revista lectiva no. 20

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La dictadura de las jergas

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Asociación de Profesores de la Universidad de AntioquiaMedellín • No. 20 • Diciembre de 2010

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4 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

No. 20 • Diciembre de 2010Medellín, Colombia

ASOCIACIÓN DE PROFESORES DE LA UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

ISSN: 0123 - 3386

Portada: Señales camineras, Ciudad Universitaria

Comité editoral Jorge Aristizábal Ossa Hernán Mira Fernández Sara Castro Gutiérrez Editor Victor Villa Mejía

Diagramación y Diseño Somos Gráfi cos somosgrafi [email protected]

Composición de textos, preprensa digital e impresiónProducciones [email protected]

ASOPRUDEABloque 22, ofi cina 107

Ciudad UniversitariaTeléfonos 219 5360 y 263 6106

[email protected]://asoprudea.udea.edu.co

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5Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Marco Antonio Vélez Vélez .................................................................... [email protected]

Sara Yaneth Fernández Moreno................................................................Vicepresidentaspartacolombia@yahoo.com.mx

Jorge Aristizábal Ossa.............................................................................. [email protected]

José Joaquín García García...................................................................... [email protected]

Auxilio del S. Ramírez Pérez.................................................................... Vocal [email protected]

Walter Alonso Santos Abello ....................................................................Vocal [email protected]

Luis Gabriel Agudelo Viana .................................................................... Vocal [email protected]

Jorge Luis Sierra Lopera.......................................................................... Suplente [email protected]

Hernán Mira Fernández ......................................................................... Suplente [email protected]

María Cecilia Plested Álvarez ................................................................. Suplente [email protected]

Olga Castaño Martínez ........................................................................... Suplente [email protected]

Gonzalo Medina Pérez ........................................................................... Suplente [email protected]

Jhon Jairo Zapata Vasco .......................................................................... Suplente [email protected]

Efraín Oviedo Regino ............................................................................. Suplente [email protected]

JUNTA DIRECTIVA 2010 - 2011ASOCIACIÓN DE PROFESORES

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TABLA DE CONTENIDO

José Guadalupe Gandarilla Salgado

Francisco Cortés Rodas

Comité Editorial

Fabián Sanabria

Fernando Vallejo

Héctor Abad Faciolince

Rubén Sierra Mejía

Rosa María Torres

Óscar Collazos

Iván Darío Arango

11 - 26

27 - 36

39 - 44

47 - 48

49 - 52

55 - 58

59 - 62

63 - 64

65 - 67

69 - 75

GREMIAL

MAGISTRAL

RUMBOS DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA EN UN ESCENARIO DE CRISIS

¿DEMOCRACIA? ¿CUÁL DEMOCRACIA?

HÉCTOR ABAD GÓMEZ, EDITORIALISTA

HONORIS CAUSA IRREFUTABLE

DISCURSO DE ACEPTACIÓN

DIVERTIMENTO SOBRE LA POSTOSCURIDAD

LA FARSA DE LAS JERGAS

LA JERGA DE LA EDUCACIÓN

SABER, JERGA E INCOMUNICACIÓN

LA FILOSOFIA NO ES UNA JERGA

DOCUMENTAL

DUAL

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FRUGAL

José Fernando Ocampo Trujillo

Juan Guillermo Gómez García

Efrén Giraldo Quintero

Víctor Villa Mejía

Comité Editorial

79 - 101

103 - 114

117 - 120

121 - 128

131 - 160

SIGNIFICADO DEL BICENTENARIO

¿CELEBRAR LOS 200 AÑOS DE INDEPENDENCIA?

DECÁLOGO DEL ARTICULISTA PERFECTO

EL GÉNERO SICARESCO: LA CONFIGURACIÓN LETRADA DE LOS HÉROES DE ABAJO

LECTIVA: 1997-2010

CONTROVERSIAL

MEMORIAL

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VÍCTOR VILLA MEJÍA

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LOS “MEDIOS PARA EL ACTIVISMO” Y LA AGITACIÓN GREMIAL

La teoría educativa dominante no sólo no logra entender la enseñanza como un proceso cultural que está inextricablemente ligado a fuerzas sociales más amplias;

también parece incapaz de reconocer que en las escuelas puede surgir una resistencia docente y estudiantil como parte de la negativa a enseñar o aceptar los dictados de la

cultura escolar dominanteHenry A. Giroux

RUMBOS DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA EN UN ESCENARIO DE CRISIS

José Guadalupe Gandarilla Salgado*

* Investigador CEIICH-UNAM. Catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras. Texto tomado de http://www.imced.edu.mx/Ethos/Archivo/46/46-56.pdf

1 Como la reducción del analfabetismo, creación de infraestructura, crecimiento de la matrícula, ampliación de la cobertura e incremento de los grados de educación alcanzados.

2 Como el incremento en los presupuestos y fi nanciamiento, consolidación de los sistemas desde el básico hasta el posgrado, incremento en la matrícula, la cobertura, permanencia y efi ciencia terminal, desarrollo de la formación docente y aumento en los salarios del magisterio, edifi cación de sólidos sistemas de investigación y desarrollo tecnológico, etcétera.

No es poca la labor de destrucción que los ya varios quinquenios de neoliberalismo han ejercido sobre los sistemas de educación que llevan decenios construyéndose en nuestros países. Para aquellos que confor-mamos la universidad pública, tampoco son sencillos los retos que tenemos al frente, a la hora de visualizarlos como parte del objetivo, ya ineludible, de construcción de una sociedad que privilegie no sólo la garantía de sobrevivencia (amenazada desde diversos fl ancos por el orden social dominante), sino el engrandecimiento de la condición humana.

El curso de la educación en la región latinoa-mericana a todo lo largo del siglo XX ofrece algunos avances, nada despreciables1, pero todavía es muy amplia la agenda de lo que está por hacerse2. Este panorama es expre-

sión del vínculo existente entre modelo de Estado, criterios de mercado y políticas educativas, y sintetiza el estilo pedagógico que inspira las políticas implementadas en el terreno educativo (Torres, 2004).

Son varios los términos que se han formu-lado para caracterizar el conjunto de políticas públicas educativas en que predo-minan los criterios del mercado, las cuales han dictaminado las modifi caciones en curso del subsistema de educación superior en las últimas tres décadas. Remito a dos que, en mi opinión, sintetizan bien las tendencias observadas y que en los párrafos que siguen trataremos de detectar. Por un lado, Renán Vega Cantor identifi ca este proceso como neoliberalismo pedagógico (Vega, 2007) en la introducción al libro por el cual obtuvo el premio Libertador al Pensamiento Crítico;

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3 Por ejemplo, en sus formaciones disciplinarias, a través de la obtención del pergamino universitario y los títulos profesionales en estrecha vinculación con las empresas e industrias y con carreras profesionalizantes de “salida laboral” más efectiva.

4 Esto es, en tanto dispositivo formador de sujetos y, en tal sentido, como despliegue de la criticidad del sujeto.

José Guadalupe Gandarilla Salgado

por otro lado, Sheila Slaughter y Larry Leslie (1997), desde fi nes de los años noventa del siglo pasado, mencionan el capitalismo académico como un proceso que incide en la reestructuración de la educación superior y sobre todo en las universidades que llevan a cabo investigación. Esta formulación se debe a que se orienta al único activo real de las instituciones (sus académicos) hacia la obtención de recursos externos, lo que propicia comportamientos altamente competitivos y bajo criterios económicos de efi ciencia y utilidad, que han incidido en una tendencia identifi cable de empresaria-lización de la educación superior (Ibarra, 2005:81–125).

Existe una presión severa, ejercida por diversos mecanismos, para que la lógica de la vida universitaria corresponda con una lógica más funcional a la actual estruc-turación de la sociedad bajo la égida del mercado. Tanto en la vida institucional como en los agentes involucrados en los procesos de enseñanza/aprendizaje y de creación/difusión de la cultura y los conocimientos (sea en la ciencia pura como en la aplicada), se registra en la actualidad una tendencia más acusada a orientar la vida universitaria hacia su cosifi cación.

Mientras a los académicos se les orienta hacia una disposición de oferentes de productos (sea en la forma de papers u otros instrumentos evaluables o en la forma de patentes, regalías, etcétera), y no como partícipes en la disponibilidad social de un servicio educativo; a los estudiantes se

les promueve a educarse para el valor de cambio3 y se elimina o lesiona aquella consi-deración del proceso de enseñanza/apren-dizaje en tanto valor de uso4, pues resulta más funcional al orden vigente anular (en los actores educativos) su capacidad de reclamo de subjetividad y la posibilidad de acción colectiva o ciudadana.

En las páginas que siguen ejemplifi camos con una de las políticas (la del pago por méritos, estímulos académicos y evalua-ción inter pares) que, en su forma actual, incide poderosamente en la manera en que funcionan nuestras universidades, porque infl uye en determinados comportamientos de sus académicos y en la tendencia no sólo a modifi car derechos, sino a resquebrajar la propia posibilidad de remuneración digna de su capacidad de trabajo y con ello propicia una mayor propensión hacia procesos de individualización y tendencias hacia el ensimismamiento, lo que incide también en los procesos pedagógicos. Justamente por esto y considerando al otro actor privi-legiado de la enseñanza (el estudiantado), en los últimos tres apartados tratamos de extender la consideración de la democrati-zación de la enseñanza como democracia cognitiva y de la lucha por la autonomía como política autonómica y pluricultural.

La presión de los programas de merit pay y evaluación académica. Otra forma de disciplinamiento

Existen diversas cuestiones en las cuales el problema del fi nanciamiento a las univer-

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RUMBOS DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA EN UN ESCENARIO DE CRISIS

sidades públicas mexicanas adquiere una dimensión mucho más amplia que su restricción a un debate acerca de a quién debe corresponder el costo de la educación (gratuidad, cobro de cuotas y colegiaturas, becas-crédito, comercialización de los servi-cios que ofrecen dichas instituciones, etc.).

Entre ellas podemos mencionar: la ausencia de una verdadera política de Estado en la materia; las difi cultades para ampliar la matrícula universitaria y elevar la tasa de cobertura; el creciente problema de garan-tizar los fondos necesarios para pensiones y jubilaciones de su personal académico y administrativo; la necesaria puesta al día de la infraestructura, mejora en las insta-laciones e inversión en nuevas tecnologías como parte de las estrategias para mejorar la calidad de la enseñanza; las presiones de las organizaciones supranacionales para propiciar la apertura y comercialización de servicios educativos; los fi nanciamientos complementarios que algunas instituciones han obtenido para proyectos de infraes-tructura, profesionalización de la planta académica, apoyo a las labores de investi-gación; y de modo destacado las políticas de deshomologación salarial en que se inscriben varios mecanismos de pago por estímulos.

Según ha argumentado un gran número de especialistas, las políticas públicas efectuadas para reformular con criterios neoliberales, y con base en el predominio de los principios del mercado, los sistemas de educación superior en América Latina tienen como modelo a seguir, imitar o implementar, al sistema estadounidense de educación universitaria de 3–2–3 (esto es, licencia-tura en tres años, estudios de posgrado en

los dos niveles siguientes, dos años para maestría y tres para el doctorado).

El modelo estadounidense muestra, de la manera más transparente, una recomposi-ción de las políticas de fi nanciamiento a la universidad pública. Mientras en los años ochentas los gobiernos estatales todavía eran la fuente más importante de ingresos para las universidades estatales, desde los años noventas la situación es completamente inversa: menos de la mitad del presupuesto de las universidades estatales más impor-tantes provenía de recursos públicos de los estados. Un ejemplo claro de ello lo ofrecía la Universidad de California en Los Ángeles donde las aportaciones del gobierno llegaban apenas a 34% de su presupuesto, el cual pasaba a depender de una compleja estruc-tura de créditos del gobierno, donaciones, matrículas, colegiaturas, ingresos generados por actividades comerciales, patentes, cobro de regalías, etcétera (Torres y Schugurensky, 2001:6-31).

El avance del neoliberalismo en la educación superior y sus efectos sobre los montos del fi nanciamiento se orientan hacia dos ejes: uno, el de la restricción de los subsidios gubernamentales; el otro, el del acceso a los fondos extraordinarios. Resultado de esta doble gestión disciplinaria de la polí-tica pública es la penetración del modelo de universidad empresarial dentro de la propia universidad pública: el acceso a fondos extraordinarios (bajo la forma de programas de apoyo, proyectos especiales, becas y estímulos), por parte de las comu-nidades universitarias, ha propiciado una competencia cada vez mayor entre las instituciones, entre sus docentes e inves-tigadores, y entre los propios estudiantes.

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José Guadalupe Gandarilla Salgado

Por tal motivo, el análisis de los programas de pago por estímulo o al mérito (sistema merit pay, según la expresión en inglés) y las políticas de evaluación de la calidad educativa tienen que efectuarse teniendo como punto de partida la poderosa fuerza que signifi ca la reducción de los subsidios gubernamen-tales a la educación superior. El conjunto de programas de estímulo que comenzaron a fl orecer por toda la región latinoamericana, y en los que México fue pionero, no son sino la otra cara de las difi cultades asociadas al recorte presupuestal. Así, el Sistema Nacional de Investigadores comienza a funcionar en 1984; el programa de becas al desempeño académico de la subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científi ca entra en funciones en 1990, y dos años más tarde se crea el programa de Carrera Docente del Personal Académico; en la UNAM, en septiembre de 1993 y hasta la fecha, entra en vigor el programa de primas al Desempeño del Personal Académico de Tiempo Completo, PRIDE; el mismo proceso se desarrolla desde 1992 y bajo la modalidad de evaluación hori-zontal para el nivel básico y medio a través del programa de Carrera Magisterial de la SEP (Díaz, 2007).

La fuerte presión que ha signifi cado la reduc-ción presupuestal para las universidades públicas ha tenido como consecuencia una considerable caída en los salarios directos de su personal docente y de investigación (política que afectó no sólo al “cognita-riado”5, sino al proletariado en su conjunto), el cual se ha visto expuesto a toda una política de competencia para acceder a los programas de compensación salarial y de

estímulo al desempeño académico (verda-deras percepciones salariales encubiertas) o, en su caso, a tratar de diversifi car sus fuentes de ingreso (lo cual incide en sus agendas y proyectos de investigación, en los que uno de los criterios fundamentales de califi cación ha pasado a ser la obtención de ingresos extraordinarios).

Consecuencia de esto es el énfasis montado, casi de modo exclusivo, sobre la noción de efi ciencia, cuya expresión es la proliferación de criterios de evaluación productivistas o cuantitativos6. La situación es tal que en las comunidades académicas se ha afi anzado la percepción de que lo que se ha conse-guido con ese tipo de evaluación no es “informar que se sabe, sino saber informar”. El problema de la evaluación educativa no se restringe a la valoración académica entre pares que se efectúa al interior de las instituciones (procesos de autoevaluación), cuyos riesgos han sido en todo momento, de un lado, el fomento de las jerarquías entre los docentes e investigadores y las difi cultades de promoción académica, así como el encumbramiento de un estamento altamente burocratizado, separado de las comunidades, los evaluadores; y del otro, el aprovechamiento de ciertos artifi cios y estrategias para encubrir trayectorias de nula o baja producción académica, pero que permitan mantener el goce de los benefi cios de tales programas.

El conjunto de actividades académicas son organizadas para cumplir con un espectro de evaluación, en el que lo importante es acumular puntos “que permitan califi car en

5 Categoría muy al uso en las interpretaciones obreristas y postobreristas para identifi car los recientes cambios en la fuerza de trabajo (en Bologna, 2006).

6 Lo que entre corrillos se conoce como el síndrome de “publicar o perecer” o “más vale doctorado en mano que ver los estímulos volar”.

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RUMBOS DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA EN UN ESCENARIO DE CRISIS

todas las actividades, eludiendo aquellas cargas académicas que guarden una rela-ción más estrecha con el ofi cio docente” (Díaz, 2007:313).

En ese ámbito, las comunidades que integran dichas instituciones, obligadas a moverse en el corto plazo, han generalizado una actitud de envilecimiento y competencia entre sus integrantes: académicos, estu-diantes e investigadores. Esto ha dado lugar a una fuerte propensión a la simulación entre docentes y alumnos, a sobrellevar las tensiones y aplazar las contradicciones entre quienes administran, y a elegir aque-llos temas, por parte de los investigadores, que aseguren la obtención de productos dignos de ser evaluados efi cientemente por los organismos encargados de ello.

En este panorama se vuelve inimaginable cualquier iniciativa de cooperación que no se plasme en resultados, así sean éstos tan efímeros que en ocasiones no valgan siquiera el papel en el que están impresos. Es impensable que un investi-gador promueva al otro, le destine parte de su tiempo, le prologue su obra, la discuta o la edite; así, desaparece la colaboración entre pares porque hay un disimulo de evaluación entre ellos. Existe, eso sí, una frenética competencia entre dispares que en muchos casos propicia esfuerzos de invisi-bilización y de silenciamiento del otro. Esto conduce, también, a una exigencia por la creación de novedad, que en ocasiones se traduce en el exceso de hacer afi rmaciones como propias cuando son de otros. Más allá del fraude académico, este tipo de prácticas se sostienen por la escasez de actitudes éticas, que hacen aparecer los plagios como novedades de última y propia creación.

El compromiso de los docentes con este tipo de instrumentos de deshomologación y evaluación los ha conducido a un pade-cimiento generalizado del síndrome del publish or perish que toma la forma también de “publicar y perecer” (pues lo que se publica, en ocasiones, es de trascendencia y calidad muy efímera), y de “perecer por publicar”. Los casos extremos apuntan a una situación paradójica pero ilustrativa: académicos que aspiran a publicar más artículos de los que han leído.

Dos efectos secundarios se adicionan a lo anterior: el primero consiste en afi anzar una tendencia altamente regresiva, pues se sabe que el conocimiento especializado (del tipo que las instituciones fi nancieras internacionales practican y promueven) no es una alternativa para los problemas educativos de nuestros países (Torres, 2006:187); sin embargo, con este tipo de instrumentos se consolida dentro de los académicos un estamento que “sabe cada vez más sobre cada vez menos”. El segundo opera como consecuencia adicional de este proceso, por desgracia, poco atendido hasta el momento: se trata del abismo creciente entre lo que se investiga desde perspectivas altamente especializadas y lo que se enseña en los niveles de grado o profesionalización. Este es un distanciamiento que se agranda cuando corresponde la responsabilidad de tales tareas a contingentes claramente jerarquizados y diferenciados (en términos de salarios, formación y exclusividad en la dedicación).

De esta forma aparecen investigadores con dedicación exclusiva, guarecidos por las murallas disciplinarias y las paredes de sus respectivos cubículos, que rehúyen de

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José Guadalupe Gandarilla Salgado

la instrucción y la docencia (en los niveles medio o superior) “como a la peste”, y mentores de grupo, contratados en la modalidad de hora-clase, que están alta-mente precarizados en su contratación como personal académico de asignatura, cuya remuneración se establece bajo moda-lidades “a destajo”.

El valor de cambio del trabajador intelec-tual, tasado según escalas que dependen tanto de sus realizaciones de investigación como de sus cualidades publicitarias, incre-menta también el valor de cambio de su institución de pertenencia (Ripalda, 1996)7 y de los media8 desde los que se difunde su producción9.

Del derecho a la educación superior hacia la democracia cognitiva

John Berger, el gran crítico de arte y literato británico, concluye su libro Puerca Tierra con la siguiente afi rmación, que nos sirve de pretexto para lo que vamos a sostener en este apartado. Afi rma Berger:

El papel histórico del capitalismo es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir. El capital sólo puede existir como tal si está continuamente reproduciéndose: su realidad presente depende de su satisfac-

7 En especial Capítulo 10. Apostilla. La decadencia de los intelectuales, pp. 177– 91. Esto se refi ere a la fama de la Universidad, su prestigio y reconocimiento, medido a través de rankings elaborados por instancias especializadas en ello.

8 Publicaciones, colecciones, sellos editoriales.

9 También calibrado por su difusión en publicaciones arbitradas y calculado según un conjunto de “indicadores de impacto” que emplean y desarrollan las técnicas y los sistemas que la bibliometría ha utilizado desde hace décadas en los países desarrollados.

ción futura. Ésta es la metafísica del capital (Berger, 2006:362).

Si el capitalismo en términos de su entendi-miento, en un nivel ciertamente abstracto, busca tal fi nalidad de destrucción, lo especí-fi co del capitalismo mexicano en los últimos años reside justamente en dicho objetivo: en la tentativa de destrucción de la nación como comunidad histórica.

Para la revolución mexicana, el quehacer educativo era básico y sus anhelos y utopías la ubicaban como instrumento del progreso y del desarrollo económico; este proyecto encarna además en la conformación de un sujeto social histórico, constituido en el cuarto de siglo que va desde los momentos previos al estallido revolucionario (1910) hasta los años del gobierno cardenista (1935).

Las reformas neoliberales de la dupla derecho-centrista que gobierna este país, (luego del primer fraude electoral de la etapa contemporánea en el año de 1988) han pretendido afectar en sus puntos neurálgicos el esquema constitucional que articulaba el propósito de hilvanar un nuevo tejido social, un nuevo pacto nacional, con el que se abría históricamente el siglo XX mexicano. Luego del estallido revolucionario de 1910-17, cuatro eran los ejes sobre los que descansaba ese pacto nacional al que el neoliberalismo pretende dar fi n: derecho a la educación (expresado en el artículo

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RUMBOS DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA EN UN ESCENARIO DE CRISIS

tercero constitucional), derecho de la nación al usufructo de los bienes y recursos natu-rales –artículo 27–, derecho laboral –artículo 123– y separación de la Iglesia y el Estado –artículo 130–.

En cada uno de esos ejes los resultados de las reformas de tipo constitucional han sido evidentes y lamentables. Éstos son: desastre educativo, pérdida de la autosuficiencia alimentaria, regresión de la situación laboral, desconocimiento de los derechos de los traba-jadores, reforma a jubilaciones y pensiones, afi anzamiento de los poderes eclesiásticos y presencia cada vez mayor de las instituciones de culto en diversas dimensiones de la vida pública y en las acciones de gobierno.

Señalemos brevemente que en el caso de las modifi caciones al artículo tercero consti-tucional y las leyes secundarias que legislan el sector educativo, la estructura jurídica ha cobrado un cariz anacrónico y ambiguo en su regulación. Hoy es necesario reivindicar dicho artículo y señalar que el derecho a la educación superior, como derecho al saber relevante, como derecho a participar de la universalidad de la cultura, no debe limitar sus alcances democratizadores a la cuestión del acceso10 y de la laicidad en la enseñanza; muy por el contrario, se debe procurar un alcance más amplio y diversifi -cado, en el cual democratizar la educación signifi que también educar para la demo-cracia (Dewey, 2004:319).

La última declaración de la Conferencia Regional de la Educación Superior en

América Latina y el Caribe 2008 así lo esti-pula en los puntos 1 y 2 de su inciso B:

La educación superior es un derecho humano y un bien público social. Los estados tienen el deber fundamental de garantizar este derecho. Los estados, las sociedades nacionales y las comunidades académicas deben ser quienes defi nan los principios básicos en los cuales se funda-menta la formación de los ciudadanos y ciudadanas, velando porque ella sea perti-nente y de calidad [...] El carácter de bien público social de la educación superior se reafi rma en la medida que el acceso a ella sea un derecho real de todos los ciudadanos y ciudadanas11.

Democratizar la educación es educar en democracia y, además, la educación para la democracia debe ser reformulada u orientada como democracia cognitiva. No habrá democracia social global si no hay democracia entre las formas del saber. Esto es, hasta ahora ha predominado la forma occidental de entender el mundo, de comprenderlo y dominarlo erigiendo a la racionalidad científi ca como el criterio de demarcación entre lo que es válido como conocimiento y lo que no lo es y que, en tal sentido, es desperdiciado como experiencia y práctica social. El criterio hasta ahora dominante establece un punto de partida (la ignorancia), y un punto de llegada (lo que se conoce), trayectoria que se efectúa con preeminencia a través de la ciencia, del método científi co (recuérdese que la noción de método refi ere etimológicamente

10 En términos de oferta de lugares disponibles, algo en que deberá impulsarse el papel proactivo de la universidad pública en la creación de mayores entidades y con mayor cupo, y no sólo de posibilidad para efectuar el examen de ingreso, a lo que se ha tratado de reducir el principio jurídico (en Latapí, 2009: 32-38).

11 “Declaración de la Conferencia Regional de la Educación Superior en América Latina y el Caribe - CRES 2008” en Educación Superior: Cifras y hechos, Año 7, núms. 39-40, mayo–agosto de 2008, p. 61.

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José Guadalupe Gandarilla Salgado

a camino); hoy se comienza a reconocer que el conocimiento genera también ignorancia (así sea en la forma de olvido, de arrum-bamiento, de invisibilización) de prácticas y formas de saber no propias de la cultura occidental hegemónica pero que permiten formas de intervención en las lógicas sociales igual de legítimas, y en ocasiones, más propicias para la situación de crisis en que nuestras sociedades se encuentran envueltas.

La problemática del conocimiento, de la educación y de la Universidad, en el marco de las profundas transformaciones del mundo actual, exige eso y algo más. Es por ello que la posibilidad de alcanzar y asegurar educación para todos (democra-tizar la educación), forma parte del proceso de construcción del paradigma alterna-tivo12. Así pues, la estrecha relación entre educación y trabajo no se restringirá a dar educación para el trabajo o para aquellos que logren mantenerse en dicho mercado, deberá extenderse a aquellos que no parti-cipen de él, que hayan sido excluidos o expulsados. Democracia para la educación deberá signifi car educar para la democracia, en el sentido de que un sujeto más prepa-rado, con las herramientas tradicionales y las más avanzadas, con los conocimientos clásicos y los más innovadores, con la cultura general y el conocimiento especia-lizado, será un sujeto más capaz de parti-cipar y construir la democracia universal y no excluyente (González, 2001:167), un sujeto capaz de cultivar su humanidad (Naussbaum, 2001:357).

Pero, además, debemos afirmar que la democracia educativa debe ser entendida como democracia cognitiva, justamente para no caer, ni “en la celebración acrítica del conocimiento popular como única fuente de trabajo pedagógico”, ni en la “tentación de sobrevalorar la ciencia y desvalorizar el sentido común” (Torres, 2006:187). Los rasgos del paradigma dominante de la ciencia moderna (cuya base se sitúa en la preponderancia de polaridades binarias o dicotómicas, sujeto-objeto, mente-materia, naturaleza-sociedad, ciencias-humani-dades, etc.) tienen por base la ruptura con el sentido común. Tal fi losofía de la escisión consumó sus alcances en la separación cada vez más acentuada entre el discurso racional-científico y los otros discursos (“saberes sometidos”, en la terminología de Foucault).

Por tal motivo, Santos (1996) propone una segunda ruptura epistemológica con la primera ruptura -la de la ciencia con respecto al sentido común-. No una que restituya el sentido común, sino una que, a través de una doble dialéctica, supere a ambos en una nueva síntesis. Si en la primera ruptura lo que pauta al paradigma de la ciencia dominante es una razón técnica que se afi nca en la disquisición sobre causas y efectos, en la segunda, la ciencia que en su momento Santos llama posmoderna, estará preocupada por el lugar que ésta ocupa en la sociedad (esto es, orientada por un vector de orden ético-político y no de orden funcional, como en el período

12 Cuando se habla de esto último debe entenderse, no al modo como ha sido lo usual, en términos de un llamado a “pensar alternativas al desarrollo” sino más bien en una interpelación que tenga por fi n desarrollar un “conocimiento alternativo de las alternativas” que parta del reconocimiento de que a la modalidad de reproducción del orden social del capital se le opone un espectro amplio de modalidades de resistencia y oposición, por el propio hecho de que es multiforme y variado el agravio social al que nos enfrentamos y ya no es posible pensar en una sola modalidad de discurso emancipador, no se dispone de una teoría general de la emancipación humana como era el caso con el discurso crítico que la propia modernidad occidental erigió, pero sí puede disponerse de una teoría general que ilumine acerca de esa imposibilidad (Boaventura de Sousa, S., 2009:367).

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RUMBOS DE LA UNIVERSIDAD PÚBLICA EN UN ESCENARIO DE CRISIS

anterior) y estará pautada por sus conse-cuencias.

Una segunda línea argumentativa de este autor parte de criticar en el discurso cien-tífi co la hybris, esa desmesura que lo sitúa por encima de todo otro tipo de saber. En el problema de la razón se juega una disputa de percepciones del mundo, y toda percepción del mundo se vincula a una construcción de sentido. El privilegio epistemológico de la ciencia moderna en la cultura occidental se debe a razones no meramente cognitivas, la recuperación de la diversidad epistemológica del mundo se hace no para cuestionar la validez de la ciencia, sino para cuestionar que su validez sea exclusiva, pues en dicha arrogancia y pretensión uniformizante ha desplazado todas las otras formas de aprehensión de la realidad y sus formas de saber. Ya en su obra más reciente, Santos alcanza una mayor precisión cuando formula esto, en una tercera línea argumentativa, en los términos de “un conocimiento prudente para una vida decente” (Boaventura de Sousa, 2003).

En el paradigma que ha entrado en crisis, la separación –abstracción– del científi co respecto del contexto social del que es parte, la escisión de la práctica científi ca respecto de la práctica social, es una conse-cuencia del predominio de las polaridades ya mencionadas. Y lo es, también, del predominio de una normatividad abstracta e hipostasiada como la modalidad decisoria de lo que se considera racionalidad científi ca y que en relación con toda racionalidad discor-dante, esta última es vista como desvío o sesgo pseudocientífico. Una segunda consecuencia de ello, y no la menor, es la

inconsciencia de las consecuencias, pues éstas son vistas en calidad de presupuestos justifi cables, en la medida en que siempre habrá solución técnica, científi ca, tecnocien-tífi ca, que ya por ello justifi ca un avance progresivo ad infi nitum, autorreferente, de dicha lógica de actuación.

De la lucha por la autonomía hacia una política autonómica y pluricultural

En relación con la problemática universi-taria, o si se desea ser aún más preciso, con la estudiantil universitaria, el año 2008 registró un par de conmemoraciones que no es posible dejar de mencionar. Es el caso, en primer lugar, de los sucesos de Córdoba, Argentina, que en el mes de junio de hace 90 años registraron emblemáticamente la lucha de los estudiantes universitarios por edifi car formas más avanzadas de gobierno, en el marco de una institución universitaria que seguía siendo normada por modali-dades aristocráticas y colonializantes en el ejercicio del poder. Por otro lado, situados a cuarenta años de la movilización cuasi planetaria de contingentes estudiantiles, muchas de las demandas que la juventud del 68 formuló mantienen su estatus de “proyectos por hacer”.

El Manifi esto Liminar de la Reforma Univer-sitaria, redactado el día 21 de junio de 1918 por la Federación Universitaria de Córdoba, cumple las veces de proclama, de documento de avanzada y de auténtica aportación del estudiantado latinoameri-cano para toda consideración del curso de la institución universitaria en el siglo XX. De dicho documento se pueden extraer reper-cusiones tal vez continentales, al colocarlo

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en la vía de edifi cación de un auténtico demos para el ejercicio del poder en los asuntos universitarios, y también pueden enmarcarse en una lucha más amplia y que por ello rebasa las fronteras de la insti-tución universitaria al situar la proclama en el plano de la lucha social por mejores condiciones de existencia.

El estudiantado de nuestras instituciones públicas de educación superior merece no sólo conocer la existencia de dichos sucesos, sino calibrarlos en su justa dimen-sión, en términos de los problemas actuales que lo interpelan no exclusivamente como el sujeto fundamental de los procesos de enseñanza–aprendizaje, sino como aquel que ocupa un lugar de privilegio dentro de toda la sociedad, al tener la posibilidad de empaparse de la universalidad de la cultura.

La política educativa del gobierno tiende a vincular la cuestión de la autonomía con la del autofi nanciamiento y a evadir cual-quier tentativa que avance en una senda de auténtica democratización en la toma de decisiones, también procura restringir sus alcances a las cuestiones administrativas y a vehicular pretensiones disciplinarias y de control de la autonomía académica a través de medidas extracurriculares y de deshomo-logación salarial que impiden alcanzar una plena o más amplia democratización en el ejercicio de las decisiones que incumben a los universitarios.

La lucha de la Universidad por su auto-nomía signifi ca la adición de la Universidad en la lucha por la autonomía que toda la sociedad reclama. Son dos, cuando menos, las dimensiones en que puede ser encarada la vinculación entre el problema de la auto-

nomía y el de la institución universitaria, en ambos esta última tiende a ser entendida no en su versión limitada como campus, sino ampliada en su condición de proyecto. Estas dimensiones son las de auto instituciona-lidad democrática y la de construcción del libre albedrío de los sujetos que la integran.

En el marco de la formulación de la demo-cracia como auto institución, Cornelius Castoriadis recupera el problema del nomos para apuntar a su doble dimensión: en cuanto a lo particular y lo universal, la democracia es proyecto de autonomía social y de autonomía individual. Para este autor “es autónomo aquel que se otorga sus propias leyes. (No aquel que hace lo que se le ocurre)” (Castoriadis, 2001:118). Si al nivel del individuo otorgarse leyes aparece como enormemente difícil al representar un enfrentamiento con la totalidad, para la sociedad en su conjunto otorgarse su ley signifi cará “aceptar a fondo la idea de que ella misma crea su institución” (Castoriadis, p. 119).

En la dimensión de lo colectivo, esto equivale a decir “que ella misma... [la sociedad]... debe decidir a propósito de lo que es justo e injusto” (Castoriadis, p. 119). Si el ser humano sobrevive únicamente creando sociedad, será, pues, la institu-ción la que otorgue sentido a los individuos socializados. Las sociedades despliegan su funcionamiento a través de articular la institución primera de la sociedad (el hecho de que ella se crea a sí misma) con insti-tuciones segundas (pero no secundarias) que la instrumentan y que son, al tiempo que transhistóricas, específi cas. La auto-nomía se manifi esta enteramente como un proyecto por hacer.

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En el proyecto kantiano de la ilustración (Kant, 1993)13 –“verdadera reforma de la manera de pensar”–, el cometido de erigir sujetos que tengan la capacidad de servirse de su propia razón, de “pensar por propia cuenta”, está en la base de la auténtica emancipación humana. El carácter consti-tutivo del programa ilustrado reside en la autonomía de la persona, en ese conducirse, en ese “servirse de la inteligencia sin la guía de otro”. Consiste, pues, en liberarse “de la ajena tutela” que ha logrado establecerse como “verdadera segunda naturaleza” de aquellos que no se conducen con autonomía. No fue otro el propósito de los estudiantes de Córdoba que en el movimiento de 1918 rompen amarras con el régimen anterior y tratan de desprenderse, como diría Kant, de la “merecida tutela” de mentores que se mantenían en la égida aristocrática.

La Universidad es una de las instituciones en que encarna el ideal ilustrado, pues es en su interior, en el campus, en el que las comunidades que la integran pueden obrar en libertad; esto es, “hacer uso público de su razón íntegramente” (Kant, p. 28). Es justo por dicha condición que, en la relación entre universidad y autonomía, estamos ante un par dialéctico, y en su oposición, ante un contrasentido.

La idea de universidad del programa ilus-trado es correspondiente al proyecto de unifi cación de los Estados en la medida en que la universidad ya no medieval sino moderna entiende que la autonomía personal contribuye a la construcción del Estado en tanto reconocimiento del impera-tivo categórico de la ley como instrumento de legitimación estatal. Los momentos

actuales exigen ampliar la noción de auto-nomía a la vez que empujan el principio universal –el imperativo moral kantiano–, en la dirección que Marx lo hacía ya desde 1843, “el imperativo categórico de invertir todas las relaciones en que el hombre sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable” (Marx, 1973:110). Esto adquiere el signifi cado de erigir una ética del sujeto, en términos de una relación crítica con la ley cuando promueve la exclusión y la humillación o la negación de la condición humana y no, como lo era en el proyecto kantiano, una ética de cumplimiento de normas universales, pero abstractas y heterónomas, que confi nan la autonomía del sujeto al cumplimiento de la obligación jurídica.

Kant pone a la ley como última instancia de la autonomía ética, su ley no tiene sujeto humano, es sujeto de sí misma. Por tal motivo, la discusión de la autonomía y de la institución tiende a problematizarse desde una ética del sujeto, en la cual el ser humano se relaciona con la ley –desde su soberanía–, no la abole, pero la transforma en función de la vida, en función de la re-producción del sujeto humano (Hinke-lammert, 2008:258). Sujeto que tiene que ser considerado en su cualidad pluricultural y no bajo el predominio de una experiencia civilizacional (la occidental) que niega y excluye a los otros entendimientos del mundo de la vida.

En el momento actual, no sólo hay que conquistar la autonomía para la Universidad en los limitados marcos que la guberna-mentalidad institucional le otorga, hay que impulsar desde la Universidad la lucha por

13 En especial el capítulo “¿Qué es la ilustración?”, pp. 25-38.

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la autonomía del sujeto, de las instituciones y de toda la sociedad.

En la pretendida diseminación del propósito autonómico, haciéndolo saltar desde el recinto universitario, ubicando a éste como un andamiaje institucional de avanzada que pueda inmiscuirse en un proyecto más amplio de alcances societales, reside uno de los posibles papeles a cumplir por la comunidad universitaria, por la Universidad entendida como proyecto de lo común.

Justamente esta reivindicación de lo común es uno de los elementos aglutinantes de las movilizaciones estudiantiles de hace cuarenta años y que todavía impregnan a las reivindicaciones actuales. La moviliza-ción estudiantil de entonces es parte, en el muy corto plazo, de la curva de incon-formidad que surge, ya en la californiana Berkeley en el otoño de 1964, como una extensión de la lucha por los derechos civiles y en repudio a la ocupación colonial de Vietnam y el descrédito que esta guerra estaba asumiendo para la población norte-americana.

Los estudiantes de la Universidad de Berkeley fueron a la huelga por la prohi-bición a Malcolm X de concurrir y hablar en el campus universitario (Draper, 1970). Por su parte, los eventos de la Univer-sidad Libre de Berlín entre 1966 y 196714, cuyos protagonistas se aglutinan en torno a la Federación de Estudiantes Socialistas Alemanes, no sólo rememoran la estrategia del Free Speech Movement al estallar paros y huelgas (en 1966, luego de prohibir la

realización de una mesa redonda en la que participaría el periodista Erich Kuby15), también imitan una de las consignas más socorridas en Berkeley: “desconfía de los que tienen más de treinta años”. Es, pues, también una revuelta generacional.

Parte de este conjunto de procesos reivindi-cativos fueron los sucesos del mayo francés de 1968 con epicentro en la Universidad de Nanterre (aquellos que alcanzaron el mayor espíritu lúdico y proyectaron una gran aceptación social combinada con una movilización importante y masiva de otros sectores) y después los eventos que en México se prolongaron entre julio y octubre de ese año, que serán recordados por sus alcances autoritarios y represivos, no sólo por las grandes movilizaciones que desple-garon.

La movilización mundial de 1968 es una revuelta que pone en entredicho la propia separación entre trabajo manual y trabajo intelectual, a la que reclama justamente el despliegue en combinación y articulación de ambos en los procesos de subsunción de la totalidad social por el capital, precisamente en el marco del ciclo económico que parece tender a cerrar el auge de posguerra.

La conformación del sistema u orden meta-bólico social dominante que generaliza su dominio, a partir de proyectarse sobre el cerebro social, sobre el trabajador colectivo, sobre el intelecto general, encuentra su oposición natural en el actor efectivo de las comunidades universitarias: el estudiantado en vías de integración al orden social, a

14 Véase “La juventud europea también se rebela” en Punto Final, Año II, Núm. 52, martes 9 de abril de 1968, Suplemento, o la versión novelada de esos años en Pérez Gay, José María. Tu nombre en el silencio, 2000, 598 pp.

15 Al que las autoridades califi can como enemigo de la Universidad, a raíz de lo cual, el rector de aquel entonces es destituido.

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través de todo un conjunto de estrategias disciplinantes tanto en lo macro (el papel determinante de la institución estatal y la sociedad de consumo) como en lo micro (el papel predominante de la separación tecnocientífi ca entre los que saben y los que aprenden, y el encumbramiento de los feti-ches del grado académico, del éxito social).

Para los estudiantes movilizados de aquel entonces la liberación es deshacerse de dichas ataduras y de la propia distinción entre los trabajadores manuales e inte-lectuales. No es otro el derrotero que periódicamente estalla en nuestros centros formativos superiores.

Ahora bien, la Universidad es una organiza-ción centenaria, cimiento fundamental para sostener, o bien para impulsar, los cambios en las estructuras del saber que integran al propio curso de la modernidad capita-lista. Sin embargo, como institución (quizá sólo comparable con la Iglesia), supera los límites mismos del comienzo del orden social hegemónico y ubica su génesis, en un curso de más largo alcance, en momentos en los que aún predominaban un conjunto de relaciones de carácter feudal, medieval o, más en general, precapitalista.

Referimos esto para entender que la magnitud del tipo de problemas que en este inicio de milenio abarcan a toda la sociedad y, por ello, a la Universidad también, no son, exclusivamente, de corta enverga-dura. Involucran situaciones de amplio alcance y mayor profundidad. Interpelan a la Universidad en la argamasa misma que la constituye como entidad de larga duración histórica. Por ello mismo, le exigen un papel proactivo y ya no, meramente, reactivo.

Su telón de fondo tiene que ver con el tipo de salidas a la crisis que está ensayando el imperio del capital y la agenda hegemónica que impulsa el imperialismo norteamericano (Tortosa, 2006:11-25) –más allá del entu-siasmo que inspira el relevo demócrata en el gobierno de los Estados Unidos–, cada vez más estructurada en un proyecto que niega justamente la universalidad y que, antes bien, esconde particularismos de domina-ción bajo el cobijo de implementar “guerras humanitarias” para salvar los valores de la “civilización occidental”.

Ante el curso histórico de tales aconteci-mientos, ya anunciados poco después de la caída del muro de Berlín, en el marco de la primera guerra del golfo, el propio discurso ideológico se articula más allá del efímero estandarte del fi n de la historia. Los grupos de poder que se estructuran alrededor del gobierno de los Estados Unidos recurren, de nueva cuenta, a la promoción del discurso de “la guerra de culturas” característico del tipo de política que impulsara Reagan desde los años ochentas.

En el marco de la agenda hegemónica global, tales son algunas de las problemá-ticas que impactan poderosamente la insti-tución universitaria. Lo que ello involucra para el caso de los países de América Latina no es de menor espesor; este escenario, sin embargo, pareciera ofrecer también un espacio de oportunidad, pues tal vez envuelva la posibilidad de dar cauce a aquello que fue negado en la región desde la propia constitución de los estados nacio-nales, en el primer cuarto del siglo XIX. Fue entonces cuando la independencia política del criollaje latinoamericano encubrió o ejercitó su etnofagia a través de políticas

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racistas o enarbolando el mestizaje, pero sin incorporar en ningún sentido los valores de las otras culturas (prehispánicas), o bien, haciéndolo desde un sentido paternalista mediante un discurso indigenista plagado de los valores del “proyecto modernizador”.

Será necesario que, ahora sí, la Universidad misma coloque, en el primer plano, no sólo al colonialismo como proyecto histórico político de alcances también globales (lo des-encubra, y revele su eurocentrismo también como un etnocentrismo), sino a la colonialidad del poder (tanto externa como interna) y del saber, re-signifi cando, en su justa dimensión, la dignidad de todas las culturas.

Nota final

La Universidad como institución moderna se ha desempeñado, en periodos específi cos de su historia, como territorio privilegiado de la autonomía, la emancipación, la resis-tencia y la creatividad, en momentos en que el contexto social al que pertenece se orienta por sendas de alta confl ictividad y potencialmente destructivas. Tal fue el caso, en el siglo pasado, de la lucha de los estudiantes de Córdoba, de la propagación prácticamente planetaria del movimiento del 68 y de la modifi cación en la relación entre las ciencias y las humanidades que irrumpe desde entonces y se sostiene hasta el momento actual.

En otras ocasiones, la institución se ve forzada a responder de manera más efi caz a su disposición funcional dentro del sistema. Hay una presión fuerte para que en la época actual se acentúe tal cometido. En este ámbito (como en otros característicos

del desarrollo del capitalismo, cuyo signi-fi cado es la abierta pugna por el producto social o las relaciones sociales), estamos en presencia de un dispositivo que, como bien lo explicó en su momento René Zavaleta, puede ser sucesiva o simultáneamente un aparato del Estado, un órgano de mediación o una estructura contra-hegemónica.

Edgar Morin ha sostenido en su libro Los siete saberes necesarios para la educa-ción del futuro que para la preparación y construcción del porvenir será indispen-sable llevar a cabo cambios profundos en el conocimiento, para lo cual sugiere, entre otras cosas, lo siguiente: “conoci-miento del conocimiento”, “conocimiento pertinente”, “aprendizaje de la condición humana como realidad compleja”, “ense-ñanza de la era planetaria”, “conocimiento de las incertidumbres”, “educación para la comprensión” y “concebir a la humanidad como comunidad planetaria”. Los cambios no se circunscriben, por supuesto, al cono-cimiento sino que abarcan a los sujetos productores del mismo.

En una de las tesis que debieran pautar el conocimiento que requiere la nueva Universidad, Boaventura de Sousa Santos nos da un indicio del primordial papel que la institución ocupa en toda la sociedad: “La universidad al aumentar su capacidad de respuesta no puede perder su capacidad de cuestionamiento” (Boaventura de Sousa, 1998:278). Y al hablar de la institución hablamos de aquellas comunidades que la conforman, y no podemos hacerlo sin considerar los efectos dañinos que el neoli-beralismo ha propiciado en los sistemas de educación y en las universidades públicas.

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Estos señalamientos se encaminan hacia una pedagogía emancipatoria que entiende al campo educativo como un escenario de disputa y donde se dirimen confl ictos, por lo que incluye las nociones de lucha, de voz estudiantil y de diálogo crítico (Guiroux, 2003:173-209). Enunciar un problema, desde luego, no es resolverlo, pero cuando menos es re-conocerlo para tratar de actuar sobre él. Las páginas precedentes persi-guen tal objetivo, pero también señalan el lugar que los conocimientos universitarios y sus actores y protagonistas ocupan en la inmensa tarea de construcción de “un mundo otro”.

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Legal pero fuera de la ley

No hace falta argumentar mucho para mostrar que las tesis de la política demo-crática en Colombia han estado en serias difi cultades en los últimos tiempos.

Esta impresión surge del análisis de las prácticas políticas que hemos experimen-tado, orientadas por la pretensión de garan-tizar seguridad. Ellas buscaron justifi car una estructura de relaciones de poder en el Estado, con un predominio absoluto del ejecutivo sobre los otros dos poderes.

Esta pretensión se realizó a través de los mecanismos procedimentales previstos en la ley, pero también por caminos ilegales. En efecto, con la pretendida segunda reelec-ción presidencial se buscó desarrollar una reforma institucional que desarticulaba el sentido fundamental de Constitución; se manejaron prácticas corruptas para controlar y eliminar a la oposición, dentro de las cuales se utilizó a la policía secreta con fi nes políticos; se asesinó y desapa-reció a personas inocentes para mostrar ante la opinión pública triunfos inexistentes de las fuerzas militares; se distribuyeron los recursos del Estado, pocos o muchos,

entre los más ricos; se pagaron los votos favorables al régimen con notarías, otros cargos y contratos ofi ciales; se entregaron las zonas francas como benefi cio dinástico; se favoreció un proceso de acumulación de riquezas y de concentración de la propiedad territorial en alianza con élites regionales vinculadas al narcotráfi co y al paramili-tarismo; y, por último, se establecieron condiciones de negociación con el parami-litarismo sobre la base de la aceptación de un alto grado de impunidad, del sacrifi cio de la verdad y de la inexistente política de reparación a las víctimas.

Refundar el Estado

El poder ejecutivo, aliado con sectores del Congreso cercanos a las políticas del ex presidente Uribe, intentó adelantar procesos de reforma de la Constitución, con el fi n de proponer una nueva estructura del Estado y de consolidar un proyecto hege-mónico de dominación, centrado en la idea de la seguridad.

Se argumentó que un tipo de política auto-ritaria, de mano fuerte y de orientación militarista estaba determinada por una necesidad histórica: la única forma de

¿DEMOCRACIA? ¿CUÁL DEMOCRACIA?

Francisco Cortés Rodas*

* Profesor del Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia. Texto tomado de http://www.razonpublica.com, sección Política y gobierno, publicado el 19 de septiembre de 2010.

Parecería que el concepto “democracia” manejado por los actores de siempre diera para todo. Pero no. Para comenzar, las cosas no cambian por el hecho de añadirle la

palabra “prosperidad” a la seguridad democrática.

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enfrentar el proyecto armado de la insur-gencia era mediante la derrota militar. Los partidarios de esa solución pensaban que debido a la profunda crisis política, social y económica en la que se debate el país desde hace varias décadas, la democracia, con sus incertidumbres, era más un obstáculo que un medio útil para salir del abismo.

Democracia de cartón

En este contexto el modelo de Estado se orientó hacia el despotismo y el autorita-rismo, y muchos llegaron a creer que esa alternativa política era la correcta para superar los problemas del país. Por ese camino se avanzó hacia un tipo de concep-ción autoritaria de la política, según la cual, para ganar la guerra, el Estado o quienes pretendan actuar a su nombre pueden disponer de la vida de las personas desco-nociendo los derechos individuales y las garantías democráticas.

Contra la oposición política, los magistrados de las Cortes, la prensa independiente, las organizaciones defensoras de los derechos humanos y sectores campesinos, indígenas, académicos y sindicales, pero particular-mente contra la articulación institucional de los tres poderes establecida en la Consti-tución de 1991, se adelantó y consolidó en forma dramática ese tipo de solución.

Por todo esto se puede afi rmar que en Colombia, la política democrática está en crisis. Hay un profundo défi cit democrático. La política de la seguridad desarrollada por el régimen de Uribe es en gran parte responsable del mismo. Y aunque a partir del nuevo gobierno vaya acompañada de la idea de la prosperidad democrática,

sus efectos desestabilizadores sobre la estructura política del Estado se seguirán reproduciendo.

El reto de la democracia frente al paramilitarismo

Desde un punto de vista institucional, los efectos más negativos de la política de seguridad democrática consisten en la transformación de la estructura del Estado, tal y como había sido establecida en la Constitución de 1991, y en la profundiza-ción de la penetración de las mafi as del narco paramilitarismo en las organismos del Estado. ¿Quién o quiénes fueron los actores políticos responsables de esta radical trans-formación del Estado? ¿Fue la parapolítica, es decir, la mafi a y el paramilitarismo, el promotor de un proceso de transformación del Estado, quien con un proyecto político y legislativo propio buscó poner los poderes del Estado en función de sus intereses? ¿Se trató de un proceso de captura del Estado y sus instituciones políticas realizado por el paramilitarismo? ¿Se trató de un proceso de reconfi guración cooptada del Estado? ¿Se trató de la consecuencia lógica de un proceso histórico de dominación política de una clase que busca expandir y garantizar de manera permanente las condiciones de su dominación? O, ¿fue el Ejecutivo, no los parapolíticos, quien tiene un proyecto político, ideológico y legislativo propio para llevar adelante este cambio radical del Estado?

La interpretación ofi cial sobre el paramili-tarismo afi rma que éste es un fenómeno externo al Estado que ha infi ltrado las insti-tuciones y el mundo de la política. Se argu-menta que los paramilitares, convertidos en

Francisco Cortés Rodas

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señores de la guerra, a partir de la economía de la guerra y de la usurpación de funciones estatales en el ámbito local, lograron una infi ltración mafi osa de la estructura del poder político (Duncan, 2006). El parami-litarismo es concebido como el actor que impulsó un proceso de transformación del Estado, mediante una calculada estrategia de terror, penetración de las instituciones políticas y mediante un proyecto político e ideológico propio. Defensores de esta postura afi rman que el paramilitarismo “es una reacción de los trafi cantes de droga a las exacciones y al secuestro de las fuerzas insurgentes, a la cual se habrían sumado sectores de las fuerzas militares y sectores económicos legales y regionales (terrate-nientes ganaderos, comerciantes etc.) con fi nes de autodefensa” (Franco, 2009:355). Otros afi rman que el paramilitarismo “es una reacción de elites rurales, en alianza con narcotrafi cantes y fuerzas militares, a la agresión insurgente ante el desamparo estatal, a las negociaciones de paz y a las reformas políticas democratizantes”. El paramilitarismo es visto, en esta interpre-tación, como resultado de una reacción de la sociedad a las amenazas a la seguridad de la vida y el patrimonio, ante la carencia de la autoridad estatal en muchas regiones del país. De este modo, se concibe, de un lado, que el Estado ha sido penetrado por el paramilitarismo y que ha sido víctima de la acción de las mafi as de narcotrafi cantes y paramilitares; de otro lado, se niega o minimiza la responsabilidad estatal en la conducción de la guerra contrainsurgente.

Resultados de investigaciones recientes han demostrado que esta interpretación es absolutamente falsa. El paramilitarismo no es un fenómeno externo al Estado,

afi rma Liliana Franco. El paramilitarismo no ha penetrado al Estado, ni las trans-formaciones estructurales del Estado son consecuencia de una infi ltración mafi osa de la estructura del poder político, se asevera en el libro coordinado por Claudia López Y refundaron la patria; de cómo mafi osos y políticos reconfi guraron el Estado colom-biano. El paramilitarismo ha sido un factor fundamental en los procesos de cambio institucional de la estructura del Estado colombiano, pero el paramilitarismo no es el actor determinante de estos procesos de transformación, quien con un proyecto polí-tico propio haya buscado poner los poderes del Estado en función de sus intereses. Las evidencias encontradas en estas investiga-ciones indican que es al contrario. El actor determinante de este proceso de reconfi gu-ración del Estado es el Ejecutivo. “La función del aparato estatal, escribe Franco, en la organización del bloque contrainsurgente se despliega a través de la rama ejecutiva porque este es el aparato que concentra el poder de la fracción hegemónica y reviste el papel dominante en el Estado” (Franco, 2009:231). “Todo indica”, escribe López, “que el que tiene un proyecto político-ideológico-legislativo propio es el Ejecutivo, no los parapolíticos, y es aquel el que está en capacidad de sacarlo adelante, usando instrumentalmente a los investigados por parapolítica como parte de sus mayorías políticas y legislativas” (López, 2010:72). Esta conclusión de Franco y del equipo de investigación coordinado por López es muy impresionante y determina un cambio profundo en la percepción que podemos tener tanto del paramilitarismo como de los actores políticos responsables de las actividades de gobierno y legislación en los últimos períodos presidenciales.

¿DEMOCRACIA? ¿CUÁL DEMOCRACIA?

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A partir de los conceptos de “captura del Estado” y “reconfi guración cooptada del Estado”, propuestos por Luis Jorge Garay, se trata de mostrar en el libro coordinado por Claudia López, que papel jugó el Ejecu-tivo en este proceso de reconfi guración del Estado. “Reconfiguración por introducir cambios sistémicos en la estructura del Estado colombiano, prevista en la Consti-tución de 1991, y “cooptada” por el nivel de participación e infl uencia de actores e intereses ilegales e híbridos en su trámite legislativo” (López, 2010:69).

El concepto de reconfi guración cooptada del Estado, presupone la interacción entre organizaciones legales e ilegales que buscan mediante prácticas ilegítimas realizar reformas institucionales para trans-formar la estructura estatal en función de sus benefi cios particulares; estos actores persiguen benefi cios no sólo económicos sino principalmente penales o judiciales, políticos y de legitimación social; ellos se valen de métodos de coerción o alianzas políticas que complementan o sustituyen el soborno y se da en diferentes ramas del poder público. “De esta manera, se ha defi -nido la ‘reconfi guración cooptada del Estado’ como la acción de organizaciones legales e ilegales que mediante prácticas ilegítimas, buscan modifi car, desde adentro, el régimen político de manera sistémica e infl uir en la formación, modifi cación, interpretación y aplicación de las reglas del juego y de las políticas públicas, para obtener benefi cios sostenibles y lograr que sus intereses sean validados política y legalmente, así como legitimados socialmente en el largo plazo, aunque éstos no obedezcan al interés rector del bienestar social” (Garay, 2010:220). Así, una conclusión central presentada en este

libro, dice que el Ejecutivo es el agente de un proceso de “reconfi guración cooptada del Estado” en tanto que ha promovido un cambio sistémico del Estado para impulsar un proyecto político propio, en asocio con actores e intereses ilegales e híbridos en su trámite legislativo, en función de profundizar los procesos de concentración de la riqueza y de la propiedad territorial, vinculados a los intereses de algunas elites tradicionales locales y regionales y del narco paramilitarismo.

Liliana Franco defi ende una posición más radical. El paramilitarismo no es un fenó-meno externo al Estado que ha infi ltrado las instituciones y el mundo de la política. Por el contrario, el paramilitarismo, en la forma del mercenarismo corporativo contra-insurgente, es un elemento substancial del Estado. Es decir, la violencia mercenaria contrainsurgente, que se ha dado desde los años ochenta hasta el presente, es la forma de violencia que ha adoptado el Estado para enfrentar a las guerrillas, pero es sólo una nueva forma de violencia, que reproduce de otra manera la violencia estatal, que ha sido utilizada siempre a lo largo de la historia por el Estado colombiano y ha sido la que le ha permitido someter, eliminar, controlar, disciplinar y desorganizar a quienes pretenden oponerse al orden de dominación. “El mercenarismo corporativo contrainsurgente es una forma de reorga-nización de la fuerza que responde a un vínculo orgánico con el poder político así como a una dimensión privada, es decir, expresa una alianza de intereses económica y políticamente dominantes con una misión de seguridad y estabilización del orden en un contexto específi co de guerra irregular. El objeto de esta forma de organización, y

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el núcleo de la misión de orden en el marco de una relación antagónica, es la violencia. A partir de un motivo político defi nido por el Estado, en correspondencia con los inte-reses de la sociedad útil a los que sirve, ésta es violencia ejercida en nombre de la seguridad, la libertad (de locomoción), la propiedad y la paz; ejercida en defensa del Estado y los ‘ciudadanos de bien’; conducida para prevenir y castigar, para disciplinar y desorganizar, para estabilizar y regular; practicada contra los rebeldes en armas o sin ellas, pero sobre todo contra colaboradores y simpatizantes actuales o potenciales [...] En síntesis, esta violencia, es el fundamento material de un nuevo consentimiento con la estructura de poder” (Franco, 2009:496).

Así, si se concibe al paramilitarismo en la forma del mercenarismo corporativo contrainsurgente, puede, entonces, decirse que el desarrollo del paramilitarismo es intrínseco a la reestructuración de las rela-ciones sociales y del poder de las elites en las regiones que viene afi anzándose en Colombia desde los años 80. Esta rees-tructuración del bloque de poder se ha dado en forma paralela con un proceso de concentración de la propiedad territorial y de participación de importantes grupos de las elites regionales en el narcotráfi co.

De los resultados de estas investigaciones podemos plantear lo siguiente: los efectos más negativos de la política de seguridad democrática consisten en los cambios estructurales del Estado, contrarios al sentido de la Constitución de 1991, y en la profundización de la penetración de las mafi as del narco paramilitarismo en las organismos del Estado. Estos dos procesos

fueron promovidos, apoyados, coordinados y administrados por el Ejecutivo, que gobernó desde 2002 hasta 2010. Estos dos procesos son funcionales entre sí. Esto quiere decir que el Ejecutivo es el agente de un proceso de transformación del Estado en tanto que ha promovido tanto una reestruc-turación de las relaciones de poder entre sus tres ramas para así asegurar su potestad absoluta, como una reestructuración de las relaciones sociales y del poder de las elites. Y esto lo ha hecho en función de impulsar un proyecto político –ultraconservador y de derecha– de concentración de la riqueza y de la propiedad territorial, vinculado tanto a los intereses de algunas elites tradicionales locales y regionales, como a los intereses de la mafi a y al paramilitarismo. Podemos denominar a este proceso como “Transfor-mación patológica del Estado”. “Transforma-ción patológica” porque introduce cambios radicales en la estructura del Estado colom-biano, contrarios a la Constitución de 1991 y porque realiza estos cambios con el apoyo de los parapolíticos que formaban parte de la coalición del gobierno, en función de promover intereses de actores ilegales.

El delegado solo es un delegado

Así las cosas, es válida una pregunta: ¿Se pueden superar en Colombia las difi cultades que obstaculizan hoy el ejercicio de la polí-tica democrática? Responderla es el propó-sito de este artículo. ¿Con qué argumento puede defenderse la democracia del peligro que representa la seguridad democrática?

Siguiendo a Locke (1991), Rousseau (1978), Sieyes (1989), Montesquieu (1972) y Kant (1986, 1989), el argumento es defi nitivo: la política la hace el pueblo cuando se cons-

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tituye como pueblo y expresa su voluntad soberana dictando una Constitución.

En términos de Sieyes (1989:143), el pueblo tiene el poder constituyente, es decir, el poder de determinar la forma de gobierno que quiere darse. “El pueblo es el único que puede decidir cuál sea la forma de la república”, es el único que puede darse una Constitución y el único que puede cambiarla. “La nación existe antes de todo, es el origen de todo. Su voluntad es siempre legal. Ella es la propia ley [...] La voluntad nacional sólo necesita de su realidad para ser siempre legal, es el origen de toda legalidad ”.

Ahora bien, si la Constitución es la que crea el orden, y de ella nacen los poderes, no puede ser obra de esos mismos poderes. Es más, no cabe dentro de las atribuciones de esos últimos la posibilidad de modifi carla, ni de alterar su equilibrio. “Ningún tipo de poder delegado puede cambiar lo más mínimo las condiciones de su delegación” (Sieyes, 1989:143).

Al poder lo conforman las diferentes ramas del Estado: legislativo, ejecutivo y judicial, con funciones defi nidas por la autoridad soberana.

El intento del ejecutivo en alianza con sectores del Partido de la U y del Partido Conservador, mayoritarios en el legisla-tivo, de realizar reformas institucionales con las que se pretendió desarticular el sentido fundamental de los principios plas-mados en la Carta de 1991, fue contrario a este principio básico del constituciona-lismo liberal.

Se puede y no se puede

Repito: no pertenece a las atribuciones del poder ejecutivo la posibilidad de modifi car la Constitución. Su función es ejecutar las leyes que hace el legislativo. Nada más. “El gobierno sólo ejerce un poder real porque es constitucional; sólo es legal porque es fi el a las leyes que le han sido impuestas” (Sieyes, 1989:145)

Pero el ejecutivo pretendió tener más poder que los otros poderes y, así actuó contra el dictum de Montesquieu (1972:150): “Para que no se pueda abusar del poder es preciso que, por la disposición de las cosas, el poder frene al poder”. Aquí no se trató de que el poder frenara al poder, sino del abuso del poder. El poder ejecutivo subyugó al legis-lativo a través del control aplastante, que el partido de gobierno –el Partido de la U–, ejerció en las dos cámaras.

Además, algunas de las altas magistraturas del control público quedaron bajo el dominio del ejecutivo (la Fiscalía y la Procuraduría fueron los ejemplos más notables). Se intentó también transformar la composi-ción de las altas cortes en benefi cio de los intereses particulares del gobernante y de su grupo. Al poder judicial lo sometió a la persecución, el espionaje y el chantaje. Y lo mismo hizo con la oposición y con la prensa crítica.

Al producirse una gran concentración del poder en el ejecutivo y la coalición de gobierno se limitaron las posibilidades de controlar sus acciones. Esto alteró el sistema de pesos y contrapesos estable-cidos en el texto constitucional y en la intención de los constituyentes de mantener

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un equilibrio entre los tres poderes. Esta concentración del poder puede ser descrita como un proceso de sometimiento al poder ejecutivo de las instituciones que hacen parte del sistema de pesos y contrapesos, que la Constitución de 1991 estableció mediante la articulación de los tres poderes y la defi nición de sus funciones.

Un simple delegatario

Dije antes que en primera instancia la polí-tica la hace el pueblo cuando expresa su voluntad soberana y crea una constitución.

Pues bien. En segunda instancia la hacen los tres poderes que representan la voluntad soberana del pueblo. La del legislativo se concreta en hacer la ley, la del ejecutivo en seguir la ley (o en aplicar las leyes a acciones o personas particulares), y la del judicial en sentenciar lo que es de derecho en cada caso. “Es más, en la medida en que la política es la vida del Estado y el derecho es la vértebra del Estado, política, en tanto actividad que afecta la sustancia misma del Estado, la hacen sobre todo el legislativo y el judicial, poderes relacionados con la ley en sentido estricto” (Villacañas, 1999:206). En el sentido del republicanismo, represen-tado por Rousseau y Kant, la política del ejecutivo es de un nivel inferior. Es más una técnica, diferente del tipo de conocimiento que le corresponde al Derecho. El poder ejecutivo no es propiamente representante, es simplemente delegatario. La función del gobierno es derivativa, no es más que un encargo: hacer cumplir las leyes que propone el poder legislativo o que falla de forma irrevocable el poder judicial.

Patología de la política

De esto se sigue que si el ejecutivo intenta asumir la función de los otros poderes o no cumple con su propia función, da origen al despotismo o la anarquía. “Si el magis-trado quiere dar leyes”, escribe Rousseau (1978:21), “el desorden sucede a la regla, la fuerza y la voluntad no actúan ya de consuno, y el Estado, disuelto, cae en el despotismo o en la anarquía”. En el despo-tismo, cuando el ejecutivo asume para sí la función del legislativo; en la anarquía, cuando los súbditos no obedecen las leyes o los decretos del ejecutivo.

Si el ejecutivo pretende ser el único poder que hace política, estamos ante una pato-logía estructural del Estado y de la política. ¿Qué son los acuerdos del gobierno de Colombia con el de Estados Unidos para permitir el uso de bases militares sin la aprobación legal del Congreso? ¿Qué signi-fi cado tienen los acuerdos de negociación con la cúpula del paramilitarismo que se refl ejaron en el proyecto de ley de Justicia y Paz? ¿Qué signifi cado tienen los intentos ilegales, avalados desde la Casa de Nariño, de detener los procesos de investigación y de judicialización de parlamentarios vincu-lados a la parapolítica, mediante prácticas de terror e intimidación como el espionaje y las chuzadas?

En estos casos se trata de un proceso político y legislativo de transformación del Estado promovido por el Ejecutivo para impulsar un proyecto político propio, centrado en la seguridad y el apoyo a los planes de concentración de la riqueza y la propiedad territorial. Para esto el ejecutivo ha buscado asumir para sí la función de

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los otros poderes y que ha pretendido ser el único que hace política. “Todo estaría perdido”, escribe Montesquieu (1972:152), “si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales, de los nobles o del pueblo, ejerciera los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resolu-ciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares”.

Patología del Estado

El equilibrio de los poderes, esencial en la democracia, se rompe cuando la voluntad del gobernante quiere sacar de sí mismo algún acto absoluto o independiente, o cuando pretende tener una voluntad parti-cular más activa que la voluntad general del soberano legislador, y para ello hace uso de la fuerza pública que está en sus manos.

¿Qué signifi ca que la fuerza pública, bajo el control del ejecutivo, haya participado en los asesinatos y desapariciones de más de dos mil personas para hacerlos fi gurar como caídos en combate? ¿Qué signifi ca que algunos miembros de la fuerza pública, bajo el control del ejecutivo, se hayan aliado con el paramilitarismo y el narcotráfi co para impulsar el más poderoso proyecto de acumulación de riquezas y de concentración de la propiedad territorial que se haya dado en los últimos tiempos en Colombia con el pretexto de enfrentar a la insurgencia? ¿Qué signifi ca que el Partido de la U y el Partido Conservador, por orden del ejecu-tivo, hayan votado en forma mayoritaria contra la ley de víctimas y no se hayan ocupado de los procesos legislativos y judi-ciales para restituir a los campesinos las tierras robadas por los paramilitares? ¿Qué signifi ca que el Ejecutivo y la coalición de

gobierno –compuesta en gran parte por los congresistas vinculados a la parapolítica– hayan impulsado la Ley de Biocombustibles y la Ley Forestal, diseñadas en función de legalizar el despojo?

Todo esto quiere decir que el Ejecutivo es el agente de un proceso de “transformación patológica del Estado”.

Los responsables

¿Quiénes son los actores políticos respon-sables de haber impulsado este proceso de transformación patológica del Estado?

En primer lugar, el poder ejecutivo del gobierno anterior por haber actuado con los parapolíticos en la coalición que ha gober-nado al país desde el 2002 hasta la fecha y por haber instrumentalizado cambios sisté-micos en la estructura del Estado colom-biano, contrarios a la Constitución del 91.

En segundo lugar, en las mayorías del Congreso, agrupadas en la coalición del partido de gobierno. Ellas permitieron que el poder legislativo se uniera al ejecutivo en una sola persona, y admitieran que el gobernante promulgara leyes tiránicas para hacerlas cumplir tiránicamente. Ellas promovieron una legislación en función de los intereses de los grupos ilegales del narco paramilitarismo para favorecer su impu-nidad, reducir su exposición penal y buscar su legitimidad política; permitieron que el poder legislativo se uniera al poder ejecutivo en la misma persona, admitiendo que el gobernante promulgara leyes contrarias al sentido y alcance de los textos constitucio-nales y a la intención de los constituyentes de crear un Estado social de derecho. Así,

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los representantes, elegidos para hacer la ley traicionaron la función política del legislativo.

En tercer lugar, en gremios, estamentos, empresas privadas, grupos de presión, organizaciones locales y medios de comu-nicación, que aceptaron y avalaron una política en la que se podía disponer abier-tamente de la vida de las personas, desco-nociendo los derechos individuales y las garantías democráticas.

Y, fi nalmente, en las mayorías silenciosas formadas por ciudadanos corrientes, que por complacencia y fascinación con el auto-ritarismo aceptaron como normal e incluso como deseable una situación de dominio despótico, arbitrario y criminal.

El despotismo continúa

Por eso digo que estamos, no que estuvimos, ante una patología estructural del Estado. En efecto, los actores políticos responsables de impulsar ese proceso siguen ocupando las más altas magistraturas. El Ministro de Defensa del gobierno anterior es hoy el Presidente de la República. Los partidos de la U y Conservador continúan siendo mayoritarios en el Congreso. Los gremios, empresas privadas, grupos de presión y medios de comunicación siguen aprove-chándose de la política del Estado. Y las mayorías silenciosas no han alzado una voz crítica ante el predominio absoluto del ejecutivo sobre los otros dos poderes, es decir, ante el hecho político del despotismo.

Pienso, entonces, que para sanar al Estado de esta patología no basta con añadirle “prosperidad democrática” a la “segu-ridad democrática”. Los cambios que se necesitan son de fondo. Deben ir más allá

de las personas y tienen que ver con las instituciones, con la creación de prácticas y hábitos democráticos y con la recuperación de la libertad democrática.

No hay que olvidar que el proceso de doblegar el Estado sometiéndolo a la voluntad del gobernante absoluto estuvo acompañado de la violencia paramilitar, con sus secuelas de terror, desolación y despla-zamiento, de concentración de la riqueza (con el consiguiente aumento de pobreza y miseria de la mayoría de la población), y del crecimiento inusitado del desempleo, del despojo de tierras a los campesinos y del aumento de violaciones de los derechos humanos cometidas por agentes estatales.

¿Cuestión de forma?

Así que la recuperación de la libertad demo-crática no se hace simplemente cambiando el tono o la fachada. Se requieren cambios estructurales en la distribución del poder político y económico.

En relación con estos cambios en la esfera política; el ejecutivo debe volver a su función fundamental, subordinada frente a las de los otros dos poderes: ejecutar las resoluciones públicas del legislativo o las que sentencia en forma irrevocable el judicial; el legis-lativo, que viene de un largo proceso de traición a su función política fundamental, debe recuperar su potestad, haciendo que sus leyes conviertan en realidad, del mejor modo, los derechos de cada uno.

La felicidad como propósito

Ante la desestabilización de la estructura política del Estado producida por la segu-ridad democrática, la política democrática

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debe defender el ejercicio estricto, fi el, responsable y no enajenable de la expresión de la voluntad soberana del pueblo, que se produce en la Constitución y en la confor-mación y estricto control de los tres poderes que representan al soberano.

En consecuencia, el propósito de la política democrática es defi nir cómo cada uno de los poderes que representan al soberano participan del fi n básico de la política, que en sentido kantiano tiene que ver con la posibilidad de que los hombres alcancen su felicidad en este mundo.

Referencias bibliográficas

Duncan, Gustavo (2006). De paramilitares, mafiosos y autodefensas. Bogotá, Planeta.

Franco, Vilma Liliana (2009). Orden contra-insurgente y dominación. Bogotá, Siglo del Hombre.

Garay, J. et al. (2010). “Redes de poder en Casanare y la costa Atlántica”, en:

López, Claudia -ed.-. Y refundaron la patria. De cómo mafi osos y políticos reconfi guraron el Estado colombiano. Bogotá, Debate.

Kant, I. (1986). Teoría y práctica. Madrid, Tecnos

______ (1989). Metafísica de las costumbres. Madrid, Tecnos.

Locke, John (1991). Dos ensayos sobre el gobierno civil. Espasa Calpe, Madrid.

López, Claudia -ed.- (2010). Y refundaron la patria. De cómo mafi osos y políticos reconfi guraron el Estado colombiano. Bogotá, Debate.

Montesquieu (1972). Del espíritu de las leyes. Madrid, Tecnos.

Rousseau, Jean Jacques (1978). El contrato social. Madrid, Aguilar.

Sieyes, Emmanuel (1989). ¿Qué es el Tercer Estado? Madrid, Alianza.

Villacañas José Luis (1999). Res Pública. Los

fundamentos normativos de la política. Madrid, Akal.

Francisco Cortés Rodas

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HÉCTOR ABAD GÓMEZ, EDITORIALISTA

Comité Editorial

Treinta años después de la aparición de Viento Nuevo, revista de la Facultad de Medicina, se consideró justo y necesario exaltar la fi na pluma del profesor Héctor Abad Gómez (q.e.p.d), editorialista de los cuatro números que pudieron aparecer. Los cuatro

editoriales –Viento Nuevo: una revista panómica, A contrapelo, Ternura que se extiende y Medicina integral– refl ejan la vocación humanista de su autor, al tiempo que exhiben un naciente pensamiento crítico en el ámbito de la medicina y, por qué no, en el horizonte

de la universidad pública. Actualizar dichos editoriales hace parte del homenaje perenne, a los 23 años de su cobarde asesinato, al fundador de Asoprudea y por varios períodos su

presidente.

Viento Nuevo: una revista panómica

(Viento Nuevo No. 1, octubre de 1980)

En su columna “El editor habla” (Apología), A. Stuart Mason, editor de la Revista del Colegio Real de Médicos de Londres expre-saba recientemente lo siguiente: “Las pre-siones diarias ordinarias forzan al individuo a confi nar la mayoría de sus lecturas a lo concerniente a su propio interés inmediato. Pero aceptar esta situación como inevitable es convertirse en un monotemático ina-guantable de mente estrecha. Una amplia perspectiva es necesaria para una relación inteligente y humana con los otros, sean ellos pacientes o colegas”.

Esta fi losofía que nosotros hemos deno-minado panómica orientará esta Revista: que Viento Nuevo quiere ser no una revista médica más, sino una revista de los trabajadores de la salud que tengan inquietudes científicas, académicas, culturales, artísticas, políticas, económicas

o sociales, que las quieran comunicar a los demás.

La Revista quiere convertirse en un canal para el intercambio de ideas, inquietudes, conocimientos y aun –si ello se da– descubrimientos, en cualquier campo del quehacer humano.

Aceptaremos colaboraciones –así sean no solicitadas– que cumplan el dictum de Unamuno: “Escribe como te dé la real gana, y si dices algo de gusto o de provecho y te la entienden y con ello no cansas, bien escrito está como esté; pero si dice cosas que no valgan o aburres, por castizo que se te repute, escribes muy mal”.

Como médicos y estudiantes de medicina hemos hecho el diagnóstico de que nosotros participamos poco de la vida, siendo éste nuestro campo. Estamos demasiada imbuídos y casi obsesionados por la enfermedad y la muerte. El espíritu de Thanatos nos apabulla y participamos muy poco del de Eros.

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Comité Editorial

Esta Revista nace de la necesidad de expresar muchas cosas: de cruzar impresiones, vivencias, experiencias y conocimientos con mucha gente; de que los estamentos profesoral y estudiantil de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia tengan un órgano propio de expresión que sea polémico, que abra espacios, que cree otras necesidades. Que no nos quedemos solamente con palabras lanzadas al aire en conversaciones de cafetería; que tengamos Ia oportunidad de tener un canal escrito de expresión para sacudir nuestras propias inercias y para sacudir la inercia general que parece estar anquilosándonos.

Estamos urgidos de otro tipo de discurso, de otro tipo de lenguaje que va a exigir autocrítica, estudio, trabajo y análisis. No se puede negar que atravesamos por un período de crisis universitaria y que en ella las actuales “izquierdas” expresan puntos de vista demasiado restringidos, repetitivos y esquemáticos.

Éste será un intento de búsqueda y de auto-aprendizaje, para alcanzar un nuevo estilo y unas nuevas dimensiones. Los patrones actuales tienen hastiada a la gente. Queremos contar con un órgano de criterios amplios para el análisis de los problemas de la universidad, de las profesiones de la salud, de nuestro país y del mundo. Con una visión y perspectivas nuevas que vayan mucho más allá de las pequeñas rencillas locales.

Queremos abrir un debate ideológico amplio dentro de un patrón general de avanzada científi ca, política y social, pero aceptando diferencias de criterios y de

puntos de vista. Hablaremos sobre hechos concretos para tratar de descender de la generalización fosilizada y develar los hechos específi cos que revelen la realidad médica, científi ca, política, cultural y social que se muestra en los casos que a diario estamos viendo.

Esta Revista tratará de crear márgenes, de abrir nuevas posibilidades y no pretende de ninguna manera ser la última palabra o la expresión de cualquier mecanismo. Pero sí pretende crear necesidades menos banales de las que en general tienen los estamentos a los que deseamos servir.

¿Por qué Viento Nuevo? Nuestro nombre “Viento Nuevo”, aunque poético, no es menos dinámico ni combativo. Refresca y agita las hojas de los árboles, pero puede convertirse en incontenible ciclón que arrasa a aquellos que antes acariciaba. Es ese viento el que necesitamos para alejar los miasmas del conformismo y el aletargamiento que a veces nos invaden y convierten nuestro medio en un tibio y quieto “cuarto de reblujos”, con todo lo que esta terrible expresión implica.

¿Por qué y para qué una revista panómica? Esta Revista surge dentro de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, como surgen todas las cosas, de la necesidad. De la necesidad de un canal de expresión para personas y grupos insatisfechos con la situación actual de la Facultad, de la Universidad y del país. De personas y grupos que buscan una explicación para nuestro insatisfactorio estado actual, pero que no tienen una respuesta hecha, una respuesta establecida, una respuesta defi nitiva.

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HÉCTOR ABAD GÓMEZ, EDITORIALISTA

Esta Revista es, por consiguiente, más que una respuesta: es un cuestionamiento, una búsqueda, una pregunta. Muchos cuestionamientos, muchas búsquedas, muchas preguntas. Abierta a todos los cuestionamientos, a todas las búsquedas, a todas las preguntas. Cerrada al dogma, al ideologismo, a la falsa conciencia. No habrá en ella posiciones defi nitivas, fi nales, absolutas. Establecerá un proceso de investigación constante de remedios a los males que nos afl igen a nosotros mismos: la ignorancia, la pasividad, la rutina, la satisfacción, la pretensión de saber. De remedio a los males que afl igen a la Facultad de Medicina: la complacencia con lo que se hace y con lo que no se hace, la mediocridad, la rutina. A los males que afl igen a la Universidad: la agitación por la agitación misma; el esquematismo; los eslóganes; la simplifi cación de todo; la falta de estudio sistemático, profundo y disciplinado. A los males que afl igen a nuestro país, que para qué repetirlos, si son de todos conocidos.

En esta Revista queremos establecer una relación de aprendizaje colectivo. El Consejo Editorial es un grupo que aprende colectivamente, en constante pensamiento y acción. El editor es, simplemente, un ejecutor de lo que el grupo decide. Y el Administrador efectúa todas las acciones que hagan posible que la Revista se materialice.

Está abierta a todos los que tengan algo que expresar y sepan hacerlo con sindéresis, con claridad, con demostraciones de que lo que dicen tiene sentido. Abierta a todas las corrientes del pensamiento y de la acción, siempre que realmente este pensamiento y

esa acción se encaminen hacia el progreso de las actividades humanas que benefi cien a la misma gente: la ciencia, el arte, la fi losofía, la estética, en favor y no en contra de los seres humanos. Pretende que lo que aquí se diga o se escriba sirva para pensar, para actuar, para gozar o para criticar.

Nada nos gustaría más que recibir críticas encaminadas a rectifi car los numerosos errores que estamos seguros habremos de cometer. Ya lo hemos dicho: no pretendemos encarnar la verdad. Solo pretendemos buscarla. Esperamos que en esta búsqueda todos ustedes, estimados lectores y futuros colaboradores, nos acompañen.

En resumen, y para lograr esto, en una Facultad en ruinas, en una Universidad en ruinas, en un país en ruinas, debemos todos renacer, como el Ave Fénix, de nuestras propias cenizas.

A contrapelo(Viento Nuevo No. 2, junio de 1981)

Cuando la corriente va hacia el hedonismo y la complacencia de unos pocos con su es-tado particular, sin interesarles que muchos sufran o se enfermen o se mueran. Cuando las miras están en el “negocio”, la ganancia, el lucro fácil, la intriga, el enriquecimiento y el egoísmo. Cuando la mayoría se conforma con “labrar su piedra” o “ganarse la vida”, sin importarle la construcción de la Catedral. Cuando el mundo se debate dentro de las angustias del hambre, de la guerra, de la posibilidad del holocausto atómico, del ter-rorismo, de las matanzas entre hermanos, de los inmensos gastos armamentistas y de la represión y el fanatismo. Cuando algunos ilusos creen que todo va bien, porque ellos

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están bien. Cuando algunos pocos creemos que vale la pena luchar porque el mundo sea mejor.

Ahora y aquí, en esta pequeña y provincial ciudad de Medellín, existe una Revista que no se queda en el primer número, sino que sigue su curso.

Ninguno de los anunciadores que hacen posible a vida económica de esta Revista se han retirado. Jóvenes estudiantes de Medicina ingresan a su Comité Editorial. Progresistas industriales antioqueños creen en el progreso de la ciencia, en Ia vigencia de la libertad y en el avance del humanismo. Aquí está la prueba.

Ofrecemos este nuevo número en homenaje a un artista colombiano, el pintor Alejandro Obregón, quien junto con Gabriel García Márquez, el Grupo de Barranquilla, Carlos Castro Saavedra, Rodrigo Arenas Betancur y tantos otros colombianos ilustres nos hacen sentir el orgullo de la patria. Una patria que los trabajadores colombianos en todos los campos están construyendo a contrapelo de la malicia, de la complacencia, del incon-formismo, de la apatía o de la resignación.

No nos resignamos con el estado actual de cosas y queremos cambiarlo. Esta Revista pretende ser una pequeñísima contribución nuestra a este necesario e indispensable cambio.

Medicina: Ternura que se extiende(Viento Nuevo No. 3, agosto de 1982)

Un estudiante de medicina de Ia Universidad de Antioquia, autor del cuento que publi-camos en este tercer número de “Viento

Nuevo”, defi ne a la Medicina como “el ejer-cicio de la ternura”. Es la mejor defi nición que hasta hoy hemos oído o leído.

Porque la medicina nace –lo hemos expre-sado varias veces en nuestras clases– cu-ando un animal se queja lastimeramente al constatar la herida de su congénere. Nada más conmovedor –así sea inútil– que el mugido de un novillo cuando se acerca y “huele” la sangre de su compañero herido. Los que hemos presenciado esta escena hemos visto el nacimiento de una profe-sión, la nuestra. Una profesión que no se justifi ca sino porque nace de la compasión que suscita un ser sufriente.

Pero, obviamente, la medicina no es solo compasión sino acción. Y cuando el mono pudo sacar la astilla incrustada en la carne del otro, empezó la práctica médica.

Vinieron después el brujo y el shamán, el sacerdote y el físico, el arte y la ciencia. Los avances que se han hecho en el campo medico son increíbles. La inmunología, que empezó con Jenner hace 200 años, ha lo-grado, por primera vez en la historia, curar una enfermedad “incurable”, la viruela. Y los avances que esta misma rama de la ciencia hará en el futuro, ponen al alcance de la humanidad la prevención y curación de la mayoría de las actuales enfermedades.

Pero, por otra parte, ¿qué sucede en el mundo? Las injusticias más atroces. Los desequilibrios sociales y económicos más protuberantes, Ia estupidez rampante a los más altos niveles. El odio, la incomprensión, el egoísmo.

Nos encontramos pues en un océano de te-mores, pero asidos todavía a Ia frágil tabla de la esperanza.

Comité Editorial

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¿Por qué los temores? La guerra, la de-strucción ecológica, los nacionalismos, el fanatismo político, ideológico y religioso, el “cientifi smo”, la irracionalidad, siguen siendo todavía predominantes en el género humano. Está amenazada nada menos que la supervivencia de nuestra especie y no solo de nuestra especie sino de toda traza de vida sobre la tierra. Esta es una amenaza real. La estamos viviendo día por día.

¿Por qué, entonces, la esperanza?, porque hay hombres y mujeres, en todos los rinco-nes de la tierra, que todavía ejercen la ternura. No son necesariamente médicos. Son mujeres enamoradas de sus hijos y que quieren protegerlos. Son abuelos que quieren que sus nietos sobrevivan. Son adolescentes enamorados que aspiran a que nunca se detenga la carrera de la ternura humana, así ésta tenga orígenes tan lejanos y arcanos como el sexo de las bacterias. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, que quieren que la vida no se extinga.

Para que esta ternura se extienda por todos los confi nes de la tierra y cobije a todos los seres humanos, es para lo que la medicina debe seguir existiendo.

Medicina integral(Viento Nuevo No. 4, junio de 1985)

Cada día es más claro que el médico de nuestro tiempo debe ser un medico integral, es decir, aquel que considera al ser humano como un todo físico, síquico y social. La enfermedad, eso que nosotros llamamos enfermedad, es solo un síntoma de facto-res genéticos, físicos y sociales. Casi toda enfermedad, en menor o mayor medida para cada uno de estos factores, es el resul-tado de una combinación estadísticamente

distribuida, como todo fenómeno natural, en una curva de distribución natural, con todos estos factores, predominando en cada caso algunos más que otros. Existen enfermedades predominantemente síquicas o predominantemente sociales, pero en todas, todos estos factores se combinan para conformar un cuadro único, individual, específi co, casi que irrepetible, en cada enfermo particular. Es lo que los antiguos clínicos postulaban con su teoría de que “no hay enfermedades sino enfermos”, pero que los epidemiólogos rectifi camos, aduciendo que “hay enfermedades y hay enfermos”. Fenómenos naturales como la enfermedad se pueden y se deben estudiar individual y colectivamente. Estos dos enfoques, estas dos maneras de estudiar el mismo fenómeno, no se excluyen sino que, por el contrario, se complementan.

Permítasenos expresar esta idea apelando a las raíces de nuestras lenguas madres, diciendo que el médico, el médico integral por el cual estamos clamando, debe ser un fi siatra, un siquiatra y un sociatra, porque las enfermedades individuales y las enfer-medades colectivas tienen origen físico o biológico, origen síquico y origen social, es decir, que los factores patogénicos son de-rivados de lo físico o biológico, de lo síquico o mental y de lo social o colectivo.

Pero no olvidemos que cada individuo es un producto de la sociedad que lo genera, y que, por lo tanto, el médico debe ser al mismo tiempo un fi siatra, un siquiatra y un sociatra o poliatra; mejor dicho, si quiere seguir cumpliendo la elevadísima misión de prevenir, curar y rehabilitar las consecuen-cias de los males de los seres humanos, misión que se ha impuesto así mismo, desde el origen de su profesión.

HÉCTOR ABAD GÓMEZ, EDITORIALISTA

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Comité Editorial

Digamos, pues, que la enfermedad es, al mismo tiempo, fi siógena, sicógena y soció-gena, y que, por lo tanto, el médico debe considerar en cada paciente y en las enfer-medades colectivas estos tres inseparables factores: biológicos, mentales y sociales. Un medico así, un medico que considere al ser humano en su integridad física, mental y social, es al que llamaríamos, idealmente, un medico integral.

Anualmente se publican centenares de re-vistas en el campo medico, tantas que ni siquiera los especialistas de cada rama dan abasto para conocer la cantidad de nueva información que ellas proveen. Así, la idea de publicar otra, puede ser un poco preten-ciosa. ¿Qué más podemos decir?

Pensamos que en el momento actual existe un vacío enorme, el cual pretendemos llenar con nuestra publicación y éste corresponde al de la relación entre medicina y sociedad.

¿Qué dicen otras ciencias, sobre todo las del área social, sobre la medicina? ¿O sólo Ia medicina puede refl exionar sobre sí misma? ¿Qué le puede decir la medicina a Ia socie-dad? ¿O la medicina solo puede hablarles a los médicos?

Responder a estas preguntas es el propósito de esta nueva etapa de “Viento Nuevo”. El propósito inicial, cual fue el darle a nuestros lectores un ámbito distinto de refl exión para que recrearan su pensamiento, fuera de la actividad diaria, fue el motivo de los primeros números. Ahora pensamos hablar de medicina, pero no de la manera a que estamos habituados; es más, para que otros que no tienen nada que ver con ella puedan leernos y opinar al respecto. Actu-almente existe una serie de publicaciones desarrolladas por sociólogos, economistas y salubristas, cuyo objetivo ha sido lograr

una racionalidad del modelo que conocemos del ejercicio de la medicina, creando una crítica a dicho modelo y develando sus de-terminaciones socio-económicas.

Así vista, la medicina no es simplemente aquella integración de ciencias en una prác-tica con el simple y humano propósito de curar, ajena a todo lo que tiene que ver con política y clases sociales. Por el contrario, es necesario desmitificarla, bajarla del ámbito “científi co y neutral”, “humanitario y servicial” y dejar que las ciencias señalen sus verdaderos propósitos, su efi cacia y los intereses a que sirven.

De esta manera, una vez aclarada la ra-cionalidad del modelo medico capitalista, es necesario discutir la posibilidad de otro diferente, que responda a los intereses de la mayoría de la población.

Pero aún así, los profesionales médicos pueden cumplir una función creadora de servicio a la sociedad, al revelarle a ésta los perjuicios y defi ciencias que dicho sistema genera en la atención de las necesidades de salud. Muchos de los problemas de salud en Colombia han sido investigados con rigor por múltiples personas y creemos que sus conclusiones deben salir a la luz pública para que sean conocidos por la gente y así servir de base a los reclamos que ésta debe hacer a los conductores de las políticas de salud.

Queremos entonces que la Revista, dentro de las dos ideas expuestas anteriormente, primero, recoja trabajos tanto locales como extranjeros, cuyo tema sea la crítica y el análisis del modelo medico capitalista y el ejercicio de la medicina en su ámbito socio-económico; y, segundo, sirva de medio de difusión a investigadores cuyas conclusiones ayuden a los reclamos de la sociedad por un mejor sistema de salubridad.

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LA FARSA DE LAS PUBLICACIONES UNIVERSITARIAS

HONORIS CAUSA IRREFUTABLE

Fabián Sanabria *

* Decano de la Facultad de Ciencias Humanas. Universidad Nacional de Colombia. Texto tomado de APUN Medellín, pp. 1-3.

Como un niño elevando una cometa, Fer-nando Vallejo es esa voz que nos hace extrañar a la abuela, a santa Anita, a la loba que abandonados en este mundo nos amamanta. Un yo que, divagando por los caminos que felizmente no conducen más a Roma, haciendo maroma y media ha dicho “morir”. Otro angelus novus que, descon-solado, clama “fi n”.

También es el ciudadano que, ladrando, maullando y, sobre todo, ronroneando –a ritmo de bolero–, nos susurra: “¿para qué?, ¿para qué seguir en este Desbarrancadero, a la vanguardia del desastre, hacia un abismo que tan sólo lleva ‘mierda y más mierda hacia el mar’?”.

“Colombia no va mal... Siempre ira peor”, me dijo hace un año, y, por supuesto, lo reiteró. ¿Maldición difícil de exorcizar? “Muchachitos de Colombia: no se repro-duzcan. No le hagan a otro el mal que a ustedes les hicieron. Porque cuando se den cuenta, les tocará irse –como a mí–, pero entonces será tarde, y si les niegan la visa no podrán...”, sentenció en otra ocasión, cayendo la tarde en pleno Parque Nacional.

La gente, mejor dicho, algunos colombiani-tos, le gritaban “¡apátrida!” desde el público. ¿Apátrida? ¿Apátrida por enrostrarnos esa

verdad? ¿Apátrida por querer desembara-zarse del papel llamado “nacionalidad”? ¡Qué se iba a desembarazar! Como bien lo expresó en otra de sus novelas: “Ni un solo instante había dejado de vivir en ella, en sus cafés, en sus montañas, en sus calles, en sus cines, en sus ríos, en su fracaso, en su esplendor, en su miseria, Colombia... lo sabía y adondequiera que fuera vendría siguiéndome unida a mí por irrompibles cadenas, como si ella fuera el centro de mi alma, del Universo, ella sola la luz y el resto sombras, como una condena [...] Colombia nos había hecho sin remedio prisioneros” (Los caminos a Roma, Alfaguara, Buenos Aires, 1985:111-112).

Pero eso sí: ¡pura pasión! Y ni hablar de los cantantes que recientemente berrearon por la paz desde La Habana. “¿No ven que éste es uno de los países más felices del mundo? Si no, que lo diga el dictadorcito que junta a los violadores quiere hacerse reelegir...”.

Me detengo. Si continúo voy a calcar sus arremetidas contra La puta de Babilonia y esas cuentas ya las cobró Vallejo y bien cobradas están. Mejor vuelvo a La rambla paralela. No. ¿Entonces al Mensajero? Tam-poco. Por el mundo igual vamos penando... ¿Se acuerdan del escándalo? Que tocaba impedir que los infantes de la patria vieran

Acudió a las seis en punto de la tarde del pasado 25 de septiembre al Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia para ser proclamado doctor.

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Fabián Sanabria

La Virgen de los sicarios... Y se vio. Por esos días me familiaricé con la obra de Fernando en Medellín. Vivía junto al Parque Bolívar, qué extraño.

Hace poco leía una crítica al Manualito de imposturología física, de otro paisa al que la Nacional reconoció en la misma ceremo-nia –admitámoslo–. El profesor, ¡todo un caballero defendiendo la ciencia! Sin co-mentarios. En cuanto a Fernando Vallejo, el de carne y hueso, porque de su álter

ego ignoramos el nombre, acudió a las seis en punto de la tarde del pasado 25 de septiembre al Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia para ser proclamado doctor. Y mantuvo el tono y la altura a través de gestos y palabras que hicieron vibrar a la comunidad universitaria. ¿Saben por qué? Muy sencillo: si la Univer-sidad hubiese desconocido a ese exalumno, yo hubiera mandado al diablo la Academia. Felizmente, en el Consejo Superior el humo blanco fl uyó: ¡Habemus Doctor Honoris Causa: Fernando Vallejo!

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DISCURSO DE ACEPTACIÓN DEL DOCTORADO HONORIS CAUSA EN LETRAS DE LA UNIVERSIDAD

NACIONAL DE COLOMBIA

Fernando Vallejo*

Señores del Consejo Superior y del Consejo Académico, señor Rector, señores Decanos, señores Profesores, amigos que me acom-pañan esta noche tan notable de mi vida:En febrero próximo va a hacer cincuenta años que entré a esta Universidad a estu-diar Filosofía y Letras en la Facultad de la que era decano Rafael Carrillo, discípulo de Heidegger. Al año me fui dejando la carrera empezada, y así he procedido en adelante, dejándolo empezado todo. ¡Quién iba a decir entonces que, medio siglo después, ese muchacho inconstante, ese solemne irresponsable que lo único que tenía era ilusiones, ya de viejo se iba a graduar de doctor no por sus méritos, que no ha tenido ninguno, sino por la generosidad de ustedes! ¡Cómo ha cambiado el mundo! ¡Qué loco está esto! ¡Qué raro me siento! Ustedes han dejado de ser ustedes y yo hace mucho que no soy yo.

A Rafael Carrillo, mi profesor de fi losofía y decano de esa Facultad de Filosofía y Letras que ya no existe, ya lo anoté en mi

Libreta de los muertos, el inventario que llevo de los que conocí y se me murieron, y que va en setecientos cincuenta. A Heide-gger no, porque no lo conocí y no llena, por lo tanto, la segunda condición de mi libreta, la de haber estado aunque sea un instante al alcance de mis ojos, siendo la primera, claro, que el vivo se haya muerto. En fi n, si quieren saber de Heidegger y de Rafael Carrillo, los encuentran en Google, en Internet. Están muy olvidados. Que yo esté muerto no me preocupa. Lo que me aterra es el olvido. Cuando me muera (si es que estoy vivo), seguramente algunos de ustedes me recordarán, cosa que por anticipado les agradezco y me tranquiliza, aunque no del todo, porque cuando ustedes se mueran ¿qué? ¿Quién me va a recordar? ¿Google? ¿Su Wikipedia? Google y su Wiki-pedia son el basurero del olvido. A mí me gusta que me recuerden neuronas vivas, no átomos muertos, microchips.

Pues para terminar con Heidegger y sus existencialistas, al que sí pude poner en mi

* Escritor antioqueño autor de: Los caminos a Roma, La Virgen de los sicarios, El desbarrancadero, La Rambla paralela, La puta de Babilonia, El mensajero, entre otros. Texto tomado de APUN Medellín, pp. 5-12.

A mi pobre Facultad de Filosofía y Letras la atomizaron volviéndola no sé cuántas carreras, y a la fi losofía prácticamente la desaparecieron. Será por eso que esta noche

yo apenas voy a ser doctor a medias, en Letras y no también en Filosofía, como debiera ser.

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Libreta de los muertos fue a Sartre, porque lo vi de cerca en la plaza Navona de Roma, en el Tre Scalini, un café muy famoso: ahí estaba con su esposa Simone de Beauvoir y con mi paisano Roberto Triana, tomando vino y hablando de Colombia y su tragedia, pues entonces vivimos en plena era de los decapitados, la de La Violencia. Pues he aquí que, por ponerse a gesticular al calor de los recuerdos de la patria, Roberto Triana le vació encima la copa a Sartre.¡El padre del existencialismo francés bañado en vino por un colombiano! ¡Qué horror, qué honor! A Sartre lo tengo en la “S” de la lista, así; “Sartre, Jean Paul”. A Simone de Beauvoir en la “B” de burro, aunque era muy inteligente. Y a Rafael Carrillo en la “C” (“Carrillo, Rafael”), en la que también tengo a Colombia, habida cuenta de que la Colombia mía también se murió y junto con ella sus sueños de honorabilidad y decencia. Esa cosa rara que la reemplazó para mí no es más que una advenediza, una oportunista impúdica y protagónica que en medio de una carraca de vallenatos y telenovelas y noti-cieros de radio y televisión y de periodistas venales y presentadoras delincuentes con lo único con que sueña es con ganar el mundial de fútbol para hacerse ver. Que lo gane a ver si puede, con las patas. Por lo pronto, mientras sueña en la imposible, ahí sigue contando goles ajenos: los que le metieron. Si por lo menos soñara con tener un Papa... Un gobernante indiscutible, vitalicio, elegido por un cónclave confi able de santos varones sabiamente guiados por el Espíritu Santo y libre de los traumatismos y molestias del lagartismo, el soborno, el cohecho y demás vicios que trae aparejados la permanente reelección. Sí. Un Papa colombiano es lo que falta. ¿Pero quién? ¿Yo? ¿Yo de Su Santidad hablando urbi et orbi ex cathedra y repar-tiendo bendiciones a diestra y siniestra? No

me veo. Con tanto desviacionismo mío no me veo. Además, ¿quién va a votar por mí en el cónclave? ¿Los cardenales Darío Castrillón Hoyos y Pedro Rubiano? Ellos sí. Claro, los doy por descontado pues son mis paisanos y me quieren y son nobles y buenos y no conocen el egoísmo, la intriga, la envidia, ni la ambición. Y el cardenal Alfonso López Trujillo también, si viviera, pero ay, se nos murió, y los muertos no votan en cónclaves. Aunque quién sabe... Con lo mucho que se está moviendo el mundo, podría ser. Una forma más segura, clara, sería comprando al árbitro... Bueno, digo yo, es una simple sugerencia. ¿Cuánto valdrá un Espíritu Santo? ¿Más que un Bill Gates? ¡Qué feliz haría yo a Colombia dándole un Papa!

Tengo también en mi libreta de los muertos al que le da nombre a este auditorio, Leon de Greiff: lo vi pasar por la carrera Séptima con su boina y comiendo bizcochos que se sacaba del bolsillo del pantalón. “Mirá, mirá –me dijo mi papá–. Ese viejito que va ahí es León de Greiff”. Y pensar que ahora sacando cuentas, cincuenta años después, yo estoy más viejo que él. ¡Qué horrible es esto! Ni se les ocurra tener hijos. ¿Para qué? ¿Para la vejez y la muerte? ¿Para que en vida los atraque el gobierno y de muertos se los coman los gusanos? Eso es un crimen. Es crueldad, maldad, inútil. ¿Y cuánto les van a costar? Millones y millones y millones. Gástense más bien esa platica en viajes. En libros no porque el libro es cosa de antes, ya pasó. No se dejen embaucar por promotores culturales ni por médicos, que son unos charlatanes. Al que le toca le toca y cuando le toca le toca, lo creman y punto, no gasten en quimioterapia que eso no sirve. Por razones de espacio, eso sí, recomiendo la cremación. Con tanto vivo ya no hay donde enterrar a tanto muerto. El

Fernando Vallejo

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espacio es fi nito y no cede, no es elástico. Salvo que Einstein resucitara ahora a decir lo contrario, en cuyo caso sí. Si no, por fuerza habrá que quitarle espacio al cemen-terio para abrirle campo a la construcción. ¿Se imaginan la cantidad de bloques de apartamentos que caben en el cementerio de la Veintiséis, donde está enterrado Silva con su hermana? Otra Ciudad Kennedy. ¿Y Silva y su hermana qué? Los sacamos. No permitamos los vivos que abusen de nosotros los muertos. Los muertos quieren seguir mandando, mangoneando, y no puede ser. Nos dejan de herencia todo: sus carencias, sus vicios, sus prejuicios, sus taras, la religión… Si aparte de eso nos dejan una casa, no es por generosidad: es porque no se la pudieron llevar.

Pero volvamos al muchacho que llegó hace cincuenta años a esta Universidad lleno de ilusiones. ¿Qué fue de esas ilusiones? Humo se le volvieron. Polvo. Smog. Se le fueron deshaciendo en el camino y hoy no le queda ninguna, como es lógico, pues los viejos no tienen porqué tener ilusiones. Lo que sí tienen los viejos es recuerdos. ¡Qué cosa más aburrida que un viejo rememo-rador, anecdotero, contando la que le pasó! ¡Qué horror los viejos! Se necesita un rey Herodes de viejos que fumigue y limpie esto.

Y la Colombia con que soñó el muchacho, ¿qué fue de ella?, ¿dónde está? Ya lo dije: no está. Se esfumó como el que fue, un sueño de marihuana o de basuco. Esto que padecemos hoy no es Colombia, es otra cosa, hay que cambiarle el nombre. ¿Y cómo la ponemos? Ah, yo no sé, ya no estoy en la edad de los bautizos: estoy en la edad de entierros. Setecientos cincuenta muertos se dicen rápido, ¡pero pesan! En

cuanto a ustedes, la mayoría de ustedes, ¿cuántos muertos tendrían para poner en sus libretas si hoy las empezaran? ¿Cinco? ¿Diez? ¡Pobrecitos! La que les espera. Una vía dolorosa cargando muertos.

Con esta manía de cambiar las cosas porque sí o porque no que le ha acometido al mundo, a mi pobre Facultad de Filosofía y Letras la atomizaron volviéndola no sé cuántas carreras, y a la fi losofía prácti-camente la desaparecieron. Será por eso que esta noche yo apenas voy a ser doctor a medias, en Letras y no también en Filo-sofía, como debiera ser. Les quedó faltando pues, señores, la otra mitad, la fi losófi ca. Qué importa, no me deben nada, no es un reproche, yo no quiero ser fi lósofo. La fi losofía sirve para lo que sirve Dios. Para un carajo. Desde Tales de Mileto, Pitá-goras, Demócrito, Parménides, Heráclito, Empédocles, Anaxágoras, Anaxímenes, Anaximandro y Zenón de Elea –esto es, los presocráticos– hasta Heidegger, los fi lósofos no han hecho más que empanta-narse en falsos problemas que ellos mismos se buscaron, hundirse en unas arenas movedizas que fi nalmente, gracias a Dios, acabaron por tragárselos a todos. ¡Qué bueno! El ser y el tiempo de Heidegger es horrible, la Crítica de la razón pura de Kant es horrible, la Suma Teológica de Tomás de Aquino es horrible, el Discurso del método de Descartes es horrible, El ser y la nada de Sartre es horrible. Horrorosos todos, no pierdan el tiempo en eso, créanme, aprendan de la experiencia ajena para que ganen tiempo, que está muy escaso. ¡Qué bueno que no me dieron el doctorado en Filosofía, muchas gracias!

Y las letras, la literatura, ¿esas qué? También vamos a salir de ellas no bien desaparezca

Discurso del Doctorado Honoris Causa en letras de la Universidad Nacional de Colombia

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el libro. Lo único verdaderamente impor-tante para el hombre es la alimentación y la cópula. Pues el hombre en esencia no vive para comer sino que come para lo otro. El bípedo humano tiene grabado el sexo en las neuronas con que nace. Y no desde el Pithecanthropus, que es recientísimo. No. Desde hace seiscientos millones de años, que es cuando aparecieron las especies que se reproducen por el sexo, de las que surgimos. Esa manía fea nos quedó grabada desde entonces en el cerebro como con cincel. Y ahí va el simio humano recien-temente bajado del árbol siempre en lo mismo detrás de lo mismo. ¡Cuál Kant, cuál Anaxímenes, cuál Heráclito, cuál Heidegger! La fi losofía no sirve para nada. Además, ¿qué titulo les van a dar a esos muchachos cuando se gradúen?, ¿fi lósofos? El hábito no hace al monje y el fi lósofo no es un titulo, es una forma necia de ser. Tales, refl exionando en la noche estrellada sobre no se qué, se fue a una zanja y casi se desnuca. Ese fue el comienzo de eso. ¿Me permitirán un recuerdo, habida cuenta mis muchos años y de que ya no tengo ilusiones? Cierro los ojos y recuerdo, en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Colombia, al profesor Alfredo Trendal copiando en griego en el tablero los fragmentos de los preso-cráticos que se salvaron de la destrucción del tiempo y que recopiló Hermann Diels.

A Alfredo Trendal lo veía yo entonces muy mayor: tenía veintiocho años y hoy podría ser mi nieto. Lo recuerdo con admiración. A veces, en las noches, me lo encontraba caminando por la Ciudad Universitaria, donde yo vivía (en las Residencias Gorgona, así llamadas en honor a una colonia peniten-ciaria nuestra de entonces), caminando baja el cielo estrellado, absorto en sus pensa-mientos y con grave riesgo de irse, como Tales, a una zanja. ¡Cuánto aprendí de él a querer los presocráticas! Y muy en especial a los sofi stas y sus terribles paradojas que no tienen solución. Con los presocráticos, o sea los fi lósofos anteriores a Sócrates, el hombre empezó a pensar en serio. El río de Heráclito, en cuyas mismas aguas no volve-remos a bañarnos nunca, me acompaña desde entonces. No volveré a bañarme en el Cauca de mi niñez, ni a oír a Rafael Carrillo –el discípulo de Heidegger– fi loso-fando, ni a ver la mano de Alfredo Trendal trazando en el tablero las letras griegas de los fragmentos de los presocráticos: alfa, beta, gamma, delta, épsilon... Todo se vuelve recuerdos y uno se muere con ellos. La fi losofía es una maravilla. Me quedan debiendo, señores, el título de fi lósofo, ¿eh? No me volveré a bañar en el Cauca de mi niñez y en sus peligrosas aguas, pero por aquí vuelvo algún día por él. Mi agradeci-miento por el que me dan esta noche y por su afecto. ¡Muchas gracias!

Fernando Vallejo

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Dossier

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En el contexto general de las publicaciones (libros, revistas, periódicos) yo entiendo la palabra “censura” en su acepción más fuerte, es decir, como una autoridad exterior (generalmente estatal o eclesiástica), ajena a los propietarios o editores del medio, que tiene el poder de decidir y la capacidad de imponer, incluso por la fuerza, que alguna parte o todo el material que los propietarios o editores han resuelto publicar no pueda ser publicado. Eso ha sido la censura a largo de la historia remota, pero también recientísima. Cuando Gonzalo Arango consi-guió trabajo como censor del régimen del tirano Rojas Pinilla, el poeta tenía el poder de señalar con lápiz rojo y de eliminar lo que no le parecía que la Revista Univer-sidad de Antioquia debía publicar. (En su descargo habrá que decir que, si bien cobró el sueldo que le daba el gobierno y que él necesitaba para comer, parece ser que nunca le sacó punta al lápiz). Supongo que aquí no hablamos de esta acepción fuerte de la “censura” pues, con todos los males que hay en este país, al menos éste de la censura gubernamental no lo padecemos.

Como aquí hablamos de publicaciones culturales, es decir, de publicaciones más bien pobres, de un tiraje bastante limitado y por lo mismo de un pésimo negocio, no

* Texto tomado de El Malpensante. Bogotá, No. 13, 1998, p. 22-25.

DIVERTIMENTO SOBRE LA POSTOSCURIDAD

Por Héctor Abad Faciolince*

voy a referirme a la posibilidad –bastante probable–de que el papel de la antigua censura gubernamental esté hoy en día siendo asumido por los propietarios de los medios, es decir, por los grandes conglo-merados económicos. En un mundo en el que los Estados pierden cada vez más su poder de intervenir en la vida privada y en el ejercicio público de los derechos de las personas, son las grandes compañías tras-nacionales las que se encargan del viejo trabajo sucio de defi nir qué se publica y qué no se publica. Pero si eso sucede, ocurre dentro de los medios de gran tiraje, en los grandes negocios de comunicaciones, que a duras penas sí tienen una sección cultural, y no en revistas como las que se unen alre-dedor de Arcca. Las pequeñas publicaciones alternativas no padecen censura. No la tiene (que yo sepa) el boletín de los Jesuítas ni la tienen los folletos de Tradición, Familia y Propiedad: cada cual publica lo que quiere sin exigir al Çinep que publique el punto de vista de sus correligionarios de TFP ni viceversa.

Entonces, ¿qué censuran las revistas cultu-rales? Nada. Al menos en la acepción fuerte del término, no censuran nada. Sus dueños y sus editores publican lo que les da la gana, sin una autoridad externa que les diga qué

La nueva academia post tiene tal inclinación por la jerga confusa, que es casi imposible tomarla en serio. Tomarla en broma, en cambio, se está convirtiendo en el deporte

preferido de los escritores.

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Héctor Abad Faciolince

deben o qué no deben publicar. Lo deciden ellos mismos, equivocándose, seguramente, pero por lo menos equivocándose por su propia cuenta y no por cuenta de un censor ofi cial. Podríamos preguntarnos qué es lo que no publican, qué es lo que no les da la gana de publicar a las revistas culturales. Y ésa es una buena pregunta a la que voy a intentar dar una respuesta. Una buena manera para imaginarse lo que no publican las revistas culturales es mirar de cerca, casi con lupa, lo que sí publican. ¿Quieren saber qué publican? Bueno, para los que no leen mucho les voy a contar que últimamente las revistas culturales publican a menudo escritos como los siguientes:

“Cuando la negación de la mediación se vuelve exclusivista y en expansión global, en su punto máximo (digamos punto opre-sivo) tiende a generar, reactivamente, un retorno de la mediación bajo la forma de un conservadurismo ampliado –el aura de la autoridad–. Por otro lado, la refutación de la mediación estética u objetual conduce tendencialinente ahora en un plano no reactivo, sino fruto de sus implicaciones, a otras posturas conceptuales: presentes o bien bajo la forma de objetos guiados de una nueva concepción de la mediación tecnológica, o, en el polo opuesto, como reifi cación del concepto en una (no) media-ción en una ausencia de cuerpo y de objeto para experimentar”. (Como no soy censor, no voy a citar la fuente).

“‘El pragmatismo es el doble principio de archipiélago y esperanza’, según Deleuze. La verdad tiene límite, nos convertimos en trans-post-neo-viajeros imbuidos natural y absurdamente en un movimiento frenético, más allá del nomadismo. En esa coyuntura sólo puede hablarse del archipiélago como

fi gura de la espacialidad, espacialidad de expansión”. (Como no soy censor, no voy a citar la fuente).

“Su uso de materiales tan diversos... y la incorporación de recursos prestados por la física tales como la electricidad, la termo-dinámica, la teoría del caos o la topología de la cinta de Moebius, convierten a sus espacios en provocadores de situaciones extrañas”. (Como no soy censor, no voy a citar la fuente).

“El ámbito de la organicidad, acaso como resultado de un intercambio mediático no reducido a su linealidad teórica, conduce a la exaltación de todo aquello que, despojado de toda corporeidad, sinonimiza conceptos como caducidad, tecnicidad y recuperación de los enclaves dinámicos”. (Insisto: como no soy censor, aunque no veo la hora de sacar el lápiz rojo, no voy a citar la fuente). Los párrafos anteriores son ejemplos bastante buenos y −para algunas publi-caciones− bastante representativos de lo que publican las revistas culturales en Colombia. Es decir, basura retórica, indes-cifrables cortinas de humo escritas en jerga postmodernista, deconstruccionista, lacan-deleuzista... Ah, y sobre todo, fíjense en que es muy importante que la mayoría de las palabras terminen en “dad”. Si quieren ser publicados, no digan materia, digan materialidad; no digan esencia, digan esen-cialidad; no escriban instituciones, escriban institucionalidad. Una palabra como trans-gresión ya es buena (pertenece a la jerga), pero mejor aún es poner transgresividad. Aquí, como en casi todo el mundo, hemos sido invadidos por una peste afrancesada que pretende envolver en grandes pala-bras las ideas más simples. Hay un célebre

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DIVERTIMENTO SOBRE LA POSTOSCURIDAD

ensayo de Karl Popper llamado, precisa-mente, “Contra las grandes palabras”, en el que el teórico austriaco se va en contra de esta terrible moda, heredada al parecer de Hegel, de escribir mediante acertijos al borde de lo incomprensible. Algo típico de este tipo de ensayos es que utilizan nociones científi cas que no comprenden o que no tienen analogía alguna posible lo que están tratando de decir. Viven engolosi-nados con la curvatura del espacio-tiempo, con la teoría del caos, con quarks y quanta, con el gato de Schrödinger, pero se nota que cuando aluden a la física, a las matemáticas y en general a las ciencias naturales carecen de la preparación teórica para usar estos conceptos con alguna coherencia.

Deslumbran con palabras y no iluminan con ideas. Se lanzan al neologismo con una glotonería envidiable. Emplean una forma inútilmente complicada para decir banali-dades, y lo triste es que hay lectores que confunden la hondura del pensamiento con la difi cultad que han tenido para descifrar tal pensamiento. Si, despejando metáforas y analogías baratas, llegan al meollo del asunto, en lugar de darse cuenta de que es una tontería, exaltan la capacidad de esos gurúes del oscurantismo de decir algo. Es la técnica del jeroglífi co: poner una idea si no en un alfabeto, al menos en un estilo misterioso, para darle resalte a lo poco que se descifra después de ardua lucha con la oscuridad. Esto lo dijo Lichtenberg, hace siglos, con un certero aforismo: “La alegría de entender algo tan abstracto y oscuro lleva a la mayoría a pensar que ya ha sido demostrado”. Los ser humanos tenemos la cualidad, o la desgracia, de que lo incompleto e impreciso no nos parece incomprensible. Al contrario, lo comple-tamos nosotros mismos, intentando darle

un sentido coherente incluso a lo incohe-rente. Así como en las formas confusas de una nube descubrimos una cara, así en las nebulosas de una idea inconexa creemos ver un pensamiento.

Es célebre el caso, ocurrido hace un par de años, de un profesor de física de la Univer-sidad de Nueva York, Alan Sokal, quien envió un extenso ensayo a la revista norte-americana Social Text, típica publicación de estudios culturales en jerga postmoderna. El ensayo de Sokal, una parodia perfecta, tenía cientos de citas a pie de página y decenas de referencias bibliográfi cas casi siempre reales. El título era ya todo un programa, con la típica titulación pedante de los estu-diosos de ciencias sociales: “Transgrediendo las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”. (En inglés suena aún mejor: “Transgressing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity”). El ensayo, plagado de afi rmaciones pseudo-científi cas y de analogías sin sentido, pasó todos los fi ltros –que no censuras– de la revista Social Text y fue publicado. Era una prueba más que Sokal había elaborado para denunciar la basura de los impostores intelectuales. Así se llama el libro que el mismo publicó hace algunos meses, Impos-turas intelectuales, contra toda esa ralea de fi lósofos y pseudocientífi cos franceses o afrancesados que han sido y siguen siendo la de las universidades del mundo entero. Así que eso es lo que publican las revistas culturales. Cualquier cosa, siempre y cuando en su redacción quede muy claro el desdén por el lenguaje corriente y por las ideas comprensibles. Si alguien está en sus primeros pinitos de escritura, y quiere ser publicado, yo le aconsejo escribir de la

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Héctor Abad Faciolince

manera más abstrusa y absurda posible. Es más. Hagamos un ejercicio: supon-gamos que Séneca vuelve a la vida y que desea publicar su pequeño tratado, De vita beata, en una revista cultural colombiana. Si el viejo Séneca se acerca a mí con su librito yo le diría que, para empezar, hay que cambiarle el título. Cuál Vita beata, hombre, póngalo Problematica y disyuntivas de la noción de beaticidad en el ámbito del existir. Y si me presenta este párrafo: “Si la república está tan corrompida que ya no se la puede ayudar, si está abrumada de males, no hará el sabio esfuerzos baldíos, ni, puesto que nada ha de aprovechar, se aventurará a la empresa de los negocios públicos”, yo le aconsejaría que lo transformara. Es dema-siado claro, le diría, y aquí se piensa que todo lo que es claro es superfi cial. Si quieres que te publiquen eso, transfórmalo así: “Al interior de las modernas entidades esta-tales, cuando la mediación entre distintas instancias de poder está permeada por algunas prácticas no ajenas a aquello que podría defi nirse como disfunciones de la moralidad tradicional, no sería aconsejable que los sujetos que han estado expuestos a un continuum de formación formalizada en varias dimensiones se empeñaran en un intento intervencionista factual puesto que su ejercicio se añadiría a la entropía del caos imperante”.

Si resucitara don Antonio Machado y viniera con la pretensión de que aquí le publiquen sus Decires y pensares, y me mostrara por ejemplo la frase: “Fue un hombre mujeriego y, acaso, también onanista; hombre, en suma, a quien mujer inquieta y desazona, por presencia o ausencia”, yo le diría, no, don Antonio, por favor, así todo lo suyo acabará en la papelera del director, dirán que es vulgarmente superfi cial; póngalo

mejor así: “Nos referiremos a un sujeto que, en el común ejercicio de sus relaciones interpersonales, acudía a una reiterada repetitividad que estaba en la frontera de la obsesión por uno solo de los géneros, aquel de la receptividad femenina, en contraste con aquel de la agresividad masculina. Un sujeto, en suma, para quien la presencia-lidad o la ausencialidad del género recep-tivo acarrea la discontinuidad neuronal del pensamiento”.

Pongamos un último ejemplo. Imaginemos que reencarna Cicerón y se acerca a proponer su De senectute. Allí escribe: “No estoy de acuerdo con quienes, desde hace algún tiempo, sostienen que el alma muere junto con el cuerpo y que la muerte todo lo destruye”. Entonces yo le diría, no, Marco Tulio, mirá, para publicar eso en Colombia es necesario que no vayas al grano tan directamente; te dirán que eres como un arroyo: claro y poco profundo. Ponlo hondo y oscuro como el río Magdalena. Por ejemplo así: “No es aceptable la afi rmación metafísica que, apoyada en la falsa dico-tomía cuerpo-alma, intenta demostrar la no factualidad de que el elemento mentalista de una conciencia imbuida de materialidad pueda ir más allá del supremo interrogante dialéctico del ser, que es el no ser”.

Pues sí, eso es lo que publican las revistas culturales; y los que quieran ser publicados es mejor que se vayan adaptando. Por supuesto que estoy exagerando, porque la exageración es la única arma que uno tiene para hacerse entender de los enfermos de palabras. Aunque quién sabe, creo que estoy siendo demasiado claro, y no está de moda tomar en serio a nadie que sea claro. Los claros somos, simplemente, superfi ciales.

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Al hacer el elogio de Bertrand Russell en especial de su arte de escribir, Aldous Huxley destaca la destreza en el manejo del lenguaje común de que hace gala el fi lósofo inglés, aun en momentos en que tiene que tratar temas de poquísima familiaridad para el profano. Así juzga el célebre novelista las maneras gramaticales del fi lósofo: “Ni hay jerga, ni un solo neologismo. Nada fuera del inglés llano. No hay ningún esconderse tras oscuridades, ninguna pretensión de que el asunto solo sea inteligible a las especia-listas y solo se pueda hablar de él en un lenguaje privado. Todo es perfectamente claro y sincero”.

Russell se preciaba de esas virtudes suyas, y proclamaba que era capaz de escribir la frase más inocua en lenguaje preciso, unívoco, riguroso, solo comprensible para quienes hubiesen tenido un entrenamiento previo en esos grafi smos que él mismo ayudó a crear e imponer entre lógicos y matemáticos; pero también era capaz, afi rmaba, de escribir sobre los temas más abstractos y difíciles en un lenguaje sencillo.

No es Russell el único fi lósofo que se ha separado del lenguaje técnico para hacer uso del lenguaje común como instrumento de expresión de un pensamiento nuevo y

* Tomado de Lecturas Dominicales, El Tiempo. Bogotá, julio 19 de 1987, p, 6-7.

LA FARSA DE LAS JERGAS

Rubén Sierra Mejía*

ciertamente complejo, logrando además el reconocimiento como maestro del idioma. Podríamos evocar de igual manera a Henri Bergson. Pero también a científi cos que con sus descubrimientos y teorías llegaron a hacer sustantivos aportes a los campos del saber que cultivaron. Werner Heisenberg y Julián Huxley son ejemplos pero no especies únicas de ese hombre de pensamiento que no encuentra incompatible la creatividad y profundidad científi ca con la claridad esti-lística, y en especial con la utilización de un lenguaje que si bien no evita los términos técnicos, acepta las normas gramaticales corrientes que los hacen comprensibles.

Hablando a la capilla

La lección que puede sacarse de los ejem-plos mencionados es la de que también los temas científi cos y fi losófi cos son suscep-tibles de ser tratados en un lenguaje que no pretende discriminar. Naturalmente tenemos que aceptar que por lo general esas exposiciones, particularmente cuando se trata de temas científi cos, quedan redu-cidas a la explicación de los principios y las consecuencias de los temas discutidos, pues cuando se quiere ir más allá para ofrecer las demostraciones y todo el sistema concep-tual y argumentativo es necesario entonces

También los temas científi cos y fi losófi cos son susceptibles de ser tratados en un lenguaje que no pretende discriminar.

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Rubén Sierra Mejía

recurrir a un refi namiento lingüístico que rebasa las posibilidades de precisión del lenguaje común. Y es justamente esta limitación una de las razones por las que el científi co y el fi lósofo rehúsan su empleo, para adoptar en su lugar esos idiolectos sólo accesibles a sus respectivas comunidades, y que tanto repelen al no iniciado.

Pero también hay que reconocer que la resistencia del científico a hablar el lenguaje común no obedece únicamente a las limitaciones de éste y a su natural ambigüedad que puede crear malenten-didos, sino además al rechazo a cualquier lenguaje frívolo que parece ser la demanda de los modernos medios de comunicación: un lenguaje que sustituye la teoría por factores secundarios, pero con el encanto de provocar en un fi cticio lector medio fantasías y emociones que nada tienen que ver con el sentido del pensamiento que se pretende exponer.

El problema de la comunicación de los temas culturales se ha planteado implícita y falsamente como un problema de lenguaje especial: con el presunto propósito de hacer accesible la cultura se propugna porque se hable un lenguaje comprensible al hombre no especializado. Pero en el procedimiento para lograr estos fi nes, la comprensibilidad del lenguaje se la entiende como frivolidad: se desproblematizan la teoría y los efectos que ella puede producir, insistiendo en aspectos que no demandan esfuerzos del lector.

En manera alguna se busca el objetivo de que esas teorías lleguen a ser parte sustancial de la visión del mundo o de la cultura moderna. Hay pues un subrepticio

cambio de intenciones: no es la formación intelectual del hombre lo que se busca sino su recreación.

Formación y recreación

Y es justamente en este aspecto donde podemos encontrar una de las funciones básicas del lenguaje común: éste es funda-mental para que las nuevas teorías y los nuevos adelantos científi cos logren una difusión más amplia que la que compete al dominio de los especialistas, y se conviertan así en patrimonio común de una cultura y por consiguiente en elemento de la visión del mundo de quienes comparten esa cultura. Es también por medio del lenguaje común que los términos técnicos llegan a ser parte del léxico corriente de una deter-minada comunidad lingüística; aunque tenemos que reconocer que con la corres-pondiente pérdida del rigor con que están defi nidos en el lenguaje que los gestó. El lenguaje de los especialistas, en cambio, tan necesario para la comunicación entre su comunidad, se constituye en un obstáculo para la divulgación amplia de las nuevas teorías, para que éstas entren a ser patri-monio de la cultura del un pueblo.

Nadie podrá negar la utilidad –y la nece-sidad– de los lenguajes especializados para el desarrollo de la ciencia. Cuando se trata de ofrecer todo el proceso argumen-tativo de una teoría, el lenguaje común por su ambigüedad y por sus limitaciones, resulta inapropiado. La ciencia y la fi losofía son también un problema de lenguaje. En especial la fi losofía se ve constante-mente abocada a crear sus propios modos de expresión: todo nuevo pensamiento encuentra estrecho el lenguaje heredado,

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LA FARSA DE LAS JERGAS

viéndose en la necesidad de crear el suyo propio.

La metáfora de Gottlob Frege es pertinente: “Creo poder hacer muy clara la relación de mi conceptografía con el lenguaje común si la comparo con la que hay entre el micros-copio y el ojo. Este último, por el campo de su aplicabilidad y la movilidad con que se sabe adaptar a las más diversas situaciones, posee gran superioridad frente al micros-copio. Considerado como aparato óptico, muestra sin duda muchas imperfecciones, las cuales pasan inadvertidas, por lo común, solo como consecuencia de su estrecha conexión con la vida mental. Pero tan pronto como los propósitos científi cos establecen mayores exigencias en la precisión de las distinciones, el ojo resulta insufi ciente. Por el contrario, el microscopio es de lo más apropiado para tales fi nes, aunque, por ello, no es utilizable para otros”.

La metáfora es perfectamente válida para todos los demás lenguajes de las ciencias. Y tal como lo insinúa la analogía, al traducirse uno de esos idiolectos al lenguaje común pierde indudablemente precisión; no deja ver matices, pero gana en amplitud.

El lenguaje técnico de científicos y de algunos fi lósofos, que en sí no es más que un refi nado instrumento de precisión indispensable en la discusión especializada, degenera en una intolerable jerigonza en boca de quienes consideran que pensar es simplemente combinar, en una arbitraria sintaxis, las palabras acuñadas por nece-sidades conceptuales dentro de una deter-minada disciplina o escuela. Y de términos rigurosos, con un sentido preciso, que cier-tamente exigen un esfuerzo inicial para su

dominio, se convierten en vocablos vacíos sin ningún control semántico, pero que crean la ilusión de ofrecer un pensamiento original, novedoso o al menos a la moda. Son solo resonancias verbales, confusas y chocantes.

No podemos caer en el mito de la defi ni-ción precisa, determinante de un sentido unívoco: toda defi nición de este tipo es esterilizante, tiende por fuerza a cristalizar un aspecto del signifi cado de un término. Tenemos que aceptar, por el contrario, que hay cierta vaguedad, cierta imprecisión natural en los términos, aun los más rigu-rosos, que toleran leves desplazamientos semánticos, pero nunca saltos de signifi cado que impliquen modifi caciones de categoría, impidiendo por consiguiente el control del sentido del discurso.

¡Líbranos, Señor!

Pero es en las ciencias sociales y en espe-cial en la fi losofía donde el problema de las jergas se presenta de manera más alar-mante. Hay que reconocer que en las natu-rales −para no hablar de la matemática− el lenguaje es más depurado, y su manejo menos susceptible de usos engañosos. El mismo hecho de ser el lenguaje de una ciencia y no el de un científi co o escuela en particular, establece controles que aseguran su comprensibilidad por parte de los usua-rios. Ni la fi losofía ni las ciencias sociales han llegado −y quizás no lleguen nunca− a la universalidad de sus formas lingüísticas.

Más que facilitar al lector la comprensión de un discurso, pareciera más bien que se tratara de tender obstáculos a la lectura, pues más allá de una jerigonza extrava-

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gante no encontramos otra cosa que ideas prestadas pero mal comprendidas cuando no simplemente incomprendidas del todo. El resultado son textos cuya nota distintiva es la oscuridad y la carencia de una gramática con la cual se pueda intentar su análisis.

Tratando de leerlos, maliciamos que a Drummond de Andrade le asiste la razón. El poeta brasileño, en “Exorcismo”, se

hace portavoz de ese horror que siente el profano, aun el culto, ante las jergas de científi cos y fi lósofos:

Da leitura frástica y transfrásticaDo signo cinésico, do signo icónico e do signo gestualDa clitizacao prenominal obrigatoriaDa glosemáticaLibera nos, Domine.

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Durante la mañana, el seminario ha subra-yado la importancia de la evaluación tanto de los alumnos, como de los profesores y de la escuela. La audiencia, compuesta mayo-ritariamente por supervisores y directores de escuela, en un distrito rural de Colombia, está atenta y anota todo. Por la tarde, un tercer expositor analiza los qués y cómos de la evaluación. El término competen-cias ha sido mencionado abundantemente por los conferencistas y vuelve ahora a ser recalcado a propósito del desempeño docente. Al terminar las exposiciones, un supervisor pide la palabra y argumenta larga y fogosamente acerca de los valores de la cooperación, contra el individualismo y la competitividad entre profesores. Varias personas de la audiencia acompañan lo dicho con enfáticos gestos de aprobación. Es evidente que el término competencia ha hecho cortocircuito. El expositor no acaba de entender el porqué de la arenga. Minutos después, todos se retiran con sus carpetas y sus cuadernos llenos de apuntes. Difícil saber qué se registró, qué se entendió, qué quedó, qué harán directores y supervisores con todo esto. Difícil saberlo, sobre todo, si lo que ha quedado como síntesis es que hay que poner a los profesores a competir entre sí, no a desarrollar sus capacidades...

Una funcionaria municipal en Brasil destaca la necesidad de un nuevo modelo de gestión. Un profesor, retomando la exposición de la funcionaria, se refi ere a administración en lugar de gestión. Ella le interrumpe y explica, enfática, que no se debe confundir administración con gestión, que se trata de una diferencia sumamente importante. Pero no la aclara y nadie en la audiencia se anima a preguntar. Yo, en el mismo panel, junto a la funcionaria, no puedo lamentable-mente hacer pública la pregunta pero se la hago en privado, al fi nal del evento. Según ella, administración es un concepto antiguo mientras que gestión es un concepto moderno proveniente del mundo de las empresas. Igual que ella, el profesor –y sin duda muchos otros asistentes al pánel– adoptarán la palabra gestión sin saber exac-tamente de qué están hablando.

La investigadora universitaria chilena a mi pregunta de cuál es su función dentro de la universidad empieza a responderme haciendo referencia a la malla curricular de su facultad. La detengo en el término: ¿dijo malla curricular? Explicaciones verbales y trazos complicados con las manos en el aire terminan por mostrar que se trata del simple currículum o, más exactamente de

* Texto tomando de: Itinerarios por la educación latinoamericana. Cuadernos de viajes. Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 52-54.

LA JERGA DE LA EDUCACIÓN

Por Rosa María Torres*

Cuán poco refl exiona la gente, los especialistas en particular, sobre los temas de la comunicación y la pedagogía; cuán poco se tiene en cuenta al otro cuando de informar

y de educar se trata.

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Rosa María Torres

las materias y contenidos de enseñanza. Mientras me explica, pienso que bastante impenetrable es ya el término currículum como para, además, agregarle una malla.

El presidente del comité barrial de un barrio marginal de Lima comenta orgulloso que la escuela donde estudian sus hijos ha incorporado los temas transversales lo que él percibe como signo de mejoramiento y modernización A la pregunta de qué son y en qué consisten los temas transversales me contesta textualmente. “Eso de los valores, la ecología, que desarrollen la inteligencia, que aprendan a ser responsables, el cuidado del medio ambiente, la computación, prepararse para el trabajo, todo eso”. Le pregunto por qué se llaman transversales “Sinceramente no sé decirle de dónde viene el término, pero vino desde el año pasado”.

La directora de la escuela, en un barrio periférico de Buenos Aires, afi rma al pasar que en su escuela utilizan diversas estra-tegias áulicas. Le pregunto qué son, y me mira perpleja. Al intentar explicármelo tiene enormes difi cultades para encontrar sinónimos o ejemplifi car Áulico sustituye simplemente al vulgar de aula (biblioteca de aula, por ejemplo, ha pasado a ser biblioteca áulica) y estrategias se ha convertido en un comodín para decir cualquier cosa. Además de sonar elegante, el propósito de estos y otros términos es precisamente ser lo más impreciso y vago posible. En Argentina toda, la comunidad educativa ha acogido entusiasta el término áulico, convertido ya incluso en objeto de controversia y polémica nacional.

“Nosotros aplicamos el constructivismo en todo lo que hacemos”, decía un maestro en un congreso en la ciudad de México. “Cons-truimos todo nosotros mismos con nuestra

voluntad, con nuestro esfuerzo. Nadie nos da nada”. ¿Quién puede sustraerse en la actualidad al constructivismo, tan mentado y tan manoseado, tan poco comprendido y tan mal explicado, a menudo, por sus propios defensores? A diferencia de otros términos ininteligibles, para los cuales el oyente o el lector tienen difi cultad para encontrar puntos de apoyo, éste tiene la desgracia de parecer un simple derivado del verbo construir o del sustantivo construcción, dándose así su signifi cado por obvio, casi por banal.

Terminada su introducción, el experto convoca a la participación colectiva. En la reunión, en Caracas, están presentes super-visores, directores de escuela, profesores, alumnos, padres y madres de familia, repre-sentantes de organizaciones de base de la zona, y yo como representante de un orga-nismo internacional. “Ahora queremos escu-char la voz de los actores”, dice, buscando animar la discusión. Nadie se mueve, nadie levanta la mano para hablar. “Es importante que participen los distintos actores”, insiste. Más silencio. Uno que otro se da la vuelta o mira de reojo al compañero de asiento. “Qué dicen los profesores, qué dicen los padres de familia?”, concede fi nalmente. Y, entonces sí, empiezan a levantarse algunas manos y a abrirse algunas bocas. Yo ya no puedo concentrarme en lo que dicen. Me he quedado enganchada con los actores, como seguramente muchos en la audiencia, soñando con Hollywood y Broadway, imagi-nando este pequeño salón convertido en sala de cine o de teatro, lleno de actores, luminarias, payasos, malabaristas... y repi-tiéndome a mí misma por enésima vez cuán poco refl exiona la gente, los especialistas en particular, sobre los temas de la comu-nicación y la pedagogía; cuán poco se tiene en cuenta al otro cuando de informar y de educar se trata.

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La jerga es un lenguaje que se encierra en sí mismo. Es una coraza y una frontera. Es un distintivo y una forma de autoprotección, sobre todo en los grupos sociales que la crean y en cierta medida la propician para distinguirse de los demás grupos o clases. La literatura novelesca ha dado buena cuenta de ello y ya nadie puede olvidar que, gracias al poder expansivo de los medios de comunicación social, es probable que la jerga del burgués sea comprendida por el aristócrata y ambos acepten como comprensible la jerga del pueblo, incluso si se trata de la activa e inventiva jerga de los marginales.

No sucede lo mismo con la jerga de los especialistas, más numerosos a medida que las especializaciones se diversifi can y el conocimiento humano se convierte en una larguísima suma de conocimientos sectori-zados, solo en apariencia intercomunicados unos con los otros. Solo en apariencia: la jerga de cada sector pone una frontera infranqueable, frontera de arrogancia y de celo, en lo que podría ser el acceso al sector siguiente. De esta forma, la jerga ha venido a contribuir a una incompren-sión que se preveía importante, pero no al grado alcanzado con la proliferación de las

especialidades y la sectorización cada vez más detallada del saber.

Expertos en comunicación social, lingüistas y filósofos se han ocupado del tema. Seguirán ocupándose a medida que la información sea más abrumadora. Todos tememos que lo será con un peso mayor en un fi nal de siglo (y de milenio) dominado por las tecnologías de la información. Para estos profesionales, las nuevas tecnologías de la información y la distribución mecá-nica del conocimiento humano pasan por un momento de acumulación antes que de selección del saber. La oferta de este conocimiento, hecha desde países alta-mente desarrollados, pone en evidencia la primacía de la jerga con la cual cada rama del saber se ha estado expresando, razón de más para que el receptor de información se sienta en medio de una nueva Babel y lejos de la posibilidad de hacerse a un saber más global, menos sectorizado.

No soy especialista en la materia, pero debo aceptar que las teorías de algunos “comuni-cólogos” me han interesado y preocupado. La que más, aquella que se refi ere a la acumulación y distribución “computarizada” de la información. El fenómeno, que algunos

* Texto tamado de Leer y releer. Marzo de 2010, p. 45-50.

SABER, JERGA E INCOMUNICACIÓN

Óscar Collazos*

El fenómeno, que algunos califi can de infl acionario, convierte la esperanza de llegar a ser un día más cultos y sabios en el temor de llegar muy pronto a ser más ignorantes

que nunca.

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califi can de infl acionario, convierte la espe-ranza de llegar a ser un día más cultos y sabios en el temor de llegar muy pronto a ser más ignorantes que nunca. Es esto lo que sospechamos al tropezar con los esco-llos de las especializaciones, generadores de una jerga inabordable.

En menos de un año, he vivido personalmente estos temores. Primero, en la ciudad catalana de Figueres, adonde fuimos invitados escri-tores, artistas, fi lósofos y científi cos con el propósito de debatir sobre “determinismo e indeterminismo”, “ciencia y creatividad”. En el inquietante espacio del Museo Dalí, asistimos al “diálogo” unilateral de científi cos y, por decirlo de algún modo, “creadores culturales”. La intención de reunirnos no era malévola y en la buena voluntad de los organizadores se puso en evidencia el mismo temor: la ciencia y la cultura han alargado las distancias que las separaban. La jerga de una y de otra hacían lo posible para que la incomunicación fuese mayor.

Menos preocupante fue la experiencia siguiente, esta vez en el Musco de la Ciencia de Barcelona. La incomunicación fue tal vez menos radical. Humanistas y científi cos pudimos llegar al menos a un acuerdo más fl uido gracias a las ponencias referidas a la “metaciencia”, una disciplina que los cien-tífi cos más ortodoxos miran de soslayo y con benevolencia. Supimos, al menos, que la “metaciencia” tiene una estrecha relación con la imaginación creativa, imaginación a la que ciertamente no han renunciado los científi cos, pero que a la hora de traducir en términos comunes han convertido en un laberinto impenetrable

¿Cuál es, en el futuro, la suerte de ese saber universal, aspiración lícita del hombre,

máxime cuando los esfuerzos de la tecno-ciencia se dirigen hacia la oferta “demo-crática” del saber? Por el momento, la respuesta no puede ser satisfactoria. El futuro más inmediato se presenta como una oferta indiscriminada y monstruosa del saber acumulado y distribuido por las máquinas. Nadie que no quiera correr el riesgo de sumirse en una mayor confu-sión puede elegir ese “saber” catalogado y desglosado en especialización menos aún si viene envuelto en una jerga que los diccionarios no traducen y los especialistas no desean traducir. Por el momento, la promesa de un saber más exhaustivo es, al mismo tiempo, la promesa de un saber tan diversifi cado como etéreo.

La industria del conocimiento, que ya funciona en países con alto desarrollo tecnológico, es un hecho irreversible. Son cada vez más numerosas las empresas que venden información e innumerables son también las empresas que venden el instru-mento para acceder a esta información: computadoras de todos los tipos, sistemas de telefonía, etcétera. Pero allí no acaba la promesa. Por el contrario, allí empieza el rompecabezas del futuro. Siendo, como será, de año en año más exhaustiva, ¿cuál será el contenido y el lenguaje de esta información? No quiero referirme solo a la información industrial y científi ca y a las jergas que la dividen y subdividen. Me refi ero a otra clase de información, la que, por ejemplo, permitirá acceder al conoci-miento humanístico y a la memoria cultural del hombre. ¿Serán capaces, como porten-tosas bibliotecas domésticas, de ofrecer un saber que no venga condicionado por los criterios del programador y la empresa que lo ofrece?

Oscar Collazos

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De otra índole es la pregunta siguiente, y no son pocos los expertos de “tecnociencia” y ciencias de la información los que temen que la acumulación del conocimiento refuerce a la vez la actual acumulación del poder. Las naciones con tecnologías más avanzadas tendrán en sus manos mayor información y la oferta que de esta hagan dependerá de los recursos de sus posibles clientes. El desequilibrio entre vendedor y comprador, entre productor y consumidor, será evidente y las tensiones entre uno y otro reprodu-cirán, de forma acaso más alarmante, los desequilibrios existentes. Siendo, como será, clave del desarrollo industrial, cientí-fi co y cultural, la información acumulada en poderosas terminales, actualizadas perió-dicamente, podría convertirse en un nuevo instrumento de dominación.

Son estas algunas de las preguntas que se desprenden de la actual euforia por la ciencia y el saber computarizados. Aunque el problema de las jergas sea un día supe-rado y los especialistas y las máquinas acepten como inevitable una vulgarización del saber, ello no pondría fi n a escollos

mayores, entre estos los derivados del gran poder de quien posee la información y los escasos recursos de su posible consumidor. Quedarían todavía en pie los obstáculos presentados por un saber sectorizado en minúsculas parcelas y la inquietante certeza de que una cosa es la existencia del saber y otra muy distinta su posesión. Queda en pie una inquietud, acaso la misma que se tuvo cuando alguna nación poderosa se hizo con un nuevo monopolio tecnológico, imprescin-dible para el desarrollo de la productividad humana: ¿de qué forma y a qué precio ofre-cería al resto de las naciones la posibilidad de hacerse con el hallazgo? Siendo, como es, un hallazgo ininterrumpido, ¿qué parte, qué desechos del saber corresponderán a los clientes o futuros consumidores de un producto monopolizado por los centros de poder económico? Es probable que cuando hayamos aprendido la jerga actual y estemos en condiciones de asimilarla, nuevas jergas, nuevas especializaciones, nuevos instrumentos, nos coloquen a la entrada de un círculo vicioso. El desequili-brio se presentará así, nuevamente, como un asunto por resolver.

SABER, JERGA E INCOMUNICACIÓN

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1Las modas intelectuales han producido ya tanta confusión, que cualquiera podría creer que en fi losofía y en ciencias humanas se comienza a pensar sin necesidad de estudiar. Olvidar los grandes pensadores para buscar aprehender con afán algunas de las jergas más recientes, es el método empleado por buena parte de los universi-tarios con el propósito de formar su inte-ligencia.

Quizás sea oportuno indicar que tanto la palabrería como la misma opinión han sido consideradas los más grandes obstáculos para el saber. Desde la primera fundación de la fi losofía, los grandes fi lósofos han debido buscar algún método de argumentación que les permitiera liberarse de la amenaza de las palabras vacías. Platón, en su polémica contra los sofi stas, sostuvo que a través de la dialéctica se podía abandonar como por pasos el pequeño e incierto mundo de la opinión particular para lograr la universa-lidad del saber. Todavía hoy puede decirse que la lectura de los Diálogos constituye un ejercicio de formación intelectual, ya que muestran una y otra vez que la ignorancia es un estado de llenura y de abundancia de opiniones, las cuales que tienen que

Profesor del Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia. Tomado de Revista Universidad de Antioquia. No. 268, 2002, p. 23-29.

ser apartadas para que el pensamiento pueda fi nalmente discernir la sencillez de las ideas verdaderas o para establecer, por lo menos, la certeza de que lo son las primeras ocurrencias las que nos conducen al conocimiento, esto es precisamente lo que encontramos al leer el ”Teeteto”: al fi nal de este diálogo se ha dejado al menos en claro lo que no es el saber.

Al comienzo de los tiempos modernos Descartes fundó de nuevo la fi losofía, esta vez sobre tierra fi rme, sobre la duda como la condición primera de acceso a cualquier conocimiento; pero en el Discurso del método se trata de dudar por dudar ni de fi ngir irresolución para parecer enigmático La duda es metódica pues permite saber que más allá de la diversidad de opiniones, sobre las ciencias y la moral, se busca algún principio inconmovible a partir del cual se pueda ir desde lo más simple o evidente hacia lo más complejo. En las Meditaciones metafísicas, la obra de iniciación a la fi lo-sofía por excelencia, Descartes presenta con orden los fundamentos del pensamiento moderno, partiendo de la duda y de los dife-rentes motivos para dudar y prosiguiendo con un examen de la verdad y del pensa-miento, que muestra claramente que los

LA FILOSOFÍA NO ES UNA JERGA

Iván Darío Arango*

Es una desgracia humana hastiarse hasta de la misma razón y aburrirse hasta de la luz. Las quimeras empiezan a volver y gustan porque tienen algo de maravilloso.

Leibni

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objetos inmediatos de nuestra conciencia no son las cosas sino las ideas de las cosas, lo cual va a colocar a la teoría del conoci-miento en la base misma de toda la fi losofía. La dialéctica y la duda fueron los recursos de los que se valieron Platón y Descartes para resguardarse de la palabrería, lo que les permitió escribir obras que no han sido afectadas por el paso del tiempo porque se encuentra en ellas toda la profundidad y la elegancia de los fundamentos

Posteriormente Kant, en su intento por responder al escepticismo de Hume, hizo de la crítica un método de examen de la razón desde adentro y logró diferenciar los conceptos, que están referidos a la expe-riencia, de las ideas, que aunque no están referidas a la experiencia exterior, si nos permiten ingresar en el ámbito de la mora-lidad; la idea de libertad es la idea rectora de ese otro mundo, el mundo interior:

“La ley moral se distingue de la física en que no comienza donde el hombre percibe, en el mundo exterior de los sentidos. Comienza más bien en su ‘invisible sí mismo’, en su personalidad, y coloca al hombre en un mundo que tiene verdadera infi nitud...”.

Resulta pues que ni la duda cartesiana ni la crítica kantiana dejan al hombre expuesto e indefenso ante el engaño y las ilusiones de los Sofi stas y los charlatanes; en ambos casos se busca que los hombres sean dueños de sí mismos autónomos, y que estén en condiciones de modelar su propio destino.

2Entre los grandes pensadores no hay, al parecer, ninguno que haya sido tan admi-

rado y hasta venerado como Newton. En su propia época se llego a decir que en el mundo no había más que oscuridad hasta que Dios creó a Newton y entonces se hizo la luz: su teoría de la gravitación universal era la realización del sueño más antiguo de la humanidad, por fi n se supo cuáles son las leyes del movimiento de los cuerpos y cuál la ley que explica los movimientos de la luna, los planetas y los cuerpos que caen. Pero, en el siglo de los sabios, había tanto escrúpulo por la dilucidación concep-tual que Leibniz, un semicartesiano, llego a ver algunos de los conceptos de Newton como quimeras y fi cciones. Alrededor de sus reparos se formó uno de los más preciosos textos fi losófi cos, La polémica entre Leibniz y Clarke (1717), polémica que consta de diez cartas, cinco de Leibniz y cinco de Clarke, un discípulo de Newton, considerado una verdadera máquina de hacer razona-mientos; varios historiadores sostienen que las respuestas a Leibniz son el resultado del trabajo conjunto del maestro y su discípulo.

Los temas de la polémica son tan diversos que van desde el espacio del universo y el movimiento de los cuerpos, hasta una serie de consideraciones sobre el mecanicismo como condición para la explicación de la naturaleza y sobre la libertad humana; e inclusive, otros asuntos que tienen que ver con la acción de Dios en el mundo y la interacción entre el cuerpo y el alma. Toda esa diversidad de ideas está articulada en torno a dos aspectos centrales: el primero de ellos se refi ere a la forma misma de la polémica, ya que los dos autores apuestan a lograr la mayor claridad y sencillez en sus argumentos, aunque es evidente que se ocupan de asuntos complejos como el propósito newtoniano de determinar el

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movimiento, no solo en términos relativos sino absolutos, lo que para Leibniz era sencillamente absurdo.

A través de todas las cartas permanece la misma vigilancia para evitar caer en las palabras vacías; y si en algunos pasajes aparece ese reproche, el mayor de los reproches, luego se encuentra una respuesta que apunta a afi nar los razo-namientos anteriores y a impedir que los conceptos pierdan su contenido en manos del opositor, solo por esto puede decirse que estas cartas constituyen uno de los textos clásicos de la fi losofía.

El otro aspecto se refi ere al empeño con que Newton busca distinguir el espacio, de la materia limitada del universo: el espacio sería algo como un recipiente absoluto e infi nito donde están los cuerpos. Newton aseguraba que había movimientos que por no ser relativos permitían revelar la exis-tencia del espacio absoluto; con ese objeto trae el famoso ejemplo del movimiento de rotación de un balde lleno de agua, desde el comienzo mismo de su obra. Leibniz no podía aceptar que el espacio fuera diferente de la materia, para él no era otra cosa que la relación entre los cuerpos, además no había forma de pensar que la materia tuviera límites como para sostener que más allá estaba un espacio vacío e infi nito: “Descartes ha sostenido que la materia no tiene límites, y no creo que se le haya refutado sufi cientemente” (Quinta carta, art. 32). Siguiendo el relativismo carte-siano, Leibniz sostenía que no había lugares verdaderamente inmóviles en el universo, sólo podemos pensar en suponerlos inmó-viles para determinar el movimiento de los otros cuerpos.

Es pues alrededor de dos conceptos extre-madamente diferentes del espacio del universo como los dos autores van orga-nizando sus divergencias sobre los temas mencionados. Es cierto que ambos realizan rodeos donde consideran lo que ellos creen que puede o debe ser la acción de Dios sobre el mundo y hasta buscan aclararla por lo que creen o piensan que es la acción del alma sobre el cuerpo, rodeos que no podemos presentar aquí pero que regresan siempre sobre el asunto central que requiere toda la luz, asunto que consiste en la relación entre los conceptos de espacio, materia y movimiento.

No deja de ser muy curioso que Newton, con la universalidad que caracteriza su pensamiento, aparezca en esta polémica como una fi gura que ocupa un lugar en la historia, que pertenece a una época y que por lo mismo comparte todo un conjunto de formas de pensamiento y hasta de creencias con sus contemporáneos y concretamente con su aventajado discípulo, y digo curioso porque otros autores, de nuestro siglo, de los que se sabe muy bien que tanto sus problemas como el uso que hacen del lenguaje obedecen a circunstancias defi -nidas y a mentalidades y regiones muy particulares, son apartados y alejados de la historia de las ideas por lectores crédulos que quieren resguardarse ya no de la palabrería, como lo hacen los grandes pensadores, sino de la crítica, para convertir algunas creaciones intelectuales en verda-deras máquinas burocráticas.

3¿Qué podemos decir nosotros de la confu-sión que ha atrapado a la misma fi losofía y, en cierta medida, la ha reducido a ser

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una expresión de las modas intelectuales? ¿Dónde podremos encontrar la fuente de un acontecimiento tan funesto para la vida del espíritu y quiénes podrán orien-tarnos en esta búsqueda? Quizás sepamos encontrar el momento de la mayor confu-sión: en marzo de 1933, dos fi lósofos, que años atrás se habían propuesto dar un nuevo impulso a la fi losofía, sostuvieron la siguiente conversación: ¿“Cómo un hombre tan inculto como Hitler puede gobernar a Alemania?”, preguntaba Jaspers, a lo cual respondió Heidegger: “La cultura no tiene ninguna importancia, observa las manos maravillosas que él tiene”.

Tres fi lósofos de nuestro siglo, nacidos en la primera década, han sido observadores e interpretes lúcidos de las ideas, los hechos y los totalitarismos más recientes: R. Aron, I. Berlin y K. Popper, los tres se han mostrado en extremo fastidiados con las jergas inte-lectuales y han aportado muchas luces para su análisis; y aunque reconocieron a Marx y a Freud como grandes pensadores, sostuvieron que lectores ingenuos, hombres de ideas confusas y buenos deseos, habían hecho del marxismo y del psicoanálisis verdaderas religiones seculares y habían generalizado ideas del romanticismo cuando quisieron, con empeño, “oponer el fl uir de la vida a la fuerza de la razón crítica, que no puede crear sino solo dividir, paralizar, desintegrar” : las jergas necesitan desacre-ditar la razón y la crítica para lograr producir el sopor que permita encontrarlas creíbles. Sobre la fuente de la confusión veamos la interpretación siguiente.

Popper, en su libro La sociedad abierta y sus enemigos, en el capítulo 12: “Hegel y el nuevo tribalismo”, busca demostrar que

el objeto central de la fi losofía hegeliana consistió en pervertir, mediante la jerigonza, los ideales políticos de la Revolución Fran-cesa para ayudar a la consolidación de la monarquía. El capítulo del libro de Popper dedicado a Hegel es el más extenso del libro y trae 93 notas que amplían con citas y testimonios lo que se ha propuesto mostrar, que no es otra cosa quedos efectos polí-ticos de la palabrería y el irreparable daño que tiene que sufrir la fi losofía cuando se la consagra por entero a la adoración del Estado: “... la verdadera valentía consiste en la diligencia para consagrarse por entero al servicio del Estado, de modo que el indi-viduo sólo cuente como uno entre muchos”.

Se trata de palabras de Hegel que Popper trae una y otra vez asegurando siempre que se trata de una hostilidad enfermiza frente a la libertad individual, ya que para él ningún valor personal es signifi cativo, lo importante residiría en la autosubordinación a lo universal, al Estado.

Por discutible que pueda ser la interpreta-ción de Popper, una cosa resulta cierta para el lector de hoy, y es que, si se admite al menos el propósito eminentemente político de la fi losofía de Hegel, es preciso entender la influencia de los autores que leyó, especialmente Spinoza, Rousseau, Burke, Herder, etc., pues Popper asegura: “Nada hay en la obra de Hegel que no haya sido dicho antes y mejor [...] su único objetivo es luchar contra la sociedad abierta y servir a su superior Federico Guillermo de Prusia: su confusión y su desapego de la razón son, en parte, necesarios para alcanzar ese fi n...”. Ahora bien, ante las sugestivas sospechas de Marx frente al liberalismo y de Nietzsche

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frente a la democracia, es preciso acudir a críticos e intérpretes de la Revolución Fran-cesa más cercanos de la cultura moderna y más objetivos: tal es el caso de Benjamin Constant y de Alexis de Tocqueville. Es necesario redescubrir que el liberalismo y la democracia tienen un signifi cado mayor que el señalado por Hegel, Marx y Nietzsche, porque constituyen de hecho, antes de cualquier evaluación, la dinámica de las sociedades modernas.

El acierto de Aron y de Berlin consistió en que ambos, después de estudiar a Marx, entendieron que las sociedades modernas eran el resultado de los ideales del liberalismo y de la democracia, y que las mayores difi cultades estaban en las relaciones confl ictivas entre uno y otra y no en el intento de sobrepasarlos o supe-rarlos mediante el retorno a la ética de los griegos, de los medievales o de sociedades orgánicas donde todos los aspectos de la vida son asunto público.

Aron y Berlin lograron conectar sus interro-gantes con el diagnóstico de la modernidad de Constant y de Tocqueville quienes, desde la primera mitad del siglo XIX, buscaron entenderla desde adentro y sin contrapo-nerle otros ideales o valores distintos a los valores modernos La crítica de la moder-nidad, la sospecha de los ideales de libertad e igualdad, está todavía hoy muy infl uida por la primera reacción rabiosa de autores profundamente religiosos que creyeron ver en la Ilustración un racionalismo arro-gante y descreído de autores que, frente a los excesos de la Revolución Francesa, encontraron el pretexto para desacreditar todo el proyecto moderno, apartar a la fi lo-sofía de la política y reducir el movimiento

ilustrado a los dos años de la dictadura de Robespierre.

Defi nitivamente la crítica es lo más difícil de lograr por el peligro que conlleva de caer en la sospecha y en el reduccionismo vulgar. Es muy fácil decir que el liberalismo es la ideología de los poderosos o que la demo-cracia es producto del resentimiento de los débiles. Otra cosa es apreciar sus principios fi losófi cos y precisar las diferencias entre ambas concepciones: señalar, por ejemplo, que el liberalismo está concebido en sus principios mismos como una doctrina de oposición a los excesos del poder político o señalar que la fi losofía de la democracia moderna es un desarrollo del individualismo que está también en la base de la fi losofía liberal.

Es verdad que tanto el liberalismo como la democracia han sido llevados a extremos odiosos y que Marx tenía razón en su indig-nación con el liberalismo económico, como también Nietzsche en su crítica al igualita-rismo democrático que pretende desconocer en forma descarada las distinciones. Pero no es lo mismo el liberalismo económico que el liberalismo político, pues el concepto central del primero es el mercado mientras que el concepto central del segundo son los contrapoderes y el establecimiento de los límites del poder político.

Las sospechas de Marx y Nietzsche han infl uido tanto en los fi lósofos e intelectuales, que generalmente rechazan del todo la cultura moderna sin hacer distinciones: para ellos el racionalismo instrumental y el individualismo liberal han recorrido durante cuatro siglos las sociedades de occidente imponiendo una lógica satánica de control

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y de dominación. Por la simplificación, muchos intelectuales perdieron su vocación crítica, anunciaron promesas extravagantes e irreales y apoyaron a lideres crueles y demagogos.

4Es un alivio saber que algunos de los más brillantes filósofos franceses de la actualidad han recobrado la lucidez y la percepción moral propia de tradición fran-cesa clásica. En alguna página de su Ecce hommo, Nietzsche afi rma lo siguiente: “Los alemanes no han atravesado jamás un siglo XVII de severo examen de sí mismos, como los franceses. Un La Rochefoucauld, un Descartes, son cien veces superiores en rectitud a los primeros alemanes”.

Es cierto, lo más propio de los fi lósofos clásicos de la tradición francesa consiste en haber realizado el más severo examen de Si mismos: aparte de los autores mencio-nados por Nietzsche, se puede mencionar a Montaigne, Pascal y Rousseau. También hoy un grupo de fi lósofos y ensayistas han conseguido apartarse de los esquemas e interpretaciones reduccionistas para examinar sin prejuicios la situación espi-ritual del hombre moderno. Tales autores debieron apartarse de la percepción cerrada y fi ja que consiste en apreciar la modernidad como el desarrollo de la idea cartesiana de la razón que recorre el cono-cimiento, la moral y la política con el fi n de convertirlos en cálculo para el asegura-miento del hombre europeo en una posición de control y de dominación frente a todo lo que lo rodea.

El esquematismo de las interpretaciones llamadas posmodernas no deja ver los

diferentes desarrollos propios de la cultura moderna: los desarrollos de las libertades y las reivindicaciones igualitarias, las rede-fi niciones del derecho y de los principios de legitimidad de la autoridad política, la crítica de la idea de felicidad y la defensa de la idea de dignidad, las expresiones política y económica del liberalismo, que incluso chocan entre sí.

Era apenas evidente que todo esto no podía explicarse con la sola crítica a la idea del sujeto, ese ídolo metafísico como lo llamaba Nietzsche repitiendo las rudas objeciones ideadas por Hume un siglo antes. Filósofos como Alain Finkielkraut, Luc Ferry y Alain Renaut, desde los años ochenta, retomaron los grandes temas de la ilustración con el fi n de aclarar los problemas más recientes de la cultura. Adoptaron una actitud abierta frente a los textos clásicos, la misma que expresa Tzvetan Todoroy, en 1985, al comenzar su ensayo Frágil felicidad, dedi-cado a Rousseau: “Asqueado de la lengua de los profesionales, por una parte, por lo vacío de los términos altisonantes, por otra, pienso en un modo fácil de decir lo difícil y lo encuentro, al menos por momentos, en algunos escritores del pasado. Por eso me ayudan a pensar en mi propia vida mejor que como lo hacen muchos contemporá-neos”.

Se trata de un grupo de fi lósofos y ensa-yistas que entienden mejor que Sartre o Foucault el alto precio que se paga cuando se abandonan los ideales de la Ilustración, los ideales de libertad e igualdad, para aprobar los particularismos culturales o aplaudir como un mérito la sola pertenencia del individuo a determinada nación o tradi-ción. En su libro La derrota del pensamiento

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(1987), Alain Finkielkraut logró indicar con todo el detalle la forma como el abandono del universalismo moral de la Ilustración conducía al encierro de los individuos dentro de una identidad cultural fi ja que les impedía el ejercicio de la crítica y de la independencia intelectual. Resultaba claro que el particularismo cultural, su relativismo de los valores, no era ninguna solución al supuesto eurocentrismo propio de la Ilus-tración.

Luc Ferry y Alain Renaut, en su libro Heide-gger y los modernos (1988), y Alain Renaut en La era del individuo (1989), lograron señalar el callejón sin salida a donde conduce la interpretación heideggeriana de la modernidad, la cual pretendía, por una parte, asignarle una misión renovadora al pueblo alemán, precisamente durante el régimen nazi, como si se tratara de un destino dentro de la historia del ser. Por otra parte, buscaba comprender toda la época moderna como el resultado de la instaura-ción de una razón instrumental que reducía a meros objetos la riqueza y la diversidad de lo existente: una cantinela que termina en la nostalgia de un pasado medieval poblado de artesanos y de feligreses, rico en distin-

ciones y en jerarquías como el pasado de los caballeros que alimentaba el odio que Nietzsche sentía por la igualdad, por la democracia y por la modernidad.

Es preferible una interpretación que esta-blezca el pluralismo de los valores como respuesta al monismo moral, que consiste en creer en una solución última a los confl ictos humanos, en una sociedad sin Estado y sin clases. Pero el pluralismo de los valores de Isaiah Berlin no cae en el particularismo cultural propio de la llamada posmodernidad porque mantiene un núcleo básico del universalismo moral, que consiste en la dignidad de la persona humana, en la igualdad de dignidad, que implica el derecho que tiene toda persona a un ámbito de acti-vidad libre de la interferencia de los otros, de las tradiciones o de la comunidad para elegir los fi nes y los propósitos de su vida.

Mientras el particularismo cultural encierra a los individuos en su pertenencia a un grupo o comunidad, y los aprecia por su exotismo, el pluralismo de los valores busca proteger la dignidad y la intimidad de la persona, incluso de los grupos y de las tradiciones aparentemente más propias y más sagradas.

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La independencia, dos siglos de lucha

El movimiento de independencia de 1810 a 1819 nos liberó de la dominación colonial de España. Signifi có un cambio profundo de las instituciones, de la política y de la economía. Fue una auténtica revolución violenta. Fueron ejecutados grandes dirigentes por el dictador Morillo, murieron en el campo de batalla jóvenes promesas de la Nación, cayeron en la lucha miles de campesinos, indígenas y esclavos incorporados al ejército libertador. Nueve años de lucha, de batallas, de cárcel, de sufrimiento y de gloria. Y lo fue también de confrontación interna.

No toda la población estaba a favor de la independencia. La alta nobleza criolla pro española, el alto clero, grandes terra-tenientes de concesiones realengas, se mantuvieron con el dominio español hasta el fi nal.

Y entre los grandes dirigentes de la revolu-ción hubo división ideológica, desacuerdos tácticos, hasta guerra civil. Pero triunfó la constancia, el acuerdo, la persistencia y la visión de que había que liberarse de España. En medio del enfrentamiento interno predo-

* Exdirector del Centro de Estudios e Investigaciones Docentes –CEID– de Fecode, exprofesor de la Universidad de Antioquia y Universidad Distrital.

SIGNIFICADO DEL BICENTENARIO

José Fernando Ocampo Trujillo*

minó la unidad fi nal que llevó al triunfo de la revolución.

No puede dudarse que se operó un cambio radical de la sociedad neogranadina. Feneció el régimen colonial. Acabó la domi-nación política. Se acabó el virreinato. Los virreyes y los administradores y los funcio-narios que representaban a España tuvieron que salir. Y los habitantes de cada nueva nación pudieron escoger sus gobernantes, los pudieron cambiar y los pudieron juzgar. Asimismo tuvieron la capacidad de defi nir su economía, de organizar su producción, de tomar posesión de sus recursos naturales y de su riqueza. Y esto hay que decirlo, cual-quiera haya sido su posterior desarrollo. Si no hubiera sido así, habría sido imposible poner las bases de un Estado-Nación. Las divisiones de la Colonia no defi nían nacio-nalidad. Los límites no tenían carácter de nación. En el momento del grito de inde-pendencia surgieron distintas declaraciones y constituciones que denotaban la ausencia de cohesión nacional. Cartagena, Santa Marta, Antioquia, Chocó, Socorro, Casa-nare, Neiva, Mariquita, Pamplona y Tunja, se dieron juntas de gobierno independientes o constituciones propias, todas en lo que

Esta mirada a la historia del bicentenario de la independencia en doce entregas conduce a una pregunta fundamental: ¿Por qué Colombia sigue siendo hoy un país

subdesarrollado?

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entonces se llamaba Virreinato de la Nueva Granada. No sería fácil unirlas, cohesio-narlas, integrarlas en una sola nación, hoy llamada Colombia.

Cambió la estructura del poder político. Se derrotó al Rey y a los Virreyes. Dejó de tener autoridad la monarquía extranjera. El pueblo se rebeló contra el rey que era el representante de Dios en la tierra. Su autoridad era divina. La transformación ideológica que signifi có que se derrumbara la concepción arraigada profundamente en la conciencia popular sobre el origen divino de la autoridad real tomó un siglo. Tuvo que surgir en el mundo la gigantesca obra iconoclasta de la Enciclopedia en Francia, y abrirse paso la revolución protestante en Norteamérica en la mente de los ideólogos y combatientes de la independencia de Estados Unidos, y rugir sobre el mundo las ideas de la Revolución Francesa con sus ideólogos y combatientes, y expandirse por las escuelas la teoría de la licitud del tiranicidio en la conciencia religiosa de la época que se enseñaba en el Colegio de San Bartolomé, para que los dirigentes diri-gieran la revolución y el pueblo se atreviera a rebelarse contra el poder político de la monarquía y la jerarquía eclesiástica.

Quienes dirigieron la revolución fueron conscientes de que se imponía una trans-formación radical de la educación. Sin lograrla no podría reconstituirse un nuevo país. Apenas se iniciaba el gobierno inde-pendiente, el vicepresidente Santander, que reemplazaba a Bolívar mientras se desarrollaba la campaña del sur, introdujo la enseñanza del fi lósofo positivista Bentham para reemplazar la escolástica, entregarle al Estado el control educativo y formar los

nuevos maestros laicos. Era lógico. Se había logrado el poder político con la derrota de la Colonia, pero no se había consolidado el triunfo sobre las mentes del pueblo. En eso constituyó la genialidad de Santander. Y la luchó hasta su muerte.

La independencia nacional es soberanía. Y la soberanía democrática es la libre deter-minación de una nación para definir el carácter del Estado en sus constituciones y para escoger su sistema de gobierno sin interferencia extranjera. El movimiento de 1810 inició una larga lucha de nueve años en Colombia y de casi quince en el resto de América Latina para lograrla y consolidarla. Después de dos siglos ese objetivo de la lucha de 1810 sigue vigente. En una lucha dos veces centenaria Colombia ha sufrido dos atentados directos contra su soberanía, el robo de Panamá de 1903 y la entrega de la bases militares que acaba de hacer el gobierno de Uribe a Estados Unidos. No importa cómo se disfracen. Hoy como hace dos siglos la lucha por la soberanía es objetivo prioritario de la construcción y solidifi cación de la Nación.

Una lucha de liberación nacional

El grito de independencia de América cons-tituyó todo un proceso ideológico y político que no surgió de la nada. Ese 20 de julio se forjó durante más de treinta años, y de pronto, desde mucho antes, con numerosas rebeliones indígenas contra la dominación española, la más famosa de las cuales fue la de Tupac Amaru en Perú, y por movi-mientos comuneros como el de 1781 en Colombia. Nunca fue fácil rebelarse contra la monarquía. Nunca fue fácil separarse de las creencias eclesiásticas. Esa conjunción

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entre autoridad religiosa y monárquica derivaba de los Papas y se distribuía a los soberanos católicos. A la autoridad civil le correspondía el nombramiento de los obispos en nombre de Dios y del Pontífi ce. Por eso le adjudicaban un origen divino. No es extraño que los primeros levantamientos de 1810 y 1811 no apuntaran contra la autoridad real, sino contra la mala admi-nistración de virreyes y funcionarios de las colonias. El rey todavía era intocable. El Memorial de Agravios de Camilo Torres y demás rebeldes lo respetaba y lo acataba. En Caracas, el levantamiento de abril de ese año lo que reclamaba era la restauración de la monarquía feudal de Carlos III después de haber sido destronado por el ejército napoleónico.

Que Antonio Nariño publicara el texto de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en julio de 1795, cinco años después de que fueran proclamados en la Revolución Francesa y quince años exactos antes del levantamiento de 1810, constituyó un hecho subversivo para los gobernantes coloniales. A Nariño lo sometieron a juicio, destru-yeron los ejemplares de la publicación, lo enviaron preso a España y montaron una muralla ideológica contra el peligro de todas las revoluciones del momento. La Real Audiencia que lo juzgó consideró su defensa más agresiva que la misma declaración sobre los derechos humanos. Fue a dar a las mazmorras de Cádiz por sus ideas. La historia de Nariño resulta impresionante. Se fugó de Cádiz, regresó a Santafé en 1797, allí fue encarcelado en el cuartel de caballería hasta 1803, por precaución las autoridades lo enviaron a una de esas mazmorras espantosas de Cartagena en 1809 hasta diciembre de 1810. En seguida

tomó la dirección del movimiento revolucio-nario, organizó un ejército, se puso al frente de la campaña liberadora de 1813 y 1814, fue derrotado y hecho prisionero en Pasto y enviado a España. No regresó sino hasta 1820, después de seis años de prisión, para estar presente en el Congreso de Cúcuta de 1821 y ser nombrado vicepresidente. Moriría un 13 de diciembre, dos años más tarde, en Villa de Leyva. Nariño nunca cedió en sus principios revolucionarios, nunca se amilanó antes las adversidades, nunca abandonó su decisión de liberar a Colombia del yugo colonial. Se constituyó como “precursor” en un baluarte ideológico de la revolución y, como “actor” del proceso inde-pendentista, en un luchador invulnerable.

A Nariño lo acompañaba una generación que había recibido la iluminación de la Expe-dición Botánica del sabio Mutis. También fueron estremecidos por la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa. El mismo año de 1795 en que Nariño publicaba los Derechos del hombre y del ciudadano, aparecieron pasquines sediciosos en Santafé de Bogotá y se formó toda una conspira-ción criolla inspirada por discípulos de la Expedición, entre los cuales se encontraban Francisco Antonio Zea y Sinforoso Mutis que seguirían siendo fi eles a sus ideales de liberación y actuarían en el levantamiento de 1810. Mutis fue más que un sabio en botánica ordenador de la fl ora de América que ya de por sí lo lanzaba a la historia nacional. Defendió las teorías científi cas de Galileo, Copérnico y Newton –rechazadas como herejía por la Iglesia– sobre el lugar de la tierra en el universo, sobre el papel de la ciencia en la sociedad, sobre el origen del universo, sobre la relación no contradictoria entre religión y ciencia.

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Su rebelión contra la Inquisición fue quizás el más extraordinario ejemplo proporcio-nado a la juventud neogranadina de que podía levantarse contra la dominación y la opresión. Con el pensamiento de Mutis se quebró el dogma, se resquebrajó el silo-gismo, se agrietó el dominio religioso, se desmitifi có la monarquía, se abrieron las mentes a las nuevas ideas. Todo fue posible. Eso fue lo que lo convirtió con su Expedición Botánica en precursor de la Independencia.

A Mutis y a Nariño los persiguió el gobierno virreinal por sus ideas, porque fueron un baluarte de una nueva concepción de la sociedad y de la política, cada uno a su manera y en su momento. Se trató de un impresionante movimiento ideológico que se expandió con una rapidez inconcebible para una época sin medios de comunica-ción. Defendieron una nueva concepción del mundo y una nueva forma de gobierno. Mutis sobre el mundo abrió las mentes a nuevas concepciones. Nariño sobre el gobierno abrió la aspiración de indepen-dencia. No al control de un pueblo sobre otro, ni político ni económico. Ni directo ni indirecto. Ni por protección ni por defensa. No al control ni al dominio. Ese fue el verda-dero sentido del movimiento del que Mutis y Nariño fueron precursores. Una lección. Ni la globalización ni el intercambio ni las comu-nicaciones pueden desvirtuar la indepen-dencia y la soberanía de las naciones para que la dominación y la protección disfrazada de unos países sobre otros mantengan la pobreza y el hambre sobre el mundo.

La lucha política

En las grandes transformaciones políticas siempre surgen y se desarrollan tendencias

ideológicas contrapuestas o complementa-rias. Así sucedió en el movimiento de 1810. Y sus contradicciones ideológicas y políticas no solamente condujeron a enfrentamientos en el terreno de las ideas, sino que produ-jeron luchas armadas. No pensaban igual Nariño y Torres, ni Bolívar y Santander, ni Vargas y Caldas, para mencionar los más identifi cados dirigentes de la revolución de independencia, a pesar de que no se mani-festaban en forma organizada de partidos. La guerra de la mal llamada Patria Boba entre los ejércitos de Nariño y Torres no planteaba sino una diferencia fundamental en torno al carácter de nación unitaria o confederación de pueblos. Se trataba de un punto estratégico para el futuro de lo que sería la sociedad colombiana.

Camilo Torres representó una tendencia fi losófi ca que no lo desligó de España, a pesar de haber sido condenado al patíbulo por Morillo. En el fondo siguió adherido a la escolástica que había recibido en las aulas de religiosos y a una tradición monárquica de la que no se liberó. A Pedro Fermín de Vargas lo estremeció la liberación mental a que lo condujo la rebelión fi losófi ca de Mutis. Fue el más enciclopedista de los precursores en su ideología y en su posición política. Nariño no publicó la declaración francesa sobre los derechos del hombre por una curiosidad intelectual, sino por un convencimiento político que lo llevó a la cárcel y a la lucha militar contra el gobierno colonial. En Santander infl uyó como en ningún otro la gesta emancipadora de Estados Unidos, que perduraría en su concepción sobre el Estado y la República, a la cual unió el pensamiento revolucionario de los positivistas ingleses Locke y, princi-palmente, Bentham, al que acudiría para la

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nueva educación neogranadina. Bolívar fue más ecléctico. Pasó de la escolástica a los enciclopedistas de ahí a los fi lósofos de la Revolución Francesa hasta los monárquicos ingleses. Por eso dudó de la democracia y se inclinó por regímenes dictatoriales o monárquicos. No consideraba al pueblo que había llevado a la independencia, preparado para un gobierno de elección popular.

La lucha revolucionaria de independencia aglutinó cuatro tendencias ideológicas: 1) Los enciclopedistas democráticos, opuestos al control eclesiástico sobre las mentes como a la unidad de religión y Estado, con una nueva mentalidad sobre la sociedad y el poder político; entre ellos sobresaldría Pedro Fermín de Vargas. 2) Los liberales democráticos infl uidos por la Revolución Norteamericana y la Revolución Francesa con su sistema de gobierno democrático del que los estadounidenses fueron vanguardia mundial con su liberación de Inglaterra en 1782 y los franceses contra la monarquía; Nariño y Santander partieron de allí. 3) Los liberales monárquicos, radicales en su lucha contra el colonialismo, no convencidos de la democracia o infl uidos por regímenes euro-peos exitosos por entonces, con infl uencias de los revolucionarios franceses, temerosos de la experiencia gala de excesos y dubi-taciones; allí estaría Miranda y se encua-draría también Bolívar con su constitución boliviana y su tentación monárquica con los ingleses. 4) Los escolásticos radicales, ceñidos a la fe católica, con fi delidad a la monarquía, unas veces con tendencia a unirse a España como provincia otras empeñados en la separación defi nitiva, unas inclinados a la construcción nacional otras partidarios de confederación de pueblos y regiones; podrían señalarse a católicos

fervorosos como Torres y Caldas partidarios de esta alternativa como resultado de la lucha de 1810.

No era fácil unir en un solo movimiento revolucionario tendencias tan disímiles, no era fácil llevarlos a una guerra contra la potencia todavía la más poderosa del mundo; y no era fácil aglutinar un ejército sin recursos, sin armamento moderno, sin militares experimentados. Eso fue lo que logró Bolívar. Unió, aglutinó, suavizó las diferencias, perseveró, mantuvo el ánimo guerrero, señaló el objetivo fundamental, aprovechó los recursos del medio, entendió el ánimo del pueblo, dirigió la revolución. Bolívar es el Libertador.

El Libertador Simón Bolívar

Se ha escrito tanto sobre Bolívar que puede resultar fatuo o presuntuoso dedicarle dos o tres columnas en esta serie sobre la Inde-pendencia. Pero no hacerlo sería un desco-nocimiento imperdonable. Bolívar dirigió la revolución. Bolívar la luchó centímetro a centímetro. Entre 1812 y 1824 recorrió América de Caracas a La Paz una y otra vez –no en automóvil, ni en tren, y menos en avión– sino a caballo, con un contingente de soldados criollos, mulatos, indios, negros esclavos, mal equipados, mal trajeados, mal alimentados, que derrotarían un ejército de Morillo llegado a Colombia con más de quince mil soldados. Hoy, siglo veintiuno, no es fácil atravesar la cordillera Oriental de Casanare a Boyacá. Lo logró con llaneros de tierra ardiente hasta la batalla del Puente de Boyacá el 7 de agosto de 1819 y siguió hacia el sur hasta coronar su misión libertadora en 1824. Biografías, historias de la lucha de independencia, bibliografía inmensa,

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recopilación documental, alusiones perma-nentes, artículos, columnas de periódico, todo un arsenal medio infi nito. Visiones contrapuestas sobre su vida, la de Mada-riaga o la de Waldo Frank, o la de Liévano Aguirre, o la de Arciniegas, o la de Manzini, o la de Masur, o la de García Márquez, o más recientemente la de John Lynch o Juvenal Herrera, y un archivo documental en América y Europa, inagotable. Fue que Bolívar derrotó en esta tierra la que todavía se consideraba la primera potencia colonial de la época, España.

No importa mucho para la historia su origen familiar, su origen racial, su herencia terra-teniente. Bolívar partía de esa realidad colonial. Hasta intentos de biografías psico-lógicas y psiquiátricas se han intentado de él. En cambio la educación de Simón Rodríguez y Andrés Bello lo marcarían en su primera juventud y en los principios de la revolución. Pero sus contactos en Europa lo pusieron al tanto de la Ilustración, de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de la Carta a los espa-ñoles americanos, de las teorías sobre los derechos naturales y el contrato social. En Europa se transformó su mente con las ideas revolucionarias de la burguesía que ascendía al poder político y económico. Su transformación ideológica lo llevó a la decisión fundamental de su vida, la de dedicarse a la liberación de la América espa-ñola. Y tuvo que sufrir derrotas, destierros, confi scaciones, traiciones, hasta coronar su ideal y su obra. En esas condiciones, en ese terreno, en ese momento histórico, su lucha fue una epopeya.

Resulta trascendental entender que Bolívar fue un unifi cador. Si no hubiera sido así, la

lucha independentista hubiera fracasado. Unifi có las ideologías. Unifi có las creencias. Unificó las ambiciones. Unificó la lucha. Unificó el ejército. Unificó los generales. Unifi có el pueblo. Hoy parece fácil. Pero la lucha ideológica y política llegó a ser tan aguda que Nariño y Torres se trenzaron en la guerra de 1812. Y Bolívar mandó apresar a Miranda y entregarlo a los españoles. Y Sucre fue asesinado. Y también Córdova. Las cuatro tendencias ideológicas que orientaron a los grandes dirigentes de la revolución inde-pendentista no eran superfi ciales, tanto que condujeron en el siglo XIX a cuatro guerras civiles nacionales de gran envergadura. Por eso el papel unifi cador de Bolívar fue estraté-gico y fundamental. Unir a monárquicos y a católicos y a enciclopedistas y a demócratas radicales y a quienes buscaban convertir estas tierras en parte de la metrópoli, constituyó una labor titánica e histórica.

Bolívar fue un batallador incansable por un ideal, el de la independencia. Sufrió crisis, afrontó derrotas, superó traiciones, pero con su ejército obtuvo triunfos defi nitivos en las batallas del Pantano de Vargas, Puente de Boyacá, Carabobo, Maracaibo, Pichincha, Junín, Ayacucho. De él dice Germán Arciniegas: “Esa guerra (la de la independencia) consagró a Bolívar como el guerrero del siglo, más atrevido que Washington, más digno de admiración que Napoleón”. La historia se escribe así, con dirigentes, con héroes, con visionarios, con pueblo, con ingentes sacrifi cios, con entera consagración, con denodada decisión. Ya desde la fecha de 1810, hace dos siglos, Bolívar se había comprometido con el movi-miento desde Caracas y comenzaría, con el viaje a Londres de ese año, su trabajo por la liberación nacional de la colonia. Sus

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viajes, sus contactos políticos e ideológicos, su lucha en todos los terrenos, lo llevarían a la dirección de la revolución y al triunfo defi nitivo de la independencia.

Las condiciones estratégicas de la independencia

¿Por qué Bolívar, Nariño, Santander, Vargas, Torres y tantos otros, se rebelaron contra la colonia? ¿Por qué en América Española la mayoría de la población estaba con la Corona? ¿Por qué tuvo tanta fuerza la conversión de América en una provincia de España con los mismos derechos de los de la metrópoli? ¿Por qué la monarquía española se apresuró a darles garantías a sus colonias en un intento de impedir su separación? ¿No resultaba mejor para la economía una reestructuración de las relaciones metrópoli-colonia que la inde-pendencia completa? ¿No era un riesgo inconmensurable una separación sin tener ni siquiera una unidad económica ni un cálculo de las consecuencias que sobreven-drían para la población dispersa y aislada? ¿Simplemente la corriente independentista que se fue radicalizando buscaba asegurar sus intereses de clase afectados por el régimen colonial? ¿Acaso la separación de la metrópoli resolvió la esclavitud y la opresión y la desigualdad y el porvenir de la población pobre y explotada? En esta medi-tación sobre la Independencia es necesario responder y resolver estos interrogantes.La soberanía implicaba que se constituyera el Estado-nación. Unos límites defi nidos, un determinado sentido de unidad política, una constitución, una organización estatal, una defi nición de poderes, un sistema de gobierno, todo sin interferencia extranjera. Ahí estaba la soberanía. A pesar del poder

virreinal y de una autoridad colonial, no existía la conciencia de nación, porque no se daban los lazos que la defi nieran. Ya se ha hecho alusión a la proliferación de gritos de independencia, de Juntas de Gobierno y de diversidad de constituciones, unas monár-quicas, otras democráticas, unas a favor de la metrópoli, contra Napoléon, a favor de Fernando VII. De todo. Sin nación, no puede haber soberanía. Bolívar y la mayoría de los héroes de la independencia hubieran podido aceptar la posición de anexión a España con igualdad de derechos, es decir, anexarse al imperio español. Prefi rieron luchar a muerte por la separación. Y esta signifi caba la constitución del Estado-nación, es decir, de la soberanía. Sin soberanía no hubiera sido posible la conformación de la Nación colombiana, ni la venezolana, ni la ecuato-riana, ni la peruana, ni la boliviana. Fue la decisión de la mayoría de los dirigentes de la revolución independentista por la soberanía lo que le dio signifi cado a la lucha del 20 de julio de 1810 hasta 1826.

¿Cuál es el sentido del desarrollo econó-mico? Eliminar la pobreza, garantizar una mínima igualdad en las condiciones mate-riales de vida para toda la población, garan-tizar la acumulación social en benefi cio de la colectividad, lograr las condiciones del mercado interior, no sin antes satisfacer las necesidades mínimas de una digna super-vivencia. El desarrollo del mercado interior de bienes de capital es la clave del desa-rrollo económico y sin él, la dependencia y la inseguridad de aprovisionamiento para la producción estarán pendiendo de condiciones al margen del control nacional. Bolívar llevó a cabo la revolución política y no se le midió a la revolución económica. Primó el objetivo político, que era funda-

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mental, sobre las propuestas económicas. Mientras Bolívar iba coronando su tarea libertadora hacia el sur, Santander, que había quedado con la responsabilidad polí-tica, llevó a cabo el inicio de una revolución educativa, estratégica para el desarrollo económico con la incorporación de Bentham a las escuelas, decisión que lo enfrentaría con Bolívar y que más adelante sería un elemento de división política entre los partidos. Santander no solamente defendió la entrega de la educación al Estado, sino la transformación de su contenido en una perspectiva científi ca, como lo había hecho la Expedición Botánica de Mutis. Entendió que la educación constituía un elemento fundamental para el avance de la economía nacional.

Y, por supuesto, no tenía sentido la propuesta de convertirse en una provincia de la metrópoli. La lucha interna entre los partidarios de la separación y los partida-rios de mantenerse ligados a España fue un elemento de la primera guerra civil, la de la llamada “Patria Boba”. Su unifi cación en un solo propósito de desligarse de la colonia atravesó por un proceso que costó vidas, que signifi có derrotas, que condujo a destierros, que produjo traiciones y deserciones. Pero se impuso, posiblemente gracias a la reconquista intentada por la Metrópoli a sangre y fuego, a la decisión de los principales dirigentes de la revolución, al apoyo del pueblo que fue asimilando colectivamente la conveniencia y la nece-sidad de la independencia total. Se partió de una convulsión ideológica de contornos mundiales, la de la revolución burguesa en América y Europa, por la constitución de Estados nacionales, por gobiernos democráticos, por la participación popular,

por separación de poderes y demás. Y, además, por una nueva economía, la de la industria, la de obreros y capitalistas, la de la producción masiva, la de una economía mundial. Recibimos el impulso de la revolución burguesa de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, pero carecíamos en ese momento de las condiciones materiales para el desarrollo de una economía indus-trial. Resolvimos la política y fallamos en la económica. Allí nació nuestra base como nación y nuestro subdesarrollo económico. Se impone examinar nuestra historia a la luz de estos acontecimientos y analizar las condiciones actuales de Colombia como nación independiente.

El dilema del Libertador Simón Bolívar

El gran dilema de Bolívar fue el sistema de gobierno que debía adoptar para las naciones recién liberadas del yugo colonial. Su revolución victoriosa había sido hija de la Revolución Norteamericana, de la Revo-lución Francesa y de las ideas libertarias de la escolástica radical enseñada en las aulas de las instituciones educativas de entonces. Pero su íntimo contacto con el pueblo por años de lucha y de recorrido por el norte de Suramérica lo habían llenado de dudas profundas sobre las condiciones concretas de un gobierno efi caz que reconstruyera estas naciones. De allí salió un proyecto de constitución para Bolivia, aristocrático y dictatorial; impuso una dictadura en Perú; entabló un gobierno autocrático en Bogotá. No era extraño. Una corriente monárquica recorría las nuevas naciones. México había declarado su independencia como monarquía. Brasil importaría un príncipe portugués. San Martín se incli-

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naba también por la monarquía. Miranda había quedado embelesado con las cortes europeas que había recorrido incluyendo el ejército francés al mando del emperador Bonaparte. Se había logrado la liberación de España pero no había acuerdo sobre el sistema de gobierno para los nuevos países. En realidad, los discursos de Bolívar y su correspondencia más conocida, desde la Carta de Jamaica hasta su discurso en el Congreso de Angostura de 1819, dejan un marcado acento monárquico y autoritario. Su admiración por Inglaterra –ya para entonces un imperio colonial– y su sistema de gobierno, superaba todos los límites. Y en sus últimos cinco años de gobierno y de vida mantuvo contactos con los ingleses a favor de una monarquía para la Gran Colombia.

Bolívar mantuvo correspondencia con los delegados ingleses en estos países, en la que declaró su admiración por la corona y sus intenciones monárquicas. Sus declara-ciones a favor de Inglaterra y de la corona son numerosas. Como dice Arciniegas: “Lo de Bolívar e Inglaterra es una historia melancólica, dramática.” Y con esa pasión americanista que fue su enseña, añade: “Puso el Libertador toda su esperanza en una potencia extraña a América, con mal pasado colonial, y ni ella misma lo escuchó”. (En Bolívar y la revolución, p. 75) Bolívar negoció la traída de un príncipe con los siguientes cónsules ingleses, enviados del secretario de relaciones exteriores británico George Canning: capitán Thomas Maling en Lima; el comisionado británico en Lima y Bogotá, Patrick Campbell; Alexander Cockburn, ministro plenipotenciario britá-nico en Bogotá; William Turner, ministro embajador en Bogotá. Su correspondencia

con Maling y Campbell no deja dudas sobre su tendencia monárquica y pro inglesa. Al capitán Maling le escribe en 1824: “Ningún país es más libre que Inglaterra, con su bien reglamentada monarquía; Inglaterra es la envidia de todos los países del mundo y el modelo que todos desearían seguir al formar un nuevo gobierno o dictar una nueva Constitución… Deseo que usted tenga la plena seguridad de que yo no soy enemigo ni de los reyes ni de los gobiernos aristocráticos”. Y a Campbell le responde sobre su propuesta de un príncipe inglés en 1825: “Inglaterra es, una vez más, nuestro ejemplo, cuán infi nitamente más respetable es vuestra nación, gobernada por reyes, lores y comunes que aquella que cifra su orgullo en una igualdad que no alcanza a suprimir la tentación de ejercerla en bene-fi cio del Estado […] Si hemos de tener un nuevo gobierno, que tenga por modelo el vuestro, y estoy dispuesto a dar mi apoyo a cualquier soberano que Inglaterra quiera darnos”. (En J. Fred Rippy, La rivalidad entre Estados Unidos y Gran Bretaña por América Latina (1808-1818).

A fi nales de 1829, muy cercana su renuncia y su muerte, Bolívar continúa con su idea monárquica, a pesar de la dudas de que su aceptación de un príncipe inglés no le fuera a traer más resistencia en Bogotá y más enemistad de los estadounidenses. Le dice a Campbell: “Estoy muy lejos de oponerme a la reorganización de Colombia según el modelo de la esclarecida Europa. Por el contrario, sería muy feliz y pondría todas mis fuerzas al servicio de una obra que podría llamarse de salvación”. Es en ese contexto cuando Bolívar escribe esa famosa frase contra Estados Unidos, enviada al representante de la monarquía

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inglesa, nada menos, lleno de temores de una oposición democrática que crecía contra su dictadura, de que fuera a instaurar la monarquía: “¿Qué oposición no sería ejercida por todos los nuevos Estados americanos? ¡Y por los Estados Unidos, que parece destinado por la Providencia a desatar sobre América una plaga de sufri-mientos en nombre de la Libertad!” Se trata, pues, de una frase monárquica, utilizada por tirios y troyanos contra Estados Unidos, en ese momento vanguardia de la demo-cracia y de la revolución burguesa mundial –todavía a casi un siglo de convertirse en la potencia imperialista que se apoderaría de Panamá– mientras Europa se llenaba de monarquías que buscaban la restauración del régimen feudal.

No es extraño, entonces, que al dejar Bolívar el gobierno, desilusionado y angus-tiado, tras conatos de guerra civil, fuera sucedido por el general Rafael Urdaneta y fuera aprobado por unanimidad en su Consejo de Ministros la traída de un príncipe inglés. Eran los bolivarianos monárquicos seguidores radicales de Bolívar, quienes pondrían las bases de guerras civiles y enfrentamientos sin fi n durante el siglo XIX hasta la guerra de los Mil Días. Por fortuna, el gobierno inglés nunca estuvo intere-sado, al fi nal, en la monarquía colombiana soñada por Bolívar y sus incondicionales, muy posiblemente debido a los acuerdos estratégicos con los estadounidenses sobre América por la “doctrina Monroe”, ni en el príncipe que le solicitaba el gobierno de Urdaneta, porque no les merecía ninguna atención. Con la caída del gobierno y la muerte de Bolívar, terminarían en Colombia las tendencias monárquicas.

La llamada Doctrina Monroe y la independencia de Colombia

Referirse a la llamada Doctrina Monroe en la historia de América es como levantar una gran polvareda de tendencias, contra-dicciones, posiciones, enfrentamientos, de una historia de dos siglos. En ella se puede sintetizar la historia moderna de América. Pero eludir su signifi cado puede implicar que se ignore el sentido de la independencia de un pedazo del mundo que pasó por tres siglos de dominación colonial y arriesgar la comprensión de su historia contemporánea. Son varias las difi cultades que enfrenta la posibilidad de hacer un planteamiento histó-rico acertado. Una, la política estadouni-dense en Colombia desde el robo de Panamá hasta el presente. Otra, la infl uencia de la historiografía mexicana y cubana posterior a sus dos revoluciones, determinada por las intervenciones de Estados Unidos. Y, además, el cambio histórico operado por Estados Unidos, de vanguardia de la revo-lución democrática mundial del siglo XIX en una potencia poderosa y agresiva del siglo XX.

Se trata de las relaciones de Estados Unidos con Colombia, sobre las que se pueden distinguir cuatro etapas. La del período de la guerra de independencia de relativa indiferencia hasta el reconocimiento de la soberanía de Colombia en 1822; la del período republicano de alianza estratégica en el siglo XIX, sin interferencia alguna signifi cativa; la del robo de Panamá hasta el fi nal de la Segunda Guerra Mundial con el control del petróleo, el Tratado de Comercio de 1935 atentatorio contra la soberanía y una modernización adecuada a sus condi-ciones de intervención económica; y desde

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allí hasta el presente, de dominio sobre la economía nacional en especial por planes de desarrollo de endeudamiento externo, el dominio del capital fi nanciero y la inje-rencia política permanente hasta el tratado reciente de utilización de las bases mili-tares. Las dos primeras no tienen carácter colonialista o imperialista. Las dos últimas defi nen el proceso y el ejercicio de domi-nación indirecta por medios económicos y hasta de posibilidades de una dominación directa. Distinguir el carácter de esta rela-ción con sus características profundamente diferentes, permite comprender el sentido de la Doctrina Monroe.

El debate entre los historiadores colom-bianos ha sido agudo. Y, en mucho, distingue sus orientaciones políticas y su visión sobre la realidad colombiana contemporánea. Indalecio Liévano Aguirre inspiró toda una tendencia de la llamada “nueva historia”, desde la defensa de Bolívar monárquico hasta la del régimen feudal de Núñez. Germán Arciniegas se mantuvo en una posición americanista que no le perdona a Estados Unidos su transformación en potencia imperialista. Por eso Arciniegas se separa tanto de Liévano Aguirre sobre el carácter de la Doctrina Monroe. Liévano coincide con los historiadores de la revolu-ción mexicana como Carlos Pereyra y José Vasconcelos, para quienes la Doctrina fue siempre un instrumento del expansionismo estadounidense, con lo cual tergiversan su sentido histórico de defensa continental por más de medio siglo, que sí acoge Arciniegas.

Fue Santander, y no Bolívar, en el mensaje que dirige al Congreso de 1824 en calidad de vicepresidente, quien comprendió el sentido del mensaje del presidente Monroe

al Congreso de Estados Unidos: “Semejante política consoladora del género humano, dice, puede valer a Colombia un aliado poderoso en el caso de que su indepen-dencia y libertad fuesen amenazadas por las potencias aliadas. El Ejecutivo no pudiendo ser indiferente a la marcha que ha tomado la política de los Estados Unidos, se ocupa efi cazmente en reducir la cuestión a puntos terminantes y decisivos”. Se había formado en 1815 la Santa Alianza de dos potencias feudales europeas y se había recompuesto por la Cuádruple Alianza de Austria, Prusia, Rusia e Inglaterra, a la que se uniría pronto España. Surgía en América el temor y la sospecha de una verdadera alianza de las potencias europeas por la reconquista de América. Por eso Sucre le escribe a Bolívar en medio de la campaña del sur: “En este año veremos el desenlace de Europa, el cual va más que nada a decidir de la América. Todo colombiano debe ahora poner un ojo en el Perú, y otro en la Santa Alianza. Esta maldita coalición de los Reyes de Europa me hacen temer mucho de la existencia de nuestras instituciones; no puede negar usted que más cuidado me da de ellos que de los godos del Perú… Creo que usted cuenta más que demasiado con los ingleses; estos serán como los demás, amigos de tomar su parte, y lo único que harán por su poder será tomar la mejor parte” (en Arciniegas, Bolívar y la revolución, p. 130).

En diciembre de 1823, fecha del discurso del presidente Monroe al Congreso sobre la defensa de América, la posibilidad de una reconquista europea no estaba descar-tada. Pero poco a poco, una tras otra, las potencias europeas fueron reconociendo la realidad de la independencia americana. Y hacia mediados del siglo la historia de

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América tomó otro giro, una vez alejado el peligro de la reconquista. En América del Norte la recomposición de Estados Unidos con la incorporación de Florida, Louisiana y las provincias de México. En América Central la división en pequeños países después de separarse de México y Colombia. En América del Sur con guerras y transacciones que reestructuraron los límites heredados de la Colonia. Pero al llegar el cruce de los dos siglos, la guerra hispano-norteame-ricana y el robo de Panamá por Estados Unidos determinan su transformación en una potencia imperialista que se lanza a la conquista de mercados de capital, una vez en el mundo se ha agotado la posibilidad de nuevas anexiones territoriales.

La Doctrina Monroe, entonces, cambia de carácter; se incorpora al del Destino Mani-fi esto, al de la Enmienda Platt, a la de las invasiones en América Latina. Así lo decla-raba Teodoro Roosevelt en su mensaje al Congreso un año después de Panamá: “Un mal crónico, o una impotencia que resulta en el deterioro general de los lazos de una sociedad civilizada, y en el hemisferio occi-dental, la adhesión de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe, puede forzar a los Estados Unidos, aun sea renuentemente, al ejercicio del poder de policía internacional en casos fl agrantes de tal mal crónico o impo-tencia”. (Mensaje al Congreso, diciembre de 1904). De allí resultarían las intervenciones de Estados Unidos en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, México, Guatemala, Panamá, Granada. Y así prepararía las condi-ciones de su dominio económico con misiones económicas, tratados de comercio, planes de defensa continental y protección de su área de infl uencia estratégica. Como diría Arci-niegas al concluir su artículo sobre Monroe:

“Cerrándole el paso al imperialismo yanqui, y colocados en el mismo nivel los Estados Latinoamericanos, se volvería al pensamiento original que de Angostura pasó a Bogotá y de Bogotá a Washington, cuando de norte a sur y de sur a norte lo que se buscaba era una defi nición continental, hecha con los ingredientes de la república, del gobierno representativo, de la libertad. Es decir: la independencia continental”. (op. cit., p. 136).

Santander, constructor de la República

En la lucha de independencia Bolívar y Santander lucharon unidos por un solo ideal, la liberación de América. Ninguno de los dos cedió un ápice en su propósito fundamental de derrotar el colonialismo. En ningún momento hubo una duda sobre el objetivo, una vacilación en su propósito, una conciliación con el enemigo, un intento de negociación a medias, una propuesta de diálogo constructivo con los colonialistas. Ambos batallaron a muerte. Que Santander hubiera preparado las fuerzas en Casanare y hubiera puesto en peligro su vida para mantener vivo el ideal de independencia, constituyó un elemento determinante para que Bolívar dirigiera el paso de la cordillera y cayera sobre los realistas en el Pantano de Vargas y en la batalla de Boyacá. Triun-fante la revolución, Bolívar y Santander gobernaron un país que existía todavía en la mente de los triunfadores, pero que no respondía a la realidad de nación unifi cada. Mientras Bolívar continuaba su misión hacia el sur, Santander se dedicaba a levantar la estructura nacional. Ni en la mente de la población ni en la de los dirigentes existía “nación”. Santander fue quien le dio entidad histórica.

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Santander erigió su obra en dos períodos, una como vicepresidente de Bolívar y otra como presidente en ejercicio. Llevó a cabo toda una revolución de las ideas y de las estructuras. Había que derrotar los rezagos de España. Lo logró. Había que estructurar gobiernos regionales que acataran la unidad nacional. Se lo propuso. Había que construir una economía totalmente inexistente. Lo llevó a cabo. Había que educar a un pueblo analfabeta esparcido por todo el territorio de Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela. Se dedicó a lograrlo. Así como no existía nación, por eso no existía conciencia de nación. Había que formar la conciencia de pertenecer a una nación, con unos límites, un gobierno, una economía y una cultura. Eso fue lo que se propuso Santander. Pero, a pesar de avatares e intentonas separatistas por dos siglos, la obra que fraguó Santander, permanece para su honor y gloria. Fue el constructor de Colombia, por dentro y hacia fuera.

Pero Santander fue un demócrata, en el momento en que la democracia se levan-taba contra la monarquía y la nobleza. Esa se constituyó en una contradicción insal-vable con Bolívar. Ni dictadores, ni reyes, ni príncipes, fue para Santander un propó-sito vital. Su modelo de gobierno no era la monarquía inglesa, por más avanzada que pareciera, como lo fue para Bolívar, sino la democracia estadounidense, que había estudiado, que había visitado y que consi-deraba el modelo de gobierno moderno. Un modelo que tenía que ser acondicionado a una nueva realidad. No se trataba de si era extranjera o nacional. Era el tipo de gobierno y de organización que respondía a la revolución democrático burguesa y que representaba la vanguardia mundial. Bolívar se equivocó en imponer la dictadura,

en coquetear con la monarquía, y en idear para los pueblos americanos un modelo de gobierno señorial y vitalicio. Mientras el Libertador dudaba de la categoría de los pueblos recién liberados, Santander lo que hacía era estructurar la nación y poner a marchar las estructuras políticas y econó-micas del futuro. Eso fue lo que fue, un constructor estratégico de futuro. Gloria a Francisco de Paula Santander.

También fue un americanista. A pesar de haber recorrido las cortes europeas en el exilio al que lo había condenado Bolívar, después de acusarlo del atentado contra su vida, de condenarlo a muerte y de conmutarle la pena capital por el destierro, se convenció más a fondo del gobierno democrático una vez se puso en contacto con los grandes revolucionarios de Estados Unidos. Por eso su reacción enérgica a favor de la doctrina Monroe y, por eso, también, su agria contradicción con un Congreso Anfi ctiónico de Panamá que Bolívar había convertido en una idea americana sin la mitad de América, a favor de los ingleses que se habían ya unido a la Santa Alianza y a la Cuádruple Alianza. Por eso Santander no dudó un solo momento en ponerse a tono con la idea de Adams y Monroe de una “América para los americanos”, como una muralla contra cualquier intento de recon-quista. Si repudiaba la monarquía, también repudiaba la reconquista europea. Pero ninguna obra más estratégica de Santander que la revolución educativa que llevó a cabo. En un país medio poblado, Santander había construido para 1827 cincuenta escuelas lancasterianas– las más avanzadas de la pedagogía mundial –y más de cuatrocientas tradicionales, en un país

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de analfabetas, en donde las únicas insti-tuciones educativas eran las de la Iglesia. Tengo que citar a Germán Arciniegas, como en notas anteriores, porque ha profundi-zado en la obra educativa revolucionaria de Santander: “La obra de educación que realizó Santander entonces es más vasta y radical que la que, años más tarde convierte a Sarmiento en el gran educador del Sur. Entusiasmado por el sistema de Lancaster, que contemplaba la multiplicación de los maestros haciendo que los escolares se vieran pronto en condición de convertirse en maestros, trajo a Colombia al fraile Mora, liberal español que en Londres había aprendido el sistema de los labios mismos de Lancaster, y lo puso al frente de las tres escuelas pilotos –las de Bogotá, Caracas y Quito– que debería extender el sistema a toda la Gran Colombia. Trajo de Francia al naturalista Boussinglault, al médico Fran-cisco Desiderio Ruouillin, para que ense-ñaran en la universidad, y puso a Pedro Cornettant al frente de la escuela normal. Creó el Museo y la Biblioteca nacionales. Fundó las universidades de Popayán, Mede-llín y Cartagena, y colegios en Panamá, Cali, Tunja, Ibagué, Pasto, Valencia, Tocuyo, Angostura, Cumaná, San Gil, etc” (Arci-niegas, Bolívar y Santander, vidas paralelas, Planeta, p. 156). Había traído al país las obras del fi lósofo inglés Jeremias Bentham, lo más avanzado de la época, para ense-ñarlas en las escuelas y universidades y reemplazar la escolástica medieval. Cons-tituyó otra revolución, la ideológica.

Santander fue un revolucionario de visión estratégica, en la política, en la economía, en la cultura y en la educación. Bolívar fue el dirigente de la revolución contra la colonia. Santander fue un constructor de la nueva nación.

El siglo XIX preservó la independencia

Colombia fue plenamente independiente durante el siglo XIX. El país no perdió lo que había ganado el 7 de agosto de 1819, a pesar de los peligros y las amenazas de reconquista provenientes desde Europa. Ninguna potencia extranjera retomó el control colonial que había dejado España. Tenía el país que defi nir y defender sus límites nacionales. Era necesario trans-formar la organización colonial. Se imponía la necesidad de una organización estatal. Hacía falta una economía interna. Había que unifi car las constituciones regionales y adoptar una de carácter nacional. Sin una condición defi nida de Estado, resultaba imposible hablar de gobierno y de leyes. A dos siglos de distancia toda esta organiza-ción de país hoy se da por descontada. En ese momento era crucial. Entonces emer-gieron aquellas concepciones que habían permanecido subterráneas o apaciguadas en la lucha por la independencia y proli-feraron los confl ictos. Rápidamente fue descartada la alternativa monárquica propi-ciada por Bolívar y Urdaneta. Y de entrada se planteó como un elemento fundamental la relación del Estado recién fundado con la Iglesia Católica, cuyas raíces provenían de la Colonia. A medida que fueron afl orando las contradicciones y fueron fundamentándose las distintas posiciones frente a la dirección del Estado y a la estructuración económica del país, aparecieron los partidos políticos, el Partido Liberal y el Partido Conservador, cada uno de ellos con posiciones ideológicas que defi nirían el rumbo nacional en medio de luchas políticas y guerras civiles.

Un elemento fundamental de la nueva Nación fue el económico. Debería haber

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tenido prioridad el impulso de la industria-lización que tomaba auge en Europa. Para ello se requerían transformaciones funda-mentales en la agricultura y en la economía artesanal, porque dependía de una acumu-lación de capital que no existía en el país y de la división del trabajo que signifi caba el desarrollo de una clase proletaria, libre de la propiedad privada de medios de produc-ción propia de la artesanía. Tomás Cipriano de Mosquera entendió que para ello era necesaria la transformación radical de la propiedad agraria y, para ello, expropió las tierras amortizadas de la Iglesia que consideraba el obstáculo fundamental para una reforma agraria. Para la acumulación de capital, sin la cual resultaba imposible una inversión en industria capitalista, se imponía abrirle el paso al libre mercado, en ese momento histórico el medio expedito para lograrla. Mosquera, con su ministro Florentino González, rompió la oposición del artesanado, enemigo de la transformación industrial y abrió paso a la acumulación con base en la liberación del comercio. Los avatares procelosos del período de la polí-tica radical entre 1863 y 1880, se convir-tieron en un obstáculo para la consecución de resultados económicos deseables. El advenimiento de la Regeneración dirigido por Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro condujo el país a un estancamiento econó-mico de medio siglo. La industrialización del país se retrasó y vino a desarrollarse en condiciones ya muy desfavorables. A Núñez le aterrorizaba un posible surgimiento del proletariado industrial al que había visto organizarse por toda Europa en sindicatos y huelgas por mejores condiciones de vida.

La alianza política que había logrado Bolívar en la lucha independentista entre enci-

clopedistas, partidarios de la Revolución francesa, demócratas radicales de modelo estadounidense, monárquicos, católicos fundamentalistas, católicos progresistas, se volvió pedazos una vez la Nación tomó su marcha. Quizás ninguna contradicción tan aguda como la religiosa, demarcada por los intereses económicos de la Iglesia, de los terratenientes y el campesinado. Ni siquiera la carta de Mosquera a Pio IX explicándole el sentido de su reforma agraria y manifestándole su condición de católico, lograron impedir su excomunión y la rebelión del Partido Conservador, de los obispos y de los párrocos por todo el país contra la desamortización de las tierras. ¿No fue acaso producto de ello la rebelión del Partido Conservador en la guerra de 1876 contra la reforma educativa de los radicales, cuyos seguidores organizaron los ejércitos con títulos de santos y denominaciones de la Virgen, en una especie de guerra santa? Toda ese levantamiento condujo al triunfo de Núñez, a su alianza con el sector fundamentalista del Partido Conservador dirigido por Caro, a la Constitución del 86, al Concordato con la Iglesia, sobre la base de la recuperación de las tierras, del control absoluto sobre la educación y, por supuesto, sobre la bendición al matrimonio de Núñez con Soledad Román. Núñez derrotó al Partido Liberal en la guerra del 85, lo redujo a la mínima expresión con la ayuda decidida de Caro, impuso un régimen dictatorial y llevó la economía a un estanca-miento secular. Un punto estratégico le dio el triunfo: su oposición fundamental contra el federalismo de los radicales heredado de la Constitución de Rionegro.

Una nota sobre la educación. Cada vez que la política tomó un rumbo contrario al

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anterior, un sector que sufrió de inmediato, fue el educativo. La secularización de la educación de Santander enfrentó todo tipo de embates, fue desmontada y vuelta a establecer una y otra vez. Entre el carácter secular y el control religioso siempre tuvo sus efectos cada guerra y cada gobierno de régimen político contradictorio. La última fue la ya mencionada reforma de 1870 de los radicales liberales. Con la Constitución del 86, el Concordato y la hegemonía de la Iglesia Católica, sucumbió y no vino sino a liberarse de amarras concordata-rias hasta avanzada la segunda mitad del siglo XX. Contra el control ejercido por la Iglesia durante la Colonia vino la reforma de Santander; contra los ires y venires de cada control político surgió la reforma de los radicales; contra el carácter secular Núñez impuso el control eclesiástico por casi un siglo. La educación siempre constituyó un foco de lucha y enfrentamiento entre el Partido Liberal y el Partido Conservador.

De todas maneras, entre 1819 y 1903, la soberanía nacional ganada con la lucha de independencia que se inició el 20 de julio de 1810, se conservó incólume.

La pérdida de Panamá en 1903, una tragedia histórica

La pérdida de Panamá fue la tragedia más grande de la historia nacional. Cien años después ya no sentimos lo que signifi có aquella desmembración. Panamá lleva más de cien años como nación separada de Colombia. Pero su separación tiene que ver con el tema central de la conmemoración de 1810 y de la independencia nacional. Signifi ca un punto de quiebre en las rela-ciones de Colombia con Estados Unidos y

determina una modifi cación sustancial en el carácter de la nación norteamericana, cuando asciende al escenario de la lucha por la hegemonía mundial. Estados Unidos carece en ese momento de colonias y, para competir en el mundo como potencia, se abre camino principalmente en América Latina, gracias al poderío de su capital fi nanciero, pero no pocas veces mediante intervenciones directas de sus fuerzas de ocupación y de apoyo a las dictaduras militares del continente hasta la segunda mitad del siglo XX cuando se convierte en la primera potencia militar de la historia. Fue con ella, y no con Panamá, con la que negoció el gobierno colombiano de Carlos E. Restrepo la entrega de Panamá en el tratado Urrutia-Thompson de 1914.

Al menos ocho personajes que eran o llegarían a ser presidentes tuvieron que ver en la traición que condujo a la pérdida de Panamá. José Manuel Marroquín y Rafael Reyes son los principales, el primero porque miró pasivamente el atraco, y el segundo porque eludió su responsabilidad de retomar el Istmo con el ejército como se lo ordenó el Congreso y se lo exigió la protesta popular. Pero están también, José Vicente Concha, embajador en Washington que no protestó el atentado por conside-raciones diplomáticas; Pedro Nel Ospina, miembro de la comisión Reyes que fue a mendigar la devolución a los traidores panameños; Marco Fidel Suárez, negociador del Tratado defi nitivo Urrutia-Thompson que terminó señalando a Estados Unidos como la “estrella polar” hacia la que debía orientarse este país; Miguel Abadía Méndez, ministro de guerra el impávido Marroquín; y Jorge Holguín y Ramón González Valencia, negociadores de la devolución de Panamá y del Tratado Urrutia-Thompson, respecti-

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vamente. Esta historia lamentable de los presidentes está por escribirse.

Estos son los presidentes, pero faltan los políticos. En la tragedia de Panamá la historia pudo ser diferente. Si el jefe del liberalismo Benjamín Herrera no se rinde en Panamá en 1902 cuando estaba ganando la guerra contra el régimen conservador; o si el ejército colombiano en Panamá defi ende los intereses de la Nación; o si Reyes, como general en jefe del ejército, cumple la misión de dirigirlo para marchar sobre el Istmo; o si los negociadores plenipotencia-rios de Colombia no entregan la soberanía en el tratado Herrán-Hay; lo más seguro es que Panamá hubiera seguido siendo parte del territorio patrio. La principal equivoca-ción del Gobierno colombiano fue considerar que había que entregar el canal a cualquier precio a Estados Unidos, aún a costa de la soberanía territorial. Sin embargo, dos personajes son especialmente responsa-bles de prolongar esa traición, Guillermo Valencia y Rafael Uribe Uribe. Ambos fueron enviados como delegados a la Conferencia Panamericana de Río de Janeiro en 1906, sólo a tres años del despojo.

Ni protestaron allí por la presencia de Estados Unidos, ni utilizaron la diplomacia para unir a los latinoamericanos en la defensa de la soberanía colombiana, ni dejaron constancia alguna por el atentado cometido. Al contrario. El informe ofi cial de la delegación fi rmado por Uribe Uribe termina declarando su “amor” a la delega-ción estadounidense: “Contra los pronós-ticos pesimistas de muchos que auguraban una política egoísta, absorbente e imperiosa de los Estados Unidos de América en el seno de la Conferencia; contra el deseo acaso de

los que en muchas partes la anhelaban, para salir verídicos en sus afi rmaciones antiyan-quistas, la conducta de los representantes de la república del Norte, ha sido inspirada en su conjunto como en el más insignifi -cante de sus detalles, por el más elevado, noble y desinteresado amor al bienestar común. Por ninguna parte ha aparecido la más leve insinuación de imperio, el menor gesto de desdén hacia una nación débil, la más insignifi cante tendencia a benefi ciarse desde el punto de vista comercial, con algún acto impuesto a la asamblea. Dando un hermoso ejemplo del más puro sentimiento republicano, nos han tratado a todos en el mismo pie de igualdad, han hecho uso de una exquisita tolerancia, y en casos en que habrían podido tomar iniciativas incontras-tables, han preferido adherir modestamente a las fórmulas de conciliación. El gran trust panamericano, predicho por algunos, no ha aparecido por ninguna parte. La delegación americana ha dado esta vez el inesperado espectáculo de hacerse amar irresisti-blemente, aun de sus adversarios natu-rales” (Uribe Uribe, Por América del Sur, Biblioteca de la Presidencia de Colombia, Editorial Kelly, 2 vols, Bogotá, 1955, t. I, p. 135). Como premio, el gobierno de Carlos E. Restrepo lo nombraría negociador del fatídico tratado Urrutia-Thompson de 1914 y ese mismo año caería asesinado en la carrera séptima de Bogotá.

Pero muchos colombianos defendieron a Panamá con valentía y consecuencia. Hay que hacer honor a Juan Bautista Pérez y Soto, panameño y senador, que luchó sin descanso contra los gobiernos de Marroquín y Reyes por su traición; a Oscar Terán, panameño y representante a la Cámara, autor de la mejor obra sobre la pérdida de

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Panamá; a Miguel Antonio Caro que hizo una defensa impecable de los derechos de Colombia sobre Panamá en el Congreso de 1903; a los senadores que improbaron el Tratado Herrán-Hay; a los miembros de la sociedad La Integridad Colombiana fundada por Fabio Lozano Torrijos para defender la soberanía de Colombia sobre Panamá; a la Asamblea de Panamá que votó en contra de la separación; al general Diego Ortiz con su contingente listo en la aldea chocoana de Titumate a recuperar por tierra el terri-torio perdido; a los indígenas de San Blas en Panamá que se unieron al ejército de Titumate; a Diego Mendoza, nombrado embajador en Washington por Reyes, pero destituido y perseguido por defender los intereses colombianos. Y también honor a los 100.000 voluntarios que se alistaron en el ejército de liberación; a Pedro A. Cuadrado y Eleazar Guerrero, prefecto y alcalde de Colón que se negaron a colaborar con los nuevos amos; y al pueblo de Bogotá que se amotinó contra Marroquín; y a los de Barranquilla y Magangué que se levan-taron a su paso contra todos los traidores: Pompilio Gutiérrez (general de la República que prefi rió seguir a Cuba por unos novillos y no dirigir la tropa acantonada en Colón); Cortés (delegado por Reyes para fi rmar el tratado Cortés-Rooth); Vásquez Cobo (que como ministro de guerra de Marroquín persiguió a los manifestantes y buscó al delegado gringo a su paso por Barranquilla para congraciarse con él); Antonio José Uribe, Suárez y Uribe Uribe (negocia-dores del tratado Urrutia-Thompson que negociaron a Panamá por 25 millones de dólares y la entrega del subsuelo petro-lero). El movimiento popular por la traición que sobrevivió a los gobiernos de Reyes, Concha, Suárez y Ospina, logró aplazar la aprobación de la entrega de Panamá hasta

1924, fecha de su reconocimiento como nación independiente.

Ya Panamá no es Colombia. Pero su robo por Estados Unidos inicia la historia de un país que se convirtió de vanguardia de la revolución democrática en 1784 con su independencia de Inglaterra, en un imperio que impone su hegemonía con el capital y la fuerza de las armas por todo el mundo. Y en Colombia, su pérdida progresiva de soberanía durante el último siglo.

¿Y la independencia en la primera mitad del siglo veinte?

El robo de Panamá por Estados Unidos dividió en dos la historia moderna de Colombia, como lo había hecho un siglo antes la independencia de España. Todos los detalles de este acontecimiento tras-cendental para la historia contemporánea así lo prueban. De ahí en adelante el problema de la soberanía se convierte en la piedra de toque del devenir histórico nacional. Cada acontecimiento funda-mental del último siglo queda referido a la preservación o no de la independencia, conquistada en 1819 y sostenida hasta 1903. La construcción de la economía, la estructura política, las reformas constitu-cionales, los confl ictos internacionales, el desarrollo social, las ideologías, apuntan a una relación fundamental, la de la entidad de Colombia como Nación independiente. Primero fue la conclusión del confl icto sobre el canal. Segundo fue la modernización de la economía. Tercero fue la explotación de los recursos nacionales. Cuarto fue el confl icto mundial contra el fascismo. Quinto fue la contradicción antagónica entre el Partido Liberal y Conservador a punto de guerra

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civil. Pero lo que determina y defi ne la inde-pendencia y la soberanía desde entonces, es la relación de Colombia con Estados Unidos. Y así es para toda América Latina.

Teodoro Roosevelt fue quien definió el carácter de Estados Unidos en el siglo XX. Al incluirle un corolario a la Doctrina Monroe, el Corolario Roosevelt, según el cual se destinaba a proteger los ciudadanos y los negocios de los estadounidenses en el hemisferio, ya no constituía una defensa de los americanos contra la reconquista europea, sino la constitución de una América para los norteamericanos. Hubo otro Roosevelt, Franklin Delano, quien con la política del buen vecino, intervino lo mismo que los presidentes anteriores, Taft, Wilson y Hoover. Se tomaron a Cuba, instalaron allí a Batista –al que Roosevelt llamaría “esa fi gura extraordinariamente brillante y hábil”–, en República Dominicana a Trujillo, en Nicaragua a Somoza, invadieron a México en 1914 y 1920, tramaron el asesinato de Sandino, apoyaron las dictaduras de Vene-zuela, Argentina, Chile y Brasil y convir-tieron a Haití en un protectorado. Fueron más de veinte intervenciones directas antes de la Segunda Guerra Mundial. Esgrimieron todos los motivos imaginables. Pasaron del argumento de la seguridad nacional al de la defensa contra el fascismo de Mussolini y Hitler. Combinaron las intervenciones directas con la adecuación de las economías latinoamericanos a las necesidades de la importación de capital. Para ello utilizaron la misión Kemmerer por varios países de América Latina –dos veces en Colombia–para estructurar las economía a las necesi-dades del capital fi nanciero estadounidense. El mismo Franklin D. Roosevelt lo confe-saba: “Los bancos de New York, ayudados

por los viajes del Profe¬sor Kemmerer a varias repúblicas, obligaron a la mayoría de éstas a aceptar empréstitos innecesarios a tipos exorbitantes de interés y pagando fuertes comisiones.” Colombia tendría que declarar una moratoria de la deuda por menos de doscientos millones de dólares que puso al país en peligro de una invasión por presiones de los Tenedores de Bonos Extranjeros de Estados Unidos. A eso se le llamó la “danza de los millones”, en lo que terminó la fórmula de Kemmerer. En estas condiciones, sólo nos libraría de una inva-sión la crisis económica del país del Norte.

Colombia se sometió a la estrategia expan-sionista de Estados Unidos de 1903 a 1942. Entregada Panamá sin pena ni gloria por veinticinco millones de dólares, cada uno de los gobiernos siguientes se orientó a buscar la mejor adecuación del país al ingreso del capital estadounidense en todas las formas. Estados Unidos buscaba comercio de mercancías, exportación de capitales, materias primas y petróleo. El presidente Suárez defi nió la política exterior con su famoso “Respice Polum” –miremos hacia ese país del Norte que nos llenará de benefi cios–. Pedro Nel Ospina iniciaría la famosa “danza de los millones” con la bolsa de Nueva York dirigida a una modernización adecuada a las necesidades de inversión norteamericana. Abadía Méndez defendería a la bananera United Fruit Company contra los trabajadores pagados con sueldos mise-rables. Olaya negociaría desde su embajada de ocho años en Washington la entrega del petróleo. López Pumarejo mejoraría aún más las condiciones de las petroleras y fi rmaría el primer tratado de Comercio con Estados Unidos en 1935 que atentaba contra la incipiente industria nacional, a

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cambio de unos centavos en el precio del café. López se ajustó a la medida de los tratados de comercio defi nidos por la Ley de Convenios Comerciales aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1934, a la que de inmediato se ajustarían también Cuba, Brasil y Argentina. Colombia le dio el tratamiento de “nación más favorecida”, redujo al mínimo las tarifas aduaneras a los productos estadounidenses y liberó los impuestos proteccionistas de los productos exportados. No sería sino el ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial en 1942 lo que impediría el funcio-namiento pleno del Tratado. Pero en 1949 el ministro de hacienda de Ospina Pérez, Hernán Jaramillo Ocampo, declararía nulo este tratado por considerarlo depredador de la economía nacional.

Colombia no sufrió exclusivamente el embate de Estados Unidos por actos de interven-ción directa y de dominación económica. El sector del Partido Conservador dirigido por Laureano Gómez se convirtió en un defensor de las ideas fascistas de moda en Europa desde el ascenso al poder de Mussolini en Italia después de la Primera Guerra Mundial. A Gómez le tocó el ascenso de Hitler siendo embajador en Alemania y quedó fascinado con las ideas del nacional socialismo. Rápidamente el fascismo se expandió por Europa: Austria, Hungría, Polonia, Rumania, Bulgaria, Grecia y llegaría al Japón. Y en América Latina tomaría fuerza en Brasil, Argentina, Paraguay y Chile. El periódico El Siglo asumió el papel de promotor del fascismo europeo. El Partido Conservador quedó dividido entre los fascistas y los pronorteamericanos. Ese fue el enfren-tamiento entre Gómez y Mariano Ospina Pérez. Y de allí surgieron las amenazas del

laureanismo contra los gobiernos de López Pumarejo, de intentos de guerra civil, que terminarían en la renuncia de López en 1945. Allí se pueden encontrar las raíces del enfrentamiento del Partido Liberal contra el gobierno de Laureano Gómez en 1950, de carácter corporativista, militarismo, poder absoluto, arbitrariedad, antiparlamento y personalista.

En estas condiciones estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939. Pero Estados Unidos no entró sino después del ataque de Japón a Pearl Harbor en 1942. América Latina se dividió entre los países que apoyaban a los aliados en la guerra y los que defendían la neutralidad exigida por Alemania. Contra la férrea oposición del fascismo criollo, el presidente Eduardo Santos alineó el país con los aliados, ya al fi nalizar su período. Siempre había estado en su carrera política, desde su apoyo al gobierno republicano de Carlos E. Restrepo, con Estados Unidos. Y había apoyado toda la política de modernización imperialista de los gobiernos conservadores. Durante su gobierno continuó la entrega del petróleo a las multinacionales estadounidenses. Su paso del liberalismo al republicanismo y de este de nuevo al liberalismo, contribuyeron a las divisiones del Partido Liberal en este período, principalmente enfrentado con el lopismo. De todas maneras, Estados Unidos quedaría absorbido por su lucha en Europa y el Pacífi co durante la guerra.

La primera mitad del siglo XX es el período de una modernización que adecua el país a las condiciones del dominio de Estados Unidos sobre Colombia y determinan la pérdida progresiva de la independencia que comenzó en 1810.

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Una mirada al presente y el futuro de Colombia

Esta mirada a la historia del bicentenario de la independencia en doce entregas conduce a una pregunta fundamental: ¿Por qué Colombia sigue siendo hoy un país subdesarrollado? Y esta pregunta conduce a un examen del atraso económico de la Nación, al proceso de ́ desindustrialización´ progresiva que sufre Colombia, al atraso inmisericorde del campo, a la pavorosa concentración de la propiedad agraria, a la ausencia total de una industria de bienes de capital y alta tecnología, a la persistencia de la pobreza de la población hoy en un 60%, a los escandalosos niveles de miseria hoy en un 20%. Hace cincuenta años China era uno de los países más pobres de la tierra, sin comparación con Colombia y lo mismo India sumida en la hambruna. Hoy son dos potencias económicas. Hoy compiten con Estados Unidos, Japón y la Europa desa-rrollada.

¿Por qué a Colombia no le sirvió la inde-pendencia para convertirse en un país desarrollado y próspero? Pueden darse innumerables respuestas a este interro-gante fundamental. Pero queda clara una cosa. Quienes han dirigido el país en el siglo XX fracasaron. Ni el Partido Conservador hasta 1930, ni el Partido Liberal hasta 1945, lograron sacar el país del atraso. La segunda mitad del siglo XX y lo que va del siglo XXI, del Frente Nacional en adelante, han experimentado enormes transformaciones económicas y sociales, pero ninguna ha sido sufi ciente para sacar el país del atraso económico. En agricultura el país no alcanza a alimentar su población. En industria no hay una sola empresa nacional de bienes

avanzados de capital. En comunicaciones depende del capital internacional. En trans-porte acabó con el ferrocarril en lugar de modernizarlo. Sus vías de comunicación –primarias, secundarias y terciarias– son deplorables. Sus recursos naturales –petróleo, carbón, minería– entregados al capital extranjero en condiciones de expro-piación. Su banca convertida en el más puro capital fi nanciero y, parte de ella, en manos de capital internacionalizado. El país tiene que preguntarse qué es lo que ha pasado aquí.

Desde 1951, cuando el Banco de Recons-trucción y Fomento –después Banco Mundial– elaboró el primer plan de desa-rrollo, el llamado plan Currie, cada gobierno ha presentado uno cada cuatro años. Sin mucho esfuerzo intelectual, resulta sencillo el análisis del término “de desarrollo” para descubrir que no ha signifi cado sino planes de endeudamiento externo. Antes de 1951, la deuda externa del país no pasó de los doscientos millones de dólares escasos que condujo a la famosa moratoria y a la amenaza de invasión por parte de los Tenedores de Bonos Extranjeros de Estados Unidos y que impuso la presidencia de Enrique Olaya Herrera, como quedó consig-nado en la Circular Especial del Departa-mento de Comercio de Estados Unidos. Resuelta la moratoria y pasada la Segunda Guerra mundial, el endeudamiento se dispara en una forma alarmante. Comienza en la década del cincuenta. Pero es el Frente Nacional, con el acuerdo bipartidista antide-mocrático, durante el cual el país se alinea en forma irrestricta con Estados Unidos en su lucha por la hegemonía mundial, lo que dispara el endeudamiento y la sumisión a los organismos internacionales de crédito en

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la orientación de la economía nacional. Para 1985 alcanzaba la suma de 8 mil millones de dólares. En 1990 ascendía a 18 mil millones de dólares. Veinte años después, llega a la inalcanzable suma de 55 mil millones de dólares. Con el dólar a mil ochocientos pesos, tal como está hoy a mediados de 2010, equivale a 100 billones de pesos; pero si estuviera a dos mil, ascendería a 110 billones de pesos; y si llegara a tres mil pesos, quedaría en la astronómica suma de 165 billones de pesos. Estaría en niveles entre el 30% y el 50% del producto interno bruto del país. Una barbaridad.

La esencia de la economía mundial domi-nada por diez o doce países, consiste en garantizar la exportación de capitales y de mercancías elaboradas desde allí con tres propósitos fundamentales, el de contra-rrestar el bajo rendimiento del capital, el de resolver ese “sísifo” económico de la superproducción industrial que padecen y el de aprovechar la mano de obra barata de los países subdesarrollados. Los organismos internacionales de crédito –llámense Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, Agencia Internacional del Desarrollo, Banco Interamericano de Desarrollo– cumplen el papel fundamental de apretar el cumpli-miento de las políticas económicas, sin el cumplimiento de las cuales los países subdesarrollados se convertirían en los competidores de los poderosos. Durante la crisis de la década del 80 del siglo pasado, quedó claro que los países de América Latina estaban transfi riendo capital, por este proceso, a los países desarrollados y sufriendo un proceso de pauperización inocultable. Así se cumple el mito griego de un eterno retorno, los países dominantes de la economía mundial impulsando un desa-

rrollo económico sufi ciente de los países pobres, única forma de poder exprimir las riquezas y el capital, pero impidiendo por medio de instrumentos económicos y no económicos su conversión en competi-dores. Hace un siglo, en momentos de una transformación de la economía mundial y de la aparición de nuevas potencias, Lenin denominó ese fenómeno “imperialismo” o la transformación del colonialismo directo de los siglos anteriores en el del dominio indirecto basado en el capital fi nanciero, un poder que se separa cada vez más de la producción y exprime las economías atrasadas. En Colombia, Estados Unidos lo preparó sistemáticamente por medio siglo, lo ha disfrutado otro tanto y lo ha aplicado en forma minuciosa con el apoyo abierto y decidido de la dirigencia política y económica.

No se entiende cómo este país tiene que importar diez millones de toneladas de alimentos. El caso del trigo, un alimento esencial para la vida humana, es de un dramatismo histórico pavoroso. Por la Alianza para el Progreso de los años sesenta del siglo pasado, Estados Unidos le impuso a Colombia la importación de sus excedentes de grano. Argumentaban los gobiernos y los técnicos que el país no podía producir buen trigo y en condiciones de buena renta-bilidad. Se convirtió en importador neto de trigo. De la sabana de Bogotá, que era una despensa alimenticia, desapareció el producto en menos de diez años y fue reem-plazado velozmente por cultivos de fl ores y el país llegó a ser un gran exportador de adornos fl orales en lugar de productor de alimentos. Cuando la extinguida Unión Soviética afrontó la escasez de trigo a fi nales de los años ochenta y tuvo que someterse

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a las condiciones de su contrincante estra-tégico –Estados Unidos– para alimentar su población, las condiciones de precios relativamente favorables del trigo desapa-recieron. Y Colombia ya carecía entonces de trigo para reemplazar las importaciones. Ha ido pasando igual fenómeno con otros productos, o porque han desaparecido y hay que importarlos o porque se han fi rmado acuerdos de importación en detrimento de los productores nacionales. Un caso dramá-tico es el arroz. Pero han ido esfumándose el algodón, el sorgo, la solla, el cacao, el maíz, la cebada y hasta hemos empezado a importar el mismísimo café. No se diga nada en caso de que se llegue a aprobar el TLC en el Congreso de Estados Unidos, con el que se derrumbaría así mismo el resto de la agricultura, se afectaría la producción de pollos, cerdos, ganado de carne y casi todo el campo. Es que se está convirtiendo Colombia, un país agrícola, en un país sin alimentos y sin materias primas prove-nientes del campo.

Esto no fue lo que se propusieron los grandes combatientes de la Independencia. Nos sacudieron del yugo colonial con el propósito de hacer un país próspero capaz de satisfacer las necesidades de su pobla-ción y con niveles de vida adecuados a una vida humana digna. Los últimos sesenta

años de historia nacional –para ponerlo en términos más concretos– desde el asesinato de Gaitán, nos han dejado en el subdesa-rrollo, nos han mantenido en la pobreza, ha aumentado la dependencia del extranjero en todo tipo de recursos, ha caído el país en manos del sector fi nanciero improductivo, hemos entregado la soberanía a pedacitos, la independencia ha quedado despedazada.

Pero no soy pesimista. A todos los grandes imperios les ha llegado su hora de deca-dencia y caída. Eso también les pasará a los dominantes de hoy. Países sumidos en la miseria y la desgracia se han levantado y han salvado su gente. Si Bolívar y Santander y Nariño y Torres y tantos combatientes creyeron en el futuro, no cedieron un ápice en sus principios de soberanía, no nego-ciaron con el enemigo, entregaron todo por salvar su patria, derrotaron la primera potencia mundial de entonces, tiene que estar viva la esperanza y tiene que estar fi rme la decisión de hacer de Colombia una patria soberana y próspera. El estudio de la historia no consiste en satisfacer un prurito intelectualista, sino en aprender de ella para no repetir los fracasos y proseguir los éxitos. Este ha sido el propósito al escribir estos doce ensayos sobre el Bicentenario del grito de independencia de 1810.

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Celebro que se tengan 200 razones para hablar, con júbilo patrio, del Bicentenario de la Independencia.

Tengo, empero, una, dos o tres razones que ponen en tela de juicio el entusiasmo que ustedes transmiten en su mensaje. No deja de ser un chiste cruel o una ironía que a cerca del 75% de las nuevas generaciones les resulte indiferente esta celebración o que todavía casi la mitad de la pobla-ción colombiana no sepa, no quiera o no pueda, evaluar con justeza si la separación de España fue un acontecimiento positivo para Colombia. Esto, en realidad, no solo deprime, sino alarma y hasta escandaliza. La encuesta del entusiasmo patriótico la pueden consultar en la Separata de “El Tiempo” sobre “El Bicentenario”, del 20 de Julio del 2010.

Profesor de la Facultad de Comunicaciones, Universidad de Antioquia. Esta es la carta que envié a la organización “Yo creo en Colombia” como respuesta a su campaña de “200 razones para celebrar el Bicentenario”. Entre las razones de exaltar la colombianidad se encuentran: “El talento de Juanes con sus 18 millones de copias vendidas” o “La laguna de Cocha, la segunda más grande de Latinoamérica” y así. Este folclorismo yuppi rebozó mi paciencia, y reprimiendo mis bajos instintos de demandarlos por infamia ante el tribunal de los idiotas, es decir, conteniéndome de algún otro absurdo, decidí redactar estas líneas. Confío en que sean de provecho público, ante el irresponsable silencio de los académicos, intelectuales y científi cos sociales sobre la celebración del Bicentenario. Que el gobierno haya abusado de la buena fe y violentado la inteligencia media de sus súbditos, se entiende. Se entiende y menos se soporta la complicidad generalizada de las comunidades académicas y universitarias ante la anti-patriótica, anti-nacional y anti-social conducta del gobierno y sus agentes o secuaces en esta fecha de magna importancia para los colombianos. El mal sabor, la agriera espiritual que produce esta forma de celebrar, es decir, de mofarse de la celebración o de anti-celebrar, nos impulsa a sentirnos excolombianos. Esta celebración de apátridas es el último regalo cargado de hiel para culminar, en una apoteosis-anti-clímax, con que se despide este mandatario salido del Ubérrimo-Salgar para que no se nos olvidé, por otra razón, su lugar (un lunar) en la historia y sus consecuencias en esta tierra del olvido.

¿CELEBRAR LOS 200 AÑOS DE INDEPENDENCIA?¿QUÉ HAY QUE CELEBRAR EN ESTE BICENTENARIO?

Juan Guillermo Gómez García*

También pueden hacer un somero recorrido por muy diversas etnias y resguardos indí-genas (hay más de 900) y otros sectores de la población como afro-descendientes, Palenques u organizaciones negras, y preguntar a sus pobladores y miembros qué celebran, por qué motivo y cuáles son los benefi cios de 200 años de libertad repu-blicana, y seguro que la respuesta de ellos no coincide con las equívocas exaltaciones del Señor presidente. La caricatura de su celebración contrasta, téngalo por seguro, con la protesta colectiva y el sentimiento de estafa histórica que le ha deparado la pomposa república.

La Independencia fue un complejo e intri-cado proceso histórico, socio-cultural y jurídico-constitucional, que muy difícilmente puede ser comprimido en sus múltiples y

Se entiende y menos se soporta la complicidad generalizada de las comunidades acadé-micas y universitarias ante la anti-patriótica, anti-nacional y anti-social conducta del

gobierno y sus agentes o secuaces en esta fecha de magna importancia para los colombianos.

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contradictorios principios y consecuencias, en entusiastas lemas o slogans propagan-dísticos. He podido constatar a lo largo de este año, en diversos foros de historiadores y en actos ofi ciales y no ofi ciales; he leído lo que le redactan a la Ministra de Cultura; he puesto cuidado a la fraseología de goberna-dores y alcaldes; y en realidad, la impresión es entre deprimente y poco aleccionadora.

Creo que el primero que atentó o cons-piró contra el Bicentenario fue el propio gobierno. Creo que el gobierno de Uribe Vélez desperdició, a sabiendas y conscien-temente, la gran ocasión de trazar unos derroteros nuevos, con contenidos críticos, pedagógicos, populares, sobre las Indepen-dencias, con un espíritu generoso, de aliento continental, a la altura de las demandas políticas, las exigencias metodológicas y sobre todo la refl exión socio-cultural perti-nente, de esta fecha magnífi ca. Sé que conscientemente rechazó o desperdició el presupuesto ofrecido por España, y lo que es más lamentable: se ha visto empe-ñado seguir deteriorando los lazos entre los países vecinos que fueron gestores, copartícipes y hermanos en las luchas de la Independencia. Ha querido romper, con una furia intestinal, lo que la historia, política, social y culturalmente, labra en su silen-cioso tejer y destejer, en esa gran madeja de lo cotidiano y lo trascendental que une, pero también hace odiar a los vecinos, a las naciones hermanas, a las potencias en pacífi ca u hostil relación.

Creo, por otra parte, que a los historia-dores, a los profesionales de la historia formados en las universidades les cabe una responsabilidad grande en este estado de indiferencia colectiva, incluso de confusión

que rige la pregunta o enigma de nuestra Independencia. La historia nacional no ha estado a la altura de sus demandas, en el sentido de que responda a esos retos de la masifi cación efectiva de conocimientos y que haya dispuesto de una estrategia consecuente para traducir sus avances —que los hay— en este tema a la inmensa población colombiana. Ella sigue, como lo muestra El Tiempo, en su guarida de indi-ferentismo sin que se sacudan o despierten sus deseos intelectuales y se dé a su voluntad de saber un alimento histórico provechoso.

El hecho mismo de que el Ministerio de Educación haya impulsado una campaña de 200 preguntas para 200 respuestas, en la forma como lo realizó (como sacada del Catecismo contrarreformista de Astete), es salirse por la tangente o contestar a la manera de chiste coloquial que habla de la mosca del moco del elefante al inte-rrogarse sobre las peculiaridades de los paquidermos. Esta campaña está a la altura ínfi ma de lo que se quería entregar. Empezó en un ínfi mo nivel, siguió así y no es difícil prever mejor provecho al término del año. Saber si en la época de la Independencia se comía huevos fritos o tamal asado puede llegar a tener un valor arqueológico y etno-gráfi co. Pero quedarse con una respuesta simple, es fomentar justamente un pensa-miento dogmático, que se satisface con la fragmentariedad sin más, sin el esfuerzo de la comprensión del proceso ni menos la fuerza de la exposición que lo eleva más allá de un pregunta insulsa. Este es el método que anticipa, en su vacío, el terror y la forma más necia de enseñar y aprender, por tanto, historia. Inmediatamente se recibe la respuesta, se invita al olvido de la misma, se

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le quita todo interés o sentido a la pregunta y a la respuesta, es decir, al sentido de preguntar y el valor de la respuesta. Al no enseñar a preguntar se desvirtúa el sentido del responder.

La única producción visible, comercialmente a la mano, es la de Diana Uribe, la indepen-dencia contada por el talento histriónico en versión para los “parceros”. Anunciada en el libro y los CD como “la mejor historiadora de Latinoamérica” hace pensar en la super-jueza de familia del continente “Laura en América”, es decir, dos modelos afi nes de hacer justicia popular, de pegar en amplios sectores con una facilismo que raya en la vulgaridad, o que es vulgar porque abusa de la ignorancia, que hace de la ignorancia colectiva el pasto rentable de sus artifi cios mediáticos. A los historiadores les cabe su responsabilidad, piensen ellos lo que quieran al respecto, porque no han hecho el balance de este fenómeno. Diana Uribe, en fi n, no hace historia ni académica ni anti-académica, sino que sus producciones copan los espacios públicos que no han sido, ni han podido o querido ser copados por colegas profesionales de un estilo decoroso y con consecuencias sociales efectivas. El problema de la relación entre la ciencia académica histórica y los medios, o mejor entre producción científi ca y formas de divulgación masiva, escapa desconsidera-damente a los entes responsables, a los medios de comunicación, a las entidades del Estado y a los círculos o comunidades acadé-micas, que ven con soberana indiferencia o con una despreocupación vergonzosa la difusión de contenidos y formas de hacer “historia popular”. Esta manera de celebrar el Bicentenario es una irresponsabilidad con la fecha simbólica y una irresponsabilidad

con el saber que los mismos historiadores, seria y laboriosamente, hacen en las univer-sidades y academias de historia.

Un muy somero repaso de estos aconteci-mientos o el proceso no sobra en ninguna oportunidad. La independencia de Colombia, que, en realidad, se inscribe en el marco de un ciclo de crisis continental (de la “América española”), no puede comprenderse, coyunturalmente, sin los acontecimientos que llevaron a la abdicación de Fernando VII y Carlos IV a favor de Napoleón, como nuevo monarca de España y sus colonias, en mayo de 1808. Este dramático aconte-cimiento removió el piso de la legitimidad monárquica, en un principio, pero a la vez, puso en evidencia la larga decadencia del Imperio hispánico, que todos los observa-dores inteligentes pudieron constatar a lo largo del siglo XVIII. La anterior poderosa monarquía española declinaba ante el nuevo dueño de Europa, el corso plebeyo Bonaparte, en medio de deshonrosas y bochornosas escenas que comprometían la vida moral de la corte y su propia legiti-midad real. Basta pensar que ya el pueblo madrileño había expresado la impopula-ridad de Carlos IV, con el asalto poco antes al Palacio de Aranjuez, en donde vivía el detestado Godoy, amate de la reina, que ostentaba el título de “Príncipe de la Paz”. Este personaje vanidoso había acelerado o ahondado la desazón de la plebe española, y el golpe mortal para el orgullo hispánico dado por Napoleón, en las personas de los monarcas, Carlos IV y Fernando VII —padre e hijo que, entre otras cosas, se detestaban cordial y mutuamente y habían conspirado uno contra el otro sin rubor— no ofrecía un consuelo, una guía moral en medio de las tinieblas en que se veían hundidos. A la

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invasión militar se agregaba una bofetada indigna, que no era fácil digerir.

Tampoco era aleccionadora la conducta errática de las capas superiores que deci-dieron tomar, temporal y confusamente, el toro por los cachos, y orientar a la nación española por un camino de emancipación contra el usurpador francés. Las escenas de incompetencia, de celos entre sus miembros y su incapacidad de manejar la situación se puso una y otra vez de manifi esto en los dos años siguientes. Los representantes ingleses ante la Junta de Sevilla dieron informes contundentes sobre esta soberbia mal llevada de los ineptos españoles, en su afán de protagonismo infundado.

Con todo, cabe a este enorme desconcierto el haber echado mano de un recurso jurí-dico inusitado para la ocasión: recurrir a un sistema de representación —aparentemente popular—, la institución de las juntas, para salvar de paso el enorme vacío de la ausencia de su legítimo monarca. La historia de este movimiento jurídico ha llamado poderosamente la atención a los historia-dores e intérpretes de la historia española, desde estos orígenes de su modernidad política hasta el presente. Este movimiento juntista está preñado, como todo lo español, de elementos atractivos, de una gran ambi-valencia y de una irresolución sobre sus bases teóricas, que lo hacen tan dinámico, potente y a la vez desconcertante. Las juntas se proclamaban autoconstituidas, con sabor popular, mientras venía el monarca. Aquí la modernidad constitucional quedaba anclada o predispuesta o condicio-nada al pasado monárquico (no fue así en Francia, cuyo movimiento revolucionario fue impulsado por la burguesía con un sello

anti-feudal preciso), sin que estos repre-sentantes de “lo nuevo” fueran capaces de advertir los resortes de su modernidad y sin que el monarca llegara _en su exilio o encarcelamiento_ a comprender o aprobar abiertamente el asunto. Por este camino se llegó a la convocatoria de una Asamblea constituyente o Cortes, que sesionaría en Cádiz, por un laberinto de circunstancias, tendencias ideológicas y avatares que no cabe aquí sino aludir. Basta leer el primer ciclo novelístico de los “Episodios Nacio-nales” del extraordinario canario-madrileño Benito Pérez Galdós para adentrarse en el espíritu de la época, en una transición inde-cisa, de salir y no salir de la servidumbre del Ancien regime; de salir y no salir, para salir de ella, en parte, y volver a caer en su oscurantismo al regreso de “El Deseado” Fernando VII, seis años después.

Si este movimiento constitucionalista nace al despecho de la monarquía y con el fi n de satisfacer el impulso medio-reprimido de las élites españolas, que empiezan a conocer los bienes de la libertad de expresión —piénsese no más que aparece la primera manifestación de la prensa libre en el “Semanario Patriótico” de Quintana y Blanco White, en Sevilla—, también es cierto, y más claro sobre todo, que el pueblo español se mostró heroico a la hora de organizarse para defender su patria contra el invasor.

Nacen las guerrillas, de paso, con este movimiento popular. Las guerrillas en un sentido pleno y moderno, las misma guerri-llas que van a componer, en su sentido prístino, los movimientos independentistas en Hispanoamérica, y las mismas guerrillas españolas que se van a deformar, en el curso del siglo XIX, no por obra de Lenin o

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Mao (que no existían), sino por obra de la ultra-derecha, del ultramontanismo, que alimenta a los llamados “carlistas”. Pero es este ejército popular, o mejor, dicho, el espontáneo y medio organizado fl ujo de hombres de todas las capas y condiciones que se unen al ejército español, dirigido por Castaños, para enfrentarse a los invenci-bles de Napoleón. Napoleón fue derrotado en España; en Bailén se consuma el acto de resistencia más pasmosa de la moder-nidad española, cuya lecciones apenas pudo asimilar Napoleón mismo —quien también había sido derrotado por los “pigmeos” haitianos y que luego va a ser derrotado por los “gigantes” moscovitas, pueblos todos “subdesarrollados”— en una batalla insólita. Por eso va llamar la resistencia como “Esta maldita guerra de España”. Hay apenas que recordar que Napoleón había vencido a los prusianos, hacía menos de un año, en la batalla de Jena-Auestädt, que marcaba el ápice de su gloria militar.

La historia tiende a no mentir. Así como los improvisados republicanos franceses habían derrotado en los campos yermos de Valmy años antes (1792) a los ejércitos de las monarquías europeas, coaligadas, así el mísero y sufrido pueblo español derrotó a Napoleón, hizo comer no solo tierra árida de Andalucía, sino agua envenenada, cabras envenenadas a los invasores. Este heroísmo español, fuente de su nacio-nalismo moderno, entre valiente y anti-moderno, es una lección impactante que nosotros los hispanoamericanos no pudimos apreciar en sus dimensiones grandiosas por la carga de resentimiento —muy legítimo, es verdad— con que presenciamos esas escenas de valor, abnegación y defensa de la patria invadida. Y no pudimos hacerlo

porque ese mismo ejército quiso que noso-tros comiéramos el polvo de nuestros llanos de esa misma manera, como lo hizo Boves, años después, al mando de los “pardos” (fue el origen del malalado decreto de Bolívar de “guerra a muerte”).

Este trasfondo que anticipa y determina, de todas maneras, la crisis que va a precipi-tarse; la acompaña, muy de cerca, y luego él toma su vida autónoma, gracias y en razón de la peculiar circunstancia en que se movían los pueblos hispanoamericanos, del Virreinato de la Nueva España (México) al Virreinato del Palta (Argentina y Uruguay). Estas circunstancias están condicionadas o en estrecha relación con una estructura social, de fuertes contrastes socio-raciales, que a finales del siglo XVIII, se iban poniendo cada más irritantes. Es clásico el cuadro de esta estructura de clases que nos ha legado Alejandro de Humboldt, y que se puede resumir fácilmente. Se trata de la composición desigual de razas, en una especie de pirámide social, más o menos cerrada, en que gobierna una muy reducida capa peninsular, seguida por los criollos (entre ellos menos de 20% de la población). Lo importante no es que esta estructura desigual social-racial ofrezca esa imagen de un cono de base ancha de color o colores, sino que los elementos integrados se han visto particularmente afectados por un raro dinamismo que venía acompañando esa estructura. La misma dinámica social, alentada por el crecimiento de la economía, había predispuesto abrir los mecanismos de ascenso, pero a la vez hacerlos cada vez más intransitables, por el número cada vez más elevado de personas que pretendían escalar por esos pasadizos o canales nada democráticos o transparentes de ascenso

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social. No solo los criollos pujaban contra los peninsulares asentados o residentes, sino los mestizos contra los criollos y así, en una larga cadena de confl ictos sordos.

Era una sociedad, pues cerrada, o semi-cerrada, que estaba alentada por una presión por todos sus fl ancos, de arriba a abajo, y viceversa. Blancos peninsulares y blancos criollos formaban la cabeza; a ella le seguía un capa de mestizos, de diversas condiciones; y en la base se confundían negros, mulatos, zambos e indios, con sus respectivos matices, tonos y condiciones bajas, desperdigados por inmensos terri-torios casi inhabitados (el territorio de la hoy Colombia contaba con algo más de un millón de habitantes). Unos países habían experimentado mayor mezcla; otros menos, pero el patrón general, en la América espa-ñola, era la de una minoría privilegiada, que contrastaba con unos sectores medio y bajos de muy diverso origen. El abismo era notorio, social, racial, cultural, regional, educativo, político... etc. El abismo o, mejor, los abismos de todo orden.

Sin duda fue de los sectores criollos, es decir, de las élites socio-raciales y de privilegios, de donde partió el movimiento independentista. Basta hacer un listado de quienes redactaron los documentos de independencia para concluir sin esfuerzos que se trataban de personas que, en su gran mayoría, pertenecían a las clases privilegiadas, que eran blancos o presumían serlo, que eran egresados o salidos de los colegios y universidades, en cuyos estatutos se excluían los hijos de “razas infames”, que eran los grandes comerciantes, los grandes hacendados, los grandes mineros, la “crema y nata” de la sociedad colonial. Es impor-

tante subrayar esta condición, pues ella predeterminó no propiamente una intención de exclusión de su “república aérea” de las clases o castas bajas, sino que presupo-nían que ellas eran no solo tributarias de ese movimiento sino que se iban a ligar a él sin mayores resistencias. Razón tenía un importante sociólogo alemán, Simmel, cuando anotaba que los criollos americanos tenían envidia de los peninsulares, pero que era mucho más el desprecio que sentían por las castas negras e indias, para hablar sin más de igualdad. Este acendrado prejuicio socio-racial (que de ningún modo podemos decir que se ha extirpado entre nosotros hoy) ha subrayado uno de los más notables historiadores de la Independencia hispano-americana, John Lynch, determinó muchas de las contradicciones y rechazos, incluso, por parte de los criollos americanos contra los movimientos de la independencia. Fue el caso, más notable, en México y en Perú.

Si se suma a esa condición —una sociedad profundamente desarticulada, sin una cohe-sión socio-cultural— los acontecimientos que habían conmocionado a las élites en las décadas anteriores, como los movi-mientos comuneros en la Nueva Granada, pero sobre todo el movimiento de Gabriel Tupac Amarú y luego, más recientemente, el levantamiento de los que llaman los “jacobinos negros” en Haití, que habían expulsado a los blancos de la isla, al son de la Marsellesa, se puede tener un cuadro “tétrico” sobre el futuro de Hispanoamérica. Y aquí se desprende una lección socioló-gica tras esos acontecimientos históricos, lección que viene acompañando nuestra historia de sobresaltos desde “El Manifi esto de Cartagena”. Al hablar de lección, no se está aludiendo a una regla fi ja, a una

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determinación fatalista, sino a una refl exión profunda de dimensiones antropológicas y sociológicas a la vez. Esta lección está inspirada por las circunstancias, por la experiencia, por el conocimiento que Bolívar tenía de Hispanoamérica. La ingobernabi-lidad de nuestras naciones se debe a los fuertes y casi insuperables abismos sociales, raciales, entre las capas altas —de las que él provenía— y un pueblo sumido en la supers-tición y el odio, alimentados por el catoli-cismo. En realidad, las clases altas y las bajas parecían víctimas de supersticiones y odios diferenciados, en matices, pero no menos existentes. El desprecio con que un criollo veía a un esclavo era compensado por el odio y desprecio, resentido, con que aquel miraba al otro. Este círculo vicioso de odios, mutuos y compartidos, de reservas, de desprecios, de desconfi anzas, los vio Bolívar y sacó las consecuencias de ello, sin que haya sido escuchado sufi cientemente y con la paciencia y honradez intelectual que ello demanda.

Los criollos, pues, no podían compartir entre ellos los mismos ideales de la indepen-dencia; los hubo republicanos, jacobinos, moderados, monárquico-constitucionalistas y decididamente monárquico-fernandistas. Hubo muchas “Marquesas de Yolombó” que llevaban en su alma el amor irreprimible de “Fernando VII”. No fue solo una estrategia invocar al rey prisionero para llamar a la Independencia. No fue solo un rechazo momentáneo contra la Regencia —cuyas acciones torpes son incalculables y ella se puede llamar la más efectiva favorecedora institución de la independencia al negar a la colonias tan torpemente el derecho de su autonomía— una manera muy criolla de decir “No”, para pensar “Sí”. Entre el

amor al monarca preso por Napoleón —este Fernando VII era un canallita, un verda-dero cínico y oscurantista monarca que había solicitado ser adoptado por Napo-león, mientras se entretenía tejiendo, su actividad favorita— y el rechazo sincero a la Regencia se deslizaron las proclamas de Independencia. Era un Sí al rey y un No a quien lo representaba, para decir que en realidad no lo querían, pero no sabían cómo decírselo —al rey Deseado—, y un No rotundo, que servía perfectamente de pretexto para proclamar lo improclamado. Era tanto como separarse de la mujer a la que no se quiere o se quiere a medias y sin ardor con la excusa de haberle encontrado una tarjetica comprometedora. Pero, en todo caso, el monarca es más que la mujer, así esa sea infi el y no la queramos ya nada.

Con ello se toca un punto de muy difícil discusión, y que enlaza con la preocupa-ción de la madurez o no —nunca hay la sufi ciente— que se tenía al prescindir de España. Los negros y los indios acechaban, era cierto. Pero tras ese fantasma que desvelaba a los criollos, se respiraba un sentimiento monárquico muy arraigado. Lo curioso es que muchas tribus negras, como las de Santa Marta o en Pasto, fueron realistas y muchos pardos se pusieron en contra de los movimientos republicanos, como los de los llanos venezolanos, etc.

El monarquismo era (es) un sentimiento muy fuerte, cierto, de gran importancia en el imaginario político y simbólico de los pueblos. Para las naciones modernas no ha sido fácil prescindir del rey. Francia, que cortó, con mucha justicia, la cabeza a su rey Luis XVI, y luego volvió a la monarquía dictada por las órdenes de Metternich,

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y luego tumbó otro rey en 1830 y luego otro en 1848, y así, consumió largos años, sangrientas décadas, para darse cuenta de que sin rey se puede vivir, hasta más cómodamente. Italia también tuvo que pasar por increíbles sucesos para llegar a la misma secular conclusión. Estados Unidos fue un caso singular, pues la democracia en América se dio antes de la independencia, con la misma llegada de los puritanos al duro norte, como lo examinó con una agudeza, incomparable, Alexis de Tocqueville, en su libro clásico de gran actualidad. Incluso se dice que no hay nada más parecido a un rey que el presidente de los Estados Unidos. Rusia necesitó el genio revolucionario de Lenin para dar paso a una muy traumática, pero indispensable, historia en el siglo XX, para vivir sin zares. Inglaterra conserva su rey (o reina) porque tuvo una revolu-ción temprana, a mediado del siglo XVII, que le cortó la cabeza a un rey, y tuvo su revolucionario Cromwell que frustró a sus compatriotas por no proclamarse rey, y así invitar a la restauración real.

España sufrió los rigores de llamar a Cortes, hacer una Constitución en 1812, derogarla en 1815, por un acto de maligno empeño de Fernando VII, volverla a proclamar en 1820 por presiones de los liberales españoles, volverla a derogar en 1823 por presión del absolutismo francés, y así hasta que tuvieron un siglo melancólico y frustrante, con una efímera República de (dos o tres años) en el siglo XIX, y luego otra República en el siglo XX que los llevó a la Guerra Civil, la más sangrienta y cruel que pueda imagi-narse. Hasta que llegó el general Francisco Franco, con su dictadura interminable, y tras él se quedó un rey, al fi n de cuentas, fi gura de algún valor simbólico-político, gastador-

cito, pero al fi n de cuentas un Borbón más, que ha cumplido su papel en sus últimas tres décadas... Es un rey de farándula, como lo exige la época, de príncipes faranduleros creados por Hola y Jet Set…

Pero volvamos a nuestro continente sin rey. Si no hubo rey, hubo caudillos; no sé si los caudillos son los reyezuelos de provincia, o mejor, los barones que surgieron en el seno de las provincias durante el siglo XIX, y desolaron todo. Sin cinismo histórico, sin fatalismo a lo Taine, se podría decir que ellos fueron no solo los verdaderos here-deros del ciclo de la independencia, sino que también le dieron un dinamismo inusitado a unas décadas de grandes convulsiones, de sacudimientos de gran envergadura. Los caudillos o el caudillaje, mejor dicho, es el fenómeno político más preponderante que se adueñó de nuestra vida republicana en sus primeras décadas. Esto es cierto. Este es el fenómeno más visible y hasta el más folclórico, con lo folclórico y espe-luznante que pudieron ser, entre nosotros, las andanzas de Pablo Escobar. Pero es que entre el abultado prontuario de Escobar y el de un Horacio Quiroga en Argentina o un Emiliano Zapata en México, hay solo matices, de tiempo, lugar y ocasión. Esto se traduce así: a falta de una cohesión social, a falta de una fuerza unifi cadora de valor simbólico efectivo, a falta de los resortes más profundos de la convivencia entre los hombres, las regiones, los sectores, de todo orden, se imponen unas formas emer-gente de inusitada fuerza, de inesperado dinamismo, que es tan destructiva como unitiva. Estas fuerzas emergentes llenan los espacios vacíos de la vida ciudadana; se imponen como formas emergentes, o que las vemos informes y destructivas porque

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no las comprendemos en todas sus virtudes “amorales”, pero de efectos colectivos de gran o mediano alcance.

Sería ingenuo, y con ello deseo terminar estas muy breves reflexiones sobre la Independencia, pensar o pretender desear que las élites criollas que hicieron la inde-pendencia —cuyos nombres son magní-fi cos, desde Viscardo y Guzmán, Teresa de Mier, Miranda, Nariño, Mejía Lequerica, Moreno, Bolívar, San Martín, Rivadavia, Camilo Torres, Juan García del Río, Andrés Bello, Blanco White, Morelos, Alemán, y cien más— pudieran llenar los espacios públicos de la nueva ciudadanía que ellos había esbozado en su proclamas indepen-dentistas. Ellos fueron las cabezas visibles, los ilustrados, más o menos liberales o republicanos, que ocuparon la primera plana de la historia. Ellos ocuparon la historia republicana, ellos dieron lustre —perdonen el anacronismo— a la corriente de opinión sugerente que se abría al paso de sus visionarios proyectos. Los grandes hombres de la independencia existieron; sus pensamientos fueron brillantes, sus acciones heroicas, sus padecimientos y pasiones ciertas y encontradas. Sus errores también han sido remarcados. El balance provisional que puede hacerse de ellos es no solo positivo, sino históricamente nece-sario, ineludible y hasta es una exigente tarea por repasar. Punto a punto. Pero esta capa social, fuerte y sólida, dígase lo que se diga, se resquebrajó, muy fuertemente, al contacto de las fuerzas que venían de abajo, de las provincias, del “otro” mundo, no programado en sus lecturas. Estas capas sabias eran sabias en muchos órdenes, pero precisaban aprender de estas otras realidades. Tuvieron que aprender a desci-

frar estos paisajes inéditos; pero cuando terminaban la plana y hasta cuando preten-dían tener la respuesta adecuada para esto o aquello, la realidad les resultaba más astuta, plástica, inverosímil.

Mas a ellos no se les puede pedir lo que de ellos no podía venir. De ellos se puede decir que componían una capa, casi compacta, de reducido número, que los hacía destacables. Su número de cabezas brillantes, de mentes despejadas, ha venido a ser cuestionada, con bastante razón, por la historiografía más reciente. Se les ha negado hasta talento teorizador. No hubo entre ellos un Rousseau, un Montesquieu, ni siquiera un Sieyes o Paine. Esto es indiscutible. Dieron un paso de gigante que estuvo a la altura de sus ideas, aunque estas ideas no estaban a la altura de la compleja realidad que ellos apenas vislumbraban.

Se habló, con una metáfora exacta, de volcán social. Eso era un volcán en acti-vidad; sigue, luego de 200 años de indepen-dencia, siéndolo por razones, guardadas las distancias, semejantes o afi nes. No se trata solo de apaciguar el volcán; sino al menos de ingresar en el silabario de la vulcanología social e histórica. Iniciar a las masas, a los millones de colombianos, a los millones y millones de hispanoamericanos, a descifrar ese fascinante complejo de la indepen-dencia. La ciudadanía no es un acto de fe. Un izar bandera o cantar el himno nacional, meramente. Esto es un rito. La ciudadanía es un presupuesto colectivo, que pasa por la colectivización, en serio, y sin tapujos ni coartadas, de la historia, de la comprensión de la vida social, de comprender y parti-cipar en las diferencias culturales del país. Sin esas lecciones vivas, sin esa pedagogía

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constructiva, las celebraciones del Bicente-nario son las bombas de jabón que se estre-llan en su primer impulso. Más que eslogan, o emociones, necesitamos de refl exión. De una tarea desinteresada de divulgación de los fundamentos de la nación. Esto debe contener dosis de polémica, de crítica, sin tapujos; de alegría alegre. Toda represión se convierte en simple acumulación aplazada de insatisfacciones. Y toda insatisfacción se traduce en violencia, de mayor o menor alcance y duración.

Los criollos no fueron miopes ni ciegos durante las guerras de la independencia ni tras esas tremendas guerras frente a los problemas que tenían que resolver. Hay sufi cientes testimonios y fuentes históricas que muestran las tempranas preocupa-ciones profundas y las tempranas profundas frustraciones de este proceso. Desde los inicios de la república se tuvo a la vista sus anarquía y el desengaño motivado por la ingobernabilidad. Las ambiciones polí-ticas, reprimidas por siglos, afl oraron con virulencia. No solo los criollos, sino sobre todo los militares encumbrados por las guerras e incluso otros guerreros salidos de las oscuras provincias, como nacidos por generación espontánea, echaron a andar sus pasiones, sus deseos indescifrables, para satisfacer la sed de poder, gloria o de simple rapiña. Se mezclaron grandes personalidades y se perfilaron formas diversas de personalidad inédita, en estas tierras. Descollantes personalidades inte-lectuales, en principio, se vieron rodeados y hasta desplazadas por inusitadas perso-nalidades audaces, violentas, sin cultura. Al lado de Bolívar estuvo también Páez. Al lado de los ilustrados, surgieron de tierras ardientes o de montes agrestes gentes de

otra calaña, no dispuesta a ceder un ápice ante las preeminencias preestablecidas. Así se fue formado, a trompicones y tropiezos inimaginables, una república o un estado o una colectividad política en emergencia, arruinada, desordenada, pero con impulsos propios, con los resortes de su personalidad histórica inconfundible. Algún europeo inte-ligente, como Thomas Carlyle, se admiró de esos hechos y afi rmó la superioridad moral que encarnaba, tal vez el más oscuro y cruel de ellos, el doctor Francia de Paraguay. Pero también es cierto que lo que no pudo ver fue que había otros héroes civiles que tienen un lugar de indiscutible valor, sea ellos Andrés Bello, o Domingo Faustino Sarmiento…

No sobra echar una ojeada de un pequeño librito, en realidad un folleto, Los Dere-chos del hombre de Thomas Paine, que se convirtió en su momento en el “evangelio” de la rebeldía del pueblo inglés, para hacer otra constatación sobre el défi cit de nuestra ciudadanía. En este folleto se muestra la manera admirable en que el pueblo norteamericano hizo, adoptó y asimiló su Constitución. Esta forma de apropiación de los valores sagrados de la civilidad es el ejemplo más bello y grandioso de incorporar a su ser político un texto constitucional. Mientras nuestras constituciones adolecen de claridad, la americana se mantiene viva por su transparencia. Esta transparencia es fruto no solo de una mente clara. Es fruto de situaciones sociales y políticas que se repre-sentan claramente y se divulgan y adoptan con este principio lógico. Tanto en España como en sus excolonias, las Constituciones son un acertijo; son largas, tediosas, confusas. El ejercicio de comprenderlas es un ejercicio que atenta contra la razón, o la somete a inútiles esfuerzos. La adopción

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de la Constitución norteamericana, que fue leída por todas las familias, para luego abrazarla como su nueva fe civil, tal como lo relata Paine, tiene su tinte de leyenda, pero toda leyenda contiene en su núcleo una verdad imprescindible. Todo nuestro largo y desbaratado siglo XIX fue una carrera para ponerse al día en sus presu-puestos; tal vez quien más hizo para ello fue el argentino Sarmiento, con su proyecto de las escuelas y bibliotecas populares. Quería estar a la altura de la Ilustración, a la altura de los independentistas. Pero esto fue una tarea a contravía del gaucho; otro capítulo trágico en la tensa europeización de nuestra realidad americana. Al tratar de derrotar a los caudillos, estas caricaturas de reyes hispanoamericanos, con su miopía de caballistas (que al ver al rey todavía doblan la rodilla, reverentes y sumisos), el proyecto civilizador chocó con la misma “masa” cultural con que se enfrentó Bolívar. La resistencia se presentó con todo el encanto de su folclorismo en ocaso. Este folclor que, como especie de romanticismo revivido, vuelve a embotar nuestra fantasía y nos condena a revisar la plana de nuestra identidad perdida.

Los “tristes trópicos” en que se cocinan a fuego lento o labran de cualquier modo nuestra nacionalidad, son esos paisajes culturales densifi cados por las capas entre-mezcladas y yuxtapuestas de civilizaciones y culturas; civilizaciones y culturas en su diversos grados de crecimiento, degenera-ción o transformación, en las que se chocan las grandes placas tectónicas, se pulverizan pasados, se vislumbran presentes, se frus-tran futuros. El choque de diversos impulsos, la estructuras en permanente desajuste, el advenimiento de novedades sobre la piel

envejecida, semeja a un mosaico de piezas multicolores muy compactas o aisladas; a un mosaico de raíces hispánicas, mozá-rabes, negras, indias, inglesas o fran-cesas y norteamericanas, en el que cada componente puja por su reconocimiento, por su representación, por su impulso de exclusión. La síntesis es un pronóstico, un deseo, una utopía, un impaciente no se sabe qué y hacia dónde… en transición, ocaso, aurora. La realidad “sobrediagnosticada”, como se dice con un impudor descarado, es la mueca de la ciencia, la gesticulación de reconocidos expertos improvisados, que esconden su impotencia cognitiva tras una jerga —económica, politológica, socioló-gica— infl ada en mutuos y complacientes embustes.

No sobra, y más bien es una obligación, pensar la independencia como un proceso nacido o motivado por las ideas. La fuerza moral de las ideas acompañó siempre a las fuerzas menos consistentes de los ejércitos. Las armas se justificaron porque había un aliento, hasta un pathos intelectual en los próceres de la independencia. Y este cuerpo doctrinario precisa de una lectura renovada. Es verdad que en los múltiples documentos se delatan intereses no del todo –o quizá inadmisibles– para nuestra sensibilidad política presente. Basta aludir al “Memorial de agravios” de Camilo Torres, que revela un resentimiento anti-peninsular por el aplazamiento de su casta criolla en las instituciones emergentes españolas. Hay una nota poco democrática, de un anti-jacobinismo solapado, de un racismo a favor de los suyos. Pero este documento, como muchos otros, es parte de un haber político de indiscutible valor y de una signi-fi cación variada. Contrasta éste, y muchos

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otros, con la magnífi ca pieza de “La carta de Jamaica”. Esta Carta Magna de nuestra nacionalidad política contiene los elementos sustanciales del derrotero potencial y virtual de nuestras naciones. Escrita, como sabe quizá hasta el mismo presidente, en 1815, en medio del exilio en Jamaica, ella es el resultado de una poderosa imagen del destino de las naciones que ve ya como excolonial del imperio hispánico.

Su dimensión continental es indiscutible; así como esa poderosa imagen hace tributo a los hombres que lo precedieron y les es afín: a Viscardo, a Bello, a Miranda, a Blanco White, a Teresa de Mier, a Pradt… Ella sostiene este ideal hispanoamericano, como un conti-nuum ideológico, pero también como bloque político nuevo, y traza las líneas que se deben seguir: la independencia de España, el republicanismo, la unidad geopolítica, la necesaria división en su seno por razones geográfi cas e históricas, el tinte ilustrado y racional de las repúblicas nacientes… y pone en entredicho este proceso inevitable de integración y emancipación en vista de fardo cultural –del catolicismo y sus nefastas consecuencias en el orden cultural– que debemos arrostrar en el próximo y lejano futuro. Nosotros somos los peores enemigos de nosotros mismos; el pasado es la carga explosiva de larga duración que somete a prueba los ideales –ilusiones– del mundo labrado en la imaginación utópica de este

continente que empieza a despertar de su letargo: que será el despertar de una gran nación o será el sucumbir, en medio de los destrozos, de sus componentes tan radical-mente heterogéneos.

Muchos independentistas fueron monar-quistas; otros no lo fueron. No estuvo esto ni mal ni bien. Se trata de saber ahora si los reyezuelos, o sea, estos gobernantes microscópicos de turno que se creen hijos de la democracia, nos convienen o no. Esta peste sigue gobernándonos. Gobernándonos con su ignorancia soberbia. No estoy muy seguro que la Ministra de Educación sepa de historia de la Independencia más allá de alguna respuesta soplada, de un “pastel”; no estoy seguro que esa Ministra, en cuyas manos ha estado durante ocho años lo más serio del país, que es su educación, haya leído “La Carta de Jamaica”, ni menos que, al haberla ojeado descuidadamente, haya entendido el profundo entramado de la personalidad histórica que se cifra en ese documento. Lo que sí creo es que la educa-ción está más grave que la salud, que está en coma. Ésta es la tragedia del Bicente-nario, y ésta son dos o tres razones, apenas esbozadas, por las que creo que si vamos a hablar del país, de la independencia, del proceso equívoco del Bicentenario, debemos poner de presente dos o tres o hasta cuatro presupuestos de la discusión.

Juan Guillermo Gómez García

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DECÁLOGO DEL PERFECTO ARTICULISTA*

Efrén Giraldo Quintero**

* Texto tomado de Agenda Cultural Alma Máter. Nº 165, Mayo de 2010.** Profesor de la Facultad de Artes, Universidad de Antioquia.

Antes de publicar, pregunte si la revista está indexada. Ya que, si no es así, estará “botando pólvora en gallinazos” e incurriendo en un exceso de

esfuerzo que nunca se verá recompensado.

1. Cuando escriba, no se le ocurra pensar que lo hace para una generalidad o una esfera pública sobre la que se puede influir de alguna manera. “Cenáculo”, “gremio” y “lector especializado” son las variantes nominales para identifi car a aque-llos a quienes usted se dirige. Es importante hablar esa lingua franca que vela por la tradición disciplinar y el rigor científi co. No importa que lo acusen de cerrar un círculo o de perpetuar la endogamia. El texto empieza en el saber y termina en él. El lector y el escritor son dos accidentes en una ruta cuyo fi n es la visibilidad. Por supuesto, dé por hecho todo lo que escriba. Jamás se le ocurra darle contexto o defi nir cómo se ubica lo que usted piensa en un sistema de relaciones e intereses. Recuerde que basta con escribir para los pocos interesados en el tema. Ya es un privilegio contar para el mundillo de los entendidos. Las posiciones son para el Kamasutra. A menos que, a la manera sesentera, usted entienda la polé-mica y la discusión como un lance cuerpo a cuerpo, casi orgiástico, con las palabras.

2. No se aventure a escribir de una manera que se pueda entender como

“personal”. Hay formas ya hechas de comu-nicarse que no ofrecen riesgos. Existen protocolos de probada efi cacia cuando se busca la necesaria cortesía que demanda el ejercicio académico. ¿Por qué aventurarse en giros y formas verbales que están por fuera de la manera cancilleresca y aceptada de desenvolverse con los pares? Evada toda complejidad estructural en la redacción de las oraciones y haga uso de la máxima de Umberto Eco, aparecida en su célebre manual de trabajos de grado: “no seáis Proust”. En consecuencia, emplee oraciones simples. Y, si se inclina por las compuestas, no se le ocurra redactar cláusulas subor-dinadas que compliquen el razonamiento más allá de lo necesario. Se dijo alguna vez que cuando se quiere hacer inhumana a una sociedad se empieza por su lenguaje, pero las fantasías de los años treinta han quedado atrás.

3. Ahora bien, si su propósito no es la simpleza, sino impresionar, siga el proce-dimiento inverso, aderezando su discurso con palabras de más de cuatro sílabas, con neologismos y referencias ignotas que hagan pensar al lector que está frente al

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reto de descifrar el último de los arcanos. Algo parecido puede decirse del subjuntivo, que es ruina de la claridad y alimento de la oscuridad. Lo complejidad es un camino, cómo no. Y, también, administrada en pequeñas dosis, es una buena manera de imponer respeto y hacer que el odioso lector superfi cial retroceda. La tradición de cono-cimiento general es anticuada, hacía parte de una idea aristocrática del conocimiento manejable y digerible que ya huele a rancio. La “cultura general” queda para los reinados y los noticieros.

4. Empiece redactando el texto por la bibliografía, acudiendo debidamente a las fuentes de rigor o, si es del caso, a las que más se están citando en este momento. La lectura de otros artículos puede ser útil. En todo caso, éste es el santo y seña para entrar en un juego cuya primera regla es el pie de página (o el paréntesis, si hablamos “en americano”). Las citas y las referencias bibliográfi cas son como aquellas cartas de recomendación que, hasta hace algún tiempo, nos permitían soñar con una admisión laboral ventajosa. Los paréntesis con apellido y año son de gran ayuda para mencionar a un autor sin comprenderlo y sin tener que referirse a algún dato singular que ayude a individualizar lo que dijo. No matice ni dé a entender que ha hecho una apropiación personal de lo escrito por otro. Mucho menos, se atreva a controvertirlo o sopesarlo. Una cita es una pista que damos para dar a entender que hablamos en el lenguaje aceptado por la tribu, no el pretexto para una conversación. A su vez, cuando a usted lo citen, entienda que lo que está ocurriendo es un intercambio de carisma en el sistema de relaciones públicas de la iglesia académica. Citar imprecisa-

mente, parafrasear, cuestionar, parodiar (e, incluso, dialogar con otros autores) son ecos de una tradición despreciable. Desde que se coleccionaban citas en el Medioevo para usarlas como faro de autoridad, nada más ha pasado en el mundo. La cantaleta humanista de la apropiación personal del conocimiento no fue más que un parén-tesis de liberalidad reprochable. El texto escrito es, más que nada, el depósito de lo dicho para siempre y nada en él debe ser provisional. No es un ensayo lo que usted escribe, por más que esta tramposa palabra haya sido usada para confundir al articulista y al productor de ciencia llevándolo al peli-groso terreno de la opinión.

5. La idea de que existen los intelec-tuales pertenece a una era romántica, en la que se creía que el pensar y la comunica-ción de ese pensamiento no eran posibles de anexión o instrumentalización por el sistema. Escribir en el café es imagen de película francesa. Sólo le queda, en una era como la nuestra, ser “muy profesional” y remediar la ausencia de cuestionamiento con las armas de la tecnocracia. La univer-sidad es, sobre todas las cosas, un espacio para aprender a manejar instrumentos y llevar lo que se sabe a una aplicación visible y cuantifi cable. La calidad viene después y tiene sus propias escalas de medición. La utilidad no es una virtud dormitiva: es lo que ayuda a lidiar de manera decorosa con los implacables índices de gestión, a la vez calvario y gloria de los funcionarios. Decir que cada texto escrito es una nueva y singular manera de inventar el mundo es una divisa adolescente de la que hay que alejarse. Desinterés y gratuidad son los dos mayores lastres del subdesarrollo y la era de la información.

Efrén Giraldo Quintero

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6. No olvide que el artículo es sólo un párrafo en ese gran texto que usted escri-birá a lo largo de su carrera, una nota en esa sinfonía que será su curriculum vitae. De ahí que deba evitar ensayar en cada artículo alguna idea nueva o aislada, que no pueda ser el eslabón siguiente de la investigación exhaustiva que ha venido desempeñando o el comienzo para el siguiente artículo. Se escribe un texto pensando en lo que ya se hizo o en lo que se va a hacer. Todo debe estar calculado y obedecer a una coherencia prefi jada. El del artículo, no es el espacio de la ocurrencia. Cualquier riesgo, aventura o búsqueda deben suprimirse de su carrera como articulista, pues le harán perder el tiempo y lo apartarán de su meta. Es mentira que cada texto que uno escribe es singular y único. Cada vez que se publica, se está poniendo una pieza en ese puzle que cabe en el marco de cartón de la propia carrera. Adopte una manera uniforme de escribir, una metodología explícita para abordar lo que presenta y un propósito instrumental igualmente identifi cable. El espacio del conocimiento riguroso no es para la duda ni para confesar la propia impotencia. Y, si se mencionan límites, es para demostrar que se sabe segmentar, limitar, defi nir y dar las coordenadas de un territorio que nos pertenece sólo a nosotros. Como animal en celo, se debe defender, sobre todas las cosas, el derecho a reinar sobre la pequeña parcela de conocimiento que manejamos.

7. Cualquier referencia del texto a sí mismo debe hacerse para probar su cohe-rencia, su orden o su pertenencia a un proyecto mayor. El espacio del artículo no es para la autocrítica ni para poner en entre-dicho ese sistema que vela por el manteni-

miento de la misma cultura articulista. De ahí que su texto nunca deba cuestionar algún tipo de política (cultural, editorial o acadé-mica). Quienes escriben artículos hacen parte de un juego donde no cabe interrogar las reglas. ¿Es posible escribir un artículo académico donde se muestre la misma invia-bilidad de ese tipo de escritura cuando se convierte en caricatura de sí mismo? Piénselo bien. Verá que llegamos a una paradoja, un tanto curiosa, pero que no debe inquietarlo. Sólo a un escritor de ciencia fi cción delirante como Asimov se le pudo ocurrir la idea de un autómata que controla el universo y que después, por simple enfermedad de vivir, llega a autodestruirse. Colciencias no es Multivac y el mal del siglo no es virus que infecte a la burocracia.

8. Aténgase a expresar opiniones sólo en el área de su especialidad. A la hora de redactar el título de su texto y escribir las palabras clave y hacer el resumen, piense que a usted debe ubicársele con facilidad en el océano de información por donde debe navegar su barquito de papel. Muchos leerán sólo el título y, acaso, el resumen del artículo. Cualquier cosa intempestiva o descentrada puede convertirlo en un marginal y en un desconocido para las autoridades. Nada de panoramas, rela-ciones osadas o digresiones que aparten de la finalidad primaria. Situarse fuera de las reglas de control disciplinar (o la salida, más ingenua, de pretender que hace tránsito entre disciplinas) no tiene ningún efecto. Usted sólo se hará más invisible y, a la larga, en su círculo inmediato no será visto ni siquiera como un excéntrico, sino como un ingenuo o un suicida profesional que desperdicia cada artículo para defi nir cuál es su nicho, su área de competencia.

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9. Antes de publicar, pregunte si la revista está indexada. Ya que, si no es así, estará “botando pólvora en gallinazos” e incurriendo en un exceso de esfuerzo que nunca se verá recompensado. Además, puede haber el peligro de que incluyan lo que usted haga en las categorías de crítica, periodismo, escritura de opinión o, peor aún, en ese renglón con tufi llo de miscelánea y cajón de sastre al que se da el nombre de “otros productos”. Incluso, hay que ir más allá del simple cuidado con el lugar donde se publica. Tiene que escribir pensando siempre en ese tipo de publica-ciones, utilizándolas como plantilla de la que se llenan algunos campos. La ventaja es que puede defi nir cuántas citas debe poner, a quién debe citar, qué extensión debe tener el texto, entre otras medidas que pueden ser bastante prácticas antes de coger la pluma. Así, podrá usted repartir lo que halló en alguna investigación o la conclusión que sacó con su tesis de posgrado en varios artí-culos donde le puede dar vueltas a una sola

idea con rentabilidad duradera. Se trata de ser prácticos y aprender el juego. El sistema de redención de puntos de Almacenes Éxito es un buen modelo. Estudie el comporta-miento de los cazadores de gangas. Todo es un juego de variaciones, a quién le cabe la duda. Es más importante publicar que escribir. Y, por supuesto, más importante ser leído que leer. Estamos en la era de la producción, no en la de la creación.

10. Si algunos de los anteriores ítems son vagos o no alcanzan a dar una idea de lo que debe hacer, busque manuales para redactar artículos. Todas las técnicas y estrategias para hacerlo efi cientemente están ya estudiadas y sistematizadas. Empiece por las instrucciones a los autores y, para llenar los vacíos que le deje la lectura de las primeras páginas y los índices de las revistas, busque bibliografía con los siguientes encabezados: cómo escribir un artículo, cómo se hace una tesis, cómo redactar un tema, etc.

Efrén Giraldo Quintero

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Introducción

El Segundo Simposio Internacional de Literatura “Indefi niciones y sospechas del género negro”, fue realizado en Bogotá por El Taller de Escritores de la Universidad Central en el 2006. La revista Hojas Univer-sitarias de esta Universidad hizo un dossier con las ponencias de este Simposio en el número 59 de abril de 2007. Las citas que siguen son tomadas de allí.

Algunas pistas suministradas por dicho Simposio sobre el tratamiento literario del crimen son las siguientes:

* “En la novela criminal latinoamericana persiste una desconfi anza fundamental en la autoridad, las instituciones sociales y la ley […] La historia que se narra en este tipo de novela es en la mayoría de los casos violenta y las divisiones entre el bien y el mal están bastante difuminadas” (Forero, p. 126 y 131).

* Profesor de la Facultad de Comunicaciones, Universidad de Antioquia.

EL GÉNERO SICARESCO: LA CONFIGURACIÓN LETRADA DE LOS HÉROES DE ABAJO

Víctor Villa Mejía*

La bala fue disparada la noche del lunes 30 de abril de 1984. Mató al entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, y minutos después, tras un breve intercambio de

disparos, de saltar algunas aceras, avanzar en contravía y pasarse varios semáforos en rojo, destrozó también la cabeza del sicario que había disparado contra el ministro.

Montt, 2005:268

* “Los sujetos reales que participan en los eventos que llamamos literatura o literarios […] están determinados por conocimientos, experiencias, sentimientos, creencias, gustos y otros elementos indeterminados y cambiantes” (Arriaga, p. 140).

* “El relato policial […] va de un ejercicio literario racional, propio de la modernidad con estructuras de pensamiento lógico aristotélico, a la exaltación literaria de la violencia y el crimen en la sociedad urbana, irracional y deshumanizada” (Vidart, p. 159).

* “Los cronistas, los investigadores y los reporteros [policíacos] ocupan el otrora lugar protagónico reservado para el siempre exitoso detective policíaco […] Las perspec-tivas de renovación del género negro en la literatura colombina pueden estar cifradas […] en la alternancia y mezcla de discursos: teórico, literario y periodístico” (Ardila, p. 175 y 184).

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*“Como una constante preocupación por parte de los escritores en relación con la crisis de valores que desatan narcotráfi co y sicariato, las distintas novelas refl ejan que el ‘negocio’ de la muerte transmuta los escenarios urbanos, al punto que, mediante los actos de sangre que recrean los escri-tores, se (re)conoce la ciudad y sus distintas mutaciones” (Reyes, p. 191).

Unir estos presupuestos con lo que yo creo que es el género sicaresco, es el propósito de este texto.

Sospecha

La preocupación estética de algunos ponentes del Segundo Simposio Inter-nacional de Literatura y los esfuerzos desmedidos de casi todos por caracterizar el ‘género negro’, casi imposible de defi nir, llevó a que el contexto –social– de las obras permaneciera borroso, cuando no omitido. Fueron vanos los esfuerzos de Eduard Arriaga, Martín Vidart y Fredy Leonardo Reyes por focalizar dicho entorno, lo cual hace que de la lectura del dossier de Hojas Universitarias quede la sensación de que algo falta por decir de los textos literarios sobre la criminalidad urbana.

Problema

Tal como lo señala Forero (2007:131), en la novela criminal latinoamericana “las divi-siones entre el bien y el mal están bastante difuminadas”. Pero dónde ¿en la trama?, ¿en la mente del autor?, ¿en la mano del escritor?, ¿en la lectura morbosa del lector? Pareciera que es hora ya de someter a otras interpretaciones las estrategias discursivas de los autores del género sicaresco, en tanto

agentes y pacientes de esa ciudad mutante que abduce Fredy Leonardo Reyes y de esa sociedad urbana irracional y deshumanizada que expone Martín Vidart.

Bien lo ha dicho Arriaga (2007:146):

El escritor lo que ha hecho, hace y seguirá haciendo será leer, comprender e interpretar su entorno; travestirlo en un lenguaje espe-cífi co, para momentos específi cos que no siempre son los momentos en los que él vive. La preocupación no será solo llevar a cabo novelas o textos de tal o cual tipo sino, siguiendo a Blanchot, preguntarse constan-temente por lo que hace, por lo que crea, por lo que lee.

Y si el autor no lo hace, entonces ¿quién? ¿Qué se hicieron esos hermeneutas llamados ‘críticos literarios’ y ‘sociocríticos’ por el canon?

Hipótesis

Los escritores del género sicaresco crean un héroe que luego se les sale de las manos, i.e. se les vuelve Malo. El recurso ideológico es matarlo, como lo hacen Rafael Botero Duque y Mario Bahamón Dussán; o enno-blecerlo y luego matarlo de muerte natural, como lo hace Alberto Vásquez-Figueroa. Coincidencialmente en esas tres obras del corpus no aparece un solo policía, ni un solo soldado, ni un solo miembro del aparato judicial colombiano: el aparato represor es indultado, y el autor se lava las manos al negarse a acusar a las autoridades de cualquier culpa de omisión o de ausencia.

Parte de razón tiene Forero (2007:126), cuando afi rma que “en la novela criminal latinoamericana persiste una desconfi anza fundamental en la autoridad, las institu-

Víctor Villa Mejía

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ciones sociales y la ley”. Realmente no es desconfi anza, sino mutis por el foro; lo que lleva al autor del género sicaresco a tirar la piedra y esconder la mano.

Estado del arte

La emergencia del sicario, en la década del ochenta del pasado siglo, produjo una cascada de textos literarios, de la cual los analistas prácticamente terminaron ya su sistematización. Hay consenso alrededor de la lista propuesta por Osorio (2008): El sicario -1988- de Mario Bahamón, El pelaíto que no duró nada -1991- de Víctor Gaviria, Sicario -1991- de Rafael Botero, La Virgen de los sicarios -1994- de Fernando Vallejo, Morir con papá -1997- de Óscar Collazos, Rosario Tijeras -1999- de Jorge Franco y Sangre ajena -2000- de Arturo Álape1.

Von der Walde (2001) solo registra cuatro textos: traza una línea cronológica entre la película documento-fi cción Rodrigo D: no futuro y la historia de amor Rosario Tijeras; entre ambos sitúa a No nacimos pa’ semilla de Alonso Salazar y La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo.

Rodas (2006) coincide con Osorio, pero adiciona a Al fi lo de la calle, de Luis Carlos Gaona.

Reyes (2007) conjunta novelas y relatos testimoniales en tres categorías. En la primera ubica los textos que se refi eren a “los inicios del fenómeno del narcotráfi co y el sicariato”: La mala hierba de Juan Gossaín, El cielo que perdimos de Juan José Hoyos y La mirada de los condenados

de James Valderrama y Óscar Osorio. En la segunda inscribe a los autores que “centran su mirada en la fi gura del sicario y su reconocimiento como sujeto”: incluye los textos atrás mencionados por Osorio, menos Sicario de Botero. Y en la tercera los textos que enfocan “el tema del narcotráfi co y su injerencia en la sociedad colombiana, abordando el sicariato como una actividad del complejo entramado que encierra el crimen organizado”: Hijos de la nieve de José Libardo Porras, Comandante paraíso de Gustavo Álvarez Gardeazábal y Testamento de un hombre de negocios de Luis Fayad.

Y Jácome (2009) se centra en La Virgen de los sicarios, Morir con papá, Rosario Tijeras y Sangre ajena, pero hace alusiones a No nacimos pa’semilla, El pelaíto que no duró nada y El sicario de Bahamón.

Salta a la vista la disparidad de texturas de los trabajos inventariados. Rodrigo D: no futuro es un documental cinematográ-fi co en versión libre de Víctor Gaviria. El pelaito que no duró nada es una entrevista a profundidad entre su autor, Víctor Gaviria, y Alexander Gallego. Sicario de Vásquez-Figueroa es también una entrevista nove-lada con su personaje central Jesús ‘Chico’ Grande Restrepo. No nacimos pa’ semilla es un trabajo etnográfi co en el que el comu-nicador Alonso Salazar entrevista a varios sicarios reales o potenciales. Sicario, de Rafael Botero, informa en el prólogo que “es una novela-ensayo, por lo tanto las situa-ciones y los personajes en ella son fi cticios” (Botero, 1991:7). Mario Bahamón es, en El sicario, el clásico narrador omnisciente que simplemente deja que Manuel Antonio

1 Osorio no incluye en esta lista a Sicario -1991- del español Alberto Vásquez-Figueroa, tal vez por no ser una novela colombiana; aunque sí lo analiza en dos segmentos de su artículo (en las páginas 67 y 75). Los demás estudiosos de este estado del arte tampoco aluden al texto de Vásquez-Figueroa.

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Artunduaga haga las cosas que tiene que hacer como sicario. La Virgen de los sicarios “en realidad no es una novela: es un pron-tuario vuelto parábola en que los seres vivos se convierten en fantasmas […] parábola de una raza a la deriva y en última instancia de la condición humana sin sentido ni posible redención”, informa la contraportada.

Corpus

(1) El sicario, de Mario Bahamón Dussán (1988) utiliza la historia de vida del sicario Manuel Antonio Artunduaga para mostrar el funcionamiento de la organización sica-rial en Colombia: el contratante –Manuel H., p. 128–, el empresario –don Carlos, p. 142–, el facilitador –Manuel Hernando, p. 129– y los sicarios2. Para el autor, el sicario es “la escoria ente las escorias, una especie de animal irracional que tan solo sabe matar como una bestia” (Bahamón, 1988:50).

(2) Sicario, de Rafael Botero Duque (1991), como ensayo, está dividido en capítulos: 1. Los abuelos –pp. 9-47–; 2. Holocausto –pp. 48-55–; 3. Éxodo –pp. 56-73–; El gamín –pp. 74-83–; 4. El atracador –pp. 84-95–; 5. El sicario –pp. 96-141–; 6. Glosario –pp. 142-160–. Como novela, sigue el tiempo lineal-generacional del devenir del personaje central, el sicario Fernando: sus

abuelos (Juan de Dios y Rosa María); sus padres (Juan Ramón y Marta); su infancia en la comuna Nororiental; su unión libre con Patricia, la mesera; y su muerte por parte de sicarios contratados para tal fi n. A través de dichas generaciones, el autor se esfuerza por mostrarle al lector eventos de las tres violencias colombianas: el duelo a muerte inspirado en la defensa del honor, la guerra partidista y el asesino a sueldo llamado sicario.

La caracterización del sicario la pone el autor en la voz del comandante de un campa-mento guerrillero: “Gente como usted son producto del abandono, la ignorancia, y su resultante la más absurda descomposición social a que nuestro pueblo ha sido some-tido. Presas del deseo egoísta de un enri-quecimiento fácil, y víctimas de los vicios se han convertido en una reacción sucia y abortiva del pobre pueblo comprimido entre la miseria absoluta y la nata de unos pocos ricos…” (Botero, 1991:109). (3) Sicario, de Alberto Vásquez-Figueroa (1991) es una historia de vida3, producto de la técnica de la entrevista a profundidad, transcrita y texturizada por el autor en cuatro ciudades: Caracas, Bogotá, Carta-gena y Lanzarote en 1991. Al fi nal de la obra, página 271, hay una nota –la única voz del autor– que dice “P.D.: Jesús, Chico,

2 De El sicario dice Osorio (2008:66): “Es una novela concentrada en la experiencia de la marginalidad y la injusticia de que son víctimas los sectores populares, convirtiendo a una parte de sus juventudes a la delincuencia. Manuel Antonio Artunduaga queda huérfano muy niño cuando su padre muere en una discusión por el fraude electoral del setenta. Desde ese momento de quiebre, su vida se desarrolla en un largo itinerario de hambre, marginación, humillaciones, violencia y muerte. Se hace sicario después de su paso por el ejército, de donde se sustrae un arma, y por las guerrillas, de donde se roba un dinero. Mata muchas veces y se convierte en ser oprobioso. La novela trabaja con una tesis de fondo: la pobreza y la marginalidad engendran el sicario y éste pierde, en su ejercicio de muerte, todo vestigio de humanidad”.

3 De Sicario, opina Osorio (2008:67): “Con una narración en primera persona, Jesús Chico Grande da a conocer las peripecias de su vida. Este gamín bogotano pasa por todas las instancias del delito hasta hacerse sicario y narcotrafi cante. El mundo construido por el texto es de un feísmo concentrado a través del cual se denuncian las injusticias y las vejaciones que sufren estos muchachos de la calle y cómo la sociedad los arrincona y los obliga a tomar el camino del hampa. El tono es moralista y aleccionador y procura mostrar, vía el ejemplo de dos de los protagonistas, Jesús y Ramiro, que, no obstante los atropellos, siempre queda la posibilidad de salir adelante y vivir una vida de bondad y servicio. La novela señala la responsabilidad de la sociedad en la formación del sicario y lo muestra como un sujeto descompuesto moralmente”.

Víctor Villa Mejía

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Grande murió en Caracas el 30 de abril de 1991”. La opinión del autor sobre el sicario la enuncia el propio sicario: “No. Ramiro no aprobó en absoluto lo que había hecho; si le digo otra cosa le miento. Por más que me sintiera en cierto modo satisfecho por cómo había llevado a cabo el encargo, él se mostraba frontalmente opuesto a la idea de que pudiera llegar a convertirme en un auténtico ‘sicario’; un vulgar asesino a sueldo de los que infestan, por desgracia, las calles de Bogotá” (Vásquez-Figueroa, 1991:111).

Discusión

La afi rmación de Vidart (2007:159) es inob-jetable: el relato policial se ha ensimismado en “la exaltación literaria de la violencia y el crimen en la sociedad urbana”. Si el acto de lenguaje literario es considerado como un “acto exclamativo, en el cual la inten-ción comunicativa es exaltar el sentido que alguno o algunos aspectos de la realidad tienen para el escritor” (Ramírez, 1982:13), los sentidos comunicados en las tres obras del corpus son apologéticas de la violencia, del sicario y de la muerte por encargo.

Siendo el sicario un héroe –para sus biógrafos–, vale la anotación de Contreras (1973:44): “Al héroe, sea personaje más o menos real o más o menos legendario, o fruto de la más desorbitada fantasía, se le pretende convertir en motivo de admiración para todos los miembros de la sociedad y es constantemente exaltado por la propia sociedad que lo ha creado” (énfasis mío).

La oposición héroe-antihéroe fue desarro-llada por Contreras (1973) y, hoy por hoy, se puede refi nar con la oposición nosotros-

ellos de Van Dijk (2000). En el aporte de Van Dijk, los Buenos (el héroe) pueden ser remplazado por ‘nosotros’; mientras que los Malos serán remplazados por ‘ellos’:

El esquema de polarización tan general defi -nido por la oposición entre Nosotros y Ellos sugiere que […] los grupos construyen una imagen ideológica de sí mismos y de los otros de tal modo que (generalmente) Nosotros estamos representados positivamente y Ellos negativamente. La autorrepresentación positiva y la representación negativa de los Otros parece ser una propiedad fundamental de las ideologías. Asociadas con tales repre-sentaciones polarizadas sobre Nosotros-Ellos, están las representaciones de los acuerdos sociales, esto es, el tipo de cosas que encon-tramos mejor o aquellas que creemos que los Otros representan. A este nivel muy abstracto, esos arreglos sociales son espe-cifi caciones de valores más generales (Van Dijk, p. 95).

Y continúa Van Dijk:

Los valores positivos que defi nen el orden moral de una sociedad o cultura son utilizados por todos los grupos, no solamente como un criterio de evaluación, sino también como una base para la legitimación de sus propios intereses u objetivos. En los grupos domi-nantes, esa integración ideológica de valores será utilizada obviamente para legitimar su dominación, y en los grupos dominados para legitimar su oposición, disidencia o resistencia (p. 104).

Aquí radica la contradicción del autor del género sicaresco: ni Bahamón, ni Botero pretendieron erigir a la categoría de héroe a los sicarios Manuel Antonio y Fernando, porque realmente son antihéroes; entonces ‘desaparecen’ al personaje, y el orden de la sociedad colombiana, por obra de la

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propia mano del escritor, queda restable-cido4. Y más sorprendente es la solución de Vásquez-Figueroa, tal vez como repre-sentante de la novela histórica en España: pone a gozar de libertad plena a su sicario Jesús Chico Grande, hasta que ‘muere’ en Caracas.

La exclusión inducida –muerte– de los sicarios de Bahamón y Botero, si no tiene mucha estética sí goza de espectacularidad. Así fue la muerte de Manuel A.:

Cuando la moto estuvo más cerca pudo apre-ciar que en ella también venían dos personas. Entonces aceleró; pero pronto se dio cuenta de que su moto no era capaz de despegarlo de esa pareja que amenazaba con atropellarlo. Cuando ya estuvieron a su lado observó que el parrillero llevaba una subametralladora y apuntándosela le soltaba la ráfaga. Vio cómo los fogonazos se expandían en la noche y en fracciones de segundo alcanzaban a iluminar lo que estaba cerca. Pudo ver la cara del parrillero con su mirada rígida apuntándole, y al conductor de la moto concentrado en controlar el aparato; después sintió como si le dieran latigazos en el estómago y en el pecho; luego recibió un tremendo impacto en la cabeza, que no solo lo derribó de la moto sino que le hizo perder el sentido para siempre (Bahamón, 1988:182).

Y ésta fue la de Fernando:

Un tanto automáticamente salió [del baño del avión] al pasillo con el arma ya artillada y, cuando estuvo cerca de su víctima, abrió fuego a discreción, contra el político primero

y luego contra su gente. Cuando, atónitos, algunos de los guardaespaldas se incorpo-raron para responder a su fuego, Fernando se sintió proyectado hacia atrás en un eterno caer el vacío. ‘Con que esto es la muerte’ –se dijo– y, ya muy tarde, entendió toda la celada. Desde adelante los hombres que él creía sus refuerzos, habían repartido fuego de sus armas. Mientras dos completaban el trabajo del sicario, el tercero lo había ejecutado con una descarga cerrada de balas (Botero, 1991:139).

Epílogo

Ya se dijo en la nota cinco que Montt (2005) también mata a sus sicarios. La novedad de esta obra es la existencia de un actante ausente en los textos del corpus, que en el modelo actancial de Greimas (1971) se llama ‘destinatario’, representado borrosa-mente por la Federación. La difi cultad para encontrar en dicha novela un actante que represente al ‘oponente’ vuelve a dejar las cosas como quedaron en los textos del corpus: ni el ‘destinatario’ Federación (las llamadas fuerzas oscuras: paramilitarismo, crímenes de Estado, derecha), ni el ‘desti-nador’, ni menos el ‘oponente’ se dejan identifi car en la trama de Montt. En efecto, el modelo actancial de Greimas queda incompleto en los magnicidios de Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro: sujeto, Sicarios (Jerry y su primo); objeto, Izquierda; desti-nador, La Federación (¿Derecha?); Destina-tarios, Jaramillo y Pizarro; oponente, ¿?; adyuvante, Don Luis y El Coyote.

4 Otros autores del género picaresco –no incluidos en el inventario de Osorio ni en este corpus– se han detenido en el instante paradójico del sicario: vivir para matar y morir para que otros vivan. Jaime Espinel en el cuento “Pompones y pumpunes” (Revista Universidad de Antioquia, Medellín, No. 213, p. 61-66) relata la eliminación de un sicario por su propio hermano. Óscar Collazos en Morir con papá (Seix Barral, 1977) narra la historia de dos sicarios –padre e hijo– que son contratados para asesinar a un candidato presidencial de la vida real y a un alto funcionario judicial durante la época de las grandes confrontaciones de la mafi a colombiana con el aparato policial. Y Nahum Montt en El Esquimal y la Mariposa mata, a través de Coyote, al sicario Jerry: “Coyote disparó […] Comprendió que aquellas manos ya vacías y quietas, cubiertas por la mancha invisible de mucha sangre inútilmente derramada […] habían, por fi n, cumplido su destino de matar y morir” (p. 227).

Víctor Villa Mejía

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Le quedan al género sicaresco varias inter-pretaciones útiles sobre la obra El Eskimal y la mariposa. La de Ardila (2007:176-7) es la más aportativa5:

En esta obra publicada en abril del 2005 el autor fi ccionaliza los asesinatos de varios líderes políticos: Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro, ocurridas en la década de los noventa y que, según propone la novela, han sido perpetrados por una oscura organiza-ción, La Federación, cuyo poder se extiende a las instituciones de seguridad del Estado. Con este trasfondo de política y corrupción, el autor trama varias historias: la de la investigación del asesinato de un sicario, la del secuestro de un cronista policíaco –el Eskimal– y la de la planeación del asesinato de otro líder político, que solo hasta el fi nal se revelará como Carlos Pizarro.

Finalmente, vale la pena volver al tercer agrupamiento de Reyes (2007): el tema del narcotráfi co y su injerencia en la sociedad colombiana, abordando el sicariato sólo como una actividad del complejo entramado que encierra el crimen organizado. Con Naum Montt (El Esquimal y la mariposa) se cierra el género picaresco de la década de los noventa.

Luego nacerá un nuevo género, la telenar-conovela, el cual se inicia con las versiones para televisión de Tuyo es mi corazón, La mala hierba, Los victorinos –del siglo pasado–, El capo, El cartel de los sapos, Rosario Tijeras, Sin tetas no hay paraíso –de lo que va del siglo actual–. En estas

series el sicario ya no es el personaje central sino el dinero fácil, a través del mafi oso y su séquito de traquetos (cf. Villa, 2000). Las versiones cinematográfi cas de textos como Sumas y restas de Víctor Gaviria y La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo no encajarían en el nuevo género llamado telenarconovela, porque en ellas no está el factor que más le interesa al análisis: la teleaudiencia.

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5 En Hojas Universitarias No. 57 ya había aparecido una reseña sobre la novela, escrita por Óscar Godoy. También Osorio (2008:72-3) presenta sucintamente la obra: “El Eskimal y la mariposa (2005) recrea los principales magnicidios del país, ordenados por una organización omnipoderosa, conocida como la Federación. Don Luis, jefe de un grupo sicarial, es el encargado de los asesinos, apoyado en varios escoltas-sicarios que pertenecen a los esquemas de seguridad que el Estado les pone a estos hombres. La misión de los escoltas consiste en asesinar a los sicarios una vez que hayan cumplido la misión, que la misma organización ha contratado. Alrededor de Jerry y su primo, sicarios encargados de asesinar a Pizarro y a Jaramillo Ossa, respectivamente, y de Coyote y Mambrú, los escoltas-sicarios encargados de eliminarlos una vez ejecutados los magnicidios, se teje una truculenta trama policíaca. Los sicarios aparecen incorporados a organizaciones del crimen poderosas, conectadas con organismos de seguridad del Estado colombiano o de otros países”.

EL GÉNERO SICARESCO: LA CONFIGURACIÓN LETRADA DE LOS HÉROES DE ABAJO

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VILLA MEJÍA, Víctor. Decir y querer decir: las escaramuzas del sobreentendido // Nº 19, 2010; pp. 139-147.

VILLA MEJÍA, Víctor. El género sicaresco: la confi guración letrada de los héroes de abajo // Nº 20, 2010; pp. 121-128

VILLA MEJÍA, Víctor. El mito de la Antio-queñidad, hoy // En Nº 6-7, 2004; pp. 187-196.

VILLA MEJÍA, Víctor. El proyecto fi lológico de la Universidad de Antioquia // En Nº 12, 2006; pp. 71-83.

VILLA MEJÍA, Víctor. La academia como juego de lenguaje // En Nº 3, 1999; pp. 89-94.

VILLA MEJÍA, Víctor. La democracia en el lenguaje académico // En Nº 5, 2001; pp. 147-154.

VILLA MEJÍA, Víctor. Las fronteras (¿barreras?) de la academia // En Nº 2, 1998; pp. 78-89.

VILLA MEJÍA, Víctor. Las tecnologías lectoescriturales y la cultura académica // En Nº 15, 2008; pp. 69-77.

VILLA MEJÍA, Víctor. Los camajanes de Medellín ¿tribus urbanas? // En Nº 8-9, 2005; pp. 147-159.

VILLA MEJÍA, Víctor. Los pronombres seudopersonales en los universitarios jóvenes // En Nº 13, 2007; pp. 99-107.

VILLA MEJÍA, Víctor. Los “Medios para el activismo” y la agitación gremial // En Nº 16, 2008; pp. 43-50.

VILLA MEJÍA, Víctor. No entendí ni jota o la apología a la brecha generacional // En Nº 18, 2009; pp. 88-97.

VILLA MEJÍA, Víctor. Sobre el currículo oculto y otras opacidades // En Nº 1, 1997; pp. 83-88.

VILLA MEJÍA, Víctor. Sobre la comple-jidad de la norma lingüística // En Nº 14, 2007; pp. 63-69.

VILLA MEJÍA, Víctor. Un idioma llamado antioqueñol // En Nº 10, 2005; pp. 125-131.

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

Page 147: Revista Lectiva No. 20

146 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

VILLA MIEJÍA, Víctor. Una comunidad acadé-mica virtual // En Nº 11, 2006; pp. 51-59.

VILLADA GONZÁLEZ, Alodia. Un posible modelo para armar un recuerdo (Desde lo efímero, un vistazo a José Golfan Morales Cano) // En Nº 4, 2000; pp. 107-108.

VILLAMIZAR, Carlos Augusto. Luis Fernando Vélez. Diez años después de su partida // En Nº 2, 1998; pp. 43-52.

VILLEGAS, Elsa María. Las competencias en la formación médica / Luz Helena Lugo, Carlos Aguirre // En Nº 10, 2005; pp. 67-72.

YEPES LONDOÑO, Gustavo. Universidad y violencia // En Nº 3, 1999; pp. 95.

ZAPATA VASCO, John Jairo. Doctor Alberto Vasco / Astrid Helena Vallejo // En Nº 5, 2001; pp. 91-92.

ZAPATA VASCO, Jhon Jairo. El ensayo investigativo // En Nº 8-9, 2005; pp. 93-103.

ZAPATA VASCO, Jhon Jairo. En torno a la evaluación profesoral de la Universidad de Antioquia // En Nº 3, 1999; pp. 41-47.

ZAPATA VASCO, Jhon Jairo. La educación universitaria y la formación humanística, un reto por construir // En Nº 16, 2008; pp. 51-60.

ZAPATA VASCO, Jhon Jairo. La fi nancia-ción de las universidades públicas // En Nº 8-9, 2005; pp. 11-15.

ZAPATA VASCO, Jhon Jairo. Las compe-tencias y la investigación // En Nº 10, 2005; pp. 47-54.

ZERBINO, Mario Carlos. 19 proposiciones para discutir sobre la violencia // En Nº 17, 2009; pp. 115-117.

ZULETA, Estanislao. Educación y fi losofía // En Nº 12, 2006; pp. 135-141.

ZULETA, Mónica. Análisis exploratorio de incidentes en la evaluación docente por parte de los estudiantes / Carlos Mario Parra, Juan Carlos Correa // En Nº 4, 2000; pp. 63-75.

ZULUAGA ÁNGEL, Fabio. El devenir de una generación // En Nº 10, 2005; pp. 23-29.

TÍTULOS

Acerca de la evaluación del desempeño profesoral en la universidad de Antio-quia / Lillian Cañas Rodríguez, Luis Alirio López Giraldo, Flor Ángela Tobón Marulanda // En Nº 8-9, 2005; pp. 21-26.

Admisión de estudiantes sordos a la vida universitaria / I.E. Francisco Luis Hernández Betancur // En Nº 18, 2009; pp. 101-111.

Algunos indicadores para la evaluación crítica de la enseñanza de las ciencias / Ruth Elena Quiroz, Ana Elsy Díaz // En Nº 4, 2000; pp. 89-94.

América Latina: paradojas y encruci-jadas / Jaime Rafael Nieto López // En Nº 11, 2006; pp. 11-13.

Análisis del movimiento estudiantil / Fabio Humberto Giraldo Jiménez // En Nº 16, 2008; pp. 85-92.

Comité Editorial

Page 148: Revista Lectiva No. 20

147Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Análisis exploratorio de factores inci-dentes en la evaluación docente por parte de los estudiantes / Carlos Mario Parra, Juan Carlos Correa, Mónica Zuleta // En Nº 4, 2000; pp. 63-75.

Análisis jurídico de la situación de los pensionados al Programa de Salud / Claustro de Derecho y Ciencias Políticas // En Nº 13, 2007; pp. 65-79.

Animal burócrata / Wilson Orozco Jiménez / En Nº 18, 2009; pp. 132-140.

Ante ‘la amenaza ignorada’ / Ricardo Alarcón Gutiérrez // En Nº 14, 2007; pp. 57-60.

Apología del idioma español / Alex Grijelmo // En Nº 13, 2007; pp. 79-82.

Autonomía, libertad y conocimiento / Eduardo Domínguez Gómez // En Nº 5, 2001; pp. 99-108.

¿Autonomía o control?: criterios para medir la calidad en la educación supe-rior / Camacho Sanabria Carmen Amalia // En Nº 16, 2008; pp. 133-140.

Bogotá no merece el Congreso de la Lengua / Daniel Samper Pizano // En Nº 13, 2007; pp. 83-85.

Breve bosquejo histórico de la Asocia-ción de Profesores / Jorge Aristizábal Ossa // En Nº 10, 2005; p. 17-21.

¿Celebrar los 200 años de Indepen-dencia? / Juan Guillermo Gómez García // En Nº 20, 2010; pp. 103-114.

Ciencia, literatura y conocimiento / José Luis Díaz // En Nº 11, 2006; pp. 97-99.

Ciencia y tecnología en la universidad colombiana de hoy / Jorge Ossa Londoño // En Nº 1, 1997; pp. 61-63.

Clases, proyectos y prácticas en el proceso docente-educativo universi-tario / Elvia María González, Norbey García // En Nº 2, 1998; pp. 53-58.

Clínica de la mujer y aborto no es lo mismo / Mario Alberto Duque Cardozo // En Nº 18, 2009; pp. 41-42.

¿Clínica de la mujer o del aborto? / Beatriz Eugenia Campillo Vélez // En Nº 18, 2009; pp. 33-34.

Compañero y dirigente nacional Luis José Mendoza / Comité Ejecutivo. Fede-ración Nacional de Profesores Universitarios // En Nº 5, 2001; pp. 95-96.

Comunidad educativa de los maestros: comunidad general con los maestros / Juan Leonel Giraldo Salazar // En Nº 16, 2008; pp. 141-146.

Conceptos sobre ‘Plagio’ / Academia Colombiana de la Lengua // En Nº 17, 2009; pp. 29-35.

Confi rmación de la sentencia / Fernando Maldonado Cala, et al. // En Nº 17, 2009; pp. 59-68.

Contrastes entre oralidad y escritura en los personajes de Tomás Carrasquilla / María Teresa Agudelo / En Nº 16, 2008; pp. 105-110.

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

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148 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Currículo agregado versus currículo integrado / José Ramiro Galeano Londoño // En Nº 6-7, 2004; pp. 165-171.

Currículos, poder y disciplinas de la educación / José Ramiro Galeano Londoño // En Nº 17, 2009; pp. 119-127.

Cotorras y lechuzas / Antanas Mockus // En Nº 4, 2000; pp. 153-154.

¿Cómo leer a Tomás Carrasquilla? / Rafael Gutiérrez Girardot // En Nº 1, 2006; pp. 101-104.

Decálogo del articulista perfecto / Efrén Giraldo Quintero // En Nº 20, 2010; pp. 117-120.

Decir y querer decir: las escaramuzas del sobreentendido / Víctor Villa Mejía // Nº 19, 2010; pp. 139-147.

Defendemos la vida sin condiciona-mientos ni relativismos / Claustro de Derecho y Ciencias Políticas // En Nº 17, 2009; pp. 11-12.

Defensor universitario / Alfonso Moure Ramírez // En Nº 13, 2007; pp. 113-116.

De himnos, cánticos y tarareos. A propósito de La Chaua / Víctor Villa Mejía // Nº 17, 2009; pp. 137-151.

De la comprensión como elemento fundamental en la relación pedagógica / Bertha Ligia Díez // En Nº 4, 2000; pp. 79-82.

De la investigación formativa a la formación en investigación / Rodrigo

Jaramillo Roldán // En Nº 6-7, 2004; pp. 173-179.

De la normatividad académica al para-digma de gestión / Walter Alonso Santos Abello // En Nº 1, 1997; pp. 64-70.

De regreso al pasado / Semana // En Nº 18, 2009; pp. 45-46.

De risas y burlas en Tomás Carrasquilla / Óscar Hincapié // En Nº 16, 2008; pp. 111-120.

Democracia en la universidad: el nombre y la cosa / Jaime Rafael Nieto López // En Nº 5, 2001; pp. 19-32.

¿Democracia? ¿Cuál democracia? / Francisco Cortés Rodas // En Nº 20, 2010; pp. 27-36

Diez años después de su partida / Carlos Augusto Villamizar. // En Nº 2, 1998; pp. 41-52.

Diferente vs. Deficiente / Comité de Competencia Lectora // En Nº 18, 2009; pp. 113-120.

Disciplinariedad, interdisciplinariedad, transdisciplinariedad: vínculos y límites / Recaredo Duque Hoyos // En Nº 6-7, 2004; pp. 135-151.

Disciplinas: las aventuras de un signi-fi cado / Carlos Augusto Hernández, Juliana López Carrascal // En Nº 13, 2007; pp. 129-157.

Disciplinas II: de la ciencias naturales y las ciencias sociales a la explosión de las disciplinas / Carlos Augusto

Comité Editorial

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149Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Hernández, Juliana López Carrascal // En Nº 14, 2007; pp. 71-1 21.

Disciplinas III: La formación en disci-plinas / Carlos Augusto Hernández, Juliana López Carrascal // En Nº 15, 2008; pp. 81-114.

Discurro, discurres, discurrimos / Pedro Antonio Agudelo Rendón // En Nº 19, 2010; pp. 129-138.

Discurso de aceptación / Fernando Vallejo / En Nº 20, 2010; pp. 49-52.

Disgresiones acerca de la universidad / Jorge Ossa Londoño. // En Nº 3, 1999; pp. 67-71.

Divertimento sobre la postmodernidad / Héctor Abad Faciolince / En Nº 20, 2010; pp. 55-58.

Doctor Alberto Vasco / Astrid Helena Vallejo, Jhon Jairo Zapata // En Nº 5, 2001; pp. 91-92.

Dos vidas ejemplares: Héctor Abad Gómez y nuestra Asociación de Profe-sores / Francisco Velásquez Gallego // En Nº 1, 1997; pp. 41-46.

Drogas / Michel Serres // En Nº 10, 2005; pp. 121-24.

Educación superior y salud, por la misma senda / Mario Hernández Álvarez // En Nº 19, 2010; pp. 21-23.

Educación: las dos memorias. Entre la memoria biológica y la memoria cultural / Héctor Abad Faciolince // En Nº 6-7, 2004; pp. 155-164.

Educación y fi losofía / Estanislao Zuleta // En Nº 12, 2006; pp. 135-141.

El acoso sicológico en la Universidad de Antioquia / Flor Ángela Tobón Marulanda // En Nº 14, 2007; pp. 137-142.

El amarre del presupuesto y la impo-sición de la ampliación de cobertura / Comité Ejecutivo Fenalprou // En Nº 19, 2010; pp. 11-15.

El callejón sin salida de la barbarie / Francisco Cortés Rodas // En Nº 2, 1998; pp. 20-23.

El cambio generacional en la Univer-sidad de Antioquia: ideas para una discusión pendiente / Junta Directiva Asoprudea // En Nº 6-7, 2004; pp. 11-13.

El concepto de competencia / Julio Puig, Beatrice Herat // En Nº 10, 2005; pp. 55-65.

El conflicto urbano en la ciudad de Medellín / Manuel Alberto Alfonso // En Nº 4, 2000; pp. 115-119.

El confl icto de las facultades a la luz del decreto presidencial 1444 de 1992 / Francisco Cortés Rodas // En Nº 1, 1997; pp. 11-16.

El control interno: una mirada acadé-mico-administrativa para la Univer-sidad de Antioquia / Luis Ovidio Ramírez Arboleda // En Nº 13, 2007; pp. 19-38.

El debate: un signifi cativo espacio para el desarrollo de la autonomía / Juan Leonel Giraldo Salazar // En Nº 5, 2001; pp. 65-67.

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

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150 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

El defensor universitario / Iván Echeverri Valencia // En Nº 13, 2007; pp. 111-112.

El desarrollo de competencias cientí-fi cas en la educación superior / Elvia María González Agudelo // En Nº 10, 2005; pp. 39-46.

El ensayo investigativo / Jhon Jairo Zapata Vasco // En Nº 8-9, 2005; pp. 93-103.

El espejismo de la calidad de la educa-ción superior en Colombia / Gonzalo Arango Jiménez // En Nº 10, 2005; pp. 89-92.

El establecimiento de líneas o la muerte de la investigación / Rodrigo Jaramillo // En Nº 4, 2000; pp. 37-43.

El fantasma de los escritores / Nelson Fredy Padilla // En Nº 17, 2009; pp. 69-72.

El género sicaresco: La Confi guración Letrada de los héroes de abajo / Víctor Villa Mejía // Nº 20, 2010; pp. 121-128.

El incumplimiento: un defecto con perfi l de virtud / Juan Leonel Giraldo Salazar // En Nº 8-9, 2005; pp. 125-129. El intelectual fucsia / Jaime Alberto Vélez // En Nº 5, 2001; pp. 139-140.

El intercambio humanitario como expresión de realismo político en una situación de confl icto armado / Marco Antonio Vélez Vélez // En Nº 14, 2007; pp. 11-16.

El jilguero de la Sierra Nevada / Marina Quintero Quintero // En Nº 3, 1999; pp. 107-121.

El lector de nariz roja / Jaime Alberto Vélez // En Nº 4, 2000; pp. 155-156.

El lenguaje y la educación superior / Juan Carlos Vergara Silva // En Nº 14, 2007; pp. 19-22.

El mito de la antioqueñidad, hoy / Víctor Villa Mejía. // En Nº 6-7, 2004; pp.187-196.

El modelo evaluativo en la formación por competencias / Edgar Serna Montoya // Nº 15, 2008; pp. 129-137.

El nuevo régimen disciplinario para el profesorado / Jaime Rafael Nieto López // En Nº 10, 2005; pp. 11-14.

El papel puede con todo. Sobre aquello de «publica o perece» / Teresa Cadavid G. // En Nº 15, 2008; pp. 35-38.

El paradigma de la calidad de los pregrados de las universidades púbicas / Nelson Orozco Alzate // En Nº 16, 2008; pp. 27-34.

El plan de desarrollo de la universidad: una oportunidad para repensar la universidad / Jaime Arturo Correa Gómez // En Nº 12, 2006; pp. 49-51.

El plan nacional de desarrollo y la privatización de la universidad pública / Jorge Aristizábal Ossa. // En Nº 4, 2000; pp. 21-27.

Comité Editorial

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151Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

El profe en la U / Carlos Arturo Soto Lombana // En Nº 10, 2005; pp. 95-96.

El profesor de cátedra (cuento) / Martha Pulido Correa // En Nº 11, 2006; pp. 95-96.

El proyecto de aula o la formación en investigación / Elvia María González Agudelo // En Nº 5, 2001; pp. 69-74.

El proyecto fi lológico de la Universidad de Antioquia / Víctor Villa Mejía // En Nº 12, 2006; pp. 71-83.

El saber docente / Anny Cordié // En Nº 17, 2009; pp. 91-94.

El TLC: el zarpazo fi nal / Marco Antonio Vélez Vélez // En Nº 11, 2006; pp. 39-41.

El trabajo del comunicador organiza-cional en la sociedad posmoderna / Mónica Pérez Marín // En Nº 4, 2000; pp. 125-134.

El mundo a partir de lo contable / Juan Gabriel Flórez Romero // En Nº 19, 2010; pp. 83-93.

¿El español de Colombia es el mejor? / Daniel Samper Pizano // En Nº 16, 2008; pp. 95-98.

En torno a la evaluación profesoral en la Universidad de Antioquia / Jhon Jairo Zapata Vasco // En Nº 3, 1999; pp. 41-47.

Encuentros nacionales de ensayo contable. Presentación: razones para ensayar la contabilidad / Carlos Mario Ospina Zapata // En Nº 19, 2010; pp. 53-54.

Entre la comunicación y la educación / Eugenia Ramírez Isaza // En Nº 4, 2000; 135-138.

Entre lo real y lo posible. La investi-gación en la universidad: discursos hegemónicos y multiplicidad / Pedro Antonio Agudelo Rendón / María Nancy Ortiz Naranjo, // En Nº 17, 2009; pp. 105-114.

Estrategias comunicativas en la educa-ción / Rogelio Tobón Franco // En Nº 5, 2001; pp. 75-82.

¿Es siempre lo matemáticamente válido aplicable en la solución de problemas sociales? / Grimaldo Oleas Liñan // En Nº 17, 2009; pp. 131-135.

¿Es siempre lo matemáticamente válido aplicable en la solución de problemas sociales? (II) / Grimaldo Oleas Liñan // En Nº 18, 2009; pp. 71-78.

Ética de la discusión / Alberto Valencia Gutiérrez // En Nº 8-9, 2005; p.143-146.

Ética y corridos prohibidos: el narco-corrido mejicano en Colombia / Carlos Valbuena Esteban // En Nº 11, 2006; pp. 105-123.

¿Existe equidad para permanecer en la Investigar para publicar: una pregunta por la Universidad? / Jorge Ossa, William Ramírez // En Nº 4, 2000; pp. 57-61.

Fallo en contra / María Teresa Nossa Bernal // En Nº 17, 2009; pp. 37-57.

¿Formación o información? / Antonio Vélez // En Nº 14, 2007; pp. 45-48.

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

Page 153: Revista Lectiva No. 20

152 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Fundamentos de la transdisciplina-riedad / Manfred Max-Neef // En Nº 6-7, 2004; pp. 105-117.

Grammatici certant / José Manuel Arango // En Nº 6-7, 2004; p. 185.

Griten por quienes no pueden gritar / El Colombiano, Editorial. // En Nº 18, 2009; pp. 31-32.

Hacia un modelo teórico comprensivo del malestar docente / José M. Esteve // En Nº 17, 2009; pp. 81-90.

Hacia una concepción sistémica de la evaluación profesoral / Raúl Fernando Scarpeta Gómez // En Nº 3, 1999; pp. 31-39.

Hacia una cultura educativa de la complejidad / Mauricio Vélez Upegui // En Nº 4, 200; pp. 143-150.

Héctor Abad Gómez, editorialista / Comité Editorial // En Nº 20, 2010; pp. 39-44.

Honoris causa irrefutable / Fabián Sanabria // En Nº 20, 2010; pp. 47-78.

Ideas vagabundas / Jaime Alberto Vélez // En Nº 6-7, 2004; pp. 183-184.

Igualdad y diversidad contra todo signo diferencial / Juan Leonel Giraldo Salazar // En Nº 14, 2007; pp. 129-135.

Indagación sobre el año sabático en los profesores de la Universidad de Antio-quia // Jorge Ossa, Hernán Echevarria, Félix Berrouet // En Nº 4, 2000; pp. 45-50.

Informe a la VIII Asamblea de la Fede-ración / Junta Directiva Asoprudea // En Nº 13, 2007; pp. 11-16.

Iniciativa universitaria por y para la cultura / Edgar Bolívar Rojas // En Nº 12, 2006; pp.35-48.

Interdisciplinariedad, humanidades y universidad / José Olimpo Suárez // En Nº 6-7, 2004; pp. 77-83.

Introducción a manualito de impostu-rología física / Fernando Vallejo // En Nº 8-9, 2005; pp. 113-117.

Introducción a “una ciudad partida por un río” / Luz Mary Giraldo // En Nº 17, 2009; pp. 75-78.

Investigación: entre el deseo de reco-nocimiento y el reconocimiento del deseo / Juan Leonel Giraldo, Rubén Darío Hurtado // En Nº 11, 2006; pp. 81-86.

Investigar para publicar: una pregunta por la escritura de los docentes en la universidad / Juan Carlos Echeverri, Guillermo Echeverri // En Nº 10, 2005; pp. 111-119.

Jirones y fragmentos de la Universidad de Antioquia / Junta Directiva Asoprudea // En Nº 4, 2000; pp. 13-18.

La amenaza ignorada / Plinio Apuleyo Mendoza // En Nº 14, 2007; pp. 51-56.

La academia como juego de lenguaje / Víctor Villa Mejía // En Nº 3, 1999; pp. 89-94.

Comité Editorial

Page 154: Revista Lectiva No. 20

153Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

La acreditación y sus deslices / Ramiro Galeano Londoño // En Nº 2, 1998; pp. 24-27.

La alegría de leer / Juan Gossaín // En Nº 13, 2007; pp. 95-97.

La autonomía Universitaria / Enrique Rentaría Arriaga // En Nº 5, 2001; pp. 123-129.

La biodiversidad: su conocimiento y su futuro / Enrique Rentaría Arriaga // En Nº 3, 1999; pp. 123-126.

La caverna está creciendo / Héctor Abad Faciolince // En Nº 18, 2009; pp. 47-48.

La ciencia y la tecnología en la univer-sidad / Asdrúbal Valencia Giraldo // En Nº 1, 1997; pp. 71-82.

La ciencia y las humanidades: una pers-pectiva bioética / Álvaro Bustos González // En Nº 8-9, 2005; pp. 105-109.

La conexión entre la crisis humani-taria y la responsabilidad social de las universidades públicas / Flor Ángela Tobón Marulanda // En Nº 16, 2008; pp. 35-42.

La constitución de 1991 y el multicultu-ralismo en Colombia / Alfonso Monsalve Solórzano // En Nº 2, 1998; pp. 59-64.

La comunidad académica: acción dina-mizadora de la docencia universitaria / Jaime Martínez Escobar // En Nº 11, 2006; pp. 45-49.

La criminalización de la crítica / Julio González Zapata // En Nº 19, 2010; pp. 41-50.

La democracia como posibilidad / Óscar Madrid Botero // En Nº 5, 2001; pp. 33-39.

La democracia en el lenguaje acadé-mico / Víctor Villa Mejía // En Nº 5, 2001; pp. 147-154.

La democracia en la Universidad de Antioquia / Junta Directiva Asoprudea // En Nº 5, 2001; pp. 13-15.

La desarticulación entre el mundo de la vida y el mundo de la escuela / Elvia María González Agudelo // En Nº 3, 1999; pp. 55-65.

La educación universitaria y la forma-ción humanística, un reto por construir / Jhon Jairo Zapata Vasco // En Nº 16, 2008; pp. 51-60.

La enseñanza: una práctica determi-nada por el deseo de saber / Juan Leonel Giraldo, Marina Quintero // En Nº 2, 1998; pp. 28-34.

La escritura de los documentos públicos: emergencia lingüística / Rodrigo Restrepo // En Nº 19, 2010; pp. 97-100.

La escritura como estrategia para formar en democracia: el ensayo / Teresita Alzate Yepes // En Nº 5, 2001; pp. 83-88.

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

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154 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

La escritura en los universitarios / Fernando Romero Loaiza // En Nº 13, 2007; pp. 87-93.

La escritura reflexiva. Aprender a escribir y aprender acerca de lo que se escribe / Mariana Miras // En Nº 15, 2008; pp. 39-53.

La escritura y la argumentación / Alfonso Cárdenas Páez // En Nº 15, 2008; pp. 55-67.

La ética de la acción comunicativa / Beatriz Restrepo Gallego // En Nº 4, 2000; pp. 139-141.

La evaluación de profesores universi-tarios / Santiago Correa Uribe // En Nº 3, 1999; pp. 23-29.

La falta en ser: del deseo del maestro al deseo del discípulo / Marina Quintero, Leonel Giraldo // En Nº 4, 2000; pp. 83-87.

La farsa de las jergas / Rubén Sierra Mejía // En Nº 20, 2010; pp. 59-62.

La farsa de las publicaciones universi-tarias / Pablo Arango // En Nº 18, 2009; pp. 15-24.

La fi nanciación de las universidades públicas / Jhon Jairo Zapata Vasco // En Nº 8-9, 2005; pp. 11-15.

La fi nanciación, uno de los diez males que aquejan a la universidad / Jorge Aristizábal Ossa // En Nº 16, 2008; pp. 11-26.

La formación sociohumanística en los programas de pregrado de ingeniería / Grupo Ingeniería y Sociedad // En Nº 11, 2006; pp. 67-80.

La fuerza de los argumentos / Alfonso Monsalve Solórzano // En Nº 10, 2005; pp. 105-110.

La humanidad es el meollo de la epis-teme / Eduardo Domínguez Gómez // En Nº 6-7, 2004; pp. 39-49.

La interdisciplinariedad en ingeniería / Grupo Ingeniería y Sociedad // En Nº 6-7, 2004; pp. 51-60.

La interdisciplinariedad de las ciencias sociales y los desafíos para la univer-sidad / Jaime Rafael Nieto López // En Nº 6-7, 2004; pp. 61-75.

La inter-trans-multi-disciplinariedad / José Rozo Gauta // En Nº 6-7, 2004; pp. 85-103.

La investigación como el eje de la modernización curricular / Diego Cañarte Vélez // En Nº 2, 1998; pp. 14-19.

La investigación social en la Univer-sidad de Antioquia / Gabriel Jaime Ramírez Marín // En Nº 13, 2007; pp. 171-176.

La jerga de la educación / Rosa María Torres // En Nº 20, 2010; pp. 63-64.

La misión de la universidad / Antanas Mockus Sivickas // En Nº 12, 2006; pp. 93-134.

Comité Editorial

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155Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

La Nacional en la ruta del siglo XXI / Marco Palacios Rozo // En Nº 8-9, 2005; pp. 49-52.

La novena sinfonía y los pasos perdidos de Alejo Carpentier / Pablo Montoya Campuzano // En Nº 8-9, 2005; pp. 131-136.

La participación como máxima expre-sión del ejercicio democrático: un pronunciamiento necesario para abordar la universidad del presente / Junta Directiva de la Asociación de Profe-sores // En Nº 18, 2009; pp. 11-12.

La participación del profesorado en la universidad pública / José Ramiro Galeano Londoño // En Nº 11, 2006; pp. 31-37.

La política de vinculación de profesores en la Universidad de Antioquia / Claustro de Derecho y Ciencias Políticas // En Nº 13, 2007; pp. 57-63.

La política gubernamental de la educa-ción superior en el país / Claustro de Derecho y Ciencias Políticas // En Nº 13, 2007; pp. 71-76.

La recreación en el proceso enseñanza- aprendizaje / Jorge Luis Páez López // En Nº 2, 1998; pp. 65-68.

La refl exión pedagógica y la univer-sidad / Iván Bedoya Madrid // En Nº 3, 1999; pp. 51-53.

La reforma académica y la calidad de la educación / UN Periódico // En Nº 8-9, 2005; pp. 35-38.

La segunda reelección de Uribe / Alfonso Monsalve Solórzano // En Nº 18, 2009; pp. 123-124.

La seguridad en el campus / Junta Direc-tiva de la Asociación de Profesores / En Nº 19, 2010; pp. 19-20.

La universidad colombiana frente al reto de la formación integral / Jorge Ossa Londoño // En Nº 5, 2001; pp. 109-113.

La Universidad investigadora ¿y la docencia qué? / John Flórez Trujillo / En Nº 15, 2008; pp. 27-31.

La Universidad Nacional en el siglo XXI / Marco Palacios Rozo // En Nº 8-9, 2005; pp. 29-34.

La Universidad responde al ex senador Guerra Hoyos / Alberto Uribe Correa // En Nº 13, 2007; pp. 41-53.

La universidad planetaria / Alirio Ibarra Restrepo // En Nº 1, 1997; pp. 29-40.

Lapidación mediática contra la mujer / Juan Guillermo Londoño Cardona // En Nº 18, 2009; pp. 37-39.

Las bases estratégicas del plan de desarrollo 2006-2016 / Ofi cina de Planea-ción // En Nº 8-9, 2005; pp. 57-65.

Las competencias académicas / Afacom // En Nº 10, 2005; pp. 73-75.

Las competencias en la formación médica / Luz Helena Lugo, Carlos Aguirre,

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

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156 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Elsa María Villegas // En Nº 10, 2005; pp. 67-72.

Las competencias y la investigación / Jhon Jairo Zapata Vasco // En Nº 10, 2005; pp. 47-54.

Las disciplinas académicas / Tony Becher // En Nº 11, 2006; pp. 61-63.

Las fronteras (¿barreras?) de la academia / Víctor Villa Mejía // En Nº 2, 1998; pp. 78-89.

Las nuevas tecnologías y la “educación virtual” en los planes de desarrollo y de acción / Alejandro Uribe Tirado // En Nº 8-9, 2005; pp. 67-78.

Las publicaciones universitarias: un ‘mea culpa’ / Salomón Kalmanovitz // En Nº 18, 2009; pp. 25-26.

Las reglas académicas / Salomón Kalma-novitz // En Nº 18, 2009; pp. 27-28.

Las relaciones de poder y control en el espacio pedagógico / José Olmedo Ortega // En Nº 4, 2000; pp. 95-103.

Las revistas universitarias / Juan Carlos Vélez // En Nº 3, 1999; pp. 85-87.

Las tecnologías lectoescriturales y la cultura académica / Víctor Villa Mejía // En Nº 15, 2008; pp. 69-77.

Lectiva: de uno a cinco / Comité Editorial // En Nº 5, 2001; pp. 155-163.

Lectiva, diez años: índice 1997-2006 / Comité Editorial // En Nº 12, 2006; pp. 145-162.

Lectiva: 1997-2010 / Comité Editorial // En Nº 20, 2010; pp. 131-160.

Lectura, experiencia y formación / Entrevista a Jorge Larrosa por Alfredo J. Da Velga Neto // En Nº 14, 2007; pp. 29-44.

Lenguaje y universidad: apuntes acerca de la enseñanza de la lengua materna / Paloma Pérez Sastre // En Nº 11, 2006; pp. 87-92.

Libertad de cátedra y oposición política / Rafael Rubiano Muñoz // En Nº 19, 2010; pp. 27-39.

Libertad, igualdad, fraternidad / Eduardo Domínguez Gómez // En Nº 18, 2009; pp. 51-57.

Lo disciplinar en el contexto de las ciencias / Iván Darío Toro Jaramillo // En Nº 13, 2007; pp. 117-127.

Los camajanes de Medellín ¿tribus urbanas? / Víctor Villa Mejía // En Nº 8-9, 2005; pp. 147-159.

Los confl ictos como fuente de apren-dizaje. Las desventajas de la mala memoria / Julio César Cañón Rodríguez // En Nº 15, 2008; pp. 17-25.

Los estatutos de profesionalización docente y las facultades de educación / José Ramiro Galeano Londoño // En Nº 13, 2007; pp. 161-169.

Los “Medios para el activismo” y la agitación gremial / Víctor Villa Mejía // En Nº 16, 2008; pp. 43-50.

Comité Editorial

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Los profesores de la Universidad de Antioquia frente el acceso, conoci-miento y uso del internet. Retos y aspectos a discutir / Alejandro Uribe Tirado // En Nº 16, 2008; pp. 63-84.

Los pronombres seudopersonales en los universitarios jóvenes / Víctor Villa Mejía // En Nº 13, 2007; pp. 99-107.

Los sofismas de Monsalve / Juan Guillermo Gómez García // En Nº 18, 2009; pp. 125-130.

Luis Fernando Vélez: semblanza humana / julio Cesar Restrepo Londoño // En Nº 1, 1998; pp. 37-42.

Manuales de convivencia o instruc-ciones para vivir cumpliendo / Luis Alfonso Burgos González // En Nº 19, 2010; pp. 101-128.

Más cañones que mantequillas en el presupuesto público / Rafael Uribe Uribe // En Nº 17, 2009; pp. 97-103.

Modernidad ironía en Tomás Carras-quilla / Juan Guillermo Gómez García / En Nº 16, 2008; pp. 121-129.

No entendí ni jota o la apología a la brecha generacional / Víctor Villa Mejía // En Nº 18, 2009; pp. 88-97.

No plagiarás / Felipe Restrepo Pombo // En Nº 17, 2009; pp. 73-74.

Observaciones al proyecto de reforma del Estatuto Profesoral / Claustro de Derecho y Ciencias Políticas // En Nº 17, 2009; pp. 15-26.

Otras miradas sobre las reformas en la Universidad Nacional / Seminario Permanente de Profesores // En Nº 8-9, 2005; pp. 47-48.

¿Oportunidades contra fortalezas? / Jorge Mahecha Gómez // En Nº 1, 1997; pp. 47-60.

Para no seguir en el saldo rojo / Eduardo Domínguez Gómez // En Nº 8-9, 2005; pp. 81-92.

Para repensar la universidad colom-biana en Reflexiones en tiempo de crisis / Juan Guillermo Gómez // En Nº 4, 2000; pp. 29-35.

Pedagogía constitucional / José Ramiro Galeano Londoño // En Nº 5, 2001; pp. 57-64.

Percepción de usuarios del programa de salud en la UdeA sobre el servicio de atención en salud mental / Carlos Mauricio González Posada / Flor Ángela Tobón Marulanda // En Nº 18, 2009; pp. 59-70.

Perspectiva pedagógica de una autén-tica democracia / Flor Ángela Tobón Maru-landa // En Nº 5, 2001; pp. 47-53.

Pliego de solicitudes del profesorado / Jorge Aristizábal Ossa // En Nº 8-9, 2005; 19 -20.

Política de frentes / Alberto Vasco Uribe // En Nº 5, 2001; pp. 131-135.

Porqué oponerse a la reforma de la Universidad Nacional / Jorge Enrique Robledo // En Nº 8-9, 2005; pp. 39-46.

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

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158 Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Posición de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia frente a la Clínica de la mujer / Élmer Gaviria Rivera // En Nº 18, 2009; pp. 43-44.

Preguntas para la Alma / Bernardo Alejandro Guerra Hoyos // En Nº 13, 2007; pp. 39-40.

Prejuicios hacia la contaduría pública: una mirada a la realidad desde la fi cción literaria / Jhonny Stiven Grajales Quintero // En Nº 19, 2010; pp. 71-82.

Profesor y amigo Guillermo Portoca-rrero / Carlos Castaño Rocha, Flor Ángela Tobón Marulanda // En Nº 5, 2001; p. 93.

Propuesta para un sistema universi-tario de ciencia, tecnología e innova-ción / Pablo Javier Patiño Grajales // En Nº 11, 2006; pp. 17-29.

Quiénes somos y para dónde vamos: el plan de desarrollo de Asoprudea / Junta Directiva Asoprudea. // En Nº 12, 2006; pp. 11-27.

¿Quién fue su mejor maestro? / Rafael Campo Vásquez // En Nº 10, 2005; pp. 97-100.

Razones y sinrazones de los exámenes de admisión / Jorge Ossa, John Wilson Osorio // En Nº 4, 2000; pp. 121-124.

Reflexiones en torno a la pregunta ¿qué sociedad para qué universidad? / Rafael Rubiano Muñoz // En Nº 12, 2006; pp. 67-70.

Reflexiones en torno al programa “jóvenes investigadores” / Zayda Sierra Restrepo // En Nº 3, 1999; pp. 73-77.

Refl exión sobre currículo y valores o asincronía artesanal / Alberto Duque Velásquez // En Nº 1, 1997; pp. 17-28.

Refl exiones sobre el proceso de admi-sión de la Universidad de Antioquia / Grupo CHHES – Biogénesis // En Nº 4, 2000; pp. 53-56.

Repensar la universidad desde sus unidades académicas / José Ramiro Galeano // En Nº 12, 2006; pp. 53-65.

Resolución Nº 001 del 6 de mayo de 2005 / Comité Nacional de Representantes Profesorales // En Nº 8-9, 2005; pp. 53-54.

Resonancias a propósito de las bases para el plan de desarrollo 2006-2016 / Comisión Asoprudea // En Nº 12, 2006; pp. 31-34.

Responso por el estudiante de Conta-duría Pública: un pretexto para pensar la idea de ser universitario / John Jairo Cuevas Mejía // En Nº 19, 2010; pp. 55-69.

Retos frente a la evaluación del desem-peño profesoral / Flor Ángela Tobón Maru-landa // En Nº 6-7, 2004; pp. 27-36.

Rostros en la oscuridad / Mario Cardona Garzón // En Nº 3, 1999; pp. 103-150.

Saber, jerga e incomunicación / Óscar Collazos // En Nº 20, 2010; pp. 65-67.

Comité Editorial

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159Medellín • Nº 20 • Diciembre de 2010

Salud y vida… o muerte / Martha Lucía Correa Escobar // En Nº 18, 2009; pp. 35-36.

Semblanza del profesor José Golfan Morales Cano / María Beatriz Escobar Duque // En Nº 4, 2000; pp. 109-111.

Sentido de la articulación investiga-ción-docencia / Iván Bedoya Madrid // En Nº 2, 1998; pp. 11-13.

Sentido de la lectura en un mundo en crisis / Dídier Álvarez Zapata // En Nº 5, 2001; pp. 141-146.

Signifi cación, comunicación y creati-vidad / Rogelio Tobón Franco // En Nº 3. 1999; pp. 79-83.

Significado del Bicentenario / José Fernando Ocampo Trujillo // En Nº 20, 2010; pp. 79-101.

Sobre el caso Gómez Buendía / Alfonso Llano, Carlos Gaviria, Alejandro Sanz de Santamaría // En Nº 8-9, 2005; pp. 137-141.

Sobre el currículo oculto y otras opaci-dades / Víctor Villa Mejía // En Nº 1, 1997; pp. 83-88.

Sobre el sentido de la comunicación en la reconstrucción de los procesos educativos en educación superior / Doris Adriana Santos Caicedo // En Nº 14, 2007; pp. 23-28.

Sobre la complejidad de la norma lingüística / Víctor Villa Mejía // En Nº 14, 2007; pp. 63-69.

Sobre la conversación y el conversador / Luis Tejada // En Nº 16, 2008; pp. 99-102.

Tarea de matemáticas / El Tiempo // En Nº 10, 2005; pp. 103-104.

Trasmitir más, comunicar menos / Debray Régis // En Nº 16, 2008; pp. 147-160.

Transdisciplinariedad y lógica dialéc-tica. Un enfoque para la complejidad del mundo actual / Miguel Martínez Miguélez // En Nº 6-7, 2004; p. 119-133.

Una comunidad académica virtual / Víctor Villa Mejía // En Nº 11, 2006; pp. 51-59.

Una refl exión fi losófi ca y epistemoló-gica sobre la calidad de la educación / Guillermo Hoyos Vásquez // En Nº 10, 2005; pp. 79-88.

Un desafortunado manualito de impos-turología física / Juan Diego Vélez // En Nº 8-9, 2005; pp. 119-121.

Un examen al examen de la calidad de la educación superior (Ecaes) / Víctor Manuel Gómez // En Nº 10, 2005; pp. 33-37.

Un idioma llamado antioqueñol / Víctor Villa Mejía // En Nº 10, 2005; pp. 125-131.

Un posible modelo para armar un recuerdo / Alodia Villada // En Nº 4, 2000; pp. 107-108.

Una droga, una cartera juegos de lenguaje en torno a un acto comuni-

LECTIVA TRECE AÑOS: ÍNDICE 1997 - 2010

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cativo / Paloma Pérez Sastre // En Nº 14, 2007; pp. 125-128.

Una mesa es una mesa: sobre las rela-ciones entre lengua y cultura / Pedro Antonio Agudelo Rendón // En Nº 18, 2009; pp. 79-87.

Universidad: geopolítica y crisis institu-cional en Colombia / Erick Pernett García. // En Nº 2, 1998; pp. 69-77.

Universidad pública, democracia y sociedad civil: para pasar de la repre-sentación a la participación / Flor Ángela Tobón, Juan Ignacio Sarmiento, Luis Alirio López // En Nº 6-7, 2004; pp. 17-25.

Universidad pública y confl icto armado en Colombia / Junta Directiva Asoprudea // En Nº 3, 1999; pp. 13-17.

Universidad y violencia / Gustavo Yepes

Londoño // En Nº 3, 1999; pp. 95-99.

Verdad y justicia / Junta Directiva

Asoprudea // En Nº 5, 2001; pp. 41-46.

Vigencia de las ideologías políticas /

Eduardo Domínguez Gómez // En Nº 15,

2008; pp. 115-128.

¿Y el terrorismo de arriba? / Rafael Uribe

Uribe // En Nº 15, 2008; pp. 11-13.

11 de septiembre: repercusiones

mundiales / Érick Pernett García // En Nº

5, 2001; pp. 115-122.

19 proposiciones para discutir sobre la

violencia / Mario Carlos Zerbino / En Nº

17, 2009; pp. 115-117.

Comité Editorial