que la regulación de tiempo de trabajo, [l]a distribución del trabajo social entre los dis-tintos grupos de producción, y, finalmente, la teneduría de libros al respecto, ad-quieren mayor importancia que antes.” (1617)

Este es otro apunte de la utopía marxista. Aparentemente, la enigmática expresión “conservándose la producción social” significa que los intercambios continúan. A este respecto conviene recordar que en el comunismo desaparecerán hasta los intercambios98, según Marx. De acuerdo con mi interpretación, Marx quiere decir con “conservándose la producción social” que los intercambios siguen como antes de la abolición del capita-lismo. Formaría parte, por lo tanto, de la famosa “transición”, que ha permitido a tantos creyentes escapar a las refutaciones de la realidad. Todo lo que toma desagradable o in-fundada a la teoría se debe a que “estamos en la etapa de transición”, argumento que también podría sostenerse para defender al capitalismo.

La experiencia, tanto de la variedad extrema de las condiciones iniciales en que co-menzaron las sociedades socialistas del siglo XX, como de su desarrollo, que derivaron, en cambio, en sistemas sociales extraordinariamente semejantes, es aleccionadora: en ninguna de ellas se aplicó la teoría del valor de Marx, no obstante que todo vestigio de capitalismo se había eliminado de cuajo. La producción y distribución no fueron decidi-das, en ningún caso, ni siquiera por algún remedo de los productores asociados, sino por la burocracia política que, con ventajas que no alcanzaban en los países capitalistas, se quedaba con la parte del león de la plusvalía (o ganancia).

El conocimiento altamente perfeccionado de la teneduría de libros, sobre todo en los campos de trabajo forzado, no pudo hacer nada para mejorar los rendimientos socialis-tas. Contamos con datos fundamentales para saber quiénes eran los “productores asocia-dos”.

Capítulo LLA APARIENCIA DE LA COMPETENCIA

209. Ahora viene algo decisivo, que Marx no resuelve (su propia solución es para él insatisfactoria, algo que no había ocurrido en el Libro I o tomo I): el precio del tra-bajo o jornal, esa mercancía única por sus características, que ocupa un lugar clave en su teoría: “¿Cómo se determina pues el precio regulador del jornal, el precio al-rededor del cual oscilan sus precios de mercado? Diremos que por la oferta y la de-manda de la fuerza de trabajo. ¿Pero de qué demanda de fuerza de trabajo se tra-ta? De la demanda del capital. (...) Pero el valor de las mercancías se determina se-gún el supuesto, en primer término, por el precio del trabajo que las produce, o sea por el jornal. (...) La demanda de trabajo por el capital es igual a la oferta del capi-tal. (...) [Pero] Para determinar el jornal no podemos partir del capital, puesto que

98 Ver Critica al Programa de Gotha, ya citado.

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el valor del mismo capital viene determinado por el jornal. (...) Queremos hallar precisamente el precio natural del jornal, es decir, el precio del trabajo que no de-pende de la competencia, sino que, por el contrario, la regula. No queda sino deter-minar el precio necesario del trabajo, por las subsistencias indispensables del obre-ro. (...) El precio del trabajo está, pues, determinado, por el precio de las subsisten-cias necesarias, y el precio de las subsistencias, como el de cualquier mercancía, está determinado en primer término, por el precio del trabajo99. (...) Dicho con otras palabras: no sabemos qué determina el precio del trabajo. El precio del tra-bajo tiene precio sólo porque se lo considera como mercancía. Así; pues, para ha-blar del precio del trabajo tenemos que saber primero lo que es el precio. Pero de esta manera no podemos llegar a saber nunca lo que es el precio.

Vamos a aceptar, por lo pronto, que el precio del trabajo se ha determinado por esta forma tan curiosa.” (1625-1626)

Un trozo admirable y terminante: Marx reconoce que no sabe qué determina el pre-cio del trabajo —un punto nuclear de su teoría— ni sabe cómo llegar a saber lo que es el precio.

Es cierto: con la teoría de Marx es imposible saber, no sólo lo que es el precio, sino tampoco lo que es el precio de esa mercancía especial y crucial que es el trabajo, y me-nos aún el valor del trabajo, a menos que retrocedamos cobardemente hasta el omnipre-sente y maldito mercado, o al abismo del círculo lógico.

Marx propone primero determinar el precio del jornal (es decir, el precio del traba-jo) y afirma hacerlo mediante la demanda del capital. Pero dice que esto es imposible, porque el valor mismo del capital está determinado por el jornal (algo absurdo). Marx introduce aquí el tema de la competencia: “La competencia hace subir o bajar los pre-cios del mercado del trabajo”. (1626) Pero, de una manera incomprensible, Marx termi-na afirmando que ella (la competencia) no sirve porque “cesa de influir debido al equili-brio de estas dos fuerzas” [la oferta y la demanda se igualan].

Del hecho de que en un instante dado —el momento de una transacción, o (estadís-ticamente) de un conjunto de transacciones —la oferta y la demanda se igualen no se deduce que la competencia no exista o haya desaparecido. De su argumentación insoste-nible, Marx infiere ahora que debe buscar el precio natural del jornal, “el precio del tra-bajo que no depende de la competencia, sino por el contrario, la regula”. En esta asom-brosa frase, Marx dice ahora que el precio está antes que la competencia: la regula. Pero antes había dicho con insistencia que el “ejército de reserva” de los trabajadores sin ocu-pación, mediante la competencia, regulaba el precio de la fuerza de trabajo. Ahora no

99 Es decir, el patente círculo lógico que invalida su argumentación y que ya he subrayado. En 1849, en su polémica con John Weston, quc trata en “Salario, precio y beneficio” de Trabajo asalariado y capital —que ya he citado— Marx ya había visto este círculo vicioso: “... empezamos por la afirmación de que el trabajo determina el valor de la mercancía, y acabamos con la de que el valor de la mercancía determina el valor del trabajo. Así nos movemos de aquí para allá en un círculo vicioso y no llegamos a ninguna conclusión” (pág. 100). Y en la página siguiente (101) remacha: “Expresada en su forma más abstracta, la afirmación de que ‘los salarios determinan los precios de las mercancías’ viene a convertirse en la de que ‘el valor se determina por el valor’, y esta tautología significa en realidad que no sabemos nada sobre el valor.”

Sin embargo, en la página 136 hace suya esta tautología, la que vuelve a transcribir en plenitud en el Libro Primero de El Capital, y también en el Libro Tercero, con el mismo desconcierto final de 1849: “no sabemos qué determina el precio del trabajo”.¿Quién era John Weston? Era empresario y miembro del Consejo General de la Internacional. En una car-ta dirigida a Engels y fechada el 4 de noviembre de 1864, Marx da algunos datos de él: “Además, un viejo owenista, Weston —hombre amable y simpático y actualmente fabricante— ha presentado un programa extraordinariamente extenso y terriblemente confuso”. (Trabajo asalariado y capital, ya citado, pág. 76).

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sabemos qué quedó de todo eso. Antes creíamos —y él mismo la afirma muchas veces— que el precio es regulado por la competencia; ahora sostiene lo inverso.

Se olvida del precio natural. Descubre entonces que el precio necesario esta fijado o determinado por el precio de las subsistencias indispensables del obrero, las cuales son meramente mercancías. Pero, si es así, el precio de la mercancía “trabajo” estaría determinado por el precio de otras mercancías (aquellas que el trabajador consume); al mismo tiempo, dice Marx, el precio de estas subsistencias está determinado por el pre-cio de la cantidad de trabajo incorporados a ellas, lo que conforma un círculo nítidamen-te vicioso que, aparentemente, la misteriosa dialéctica no puede ni pudo superar.Ante tal situación, Marx acepta resignado, después de tantas excursiones fracasadas: “no sabemos qué determina el precio del trabajo”. Sorprendentemente, nos dice que “te-nemos que saber primero lo que es el precio”. Lo que demuestra que su teoría es inca-paz de saber lo que es el precio, y menos el precio del trabajo. Por eso agrega: “Pero de esta manera no podemos llegar a saber nunca lo que es el precio” (1626). Ni tampoco el valor —en términos de su propia teoría— del trabajo (que es diferente, como toda mercancía —según Marx— del precio de la fuerza de trabajo). Si toda mercancía con-tiene trabajo no pagado, o plusvalía, ¿cuál es el trabajo no pagado de la mercancía “tra-bajo”?

Finalmente, dice Marx: “Vamos a aceptar por lo pronto, que el precio del trabajo se ha determinado en esta forma tan curiosa” (1626). Esta oración, completamente des-colgada, meramente una pantalla para encubrir un problema irresuelto, deviene curiosí-sima. Dice exactamente lo contrario de lo que acaba de sostener: que el precio de la fuerza del trabajo no ha sido determinado en ninguna forma, ni siquiera en una forma “curiosa”, y que es casi seguro que no podrá jamás ser determinado desde la teoría de Marx.

210. “No hay otro remedio que explicar la cuota de beneficio, y, por tanto, el benefi-cio, como un aumento inexplicable al [sic] precio de las mercancías, determinado en cierto grado por el jornal.” (1627)

“No hay otro remedio”, “aumento inexplicable”, “en cierto grado”, revelan hasta qué punto la teoría económica de Marx es incapaz de resolver, ni siquiera tentativamen-te, los problemas que ella misma se planteó, desde los imperativos de su coherencia in-terna.

211. “En una palabra: la competencia debe encargarse de explicar todo lo que los economistas [¿burgueses o marxistas?] no han comprendido, mientras que, a la in-versa, los economistas deberían explicar la competencia.” (1627)

La competencia es una abstracción, un elemento del utilaje conceptual necesario pa-ra elaborar teoría. La competencia, en principio, no explica nada. Incorporada a teorías, en cambio, sí, si bien esto depende de la naturaleza de la teoría de que forme parte. Apa-rentemente, deriva de la comprobación empírica de que en las relaciones sociales hay ri-validades y disputas acerca de bienes tangibles e intangibles (servicios, símbolos, fanta-sías). En una perspectiva más elaborada, la competencia es opuesta a la lucha. Esta su-pone que no hay reglas: todo vale. La competencia implica, en cambio, reglas (nunca perfectas) que garanticen —en alguna medida si hay consenso— “justicia” e igualdad

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frente a reglas y a las consecuencias de la disputa. Para Friedrich Hayek100, la competen-cia es un método de descubrimiento en las interacciones, transacciones o relaciones so-ciales. Yo digo que es también un método de cooperación. El mercado es el ámbito na-tural de la competencia y es también inevitable. La envidia, los celos, el resentimiento, la creación, la búsqueda de la verdad o el goce, revelan la permanencia e inviolabilidad de la competencia. El problema no es escapar a la competencia sino mejorarla, hacerla transparente, lo que constituye una tarea infinita, pero en cada instante posible, aunque con fracasos, dado que siempre estamos ensayando.

La naturaleza sociológica de la competencia no fue jamás comprendida por Marx porque nunca entendió el significado profundo del mercado que, sagazmente, en cam-bio, descubrió Adam Smith. En el plan económico, la usó siempre como “concurren-cia”. Además, ni la explicó ni trató de explicarla: la incorporó a sus argumentaciones como si fuera solamente un mero resultado de la rivalidad de los capitalistas que buscan engañarse entre sí o que procuran engatusar a sus probable clientes. En este contexto de ideas, la competencia es apenas una práctica inmoral más del miserable capitalismo.

212. “... el valor de la mercancía está determinado por la cantidad de trabajo que contiene, y el valor del jornal por el precio de las subsistencias necesarias, y que el excedente del valor sobre el jornal forma el beneficio y la renta.” (1628)

En la página 1626 nos había dicho que “el precio del trabajo se determina por sí mismo [sic]. Dicho con otras palabras: no sabemos qué determina el precio del trabajo”. Según la cita 212, en cambio, el precio del trabajo está determinado por ciertas mercan-cías (las de subsistencia), y las mercancías están determinadas por el precio del trabajo. Es decir, el mismo círculo vicioso que Marx descubrió —o denunció— en 1849.

213. “El precio medio del trabajo es una cantidad dada, puesto que el valor de la fuerza de trabajo, como el de cualquier otra mercancía, está determinado por el tiempo de trabajo necesario para su reproducción.” (1631)

¿Cuál es el tiempo de trabajo necesario para la reproducción del trabajo necesario de Cervantes en El Quijote..., es decir, su valor? ¿Y el de Edison, Pasteur, Ford, Debussy, entre otros? Marx ve únicamente el trabajo simple, no el complejo, ni el de alta comple-jidad, que no tienen absolutamente nada que ver con el cómputo de la cantidad de traba-jo físico. Los trabajos complejos son completamente distintos, en su naturaleza y su sig-nificado sociológico, al trabajo físico medido por la cantidad de tiempo, en lugar de la calidad del producto.

Es que Marx no ve la importancia decisiva de las ideas en todas las etapas de cual-quier proceso productivo, ni la capacidad de innovar y crear, donde el tiempo es incal-culable (puede ser un segundo o una vida), y sin embargo no tiene importancia sino por los logros no convencionales y los avances de lo nuevo.

Todas las argumentaciones de Marx se fundan en que el tiempo de trabajo es ato-místico, cuantitativo y medible, lo que sólo es realizable (aunque inaceptable) para el trabajo simple, es decir, bruto y mecánico.

Por otra parte, “el tiempo de trabajo necesario para la reproducción” del trabajo está determinado, según Marx, por el precio de las mercancías que constituyen las subsisten-cias necesarias del trabajador.

100 F. A. Hayek. Derecho, legislación y libertad, Unión Editorial, Madrid, 1978, 1979 y 1982, tomo III, p. 125.

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Sobre el problema de la miseria creciente

214. Planteo del problema: “Como ejemplo [de la validez relativa de las tendencias o leyes enumeradas por Marx en El Capital] podemos citar la famosa ‘ley de la mise-ria creciente del proletariado’. Los antimarxista han afirmado siempre la falsedad de esta ley y han deducido de ahí que el análisis de Marx es incorrecto. Algunos mar-xistas, por otra parte, se han interesado igualmente en demostrar que la ley es verda-dera... Ambas partes son culpables de la misma incomprensión del método de Marx. La ley en cuestión es deducida en un alto nivel de abstracción; el término ‘absoluta’ usado [por Marx] para definirla lo es en el sentido hegeliano de ‘abstracta’; no cons-tituye en ningún sentido una predicción concreta del futuro”101.

Esto es la que escribe el profesor de Harvard Paul Sweezy en 1941, en un libro que intenta rescatar la teoría de Marx.

Pero veamos lo que afirma el mismo Marx en el primer tomo de su libro: “A medi-da que disminuye el número de los magnates del capital, que usurpan y monopolizan to-das las ventajas de este proceso de transformación, se acrecen la miseria, la opresión, la servidumbre, la degeneración, la explotación, pero también la rebelión de la clase trabajadora, cada vez más numerosa y educada, unida y organizada por el propio me-canismo de la producción capitalista.” (560)

Esta cita es más que contundente: no hay la menor duda de que Marx no habla acer-ca de una miseria abstracta: habla de la realidad cotidiana miserable, del obrero en an-drajos, y de que en un futuro próximo esa situación será, inevitable e inexorablemente, cada vez peor, en la misma medida que el proceso capitalista avance, aunque existan es-porádicamente los espejismos de mejoras episódicas. Constituye, inocultablemente, una propuesta de predicción que quiere ser una predicción hecha y derecha. Si no fuera así, la crítica despiadada de Marx al capitalismo perdería su carácter panfletario y su sentido emocional, que induce una profunda indignación moral.

En esta cita existe también la formulación de un absurdo psicológico: que en esas condiciones de miseria, explotación, servidumbre y degeneración (nada menos), los obreros encontrarán medios y ánimos para educarse y, más aún) unirse para derribar el capitalismo, lo que implica cualidades psicológico-sociales inhallables en esas condicio-nes de vida.

Es la de Marx una visión romántica y lineal, totalmente irreal e ilusoria —como la de sus Manuscritos económico-filosóficos— del comportamiento humano.

Toda la justificación de Sweezy, destinada a sostener que Marx no dijo lo que que-ría decir, es decir, ocultar el hecho de que Marx hizo una predicción, se derrumba. No quiere admitir que el maestro, más allá de su misterioso e infalible método, ha sido completamente desmentido por el curso empírico del proceso histórico que pretendía predecir.

Pero veamos otra cita significativa de Marx sobre el problema que estamos conside-rando: “En fin, cuanto mayores son la capa de los Lázaros de la clase obrera y el ejército industrial de reserva, tanto mayor es el pauperismo oficial. Esta es la ley absoluta y ge-neral de la acumulación capitalista. Como toda otra ley, esta es modificada en su reali-zación por circunstancias múltiples, cuyo análisis no corresponde hacer aquí.” (470)

101 Paul M. Sweezy, Op. cit., pág. 32.

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Obsérvese que en la última oración dice que la ley puede ser modificada (sin decir en qué sentido) pero no suprimida, por circunstancias específicas. Se refiere a los altiba-jos del proceso capitalista, pero de ninguna manera a la inexorabilidad de la ley, ni a la inevitabilidad de su gravitación en el desenlace del proceso capitalista. De lo contrario, no habría ninguna ley. Y si bien es cierto que toda ley es abstracta, ella se refiere siem-pre al comportamiento de los procesos reales.

En la página siguiente (471), apenas unas líneas después, entre un vendaval de adje-tivos que subrayan la desprotección del trabajo obrero, y el empeoramiento constante e imparable de su situación, apunta Marx: “... a medida que el capital se acumula, tiene que empeorarse la situación del obrero, cualquiera sea su paga, elevada o baja.” (471) Habría que agregar: “para que se cumplan las sagradas escrituras”.

Y agrega: “Ella [la ley que vincula el ejército industrial de reserva con la acumula-ción de capital] implica una acumulación de miseria correspondiente a la acumulación de capital. La acumulación de riqueza en uno de los polos; es, pues, al propio tiempo, acumulación de miseria, trabajo abrumador, esclavitud, ignorancia, brutalidad y de-gradación moral en el polo opuesto, es decir, del lado de la clase que produce como ca-pital su propio producto.” (471)

Según estos testimonios ilevantables, ¿dónde está el carácter “abstracto” de las afir-maciones de Marx referidas a la pauperización, según el profesor de Harvard Paul Sweezy? En ninguna parte. Es una mala inferencia de un creyente que no quiere ver que la realidad ha desmentido su teoría. No hay la menor duda, entonces, que Marx predijo la miseria creciente de los asalariados, aunque reconoció que su salario transitoriamente subiera.

Es que Marx adoctrina desde la perspectiva de la sociedad tradicional o precapita-lista —por más que la odiara—, donde la riqueza de unos es la pobreza de los otros, y la violencia y el robo, antes que los intercambios pacíficos del mercado. No puede conce-bir una situación en que la creación de riqueza sea de tal magnitud, que todos ganen, aunque muy desigualmente.

Si, según una metáfora común, “la torta es más grande”, ¿por qué no podría ser po-sible que los más desfavorecidos puedan gozar de una porción mayor, no sólo en su par-ticipación concreta, sino también en sus posibilidades de vida más numerosas y mejo-res? La teoría de Marx contradice precisamente esta presunción: entonces no puede ex-plicar el formidable crecimiento de los estratos medios, a pesar de la multiplicación de su caudal demográfico, ni la movilidad ascendente de los sectores más bajos de la po-blación, ni el aumento generalizado en la participación de bienes y servicios de esos sectores, aunque sin duda siguen existiendo bolsones de pobreza.

Así como en las relaciones interpersonales, si uno es o está mejor beneficia a los otros, o coopera para que estos estén mejor, en las relaciones entre grupos y países el mejoramiento de unos beneficia a los otros. La competencia, ineliminable, es también un método de cooperación. Nada ganaría un país, en una época de intercambios genera-lizados, con la miseria de otro. Al contrario, sería una tragedia, o una fuente de grandes dificultades. Es que el sistema mundial de mercado es un sistema de creación, integra-ción, exploración, y también de aventura, en cuanto es incierto. Además, es un sistema abierto, no cerrado, lo que supone que se está haciendo, indefinidamente, en la impronta de un proceso evolutivo incalculable. No estamos en el mundo —admirablemente des-crito— del Cid Campeador.

Para Marx, la relación entre los capitalistas y los trabajadores es como la del Cid con las víctimas de sus saqueos, donde la acumulación de riqueza del primero es la con-dición de la miseria de los segundos. No es un sistema de creación de riqueza, como sí lo es la economía fundada en los intercambios del mercado. El mundo del Cid no es el

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mundo de las relaciones derivadas de la economía dineraria, y menos de la economía de la sociedad de alta complejidad, con su vasta red institucional, y sus mercados generali-zados.

Marx cree estar en un horizonte socio-cultural exactamente contrario: piensa que estamos —salvadas las distancias históricas— en los procesos de apropiación típicos del Cid. Por ejemplo, transcribe con aprobación, dado que confirma su tesis, lo que escribió el monje (sic) veneciano Ortes, del siglo XVIII: “... la abundancia de los bienes para algunos es siempre acompañada del absoluto despojo de lo necesario para muchos otros. La riqueza de una nación corresponde a su población y su miseria corresponde a su riqueza.” (472) En otras palabras, a más riqueza de una nación, más miseria.

Finalmente, Marx cita a Destutt de Tracy, haciendo suyas sus ideas: “Las naciones pobres son aquellas en que el pueblo se encuentra bien y las naciones ricas, aquellas en que es ordinariamente pobre”. (473) Estas citas —que ya recordé y comenté— dicen más sobre Marx, es decir, sobre las bases de su cosmovisión social, que un tratado exe-gético. Configuran los módulos ordenadores del pensamiento y la percepción cultural tradicionales. Lo que confunde en Marx y hace pensar que no es así es el hecho de que es un intelectual profundamente secularizado, y en esto es un representante del Iluminis-mo, y, por lo tanto, de la modernidad.

Después de examinar algunas estadísticas del Reino Unido entre 1846 y 1866, Ma-rx comenta: “Si los extremos de pobreza no han disminuido, se han acrecido, al crecer los extremos de riqueza.” (476) Lo que aquí infiere Marx no es que hay más pobreza (“no ha disminuido”, dice) sino que hay mucha más riqueza. Entonces, lo que en efecto ha aumentado es la desigualdad (existe más diferencia entre los extremos), pero no la pobreza, aquello que precisamente es lo que Marx quiere sugerir al lector (“a más rique-za más miseria”).

Si aumenta la riqueza lo más probable es que la desigualdad sea más grande. Pero si esto sucede, es muy improbable que parte o gran parte de la nueva riqueza acumulada no mejore los rangos inferiores de la estratificación social, dando origen a movilidad so-cial ascendente. De otro modo, no podríamos explicarnos la tremenda expansión de los estratos medios y sus consumos en los países avanzados, cuyos inicios son ya claros en la segunda mitad del siglo XIX, tanto en Europa occidental (Reino Unido, Francia, Ale-mania) como en Estados Unidos, a pesar de que el desarrollo capitalista recién comen-zaba.

Salvo el Reino Unido —y sólo parcialmente— todos ellos eran países donde la in-dustria ocupaba muy poco lugar en el conjunto de la economía. Hacia el año 2000, el as-censo de los sectores medios en los países capitalistas avanzados, apenas un siglo des-pués, es indiscutible. La producción de riqueza, realmente extraordinaria, acaso haya aumentado la desigualdad y estirado sus gradaciones, pero de ninguna manera ha provo-cado miseria: al contrario, la ha disminuido drásticamente.

Dos epistemólogos102, a 58 años del intento de salvataje realizado por el profesor Sweezy de las hipótesis de Marx, especialmente la que se refería a la pauperización cre-ciente de los trabajadores, insisten en sostener que las tesis del maestro no han sido refu-tadas: “... se ha dicho muchas veces que el pronóstico que hace el marxismo acerca de la inexorabilidad de una revolución social en la sociedad capitalista, después del fenómeno de la miseria creciente y la acumulación de capitales, ha quedado refutado porque ni la sociedad inglesa ni la norteamericana llegaron a la revolución social pronosticada.”103

102 Gregorio Klimovsky y Cecilia Hidalgo. Op. cit.103 Ibíd. pág. 186 y 187. También León Trotsky, en El pensamiento vivo de Marx, Editorial Losada, Bue-nos Aires, 1948 [1940] procura salvar la predicción sobre la miseria creciente”. Ver página 25 y siguien-tes de esa edición.

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Es claro que el “pronóstico” se refiere al futuro e incluye la afirmación de que algo preciso, aunque quizá general, ocurrirá. Es en suma una predicción, aunque tal vez —en principio— no científica, en la medida en que el pronóstico no contendría el fundamen-to de una teoría, de la que debería ser una consecuencia lógica contrastable, si fuera una predicción. Pero este no es el caso del marxismo: incluye decisivas predicciones —mez-cladas con profecías— que son justamente las que le confieren gran relevancia en las ciencias sociales, aparte de su filosofía de la historia y de su antropología filosófica.

Todos los marxistas, entre ellos los más prominentes, hicieron predicciones de gran relevancia acerca del desarrollo capitalista —en muy diferentes aspectos— así como de su fin, de la revolución socialista, del fascismo y el imperialismo, y de la sociedad so-cialista en construcción, en particular, la del socialismo real en Rusia y otros países, in-cluidos China, Cuba, Checoslovaquia y Alemania del este. Tanto las predicciones —de todo tipo— referentes al capitalismo, y al comportamiento de la “clase obrera”, como las que tenían que ver con las experiencias socialistas, resultaron unánimemente falli-das, globalmente consideradas y en particular, es decir, examinando casos y circunstan-cias históricas específicas.

Sin embargo, Klimovsky-Hidalgo proponen una hipótesis ad-hoc para sostener que no hubo ninguna refutación. Esto se logra —según los epistemólogos— “afinando las conclusiones metodológicas [?] “... aquí hay que afinar las conclusiones metodológicas, pues lo que pasó en realidad fue que tanto el estado como los, economistas, lejos de de-clarar inválidas las hipótesis marxistas, tuvieron muy en cuenta sus pronósticos y, por ello, tomaron medidas que impidieron la inexorabilidad de la revolución anunciada. Así, el plan Marshall, las inversiones del gobierno, la inflación [?], fueron medidas para evi-tar, de alguna forma, la miseria creciente. De hecho, esto último no se produjo y al no haber miseria creciente (inexorable), las condiciones que Marx creyó encontrar para que tuviera lugar la revolución social no se cumplieron. Por otra parte, la estructura de la po-licía y el ejército en esos países fue cambiada bruscamente.”104

Esta inconexa argumentación, vaga y arbitraria en datos y supuestos esenciales (basta pensar en la inflación como “valla” para la miseria creciente, o la absurda refe-rencia al plan Marshall, acerca del cual se nota que los autores no conocen nada), procu-ra hacer olvidar el hecho de que ni Marx, ni Engels, Lenin, Trotsky o Kautsky, jamás di-jeron, ni siquiera como posibilidad (lo que hubiera invalidado las bases de su teoría) que el capitalismo pudiera salvarse de la miseria creciente, o de su fin ignominioso porque, munidos de las verdades marxistas, los capitalistas (¡en el gobierno!) podrían usarlas pa-ra defender su sistema y tornar imposible el socialismo.

Marx, y los marxistas más prominentes, sostuvieren siempre —con corrección lógi-ca y metodológica impecable, aunque no sin vacilaciones y disidencias— que el capita-lismo caerá inevitablemente y que, además, caerá según las previsiones de la teoría, no por alguna razón completamente diferente. Como dice Marx en una carta a su entonces amigo Ruge de 1848: los obreros harán la revolución “¡Quiéranlo o no!”

Es decir, la “miseria creciente”, “la” revolución, la caída del capitalismo y el triunfo del socialismo eran concebidos como fenómenos naturales, como partes, por ejemplo, del crecimiento de una planta (metáfora de Hegel que retoma Marx). De ahí que no se pueda hacer nada contra su realización.

Con su hipótesis ad-hoc los epistemólogos que he citado disuelven arbitrariamente, sin ningún fundamento, la teoría de Marx, aunque sin duda sin quererlo; más aún, pen-sando que la mantienen. Lo más importante es que esa hipótesis agregada no tiene nin-gún sustento histórico. Es falso que los políticos que fueron líderes de los Estados más capitalistas, o que los economistas de sus Estados, creyeran que las hipótesis de Marx

104 Ibíd., pág. 186-187.

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eran ciertas, si bien es verdad que tomaron en cuenta la agitación obrera promovida por anarquistas, socialistas y, en menor proporción, marxistas, entre otros grupos.

El plan Marshall tuvo como fin, en las condiciones catastróficas que dejó la guerra de 1939-1945, reanimar la economía de todos los países devastados, incluidos los venci-dos, a diferencia, en este caso, de la posguerra de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y de todas las guerras anteriores. Esa ayuda no impidió “la revolución”: no exis-tían en el ánimo de la gente de los países conmocionados o devastados por la guerra, y menos en las respectivas “clases obreras” de los países comprometidos en ella, las ganas ni las intenciones de hacer ninguna revolución, no obstante el gran peso político de los partidos comunistas de Francia e Italia.

Si Estados Unidos tomó la decisión de ejecutar el Plan Marshall, y otras medidas fundamentales de carácter institucional (la imposición de la democracia en todos los países vencidos y principalmente en Alemania y Japón) fue porque —en contra de todas las predicciones de socialistas, marxistas, e inclusive de muchos intelectuales no- mar-xistas— tenía recursos materiales, políticos y culturales para hacerlo.

En el año 2000 podemos ver que desde la última guerra mundial, el avance del ca-pitalismo, más allá de sus crisis, ha sido gigantesco. Esto no quiere decir que en un im-preciso punto del futuro no desaparezca Pero si esto ocurre será por razones enteramen-te diferentes a las establecidas en la teoría de Marx. Del mismo modo que las revolucio-nes socialistas del siglo XX —mal que les pese a sus alienados líderes— nada tienen que ver con la validez de la teoría económica, histórica o antropológica, del marxismo, en cualesquiera de sus variedades.

El testimonio empírico de estos últimos 150 años ha invalidado todos y cada uno de los “pronósticos” (los epistemólogos huyen de la palabra justa, “predicción”) explícitos o deducidos, por Marx, Engels, o alguno de sus seguidores.

En escueta y preciosa síntesis, Mijaíl Bakunin predijo con precisión el desenlace de la que sería la aplicación de la teoría de la revolución de Marx, si llegara a realizarse: “Esta [la revolución marxista] consistirá en la expropiación, ya sucesiva, ya violenta, de los actuales propietarios y capitalistas, y en la apropiación de todas las tierras y de todo el capital del Estado, el cual, para poder cumplir con su gran misión, tanto económica como política, deberá ser necesariamente muy poderoso y estar fuertemente concentra-do. El Estado administrará y dirigirá el cultivo de la tierra por medio de ingenieros afec-tados a ello y mandando ejércitos de trabajadores rurales, organizados y disciplinados para ese cultivo. Al mismo tiempo, establecerá, sobre la ruina de todos los bancos exis-tentes, un banco único, comanditario de todo el trabajo y de todo el comercio nacional.”

“Es concebible que, a primera vista, un plan de organización tan sencillo, al menos en apariencia, pueda seducir la imaginación de obreros más ávidos de justicia e igualdad que de libertad, de obreros [debería decir de ‘intelectuales y estudiantes’ o de ‘burgue-ses’; los obreros no se dejan seducir por teorías, sino por sueños o ventajas concretas —siempre de corto alcance— como las que otorgó Perón, por ejemplo] que locamente se imaginan que una y otra pueden existir sin libertad, ¡como si para conquistar y consoli-dar la igualdad y la justicia pudiéramos confiamos en el prójimo, y en gobernantes tan luego, por muy elegidos y controlados por el pueblo que se diga! En realidad, eso sería para el proletariado un régimen de cuartel, en el que la masa uniformada de los trabaja-dores y de las trabajadoras despertaría, se dormiría y viviría a los redobles del tam-bor.”105

Esta, exactamente, fue la situación del socialismo real dondequiera que se intentó realizar con la eliminación de la propiedad privada y el capitalismo, con el agregado de

105 Miguel Bakunin. Sobre la libertad. Ed. Proyección. Buenos Aires. 1975, pág. 147. Los agregados entre corchetes son míos.

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matanzas masivas justificadas por ideas opositoras, nacionalidades, categorías sociales, etnias, razas, religiones o proyectos políticos diferentes, aun dentro del aceptado marxis-mo.

Del mismo modo que Klimovsky-Hidalgo no analizan textos epistemológicamente significativos de Bakunin, Landauer, y otros anarquistas, tampoco examinan hipótesis relevantes de Herbert Spencer, Max Weber, Alexis de Tocqueville, Talcott Parsons o Friedrich Hayek, extraordinariamente pertinentes y fundamentales para un libro sobre epistemología en las ciencias sociales. Llama la atención que la única teoría considerada allí, junto a la psicoanalítica, sea la de Marx, con levísimas referencias a Max Weber y otros.

Por otra parte, afirmar que “la estructura de la policía y del ejército en estos países fueron cambiadas bruscamente” intenta sugerir que la salvación del capitalismo se debió a una generalizada represión, lo que es un invento, seguramente involuntario, de los au-tores. El ejército y la policía de la Unión Soviética eran sin duda los mejores y más asi -duos e implacables represores de los países conquistados y particularmente de la propia Unión Soviética. Por supuesto, esto no evitó que el socialismo se derrumbara solo.

Ni Estados Unidos, ni el Reino Unido, ni Alemania, Francia o Italia, cambiaron drásticamente su ejército o policía, ni combatieron ninguna “revolución”, a pesar de que los marxistas tuvieron una libertad absoluta para moverse a su antojo en todas las orga-nizaciones e instituciones de la sociedad civil y del Estado (¿burgués?). Allí, al contra-rio — y no obstante el mejoramiento del ejército y la policía (no su cambio drástico)— los niveles de represión bajaron —ahora sí— drásticamente.

Su situación era completamente distinta a la que tenían que soportar los pueblos en la Unión Soviética y en todos los países socialistas. Los sangrientos levantamientos de las masas desesperadas en Alemania, Checoslovaquia, Hungría y Polonia, son una leve y evidente muestra de una represión que no se dio en ningún país capitalista. No hubo ningún atisbo de “revolución” en ningún país capitalista; en cambio, una revolución li-bertaria estuvo constantemente rondando por toda el área socialista106, donde, ahí sí, “la estructura de la policía y el ejército” estaban orientadas a la represión arbitraria y siste-mática.

Es curioso cómo los epistemólogos olvidan datos científicos a tiempo cruciales y elementales para describir (no digamos explicar) procesos históricos y obscenamente empíricos, que puedan lesionar sus ilusiones y que están en los periódicos.

Lo que dicen estos, sin duda, muy serios epistemólogos, sobre situación en el capi-talismo mediante un ejemplo totalmente inventado (“un ejército de avanzada con armas electrónicas”) fue típico de los países socialistas, sin excepciones.

Para afirmar que Marx no se equivocó, aportan la idea —desde su aparente pureza científica— de que “la” revolución no se produjo en el seno del capitalismo debido a “un ejército de avanzada con armas electrónicas”, como si Marx hubiera aceptado que la revolución habría de detenerse por un simple mejoramiento de las armas. El argumento es histórica y científicamente espurio, además de lógicamente irrisorio desde la teoría original.

Apenas el conocimiento de lo que constituyó el “movimiento obrero” o el sindica-lismo, y hasta la mera incidencia cuantitativa del “proletariado” en el conjunto de la po-blación activa, habrían sido suficientes —como material empírico-histórico— para dar-

106 En 1967 yo trabajaba en la revista Análisis, de Buenos Aires, dentro de su redacción (no era un colabo-rador externo), Su director, Fernando Morduchowicz —gran periodista, que escribía admirablemente (ra-ra avis)— no me publicó un artículo en el que parafraseaba el comienzo del Manifiesto Comunista: “Un fantasma recorre el mundo de los países socialistas, el fantasma del capitalismo...” Eso era lo que yo de -ducía de la controversia sobre la economía soviética, en la que estaban empeñados Liberman, Birman y otros tecnócratas del sistema, especialmente en la Unión Soviética.

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se cuenta que Marx erró completamente en el comportamiento real de la “clase obrera” en la estimación de la “conciencia de clase”, y en su gravitación estructural (tanto políti-ca cuanto económica) en el conjunto del capitalismo avanzado. Basta estudiar el sindi-calismo en cualquier parte del mundo para darse cuenta que la “clase obrera” no fue ni es, en su acción social, lo que predijo Marx.

Y la teoría de este, en contra de la que convencionalmente suele sostenerse, no “re-presenta” a la “clase obrera” ni la representó jamás (no es la “teoría del proletariado”), ni es el instrumento para develar ni su significado sociológico, ni su comportamiento real, y ni siquiera el probable. Yo digo más: el marxismo es contrario al espíritu y la di -reccionalidad del comportamiento obrero, aunque, evidentemente, no es contrario a los latiguillos demagógicos movilizadores y agitativos que pueden extraerse de él, sobre to-do si están saturados de indignación moral o nacionalista (un elemento contrario al es-píritu marxista, que es internacionalista)

En ninguna parte la prédica marxista penetró en los trabajadores, aunque sí en estu-diantes e intelectuales acomodados. Los argumentos fascistas y nacionalistas (y nacio-nal-socialistas) en cambio, penetraron profundamente en ella y en sectores marginales o semimarginales de la población, así como en los estudiantes, intelectuales y artistas.

Esto explica por qué Marx erró completamente en predecir (o “pronosticar”) la na-turaleza tanto de las condiciones iniciales en que tendría lugar la revolución socialista, como en las características de sus desarrollos sociales y culturales, exactamente opues-tos a los anticipados por él, y en cambio totalmente congruentes con los anticipados por Bakunin.

Allí donde la propiedad privada se abolió y se eliminaron hasta los vestigios de la economía de mercado —no digamos meramente del capitalismo— hambrunas con dece-nas de millones de muertos, millones de trabajadores esclavos, además de manipulacio-nes físicas y psíquicas inconcebibles sobre la generalidad de la población, fueron la con-secuencia impensada —alienadas y alienantes— de la puesta en práctica de las ideas de Marx.

Estas experiencias alucinantes, aunque movidas por los insaciables apetitos huma-nos, no fueron el resultado de buscar el lucro individual: en ese caso, no hubieran causa-do mayor daño, ni este daño hubiera sido, de existir, masivo; y en la mayoría de los ca-sos hubiera sido, a la larga, beneficioso. Fue el intento de hacer realidad la utopía mar-xista, con sus pretensiones totalistas y omnipotentes, lo que desencadenó las tragedias.

Estas experiencias masivas se realizaron desde las condiciones iniciales más disími-les desde el punto de vista de las estructuras sociales implicadas, la cultura vigente y aun los momentos históricos, al punto de configurar un experimento natural, es decir, una situación de laboratorio donde las variables críticas se hallan controladas espontá-neamente, como sucede a veces en astronomía.

En estas experiencias estuvieron implicados países altamente desarrollados (Che-coslovaquia y Alemania) y países subdesarrollados; países africanos, europeos, asiáticos y americanos; países multirraciales y multiculturales; países cristianos (católicos, pro-testantes, ortodoxos), países musulmanes y budistas, entre otros, así como sus mezclas y variedades.

Los líderes y las cadenas de liderazgo fueron muy diferentes en sus características psicológicas y en su formación, aunque idénticos en su vocación dictatorial y en el fun-damento de su organización política, ferozmente represiva.

En todas estas experiencias, cualesquiera fueran las consecuencias concretas obteni-das —no las deseadas, que siempre son impecables—, fueron diametralmente antagóni-cas (el término que en Marx conjura al pensamiento “dialéctico”) a las anticipadas por el socialismo o el comunismo. Evidentemente, los instrumentadores de la infalible “dia-

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léctica” no alteraron, porque no las vieron, las contradicciones internas que destruirían su teoría, especialmente los antagonismos entre sus hipótesisy la realidad a la que ellas se refieren.

Klimovsky-Hidalgo pasan por alto la abrumadora cantidad de condiciones, situacio-nes y datos para operar, con un mínimo de rigor, la contrastación de la teoría marxista. Olvidan que las revoluciones socialistas se produjeron por razones completamente dife-rentes a las predichas por la teoría, y que sus desarrollos nada tuvieron que ver con una “asociación de productores” racionalmente orientados, ni con gobiernos “obreros” u “obrero-campesinos”, ni con la disminución (no digamos la abolición) del poder arbitra-rio del Estado, el ejército, la policía y la burocracia, sino su exacerbación. Menos toda-vía con el perfeccionamiento en la aplicación de los derechos humanos, civiles o indivi-duales, sino con su disminución permanente y sistemática.

En lugar de considerar estos hechos y de relacionarlos con los “pronósticos” de la teoría que hace referencia taxativa a ellos, los epistemólogos reescriben la formulación de dos predicciones de Marx para hacerlas pasar de refutada a no-refutadas: “Si actúan espontáneamente las fuerzas económicas del capitalismo y provocan la competencia de los dueños de los medios de producción, el abaratamiento de las mercancías y la compe-tencia comercial; si se produce acumulación de capital y los sueldos no aumentan; si la policía no toma medidas contra los obreros; si no hay un ejército con armas electrónicas que puedan ser empleadas contra los proletarios, etc. [sic], entonces se producirá la re-volución social.”107

Los autores culminan la nueva formulación: “De este modo, la ley [de Marx] sería válida, pues se cumpliría ampliamente.”108

Para Klimovsky-Hidalgo la rápida confirmación de las hipótesis científicas, en particu-lar si son marxistas, es fantásticamente sencilla: se trata de ampliar casi al infinito (etc.) las condiciones que deben requerirse pan hacer que se cumpla la ley. Así, si hay una condición que no se verifica, es posible sostener que la ley es válida, sólo que no se cumple porque faltó aquella condición.

Pero veamos más en detalle el contenido de la reformulación, de una ingenuidad desconcertante: aunque con obvios y preventivos reparos, porque nunca pueden actuar en estado puro, “las fuerzas económicas”, espontáneamente, “provocan la competencia de los medios de producción, el abaratamiento de las mercancías y la competencia co-mercial”, así como “la acumulación de capital y los sueldos no aumentan…”

Todas estas condiciones se dieron en los países capitalistas avanzados, con la posi-ble duda acerca de los sueldos, que no existiría en el caso de los marxistas dado que aceptan en general que son bajos, y a veces muy bajos. Esto quiere decir que, al menos hasta aquí, se dan las condiciones para que los obreros hagan la revolución.

Queda el problema de los instrumentos de represión. Sobre este punto se puede afir-mar resueltamente que, salvo alguna intervención policial (nunca el ejército) a fines del siglo XIX y a principios del XX —siempre en situaciones de conflictos particulares—, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido (los dos grandes países capitalistas del mundo) no se han dado casos de represión y menos de represión masiva y generalizada a los “proletarios”. Simplemente, no ha habido intentos de levantamientos obreros, ni si-tuaciones revolucionarias, cualquiera fuera su carácter. Basta pensar en las condiciones de Estados Unidos en los primeros años de la tercera década, después de la crisis de 1929, con millones de desocupados. No hubo allí ni el menor atisbo de revolución, ni jamás se usaron armas electrónicas para reprimir. Y este aspecto, fácilmente verificable en los libros de historia, muestra no sólo que las predicciones de Marx no se cumplie-

107 Klimovsky-Hidalgo. Op. cit., pág. 187.108 Loc. cit.

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ron: muestra también que esos “pronósticos”, reformulados en la versión Klimovsky-Hidalgo, son igualmente equivocados, más allá de su deficiente redacción.

Porque, en rigor, los epistemólogos nos dicen que sólo, y sólo si hay represión so-fisticada (policial y militar) no habrá revolución, puesto que las demás afirmaciones condicionales se verificaban. Por lo tanto, si no hay represión, debería darse la revolu-ción social. Y esta, evidentemente, no se produjo, ni en una situación tan extremada-mente traumática como la crisis de 1929, ni en las situaciones de guerra y posguerra co-nexas a 1914-18 y 1939-45

En síntesis, la ley de Marx no se cumpliría, ni aun en su formulación actualizada por Klimovsky-Hidalgo. Creo que aducir, para salvarla, que si bien no hubo represión hubo en cambio disuasión, es recurrir a una argucia insostenible: los trabajadores (sean “clase obrera” o “proletarios”) aportaban su consenso al sistema, más allá de las dificul-tades circunstanciales, a diferencia de lo que pensaba el primitivismo político intimidan-te de Lenin y de muchos intelectuales que sirven al Estado burgués, e inclusive al impe-rialismo además de pertenecer a los estratos más acomodados de la población, mientras sostienen la validez del marxismo (y hacen propaganda de él en la universidad burguesa donde ocupan cargos prominentes). Es que los obreros tenían para perder en la lucha muchísimo más que sus cadenas.

Un economista prominente del marxismo oficial, destacado asesor de la nomenkla-tura se mueve en este punto cerca de las explicaciones de Klimovsky-Hidalgo: “Por lo tanto, la teoría de la depauperización de la clase obrera es falsa como pronóstico y gene-ralización; por el contrario, es correcta como expresión de una tendencia inherente al modo de producción capitalista, que resulta de las leyes económicas de este modo de producción y que actúa allí donde no aparecen fuerzas sociales opuestas.”109

Es decir, la pauperización “es una tendencia” que resulta “de las leyes”, solamente donde no aparecen “fuerzas sociales opuestas”. Donde aparecen “fuerzas sociales opuestas” (objeto no identificado), ni siquiera queda la tendencia. Más incertidumbre es imposible. Después de esta contundente conclusión, lo más aceptable sería decir que no queda nada.

En síntesis, para contrastar las predicciones marxistas tenemos que tomar países ca-pitalistas, aislados o en grupos, o también al capitalismo globalmente considerado. En todos los casos, hay que recordar que para Marx el capitalismo se autodestruiría por sus mismas contradicciones internas: en algún momento que la teoría no explicita, el desa-rrollo de las fuerzas productivas chocará, inevitable y mortalmente, con las relaciones de producción y replanteará revolucionariamente esas relaciones haciéndolas compati-bles con el nuevo nivel de las fuerzas productivas, lo que implica la desaparición del ca-pitalismo.

Esto significa que la revolución presuntamente “obrera” sólo podrá producirse allí donde el capitalismo estuviera extraordinariamente avanzado, por ejemplo, Estados Unidos o el Reino Unido. Y precisamente allí, en contra de todas las predicciones de Marx y de los marxistas, nunca existieron indicios para que esa revolución pudiera pro-ducirse. En cambio, en los países de gran atraso económico desde el punto de vista del desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, con una fortísima componente de cultura tradicional, y una intelectualidad comparativamente numerosa, de sentimientos nacionalistas (antiimperialistas), con el agregado del impacto de ideas marxistas, es donde se produjeron revoluciones socialistas. Es que allí el sentimiento an-ticapitalista, antimoderno y nacionalista, con una población universitaria comparativa-mente grande, es muy fuerte. El marxismo está asociado a esas condiciones culturales, donde tienen gran importancia los sectores medios intelectualizados, y no los obreros

109 Oskar Lange. La economía de las sociedades modernas. Editorial Grijalbo, México, 1966, pág. 181.

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modernos, además de que la universidad es un atractivo emporio de prebendas, al igual que los centros de investigación.

Esto significa que no se cumplieron las previsiones de Marx: las revoluciones so-cialistas se desataron en aquellos países que, si bien habían sido tocados por las prolon-gaciones mundializadas del capitalismo, y su movilización psicológica concomitante, no se había arraigado en la estructura social, y menos en la cultura, especialmente en la universidad. Estas revoluciones no se pueden explicar por la teoría marxista (incluida la hipótesis de Lenin del “eslabón más débil”), sino mediante la adopción de premisas contradictorias con las que constituyen su punto de partida: las revoluciones socialistas se produjeron por la difusión de ideas anticapitalistas y antimodernas en los países don-de las fuerzas productivas y las relaciones de producción capitalistas provocaron gran-des resistencias derivadas de una base estructural y esencialmente cultural, de enorme contenido tradicional y antimoderno. El tronco de esta resistencia fue particularmente religioso, con un decisivo componente nacionalista (paradójicamente, un sentimiento originado en la modernización).

Pero era —y es— extraordinariamente fuerte en los extensos grupos secularizados (otro rasgo de la modernidad) de intelectuales tocados por ideas occidentales anticapita-listas —y en este punto coinciden con los grupos religiosos tradicionalistas—, pero esta-ban contra estos porque deseaban arrebatarles el poder o su papel político dominante, como también en la estructura política del statu-quo, en la que no podían penetrar.

Son estos factores culturales y estructurales de los países atrasados, que tienen su fundamento en una concepción tradicional del mundo y de la vida, conmovida en sus tuétanos por la penetración del capitalismo, y no el nivel de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, los que contribuyen a explicar mejor las revoluciones socialis-tas en los países atrasados.

Poco capitalismo, y no mucho, con un gran tradicionalismo preexistente y una am-plia intelectualidad, predominantemente universitaria, así como la penetración de una corriente de ideas modernizantes, son elementos fundamentales en el fermento revolu-cionario, además de un fuerte nacionalismo en su desarrollo.

La ínfima “clase obrera” y el campesinado —en general extenso— tienen escasa importancia dinámica, salvo como masas manipulables (y en este sentido decisivas) de enorme potencial tradicionalista, y de mentalidad y cultura políticamente primitivas.

Pero Marx no sólo fracasó empíricamente al pretender prever las condiciones del estallido de la revolución socialista (hecho que sus seguidores asumieron acríticamente como una confirmación de su teoría, cuando constituía en rigor su refutación): fracasó también en prever las consecuencias de la “construcción del socialismo” y de sus conte-nidos institucionales y éticos, que fueron en todas partes —aunque desde condiciones iniciales completamente diferentes— iguales y antagónicas con las explicitadas clara-mente por él.

Todo lo que habría presuntamente de desaparecer con el socialismo (el Estado, la burocracia, el ejército, la policía, la explotación, el trabajo a destajo, las desigualdades, la censura de todo tipo y nivel, entre otras fundamentales) y que Marx y los marxistas anunciaron con fruición, se agrandaron, por el contrario, en grado superlativo, en las ex-periencias socialistas, y son aún inhallables por su ferocidad y carácter masivo en cual-quier dictadura del pasado de cualquier cultura.

Resumiendo, el proceso de contrastación de la teoría con la realidad a la que ella se refiere, y en las que pretende descubrir determinadas relaciones conjugadas entre varia-bles, debe incluir por lo menos las siguientes áreas, aunque cualesquiera de ellas es sufi-ciente para dar un veredicto acerca de la validez de la teoría, si bien el alcance o el gra-

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do de esa validez dependen de la generalidad y extensión de las hipótesis sometidas a prueba en la contrastación:

1. El área de los países capitalistas avanzados, su desarrollo y particularidades his-tóricas, en relación con las anticipaciones, pronósticos o predicciones de Marx. En particular, predicciones sobre la “clase obrera” y su comportamiento, que es considerado por Marx como el sujeto clave del proceso histórico capitalista. Para esto es esencial el estudio del “movimiento obrero”.

2. El área de los procesos revolucionarios históricamente dados, en relación con las condiciones iniciales de su estallido, los factores dinámicos causales que tu-vieron relevancia en su triunfo, y particularmente la extracción social de su lide-razgo, participación de los intelectuales, de la “clase obrera”, del campesinado, así como uso de nuevas técnicas de dominación y manipulación políticas, entre otros, y sus relaciones recíprocas.

3. El área de la “construcción del socialismo”, procedimientos políticos, medios militares, policía (incluida la secreta), sindicales, culturales, educacionales, eco-nómicas, dirección de monopolios y empresas, aplicados en las múltiples expe-riencias de funcionamiento del socialismo.

En estas tres áreas de contrastación es indispensable operar el principio de compa-ración entre condiciones, situaciones, estructuras, concepciones e ideas, así como de culturas.

Desde el mismo instante en que se produjo el golpe de Estado bolchevique del 25 de octubre de 1917 (calendario Juliano) se fueron conformando —nutridas de datos his-tóricos— estas tres áreas. Ya a principios de la década de 1920, Ludwing von Mises dio la primera idea científica y esencial por la que la planificación central (la columna del socialismo marxista) era técnicamente imposible: la planificación, aun en la empresa privada individual, exige el cálculo y este es imposible sin precios, y para que estos existan se requieren al menos mercados relativamente libres.

La desaparición de la propiedad privada y de las empresas, con la competencia y la formación de precios reales o genuinos, que expresen las preferencias de la gente, impli-ca la distorsión total de datos esenciales para saber qué producir y cuánto producir.

En otras palabras, con la desaparición de los mercados desaparecen también la in-formación indispensable para que los monopolios del Estado puedan planificar sus pro-cesos productivos, para saber quién trabaja bien o mal, y para distribuir, según premios y castigos, la riqueza creada.

Esto es lo que sucedió en realidad: tal como lo había previsto von Mises, los plani-ficadores socialistas, para construir sus previsiones, tomaban los precios, al comienzo, de los mercados zaristas de 1913, y después comenzaron a utilizar los precios de algu-nos productos básicos del mercado capitalista internacional, y desde allí deducían peno-samente los demás. Este procedimiento daba lugar a terribles distorsiones. Por ejemplo, en la época de Gorbachov, la harina tenía un precio superior al pan, del que constituía sólo una parte, como señalé.

Dice un estudioso de la planificación socialista: “Los precios son fijados arbitraria-mente por la administración, que se inspira frecuentemente en motivos extraños a la búsqueda del óptimo económico (motivos políticos y culturales) y por principio no tiene nunca en cuenta las variaciones de la oferta y la demanda.”110 Páginas, después, agrega:

110 Marczewski. Op. cit., p. 70.

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“El sistema actual [circa 1972] de precios es criticado sobre todo por su incapacidad pa-ra estimular el progreso técnico.”111

Este fenómeno de distorsión de los precios, que era general, mostraba hasta qué punto la asignación de recursos era anómala en todo el sistema económico, por más ra-cionalidad que pretendieron imponer los planificadores. Es que sólo la información que provee el mercado es capaz de orientar la asignación de recursos de la mejor manera po-sible (nunca “buena” y menos perfecta).

Nada dicen Klimovsky-Hidalgo de la predicción, decisiva para el tema del marxis-mo, de von Mises, que consta en su libro Socialismo. Análisis económico y sociológico (1932), y en su tratado La acción humana (1949). En particular, von Mises y Friedrich Hayek son nombrados sólo una vez (en la página 207 del libro que ya he citado), en una nota al pasar sobre el individualismo metodológico, sin ningún comentario, eludiendo toda otra referencia a hipótesis críticas y alternativas a la teoría de Marx. Es decir, no es un libro sobre epistemología en ciencias sociales, y tampoco sobre el marxismo, teoría que los autores parecen preferir como ejemplo de cientificidad y corrección.

También deben ser materia de cuidadosa contrastación las predicciones, deducidas de la teoría de Marx, sobre el imperialismo y el fascismo (incluido el nacional-socialis-mo), formuladas por Rudolf Hilferding, Lenin, Paul Sweezy y otros marxistas promi-nentes. También en este punto, las hipótesis formuladas han sido por completo equivo-cadas. En otra oportunidad me extenderé sobre este tema crucial.

111 Ibíd., pág. 84.

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Bibliografía

No incluyo aquí las obras de Marx, fácilmente hallables en librerías y bibliotecas. Las hay en una amplísima variedad de ediciones.

Los números entre corchetes indican el año de la primera edición en el idioma ori-ginal, cuando he logrado conocerlo.

He dividido esta bibliografía según grandes temas para facilitar la tarea del lector. He incluido en ella solamente los textos que me parecen más significativos entre los que he utilizado.

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Índice

Se han suprimido en la ordenación de este libro las secciones utilizadas por Marx para operar divisiones temáticas en su obra. Se conserva, en cambio, la secuencia de capítu-los, con sus respectivos títulos, sólo en algunos casos acortados, o fundidos (dos capítu-los en uno). Algunos capítulos no figuran porque no tienen comentarios. El último título sobre pauperización me pertenece.

La primer columna corresponde a esta edición digitalizada mientras que la se-gunda es la numeración de la versión original.

Aclaración metodológica…………………………………………………… 3 9

Prólogo……………………………………………………………………… 4 11

Del Prefacio a la primera edición alemana (1867)………………………….. 7 17

Prefacio de la segunda edición alemana……………………………………... 12 25

LIBRO PRIMERO

Capítulo I La mercancía………………………………………………………………. 14 31

Capítulo II El proceso de cambio……………………………………………………… 36 66

Capítulo III La moneda o la circulación de las mercancías…………………………….. 39 70

Capítulo IV La transformación del dinero en capital…………………………………… 44 79

Capítulo V Proceso de trabajo y proceso de valorización……………………………… 50 87

Capítulo VI Capital constante y capital variable………………………………………... 54 95

Capítulo VII Tasa de supervalía…………………………………………………………. 60 104

Capítulo VIII La jornada de trabajo………………………………………………………. 65 110

Capítulos IX y X Tasa y cantidad de supervalía y concepto de la supervalía relativa……….. 69 117

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Capítulo XI Cooperación………………………………………………………………... 76 127

Capítulo XII División del trabajo y manufactura………………………………………... 80 134

Capítulo XIII Maquinaria y gran industria……………………………………………….. 84 140

Capítulo XV Variaciones de magnitud del precio de la fuerza de trabajo y de la superva-lía…………………………………………………………………….. 102 169

Capítulo XVI Diversas formas de la tasa de supervalía………………………………… 104 173

Capítulo XVII Transformación del valor o del precio de la fuerza de trabajo en salario…. 110 181

Capítulo XIX El salario por pieza………………………………………………………… 113 187

Capítulo XXI Reproducción simple………………………………………………………. 115 190

Capítulo XXII Transformación de la supervalía en capital………………………………... 118 194

Capítulo XXIII Ley general de la acumulación capitalista…………………………………. 127 209

Capítulo XXIV (Sigue) Ley general de la acumulación capitalista………………………… 141 231

Capítulo XXV La teoría moderna de la colonización……………………………………… 150 246

LIBRO SEGUNDO

Capítulo I El ciclo del capital-dinero………………………………………………….. 158 261

Capítulo V Período de rotación………………………………………………………… 162 267

Capítulo VI Los gastos de circulación………………………………………………… 162 268

Capítulo XV Efectos del tiempo de rotación sobre la cantidad del anticipo de capital…..

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165 273

Capítulo XVI La rotación del capital variable……………………………………………. 166 274

Capítulo XVII La circulación de la plusvalía……………………………………………… 169 278

Capítulo XVIII Introducción………………………………………………………………... 169 279

Capítulo XX La reproducción simple……………………………………………………. 171 281

Capítulo XXI Acumulación y reproducción ampliada……………………………………. 174 286

LIBRO TERCERO

Capítulo I Precio de coste y beneficio………………………………………………… 175 291

Capítulo II La cuota de beneficio……………………………………………………… 176 293

Capítulo V Economía en la aplicación del capital constante…………………………... 178 296

Capitulo VI Influencia de la alteración del precio………………………………………. 180 298

Capítulo IX Formación de la cuota general de beneficio y transformación del valor-mercancía en precios de producción…………………………………………. 181 301

Capítulo X Nivelación de la cuota general de beneficio por la competencia………….. 182 302

Capítulo XIII La ley como tal…………………………………………………………….. 184 305

Capítulo XIV Causas contrarrestantes……………………………………………………. 185 306

Capítulo XV Desarrollo de las contradicciones internas de la ley……………………….. 186 308

Capítulo XXI El capital a interés…………………………………………………………. 194 321

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Capítulo XXIII El interés y el beneficio del empresario…………………………………… 195 322

Capítulo XXVI La acumulación de capital-dinero…………………………………………. 197 325

Capítulo XXVIII Medios de circulación y capital……………………………………………. 197 326

Capítulo XXX Capital-dinero y capital real – 1…………………………………………… 198 328

Capítulo XXXII Capital-dinero y capital real – III………………………………………….. 200 330

Capítulo XXXV El metal precioso y los cambios…………………………………………… 201 333

Capítulo XXXVI Precapitalismo…………………………………………………………… 204 338

Capítulo XXXVII Introducción………………………………………………………………... 205 338

Capítulo XXXVIII La renta diferencial: consideraciones generales…………………………… 205 339

Capítulo XXXIX Primera forma de la renta diferencial……………………………………… 207 342

Capítulo XLVIII La fórmula trinitaria……………………………………………………….. 208 344

Capítulo XLIX Análisis del proceso de producción………………………………………... 214 352

Capítulo L La apariencia de la competencia…………………………………………… 215 354

Sobre el problema de la miseria creciente…………………………………… 218 359

Bibliografía…………………………………………………………………… 231 379

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