raíces paganas del cristianismo

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RAÍCES PAGANAS DEL CRISTIANISMO

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Nicolás Brihuega Barba

RAÍCES PAGANAS DEL CRISTIANISMO

ensayo histórico

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Nicolás Brihuega Barba

RAÍCES PAGANAS DEL CRISTIANISMO

La pugna del cristianismo y el paganismo en la edad antigua.

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Raíces paganas del cristianismo La pugna del cristianismo y el paganismo en la edad antigua

Nicolás Brihuega Barba

© 2014 Editorial Sapere Aude © 2014 Nicolás Brihuega Barba

EntreAcacias, S. L. Mieres de Limanes, 17 33199 Siero – Asturias ESPAÑA Tel.: (+34) 985 79 28 92 [email protected] [email protected] 1ª edición: diciembre, 2014 ISBN (edición impresa): 978-84-942915-5-5 ISBN (edición digital): 978-84-942915-6-2 Edición digital Reservados todos los derechos. Queda prohibida, salvo excep-ción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distri-bución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad inte-lectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal).

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ÍNDICE

Prólogo de Ignacio Merino | 8 La pugna del cristianismo y el paganismo en

la edad antigua | 18 La crítica anticristiana | 23 La persecución del paganismo | 30 El alma romana | 39 Romanismo y cristianismo | 42 El ocaso del paganismo | 48 La diosa madre | 61 Cómo los cristianos destruyeron el paganis-

mo. Cronología principal | 67 Cristianismo y paganismo, identidades y dife-

rencias | 72 El mithraismo | 76 ¿Cristianismo sin Cristo? | 80 El mito de la cruz | 86 Los mitos del monoteísmo | 89

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Las raíces del cristianismo | 91 La astrología en la gestación del cristianis-

mo | 98 Los apóstoles | 105 La importancia de roma en la gestación del

cristianismo | 113 El cristianismo y la etimología | 116 Jerusalén, la ciudad santa | 118 Rituales católicos, ¿cristianos o paganos? | 126 Bibliografía | 131

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PRÓLOGO Ignacio Merino

Raíces paganas del cristianismo es un libro magnífico y resulta además necesario porque la muerte de lo pagano se atribuye con demasiada frivolidad a la de-cadencia sin tener en cuenta quien fue su enterrador, incluso su ejecutor.

Así como Roma acabó con la cultura celta y la de los otros pueblos germánicos e indoeuropeos asenta-dos en Europa, el cristianismo destruyó hasta los ci-mientos el mundo pagano y combatió, desde el prin-cipio, el librepensamiento y las doctrinas que habla-ban de la vida misma, de la presencia del ser hu-mano en la Tierra, de las fuerzas cósmicas y las reali-dades ocultas.

La obra de Nicolás Brihuega es extremadamente rigurosa pues plantea el tema de la intolerancia cató-lica hacia el mundo pagano con un argumento sólido y escrupuloso. Es importante porque presenta un tema que se toca raramente o de forma solo tangen-

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cial. Y además es amena, ya que el autor sabe admi-nistrar sus contenidos en las dosis adecuadas. Algo que por otra parte no debe sorprender; Nicolás cono-ce bien la tarea de divulgar la Historia sin cargar las ruedas de molino de la erudición pedante o el lastre de un discurso espeso que entorpezca la lectura. Este ensayo se muestra claro, conciso, abrumadoramente convincente.

No resulta fácil separar con frialdad eficiente de ci-rujano el músculo del Cristianismo de la grasa de una jerarquía endogámica ha ido depositando en el cuerpo de una Iglesia que se estableció sobre el po-der estatal, la codicia de riquezas y el control de vo-luntades. Los jerarcas vaticanos siguen hablando del mensaje de Jesús pero, ¿acaso lo ha seguido la orga-nización que sigue intentando monopolizar su culto? El contenido más importante de aquel mensaje, la pa-labra que anunciaba un nuevo mundo de relaciones y comportamientos humanos, el esperanzador eba-nuelos que debía propagarse por el mundo más allá de los estrictos límites del judaísmo tuvo su apoteo-sis en el lema revolucionario «Ama a tu prójimo co-mo a ti mismo».

Pero esto no era más que la parte humana de esta ideología de humildad y comunión con la comuni-dad de hombres y mujeres de toda condición, inclui-dos los gentiles. Al meollo puramente vital, cons-truido para una arquitectura social basada más en la justicia y en la compasión, se fueron añadiendo los ropajes místicos: Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios Vivo, un ser cósmico capaz de resucitar y otorgar la salvación eterna a los pobres mortales que habían he-

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redado una supuesta trasgresión de sus padres ori-ginales. En su persona se encarnaba el Mesías, el Re-dentor que habría de cargar sobre sí mismo la culpa del Mundo. Esto no lo inventó la Iglesia ni San Agus-tín ni San Pablo. Lo dijo él mismo a sus discípulos en repetidas ocasiones.

Pero, ¿qué culpa?, ¿qué significa comer del árbol de la ciencia del bien y del mal? ¿Adquirir inteligencia racional? La fe, decían, era un misterio, un don de Dios. La Ecclesia organizada en torno a esta doctrina elevó la creencia a rango de dogma, fuera del cual cualquier persona estaba condenada a padecimientos eternos y se consideraba impía. De este convenci-miento totalizador nació la intolerancia y su epítome: la destrucción del otro. Los templos paganos fueron sepultados bajo los muros de las nuevas iglesias y basílicas; las fiestas que celebraban la Naturaleza, suprimidas; los ritos antiguos, proscritos; los que no admitían la verdad única, condenados y ejecutados por herejes. Una conducta de paradójica crueldad para quienes se habían edificado sobre la sangre de los mártires.

El cristianismo hundió la rica nave del paganismo, en la que una Humanidad despierta a los misterios del mundo viajaba por el Cosmos de lo Desconocido, aventurándose a explorar y por el Cosmos de lo Des-conocido, aventurándose a explorar y conocer. Es cierto. Pero dado que esta obra representa un juicio sumarísimo a su papel ejecutor, debemos ser ecuá-nimes y buscar en las raíces de su nacimiento la se-milla auténtica.

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Con todo lo que sabemos hoy, incluidos los ma-nuscritos encontrados en Qumram a orillas del Mar Muerto de Galilea, podemos hacernos una idea bas-tante aproximada de los que significaba el mensaje del rabino judío Joshua de Nazarth y la gran trans-formación que experimentó su doctrina y organiza-ción a partir de San Pablo, san Agustín, Constantino y los primeros concilios.

Resulta claro que Jesús pertenecía al mundo esenio, la fraternidad hebrea profundamente mística cuya existencia ha demostrado el hallazgo de los Rollos del Mar muerto. Según esos documentos, la Comu-nidad fue fundada por Esén, discípulo predilecto de Moisés, cuando llegaron a la Tierra Prometida. Hay suficientes indicios que tanto el asceta Juan el Bautis-ta, como sus padres, Joaquín y Ana, así como San Jo-sé y la joven María, pertenecieron a ella, además de algunos de los primeros seguidores, sobre todo Juan el discípulo Amado, quien heredó la autoridad del Maestro para fundar escuelas y cuyo libro del Apo-calipsis utiliza un lenguaje hermético propio de ese-nios y está cuajado de visiones características que es-ta comunidad tenía sobre el poder del Mal.

Los esenios mantenían fuertes lazos fraternales y se llamaban a sí mismo «hermanos». La mujer estaba es pie de igualdad con el varón, sin discriminación de ningún tipo. Quienes se entregaban a esta religión se reunían en comunidades fuera de las ciudades, ob-servando una vida ascética, sencilla y pura: vestían sobria de lino crudo, andaban descalzos, se dejaban crecer el pelo y la barba, eran vegetarianos, ejercían la caridad y se dedicaban a sanar el cuerpo y el espí-

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ritu. El propio Jesús, que concuerda perfectamente con este modelo, fue sobre todo conocido como maestro sanador.

La doctrina esenia se basaba en la existencia del Mal originado por la rebelión de Luzbel y sus fuerzas oscuras, en constante combate con el Bien. Debían orar continuamente para exorcizar el poder demo-niaco de estas fuerzas y alabar a Dios por su omnipo-tencia y bondad, para que prevaleciesen. Este mundo era un «valle de lágrimas» por el que había que tran-sitar de la manera más humilde y poder así ganar la vida eterna, la auténtica, en el seno del Padre. El mé-todo para hacerse perdonar las faltas era una confe-sión pública de los pecados de cada uno, que la co-munidad escuchaba y el maestro absolvía.

Los esenios se hicieron más visibles en la Palestina del siglo II a.n.e. tras la vuelta de los macabeos, cuando éstos denunciaron a los nuevos gobernantes judíos por haberse apartado del camino de Dios. Los esenios estaban en contra de las enseñanzas del Templo y sus sacerdotes por considerarlos corrom-pidos y tampoco seguían en la vida diaria las creen-cias de los fariseos, extremistas de la Torah que regu-laban desde la alimentación hasta la vida ìntima. Tampoco, al parecer, se limitaban a la religión mo-saica, sino que estudiaban otras para extraer de ellas los grandes principios y enseñanzas.

Como consideraban que cada religión era un esta-do conspicuo de una misma manifestación, le daban gran importancia a las enseñanzas de los antiguos caldeos, Zoroastro y Hermes Trimegistos. Prestaban atención a las secretas instrucciones de Moisés, los ri-

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tos de Mitra, las técnicas ascéticas del budismo y las revelaciones de Enoc. Los esenios se consideraban guardianes de las divinas enseñanzas. Poseían ma-nuscritos muy antiguos, algunos milenarios, que os maestros más sabios estudiaban y traducían a distin-tas lenguas con el fin de perpetuar y preservar su agudo conocimiento en una tarea que consideraban sagrada.

Aquella intachable comunidad de fieles considera-ba que su fraternidad de hombres y mujeres debería representar la presencia en la Tierra de los hijos y las hijas de Dios. Ellos debían ser la luz que brilla en las tinieblas, la que invita a la oscuridad a convertirse en Luz. Cuando un postulante solicitaba ser admitido en la Comunidad significaba que en su interior se había encendido la luz que despierta el alma y a par-tir de ese momento, ese alma estaba lista para ascen-der las escaleras del sagrado templo de la Humani-dad. Diferenciaban entre las almas que aun estaban dormidas, las que estaban despiertas a medias y las despiertas del todo, lo que la Iglesia triunfante inter-pretó como el Cielo, el Infierno y el Purgatorio. Su ta-rea primordial consistía en ayudar, consolar y aliviar a las almas dormidas, tratar de despertar a los que estaban a medias y guiar a las despiertas. Sólo aque-llos espíritus considerados verdaderamente alerta podían recibir la iniciación en los misterios de la Fra-ternidad esenia mediante el agua bautismal de la co-rriente mística que representaba el río Jordán.

Jesús el Nazareno transmitió las enseñanzas ese-nias, pero fue mucho más allá, las abrió a los gentiles, los esclavos, los impuros, a todo el género humano

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sin distinciones de ninguna clase, lo que significaba una revolución en el mundo hebreo y una auténtica herejía, pues quebraba el principio inmutable de Is-rael como el pueblo elegido. Prometía la salvación a partir de las buenas obras y el arrepentimiento: Des-preciaba las enseñanzas del Templo de Jerusalén por corruptas e inútiles. Trocaba el Dios vengador en Pa-dre Misericordioso.

El gran desafío fue, sin embargo, proclamarse Hijo de Dios, nacido de su única sustancia y por tanto único, incontestable, digno de veneración y por en-cima de todos. Esa sí fue «la piedra» sobre la que edi-ficó ssuu Iglesia. A esta audacia sin límites se añadirían como ornato y razón de su divinidad el nacimiento prodigioso, los milagros, la resurrección entre los muertos, y también la crucifixión, pues el martirio fi-nal a su prédica debía refrendar su condición de Me-sías como ya había ocurrido con Krishna, Mitra o el mismo Osiris, deidad egipcia del que Jesús absorbió distintos arquetipos. Jesús el Cristo sería así el Me-sías que esperaban los judíos generación tras genera-ción, pero llegó a superar de tal manera las expecta-tivas hebreas que la mayoría de sus hermanos de ra-za y religión sencillamente no le creyeron.

Dejamos para el ámbito del análisis psicológico, en la línea del gran pensador Carl Gustav Jung, las im-plicaciones clínicas que tiene este convencimiento de ser un mesías redentor, psicopatología que aparece con frecuencia en los enfermos mentales y que en la Historia de la Humanidad se repite con desoladora frecuencia, desde Gengis Khan a Adolf Hitler, pa-

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sando por ámbitos más reducidos en el caso del Gu-ru Maharishi o incluso Bob Dylan en su momento.

Poseídos por la patente de la Verdad Absoluta y como depositarios del Evangelio del Dios vivo, los arquitectos de la Iglesia instalaron su organización en la Imperial Roma, lejos de la periférica Jerusalén. Desde el principio, aunque les caracterizara la hu-mildad y el amor al prójimo, tuvieron la voluntad de acabar con todo aquello que no se amoldara a sus le-yendas históricas y construcciones místicas. La hábil estratagema de Constantino fue la llave que les abrió el sancta sanctorum del poder y los obispos de Roma supieron aprovecharlo en beneficio propio, suplan-tando el omnímodo poder que antes tenía el Empe-rador para crear la figura de un Sumo Pontífice de gobierno absoluto. Esta suprema autoridad, basada en representar al vicario del dios vivo, ha tenido la habilidad de permanecer sujeta al solio vaticano has-ta nuestros días. Aun ejerce su papel sancionador y condenatorio, a veces con la virulencia de los fanáti-cos. Pero puede que le quede poco tiempo en el paté-tico combate que libra desde hace siglos contra el mundo racional e inteligente de la Humanidad.

Del convencimiento de que su iglesia era la sola posible y su doctrina la única verdad resplandecien-te, había sólo un paso a la actitud totalitaria de con-denar y aniquilar lo extraño. Por esta razón la histo-ria de la Iglesia Católica está colmada de actos de fuerza, medidas impuestas, crueldad sistemática y multitud de desencuentros. El espíritu eclesial, el ecumenismo, afecta sólo a quienes comulgan con sus mitos, dogmas y creencias. Los que no son creyentes

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o «crédulos» según una terminología laica más asép-tica, forman el ejército de las Fuerzas oscuras del Mal que es necesario seguir combatiendo.

No exagero en cuanto digo. Nicolás Brihuega nos lo recuerda con las palabras exactas de quienes las pronunciaron. Pío Nono exclamó, contundente, «Anatema a quien diga que la Iglesia no puede em-plear la fuerza». Siglos antes, el hispano obispo Oro-sio llegó a afirmar que Alarico era el enviado de Dios, el vengador de los cristianos. El propio Jesús había alertado a los suyos: «No vayáis a creer que yo he traído la Paz sobre la Tierra, sino la espada... He venido a traer la división entre el hijo y su padre, en-tre la hija y su madre, entre la nuera y su suegra y se tendrán por enemigos de la propia casa».

Esos enemigos fueron cambiando a lo largo de la Historia. Incluso a veces dentro de sus propias filas, como llegó a ser el caso de templarios y jesuitas. La Iglesia de Roma perdió la batalla dialéctica con la Iglesia Oriental y ambas se separaron hasta repelerse como si adoraran a distintos dioses. Lo mismo ocu-rrió con el movimiento de conciencia luterano y la explosión de iglesias evangélicas. No digamos los mahometanos, contra los que el Papado dirigió toda su artillería.

Y entre los enemigos involuntarios de la Iglesia Ca-tólica y su Cristianismo excluyente ha destacado, como bien sabemos, la Francmasonería Universal, as pesar de que los fundadores contemporáneos fueran fervientes cristianos metodistas y episcopalianos, pe-ro desligados dela cáscara católica y seguidores de un cristianismo desnudo que se nutre más de las en-

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señanzas «esenias» del Evangelio y mucho de la tra-dición bíblica.

Tantos heréticos, cismáticos, incrédulos, librepen-sadores o paganos fueron entregados al brazo secu-lar para ser torturados hasta la muerte que dan ganas de hacer algo para redimirlos ellos también.

El libro de Nicolás es un precioso ejemplo y un magnífico tributo.

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LA PUGNA DEL CRISTIANISMO Y EL PAGANISMO EN LA EDAD ANTIGUA

Tras la supuesta muerte y resurrección de Cristo, sus seguidores de tradición judaica, solamente celebra-ban la Resurrección y Pentecostés. Fue más adelante, a partir del siglo III d.n.e., cuando se empiezan a conmemorar fiestas que ahora todos conocemos.

En términos generales, el cristianismo de entonces quiso asimilar, no el fondo, pero sí la forma de las antiguas tradiciones paganas, incorporándolas a sus ritos.

Analicemos, siquiera superficialmente, algunas de las festividades centrales del catolicismo:

Navidad y Epifanía

Hasta el siglo IV de nuestra era no se comenzó a cele-brar el natalicio de Jesucristo, pero sin concretar una

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fecha fija. Así se barajaron dos fechas: 25 de diciem-bre y 6 de enero. La primera fue instituida en el Im-perio Romano de Occidente, mientras que la segun-da lo fue en el Oriente. Ahora bien, estas fechas son absolutamente arbitrarias, pero sí tienen una coinci-dencia con las fiestas paganas de las religiones clási-cas, tanto romanas, helenísticas, como egipcias.

El 25 de Diciembre era conocido en el imperio oc-cidental como las fiestas del solsticio de invierno, un culto pagano, por lo tanto. En él se celebraba el tér-mino del acortamiento de las noches y el triunfo del «dios Sol» con la dilatación del día. Fue entre los años 324 y 325 d.n.e. cuando se decidió su institución como fiesta cristiana, pasando de conmemorar la lle-gada del invierno al nacimiento del Salvador. Se da-ba otra importante coincidencia, y era el nacimiento de Horus, o la resurrección de Osiris, nacido de la virgen Isis, quien seguía siendo virgen tras el alum-bramiento.

6 de Enero Es la fecha de conmemoración de la «fiesta de la luz», en esta fiesta se celebraba el nacimiento del Sol. Así, en Alejandría, la noche del 5 a 6 de enero se re-cordaba el nacimiento del tiempo, Aion, con una procesión de antorchas hasta el templo de Korion, Durante la ceremonia se entonaba el siguiente canto: «La virgen ha dado a luz, la luz aumenta, la virgen ha dado a luz, el Aion». Este culto pasó a la cultura griega y fue ritualizado en todo el Imperio heleno.

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En cuanto a su cristianización en el Imperio Orien-tal, como en la actualidad en la religión ortodoxa griega, se celebra el nacimiento de Jesús, mientras que en Occidente se instituye la Epifanía o fiesta de Visitación de los reyes de Oriente.

La fiesta del nombre del Señor: Enmanuel

Esta fiesta se celebra el primer día del año, que coin-cidía con la festividad pagana clásica del nuevo año.

San Juan Bautista

Su celebración coincide con el solsticio de verano, es decir, el 24 de junio. Este era uno de los días centrales del paganismo, el día de culto al Dios-Sol. Era una fiesta extendida por todo el mundo antiguo, partien-do del culto de Ra, el Dios–Sol para los egipcios, dei-dad asumida con distintos nombres por las culturas helena y romana. El ritual era tremendamente pare-cido al de la actualidad. En la noche más corta del año había que saltar, como acto de purificación inte-rior, de liberación de los pecados y de los malos espí-ritus. En su cristianización, como es obvio, se man-tiene este sentido; se le aplica a San Juan Bautista, el profeta que predicaba la venida del Mesías y el bau-tismo como ceremonia lustral para el arrepentimien-to de los pecados.

Semana Santa

Como en las fiestas navideñas, su celebración co-mienza en el siglo IV d.n.e., y como en ésta, también

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tiene su raíz en una celebración pagana: el culto al Dios Attis, celebrándose su muerte y su posterior re-surrección.

Pascua de Resurrección

La fiesta de la Pascua se celebra siempre el primer domingo siguiente a la primera luna llena de prima-vera, de ahí su carácter cambiante. Esta fiesta esta calcada de otra festividad egipcia que se celebra el mismo día, para conmemorar la entrada de Osiris en la Luna.

Festividad del 15 de Agosto

En este día se celebra la ascensión de María al Cielo. Hasta el año 1950 no se constituyó en dogma de Fe. Su base pagana es la fiesta de Hécate-Artemisa-Diana «diosa de la luna y reina del cielo», con objeto de evitar que enviara las tormentas que tan dañinas son para las cosechas.

Las fiestas locales

En todas las localidades, ya sean europeas como americanas, son celebradas bajo la advocación ma-riana o de un santo, patrón de dicha localidad. Esta tradición, como era de esperar, tiene igualmente su trasfondo pagano, puesto que antes de la implanta-ción de la fe cristiana como religión oficial, las locali-dades tenían una deidad «patrona» (pensemos en Atenas y la Diosa Atenea) que les dotara de protec-ción. Así como la mayoría de las festividades fueron

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cristianizadas eliminando la supuesta protección de la deidad pagana, pasando su supuesta protección a un santo o a la misma Virgen María, en alguna de sus variadas y numerosas advocaciones.

Todos los santos y difuntos

La víspera del 1 de noviembre coincidía con una fes-tividad precristiana celta, la del Samheim. Fiesta que marcaba el final del verano y de las cosechas, para pasar a los días de frío y oscuridad. En esa noche se creía que el dios de la muerte hacía regresar a los muertos, permitiendo comunicarse así con sus ante-pasados. También esta práctica era habitual en el pueblo romano, pues el 21 de febrero celebraban la fiesta de Feralia, ayudando con sus oraciones a la paz y descanso de los difuntos.

En la tradición católica esta festividad tiene su inicio cuando el Papa Bonifacio IV, el 13 de mayo del 609 o 610, consagró el Panteón de Agripa al culto de la Virgen y los mártires, comenzando así una cele-bración conmemorativa de esos santos anónimos, desconocidos para la mayoría de la cristiandad, pero que por su fe y obras, son dignos de reconocimiento por todos los cristianos.

Fue el Papa Gregorio III (731-741) el que cambia la fecha del 13 de mayo a la del primero de noviembre. El porqu0eè ya se sabe, asegurarse la conversión, a cualquier precio, de estos pueblos paganos, adop-tando sus prácticas ritualísticas.

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LA CRÍTICA ANTICRISTIANA

Es sabido que fue el ilustrado británico Eduard Gibbon (1737-1794) quien hizo responsables de la caída del Imperio romano a los cristianos. También es conocida la opinión parecida de André Piganiol. Para el ensayista francés «la civilización romana no falleció de muerte natural. Fue asesinada» (El Impe-rio Cristiano, 1947). Nietzsche, probablemente el más radical de los críticos del cristianismo del XIX, en lo concerniente a la responsabilidad que hay que atri-buir a la secta galilea en la desaparición de Roma, no duda en afirmar en El Anticristo que:

El cristianismo nos ha frustrado los frutos de la civi-lización antigua» El ataque del filósofo germano es demoledor: «Ese imperio romano que se alzaba en aere perennis, la forma de organización más gran-diosa que haya sido jamás realizada en condiciones tan difíciles, y comparadas con la cual todas las ten-tativas anteriores y posteriores no son más que cha-puzas, diletantismo… esos santos anarquistas han

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considerado una obra pía destruir «el mundo», ese Imperio Romano, hasta que de él no quedara piedra sobre piedra. El cristianismo ha sido el vampiro del imperio romano […] esa construcción fue lo sufi-cientemente sólida para resistir a malos emperado-res, el azar de las personas no debe tener nada que ver con toda gran arquitectura. Pero no fue bastante sólida para resistir la corrupción de la especie más corrupta, el cristianismo […] he aquí lo que acabó con Roma; esa misma especie de religión que en su forma preexistente, ya había combatido Epicuro […] no el paganismo sino el cristianismo, quiero decir, la perversión de las almas por las ideas de culpa, de castigo y de inmortalidad... esos santos anarquistas han considerado una obra «pía» destruir el mundo, ese imperio romano hasta que de él no quedara pie-dra sobre piedra. El imperio romano que conocemos, que la historia de la provincia romana nos hace co-nocer cada vez mejor, esa admirable obra de arte de gran estilo, era un comienzo, su construcción había sido calculada para que los milenios demostraran su solidez. ¡Hasta hoy no se ha construido así!, pero no fue lo bastante sólida para resistir el ataque de la es-pecie más corrupta, al cristiano. Esa gentuza clan-destina, que bajo el manto de la noche de la niebla y del equívoco, se insinuaba a cada uno, por separado, y le vaciaba de su seriedad de las cosas verdaderas, de todo instinto de las realidades: esa banda afemi-nada y dulzona de cobardes, robó una detrás de otra, las almas de ese inmenso edificio, arrebatándo-le sus naturalezas preciosas, viriles, aristocráticas, las sordas actividades de esos mojigatos, la santu-rronería de esos conventículos, ideas tan lúgubres

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como las del infierno, el sacrificio de los inocentes, de unión mística en la sangre que se bebe, y sobre todo, el fuego, lentamente atizado de la venganza de los tchandalas… Léase a Lucrecio y se comprenderá lo que Epicuro combatió, no el paganismo, sino el cristianismo, quiero decir la perversión de las almas por las ideas de culpa y de castigo y de inmortali-dad. Combatió los cultos subterráneos, todo el cris-tianismo latente…negar la inmortalidad era ya en su época, una verdadera liberación […] Esa penetración atestigua el genio de San Pablo. Su intento fue tan certero en ese caso que, violando implacablemente la verdad, puso en la boca del «Salvador» de su inven-to, las ideas que configuraban la fascinación de esas religiones de tchandalas y, no contento con eso, hizo incluso de su Salvador algo que un sacerdote de Mi-tra podía también comprender. Helo aquí, su camino de Damasco comprendió que necesitaba la creencia de la inmortalidad para deva-luar al mundo, que la idea del infierno acabaría con Roma, que con el más allá se mata la vida.

Difícil encontrar un ataque tan descarnado como el de Nietzsche, palabras más cargadas de desespera-ción. Incluso Renan se hizo eco de esta diatriba sin contemplaciones, y en su Marco Aurelio (1895) pare-ce copiar literalmente al alemán al afirmar: «Durante el sigo III, el cristianismo succiona como un vampiro la sociedad antigua. La Iglesia del siglo III, al acapa-rar la vida, agota la sociedad civil, la desangra y la vacía. Las pequeñas sociedades mataron a la gran so-ciedad».

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En 1743, Montesquieu, el ilustrado adalid de la di-visión de poderes, había atribuido la decadencia y caída de Roma a diferentes factores, entre los cuales destacaba la extinción de las grandes familias, la fuerte natalidad de las razas extranjeras o la dismi-nución del espíritu cívico (esto último atribuible a la presencia disolvente del cristianismo).

M.P. Nilsson examinó cerca de 14000 inscripciones funerarias romanas, concluyendo que, desde el siglo II, el 90% de la población de Roma era de origen ex-tranjero, muy a menudo, oriental. Un dato de extra-ordinaria importancia porque corrobora lo sostenido por Montesquieu y confirma que los credos orienta-les, entre los cuales se encuentra el cristianismo, fue-ron, lenta, pero irremisiblemente, ganando terreno.

En 1901, George Sorel (1847-1922), fuertemente in-fluido por Nietzsche, publicaba un ensayo sobre la decadencia del mundo antiguo en el que aseveraba que la acción de la ideología cristiana desestructuró el mundo antiguo como una fuerza mecánica ac-tuando desde el exterior. El cristianismo, en vez de insuflar savia nueva a un organismo viejo, lo desan-gró. Rompió los lazos que existían entre el espíritu y la vida social, sembrando por doquier desesperación y muerte.

En La vida de los doce Césares de Suetonio se lee, a propósito de un mandato del emperador Claudio: «Expulsó de Roma a los judíos que estaban en conti-nua efervescencia a instigación de un tal Chrestos». Dos comentarios se desprenden de esta frase de Sue-tonio: por un lado el que judíos y cristianos fueran a ojos del poder romano indistinguibles; por otro lado,

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que esta medida cesariana es una de las pocas refe-rencias puramente historiográficas, que no neotesta-mentarias, al Cristo Galileo.

En su conjunto, el mundo grecolatino no sufrió los efectos de la prédica cristiana. El elogio de la debili-dad, de la locura, de la pobreza, de la humildad, del perdón hipócrita, chocaba frontalmente con los valo-res tradicionales. A los patricios romanos les parecía una auténtica insensatez suicida y carente de sentido la axiología cristiana.

Por ello los primeros centros de propaganda cris-tiana se ubicaron en Antioquía, Éfeso, Tesalónica, Corinto… grandes ciudades cosmopolitas que rebo-saban de esclavos y comerciantes, artesanos y emi-grantes, ciudades aptas para que todo tipo de predi-cadores e iluminados; allí fue donde los apóstoles, en el supuesto de que hayan realmente existido, encon-traron un terreno propicio para dar rienda suelta a su ideología misionera.

La religión cristiana tuvo una favorable acogida en esos nuevos ambientes que las razas viejas, unidas a su pasado y su tierra no permitieron. Los verdaderos griegos permanecieron largo tiempo contrarios y hostiles a las voces de los galileos. Los atenienses di-jeron en las propias narices de Pablo: «ya te escucha-remos otro día».

Muchos años tendrán que pasar para que los viriles romanos dejaran a un lado su irónico y patricio des-precio por lo que consideraban una superstición más de las muchas que proliferaron en la vieja Roma a la sombra de su ejemplar tolerancia religiosa. A siglos de distancia, Nietzsche sentiría de idéntica manera.

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Conviene que quede claro que las persecuciones a que fueron sometidos los cristianos se debieron a ra-zones civiles, no religiosas. A los cristianos les hubie-ra bastado con realizar el juramento de fidelidad a la «polis» romana y al emperador para que gozaran de absoluta libertad, como el resto de los cultos de en-tonces. solo los sirios, los asiáticos y la multitud no romana de origen y sin tradiciones ciudadanas escu-charon con pasión el mensaje de Jesús.

JBS Haldane, que incluía el fanatismo entre las in-venciones realizadas entre el 3000 a.d.n.e. y el 1400 d.n.e., atribuía su génesis al judeocristianismo. Jehová, el dios colérico de los desiertos arábigos, es un dios monolítico, exclusivista y lleno de crueldad, un dios que ordena y disfruta con el sufrimiento ajeno. Pro-clama la intolerancia y el odio más cerval. «¿Acaso no debo, Jehová, odiar a los que te odian? Les odio con un odio total, son mis enemigos» (salmo CXXXVIII). «En tu bondad (¡!) aniquila a mis enemigos» (salmo CXLII). «Si te enteras que alguien que vive en una de las ciudades que Dios te ha dado, dice: vamos a ser-vir a otros dioses, harás pasar por el filo de la espada a todos los habitantes de esa ciudad, incluido el ga-nado, y la convertirás en una ciudad prohibida. Lue-go reunirás en medio de la plaza todo el botín y le darás fuego en honor a Jehová, será para siempre un montón de ruinas y nunca más será reconstruida. En-tonces Jehová te cubrirá de bienes» (Deuteronomio XIII).

En el Evangelio de Mateo (XXXI, 52) Jesús afirma: «No vayáis a creer que yo he traído la paz sobre la tierra, sino la espada… He venido a traer la división

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entre el hijo y su padre, entre la hija y su madre, en-tre la nuera y su suegra y se tendrán por enemigos los de su propia casa».

La iglesia llevará al paroxismo esta consigna desde el mismo momento en que se convierte en religión dominante con Constantino. Infieles y paganos son convertidos en infrahombres. Pedro los compara con los animales sin razón, consagrados por su naturale-za a ser dominados y destruidos (Pedro II, XII) Siglos después, las Cruzadas darían cumplida cuenta de es-ta instrucción, prodigio de intolerancia y fanatismo. «Deus vult», Dios lo quiere, y miles de fanáticos desarrapados y caballeros ansiosos de tierras se lan-zaron a convertir la mal llamada Tierra Santa en un lago de sangre.

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LA PERSECUCIÓN DEL PAGANISMO

No es de extrañar que nada más alcanzar la Iglesia el status de facción dominante por el apoyo explícito del poder, la práctica evangélica de la caridad queda-ra reducida a lo meramente testimonial y ligada a la adhesión de los dogmas. Europa entera fue evangeli-zada por el fuego y por la espada. Carlomagno, el cris-tianísimo emperador, ordenará con absoluta frialdad el asesinato en Werden de 7000 sajones que se nega-ban a la conversión a la autoproclamada verdadera fe.

Los heréticos, los cismáticos, los incrédulos, los li-brepensadores, los paganos, serán entregados al bra-zo secular para ser torturados hasta la muerte. La denuncia de prácticas neopaganas será recompensa-da con la entrega de las posesiones de las víctimas y de sus allegados y familiares.

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San Pablo, fanático entre fanáticos, escribirá sin que le tiemble el pulso: «los enemigos de Dios merecen la muerte».

Mientras la Iglesia y los suyos eran secta minorita-ria y morían en el circo devorados por las fieras, todo su afán era reclamar clemencia y libertad. Desde el mismo momento en que los emperadores, con Cons-tantino a la cabeza, les otorguen el estatus de religión dominante, transmutarán la humildad de primera hora en la crueldad y el fanatismo de los que se sa-ben la espada del poder. Por ejemplo, por la bula Ad estipendia se autoriza la tortura. Y ya en tiempos modernos, en 1864, cuando la Iglesia pugna por mantener su dominio sobre Italia y los héroes del Ri-sorgimento con Garibaldi a la cabeza y sus camisas rojas combaten el régimen absoluto del Vaticano, su cabeza visible, Pio Nono, exclama «Anatema a quien diga que la Iglesia no puede emplear la fuerza».

Bastó que Constantino, el hijo de Santa Elena, con-vierta a la Iglesia en adlater del poder, para que to-dos los demonios del nuevo culto emergieran con fuerza incontenible, y la secta entre muchas se con-virtiera en la protagonista de los mayores horrores contra el librepensamiento.

Los antiguos estaban convencidos de la unidad del mundo. Su filosofía natural incluía nociones como el devenir y el destino, contrarios a la teología cristiana. Los griegos («que cada uno sea griego a su manera, pero que lo sea» afirmaba con emoción el masón Goethe) asimilaba la ética a la estética, al kalon, al agathon, el bien a la belleza; de hecho, como decía Renán, un sistema en el que la Venus de Milo no es

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más que un ídolo, es un sistema falso, o por lo me-nos, parcial, pues la belleza vale tanto como el bien y la verdad. El hombre nuevo propugnado por el cris-tianismo profesaba una visión totalizadora comple-tamente diferente. Con él se instituía un conflicto, una pugna total, el divorcio del mundo.

El heleno sitúa la dignidad de la persona humana bajo el dominio de la razón y un alma disciplinada. El genio griego está ligado orgullosamente a los de-rechos de la inteligencia. Ninguna manifestación lite-raria como el Rerum natura de Lucrecio expresa tan excelsamente ese racionalismo científico. El cristia-nismo, al separar al hombre nuevo de todos los lazos de este mundo, al poner por delante de la razón de estado los derechos inalienables de la conciencia, cree culminar la obra de liberación del espíritu hu-mano. Lo cierto es que nada más lejos: El cristianis-mo ha esparcido por el mundo una forma de intole-rancia nunca conocida antes, la intolerancia religiosa. El politeísmo de la sociedad pagana admitía la exis-tencia de varios dioses simultáneamente y la legitimi-dad de todos los cultos en los límites de las buenas costumbres. En Grecia y Roma afloraron religiones adogmáticas. Básicamente, las religiones helena y romana eran fiestas cívicas. En ningún momento se pretendía reprimir el pensamiento ni ir más allá de una simple manifestación exterior, formal. La tole-rancia era un valor básico, tan básico que en la Ate-nas del siglo V los sofistas se permitieron toda clase de críticas a la religión sin que fueran hostigados. En el Colegio de los Pontífices el de los augures se podía discutir con absoluta libertad, como lo hacía Cicerón,

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sobre la existencia de los dioses o el valor de los adi-vinos. En cambio, los cristianos consideraban que un pensamiento desviado del dogma era un pecado. No interesaba cuanto se hacía, sino cuanto se pensaba. El sacramento de la confesión purgaba de culpas al ha-cedor de pecados y lo dejaba listo para volver a pecar de palabra, obra u omisión.

Para el paganismo no existía el delito de opinión que tantas hogueras levantó en la Europa cristiana. Y no existía tal delito porque no creía en la salvación de las almas.

Para los primitivos cristianos, la estancia en el mundo no era más que una etapa de pura transito-riedad, un valle de lágrimas de insoportables tensio-nes entre lo terrenal y lo escatológico. «No os sor-prendáis, hermanos, si el mundo os detesta» (Juan III, 13).

El cristiano se sabe criatura divina y que el mundo yace en poder del maligno.

Siglos más tarde, los benedictinos sostendrán que es preciso que los monjes se hagan extraños a los ne-gocios del mundo. En su Imitación de Cristo Tomás de Kempis escribirá: «Es verdaderamente sabio quien para ganar a Jesús, considera basura, estiércol, todas las cosas de la tierra». Y la suciedad se esparció por todo el orbe. Las termas romanas, prodigio del agua, fueron destruidas y cubiertas de estiércol y los baños árabes de Al Andalus, famosos en toda Euro-pa, siguieron igual suerte conforme las huestes cris-tianas avanzaban en la Reconquista. Monjes y Tem-plarios se cubrían con la misma vestimenta hasta su último día. San Francisco causó escándalo entre los

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árabes por la capa de mugre que cubría su cuerpo y el mal olor que despedía.

En todas partes veía el cristiano la marca de la bes-tia. Los padres de la Iglesia no condenaban solamen-te el lujo (aunque más tarde Papas y Cardenales hi-cieran precisamente del lujo insolente su seña de identidad y la causa de herejías que clamaban por una vuelta a la pobreza primitiva). La repugnancia ante el mundo material estaba más señalada en los primeros cristianos en razón a que estaban persuadi-dos de que la Parusía (la venida inminente del Cristo al final de los tiempos) iba a tener lugar casi de forma inmediata.

Pablo insistía hasta la extenuación en esta idea: Endureced vuestro ánimo porque la venida del Se-ñor está cerca (a los tesalonicenses), «hermanos que-da poco tiempo» (a los filipenses), «el señor está cer-ca, no os preocupéis por nada» (a los filipenses).

Pero el tiempo transcurría y la tan ansiada llegada no se producía. Ante semejante retraso de las espe-ranzas escatológicas, la Iglesia no tenía más remedio que ubicar la Parusía en un Más allá»

Mientras que el imperio es un vasto proyecto mer-ced al cual la pax romana reina en el mundo ordena-do, y Horacio, movido por la emoción de las maravi-llas del mundo, escribe: «el buey pace seguro en los campos, Ceres y la abundancia fecundan las campi-ñas, y sobre los mares pacíficos bogan los navegan-tes», los discípulos del galileo están convencidos de que aquel mundo de armonía es creación satánica.

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El odio hacia el mundo fielmente ordenado y cons-truido, tiene su plasmación más fiel en el Deutero-nomio, el mismo que invitaba a los creyentes a pasar por el filo de la espada a los paganos y prender fuego a sus ciudades en honor de Jehová.

El neotestamentario Jesús había insistido en esa imagen (cosa que olvidan con frecuencia los lectores de la Biblia): «si alguien no está conmigo es echado fuera, como el sarmiento». Esta idea de que el mun-do de los impíos sería quemado por el fuego, los cris-tianos la habían tomado inalterable de los videntes judíos y profetas, obcecados en invocar el rayo, la an-torcha, la espada y el fuego sobre los enemigos de Is-rael.

Gibbon apunta que en esa opción de un incendio universal, la fe de los cristianos coincidía con la fe oriental. El cristiano fundaba mucho menos su creen-cia en los, para él, falaces argumentos racionales que en la autoridad de la tradición, y en la interpretación literal de las escrituras… considerando todos los desastres que se abatían sobre el imperio como sín-toma infalible de la agonía del mundo.

Un 24 de agosto del años 410 de nuestra era, un victorioso Alarico, rey visigodo, que sitiaba Roma desde hacía varias semanas, penetrará de noche en la ciudad por una de las puertas. Fue una patricia con-vertida al cristianismo, Proba Faltonia, de la familia de los Anici, quien envió a sus esclavos para que abrieran esa puerta, la Salaria y facilitar así el paso al enemigo. Los visigodos son cristianos (convertidos por el Obispo Ulfilas): la solidaridad espiritual e ideológia ha jugado a su favor. Los Anici eran repu-

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tados católicos y una de las familias más ricas de la ciudad eterna. El saqueo de Roma que siguió a la en-trada de Alarico fue descrito por los cristianos sin un ápice de dramatismo, más bien todo lo contrario, como el cumplimiento de un deseo de la divinidad. El Obispo Orosio llegó a afirmar que Alarico era el enviado de Dios y el vengador de los cristianos.

Ya en el siglo II la ciudad había sido completamen-te invadida por cultos extranjeros. Se había levanta-do un templo a la Gran Madre en el monte Palatino. A este culto siguieron las bacanalias, los ritos histéri-cos, el culto isíaco, el de Mitra, y por fin, el cristiano. Sobre las tumbas se leía cada vez con mayor frecuen-cia «el último de su familia». La estirpe de Pompeyo se extinguió en el siglo II.

El filosofo y polemista anticristiano, Celso, identifi-caba una raza de hombres sin ayer, sin patria, sin tradiciones ni tierra coaligados contra todas las cons-tituciones, perseguidos por la justicia, facciosos ha-ciendo banda aparte, los cristianos.

Mientras que griegos y romanos creían en la armo-nía del cosmos (tal es el sentido del término cosmos: orden, armonía) y la excelencia de la vida humana, glorificaba la sabiduría y el heroísmo, la civilización judeocristiana proclamaba la iniquidad escandalosa de este mundo y espera ansioso la era del justo, la Parusía, el retorno inminente del hijo del hombre que debía reinar y juzgar a todos los hombres, los vivos y los muertos.

Ante el aplazado sine díe de su esperanza escatoló-gica, la Iglesia se resignó a pasar el reino de Dios del plano histórico y terrenal a uno celeste y divino.

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A partir de entonces todo es hipocresía. En su afán de oponer a las dos ciudades, la terrenal y la de Dios, la Iglesia roba al individuo su afecto a la patria. Ro-ma no contará entonces con héroes que la defiendan. El veneno cristiano surcará por todas sus venas y di-lapidará siglos de construcción heroica.

Esa tara de la civilización antigua, la esclavitud, que los jurisconsultos de Roma declaraban contraria a la ley natural, la Iglesia la sancionó plenamente. «Que cada uno continúe en el estado en que estaba cuando Dios le ha llamado», escribe Pablo a los Co-rintios; «que los que se hallen bajo el yugo de la ser-vidumbre consideren a su dueño como digno de to-do honor», insiste el de Tarso.

Los emperadores cristianos, lejos de mejorar la condición de sus esclavos, la agravan. Constantino aplaza las leyes de Trajano (que suponían una mejora sustancial del estado de esclavitud, con la penaliza-ción de aquellos dueños que maltrataran a sus sier-vos) y Antonino. Honorio y Arcadio ratifican a Cons-tantino. La religión de Jesús que tanto hizo por con-solar a los esclavos de su miseria moral, no hizo ab-solutamente nada para emanciparle. Más adelante, ya en la Alta Edad Media, los monasterios poseían rebaños de esclavos sin que ninguna voz autorizada de la Iglesia adujera lo más mínimo.

La oposición de las dos ciudades, la celestial y la te-rrestre implica que la Iglesia ha robado al individuo su afecto patrio en beneficio de la Jerusalén celeste, barriendo de un plumazo el civismo del que las reli-giones antiguas habían hecho una religión.

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Por haber debilitado el amor patrio la Iglesia entró en conflicto con la razón de Estado. Roma, la ciudad que conquistara el mundo por un privilegio de vir-tud cívica, al cuestionar la conquista, al destruir el orgullo militar, como deseaba la Iglesia, atacó el mo-tor de la civilización antigua.

El ideal de Grecia era el sabio que cree en la ver-dad, la persigue y la contempla por el ejercicio de la pura razón, entregando a los hombres maravillosos descubrimientos. Los héroes de esta aventura se lla-man Pitágoras, Aristóteles, Empédocles, Anaxágoras, Hipócrates o Platón.

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EL ALMA ROMANA

El ideal de Roma es el héroe, el soldado, el magistra-do que ha salvado, servido o engrandecido al Impe-rio. Es por la práctica de estas virtudes cívicas que se alcanza, tras la muerte, la corona de la inmortalidad, no entendida como la trascendencia escatológica propia del cristianismo, sino como recompensa en el aquí de lo hecho por la patria.

Roma proclama la primacía de la voluntad militan-te puesta al servicio de la civilización; Grecia, la de la inteligencia, la ciencia, el racionalismo, el clasicismo, el dominio del pensamiento, y todo ello se erige en su victoria. Grecia ha divinizado a la Madre natura-leza, tomando en consideración su infinita belleza. La Ciencia de la Hélade descansa sobre el descubri-miento de la armonía del Cosmos, un Cosmos que es sinónimo de armonía porque está subordinado a le-yes.

La indiferencia cristiana para con la ciencia antigua la esterilizó. Los Padres de la Iglesia ven en la ciencia

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mera curiosidad concupiscente, no un camino de verdad. San Agustín se ríe de la ridícula ciencia de los filósofos que les hace capaces de «contar las estre-llas y las gotas del mar», pero no de adentrarse en el conocimiento del creador.

Las ciencias, cultivadas primorosamente por los principales enemigos de los cristianos, los por estos llamados paganos, eran miradas con desprecio al con-siderárselas partícipes de lo diabólico. Batallones de monjes y desarrapados cristianos destruyeron con precisión de relojero los templos donde se guardaban las enseñanzas de los antiguos, perdiéndose así un tesoro incalculable. Las obras de los filósofos que hi-cieron grande la antigüedad fueron arrojadas a las llamas.

El habitante de la Hélade contemplaba la existencia como digna de ser vivida, incluso sin un mañana al-ternativo, adelantándose en siglos a la consigna del estoico Marco Aurelio: «no te preocupes más de la vida que tú vives, es decir, del presente, entonces podrás vivir tranquilamente, noblemente, razona-blemente».

No pudiendo escapar del sufrimiento, no cae en el vicio cristiano de torturarse el alma con la búsqueda de un crimen iluso, de un pecado mortal-

El alma antigua alabó el orden cósmico y el genio humano en sus dioses y héroes, por tal razón, estos son los de la belleza y la vida.

El cristiano vive poseído por la obsesión del premio en el más allá; el acá no es más que un lacrimarun va-lle, un valle de lágrimas del que hay que huir gracias

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a las intercesión del hijo de Dios. Tan ajeno, tan lejos de espíritu griego.

No es posible concebir dos sensibilidades, dos ópti-cas del mundo y de la vida más opuestas que las del helenismo y el cristianismo. Heinrich Heine, masón como Goethe, dividía a los hombres en cristianos o griegos. No es difícil concluir de parte de quién esta-ba.

Ese fue el milagro heleno. Entre los siglos VI y V a.d.n.e, la especie humana, en un pequeño punto del globo, experimentó un extraordinario cambio. El homo faber de los tiempos prehistóricos, se convierte en el homo sapiens de los grandes hombres y de los sabios de la Hélade. Grecia dio al mundo la génesis de la poderosa razón y la Acrópolis dará hombres como Proclo, quien dirá una oración a la poderosa, juiciosa y equilibrada Athenea:

Tú eres quien ha abierto las puertas de la sabiduría. Quien ha domado la raza rebelde de los gigantes y quien, con tu hacha, abates las cabezas monstruosas que engendró Hecateo. Tú posees la potencia augus-ta de las virtudes fortalecientes; es por ti que las ar-tes de todas clases embellecen la vida y que el espíri-tu del hombre encarna el ideal en sus obras. A ti per-tenece la Acrópolis, que domina las alturas de Colo-nio, símbolo de tu primacía en la cadena de los seres. Tú amas esta tierra de libertad, madre de los libros y tú has dado tu nombre a la ciudad que has animado con tu gran pensamiento.

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ROMANISMO Y CRISTIANISMO

¿Cuáles fueron las razones para que los cultos ro-mano y cristiano fueran tan manifiestamente antagó-nicos?

En primer lugar, de carácter político... Los romanos asumían con total naturalidad el que cada pueblo acogido bajo el paraguas del imperio adorase a sus propios dioses; en este sentido, el judaísmo era reco-nocido como religo licita.

Pero los cristianos no formaban una etnia, eran un conglomerado de muchas. No se nace cristiano, se deviene. Y la pretensión hebrea de ser «verus Israel» no fue reconocida. A las diferencias religiosas, al ob-jeto de unificar diversos pueblos, el culto imperial al genio del emperador, era designado como Kyrios, Dominus, Señor y en las provincias griegas con el nombre de Soter, Salvador.

El culto imperial era el equivalente al saludo a la bandera. Pero el juramento por el emperador el cris-tiano lo tomaba como una forma de apostasía. El cul-

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to imperial era obligatorio para los funcionarios, los soldados, los testigos en juicio. Negar el juramento ponía automáticamente a los cristianos fuera del de-recho común, lo que era tanto como aseverar que los cristianos eran un Estado dentro del Estado. Por su rechazo de las funciones públicas ponían en peligro el imperio cuando estaba asediado por los bárbaros de las fronteras. Poco importaba que así fuera a esos quintacolumnistas, decididos a destruir una obra de siglos en nombre de su deidad.

Celso, justamente soliviantado, les reprobaba su actitud, y presa de la indignación les decía:

Si todos os imitaran nada impediría que el Empera-dor quedara solo y abandonado y que todo el mun-do se convirtiera en presa de los bárbaros más salva-jes. Sostened al emperador con todas vuestras fuer-zas, compartid con él la defensa del derecho, luchad por él si las circunstancias lo exigen; ayudadle en el mando de sus ejércitos. Dejad de escabulliros de vuestros deberes civiles y del servicio militar. To-mad vuestra parte de las funciones públicas, si es preciso para la salvación de las leyes y de la causa de la piedad.

Los cristianos aparecen a ojos de los paganos como una sociedad cerrada, celosamente replegada sobre sí misma. No participaban en las fiestas públicas, se es-cabullen de todo aquello que tenga que ver con sus deberes civiles: el juramento ante el emperador en primerísimo lugar. No es de extrañar que las autori-dades romanas, hartas de este comportamiento inci-vil, abrieran una época de persecuciones que en to-

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dos los casos serían un pálido reflejo de lo que los cristianos harían a posteriori.

En la Epístola a Diógenes se dice: «Los cristianos tienen cada uno una patria pero están en ella como unos viajeros; toda tierra extranjera les sirve de pa-tria. Habita sobre la tierra, pero su verdadera patria está en el cielo».

Hacia el año 375, una obra de la que se desconoce el autor, el Ambasister, nos ofrece un cuadro de las ceremonias paganas que tenían lugar en Roma.

Se celebraban la orgiásticas bacanales, la estatua ci-nocéfala de Anubis era paseada en las procesiones isíacas. En cuevas oscuras los seguidores de Mithra obligaban a sus iniciados a pruebas extrañas y dolo-rosas. Los galbios, con indumentaria de mujer, sacri-ficaban sus genitales a la Gran Madre, Cibeles, ha-ciéndose amputar los testículos. Todas las religiones, sea cual sea su origen, coinciden en un punto co-mún: una obcecada obsesión por infringir dolor físi-co o psíquico. Los misterios de los dioses orientales habían susti-tuido a los viejos dioses nacionales romanos. En el año 376, el senador Ulpius Ignatius Faventinos, pa-dre y heredero del Dios Sol, jefe de los boyeros de Baco, Sacerdote de Isis, hizo grabar una dedicatoria a la gran madre y a Attis después de haber sido bau-tizado sangrientamente en una ceremonia mitráica. La supersticiones se superponían unas a otras, y en el pináculo de esa pirámide, el cristianismo, aureo-lado de todo tipo de derechos, humanos y divinos y dispuesto a imponerse al resto de los cultos, san-grientamente si fuera necesario.

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Nota importante: el cristianismo, como tendremos ocasión de ver en la segunda parte de este libro, iba a imponerse paganizándose. El culto imperial, culto rechazado por los cristianos, había hecho derramar la sangre mártir. El emperador Constantino tan im-portante para el devenir de la iglesia como el mismí-simo Pablo, autoriza que se eleven templos y se ce-lebren juegos en su honor. Derrotado su rival Ma-jencio acepta que el Senado le erija una estatua, ima-gen de su divinidad, que sostiene una cruz en su mano. Entonces, los cristianos, tan severos a la hora de enjuiciar el culto imperial, callaron.

El cristianismo triunfó, pero hasta el punto de ha-cerse irreconocible merced a una gran metamorfosis. Las designaciones de nazarenos, de cristianos, de ca-tólicos señalan los principales estadios de tal muta-ción. La nueva fe nace al margen del culto de los ze-lotas que triunfa en Galilea. Al reconocerlo como Mesías, los discípulos de Jesús esperan de él la libe-ración de Israel (Lucas XXIV, 37) Con ocasión de su presunta entrada en Jerusalén la multitud le aclama como Rey e hijo de David, por lo que es detenido como subversivo. Así, los nazarenos fueron conside-rados por las autoridades judías y romanas como conspiradores contra el orden establecido.

Esta primera Iglesia no habría perseverado sin una persecución fomentada por la autoridades judías contra el pequeño grupo a los que llaman los «hele-nistas», cuyo jefe, Esteban fue lapidado por blasfe-mar contra el Templo que él consideraba idolátrico. Fue el origen de la facción que se parándose del culto de Jerusalén, creo a partir de Antioquía, donde el

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término cristiano aparece por vez primera, una ex-pansión de signo universalista. Al sustituir la justifi-cación por la fe por la justificación por la ley, Pablo, considerado en vida como un falso Apóstol, como un apóstata, creó el heleno cristianismo abierto a los gentiles. Sin esta estrategia de Pablo, el cristianismo hubiera continuado siendo una secta judía de las cientos que pululaban por aquellas tierras y en aque-llos tiempos. Desde entonces, la historia del cristia-nismo fue dominada por la historia de la Iglesia. Ésta se construyó con dogmas que definen sínodos y con-cilios ecuménicos, no sin agudas controversias entre las diferentes ramas, entre niceistas, arrianos, dona-tistas, nestorianos, monofisistas… lo que hace decir a Aniano Marcelino: «Las bestias salvajes no son más enemigas de los hombres que los cristianos entre sí».

Si Jesús hubiera vuelto a finales del siglo IV hubiera quedado estupefacto del uso que se hacía de su nombre.

Y es que el Evangelio no tiene que ver con la Igle-sia. El Evangelio anuncia la inminencia del reino ce-lestial, llama a la espera y predica el rechazo de lo mundano, y no será practicable más que en la sole-dad de los desiertos, lejos de las gentes y los tumul-tos. El cristianismo no llegará nunca a eliminar una perpetua contradicción, la existente entre la Iglesia triunfalista y la Iglesia de los pobres, la dogmática y la pastoral.

La pregunta a hacerse es la siguiente: ¿cómo par-tiendo de tan pobres presupuestos, un pequeño gru-po de fanáticos acaba convertido en una Iglesia cuyo

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poder rebasará todo lo conocido con anterioridad? Cómo consigue que la mayoría se ponga a su favor?

La civilización grecorromana es esencialmente aris-tocrática. Sin embargo, proclamar que todos los seres humanos son hijos de una sola pareja original, que todos pueden ser salvados por los méritos del sacrifi-cio redentor de Jesús, rehabilitando el trabajo ma-nual, otorgando a los esclavos la dignidad y la liber-tad de hijos de Dios… de tal forma el cristianismo in-troduce una gran revolución. El paganismo había creado admirables filosofías, pero no se dirigían más que a una élite, situando la salvación en el conoci-miento.

A la sabiduría de este mundo, que se dirigía a la razón, el cristianismo transponía la apelación a lo es-catológico, a la divinidad, el amor incondicional, un amor que alcanzaba el éxtasis.

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EL OCASO DEL PAGANISMO

Mientras el Imperio fue próspero y reinó la paz, la masa pagana guardó fidelidad a las tradiciones. Pero con la irrupción de la guerra civil, la anarquía, la lle-gada de los bárbaros, el hambre y la peste que diez-man las ciudades, una creciente presión fiscal que ahoga la riqueza, los corazones se volvieron hacia aquellos que prometían una vida ultraterrena, una escapatoria del mundo que desemboca en la felicidad de la eternidad.

En su carta al Sumo Sacerdote Arsacio, el empera-dor Juliano (llamado el apóstata por su intento, fra-casado, de reverdecer los cultos tradicionales), le confiesa: «Lo que más ha contribuido a desarrollar el ateísmo (como tal entendían los paganos al cristia-nismo) es la humanidad hacia los extranjeros. He aquí de qué debemos ocuparnos. Sería vergonzoso, cuando los judíos no tienen mendigos, cuando los impíos galileos, además de alimentar a los suyos,

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alimentan a los nuestros, que se vea que los nuestros carecen del socorro que les debemos».

En medio de la gran tormenta de los siglos III y IV, la Iglesia apareció como un puerto de salvación. La Ciudad de Dios salvó de la desesperación a la Ciu-dad Humana. Además, las pseudociencias estaban en boga: la astrología, la alquimia, la adivinación, los milagros. Todo ello unido a las preocupaciones reli-giosas que fomentan las religiones salvíficas, soterio-lógicas, llegadas de Oriente: Cibeles, Attis, Isis y Se-rapis, Adonis, Mithra. La última gran escuela filosó-fica, la neoplatónica, es sustituida por Porfirio y sus divagaciones místico-mágicas.

La obsesión por el diablo llegará tan lejos que se hará la pregunta de si el mundo está dominado por él. En la Edad Media, Satanás será, como el propio Dios, omnipresente, estará en todas partes. La secta de los luciferinos aparecerá como la respuesta lógica a una creencia tan desmesurada. Por una especie de borrachera del alma, el creyente en Dios acabará en-tregándose al diablo.

El cristiano de primera hora rechaza el helenismo en bloque, en especial todo lo relacionado con el he-roísmo de la milicia, un sentimiento que compartirán la mayoría de aquellos cristianos. Olvidando la con-signa del nazareno de dar al César lo que es del Cé-sar, no hay acuerdo posible entre el juramento divino y el humano; y es que un alma no puede entregarse a dos amos: Dios y el César. Un cristiano no puede ser edil, no puede ser decurión, funciones que conllevan algún sacrificio a los dioses. La ciudad Antigua (aquella que Coullanges dibujó con mano maestra) es

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pagana, y la Iglesia le declara su odio mortal. Para permanecer cristiano, el creyente rehusó ser ciuda-dano.

Mientras el cristianismo reclutó a su gente entre las capas humildes de la población, la cosa pasó desa-percibida. No ocurrió lo mismo en el siglo III, cuando el cristianismo empezó a penetrar en las clases me-dias, compuestas de propietarios que estaban encar-gados de regir la ciudad. ¿Qué es lo que hizo el cris-tiano?: se hizo pobre vendiendo sus propiedades o, simplemente, las donó a otros más pobres que él.

Paulatinamente los cristianos fueron ganados por la obsesión de la idolatría, especialmente en el caso del culto imperial, culto considerado por los paganos como manifestación de civismo, y por los cristianos como un sacrilegio.

Que este fue el sentimiento de la mayoría de los cristianos nos lo demuestra un proceso del año 295, una fecha en la que el servicio militar se había hecho obligatorio para ciertos sectores ciudadanos. Nos lo va a demostrar un proceso abierto contra el cristiano Maximiliano, quien ha sido llamado para el tallaje. La escena se da entre Dion, el procónsul, Maximili-ano, el acusado, y Víctor, su padre:

A los consejos de Dión de que se someta al tallado, Maximiliano contesta con una rotunda negativa: «Yo no puedo servir, yo no puedo hacerme daño. Yo soy cristiano».

Dión le interpela de nuevo: «Sirve, si no, es la muerte».

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A lo que Maximiliano contesta: «Yo no sirvo. Cór-tame la cabeza. Yo no sirvo en el siglo. Yo sirvo a mi Dios».

Dion: «¿Qué mal hacen los que sirven? Sirve, no desprecies el servicio militar, de lo contrario vas a morir muy pronto».

Maximiliano: «Yo no muero, y si abandono el siglo, mi alma vive en el cielo con Cristo, mi maestro».

Dion: «Borra su nombre. Puesto que tu alma desobediente ha rehusado el servicio, serás objeto, como los otros, de una sentencia en consecuencia».

El culto imperial buscaba sustituir el perdido ideal de la patria en tantos pueblos sometidos y varias na-ciones, por un uniforme culto al emperador, culto que era tomado por los paganos como el summun del culto cívico, pero que los cristianos, como ya he-mos apuntado, veían como un horrible sacrilegio. El emperador no era tratado en este caso como indivi-duo, sino como personificación del imperium, de su administración, de la paz la justicia y la prosperidad que él hacía reinar, de un conjunto de sentimientos permanentes, que la muerte de un hombre no hacían desaparecer.

Este culto, netamente político, conllevaba que oca-sionalmente todo ciudadano estuviera dispuesto a demostrar su lealtad pronunciando un juramento por el genio del emperador y participando en un sa-crificio: quemar un as de incienso ante la imagen principis, la imagen del emperador, inseparable de la devoción al geniis y al nomen augustis. Según Meli-tón de Sardes, «las estatuas de los cesares eran más veneradas que las de los viejos dioses».

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Sin embargo, este culto les parece a los cristianos como doblemente rechazable, por idolátrico y demo-niaco. Idolátrico por ser a la imagen del emperador. Demoniaco porque la palabra «Genius» quiere decir demonio, es decir, genio malo. Además, el citado cul-to era blasfemo ya que las escrituras tenían prohibido jurar, y porque los términos con que se nombraba al emperador eran como una usurpación de títulos mo-nopolio de la divinidad y del Señor Jesús.

Pero, precisamente el emperador recibe el nombre de hijo de Dios, Dei filius. Al imponer a los cristia-nos, sospechosos de conspirar contra la seguridad del Estado, quemar un grano de incienso ante la efi-gie del emperador, los magistrados paganos no ac-tuaban llevados por la intolerancia, ya que se trataba de un gesto de lealtad estrictamente ritual, algo así (ya lo dijimos) como la salutación a la bandera, lo que no implicaba la adhesión a credo alguno. Las re-ligiones de Estado de la Antigüedad eran puramente rituales y en absoluto dogmáticas, lo que sí ocurría con el cristianismo, característica ésta que arrastraría a los horrores de las guerras de religión. Cicerón fue Pontífice de los Augures, lo que no le impidió escri-bir un libro negando la adivinación, después de ha-ber escrito otro en el que afirmaba que la existencia de los dioses le resultaba dudosa. Que esto fue así lo demuestran los interrogatorios de muchos magistra-dos que dan prueba de una benevolencia inmensa para tratar de vencer lo que ellos llaman la obstina-ción de los cristianos.

La sociedad pagana se negaba a morir por muchas invectivas que lanzara el cristianismo. Ser cristiano a

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los ojos del pagano era condenar las letras y las bellas artes, por idolátricas, despreciar la belleza, por co-rruptible, rechazar el placer, por prohibido. Era exal-tar el celibato en contra del matrimonio, negar el ho-nor cívico y militar, desertar de las magistraturas y los cargos públicos, porque el único honor admitido por el creyente en Jesucristo es la palma del martirio y confesar su fe. El crimen imperdonable de los cris-tianos, a ojos de los paganos es el de la misantropía, el aislamiento y el incivismo. La cólera del romano le hacía decir «¡sois unos desgraciados! Si queréis mo-rir, ¿acaso no tenéis precipicios y cuerdas?».

En Roma, en tiempos de Justino, se decía corrien-temente a los cristianos: «Suicidaos e id con vuestro Dios: cesad de darnos preocupaciones».

La sociedad romana se defendió como pudo frente a esa banda aparte de incívicos para los que la jerar-quía de los valores éticos está invertida.

Al ideal intelectual y aristocrático del sabio anti-guo, glorificado por el conocimiento de las verdades eternas, se sustituye el ideal moral y democrático de los humildes y de los simples de corazón que, por la ceguera de su fe, se convierten en los preferidos de su Señor, hasta el punto de que se produce una in-versión de los valores éticos. El ideal intelectual del y aristocrático del sabio antiguo, laureado por el cono-cimiento de las verdades eternas, es sustituido por el ideal moral y falsamente democrático de los humil-des y de los simples de corazón, o lo que es lo mismo por el alma de los ignorantes y los que por la ceguera de su fe se convierten en los amados del Señor. Las virtudes teologales sustituyen a las dianoéticas, las

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relativas a la ciencia; virtudes teologales que se rela-cionan con los fines últimos, la misma Divinidad, una divinidad conocida siempre insuficientemente que no será amada bastante.

Esta visión de la existencia descansa sobre una nueva y anticlasicista concepción de la condición humana y la naturaleza. La naturaleza ya no es lo que era para los griegos, está corrupta y es fuente de todas las concupiscencias que nos llevan derechos al pecado, de manera que es obligatorio romperla para conquistar la purificación y la gloria. El hombre, hijo de la naturaleza, está tan corrupto como ella, tan in-clinado al mal que son precisos los méritos de la re-dención y la Gracia de la Divinidad para salvarle de la caída en el pecado-

Una visión tal del hombre y de la naturaleza con-duce directamente a la indiferencia en materia cientí-fica. Aquellos que desprecian la belleza de la natura-leza no tienen el más mínimo interés en desvelar los misterios de la naturaleza, preocupados por otro tipo de misterios, los escatológicos. Vuelven la espalda a la naturaleza para vivir los gozos de la existencia in-terior, las dulzuras de la ascesis. La sagrada pasión de saber, el sapere aude de Horacio, tienen el mismo rango de que las diversiones, la locura del juego y el libertinaje, que condenarán San Agustín y San Sulpi-cio.

La «vana sapiencia» de los doctores del siglo tiene su contrapartida en la diatriba de San Pablo apelan-do a la «locura de la cruz» Los judíos reclaman mila-gros, los griegos persiguen la filosofía, nosotros pre-dicamos al Cristo crucificado, escándalo para los ju-

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díos, locura para los gentiles, pero para los elegidos, tanto judíos como griegos, Cristo poderío de Dios.

Pablo rechaza así toda composición posible entre la sabiduría secular de los filósofos y la sapiencia divi-na de las escrituras: «La sabiduría de este mundo es locura al lado de Dios. ¿Para qué saber entonces? Chapoteemos en la docta ignorancia para gloria de Dios».

Esta concepción viene a resaltar por encima de to-do la fe popular, la de los esclavos, pequeños artesa-nos, los zapateros, los molineros de que habla Celso, defensor de los cultos clásicos los llama simpliciores. Lo que vino a continuación es suficientemente de-mostrativo al respecto. La indiferencia cristiana por las ciencias las esterilizó por falta de práctica y dege-neró a menudo en hostilidad. Tal como pasó en Ale-jandría y en Atenas, los dos centros en que se pro-longó el helenismo tras Constantino. La destrucción del Serapeo por los cristianos a instigación del Obis-po Teófilo, el año 389, trajo como consecuencia la aniquilación del inmenso saber acumulado desde los tiempos de Ptolomeo; la parte adjunta al Museo se había incendiado durante la guerra alejandrina de Julio César, pero este la reconstituyó con la biblioteca de Pérgamo, y esta no dejó de enriquecerse. Sin em-bargo, el crimen del 389 fue irreparable. Todo fue arrasado, privados de su principal material de traba-jo, los profesores neoplatónicos abandonaron Ale-jandría y la enseñanza quedó suspendida. En marzo del 415 tuvo lugar el asesinato de Hipatia, eliminada por el odio cerval de los zelotes parabolemai del obispo Cirilo. Una pérdida inmensa, el más cobarde

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e ignominioso crimen. Los numerosos discípulos que la amenazada Hipatia atraía aun, se dispersaron y la escuela no tuvo a su frente más que a oscuros profe-sores carentes de la luz refulgente de la más grande sabia que han contemplado los siglos. Nada, ni nadie podrá hacernos olvidar la envergadura de aquel cri-men horrendo. Hacia el sigo V, un neoplatónico se queja de que solo los teatros rebosan de público. La ignorancia cristiana ha vencido al saber neoplatóni-co.

Oprimida en Alejandría, la escuela neoplatónica se refugió en Atenas, hasta el momento en que Justinia-no, queriendo eliminar de raíz el paganismo, ordenó en 519, el cierre de la escuela, poniendo así fin a la cadena de oro de los escolares que se habían ido formando desde Plutarco hasta Damascio.

La ciencia antigua descansaba sobre la apoteosis de la naturaleza, como muestra el himno apasionado de Posidonio a la belleza del Cosmos. Con ella, el gusto por la observación placentera del mundo exterior, la investigación de sus leyes, desaparecieron. Bizancio, última plaza de la cultura, pronto no se apasionará más que por los verdes o los azules (los equipos en-frentados en el circo), la querella de las imágenes y la represión de las herejías. Hija del helenismo, la cien-cia antigua compartió su suerte. Con sus últimos re-presentantes se apaga en el siglo VI. El Galileo, como lo llamaba Juliano, al fin había vencido. Su victoria era la de la ignominia. La nueva sociedad no aspira-ba más que a una ciencia cristiana y se sepultó en la teología.

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El partido de los simpliciores fue el de las primeras generaciones cristianas. Se vivía entonces en la espe-ra del fin del mundo. El amor heleno por la ciencia no tenía cabida en una concepción de la vida que re-chazaba la propia vida. Se ansiaba un juicio final, de manera que a toda preocupación temporal de largo alcance, se oponía un definitivo y anquilosante «¿pa-ra que?».

La ignorancia de los simpliciores ponía a los cris-tianos en una postura incómoda ante los paganos. Les hacía blanco fácil de burlas y sarcasmos. Celso escribe: «He aquí cuáles son sus máximas: lejos de nosotros todo hombre que posea alguna sabiduría, alguna luz o alguna ciencia. Pero si se trata de insen-satos, de ignorantes, de iletrados, que vengan a noso-tros con toda confianza».

«El gran hallazgo de Cristo en esta tierra es haber disimulado a los sabios el rayo de la ciencia para desvelarlo a los seres privados del uso de la razón y a los niños de teta». Los cristianos se enorgullecen de la locura de su fe, por eso merecen el epíteto de stut-ti, ese reproche de Juliano el Apóstata: «El solo creer es toda vuestra sabiduría. Vuestra ley es la ignoran-cia y la rusticidad».

Entre los filósofos griegos y las enseñanzas de las Escrituras, hay más de un punto en común, por ex-traño que nos parezca, en lo que se refiere a la teolo-gía y la moral. Los cristianos explicaban esas analo-gías, en contra de los filósofos, como falsificaciones diabólicas inspiradas por el maligno.

El alma de la filosofía es la dialéctica. Solo ella permite rebatir las acusaciones de los sofistas. «Es el

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muro gracias al cual la verdad no es pisoteada por los sofistas». Solo ella permite facilitar demostracio-nes necesarias: una demostración, hecha según las reglas de la lógica, implanta en el alma de quien la sigue una creencia concreta, NO es solo la filosofía una indispensable gimnasia del espíritu, no solo en-seña el arte de razonar sino que, hablando a los gen-tiles en un lenguaje familiar, permite convertirles con mayor facilidad. La Iglesia utiliza las armas del enemigo en beneficio propio, la dialéctica es la ma-quinaria empleada por la sofística, una herramienta a la que no hay que hacer ascos porque puede ser em-pleada para combatir los mensajes del diabólico. Clemente de Alejandría lo expresa con absoluta sin-ceridad: «Me hice todo de todos, con objeto de ga-narme a algunos». Nunca el pragmatismo cristiano fue expresado con mayor cinismo.

A diferencia de los padres latinos, preocupados an-te todo por disciplina y moral, Clemente y Orígenes se presentan como espíritus helénicos, en el sentido de que no conciben al cristiano perfecto más que co-mo un cristiano gnóstico, siendo la gnosis la demos-tración de las proposiciones según su interpretación. Esta idea de Orígenes y Clemente se revelaron profé-ticas. Encontraron en su tiempo mucha oposición, acusados de leer libros paganos, pero en última ins-tancia se llevaron el agua a su molino. Introduciendo la homilía en sus reuniones culturales, la Iglesia su-mó para su servicio y poco a poco, a la literatura pro-fana. Una maniobra de habilidad admirable muy le-jos del dogmatismo a que nos tiene acostumbrados la Iglesia-Institución. Su triunfo siempre se ha basado

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en esa elasticidad de las proposiciones, en la ambi-güedad calculada.

En una obra célebre, Sobre la manera de aprove-char a los autores profanos, Basilio dice que, previa depuración, los jóvenes obtendrán un magnífico provecho con la lectura de las letras profanas; son una preparación y una guía para la lectura del Anti-guo y el Nuevo Testamentos.

Aunque el cristianismo es para los padres de la Iglesia una doctrina divinamente revelada que con-tiene toda la verdad, los padres se inclinan por esta-blecer que helenismo y cristianismo no son dos tér-minos antagónicos, sino que el primero conduce ló-gicamente al segundo como su conclusión lógica. Pa-ra ello es indispensable subrayar a ojos de los genti-les, la concordancia de los filósofos con la Escritura, no para afirmar al creyente en su fe, sino para con-mover al adversario.

Fue, por tanto, por puro proselitismo, y en un am-biente en el que el helenismo estaba en franco retro-ceso, que los apologistas eclesiásticos utilizaron la fi-losofía como una «etapa en el camino de la creencia». La filosofía se les presentó como una introducción al estudio de la teología,. Ellos hicieron entrar, poco a poco, las ciencias profanas y las letras seculares, exentas de sus apartados más peligrosos intelectual-mente, en el orden de los estudios como preámbulo y auxiliar de la teología. La literatura profana había de ser salvada en parte para beneficio de la teología. Pe-ro hay que aclarar que fueron iniciativas individuales las que salvaron lo que aun podía ser salvado des-pués de las purgas de materia profana realizadas du-

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rante siglos sistemáticamente. La Iglesia institucional no sintió ninguna clase de obligación de conciencia para salvar de la quema los libros paganos. Fueron personajes como Casiodoro y Boecio los encargados de, en iniciativas aisladas, salvar lo poco que queda-ra de la literatura profana.

Habrá que esperar al Renacimiento Carolingio para ver a Alcuino de York ubicar de nuevo en un lugar privilegiado la mayor parte de los manuscritos anti-guos que poseemos y que datan de los siglos IX y X.

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LA DIOSA MADRE

Decía el fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud: Nuestro sistema actual organizado es reproducción de la Madre Naturaleza, con la observación de las regulaciones astronómicas, dándole al hombre, no solo el patrón para la introducción del orden en su propia vida, sino, igualmente, las primeras pistas sobre cómo hacerlo.

Durante la Antigüedad los hombres consideraron a la Madre Tierra con el mismo rango que la Reina del Cielo, incorporando todos los elementos para cuanto existe sea reproducido. En Roma, escritores como Apuleyo la consideraron la Madre de los Dioses. Plo-tino, en la misma dirección, sostenía que era la ima-gen misma de la Creación, e historiadores como Dio-doro Sículo estimaban que la Madre Tierra y la Reina del Cielo, dos realidades complementarias, contaban con mayor poder que el mismísimo Faraón.

Entre los muchos títulos que el catolicismo otorga a la Virgen María se encuentra el de Reina del Cielo.

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Tal y como reza uno de los principales dogmas de fe, María fue ascendida a los cielos, y una vez allí se convierte en una diosa, cuyos orígenes hay que ras-trear en la cultura fenicia, que en su expansión influ-yó en otros pueblos. En el origen de las tradiciones fenicias (herederas de las babilónicas) se encuentra el personaje de Nemrod, quien fue asesinado, y para vengarse su esposa Semiramis engendró siendo vir-gen un hijo que era el propio Nemrod resucitado, si bien tomando el nombre de Tammuz. Con el trans-curso del tiempo, Semiramis derivó en diosa y reci-bió el título de Reina del cielo.

La influencia babilónica no solo se hizo notar en Fenicia. Para los egipcios el mito de la virgen madre recae en la diosa Isis, cuyo esposo, Osiris, fue asesi-nado por su hermano Tifón, dios de la oscuridad. Tras una larga búsqueda, Isis logra encontrar y re-unir el cuerpo despedazado de su esposo, repartido por todo Egipto.

Para lograr su venganza engendra a Horus, cuyo padre es Ra, el Dios Sol. Horus se convierte así en la reencarnación de Osiris, cuyo cometido principal es hacer Justicia eliminando a Tifón.

Muerte y reencarnación son las características por antonomasia de los Héroes o Dioses Solares, entre los cuales se encuentra el Mesías cristiano, siendo Isis convertida en la Virgen María por el Patriarca ale-jandrino Cirilo. Con anterioridad, en el año 80 a.n.e. se fundó en la colina Vaticana, no lejos del Mitraeum, el templo de Isis.

Junto con la griega Artemisa, y la romana Diana (diosa lunar, contrapartida del dios solar), el culto

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isíaco enraizó con fuerza, hasta el punto de que, a pesar de la brutal envestida cristiana, su culto fue el último en ser abolido por el emperador de Bizancio Justiniano. En su faceta de Reina del Cielo se la re-presentaba sentada sobre una luna creciente con do-ce estrellas en forma de corona sobre su cabeza (exac-tamente igual que aparece la Virgen católica en mu-chas de sus representaciones iconográficas) Otra coincidencia importante con el catolicismo estriba en el modo en que ambas Reinas del Cielo eran vesti-das: con todo lujo y adornadas con joyas) Incluso en ambas credos existían personas dedicadas exclusi-vamente a ese menester, las llamadas camareras de la Virgen.

En el Concilio de Éfeso (431 d.n.e.) se instituyó co-mo dogma de fe la maternidad divina de María o «theokokos», que era la característica de las diosas Artemisa e Isis; con una diferencia en estas últimas, que eran madres de varios dioses.

Sin embargo surgieron opiniones contrarias a la di-vinización de María. Tal fue el caso del Patriarca de Constantinopla Nestorio (de quien se deriva la here-jía llamada nestorianismo): «Si vosotros llamáis a María Madre de Dios, hacéis de ella una diosa». San Cipriano también manifestaba su disidencia icono-clasta al afirmar: «¿Para qué postrarse delante de las imágenes? Eleva tus ojos al cielo y tu corazón, allí es donde debes buscar a Dios».

Si observamos atentamente la imagen de Isis y Ho-rus, veremos que el segundo descansa sobre el rega-zo de la primera a la manera de las Vírgenes románi-cas. Horus fue engendrado por Ra (el Sol); nació de

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la Isis virginal, tuvo doce seguidores (los doce signos zodiacales); fue asesinado y resucitó al tercer día, realizó milagros, como resucitar a los muertos; y era llamado «ungido» y «Buen Pastor»; exactamente igual que lo sería el Mesías cristiano. La figura del Buen Pastor proviene directamente de la mitología pagana: es el dios Mocósforo, quien era representado con un cordero sobre los hombros.

Historiadores como Tácito entendían que las tribus y clanes que poblaban Europa (los bárbaros, al fin y al cabo, que acechaban el limes del Imperio) rendían culto a una deidad femenina que regía sus destinos. En Atenas, la Diosa Atenea era adorada como la Ma-dre Virgen. En la Antigua India la tenían como la Madre Brahmana, Aditi, quien estaba rodeado por doce Soles-Hijos, siendo a su vez un dios solar que contaba con doce discípulos.

Miles de estatuillas de la Reina del Cielo han sido desenterradas en Oriente Medio, lugar de nacimiento del judaísmo y la cristiandad, gracias a excavaciones arqueológicas realizadas en diferentes campañas en el antiguo Canaan. Muy cerca, en Fenicia, la Reina Celestial era la deidad principal, llamada Baalat Ase-ra, cuyo culto estelar era propio de ciudades como Acre, Sidón, Biblos y Tiro (mencionadas ampliamen-te en la Biblia) Los reyes de Sidón se declaraban a sí mismos como los Sumos Sacerdotes de ese credo.

El conocimiento de estos Misterios Tempranos quedó tan a buen recaudo que nuestro saber sobre ellos probablemente no pueda completarse nunca, fundamentalmente porque son saberes no escritos transmitidos oralmente de generación en generación.

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Fuera de Egipto, los Misterios más famosos estaban asociados con Dionisio, Baco, Orfeo, Samotracia y los Eleusinos, estos últimos practicados en las proximi-dades de Atenas, y todos ellos estaban basados en el culto de la Diosa de la Fertilidad, la cual recibía dife-rentes denominaciones.

En Roma, estos Misterios eran practicados a través del mitraísmo, que incluía un simbólico lavado en la sangre de un toro sacrificado. En el culto religioso cristiano, especialmente en sus etapas más tempra-nas, antes de su conversión en religión institucional, se recibía la Eucaristía en rituales secretos, incluyen-do los ritos de Dionisio, convirtiendo el agua en vino, comiendo la carne del hijo sacrificado (como lo fuera el Toro mitráico) y bebiendo su sangre.

Para los cristianos, el sacrificio con derramamiento de sangre estaba justificado para «lavar» los pecados del mundo. El Padre de la Iglesia, Tertuliano (anti-guo pagano,) y los teólogos cristianos de primera ho-ra incidieron machaconamente en que la semilla de la Iglesia era el fruto de la sangre de los mártires. El filósofo romano Celso escribió una diatriba contra los cristianos en la que dejaba patenta la infinidad de pa-ralelismo y coincidencias entre los cristianos y sus antecesores los paganos; criticaba, asimismo, lo que para él era una señal distintiva del cristianismo: su tendencia al chismorreo, y el ansia de despertar te-mor entre los analfabetos con ideas como pecado original, culpa e infierno. Marco Aurelio, el empera-dor filósofo de fines del siglo II, los acusó de ser ex-hibicionistas.

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Suetonio y Tácito coincidían en calificar al cristia-nismo de no ser más que una cruel y depravada su-perstición basada en el terror a la muerte y el eterno castigo infernal.

La Diosa Madre, la diosa de los Misterios más ar-canos, dio origen más tarde a un Dios-Hombre-Solar, que moría y resucitaba al igual que el Astro Rey, nuestro Sol, muere cada día para volver a surgir por el horizonte. A este Dios-Hombre se le rindió culto durante cientos de años en diferentes lugares, todos ellos conectados a través de relaciones políticas y comerciales. Así:

En el mito Siríaco, este credo era sostenido por las mujeres que rendían culto al bello dios de la fertili-dad, Adonis. Todos los años se organizaban fiestas carnavalescas llamadas Adonía, para conmemorar su muerte y su resurrección.

En Anatolia, era el juvenil Dios–Hombre Attis, el Sol-Hijo de la diosa Cibeles, que murió, y tres días más tarde regresó a la vida gracias a la intercesión de su Diosa-Madre.

En el Antiguo Testamento, las mujeres de Jerusalén lamentan la muerte de ese Dios-Sol (Ezequiel. 8.14)

En Grecia también se rindió culto a Dionisio, y en las fiestas en su honor, las dionisíacas, sacerdotisas fanáticas lloraban su muerte. Estas mujeres enloque-cidas eran llamadas Menades en Grecia y Bacantes en Roma.

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CÓMO LOS CRISTIANOS DESTRUYERON EL PAGANISMO

CRONOLOGÍA PRINCIPAL

314. Tras la legalización del cristianismo, se atacó con verdadero odio a los gentiles no cristianos. En el Concilio de Ancyra se denuncia el culto a la diosa Artemisa.

324. El emperador Constantino declara a los cris-tianos la única religión oficial del Imperio. En Dydi-ma, Asia Menor saquea el oráculo del dios Apolo y tortura hasta la muerte a los sacerdotes paganos. Destruye todos los templos helénicos locales.

326. Siguiendo el dictado de su madre, la cristiana Helena, destruye el templo del dios Asclepios en Ci-licia y muchos templos de la diosa Afrodita en Jeru-salén.

330. Constantino roba los tesoros y estatuas de los templos paganos de Grecia para decorar la nueva Roma, la nueva capital del Imperio.

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335. Ordena la crucifixión y tortura de todos los magos y adivinos. El neoplatónico Sopatrus es cruelmente asesinado.

346. Persecuciones a gran escala en contra de la gente no cristiana en Costantinopla. Destierro del orador Livanio, acusado de ser un mago.

354. Un nuevo decreto ordena el cierre de todos lostemplos paganos. Son profanados y convertidos en burdeles y casas de juegos.

357. Constantino proscribe todos los métodos de adivinzación (excepción hecha de la astrología).

359. En Siria los cristianos organizan los primeros campos de concentración y exterminio para la ejecu-ción de los no-cristianos arrestados de todas partes del imperio.

364. El emperador Joviano ordena quemar la Bi-blioteca de Antioquía.

Un decreto del 11 de Setiembre ordena la pena de muerte para todos aquellos que rinden culto a sus dioses ancestrales.

365. Un decreto imperial (17 de Noviembre)) prohibe a los funcionarios gentiles (paganos) del ejército dar órdenes a los soldados cristianos.

370. Valens ordena una tremenda persecución de paganos en todo el imperio Oriental. Toneladas de libros son quemados en las plazas de las ciudades orientales.

372. Valens ordena al gobernador de Asia Menor que extermine a todos los helenitas y todos sus do-cumentos.

373. El término pagano es utilizado por los cristia-nos para rebajara los no creyentes.

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380. El 27 de febrero, el cristianismo se convierte en religión exclusiva del Imperio. El emperador Teodo-sio requiere que: «Todas las varias naciones que es-tén sujetos a nuestra clemencia y moderación deben continuar profesando aquella religión que fue entre-gado a los romanos por el divino Apóstol Pedro».

Los no cristianos son llamados «aborrecibles, here-jes, tontos y ciegos».

385 a 388. Maternus Cynegyus, animado por su ca-tólica y fanática esposa y el obispo Marcelo ordenan a sus bandas que arrasen la campiña, saqueen y des-truyan centenares de templos helénicos, urnas y alta-res.

389. Se proscriben todos todos los métodos de ca-lendarios no cristianos. Hordas de fanáticos ermita-ños del desierto inundan las ciudades del Medio Oriente y destrozan los templos y las estatuas paga-nas.

392. Teodosio proscribe todos los rituales no cris-tianos y los nombra «supersticiones gentiles» Termi-nan con los misterios de Samotracia y masacran a los sacerdotes. Los paganos, al fin se sublevan contra el emperador y la Iglesia en diversas ciudades.

393. Se proscriben los Juegos Olímpicos como parte de la idolatría.

395. Nuevas persecuciones contra los paganos. 397. Arcadio ordena la demolición de los templos

que aun quedan en pie. 400. El Obispo Niceas destruye el oráculo del dios

Dionisio. 401. Cristianos cartagineses linchan a paganos y

destruyen templos e ídolos.

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405. Juan Crisóstomo envía hordas de monjes ves-tidos de gris y armados con barrotes de hierro a des-truir todos los ídolos de las tierras de Palestina.

406. El mismo Crisóstomo colecta fondos para de-moler los templos helénicos. En Efesio, ordena la destrucción del templo de la diosa Artemisa, uno de los más famosos del lugar.

408. Honorio y Arcadio, emperadores de Oriente y Occidente, ordenan que las esculturas y templos que resten sean expropiadas y destruidas.

415. En Alejandría, los cristianos mandados por Ci-rilo atacan unos días antes de la Pascua a la filosofa Hipatia, y la destrozan con piezas afiladas de cerá-mica. Sus restos son repartidos por toda Alejandría y quemados finalmente en el monte Cesarion junto con sus libros. Es uno de los crímenes más horrendos de los cristianos.

416: En Constantinopla son despedidos todos los funcionarios no cristianos.

423. Teodosio II declara que la religión de los pa-ganos no es más que un culto del demonio.

429. El templo de Atenea (Partenón) en la Acrópo-lis es saqueado y los paganos perseguidos.

440 a 450. Los cristianos demuelen todos los mo-numentos, altares y templos de Atenas, Olimpia y otras ciudades de Grecia.

451. Teodosio II ordena que la idolatría sea castiga-da con la muerte.

457 a 491. Esporádicas persecuciones contra los pa-ganos del imperio Oriental. Son ejecutados el médico Jacobus y los filósofos Gesio, Severiano, Herestio, Zosimo e Isidoro.

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486. Más sacerdotes paganos subversivos son des-cubiertos, arrestados, burlados, torturados y ejecuta-dos en Alejandría.

515. El bautismo se vuelve obligatorio, incluso para los ya cristianos.

528. Justiniano proscribe los juegos Olímpicos de Antioquía y ordena la ejecución, despedazados por las bestias, de los que practican la hechicería y la adi-vinación o la idolatría, y prohíben toda enseñanza por paganos («los que padecen la locura blasfemia de los helenitas»).

529. Repitiendo lo ocurrido en el Imperio Romano de Occidente, Justiniano proscribe la Academia Filo-sófica Ateniense y confisca su propiedad. Una época ha tocado a su fin, aunque la persecución del paga-nismo permanezca durante varios siglos más. Sin ir más lejos, en el 580 atacan un templo secreto de Zeus en Antioquía. El sacerdote recurre al suicidio, pero el resto de los capturados son arrojados a los leones, al no presentarse las fieras, son crucificados. En el 860 los últimos helenitas son convertidos a la fuerza por «San» Nikon.

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CRISTIANISMO Y PAGANISMO, IDENTIDADES Y DIFERENCIAS

El cristianismo ciertamente barrió a la sociedad anti-gua, hasta convertirla en un erial; pero lo que no puedo evitar fue que pervivieran en su interior todo un rosario de mitos ajenos que nunca fueron comple-tamente extirpados. El paganismo, oficialmente de-rrotado, pervivió en el cristianismo bajo ciertas fór-mulas. Circunstancia decisiva fue que el emperador Constantino hiciera suyo el cristianismo por móviles estrictamente políticos (no solo religiosos), logrando derrotar a su rival Majencio, y reunificar un Imperio abocado a la desintegración. A partir de ese momen-to, todos los esfuerzos del emperador siguieron esa trayectoria: aupar al cristianismo e imponer la uni-formidad religiosa. Solo uno de sus sucesores, Ju-liano (llamado por ello «el apóstata»), permitió re-verdecer los cultos clásicos; una aventura solitaria y heroica, pero fracasada.

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Pero, ¿en qué consistía el paganismo? ¿Cuáles eran sus características y cuáles, también, aquellos rasgos que transmitió, prácticamente inmodificados, al cris-tianismo?

Desde hace siglos los términos pagano y paganis-mo arrastran una carga peyorativa. La Iglesia cristia-na enfocó todos sus esfuerzos en presentar al paga-nismo como un conjunto de religiones falsas que ha-bía que extirpar para permitir el desarrollo de la nueva religión; una religión que, no lo olvidemos, contaba con el apoyo explícito del aparato estatal romano desde los tiempos constantinianos. En reali-dad, el término pagano procede del «paganus» la-tino, que significa, simplemente, habitante del cam-po. Un pagano no era otra cosa que un campesino sin adoctrinar que practicaba antiquísimos cultos de la naturaleza. Estos pueblos paganos solían representar a sus divinidades mediante imágenes. Sus dioses eran visibles. Precisamente uno de los retos que tuvo que afrontar el cristianismo en su expansión fue el de presentar a su Dios como un ente invisible que debía ser imaginado; una diferencia radical respecto del paganismo, en el que se podían ver, incluso tocar, las diferentes divinidades.

Al lado de las estatuas inanimadas de los dioses, las masas paganas adoraban a múltiples imágenes reputadas milagrosas, ya fuera porque realizaran cu-raciones, por sus poderes oraculares, o porque fue-ran consideradas prodigiosas. Como los discípulos del platonismo, los cristianos admitían que determi-nadas estatuas estaban habitadas por demonios. Con una diferencia, los paganos hacían de los «daimones»

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genios buenos, mientras que los cristianos los con-vertían en genios maléficos.

El porqué las narraciones sobre la vida y la muerte de los Dioses son tan similares entre sí (incluyendo, por supuesto el cristianismo), con un Dios-Hombre que es muerto y crucificado, resucita, hace milagros y cuenta con doce discípulos, estriba en que todas es-tas historias están basadas en los movimientos del as-tro rey a través de los cielos, un desarrollo astro-teológico con el Sol y los doce signos zodiacales que pueden ser constatados alrededor del globo terrá-queo. O dicho en otros términos, Jesu Cristo y demás héroes solares son personificaciones del Sol, y la fá-bula evangélica es meramente una fórmula mitológi-ca de carácter prácticamente universal (como lo es el culto a los cielos).

Sin ir más lejos, muchos de los dioses-hombre sa-crificados tienen su cumpleaños en la misma fecha o alrededores: el tradicional 25 de Diciembre con que se abre la Natividad. Los antiguos observadores del cielo pudieron constatar que desde una perspectiva geocéntrica, el Sol realiza un descenso anual hacia el hemisferio Sur, hasta el 21 o 22 de Diciembre, el sols-ticio de Invierno, cuando paraliza su movimiento ha-cia el Sur durante tres días y luego comienza de nue-vo a trasladarse de nuevo hacia el Norte. Durante es-te tiempo Durante este tiempo, el Sol-Dios muere du-rante tres días y nace de nuevo el 25 de Diciembre.

El cristianismo, una vez en el poder, convirtió a los dioses paganos en la expresión de lo demoniaco, identificándolos con el mal. No obstante, esta cam-paña de demonización no resultó precisamente fácil.

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Las creencias paganas tenían cientos, quizás miles de años de existencia, estaban grabadas a fuego en la conciencia de las gentes, y los cristianos no pudieron permitirse el lujo de extirparlas radicalmente susti-tuyéndolas por un corpus doctrinal completamente nuevo.

De hecho, durante los tres primeros siglos, los cris-tianos, fueran clero o laicos, tenían un conocimiento muy relativo acerca del cumpleaños del Mesías. Nin-guna evidencia bíblica declara que el cumpleaños de Jesús sea el 25 de diciembre. No existe ninguna con-firmación histórica, fuera del Nuevo Testamento, y éste presenta contradicciones apabullantes.

La más importante celebración de invierno de los antiguos pueblos paganos coincidía con el Sol en su punto más lejano al Sur del Ecuador, comenzando el 21 de diciembre y culminando el 25. Como ya hemos comentado, el solsticio de Invierno también se con-virtió en el natalicio de múltiples dioses que en algún momento morían sacrificados: Attis, Frey, Thor, Dio-nisio, Osiris, Adonis, Mithra, Tammuz, etc. Por la misma época, los romanos celebraban la Saturnalia, del 17 de diciembre al 24, para honrar al Padre de los Dioses, Saturno, todo ello acompañado de una acción de gracias para conmemorar-estimular las plantacio-nes invernales, visitar a los amigos y parientes e in-tercambiar regalos. Como vemos, la costumbre cris-tiana navideña del regalo tiene sus antecedentes muy claros.

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EI MITHRAISMO

Con antelación a la implantación en los dominios imperiales de la religión cristiana, el mithraismo, con 400 años de antigüedad, era la religión dominante entre amplios sectores de los romanos. El choque en-tre ambos cultos fue inevitable, convirtiéndose rápi-damente en religiones rivales pero señas de identi-dad comunes, tantas, que resultaban prácticamente indistinguibles la una de la otra.

La primera mención escrita del mithraismo data de hace 3500 años, siendo mencionado en los Vedas hindúes y extendiéndose posteriormente a Persia, el Oriente Próximo, el Imperio Romano, e incluso hasta la frontera de Escocia (donde los arqueólogos han lo-calizado altares mithráicos de la época del dominio romano).

El culto a Mithra se expandió junto con las legiones imperiales a lo largo y ancho de sus dominios (los es-cudos de los ejércitos llevaban grabado en su frente el signo de Mithra, de enorme parecido con el cris-

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tiano). Muchas personalidades romanas se encontra-ban entre los iniciados en sus Misterios, muy desta-cadamente los propios emperadores, como Aure-liano, Commodo, Diocleciano, Galerio o Licinio.

En el año 307, cuando quedaba poco más de un lus-tro para que el cristianismo dejara de ser perseguido y se convirtiera en la religión oficial del Imperio, Mithra desempeñaba el papel de protector de las ar-mas romanas. Su cumpleaños tenía lugar durante el solsticio de invierno, cuando se celebraba el Natalis Solis Invecti, el 25 de Diciembre. Esta fecha señalaba el nacimiento de un joven Dios-Sol que emergió de una roca o cueva bajo la forma de un bebé recién na-cido. A nadie puede escapar que el paralelismo con el culto cristiano es más que evidente.

Su triunfo y ascensión (porque también ascendió a los cielos) se celebraba en la Pascua, y siendo un dios de luz llevó a cabo multitud de milagros, tales como resucitar a los muertos, sanar a los enfermos y hacer huir a los demonios. Antes de su viaje al ámbito ce-leste celebró una última cena con sus doce discípulos (otra «coincidencia» más), los doce signos del zodia-co.

En su memoria se celebraba una comida sacramen-tal consistente en la ingesta de un pan que llevaba grabada una cruz. Sus sacerdotes recibían el nombre de «padre», y al igual que los sacerdotes cristianos, estaban tonsurados. La ceremonia a la que aludimos era llamada «mizd», «missa» en latín, «maza» en griego.

En el año 313 d.n.e., el cumpleaños oficial de Jesua el Christos se superpuso al de Mithra, persiguiendo

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atraer al nuevo culto cristiano a los adoradores del dios venido hacia siglos desde la profunda Persia. El Papa Julio I impuso que el nacimiento del Mesías tu-viera lugar el mismo 25 de diciembre. Antes de esto, ningún cristiano tenía la más ligera idea de con qué fecha había acontecido el natalicio de Cristo.

San Agustín, educado en el paganismo, tratando de confundir en beneficio de la nueva religión triunfan-te, fue aún más lejos declarando que el clero mitráico adoraba al propio Jesucristo, y Pablo, el verdadero inventor del cristianismo, afirmaba no tener noción ninguna del nacimiento del Salvador. Además, des-conocía completamente lo que supuestamente Jesús dijo. La misma ignorancia afecta a su conocimiento de los doce apóstoles.

También San Agustín abogaba porque los cristia-nos se alejaran en lo posible del mithraísmo. Sin em-bargo, la condición de dios solar de Cristo fue man-tenida por los antiguos cristianos a pesar de todo, hasta el punto de que el término Jesús de Nazareth (Nazaroth) significa en hebreo los doce signos del zodiaco. La ciudad de Nazareth no existía cuando nació el Mesías, sino mucho después. La mención evangélica de la ciudad fue, claramente, una interpo-lación posterior.

El emperador Justiniano ordenó que la Navidad tuviera rango de fiesta cívica y marcara el principio del año ceremonial cristiano. La entrega de regalos, el acebo, el muérdago, las velas y la decoración del árbol son actos claramente paganos. En los países del norte de Europa todavía llaman a esta celebración

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«tuletide» (rueda del Sol), coincidiendo con la cose-cha de frutos invernales.

A mediados del siglo II, cuando todavía los cristia-nos eran perseguidos como enemigos del Estado, Justino Mártir y Tertuliano se atrevieron a afirmar un imposible como que el mithraísmo había copiado al cristianismo, con ello, o a pesar de ello, reconocían la cantidad de similitudes existentes entre un culto y otro. Así, Tertuliano escribió:

El diablo, cuya ocupación es la de pervertir la ver-dad, remeda las circunstancias exactas de los sacra-mentos divinos. Él bautiza a sus creyentes y promete el perdón de los pecados, y con eso los inicia en la religión de Mithra. Él celebra la oblación del pan, y trae el símbolo de la resurrección (se refiere a la pre-sencia de la cruz en el pan). Permítanos, por consi-guiente, reconocer la astucia del diablo, que copia ciertas cosas de aquellas que son divinas.

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¿CRISTIANISMO SIN CRISTO?

Hemos de partir de un hecho incuestionable, y es que no existen evidencias de la historicidad del fun-dador del nuevo culto cristiano. Los primeros segui-dores fueron en su conjunto o totalmente crédulos, o completamente mentirosos. Aparte de los libros y epístolas bíblicas falsificadas, no hay evidencias tex-tuales de la existencia de Jesucristo. No solo eran los disidentes cristianos y los propios paganos quienes asumían este hecho, sino que los propios cristianos revelaban saber que la historia y la religión de Jesús no eran originales, sino que tenían por base mitos e ideologías antiguas procedentes, básicamente, de Oriente.

Sin ir más lejos, el doctor de la Iglesia San Agustín confesó sin ambages que el cristianismo era una me-ra repetición de cuantos cultos habían precedido a la era cristiana:

Esto que se conoce como religión cristiana existía en-tre los antiguos, y siempre existió, desde el comien-

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zo de la especie humana hasta que Jesús vino en carne y hueso, momento en que la verdadera reli-gión, que ya existía, empezó a llamarse cristianismo.

En su Apología, Justino Mártir (c. 100-165) igual-mente asumía la proximidad del cristianismo y el paganismo para convencer a los suyos de que el cris-tianismo no era más ridículo que los mitos más anti-guos:

Analogías de la historia de Cristo. Y cuando decimos también que la Palabra, que es la primera obra de Dios, se produjo sin unión sexual, y que Él, Jesucris-to, nuestro maestro, fue crucificado y murió, y se le-vantó de nuevo, y ascendió a los cielos, no propo-nemos nada diferente de lo que vosotros creéis res-pecto a esos quienes consideráis hijos de Júpiter. Pues sabéis cuantos hijos vuestros, reputados escri-tores, adjudicaron a Júpiter; Mercurio el intérprete de la palabra y maestro de todo; Esculapio, quien, aunque era un gran médico, fue golpeado por un ra-yo y así ascendió al cielo; y también Baco, después de haber sido desmembrado; y Hércules, cuando se lanzó a las llamas para escapar de sus esfuerzos; y los hijos de Leda, y Dioscuri; y Perseo, hijo de Da-nae; y Belerofonte, quien, aunque fue arrancado de los mortales, se elevó a los cielos sobre el caballo Pe-gaso. ¿Y qué de los emperadores que mueren entre vosotros, a quienes consideráis dignos de deifica-ción, y en cuyo favor tenéis a alguien que jura que ha visto al César ardiente elevarse al cielo desde la pira funeraria.

Al hacer estas comparaciones, lo que en realidad pretendía Justino era curarse en salud: esas compara-

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ciones no eran ni mucho menos gratuitas; detrás de todo se encontraba el demonio: «El demonio ha ideado estos planes para hacer que los hombres ima-ginasen que la verdadera historia de Cristo era de los mismos personajes que las fábulas prodigiosas sobre los hijos de Júpiter».

Otros cristianos fueron más burdos en sus versio-nes sobre el objeto de la historia cristiana, mostrando razones menos sutiles para justificar su doctrina. Así, el Papa León X, quien era conocedor de la naturaleza difícilmente creíble del cristianismo, no tuvo incon-veniente alguno en afirmar: «¡Cuántos beneficios no nos habrá reportado esa fábula de Cristo!».

Desde el paganismo la crítica del cristianismo se valió de filósofos y pensadores que consideraban la fe de los galileos un simple invento. Uno de los más afinados críticos del cristianismo fue el filósofo epi-cúreo y platónico de fines del siglo II, Celso, tan agu-do en sus diatribas anticristianas, que provocó la reacción del cristiano gnóstico Orígenes.

Celso consideró el cristianismo un fideísmo ciego muy lejos de la razón.

Al referirse a los cristianos, afirmaba: Siempre están repitiendo: No examines, solo cree y tu fe te hará bendito. La sabiduría es una cosa mala en la vida: es preferible la necedad, no dejemos que el hombre instruido venga entre nosotros.

De hecho, los más famosos padres de la Iglesia cristiana, los de mayor nombradía, no eran más que paganos convertidos que nacieron y fueron educados como paganos. El más célebre, sin duda, San Agus-

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tín, maniqueo la mayor parte de su existencia y con-vertido al cristianismo ya en edad madura. Junto a Agustín podemos citar a Orígenes, Clemente Alejan-drino, Gregorio y Tertuliano; todos ellos con un pun-to en común: sus orígenes paganos.

Como queda dicho, no existen evidencias textuales de la existencia de Cristo que puedan calificarse de fiables. Ya desde los primeros tiempos, paganos y cristianos herejes negaron la historicidad del evange-lio. Estos últimos llegaron a crear evangelios parale-los, los apócrifos. Pero, ¿qué nos dice la arqueología respecto la historicidad de la fábula cristiana? Por desgracia, la mayor parte de las evidencias en contra han sido hábilmente eliminadas. Sin embargo, de lo que queda existe suficiente para revelar el fraude.

Si nos atenemos a la descripción física de Jesús en el Nuevo Testamento (aparte de su comparación con el Sol), no existe ningún dato. Esto lo admitían los primeros padres cristianos. En el año 200, los prime-ros sarcófagos cristianos mostraban a Jesús con una imagen pagana, como un filósofo enseñando a sus adeptos o un pastor conduciendo a sus ovejas.

No deja de ser sorprendente que ninguno de los evangelistas reflejaran el aspecto físico de su héroe, y más increíble aun, que alguien que había sido visto por las multitudes no fuera recordado en este aspec-to tan esencial. Las primeras imágenes de Cristo re-presentaban a una persona joven e imberbe que a ve-ces llevaba el pelo rubio. El arte cristiano de las pri-meras centurias representaba a Jesús como un joven dios griego (el recuerdo del Hermes griego es inevi-table) cargando un cordero alrededor del cuello; in-

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cluso algunas veces como Morfeo, tocando su laúd rodeado de animales.

La frente de este Hermes cristiano aparecía rodea-da por una diadema, como si de un sacerdote pagano se tratara. En última instancia, Cristo era represen-tado en los sarcófagos cristianos como un Apolo o como un ángel.

El cristianismo vino a desarrollarse en el seno del mundo grecorromano sin poder evitar colisionar con las religiones de moda en la época, las religiones mis-téricas. Estos cultos consideraban el otro mundo, el más allá, como algo peligroso, carente de atractivo, un mundo en el que primaban las tinieblas, tal y co-mo lo representaba el antiguo judaísmo.

Ya apuntamos que entre los variados cultos misté-ricos contemporáneos del cristianismo primitivo, en-contramos a los dedicados a Orfeo, Eleusis, Démeter Isis y Osiris y Mitra. Este último era el más extendido y conocido. Todos ellos tenían en común la muerte del dios y su posterior renacimiento, queriendo así simbolizar los ciclos naturales de renacimiento y muerte. La nota más singular de estos cultos era la mutua tolerancia. Ninguno pretendía imponerse a los demás presentándose como el verdadero; algo que si hacía el cristianismo, basándose en su consig-na dogmática «fuera de la iglesia, no hay salvación». Por lo tanto, excepción hecha del cristianismo, el res-to de los variopintos cultos eran necesariamente fal-sos.

Para los cultos grecolatinos la falta y el pecado eran exclusivamente el resultado de la ignorancia en los juicios valorativos, una falta que se podía subsanar

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con el estudio y el entrenamiento en el raciocinio. El alma no es nada sin el conocimiento (justo lo contra-rio del cristianismo, para el que el conocimiento es ya de por sí pecaminoso). Como escribiera Jean Pierre Vernant:

Cuando un griego actuaba equivocadamente, no po-seía el sentimiento de haber caído en pecado, que vendría a ser como una enfermedad del interior del ser e indigna de lo que de él mismo y de los demás pudiera esperarse. Cuando actuaba de forma correc-ta, no era por obediencia a una obligación impuesta, a una regla determinada decretada por Dios o al im-perativo de un razonamiento religioso.

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EL MITO DE LA CRUZ

Durante siglos se ha querido presentar la cruz como un signo de pertenencia exclusivamente cristiana. La verdad, como tantos otros hechos, está a años luz de la realidad.

La propia Enciclopedia Católica ha tenido que ad-mitir la raigambre extracristiana del símbolo de la cruz:

La señal de la cruz, representada en su forma más simple por un cruce de dos líneas en ángulos rectos, antecede grandemente en el Este y el Oeste a la in-troducción de la Cristiandad. Pertenece a un periodo muy remoto de la civilización humana.

La aclamada cruz en ángulo recto de 90º ha sido uno de los ideogramas más antiguos y exaltados del sol a lo largo del mundo y ha sido celebrado como un símbolo de vida, no solo para los cristianos, sino también para los hindúes, los budistas, los griegos, los amerindios y los egipcios, logrando encontrarla hasta en el paleolítico.

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Para la mayoría de estas civilizaciones fue entendi-da como la reproducción del sol en el equinoccio vernal (Pascua, usando las cuatro estaciones). El propio padre de la Iglesia, Ireneo afirmó lo siguiente:

Los evangelios no podrían ser más o menos en nú-mero de los que son, ya que hay cuatro zonas del mundo por las cuales vivimos.

Tanto en Babilonia, como en Egipto, se veneraba al dios Tamuz-Horus. Su símbolo místico era una «T», inicial de Tammuz, con el travesaño bajo, es decir, una cruz. En los monumentos y templos egipcios se ven representaciones de reyes y dioses portando cru-ces en sus manos. A veces, la «T» iba debajo de un círculo, que es lo que se conoce como «Cruz egipcia» o «Cruz de Tau». Este culto se difunde en el mundo helenístico, donde la cruz adquiere otras formas tales como la «Cruz griega», la que tiene sus cuatro lados iguales, o la «Cruz Latina», con el travesaño más cor-to que el palo, de manera que quedan tres lados iguales que representan, según la tradición oriental, «cielo, purgatorio e infierno», mientras que el más largo representaba a la vida.

Mucho antes de la venida de Cristo, en Italia se consideraba la cruz como símbolo de protección con-tra los espíritus malignos y la situaban en sus tumbas o colgando del cuello. Esto mismo ocurría en Babilo-nia, Egipto o Asiria, con lo que se demuestra que el símbolo de la cruz precede con mucho a la era cris-tiana.

Ahora bien, como la vida y la muerte están tan es-trechamente relacionadas en las religiones, este mis-

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mo símbolo de vida, la cruz, es usado igualmente desde tiempos remotos como medio de castigo, al principio exclusivo para las clases bajas (esclavos, por ejemplo; no hay más que recordar la muerte de Espartaco y seis mil de sus seguidores, crucificados en la principal vía que llevaba a Roma), extendiéndo-se con el correr del tiempo incluso a los ciudadanos romanos.

No se sabe con certeza sobre qué clase de cruz su-puestamente murió Jesucristo, pero los estudiosos hablan del tipo latino. En cuanto al uso cristiano de la cruz, éste no aparece hasta el Concilio de Éfeso, y la imagen del crucifijo hasta el siglo XI.

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LOS MITOS DEL MONOTEÍSMO

El mito de monoteísmo hebraico tiene su origen en los yahveístas que dieron los primeros pasos en la re-ligión judía. Existía una diferencia entre los Elohim, un conjunto de dioses de las tribus norteñas, y el Yahvé levítico, que era un dios local del reino de Ju-dá. Judá estaba por encima de las otras tribus convir-tiéndose en el padre de los reyes de Israel. De hecho Yahvé y Judá poseen la misma raíz etimológica. En consecuencia, eran los judíos y no todos los hebreos e israelitas quienes adoraba fanáticamente a Yahvé. El resto de las naciones sentía incluso repulsión por el dios colérico yahveista. Los hebreos no eran en con-secuencia distintos de sus vecinos politeístas, a ex-cepción de siglos de modificación que les hicieron convertirse e una raza claramente aparte.

En multitud de ocasiones hemos oído que los israe-litas han sido siempre monoteístas y que adoraban una sola divinidad, Jehová. Pero es rotundamente in-cierto. Adoraban a multitud de dioses paganos. En

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primer lugar a un toro y a multitud de personajes ce-lestes. También adoraban el fuego y lo mantenían vi-vo en un altar. Adoraban a las piedras; también lo hacían a un roble. Reverenciaban a una Reina del Cielo, llamada Astarté y quemaban incienso en su honor. Adoraban a Baal y Moloch y les ofrecían sacri-ficios humanos, tras los cuales devoraban a sus víc-timas.

Los hebreos no se diferenciaban de sus vecinos po-liteístas, salvo tras mucho tiempo de cambio que le hicieron convertirse en una raza separada del resto del mundo.

Oriente Medio era una mezcla de ideologías veni-das de todo el mundo, de entre los que surgiría un rey de reyes y señor de señores para vencerlos a to-dos los dioses paganos.

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LAS RAÍCES DEL CRISTIANISMO

El mundo en el que creció el cristianismo estaba re-pleto de dioses y diosas, muchos de los cuales, a pe-sar de su origen pagano, o quizás por ello, son prác-ticamente idénticos a Cristo; son tantos los puntos en común, que asombra el grado de identidad.

La historia cristiana incorporó características de otras deidades existentes en la misma zona geográfi-ca. La mayoría de ellos anteceden al mito cristiano y casi todos se presentan como salvadores del mundo. Tropezamos con los mismos guiones sobre diversi-dad de divinidades, algunos de los cuales también tuvieron un nacimiento virginal, al venir al mundo cerca del 25 de diciembre en una cueva y siendo col-gados en un árbol o crucificados, y resucitando y re-tornando al cielo, del cual procedían.

El listado de estos salvadores incluye muchos dio-ses paganos, entre los cuales se encuentra, en primer lugar, Attis de Frigia.

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Attis

Attis comparte las mismas características del Cristo galileo. Como él fue crucificado y resucitado, na-ciendo un 25 de diciembre de la Virgen Nana (una constante que se repite en multitud de dioses de los cuatro puntos cardinales).

Fue asesinado por la salvación de la humanidad. Su cuerpo fue comido por sus adoradores en forma de pan. Él era a su vez el hijo divino y el Padre (solo está ausente el Espíritu Santo). Descendió al mundo subterráneo. Después de tres días resucitó el 25 de marzo.

Attis fue llamado el Único Hijo y el Salvador y adorado por los frigios, una de las etnias más anti-guas de Asia Menor. Lo representaban como un hombre atado a un árbol, con un cordero a sus pies. Apolo de Mileto decía que era un mortal según la carne, sabio en trabajos milagrosos; sufrió una muer-te amarga con clavos y estacas.

La celebridad de Frigia llegaba también a Roma, donde él y Cibeles, la Gran Madre de los Dioses, po-seyeron un templo en el Monte Vaticano durante va-rios siglos. Hasta tal punto era similar el culto de At-tis a la historia cristiana que los cristianos se vieron obligados a recurrir al engañoso argumento paradó-jico de que el diablo había creado el culto de Attis primero para ridiculizar a los seguidores de Cristo.

Buda

Comúnmente se piensa que Buda vivió alrededor del 500 a de C., pero en realidad el personaje de Buda es

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una compilación de leyendas y dichos de diversos hombres, además de personajes divinos o santos an-teriores y posteriores al periodo atribuido a Buda.

Buda es también un personaje universal de simila-res características a los anteriormente señalados. Guarda un innegable parecido con Cristo y tiene las siguientes características:

De la misma forma que muchos de los personajes citados, nació otro 25 de diciembre de la Virgen Ma-ya, y su nacimiento fue anunciado por una estrella celeste, hombres sabios y ángeles.

De niño fue amenazado por un rey que le persiguió para evitar su derrocamiento.

Era de linaje real. Enseñó en un templo a la edad de doce años. Fue tentado por Mara, el maligno, cuando ayunaba. Fue bautizado en el agua con el Espíritu Santo presente.

Realizó todo tipo de milagros, curando a los en-fermos y dando de comer a los hambrientos.

Predicó la proclamación de un reino de justicia. Sus seguidores estaban obligabas a asumir votos de

pobreza y a renunciar al mundo. Según algunas tra-diciones murió crucificado. Resucitó y su tumba fue abierta por poderes cósmicos

Buda ascendió completamente al nirvana, al cielo. Fue considerado el que carga con los pecados, el car-pintero, el Alfa y el Omega. Vino a cumplir, no a des-truir la ley.

Buda volverá en los últimos días para restaurar el orden y juzgar a los muertos.

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Dionisos

Aunque se le considera una divinidad griega, Dioni-sos se corresponde con el Osiris egipcio, un culto de miles de años que se extendió por casi todo el mundo antiguo. Tracia y Frigia fueron las regiones donde la religión de Dionisos-Osiris se implantó con más fuerza. Su nombre pasó al latín como Baco, el dios del vino, y muchos de sus rasgos pasaron al cristia-nismo. Nació de una Virgen un 25 de diciembre y fue depositado en un pesebre.

Hizo muchos milagros y viajó intensamente. Montado en un asno, realizó una procesión en olor

de multitudes. Fue asesinado y devorado en un ritual que perse-

guía la fecundación y la purificación. Un 25 de marzo se elevó de entre los muertos. Transformó el agua en vino. Fue llamado rey de reyes y dios de dioses. Era el «Único hijo», «Alfa y Omega», «salvador» y

«redentor». Se le identificó con el cordero. Fue colgado de un árbol o crucificado. Dionisos fue contemplado como el dios salvador

universal del mundo antiguo. Sucedió a Osiris y por-tó sus atributos. Con la extinción del paganismo sus características básicas fueron adoptadas por el cris-tianismo.

En Creta, Dionisos era llamado Iasius. Ies es el nombre fenicio del dios Baco o la personificación del Sol. Las mismas letras griegas IHS son leídas por los

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cristianos como Jes, añadiendo los cristianos el sufijo «us».

Horus/Osiris

Como ya apuntamos, el culto a Isis –Horus-Osiris es-taba extendido por todo el mundo antiguo, Roma in-cluida. Algo muy importante, que lo emparenta con Cristo, es que Horus y su padre Osiris son frecuen-temente intercambiables: «Yo y mi padre somos uno».

Osiris era un Mesías característico, prototípico, uno más entre los cientos que proporciona la mitología universal. Su venida fue anunciada por «Tres Hom-bres Sabios», las tres estrellas en el cinturón de Orión, que señalan directamente a la estrella de Osi-ris en el Este, Sirio, marca astral de su nacimiento.

Su carne era devorada en forma de pasteles de co-munión de trigo, la planta de la verdad. La oración del señor fue prefigurada por un himno egipcio a Osiris Amén que se iniciaba con un «Oh Amén, oh Amén, que estás en los cielos».

Horus nació en diciembre en una cueva, y su llega-da a este mundo fue precedida por una estrella que venía de Oriente y había sido vaticinada por tres sa-bios. Enseñó a los niños a las puertas de un templo y recibió el bautismo con treinta años.

Doce discípulos le acompañaron y resucitó de entre los muertos a El-Azarus (el Lázaro cristiano).

Como era de esperar en un mito solar, fue enterra-do, retornando a la vida al cabo de tres días. Horus

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era conocido como KRST, o sea, El ungido, muchos siglos antes del cristianismo.

Muchos pasajes de las enseñanzas de Osiris y Cris-to son exactas, palabra por palabra; tanto, que pue-den ser mutuamente intercambiables.

Osiris era igualmente el dios del vino y un maestro que viajó a lo largo y ancho del mundo, civilizándo-lo. Era asimismo juez de los muertos.

Ya dijimos que Mitra es un dios antiquísimo pro-cedente de Persia y la India, anterior al dios de los cristianos en miles de años. Era la religión pagana más popular y extendida.

En el año 65 a de n.e. los ejércitos de Pompeyo se convirtieron en masa al mitraísmo, difundiéndose és-te con extraordinaria rapidez y siendo adoptado y favorecido por todos los emperadores hasta la llega-da de Constantino.

En el puerto de Ostia, a 30 km de Roma, se venera-ba a Mitra en diecisiete antros subterráneos. El mi-traísmo era el principal competidor del cristianismo. De no haberse decidido Constantino por el cristia-nismo, hoy rendiríamos culto a Mitra. Pero, ¿cuáles son los puntos en común entre cristianismo y mi-traismo?

Mitra nació de una virgen un 25 de diciembre. Lo hizo en una cueva, y al parto asistieron pastores por-tadores de regalos.

Tuvo, al igual que Cristo, doce discípulos. Se le consideraba Maestro del Mundo. A sus seguidores se les prometía la vida eterna. Se sacrificó a sí mismo por la paz del mundo.

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Tras ser enterrado resucitó al cabo de tres días, ce-lebrándose esta resurrección todos los años con grandes festejos.

Se le consagró el domingo, el Día del Señor, mucho antes de la aparición del Cristo galileo.

Su religión incluía una eucaristía o «cena del Se-ñor» en la que Mitra expresó lo siguiente: «Quien no coma de mi cuerpo, ni beba de mis sangre, haciéndo-se uno conmigo y yo con él, no se salvará».

En la Enciclopedia Católica se afirma del mitrais-mo: «Los padres dirigían el culto. El jefe de los pa-dres, una especie de Papa, que estaba instalado en Roma, era llamado Papa y Pontifex Maximus.

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LA ASTROLOGÍA EN LA GES-TACIÓN DEL CRISTIANISMO

A lo largo de milenios, los antiguos no se limitaron a observar el movimiento de los cuerpos celestes, sino que los personificaron gestando toda una mitología que se recreaba en la tierra. La religión cristiana si-guió exactamente la misma senda que el resto de los cultos astroteológicos precedentes, con un origen igualmente mítico y anclado en miles de años de ob-servación de los movimientos y ligazones de los cuerpos celestes, siendo el favorito, lógicamente, el sol.

El astro rey aparece omnipresente en todas las le-yendas de las culturas del mundo. Al sol se le consi-deraba la entidad primera surgida del vacío, dador de vida y origen de la materia. Es, además, un símbo-lo del espíritu porque se eleva y desciende, represen-tado la inmortalidad, pues es evidente que resucita siempre después de ponerse o morir.

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El sol era considerado el «Salvador del Mundo», al ser el portador de la luz y la vida al planeta. Se le rendía culto universal porque hacía que germinasen las semillas y crecieran las plantas que servían de alimento al hombre y los animales. El sol era el dador de vida por antonomasia.

Según fue evolucionando el mito, los doce signos o constelaciones representaron aspectos de la vida te-rrestre. Por ejemplo, Aries era representado como el carnero o el cordero porque marzo y abril coincide con el momento en que nacen los corderos. Virgo, la gran Madre de la Tierra, es la Virgen de las Espigas, simbolizando agosto-setiembre, la época de la cose-cha. Acuario es el aguador, porque enero–febrero en el hemisferio norte es la época de las lluvias inverna-les. Libra, setiembre-octubre, es la balanza, que sim-boliza la igualdad en fuerza del día y la noche.

Los cielos eran reverenciados por los paganos, pero igualmente lo eran por los pueblos bíblicos, israelitas incluidos. En la Biblia, los hebreos y los reyes de Judá adoraban al sol de variadas formas, personificándolo incluso y poseyendo cualidades divinas y éticas, tal y como recoge el Deuteronomio: «Pero sus amigos son como el sol cuando se eleva en su poder». En Salmos 84, 11 se lee: «Porque el Señor Sol es un sol y un es-cudo».

En la mitología egipcia el niño Horus se sumergió en el Hades como un sol de sufrimiento para fenecer en el solsticio de invierno y retornar en toda su gloria en el equinoccio, coincidiendo con la Pascua de Re-surrección. La coincidencia con el Jesús cristiano es plena; de hecho, la historia del sol es la de Jesucristo.

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El sol nace el 25 de diciembre, fecha del natalicio de Cristo. La condición solar de Jesucristo se evidencia en la historia de sus seguidores, que esperan la lle-gada del amanecer para personarse en su tumba, cuando el Cristo «se levanta».

Los primeros cristianos fueron considerados ado-radores del sol, al igual que los paganos. En todo ca-so hay que precisar que los antiguos no adoraban al sol como al único dios, sino como una de las cuali-dades, la más intensa, de la divinidad. El propio Ter-tuliano afirma que los cristianos eran considerados adoradores del sol porque rezaban posicionándose al este, de igual manera a como lo hacían quienes ren-dían culto al sol. Es un hecho que el día del señor, el domingo, es en realidad el Sun-day (literalmente día del Sol); en consecuencia, el señor de los cristianos es el sol.

No es casual que exista una ley universal merced a la cual los salvadores de la historia tuvieran doce discípulos. La razón es bien simple: una adaptación de los signos zodiacales. La astrología fue la que es-tableció el nexo entre los enviados celestes con la simbología del firmamento. Sumarlos al curso del sol y el resto de los objetos celestes era el mejor argu-mento para establecer su procedencia celestial. Jesús tenía doce apóstoles, al igual que otras divinidades solares como Horus, Buda, Mitra o Dionisos. Más cercano a nuestro presente, en la mitología celta con-tamos con el rey Arturo y sus doce caballeros de la mesa redonda. Igualmente, existen doce hijos de Ja-cob, doce tribus de Israel… Esta especie de obsesión por el número doce emana del simbolismo solar, ya

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que los discípulos del mito astrológico, con indepen-dencia de sus lugares de origen, representan los me-ses del año y los signos zodiacales.

Durante muchos siglos existió una abundante can-tidad de ritos y credos que tenían elementos comu-nes a todos ellos, principalmente el ser personajes salvadores que tienen su natalicio en el mes de di-ciembre, una madre virgen y venidos al mundo en una oquedad, ya fuera cueva o pesebre. Todos ellos llevaron una existencia dedicada a los demás y bau-tizados como luz del mundo, salvadores o sanadores. Su ciclo vital se caracteriza por haber visitado los in-fiernos y retornar a la vida para salvar a la especie humana.

En Asia Menor, en la antigua Anatolia, nació el mi-to de Attis. Era hijo, como en el resto de los casos aludidos, de una virgen y poseía una doble persona-lidad divinal: era al mismo tiempo padre e hijo di-vino, características ambas que lo aproximan tanto al mito cristiano, que lo hacen indistinguible de él. Para más INRI, Attis murió crucificado en un árbol. Fue enterrado, pero al tercer día sus seguidores hallaron su tumba vacía.

Sus discípulos fueron bautizados con su sangre pa-ra el perdón de sus pecados. En primavera se cele-braba su muerte y resurrección, representándole muerto y colgado de un árbol.

Aunque tenemos el concepto de que en la Edad Antigua las naciones y las tribus estaban desligadas, lo cierto es que durante la etapa en que vivió Jesús existían redes comerciales y culturales que cruzaban desde Europa hasta China. Esta intrincada red in-

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formativa incluía numerosas tradiciones orales y manuscritos que contaban idénticos relatos De he-cho, a miles de kilómetros de distancia el uno del otro, las vidas de Krishna y Jesús guardan asombro-sos paralelismos, aun cuando el primero es anterior al segundo en prácticamente 1400 años.

Ambos nacen de una madre virgen. Fenómenos estelares preceden y anuncian su naci-

miento. Vienen al mundo en una cueva, en la que son

acompañados de animales y visitados por tres magos que ofrecen a ambos oro, incienso y mirra (¡!).

Tanto Jesús, como Krishna, fueron condenados a muerte por sus reyes.

Los padres del uno y del otro son advertidos del peligro que corren y tienen que huir.

Krishna y Jesús son ungidos con aceites y perfu-mes.

Tenían predilección por uno de sus discípulos, son autores de milagros y curan leprosos.

Los dos se presentan ante el mundo como repre-sentantes del camino de la verdad y la vida. Jesús lo expresa perfectamente: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» y Krishna: «Soy el sustentador del mundo, su amigo y señor. Soy su refugio».

Ambos fueron crucificados, pero antes de expirar, Jesús fue perforado por una lanza y Krishna por una flecha.

Una vez muertos, se produjeron toda suerte de prodigios: el sol se oscureció, resucitaron los falleci-dos y se abrieron los sepulcros.

Ambos resucitaron al tercer día.

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Como ya se ha visto, la historicidad del hijo de Dios y los doce apóstoles no es verosímil. Todo apunta a señalar que detrás de aquélla no hay más que un conjunto de fabulaciones maquinadas con mala fe. Ese enorme montaje ideológico no es más que un antiguo motivo mitológico y astrológico re-partido por todo el orbe durante milenios y que sim-boliza al sol y sus traslaciones. Al igual que Jesús, sus discípulos tampoco aparecen recogidos en ningún historiador de la época. El único testimonio para los discípulos o apóstoles es la literatura cristiana, testi-monios completamente impropios de una historia o biografía creíble. Ninguna de ellas es cierta. No exis-te información alguna que pueda ser creída sobre la vida de los apóstoles cristianos-

Los doce discípulos se toman frecuentemente como garantías de la historicidad del propio Jesús, aunque la información que se nos ofrece no va más allá de los nombres. La primera vez que se mencionan los doce apóstoles es en el documento llamado Enseñan-zas de los doce Apóstoles. Este documento es un tex-to sectario judío cuya cronología coincide con el siglo I después de JC, que fue adoptado por los cristianos, que lo modificaron profundamente y le añadieron ideas cristianas. En las primeras versiones queda me-ridianamente claro que los doce apóstoles son los do-ce hijos de Jacob, representantes de las doce tribus de Israel. Los cristianos consideraron más tarde que los «Doce apóstoles» eran discípulos alegóricos de Jesús, especialmente en el cristianismo gnóstico.

En realidad no es precisamente fortuito que existan doce tribus de Israel, doce patriarcas, doce discípu-

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los. Doce es el número de las doce casas por las que pasa el sol cada día, los doce signos astrológicos y las doce horas del día y de la noche. El número de los doce apóstoles acompañantes de Jesús es el de los dioses tutelares y el de los signos del zodiaco que el sol recorre en su traslación anual. Es el de los doce dioses de los romanos, cada uno de los cuales presi-día un mes. Tanto griegos, como persas o egipcios, cada uno poseía doce dioses. Como los doce trabajos de Hércules, los doce ayudantes de Horus y los doce generales de Ahura Mazda, los doce discípulos de Je-sús son símbolo de los signos zodiacales y, como era de esperar, no representan ni por asomo a personajes reales.

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LOS APÓSTOLES

Creemos que existen evidencias suficientes para afirmar sin duda posible que la historia del hijo de Dios, sumada a las de los doce apóstoles, carece de evidencia histórica, que no es más que una leyenda mantenida durante dos mil años gracias a factores primordialmente políticos.

Al igual que Jesús, tampoco los célebres discípulos neotestamentarios aparecen recogidos en trabajo al-guno de historiadores del periodo. El único venero para los discípulos del galileo es la literatura cristia-na, en las que sus existencias son, en el mejor de los casos, alegóricas y apócrifas, en consecuencia, inapropiadas para figurar como biografías. Absolu-tamente ninguna de ellas es cierta. No contamos con información fidedigna sobre la vida y actividades de los amigos del galileo.

La gran paradoja estriba en que la historicidad de Jesús cuenta con la supuesta garantía de los doce dis-cípulos, aunque no tenemos más noticia de ellos que

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exclusivamente sus nombres, nombres sobre los que los que la maraña de documentos no guardan la me-nor concordancia. Ningún historiador del periodo hace la menor mención, y eso a pesar de que la histo-riografía vivía una era dorada.

En realidad no es casual que existan doce patriar-cas, doce tribus de Israel y doce discípulos, siendo doce el número de signos astrológicos, así como las doce casas a través de las que pasa el sol cada día y las doce horas del día y la noche.

Así pues, como los doce trabajos de Hércules o los doce ayudantes de Horus, los doce discípulos de Je-sús son los símbolos de los signos zodiacales y no representan a figuras reales que desarrollaron un drama cerca del año 30 de nuestra era.

Los griegos, los egipcios y los persas tenían cada uno doce dioses, como los seguidores de Mithra te-nían doce apóstoles.

PEDRO, LA ROCA

Existen evidencias de que dentro de algunos de los grupos, mucho antes de los tiempos cristianos, el hierofante o sumo sacerdote y principal portavoz del hijo de dios en la Tierra, se llamaba mediante el título PETR, o Pedro, que significa la Roca. Este PETR era la roca del monte Vaticano sobre la que se construyó la hermandad mitráica.

Pedro no solo es la roca, sino también el gallo, o pene. Como dice Walter: «el gallo era también el símbolo de San Pedro, cuyo nombre significa falo o principio masculino (pater) y pilar fálico (petra). Por

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lo tanto la imagen del gallo a menudo se colocaba en las torres de las iglesias.

Además, la veneración del pedro o lingam es un re-flejo del homoerotismo dentro de los cultos patriar-cales. Este culto al lingam era tan intenso que se con-sideraba el gallo como el salvador del mundo.

El dios romano Jano, con sus llaves, se transformó en Pedro, apodado Bar-Jonas.

TOMÁS EL GEMELO

El discípulo Tomás aparece con muy poca frecuencia en los evangelios canónicos, no así en los apócrifos, donde desempeña un papel importante, la mayor parte de las veces es Juan, pero es un personaje prin-cipal y muy influyente, su elección para tocar al Cris-to resucitado, así lo corrobora.

A Tomás también se le llama Dídimo, un nombre de procedencia griega, el equivalente del romano geminis, los gemelos zodiacales. En sirio, Tomás sig-nifica gemelo. Por tanto, Dídimo Tomás es una re-dundancia y no el nombre de ningún discípulo, sino una reelaboración de la antigua historia del dios ge-melo. De hecho a Tomás se le llama igualmente Ju-das Tomás, pues Judas significa igualmente gemelo.

Se dice que Tomás predicó a los persas, cuando en realidad estos grupos eran seguidores de Tammuz o Dammuz, que era su nombre sumerio.

En la India, cerca de Madrás se muestran dos de sus tumbas.

Cuando misioneros portugueses llegaron al sur de la India encontraron a una secta que adoraba a un

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dios llamado Tomás, y cuya religión era casi idéntica al cristianismo. En realidad, estos hindúes eran ado-radores de Tammuz, el dios salvador sacrificado mu-cho antes de la era cristiana.

PABLO EL APÓSTOL

Pablo no es propiamente uno de los doce apóstoles, es un personaje ajeno y el más influyente tras la muerte de Jesús. Lo que hoy conocemos por cristia-nismo sería una invención suya que en nada tendría que ver con el mensaje propalado por Jesús el Cristo (el Ungido). Pablo era misionero y pastor y su máxi-ma obsesión, casi neurosis, era recaudar dinero para la Iglesia de Jerusalén.

Como muchos otros personajes bíblicos, Pablo tampoco existió realmente. Los detalles históricos añadidos posteriormente a la versión del evangelio fueron tomados de la vida de Apolonio el Nazareno. En esta teoría Apolonio recibe el nombre de Apolo o Paulus. Muchos elementos de la vida de Pablo con-cuerdan con la de Apolonio, incluyendo la ruta de su viaje que es casi idéntica a la de Apolonio según el relato de su vida de Filóstrato.

Pablo procedía de una ciudad predominantemente griega: Tarso.

Algunos de los detalles históricos neotestamenta-rios se tomaron de las historias de Flavio Josefo, in-cluyendo elementos de la vida de Pablo.

De hecho, tanto Josefo como Pablo hicieron un complicado viaje a Roma. Ambas tripulaciones se lanzaron al agua después de que una tormenta des-

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arbolase su nave. Se trasladaron entonces a otro bar-co hasta que por fin arribaron a Roma. El objetivo del viaje en las dos historias era entregar unos sacerdotes prisioneros para que fueran juzgados en la Corte del César. En ambas historias los prisioneros habían sido juzgados previamente en Jerusalén por el procurador Félix.

JUAN EL BAUTISTA

Juan el Bautista era una reelaboración del bautizador de Horus, Anup, pues entre otras similitudes, ambos perdieron sus cabezas.

La historia bíblica del nacimiento de Juan es tam-bién de trasfondo mítico. Ana, la madre de Juan quedó embarazada, al igual que María, de manera sobrenatural a muy avanzada edad y dio a luz en el solsticio de verano, seis meses antes de que María diera a luz a Jesús.

Además la madre de Jano, el dios de las dos caras también era llamada Ana. Juan el Bautista y Jesús se-rían el mismo dios de doble rostro, es decir «Jan.Essa»; también el nombre de un dios hindú. Que Juan y Jesús naciesen con seis meses de separación confirma el carácter solar del mito juanista.

El Precursor representa el ciclo de los meses del solsticio del invierno al verano.

ANDRÉS

Supuestamente un pescador de Betsheba, se decía que había sido crucificado en Patras, Grecia, en un

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aparente sacrificio solar. De hecho, el sacrificio de Je-sús fue anticipado por Andrés, Felipe o Pedro.

Andrés era en realidad un dios local de Patras, sa-crificado muy probablemente de manera ritual como rey sagrado periódicamente.

La leyenda de San Andrés se inventó para contra-rrestar la exigencia de primacía de Roma mediante su propia leyenda de San Pedro. Patras, el lugar del supuesto martirio de Andrea, era un antiguo lugar sagrado del dios solar, llamado Petra o Pedro, cuyo nombre tiene el mismo significado básico que An-drés.

FELIPE

El apóstol Felipe nació, al igual que Andrés, en Bethseda y como un seguidor de Juan el Bautista, es decir, un mazdeista y nazareno. Estaba presente en la escena de los panes y los peces, así, un símbolo co-mún de Felipe es una hogaza de pan que refleja la historia de la alimentación de la multitud.

BARTOLOMÉ

Bartolomé significa «labrador» en hebreo. Se supone que nació en una aldea de Galilea, y la leyenda dice que fue a la India, Armenia, Mesopotamia, Etiopía y Persia.

Al igual que el resto de los apóstoles, Bartolomé es un personaje mítico, sin duda un pseudosanto basa-do en el título de un rey sagrado: bar-tholomeus, hijo de Ptolomeo. Se incluyó en los evangelios como un apóstol, pero los hagiógrafos le dan un origen dife-

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rente. Se le llamó «hijo del príncipe Ptolomeo», cruci-ficado en Armenia. Como vemos, la crucifixión es un motivo común a varios de los apóstoles, sin duda pa-ra seguir la estela de Jesús.

SANTIAGO EL HERMANO

Santiago, hermano de Jesús y hermano del Señor, es equivalente en la versión egipcia del mito a Amset.

A Santiago se le identifica también con el carpinte-ro en los evangelios. Amset, devorador de la impu-reza, representa al gran purificador, y Santiago tiene la reputación tradicional de haber sido un gran puri-ficador.

Santiago es también la misma palabra que Jacob, el suplantador, el título de Set, como en Am-Set, el hermano de Horus.

MARCOS

Aunque mucha gente considera que Marcos es uno de los doce discípulos primerizos de Cristo, no lo era. Su labor principal era servir de escriba al apóstol Pe-dro. Como uno de los cuatro evangelistas, Marcos representa uno de los puntos cardinales del zodiaco. Los evangelistas se representan en las catedrales cris-tianas como las cuatro criaturas del Apocalipsis: el hombre, el buey, el león y el águila, que también re-presentan los cuatro puntos cardinales, o Acuario, Leo, Escorpio y Tauro. Marcos representa en este di-bujo cardinal al verano o Leo.

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SANTIAGO EL MAYOR Y JUAN EL EVANGE-LISTA, LOS HIJOS DEL TRUENO

A los hermanos Santiago y Juan se les llama «Boa-nerges», los hijos del trueno, una designación mítica. Los rayos y truenos del dios griego Zeus se llamaban Brontes y Arges, un papel que conservan los herma-nos en Lucas. Juan, el amado de Cristo, es igualmen-te una reedición de Arjuna, el discípulo amado de Krishna: En el idioma tibetano, Juan se dice Argium. Esto es Arjuna el ayudante de Krishna. Además, de la misma manera que Arjuna era el primo de Krish-na, Juan era también el primo de Cristo.

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LA IMPORTANCIA DE ROMA EN LA GESTACIÓN DEL CRISTIANISMO

Resulta evidente que el cristianismo no es el fruto de emanación divina alguna; ningún dios descendió a la tierra hace dos mil años para poner en marcha una maquinaria que ha llegado hasta el presente. El cris-tianismo no es sino un puzle constituido por piezas extraídas de los cuatro puntos cardinales y mucho antes de la era cristiana. Después el fraude, la menti-ra y el crimen y el fanatismo hicieron el resto, dando pie a una ideología inventada deliberadamente para oprimir a la mayoría de la población, para más INRI, iletrada.

Cuando se estaba formulando la mitología cristia-na, sus defensores fueron criticados y ridiculizados por los intelectuales paganos, de modo que no tuvie-ron otra alternativa que crear farragosos textos falsos y largas refutaciones. De tal modo que la ideología

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cristiana se fue paulatinamente historizando debido a las acusaciones de que los conspiradores habían plagiado mitos y leyendas más antiguos.

Convertir en histórico a su hombre divinizado permitió a los cristianos distinguirlo de otros perso-najes mitológicos más antiguos. Cuando se les en-frentaba al hecho ineludible de que otros dioses co-mo Krishna y Horus tenían historias idénticas a la del Cristo, los apologetas cristianos respondían que estos no eran dioses de carne y hueso, y por lo tanto tenían que ser rebatidos, mientras que Cristo era un ser material, histórico y por lo tanto se le tenía que aceptar como el que era.

Un ejemplo de esta usurpación la proporciona la fe del mitraísmo, que era tan importante en Roma que en el 307, el emperador designó a Mitra protector del imperio. No obstante, el mitraísmo no pudo resistir el avance incontenible del cristianismo porque su debilidad residía en que no podía señalar a un hom-bre como dios salvador histórico.

Jesús era el único válido y creíble de estos hombres dioses, mientras que los demás no eran más que fan-tasmas implantados por el diablo en los cerebros de las masas ignorantes, siglos y milenios antes de la venida de Cristo, a fin de confundirles y crear un re-chazo de Jesús.

Debe recordarse que a lo largo de milenios, Krish-na, Buda y otros dioses han sido considerados per-sonajes reales. Fue debido a estos personajes divinos más antiguos por lo que Jesús tuvo que ser carnali-zado para distinguirlo de ellos, dándose la paradoja de que, mientras, los defensores del cristianismo te-

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nían que demostrar al mismo tiempo que los otros eran personajes diabólicos, o simplemente héroes.

La encarnación era de importancia capital pues los cristianos sostenían que el resto de los dioses eran todos fantasías, mientras que el suyo era real, porque estuvo en la tierra en carne y hueso para decirnos exactamente lo que quiere de nosotros y revelar su verdadera naturaleza y Paternidad.

En otras palabras, Jesús fue creado para revelar la naturaleza de Dios. Sin embargo la idea de la encar-nación no era nueva, pues había culturas previas siempre esperando una. Los adoradores de Osiris, del antiguo Egipto creían, como los primeros cristia-nos que el hombre no puede ser salvado por una deidad omnipotente remota, sino por una que haya compartido la experiencia del sufrimiento humano… La iniciación en las religiones mistéricas paganas im-plicaba un encuentro personal con Dios. Muchos dioses se aparecían místicamente a sus seguidores.

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EL CRISTIANISMO Y LA ETIMOLOGÍA

A lo largo de este texto ha existido un tema recurren-te, el de una etimología sumamente significativa porque, para los antiguos, las palabras eran mágicas porque se tenía la certidumbre de que el verbo di-vino había creado el mundo y el universo (en el Evangelio de San Juan queda esto meridianamente claro cuando se dice «En el principio era el ver-bo…»).

Las palabras no eran simples emisiones vocálicas para transmitir ideas. La palabra tenía una entidad por sí misma, una vez emitida podía llevara cabo el deseo del demiurgo creador. Por otro lado, los he-breos eran unos tremendos aficionados a los juegos de palabras y los usaban ampliamente en sus textos.

Está muy extendida la idea de que el concepto de Dios como Padre se originó con el cristianismo, una

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suposición incorrecta ya que numerosas culturas precristianas tenían igualmente un Dios Padre.

Igualmente, mucha gente considera que el nombre de Jesús se originó con el hombre dios cristiano, de hecho era bastante común, particularmente en Israel, donde era Josué. Este nombre aparece en el Antiguo Testamento más de doscientas veces. El nombre de Jesús también procede del monograma de Dionisos IES, Yes o Jes, entre otros. Todos estos nombres de Jesús Jeosuah, Josías, Josué, derivan de las dos pala-bras sánscritas Zeus y Jeseus, que significan, la pri-mera, el ser divino, y la segunda, la esencia divina. Además, estos nombres eran comunes a todo el Oriente. Además, los seguidores de Krishna gritaban Jeie o Ieue durante sus celebraciones.

Por otro lado, el título de Cristos se aplicaba no so-lo a los reyes y sacerdotes de Judá, sino también a una serie de dioses salvadores ungidos antes de la era cristiana.

Dicho de otra forma, cualquier ungido sería llama-do Cristo por los habitantes de imperio Romano que hablaban griego, que eran muchos, pues el griego fue la lengua franca durante siglos.

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JERUSALÉN, LA CIUDAD SANTA

La palabra «Jerusalén» significa simplemente «ciudad de Paz» (otra paradoja más de la historia, pocas ciuda-des han hecho derramar más sangre que Jerusalén), y es evidente que la ciudad israelita se llamó así siguien-do los textos sagrados egipcios y babilónicos. De hecho la palabra Salem no es hebrea. En un poema babilónico del año 1600 a.n.e. encontramos una ciudad llamada Salem, hogar de Daniel, un héroe poderoso, en cuyas hazañas se basa el Daniel de las escrituras.

Jerusalén en el mito egipcio es Arru-Saléam, o Sa-lam, Shiloam o Siloam. Arru es el jardín o campo donde se cultiva y cosecha el trigo o la cebada, los Campos Eliseos, donde Osiris, el sol, descansa.

Aru-Salam es la ciudad santa celestial a la que los ángeles ascienden y descienden por la escalera zo-diacal de Set-Jacob.

La ciudad Santa no tiene una localización particular en la tierra, pero aparece primero en el cielo y después se construye por todo el globo, siendo la ciudad eterna y de

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los santos, la ciudad santa, la ciudad celestial, la ciudad eterna que fue el modelo de Menfis y Annu, Tebas y Abidos, Eridu y Babilonia, Jerusalén, Roma y otras ciu-dades sagradas del mundo. La ciudad santa es igual-mente un término esencialmente solar, siendo lo mismo que la palabra fenicia hely, y tiene sus raíces en el griego helios, Sol; de aquí Heliópolis, la ciudad del Sol.

En su tratado El origen de la francmasonería, Tho-mas Paine, el padre de la patria americana, escribe:

La religión cristiana y la masonería tienen uno y el mismo origen común: ambas derivan del culto al sol. La diferencia entre sus orígenes es que la religión cristiana es una parodia del culto al sol, en las que ponen un hombre al que llaman Cristo, en el lugar del sol, y la prestan la misma adoración que origi-nalmente se otorgaba al sol…

En la masonería se preservaron muchas de las ce-remonias de los druidas en su estado original, al me-nos sin ninguna parodia. Con ellos el sol sigue sien-do el sol; y su imagen, en la forma del sol, es el gran ornamento emblemático de las logias y los trajes ma-sónicos. Es la figura central en sus mandiles y tam-bién la llevaban colgada del pecho en sus logias y en sus procesiones. Tiene la figura de su hombre, y en la cabeza el sol, como siempre se representa a Cristo.

En qué periodo de la antigüedad, o en qué nación se estableció primero esta religión, se ha perdido en el tiempo no registrado. Generalmente se adscribe a los antiguos egipcios, los babilonios y los caldeos, y después fue reducido a un sistema regulado por el progreso aparente del sol a través de los doce signos

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del zodiaco por Zoroastro, el otorgador de la ley de Persia, de donde Pitágoras lo llevó a Grecia.

El culto al Sol como el gran agente visible de una causa primera invisible, se difundió por sí mismo por una parte considerable de Asia y África, desde aquí a Grecia y Roma, a través de toda la Galia Antigua, a Gran Bretaña e Irlanda.

Para el estudio y contemplación del creador en los trabajos de la creación, el Sol, como el gran agente in-visible de ese Ser, era el objeto visible de adoración de los druidas, todos sus ritos y ceremonias religiosas ha-cían referencia al avance aparente del sol a través de los doce signos del zodiaco, y su influencia sobre la tierra. Los masones adoptaron las mismas prácticas. El techo de sus tempos o logias está ornamentado con un sol, y el suelo es una representación de las diferentes fases de la tierra hecha con alfombras o mosaicos.

Los masones, para protegerse a sí mismos de la persecución de la Iglesia Cristiana, han hablado siempre de una manera mística de la figura del sol en sus logias… Es su secreto, especialmente en los paí-ses católicos porque la figura del sol es el criterio ex-presivo que denota que son descendientes de los druidas, y esa religión sabia, elegante y filosófica era la fe opuesta a la fe de la tenebrosa Iglesia Cristiana.

El gran festival de los masones es en el día de San Juan, pero todo masón iluminado debe saber que ce-lebrar el festival ese día no hace referencia a la per-sona llamada de San Juan, y que es solo para celebrar la verdadera causa de celebrarlo ese día por lo que llaman al día por ese nombre.

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El caso es que el día llamado de San Juan es el 24 de junio, y es lo que se llama el día del solsticio de verano. El sol llega entonces al solsticio de Verano… y es en honor del sol, que ha llegado a su mayor altu-ra en nuestro hemisferio, y no ninguna cosa con res-pecto a San Juan, por lo que este festival anual de los masones, tomado de los druidas, se celebra en el día en que empieza el verano…

Respecto a lo que los masones y sus libros nos di-cen de los templos de Salomón en Jerusalén, no es de ningún modo improbable que algunas ceremonias masónicas puedan haberse derivado de la construc-ción de este templo, pues el culto del sol estaba en práctica muchos siglos antes de que existiera el tem-plo, o antes de que los israelitas salieran de Egipto. Y aprendemos de la historia de los reyes judíos en 2 Reyes 22-23 que el culto al sol era practicado por los judíos en ese templo. No obstante, es muy dudoso si se realizaba con la misma pureza científica y morali-dad religiosa con que la realizaban los druidas, quie-nes, por todos los registros que quedan de ellos, eran una clase de hombres sabios, instruidos y morales. Los judíos, por el contrario, eran ignorantes de la as-trología y de la ciencia en general, y si una religión basada en la astronomía caía en sus manos, con casi toda certeza sería corrompida. Pero volvamos al cul-to al sol en este templo.

La descripción que ofrece Flavio Josefo de las deco-raciones de este templo, se asemeja en gran medida a las de una logia masónica. Dice que la distribución de las diferentes partes del templo de los judíos re-presentaba a toda la naturaleza, particularmente las

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partes más aparentes de ella, como el sol, la luna, los planetas, el zodiaco, la tierra, los elementos; y que el sistema del mundo se seguía allí mediante numero-sos emblemas ingeniosos. Éstos, con toda probabili-dad, son los que Josías, en su ignorancia, llamaba las abominaciones de los zidonianos… Todas las cosas, sin embargo, cogidas de este templo y aplicadas a la masonería, se siguen refiriendo al culto al sol, no obs-tante corrompido o malentendido por los judíos, y por consiguiente a la religión de los druidas.

La religión de los druidas, como se dijo antes, era la misma que la religión de los antiguos egipcios. Los sacerdotes de Egipto eran los profesores y maestros de ciencia y eran sacerdotes de Heliópolis, es decir, de la ciudad del Sol. Los druidas en Europa, que eran de la misma clase de hombres, y debían su nombre al teutón o antiguo idioma alemán: antiguamente se llamaban teutones a los alemanes. La palabra druida significa un hombre sabio. En Persia se les llamaba magos, que significa lo mismo.

Egipto, dice Smith, «de donde derivan muchos de nuestros misterios, ha tenido siempre un rango dis-tinguido en la historia, y hubo un tiempo que era considerado por encima de todo lo demás por sus antigüedades, como cimientos, opulencia y fertili-dad. En su sistema, sus principales héroes dioses, Isis y Osiris, representaban teológicamene el Ser Supre-mo y la naturaleza Universal, y físicamente las dos grandes luminarias celestiales, el Sol y la Luna, por cuya influencia toda la naturaleza actuaba».

Al hablar sobre los atuendos de los masones en sus logias, parte de los cuales, como hemos visto en sus

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procesiones públicas, es un traje de piel blanco, dice: «Los druidas se vestían de blanco en el tiempo de sus sacrificios y oficios solemnes. Los la sacerdotes egip-cios de Osiris usaban algodón blanco como la nieve. Los griegos y muchos otros sacerdotes usaban vesti-dos blancos…».

«Los egipcios —continuaba Smith— en las primeras eras constituyeron un gran número de logias, pero con sumo cuidado guardaban sus secretos de masonería para los extranjeros. Estos secretos nos han sido trans-mitidos de forma imperfecta solo por la tradición oral, y deberían mantenerse sin descubrir para los obreros, artesanos y aprendices, hasta que mediante su buena conducta y largo estudio estuviesen mejor preparados en geometría y todas las otras artes liberales…»

Voy a hablar ahora de la razón del secreto usado por los masones. La fuente natural del secreto es el miedo.

Cuando cualquier nueva religión destruye un reli-gión más antigua, los defensores de la nueva se con-vierten en perseguidores de la antigua. Vemos esto en todos los casos que la historia nos brinda. Cuando Hilkias el sacerdote y Shaphan el escriba, en el reino del rey Josías, encontraron o pretendieron encontrar, la ley, la llamaron la ley de Moisés, mil años después de la época de Moisés, estableció esa ley como una religión nacional, y ordenó matar a todos los sacer-dotes del Sol. Cuando la religión cristiana venció a la religión judía, los judíos fueron objeto de continua persecución en todos los países cristianos. Cuando la religión protestante en Inglaterra se impuso a la reli-gión católica romana, un sacerdote católico que estu-

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viese en Inglaterra encontraría la muerte. Y este ha sido el caso en todos los ejemplos de los que tenemos conocimiento, y estamos obligados a admitirlo con respecto al caso en cuestión, y que cuando la religión cristiana destruyó a la religión de los druidas en Ita-lia, la antigua Galia, Gran Bretaña e Irlanda, los druidas fueron objeto de persecución. Esto obligaría de forma natural y necesaria a quienes permanecie-sen ligados a su religión original a reunirse en secre-to y bajo los más severos mandatos de secreto. Su se-guridad dependía de ello. Un falso hermano podría exponer la vida de muchos de ellos a la destrucción; y de los restos de la religión de los druidas, así pre-servados, surgió la institución que, para evitar el nombre de druida, tomó el de masones, y practicó bajo este nuevo nombre los ritos y ceremonias de los druidas.

Por lo tanto, cristianismo y masonería ambos son hermandades del sol, la primera exotérica y vulgar, la segunda esotérica y refinada.

La masonería mantenía originalmente, y todavía lo hace en los grados superiores, el conocimiento de que el personaje de Cristo era el Sol. Este conoci-miento se ha ocultado a todos salvo a unos pocos. Además, como se dijo, el heliocentrismo del sistema solar y la esfericidad de la tierra eran conocidas para los antiguos eones antes de la era cristiana, pero es-tos dos hechos, entre innumerables otros, fueron su-primidos de forma que nadie se diera cuenta de la sublimación del mito solar y celestial. Hay que pre-guntarse por qué el mito solar, tan significativo y ubicuo en culturas por todo el mundo durante miles

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de años, es ahora desconocido, particularmente cuando se comprende bien que sin el conocimiento de los cielos difícilmente funcionaríamos en la Tierra, y que sabemos que no existiríamos y seríamos inca-paces de saber cuándo plantar y cosechar nuestro alimento, por poner un ejemplo importante.

Como demostró Paine, los masones han sabido muy bien el verdadero significado e importancia de la astrología, que era considerada una ciencia sagra-da. Anderson explica esa ciencia con eras de anti-güedad y su relación con la masonería y el catolicis-mo:

La astrología es la Palabra, y escrita desde el princi-pio… una ciencia exacta, sublime y sagrada que ha existido más tiempo que ninguna historia que ten-gamos en el presente, y transmitida por los sabios y grandes del pasado, esos constructores de los tem-plos del sol o universo, hasta que en su edad ancia-na, sus cenizas fueron enterradas en el catolicismo romano, pero aun arden en la francmasoneria… La astrología de los antiguos es la base de todas y cada una de las ciencias, bien del pasado o del futuro, y era al mismo tiempo una religión universal, ciencia e idioma, y los restos de su idioma de signos aun se usan en los cuerpos masónicos, para quienes es «un brillo en la oscuridad y la oscuridad no lo abarca.

La astrología y la astroteología no solo eran cono-cidas en el mundo antiguo, sino que habían consti-tuido una gran parte de la civilización humana. Una y otra vez, se habían construido edificios gigantescos por todo el globo, que servían como ordenadores es-telares.

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RITUALES CATÓLICOS ¿CRISTIANOS O PAGANOS?

LA GRAN MENTIRA

A lo largo de dos mil años cientos de millones de personas han sido embaucadas por la idea de que un hijo de Dios, llamado Jesús (siendo Dios él mismo), vivió, hizo milagros, sufrió y murió como una expia-ción de sangre. La realidad pura y dura es muy otra. La historia del Evangelio de Jesús no es una pintura de los hechos de un maestro aureolado de divinidad, sino un mito construido sobre otros mitos y hombres divinos, que a su vez eran personificaciones del mito y ritual solar hallados en prácticamente todas las cul-turas del mundo miles de años antes de la era cris-tiana. La historia no hizo sino fundir las numerosas religiones, cultos y sectas del Imperio Romano y más allá, para crear una religión de Estado que fue orga-nizada gracias al fraude, el falseamiento, la fuerza y la crueldad.

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A pesar de ello, muchos creyentes han insistido en que la historia del evangelio ocurrió, no relacionada con evidencia alguna, sino simplemente porque así se les ha dicho desde la infancia y lo han aceptado acrítica y ciegamente, poniendo en solfa el sentido común y el buen juicio.

Por si fuera poco, los historiadores eclesiásticos, fi-nanciados por las misma organización creadora del mito, han hecho tabla rasa de la mente científica, in-tentando apuntalar lo imposible, con especulaciones a cual más fantástica. Si Jesús hubiera tenido una existencia real, el mundo se hubiera desarrollado de forma completamente diferente a como lo hizo, en especial tras su milagrosa venida de la muerte.

Sin embargo, el mundo siguió como si nada hubie-ra ocurrido. Si Jesús hubiera influido sobre sus se-guidores tal y como se cuenta de él, y sobre los miles de creyentes que respondieron tan velozmente al mensaje, dicho hombre tendría que haber destacado tremendamente sobre el firmamento de su época.

Ese impacto hubiera estado basado en la fuerza de su personalidad, en las cosas únicas que hizo y dijo. Y, sin embargo ese impacto en las dos generaciones siguientes a su muerte es nulo en toda la documenta-ción existente. Ningún historiador contemporáneo lo registra.

Durante casi medio siglo los propios escritores cris-tianos ignoran completamente su vida y ministerio. No se cita un solo dicho. No hay ningún milagro del que maravillarse. No hay ninguna referencia a nin-gún aspecto de su personalidad humana, fijada den-tro de algún ambiente biográfico. Los lugares de su

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vida y carrera no despiertan interés alguno en nin-guno de sus creyentes. Si, además, Jesús fue simple-mente un humano ordinario, un modesto, quizás al-go carismático, carpintero judío predicador, que realmente dijo poco de lo que se le ha atribuido, que no realizó verdaderos milagros, y que, por supuesto, no resucitó de entre los muertos… ¿cuál, entonces, es la explicación para que tal vida y personalidad pue-da haber hecho generar tal cantidad de respuestas como afirman los eruditos, a la teología cósmica so-bre él, a la convicción de que había resucitado de en-tre los muertos, al imparable movimiento que parece haber sido el cristianismo primitivo? Un dilema inso-luble.

Cuando sufren presión, los estudiosos y clérigos igualmente admiten que la religión cristiana se cobija tras siglos de mentira y fraude. Asumirán que no hay una sola mención de Jesús en ningún historiador contemporáneo a su supuesta venida y que los rela-tos bíblicos son básicamente espurios, no están escri-tos por sus pretendidos autores y están repletos de decenas de miles de errores, imposibilidades y con-tradicciones. Incluso admitirán que dichos textos han sido falsificados por centenares y posteriormente in-terpolados y mutilados.

Dichos «expertos» pueden incluso llegar tan lejos como para reconocer que la historicidad de Cristo ha sido cuestionada desde el principio (la escuela gnós-tica cristiana, sin ir más lejos, ya cuestionaba la histo-ricidad de Cristo y abogaba por un salvador pura-mente simbólico, que no histórico).

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Pueden, además, confesar que no existe evidencia física alguna (objetos como la Sábana Santa exigen un plus de ignorancia en el creyente). Estos eruditos pueden incluso admitir que la religión judía, sobre la que el cristianismo afirma estar basado, no es ella misma lo que afirmaba ser, sino básicamente una re-edición de mitos y teologías más antiguos, como, fi-nalmente, es el cristianismo.

Dicho de otra manera, estos eruditos y expertos admitirán que la historia del Evangelio y la ideología cristiana constituyen un fruto directo del llamado paganismo. No obstante, estos eruditos e investiga-dores continuarán afirmando empecinados que exis-te un Jesús histórico.

Los esfuerzos para encontrar un Jesús histórico han sido penosos y agonizantes, basados principalmente en lo que NO FUE: a saber, el nacimiento virginal no es histórico, y los padres de Jesús no respondían a María y José. Jesús no era de Nazaret, que no existía en esa época, y los magos, la estrella, los pastores y ángeles no coincidieron con su nacimiento. Tampoco escapó a Egipto, por la sencilla razón de que Herodes no había ordenado en ningún momento el asesinato en masa de niños, y no asombró a los sacerdotes en el templo con doce años de edad. No reapareció de repente a los treinta años venido de ninguna parte para desconcertar a aquellos que, si las historias del nacimiento hubieran sido ciertas, ya le habrían cono-cido.

El Jesús histórico ni hizo milagros, ni resucitó a los muertos. Los discursos y sermones no eran suyos. No hubo juicio, ni crucifixión ni resurrección.

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Aunque se les ha enseñado que Jesús representó una ruptura sorprendente con el viejo mundo pa-gano, los creyentes en Jesús están adorando a la misma deidad o deidades que los paganos, de hecho, todas ellas sintetizadas en una.

La línea argumental estructurada por los padres de la Iglesia que elaboraron el dogma cristiano puede reducirse a la idea siguiente: Recojamos los diversos elementos recurrentes de todas las religiones del mundo y hagamos con ellos una síntesis, una fe nue-va autentificada en un personaje histórico. La exis-tencia e identidad de todos estos misteriosos perso-najes que son tan similares en sus hazañas y su vida y que constituyen el mito universal ha sido ocultada durante siglos a las gentes por la Iglesia cristiana, creando a su vez una religión de signo dogmático que se ha mantenido al cabo de dos milenios contra viento y marea y torturado la conciencia de millones de personas con ideas como la culpa, el pecado y la resurrección de la carne.

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BIBLIOGRAFÍA

Del paganismo al cristianismo Jacob Burckhardt, VV.EE

El nacimiento del cristianismo J. María Martí Blazquez, Síntesis

La conversión de Roma. Cristianismo y paganismo Fernando Guió, Clásica SA

El conflicto entre el cristianismo y el paganismo en el siglo IV Momigliano, Alianza

Polémica entre cristianos y paganos VV.AA., Akal

El sueño de Constantino. El fin del Imperio pagano y el nacimiento del mundo cristiano

Andrés Barcala Muñoz, Abeu Ezra Ediciones El legado del cristianismo en la Europa Occidental

Cesar Vidal, Espasa Cristianismo primitivo y religiones históricas

José Marí Blázquez Martín, Cátedra

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Este libro, que profundiza sobre las raíces paganas del cristianismo, terminó de componerse

en las colecciones de SAPERE AUDE el 1 de diciembre de 2014

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