representacion y participacion, una encrucijada metafisico politica

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  • 8/18/2019 representacion y participacion, una encrucijada metafisico politica.

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    P A R T I C I P A C I Ó N Y R E P R E S E N T A C I Ó N :

    U NA E N C R U C I J A D A M E T A F I S I C O - P O L I T I C A

    R A F A E L A L V I R A

    The point of the article is that representation is primarily an

    activity in the realm of knowledge while participation belongs

    to the will. Representation and participation are two dimensions

    of human life, at the same time personal and political. One cannot

    expect real participation in the absence of true representation.

    Thepresent democracies have a real problem regarding the

    participation of the people in politics.

    Es incomparable el atractivo que muchas veces nos ofrece el

    participar en un juego. A l hacerlo, sin embargo, no representamos

    a nadie y ni siquiera nos representamos reflexivamente a nosotros

    mismos.

    Podemos sentir, de otro lado, un cierto orgullo al ser   repre

    sentantes  de algo o de alguien, e incluso de modo tal vez narci-

    sístico, al representarnos reflexivamente a nosotros mismos; con

    todo,

      ese representar no implica con frecuencia participación

    alguna.

    Participar y representar no son lo mismo y, sin embargo, las

    vemos como actividades cercanas, tanto en sí mismas como en su

    encarnación política.

    La cercanía entre una y otra se fundamenta en que ambas se

    refieren de forma marcada a la realidad de la presencia.  El que

    participa hace presente la realidad de lo participado, y también el

    que representa hace lo mismo. ¿En qué se distingue, pues, lo uno

    de lo otro?

    Anua rio Filosófico,

     XXXVI/1 (2003) 17-28

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    RAFAEL ALVIRA

    A primera vista se nos muestra la participación como una forma

    más íntima de presencializar que la mera representación, y por eso

    parece ser primaria. Puede que en un cierto sentido lo sea, pero, en

    un primer momento, ello no aparece suficientemente claro.

    La tesis que aquí se va a mantener es que la

      representación

    tiene primariamente que ver con la esfera del

      conocimiento,

      mien

    tras que la participación está en el plano de la voluntad; la repre

    sentación se refiere al ser, la participación al existir. Esa diferencia

    básica se traslada al plano político. Un sistema representativo es lo

    característico de una filosofía p olítica ilustrada, raciona lista ,

    mientras que una participativa es más bien realista.

    A algunos —tal vez a muchos— parecerá directamente mal

    planteado el tema. Los posibles peligros o errores se ven por do

    quier: ¿es que volvemos a la vieja y pasada idea del conocimiento

    com o representación?; ¿no cono cemo s bien la distinción entre ser y

    esencia?

    La tesis, con todo, es sencilla: el conocimiento está siempre en

    el nivel representativo porque conocer significa hacerse

      presente

    aquello que, sin embargo, continúa siendo otro ser distinto del cog-

    noscente, y que,

      en cuanto otro,

      es siempre

      ausente.

      Conocer

    —se trate del conocimiento sensible o del inteligible— es la fuerza

    del presencializar, lo cual es una forma de  apropiar,  lo cual a su

    vez —y es lo más típico del conocer— es un unir sin confundir.

    A este unir sin confundir se le llama   objetivar.  Todo conocimiento

    objetiva

      y el objeto es una representación en el sentido simple de

    que no es ontológicamente el ser objetivado, ni tampoco el

    objetivante.

    En relación con este tema del conocimiento, como es bien

    sabido, en la historia de la filosofía la diversidad de interpre

    taciones es grande. Para mencionar unas pocas, podemos enu

    merar: el objeto  en cuanto  objeto es irreal; el concepto formal es

    co m o un cristal purísim o y no es un terce ro entre cogn oscen te y

    conocido; el objeto es generado por el sujeto (Kant); o el sujeto por

    el objeto; etc.

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    PARTICIPACIÓN Y REPRESENTACIÓN: ENCRUCIJADA METAFÍSICO-POLÍTICA

    Me parece imposible negar, por múltiples razones, que hay

    algo en la realidad que no se reduce a conocimiento, lo cual, sin

    embargo, no significa que ello sea irracional. Tanto el idealismo

    extremo como el aristotelismo estricto —no olvidemos que, para

    Aristóteles, el ser es conocimiento del conocimiento— no pueden

    justificar la reducción de la realidad al conocimiento.

    Ahora bien, si esto último es verdad, entonces debem os aceptar

    que toda realidad tiene dos dimensiones: aquella por la que es lo

    que es y como es —su privacidad,  exención o, como dice el aristo

    telismo medieval, su incomunicabilidad— y su capacidad   expre

    siva,  gracias a la cual puede ser presencializada en el acto

    cognoscitivo. Dicho en otros términos: si en la realidad —en cada

    realidad— hay algo más que

     cognoscibilidad

    ese  algo más  es la

    raíz y fundamento de la exención, de la separación, de la indivi

    duación; pero un individuo sin relación es imposible e impensable.

    Por tanto, la primera dimensión relacional de la realidad es su

    expresividad, o sea, su apariencia.

    El primero que se revolvió contra esta tesis fue Parménides: ser

    y conocer pensar

     son

     lo mismo

     significa que no hay más presencia

    que la participación plena. El conocer no es representativo, sino

    que es pura presencia de ser y nada más. Aquí tenemos tanto una

    presencia del ser como un ser que es presencia (y no re presencia

    o representación). El problema bien claro en una filosofía que

    parecería ser de la absoluta participación es que la presencia no

    tiene ante quién ser presencia. Pero si no se trata ni de presencia ni

    de representación, entonces ¿de qué se trata?

    Aristóteles no se libra de este problema más que con la estra

    tegia de no enfrentarse con él. El

     pensar conocer

     es idéntico al ser,

    pero con el añadido de que es reflexión pura, o sea conciencia pura

    de un ser puro. ¿Sobre qué reflexiona y por qué se le ocurre

    reflexionar? Toda reflexión implica una cierta   distancia, para que

    pueda haber la vuelta típica de ese ejercicio. ¿Y, dónde está aquí la

    distancia, si toda distancia, para Aristóteles, implica potencia?

    La reducción de la

     expresividad

     a nada más que apariencia en

    Parménides no logra otra cosa que autonomizar el aparecer; y, en

    Aristóteles, el darle a la apariencia un estatuto de accidentalidad,

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    bien mirado, es otra forma de autonomizarlo. El mismo imposible

    se alcanza también desde la posición contraria. Cuando Nietzsche

    sostiene que el ser no es otra cosa que aparecer, pretende anular la

    verdad de la representación. Si sólo hay apariencia, entonces la

    propia defensa de ella lo es y todo es verdad y mentira a la vez.

    Sobre todo : el propio concepto de apariencia es imposible sin el de

    algo que aparece y una conciencia ante quien aparece.

    Lo que quiero decir, por el contrario, es que la expresividad es

    la dimensión propia de la realidad que permite su objetivación, es

    decir, su representación, y a su vez, que el conocimiento es la capa

    cidad subjetual presencializante o con fuerza para objetivar. Dicho

    en otros términos: que ni la

     representación

     es una actividad secun

    daria y derivada, ni la apariencia una entidad menor . Y ni todo es

    ser, ni todo es aparecer. La representación es inamovible. Más aún:

    la separación ser aparecer no es originariamente correcta, la rea

    lidad no es así. Más bien habría que decir: toda realidad tiene una

    dimensión por la que es individual y otra por la que se expresa o

    relaciona. Es decir, toda realidad es siempre una y abierta a lo

    múltiple, lo que implica una cierta m ultiplicidad interna, y esa mul

    tiplicidad no es ningún rasgo secundario, ni tampoco lo primario en

    el sentido de fundamental.

    Incluso una representación perfecta  seguiría siendo una repre

    sentación (por ejemplo, en la filosofía sobre el cristianismo se dice

    que el Verbo es idéntico al Padre, y, con todo, no es el Padre), y,

    por el contario —y como queda dicho— una presencia

     perfecta

     no

    es presencia ninguna, pues no tiene ante quien.

    El propio ideal de una representación perfecta como mediación

    perfecta —el Verbo divino, o el concepto formal— implica reco

    nocer que dicha mediación representativa no es idéntica con la

    presencia inmediata.

    Por cualquier lado que se mire, tanto si se considera en

     cada ser

    como en el

     c onjunto de los seres,

      la representación es una realidad

    básica e ineludible. Y es aquí donde surge también el pro

    blema igualmente ineludible de la sospecha: ¿será la apariencia

    —sensible e inteligible— de una realidad, ajustada a su indivi

    dualidad? En la tradición popular hay mil sentencias acerca de este

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    PARTICIPACIÓN Y REPRE SENTACIÓN: ENCRUCIJADA METAFÍSICO POLÍTICA

    problema: las apariencias engañan , se dice, pero también algunos

    sostienen que lo único que no engaña son las apariencias . ¿Quién

    tiene razón? Algo de razón tienen los dos. Puesto que hay distin

    ción de dimensiones en el ser real, es posible el engaño (su ser

    individual puede estar en cierto sentido mal reflejado por su

    expresividad). Pero, desde otro punto de vista, por más que se

    empeñe, la realidad no puede no aparecer como es, no puede no

    mostrar su ser. Si bien se mira, el verdadero engaño está sobre todo

    en el cognoscente, como es claro, pues él es el que   se ha dejado

    engañar. El engañador por el contrario es siempre verdadero

    engañador.

    Lo que esto, a su vez, quiere decir, es simplemente lo sabido ya,

    o sea, que el aparecer es de la realidad y que el ser del aparecer

    remite a la realidad individual —es intencional— tanto como la

    realidad individual se expresa en él.

    * * *

    Es la misma dualidad de dimensiones de lo real la que nos está

    empujando a la reflexión, y en el movimiento reflexivo se inten

    sifica la presencialidad. La vuelta implica siempre deseo —pues se

    vuelve porque lo que se tiene no se tiene, y ésa es la esencia del

    deseo— ; el deseo, a su vez, es una actividad unitiva más intensa

    que el conocimiento.

    Esa presencia más intensa que la voluntad desiderativa pro

    mueve se ha de interpretar ya en términos de  participación . El que

    desea, el que ama, no busca simplemente conocer al ser querido, es

    decir, representárselo, sino que quiere identificarse más con él,

    quiere participar de su vida, quiere, en suma, existir con él.

    Si puedo hablar así, en el conocimiento el movimiento va de

    fuera hacia dentro: hago mía la oferta expresiva del otro ser; en el

    querer, por el contrario, el movimiento va de dentro hacia fuera:

    quiero participar en la vida del otro.

    Toda representación, en este mundo, deja un lugar posible a la

    duda, pues la representación supone mediación y esa mediación no

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    la dominamos perfectamente. En cambio el que quiere con duda no

    quiere de verdad, no participa en la vida del ser querido: en el

    querer hay inmediación, se quiere

      y ya está.

      Otra cosa son los

    problemas psicológicos, que aquí no son del caso.

    Por eso generalmente no es demasiado molesto descubrir que

    estábamos cognoscitivamente engañados, pero no podemos com

    prender, justificar, un engaño en el querer. El caer en la cuenta de

    que estábamos equivocados nos humilla, porque el conocimiento

    es captación, posesión; el caer en la cuenta de que nuestro querer

    fue traicionado nos destroza, porque el querer es entrega, renuncia,

    humillación previa.

    La participación presupone cognoscitivamente la represen

    tación. No hay querer consciente que no venga después del cono

    cimiento. Cómo un conocimiento teórico se hace práctico: ésa es

    una cuestión bella y profundamente respondida por la tradición

    clásica. Bastaría recordar aquí las páginas de Josef Pieper al efecto.

    Que,

     a su vez y en dirección contraria, la representación presu

    ponga la participación es la tesis conocida del platonismo, recogida

    de modo original por Tomás de A quino. La idea es que nada puede

    existir más que por participar en la vida —en el ser— de aquello

    que

     simplemente

     es.

    Es un lugar común que el concepto de participación es una

    clave fundamental del platonismo, y que fuera del platonismo su

    vigencia generalmente se oscurece o hasta desaparece. Extraña

    cosa es que se considere entonces a Platón como un idealista

    o cognitivista . Menos raro es que se le considere un realista, pues

    la existencia está en el plano de la voluntad: se quiere la existencia,

    se conoce el ser.

    Más raro es, de nuevo, que se considere su teoría menos ade

    cuada, desde el punto de vista realista, que el aristotelismo. Para un

    ser sensible —según el filósofo ateniense— participar es

     vivir

     en y

    gracias a la  idea, y, a su vez, la idea  vive en y gracias a la unidad

    primigenia o protológica.

    Cada ser sensible expresa de una manera la idea : esta tesis

    platónica implica que lo escondido e incomunicable de cada ser

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    PARTICIPACIÓN Y REPRESENTACIÓN: ENCRUCIJADA METAFÍSICO POLÍTICA

    sensible es realmente lo mismo en muchos casos, lo cual no es

    claro,

     pero tampoco inaceptable, puesto que además en lo relativo a

    los seres humanos no se dice lo mismo. En cualquier caso, parti

    cipar es

      existir con

      y

      en

      aquel o aquello participado. Todo eso

    queda difuminado en Aristóteles, para el que sólo tiene validez la

    idea de asimilación, idea clave en él y con la que se acerca mucho,

    por cierto, a su denostada participación platónica.

    Participación es el gran concepto, a través del cual se ve cómo

    cada realidad existe gracias a la otra y en la otra , pero sin por

    ello —más bien al contrario— desaparecer.  Participación es una

    identidad

     inidéntica,

     y es así la fórmula del un iverso. Cuanto más

    verdadera es la participación, menos abstracta es la realidad.

    Me represento  la

     esencia,

     el ser de otra realidad; intento parti

    cipar de su vida, intento

     ec-sistere,

     existir. En la famosa disputa de

    los tomistas acerca de si se debe hablar de  actus essendi  o de

    existentia,  la respuesta sería: sin esencia no hay representación, y

    viceversa, la representación es de la esencia. Más allá está lo

    incomunicable de la realidad, el actus essendi , al que no puedo

    representar, pero gracias al cual ec-sisto, al

     participar de él.

    * *

    Si pasamos ahora a la filosofía política, vemos que —como se

    apuntaba al principio— los sistemas racionalistas , cogniti-

    vistas o intelectualistas tienen tendencia a entender la política

    en términos de representación,  mientras que el platonismo político

    maneja siempre en la trastienda la idea de participación como clave

    fundamental.

    Como bien vio el antiplatonismo reciente, ya desde Nietzsche, y

    particularmente la escuela de Frankfurt y Martin Heidegger, toda

    unidad formal, toda idea es también una energía que mantiene la

    unidad de lo diverso. Ellos interpretan esta tesis —que Aristóteles

    brillantemente había comprendido y profundizado— como si se

    hablase de una fuerza constrictiva que se ejerce desde una abstrac

    ción inadecuada (la idea ). No es este el sitio para mostrar hasta

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    qué punto esta afirmación antiplatónica me parece inadecuada,

    pero sí lo es para decir que, se quiera o no, ese platonismo o

    aristotelismo metafísico de base es el que ha estado siempre y

    sigue aún hoy com pletamente vigente en la política.

    Los grupos humanos, las personas diversas, se agrupan en uni

    dades, y esa unidad tiene siempre una cierta forma comprensible

    —una idealidad—, aunque nunca pueda estar completamente ex

    plícita, y pide unas personas — los gobernantes— que se encarguen

    energéticamente de mantener y perfeccionar esa unidad. No hay

    unidad sin forma, ni forma sin alguien que se haga cargo de

    gestionarla activamente.

    Para gobernar una polis hace falta como base primera com

    prender su forma y dedicar tiempo a su atención. El ideal de la

    igualdad pediría que todos conocieran la forma y tuvieran tiempo,

    pero,

     de un lado, entonces el ideal se autodestruiría, pues carece de

    sentido que todos gobiernen al tiempo, y, de otro completamente

    unido al anterior, ¿quién se dedicaría a las tareas necesarias para la

    vida y para cuyo gobierno último se requiere precisamente a esas

    personas?

    No hay duda: toda organización política supone forma y fuerza,

    por una parte, y, a la vez, gobernantes y gobernados. La pregunta

    ahora es cómo se establece la relación adecuada entre gobernantes

    y gobernados.

    Y la respuesta sólo puede ser que la relación es adecuada

    cuando el gobernante sabe

      suficientemente bien

      lo que tiene que

    hacer y posee la fuerza, el poder  preciso para hacerlo. Es, desde

    luego, una respuesta m uy simple, pero no sería tal vez fácil encon

    trar otra. La dificultad es más bien práctica y consiste en el clásico

    problema de la selección del gobernante. Ahora bien, medios para

    seleccionarlo hay muchos y no es posible determinar que

     uno

     es el

    mejor en absoluto, precisamente porque aquí el absoluto no tiene

    sitio.

     Depende de las circunstancias.

    Otra cosa es la  condición  de la selección. Aquí sí que hay un

    cierto absoluto: sin una confianza suficiente entre gobernados y

    candidatos al gobierno, cualquier selección está viciada. Es menes-

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    PARTICIPACIÓN Y REPRESENTACIÓN: ENCRUCIJADA METAFÍSICO POLÍTICA

    ter repetir todavía aquí que la selección se puede hacer de muchos

    modos y que, en el fondo, la clave está siempre en la condición

    —la confianza— y no en los medios. Por medio del sufragio

    universal, por ejemplo, podemos sentirnos contentos o engañados.

    Hay muchos casos. Con una conciencia de ser engañados en serio,

    no hay más solución que soportar o pasar a la acción m ás o m enos

    violenta. Pero exactamente lo mismo sucedía, por ejemplo, en la

    monarquía medieval. Si al pueblo no le parecía bien el rey nuevo,

    soportaba o pasaba a la acción más o m enos violenta.

    La argumentación de que es mejor la publicidad de las elec

    ciones que la herencia familiar, no es propiamente racional. Desde

    luego no se me pasa por la cabeza cuestionar el sistema actual y

    defender la vuelta del que fue común en el medioevo. Lo que

    quiero decir es que no hay un argumento   racional  suficiente para

    mostrar la superioridad del uno sobre el otro.

    Se dice: el heredero podía ser tonto o malvado. Pero lo mismo

    ha dicho infinidad de gente con respecto a no pocos electos demo

    cráticos en los últimos siglos. Electos, por cierto, por ellos mism os.

    Se añade, ya con más carga filosófico-política: el procedimiento

    del sufragio universal es

     público

     —y eso forma parte de la esencia

    de lo político, sin ninguna duda— mientras que en la monarquía

    tradicional y el feudalismo lo público era gestionado privadamente.

    Pues bien, desde que nació la democracia la palabra tal vez más

    repetida ha sido  corrupción,  que no es, como algunos pueden

    pensar, palabra de nuevo uso. Tout est pourri se decía ya en

    Francia en el XIX. Y la esencia de la corrupción es la conversión

    defacto  de lo público en privado.

    No señalo esto ni para escandalizarme ni para decir que este

    sistema es tan malo como el anterior ni, mucho menos, para ento

    nar la queja de que el pueblo siempre ha sido explotado . Esa

    queja sólo es entonada por algunos intelectuales que intentan, me

    diante ella, ser apoyados para llegar al poder. El pueblo, en

    realidad, no suele hacer afirmaciones políticas de un carácter tan

    universal.

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    RAFAEL ALVIRA

    Lo que el pue blo dice, porqu e lo olfatea, es, sim plem ente, tal

    político me engaña . Ahora bien, aquí el pueblo no es ni el grupo

    de los menos poderosos, ni tampoco la totalidad de la población de

    una entidad política. El pueblo es, simplemente, el grupo de los

    gobernados.

    Cualquier concepto sólo se constituye y es comprensible en

    relación con otros. El pueblo español, portugués, francés, italiano,

    incluye a toda la población sólo cuando la referencia es a

      la otra

    nación: con respecto a los españoles,

      todos

      los franceses son fran

    ceses. Pero, desde el punto de vista de la política en cada país, no

    existe nunca el pueblo,  sino los gobern antes y los gob ernad os.

    El intento de negar esto fue lo característico de los inicios de la

    dem ocracia. To dos som os libres e iguale s supone que el pueblo

    es una unidad tan compacta como atómica. Pero los problemas

    surgiero n inm edia tam ente , y se reflejaron en la llam ada filosofía

    revolucionaria de la revolución , de la que Bernard Bourgeois ha

    hecho excelentes comentarios. El punto era: cómo puede haber

    gobernantes y gobernados —algo absolutamente inevitable— sin

    que se rompiese esa unidad compacta del pueblo. Y la solución:

    ninguna.

    Hubo, por ello, de hacerse una finta, para salvar la situación. El

    nombre de esa finta ya no era nuevo, pero ahora adquirió mayores

    vuelos: se llamaba gobierno representativo.

    No hay forma de lograr la igualdad política de gobernantes y

    gobernados —es imposible—, pero se puede buscar un contrapeso:

    el gobernante gobierna, sí, pero en representación del pueblo. La

    imposible unidad inmediata, la imposible  presencia inmediata

    política del pueblo en cuanto pueblo,

      puesto que es patente que ni

    puede presentarse ante sí mismo, ni se presenta tampoco nunca

    directa o inmediatamente, ya que no tendría ante quien, fuerza a lo

    inevitable:

      la representación.

    Ahora bien, como vimos al principio, donde hay representción

    cabe el engaño. Tanto representaba la unidad del pueblo el monar

    ca medieval como el parlamento elegido universalmente, y tanto le

    puede engañar al pueblo el uno como el otro. Tanto puede tener

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    contrapesos y controles el uno como el otro y tanto puede no tener

    los o ser ficticios: por ejemplo, la fundamental división de poderes

    puede consistir —y de hecho consiste con frecuencia— en que

    ejecutivo y legislativo están en las mismas manos, y que los jueces

    son nombrados por ellos.

    ¿A quién del pueblo no le gusta, o gustaba, la ficción del pueblo

    soberano Es bonita, pero lo cierto es que políticamente el pueblo

    son los gobernados y no se recuerda un lugar donde los gobernados

    manden, pero si no mando no hay soberanía, pues la soberanía es

    poder. Soberano es el que decide en caso de excepción apostrofó

    Cari Schm itt. El pueblo no lo hace.

    Es perfectamente posible que un país con sufragio universal, un

    sistema parlamentario bicameral y con división de poderes sea un

    ejemplo de buen gobierno. Es, además, lo que se lleva ahora, y eso

    es relevante. Arriesgo pues la tesis de que el sorprendente descré

    dito progresivo del sistema ante el pueblo, comprobado por las

    encuestas, se debe al menos en parte a que se ha intentado con

    vertir unos medios, un procedimiento, en algo cuasi-dogmático. Al

    parecer, el sistema es mejor que cualquier otro, pero no funciona

    bien, y muchos se sienten frustrados. Si ni siquiera lo menos malo

    funciona, sólo nos queda el suicidio. Culpable, en este caso, Sir

    Winston Churchill.

    La clave, por tanto, y hay cada vez más conciencia de ello, no

    está en el modo de la

     representación

      —que es inevitable en polí

    tica, y no es sólo propia de la democracia, como tantas veces

    falsamente se ha dicho: la democracia tiene su modo de represen

    tación— sino que está en la  confianza que en concreto generen y

    merezcan los que la detentan. Ahora en occidente hemos entrado

    en el discurso de los llamados  "valores",  y en el fondo lo que se

    busca es volver a suscitar el discurso de la  confianza.

    ¿Qué sucede? Que la representación es sólo un primer paso. La

    confianza en el representante empuja al querer, al afecto, al entu

    siasmo incluso: se quiere participar.

    El anhelo de participación, de llegar a ella, es completamente

    connatural al ser humano. Unos representantes engañosos, indig-

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    RAFAEL ALVIRA

    nos,  pueden frustrarlo. No hay que olvidar, en cualquier caso, que

    la participación sigue a la representación, y no viceversa, en los

    procesos conscientes. Tras el conocimiento, la voluntad.

    Pero también decíamos que ontológica o

      constitutivamente

     lo

    primero era la participación. Pues bien, lo que quiso la democracia,

    al sostener que el pueblo  fundaba  la sociedad, fue poner en primer

    lugar

     la participación política. La. participación

     es

     constituyente',  la

    representación es el sistema de la sociedad con stituida.

    La queja continua por la falta de participación política en los

    sistemas democráticos tiene, por consiguiente, dos explicaciones,

    no sólo una. De un lado, queda el anhelo de la participación consti

    tuyente, siempre imposible  de facto,  si por participación enten

    demos lo que entiende la democracia: una

      participación cons

    ciente. Implícitamente el ser humano constituye la política; explíci

    tamente se la encuentra siempre ya constituida. De otro lado, la

    radicalización del individualismo hace que la confianza en los

    representantes sea casi un milagro. El pasota individualista es un

    desconfiado total, aunque vaya a votar. Podrá votar, pero no quiere

    participar.

    Aclarar —o intentar aclarar— conceptos puede ser útil para

    favorecer la gran tarea siempre igual y siempre nueva para cada

    generación: promover una representación lo más verdadera posible,

    para que merezca la pena lanzarse a la participación.

    Rafael Al vira

    Universidad de Navarra

    Departamento d e Filosofía

    31080 Pamplona - España

    [email protected] 

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    mailto:[email protected]:[email protected]