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NOEL QUESSON PALABRA DE DIOS PARA CADA DÍA primeras lecturas para el tiempo ordinario de los años impares Editorial Claret Grupos de oración v amistad

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NOEL QUESSON

PALABRA DE DIOS PARA CADA DÍA

primeras lecturas para el tiempo ordinario

de los años impares

Editorial Claret Grupos de oración v amistad

Noel QUESSON

PALABRA DE DIOS PARA CADA DÍA

Puntos de meditación de las lecturas litúrgicas entre semana

Tomo V

Tiempo Ordinario - Años impares

Editorial Claret Barcelona

Por tada: Ernest Puig © Droguet & Ardant - Limoges 1975 © Editorial Claret , S.A. , Barcelona 1982

Versión castellana de M.N.Q., de la 1.a edición de la obra francesa de Noel Quesson Parole de Dieu pour chaqué jour. Jalons pour les lectures de semaine - Tome 1: Les Evangiles de I'Advent á la Pentecote - Tome II: Les Evangiles de la Pentecote a l'Advent - Tome III Premieres lectures pour l'Advent - Noel - Careme et Temps pascal - Tome IV: Premieres lectures pour le temps ordinaire années paires - Tome V: Premieres lectures pour le temps ordinaire années impaires.

Nihil Obstat: El Censor: Jorge Marimón Barcelona, 6 de abril de 1983 Imprímase: t J ° s e M. Guix, Obispo Auxiliar y Vicario General

3.a edición

Editorial Claret, S.A. Roger de Llúria, 5 - 08010 Barcelona Impreso en Diarts, S.A. Sant Jaume, 20 - Ripollet ISBN: 84-7263-196-6 (edición completa) ISBN: 84-7263-291-1 (vol. V) ISBN: 2-7041-0535-9 editor Droguet & Ardant, Limoges, edición original Depósito Legal: B. 28.285-1989

INTRODUCCIÓN

ORAR A PARTIR DE LA PALABRA DE DIOS

Los dos primeros volúmenes de esta colección han pre­sentado ya unas sugerencias para las meditaciones coti­dianas a partir del evangelio. Con el mismo método, siguen tres volúmenes que toman como punto de partida la «primera lectura» de las misas de feria. Si bien la lectura de los evangelios resulta familiar a muchos cristianos no sucede lo mismo en cuanto a los textos del Antiguo Testamento, que suponen, en general, un conocimiento del contexto histórico del que parten. En cuanto a las Epístolas de san Pablo, por su profundidad teológica son a veces de difícil comprensión. Sin entrar en las controversias exegéticas, y sin valerse de los numerosos trabajos sobre las Escrituras de unos años a esta parte, estas meditaciones tienen en cuenta esos estu­dios más técnicos, con el fin de evitar, en lo posible, un subjetivismo excesivo. En la plegaria es importante tener la máxima seguridad de haber entendido bien lo que el autor sagrado «quiso decir» cuando lo expresó, hace ya unos dos mil años. Respecto al método de oración, lo importante es el texto sagrado en sí, impreso en negritas, que constantemente ha de ser reconsiderado, una vez leído el párrafo explicativo que le sigue.

ORAR REGULARMENTE Y A PEQUEÑAS DOSIS CADA DÍA

Este libro no ha sido pensado para una lectura global seguida. La compaginación elegida propone para cada día una breve lectura de dos páginas, vistas de una sola ojeada. Los textos pertenecen al Leccionario de semana; pues es ventajoso dejar que la oración siga el ritmo del año litúr­gico. Y la Iglesia, con la reforma conciliar, ha elegido los más hermosos textos de la Biblia.

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Durante los tiempos de Adviento y Cuaresma, los temas espirituales guardan relación con esas dos épocas privile­giadas del año. Los textos están sacados de diversos pa­sajes de la Biblia. En tiempo de Navidad, se leen las Epístolas de san Juan. En tiempo de Pascua, se leen los Hechos de los Apóstoles. Durante el Tiempo ordinario, repartido en dos años (los pares y los impares), se lee alternativamente un libro del Antiguo, y un libro del Nuevo Testamento. Esta lectura continua de un libro que se sigue meditando durante una o dos semanas, es muy favorable para una comprensión profunda de los autores sagrados.

ORAR PERSONALMENTE

Es evidente que nadie puede ponerse en lugar de otro en un acto tan personal como la oración. Por lo tanto los comentarios que presentamos no son más que una introducción, unas sugerencias... lo esencial con­tinúa siendo saber cerrar los ojos, lo más a menudo posi­ble, después de cada párrafo o de algunas palabras, para que brote, del interior, esa conversación con Dios que parte del fondo de nosotros mismos, como una respuesta a su Palabra. Para ayudar a esos momentos de interiorización, no hemos dudado en repetir como una muletilla, unas frases de invi­tación como éstas: «Guardo unos momentos de silencio para... ¿Cómo pondré en práctica lo que esto me ha suge­rido?...» En ese mismo sentido muchos párrafos llevan interrogante, precisamente para incitar a la interiorización personal.

ORAR «HOY»

Veréis que esta palabra se repite a menudo y que está impresa de forma especial.

l

Es una palabra capital de la oración. Dios no es un personaje del pasado, es un contemporáneo. Su palabra no es de ayer, es actual. Y aunque esos textos fueron escritos hace mucho tiem­po, han de ser para mí como una carta personal que recibo cada mañana para mi jornada. A través del texto objetivo escrito en siglos lejanos —por esto resulta útil tener un comentario que facilite su com­prensión exacta—, Dios, viviente en el DÍA de HOY, tiene algo que decirme en mi jornada y en nuestro mundo con­temporáneo. Esa aplicación concreta al DÍA de HOY de mi vida es absolutamente esencial. En ese mismo sentido, nadie puede tampoco reemplazarme en mi oración. En el fondo, lo que Dios espera ante todo, no son palabras, sino mi vida de cada día, mis responsabilidades. Tan sólo la experiencia de los hombres espirituales de todos los tiempos, así como nuestra propia experiencia, hay que decirlo, prueban que nuestras vidas, inmersas en el curso rápido de nuestros asuntos, tienen necesidad de esos minutos de concentración en la oración para sacar de ella fuerza y aliento que vigoricen nuestro trabajo durante to­das las horas del día. ¡Dichosos los días que no habremos faltado a esa cita con lo más profundo de nuestra intimidad en que Dios habita! ¡Dichosos los hombres y las mujeres que han descubierto esa fuente a la que se acercan regularmente con las manos abiertas y de la cual beben en abundancia. «Si conocieras el don de Dios, tú misma le dirías: "dame de beber", y El te ofrecería el agua viva», decía Jesús a una mujer, un día de verano, en el brocal de un pozo donde ella iba a su trabajo diario. La fuente está allí, profunda y fresca. ¡Buena suerte!

N. Quesson

/.-" semana ordinaria

Primera semana ordinaria

LUNES

Hebreos 1,1-6

La Epístola a los Hebreos, que leeremos durante cuatro semanas no se parece a los escritos de san Pablo. El con­junto de los exegetas coinciden ahora con los Padres de la Iglesia latina quienes, durante los cuatro primeros siglos no atribuyeron ese texto a san Pablo, sino a uno de sus discípulos. Además, no se trata de una «carta» como las otras, sino de un «sermón». Se formuló esta hipótesis: un discípulo de san Pablo pronuncia ante éste una homilía cuyo valor es apreciado por el apóstol, pues, aunque el estilo sea diferente del suyo, reconoce en ella las grandes líneas de su propia catequesis. Pablo envía entonces ese sermón a sus comunidades y añade su autoridad mediante una salutación personal (Hebreos 13, 22). De origen paulino, pero redactada por un discípulo anó­nimo, esa homilía es de una extraordinaria densidad hu­mana y teológica. Además su lectura requiere un esfuerzo pues, destinada sin duda a judíos conversos, alude a ritos de sacrificio de animales y a una interpretación simbólica de la Biblia... todo lo cual puede desorientar a un lector moderno. Para no extraviarse es preciso entrar en la dia­léctica del autor y dejarse guiar por comentarios de tipo exegético.

Muchas veces y de diversas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. Pero en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo. Un Dios que no cesa de «hablar», un Dios que se «comu­nica» con los hombres, ¡tal es nuestro Dios! Esta primera frase anuncia también el asunto, el tema que será tratado: el Antiguo Testamento anuncia y prefigura a Cristo. Jesús es la palabra última de Dios, su Palabra defi­nitiva.

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El Hijo a quien instituyó heredero de todo y por quien creó los mundos. Este «aletazo» que de golpe nos conduce a las cimas del misterio de Cristo, nos recuerda el prólogo de san Juan: «todo fue hecho por El, y sin él nada se hizo» (Juan 1, 3). Cuan lejos estamos de las actuales tentativas reductoras, que querrían simplificar a Jesús de Nazaret reduciéndolo al Hombre perfecto, el superhombre, el mito de esto o de aquello.

Reflejo esplendente de la Gloria del Padre, impronta per­fecta de su ser. El hijo de María, el muchacho carpintero de Nazaret, el hombre sensible a los sufrimientos del pueblo sencillo, el amigo fiel que llora la muerte de los que ama... ¡sí! Pero también el Hijo de Dios, Luz de luz, Resplandor de la Gloria de Dios, impronta perfecta del Ser de Dios.

El Hijo que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad divina, en las alturas. Las imágenes se acumulan para afirmar la divinidad de Jesús: 1. Como Dios, es Creador, y mantiene en la existencia a todas las cosas. En efecto, la creación no está terminada. La palabra todopoderosa de Jesús está terminando la hu­manidad. 2. Es salvador y purificador, como sólo Dios puede ser. «¿Quién puede perdonar los pecados?» (Marcos 2, 7). 3. Está asociado a la Gloria, a la Majestad.

Con una superioridad sobre los ángeles. Toda la siguiente demostración tiende a afirmar esta su­premacía. El judaismo de aquel tiempo veía «ángeles» por todas partes. Para respetar la grandeza y la invisibilidad de Dios, se había multiplicado esos «mediadores», esos in­termediarios. El hombre de hoy se ha procurado otros «protectores»: la ciencia, la técnica, el progreso. ¿Sabe­mos reconocer la supremacía de Cristo sobre todo esto?

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MARTES

Hebreos 2, 5-12

¿A quién sometió Dios el mundo venidero? No fue a los ángeles. Es evidente que el autor tiende a rectificar el pensamiento de las escuelas judaizantes que atribuían a los ángeles un papel importante en la evolución del universo. La evolución del «mundo venidero» está en manos de Cristo, bajo su influencia. Fuente inmensa de esperanza y optimismo.

El autor de un salmo (8, 5-7) declara: «Oh Dios, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?... Le hiciste algo infe­rior a los ángeles... De gloria y de honor le coronaste. Todo lo sometiste bajo sus pies.» Al someterle todo, nada dejó que no le estuviera sometido. Este salmo quería exaltar la vocación sublime del hombre en la creación, recordando el proyecto de Dios en el Géne­sis (1, 26): «dominad la tierra y sometedla». ¿Estoy con­vencido de la permanencia de esa misión del hombre? ¿No podríamos ver en la técnica que transforma el mundo una cierta aplicación de ese mandamiento del Creador? Un mejor conocimiento de las leyes cósmicas: físicas, biológi­cas, psicológicas permitirá dominarlas para impedir que aplasten al hombre. Uno de los fines de la ciencia es libe­rar al hombre de cantidad de alienaciones que la natura­leza bruta hace pesar sobre él. Vencer la sequía, el ham­bre, la enfermedad. Utilizar las energías destructoras del fuego, de la electricidad, del átomo para el bien del hom­bre. El hecho de que el Hijo de Dios se hiciera hombre no hace más que reforzar esta vocación sorprendente.

Mas al presente, no vemos todavía que le esté sometido todo. Y sin embargo, a Jesús que fue hecho algo inferior a los ángeles, le vemos ahora «coronado de gloria y de honor» a causa de su pasión y muerte.

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Los oyentes de ese sermón podían objetar en efecto que Jesús había sido algo inferior a los ángeles durante su vida terrestre humana. Pero esa inferioridad era sólo momen­tánea, y lejos de ser un accidente fortuito en la vida de Cristo, es causa de salvación y de gloria.

Si pues experimentó la muerte, por la gracia de Dios fue para el bien de todos. ¡Experimentar la muerte! Fórmula que conviene meditar. La muerte no resultó para Jesús un problema del que se discute desde el exterior: tuvo experiencia de ella. Volve­remos de nuevo sobre ese tema. Jesús, sometiéndose a ella, la venció.

Convenía, en efecto, que Aquel creador de todo y para quien es todo llevara muchos hijos a la gloria... He ahí, una vez más, el objetivo de Dios: llevar a los hombres a su propia vida, a su propia gloria divina... ¡te­ner hijos a quienes colmar de bienes! ¡Una vasta empresa de amor!

Y era normal que Heve a su perfección, mediante el sufri­miento, a aquel que iba a guiarlos a la salvación. Así, Jesús es, en verdad, «la perfección del proyecto de Dios», su «cumplimiento»: en El se lleva a término la transformación radical del hombre elevándolo hasta Dios.

Pues tanto Jesús el santificador, como los hombres, los san­tificados, son de la misma raza. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos. El autor subraya la solidaridad de Jesús con la humanidad. Hay una especie de superioridad de los hombres respecto a los ángeles. Jesús se hizo uno de nosotros, sometiéndose totalmente a la condición humana, incluida la muerte.

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MIÉRCOLES

Hebreos 2, 14-18

Puesto que los hombres tienen todos una naturaleza de carne y de sangre, Jesús quiso participar de esa condición humana. Ese principio es importantísimo. Es el realismo de la en­carnación. San Pablo había ya dicho: «me hice judío con los judíos, griego con los griegos» (7 Corintios 9, 20-21). ¡«Participar de la condición» de aquellos que se quiere salvar! Esto se opone netamente a las concepciones judías y paganas sobre el sacerdocio, que hacen del sacerdote un ser aparte, separado del común de los mortales. El Concilio Vaticano II ha vuelto a insistir sobre ese prin­cipio de encarnación: «Los presbíteros, tomados de entre los hombres, viven con los demás hombres como herma­nos. Así también el Señor Jesús... En cierta manera son segregados en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno... No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta a la terrena; pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a sus condiciones.» (D.M. y V.S., 3). «Los primeros apóstoles de los obreros serán obreros», decía el Papa Pío XI al fundar la Acción Católica. Revalo-rizaba así el principio de encarnación que es esencial a la Iglesia. Algunos sacerdotes adoptan hoy la condición obrera para llevar el evangelio a ese ambiente... y es muy comprensible que la Iglesia adopte la cultura y la condi­ción africana para salvar a África. Ruego por esa gran obra de autenticidad y de encarnación.

Así también, por su muerte, pudo Jesús aniquilar al señor de la muerte, es decir, al Diablo. Jesús no ha tomado a medias nuestra condición humana, sino que ha llegado a compartir con nosotros la muerte.

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Y liberó a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud. De esta manera, afrontando la muerte, nos libra de ella. Viviéndola, nos muestra que no hay que tenerle miedo, puesto que tampoco el temió pasar por ella como algo necesario para acceder a la verdadera vida. Señor, ayúdame a no tener miedo a la muerte... o por lo menos a que este miedo no me esclavice. Quédate con­migo, Señor, cuando llegue mi hora.

Porque ciertamente no son ángeles a los que quiere ayu­dar... por eso le fue preciso asemejarse en todo a sus herma­nos... ¡Gracias, Señor! «Fue preciso»... me detengo y medito esa palabra.

Para ser, en sus relaciones con Dios, sumo Sacerdote, mise­ricordioso y fiel. Se anuncia así el tema principal del sermón. El sacerdocio de Cristo.

Habiendo sido probado en el sufrimiento de su pasión, puede ayudar a los que se ven probados. La prueba. La experiencia del sufrimiento. Decimos a menudo: «¡no lo podéis comprender! es preciso pasar por ello para saberlo». Efectivamente, incluso nuestro entorno más amoroso no puede comprender cier­tas pruebas que se abaten sobre nosotros. Pero el hombre que ha de soportar esa misma prueba adquiere una capaci­dad nueva de comprensión. Como Jesús, es capaz de ayu­dar a los probados.

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JUEVES

Hebreos 3, 7-14

El Espíritu Santo dice en un salmo (95, 7-14) «Si oís hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones...» La «voz de Dios» se hace oír HOY. Con frecuencia no sabemos escucharla y endurecemos nuestro corazón. Perdón, Señor. Cada momento de cada una de nuestras jornadas nos trae una voluntad de Dios, una llamada, una invitación divina. Haznos atentos a tu voz, Señor.

Después de haber visto mis obras durante cuarenta años... vuestros padres me desafiaron y me provocaron... entonces dije: «nunca entrarán en mi descanso...». Dios quería hacer entrar a los hombres en su descanso, en su paz, en su «tierra prometida», en su propia intimidad. Esto es «la obra» de Dios, su trabajo cotidiano, HOY todavía. Dame, Señor, ese descanso interior.

¡Velad, hermanos! que no haya en ninguno de vosotros un corazón pervertido por la incredulidad que le haga aposta­tar del Dios vivo. La Fe nos hace corresponder a la voluntad y al pensa­miento de Dios. De ahí la gravedad de la incredulidad voluntaria que es en verdad un «abandono», una separación del Dios vivo... una «perversión». Creemos, Señor, pero aumenta nuestra fe. Ciertamente no tenemos derecho a juzgar a nuestros her­manos no creyentes, pues nadie conoce la responsabilidad de sus hermanos. El autor de la Epístola a los Hebreos se dirige aquí a cristianos que están tentados de abandonar su Fe en Cristo. Como siempre, es a nosotros a quienes debemos aplicar esta exigencia y no a los demás.

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Te ruego, Señor, por todos los cristianos de HOY, que, como entonces, se sienten tentados a vivir sin fe.

Antes bien mientras dure ese hoy del salmo exhortaos mu­tuamente cada día para que ninguno de vosotros se endu­rezca seducido por el pecado. Dios vive en un «DÍA de HOY» perpetuo. De ahí la importancia de no considerar los salmos y todas las páginas de la Escritura, como documentos antiguos y pasados de moda. Son palabras actuales de Dios. Nunca reflexionaremos bastante sobre esto: Dios es nuestro contemporáneo. No debemos buscar a Dios en el pasado, sino en el presente, en el DÍA de HOY.

Porque hemos venido a ser compañeros de Cristo. Sí, Cristo nos «acompaña», minuto tras minuto, día tras día. La fe es definida aquí como una «camaradería»: un vivir con. ¿Verdaderamente, es así?

A condición de que mantengamos firme hasta el fin la segura confianza del principio. Los destinatarios de esa Epístola a los Hebreos eran ma­nifiestamente judíos convertidos al cristianismo que pare­cen añorar las hermosas liturgias anteriores, del Templo de Jerusalén. Toda la Epístola va destinada a ayudarlos a no volverse atrás: «mantened firme vuestra segura con­fianza del principio». Es inútil volver a Jerusalén, Jesús murió fuera de la ciudad (Hebreos 13, 12). Es inútil añorar los sacrificios anteriores, Jesús se ofreció una vez por to­das (Hebreos 10, 6-8). Es inútil soñar en los sacerdotes anteriores, porque ha nacido un nuevo sacerdocio (He­breos 9, 15). Ayúdanos, Señor, a permanecer fieles a lo esencial en medio de las formas nuevas que toma entre nosotros el «DÍA de HOY de Dios».

16 / . " semana ordinaria

VIERNES

Hebreos 4, 1; 5-11

Hermanos, permaneciendo aún en vigor la proniesa de en­trar en su descanso, debemos temer que alguno de vosotros no llegue demasiado tarde. Toda la meditación del día de hoy tratará sobfe el «des­canso». Es la traducción del término «sabbat» en hebreo. En el judaismo el descanso semanal era obligatorio y reli­gioso. ¡Dios quiere que el hombre descanse! Ya naturalmente, la vida del hombre está hecha de alter­nación de trabajo y descanso, de movimiento y de paro. El verdadero descanso no es solamente un «cese», una acti­tud negativa, es el cumplimiento de la actividad. Las pos­turas hieráticas del Yoga son una buena imagen de un descanso que es «concentración» suprema, y, por lo tanto, una toma de conciencia al máximo. El «descanso de Dios», de que hablará esta página a los hebreos, es todo lo contrario de la inacción, del aburri­miento, de la pasividad, de la pereza: es la felicidad esta­ble y altamente consciente de existir. La mayor parte de las veces, nosotros, seres humanos, vivimos sólo a me­dias, en una especie de vaguedad brumosa. Debemos aprender de Dios a «vivir intensamente».

Ciertamente, hemos recibido la buena noticia lo mismo que aquellos que salieron de Egipto. Pero a ellos no les sirvió de nada oír la palabra porque lo que oyeron no la recibieron en ellos por la fe. Toda la diferencia está entre «oír» y «escuchar»-Efectivamente en nuestros diálogos humanos, como en nuestras plegarias, nos falta esa concentracióii que nos permitiría «recibir» intensamente la palabra del interlo­cutor. La fe es estar a la escucha intensa de Dios con todo el ser...

/ ." semana ordinaria 17

Pero, los que hemos creído, hemos entrado en el descanso. Después de la larga y penosa marcha en el desierto, la tierra prometida era la figura y el anuncio del «descanso definitivo»: el cielo. En Jesús, el cielo ha comenzado ya: «Acercaos, todos los que estáis rendidos y abrumados, yo os daré respiro -des­canso-» (Mat. 11, 28). La oración es a la vez un momento de intensa concentra­ción y un momento de descanso en profundidad. Una ma­dre de familia numerosa, llena de ocupaciones, decía que no podía pasar sin el rato que dedicaba cada día a la ora­ción: «Es mi mejor momento de la jornada... el que vigo­riza todo lo restante... ¡es mi mejor descanso!»

Dijo Dios: «Por eso juré en mi cólera: ¡no entrarán en mi descanso!» Por su falta de atención, por su falta de fe, la «generación del desierto» no pudo entrar en el descanso de Dios. Jesús expresó a menudo esa condenación (Mateo 11, 26; 12, 39; 16, 4; Lucas 11, 29; Marcos 8, 12). La peor condena, incluso humanamente, es el «stress», la agitación. Uno de los signos del desequilibrio moderno es esa temi­ble incapacidad de dormir sin somníferos. ¿Por qué Dios, que creó al hombre para vivir con El, no puede ser un profundo factor de equilibrio y por tanto factor también de descanso? «¡Marta, Marta, te inquietas y agitas por dema­siadas cosas!» (Lucas 10, 41) «No os inquietéis, como los paganos... buscad primero el Reino de Dios... y todo lo demás se os dará por añadidura...» (Mateo 6, 25-34).

«Esforcémonos pues, por entrar en ese descanso, para que nadie caiga, imitando a los que desobedecieron.»

18 1.a semana ordinaria

SÁBADO

Hebreos 4, 12-16

Ciertamente ¡es viva la Palabra de Dios! «¡Viva!» Seamos siempre conscientes de que, al ponernos en ora­ción, no somos nunca un solitario que toma un libro de su biblioteca. Somos un amigo que va a encontrar a su amigo: la oración nos coloca verdaderamente ante alguien... so­mos «dos» que viven frente a frente. «Dios, ante quien estoy, ¡es el Dios vivo!». No estoy ante una letra impresa, una tinta seca y muerta. Percibo su Soplo en mi rostro. No es un libro... ¡es una Palabra viva!

Enérgica y más cortante que una espada de dos filos. Se nos ha puesto en guardia contra la falta de fe. La Pala­bra de Dios pasa a ser justiciera, no sólo «viva», sino «enérgica y cortante» cuando es rehusada voluntaria­mente. «El que me rechaza y no acepta mis palabras ya tiene quien lo juzgue: el mensaje que he comunicado, ése lo juzgará el último día» (Juan 12, 48).

La Palabra de Dios penetra a lo más profundo del alma, hasta las junturas y médulas; juzga los sentimientos y pen­samientos del corazón. No hay para ella criatura invisible: todo está desnudo y patente a la mirada de Aquel a quien hemos de dar cuenta. Las imágenes concretas de este texto son las de un lucha­dor vencido, reducido a la impotencia, verdaderamente «dominado», ¡desnudo y sin defensa! En efecto, por desgracia, sucede a menudo que como Ja­cob en el vado de Yabok tratamos de resistir a la Palabra de Dios luchando contra Dios toda una noche (Génesis 32, 23-33). Señor, que tu Palabra sea eficaz en mí. Que en vez de resistir me deje moldear por ella. Ayúdame a aceptar que tu Palabra desenmascare mis intenciones secretas y

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mis escapatorias... ¡Que me transforme y me conduzca a ponerme de tu parte!

En Jesús, el Hijo de Dios, tenemos al sumo sacerdote por excelencia. Es pues inútil echar de menos a los sacerdotes del templo. Jesús los reemplaza ventajosamente: las modestas euca­ristías que los primeros cristianos vivían sencillamente en sus casas, tienen más valor que las solemnes liturgias de Jerusalén, de las que los hebreos sentían nostalgia. El autor se propone desarrollar su tesis central: ¿por qué Jesucristo es el único «sacerdote»?

El Hijo de Dios... que penetró más allá de los cielos. 1.°) De una parte, Cristo es Dios. Su mediación no será una mediación del exterior, como la de un intermediario que viene a discutir con las dos partes presentes; Jesús es, en sí mismo, «representativo» de lo divino: pertenece al partido de Dios... está del lado de Dios... es Dios., «penetró más allá de los cielos». Imagen significativa, que no hay que tomar en sentido material ni espacial, pues, en otros pasajes el mismo autor dirá: «pe­netró en los cielos» (Hebreos 8, 1; 9, 24).

Pues no tenemos a un Sumo Sacerdote incapaz de compade­cerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado. 2.°) de otra parte, Cristo es hombre. Tampoco aquí su mediación será exterior. Cristo es ver­daderamente «representante» de la humanidad que recon­ciliará con Dios.

Avancemos pues confiadamente hacia Dios todopoderoso y dador de gracia. Esta es la conclusión que se impone.

20 2.a semana ordinaria

Segunda semana ordinaria

LUNES

Hebreos 5, 1-10

Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está encargado de intervenir en favor de los hombres en las rela­ciones de éstos con Dios. Empieza aquí una larga comparación entre el sacerdocio judío, el del Templo de Jerusalén, y el sacerdocio cris­tiano. Y he ahí ya una excelente definición: el sacerdocio es una misión de «comunicación», de «relación» entre los hombres y Dios. El término latino «pontifex» significa «constructor de puentes», el sacerdote es el que establece una comunicación entre dos orillas tan aparentemente alejadas como la tierra y el cielo. Es lástima que la palabra «pontífice» haya perdido ese sentido en el lenguaje co­rriente. Hoy evoca más bien orgullo, énfasis, afectación, grandilocuencia en vez de evocar realidades como el «diálogo», la «mediación» el «enlace».

Y ha de ofrecer dones y sacrificios por los pecados. La distancia que separa al hombre de Dios no es sólo el abismo normal entre el Creador y la criatura, es la oposi­ción entre dos antagonistas, uno de los cuales se enemistó con el otro. El pecado no es, en rigor, una indiferencia a Dios, es un rechazo de Dios: ¡una de las dos orillas se enemistó con la otra! Por ende se hará más difícil ser me­diador y restablecer la amistad entre ambas partes.

El —mediador— puede comprender a los que pecan por ignorancia o por extravío, por estar, también él, envuelto en flaqueza. Una cualidad esencial del sacerdote: ser comprensivo, de­licado, abierto, acogedor y bueno hacia los pecadores. Y el autor se atreve a afirmar que tendrá esas cualidades si él

2.a semana ordinaria 21

sabe que también él está «envuelto en flaqueza». Sabe lo que es ser pecador, porque ¡él mismo es un pecador! Es­cuchando las confidencias de los que pecan, se reconoce a sí mismo y es así «capaz de comprenderlos». Mis propias flaquezas, ¿me hacen también ser bueno y comprensivo con los pecadores? ¿O bien soy de los que, de modo farisaico, se entretienen en juzgar o condenar a los que obran mal y se consideran exentos de culpa?

A causa de esa misma flaqueza debe ofrecer sacrificios por los pecados propios, al igual que por los del pueblo. La cosa es clara. Y es verdad. No debería caber orgullo alguno en el sacerdote. Es también un pobre ante Dios. Un hermano pecador.

Nadie puede atribuirse tal dignidad, se la recibe por la lla­mada de Dios. Porque, si no es un orgullo, es una temible dignidad y una responsabilidad, que no se re vindica, sino que se recibe con humildad. Ruego por los que reciben esta «llamada», esta vocación, para que la escuchen y respondan a ella.

De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdote, sino que la tuvo de quien le dijo: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy». El sacerdocio de Cristo es único. Arraiga en su misma divinidad. Con ese título ¡hay un solo sacerdote! Sólo uno, capaz de de ser el vínculo entre la humanidad y Dios.

El cual en los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súpli­cas con poderoso clamor y lágrimas a Dios, que podía sal­varle de la muerte, y aun siendo Hijo, aprendió la obedien­cia con los sufrimientos de su pasión. Es ésta una de las más emocionantes traducciones de la agonía de Jesús: en efecto, si bien jamás pecó, ¡sabe cuan difícil es obedecer!

22 2.a semana ordinaria

MARTES

Hebreos 6, 10-20

No es injusto Dios para olvidarse de vuestra labor y del amor que habéis mostrado hacia El, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los fieles. El autor invita al optimismo. No hay que tener miedo de Dios, sobre todo cuando se procura amarle amando a los hermanos. Fórmula notable en la que la caridad fraterna es la prueba y la expresión del amor a Dios... según la revelación de Jesús: «lo que hiciereis al más pequeño de los míos, a Mí lo hacéis.»

Es deseo nuestro que cada uno de vosotros manifieste hasta el fin la misma diligencia, para que vuestra esperanza se realice plenamente. No seáis indolentes, sed más bien imita­dores de aquellos que mediante la fe y la perseverancia, obtienen la herencia que Dios nos ha prometido. Encontramos de nuevo la triada tan apreciada por san Pablo: caridad, esperanza, fe. Es, en verdad, el núcleo de la vida cristiana: amar, esperar, creer... Estas tres virtu­des están íntimamente ligadas y se apoyan sobre las «pro­mesas» de Dios.

Cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no teniendo a otro mayor por quien jurar, juró por sí mismo. Sí, nuestra seguridad no está en nosotros, sino en Dios. El compromiso de Dios es incondicional. No es un contrato bilateral —da tú porque doy yo—, es un contrato que ob­tiene toda su solidez del compromiso unilateral de una de las dos partes, ¡Dios!

Dios interpuso el juramento cuando quiso mostrar más ple­namente a los herederos de la Promesa que su decisión era irrevocable. Alianza incondicional, irrevocable.

2.a semana ordinaria 23

Dios resulta así «comprometido» doblemente y de modo irrevocable, por lo cual es imposible que Dios mienta. Comprometido doblemente: por «promesa»-y por «jura­mento». Gracias, Señor. Conociendo mi flaqueza, tengo yo también doblemente necesidad de Ti.

Esto nos anima poderosamente a mantenernos firmes en la esperanza que nos ha sido propuesta. La esperanza cristiana no es una simple «espera» humana que se apoya en la hipótesis que todo acabará arreglán­dose o en la suerte —azar— que mezcla en paridad los éxitos y los fracasos. La esperanza no es tampoco una actitud optimista propia de temperamentos felices. Sub­siste cuando todo parece derrumbarse, porque se apoya únicamente en la fe, en Dios, fiel a sus promesas. Cumple, Señor, tus promesas. Sálvanos, Señor.

Tenemos esta esperanza como ancla segura y sólida de nuestra alma, que penetró hasta más allá del velo del templo adonde Jesús entró por nosotros, como precursor. El «áncora», solidez del marino es un símbolo habitual de la esperanza. Aquí la imagen es usada con una audacia suplementaria: nuestra «áncora» está ya clavada en los cielos... basta tirar del cabo para lograrlo seguramente. ¡Mi barca está ya anclada en el cielo! El autor quiere tranquilizar, una vez más, a sus oyentes hebreos: os sentís frustrados sin la liturgia del Templo, pero no añoréis nada... pues vuestra «áncora», Jesús, atrae tras sí a todo el nuevo pueblo en el Santo de los santos, el santuario detrás del velo del Templo donde sólo penetraba antaño el sumo sacerdote.

24 2.a semana ordinaria

MIÉRCOLES

Hebreos 7, 1-3; 15-17

Tú eres sacerdote para siempre en la línea de Melquisedec. Jesús no pertenece a la tribu de Leví, no es pues sacerdote según la ley judía, es un simple laico. Esto será subrayado más adelante (Hebreos 7,14). Desde entonces su sacerdo­cio es de otro orden. Y el autor busca el esbozo de Cristo y lo halla mucho antes de la ley de Moisés: se trata de Mel­quisedec, en tiempos de Abraham. (Génesis 14, 17-20; Salmo 110.) Es interesante subrayar lo que sugiere esa aproximación: - Melquisedec es «rey y sacerdote»... como Jesús que instaura el Reino de Dios. - Melquisedec es un sacerdote pagano... lo que significa que antes de cualquier Alianza particular con el pueblo judío en Abraham y anterior a la instauración del sacerdo­cio levítico, había —y los hay siempre— unos hombres religiosos que honran de veras a Dios... y Jesús encontrará de nuevo ese sacerdocio universal. - Melquisedec significa «rey de justicia» y su villa es «Salem» que significa «paz». - Melquisedec, en fin, carece de genealogía, es como un ser caído del cielo que anuncia así la divinidad de Cristo. Esos argumentos, de tipo rabínico, pueden parecemos algo complicados. Van dirigidos, no lo olvidemos, a judíos habituados a esa argumentación bíblica, y expresan en imágenes concretas lo que nosotros diríamos en forma de ideas abstractas.

Melquisedec, rey de Salem, sacerdote de Dios Altísimo, sale al encuentro de Abraham. El proyecto de Dios es pues anterior a la formación del pueblo de Israel. Y pensamos en esos miles de hombres y de mujeres que, antes y después de Jesucristo, no han tenido nunca la ocasión de encontrarle... y que le sirven, a su manera, siguiendo sus propias costumbres religiosas.

2.a semana ordinaria 25

El autor de este texto nos afirma que Cristo es «de este orden» «según el orden de Melquisedec». Por varios toques de ese género, la Escritura continua­mente nos recuerda que la salvación de Cristo es universal y alcanza a todos los hombres de toda raza y de toda situación religiosa. La vocación misionera de la Iglesia es procurar que el mayor número posible de esos hombres, «reconozca» explícitamente a su Salvador y sean más conscientes de ello viviéndolo y siendo a su vez «salvado­res» de sus hermanos.

El nombre Melquisedec significa «rey de justicia» y además rey de Salem, es decir, «rey de Paz». Medito esos dos títulos de Jesús: rey de justicia... rey de paz...

Sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de existen­cia ni fin de vida; todo ello le asemeja al Hijo de Dios. Efectivamente, Melquisedec es una figura enigmática, misteriosa, como un meteoro del que no se sabe de donde viene ni adonde va. Y el autor ve en ello el origen divino de Jesús. Sí, el Hijo de Dios no tiene principio ni fin, es eterno como Dios... su nacimiento se pierde en la noche de los tiempos y más allá del tiempo, su vida se prolonga en el infinito.

Permanece sacerdote para siempre No siendo hereditario y no teniendo origen humano, su sacerdocio es durable, eterno. El solo llena todos los si­glos. Todos los otros sacerdotes, desde entonces, no lo serán más que en dependencia de él y participación con El.

Es sacerdote no en virtud de una ley humana, sino por una fuerza de vida indestructible. En su misma personalidad reside su misión de mediador.

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JUEVES

Hebreos 7, 25 a 8, 6

Jesús puede salvar de modo definitivo a los que por El se llegan a Dios... Fórmula admirable que podemos «gustar» en la medita­ción. La humanidad es una inmensa caravana que trata de avanzar hacia Dios, pero que en el fondo es incapaz de abrirse camino. Al entrar Jesús en el cielo con su humani­dad nos facilita entrar con El. Santa Teresa de Avila decía: «Quiero ver a Dios». Todos tenemos el mismo deseo. Pero ¿cómo entrar donde está Dios? Tenemos más bien experiencia de nuestros pe­cados, de nuestras dificultades de amar y de orar. Enton­ces Jesús nos abre la puerta de par en par, de «manera definitiva».

Pues está siempre vivo para interceder por ellos. Otra fórmula, también célebre. Está «siempre vivo», su resurrección es la garantía de la eternidad de su misión respecto a nosotros. «Para interceder por nosotros». Jesús no deja de orar, de suplicar a su Padre por nosotros, por mí, por todos los pecadores. En este momento ¡Cristo intercede ante Dios por mí! ¡Lo está haciendo siempre!

Porque así tenía que ser nuestro sumo sacerdote. ¡Oh, sí! ¡Señor!

Santo, inocente, sin mancha, separado ahora de los pecado­res, y encumbrado por encima de los cielos. Son los atributos de la divinidad.

No necesita ofrecer sacrificios cada día como lo hacen Jos sumos sacerdotes... porque esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose El mismo. Partiendo de ese texto, la teología afirma que no hay más

2.a semana ordinaria 27

que un solo sacrificio, ofrecido de una vez por todas: el del Calvario. Cabría decir entonces: ¿por qué tenemos que celebrar repetidas misas? ¿No es esto volver al Antiguo Testamento? Es evidente que Cristo, una vez resucitado, no muere otra vez (Romanos 6,9). La misa tiene un obje­tivo preciso: el de ser para cada época y para cada lugar el signo eficaz de ese don de si mismo que hizo Cristo una vez al ofrecer su vida. Y como no deja de «interceder por nosotros», es decir, de mantenerse en estado de ofrenda, la misa es el instante privilegiado en el que lo encontra­mos... uniendo a la suya nuestra propia ofrenda, la de la Iglesia de hoy y la del mundo de hoy. Ayúdanos, Señor, a descubrir mejor el sentido de la euca­ristía. Ya no es, ciertamente, un sacrificio cruento. La escena exterior del Gólgota sucedió sólo aquel viernes. Pero todo lo esencial de la escena, que tenía lugar enton­ces en el corazón de Cristo es perenne: HOY y para siem­pre continúa la ofrenda de amor a Dios su Padre y a los hombres sus hermanos. Con demasiada frecuencia presto poca atención a esa gran realidad, la «misa sobre el mundo», como decía el P. Teil-hard de Chardin, a esta ofrenda actual, que es fuente de todo amor si sabemos estar en comunión con ella.

Tenemos un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Es decir, su poder y su eficacia. Tenemos un abogado de nuestra causa cerca de Dios. ¿Qué podrían nuestros peca­dos ante tal defensor? Sí: nuestra naturaleza humana ha sido realmente entronizada en la intimidad del Padre.

28 2.a semana ordinaria

VIERNES

Hebreos 8, 6-13

Ahora Jesús ha obtenido un «ministerio» tanto más ele­vado... El griego pone: «La liturgia» —el ministerio sacerdotal— que Jesús tiene que asegurar...» El es, en efecto, el verda­dero celebrante de nuestras liturgias. A través de las mise­rias humanas del sacerdote celebrante, ¿sabemos ver la perfección de Aquel a quien representa?

En cuanto que es Mediador de una Alianza más perfecta... Cuando dos enemistados no logran reconciliarse, se acude a un «mediador» que tratará de acercar los distintos pun­tos de vista de ambos para restablecer entre ellos la alianza. Suele decirse que el mejor mediador es el hombre «neutral» que no puede ser tildado de favorecer más a uno que a otro. De hecho, el verdadero mediador es el que interiormente se siente vinculado a los dos campos y muy intensamente afectado por la división de los que desea reconciliar. Así Jesús, mediador perfecto, se sentía total­mente solidario de Dios y totalmente solidario de los hom­bres... puesto que, en la intimidad misma de su ser, era a la vez hombre y Dios.

En la persona misma de Jesús queda anudada la alianza, ya infrangibie en adelante. Gracias, Señor, por ser, hasta tal punto solidario con no­sotros.

Pues si aquella primera Alianza fuera irreprochable no ha­bría lugar para una segunda. El autor mostrará ahora a esos hebreos cristianos que no ha sido para ellos ninguna desventaja pasarse a la Iglesia de Cristo: la nueva Alianza es superior a la antigua... y está en continuidad con ésta porque había sido anunciada y deseada por los mayores representantes de la teología y

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de la espiritualidad judía, es decir, de los profetas. Citará un largo pasaje de Jeremías apoyando su demostra­ción. (Jeremías 31, 31-34)

«He aquí que vienen días, dice el Señor, que concertaré con la casa de Israel y con la casa de Judá una nueva Alianza, no como la Alianza que hice con sus padres. Ellos no permane­cieron fieles a mi alianza; entonces yo me desentendí de ellos. La antigua Alianza era ciertamente demasiado frágil, puesto que dependía demasiado de las buenas disposicio­nes humanas.

Pondré mis leyes en su mente; las grabaré en su corazón. Es Dios el que actúa. Y su gracia, como motor del corazón del hombre, inserta en él la ley de Dios, su voluntad, de modo que esa ley no sea exterior sino esté inscrita en el interior, permitiendo así una especie de obediencia espontánea y libre. Efectivamente ¡esto es lo que necesitamos, Señor! Danos primero lo que Tú nos pides. Haz que mi vida corresponda a tu querer de modo natural.

Í

Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. He ahí el pacto ahora concluso: es como unas nupcias, una unión definitiva, para lo mejor y para lo peor. Y el sacramento del matrimonio humano así lo significa (Efesios, 5-32). Mi relación contigo, Señor, ¿tiene ese ca­rácter de relación personal e íntima... a la vez que comu­nitaria, en Iglesia, en pueblo?

Seré indulgente con sus faltas y no me acordaré más de sus pecados. El perdón forma parte de la alianza de amor.

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SÁBADO

Hebreos 9, 2-3; 11-14

Cuando se presentó Cristo como sumo sacerdote de los bie­nes futuros... ¡Sorprendente fórmula! ¡Jesús, «el sumo sacerdote de la felicidad»! No precisa de ningún comentario. Sólo hay que saborear detenidamente esa función sacerdotal de Jesús. Quiere nuestro bien. Trabaja en ello, para ello dio toda su vida. Y esta felicidad, que es total y nos colma, está en marcha, ¡«viene»!

A través de una «tienda» mayor y más perfecta, no fabri­cada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Alusión al Santo de los Santos, ese santuario más recoleto del Templo —llamado el «Tabernáculo» o «Tienda»—, donde el sumo sacerdote judío entraba una vez al año, cuando el pueblo celebraba el gran perdón del Kippur. Jesús había dicho: «Destruid ese Santuario y yo construiré otro no edificado por hombres.» (Marcos, 14-58.) Ade­más, a la muerte de Jesús los evangelistas muestran el «veío» del Templo rasgado en dos (Marcos, 15-37). Como afirmando que la sede del Santo de los santos es destruida. En adelante, el verdadero lugar de nuestro acceso a Dios es el Cuerpo de Cristo... santuario «mayor» y más «per­fecto» que el antiguo santuario, ¡construido por Dios mismo!

Es así que penetró en el santuario del cielo... una vez para siempre. Y allí nos introduce con El. Porque Jesús no es sólo el «camino del cielo» como suele decirse, es ya el cielo reali­zado: «nos resucitó y nos hizo sentar en el cielo.» (Efe-sios, 2-6). Sí, el cielo ha comenzado en la medida en que vivimos «en el Cuerpo de Cristo»», desde aquí abajo.

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Esparciendo no sangre de animales, sino la suya propia. El tema de la sangre es muy importante en toda esa Epís­tola. No acabamos de comprender el simbolismo que todo esto contiene porque en occidente prácticamente no te­nemos nunca ocasión de asistir a un «sacrificio ritual», como los hay todavía en el culto de algunas religiones. Se degüella un animal en honor de un dios y se comulga en lo sagrado untando con sangre caliente las manos, el rostro y el dintel de la puerta de la casa. La sangre es símbolo de la «vida». Sólo Dios tiene poder sobre la vida. En muchas civilizaciones que están mucho más en con­tacto directo con la naturaleza que nosotros está prohibido beber la sangre. Para los hebreos la sangre es algo sagrado (Levítico, 17,11; 14; Deuteronomio, 12, 23), el uso de la sangre se reserva exclusivamente para hacer «ofrenda a Dios». Así pues, cada vez que la Escritura trata de la sangre podríamos reemplazar ese término por el de «vida ofrecida»: cuando Jesús ofrece su sangre en la cruz es sólo el gesto exterior y visible que expresa la ofrenda interior que hace de su vida... cuando nos da su sangre en comu­nión eucarística, es el signo exterior concreto que expresa que nos da su vida.

Obtuvo así una redención definitiva. Pues si la simple asper­sión con sangre de un animal proporcionaba una pureza exterior a los contaminados... La sangre de Cristo hace mu­cho más: impulsado por el Espíritu eterno, Jesús se ofreció a sí mismo a Dios... Y su sangre purificará nuestra conciencia de las obras muertas para que podamos rendir culto al Dios vivo. Jesús se ofreció. Sacrificó no la vida de otro sino la suya. Y dio así la mayor prueba de amor a Dios y a los hombres. Y en su ofrenda nos invita a ofrecer también nuestra vida en culto espiritual.

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Tercera semana ordinaria

LUNES

Hebreos 9,15; 24-28

El autor de la Epístola a los Hebreos, para cristianos de­seosos de volver a las viejas liturgias de antaño, muestra que Jesús ha cumplido y ha reemplazado ventajosamente la celebración de la fiesta de las Expiaciones. En efecto, la fiesta de Yom Kippur poseía un ceremonial ritual muy impresionante (Levítico 16, 11-16): en ese día y solamente en ese día del año, el sumo sacerdote se atrevía a entrar en la parte más «sagrada» del Templo, el Santo de los santos, llevando consigo sangre aún caliente del toro que acaba de inmolar por sus propios pecados... luego sacrificaba un macho cabrío por los pecados del pueblo y entraba de nuevo en el santuario. Con la solemnidad de esos gestos expresaba el temor que el hombre pecador experimenta ante la santidad de Dios.

Cristo es el mediador de una nueva alianza. El término griego «diateké» significa a la vez «alianza» y «testamento». El autor repetirá que no hay nada que año­rar del antiguo rito. Cristo en verdad nos da entrada a nuevas relaciones con Dios, en las que, el temor y los tabús sagrados son reemplazados por una familiaridad ¡una nueva alianza!

Porque murió por el rescate de las trasgresiones... los que han sido llamados pueden recibir la herencia eterna prome­tida. Sí, Dios Padre introduce a los hijos en su «heredad». La muerte de Jesús lo cambia todo: puede entonces llevarse a cabo su «testamento» para darnos todos sus bienes, su vida eterna, la herencia eterna prometida. (Hebreos 9, 16-17)

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No penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hom­bre, que sólo sería una reproducción del verdadero santua­rio, sino en el mismo cielo. La entrada del sumo sacerdote en el Santo de los santos, el día del Kippur, no era más que una pálida imagen de la verdadera entrada de Cristo junto a Dios.

Para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro Porque esa proximidad entre Cristo y Dios, esa entrada en el cielo, fue realizada en favor de la humanidad. Jesús se mantiene ¡«ante Dios por nosotros»! Y esto de modo defi­nitivo: entró en el HOY de Dios, en el AHORA eterno. Cada oración, cada plegaria, me vincula más explícita y conscientemente a ese instante actual y eterno en el que se mantiene Jesús ante Dios.

Y no para ofrecerse a sí mismo repetidas veces al modo como el sumo sacerdote entraba cada año para ofrecer san­gre ajena. La entrada al santuario y el sacrificio expiatorio de Kippur son reemplazados, una vez por todas, por un único sacrifi­cio, cuya ofrenda dura en el eterno presente de Dios. Cada misa nos vincula más explícita y conscientemente a ese sacrificio actual y eterno que Jesús no cesa de .ofrecer por nosotros ante Dios.

Cristo se ha manifestado ahora, una sola vez, en la plenitud de los tiempos para la destrucción del pecado mediante su sacrificio. El perdón de los pecados se obtuvo una vez por todas. El pecado es «destruido» una vez por todas. Nos toca a nosotros vincularnos a ese gran perdón defini­tivo y sumergirnos en ese río purificante. Señor, ¿cómo no nos esforzaríamos de modo particular en evitar ese pecado que te costó tan caro: toda la sangre de tu vida ofrecida por amor?

34 3.a semana ordinaria

MARTES

Hebreos 10, 1-10

La antigua alianza poseyendo sólo una sombra de los bienes definitivos... absolutamente incapaz de conducir a su per­fección a los que se acercan para ofrecer sus sacrificios. La historia de las religiones, como la historia del pueblo hebreo es una emocionante aventura de los hombres que buscan a Dios, la «felicidad» y la «perfección». Logran solamente sombras o «esbozos». No son de despreciar todas esas tentativas, pero no hay que quedarse ahora en ellas, dice el autor de la Epístola pues Cristo ha venido y es el único capaz de «conducirnos a la felicidad perfecta».

Es imposible en efecto, que sangre de animales borre el pecado. Todas las religiones antiguas, sin que se hubiesen concer­tado, han practicado, y algunas lo hacen todavía hoy, «sa­crificios» de animales: el hombre quiere expresar, por me­dio de un símbolo su sumisión a Dios... La sangre es por­tadora de «vida»... se ofrece sangre y ello significa la ofrenda de la propia vida; pero hay el riesgo constante de tender a lo mágico: no tiene la primacía la significación espiritual del rito sino el gesto mismo cumplido guardando plenamente las formas, como si con ello se pudiera forzar la mano de Dios en una especie de regateo. Los profetas de Israel habían denunciado a menudo la inutilidad e ineficacia de los sacrificios de animales, faltos de sinceridad interior (Isaías 1,11; Oseas 6,6; Amos 5,21; Jeremías 6,20) El salmo 40, 7 hace el mismo descubri­miento esencial: A Dios no le interesan los sacrificios por sí mismos, sino la actitud profunda del hombre que, en su vida, trata de serle fiel y obedecerle. El verdadero culto es la vida misma.

Por esto al entrar en este mundo Cristo dice: «Sacrificio y oblación no quisiste, pero me has dado un cuerpo...»

3." semana ordinaria 35

Comencemos por notar lo que aquí se nos revela: los sal­mos son la oración de Jesús. ¿Cómo es ello? Primero porque es absolutamente cierto que Jesús pro­nunció esas palabras algún día. Y, sin riesgo a equivocar­nos, podemos imaginar que ciertos pasajes, —éste en par­ticular— debieron de encontrar en su oración una reso­nancia personal perfecta y frecuente. Repitiendo esas palabras de los salmos, es tu plegaria la que adopto, Señor. Además, como Verbo eterno de Dios antes mismo de en­carnarse y de tener labios humanos para pronunciarlas, esas palabras de los salmos habían sido inspiradas por El. De tal modo que el autor pudo decir que en el mismo momento de su Encarnación «entrando en el mundo» el Hijo de Dios para esto vino... para cumplir lo que él mismo había inspirado al salmista anónimo del salmo 40.

Entonces dije: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad.» Una de las más bellas plegarias que se pueden repetir in­cansablemente... Pero ante todo una «divisa» de vida, ¡la misma que Jesús! Heme aquí HOY, Señor, quisiera hacer tu voluntad.

Porque ciertamente de Mi habla la Escritura. La presencia de Jesús llena ya todo el Antiguo Testa­mento. Por esto lo leemos con amor y descubrimos esa Presencia.

Así abroga el antiguo culto para establecer el nuevo... Y en virtud de esta voluntad de Dios somos santificados, merced a la oblación, de una vez para siempre, del cuerpo de Jesu­cristo. Revelación capital: al entrar en el mundo, desde su con­cepción, Cristo dio a su vida humana entera un alcance sacrificial de cumplimiento de la voluntad del Padre, ¡que la cruz vino finalmente a cumplir! ¿Ofrezco también mi cuerpo y mi vida?

36 3.a semana ordinaria

MIÉRCOLES

Hebreos 10, 11-18

En la antigua alianza los sacerdotes estaban «de pie» en el Templo... Jesucristo empero se «sentó» para siempre a la diestra del Padre. Argumento rabínico: se escudriña la Escritura hasta sus mínimos detalles para hallar un argumento. Ese procedi­miento puede parecemos extraño. Sin embargo hay aquí una hermosa imagen, con la ventaja de ser extremada­mente concreta. Para mostrarnos toda la diferencia entre el antiguo sacer­docio judío y el sacerdocio de Jesús, el autor nos presenta al sumo sacerdote de pie muy atareado, como si temiera tener algún descuido y no hacerlo bien. A Jesús en cambio lo presenta tranquilo sentado junto al Padre, seguro de que su sacrificio es perfecto.

Los sacerdotes estaban de pie día tras día celebrando la liturgia y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios que nunca pueden borrar los pecados. Esta es también, por desgracia, la actitud de ciertos cris­tianos, que parecen preocupados de multiplicar los ritos como si se tratara de querer doblegar a un Dios justiciero e inflexible. La imagen del verdadero Dios es totalmente diferente: no es el hombre quien busca a Dios y obtiene su perdón a fuerza de expiaciones... es Dios quien busca al hombre, es El quien reconduce la oveja perdida llevándola sobre sus hombros, es El quien ofrece incansablemente su perdón, es El quien ha hecho todo el camino de la reconci­liación, es El quien ha cargado con el peso de la sangre derramada, en Jesucristo.

Jesucristo, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacri­ficio, se sentó a la diestra de Dios para siempre. Desde en­tonces espera que sus «enemigos sean puestos por escabel de sus pies».

3.a semana ordinaria 37

Nueva prueba de la impregnación de la Biblia en los pri­meros cristianos: espontáneamente vienen los salmos a sus labios. Aquí el autor cita el salmo 110-1; y es la tercera vez que usa ese mismo salmo. Hebreos 1,13;8-I; 10-12. Señor, quiero yo también contemplarte, sentado junto a Dios, en esa hermosa actitud majestuosa esculpida en la piedra de muchos tímpanos de las catedrales: el «hermoso Dios» de Amiens, el Cristo en gloria de Vézelay, de Char-tres, d'Angers y de tantas otras portadas. En nuestra época turbulenta, sacudida por tantos golpes y tumbos de toda clase... en nuestras vidas inquietas y en continuo movimiento... nos resulta beneficioso llenarnos de la visión de paz de un Cristo hierático, sólido, tran­quilo, seguro de su victoria, que «espera apaciblemente que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies.» Concédeme, Señor, trabajar en tu obra en paz y sin prisa.

Por su único sacrificio, Cristo condujo siempre a su perfec­ción a aquellos que de El reciben la santidad. ¡Es un hecho y adquirido para siempre!... Gracias, Señor. ¿Qué conclusión debo sacar concretamente para mi vida de HOY?

El Señor declara: «Pondré mis leyes en sus corazones, las inscribiré en su mente y no me acordaré ya más de sus pecados y faltas.» He ahí, una vez más la «verdadera» imagen de Dios. Esta admirable fórmula de Jeremías (31, 33-34) debe ser sabo­reada palabra por palabra: La nueva Alianza que Jesús ha adquirido y ha dado, actúa en lo más íntimo de nuestro ser para transformarnos... y suprime aun en el recuerdo de Dios —¡El lo ha dicho!— cualquier huella de nuestros pe­cados.

Ahora bien, donde hay remisión de estas cosas, ya no hay oblación por el pecado. Fórmula radical. La misma misa no es un nuevo sacrificio. Nos hace presente el único sacrificio de la cruz.

38 3.a semana ordinaria

JUEVES

Hebreos 10, 19-25

Hermanos, tenemos plena seguridad para entrar en el san­tuario del cielo. ¡Señor, repítenos esas palabras! Y que esta certeza ilumine cada una de nuestras jornadas. El «velo» del Templo era una barrera infranqueable, sólo el sumo sacerdote osaba afrontarla un día al año, ¡el día del gran perdón de Kippur! Qué diferencia desde entonces: Todo hombre, todo cristiano, entra en el «verdadero» santuario, sin miedo, sin pavor sacro, sino por el contrario ¡«con seguridad»! Y no se trata sólo del santuario terres­tre, sino, aunque parezca imposible, ¡se trata de la morada misma de Dios, el cielo! Después de todo nuestros más hermosos santuarios no son más que edificios «construi­dos por mano de hombre» (Heb. 9,24).

Gracias a la sangre de Jesús tenemos un camino nuevo y vivo inaugurado por El a través del «velo», es decir, de su propia carne. Tener acceso cerca de Dios. Poder encontrarle de nuevo y vivir con El. Es la búsqueda de muchos hombres. ¿Es también la mía? Como el guía de alta montaña que ha vislumbrado una «vía nueva» para llegar a un pico inacce­sible, así Jesús nos arrastra a seguirle. ¿Estamos dispues­tos para esta aventura? Ahora esta «vía» está ya «inaugurada»: sabemos que existe, que la cima puede alcanzarse... Alguien ha alcan­zado ya la cumbre y si estamos «en cordada» con él, no podremos dejar de alcanzarla también nosotros.

Al penetrar a través del «velo» es decir de «su carne». Fórmula llena de misterio. La carne de Jesús, su «condición humana» como traduce el leccionario es a la vez un «velo» que nos oculta a Dios,

3.a semana ordinaria 39

y la «vía» por la que se puede llegar hasta El. «Yo soy el camino» decía Jesús. (Juan 14, 6). Por su carne, por su «condición humana», Jesús llegó hasta Dios. A nosotros, asumiendo también nuestra con­dición de hombre se nos abre el mismo camino con El.

Y tenemos al Sumo Saerdote por excelencia el que está al frente de la casa de Dios. Acerquémonos con sincero cora­zón y en la certitud que da la fe, con el corazón purificado de todo lo que mancha nuestra conciencia y lavados los cuerpos con agua pura. Nuestra «seguridad» nuestra «certeza» no son una blanda almohada para dormir soñando que, puesto que Jesús nos ha abierto el cielo, nuestro único quehacer es abandonar­nos. El camino está abierto, el acceso a Dios es posible, la felicidad nos es ofrecida... pero es preciso participar. El tema de la conversión y el del bautismo lo expresan. «Creo en un solo bautismo para el perdón de los pecados». Ser bautizado no es sólo haber sido purificado una vez. Es vivir como bautizado, en una purificación continua de nuestra conciencia. Ser bautizado es no cesar jamás de luchar contra todo no-amor para amar mejor.

Estemos atentos los unos a los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras, es decir, para amar mejor. Y esa vocación bautismal al amor es también una respon­sabilidad que nos lleva a ayudar a los demás a amar mejor.

No abandonemos nuestras asambleas como algunos acos­tumbran hacerlo, antes bien animémonos, tanto más cuanto que vemos que se acerca el Día del Señor. La «práctica religiosa» no es una cuestión de hoy. La asamblea litúrgica de los cristianos es una expresión im­portante de su vida de bautizados. Es un medio colectivo de mantenerse unos con otros en un cierto tipo de vida. Es un medio de estar «vigilantes», pues el Señor se acerca.

40 3.a semana ordinaria

VIERNES

Hebreos 10, 32-39

Hermanos, recordad aquellos días primeros, cuando recién recibida la luz de Cristo... Los hebreos, destinatarios de esta epístola son judíos con­vertidos a Cristo. Después de un cierto tiempo de fervor empiezan a mirar atrás y añorar lo que han dejado. ¿No siento yo también a veces un cierto hastío, un deseo de cruzarme de brazos, de querer abandonar?

Hubisteis de soportar un duro y doloroso combate... Inju­rias, vejaciones... Compartiendo los sufrimientos de los en­carcelados. Nunca ha sido fácil vivir un alto ideal. Pedir el bautismo era entonces arriesgarse a la persecu­ción, a la cárcel, a las burlas. Tampoco hoy es fácil ser cristiano. Se está expuesto a ser escarnecido, ridiculizado.

Os dejasteis despojar con alegría de vuestros bienes, cons­cientes de que poseíais una riqueza mejor y más duradera. La cosa puede llegar hasta: ver expoliados los propios bienes, perder dinero, tener menos ascensos. ¡Vivir hon­radamente por desgracia no es siempre rentable! San Pablo subraya que sus lectores habían hecho su op­ción cristiana «con alegría». En efecto ésta es la condición para que los sacrificios sean soportables. Hay que redu­cirlos a su justa medida: lo que se gana siguiendo la con­ciencia o la fe es más importante que lo que se pierde. ¡Danos, Señor, la alegría de la fe!

No perdáis ahora vuestra confianza que lleva consigo una gran recompensa. Necesitáis paciencia en el sufrimiento para cumplir la voluntad de Dios y conseguir así lo prome­tido. Confianza, paciencia; son exhortaciones habituales en san

i." semana ordinaria 41

Pablo que debió de ser un hombre tenaz. Concédenos, Señor, paciencia y tenacidad... apoyadas no en nuestras propias fuerzas, sino en tus promesas.

Pues todavía un poco, muy poco tiempo, y el que ha de venir vendrá sin tardanza. ¡Un poco... muy poco... tiempo! Cuando estamos seguros de que la espera será corta, espe­ramos más pacientemente. Cuando sabemos que la prueba será breve la soportamos más valientemente. ¡Danos la convicción, Señor, de que todo lo perecedero es corto!Y de que estamos en vísperas de encontrarte al fin cara a cara. Que esta certeza no sea una evasión, sino un estimulante para afrontar con mayor valentía y con más alegría todas las obligaciones que pesan sobre nuestras vidas.

«Mi justo vive de su fidelidad; pero, el cobarde dejará de agradarme» Y nosotros no somos de los que se acobardan y perecen sino «creyentes» para la salvación del alma. Sí, lo sabemos, a nuestro alrededor hay hombres que de­sertan. También los había que flaqueaban alrededor de san Pablo. Este, se endereza dignamente: A Dios no le agra­dan los que «abandonan». Y es precisamente la prueba lo que permite distinguir a los verdaderos fieles: los hay que aguantan y lo hay que escapan. Señor, te lo pedimos, que sepamos ser fieles... ser «hom­bres de fe».

42 3.a semana ordinaria

SÁBADO

Hebreos 11, 1-2; 8-19

La página que leeremos hoy empieza un comentario bas­tante extenso sobre el tema de la Fe. El autor extraerá del Antiguo Testamento algunos ejemplos de «hombres de Fe».

La fe es anticipo de lo que se espera; la prueba de las reali­dades que no se ven. Fórmula admirable que no hay que desflorar con ningún comentario de tipo demasiado racional... pero que hay que dejar resonar indefinidamente en uno mismo. La fe es una paradoja: nos hace «poseer» ya lo que no tenemos y además nos hace «conocer» lo que cae fuera de la capacidad de nuestros sentidos. La fe es Dios en el hombre, es un inicio del cielo, es la alegría eterna, presente ya en el seno de la monotonía cotidiana. La fe es un dinamismo vital extraordinario, una aventura en compañía de lo invisible. La fe es la familiaridad con un inmenso entorno de reali­dades invisibles a los demás. La fe es un nuevo modo de conocimiento, unos «ojos nuevos» para verlo todo. Miles de nombres y de mujeres antiguos y actuales, ni más ni menos inteligentes que los demás han dado «sentido» a su vida por la fe. Miles de hombres y mujeres, sobre todo desde los últimos siglos, por lo contrario estiman que la vida no tiene ese sentido, o aún que no tiene ningún sentido, que la vida va... a la nada. Ayúdanos, Señor, a ser hombres de fe, hombres que espe­ran o ¡poseen ya lo que esperan!

3.a semana ordinaria 43

Gracias a la fe, Abraham obedeció a la llamada de Dios... Partió sin saber a donde iba... Esperaba la ciudad asentada sobre cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. La fe es confiar en la palabra de alguien... es ponerse en camino... es avanzar en la noche hacia la luz... es esperar una ciudad perfecta donde ¡todo será «edificado» sobre el amor! La fe es también trabajar en ese «sentido» sin ver aún los resultados... pero con la seguridad que está el taller preparado y que ya se construye, porque Dios actúa: El es a la vez el arquitecto, que hace el plano, el cons­tructor, el que realiza la obra día a día.

Gracias a la fe, Sara también, aun fuera de la edad, recibió vigor para ser madre porque creyó que Dios sería fiel a su promesa. Creer en la fecundidad de mi vida, a pesar de las aparien­cias contrarias. Trabajar según mis medios y confiar en las promesas de Dios: cuando se ha hecho todo como si no se esperase nada de Dios, aún es preciso esperarlo todo de El como si uno mismo no hubiera hecho nada...

En la fe murieron todos ellos sin haber conseguido la reali­zación de la promesas, pero la habían visto y saludado desde lejos. De hecho aspiraban a una patria mejor, la de los cielos. El «hermoso riesgo de la fe» llega hasta aceptar morir pensando que la muerte no es caer en la nada, sino en las manos del Padre. Se deja una patria por otra mejor.

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Cuarta semana ordinaria

LUNES

Hebreos 11,32-40

El poder de la fe. El autor tomará ejemplo de los hombres célebres de la Biblia, que realizaron cosas difíciles por la fe. ¿Es la fe, para mí, algo más que un simple asentimiento intelectual a unas verdades? ¿A qué actos concretos me lleva? Todos los ejemplos que nos presenta la Epístola a los Hebreos son actos extremadamente humanos que pro­ceden ciertamente de Dios pero que han sido asumidos por gente de carne y hueso en unas situaciones precisas.

Gracias a la fe, sometieron reinos... He ahí el compromiso político. Muchos hombres de Fe encontraron, en el servicio de su pueblo o de su ciudad, la experiencia humana, en que se aplicó su Fe en Dios: Gedeón, Barac, Sansón, Jefté, Da­vid... y tantos otros.

Gracias a la fe, practicaron la justicia.... Recobraron sus fuerzas, después de la enfermedad... Mostraron su valentía en la guerra... Rechazaron los ejércitos extranjeros... ¡Los efectos de la Fe son varios! según las diversas voca­ciones. No tenemos que copiar a los demás, pero sí que cada uno de nosotros ha de vivir del dinamismo de la Fe en la propia situación.

Hubo mujeres que recobraron resucitados a sus hijos di­funtos. . Ese efecto milagroso hace resaltar por contraste los efec­tos precedentes. Efectivamente, la fe, aun cuando se apli­que a hechos más ordinarios, es siempre una «apuesta por

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lo imposible». «Si tuvierais Fe como un grano de mostaza, ¡diríais a este árbol que se plantase en el mar!» (Lucas, 17-6).

Otros fueron torturados y rehusaron la liberación. La Fe de los mártires es una de las más ejemplares. Da testimonio de Dios en el absoluto de un riesgo total. Permanecer fiel en la prueba, cuando todo se derrumba y ¡no queda más que Dios... solo! Cuando la Fe aporta seguridad, consolación, ventajas hu­manas, es muy ambigua. Mientras que la persecución, la prueba, la indigencia pueden ser ocasión de purificar la Fe.

Porque querían obtener algo mejor: la resurrección Efectivamente, éste es el núcleo de la Fe. «Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe» (I Corintios 15, 14)

Soportaron burlas y azotes, cadenas y cárceles... faltos de todo, oprimidos, maltratados... Cuando unas situaciones demasiado duras nos aplastan es útil pensar en la fe de los mártires... de antaño y de HOY.

De hecho, éste nuestro mundo no era digno de ellos. ¡Cuántas vidas, aparentemente inútiles, inmovilizadas, por ejemplo en la cama de un hospital, son, sin embargo, vidas de inmenso valor a los ojos de Dios, aun cuando el mundo habitualmente no sepa reconocerlo! Danos, Señor, esta Fe que permite superarlo todo, dar valor a todo.

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MARTES

Hebreos 12, 1-4

Por tanto, hermanos, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos de la fe... Sí, son miles y miles. El ateísmo está muy extendido HOY. Pero los «creyen­tes» de toda clase son incomparablemente más numero­sos. Pienso en tantos hombres y mujeres que«están bus­cando a Dios a tientas», en las diversas religiones del mundo. Pienso en todos aquellos que, desde milenios se han sentido seducidos por Dios, por lo «sagrado» y han sido capaces de sacrificarse a sí mismos para dirigirse ha­cia Otro. Pienso en los innumerables santos, conocidos y desconocidos, que se enamoraron de Ti, Señor, y te die­ron su vida entera. Todos ellos, dice el autor de la Epístola a los Hebreos, están en torno a nosotros, multitud innumerable que nos sostiene con sus alientos a la manera de los hinchas de un estadio. ¡Vivir con! Vivir con lo invisible. Con todos aquellos que han vivido su fe antes que noso­tros en condiciones a menudo parecidas a las nuestras

Sacudamos también nosotros todo lastre y en primer lugar el pecado que nos asedia y nos traba. Prosigue la imagen del estadio. Ellos, los santos, han ter­minado su carrera, nos miran y nos alientan. Su primer consejo es «sacudir el lastre», desembarazarnos de todo lo pesado e inútil. El pecado es un peso, una traba... que nos impide correr. Desembarazarse del pecado es ser más li­bre, más esbelto, es tomar el vuelo ágil y alegremente. Evoco mis propios pecados. Los siento como trabas. Ruego al Señor que rompa mis cadenas.

Y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús...

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El segundo consejo de nuestros hinchas es tener muy fijos los ojos en nuestro entrenador, el que corre delante de nosotros. Sí, Señor, quiero fijar en Tí mi mirada.

Fijos los ojos en Jesús, el que es origen y término de nuestra fe. Entre los testigos de la Fe que están a nuestro entorno, el primero de todos ellos es Cristo. El es quien «comienza» y «acaba» todos nuestros movimientos interiores hacia Dios. El menor de nuestros pensamientos dirigidos hacia Dios es suscitado en nosotros por el Espíritu de Jesús. (Gálatas 4-6). Jesús no es un ser lejano, distanciado, está en el corazón del mundo, en lo más profundo de mi vida, para animarla, desde el primer movimiento de la Fe, hasta su perfecta consumación. Jesús, modelo único de Hijo, suscita desde el interior to­das las verdaderas actitudes filiales de los hombres ante Dios.

El cual, renunciando al gozo que se le proponía, soportó la humillación de la cruz sin miedo a la ignominia y sentado a la diestra de Dios, reina con El. Fijar los ojos en Jesús es a menudo fijar los ojos en un crucifijo. Gesto físico y simbólico que no hay que descui­dar. A través de la cruz que retiene nuestra mirada y nuestro pensamiento, es preciso contemplar la actitud profunda de Jesús, su «aguante», su «humillación», su capacidad extraordinaria de «renunciar al gozo», por amor a nosotros y al Padre. La cruz es el símbolo mismo de la Fe y del Amor: la renuncia a sí mismo.

Meditad el ejemplo de aquel que soportó una tal hostilidad, para que no desfallezcáis faltos de ánimo.

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MIÉRCOLES

Hebreos 12, 4-7; 11-15

Hermanos, no habéis resistido todavía hasta llegar a la san­gre en vuestra lucha contra el pecado. De un punto de vista simplemente humano, la «resisten­cia», el «aguante» es uno de los valores más preciados: mantenerse contra todo, perseverar sin dejarse abatir por los obstáculos, continuar con firmeza y tenacidad la obra un día comenzada y maduramente pensada. Es lo que hizo Jesús «hasta derramar sangre». El sigue siendo el modelo supremo de valentía total, de firmeza y tenacidad hasta el fin. El hombre es capaz de amar sin que nada pueda detenerle. Gracias, Señor. Ayú­dame a resistir al mal con esa misma energía... tanto en mi vida personal como en mis compromisos al servicio de los demás.

Lo que «soportáis» os educa. Dios os trata como a hijos; y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? El autor hará aquí una exposición de tipo psicológico par­tiendo de la imagen del padre que corrige a su hijo para educarlo. La educación antigua no ponía los reparos actuales a los castigos corporales: «Quien escatima la vara odia a su hijo; quien le tiene amor, le castiga», decía la Escritura (Proverbios, 13-24). Así, la prueba que nos causa sufrimiento no tiene que intepretarse como una cierta «dureza» de Dios, sino como una forma más sublime de amor. Dios «nos trata como a hijos». La experiencia de los padres que aman de veras a sus hijos podrá aclararnos este punto: la madre sabe que a veces tiene que castigar a su hijo y que no lo amaría si fuera débil con él; pero ella participa del sufrimiento que impone sufriendo frecuentemente tanto o más que su pro­pio hijo.

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Cuando nos encontramos bajo el peso de la prueba, trate­mos de ver en ella una señal misteriosa del amor del Padre, y estemos seguros de que El nos acompaña porque nos ama.

Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa, pero luego produce fruto apacible de justicia y gozo a los ejercitados en ella. Es la segunda observación psicológica llena de fineza. Hay que ver más allá del instante presente. La mayor parte de las veces un hombre o una mujer adultos ya no consideran negativa la educación, algo severa, que reci­bieron. Las coacciones pasajeras se revelan a la larga be­neficiosas porque forjan él carácter y preparan mejor para la vida que las facilidades reiteradas. A esta misma luz tienen que ser interpretadas las situacio­nes penosas de nuestra vida. «Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables a la gloria que se ha de ma­nifestar en nosotros (Romanos 8,18).

Por tanto: «Levantad las manos caídas y las rodillas entu­mecidas. Enderezad y nivelad para la marcha los caminos tortuosos y pedregosos, para que el cojo no se descoyunte, sino que más bien se cure.» Siempre es una cuestión de valor y de vigor. Se trata de facilitar a los demás ese aguante necesario. Sería odioso poner dificultades en el camino de los demás con el pre­texto de que la prueba pueda resultarles beneficiosa. Los caminos de la tierra son ya de por sí lo bastante escabrosos para correr en ellos el riesgo de torcerse el pie: seamos pues de los que allanan las dificultades, no de los que las aumentan.

Procurad activamente la paz con todos... Que ninguna raíz amarga retoñe y os turbe y por ella llegue a envenenarse la comunidad. ¡No ser «veneno» par los demás!

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JUEVES

Hebreos 12, 18-24

Cuando habéis ido hacia Dios no os habéis acercado a nin­guna realidad sensible como el monte Sinaí, ni a un fuego ardiente, ni a oscuridad, tinieblas y tormentas, ni al estré­pito de la trompeta ni al clamor de las palabras pronuncia­das por aquella voz que suplicaron los que lo oyeron no se les hablara más. Tan espantoso era el espectáculo que el mismo Moisés dijo: «Espantado estoy y temblando.» A esos Hebreos, tentados de volver atrás, el autor les mostrará la superioridad de la nueva Fe cristiana. El Sinaí era el símbolo mismo del terror sagrado: los fenómenos espantosos habían reforzado una cierta idea de Dios, que es la de la mayoría de las religiones naturales. Un Dios terrible, un Dios que infunde miedo. ¡Los judíos pidieron entonces a Dios que callase! (Éxodo 20,19). El Dios revelado en Jesús es completamente dis­tinto.

Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión. Comparándolo al Sinaí, montaña alta y desértica, Sión es sólo una humilde colina que no puede amedrantar a nadie. ¿Sigo teniendo miedo de Dios aun después que se humilló hasta nosotros? (Filipenses 2,8; Hebreos 2,9.)

A la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celestial. En comparación al desierto, lugar de inseguridad y de so­ledad —el desierto del Sinaí es de los más terribles—, ...una villa rodeada de murallas, una ciudad, es el símbolo de la seguridad y de la vida en una comunidad. La Iglesia «ciudad de Dios vivo» es una comunidad fra­terna en la que se vive familiarmente con Dios. ¿Es así como veo yo a la Iglesia?

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Os habéis acercado a millares de ángeles reunidos en asam­blea festiva y a la reunión de los primogénitos cuyos nom­bres están inscritos en el cielo. El término «asamblea» traduce aquí el término griego «ec-clesia». ¿Es verdaderamente la Iglesia esa comunidad fes­tiva? Todo lo contrario del temor aterrador del Sinaí. ¿Tienen nuestras liturgias un carácter verdaderamente festivo? ¿Es mi religión la del Antiguo Testamento o la que Jesús nos enseñó? ¿Tengo yo la seguridad de que mi nombre está escrito en el cielo? Mi nombre escrito en el corazón del Padre. Jesús pedía a sus amigos que se alegraran de ello: «Alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo.» (Lucas 10,20.) ¡Cuan grande ha de ser nuestra confianza!

Os habéis acercado a Dios, juez universal y a los espíritus de los justos llegados ya a la perfección. El autor, naturalmente, quiere espiritualizar la esperanza de los cristianos. Nada hay material en todo esto. Es una Iglesia que se reúne no alrededor de una «montaña» ni siquiera de un «templo» sino en torno a Dios y a las «al­mas de los justos».

Y a Jesús, mediador de una nueva Alianza y a la aspersión de su sangre derramada por los hombres. La comunidad fraterna y confiada de los cristianos se reúne finalmente en asamblea festiva en torno a Jesús re­sucitado. Porque estamos seguros de ser amados, de estar salvados: derramó su sangre por nosotros.

Sangre que habla mas alto y mejor que la de Abel. ¡La sangre de Jesús habla! Nos comunica su amor infinito. Nos habla de la voluntad de Salvación de Dios. Y nos dice hasta donde Dios quiere llegar. Gracias.

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VIERNES

Hebreos 13, 1-8

El final de la Epístola a los Hebreos recomienda algunas actitudes morales muy prácticas. La Fe no es solamente intelectual: se traduce en conductas y compromisos con­cretos.

1 ° El amor fraterno. Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad. Acordaos de los presos... Acordaos de los que son maltratados, porque también vo­sotros tenéis un cuerpo. Hay que amar a los demás porque participamos de la misma condición humana y porque el sufrimiento de los otros puede ser algún día el nuestro. Hay que ponerse en el lugar del que sufre, y hacer por él lo que desearíamos que se nos hiciera en tal situación. Si ese principio elemental se viviera realmente, hallarían solución muchos problemas sociales.

2.° La castidad del matrimonio. Tened todos en gran ho­nor el matrimonio y no profanéis la unión conyugal, porque los desenfrenos y los adulterios serán juzgados por Dios. Santificados por Cristo y participantes ya del cielo, no podemos comportarnos, en la sexualidad, como los que no tienen esperanza y han limitado toda su vida aquí abajo.

3.° El desprendimiento de las riquezas. Sea vuestra con­ducta desinteresada, contentándoos con lo que cada uno tiene. Con esta tercera actitud concreta nos hallamos todavía en lo real más cotidiano. Efectivamente, nuestros exámenes de conciencia deberían incluir siempre estos tres puntos: —mis relaciones con los demás... —mi sexualidad... —mi actitud ante el dinero y las riquezas...

4.° El respeto a los jefes de la comunidad. Acordaos de

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vuestros dirigentes que os anunciaron la Palabra de Dios y, considerando el final de su vida, imitad su fe. Esos guías, maestros espirituales, son los representantes de Cristo entre nosotros: su «palabra» es un reflejo de la «Palabra de Dios». ¿No debería yo orar más a menudo por aquellos que tienen esta responsabilidad en la Iglesia?

Ayer como hoy, Jesucristo es el mismo y lo será siempre. Es preciso meditar detenidamente esta maravillosa fór­mula. El núcleo sólido de nuestra fe es Jesucristo inmuta­ble, el mismo «ayer y hoy» porque es eterno. Y tenemos necesidad de apoyarnos fuertemente en esta estabilidad. Pero esto no quiere decir que tenemos que considerar pri­vilegiadas las actitudes estereotipadas y falsamente con­servadoras, incluso en teología. La doctrina de la Fe se desarrolla en el curso de los años, como un «germen vivo», según anunció Jesús, desde «la pequeña simiente hasta ser un gran árbol». (Mateo 13, 31.) El 14 de octubre de 1962, en la solemne apertura del Con­cilio, el Papa Juan XXIII expresó perfectamente ese pro­blema permanente de la Iglesia. «En la actual situación de la sociedad, algunos no ven más que calamidades y ruinas; suelen decir que nuestra época ha empeorado profundamente con relación a los siglos pa­sados; éstos tales se comportan como si la Historia, maestra de vida, no tuviera nada que enseñarles y como si desde los concilios anteriores todo fuera perfecto en lo que concierne a la doctrina cristiana, las costumbres y la justa libertad de la Iglesia...El tesoro de la Fe no debemos so­lamente conservarlo, como si tan sólo nos preocupara el pasado, sino que tenemos que ponernos con decidida ale­gría al trabajo que exige nuestra época, prosiguiendo el camino por el que marcha la Iglesia desde veinte siglos.»

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SÁBADO

Hebreos 13, 15-21

Hermanos, ofrezcamos á Dios sin cesar por medio de Jesu­cristo un sacriñcio de alabanza. Toda la Epístola de los Hebreos nos ha mostrado que hay un solo sacerdote, Jesucristo. Se ha señalado a menudo que esta doctrina que tanto ha insistido sobre el «sacerdo­cio», no habla directamente del «sacerdocio ministerial». Sigue siendo verdad que Jesús instituyó a unos ministros, y que los sacerdotes han de conformarse al modelo único. No obstante la Epístola acaba hablando del sacerdocio común a todos los bautizados. Todos los cristianos son invitados a «ofrecer sin cesar un sacrificio de alabanza». No se trata pues del servicio cultual hecho en el santuario, sino del culto espiritual que consiste en ofrecer toda la vida, en el ámbito familiar, en el trabajo, en los ratos li­bres... Escuchemos este pasaje del Concilio Vaticano II: «Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, a su nuevo pueblo lo hizo reino y sacerdote para Dios, su Padre. Los bautizados son consagrados como mansión espiritual y sa­cerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios, y anuncien las ma­ravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admira­ble... Por ello, todos los discípulos de Cristo... han de ofrecerse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios, han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y a quien se la pidiere han de dar también razón de la espe­ranza que tienen en la vida eterna.» (Lumen Gentium n.° 10.) Ese texto esencial está lleno de citas de la Escritura: He­breos 5, 1-5; Apocalipsis 1,6; 5-9; 1 Pedro 2, 4-10; Roma­nos 12,1; I Pedro 3,15. Esto nos indica cuan tradicional es esta doctrina. Pero es muy poco conocida.

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Ofrezcamos a Dios un sacrificio de alabanza, es decir, el acto de fe, el tributo de labios que bendicen su nombre.. La primera manifestación de nuestro sacerdocio, el primer sacrificio que ofrecemos es nuestra «Fe», sacrificio de nuestra autonomía, de nuestro modo de pensar... para adoptar el punto de vista de Dios. Creer, vencer en nosotros las innumerables objeciones del agnosticismo que se nos presenta con las seducciones de la racionalidad y de la exactitud de la ciencia... aceptar el valiente riesgo de la Fe.. . es la primera ofrenda que hemos de hacer a Dios.

No os olvidéis de ser generosos y de ayudaros mutuamente. Esos son los sacrificios que agradan a Dios. La segunda manifestación de nuestro sacerdocio, el se­gundo sacrificio que ofrecemos es nuestra «Caridad»: amar, compartir, renunciarse a sí mismo... para adoptar el punto de vista de los demás. Así, toda nuestra vida será una ofrenda. El verdadero culto grato a Dios, no lo repetiremos nunca bastante, es nuestra vida cotidiana, llena de amor. En pri­mer lugar Dios espera de mi aquello que normalmente ocupa mis días: mi trabajo, mis obras habituales. ¿Lo hago con verdadero espíritu de «servicio a los demás», en «ge­nerosidad» y «participación»? Que el Dios de la Paz os disponga con toda clase de bienes para cumplir su voluntad. El querer divino: norma esencial de la conducta humana, fuente de paz y de felicidad.

Que se realice en nosotros lo que es agradable a sus ojos, por mediación de Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos.

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Quinta semana ordinaria

LUNES

Génesis I, 1-9

Durante dos semanas leeremos el libro del Génesis, con el que empieza la Biblia. No obstante ser un libro muy elabo­rado, su redacción fue bastante tardía: después del Exilio a Babilonia, aunque para su composición se utilizaron tra­diciones más antiguas. El autor no busca pues darnos unos datos científicos. Conserva en su memoria toda la historia de Israel y se esfuerza en releer los viejos mitos a la luz de las intervenciones divinas: se trata pues de unas páginas que bajo la «cobertura» de unos cuentos folklóricos, com­portan una enseñanza teológica de gran profundidad. He­mos de saber a la vez retener las imágenes y superarlas para alcanzar su significación esencial.

En el principio creó Dios los cielos y la tierra Estas palabras han sugerido a menudo la idea de que el «tiempo» empezó con la creación material. La pregunta: «¿qué había antes?» no tiene significado puesto que no había «antes» ya que el tiempo no había comenzado. Dios no está en el tiempo, sino en la eternidad, en la que no hay ni antes ni después. Para El, la creación es HOY. Es bueno y conveniente pensar que Dios no cesa de crear. Estoy en las manos creadoras de Dios.

La tierra era informe y vacía, las tinieblas cubrían el abismo y el Espíritu1 de Dios —como un viento— aleteaba por en­cima de las aguas. Así la primera victoria de Dios es una victoria sobre el «caos», sobre el desorden. Efectivamente, quienquiera que contemple la creación sin a-priori, sin prejuicios, des­cubrirá en ella una maravilla de organización inteligente: 1. N. del T. El término hebreo RUAJ significa a la vez viento y espíritu.

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todas las cosas guardan su proporción unas con otras y son las unas para las otras... el más ínfimo de los seres depende de los demás. Señor, quiero creer que tengo mi sitio en ese conjunto, que no soy fruto del azar, sino que Tú, en ese preciso mo­mento, me quieres en un punto de tu obra, para realizar allí algo que, en tu plan soy el único que debe asumir. Gracias. ¡Qué no sea yo infiel a ese plan!

¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Y Dios vio que la luz era buena. Dios, es también una victoria de la «luz» sobre las «tinie­blas». Yo soy la luz del mundo, dirá Jesús. Vosotros sois la luz del mundo, dirá a los cristianos. ¡La luz, primera criatura de Dios! Todo un símbolo. La noche es también buena, tranquila, ayuda al descanso. Pero da miedo y no puede remediarse a menos de trans­formarla en día por un alumbrado artificial. El día, en cambio es tranquilizador y permite toda clase de trabajos; el sol fomenta la vida: con la mañana, despierta la natura­leza y todo revive.

Las aguas... El mar... Las fuentes... Los ríos... Las plan­tas... Los árboles... Las flores... Las simientes... Los as­tros... El sol... La luna... Las estrellas... He ahí que después de la luz ¡surgen muchas otras mara­villas ! Me detengo a «saborear» cada una de esas realida­des y, en contrapartida, procuro imaginar lo que podría ser, por un imposible, un mundo carente de esas realida­des ; por ser solidarias todas las otras las echarían en falta. Todo lo que Dios hizo es bueno, útil y hermoso. Gracias, Señor. En ese gran todo, yo soy también bueno, útil y hermoso.

Y vio Dios que todo era bueno. Es la muletilla repetida en cada nueva creación. La revelación judeo-cristiana es resueltamente optimista. El pecado mismo no ha destruido esa bondad fundamental de todos los seres tal cual salieron de las manos de Dios.

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MARTES Génesis 1, 20 a 2, 4

Profusión de seres vivientes... Grandes monstruos mari­nos... Ganado, bichos y animales salvajes... Dios los bendijo diciendo: «Sed fecundos y multiplicaos.» Dios bendice los animales vivos y la bendición que reciben es para desarrollo y expansión de su «vida». Vivir. Senci­llamente «vivir». Es un don del amor de Dios. Los antiguos tenían ya el presentimiento de ello. La cien­cia moderna, a pesar de todas sus conquistas, no ha lo­grado aún comprender exactamente lo que es la vida. Es una maravilla misteriosa de organización compleja y deli­cada. La vida ¿estaría destinada a desaparecer? El obje­tivo de Dios ¿será la muerte de todos los seres vivos? El autor sagrado tratará de responder a esta pregunta capital en el segundo capítulo del Génesis que leeremos estos días.

Dios dijo: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y seme­janza.» Gracias a la radio-astronomía se conocen hoy partículas de materia alejadas de nosotros millones de años-luz. Desde el punto de vista de la ciencia, la tierra no ocupa, en modo alguno, un lugar privilegiado. No es más que un ínfimo gramo de polvo. Y la afirmación bíblica de que el hombre es la cumbre o el centro del mundo ¡podrá haceros sonreír! Sin embargo, como dice Pascal, parece que el hombre es el único ser que «conoce» ese cosmos, millares de veces mayor y más fuerte que él y que lo aplasta. Pri­vilegio único: de todas las cosas creadas, sólo el hombre es llamado «imagen de Dios». La faz del Dios invisible se halla sobre el frágil rostro del hombre. ¿Qué quiere decir esa fórmula esencial: Imagen de Dios? 1. El hombre y la mujer, en primer lugar en el diseño mismo de su cuerpo ¿serán imágenes de Dios? Sí, el tér-

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mino hebreo «imagen» evoca la «belleza», el «modelo» sobre el cual se esculpe una estatua.

-2. ¿La «pareja» es imagen de Dios? como lo sugiere la siguiente aproximación al texto sagrado: «a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó.» Como Dios es Amor, el hombre es amor, capacidad de «relaciones», de «comunión interpersonal». 3. Pero, según la Biblia, el hombre es ante todo «imagen de Dios» por su autoridad sobre el universo, por su inteli­gencia creadora, a semejanza de la inteligencia de Dios, por lo que es capaz de dominar la naturaleza y de trans­formarla.

«Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla. Mandad en los peces, en las aves y en todo animal... Os doy toda planta y todo árbol... En efecto, desde que el hombre apareció sobre la tierra, ésta cambió de aspecto: el hombre puso su impronta sobre ella y la «humanizó». La creación ha sido dada inacabada al hombre. El Salmo 8 se maravilla de esta responsabili­dad. «Cuando contemplo los cielos, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes? ¡Tú le hiciste casi un dios: le coronaste de gloria y majestad; le diste el señorío sobre todas las obras de tus manos; todo lo pusiste bajo sus pies!» El hombre «rey del universo», «dios del universo», «lu­garteniente de Dios», «que ocupa el lugar de Dios». Pro­crear hijos. Crear una obra de arte. Contribuir a que crezca el trigo o el arroz. Construir un aparato fotográfico o un ordenador. Edificar ciudades. Animar una aldea o una asociación. Planificar la economía. Humanizar la na­turaleza. Dios confió todo esto al quehacer del hombre, su obra maestra. ¿Somos HOY capaces de hacer todo esto sin estropear la naturaleza? Evoquemos todos los problemas actuales de la ecología, del medio ambiente. ¿Cómo puedo HOY participar en ese oficio o quehacer que he recibido de Dios?

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MIÉRCOLES

Génesis 2, 4-9; 15-17

El Génesis contiene dos presentaciones muy diferentes de la creación; las páginas que leeremos ahora se escribieron en los tiempos de Salomón, en un momento en que los «sabios» recogían las tradiciones «sapienciales» de los pueblos de alrededor. El proverbio era el género literario preferido entonces; lo eran también el enigma, el «mas-hall», la parábola: se trata de descubrir el sentido de un relato simbólico para hallar en él una «sapiencia de vida»... Así los «cuentos africanos» que narran los «griols», de generación en generación, son portadores de toda una filosofía de la existencia. Esos textos se tienen que leer pues en esa disposición de ánimo: no son libros de «historia» ni libros de «ciencia». No busquemos en ellos «cómo» fue creado el hombre, ni «cómo» pecó. Busque­mos el «sentido» mismo de nuestra existencia y la res­puesta a los «por qué» más esenciales que se plantea todo hombre.

1.° El hombre es a la vez «grande» y «frágil»; «el Señor formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida...» No es una afirmación científica. Es una reflexión «sapien­cial». En hebreo el término «adamah» significa el suelo. Y el término «adam» significa hombre. Esto lleva al relator a hacer un juego de palabras muy profundo: el hombre es el «terroso», la estatua de barro que volverá al polvo del suelo. Todo un símbolo de lo efímero, de la fragilidad. El «sabio» nos dice graciosamente con un cierto guiño: con­fía en mi experiencia, no te pases de listo, oh hombre... ¡sabes muy bien que no eres gran cosa! Y sin embargo el hombre experimenta también su gran­deza. El sacerdote que escribió el relato precedente ha­blaba de hombre «creado a imagen de Dios». El relator que escribe este capítulo nos dice, más concretamente,

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que ¡Dios insufló su propio aliento en la nariz!». Sigue siendo como un guiño: descubrid el sentido, nos dice, id más allá de lo que relato... Confiad en mi experiencia: hay algo divino en el hombre, su vida es una partícula del soplo divino, su espíritu es una chispa del fuego de Dios. ¿Pen­sáis que esto pueda desaparecer algún día?

2.° El hombre, por su «trabajo», es responsable de la crea­ción: «El Señor plantó un jardín en Edén, al Oriente, donde colocó al hombre para que trabajase la tierra.» Nos lo había narrado ya el primer relato, de modo más abstracto: dominad la tierra y sometedla. Es toda una filo­sofía del trabajo, expresada sencillamente, a partir de la civilización «rural» que era la de la época: labrar, sem­brar, podar, regar, cosechar, cocer, comer... actos huma­nos esenciales. Pero hoy también hay que: dominar el átomo, construir máquinas que faciliten el trabajo hu­mano, hallar nuevas fuentes de energía, dominar la cien­cia, desarrollar la instrucción, mejorar las condiciones de trabajo y la calidad de la vida... actos humanos esenciales, sugeridos por el viejo sabio, cuando nos habla del hombre «agri-cultor», que cultiva el agro —la tierra—, que trans­forma la maleza en campo cultivado.

3.° El hombre permanece «dependiendo» de Dios: «En me­dio del jardín había el árbol de la vida y el árbol del conoci­miento del bien y del mal... Puedes comer de todos los ár­boles... Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal»... El hombre «no lo sabe todo». El hombre no puede hacer «todo lo que se le ocurra». Hay una «ley» objetiva que le ha sido dada por Dios: el bien... el mal... existen. Indirectamente, con mucha agudeza, el relator nos dice: no os fiéis... podéis perjudicaros sin saberlo... no todo es bueno para comer. Según lo que comáis, podéis envenena­ros. Según lo que hagáis, podéis destruiros. Transformar la naturaleza implica también respetarla. No sois dueños absolutos: dependéis de Dios.

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JUEVES

Génesis 2, 18-25

La página de hoy, siempre a través de imágenes ingenio­sas, nos sugerirá toda una «sabiduría» sobre la pareja y la sexualidad.

No es bueno que el hombre esté solo. Voy a darle una ayuda adecuada. Las filosofías y las sociologías no llegarán nunca al fondo de esa afirmación: el hombre es un «ser relacional»... su personalidad misma no se construye más que a partir del «otro», de la «sociedad», del grupo, del ambiente, del clan, de la familia. Es prácticamente imposible vivir solo. La soledad es un sufrimiento. Ante todo la pareja debería ser: un lugar de comunicación, de diálogo... el primer lugar de encuentro con «el otro», diferente de sí. Pero este otro, este frente a frente, diferente de uno es también «uno como yo», en una igualdad profunda.

El hombre puso nombre a todos los animales. Gesto de posesión, de dominio: importancia del lenguaje. Primer esbozo de la ciencia, que analiza, mide, compara y da nombre a todo.

Mas para él, no encontró una ayuda adecuada. Que no nos engañe la aparente ingenuidad de ese relato del sabio. En medio de un mundo que no cesa de despreciar a la «mujer», el relator afirmará fuertemente que la mujer, aunque diferente, es la igual al hombre.

El Señor Dios hizo caer al hombre en un sueño profundo, le sacó una de sus costillas, formó de ella una mujer y la llevó ante el hombre. Este dijo entonces: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Será llamada «mujer» —ishshah en hebreo. Hay ahí un «juego de palabras» que no deja de tener gra-

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cia: «hombre» es «ish» y «mujer» es «ishshah»... es sen­cillamente ¡la forma femenina del término hombre! Todo ello pone de relieve la similitud de los dos seres comple­mentarios. ¿Podemos ahora adivinar el otro «guiño» de ese texto? El hombre había sido sacado de la «tierra», ¡era una obra tosca! La mujer es más delicada, es como un sutil refinamiento de la carne del varón. Una cierta superioridad del material de origen. Y... vayamos más lejos. La atracción de los seres, tan vehemente, tan misteriosa es presentada por el sabio como el deseo de reunir lo que procede del mismo origen.

Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y los dos serán uno solo. ¡Uno solo! Es el deseo de todo amor: no formar más que uno ¡si esto fuera verdad! Qué difícil es, parece decirnos el sabio. Pero es posible, porque uno procede del otro y porque habéis sido creados para no «formar más que uno». La vida sexual, lejos de ser un tabú, una prohibición, algo vergonzoso, es presentado aquí como una creación de Dios. La inclinación del varón por la mujer y de ésta por el varón, son queridos por Dios. La vida conyugal es una realidad tan fuerte y tan natural que llega a romper el primer vínculo, el de hijo con sus padres, para crear otro, más importante que los del parentesco: «el hombre dejará a su padre y a su madre». De ahí sacará Jesús la conclusión de que el amor ha de ser fiel: «no separe el hombre lo que Dios ha unido».

Estaban ambos desnudos y no se avergonzaban uno del otro. Inocencia, bondad radical de la sexualidad. Lección esen­cial para ser recibida hoy como ayer.

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VIERNES

Génesis 3, 1-8

La página de hoy quiere contestar esas graves preguntas: ¿de dónde procede el mal? ¿Por qué el hombre es malo a veces? ¿Por qué es penoso el trabajo? ¿Por qué la muerte?

La serpiente era el más astuto de todos los animales. El término serpiente es «arum» en hebreo. El término mismo es simbólico porque también significa «astuto» y «desnudo». La serpiente es a la vez temible porque ataca por sorpresa, pero está desnudo, desarmado, sin capara­zón, ¡nada protege su piel! Hemos de dar muestra de tener inteligencia para captar la sutileza del relato. En el Anti­guo Oriente se adoraban las serpientes. La Biblia las des­mitifica y las considera símbolo del «Adversario» del hombre y de Dios. A través de imágenes concretas el sabio nos previene de los mecanismos del mal que se infiltra en nosotros. Si somos perspicaces descubriremos la fina psi­cología de la tentación y eso nos ayudará a ser prudentes y saber vencerla. Sed más astutos que la misma «astucia», parece sugerirnos el narrador.

«¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?» Esas primeras palabras contienen ya toda la maniobra. Dios no ha prohibido comer de todos los árboles. Por el contrario los ha dispuesto todos para que el hombre co­miera de ellos. Pero el tentador, olvidando ese «don» fa­buloso, concentra. toda su atención en lo único «prohi­bido»: Así Dios, en lugar de ser «el que ama y lo da todo al hombre» es presentado como «el que traba, el que prohibe ciertas cosas al hombre».

«¡De ninguna manera moriréis! Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal.» La astuta «serpiente» sugiere que Dios tiene celos. Dios

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quiere impedir que seáis felices, sabios como El. Dios quiere retener para sí sólo, su propia naturaleza. Es patente a qué profundidad se sitúa este relato aparen­temente infantil: la raíz del pecado no es simplemente la desobediencia a Dios, es una deformación de la imagen misma de Dios. Es una «anti-fe», un «anti-Dios» un «con­tramensaje»: ¿os imaginabais que Dios era superior a vo­sotros, teníais miedo de él y de sus prohibiciones? Ved, en cambio, como está buscando sus intereses. ¡El es quien tiene miedo de vosotros! Toda la revelación, que se irá desarrollando a través de la Biblia y del Evangelio, será el desenvolvimiento de ese pensamiento teológico admirable: es gran verdad que el hombre esta destinado a «compartir la naturaleza divina» (II Pedro 1,4)... es gran verdad que el proyecto de Dios es «dar al hombre la vida eterna»... Es gran verdad que la Encarnación de Dios en la carne es el medio para ello... Pero todo esto es un «don gratuito» de Dios y no una conquista orgullosa del hombre. Así, lo contrario del pecado es la «fe». Se trata de resta­blecer para el hombre la relación falseada y rota. Se trata de restablecer la confianza. Es preciso «corresponder» a lo que Dios quiere para nosotros. Hay que aceptar reci­birlo todo de El: la fe es esto.

La mujer tomó de su fruto y comió y dio también a su marido, que igualmente comió. Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban «desnudos». ¡Oh desencanto! Están ahora «desnudos» como la ser­piente... lo estaban ya antes, pero ahora lo saben: son frágiles, indefensos. ¿De dónde procede el mal? De la fragilidad humana. El hombre no es Dios. Sólo Dios es perfecto. Todas las cosas creadas son sólo creaturas. ¿De dónde procede el mal? De un Adversario hábil. Este texto sugiere que el hombre es juguete de «fuerzas que le sobrepasan». Satán, el diablo... viene a añadirse a la fragi­lidad de la libertad humana.

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SÁBADO

Génesis 3, 9-24

La página de hoy, bajo una apariencia ingenua, es de una sorprendente profundidad filosófica y teológica: nunca se ha añadido nada más sobre la «condición humana».

1.° El hombre, hecho para la «relación con Dios», destruye esta armonía por su pecado. Dios nos ha sido presentado como buen «Padre» que se paseaba por el jardín a la hora de la «brisa de la tarde», para hablar con sus hijos. Y de ahí que todo se ha roto: «El hombre tiene miedo de Dios y se esconde.» Estas sencillas palabras dejan entrever todas nuestras dificultades para encontrar a Dios: la oración que aburre y que se aban­dona... Y Dios «expulsa al hombre del jardín»: efectiva­mente ¡cuan lejos y ausente nos parece Dios!

2.° El hombre, hecho para la «relación con su semejante», destruye todo esto por su pecado. El «semejante» del hombre, nos ha sido presentado como «el hueso de sus huesos y la carne de su carne». Una explosión de alegría había acompañado a la presentación de la mujer a Adán. Y he ahí que ahora, rota la relación «con Dios», las otras relaciones se rompen también: acusa a su mujer. ¡Oh villano! «La mujer que me diste por com­pañera, me dio del árbol y comí». ¡Primera reyerta conyu­gal! Primer conflicto en la humanidad naciente. Detrás de esas palabras entrevemos las luchas, las iras, los golpes, las guerras, las violencias de toda clase. Y si los padres, Adán y Eva están desunidos, sus hijos, Caín y Abel, irán más lejos, hasta el derramamiento de sangre.

3.° El hombre, hecho para la «armonía de su ser» se siente dividido en su mismo interior. Adán y Eva nos han sido presentados como seres inocen­tes en los que el cuerpo y el alma estaban en perfecta

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armonía: estaban desnudos y no se avergonzaban de ello. Ahora se sienten obligados a vestirse... sus malos deseos son decididamente demasiado fuertes: sus cuerpos son di­fíciles de dominar, los instintos violentos se despiertan. Detrás de estas palabras entrevemos todas las tendencias aberrantes que el cuerpo provoca: orgías, alcoholismo, droga, sexualidad mal controlada.

4.° El hombre, hecho para la «relación con la naturaleza», queda duramente sometido a ella. Adán y Eva habían sido colocados en un medio ambiente feliz, un «jardín» bien regado con árboles llenos de buenas frutas para alimento. Incluso los animales eran sus ami­gos... y la serpiente hablaba discretamente. Quiere decir­nos que de ahora en adelante todo será diferente. El hombre queda marcado por su trabajo esencial, su ofi­cio, y el sudor es el signo del esfuerzo a hacer para «ganar su vida». ¡Espinas y cardos crecen con mayor facilidad que el trigo! La mujer queda marcada por su trabajo esencial, dar a luz a sus hijos: «tus embarazos serán penosos y darás a luz a tus hijos con dolor». Detrás de estas palabras, entrevemos las dificultades de la educación, los distintos sufrimientos que tejen la vida familiar. Y al fin, ¡la muerte! La inexplicable muerte. ¿Por qué muere el hombre? Se podría contestar: «porque el hombre no es Dios», por­que es «criatura» por lo tanto, es «fragilidad». Y esta es una primera razón natural. Pero el autor añade una se­gunda razón: el hombre es pecador, y la muerte adquiere así un carácter suplementario de pena.

Pondré enemistad entre ti y la mujer: su descendencia te pisará la cabeza. Esto fue dicho solemnemente por Dios a la «serpiente» al Mal personificado. Así, toda esa destrucción que el pecado opera en la armo­nía divina, no tendrá la última palabra: desde el principio se anuncia una victoria, una salvación, una redención.

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Sexta semana ordinaria

LUNES

Génesis 4, 1-15; 25

El episodio de Caín matando a su hermano Abel forma parte del fondo común de la cultura occidental. En esta página, como en los once primeros capítulos del Génesis, recordémoslo una vez más no hay que buscar «hechos históricos». Los primeros hombres vivieron hace ya más de centenas de miles de años: no es pues cuestión de que nos dejaran vestigios de «lo que pasó en aquella época». En cambio esas páginas bíblicas son un verdadero com­pendio de «sabiduría» humana y nos revelan aspectos sor­prendentes sobre Dios que hay que saber acoger, aunque de momento puedan chocarnos.

Abel fue pastor de ovejas... Caín fue labrador... Dos modelos diferentes de civilización: el pastor nómada y el propietario agricultor.

Caín hizo al Señor una oblación de los frutos del suelo. Abel hizo oblación de los primogénitos de su rebaño, con los tro­zos de carne mejores. El Señor miró propicio a Abel y su ofrenda, más no miró propicio a Caín ni a su ofrenda. En esta diferencia de trato puede verse una elección prefe­rente del autor humano que esto escribe: prefiere la vida nómada. No hay que «instalarse», sino estar siempre en

. marcha. Si esto no es forzosamente verdad en el plano de las civilizaciones y de las culturas, resulta siempre verda­dero en el plano espiritual: una cierta inseguridad puede favorecer a la fe «el pan nuestro de cada día dánosle hoy». «Vete de tu país a la tierra que Yo te mostraré...», «felices los pobres...» ¡hay unas constantes en la Biblia! Ayúda­nos, Señor, a confiar en Ti y no demasiado en nuestras seguridades, propiedades, y riquezas.

El Señor dijo a Caín: «¿Por qué andas irritado y abatido?...

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Si obras bien podrás alzar el rostro. Mas si obras mal, el pecado acecha a tu puerta: pero puedes dominarlo.» Dios afirma que es «libre» en sus elecciones. Será éste un tema habitual en toda la Biblia. Con frecuencia se ha dado a ese texto una explicación fácil al decir que Caín ofrecía malos productos de sus tierras y Abel, los mejores ejem­plares de sus ganados. El texto no dice esto. Solamente habla de la libertad de Dios que elige «a quien quiere». Esto nos choca. ¿Por qué yo? ¿por qué él o ella? Pero no basta recurrir a una especie de «juegos malaba­res» para eliminar esa cuestión irritante de la «selección» universal: ¿por qué ciertas plantas, ciertos animales son más fuertes que otros? ¿por qué algunos están mejor dota­dos, tienen mejor salud? ¿porqué tienen aparentemente más suerte? El autor del relato, muy sencillamente pone toda esta cuestión en la cuenta de Dios, ¡que da preferen­cia a quien quiere! Pero prestemos atención a su fórmula sorprendente: «si obras bien, si obras mal...»; afirmación de la libertad del hombre que subsiste ante esas aparentes desigualdades. Jesús, en la parábola de los «talentos», dará al que ha recibido «Un» talento, tanta responsabilidad como al que recibió «diez». Otra fórmula admirable: «El pecado ace­cha a tu puerta, pero puedes dominarlo». La desigualdad física no es un handicap fatal: se puede resistir al mal.

«¿Dónde está tu hermano Abel?» —«No sé. ¿Soy acaso el guarda de mi hermano?» —«La voz de la sangre de tu her­mano clama a mí desde el suelo.» Diálogo conmovedor. Dios se pone de parte de las vícti­mas. La sangre derramada es una voz que clama a Dios y que Dios escucha. Toda violencia, sobre todo la que in­flige sufrimiento a un débil indefenso, es inhumana y con­denada por Dios.

El Señor puso una señal a Caín para que nadie que le en­contrase le atacara. ¡Incluso Caín, el criminal, merece que se respete su vida! ¡Esto tiene mucho alcance!

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MARTES

Génesis 6, 5-8; 7, 1-5; 10

El Señor vio que la maldad del hombre cundía en la tierra y que su corazón ideaba sólo malos pensamientos de continuo. Al Segpr le pesó de haber hecho al hombre en la tierra y se dolió en su corazón. Cuando el hombre daña a los demás o a sí mismo, ¡daña también a Dios! ¿Cuándo dejaremos de tener de Dios la idea de un ser petrificado e insensible? Ciertamente es preciso emplear aquí un lenguaje antropomórfico; pero ese modo de hablar que presta a Dios unas reacciones huma­nas, no deja de tener una profunda significación. Toda la revelación nos presenta a un Dios sensible a los sufri­mientos humanos. El mal no le deja indiferente. Existe una incompatibilidad absoluta entre Dios y la maldad, en­tre Dios y la injusticia, entre Dios y la opresión, e t c . . Toda la moral auténtica se basa en esta convicción que los comportamientos del hombre no son indiferentes, sino que van hasta comprometer a Dios: Dios quiere el bien y la felicidad... Dios va contra el mal y la desgracia... Al enviar a su Hijo para la salvación del mundo, Dios es fiel a sí mismo. Nos es un bien contemplar a «Dios dolido» por el mal que los hombres continúan haciendo hoy ¡como en tiempo del diluvio! Esto puede comprometernos a fondo a combatir con El enérgicamente.

Pero Noé halló gracia a los ojos de Dios: «Tú eres el único justo que he visto en esta generación.» Jesús, el único verdadero justo, será también quien sal­vará la raza humana de la perdición total. Importancia de nuestras solidaridades interiores: todo hombre que «se» eleva, «eleva el mundo». Todo verda­dero acto de justicia, de santidad, de amor, contribuye a la salvación de la humanidad.

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Entra en el arca, tú y tu familia, con siete animales de cada especie. En todos esos detalles es patente la inverosimilitud de este relato, si se persiste en querer tomarlo en sentido literal. Sin embargo, su significación simbólica es, en cambio profundamente verdadera: el hombre es quien salva la naturaleza o la pierde. El único verdadero mal es el mal culpable: el que el hombre hace. De otra parte, esta «arca de salvación», este barco de salvamento, lleno de seres vivos tan dispares, es una ima­gen de la Iglesia. Porque finalmente, Dios no quiere des­truir, sino salvar. El mal no tendrá la última palabra, sigue repitiéndonos la Biblia. Jesús, «Dios salva», se vislumbra en el horizonte del diluvio universal, como salvador uni­versal.

Dentro de siete días haré llover sobre la tierra durante cua­renta días y cuarenta noches y exterminaré de sobre la haz del suelo todos los seres que hiciere. Simbolismo del agua que destruye. El gran naufragio. El Mar Rojo que engulle a los opresores, cuando salen de Egipto los israelitas. El bautismo que «engulle» nuestros pecados con la muerte de Jesús. Sería conveniente que de vez en cuando recordáramos que nuestro bautismo posee su sentido simbólico y real de un gran combate de Dios contra el mal: seamos conscientes del precio que Jesús pagó, del bautismo de sangre en el que fue sumergido. Nuestra vida de bautizados no puede ser una vida tranquila, como si el mal no existiera.

Noé ejecutó todo lo que el Señor le había mandado. Verdaderamente, Dios es el que salva. El hombre parti­cipa en ello por su libertad y su cooperación. Tu voluntad, Señor, es una voluntad de salvación. Tú quieres la vida. Y el verdadero diluvio es el mal capaz de destruir todo a su paso. Ayúdanos, Señor, a cooperar en tu proyecto. Haz que seamos «salvadores» contigo.

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MIÉRCOLES

Génesis 8, 6-13; 20-22

Los relatos babilónicos que narran diluvios están llenos de reyertas de los dioses. Al aprovechar esas viejas narracio­nes el autor sagrado tuvo buen cuidado de eliminar el po­liteísmo y de introducir su Fe en el Dios único, en el autor de la Alianza. ¿Somos hoy nosotros capaces de asimilar la cultura de nuestro tiempo para despojarla de sus errores, y utilizar de nuevo su lenguaje y sus estructuras a fin de proclamar la Fe?

Al cabo de cuarenta días abrió Noé la ventana y soltó al cuervo. Después soltó a la paloma para ver si habían men­guado ya las aguas de la superficie terrestre. En el relato babilónico encontramos exactamente los mismos detalles concretos, prueba evidente de su paren­tesco literario.

La paloma regresó al atardecer y he ahí que traía en el pico un ramo verde de olivo. No debemos aferramos a esas imágenes, pero sí podemos confesar que no les falta poesía. La paloma, con su ramito de olivo ha pasado a ser el símbolo de la paz. Esos relatos, de tradición oral primeramente son muy fáciles de recor­dar. Cuando se ha oído contar una sola vez, quedan gra­bados en la memoria para siempre. Sería lástima despre­ciarlos apelando a no sé qué purismo. Es preciso empero incluso tratando con los niños, no quedarse en el plano material sino, sin quitarles encanto, saber poner en evi­dencia las lecciones que de dichos relatos se siguen. ¡La paz! ¿Soy un hombre de paz?

Noé construyó un altar al Señor y ofreció holocaustos. El primer gesto de este «salvado» es «ofrecer un sacrificio de acción de gracias». Tú eres, Señor, quien nos ha libe­rado. Gracias, Señor. ¿Es mi vida lo suficientemente «eu-carística»? ¿Tengo el sentido de la alabanza a Dios?

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El Señor aspiró el agradable aroma... Imagen sacada también del lenguaje pagano de Babilonia: los dioses están contentos «como moscas atraídas por el buen olor de los guisados». El autor sagrado retuvo sólo el beneplácito que Dios otorga a la acción de gracias de Noé. Efectivamente, nuestra alabanza agrada a Dios. Decir «gracias» a los que amamos.

Díjose a Sí mismo: «Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón hu­mano son malas desde su niñez...» El diluvio ha sido copiado de los cuentos babilonios, úni­camente para insertar en él ese final optimista y esta reve­lación sobre el verdadero Dios: A Dios no le agrada casti­gar. .. A Dios no le agrada imponerse por la fuerza... prefe­rirá enviar a su Hijo para salvar al hombre pecador antes que volver a castigarle. ¿Por qué esa misericordia? Porque Dios «conoce el corazón del hombre». Conoce mejor que nosotros nuestra debilidad congénita, diríamos hoy. La Biblia expone con esto una observación realista que no deberíamos olvidar: «desde su niñez», ¡antes in­cluso de ser culpable, el hombre obra el mal! Cuando un niño obra mal, no es «maldición» lo que necesita, sino «amor». Nunca más volveré a maldecir al hombre, dice Dios, lo amaré más todavía.

No volveré a herir a todo ser viviente como lo he hecho. Mientras dure la tierra, sementera y siega, fríos y calor, verano e invierno, día y noche ¡no cesarán! De nuevo una admirable revelación sobre Dios. El verda­dero Dios no es un ser caprichoso. Por lo contrario crea un universo con leyes estables, con las que el hombre puede contar. Gracias a esta estabilidad de las reacciones y de los fenómenos naturales, el hombre ha podido fundar la ciencia, la técnica, el mejoramiento de su vida. La crea­ción tiene una verdadera autonomía, dada por Dios, que permite al hombre ser el «socio» de Dios.

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JUEVES

Génesis 9, 1-13

Dios bendijo a Noé y a sus hijos y les dijo: «Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra... Todo lo que se mueve y tiene vida os servirá de alimento: Todo os lo doy.» Evidentemente, esto es la reanudación del proyecto inicial de Dios respecto a Adán. La diferencia está en que esta nueva bendición sucede al pecado de la humanidad: por lo tanto, más allá del pecado, Dios conserva su amor por sus criaturas. Repitamos, una vez más, que, desde el punto de vista de Dios, el mal no es una fatalidad indudable y definitiva: el más gran pecador conserva todas sus oportunidades... el hijo pródigo puede rehacer su vida, el bandolero conde­nado a muerte y crucificado junto a Jesús puede entrar en el paraíso. La buena nueva del evangelio aflora ya desde las primeras páginas del Antiguo Testamento.

Todo os lo doy... ¿A quién van dirigidas estas palabras? Notemos que toda­vía estamos en el inicio de la humanidad. La elección de un pueblo particular, Israel, tendrá lugar mucho más tarde con Abraham, Jacob, Moisés. La bendición de Dios a Noé y a su descendecia es pues una bendición «universal», destinada a todos los hombres, sin excepción alguna: la vida es el primer don de Dios. Los que no forman parte visiblemente del «pueblo elegido» de la Iglesia HOY se hallan lo mismo que los demás, bajo el impulso de ese amor de Dios: ¡todo os lo doy! Dios ofrece a todos los hombres: 1.° Una «bendición»: «Sed fecundos; os lo doy todo...» 2.° Una «ley única»: «Respetaos los unos a los otros: pediré cuenta de la sangre de cada uno de vosotros...» 3.° Una «alianza»: no estoy en «contra» de vosotros, sino «con» vosotros.

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Sólo dejaréis de comer la carne con su alma, es decir con su sangre. Os prometo reclamar vuestra propia sangre... A cada uno de los hombres reclamaré el alma humana. Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque Dios creó al hombre a su imagen. Una sola «ley» ha sido dada a la humanidad entera: el respeto a la vida, simbolizado por el respeto a la sangre. En diversas religiones la carne se come siempre sin su sangre. Cada vez que un judío cumple ese rito de la carne-«Kascher», recuerda casi cotidianamente esa ley univer­sal de respeto a la «vida». Notemos el motivo dado por la Biblia: el respeto a todo hombre se funda en que es «ima­gen de Dios». Lo que hacéis al más pequeño de los míos, a Mí lo hacéis, dirá Jesús.

He aquí que Yo establezco mi alianza con vosotros, con todos vuestros descendientes y con todos los seres vivos que os acompañan... Esta es la señal de la alianza que pongo entre Yo y vosotros y todas las generaciones futuras: pongo mi arco iris en medio de las nubes, para que sea señal de la alianza entre Dios y la tierra. La alianza universal. En el diluvio Dios pareció estar en «contra» del hombre: desencadenó sus armas, los cataclismos naturales. Afirma ahora solemnemente que ha decidido no volver a estar jamás en «contra» del hombre, sino «con» el hom­bre, su aliado para siempre. Para los semitas los fenómenos metereológicos eran sig­nos de Dios: todo lo que pasaba «en el cielo» pertenecía precisamente a ese dominio divino sobre el cual el hombre no tiene poder alguno. Los astros eran los ejércitos de Dios. El viento y el huracán, sus mensajeros. La tempes­tad, la ejecutora de sus órdenes. El trueno, su voz. El relámpago, su flecha temible. Ese Dios «guerrero» cuelga de nuevo su «arco» en el muro y promete no volver a usarlo jamás: vivamos unidos, seamos aliados de ahora en adelante.

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VIERNES

Génesis 11, 1-9

Todo el mundo era de un mismo lenguaje e idénticas pala­bras. La página de la torre de Babel, como todas las páginas de los once primeros capítulos del Génesis en sentido estricto no es historia. Pero ¡qué sorprendente página profética! ¡Qué profunda visión de la humanidad! a nivel de símbo­los, naturalmente. Página de constante actualidad: Babel es HOY... es la historia de nuestro mundo contemporáneo. Más que nunca conocemos los dificultosos problemas del «len­guaje»: ¡comunicar, hacerse comprender! Ni siquiera basta ya hablar la misma lengua para poder dialogar. Entre clases sociales diferentes es difícil entenderse. Entre pa­dres e hijos, de una generación a otra, la incomprensión se insinúa y acaba instalándose. Entre esposos, entre cole­gas, ciertossilencios que comienzan y duran, con signo de que no se tiene ya nada que decir, que para nada serviría hablarse, que se es incapaz de comprender... como si se viviera en dos universos diferentes. Entre miembros de una misma Iglesia, la corriente fraterna no circula... como si se perteneciera a Iglesias diferentes. ¿De dónde procede ese trágico mal entendido?

«Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre cuya cús­pide alcance los cielos. Trabajaremos para hacernos famo­sos...» ¡El orgullo! simbolizado por la desmesura. Conquistar el cielo. Con otra forma, se trata del mito de Prometeo. Es siempre el mismo sueño de «hacerse dios», de «prescindir de Dios». ¿Cuáles son mis formas personales de orgullo que blo­quean la comunicación con mis semejantes? ¿que suscitan su agresividad consciente o inconsciente?

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Bajó el Señor a ver la ciudad y la torre que habían edificado los hombres. Hay un cierto «humor» malicioso en esta frase. Los hom­bres, esos taimados, creyeron alcanzar el cielo... Pero Dios, cuando quiso ver de cerca su «maravilla» ¡se vio obligado a «bajar»! ¿Eso es todo? ¿No es más que esto? parece decir el «sabio». Vamos, a pesar de vuestras pre­tensiones haceos conscientes de vuestra pequenez.

¡Pues bien! bajemos, confundamos su lenguaje de modo que ya no se entiendan los unos con los otros. La unidad del género humano, la comprensión fraterna se hallan en los deseos del corazón de la humanidad. ¡Cuan agradable es vivir entre personas que se aman y se entien­den! Solidaridades. Acuerdos. Diálogos. Sin embargo, el «conflicto», la «lucha de clases», los «ra­cismos» de toda especie se hallan también en el corazón de la humanidad. Oposiciones. No querer escuchar. La caricia... y el puñetazo... dos posibilidades de la mano humana.

Por eso se la llamó «Babel» porque allí el Señor embrolló el lenguaje de los habitantes de todo el mundo y desde allí los dispersó por todo el haz de la tierra. El amor... y el odio... los dos resortes del corazón hu­mano. La unidad de los hombres, la verdadera unidad, no puede hacerse más que en Dios. El milagro inverso se llamará «Pentecostés»: aquél en que hombres de todo país y de toda lengua pasarán a ser capaces de enterderse. Se llamará «Iglesia» —Ecclesia, en griego, significa «asamblea»— el lugar en el cual hombres muy diferentes y muy diversos, movidos por el mismo Espíritu, llegarán a crear entre ellos una «comunión» real. Cuando la Iglesia insiste sobre el «pluralismo», que desea ver aumentar entre los cristianos, afirma una condición esencial de la supervivencia de la humanidad: la unidad verdadera no se logra por uniformidad o coerción, sino por unanimidad, en el respeto a las diferencias y a las variadas riquezas de cada uno sin pretender nivelarlas todas.

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SÁBADO

Hebreos 11, 1-7

La lectura de una selección de textos del libro del Génesis se acaba con una página de la Epístola a los Hebreos. Uno de los principios esenciales de la Biblia es la relectura incesante de los viejos textos para actualizarlos, y darles un sentido nuevo a la luz de los progresos de la revelación. Es lo que siempre procuramos hacer cuando HOY, medi­tamos la Palabra de Dios. No hacemos nunca historia anti­gua, incluso cuando leemos documentos escritos muy an­teriormente en un contexto cultural tan diferente del nuestro.

Hermanos, la fe es un modo de poseer ya lo que se espera. Con demasiada frecuencia se ha definido la fe como una facultad principalmente intelectual: como si «creer» fuese un modo de tener en la mente un conjunto de doctrinas. Este aspecto, que se refiere a Ja «verdad», evidentemente, no es falso, pero es muy parcial. De hecho, la fe concierne y compromete a todo el ser humano. Y el autor de la epístola a los Hebreos nos la presenta aquí como un «di­namismo de vida» creer es apostar por el futuro... es po­seer ya lo que se espera... es anticipar desde ahora la vida eterna.

...Y la prueba de realidades que no se ven. Tenemos ahora, en segundo lugar, el aspecto más inte­lectual de la Fe; ¡«creer» es conocer! Mas aquí se trata también de un conocimiento dinámico, todo él orientado hacia «otra cosa», algo así como el dese­quilibrio del pie derecho tendido hacia adelanté y que tiende a la nueva posición del pie izquierdo, no realizada todavía. La fe, en el fondo, es una especie de «entender no entendiendo», un «conocimiento en la noche», «como si viéramos lo invisible»

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Por la fe sabemos que el universo fue formado por la Pala­bra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece. La Fe, finalmente, es el aspecto «divino» de las cosas. Dios invisible, Dios escondido... y no obstante «fuente», «sostén» «finalidad» de todas las cosas. El universo, apa­rentemente, puede prescindir de Dios. Sin embargo, en una «segunda mirada», podemos contemplar lo invisible, presente por todas partes. Y este hecho ¡lo cambia todo! En este momento estoy quizá solo en la habitación donde me encuentro: he ahí lo visible, lo controlable. Señor, amor mío. Tú estás conmigo: he ahí el cambio radical que la fe opera. En este momento, unos hombres, unos grupos humanos están todos ellos embarcados en tal acontecimiento, en tal liberación o promoción: esto es lo visible. Señor, creador y liberador, Tú te hallas allí en medio de esos aconteci­mientos para desarrollar en ellos tu proyecto divino: he ahí lo que la Fe me puede hacer «ver».

Abel... fue declarado justo... Aun muerto, habla todavía... gracias a la Fe. Henoc... fue trasladado de modo que no vio la muerte... gracias a la Fe... Noé... advertido por Dios de lo que aún no se veía... por la Fe. Estos tres ejemplos nos muestran como reinterpretaron el libro del Génesis los primeros cristianos. Para ellos lo esencial era esa Fe, que, según san Pablo, era la única capaz de salvar al hombre, independientemente de la Ley. En el interior de la historia humana donde prolifera el pecado de los hombres, hay también una historia escon­dida: la de los hombres que buscan a Dios y tratan de responder a sus voluntades. Esto es también verdad en nuestro tiempo. Compartir los puntos de vista de Dios. Compartir el pro­yecto de Dios sobre el mundo. Comprometerse en ese proyecto. Tal es nuestra fe.

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Séptima semana ordinaria

LUNES

Eclesiástico 1, 1-10

«Jesús, hijo de Sirac», autor de este libro, llamado tam­bién «Libro de Sirac el Sabio» es un escriba de familia acomodada. Un burgués de Jerusalén donde vivía hacia el año 200 antes de nuestra era. Viajó por el imperio griego, y, como todas las clases dirigentes del tiempo, fue sedu­cido por la «cultura helenística». Abierto a las corrientes de ideas humanísticas procura hacer una síntesis entre la cultura griega y las tradiciones religiosas recibidas de sus antepasados judíos. Ben Sirac tiene un pensamiento sólido y equilibrado. Es un testigo muy estimable de las costumbres y de la doc­trina del judaismo, inmediatamente anterior a la edad he­roica de la persecución de los Macabeos. Ese libro nos presenta una descripción clásica del alma del judío pia­doso ordinario que perdurará en tiempos de Cristo, más allá de las camarillas sectarias que oponían a fariseos y saduceos. En muchos de sus pasajes encontraremos ya algo del evangelio.

Toda sabiduría proviene del Señor y con él está por siempre. Es la primera frase del libro y la clave de todo lo restante. Ben Sirac posee un sólido humanismo que llama «sabidu­ría», que a la vez es inseparable de su fe. Según él, el éxito del hombre, el arte del bien vivir procede de una corres­pondencia con el pensamiento divino de Dios.

Sólo uno es sabio y en extremo temible, el que,está sentado en su trono: es el Señor Así «el temor de Dios» —que con frecuencia equivale al «amor de Dios»— es la fuente misma de la «sabiduría». Así, en filigrana, ¿no podríamos adivinar ya como un es-

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bozo de la Encarnación? El Hombre perfecto será pronto aquél que es también la Sabiduría misma de Dios. Y en ese preludio de Ben Sirac percibimos como un anuncio del prólogo de san Juan: «Toda sabiduría proviene del Señor... «En el principio era el Verbo... «Con él está por siempre... «El Verbo estaba en Dios... «Sólo uno es sabio: el Señor... «Y el Verbo era Dios... (Juan 1, 1)

El Señor creó la sabiduría, la midió y la derramó sobre todas sus obras, en todos los vivientes conforme a su lar­gueza y la dispensó a los que le aman. «Todo fue hecho por El y nada se hizo sin El. En El estaba la vida y la vida es la luz de los hombres.» (Juan /, 3) «De su plenitud, todos hemos recibido.» (Juan 1, 16) Es una visión absolutamente optimista del hombre, fun­dada sobre la convicción de que Dios «derramó sobre todo ser viviente» algo de sí mismo, una participación de su sabiduría, de su Espíritu. 1. ¿Estoy convencido de que «buscar a Dios» es también «crecer en humanidad»? ¿Qué importancia doy a la ora­ción, a la contemplación de la Sabiduría de Dios en Sí mismo? 2. ¿Estoy convencido, en consecuencia, de que «crecer en humanidad» es aproximarse a Dios? Todo esfuerzo de promoción, de verdero humanismo, incluso si momentá­neamente parece ignorar a Dios, va dirigido a la Sabiduría de Dios. ¿Qué importancia doy a la cultura humana, al esfuerzo moral, a la promoción válida de mis hermanos y mía?

La arena del mar, las gotas de la lluvia, los días de la eterni­dad, la altura del cielo, la extensión de la tierra, la profun­didad del abismo... ¿Quién dirá su número, quien los explo­rará? Antes de todo estaba creada la Sabiduría, la inteligen­cia prudente... ¿Quién conoce sus recursos, sus finezas? Sabiduría. Inteligencia. Fineza. Ciencia... ¡Dones de Dios!

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MARTES

Eclesiástico 2, 1-11

Hijo mío, si te dispones a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba. Endereza tu corazón, permanece firme y valiente, no te atormentes cuándo llegue la adversidad. El optimismo fundamental, apoyado en la convicción de la sabiduría de Dios, no impide a Ben Sirac ser realista: desde el segundo capítulo, cuida de advertir a su discípulo que la prueba no le será dispensada. El libro de Job abordó ya esa cuestión de modo inolvidable. En efecto, el cre­yente, como el no-creyente, ve el mal que hay en el mundo. Las maravillas de orden global reinante en la «naturaleza» no le impiden ver también los desórdenes que la afean: los millones de hombres que mueren de ham­bre, los cataclismos colectivos, los sufrimientos indivi­duales, la enfermedad, la muerte. A diferencia de Job, Ben Sirac no plantea preguntas radicales sobre el mal. Hombre práctico, se contenta con dar consejos concretos sobre las actitudes a tomar cuando viene la prueba.

1.° Tener paciencia, aceptar, esperar el final

Sé fiel, no te separes para que seas exaltado al fin de tu vida. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo; en los reveses de tu humillación, sé paciente. Es la sabiduría elemental de la mayoría de los pueblos: hay que acomodarse al dolor lo mejor posible... siempre que se presente. Pero no está prohibido pensar que las cosas se arreglarán, de ahí la invitación a «esperar», a «tener paciencia»; ver la prueba como algo temporal que un día terminará. Vieja filosofía de siempre. ¿Qué ponía Ben Sirac tras esas pala­bras «sé fiel para que seas exaltado al final»? ¿Veía una glorificación, una «exaltación» de los que han padecido? ¿Cómo, dónde, cuándo? Y nosotros, con las luces más precisas que la Pascua

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aporta al Viernes Santo, ¿qué ponemos detrás esas pala­bras? Leo de nuevo, lentamente las exhortaciones del sa­bio, aplicándolas a Jesús en su misterio pascual... a mis propias pruebas... y a las pruebas del mundo.

2.° La prueba es fuente de purificación, de valores, «tem­pla los caracteres».

Porque en el fuego se purifica el oro, y los aceptos a Dios, en el crisol de la humillación. Es mejor no usar a menudo ese argumento con los que vemos que sufren. No hay nada peor, a veces, que dar «buenos consejos» a los que están sufriendo. No obstante, convendría que nos aplicáramos ese argumento a nosotros mismos. Es un hecho de experiencia que si la prueba es a veces destructora, por lo menos aparentemente, también tiene, a menudo, un misterioso poder de valorización del hombre. Es un crisol. En él se decantan las impurezas y las gangas y aparece lo esencial del metal.

3.° Lo ideal sería vivir la prueba «en compañía» de Dios.

Confíate a El y El te sostendrá... Espera en El. Los que adoráis a Dios, contad con su misericordia... Con­fiaos a El y no os faltará la recompensa. Los que adoráis a Dios, esperad sus beneficios: gozo eterno y misericordia. El drama extremo es, precisamente, que el sufrimiento pueda hacernos dudar de Dios. Pero, aquí también, la ex­periencia corriente nos muestra que el hombre de Fe puede hallar en la «presencia» de Dios un reconfortante del cual suele verse privado el ateo. Pero no es algo auto­mático. Ese «compañerismo» que Dios ofrece a los que sufren ha supuesto para El vivir personalmente la cruz del hombre, en Jesucristo.

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MIÉRCOLES

Eclesiástico 4, 11-19

La sabiduría exalta a sus hijos y cuida de los que la buscan. El que la ama, ama la vida. Los que la buscan desde la aurora, serán colmados de gozo. El que la posee tendrá la gloria en herencia, dondequiera que él entre, le bendicirá el Señor. Encontramos de nuevo las afirmaciones de un optimismo profundo: La sabiduría es fuente de «vida», de «gozo» y de «felicidad»... ¿«Amo yo la vida», según la invitación de ese pasaje de la Escritura? ¿Deseo ávidamente la sabiduría, hasta el punto de «andar buscándola desde la aurora»? ¡Inestimable valor de la ma­ñana! Un nuevo día empieza para mí, para el mundo. ¿Cómo empleo esos primeros minutos de mi jornada? ¿Son para mí un instante de plenitud y de orientación?

Los que sirven a la Sabiduría, rinden culto al Dios santo. A los que la aman, los ama el Señor. «Servir» a la Sabiduría... «Amar» a la Sabiduría... Es todo un estilo de vida. Este arte de vivir, este humanismo no es solamente privilegio de los creyentes —porque muchos de nuestros hermanos agnósticos viven también de Sabidu­ría—. Ben Sirac nos repite que es un «culto al Dios Santo». ¡El Señor «les» ama! El autor de esas frases vivía en pleno mundo helenístico pagano, y sabía admirar la sabiduría de las culturas de su tiempo; pero sabía también vincularlas a su propia visión religiosa. ¿Tengo yo esa misma tendencia profunda y equilibrada, que me facilitaría a la vez: —reconocer los valores humanos vividos por tantos hom­bres de HOY... —y hacer patente su relación a Dios de quien esos valores emanan y a quien rinden un verdadero culto: «la gloria de Dios es el hombre vivo»? La finalidad de la «revisión de vida» es la de habituarnos a tener esa doble mirada, a la vez humana y divina.

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El que escucha la sabiduría... El que la sigue... El que a ella se confía... Al principio le llevará por recovecos, le hará sentir timidez, miedo y pavor; con su disciplina le atormen­tará hasta obtener su confianza... mas luego le conducirá al camino recto, le regocijará y le revelará sus secretos. Hay en todo ello una idea muy interesante: la experiencia de la «búsqueda». Ser sabio no es una posesión orgullosa y de una vez para siempre. No hay peor error que creerse definitivamente seguro de poseer la verdad. Ser sabio, es, ante todo, «aceptar el aprendizaje», es «revisar» lo que uno sabe, «permanecer abierto a los progresos» es «aceptar los límites de la propia sabiduría» ¡para continuar buscando! Ben Sirac llega hasta a hablar del «tormento» de la bús­queda. Querer comprender mejor el mundo, querer com­prender mejor a Dios, no es un reposar... es una aventura. Requiere esfuerzo, una ruda «disciplina»... al final de los cuales se encuentra el gozo y el conocimiento de los «se­cretos del mundo».

La sabiduría le revelará sus secretos. ¡Un secreto! Algo precioso, pero escondido, no aparenté ni evidente. Hay que ir más allá de la superficialidad de las cosas hasta llegar a su núcleo más profundo. Condúcenos. Señor, hasta lo esencial. Revélanos tus se­cretos. Líbranos de las falsas soluciones y de las segurida­des a corto término. Danos esa Sabiduría que proviene de Ti. Que nuestra luz sea tu Evangelio.

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JUEVES

Eclesiástico 5,1-8

No te apoyes en tus riquezas... No te dejes arrastrar por tu deseo y tu fuerza para seguir las pasiones de tu corazón... No digas: «¿Quién podrá dominarme?» porque el Señor te castigará debidamente. El sabio estigmatiza aquí la arrogancia y la suficiencia del hombre que, seguro de sí mismo, se cree invulnerable. La riqueza acentúa a menudo esa pretensión. El optimismo de Ben Sirac no le ciega: sabe que el hombre es frágil. Tampoco Jesús tardará en llamar «¡insensato!» a ese hombre que se creía seguro porque sus cosechas habían sido excepcionales y estaba pensando en engrandecer sus graneros.

No digas: «Pequé, y ¿qué me ha sucedido?» porque el Señor es paciente. No te sientas tan seguro del perdón que acumu­les pecado tras pecado. La peor arrogancia es, ciertamente, la del pecador desver­gonzado que se endurece en su ridicula pretensión. Si Dios no interviene constantemente para castigar el pecado es porque concede un plazo y espera pacientemente la con­versión. Sería peligroso interpretar esta demora como una flaqueza de Dios, y aprovecharse de esa discreción divina para pecar más.

No digas: «Su compasión es grande, el Señor perdonará la multitud de mis pecados.» Porque en El hay misericordia pero también cólera y ésta se desahoga en los pecadores. ¿Tengo ese mismo punto de vista tan equilibrado?: —El sentido de la compasión y de la misericordia de Dios, que son una llamada a la conversión. —El sentido de su justicia y de su condena de todo mal, que son una llamada a la conversión.

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No tardes en volver al Señor, no lo difieras de día en día. El fracaso forma parte de toda vida humana. El pecado forma parte de toda vida humana. Más condenable que el pecado es endurecerse en él, rehu­sar reconocerlo y remitir día a día la confesión de ese mal. En efecto, el presuntuoso que no quiere reconocer su fra­caso lo transforma en mal definitivo, haciendo casi impo­sible la conversión. En cambio, el pecador que reconoce su pobreza y confiesa su falta abre con ello la posibilidad de una nueva partida por el recto camino. ¡Envía, Señor, tu Espíritu para que seamos lúcidos! A menudo no sabemos discernir claramente el mal que cometemos.

No lo difieras de un día para otro, pues de pronto salta la ira del Señor y perecerás el día del castigo. No nos gusta este lenguaje. Evidentemente hay que contar con el «antropomorfismo», que presta a Dios sentimientos humanos —como es el caso aquí de la «ira»—. Y si bien es verdad que no disponemos de otro lenguaje, es verdad también que las reacciones de Dios no son las del hombre. Sin embargo, más cercano a nosotros, san Pablo habla también de la «ira» de Dios que, «desde el cielo reprueba toda impiedad e injusticia humana». (Romanos, 1-18). Y el mismo Jesús utiliza ese lenguaje lleno de vehemencia para despertar, en lo posible, a los Saduceos y Fariseos de su tiempo: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a voso­tros escapar de la ira inminente? Convertios. El hacha está ya puesta a la raíz de los árboles». (Mateo 3, 7-10). Note­mos de nuevo que esa ira sólo va dirigida al endureci­miento que abusa de la paciencia y de la misericordia de Dios. Sabemos en cambio, a través de todo el Evangelio a qué extremo llega la benevolencia de Dios para todo peca­dor que sabe reconocer su debilidad y acusarse de ella, como el publicano (Lucas 18,10) y tantos otros hombres y mujeres que Jesús ha salvado.

7.a semana ordinaria

VIERNES

Eclesiástico 6, 5-17

He ahí una serie de observaciones concretas sobre la amistad.

Un lenguaje amable multiplica los amigos: la lengua que habla bien multiplica las delicadezas. Importancia de las palabras, del diálogo, para construir o destruir la amistad.

Sean muchos los que estén en paz contigo, mas para conse­jero elige uno entre mil. Dos niveles de relaciones y de intimidad: —aquellos con los que se vive en paz. ¡sean los más posi­ble! —aquellos a quienes nos confiamos... ¡sean elegidos entre mil! Esta distinción introducirá una serie de criterios para des­cubrir a los verdaderos amigos.

Si quieres hallar un amigo, búscalo probado y no te des prisa en confiarte a él. Esta prudencia nos parece algo prosaica. Ben Sirac se asemeja a ese propietario que «adquiere» con cálculo y precauciones. Éste actuar nos parece muy interesado. Jesús, por amor a nosotros, se atreve a arriesgarlo todo, afirmando que la amistad no es verdadera amistad si no se es capaz de «morir por aquellos que amamos» (Juan 15, 13). Contemplo la amistad de Jesús, tan desinteresada que llega hasta la total renuncia de sí mismo. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Juan 13, 1).

Porque hay amigo que lo es de ocasión; pero que no perse­vera en el día de tu angustia.

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1 ° El primer criterio de la amistad es la fidelidad en la prueba. Es una observación de la sabiduría popular de todos los países: Ben Sirac lo sabe mejor que nadie, pues su cultura y riqueza habían favorecido sin duda la avalan­cha de numerosos amigos. Se comprende que, desde en­tonces, busque hacer una selección entre ellos.

Hay el amigo que comparte tu mesa, pero que no persevera en el día de tu angustia. De esa frase «compañero de mesa» procede el término francés «copain»: aquel que comparte el pan, el amigo de los días felices. Con frecuencia, por desgracia, es una amistad fácil y frágil.

En tu prosperidad será como otro tú, más en tu humillación estará contra ti. Esto recuerda la historia, narrada por Jesús, de aquel jo­ven que abandonó la casa paterna con mucho dinero y tuvo amigos mientras pudo gastar con ellos. (Lucas 15, 14).

Un amigo fiel es un elixir de vida; los que temen al Señor lo encontrarán. El que teme al Señor endereza su amistad, pues como él es, así será su compañero. 2.° El segundo criterio de la amistad es el amor común de Dios. «Adorar juntos al Señor», he ahí lo que puede soldar en profundidad una relación. La fe es el punto común de una amistad espiritual.

El amigo fiel es seguro refugio, el que lo encuentra ha en­contrado un tesoro. El amigo fiel no tiene precio, no puede apreciarse su valor. Puedo aprovechar esa página de la Escritura para rogar por mis amigos... y para preguntarme lo que esperan ellos de mí, cómo podría yo ayudarlos... ¿Hay quizá a mi alrededor gente que no tiene amigos, que sufren del abandono y soledad? ¿Qué puedo hacer por ellos?

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SÁBADO

Eclesiástico 17, 1-15

Ben Sirac, que medita los primeros capítulos del Génesis, pone en evidencia el papel del hombre en la creación. 1.° El hombre es un ser frágil y dependiente.

El Señor formó al hombre de la tierra y de nuevo lo hará volver a ella. Le dio un tiempo determinado y unos días contados. Señor, concédeme ser a la vez optimista y realista... que tanto sepa yo ver la magnitud de la empresa que me con­fías, como mi debilidad.

2.° El hombre fue encargado por Dios de transformar la naturaleza mediante la ciencia.

Dioles también poder sobre las cosas de la tierra. Los revis­tió de una fuerza como la suya y los hizo a su imagen. Les dio juicio, una lengua, ojos, oídos y un corazón para pensar. Los llenó de saber e inteligencia... Así la empresa del hombre sobre la naturaleza, la técnica que permite al hombre dominar las cosas, son como una presencia de Dios que va terminando su creación. Si Ben Sirac viviese hoy se maravillaría de los progresos científicos. ¿Tengo yo también esa mirada positiva? Se preconiza hoy, a veces, un retorno a la naturaleza. Ahora bien, hay en ello una cierta ilusión: la naturaleza labora tanto para la vida como para la muerte. Y la situa­ción de nuestros antepasados que no tenían máquinas ni médicos, no era muy de envidiar. Nuestra civilización técnica a pesar de sus excesos no es un mal sino un bien: es verdaderamente una nueva posibilidad de dominar la naturaleza según la orden dada por Dios al hombre.

3.° El hombre no desempeña su papel más que siendo un «ser moral».

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Les enseñó el bien y el mal. Los miró al corazón. Les dijo: «Guardaos de toda iniquidad.» Y a cada cual le dio órdenes respecto de su prójimo. La ciencia y la técnica no bastan, por sí mismas a promo­ver el bien de la humanidad y de la creación. Los proble­mas de «polución de la naturaleza», la «rarefacción de las materias primas», muestran que la ciencia puede contri­buir también a la destrucción. No basta llegar a la luna, domesticar el átomo, destribuir electricidad al mundo en­tero... es preciso también que el hombre sepa distinguir «el bien del mal», que domine sus violencias y sus instin­tos, que se abra al amor del prójimo. La victoria sobre la naturaleza puede traer consigo nuevas y temibles alienaciones si no va acompañada de la victoria del hombre sobre sí mismo. Al universo técnico le falta un suplemento espiritual, es decir, un «alma». Sin ética, la ciencia puede llegar a ser mortífera. La inteligencia sin amor puede ser más dañina que la falta de inteligencia. Señor, te ruego por los sabios, por todos los que ocupan cargos de alta responsabilidad.

4.° El hombre, en fin, tiene una misión «religiosa»: es el encargado de la alabanza.

Puso su mirada en sus corazones, para mostrarles las gran­dezas de sus obras, por eso alabarán su nombre santo, na­rrando la grandeza de sus obras. El hombre es el cantor de la creación. Por su inteligencia es el único que puede elevar conscientemente a Dios la acción de gracias del conjunto del cosmos. Para ello Dios le dio «¡su propia mirada!». Fórmula admi­rable ¡Sé yo maravillarme? ¿Sé yo alabar a Dios con todas las cosas buenas del universo? ¿Contribuyo a que las liturgias en las que participo sean celebraciones «alegres, gozosas» donde toda la creación, todas las artes puedan participar en esa exultación?

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Octava semana ordinaria

LUNES

Eclesiástico 17, 24-29

El sabio, hoy, nos invita a la penitencia.

A los que se convierten, Dios les abre el camino de retorno. He aquí una hermosa sugerencia: la conversión es un «retorno». La parábola del hijo pródigo ilustrará esa ima­gen de modo inolvidable. El pecado es como un alejamiento. Se establecen distan­cias. Se abandona la casa paterna. Ahora sabemos que el «padre» es el primero en sufrir. La conversión implica un doble movimiento: —el movimiento del pecador que se «vuelve» hacia Dios... la libertad. —el movimiento de Dios que «abre el camino del re­torno»... la gracia. Con frecuencia experimentamos la incapacidad de cam­biarnos a nosotros mismos por solas nuestras fuerzas. ¡Pues bien! Hay que empezar haciendo lo que está de nuestra parte, iniciar un gesto en dirección al retorno...

Consuela a los que perdieron la esperanza. Todo sucede como si de hecho Dios estuviera allí espe­rando nuestro primer movimiento, para terminarlo, dán­dole el empuje suplementario. Señor, ven a completar el esfuerzo de mi voluntad dema­siado débil para perseverar. Ben Sirac expresa en tres fórmulas la parte humana de la conversión.

1. Conviértete hacia el Señor, suplica ante su faz... Ciertamente esa es, en efecto, la única posibilidad que nos queda. «Cuando lo hemos hecho todo como si no esperá-

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sernos nada de Dios, es preciso aún esperarlo todo de Dios, como si no hubiésemos hecho nada por nosotros mismos». «Pero, ¡si ya he procurado tantas veces luchar contra tal pecado!» —«Conviértete al Señor, suplica ante su faz.»

2. Evita las ocasiones de pecar. A menudo, el único medio de salir victoriosos es ¡la huida! Esto pertenece también a la sabiduría popular. El que se pone en las ocasiones de pecado, caerá en él. De ahí la importancia del ambiente, que facilita una vida virtuosa o la hace muy difícil. HOY se habla mucho del entorno. Ahora bien, existe un entorno moral. Cuando el mal surge a la vista, cuando las ocasiones son fáciles, es comprensi­ble que los seres más frágiles no las resistan. Jesús advertía a los que escandalizan a los niños: «¡más valiera que les colgasen del cuello una piedra del molino y los hundiesen en el mar! (Mateo 18, 6). Por sí mismo es evidente que un cierto estilo de vida que evite las ocasiones de pecado, facilita llevar una vida sana.

3. Rehuye el pecado... Apártate de la injusticia. Detesta lo que es abominable. Es el combate «en directo». La vida humana no puede ser una especie de quietud dulce y tranquila. No hay que saber solamente «huir» del mal, sino «afrontarlo». ¿Tengo yo el valor de comprometerme? Dame, Señor, valor para combatir.

Es el que vive y goza de salud quien alaba al Señor. Los filósofos dirán: el pecado es «no-ser». El mal es algo vacío. En cambio el hombre que goza de buena salud mo­ral es el «viviente que alaba al Señor». Y es lo que Dios espera: ese hombre vigoroso que alaba al Creador. Dios quiere la vida, la apertura, la salud, el vigor. Señor, ¡haz de nosotros unos vivientes, de vida sana!

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MARTES

Eclesiástico 35, 1-12

En el transcurso de la historia de Israel se asiste a una lenta progresión de la noción de «sacrificio»: Como en todos los pueblos vemos primero una sociedad rural que ofrece «sacrificios sangrientos» de animales... luego, con los profetas vemos surgir la idea de que lo que agrada a Dios no es esto sino el «sacrificio espiritual», es decir, «toda la vida humana vivida ante Dios». En Jesucristo sabemos bien que el sacrificio fue la ofrenda misma de su obediencia al Padre y de su amor por la humanidad. Esta doctrina esencial se inicia ya en la sabiduría de Ben Sirac.

Observar la ley es hacer muchas ofrendas. Atender a los mandamientos es hacer sacrificios de comunión. El salmo 49 decía: «No voy a reprenderte por esos sacrifi­cios que me ofreces. No tomaré de tu casa los becerros ni los machos cabríos de tu aprisco... ¿Qué es eso de cantar mis mandamientos? limpia tu corazón primero y no difa­mes a tu hermano...». En efecto, el sacrificio grato a Dios es la vida recta del hombre, sus esfuerzos para cumplir los mandamientos de Dios.

Dar gracias es hacer oblación de flor de harina. Hacer li­mosna es ofrecer sacrificios de alabanza. La alegría en la vida es la verdadera acción de gracias a Dios. El amor-caridad en la vida es la verdadera alabanza a Dios.

Desviarse del mal, agrada al Señor. Apartarse de la injusti­cia, es un sacrificio de expiación. Siempre la misma idea: el verdadero culto no es la suce-

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sión de los ritos escrupulosamente cumplidos... ¡es la vida cotidiana! La verdadera liturgia grata a Dios no es la que se celebra solemnemente en la misa del domingo, sino la que se celebra en la calle, en las casas, en las escuelas, en los ambientes de trabajo todos los días de la semana para: apartarse del mal, combatir la injusticia... ¡he ahí lo que agrada al Señor! Señor, ayuda a cada uno de los cristianos a redescubrir sin cesar el valor de su vida cotidiana como «ofrenda espiri­tual» y como culto verdadero. San Pablo repitió esa misma idea: «Os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios, tal será vuestro sacrificio espiri­tual.» (Romanos 12, 1-2).

No vayas con las manos vacías ante la presencia del Señor... Los ritos son necesarios, claro está, pero adquieren valor cuando se les confiere un contenido real: el ofertorio de una misa debería estar grávido de toda una secuencia de vida y de responsabilidad. El pan y el vino, «frutos de la tierra y del trabajo del hombre» de hecho no son más que representantes de esta vida cotidiana. ¡No vengas con las manos vacías!

En todos tus dones, muestra un rostro alegre, consagra los diezmos con contento. San Pablo, también dirá que «Dios ama al que da con alegría». (II Corintios 9, 7). ¿Tienen nuestras liturgias ese carácter alegre?

Da con mirada generosa, según tus posibilidades. La ofrenda ritual debería ser la que corresponde a nuestra vida.

No busques ganarte a Dios con presentes. Porque el Señor es un juez que no hace acepción de personas. Ser desinteresado. El culto no es un regateo «doy para que me des».

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MIÉRCOLES

Eclesiástico 36, 1-17

Ten piedad de nosotros, Dios, dueño de todas las cosas... Ben Sirac es un hombre culto, abierto a las ideas huma­nistas de su tiempo. Tenemos un ejemplo de ello en ese título que da a Dios: «Dueño de todas las cosas». De he­cho no es una apelación tradicional en la Biblia, aunque sea muy habitual entre los filósofos estoicos. Después de la tentativa de Alejandro Magno de unificar el mundo entero por las armas, reuniendo a los hombres en un solo Estado —campañas de Alejandro de 334 a 323—, esta misma aspiración a la unidad siguió haciendo su ca­mino: el helenismo es una corriente que intentó reunir a los pueblos por una cultura común. Incluso los sabios de Israel sintieron esa misma ilusión aportando para ello su propia Fe. ¿Estoy atento a las grandes corrientes de opi­nión que siguen actuando en el mundo de HOY para de­tectar las que van en el mismo sentido del proyecto de Dios? ¿Sé orar partiendo de los acontecimientos del mundo en­tero?

Alza tu mano para que respeten tu nombre todas las nacio­nes paganas... Que todos los habitantes de la tierra reconoz­can que Tú eres el Señor, Dios de los siglos. Este universalismo merece ser subrayado en nuestra época, en la que se han acentuado las comunicaciones entre civilizaciones diferentes. Hablando de la misión de la Iglesia, el último Concilio Vaticano II ha escrito: «Las condiciones de estos tiempos añaden a este deber de la Iglesia una mayor urgencia, para que todos los hombres, unidos hoy más íntimamente con toda clase de relaciones sociales, técnicas y culturales, consigan también la plena unidad con Cristo.» (Lumen Gentium. 1). Sí, la unidad del mundo existe ya en el mismo corazón de Dios, que es el único Padre de todos los hombres.

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Y si nos parece a veces utópico pensar que la fraternidad universal pueda algún día apoyarse en una Fe común en un Dios único, debemos seguir «creyéndolo» y «rogando» por ello. En medio de los más variados conflictos, de los naciona­lismos y racismos más exacerbados, la Fe de los cristianos debería ser, de modo muy realista, constructora de paz universal... reuniendo así tantas aspiraciones y movi­mientos actuales.

Que las naciones te reconozcan, como nosotros hemos reco­nocido, que no hay Dios fuera de Ti, Señor. Ese judío fiel no pierde su identidad al adoptar el gran sueño unificador y universal. Por el contrario, cree que tiene un papel a representar: el núcleo de «los que creen ya en el verdadero Dios» puede prestar un servicio de «atracción», de llamada y de testimonio, en el seno de la humanidad pagana o no-creyente.

Congrega todas las tribus de Jacob... Ten piedad del pueblo que lleva tu nombre, de Israel a quien hiciste tu primogé­nito... Ten piedad de Jerusalén, la ciudad de tu santuario... Al rogar por el mundo entero, Ben Sirac ruega también por «su» pueblo. ¿Cómo podría progresar la humanidad hacia su fraternidad, si el mismo pueblo de Dios estuviera divi­dido? ¿Cómo el «amor sin frontera» podría ser un día realidad si, a escala más restringida, ni siquiera se llegara a amarse en el interior de las más pequeñas unidades huma­nas; en los países, las iglesias, las familias? Jesús también, pensando en la Unidad total de los hom­bres en el Reino del Padre, rogó primero por la unidad de sus discípulos. (Juan 17, 20).

Señor, manten en nosotros a la vez ese gran deseo universal y la voluntad de contribuir a que se realice dondequiera que sea posible.

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JUEVES

Eclesiástico 42, 15-25

Voy a evocar las obras del Señor, contaré lo que he visto. Por la palabra del Señor fueron hechas sus obras. Antes de tratar, en las últimas páginas de su libro, las intervenciones de Dios en la Historia, Ben Sirac contem­pla a Dios obrando en la Naturaleza. ¡Abrir los ojos! ¡Contemplar la creación que nos rodea! La ciencia mo­derna, haciéndonos ahora comprender mejor aún la com­plejidad de los seres y sus disposiciones recíprocas debe­ría suscitar en nosotros una admiración aún mayor por el Autor de tanta maravilla. £1 sol mira todo iluminándolo y la obra del Señor está llena de su gloria. El sol, por sí solo, es todo un símbolo y como un resu­men... una maravilla compleja, de él depende la vida de todo lo demás. Imaginemos, por un instante que el sol deja de existir. Seguidamente todo moriría. Se comprende que san Francisco de Asís compusiera su Himno al Sol: «Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas »Especialmente por mi señor, el hermano sol »Por el cuál haces el día y nos das la luz; »E1 es bello y radiante, con gran esplendor: »De Ti, Altísimo, lleva significación.» ¿Suelo orar partiendo de la belleza de la creación?

El Señor sondea el abismo y el corazón humano y penetra sus secretos. Pues el Altísimo todo saber conoce y considera los signos de los tiempos. Anuncia lo pasado y lo futuro y descubre las huellas de las cosas secretas. Ben Sirac, que, en su época es un hombre sabio, es muy consciente de sus ignorancias: confiesa que no conoce la solución de cantidad de problemas. Sólo Dios es sabio. Sólo Dios posee el conocimiento definitivo de todas las cosas.

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El hombre moderno ha progresado mucho, ciertamente, en el conocimiento científico de la materia y del cosmos. Y, en época reciente, llegó a imaginar que su poder era casi infinito para transformar la naturaleza. Desengaños importantes han llevado a los sabios a adoptar una postura más modesta como fue la de los antiguos sabios. Son mu­chas las cosas que el hombre ignora... toda presunción orgullosa, en el fondo es peligrosa y ridicula. La natura­leza se encarga de vengarse cuando no se la respeta. Eso no afecta a la orden divina: «dominad la tierra y some-tedla». Sencillamente, nos hace ser más humildes frente a nuestras pretensiones. Ruego por los sabios, pensando en sus propias responsa­bilidades en los años venideros.

Al Señor, no se le escapa ningún pensamiento, ni una pala­bra se le oculta. Ordenó las obras maestras de su sabidu­ría... Todas las cosas le obedecen en todo. La admiración por las bellezas de la naturaleza puede conducir al creyente a la contemplación de Dios, propia­mente dicha: todo ha sido ideado por Dios... en este mo­mento todo es pensado por Dios... incluso todo lo bueno, de los pensamientos y proyectos de los hombres. Prolongando la meditación que este texto me propone, ¿por qué no situarme ante algo hermoso: una flor, un pai­saje, el rostro de un niño... para alabar a Dios «autor de esas obras»?

Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra; Dios no ha hecho nada incompleto. Cada cosa afirma la excelencia de la otra. ¿Quién se hartará de contemplar su gloria?

La complementariedad de los seres. Su asombrosa inter­dependencia.

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VIERNES

Eclesiástico 44, 1-9; 13

Los siete últimos capítulos del Eclesiástico son como una visión del conjunto de la historia. Anteriormente a Corne-lio Nepote y a Plutarco y reemprendiendo el género litera­rio estoico, el autor nos presenta una galería de «Retratos de hombres ilustres»: Henoc, Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, Aarón, Josué, Caleb, Samuel, Natán, David, Sa­muel, Elias, Eliseo, Ezequías, Isaías, Josías, Ezequiel, Zorobabel, Nehemías, Simón...

Hagamos el elogio de esos hombres ilustres que fueron los padres de nuestra raza. El culto a los antepasados es una constante de todas las civilizaciones. Como la contemplación de la «naturaleza» de la que dependemos, la aceptación de nuestros antepa­sados es una profunda fuente de humildad: somos HOY quienes somos porque otros, antes de nosotros, vivieron, lucharon, reflexionaron, oraron... Yo no soy más que un eslabón de esa cadena.

De otros no ha quedado recuerdo, desaparecieron como si no hubieran existido, así como sus hijos. En efecto, al lado de los hombres ilustres que marcaron la evolución de la historia se encuentran los humildes, los desconocidos. En mi propia familia pienso en mis abuelos, en mis bisa­buelos más alejados... en todos aquellos cuya sangre tengo. Algo de sus pecados y de sus virtudes debió sin duda pasar a mí. Ruego por ellos. Si HOY tengo fe, la debo sin duda a tales o cuales de sus búsquedas, de sus generosidades. En la genealogía de Jesús había también santo y pecadores, creyentes y no-creyentes. Esta idea me hace pensar en mi propia responsabilidad: mis luchas ac­tuales se inscriben en un linaje, en una solidaridad. ¿Qué transmitiré, humildemente, a las futuras generaciones?

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No sucede lo mismo con los hombres misericordiosos, cuyas acciones justas no han pasado al olvido. Ben Sirac valora la «misericordia» como uno de esos valo­res seguros y de sólida duración. Hacer el bien = Beneficios. Cosas bien hechas. ¿Qué «be­neficios» dejaré a los demás? No esperar a mañana. ¿Soy bueno, misericordioso? Es una exigencia esencial del evangelio, que Jesús creyó buena y conveniente para repetirla en cada oración: «así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.» Me detengo a examinar mi vida concreta y mis relaciones sobre este asunto.

Con su linaje esos tales permanecen, su descendencia es pues una rica herencia. Nos extraña ver, a través de frases como éstas, cuan im­perfecta era todavía la esperanza de esos hombres piado­sos del Antiguo Testamento. No tenían todavía la revela­ción de Jesucristo que con su resurrección nos aportó. Por lo tanto, ¡sólo, podían asirse a esa frágil esperanza de «so­brevivir» en su posteridad... y en el recuerdo de los que vendrían después! Es muy poco. No olvidemos que ésta es también HOY, la única espe­ranza de muchos hermanos nuestros que no creen en la resurrección. Concédenos, Señor, la Esperanza verdadera. Concédenos la gracia de vivir realmente nuestra Fe en el misterio Pascual. Haz de nosotros unos testimonios fieles de este misterio, entre nuestros hermanos sin esperanza.

Su linaje se mantuvo fiel a las alianzas, y sus hijos gracias a ellos. La transmisión de la Fe. Hoy sabemos mejor que no es automática. Y muchos padres sufren por no haber podido, aparentemente, transmitir a sus hijos «aquello que más hondamente llevan en el corazón». Pero esto no dispensa de procurarlo y de ser, por lo menos, unos «testigos de la Fe» para sus hijos; el resto es el secreto de Dios. ¿Qué oración me sugiere este pensamiento?

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SÁBADO

Eclesiástico 51, 12-20

El Eclesiástico termina con un poema en el que la primera letra de cada verso sigue el orden del alfabeto en acrós­tico: Alef, Bet, Guimel, Dalet, He, etc. . Es una especie de juego literario... Algo así como el enamorado repite de mil maneras el nombre de su amada. Ben Sirac repite, en todos los tonos, su amor a la «sabiduría» que se identifica a menudo con Dios mismo.

Quiero darte gracias, Señor, te alabaré, bendeciré tu nom­bre. Siendo joven aún, antes de ir por el mundo, me di a buscar abiertamente la sabiduría en la oración. La pedí delante del Templo y hasta el último día la andaré buscando. Es pues un hombre colmado, feliz, no le pesa haberse entregado ardientemente a la búsqueda de Dios. El clima de su alma es «la acción de gracias». Notemos que la «sabiduría» se busca «en la oración»... y desde la juventud. Y que esta búsqueda no acaba nunca...

En su flor, como racimo en ciernes se recreó mi corazón. Compara la sabiduría a la fina y delicada flor de la viña, promesa del racimo de uva y del vino, promesa de alegría. Me detengo un instante ante esta hermosa imagen: «una flor que alegra el corazón». Dios es así. María cantaba: «¡Mi alma magnifica al Señor, exalta mi espíritu en Dios, mi salvador!». Dios como alegría. Dios como belleza. Dios como apertura y expansión. Dios como fecundidad.

Mi pie avanzó por el camino recto; desde mi juventud he seguido sus huellas. Incliné un poco mi oído y la recibí, y encontré una gran enseñanza. La sabiduría es pues, a la vez: —una actitud concreta, una conducta vital y moral... «Avanzar por el camino recto... seguir sus huellas...»

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—una fineza intelectual, un estar a la escucha de la ver­dad... «inclinar el oído... adquirir enseñanza»... Así pues, la Fe es siempre indisolublemente «adhesión de la mente y del corazón»... y un «estilo de vida» que atañe a todo el ser.

Gracias a ella he progresado; a quien me dio sabiduría daré gloria, porque decidí ponerla en práctica, tuve celo ardiente por el bien... Idea de «progreso». La sabiduría no es algo adquirido de una vez para siempre. Es una realidad viva que se desarrolla o vegeta. «Cami­nando se hace camino». Practicando la sabiduría, ejer­ciéndola, se la hace crecer.

Mi alma ha luchado por ella... No parece pues cosa fácil. Requiere mucho esfuerzo.

He prestado atención a practicar la «Ley». Para un judío la Ley era la estructura misma de la vida: la voluntad de Dios, expresada en los detalles concretos de cada día, es fuente de sabiduría.

He tendido mis manos hacia el cielo y he llorado por no haberla conocido. Sí, las cosas no han ido siempre bien. Larga plegaria con «las manos tendidas hacia el cielo».

Logré con ella dominar mi corazón, por eso no quedaré abandonado. Admirable fórmula: «he logrado dominar mi corazón». ¡Si fuera esto verdad, Señor!

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Novena semana ordinaria

LUNES

Tobías 1, 1-2; 2, 1-9

El libro de Tobías, escrito en el III o II siglo antes de Jesucristo es una especie de «novela edificante». El na­rrador, un artista en el arte del relato concreto, lleno de vivacidad y de encanto, quiere presentarnos a un creyente que se mantiene firme en medio de las peores dificultades y al que finalmente Dios colma de felicidad.

Tobías, de la tribu de Neftalí fue deportado durante el rei­nado de Salmanazar, rey de Asiría. El primer problema del exiliado es sentirse desarraigado y mezclado, en ínfima minoridad, con pueblos extraños, con el riesgo grave de perder entre ellos su propia identidad y su propia fe. ¿No se encuentran hoy los cristianos en una situación equivalente? Minoritarios en medio de un mundo cuyas costumbres están muy apartadas del evangelio, será pre­ciso cada vez más vivir la fe sin el sostén de un ambiente de «cristiandad». Ayúdanos, Señor, a vivir tu evangelio, aunque todo a nuestro alrededor nos diga lo contrario. Ayuda, en parti­cular a los cristianos aislados en ambientes globalmente paganos o ateos.

Cautivo, no abandonó nunca el camino de la verdad. El exilio, el aislamiento es ciertamente una prueba para la fe. Hay que resistir. Se trata de continuar por el camino comenzado, aun cuando se presenten muchas encrucija­das. Ven, Señor, a guiarnos en las opciones que se presenten en nuestro camino. Un día de fiesta del Señor, estando preparada una buena comida en casa de Tobías, dijo éste a su hijo: «Ve a buscar,

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entre nuestros hermanos deportados, a algún indigente que se acuerde del Señor y tráelo para que coma con nosotros.» Para cualquiera que no puede «practicar» normalmente el culto, porque no tiene ni sinagoga ni Templo, su fidelidad a Dios se expresa por unos gestos humanos muy sencillos: se celebra la festividad de Pentecostés con una comida en familia... y se procura invitar a unos pobres que no tienen los medios de festejarla. Cuando algunas costumbres religiosas no son posibles procuro encarnar más aún mi fe en las humildes realidades cotidianas: por ejemplo, en la alegría participada... el ser­vicio a los demás... la atención a los más pobres...

El hijo se fue, pero volvió para anunciar a su padre que un hijo de Israel estrangulado, yacía en la calle. Tobías se le­vantó al punto y sin probar la comida se fue donde el cadá­ver. Lo abrazó y lo llevó a escondidas a su casa para ente­rrarlo, una vez puesto el sol... He ahí el drama que interrumpe la fiesta preparada. Tobías sabe aceptar lo imprevisto de la Fe, la aventura arriesgada por Dios. Sabe que los deportados no tienen el derecho de enterrar a sus muertos. Pero ¡Dios lo manda! ¿Me hallo a veces en la necesidad de seguir convicciones profundas de mi conciencia particularmente difíciles en un contexto donde todo me llevaría a unas actitudes contra­rias?

Todos sus vecinos lo criticaban: «Ya has sido condenado a muerte por ese motivo y ¿vuelves de nuevo a enterrar a los muertos?» ¡Ser capaz de resistir, incluso a contracorriente de todo un entorno, donde en ciertos casos lo que está en juego es grave! No siendo testarudo, sino sólidamente responsable de nuestras propias opciones.

Pero Tobías era más temeroso de Dios que del rey... También los apóstoles, ante el Poder, dirán: «Es mejor obedecer a Dios que a los hombres» (Hechos 4, 19). La alegría de actuar según la propia conciencia, bajo la mirada de Dios.

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MARTES

Tobías 2, 10-23

Un día Tobías, fatigado después de su trabajo, volvió a su casa, se recostó contra una tapia y se durmió. Mientras dormía, del nido de unas golondrinas cayó excremento ca­liente sobre sus ojos y quedó ciego. Empecemos por admirar el arte del narrador. Es una es­cena tan precisa y tan viva que se recuerda toda la vida aunque se haya oído contar una sola vez. Primera lección: los justos no son artificialmente preser­vados de la desgracia. Dios no interviene constantemente en las leyes del universo para hacer excepciones. El azar de ese grotesco accidente sugiere, sin necesidad de largos razonamientos, que no hay que hacer a Dios responsable de muchas «pruebas» que nos llegan como ésta por la conjunción de unas circunstancias ordinarias y ridiculas. Segunda lección: nuestra fidelidad a Dios se pone a prueba en los acontecimientos más banales. Más frecuente que las grandes catástrofes cósmicas anunciadas por los apocalip­sis, son las adversidades corrientes, que por desgracia provienen simplemente de la condición humana. «Excre­mento caliente que cae en los ojos». A menudo es conve­niente desdramatizar, con algo de humor, si es posible, muchas de las cosas que nos suceden y que son ¡de ese tipo! La mayor parte de las veces el Reino de Dios se hallará en hechos en apariencia minúsculos... que podían no haber sucedido. Humildad. Realismo. Aceptación profunda de nuestra contingencia de criaturas limitadas.

Pero Dios permitió esa prueba para dar a la posteridad el ejemplo de su paciencia. Tercera lección: el mal puede a veces resultar un bien. El autor afirma que, aunque Dios no haya querido ese acci­dente estúpido... lo ha «permitido» para que creciera el mérito de Tobías. Cuando se cree en Dios, es evidente que se cree que Dios no puede querer el mal: el que ama, sólo

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quiere el bien para los que ama... Ahora bien, Dios es Amor absoluto, el Padre por excelencia. Sin embargo, el mal que existe en el mundo parece ir en contra de esa convicción. ¡El mal cuestiona a Dios! Y es natural que nuestra primera reacción sea rebelarnos. Pero se trata de hallar en nuestra fe la certeza de que Dios lo «permite» tan sólo para que resulte un mayor bien. Esto es lo que Tobías vivió. Ayúdanos, Señor, a ver el bien que Tú quieres sacar de esas pruebas que nos llegan, sea por el juego de las leyes naturales, sea por culpa de algunos hombres, sea por nuestra propia culpa. Todo el tema de la Redención está ya ahí: ¡la cruz que se transforma en resurrección, la muerte que es vencida por la vida!

Tobías fue siempre temeroso de Dios, por lo mismo no le reprochó la ceguera de que estaba afectado, sino que perse­veró inquebrantablemente en el temor de Dios, glorificán­dole todos los días de su vida. Sentimos que surge aquí el relato edificante. ¡Es casi de­masiado hermoso! A menudo nos resulta difícil aceptar la prueba. Pero, fi­nalmente, ¿no es la fidelidad nuestra mejor actitud, como creyentes? Ayúdanos, Señor, a conservar la esperanza en la noche, cuando ya nada vemos. Cuando la «ceguera» cae sobre nuestros ojos de carne, refuerza en nosotros, Señor, esa luz interior que iluminaba la vida de Tobías.

Ana, su mujer, iba cada día al taller de hilados y tejidos y traía a casa el sueldo ganado por su trabajo. Un día recibió además un cabrito. Tobías oyó balar al animal y dijo a su mujer: «Cuida que no sea producto de un robo; devuélvelo a los amos.» Su fidelidad no es tan sólo meritoria respecto a Dios, sino que tiene la misma delicadeza de conciencia respecto a los hombres.

Furiosa, su mujer le injurió. No hay peor prueba que ese tipo de abandono.

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MIÉRCOLES Tobías 3, 1-11; 24-25

La página que leeremos hoy pone en evidencia el carácter convencional del Libro de Tobías. Pero, más allá de la inverosímil coincidencia -completamente de estilo nove­lesco- el autor nos transmite una conmovedora certidum­bre sobre la eficacia de la oración.

Tobías se puso a orar con gemidos y lágrimas... Este hombre recto y que permanece fiel en la desgracia, no es un hombre insensible. Sabe lo que es sufrir, llorar, gemir. Pero todo esto en él se transforma en oración. No olvidemos el inmenso desconcierto de ese hombre: es ahora viejo, pasó toda su vida en la justicia y la piedad... y como recompensa a sus desvelos con los desgraciados, queda accidentalmente ciego... hace frente con valentía a su situación y continúa en la rectitud de su vida. Ahora bien, he ahí el colmo de su desventura: ¡su propia mujer lo abandona, lo injuria y le reprocha su «virtud»!

Sucedió aquel mismo día que también Sarra, hija de Ragüel, en Ragúes, ciudad de Media, fue injuriada por una de sus sirvientas... Al oír esos gritos, Sarra subió a la cámara alta, y permaneció allí tres días y tres noches sin comer ni beber, prolongando su oración, implorando a Dios con lágrimas. A 300 kilómetros al otro extremo de la llanura, lejos del anciano que sufre y ora, he ahí otra oración dolorosa que se eleva hacia Dios. Se trata de otra desventura, la de una joven que bien quisiera casarse, pero está literalmente «embrujada». Todos los sueños de su porvenir son rotos por un demonio maléfico que mata sucesivamente a siete de sus prometidos, la noche misma de su boda. Por esta razón, la injuria su sirvienta: «¡Qué nunca vea­mos hijo o hija tuyos, asesina de sus maridos!» Entonces Sarra, con el alma llena de tristeza por su desgracia y por esa malévola acusación, dirige a Dios su oración. Aceptemos el género literario y, prescindiendo de los de-

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talles que nos parezcan inverosímiles, dejémonos mover por las situaciones evocadas en este relato. Resume todo el infortunio humano, con sus aspectos de accidentes absurdos, de fatalidad incomprensible, de ma­las intenciones que se suman a las cualidades. Recordando otros infortunios pasados me imagino los su­frimientos de los que HOY mismo en la tierra están pa­sando grandes tribulaciones.

En aquel tiempo, las plegarias de ambos fueron oídas en la gloria de Dios soberano. Así, los sufrimientos de los hombres no parecen quedar sin salida. El autor del libro de Tobías nos lo sugiere al mostrarnos de qué modo sorprendente esas dos oraciones «convergen» en el corazón de Dios. Y la continuación del relato nos dirá que esos dos destinos lograrán encontrarse: el hijo de Tobías hará un viaje de 300 kilómetros y ¡tomará a Sarra por esposa!

San Rafael fue enviado para curar a uno y a otro, porque sus oraciones habían sido presentadas a la vez ante la faz de Dios. Lo artificioso de la situación viene subrayada por los dos nombres propios que simbolizan todo el relato: - «Asmodeo», el demonio malhechor, significa «El que mata»... - «Rafael», el ángel enviado por Dios, significa «El que sana»...

¡Tú eres justo, Señor! Todos tus caminos son misericordia y verdad. No te acuerdes de mis faltas... No hemos obedecido tus mandatos; por ello nos has llevado a la cautividad... Ordena que mi espíritu sea recibido en la paz, porque más me vale morir que vivir... Tal fue la emocionante oración de Tobías. En la antigua perspectiva habitual cree que sus pruebas son un castigo. Y pide perdón.

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JUEVES Tobías 6, 10-11; 7, 9-17; 8, 4-10

La oración de Tobías, el anciano ciego y la de Sarra, la joven injuriada... han sido escuchadas. Acompañado de Rafael, el hijo de Tobías va a casa de Sarra.

Hay aquí un hombre llamado Ragüel, tu pariente, miembro de tu tribu y que tiene una hija llamada Sarra. El autor insiste, evidentemente en esos vínculos raciales. En aquel tiempo las bodas se concertaban «entre personas del mismo clan». No olvidemos que el problema capital de los exiliados y emigrados fue siempre conservar su identi­dad y su fe. La familia es la célula'esencial donde se transmiten las tradiciones, las convicciones profundas. Y el momento decisivo es el del matrimonio. De él depende todo el porvenir. Porque los exiliados tienen el gran riesgo de ser progresivamente asimilados a las naciones paganas por el hecho natural de casarse. Ruego por los jóvenes que se preparan al matrimonio: que sean muy conscientes de lo que en él está enjuego y de las consecuencias en el porvenir que pueden vislumbrarse a través de sus relaciones. Señor haz que crezca en nosotros el sentido de nuestras responsabilidades.

Entraron en casa de Ragüel que lo recibió muy contento. Hablaron y Ragüel ordenó que mataran un cabrito y prepa­raran la mesa. No será una comida ordinaria sino festiva: preparan un cabrito. ¡Sentido de la hospitalidad! ¿Sabemos también nosotros, en el ajetreo de nuestras vidas, encontrar el tiempo de acoger?

Rafael dijo: «No temas dar tu hija a Tobías: es fiel a Dios y con él debe casarse; he ahí por qué nadie la ha tenido por esposa.» Más allá del simplismo aparente de ese razonamiento, ad­miro la «lectura de fe» que hace Rafael del «aconteci­miento» : la fatalidad de la muerte de los prometidos podría

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dejarse solamente al nivel de la «mala suerte» o de la mala magia... pero se puede también acceder a ese nivel más profundo de la fe. Sí, todo acontecimiento puede inter­pretarse en una síntesis más vasta, la de proyecto de Dios. En todo lo que me sucede ¿procuro ver más allá de las apariencias inmediatas? En particular el «encuentro de dos seres» que van a casarse ¿es solamente un juego del azar, una simple pulsión hormonal, una costumbre socio­lógica, una ocasión de placer...? o bien ¿hay algo más en el interior de esos condicionamientos tan reales? Dios está ahí, activo, en todo acto humano decisivo. La actitud de FE es procurar descubrir el proyecto de Dios y corresponder a él. Eso no dispensa de los análisis humanos lúcidos.

Ragüel dijo entonces: «Veo ahora que Dios ha atendido mi oración y comprendo que El os ha conducido a los dos hasta mí, para que mi hija se case con un hombre de su tribu, según la ley de Moisés... ¡Yo te la doy!» Luego tomó la mano derecha de su hija y la puso en la de Tobías diciendo: «Que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob sea con vosotros. Que El mismo os una y os colme de su bendición.» Mandó traer una hoja de papiro y escribió el contrato matrimonial. Acabado esto empezaron el banquete bendiciendo a Dios... Esta escena es muy relevante. No hay «sacerdote», ni «santuario», ese matrimonio apa­rentemente es un matrimonio civil, profano, todo pasa en el plan humano ordinario. Vemos «la aprobación de los padres»... «la evocación de la Ley»... «la mano en la mano»... «el contrato en buena y debida forma»... «el banquete de boda»... Sin embargo nada hay exclusivamente profano: Dios se encuentra en el hondón de las realidades humanas. La teología HOY también como en aquel tiempo nos dice que son los mismos esposos, los «ministros» de su sacra­mento: ¡felices los esposos que, a lo largo de su vida con­yugal, acceden a la conciencia de darse recíprocamente la gracia de Dios!

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VIERNES Tobías 11, 15-17

Leeremos hoy la escena del retorno de Tobías hijo a la casa de su padre, después de su largo viaje para casarse. Algunos detalles precisos hacen pensar que Jesús pudiera utilizar reminiscencias de ese texto para relatar la parábola del «hijo que regresa a su casa».

Ana iba a sentarse todos los días al borde del camino, sobre una altura desde donde podía ver a lo lejos. En cuanto lo divisó corrió a anunciarlo a su marido. La mujer de Tobías, la que antaño injuriaba a su marido, participa ahora con él de la espera febril del hijo. ¡Todo está bien si acaba bien! ¡El tiempo arregla muchas cosas! En este libro optimista, todo se arregla al final. «Vale más así», podríamos decir. ¡Si fuera siempre verdad! Pero, de hecho, esa convicción positiva ¿no deberían adoptarla más a menudo, sobre todo las personas propen­sas a angustiarse?: es uno de los aspectos de la espe­ranza... después de todo y no el menor y ¡a menudo ver­dadero! ¡Confesémoslo!

Rafael dijo al joven Tobías: «En cuanto entres en tu casa adora al Señor tu Dios»; y después de darle gracias acércate a tu padre y abrázalo. Lejos de tratarse de una serie de prácticas formalistas esta oración en una maravillosa disposición permanente que hace que la «acción de gracias» surja a propósito de todo: «¡gracias, Dios mío!»... «Bendito seas»... Voy donde alguien, toco el timbre: ¡una plegaria mientras espero! Voy de compras, camino por la calle: ¡una plegaria! Alguien ha llamado a la puerta. Voy a abrir: ¡una plegaria mientras voy!

Entonces el perro que los había acompañado en el viaje se adelantó corriendo, llegó como mensajero meneando la cola

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en señal de alegría. El padre ciego se levantó, echó a correr, tropezó, tomó la mano de un niño para alcanzar a su hijo, lo abrazó, lo besó lo mismo que a su mujer y todos lloraron de alegría. El texto pertenece al gran arte narrativo, con su sentido del detalle concreto bien observado. Es, sencillamente, muy humano. La Encarnación del Hijo de Dios en una verdadera familia, en situaciones humanas reales, nos dirá pronto que la aventura divina se realiza en el corazón de las realidades más humildes, más cotidianas.

Cuando hubieron adorado a Dios y dado gracias, se senta­ron. Entonces Tobías tomó la hiél del pez y frotó con ella los ojos de su padre... Este recobró la vista. No nos quedemos solamente a nivel de lo maravilloso -ya nos agrade o nos desagrade-, porque por el evangelio sa­bemos muy bien que el tema de la ceguera y de su curación forman parte de un simbolismo profundo. En el Apocalipsis, san Juan hablará claramente de un «co­lirio» misterioso y divino ¡capaz de abrir los ojos que ven mal! (Apocalipsis 3, 18). La curación del ciego de nacimiento es interpretada explí­citamente por Jesús como símbolo de esta «luz que pro­viene de Dios y que permite mirar los acontecimientos a la manera de Dios» (Juan 9, 40-41). En efecto, la luz es «ver como Dios», esto es la fe y la felicidad. Por el contrario, el pecado es tinieblas y desgracia. Abre nuestros ojos, Señor... haznos lúcidos y clarividen­tes... ilumina nuestras vidas.

Todos glorificaban a Dios: él, su mujer y todos sus conoci­dos. El viejo Tobías decía: «Yo te bendigo, Señor, porque me has afligido y me has salvado.» ¿Es la «bendición», el dar gracias a Dios, el clima habitual de mi vida? Acaso en mi felicidad, mis alegrías, mis éxitos ¿me olvido de Dios?

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SÁBADO

Tobías 12, 1; 5-15; 20

Tobías llamó a su hijo y le preguntó: «¿Qué podemos dar a ese hombre que te acompañó?» Le rogaron que aceptase la mitad de todo lo que habían traído. Todo ello es hermoso, como un cuento de hadas. ¡Qui-zá,decimos, es demasiado hermoso! Pero, en el fondo, ¿no es mejor que el espíritu se empape de esa generosidad, antes que entretenerse en una literatura que sólo nos pre­senta vicios y lodo? Sin embargo sigue siendo verdad que existen gentes capa­ces de agradecimiento y de juego limpio en un mundo en que dominan los interesados y los aprovechados. Tendré hoy especial cuidado de expresar mi agradeci­miento.

Rafael les dijo entonces: «Bendecid a Dios y proclamadlo... La oración, el ayuno y la limosna valen más que montones de oro...» ¿Estoy de veras convencido de ello? ¿Qué lugar ocupan en mi vida la oración, la ascesis, el compartir? La oración ha llenado todo este libro de To­bías. ¿Llena también cada uno de mis días? La ascesis o capacidad que tiene el hombre de dominar sus deseos, sus pulsiones, la ejerzo yo también con mis rechazos concre­tos a abandonarme a mis caprichos y con la tenacidad en mantener mis propósitos? Él compartir es ser capaz de privarme de algo, de aceptar las molestias que se deriven de nuestra atención a los demás. ¿Acepto con alegría y con buen humor todo lo que puede estorbar a mis proyec­tos? ¿Qué es lo que hago exclusivamente «para ellos» y no «para mí»? Ser hombre de ese temple, de oración, de renuncia, de amor, vale más que montones de oro.

Porque la limosna libra de la muerte, purifica los pecados y

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obtiene la misericordia y la vida eterna... Cuando tú orabas con lágrimas, cuando abandonabas tus comidas para ente­rrar a los muertos... Yo presentaba tu oración al Señor. ¡La limosna purifica los pecados! ¡Obtiene la vida eterna! Amar... dar... Dios nos lo repite en todas las páginas de la Escritura. Pero, cuidado; la palabra «amor» es engañosa, ambigua. Cuando decimos «amo la primavera»... no es la primavera a la que amamos, sino a «nosotros mismos». Cuando una madre, digna de ese nombre dice: «amo a mis hijos»... es porque es capaz de sacrificarse por ellos. Así el mejor punto de referencia del verdadero amor, es la «capacidad de sacrificarse» por amor: «no hay más grande amor que el dar la vida por aquellos que se ama». (Juan 15, 13). «Cuando abandonabas tus comidas... cuando eras capaz de sufrir molestias por los demás...» decía ya, con mucha experiencia humana el autor del libro de Tobías.

Y porque eras agradable a Dios, fue necesario que la tenta­ción te pusiera a prueba. He ahí una concepción muy positiva de la tentación: el banco de prueba, el lugar donde se verifica la calidad de una cosa. Ante la prueba, nos viene la idea de preguntarnos: «qué es lo que yo he hecho a Dios?» Tobías, con toda la tradición espiritual de sabios y santos, nos dice aquí que la prueba no es precisamente un castigo, sino que puede conside­rarse como una misteriosa prueba de amor, de un amor exigente.

Soy «Rafael», uno de los siete ángeles que están siempre presentes ante el Señor. Es hora que retorne junto a Aquél que me ha enviado. En cuanto a vosotros, bendecid a Dios y proclamad sus maravillas. ¿No os recuerdan estas palabras el final del evangelio? El antiguo Testamento, si sabemos leerlo, nos prefigura el Nuevo.

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Décima semana ordinaria

LUNES

/ / Corintios 1,1-7

La segunda Epístola a los Corintios es muy «personal»: Pablo habla mucho de sí mismo, se «abre»... Es una per­sonalidad que tiene mucho de prodigiosa. A veces es tierno, a veces violento: audaz y tímido; un pobre hombre a quien las pruebas han debilitado y que a la vez está lleno de la misma fuerza de Dios.

Yo, Pablo, que por voluntad de Dios soy apóstol de Cristo Jesús, os deseo gracia y paz de parte de Dios. Incluso un simple saludo al comienzo de una carta, le es ocasión de revelar «lo que hace vivir», el «sentido que da a su vida». Es apóstol «por voluntad de Dios»... Saluda «de parte de Dios»... Está tan lleno de Dios que, a cada instante y a propósito de las mil naderías de la vida cotidiana, ese Dios-a-quien-ha-entregado-su-vida aparece en todo lo que hace: en las veinte primeras líneas de su epístola, contamos ya seis veces la palabra «Dios»... y cinco veces la palabra «Cristo»... Señor, que no haga yo nada artificioso en mi propia vida: te pido humildemente que me ayudes a vivir de Ti de ese modo.

Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo... Padre de las misericordias... y Dios de toda consolación... He ahí ya cuatro maneras de nombrar a Dios. Esto nos recuerda al enamorado que halla diversos nombres para hablar de su amada. ¿Qué es Dios para mí? ¿Qué letanía de nombres podría yo aplicar de veras a Dios? Nadie puede ocupar mi lugar para ello, para diri-

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girme así a Dios. Puedo intentarlo, en el secreto de mi oración de HOY. Mi Dios... Mi Amor... Mi Padre... El que me levanta... El que me perdona... El que me da vida...

Que nos consuela en todas nuestras pruebas... Los sufri­mientos de Cristo abundan para nosotros... Cuando vamos descubriendo el afecto apasionado de Pa­blo a Dios, nos sentimos inclinados a decir una vez más: «todo eso es muy hermoso pero no es para mí»... Ahora bien, al instante descubrimos a un pobre abrumado por las preocupaciones y «tribulaciones» -seis veces el término «prueba» o «sufrimiento» aparece en esas líneas-. No. la Iglesia de Corinto no era una iglesia tranquila para el responsable de ella. Y la oración de Pablo no debió de ser muy fácil todos los días. Señor, ayúdame a valerme de todo, incluso del sufri­miento, para unirme a ti. Que incluso el vacío y la seque­dad que siento, lleguen a ser como una oración: la espera, el deseo... «Como una tierra seca, sedienta, falta de agua... mi alma tiene sed de ti.»

La consolación. Término pronunciado nueve veces en estas mismas líneas. Leo de nuevo este pasaje dejándome penetrar por el en­canto de la palabra «consolación». Pablo quiere que nos quedemos con esa idea que repite incansablemente. ¿Qué es la consolación? - U n a alegría... Pero un gozo después de una pena... Una alegría con­quistada o recibida. No la «alegría fácil» que viene sola, sino la que viene después de los riesgos, después del sabor amargo de las pruebas. Y por eso es mejor.

Así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consola­ción... ¡Qué sea así Señor, para todos los hombres que sufren!

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MARTES II Corintios 1. 18-22

He ahí un ejemplo concreto del género de prueba que Pablo tenía que superar. La comunidad de Corinto estaba en plena ebullición, con grupos de cristianos, opuestos los unos a los otros sobre cuestiones graves que la primera Epístola a los Corintios trataba de resolver. Pero debieron de continuar las querellas e incluso los adversarios de Pa­blo habían lanzado contra él unas acusaciones que le obli­garon a defenderse.

Hermanos, tomo por testigo la fidelidad de Dios: la palabra que os dirigimos no es «sí» y «no» a la vez. Debieron de acusar a Pablo de ser «mudable», de no saber tomar partido. Contestando a las preguntas que le hacía la Comunidad, debió de matizar de tal manera para no herir a nadie que ahora se le reprocha ser un indeciso que no sabe lo que quiere. Sucede a menudo que el hombre «conciliador» se en­cuentra dividido en su afán de querer conciliar puntos de vista y personas opuestas. Pero Pablo se defiende. Su única fidelidad no es a los partidos humanos sino a Dios. Se apoya en Dios: «tan verdadero como Dios es fiel» he tratado de ser sincero con vosotros. El mundo moderno va descubriendo las leyes de la comunicación entre las personas. Nada hay más difícil que «comunicarse». Muchas divisiones e incomprensio­nes provienen del «lenguaje». Las palabras no tienen el mismo sentido para todos. Se hiere sin quererlo. ¡Señor, ayuda a los hombres a comprenderse! Ayúdame a que mi lenguaje sea «sí» y «no», claro y neto.

El Hijo de Dios, Jesucristo, que os hemos anunciado nunca ha sido a la vez «sí» y «no». Siempre ha sido un «sí». Esta definición de ti, Señor, que hoy descubro, me en­canta. Cristo es un «sí». Sí, es decir, «lo positivo», «la claridad», «la simplicidad», «la franqueza», «la acogida».

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«la aquiescencia», «la disponibilidad». Sí es la palabra del matrimonio, del amor, del consentimiento del otro. Sí, es el símbolo de un «ser que no está vuelto en sí mismo» sino «que se vuelve hacia el otro». Sí es una «respuesta». Hay que ser dos para que exista un sí, en correspondencia a la secreta espera del otro. De esta manera el «sí» termina y satisface una espera. Jesús es «aquel-que-ha-dicho-siempre-sí-a-Dios». Que sea yo tam­bién un «sí».

Todas las promesas hechas por Dios han tenido su «sí» en Jesucristo. Jesucristo es el «sí» de Dios. En Jesús, Dios ha dicho «sí» al hombre. Es también una especie de matrimonio, una alianza. ¡Qué misterio! Dios se ha comprometido con­migo, como el esposo se compromete con su esposa. Ahora bien, Dios es fiel. Y ¡yo lo soy tan poco!

Es también por Cristo que decimos «amén» a Dios, nuestro «sí» para su gloria. El término «amén» en hebreo es el equivalente a nuestro «sí». En las liturgias de la misa trataré de pronunciarlo pen­sando en lo que digo. Decir «sí» a Dios. Y en mi vida cotidiana lo pronunciaré mejor por los actos de cada día. «Es por Cristo que decimos "sí" a Dios.» Ciertamente, «por mí mismo» sería incapaz de ello.

Dios nos marcó con su sello -nos ha consagrado- y, en avance a sus dones nos ha dado: al Espíritu Santo que habita en nosotros. Pablo partió de una discusión en la que se defendía de los ataques contra su propia persona: pero lo vemos ahora elevado a los más altos misterios. ¡La inhabitación del Espíritu en el corazón del hombre! Pablo era un hombre consciente de llevar a Dios consigo. Señor, ¿es esto verdad? Y es sólo un «a cuenta», un «pri­mer avance», ¡un comienzo de lo que será un día total y definitivo! ¡Gracias!

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MIÉRCOLES

/ / Corintios 3, 4-11

Hermanos, si tenemos tanta confianza delante de Dios, gra­cias a Cristo... No es a causa de una capacidad personal de la que podríamos atribuirnos el mérito. Con el tema de la «tribulación», el tema de la «confianza» es uno de los más importantes de san Pablo. El cristiano no es un timorato, un semi-hombre, una larva, es un ser lleno de seguridades. Hay HOY algunas timide­ces, una vergüenza de ser cristiano, ciertos miedos de afirmar, que repugnarían a san Pablo si volviera entre no­sotros. ¡No! Pablo no baja la vista. Frente a sus adversarios se presenta como un hombre «seguro de sí mismo». «Si te­nemos tanta confianza...» Tanto más seguro porque ¡su confianza no proviene de él! Pablo se conoce. Se sabe débil e incapaz. Dame, Señor, esta confianza que se apoya en Ti y no en mí.

Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza. Estas fórmulas nos ponen de entrada en una actitud aco­gedora y abierta. Ni la vida cristiana ni el ministerio en la Iglesia son realidades que construimos, son realidades que recibimos... que nos han sido «dadas». También yo, Señor, quisiera ser todo disponibilidad, tener siempre abiertas las dos palmas de mis manos, como el sacerdote en el altar, la posición del orante... en la postura del mendigo que espera recibir. Así estoy ante Ti, Señor, abre mi corazón.

Comparación entre el ministerio de Moisés y el de los mi­nistros de la nueva alianza: la letra y el espíritu. Los judaizantes de la Iglesia de Corinto -que reprochaban a Pablo sus novedades en relación a la antigua Ley ju-

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daica- trataban de desacreditar el carácter apostólico de san Pablo y su postura en relación a la Ley de Moisés. Pablo se defiende con una triple «comparación»: La Ley Antigua: una «letra» demasiado material... una «gloria velada» antes deslumbrante... una «condenación del pecado»... La nueva Alianza: un «espíritu» interiori­zado... «una gloria manifiesta y resplandeciente»... una «justificación del pecado»... Esta comparación confirma a Pablo en su confianza. La historia sagrada progresa. Dios conduce esa historia. Lo que Dios había revelado a Moisés en su tiempo, era bueno. Pero lo que nos revela en su Hijo Jesús es mejor aún y hace caducar todo lo precedente. Danos el sentido de TU HOY. Ayúdanos a ver claramente lo que Tú quieres para tu Pueblo, para tu Iglesia. Ayuda a esta Iglesia a no encerrarse de nuevo en «la letra» sino a dejarse llevar por el «Espíritu». Es verdad, Señor, siento siempre la tentación de pararme.

La letra mata, pero el espíritu vivifica. En mi vida este riesgo es constante. Quedarme sólo en el cumplimiento formal de gestos, contentarme con una rec­titud exterior, según la letra. Así se degradan las más her­mosas cosas: lo mismo sucede con las más hermosas vo-, caciones, profesiones, plegarias... los más sanos amores y los más puros sentimientos. Ayúdame, Señor, a no cesar de vivificarlo todo con una nueva vida. No hacer mi quehacer de HOY sólo de un modo formal, porque hay que hacerlo, sino poniendo en él todo mi ser. «Espíritu... ven sobre el mundo... danos la vida...»

122 10.a semana ordinaria

JUEVES

/ / Corintios 3, ¡5 a 4, 6

Pablo prosigue su propia defensa frente a los ministros de la Antigua Alianza. Se defiende porque se le ataca y acusa: pero toda su argumentación descansa sobre Cristo y no sobre sí mismo.

Hoy todavía, cuando se lee la ley de Moisés, un «velo» se extiende sobre el corazón de los que escuchan... Pero cada Vez que nos convertimos al Señor, el velo se levanta. Pablo utiliza aquí un argumento comprensible para los ju­díos que le atacaban. En la Biblia, en efecto, se presenta a Moisés bajando del Sinaí cubierto con un velo para ocultar el resplandor de su rostro luminoso por el contacto de Dios. Pabló saca de ello otra conclusión: los judíos están siempre bajo ese velo porque es oscuro su entender la Palabra de Dios. Solamente Cristo permite interpretar totalmente el Anti­guo Testamento.

Porque el Señor es el Espíritu y donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad. Pablo afirma rotundamente que es «libre». Es su bien más preciado. Bien quisiera yo también ser libre, con esa libertad interior que viene de Ti, Señor. Libérame. Siento dolorosamente todas mis cadenas, todos mis límites.

Todos reflejamos la gloria del Señor... Nos transfiguramos a su imagen, por la acción del Señor que es Espíritu... La iluminación del rostro de Moisés en la Antigua Ley era privilegio de uno solo. HOY es el lote de todos los cre­yentes. ¡Son unas afirmaciones muy fuertes! Quiero releerlas. Recibirlas. Creer en ellas.

10.a semana ordinaria 123

Algo de Dios se «refleja» en mi rostro. Soy un «reflejo» de Dios. Mi precio es pues inestimable. Soy importante. No soy solamente el fruto del azar. Hay en mí una participación del infinito de Dios, de la Gloria de Dios: cuando soy inteligente, es la Inteligencia divina que se refleja... cuando amo, es el Amor divino que se refleja... cuando soy dinámico y activo, es el Creador que crea por mí.

Por esto no desfallecemos. No teniendo de qué avergonzar­nos, no tenemos que ocultar nada. He ahí también esa «confianza», esa «solidez» de Pablo.

No empleamos un procedimiento cualquiera, no falseamos la Palabra de Dios. ¡Ah, no! Que no se me acuse de esto, dice san Pablo. ¿Podríamos decir nosotros lo mismo? Danos, Señor, la gracia de no falsear tu Palabra, de no traicionarla jamás durante toda nuestra vida.

No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor y a nosotros como siervos vuestros por Jesús. Un servidor. Tal es el ministro de Jesús. Ninguna vanaglo­ria personal. Este es también un tema constante en Pablo: se siente débil. La causa de muchas de nuestras penas ¿no será quizá que contamos demasiado con nuestras propias fuerzas? Renunciar a toda «primera fila» a toda «procla­mación» de nosotros mismos, para no «proclamar» más que a Jesucristo.

Dios ha hecho brillar la luz en nuestros corazones para irra­diar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. Releer detenidamente esta frase.

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VIERNES

/ / Corintios 4, 7-15

Este tesoro de la luz divina lo llevamos como en recipientes de barro sin valor. La imagen es sugestiva. El apóstol, el cristiano también lleva consigo un «tesoro» precioso: lleva a Dios. Pero como los demás, paganos o no creyentes, sigue siendo un hombre frágil. Grandeza y debilidad. Misterio del hombre: un vaso de barro sin valor lleno de una ri­queza sin precio.

Así resulta patente que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros. Sus adversarios acusaban a Pablo de ser un pobre hombre. Pues bien, dijo, «soy un pobre hombre». Confiesa ser dé­bil, incapaz. De ese modo será evidente que la actividad apostólica que realiza no le viene de sí mismo, sino de Dios. Ayúdame también, Señor, a aceptar francamente mis pobrezas, mis límites, permaneciendo vinculado a Ti inquebrantable­mente, a fin de que tu poder resplandezca en mi debilidad. Descripción del estado psicológico del apóstol y -guarda­das las proporciones- del cristiano:

Atribulados en todo... pero no abatidos... Perplejos... pero no desesperados... Perseguidos... pero no abandonados... Derribados... pero no aniquilados... Eso fue en efecto la vida de tu apóstol Pablo. Su vida acabará con el sacrificio brutal, la «cabeza cercenada» a las puertas de Roma. ¿Por qué, Señor, permites para tus amigos una vida tal? Lo más sorprendente es que Pablo no se queja en abso­luto. Su tono es más bien triunfal. Es la vida exultante de un hombre totalmente entregado. ¡Es un hombre «en pie», derribado pero no aniquilado! Reanudación de las biena­venturanzas.

10.a semana ordinaria 125

Mi vida HOY, ¿tiene esa energía? ¿Se arrastra, perdido el ánimo? En la prueba, ayúdame, Señor, a no ser jamás abatido ni aniquilado.

Llevamos siempre en nuestros cuerpos la agonía de Jesús, a fin de que la vida de Jesús también se manifieste en nuestro cuerpo... No, no hay desesperación en el alma de Pablo. Su vida es dura, es verdad... La Iglesia de Corinto está turbada, es verdad... Hasta el punto que puede hablar de agonía. Pero es para que triunfe la vida. Es para que el-misterio de Jesús continúe. En todo hombre que sufre hay un misterio de vida, una prolongación de la vida de Jesús. Ayúdanos, Señor, a interpretar todos los acontecimientos de HOY con esta clave: acontecimientos del mundo, acontecimientos de la Iglesia, acontecimientos personales. Ayuda a cada hombre a comprender un poco «el sentido» que su sufrimiento podría adquirir en Cristo: una muerte para una vida.

Porque sabemos que quien resucitó al Señor Jesús también nos resucitará con Jesús y nos colocará junto a El. No, Dios no quiere el fracaso. Dios no quiere el sufri­miento. Dios no quiere la muerte. La Iglesia es la encar­gada de «anunciar la vida», la resurrección que Dios quiere. El proyecto de Dios respecto a la humanidad, su última palabra es Jesucristo. Vivo. Super-vivo, que pasó por la agonía bajo los olivos de Getsemaní, de noche... pero ahora exultante de vitalidad y de gozo, desde la ma­ñana luminosa de Pascua...

Y todo esto para que suba una inmensa acción de gracias para gloria de Dios. Pobrezas, limitaciones, pecados, muerte... Todo esto ter­mina en una actitud del corazón: una acción de gracias, una «eucaristía», un cántico y finalmente un gracias.

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SÁBADO / / Corintios 5, 14-21

Hoy leemos un texto ardiente como lava en fusión. Pablo nos confía su secreto: por qué vive. Su tarea de apóstol es exaltante: construir un mundo nuevo con Dios. Bastaría leer lentamente cada una de esas frases y dejar que reso­nasen en nosotros.

Hermanos, el amor de Cristo nos apremia, cuando pensa­mos que uno solo murió por todos. Todo empieza y termina aquí: amar a alguien, amar apa­sionadamente a Cristo. La imagen es fuerte: Pablo se acuerda a menudo del camino de Damasco, donde fue literalmente «atrapado». ¡Cuan lejos estoy, yo, de esta pasión! ¡Cuan fría es mi fe! ¡Haznos descubrirte, Señor! ¡Apodérate de nosotros! Que comprenda al fin que «has muerto por mí», que has «dado tu vida» porque nos amas.

Cristo murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven sino para aquel que murió y resucitó por ellos. Estas palabras han sido incluidas en una de las nuevas «plegarias eucarísticas» de la misa. Es una de las verdades esenciales de nuestra Fe. Es uno de los sentidos esenciales de la misa y cada vez, una de sus funciones en nosotros. El hombre no es un ser para vivir «para sí»... el hombre es un ser «para los demás». Así lo hizo Cristo. Muerto por amor. Muerto para todos. Cristo murió para liberarnos de «vivir para nosotros mismos»: para que «no vivan para sí los que viven»... a fin de permitirnos que nosotros ame­mos así y entreguemos nuestra vida. ¿Qué haré HOY en ese sentido? El hombre no fue hecho solamente para amar a sus her­manos de la tierra, fue hecho también para amar a Dios, para amar «a aquel que murió y resucitó por él». ¿Has muerto por mí, Señor? ¿Cómo permanecería yo in­diferente?

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En adelante, no conocemos ya a nadie de una manera exclu­sivamente humana. El texto griego dice: «no conocemos ya a nadie según la carne». «La carne», para Pablo, es «el hombre-sin-Dios», el hom­bre encerrado en su humanidad, el hombre encarcelado, seccionado de Dios. Dicho de otro modo, para nosotros cristianos todo ha cambiado en nuestras relaciones con los demás: no conocemos ya a nadie como si Dios no exis­tiera... los vínculos humanos son diferentes, ya no son dictados solamente «según la carne». Adoptando el cora­zón infinito de Dios, se establece un nuevo estilo de rela­ciones. Conocen a los demás «a la manera de Dios». Amar como El.

Si alguien está «en Cristo Jesús», es una nueva criatura. El mundo viejo pasó, un mundo nuevo ha nacido ya. Es mejor no comentar, sino saborear: repetir esas palabras divinas. Todo es nuevo. Dios rejuvenece todas las cosas, lo renueva todo. Gracias. Se tiene la impresión de que san Pablo es consciente de estar participando en el «alba de un mundo nuevo»: es una nueva creación del hombre, ¡como si Dios creara de nuevo al hombre! Y el apóstol trabaja con Dios en esa re-«crea-ción». Desde mi lugar, ¿participaré también en ella?

Todo esto proviene de Dios, que nos reconcilió consigo, y nos confío el ministerio de trabajar para esa reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo con­sigo. Somos pues embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortara por medio de nosotros diciendo: dejaos reconciliar con Dios. Creación nueva. Alianza nueva. Reconciliación universal. Amor. ¡Ah Señor, queda mucho trabajo a hacer en el taller del mundo! ¡Cuántos seres destrozados, cuántas rupturas, cuántas relaciones insatisfactorias, cuántas «reconcilia­ciones» a llevar a cabo: de hombre a hombre, de grupo a grupo... y de hombre a Dios!

128 11.a semana ordinaria

11.a semana ordinaria

LUNES

/ / Corintios 6, 1-10

Como cooperadores de Dios os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios... Debió de ser para Pablo un gran gozo, una muy útil certeza el pensar que cooperaba con Dios. Mi experiencia ni coin­cide a menudo con la de Pablo, y, sin embargo... Pensando en mis trabajos de HOY, trato de considerarlos como una cooperación, como un «trabajo con» alguien, contigo, Se­ñor. ¿Es verdad, Señor, que la gracia que nos otorgas puede resultar vana? Aplico esta consideración a mi vida... Y concretamente te pido perdón.

Ahora bien, éste es ahora el momento favorable. Los profetas del Antiguo Testamento hablaban así. Anun­ciaban el momento de la prueba «decisiva», la que no se volverá a presentar: una ocasión única que hay que saber aprovechar para convertirse. ¿Cuál es esta llamada para mí?

Lo que nos permite presentarnos como verdaderos ministros de Dios es nuestra vida entera: perseverancia... angustias... dificultades... cárcel... refriegas., fatigas... noches sin sueño... días sin comer... castidad... conocimiento de Dios... paciencia... bondad... dones del Espíritu... amor sincero... lealtad en la palabra... poder que procede de Dios... Estos son los signos que nos presenta Pablo de la verdad dé su ministerio de su fidelidad a Dios. Es la imagen que nos da Isaías del Servidor sufriente. Es también la imagen de Jesús. Es la imagen de la vida de Pablo. ¿Es algo la mía? ¿Cuál es mi grado de fidelidad a Dios? ¿Cuál es mi capacidad de superar las pruebas?

IIa semana ordinaria 129

En gloria y en desprecio... en calumnia y en buena fama... Tenidos por impostores, siendo veraces... Como desconoci­dos aunque bien conocidos.. Tenidos por muertos, estando vivos... Castigados, pero no condenados a muerte... Como tristes, pero siempre alegres... Como pobres, aunque enri­quecemos a muchos... Como los que nada tienen, aunque todo lo poseemos. Es preciso leer de nuevo detenidamente esas antítesis que ponen de manifiesto el contraste entre el aspecto exterior del apóstol y la realidad interior. Aparentemente ¡todo parece perdido! Pero, ¡qué confianza en lo hondo de sí mismo! ¡Qué alegría! Es una especie de re-edición de las Bienaventuranzas: Je­sús había dicho ya: «Felices... los que lloran», «Felices... los pobres». Y Pablo lo repite a su manera mediante su propia vida. No, no puede decirse que la vida cristiana sea una vida fácil. Pero no es una vida triste. La insistencia está claramente puesta en la segunda parte de cada una de esas frases, la parte positiva: «estamos vivos... estamos siempre alegres... lo poseemos todo...». De igual manera que la insistencia de Jesús en las Biena­venturanzas, se ponía sobre la primera palabra: «feli­ces»... Quizá el sentido profundo de la cruz es ser el triunfo del valor, del amor, sobre todo lo que puede afectar nuestras fuerzas vivas.

130 11.a semana ordinaria

MARTES

/ / Corintios 8, 1-9

En este pasaje san Pablo hace alusión a una colecta de dinero, una cuestación que había organizado en las comu­nidades fundadas por él, en provecho de la comunidad de Jerusalén. El amor fraterno no queda en las nubes, se concretiza.

Os damos a conocer, hermanos, la gracia que Dios ha otor­gado a las iglesias de Macedonia. Esta «gracia» es haber dado de sus bienes, haber ejercido la caridad para con los hermanos más pobres. Todo es gracia. Dios ayuda.

Aunque probados por muchas tribulaciones, su gran alegría y su suprema pobreza han desbordado en tesoros de genero­sidad... Son pobres los que han dado a otros más pobres. Encon­tramos aquí de nuevo las paradojas aparentemente con­tradictorias de la vida, según las bienaventuranzas: tribu­lación-alegría... pobreza-generosidad... (muerte—vida= Pascua). Ayúdanos, Señor, a transformarlo todo así, en mudar la prueba en alegría, según el misterio de tu Pascua.

Han contribuido espontáneamente con todos sus medios y aun más pues soy testigo de ello, y nos pedían con mucha insistencia la gracia de ayudar a los fíeles de Jerusalén. Así pues no hubo necesidad de pedirles ni de insistir... los cristianos mismos se lo proponen. Concédenos, Señor, esa espontaneidad en tu servicio.

Os invito a dar la prueba de vuestra caridad sincera: cono­céis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enri­quecierais con su generosidad.

/ / . " semana ordinaria 131

Para convencer a los corintios de que participasen en la colecta, el argumento expuesto por san Pablo es directa­mente teológico, doctrinal. No es una cuestión de filantro­pía, de solidaridad simplemente humana. La razón es imitar a Jesucristo. La moral cristiana, para san Pablo, es una reproducción de los hechos y gestos de Cristo. Compartiendo, empobreciéndose voluntariamente -espontáneamente- se continúa lo que hizo Jesús. «El cual, siendo rico, se hizo pobre.» Es el sentido de uno de los tres votos que hacen los religiosos en la Iglesia. Pero es también el sentido de todo gesto de verdadera caridad. Con un gesto tan banal, tan a ras del suelo, como «dar dinero», prolongo la encarnación de Jesús. Antes de hacer alguna aplicación práctica empiezo primero, como Pablo, por detenerme a contemplar a «Jesús pobre», habiendo sido rico. Trato de imaginar esa pobreza de Cristo... las humillaciones, los desprecios, las incomprensiones y esta inverosímil obediencia a su condición de hombre, en que ¡seguía siendo Dios! «El, que era de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se ano­nadó»... (Filipenses 2,5). Este empobrecimiento no es, de otra parte, una actitud morbosa -¡la pobreza por la pobreza, como el placer de infligirse daño!-: La pobreza de Jesús tiene ,una finalidad positiva. Se hizo pobre «por nosotros», «para enriquecer­nos». No es la privación en sí lo que es bueno, es bueno el compartir que ella hace posible. ¿Qué participación esperas Tú de mí, Señor? Dame el va­lor y la espontánea alegría de hacerlo.

132 ¡1.a semana ordinaria

MIÉRCOLES

/ / Corintios 9, 6-11

Recordad el proverbio: «el que siembra poco, cosechará poco». «El que siembra en abundancia, cosechará también en abundancia.» La caridad es como una siembra. El gesto humano se am­plifica y se convierte en una cosecha. Pero al sembrar se corre un riesgo: no se sabe cómo será la cosecha, ni si­quiera se sabe si se cosechará. Ayúdanos, Señor, a dar así, con largueza, sin cálculo, sin provecho.

Cada cual dé según haya decidido en su corazón, no de mala gana ni forzado. Cristo solamente quiere «voluntarios». Reflexiono sobre todas mis obligaciones... ¿Las cumplo a la fuerza? o bien ¿las he «decidido» en mi corazón, de buena gana?

Porque Dios ama al que da con alegría. Decididamente la «alegría» es uno de los temas de esta carta; y se repite en cada página de san Pablo. ¡Me exa­mino respecto a ese deber de estar alegre! ¿Cómo es mi vida? ¿Permanezco habitualmente gruñón, encerrado en mí mismo, taciturno, de mal humor, pesimista, amargado, agobiado...? ¿Cómo me esfuerzo en estar alegre, feliz, abierto, optimista, animando a los demás y a mí mismo? Oh, Dios, Tú a quien agrada la alegría, que amas al que da con alegría, ayúdanos a hacer de nuestras vidas una «ac­ción de gracias» -en griego, una eucaristía-.

Poderoso es Dios para colmaros de toda gracia. Repíteme esta frase, Señor... «Poderoso soy para...» Te la repito a mi vez... «Poderoso eres, Señor, para...» ¡Cuánto necesito oír esta Palabra! Gracias. La medito. La creo. Me impregno de ella. Tú no escatimas, Señor, Tú das superabundantemente.

11.a semana ordinaria 133

A fin de que teniendo en todo y siempre todo lo necesario... ¡Qué redundancia, qué certidumbre! Siempre, todo, en todo.

Tengáis aún sobrante para toda obra buena. El argumento es el siguiente: no temáis dar, porque Dios os ha colmado suficientemente para que, a la vez, colméis a los demás. La colecta material, organizada por Pablo en beneficio de los pobres de Jerusalén, resulta así expresión de la abundancia espiritual que Dios prodiga. El donante es como un ministro de la bondad de Dios. Dios nos ha dado sin calcular: el que quiera ser hijo suyo debe imitarle.

Dios os enriquece en todo, para que seáis generosos, y esta simplicidad provocará por nuestro medio acciones de gra­cias a Dios. Así la limosna, el don es el medio por el cual el cristiano da gracias a Dios por todo lo que ha recibido para sí y le glorifica por su bondad. Evoco «todo lo que he recibido de Ti», Señor... ¿Cómo te daré gracias? Siendo «generoso», empleándolo con sim­plicidad. Para san Pablo no basta con que sus cristianos den dinero y sean generosos, es preciso que den «un sentido pro­fundo» a su gesto: un gesto «signo» de Dios... un gesto que «suba» hacia Dios...

134 ¡1.a semana ordinaria

JUEVES / / Corintios II, ¡-11

Pablo, por razones que se ignoran, había cuidado de no pedir a los corintios, nada para su subsistencia; seguía viviendo de la ayuda que precedentemente había recibido de los habitantes de Filipos, en Macedonia. Pero sus ene­migos se aprovechaban incluso de esto para denigrarle. «Si no os pide nada es que no os ama.» Otra vez pues le vemos obligado a defenderse.

Hermanos, ¿podríais soportar un poco mi necedad? ¡Sí que vais a soportarla!... Cuando se ataca su «desprendimiento» y desinterés, lo encuentra demasiado fuerte y no lo soporta. Lo que dirá será algo fuera de tono, difícil de comprender, exaltado. Toda su fogosidad apasionada estallará: y es una «pasión» loca por Dios. Sí. Pablo es capaz de hacer locuras, excen­tricidades, incomprensibles para el que no ha amado nunca... ¡comprensibles cuando se ama!

A causa del amor celoso que os tengo, que es el mismo amor de Dios por vosotros. Mirad, ¡nada menos que esto! Es consciente de amar «con el corazón mismo de Dios». No es extraño que sea «exce­sivo», ¡es un amor «infinito»!

Pues os tengo desposados con un solo esposo, sois la esposa virgen y santa que he presentado a Cristo. Afortunadamente ya nos había advertido que diría locu­ras. ¡«Desposados» con Dios! ¡«Aliados» de Dios! ¡«Amados» de Dios! No es la única vez que Pablo habla así. La Iglesia es la esposa de Cristo. La Humanidad es «amada apasionada­mente» por Cristo. Tengo que escuchar y volver a escuchar, en el silencio de mi meditación, esas fórmulas. Yo soy amado.

11.a semana ordinaria 135

En otro pasaje Pablo dirá con más precisión todavía que el sacramento del matrimonio entre un hombre y una mujer es «signo» de ese otro matrimonio que liga Dios a la Hu­manidad... para lo mejor y para lo peor.

Pero, como la serpiente sedujo a Eva por la astucia, temo que se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceri­dad con Cristo. Aquí se evoca la verdadera noción de «pecado». No es solamente una infracción a una ley, ni tan sólo una falta moral contra nuestro ideal... es una infidelidad de amor. Haciendo el mal estoy «hiriendo a alguien que me ama»... «es una falta de atención y de fidelidad a él»... «a Cristo». Dejo que se eleve una plegaria, la que surge de mi cora­zón, partiendo de lo que se me ha revelado. Te pido per­dón, Jesús. Concédeme saber corresponder mejor a tu amor por mí.

Por la verdad de Cristo que está en mí, os digo que esa gloria no me será arrebatada. ¿Por qué? ¿Porque no os amo? Dios lo sabe. El amor «gratuito», desinteresado, que Pablo siente por sus hermanos de Corinto, tiene a Cristo como fiador y testigo: «¡Dios lo sabe!» Después de todo, le importa poco que se diga lo contrario. Dios lo sabe. Cómo quisiera yo también poder vivir bajo tu mirada, tener esa seguridad que proviene de saberse co­nocido por Ti.

136 ¡1.a semana ordinaria

VIERNES

/ / Corintios II, 18-30

La apología a la que Pablo se ve obligado, aunque no le agrade hacerla, levanta el velo sobre sus hazañas misione­ras. Como sus amigos lo han denigrado comparándolo a los que, según dicen, son apóstoles mejores que él, Pablo expondrá -y es consciente de ello que se trata de una locura- todo lo que ha hecho por Dios. Una especie de corta biografía impresionante.

Hebreo... Israelita... descendiente de Abraham... ministro de Cristo. He ahí sus títulos, según un orden creciente. Pablo lo recuerda: es judío de origen, su educación se hizo junto a los mejores fariseos israelitas de Jerusalén. No puede ponerse en duda que pertenece á la más auténtica «tradición». Es un innovador, es cierto. Lo es por estar todo él orientado hacia los paganos, o gentiles; pero no es por abandono de la integridad de su fe de judío... se trata de una fidelidad más profunda. Cristo lo escogió para El. Concédenos también, Señor, ser a la vez fíeles a la tradi­ción auténtica y estar decididamente volcados hacia el futuro.

Trabajos... golpes... cárceles... peligro de muerte... De los judíos recibí cinco veces treinta y nueve azotes... tres veces fui azotado con varas... y una vez apedreado... Estos son los suplicios que la Ley judía reservaba a los herejes, según el Deuteronomio 25, 2-3 y el Levítico 20. Así nueve veces fue «denunciado» Pablo por cristianos judaizantes que espiaban su manera de enseñar. Ayuda, Señor, las diversas tendencias de tu Iglesia de HOY a no destrozarse las unas a las otras.

Naufragios... bandoleros... falsos hermanos... noches sin dormir... hambre y sed... frío...

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La acumulación de todos esos peligros y pruebas es sor­prendente. El balance de la primera evangelización da mucha sangre derramada, muchas fatigas, y muchos obstáculos de toda especie. No. La Iglesia no nacía con facilidades. No es­taba todo hecho por adelantado. Fue preciso construir a fuerza de puños, lentamente y, a menudo, con todas las apariencias del fracaso. Que esto aclare, Señor, mi apreciación actual de la Iglesia.

Y aparte de otras cosas, mi preocupación diaria, el cuidado de todas las Iglesias. ¿Quién desfallece, sin que desfallezca yo? ¿Quién tropieza -en brasas- sin que yo me queme? San Pablo, rogad por nosotros. Ayudadnos también a lle­var el peso de todas las Iglesias... «a simpatizar, a sufrir con todos los que sufren»... a «no juzgar despectivamente a los que tropiezan o caen, sino a experimentar el dolor de su caída»... Aplico todo esto a mi vida. ¿Quién desfallece o es débil a mi alrededor? ¿Quién está en trance de tropezar cerca de mí?

Si hay que gloriarse ¡me gloriaré en mi flaqueza! Pablo opone la «flaqueza» de su apostolado a la «poten­cia» de que creen disponer los falsos apóstoles que le acu­san. Su flaqueza no le abate, le refuerza su convicción de que es Dios quien actúa en él. Que mis pobrezas, Señor, lejos de desesperarme me con­duzcan a Ti.

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SÁBADO

/ / Corintios 12, 9-10

Conozco a «un hombre en Cristo» que fue arrebatado hasta el tercer cielo y oyó palabras inefables... Unas revelaciones excepcionales... Pablo podría gloriarse de visiones, de gracias, de caris-mas, de fenómenos místicos. Se sabe portador de la ver­dad, gran teólogo, el mayor teólogo de todos los tiempos. Pero, en esas cosas, es discreto. No quiere que la prueba de su mandato apostólico se encuentre en los fenómenos carismáticos que verdaderamente le acompañaron. El único criterio de su ministerio apostólico es la flaqueza: saber aceptar con alegría y paciencia todo lo que une una vida a la humillación del Señor a quien sirve. «¿Me acusáis de no ser un verdadero apóstol?, parece decirnos. ¡Pues bien! ¿me parezco o no a Cristo que se humilló hasta des­fallecer para salvarnos?»

No dudaré en gloriarme de mis flaquezas, a fin de que el poder de Cristo habite en mí... Por todo ello acepto de corazón por Cristo las flaquezas, los insultos, los ultrajes, las persecuciones y las situaciones an­gustiosas. Cuando soy débil... entonces soy fuerte. Ningún aspecto morboso o masoquista en todo esto. No se alegra del mal que ha sufrido por el daño que le ha hecho. Se alegra de ser «fuerte», de ser más fuerte que el mal, de ser capaz de dominarlo. Tampoco ningún aspecto tenso o exaltado o estoico. No presume de sí mismo. No es su propia fuerza de voluntad la que está enjuego: conoce su flaqueza; pero Cristo sí que es fuerte y logra hacer apostolado con ese pobre y débil instrumento. Un secreto para no desanimarse nunca: no apoyarse en sus propias fuerzas. Es una gracia que me cuesta mucho aceptar. Concédemela, Señor. Repito las palabras anteriores de san Pablo como una plegaria y me

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atrevo a aplicarlas a mi propia vida: ¿Cuáles son mis fla­quezas, mis dificultades?

Para que nadie se forme de mí una idea superior a lo que en mí ve u oye de mí... Para que no me engría, tengo un agui­jón en mi carne, un enviado de Satán que me abofetea. Tres veces rogué al Señor que lo apartase de mí... Pero él me dijo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza.» ¿En qué consiste este aguijón doloroso, esa bofetada in­fernal? Una prueba tan punzante, que llega a ser insoportable. ¡Incluso a san Pablo! Contemplo esa triple súplica descon­solada de Pablo que lo abruma. Y pienso en la respuesta de Jesús: «no, amigo mío, gran apóstol mío, no te liberaré de este aguijón». ¡Nos encontramos en pleno misterio! Jesús también suplicó a su Padre entre los olivos de Get-semaní: y tampoco El fue inmediatamente liberado de su angustia extrema -de su «astilla» y de la bofetada de Sa­tán-. La «astilla» hizo sangrar su frente y sus manos y sus pies y su costado abierto. «El discípulo no es mayor que su maestro», dijiste Tú. Pero la cruz prepara la gloria. La resurrección de todos los que tienen un aguijón en la carne se aproxima día a día. ¡Pobre y miserable condición humana! ¡Maravillosa con­dición humana destinada a la gloria! ¡Gracias, san Pablo!

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12.a semana ordinaria

LUNES

Génesis 12, 1-9

Durante tres semanas leeremos la historia de Abraham y de los primeros patriarcas. Es ciertamente una historia «novelada» cuyas bases históricas están sólidamente an­cladas en la antigua civilización del Oriente Medio. Pero los narradores definitivos interpretaron los datos que te­nían para «poner de relieve» el valor de algunos aspectos de la Fe. A través de esos relatos HOY también nos habla Dios, y es nuestra Fe, la nuestra, la que debe estar a la escucha. La vida de Abraham, primer creyente, y en par­ticular su disponibilidad a la llamada de Dios, será quizá «nuestra historia», la nuestra, si queremos...

Abraham vivía entonces en Caldea. Es el medio más cultivado de la historia del mundo, en el que funcionan los más antiguos tribunales y Parlamentos conocidos de los historiadores, donde se elaboran las pri­meras legislaciones sociales, donde la agricultura llega al más alto grado de tecnicismo jamás logrado hasta enton­ces.

Un día el Señor le dijo: Vete de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre... Dios habla. Esta palabra no fue sin duda una palabra «ex­terior» debió ser probablemente «en su corazón» que Abraham oyó a Dios. Señor, ¿qué me dices HOY a mí? Alguna vez me quejo de no oír tu voz. Pero ¿sé escu­charte? ¿Estoy dispuesto a hacer lo que Tú quieras pe­dirme? Por ejemplo me quedo un rato en silencio para revisar mi jornada de HOY: las personas, los trabajos, las responsabilidades que hay en mi vida... ¿Qué me dices, sobre ello, Señor?...

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¡Ah, Señor! Cuando te pregunto concretamente sobre mi vida, tus palabras afluyen a mi conciencia.

Partió Abraham como se lo había dicho el Señor. El creyente es el que «responde» a Dios. Abraham aban­dona valientemente la brillante civilización para partir ha­cia lo desconocido del nomadismo. Deja una «casa» pro­bablemente confortable, de una ciudad civilizada para vi­vir, en adelante, «bajo la tienda», en los desiertos. ¿Cuál es mi respuesta a las invitaciones de Dios? No «la» de Abraham... sino «aquella que he oído yo» en el instante en que estaba exponiendo mi vida ante Dios. ¿Qué invita­ción me ha hecho Dios? Porque Dios no fuerza nunca. Respeta nuestra libertad: «está a la puerta y llama». Po­demos abrirle o rechazar su llamada. Ante mi jornada de hoy soy libre. Esto no quiere decir que puedo hacer «lo que me pase por la cabeza». No; pues hay cosas que Tú esperas de mí, Señor. Me las confías si yo sé escucharte. Me dirás también otras durante el día. Pero se trata siem­pre de invitaciones.

De campamento en campamento, Abraham llegó al Negueb, desierto al sur de Palestina. Una marcha incesante, un itinerario, un camino... en bús­queda de Dios. Nuestra vida humana ¿es también un ir adelantando en la búsqueda de Dios? Este es un buen resumen de la vida de «fe», la vida de todo creyente: - una llamada de Dios: Dios invita, tiene la iniciativa, desearía que... - una respuesta del hombre: el hombre dice «sí» o «no» a Dios. Y Jesús decía «hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo...».

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MARTES

Génesis 13, 2; 5-18

Hubo una disputa entre los pastores del ganado de Abraham y los del ganado de Lot. Abraham dijo: «Que no haya dis­cordia entre tú y yo, porque somos hermanos.» Y ¡henos ahí, inmediatamente, de pleno, en lo concreto de la existencia humana! Una querella de vecindad y de dere­cho de propiedad: los pastos no son suficientemente abundantes para el ganado de Abraham y de Lot, su so­brino... Los pastores de ambos se disputan entre sí. ¡Así suelen comenzar todas las guerras! nacionales o sociales. Veremos también que va a revelarse todo el «designio de Dios»: «Somos hermanos»... Porque Abraham trata de ser fiel a Dios, porque es hombre de fe y de oración, es también fiel a sus hermanos: decidirá libremente que Lot se quede con los mejores pastos, los del valle del Jordán, abundantes en riego... Y Abraham se queda con el resto: los collados más áridos de la montaña de Canaán. Dar al otro la mejor parte: Jesús repetirá ese gesto. Para Abraham, «la paz» es ya un bien superior a los bienes materiales. El amor fraterno ante todo. Es ya un «evangelio» vivido, es el tema del Amor: ley esencial del Reino. Señor, HOY, en la situación en que me encuentro, ¿cuido de promover la paz? ¿Soy un constructor de hermandad? Ayúdame a dejar pasar a los demás antes que yo. Que mi fe en ti sea también una exigencia de caridad. Que no pueda decirse: «adora a Dios, pero esto no le hace mejor». En tu designio, Señor, «oración y comunión fraterna» es­tán ligadas. El progreso, de etapa en etapa, que tú me pides, es a la vez una «búsqueda de Dios» y «una bús­queda de los hombres»: no hay más que dos mandamien­tos, se resuelven en uno, dirá Jesús.

Toda la tierra que ves te la daré. Abraham ha sido generoso, sin cálculo, para construir la

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paz fraterna. Este gesto de desprendimiento suscita, por así decirlo la generosidad de Dios. «Los que renunciaron a todo recibirán el céntuplo...» No se trata de ser negocian­tes, claro está. Pero queda fuera de duda que el que opta por Dios, no pierde. No quiero tomar esta Promesa únicamente en un sentido material e inmediato, Señor. Porque sé muy bien que hay gentes que te aman y que son desgraciadas y están en la miseria. Pero creo en tu palabra. Si no es HOY, creo sin embargo que colmarás un día a todos los que son fieles y buenos. Es necesario, Señor, es preciso que haya una jus­ticia.

Abraham vino a establecerse junto a la encina de Mambré, que está en Hebrón, y erigió allí un altar al Señor. A cada etapa de su vida, ¡la oración! Su primer gesto, doquiera que llegue para plantar su tienda: construir un altar, ponerse ante Dios. Finalmente, para este hombre de fe su espera profunda no es ante todo una «tierra» ni una «posteridad», es Dios mismo. ¡Señor, sé mi saciedad cotidiana! «El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.» Que sea tu presencia «lo que colme mi vida». ¡Erigir un altar! ¡Ofrecer mi vida!

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MIÉRCOLES

Génesis 15, 12; 17-18

-Me voy sin hijos... -Mira al cielo y cuenta las estrellas. Así será tu descenden­cia... Sorprendente diálogo. El gran sufrimiento humano de Abraham es no tener hijos. Así se lo confía a Dios. Este es también un problema de vida concreta. Y Dios «promete». ¡Una descendencia tan numerosa como las estrellas! Es inverosímil. Aparentemente es imposible. Y nosotros, miles de años después, sabemos que esa pro­mesa se ha realizado. Millones de judíos, de árabes y de cristianos honramos a Abraham como a nuestro padre. Pero él, en aquella época sólo veía que era viejo, que su mujer era estéril y que no tenía hijos. Así pues, Señor, Tú diriges nuestra mirada hacia el futuro. Eres dueño de lo imposible. El mundo no ha terminado. El porvenir está entre tus manos divinas. Nuestra Fe, tam­bién debe dirigirnos a nosotros «hacia el porvenir». ¿Qué haré hoy para trabajar en el sentido de Dios? Aun­que no pueda ver el resultado de ello. La historia avanza hacia su cumplimiento.

Abraham creyó en Dios y el Señor lo declaró justo. Confiar en Dios. Los años pasan y el hijo prometido no llega. ¿Serán enga­ñosas las promesas divinas? Abraham, sin embargo, sigue confiando. Continúa esperándolo todo de El. Dame, Señor, esta perseverancia y esta obstinación en la fe. Me detengo en un momento de silencio para evocar lo que espero, HOY, de Dios: tal gracia, tal liberación del pe­cado... que dura desde tiempo. Continúo creyendo en ti, Señor. Lo que prometiste se realizará.

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Un sombrío y profundo sopor invadió a Abraham... Espesas tinieblas... La fe, la certeza de Dios no suprimen cualquier angustia y obscuridad. En ciertos días esa espera interminable debió de parecerle muy dura a Abraham. Así en nuestras vidas, hay también noches vacías, oscu­ras, momentos en los que la prueba nos pone los nervios de punta. Ello es quizá un «signo» de que el Señor pasa, como en la vida de su amigo Abraham.

Aquel día firmó el Señor una alianza con Abraham. Dios actúa a menudo en nosotros cuando estamos vacíos de nosotros mismos y completamente receptivos a su ac­ción. Cuando todo parece perdido, como en la Pasión, es cuando la salvación pascual está cerca. Esta «Alianza» entre Dios y Abraham se expresa por ritos tomados de los usos de las tribus nómadas de la época: las dos partes contratantes se comprometen, aceptando ser despedazados como animales abiertos en canal, si dejan de cumplir la palabra dada. Pero Yavéh -Dios- pasa solo entre las víctimas, en forma de un «fuego», porque sola­mente su fidelidad queda realmente comprometida. Es algo emocionante ver a Dios así comprometido, acep­tando la forma misma de un contrato algo salvaje, un con­trato como el que hacían entre sí las hordas brutales de nómadas que sólo podían contar con la violencia. HOY todavía, Señor, quieres pactar «Alianza» con el hombre. Sé que, por tu parte, esta alianza será sólida.

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JUEVES

Génesis 16, 1-12; 15-16

Leeremos hoy un episodio de la vida de Abraham que parecerá quizá chocante a muchos de nosotros, occiden­tales. Este episodio es de capital importancia; permite, en efecto, relacionar el mundo musulmán -Islam=Ismael-con la Alianza y con la Fe monoteísta de Abraham. El Concilio Vaticano II ha sido necesario para que los cris­tianos reconocieran la dignidad del Islam, después de si­glos de guerras y oposiciones. Por desgracia las heridas entre árabes y judíos no se han cicatrizado. Para conven­cerse de ello basta evocar la actual situación política del próximo Oriente. De modo que, una vez más, un texto, aparentemente «lejano» y casi «arqueológico» se revela como de flagrante actualidad: la trágica envidia de Sara y Agar continúa en pleno siglo xx. Por lo mismo, los cristia­nos deberían también prodigar una mejor acogida a los árabes que vienen a trabajar entre nosotros... A través de ese contexto, ¡la «humanidad» de Dios quedará patente!»

Sara dio en maltratar a su sirvienta Agar -que estaba en­cinta- y ésta huyó de su presencia. Podemos imaginarnos esas escenas penosas, aunque re­sulten desagradables. La poligamia, admitida entonces, no es ciertamente una solución ideal. La primera mujer, Sara, no acepta quedar rebajada ante la segunda, Agar, cuando ésta le anuncia que, ¡por fin!, dará un hijo a Abraham. De ahí surgen las palabras duras, los golpes y la huida hacia el desierto.

El ángel del Señor la encontró junto a una fuente que hay en el desierto, camino del Sur. El diálogo que se inicia entre ambos está lleno de «bon­dad». Dios mismo, por medio de su mensajero, trata de arreglar las cosas. «Retorna donde tu ama... Muéstrate sumisa...

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Estás en cinta, darás a luz a un hijo y le darás por nombre Ismael. De este modo, también HOY Dios está presente en todas partes donde hombres divididos entre sí se dañan mutua­mente, tratando de ayudarlos a soportarse los unos a los otros. Te ruego, Señor, por los árabes y por los judíos. Te ruego por todos aquellos que están en conflictos...

Porque el Señor ha o/dd tu aflicción. Dejo que esta palabra penetre en mí. Nos revela más sobre Dios que muchas teorías. Nuestro Dios es un Dios que compadece. Un Dios que considera a todo hombre como hijo suyo. Un Dios que está presente doquier hay un hom­bre que sufre. Un Dios que no se deja encerrar en los santuarios o en los ritos, sino que está allí, junto a «la fuente del Sur» donde hay una mujer joven en cinta. Un Dios que no se resigna a ver a sus hijos desunidos o ene­migos. Señor, que mi oración por el mundo entero llegue hasta Ti. ¡Hay tantas aflicciones todavía después de lk de Agar!

Agar dio a luz un hijo a Abraham, y Abraham le puso por nombre Ismael. Abraham busca a Dios a través de las costumbres de su tiempo. Pero, no es siempre fácil hallar la voluntad de Dios. Abraham por un momento creyó que ese hijo sería el cumplimiento de la «promesa». Pero no fue así. De error en error, de sufrimiento en sufrimiento ¡avanza, a pesar de todo, hacia la realización de lo que Dios le ha prometido! Señor, me atrevo a pedirte que mis titubeos y mis errores sirvan a tu designio. «Dios escribe recto en líneas torci­das .» ¡ Afortunadamente!

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VIERNES Génesis 17, 1-9-10; 15-22

Dios dijo a Abraham... Dios le dijo también... Dios siguió diciendo... Abraham contestó... De nuevo dijo Dios... Solamente en esta página Dios toma la palabra cinco ve­ces. Y no se trata de palabras vagas, inútiles o en el aire. Dios habla con Abraham «en lo íntimo de su vida». El objeto de su conversación es la gran preocupación de Abraham de no tener un hijo. Con frecuencia quisiera yo también que rompieras tu silencio, Señor. Tengo la impre­sión de que te callas. Y me gustaría oír tu voz. - Si te oigo tan pocas veces, ¿no será porque no sé inte­rrogarte sobre lo que constituye «lo íntimo de mi vida»? Mis relaciones contigo no pueden quedar en vaguedades. Como sucedió con Abraham, mi vida debería ser la mate­ria de nuestras conversaciones, entre Tú y yo. ¿Cuál es mi preocupación, mi sufrimiento en este momento? ¿Qué responsabilidades tengo, qué proyectos? ¿Qué tengo que hacer HOY? Sobre todo esto te pido que me digas una palabra. ¿Qué piensas de todo ello? - Pero, si te oigo tan pocas veces, ¿no será, sobre todo, porque «no quiero oír» lo que Tú dices? O ¿será quizá porque sólo quiero escuchar lo que me agrada? Hago oí­dos sordos cuando oigo Palabras que no corresponden a mis deseos. En lugar de decir sinceramente: «Hágase tu voluntad»... siento la tentación de cambiar los papeles, diciendo «hágase mi voluntad»...

Anda en mi presencia y sé perfecto. Primera palabra. Esto es lo que también me pides a mí: «¡Anda!» «¡Avanza!» No seas pasivo. Levántate. Encár­gate de tu vida. «En mi presencia». Estoy contigo, te ayu­daré si tú empiezas la andadura. «Sé perfecto». Haz todo lo que puedas, progresa en todas tus empresas, ve más lejos, más alto, continúa, no te desanimes nunca, puedes hacerlo mejor todavía. Repítemelo, Señor.

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Observarás mi alianza... estableceré mi alianza contigo. Segunda palabra. Tú te adelantas, Señor, te comprometes. Te alias. Y me pides que me comprometa contigo leal-mente. «Una Alianza»=un contrato, una promesa firme de la cual no puede retractarse cuando se es hombre de honor y se ha dado palabra. «Entre tú y yo»=es ya una alianza de amor, como un desposorio. Para lo mejor y para lo peor. ¡Qué misterio, Señor! Tal es tu manera de amar. Y para sellar esa alianza con un signo concreto, un signo de pertenencia, Dios pide que toda la raza judía sea mar­cada por la «circuncisión». Dios hará de nuevo «Alianza» en el Sinaí, con su pueblo, en la sangre del cordero pascual. Pero, sobre todo, reno­vará una «Alianza» en el sacrificio del Cordero Verda­dero, Jesucristo. Para poder vivir como «aliados» tuyos, Señor, no pode­mos apoyarnos en nuestras propias fuerzas. Todo se apoya en tu gracia. En Ti, Jesús. Gracias.

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SÁBADO

Génesis 18, 1-15

En la encina de Mambré se apareció el Señor a Abraham, que estaba sentado a la puerta de su tienda. Era la hora más calurosa del día. Una escena muy bella, muy simple y fácil de imaginar. Es así como Tú nos sorprendes, Señor, si estamos dispo­nibles: en pleno mediodía, en el centro de nuestras jorna­das, en el marco familiar de nuestras vidas. El largo caminar de Abraham está marcado por hitos, por puntos de referencia por encuentros. Con frecuencia, como nosotros, tuvo que caminar de noche, sin verte, sin comprender. Y luego, de vez en cuando dabas una señal a Abraham, tu amigo. Hacías que sintiera tu proximidad. Ibas a él en la banalidad ordinaria de un pequeño suceso, en apariencia. Un acontecimiento que era preciso desci­frar y que otros no lo hubieran quizá interpretado así.

Vio a tres individuos de pie ante él. Aparentemente son seres humanos, nómadas que van de paso. La acogida. La hospitalidad. El servicio prestado. El amor fraterno. La atención al otro. El don de sí. ¡Cuidado! no faltéis a la cita, es Dios que pasa. El texto bíblico dice «el Señor se apareció»: eres Tú el que se presenta a la entrada de la tienda, pero bajo la forma de tres viajeros misterio­sos. El famoso icono de Rubliev no ha dudado en pintar las tres personas de la Trinidad a través de los desconocidos de este relato. ¿Tras de qué rostro te presentarás HOY, Señor? ¿Sabré encontrarte, a la entrada de mi tienda, hacia el mediodía?

Les sirvió agua, pan, un becerro tierno y sabroso, leche... Hace preparar para ellos lo mejor que tiene, aquello que

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necesitan. Aquello que quizá esperaban, porque era me­diodía. ¿Qué esperan HOY de mí, los que viven conmigo?

La risa de Sara. Trato de imaginarme esa risa algo trémula, esa alegría que estalla, que ilumina el rostro de ¡esa ancianita de noventa años! ¡No! es imposible; esos tres viajeros desconocidos están locos anunciando que Sara tendrá un hijo dentro de un año. Ríe porque le cuesta creer en esa promesa ridi­cula. Ríe también porque es feliz.

¿Es que hay algo demasiado maravilloso para el Señor? ¡Tal es la respuesta de Dios a la risa de Sara! En efecto, Dios propone siempre al hombre más de lo que éste se atreve a esperar. ¡Quieres, Señor, para nosotros, más de lo que queremos! Vas más allá de nuestros deseos. Tenemos un corazón demasiado pequeño. A través de esta «vida», concedida más allá de las leyes humanas, nos significas que quieres darnos una «vida» a la que no tenemos derecho. «Es que hay algo demasiado maravilloso para el Señor?» Quiero meditar esta palabra. Sí, lo creo, Señor. Tú quieres colmarnos. Tú quieres dar­nos mucho más de lo que te hemos pedido... pero fre­cuentemente «de otro modo». La vida terrestre, la que se desarrolla «junto a la encina de Mambre» o en otro lugar, la que ve nacer los niños en las familias... ¡es ya tan hermosa! Pero, ¡qué será la vida «ma­ravillosa» que nos tienes destinada!

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13.a semana ordinaria

LUNES

Génesis 18, 16-32

Dijo el Señor a Abraham: «¡Su pecado es gravísimo!» Señor, consideras realmente a Abraham como «Tu amigo». Le confías lo que se da en lo más íntimo de tu corazón. Eres un Dios Santo y no puedes pactar con el mal. No puedes admitir la maldad, la injusticia, la corrup­ción. Te desagrada el hombre perverso que quiere hacer el mal. Estás decidido a destruir el mal que va extendiéndose en la ciudad corrompida de Sodoma. Y confías tu propó­sito a Abraham. Señor, ¿soy suficientemente amigo tuyo para que com­partas, también conmigo, tu preocupación divina de «combatir el mal», de «hacer progresar el bien», en el mundo, en la ciudad donde habito, en la profesión en que trabajo? «¡Su pecado es gravísimo!»

¿No perdonarás por los cincuenta justos que hubiere en la ciudad? Abraham intercede a favor de toda la ciudad. Ruega a Dios por esta urbe, donde «hay tanto mal», en medio de tan «poco bien». Miles de hombres malvados... y ¿quizá cincuenta hombres justos? La fe me pone «en diálogo contigo» y me introduce en el misterio de la «salvación» de la humanidad. La fe me hace ver el mundo «desde un cierto ángulo»: lo veo como un mundo que hay «que salvar». Una humanidad a la que hay que ayudar a salir del mal. La fe me hace participar de tu manera de ver, Señor. Descubro los caminos de Dios. Creyendo en Ti, Señor, adopto tu punto de vista: en el fondo y a pesar de las apariencias ¡ quieres salvar a todos los hombres! Y los que son tus amigos, como Abraham, comparten tu preocupación.

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¿Qué haré, HOY, para ser un salvador? ¿A quién puedo ayudar?

«¿Me atreveré a interpelar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza?» Abraham se siente a sí mismo pecador. Ante el Dios Santí­simo, está al lado de la humanidad pecadora y pobre ama­sada de frágil barro. Quizá por esto, emprende la defensa de sus hermanos: se siente solidario porque hay también mal en él. Señor, ayúdame a no juzgar, incluso cuando «combato el mal»... pensando que yo mismo participo también de ese pecado. Necesito ser «salvado» yo primero. Mi deseo de salvar a los demás no es una superioridad orgullosa: por­que yo mismo he sido beneficiado, quisiera hacer llegar a otros el mismo beneficio: tu perdón. Que mi fe, Señor, me ayude a profundizar en mi solidari­dad con el mundo pecador, que diga yo de veras «perdó­nanos nuestras ofensas» -insistiendo sobre el «-nos»... contándome estar entre los pecadores-.

¿Quizá se encuentren allí diez. - En gracia de esos diez no destruiré la ciudad. A ese final tiende todo el relato. Ahí se revela la intención profunda de Dios: en realidad Tú no deseas castigar sino salvar... Esto es ya el evangelio: por «un solo Justo», Jesús, ha llegado la salvación a todos los pecadores. ¡Qué ' misterio de bondad, Señor! Algunos justos son suficientes para salvar a toda la comunidad. Concédeme la gracia, Señor, de ser de «los que contribu­yen a salvar»... y no de los que contribuyen a merecer la desgracia... Te doy gracias, Señor Jesucristo, a Ti que has dado tu vida por nosotros. ¡Concédenos la gracia de no condenar al mundo, sino de interceder por él, como tu amigo Abraham! HOY, en mi familia, en mi oficio o profesión, en los gru­pos que frecuentaré, quiero «atraer el perdón» para todos.

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MARTES

Génesis 19, 15-29

A pesar de la plegaria de Abraham Dios no encontró en Sodoma los diez justos que hubieran permitido salvar la ciudad. Sin embargo, Dios acepta que Lot, sobrino de Abraham, se libre del castigo.

¡Levántate! Toma a tu mujer y a tus dos hijas: no vayas a ser barrido por el castigo a la ciudad. El relato de la destrucción de Sodoma, surgió sin duda a consecuencia de un cataclismo natural -como suele ha­berlos hoy también- y que arrasó una ciudad del valle del Jordán. Los redactores de este relato, utilizando de nuevo una leyenda popular le insuflaron una «significación» de Fe: el tema de la «huida de una ciudad» es un tema im­portante a lo largo de la Escritura. En el contexto rural que era el del conjunto del Pueblo de Israel, la «ciudad» era considerada como la estancia del mal y del pecado. Aban­donar una ciudad, huir de ella, es reconocer su maldad, es «convertirse». Los hebreos serán así invitados a abando­nar las ciudades monstruosas de Egipto (Éxodo 1, 11), y luego, de Babilonia, símbolo de la perversión pagana (Isaías 48, 20; Apocalipsis 18, 4). La huida de los discípu­los de Cristo fuera de Jerusalén (Mateo 24, 16-20) reviste el mismo significado. Ayúdanos, Señor, a saber «interpretar» todos los aconte­cimientos, todas las situaciones a la luz de la Fe. En su' última Carta apostólica, el Papa Pablo VI aporta una apre­ciación matizada al fenómeno moderno de la urbaniza­ción. «En lugar de favorecer el encuentro fraternal y la mutua ayuda la ciudad desarrolla las discriminaciones y las indiferencias y se presta a nuevas formas de explota­ción y de dominio... Las fachadas esconden muchas mise­rias que los vecinos más próximos ignoran; y abundan otras miserias en que la dignidad del hombre falla: delin­cuencia, criminalidad, droga, erotismo...» El texto del

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Génesis se pronunciaba ya contra la ciudad de Sodoma para «poner un dique» a prácticas sexuales aberrantes.

Mostraste, Señor, gran misericordia conservándome la vida. Dios quiere «salvar». Este es otro tema de toda la revela­ción. Así, Señor, si todavía HOY juzgas y condenas el anoni­mato, la promiscuidad, la malsana incitación de nuestras Sodomas modernas, lo que siempre quieres es «salvar» más que destruir. Y esperas sin duda que los cristianos con otros muchos hombres de buena voluntad, actúen en nuestras ciudades y asuman responsabilidades a fin de inventar nuevos esti­los de relaciones humanas, para que todos puedan reali­zarse. Señor, te ruego por...

La mujer de Lot miró hacia atrás y se convirtió así en co­lumna de sal. La leyenda popular debió de explicar así la existencia de una roca de forma caprichosa, en la región estéril y salada del mar Muerto. El autor sagrado aprovecha éste hecho para introducir una lección: el evangelio también nos re­petirá que «no hay que mirar atrás» (Marcos 13, 16; Lucas 9, 62). «Que quien esté en el campo, no vuelva por la capa.» «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no es apto para el Reino de Dios.» Es ésta una ocasión suplementaria para poner de relieve la profunda correspondencia entre el antiguo y el Nuevo Testamento. A pesar de grandes diferencias en los modos de expresión y en las situaciones concretas, humana­mente... es siempre el mismo Dios el que nos habla. La historia de Abraham es un evangelio vivido por adelan­tado. Y por medio de esos relatos, Tú, Señor, nos hablas HOY. Ayúdanos a no «retroceder» a no «mirar atrás»... a no echar de menos lo que nos mandas dejar. De esta manera los primeros apóstoles «abandonaron las redes» para se­guir a Jesús.

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MIÉRCOLES

Génesis 21, 5; 8-20

Abraham tenía cien años cuando nació su hijo Isaac. Dios es fiel. Mantiene sus promesas. La fe de Abraham, puesta a prueba tanto tiempo, no fue vana. Después de una larga espera, el plan de Dios se realiza. ¡No tienes prisa, Señor! Toda la eternidad es tuya para que cumplas, para que termines tu creación. Estoy seguro de que también se cumplirán todas tus otras pro­mesas: la de la victoria definitiva contra el mal... la pro­mesa del Espíritu Santo a tu Iglesia... la promesa de satis­facer las oraciones de tus fieles. Saboreo en silencio esas promesas que nos has hecho, Señor: - «Haré un cielo nuevo y una tierra nueva: no habrá ya muerte, ni llantos, ni gemidos, ni penas porque he aquí que hago un universo nuevo...» - «No temáis, pequeño rebaño. He vencido al mundo. Estaré con vosotros hasta el fin del mundo...» - «Todo lo que pediréis en mi nombre, lo haré. Llamad y se os abrirá.» A pesar de las apariencias contrarias, a pesar de las demo­ras, todas esas promesas divinas tendrán un día su cum­plimiento. Tengo fe en Ti, Señor. Incluso si he de esperar mucho tiempo en la fidelidad, como Abraham.

Despide a esa sirvienta y a su hijo; pues éste no ha de here­dar juntamente con mi hijo Isaac. Estas palabras disgustaron mucho a Abraham. Pero Dios le dijo: «No lo sientas, ni por el chico ni por tu sirvienta.» Abraham es llevado a reflexionar sobre la rivalidad que va creciendo ante sus ojos. Sufre por ello, ruega sin duda por este «hecho», pidiendo que Dios le conceda sus luces. Y Dios contesta. Le da a entender que la Promesa pasa por Isaac... pero que Ismael tendrá también un destino útil...

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La fe de Abraham es ejemplar, es la de un creyente que es «padre». Su preocupación paternal viene a ser como una parábola de la Paternidad divina. Los padres y madres de HOY, han de orar también a partir de las situaciones que sus hijos provocan...

Como llegase a faltar el agua del odre, Agar colocó al niño debajo de una mata y ella fue a sentarse enfrente a distancia de un tiro de arco; pues decía: «No quiero ver morir al niño» y se puso a llorar a gritos. Dios oyó los gritos del niño. Esta última frase es conmovedora. La Biblia es realmente sorprendente en la simplicidad de su trato con Dios. Tras la imagen, se nos revela una idea muy pura de Dios. Un Dios que, tuna vez más, está atento, un Dios que escucha. Ningún sufrimiento humano, ningún grito lo deja indiferente. Ayúdanos, Señor, a parecemos a ti. ¿Oiré yo, en mi vida, las llamadas y los sufrimientos de mis hermanos?

No temas. ¡Arriba! Levanta al pequeño y tómalo fuerte­mente de la mano, porque haré de él un gran pueblo. Actitud constante de Dios: levantar, ¡poner al hombre de pie! Volver a tener el valor y el gusto de vivir, dar un «sentido» a la vida. Te ruego, Señor, por todos los desanimados de la existen­cia, por todos los niños que siguen gritando en los países del hambre, por todas las madres que están al borde de la desesperación, por todos los que necesitan levantarse.

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JUEVES

Génesis 22, 1-13; 15-19

Dios probó a Abraham. Es la cumbre de la vida de ese «hombre de Fe». Abraham lo dejó todo por Dios. Contra toda apariencia creyó en las promesas de Dios. Por su larga fidelidad, acabó por tener a ese hijo tan deseado: nació por fin Isaac, su hijo muy querido. Ahora bien, parece que Dios quiere pedirle el «sacrificio» supremo: sacrificar lo que hay de más amado en el mundo... según los usos de esa época primitiva en la que los padres tenían la costumbre de sacrificar a su «primo­génito», en honor a su dios y para obtener sus favores. En un cierto sentido, puede decirse que Dios no ha que­rido nunca ese asesinato. Pero se sirvió de esa costumbre de la época para sondar hasta dónde llegaba la Fe de Abraham.

Así existen quizá HOY en mi vida unas situaciones anor­males y aún inhumanas, que pueden ser «recuperadas» para un bien mayor. El sufrimiento es un mal y sigue siendo un mal. Pero, en ciertas condiciones, puede s'er utilizado como «prueba de la Fe» y del amor. No hay que hacer a Dios responsable de ciertas desgracias que nos suceden; y en ese sentido la expresión «Dios nos ha enviado tal cosa», es falsa. Porque Tú, Señor, sólo quieres la felicidad de tus hijos. Pero tus designios son misteriosos: algunos grandes sufrimientos son, como el sacrificio de Isaac, una cúspide hacia la que conduces de la mano a tus hijos.

Me detengo a evocar las «pruebas», las mías de HOY. ¡Ayúdame a soportarlas en espíritu de Fe! Aunque no vea el final.

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No me has negado tu hijo, tu único. Cuando se lee esta frase pensando en Jesucristo, Tu único Hijo, toma un sentido enteramente nuevo. Es verdad. Si Abraham fue dispensado de tal prueba en tu amor pater­nal. .. Tú, oh Padre, has ido hasta el final. Esta página de la Biblia es ya el evangelio de la Cruz. Esta cúspide de la montaña es el anuncio del Calvario. El sufrimiento no es inútil si es «testimonio de un amor»: ¡no hay amor más grande que dar la vida por los que se ama! ¿Sabré, Señor, transfigurar mis pruebas dolorosas en una prueba de amor? Sin embargo, te pido, Señor, que no me anonaden. ¡Te pido, por mis hermanos que sufren, la fuerza de supe­rar su prueba!

Porque tú has aceptado esto, te colmaré de bendiciones. La alegría y la felicidad triunfan siempre... al fin. La gloria de Pascua sigue al anonadamiento del Viernes Santo. Señor, Tú finalmente quieres la felicidad así como la plena realización de tus hijos. Pero será quizá preciso que, como tu Hijo, pasen por la Cruz. Esto es difícil de comprender y duro de admitir y no obstante es el único y auténtico con­suelo en las más difíciles pruebas. Es «la única luz capaz de iluminar la última prueba»: la muerte. Si la resurrección no existe, la vida no tiene sentido y la muerte es el absurdo más horrible. Gracias, Señor, por darnos a entender a través de nuestra Fe, que «colmas» luego a los que «has probado». Que el sacrificio no es más que un momento pasajero y meritorio. Que la muerte es sólo un pasaje hacia la vida.

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VIERNES

Génesis 23, 1-4, 19 y 24, 1-8, 62-67

La sepultura de Sara. Sara, la mujer de Abraham, murió. Es un luto familiar. Un «acontecimiento» corriente en todas las familias. Tam­bién, el hombre de Fe transformará ese episodio en un acto profético, en el sentido del Futuro prometido por Dios. Abraham, el nómada, compra una parcela de tierra, para enterrar dignamente a su esposa. Tiene mucho empeño en ello: es el primer paso hacia la posesión de la tierra pro­metida por Dios. En la mezquita de Hebrón se venera todavía hoy la tumba de Sara donde Abraham enterró a su mujer «en la gruta del campo de Makpelá, al frente de Mambré en el país de Canaán». A nosotros también nuestra Tierra prometida nos pertenecerá de modo definitivo después de nuestra muerte. Tengo mis ojos puestos en ti, Señor. Al recordar los difuntos de mi propia familia, ruego por ellos. Ellos ya poseen la Tierra prometida, ellos están en la luz definitiva.

El casamiento de Isaac. Dios conduce nuestras vidas. Los «acontecimientos» feli­ces, tiene también un valor providencial que hay que saber interpretar. El amor humano no es un efecto del azar. Abraham recomienda muy estrictamente a su servidor que encuentre una mujer para su hijo. Según costumbre de aquel tiempo, debe pertenecer al mismo clan; los israelitas no se casaban con una extranjera, porque ¡la transmisión de la Fe y de la Promesa están en juego! Transmitir las «promesas de Dios» a nuestros hijos; es a menudo lo que más desean los padres. ¡Dar la vida es algo grande! Pero además hay que engendrar los hijos a la vida de la Fe. ¡Y esto es difícil! Los hijos son libres. La fideli-

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dad de Abraham fue sin duda la mejor garantía para que su hijo Isaac no diera un paso en falso.

El primer encuentro de Isaac y de Rebeca. Isaac es un hombre del desierto. A la caída de la tarde ve llegar una caravana de camellos. Rebeca monta uno de ellos. Ve a un apuesto joven. Salta de su camello y pre­gunta a su servidor: «¿Quién es ese joven que sale a en­contrarnos?» Luego enrojece y cubre el rostro con su velo... Una escena de encuentro entre un joven y una muchacha. Una escena oriental, llena de poesía. Las cosas no suce­den HOY así, pero, bien mirado, se da el mismo misterio. Ruego, pensando en todos los jóvenes que tienen relacio­nes. Que sus encuentros se hagan bajo tu mirada, Señor. Que sean abiertos y constructivos.

Se desposó, fue su mujer y la amó. Entonces Isaac se consoló de la muerte de su madre. El autor del relato pone, explícitamente, los dos relatos en relación el uno con el otro. Resalta la importancia de las mujeres en una cierta transmisión de la herencia humana y de la herencia de la Fe. La esposa de Isaac relevará a su propia madre. Transmitir la vida. No tan sólo la vida biológica,'sino la vida del espíritu.

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SÁBADO

Génesis 27, 1-5; 15-29

El relato que leeremos hoy, aparentemente es poco edifi­cante. Se trata de un ardid de Rebeca, con el cual logra desposeer a Esaú de un «derecho de primogenitura» en provecho de su segundo hijo Jacob. Ardid, mentira, injus­ticia. No nos hagamos ilusiones: los autores y los lectores antiguos no eran más fáciles de engañar que nosotros. Y tampoco ellos querían justificar ni poner como ejemplo unos procedimientos tan incalificables. Si nos han contado esa siniestra astucia fue porque vieron en ella una miste­riosa y paradójica lección.

Dios lleva a cabo su plan a través de los equívocos huma­nos... logra lo que se propone a pesar de la deficiencia de los instrumentos de que se vale... No será ésta la última vez que Dios se servirá del mal para extraer de él un bien. Esto es también una ley general de la creación. El poeta Péguy lo ha expresado muy bien: «Uno se pregunta a veces, ¿por qué razón esa fuente llamada Esperanza mana eternamente? ¿De dónde toma este niño tanta agua pura? Buena gente, dice Dios, no hay malicia en ello. De aguas malas o sucias esa fuente hace agua clara. O también: hace agua clara del agua turbia. Almas fluyentes de almas estancadas. Almas transparentes de almas turbias. Y del alma impura hace un alma pura. Esa fuente no se secará nunca... En efecto, lo sabemos, Tú, Señor, eres capaz de transfor­marnos, sirviéndote de nuestros pobres medios humanos, a veces tan ambiguos. Así esta página bastante innoble puede, paradójicamente, aportarnos una cierta esperanza. Creemos que todo el mal del mundo ¡no impedirá que Dios realice sus proyectos!

Dios es amo soberano de sus elecciones... Llama a quien quiere para llevar a cabo su obra...

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Esta es la segunda lección, subrayada por san Pablo en la Epístola a los Romanos 9, 10-13. Se manifiesta por el tema, bastante constante en la Biblia, del «hermano menor que suplanta al mayor». Los dere­chos adquiridos no cuentan ante la soberana autonomía de Dios. Este será el caso de José, elegido preferentemente a sus hermanos. De David el pequeño de la familia. De Sa­lomón. Tenemos de nuevo un tema paradójico de reflexión de plena actualidad, a pesar de las apariencias. Nos sentimos siempre demasiado inclinados a monopolizar a Dios en provecho propio. Y los países occidentales a creer que Cristo es siempre «blanco». ¡No, no tenemos derechos sobre Dios! Gracias, Señor, por haberme dado la fe. Pero ayúdame a no considerarme nunca como propietario exclusivo.

La bendición de Isaac: «Que Dios te dé el rocío del cielo y la fertilidad de la tierra, trigo y vino en abundancia. Que las naciones te sirvan...» En una forma algo «primitiva» y salvaje esta bendición nos muestra la continuidad de la «promesa hecha a Abraham». Abraham, Isaac, Jacob. De eslabón en eslabón la historia avanza hacia Jesucristo, y la bendición de Dios, a través de la Iglesia, se extenderá a todos los hombres. Es una promesa de prosperidad, de apertura, de felicidad. Gracias, Señor, por repetirnos todas esas cosas. Pero, una vez más pensemos en todos los hombres para los cuales ese tipo de promesas son irrisorias porque el «trigo» falta y el hambre atenaza. Porque la dignidad es escarnecida. Porque los hombres esclavizan a sus herma­nos en lugar de liberarlos. «Por tu misericordia, Señor, líbranos del pecado, danos paz en las pruebas, en esta vida en la que esperamos la felicidad que Tú prometes...»

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14.a semana ordinaria

LUNES

Génesis 28, 10-22

Jacob, como la mayoría de sus contemporáneos, pensaba que Yavéh era el «dios» de un lugar, unido a la Tierra Prometida. Si se viajaba fuera de «su» territorio, se perdía su presencia y su protección. Y ocurría con frecuencia que entonces se rendía culto al «dios local», para conciliarse sus favores. Pero he aquí lo que ocurrió, una noche...

Jacob salió de Berseba y fue a Jarán. Llegando a un cierto lugar se dispuso a pasar la noche, porque ya se había puesto el sol. Tomó una de las piedras del lugar como cabezal y se durmió. La escena es hermosa. Jacob sale de su país; llega a cual­quier lugar desconocido, toma una piedra por cabezal y duerme allí.

Tuvo un sueño: «Vio una escalera apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos y ios ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Jacob descubre que su Dios es un Dios universal presente en todo lugar. Sí, en todo lugar de la tierra hay «comunicación» entre el hombre y Dios: ésta es la significación evidente de esta escalera simbólica por la que ¡ suben y bajan los ángeles! El cielo y la tierra están permanentemente unidos. Es el gran proyecto de Dios: establecer entre Dios y los hom­bres unas relaciones personales. «Religión» quiere decir «religar», «relación». ¡Cómo nos cuesta, Señor, estar convencidos que es así! En cambio tenemos a menudo la impresión de que no hay comunicación alguna. En este momento, Señor, quiero creer que me miras, que me escuchas, que te interesas por mí como por cada ser del universo.

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He aquí que el Señor estaba sobre ella y le decía: «Yo soy el Señor. Estoy contigo; por doquiera que vayas, te guar­daré...» Es casi demasiado hermoso, Señor. Eres un Dios que acompañas a los tuyos. Por lo tanto, no estoy solo. ¡Si hoy, por lo menos pensara yo más en ello!

No te abandonaré sin haber cumplido todo lo que te pro­metí. Tu presencia es amical, bienhechora. Tú no eres, Señor, desatento ni indiferente. Repíteme, Señor, esta palabra. Me la repito interiormente. Te tomo la palabra. Cuento contigo.

Despertó Jacob de su sueño y dijo: «Verdaderamente está el Señor en este lugar, y yo no lo sabía.» Aquí. ¡Donde me encuentro! «Tú estás aquí, en el corazón de nuestras vidas y Tú eres el que nos hace vivir.» Y yo «tampoco lo sé» la mayor parte de las veces. ¡Cómo cambiaría todo, si tomara con­ciencia de ello más a menudo!

¡Qué terrible es este lugar! ¡Esto no es otra cosa sino la casa de Dios y la puerta del cielo! No olvidemos el lugar en el que se encontraba Jacob. Era un lugar ordinario. No era un santuario ni un espacio sagrado en el sentido habitual de la palabra. Era un rincón del desierto... con algunos guijarros solamente. En el fondo, no hay espacio profano. En todo lugar hay una Presencia. La cocina donde preparo las comidas, el despacho donde trabajo, la fábrica donde me gano la vida, el campo que labro y siembro, la piscina donde me baño, la cama en que descanso, el hospital donde sufro, la es­cuela donde estudio y aprendo... son lugares donde Dios está. Esta es la casa de Dios y la puerta del cielo. ¿Soy capaz de descubrir esta realidad, como lo hizo el viejo patriarca, y de que ello cambie mi vida?

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MARTES

Génesis 32, 23-32

La escena que leeremos es de las que pueden evocar en nosotros unas realidades de tipo místico, más allá de los conceptos rigurosamente claros. ¡Hay que dejarse impre­sionar por la densidad de símbolos tan expresivos! Para Jacob, la situación es dramática: vuelve a su país después de un exilio de veinte años... Se entera que su hermano Esaú le espera con un ejército... ese hermano a quien arrebató el derecho de la primogenitura y que juró vengarse, matándolo.

Jacob se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y sus once hijos, pasaron por el vado del torrente Yabboq... e hizo pasar también todo lo que poseía... Comienza pues por asegurar, tanto como humanamente puede, todo lo que más aprecia. ¡Parece un hombre pró­ximo a enloquecer!

Jacob se quedó solo. Siempre estamos solos ante las opciones más decisivas. Jesús también luchará solo en el Huerto de los Olivos. ¿Y yo? Mis soledades, mis responsabilidades, ¿las sé afrontar?

Aquella noche, alguien luchó con él hasta rayar la aurora. Es de noche. Un combate en la noche. Contra un «desconocido». La incertidumbre es lo peor en nuestra condición humana. Puedo dejar que mi imaginación reconstruya ese combate que dura y dura toda una noche. Trato de aplicarlo luego a mis debates, a mis luchas... a los combates de la humanidad. ¡Batirse hasta rayar el alba!

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Viendo que no le podía le tocó en la articulación femoral y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquél. No es pues un combate ficticio, sino una lucha dura de la que se sale con heridas y señalado para toda la vida. ¡En adelante Jacob quedará cojo! ¡Un hombre cojo!

Jacob dijo: «No te soltaré hasta que me hayas bendecido.» El desconocido le preguntó: «¿Cuál es tu nombre?» -Me llamo Jacob. -En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres. Así, sin saberlo, se había batido contra Dios-Lo que se juega en nuestras luchas es a menudo más grave de lo que parece. Jacob, como nosotros, acababa de vivir la gran batalla de la «oración» en la forma simbólica de la lucha contra Dios: ¡la Biblia tiene esas audacias! Jacob había recibido antes de su padre Isaac una «bendición divina»... pero ahora ya dudaba de ella. Todo parecía de­cirle que Dios le abandonaba. Y este abandono se concre-tizaba en él en el miedo terrible de afrontar la venganza de su hermano Esaú, al día siguiente al rayar el alba, junto al vado de Yabboq. Entonces sacó fuerzas de flaqueza y durante toda la noche rogó a Dios y combatió: «Dame de nuevo aquella bendición de antaño... ¡sálvame!»

Jacob... Israel... Sabemos que el cambio de nombre tiene un profundo sig­nificado. «Jacob», era el «astuto», «el que suplanta al otro», ese hermano menor que había tomado el lugar del primogé­nito. «Israel» es «el vencedor de Dios» el que ha soportado la prueba de la fe y ha salido airoso, aunque «herido». En mi oración puedo pensar en cada uno de esos símbolos para concretizarlos en mi propia aventura espiritual.

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MIÉRCOLES

Génesis 41, 55-57; 42, 5-7; 17-24

La historia de José, uno de los doce hijos de Jacob, ocupa trece capítulos del Génesis. Recordemos lo esencial. José era uno de los preferidos de Jacob. Sus hermanos, por envidia, lo venden a un comerciante de esclavos. En Egipto está en la cárcel por haberse resistido a las insinua­ciones de la mujer de un alto dignatario del Faraón. Inter­preta los sueños del Faraón y pasa a ser su primer minis­tro. Durante siete años de «vacas gordas» hace reservas de trigo en vista a los siete años de sequedad que había previsto. Esta historia quiere ya demostrar que Dios se sirve de los acontecimientos en apariencia más desfavorables para lle­var a cabo sus proyectos. Todo parecía confabularse con­tra José, pero todo girará en provecho suyo. «Dios escribe recto en líneas torcidas...» es capaz de sacar bienes de nuestros males.

Durante los siete años de sequedad anunciados por José todo el país de Egipto sufrió hambre... El Faraón dijo: «Id a José». Entonces José sacó todas las existencias y vendió trigo a los Egipcios. La descripción, por desgracia, es muy realista. No podemos dejar de pensar en la inmensa multitud de hombres, mujeres y niños del Tercer Mundo, que HOY pasan hambre. José ayudó a sus contemporáneos. Eso está bien. Pero lo hizo explotando la pobreza de los pobres en pro­vecho del Faraón. Y esta política es condenable. Señor, ayúdanos a encontrar soluciones de justicia y de caridad para el problema del hambre en el mundo.

Los hijos de Israel, mezclados a otros viajeros, fueron a comprar trigo pues había hambre en el país de Canaán... En cuanto José vio a sus hermanos los reconoció.

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Cambio de situaciones. Algunos años antes fueron ellos los que condenaron a José a la esclavitud.

Hizo como si no los reconociera y les habló duramente. Los puso bajo custodia... Luego los soltó. Fue una especie de prueba que les impuso para forzarlos a reflexionar sobre su conducta pasada. Y esto da fruto.

«En verdad que expiamos ahora lo que hemos hecho a nuestro hermano cuya angustia veíamos cuando nos pedía que tuviésemos compasión y no le hicimos caso...» En la desgracia se despiertan los recuerdos. Toman con­ciencia de su culpabilidad. Sufriendo ellos, se dan cuenta de que han hecho sufrir. Pero no siempre es así. Desgraciadamente podemos per­manecer inconscientes del daño. Te pedimos, Señor, ser más lúcidos respecto al daño que hemos podido infligir a nuestros hermanos. Esta historia simboliza la de todas aquellas familias que se dividen por razón de envidias o de intereses. Ruego por la reconciliación de los hermanos enemistados.

No sabían ellos que José les entendía porque mediaba un intérprete entre ellos. Entonces José se apartó de su lado y lloró. Cabe pensar que José hubiera podido entonces aprovechar el poder que le daba su cargo para saciar su resentimiento. Por el contrario veremos que toma una actitud evangélica: «el perdón de las injurias». Perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos.

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JUEVES

Génesis 44, 18-21; 23-29 y 45, 1-5

La escena que leeremos es típica de la época patriarcal que nos relatan las últimas páginas del Génesis: una vida de clan en la que el antepasado juega un papel capital... una vida rural y nómada en la que las relaciones de familia son esenciales... una vida ruda, en la que no faltan los enfrentamientos, pero que se halla impregnada de una ter­nura en que los lazos de sangre son más fuertes que todo.

«¿Viven todavía vuestros padres?» preguntó José. «Tene­mos un padre anciano y un hermano pequeño, nacido en los días de su vejez; el hermano de éste murió, por lo tanto a su madre le queda sólo este hijo ¡y nuestro padre le ama!» Gran arte del relato que de modo emocionante habla de José como de un «desaparecido» cuando, en realidad, éste los está escuchando. Relato muy matizado en el que los hechos son más sugeridos que explicados.. En esta es­tructura familiar polígama, notamos sin embargo, un in­menso y natural respeto al padre y una relación afectiva con la madre. Pero se dejan entrever también las dificulta­des inherentes a ese tipo de familia y sus consecuencias casi inevitables en particular las preferencias por tal es­posa y por sus hijos.

Dijo José: «Traédmelo, que puedan verlo mis ojos.» Se trata de Benjamín, el pequeño y el último, el verdadero hermano de José, nacido de la misma madre: Raquel mu­rió al dar a luz... esto explica el afecto muy partículas de Jacob por esa mujer (Génesis 35, 16-18)... y la ternura muy particular de José por «éste» que entre los restantes hijos de Jacob, le recordaba las facciones de su propia madre. «¡Que puedan verlo mis ojos!» En medio de las rudezas de la época, contemplamos la maravilla del amor que ilumina todo lo que toca. «Dios es amor. El que ama, conoce a Dios», dirá san Juan.

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Y en todo verdadero amor humano ¿sabemos reconocer a Dios?

Jacob dijo: «Sabéis que mi mujer sólo me dio dos hijos. Uno lo perdí y dije: "¡Fue despedazado como una presa!" y hasta el presente no lo he vuelto a ver. Si ahora apartáis a éste de mi lado y le sucede alguna desgracia, haríais bajar penosa­mente mi vejez a la mansión de los muertos.» El amor paterno es una de esas maravillas que nos habla de Dios. Si yo tengo hijos, ¿sé vivir esa realidad como una verda­dera participación a la paternidad de Dios? «de quien toda paternidad toma nombre» (Efesios 3, 15).

Entonces José no pudo contenerse, hizo salir a todo el mundo y cuando quedaron sólo los hermanos, se dio a cono­cer a ellos y se echó a llorar a gritos. Vencido por la emoción, José deja que lo reconozcan.

«¡Soy José, vuestro hermano!» Sin duda el niño José Roncalli había oído esa emotiva historia de reconciliación cuando asistía al catecismo en su pueblo. Adulto, debió de meditar esa página de perdón fraterno. El caso es que siendo ya el Papa Juan XXIII, al recibir en audiencia a un grupo de judíos, con los brazos abiertos les dijo: «Yo soy José, vuestro hermano.»

Ahora bien no os pese más ni os enoje haberme vendido aquí: pues para salvar vuestras vidas me envió Dios delante de vosotros... ¡Si por lo menos, Señor, todos los hermanos separados, todos los hombres en pugna por conflictos... llegasen a tener esa misma visión de una historia que progresa hacia el encuentro fraterno y el amor! Y que Tú diriges, ¡oh Padre!

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VIERNES

Génesis 46, 1-7; 28-30

José, vendido como esclavo a los egipcios llegó a ser el primer visir del Faraón. Se dio a conocer a sus hermanos, venidos a mendigar trigo en unos años de hambre. Se lo perdonó todo y les pidió incluso que su padre Jacob se instalara en Egipto con toda su familia. Toda esta historia se contaba de boca en boca en Israel, antes de quedar escrita. Todo un pueblo se consolidaba así con los recuerdos comunes... que explicaban el curso de la historia de Israel.

Partió Jacob a Egipto con todo lo que poseía. Cuando llegó a Bersebá ofreció sacrificios al Dios de su padre Isaac. Esos nómadas que se desplazan todavía mucho, no llegan nunca a una etapa importante sin «ofrecer un sacrificio». ¿Procuramos también señalar así las etapas de nuestras vidas?

Dijo Dios a Jacob en visión nocturna: «¡Jacob! ¡Jacob!» Respondió: «¡Heme aquí!» Oírse llamado por su nombre. Contestar manifestando nuestra disponibilidad. Es el resumen exacto de la fe, que es respuesta a una llamada, Dios tiene la iniciativa, pero ¿sabemos respon­derle? La relación a Dios por su parte es siempre abierta, ofrecida gratuitamente. Pero, a veces, hacemos oídos sor­dos. Gracia y Libertad. Don de Dios aceptado o recha­zado. HOY todavía me llama Dios por mi nombre. «Cada instante me aporta una llamada de Dios. ¿Cómo corresponderé a ella?»

«No temas bajar a Egipto, porque allí te haré una gran nación. Yo bajaré contigo a Egipto, Yo mismo te subiré también y José te cerrará los ojos.» Es evidentemente una historia escrita a destiempo,

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cuando los hechos hubieron confirmado esa predicción. Pero no es necesario ver milagros es esas «visiones» y esas «profecías». Todo ello pudo suceder también de modo muy natural, algo así como nos pasa también a no­sotros en algunas etapas importantes de nuestra vida en que «confiamos en Dios, confiando en el porvenir»: ¡esto es propiamente la esperanza! Señor, líbranos de la obsesión del miedo al futuro. «Bas­tará a cada día su trabajo», dirá Jesús. Hay que vivir al día. El porvenir está en manos del Padre. «Estoy con­tigo», decía el Señor a Jacob. ¿Creo yo profundamente que Dios está conmigo?

Y Jacob marchó a Egipto con toda su familia. Sabemos que no todo será color de rosa en esa aventura que empieza hoy. Pasados algunos siglos el viento de la historia habrá cambiado de rumbo y los descendientes de Jacob clamarán desde el fondo de su servidumbre (Éxodo 2, 23-24). Entonces será preciso que Dios vuelva a inter­venir, esta vez por medio de Moisés, para sacar a su pue­blo de la esclavitud. «Basta a cada día su trabajo.» De nada sirve vivir «ayer» o «mañana», hay que vivir «hoy». «El mañana se preocupará de sí mismo.» (Mateo 6,34)

José salió al encuentro de su padre y viéndole se echó a su cuello, le abrazó y lloró largamente. En filigrana, tras las «historias» del Antiguo Testamento, se perfilan ya otras del Nuevo. José vendido por sus hermanos, a quienes salva luego, prefigura a Jesús. Los reencuentros del hijo con su padre, prefiguran la aventura de los hombres reconciliados con su Padre. Sigue la alegría al sufrimiento; es ya una cierta «pascua».

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SÁBADO

Génesis 49, 29-33 y 50, 15-24

Jacob dio este encargo a sus hijos: «Yo voy a reunirme con los míos...» Antigua y admirable fórmula para hablar de la muerte; si nuestra fe fuese más sólida consideraríamos nuestra muerte con serenidad, como el momento del reencuentro con los nuestros que partieron antes. Ruego a partir de este pensamiento evocando el vivo re­cuerdo de los difuntos amados.

Sepultadme junto a mis padres... La sepultura en el mismo cementerio es un símbolo expre­sivo de esta reunión de familia. Pero es un símbolo que hay que saber superar no tomándolo en un sentido mera­mente material. Más allá de los cuerpos alineados el uno al lado del otro, es preciso ver, en la realidad de la fe, las almas y los corazo­nes por fin verdaderamente fusionados en el amor defini­tivo, en Dios que es amor.

En la caverna que está en el campo de Efrón, el hitita, en la caverna del campo de Makpelá, enfrente de Mambré, en el país de Canaán, la que compró Abraham como propiedad funeraria. Todos recordamos hasta qué punto se empeñó Abraham en poseer ese minúsculo «rincón de tierra» (Génesis 23). Para esos nómadas, esos exilados en Egipto, por el mo­mento es la única propiedad que la familia posee en esa tierra que Dios prometió... un campo, cerca de Mambré, para enterrar sus difuntos. Así, Dios, HOY todavía nos adelanta algunas gracias en prenda de lo que nos dará en plenitud algún día: también nosotros estamos en marcha hacia una «tierra prometida».

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Viendo que su padre había muerto, los hermanos de José se dijeron: «¿A ver si José nos guarda rencor y nos devuelve todo el daño que le hicimos?» Temen que José sólo les haya perdonado «a causa de su padre». José les hará comprender una verdad esencial: que la vita­lidad y la supervivencia de su clan no depende ya princi­palmente de la obediencia al jefe del clan, al patriarca, sino sobre todo y ante todo, depende de la capacidad de que se entiendan entre sí los hermanos, hasta el perdón recí­proco. «Todo reino dividido contra sí mismo, perecerá», dirá Je­sús. (Mateo 12, 25) Cuando uno piensa en tantas familias que se disuelven cuando mueren sus padres, puede verse en ello una lla­mada profunda a una fraternidad exigente que sepa sobre­pasar todas las razones, válidas o no válidas, de los con­flictos.

Y José lloró mientras sus hermanos le hablaban. Una vez más constataremos la magnanimidad de su alma. Procuremos atender al motivo que da a su perdón.

«¡No temáis! ¿Estoy yo acaso en vez de Dios? El mal que vosotros pensasteis nacerme, Dios lo pensó para bien a fin de cumplir lo que hoy se realiza: Salvar la vida de un pueblo numeroso...» El perdón de José no se apoya en razones humanas o sociológicas, tiene su fuente «en Dios». En Dios sucede una especie de transmutación: el mal que los hombres quieren hacer se muda en bien. Reflexión capital que hay que prolongar para habituarse a una visión positiva de la historia. «No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence el mal con el bien.» (Romanos 14, 21). Así actúa Dios. La cruz pasa a ser fuente de vida. El pecado mismo puede mudarse en amor. (Lucas 8, 47). ¿Creo en la presencia activa de Dios en toda situación? Incluso en la aparentemente más negativa: ¡Dios salva!

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15.a semana ordinaria

LUNES

Éxodo l, 8-14; 22

Empezamos hoy la lectura del Libro del Éxodo. La salida de Egipto y la entrada en la Tierra Prometida es un acontecimiento histórico, que se remonta a millares de años y que es vivido por un pequeño pueblo, el pueblo judío. Hacia 1750 antes de Jesucristo, los hijos de Jacob se instalan en Egipto -es una época de prosperidad para Egipto y los trabajadores extranjeros son muchos-. Hacia 1720 el estado egipcio se viene abajo y toman el poder unos jefes extranjeros procedentes de Asia -lo que corres­ponde a la historia de José-. Pero hacia el 1550 se inicia una reacción nacional; una nueva dinastía de faraones egipcios toma el poder. Entre 1290 y 1234, el gran Ram-sés II fortifica las fronteras. Se emplea a los hebreos como trabajadores esclavos. El éxodo bajo las órdenes de Moi­sés, tendrá lugar entre 1250-1225. Si HOY volvemos a leer esos viejos textos, no es para hacer «historia antigua», sino para descubrir los hábitos y los actos de Dios: creemos que Dios tiene siempre las mismas actitudes, es «salvador» y «liberador»... Dios no está en las nubes, está comprometido en la historia de los hombres... nuestra fe no es un opio adormecedor, es una opción para la liberación y la promoción total de nosotros mismos y de nuestros hermanos. ¡Y Dios está con noso­tros! Con ciertas condiciones, claro está.

Se alzó en Egipto un nuevo rey que nada sabía de José. Naturalmente, porque sabemos que José vivía cuatro si­glos antes. Ramsés II se burlaba de esos hebreos. Veía solamente la fuerza de esos inmigrados que se iban multi­plicando y podían ser un peligro.

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Mirad que el pueblo de los hijos de Israel es más numeroso y fuerte que nosotros, y eso es un peligro. Tomemos precau­ciones para impedir que siga multiplicándose. Nada más humano que este análisis de la situación. ¿Estoy de veras convencido que es a nivel de las realida­des de la vida concreta, donde los hombres sufren y espe­ran que Dios intervenga? HOY en mi vida propia, y en la vida de mis hermanos a mi alrededor, abriré bien los ojos sobre las situaciones en las que se sufre.

Israel es reducido a cruel servidumbre... Capataces bruta­les... Vida insoportable... Trabajos pesados... Orden de matar a todos los hijos varones que nacieran en las familias hebreas... La descripción por desgracia es trágica. Con detalles más o menos parecidos, existen, HOY todavía, situaciones de ese tipo: trabajos penosos impuestos... genocidio... siguen habiendo muchos «oprimidos», «despreciados», «aplas­tados», gente cuya vida «es demasiado dura», categorías enteras de «los sin voz». Miro a mi alrededor y pongo nombres concretos, quizá algunos rostros, sobre estas «Palabras de Dios» relatadas aquí.

Los hijos de Israel, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron al cielo y su llamada de ayuda subió hasta Dios, desde el fondo de su servidumbre. Dios escuchó sus gemidos (Éxodo 2, 23). Dios se revela aquí como el «Dios de los pobres». Dios oye el grito de los pobres. Escucha los gemidos de los que sufren. ¿Y yo? Descubrir esto, afirmar que «Dios es salvador» y no com­prometerse al servicio de los pobres, sería una mentira. Jesús, siglos más tarde, nos repetirá que Dios está de parte de los que gimen, para liberarlos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados...» (Mateo 11, 28).

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MARTES

Éxodo 2, 1-15

La escena que vamos a leer es encantadora y concreta, como una bella historia ilustrada. Una leyenda babilónica nos cuenta una historia parecida sobre el nacimiento de Sargón. Es posible que el autor del Éxodo hubiese incor­porado ese relato folklórico a la historia de Moisés para valorizar algunas lecciones doctrinales. Eso no debe ex­trañarnos. El procedimiento era normal en aquella época y, para nosotros, lo importante es esta significación teoló­gica.

Una madre judía da a luz a un niño. Lo encuentra «her­moso» y lo tiene escondido durante tres meses. No olvidemos el contexto: se obligaba a los hebreos a matar a los nacidos varones.

Tomó una cesta de papiro -que embadurnó con betún y pez-, colocó en ella al niño y la puso entre los juncos, a la orilla del río. La hermana del niño se apostó a cierta distan­cia... Sucedió que la hija del Faraón bajó a bañarse en el río... Vio la cesta, la abrió y halló un niño que lloraba. Tenemos ya una lección doctrinal que apunta bajo los de­talles: ¿Por qué hizo este descubrimiento la «hija del Fa­raón» y no otra persona? Hay un cierto humor en Dios. ¡El mismo Faraón que decidió el exterminio de los judíos es quien contribuirá a salvarlos... sin saberlo! Así sabe Dios darle la vuelta a las situaciones. «Todo concurre al bien de aquellos que le aman» (Romanos 8, 28). «Derriba a los potentados de sus tronos y ensalza a los humildes» (Lucas 1, 52). Los poderosos son derribados. Los pequeños son ensal­zados. ¡Era un niño que lloraba: será él quien vencerá al Faraón! ¿Sé yo contemplar la obra de Dios en los pequeños deta­lles de la existencia?

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Movida a compasión dijo: «Es un pequeño hebreo.» Conocía bien el edicto de su propio padre. Se atreverá a hacer una excepción. Aquí anda enjuego su afectividad: deja que se conmueva su corazón. Pero quizá interviene también su conciencia. Hay casos en los que la conciencia va más allá de las «leyes». Esta será también la reivindicación de Antígona contra las leyes de su padre. Sucede siempre, también HOY, que un cristiano y aún un hombre recto se vea obligado a no someterse a cosas que juzga incompatibles con su fe y sus convicciones profun­das. «Vale más obedecer a Dios que a los hombres», dirá Pedro (Hechos 4, 19).

La hermana del niño dijo a la hija del Faraón: «¿Quieres que vaya y busque una nodriza de entre las hebreas para que te críe este niño?» Son pues tres mujeres las que están en el origen de la Liberación de la servidumbre. En la epopeya del Éxodo, no estarán en primera fila. Para la posteridad será Moisés el «libertador»; pero ellas le habrán permitido cumplir su misión. Medito sobre esto: la madre de Moisés, la her­mana de Moisés, la hija del Faraón... Los primeros cristianos vieron en ello un símbolo de Ma­ría. HOY también, con unos acontecimientos muy simples interviene Dios para salvar. No lo hace solo, sino con nosotros y por nosotros. ¿Qué gestos salvadores puedo hacer HOY? ¿Sobre qué punto espera Dios que coopere con El, para la liberación de mis hermanos, para contribuir a la Redención? Dar un niño al mundo. Salvar a un niño. Educar a un niño.

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MIÉRCOLES

Éxodo 3, 1-6; 9-12

Moisés creció pues en la corte del Faraón, la educación que allí recibió le permitirá, más tarde, ser un jefe. Así para trabajar en la liberación de los pobres es muy útil adquirir competencias humanas. Pero Moisés, a la vez que se promocionaba personalmente no renegaba de su ambiente ni de la gente de su pueblo. Un día se escapa del palacio del Faraón y va a las obras donde trabajan los esclavos, sus hermanos de raza. Es testigo de las «cargas» y de los «azotes». Se le revuelve la sangre y mata al egipcio que maltrata al hebreo. Luego, arriesgando la denuncia, huye al desierto... Será el se­gundo lugar de la formación de Moisés en que se capaci­tará para ser un jefe, ¡capaz de conducir a todo un pueblo a través del desierto! Así Dios prepara desde lejos lo que tiene intención de realizar un día. Ruego por las «preparaciones»... que puedo entrever.

Moisés era pastor del rebaño de Jetró, su suegro. Viviendo la vida de los nómadas, tiene experiencia de las tradiciones de sus antepasados, Abraham, Isaac, Jacob, e s un retorno a las fuentes. Esta experiencia le será muy útil cuando tendrá que volver a atravesar ese desierto del Sinaí, unos años después.

El ángel del Señor se le apareció en forma de llama de fuego que salía de una zarza. Dios le llamó de en medio de la zarza: «¡Moisés! ¡Moisés!» «Heme aquí.» Esta es una escena de vocación. Dios lo llama por su nombre. Le va a revelar su proyecto de liberación y le confía la misión de realizarlo. Dios lleva siempre a cabo sus planes por medio de inter­mediarios humanos, hombres y mujeres.

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Dios necesita de los hombres. Llama a las personas a su servicio. A mí también me llama por mi nombre... Escucho, de Ti, Señor, ese nombre que es el mío... Oigo como una llamada que viene de Ti. «¡Heme aquí, Señor!» Reelijo HOY mi vocación de bautizado, de sacerdote, de religioso... la mía, en la que nadie puede reemplazarme...

«¡Quítate las sandalias porque el lugar que pisas es tierra sagrada!» Moisés, notémoslo bien, se encuentra en el desierto guar­dando un rebaño. No está delante de un tabernáculo sa­grado, sino delante de «una zarza». ¡Ningún lugar de la tierra está vacío! Dios está allí. ¡El lugar donde me encuentro en este momento, es un lugar sagrado, si sé encontrarme contigo, Señor!

El Señor dijo: «La aflicción de los hijos de Israel ha llegado hasta mí y he visto la opresión que les infligen los egipcios... Ahora, pues, ve. Te envío al Faraón: tú harás salir de Egipto a mi pueblo.» Nuestro Dios es un Dios que escucha y que mira. Los pobres son sus preferidos. ¡Es un Dios que se compadece de todo sufrimiento! Sufre con los que padecen. ¡Gracias, Señor! ¡Qué maravillosa revelación de Dios! Dios trata de que Moisés comparta su proyecto. Nuestro Dios es un Dios activo, que «toma partido», que se «compromete» y pide que nos comprometamos con El.

Moisés dijo: «¿Quién soy yo para esta hazaña?» Ningún hombre está a la altura parat salir con éxito de las obras de Dios. Ante la magnitud de la tarea, nos sentimos siempre muy pequeños. Es un buen signo.

Dios le respondió: «Yo estaré contigo...» La fuerza de aquél que ha recibido misión no le viene de sí mismo, es una fuerza de Dios «Yo estaré contigo». Dios repetirá esas mismas palabras a sus amigos al enviarlos a una misión.

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JUEVES

Éxodo 3, 13-20

Dijo Dios a Moisés: «Yo soy el que soy.» Sabemos la importancia que tiene el nombre para los he­breos: indica «el ser» profundo. Así Dios no es una realidad imprecisa, impersonal... como suelen imaginarse muchos hombres. Dios no es una cosa vaga. Tiene un «nombre», es alguien vivo. Se ha buscado mucho cuál podría ser el sentido de esta palabra «Yaveh» traducida aquí por «yo soy el que soy». Se ha pensado, a veces, que es un rechazo a definirse, una respuesta eva­siva, como si Dios dijera: «Yo soy quien soy»... Y es verdad que Dios está más allá de todo nombre y no puede ser captado, porque es transcendente.

Hablarás así a los hijos de Israel: «El que me ha enviado a vosotros es "Yo-soy".» Yo soy, yo existo. La explicación más frecuente es ésta: Dios es el «ser que posee su existencia en sí mismo», la roca sólida, el único que existe verdaderamente. Y este Nombre es una garan­tía. «¡Aquél que me ha enviado a vosotros, es lo sólido, la Roca!»

Es Yaveh, el Señor, el Dios de vuestros padres, Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob. En Egipto en medio de toda clase de dioses era fácil que los hebreos hubiesen adoptado, en parte, la idolatría am­biental. Dios se revela como el único verdadero y se une así a la gran tradición de los patriarcas, quizá algo olvi­dada. Es pues un Dios «fiel», que cumple sus promesas. Tenemos siempre la tentación de pensar que Dios se ol­vida de nosotros, que deja que caigamos. Es que el Señor no parece tener prisa. Israel estaba lejos de la Tierra, prometida sin embargo

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hacía ocho o nueve siglos antes. ¡La espera resultaba in­terminable ! Señor, quiero creer que Tú eres fiel, que eres el Dios de nuestros padres, y que cumplirás todo lo que nos has pro­metido.

Yo os he visitado y he visto lo que os han hecho en Egipto, donde se os oprime y he decidido llevaros al país de los Cananeos, país que mana leche y miel. Otra traducción posible del término Yavéh es «yo seré quien seré», en futuro... como si con ello Dios anunciara que se le reconocería en lo que se preparaba a hacer. Efectivamente, el verdadero Dios es un Dios comprome­tido en la historia, un Dios activo que interviene para «crear», «salvar», «reunir». «He decidido liberaros de la opresión, ayudaros a vivir en una tierra donde será agradable vivir, ¡un país donde la leche y la miel manarán en abundancia para vosotros!» ¿Estamos convencidos de que Dios es siempre «ese Dios»? Cuando los hombres sueñan en «liberación», «justicia», «desarrollo», «promoción» ¿saben que adoptan un sueño de Dios? Ya sé que el rey de Egipto no os dejará partir, sino forzado por mano poderosa. Yo extenderé mi mano... Dios se comprometerá por entero con la causa de los oprimidos. ¿Y nosotros?

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VIERNES Éxodo 11, 10 a 12, 14

He ahí la ceremonia ritual de la «cena pascual» por la cual, de generación en generación, los judíos conmemoraron su Liberación. Los simbolismos son muy expresivos. Al me­ditarlos HOY nosotros, los que creemos en Cristo, no olvidemos: - de una parte que Jesús, como fiel judío, vivió esos ritos cada año, al celebrar la Pascua... - de otra parte que Jesús transformó esos ritos introdu­ciendo su propio sacrificio eucarístico. En efecto, toda liberación humana es el signo y el anuncio de la única liberación definitiva, la «resurrección» que nos libra de las opresiones más temibles: el pecado y la muerte.

El primero de los meses... el décimo cuarto día del mes... Nuestra vida de Fe se inscribe en un calendario, en el tiempo, día tras día, año tras año. ¿Tengo el sentido de ese itinerario por el que Dios me conduce?

Un cordero por casa... y si la familia fuese demasiado redu­cida invitará al vecino más cercano... Rito comunitario vivido «en familia» y «en vecindad»... La Fe no puede vivirse en solitario, sino con los herma­nos.

Una vez degollado el cordero tomarán la sangre y untarán con ella las dos jambas y el dintel de la casa... Signo de la sangre, símbolo de la vida, portador de la energía vital. «Esta es la copa de mi sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todo el mundo para la remisión de los pecados.»

La sangre será vuestra señal en las casas. Cuando yo la vea pasaré de largo y no habrá para vosotros plaga extermina-dora cuando yo hiera el país de Egipto.

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¡La sangre que protege del mal! Jesús se presentó como el «Cordero verdadero» (Juan 13, 1; 18, 28), que por su sacrificio sangriento aporta la libera­ción total y decisiva... que por el don de su vida nos libra de la influencia del pecado... que nos arrastra a seguirlo, peregrinos en camino, hacia la verdadera Tierra Prome­tida, cerca de Dios. ¿Soy consciente de ese carácter «pascual», liberador, de cada misa? ¿Aporto al Señor todos mis esfuerzos para liberarme y para liberar a mis hermanos? ¿Pienso que estoy en camino? ¿Cuál es la finalidad de mi vida?

Comerán' la carne aquella misma noche... No se trata de un rito exterior. Hay que asimilarlo, nu­trirse verdaderamente de él. La liberación no es, en primer lugar, un «recuerdo» del pasado, es un acontecimiento actual que me concierne personalmente y en el que me he de comprometer. Hay que comer. No basta con «asistir» a la misa. Hay que comulgar en ella. Ritualmente comiendo el Cuerpo del Señor y real­mente comprometiéndome en la liberación de todo mal.

Con panes sin levadura... De pie, ceñida la cintura, calzadas las sandalias, el bastón en la mano... comeréis de prisa. Sí, es una comida antes de partir. No nos reunimos por reunimos, sino para partir hacia... Cada misa me devuelve a mi vida cotidiana, a mis trabajos y compromisos. ¿Hay un enlace entre mi vida y los ritos?

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SÁBADO

Éxodo 12, 37-42

Los hijos de Israel partieron de Ramsés hacia Sukkot unos seiscientos mil hombres sin contar los niños. Este es un relato «épico», en él se exageran algunos deta­lles. Los sacerdotes que pusieron por escrito el relato de ese acontecimiento, algunos siglos después, aumentaron el número de israelitas para que se levantara el ánimo de los judíos que entonces no eran más que un «pequeño resto». En los textos del Concilio también se define a la Iglesia como «un pueblo inmenso»... y, a la vez, como un «pe­queño rebaño»... Porque el pueblo de Dios, a menudo minoritario de hecho está destinado de derecho a abrirse a la multitud. Ruego por la Iglesia y por la inmensa masa de hombres que espera la revelación de Jesucristo.

Salió también con ellos una abigarrada muchedumbre. Muchos textos subrayan esa diversidad racial, esa especie de universalidad, en la partida del pueblo de Dios. Se trata de un conjunto heteróclito (De útero no mío 29, 10; Josué 8, 35; Levítico 24,10): extranjeros, egipcios, víctimas quizá también de la dictadura del Faraón, que aprovecharon la ocasión para evadirse de Egipto. Jesús dirá que el Reino de Dios es como una red que «recoge peces buenos y menos buenos» (Mateo 13, 47). ¿Admito la «diversidad en la Iglesia o prefiero encerrarme en la seguridad de pequeños clubs de gente que piensa como yo? ¿Qué pienso sobre el «pluralismo» político de los cristianos? ¿Soy capaz de dialogar con personas diver­sas de mí? Se forjará la unidad de Israel, pero será en el desierto y en la fe a partir de esa muchedumbre diversa y abigarrada que huye de la esclavitud.

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De la masa que habían sacado de Egipto cocieron tortas sin levadura porque no pudieron entretenerse preparando pro­visiones. Se vuelve a poner de relieve la prisa de la partida con ese tema del «pan sin levadura», porque no había tiempo para que fermentase. ¡Partir! Abandonar algún confort material para adquirir la libertad espiritual. «¡Deja tu país!», decía ya Dios a Abraham» (Génesis 12, 1). Caigamos en la cuenta de que, a pesar de las dificultades, los hebreos en Egipto disfruta­ban de ciertas ventajas materiales -en el desierto echarán en falta las «carnes grasas y las ollas llenas» (Ex. 16, 3). Partir sin «provisiones», comer «pan sin levadura» es signo de desasimiento, de disponibilidad total a la llamada de Dios, de una voluntad de renunciación personal. «Abandonando allá sus redes, le siguieron» (Lucas 5, 11; Mateo 4, 20; Marcos 1, 18). HOY todavía nuestras euca­ristías son panes ácimos. ¿Es solamente un recuerdo for­mal, o es un signo? ¿Somos un pueblo siempre dispuesto a partir a la primera llamada?

Esta noche que fue de «guardia» para el Señor, para sacar­los de Egipto, ha de ser también una noche de «guardia» para todos los hijos de Israel... Sí, la celebración de la Pascua era una fiesta nocturna, una «velada». HOY también, nuestra «vigilia pascual» es la cumbre li­túrgica del año y el más hermoso oficio de Pascua. ¿Sabe­mos darle esta plenitud de sentido? Dios se preocupó de hacer «guardia», de estar en «vela» por nosotros, como una madre que pasa la noche junto a la cama del hijo enfermo, como un soldado que monta la guardia en las avanzadillas, frente al peligro. Jesús nos pedirá también «velar». Nos dará el ejemplo de sus noches en oración (Lucas 6, 12), y velará por nosotros, trágicamente, su última noche terrestre, la de Getsemaní. Dios no cesa de «velar» por mí. Y yo ¿qué tiempo de vigilia y de atención le dedico?

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16.a semana ordinaria

LUNES

Éxodo 14, 5-18

Cuando anunciaron al rey de Egipto que el pueblo de Israel había huido, se mudó el corazón del Faraón... En efecto, cuando se lleva a cabo el acontecimiento, el Faraón se da cuenta de que perderá una mano de obra muy barata. Entonces cambia de pensar. El, que había dejado partir a los hebreos, se lanza a perseguirlos.

Hizo enganchar su carro, tomó seiscientos carros, los mejo­res, y todos los demás carros de Egipto, cada uno con su dotación. Los bajo-relieves nos dan imágenes de ese ejército temible y rápido. Normalmente los peatones, en este caso los he­breos, ¡estaban vencidos por adelantado!

Los alcanzaron mientras acampaban junto al mar. Es el símbolo mismo de la «situación sin salida»: acorrala­dos junto al mar, ante un ejército más poderoso que ellos. Tratemos primero de imaginar ese drama que se está pre­parando. Y luego pensemos que la Pascua definitiva, la de Jesucristo, nos librará de una situación todavía más radi­cal: ¡la resurrección de Jesús le libera y nos libera de la misma muerte! Cada una de nuestras fiestas de Pascua y cada eucaristía nos permiten dar gracias por la intervención liberadora de Dios en nuestro favor.

El Señor endureció el corazón del Faraón. Esta fórmula choca profundamente con nuestras mentali­dades modernas. Para comprenderla hay que cotejarla con otras fórmulas, como la que hemos encontrado más arriba -«el corazón del Faraón se mudó». . . -o bien con fórmulas

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aparentemente contrarias -«el Faraón endureció su cora­zón»-. (Éxodo 8, 11; 8, 15; 9, 7). A los semitas no les preocupaba, como a nosotros, enten­der como se imbrican concretamente la libertad humana y el impulso divino, y la verdad es que estamos frente a uno de los mayores misterios. Entonces, ellos afirmaban sucesivamente ambas cosas: - el Señor endureció el corazón del Faraón... - el Faraón endureció su corazón... ¡Sería abusivo hacer responsable a Dios del mal que el hombre comete! Pero los autores de la Biblia afirmaban más que nosotros, el dominio soberano de Dios sobre todo hombre. No nos imaginemos que el mal alcance a Dios desprevenido. ¡Qué insondable misterio! Ayúdanos, Señor, a no endurecer nuestros corazones. Líbranos de toda pretensión de total autonomía.

Los hijos de Israel, llenos de miedo, dijeron a Moisés: «Dé­janos tranquilos, queremos continuar sirviendo a los egip­cios. ¡Vale más servir que morir en el desierto!» Es la prueba de la Fe. Apenas salidos de la esclavitud, están dispuestos a volver a ella, a causa de las ventajas que, a pesar de todo, saca­ban de ella. Sí, ésta es también nuestra prueba y nuestra pregunta: ¿Quién es pues este Dios, que se presenta como «salvador» y que aparentemente deja a los suyos en la miseria?

«No temáis, aguantad y veréis lo que el Señor hará hoy para salvarnos... El Señor combatirá por vosotros...» Puesta a dura prueba, la fe ha de triunfar con una fe más pura, más despojados de toda confianza en sí mismo para confiar totalmente en el Otro. Esto es siempre actual. Creemos, Señor, pero acrecienta en nosotros la fe.

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MARTES

Éxodo 14, 21 a 15, 1

El paso del mar Rojo es un acontecimiento que, como un gran fresco figurativo, representa la intervención divina para liberar a su pueblo de la opresión egipcia. Este suceso histórico está relatado en estilo épico, es decir, entusiásti­camente amplificado. Los autores no pretenden, sobre todo, describir unos detalles históricos concretos, en el sentido actual del «reportaje». Los redactores de ese texto, escrito mucho después de sucedido, pero partiendo de tradiciones orales, han querido valorizar, una vez más, una lección religiosa. Y nosotros debemos también fijar­nos en ella. ¿Qué pasó, de hecho, aquel día? ¿Un viento muy seco que evapora toda el agua de un brazo de mar durante unas pocas horas? Es posible y no es necesario imaginar un fenómeno contrario a las leyes de la natura­leza. De todos modos, los hebreos vieron en ello un signo, un milagro, porque para ellos era un «acto de Dios a favor suyo», y el acto mismo que constituyó a ese.pueblo. La tradición cristiana ha establecido siempre un paralelo entre ese paso por el agua y el bautismo del nuevo Pueblo de Dios.

Moisés extendió el brazo sobre el mar. El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este que secó el mar. Siempre nos sentimos tentados de no ver la obra de Dios más que en los fenómenos extraordinarios. Sin embargo, sabemos que Jesús rehusó siempre asombrar a los mirones a fuerza de milagros publicitarios (Mateo 4, 5; Lucas 23, 8). Y sobre todo sabemos que Dios no está menos presente en los fenómenos naturales. La salida del sol. La caída de la lluvia. El viento que deseca. Cosas corrientes en que por la fe podemos leer la obra de Dios. ¡Señor, te doy gracias por todo lo que haces por nosotros!

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Los hijos de Israel entraron en medio del mar a pie enjuto... mientras que las aguas envolvieron a los egipcios y cubrie­ron el ejército de Faraón, sus carros y sus guerreros... Maravillosa epopeya popular. Escena inolvidable. Todo un símbolo. Se hizo justicia: los débiles y los pobres gana­ron a los poderosos, los opresores quedaron aniquilados. Es evidente que las cosas no suelen resolverse tan fácil­mente. Pero ¿por qué se impide a los débiles y a los pobres soñar en la liberación radical de sus desgracias? El bautismo, con su simbolismo, asume los dos aspectos de este acontecimiento: el mal se aniquila, se destruye el pecado original, el agua destruye... pero surge la vida di­vina, la salvación se hace presente, el agua vivifica...

Aquel día, el Señor salvó a Israel... He ahí la clave interpretativa de esta epopeya: su óptica es netamente religiosa. Se trata de una asistencia divina en una situación desespe­rada, humanamente hablando: ¡Dios salva! Resulta muy emocionante leer ese antiguo episodio recordando que el nombre de «Jesús» significa precisamente «Dios salva» (Mateo 1, 21). Ahora bien, Dios es siempre el mismo. Todavía HOY Dios actúa para luchar contra todo mal y para salvar. Doquiera existe el pecado, existe también una acción salvadora de Dios. En nuestras revisiones de vida, tenemos que habituarnos a contemplar la Presencia de Dios en el seno mismo de las situaciones donde el mal parece que triunfa.

Israel vio la mano fuerte que el Señor había desplegado... El pueblo temió al Señor... Entonces Moisés y los hijos de Is­rael cantaron ese cántico al Señor. Esta «acción de gracias» al final pone de relieve la signifi­cación religiosa de esa liberación.

192 16.a semana ordinaria

MIÉRCOLES

Éxodo 16, 15; 9-15

La asamblea de los hijos de Israel partió de Elim y llegó al desierto de Sin, el día quince del segundo mes después que salieron de Egipto. Un mes y medio es un período corto; pero se hace inter­minable cuando se está en el desierto. El desierto es el lugar de la «prueba»: en el vacío de todo, en la pobreza, el peligro, el hambre... el hombre se en­frenta consigo mismo. No hay nada que lo distraiga de lo esencial: la vida, la muerte... sobrevivir... subsistir.

En el desierto, toda la comunidad de los hijos de Israel empezó a murmurar contra Moisés y «u hermano Aarón. Ese conjunto abigarrado de fugitivos no tiene nada de un pueblo excepcional. Son unos contestatarios de Moisés y de Dios.

«¡Ojalá hubiéramos muerto en Egipto, cuando nos sentá­bamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos! Nos habéis traído a este desierto para que muramos todos de hambre.» ¡No resulta fácil ser «hombres libres»! Cuando la alegría de la gran fiesta de la Liberación ha terminado, es preciso ponerse de nuevo en camino y afrontar las dificultades. ¿No llegamos también nosotros a dudar, a veces, de haber sido llamados, a mirar hacia atrás y a envidiar a los que no son cristianos? «El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás...» (Lucas 9, 62). Señor, enséñanos a ser fieles, día tras día.

El Señor dijo a Moisés: «Mira, Yo haré llover pan del cielo. El pueblo saldrá a recoger cada día la ración cotidiana, así lo pondré a prueba: Veré si obedece o no a mi ley.»

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El «manná», un alimento inesperado que permite sobrevi­vir en el desierto. El desierto, la prueba, permite al hom­bre experimentar la providencia divina: no contar tan sólo consigo mismo... sino confiar en otro. En profundidad, es la experiencia de la pobreza. De ese modo su duda, su desánimo, su murmuración puede convertirse en ocasión de progresar en la fe. El autor de ese relato pone en evidencia dos significacio­nes religiosas: 1. El manná es justo lo suficiente para cada uno -un «omer», un medio litro por persona-; así, para Dios, no hay ni ricos ni pobres... todos son hermanos, que reciben igual ración. Es todo un ideal. ¡Si, de hecho, fuera así, Señor! 2. El manná es un alimento frágil, que hay que recoger cada día, que se echa a perder si se provisiona para el día siguiente. Jesús nos repetirá lá lección, esta invitación a una confianza cotidiana: «el pan nuestro de cada día dá­noslo hoy».

El día sexto, la ración será doble a la de los demás días. La «lección» teológica, es aquí evidente. Se recuerda la gran ley del Sábado: para no tener que trabajar aquel día, cae doble cantidad y, excepcional-mente, se conserva bien. Jesús nos liberará de esa con­cepción estrecha del Sábado. Pero, libres de esos detalles, ¿sabemos vivir los domingos con gozo, expansión y aper­tura, tal como Dios quiere?

Cuando vieron esto, los hijos de Israel se decían los unos a los otros: «¿Qué es esto?» que en hebreo es «¿Man hü?» Ese nombre interrogativo es también un símbolo: ante los dones de Dios, nos sentimos también, a menudo, descon­certados. Muchas cosas no son claras. «¿Qué es esto?» Si, por lo menos, nos formuláramos más a menudo esta pre­gunta, y a propósito de tantos «dones» como nos concede Dios sin que sepamos reconocerlos.

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JUEVES

Éxodo 19, 1-2; 9-11; 16-20

Los hijos de Israel llegaron al desierto del Sinaí. Es una de las etapas importantes: en el Sinaí Dios espera a los suyos para hacer Alianza con ellos, y darles su ley. ¿Estoy atento a las etapas, a los hitos sucesivos que Dios dispone en mi camino?

Acamparon frente a la montaña. La escena debía de ser impresionante: en un desierto, bajo el sol esplendoroso, una montaña abrupta... y al pie de esa montaña dominante, la asamblea acampa... los ojos, de vez en cuando fascinados, se elevan hacia las cumbres... El tema de la «montaña» se repetirá en el evangelio: el monte de la transfiguración, el monte de las bienaventu­ranzas, el monte de los olivos... la montaña de la ascen­sión. Y los místicos -san Juan de la Cruz, santa Teresa de Je­sús- hablarán de la «subida al monte Carmelo» para sim­bolizar el itinerario de la vida espiritual. ¿Me dice algo esta imagen? ¿Soy de los que intentan el ascenso de la alta montaña, con sus riesgos, pero también con los fascinantes horizontes de sus cimas?

£1 Señor dijo a Moisés: «Me presentaré a ti en una densa nube.» Dios es el que toma la iniciativa de ese encuentro. En toda la tradición bíblica, la «nube» seguirá siendo el signo de la presencia divina. Encontraremos de nuevo ese simbolismo en la escena de la transfiguración de Jesús en el Tabor. Dios escondido, Dios en una «densa nube». ¡Cuan verdadero es esto! ¡Y cómo aspiramos a ese en­cuentro cara a cara!

Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos, relámpagos y una densa nube sobre la montaña.

16.a semana ordinaria 195

Relámpagos y truenos. Es una puesta en escena de gloria y de poder. Ante la tormenta el hombre es muy pequeño. Una vez más un símbolo parlante. Para los hebreos, protegidos sola­mente por sus tiendas nómadas, esto fue una prueba que no olvidarán. De nuevo la tradición bíblica conservará esos rasgos para crear el marco de todas las teofanías: cada vez que Dios interviene de manera particular, su ac­ción está rodeada de «fuego» y de «truenos». Pentecostés se hallará también marcado por este signo. El Dios de la tempestad, el Dios del rayo, el Dios todopode­roso, el Dios del Sinaí. Es preciso contemplarlo también bajo ese aspecto temible, para gozar tanto más del otro aspecto, bajo el cual El quiso aparecer, Jesús, el débil niño del pesebre de Belén, el hombre de Nazaret, la dulzura de Dios.

Todo el pueblo se echó a temblar. Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios. La montaña del Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido en el fuego y toda la montaña temblaba con violencia. El «encuentro de Dios». Dentro de unos siglos, el profeta Elias, descorazonado, irá a Horeb, para encontrarse de nuevo con Dios todopode­roso. Pero el Señor le dará a entender que «no está en la tempestad... ni en el fuego... sino en la brisa suave» (7 Libro de los Reyes 19, 9-13). Así, pues, hay que servirse de las imágenes, pero no hay que estancarse en ellas.

Moisés hablaba y Dios le contestaba... Llamó a Moisés y Moisés subió hacia El... La «Palabra de Dios», medio habitual de su presencia. La meditación de la Escritura, el diálogo de la oración son nuestro Sinaí, más modesto. Ayúdanos, Señor, a escu­charte, a encontrarte.

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VIERNES Éxodo 20, 1-17

La etapa del Sinaí es decisiva. Su grandiosa puesta en escena prepara a los hebreos a lo que va a suceder ahora: un pueblo encuentra a Dios a través de un mediador, Moi­sés, que sirve de lazo de unión entre los hombres y el misterio escondido de Dios. Más que considerar uno a uno cada uno de los diez mandamientos, hay que tratar de meditar los grandes rasgos esenciales de este documento capital.

Yo soy el Señor, tu Dios... No solamente «soy Dios» sino «Yo soy tu Dios»... Dios se descubre como un ser en relación con los hombres. No conocemos a Dios «en sí mismo», sino que quiere ser «para nosotros, entre nosotros». Es el Dios de una «alianza», es un compañero de amor: «Yo soy tu Dios».

Que te ha sacado de Egipto, de la casa de servidumbre... Esta es la motivación profunda del decálogo, afirmada en exergo de la Ley: «os he liberado de la alienación, de la servidumbre y no para que recaigáis. Cada uno de mis diez mandamientos es como un balizaje que os guía para no recaer en servidumbre». ¡Estas palabras de Dios son a nivel interior, mucho más liberadoras que la salida de Egipto!

Los diez mandamientos: Respetar a Dios... Respetar al hombre... Hoy, como siempre, existe la tentación de disociar las dos tablas de la ley. Según el propio temperamento, podemos evadirnos hacia un amor de Dios desencarnado que llega a olvidar las consecuencias concretas que ello comporta, o bien nos evadiría hacia un servicio activista del prójimo que se separaría de la exigencia y universalidad de su fuente. «Amad a Dios. Amad a vuestros hermanos.» Dos manda­mientos unidos (Mateo 22, 39).

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No tendrás otros dioses más que a mí. No construirás ningún ídolo. Santificar el Sábado. Estos deberes para con Dios son liberadores: «nada» ma­terial merece nuestra adoración. Sólo Dios está por en­cima de todo. Todo lo restante es indigno del hombre. Ahora bien, todavía HOY nos hallamos tentados de pro­curarnos ídolos, de apegarnos a cosas que no merecen nuestro afecto y que pueden alienarnos: el dinero, el pla­cer, el confort, la belleza, la salud, el partido, nuestras propias ideas... cosas buenas en sí pero que pueden llegar a ser tremendas cadenas. «No adorarás falsos dioses.»

Honra a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio. No codi­ciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni cosa alguna que le pertenezca. Dios está de parte del hombre. Quiere liberarnos de nues­tras agresividades, de nuestros egoísmos. Se ha llamado a esto «el programa político de Dios», un programa preciso y simple a la vez. Imaginemos cuál sería el progreso de la humanidad en dignidad y en felicidad, si este programa fuera respetado algún día... ¡si supiéramos, de veras, «amar» a los demás! Pero conviene traducir esto en térmi­nos de HOY, partiendo de los análisis de las situaciones humanas actuales: luchad por los ancianos, por los débiles indefensos... defendeos de la sexualidad incontrolada, construid una vida conyugal y familiar digna del hombre y de la mujer... combatid contra la explotación del hombre por el hombre, contra las desigualdades económicas... combatid la mentira, la falsa propaganda, las psicosis co­lectivas de violencia... etc.

(Se resume aquí el ideal del hombre.) Este decálogo no es otra cosa que el resumen de las gran­des exigencias de toda conciencia humana. Son muchos los hombres y las mujeres que, sin conocer el evangelio, tratan de vivir ese ideal humano fundamental: ¿sabemos reconocer que, por ello, están ya en estado de Alianza con Dios?

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SÁBADO Éxodo 24, 3-8

Repitámoslo una vez más, si leemos esos viejos textos no es para hacer arqueología. Aunque es evidente la utilidad de un comentario que ayude a comprender los hechos históricos antiguos y costumbres de una civilización cadu­cada ya en muchos países actuales. Pero los sentidos pro­fundos son siempre válidos y también lo son los hábitos de Dios que los expresan.

Bajó Moisés del Sinaí y refirió al pueblo todas las palabras del Señor... El pueblo respondió a una voz: «Cumpliremos todas las palabras que el Señor ha dicho.» Todos habremos notado ese detalle significativo: al pueblo de Israel le fue mandado guardar las distancias, quedarse al pie de la montaña, bajo amenaza de muerte a quien­quiera quisiera acercarse (Éxodo 19, 12). El «sentido» de ese rito es claro y siempre actual, aunque se deba traducir HOY de otro modo: Dios es misterio, Dios es lo absoluto, un foso infranqueable separa a la criatura del Creador... sin embargo, Dios ha previsto unos puentes para salvar esa distancia, Moisés sube hacia Dios, sirve de intermediario. Jesús sobre todo, será ese mediador que nos acerca Dios y abre el diálogo definitivo, esta Palabra a la que nosotros podemos responder.

Moisés escribió todas las palabras del Señor... Levantó un altar y doce estelas por las doce tribus de Israel... Mandó a algunos jóvenes israelitas que ofreciesen sacrificios. Tomó Moisés la mitad de la sangre, la derramó sobre el altar y con la otra mitad roció al pueblo. Trato de imaginar esos ritos: ¡la sangre de las víctimas esparcida sobre el altar -que representa a Dios- y sobre el pueblo! Todo esto simboliza la alianza: en adelante, Dios y ese pueblo están vinculados con la «misma vida», con la «misma sangre».

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«Esta es la sangre de la alianza que según todas estas pala­bras, el Señor ha establecido con vosotros. Son casi las mismas palabras que empleó Jesús para ex­presar la nueva Alianza en su propia sangre. La misa ¿significa para mí la Alianza que Dios ha hecho conmigo? No estoy nunca solo: ¡tengo a «Dios-conmigo», tengo un aliado! Esto debería ser una fuente inagotable de alegría. El cristiano debería vivir sin desaliento alguno: porque participa del plan de Dios sobre el mundo y es el aliado del proyecto divino que no puede fallar. La misa significa también la Alianza que nos vincula a los demás. No soy el único aliado de Dios, individualmente: la liberación, la alianza, son fenómenos colectivos. Todos somos solidarios. Somos todo un pueblo que vive unido el rito.

Tomó Moisés el libro de la Alianza y lo leyó ante al pueblo, que respondió... Escuchar juntos la misma Palabra y contestar juntos, es también un rito de Alianza. Es la primera parte de la misa, en la que Dios está ya presente. Cuando se han escuchado los mismos pensamientos, se ha comenzado a comulgar en las mismas verdades, en el mismo proyecto: el de Dios. ¡Cuan lejos suelen estar nuestras «asambleas cristianas» de este ideal de la alianza!

«Obedeceremos y cumpliremos todo lo que ha dicho el Se­ñor.» Ciertamente, los ritos son necesarios, esos momentos particulares en los que se celebra la Liberación y la Alianza. Pero la finalidad de las liturgias no está en sí mismas, sino que nos retornan a nuestra vida ordinaria en la que tenemos que vivir la Palabra de Dios y cooperar a su voluntad. Ayúdanos, Señor, a practicar, a cumplir tu voluntad, en el núcleo de nuestras existencias cotidianas.

200 17.a semana ordinaria

17.a semana ordinaria

LUNES

Éxodo 32, 15-24; 30-34

Moisés bajó de la montaña con las dos tablas de la ley. Cuando llegó cerca del campamento vio el becerro de oro y los coros de danzar. La historia del pueblo de Dios está jalonada por los bene­ficios de Dios y por los pecados de ese pueblo. Acababa de festejarse la celebración solemne de la Alianza. Moisés había vuelto al Sinaí. Durante su ausencia, Israel fabrica un «becerro de oro» y le profesa culto cantando y bailando a su alrededor. Ese «becerro de oro» ha pasado a ser, en Occidente, una imagen clásica para simbolizar la idolatría, en particular el culto de la riqueza. Esta interpretación no es falsa; pero es demasiado limitada. De hecho Aaron había pedido a la gente que aportara sus joyas: el pueblo se despojó pues de sus riquezas para ofre­cerlas a Dios. Su falta no era pues ésta.

Yo les dije: «¿Quién tiene oro?» Ellos se despojaron de sus riquezas y me las dieron. Descubrimos aquí toda la ambigüedad del pecado. Los israelitas creen hacer el bien y honrar a Yavéh. Pobre gente ¡cuan parecidos son a nosotros! que a menudo caemos también en la trampa del mal sin darnos del todo cuenta de nuestro error ¡Señor, haznos lúcidos! Ayúdanos a renocer claramente y a desenmascarar el pecado que no descubrimos. Entonces, ¿cuál fue pues su verdadera falta?

Me dijeron: «Haznos un dios que vaya delante de nosotros; porque no sabemos qué le ha sucedido a Moisés, el hombre que nos sacó de Egipto.» Su pecado era pues haber querido «representar» a Dios;

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siendo así que Dios es invisible, Dios es misterio. Pero el hombre ha tendido siempre a localizar, a materializar a Dios, para estar seguro y, por así decirlo, tenerlo al al­cance de la mano. «Haznos dioses que caminen como no­sotros, que podamos verlos.» Los primeros mandamien­tos del Decálogo afirmaban el monoteísmo y el esplritua­lismo. Y ese culto a una estatua de becerro corría el riesgo de conducir a Israel a las religiones naturistas, a los cultos a la fecundidad, que eran los de tantos pueblos de enton­ces. Es pues la pureza de la fe, la autenticidad del Dios escondido lo que Moisés defiende al dejarse llevar de una santa cólera. Efectivamente Señor, Tú eres el totalmente-otro. Nadie puede alcanzarte con la mano. Queremos creer que de veras haces camino con nosotros aunque no te veamos. Purifica nuestra fe de sus ambigüedades. Ten piedad de nuestra debilidad.

Al día siguiente dijo Moisés al pueblo: «Habéis cometido un gran pecado. Yo voy a subir ahora donde el Señor. Acaso pueda obtener la expiación de vuestro pecado.» La actitud de Moisés es verdaderamente ejemplar. Lejos de desolidarizarse del pueblo pecador, vuelve donde Dios para implorar el perdón. El «mediador» es precisamente el que se deja dividir entre dos partes opuestas, para acercar la una a la otra: Moisés es solidario de Dios y defiende su causa... pero es también solidario de su pueblo y va a defenderlo ante Dios. ¿Somos también nosotros capaces de condenar al peca­dor? ¿Suelo interceder por los que me dañan? Moisés es el tipo mismo de la «intercesión» y por ello preanuncia a Jesús. Pensando en las múltiples formas de «becerros de oro» de HOY, ruego por el mundo pecador... del cual también formo parte.

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MARTES

Éxodo 33, 7-11; 34, 5-9; 28

En el desierto del Sinaí, Moisés tomó la tienda y la plantó para él a cierta distancia del campamento. La llamó «Tienda del Encuentro». De modo que todos los que tenían que con­sultar al Señor, salían hacia la Tienda del Encuentro. Imagino esa pequeña «tienda» aislada, lejos del ruido del campamento. El hombre necesita silencio y soledad para encontrar a Dios. ¿Sé también aislarme alguna vez?

En cuanto entraba Moisés en la Tienda, bajaba la columna de nube y se detenía a la puerta de la Tienda, mientras el Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hom­bre con otro hombre. ^ No vayamos a pensar en un milagro o en algo sensacional. Eso sería contradecir todas las afirmaciones precedentes sobre la invisibilidad y la espiritualidad absolutas de Dios. Esas expresiones quieren hacernos comprender hasta qué punto era Moisés un hombre de oración, el «confidente de Dios», en cuya intimidad vivía como un amigo con su amigo. Así Moisés no es solamente el jefe, el hombre de acción que hemos visto comprometido al servicio de los hombres... es también el «místico» que alimenta su com­promiso en la contemplación. Después de esto, se comprende que Moisés pueda hacer tan íntimamente suyos los puntos de vista de Dios, y sus comportamientos de amor salvador.

Moisés invocó el nombre del Señor. El Señor pasó ante él y proclamó: «Yo soy el Señor tu Dios tierno y misericordioso, lento en la ira, lleno de amor y de ñdelidad... Este capítulo sigue inmediatamente a la escena del «bece­rro de oro». El Dios que aquí se revela es en verdad el mismo que se revelará en el evangelio de Jesús. Se adivi­nan ya las parábolas de la misericordia, el amor de Cristo por los pecadores.

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«Dios de ternura.» «Dios de misericordia.» Me confío a tu amor. Confío la humanidad entera a tu amor.

Dios rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por miles de generaciones; que tolera la falta, la transgresión y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la falta de los padres en los hijos y los nietos «hasta la tercera y cuarta generación.» Esta palabra que nos parece dura, afirma sin embargo dos verdades que hemos de aceptar: 1. La infinita santidad de Dios, que no puede —y es en bien nuestro— ser indiferente ante el mal. 2. La infinita misericordia de Dios, que tiene paciencia y da tiempo para la conversión. Notemos la diferencia de proporción entre el castigo y la tolerancia; «cuatrogeneraciones»... «mil generaciones»... Evidentemente es ésta una manera de hablar, pero muy elocuente para decirnos que a Dios no le agrada castigar, aunque está a veces obligado a hacerlo. El pueblo de Israel lo ha experimentado muchas veces, y en primer lugar aquí, después de la infidelidad. ¿Y yo? ¿qué hago yo? Evoco mis infidelidades a tu amor, Señor, y te doy gracias por tu inmensa paciencia para conmigo.

Moisés estuvo con el Señor cuarenta días y cuarenta noches sin comer ni beber... «En verdad es un pueblo de dura cerviz; pero Tú perdonarás nuestras faltas y nuestros peca­dos y Tú harás de nosotros un pueblo, herencia tuya.

Admirable oración de Moisés. Con él ruego por el mundo de HOY.

Y escribió en las tablas el texto de la Alianza, los diez man­damientos. Los escribió por segunda vez. Da una nueva oportunidad a ese pueblo.

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MIÉRCOLES

Éxodo 34, 29-35

Cuando bajó Moisés de la montaña del Sinaí, con las dos tablas de la Ley en sus manos, no sabía que su rostro «irra­diaba» luz por haber estado hablando con el Señor. Vivir con Dios, de modo más explícito, durante un tiempo prolongado, no puede dejar de transformar a un hombre. Moisés acaba de pasar cuarenta días de «retiro», solo, allá arriba, en la desnudez de una cueva, con hambre y ayuno, con Dios como único interlocutor... en medio de rocas, en el aire vivificante de las cimas y al sol que quema. Esta experiencia deja forzosamente unas huellas: la piel que­mada. ¡Su rostro «irradiaba» luz! Hay que procurar imagi­narse a ese hombre que baja entre las rocas para volver a sus hermanos. Porque después de la oración y del retiro es preciso volver a la vida corriente y reemprender los trabajos, los contac­tos humanos y las responsabilidades.

Moisés los llama. Aaron y todos los jefes de la comunidad se le acercan y les dirige la palabra. Luego se acercan todos los hijos de Israel y les transmite las órdenes del Señor que había recibido en la montaña. Contemplar y transmitir. Orar y actuar. Moisés, «hombre de oración» y «hombre de acción». La mayoría de los grandes místicos fueron también hombres y mujeres sumamente activos. Pensemos en san Bernardo, santa Teresa de Jesús, el Padre de Foucauld. Nos equivocamos cuando oponemos los dos tipos de vida: de hecho la oración anima y transforma la acción hacién­dola más verdadera, más sólida, más perseverante... y la acción nutre la oración, haciéndola más realista... Según mi tipo de vida, según mi temperamento me siento llevado hacia tal o cual tendencia: ¿he de buscar quizá el equilibrio? ¿He de decidirme a un mayor compromiso?

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¿Decidirme a disminuir mis compromisos en beneficio de la oración? Moisés: el «libertador»... el «santo»... Se discute mucho HOY sobre la dimensión «política» de la Fe. En su sentido noble, la política, es todo lo que se refiere a la organización de los hombres en sociedad, es establecer las estructuras de las relaciones humanas en las ciudades, en los grupos que han de vivir juntos. ¿Cómo podría la fe permanecer extraña a ese dominio esencial? El Éxodo nos proporciona un ejemplo significa­tivo: el amor de Dios suscita un pueblo que se organiza, que se libera, que se unifica. Moisés es un «líder», un jefe político suscitado por Dios. Pero también ¡qué interiori­dad, la suya! En efecto, Dios es un poder colectivo de liberación y de unión. Esta revelación del Éxodo nos desconcierta, a ve­ces, porque estamos habituados a una predicación «espi­ritual» e «individual». Hemos de redescubrir la síntesis que logró Moisés: Dios, el primero en ser servido, pero Dios servido en nuestros hermanos. El evangelio no nos dirá otra cosa.

Cuando acabó de hablarles, Moisés se puso un velo sobre el rostro. Siempre que se presentaba ante el Señor para con­versar con El se quitaba el velo hasta que salía de la Tienda de Reunión... Se ponía de nuevo el velo hasta que volvía a hablar con el Señor... Un ritmo vital, el ritmo del corazón: «diástole», la sangre va al corazón... «sístole», la sangre va de nuevo al cuerpo... Emplear un tiempo con Dios... Emplear un tiempo con el mundo... ¿Qué significado atribuímos al «velo» con el cual Moisés se cubre el rostro? ¡Delante de Dios se presenta «a cara descubierta»! Delante de los hombres, ¡permanece «velado»!

206 17.a semana ordinaria

JUEVES

Éxodo 40, 16-21; 34-38

Moisés obedeció todas las prescripciones del Señor. Erigió la morada de la «Tienda de Reunión». Diversos textos bíblicos describen en detalle los objetos del culto y las ceremonias litúrgicas. Sería imposible pro­poner una reconstitución real de lo que fue, de hecho, ese «santuario» del desierto, porque encontramos en él pare­cidos con el Templo de Jerusalén que, evidentemente tu­vieron que ser añadidos mucho más tarde. De otra parte, nuestro punto de vista no es arqueológico, sino espiritual.

Moisés asentó las basas, colocó los tableros y los travesanos y erigió sus postes; desplegó la Tienda encima, tomó las «tablas de la Ley» y las colocó dentro del arca, puso el propiciatorio encima del arca... Fijémonos en que se trata de una «tienda» un abrigo frágil y transportable, que se desmonta a cada partida y se re­monta a cada nueva etapa. El Dios de Israel es un Dios que «hace camino» con su pueblo. Es invisible... pero tiene en cuenta el deseo de «signos» y acepta que los hombres materialicen un lugar que simbolice su Presencia. La palabra «tienda» es a ve­ces sustituida en nuestra lengua por «tabernáculo», del latín «tabernaculum». «El Verbo se hizo carne, y erigió su tienda.» Estamos pues ante un primer jalón, de simplicidad emo­cionante, de lo que será después el lugar de una presencia real aunque misteriosa, en nuestras capillas e iglesias. ¿Utilizo la visita al «Tabernáculo», al Sagrario, como una ayuda a mi sensibilidad, para facilitar un cierto tipo de oración?

Las tablas de la Ley... La Tienda de Reunión no contenía ninguna representación figurativa... ¡sino solamente «los diez mandamientos»!

17.a semana ordinaria 207

Podríamos sacar de ello algunas sugerencias útiles: la ver­dadera Presencia de Dios se realiza allá donde unos hom­bres y unas mujeres, en su vida cotidiana, cumplen la «voluntad de Dios». Amar y adorar a Dios. Amar y res­petar al prójimo: he ahí lo que debería hacernos encontrar su Presencia. «Lo que haréis al más pequeño de los míos a Mí lo ha­réis... Lo que rehusaréis a mis hermanos, a Mí lo rehu­sáis.»

La nube cubrió la Tienda de Reunión y la gloria de Dios llenó la morada. Ese tema de la «nube» es también un signo: no se ve a Dios sólo se ve una «nube». Dios es misterioso. En la Transfiguración, Jesús y sus apóstoles fueron tam­bién envueltos por una nube luminosa, evocación de la divinidad.

Por la noche, un fuego brillaba en la nube. El «fuego» también es símbolo de Dios. Sabemos que desde la Encarnación ese «fuego» ha venido al corazón de los hombres: el día de Pentecostés, llenó la Iglesia. Por el Espíritu, los bautizados han venido a ser los lugares de la Presencia de Dios. «¡Que vuestra luz brille!» decía Jesús. Un fuego brillaba en la nube sobre la Tienda de Dios. ¿Qué oración me sugiere este pasaje de la Escritura?

Así sucedía en todas sus etapas. San Juan usa ese lenguaje para describir la Encarnación del Hijo de Dios. Y Jesucristo es en verdad Dios que plantó su tienda entre nosotros. Y Jesús se atrevió a afirmar que, en adelante, se podía «destruir el Templo», porque lo reconstruiría en tres días. El cuerpo de Cristo es la verdadera presencia de Dios entre nosotros, en todas las etapas de la vida, en todos los lugares de la tierra.

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VIERNES

Levítico 23, 1-4-11; 15-37

Un lector moderno puede quedar desorientado leyendo las pocas páginas del Levítico. Este libro tiene un carácter legislativo que nos parece muy seco, en cuanto que codi­fica usos litúrgicos que parecen bastante antiguos: ritual de los sacrificios, ceremonial de investidura de los sacer­dotes, reglas relativas a las impurezas legales, calendario litúrgico, fórmulas de bendiciones y de maldiciones. La página propuesta aquí es el resumen del calendario judío.

Estas son las solemnidades del Señor, las reuniones sagradas que convocaréis en las fechas señaladas. «Solemnidades»... Es la primera palabra que podemos su­brayar. ¿Tenemos HOY el sentido de «la fiesta», es decir del día excepcional que permite al hombre estar más con­tento, dejar el quehacer y el ritmo cotidianos, romper la monotonía y lo grisáceo de la vida? Cada domingo debería tener para nosotros ese carácter festivo. ¿Es para mí el «día de la alegría»? ¿Qué hago para procurar que sea tam­bién alegre y excepcional para los demás, para los míos? «Reuniones sagradas»... Es la segunda palabra de toda fiesta. No se puede hablar de fiesta en la soledad y el individualismo. Quien dice «fiesta», dice reunión, multi­tud. El término «ecclesia = iglesia» quiere decir precisa­mente «convocación». Es la «reunión» de cada domingo la que crea la Iglesia Todo culto verdadero tiene un ca­rácter social, público, comunitario. ¿Me preocupo de seguir honradamente el ritmo de la co­munidad, de aportar mi colaboración, mi participación colectiva? ¿Qué concepción tengo de la misa? ¿Una ora­ción personal? ¿Una oración junto con otros? ¿Me agrada elegir una hora de misa muy comunitariamente vivida?

17.a semana ordinaria 209

El mes primero, el día catorce del mes será la Pascua, fíesta de los Ácimos —de los panes sin levadura—... Fiesta de la primera gavilla de vuestra cosecha... Dios espera ante todo al «hombre vivo»; ¡le pide aquí la ofrenda de su trabajo! ¿Está nuestra vida profesional sepa­rada de nuestro culto? ¿O bien, nos esforzamos en ofre­cerla a Dios? Pascua ha pasado a ser una fiesta cristiana: san Pablo subrayará que Cristo es nuestro «pan ácimo», y nosotros lo somos con El (I Corintios 5, 7)

Cincuenta días después es Pentecostés Esta fiesta conmemoraba el don de la Ley en el Sinaí, en la tempestad y el fuego. El Espíritu Santo preparaba así la efusión que quería dar a los hombres a través de la Iglesia.

El día décimo del séptimo mes, es la fíesta del Kipur... Ayunaréis y ofreceréis manjares en sacrificio. Es muy hermosa esta celebración del «perdón», del «gran perdón» de Dios a los pecadores. Nuestras celebraciones penitenciales, nuestras confesio­nes, ¿son una fiesta?

El día quince de ese séptimo mes celebraréis durante siete días la fíesta de las Tiendas en honor del Señor. No olvidemos que Jesús celebró todas esas fiestas judías. Fue durante esos días festivos según san Juan 7, 2-14 cuando Jesús levantó la voz en medio de los peregrinos para decirles: «Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba. El que crea en Mí, dé su seno manarán ríos de agua viva.» (Juan 7, 37). Se constata un poco por todas partes que los jóvenes se aburren en la misa. Sin embargo la «liturgia» debería ser un lugar de expresión corporal: el alma humana tiene unas profundidades que sólo el rito puede alcanzar... es preciso pues que nuestra Fe «cante», se exprese por medio de gestos y de símbolos.

210 17.a semana ordinaria

SÁBADO

Levítico 25, 1; 8-17

Hoy leeremos la ley del «Jubileo». Este tema ha resonado profundamente entre las comuni­dades negras de los Estados Unidos, como una invitación a salir de la esclavitud y a recobrar la libertad. Aunque, de hecho, ha sido poco aplicada ¡cuan significa­tiva es esa costumbre!; todos los cincuenta años, los ju­díos debían celebrar un «año sabático», una especie de año de gran descanso, un «año jubilar», un año de alegría y de libertad que comportaba la liberación de todos los esclavos, la anulación de las deudas, la devolución del patrimonio a su propietario. Es una ley social anticipada.

Declararéis «Santo» este año cincuenta... Un «año santo» El Papa Pablo VI, siguiendo la gran traidición bíblica pro­clamó también para el mundo entero un año de reconcila-ción.

Proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitan­tes: cada uno recobrará su patrimonio, cada cual regresará a su familia. Un año de libertad... en el que los amos liberan a sus siervos y no les obligan ya a trabajar. ¡Una especie de sabat, de domingo de un año de duración! ¿Soy consciente de las formas nuevas y disimuladas que toma HOY la esclavitud? El trabajo embrutecedor... Las promiscuidades impuestas... La tensión nerviosa provo­cada por los ritmos y la velocidad... La avidez del dinero mantenida por la publicidad... La creación de falsas nece­sidades... A partir de mi propia vida puedo buscar cuales son las esclavitudes de las que el Señor quisiera liberarme. Vivir mis domingos con ese espíritu.

17.a semana ordinaria 211

Este año cincuenta será para vosotros un año jubilar... ¡Jubilar! ¿Tiene esta palabra significado para mí? ¿Suelo mostrar júbilo, ser feliz en profundidad y difundir a mi alrededor el gusto de vivir?

No sembraréis, ni segaréis los rebrotes, ni vendimiaréis... Comeréis lo que el campo dé de sí. Esto nos parece un poco irreal. Pero, más allá de las prescripciones concretas, ¡qué lec­ción se encuentra también aquí! ¡Conviene que nos lo re­pitamos de vez en cuando! el hombre no está hecho para el trabajo sino para la vida, sobre todo cuando el trabajo es embrutecedor, pesado, falto de atractivo. Hemos de des­cubrir de nuevo el sentido del «tiempo libre», de la «ora­ción», de la «contemplación», de la «creatividad artís­tica», del «juego por el juego» del «gusto de estar juntos». ¡Dios nos quiere felices! Su creación no es una trampa, no se trata de una inmensa fábrica de desgracias para los hombres. «Dios vio que todo era bueno ¡y descansó del trabajo que había hecho!» Es preciso que meditemos esa sorprendente fórmula. (Gé­nesis, 2-3) ¿Sé encontrar tiempo de «respirar»? ¿Personalmente, en familia?

Que ninguno de vosotros dañe a su prójimo, antes bien que conserve el temor de Dios, pues Yo soy el Señor, vuestro Dios. ¡Dios se hace fiador de la justicia y de la libertad! Jesús se presentó a sí mismo en ese contexto jubilar cuando dijo: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres, la libertad a los cautivos, dar libertad a los oprimidos... proclamar un «año jubilar» un año de gracia del Señor.» (Lucas 4, 18-19) En efecto, Jesús es la alegría. El Evangelio es la alegría.

212 18.a semana ordinaria

18.a semana ordinaria

LUNES

Números 11, 4-15

El libro de los Números es el cuarto de los cinco libros que componen el Pentateuco: Génesis, Éxodo, Levítico, Nú­meros, Deuteronomio. Este libro trata de nuevo el tema de la marcha por el desierto. En él se han agrupado algunos de los aconteci­mientos relatados en el Éxodo, y se han acumulado algu­nos textos legislativos que no cupieron en otro lugar. El título «Números» proviene de que este libro contiene censos y estadísticas. Esas listas que nos dan los nombres y el número de los miembros del Pueblo de Dios, no tienen interés concreto para nosotros. Sin embargo retengamos una idea.

Números... Empadronamiento... Estadísticas... Nuestro mundo moderno está lleno de esas cosas. No provienen de ayer. Decididamente, Israel se nos presenta como un pueblo culto, en muchos aspectos mucho más adelantado que los pueblos de la misma época. Pero es ante todo el significado simbólico de esas «listas» lo que nos sugiere una oración: sí, Dios reconoce perso­nalmente a cada uno de esos hombres, de esas mujeres... Llama a cada uno por su nombre. «¡Mi vida es preciosa a los ojos del Señor!» Salmo 71, 14 Para Dios los hombres no son intercambiables, ninguno de ellos es un valor despreciable. «Ningún pajarillo caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. Ahora bien, vosotros valéis mucho más...» (Mateo 10, 29)

Durante su marcha a través del desierto, los hijos de Israel volvieron a sus llantos... Atravesar el desierto. Hacer una «larga caminata». Un tema profundamente humano.

18.a semana ordinaria 213

¡Cuántos hombres, cuantas mujeres caminan así en el de­sierto ! Puedo buscar a mi alrededor, en mi ambiente, en mi propia vida, lo que ese símbolo significa: el desierto, el vacío, la «nada», sólo un camino abierto al infinito ante mi... con una sola certidumbre, que es preciso avanzar, caminar, continuar...

«¿Quién nos dará carne para comer?» En efecto, la prueba, el tiempo del desierto es un terrible crisol. El pueblo de Israel no cesa de gemir. ¡Y tiene razo­nes para ello! El hambre, la sed, la incertidumbre del por­venir, la muerte que ronda.

Moisés estaba muy afectado y se dirigió al Señor: «por qué tratas así a tu siervo? ¿De dónde sacaré carne para dársela a todo este pueblo cuando me atormenta con sus lágrimas? Es una carga demasiado pesada para mí... ¿Por qué me has impuesto el peso de todo este pueblo?» Una vez más la reacción del hombre de Dios es la oración. Una oración realista, que no es un ensueño, sino que acepta a manos llenas una situación concreta para pre­sentarla a Dios. Una vez más vemos a Moisés como solidario con el pueblo e intercesor en nombre del mismo pueblo. No deja de ver el pecado de su pueblo que suscita la «ira» de Dios, pero implora el perdón. Como Moisés, el gran profeta, el santo, podemos, alguna vez decir a Dios: «¡Me has dado, Señor, una carga muy pesada!» Esta oración no sería una dimi­sión, sino una llamada positiva.

¡Ah! Si pudiera hallar gracia a tus ojos y ver apartada mi desventura. Finalmente la oración de Moisés se termina con una ora­ción abierta cara al futuro: ayúdame, Señor, a cumplir todas mis responsabilidades. ¡Oración a la vez fuerte, dis­creta y resignada! que se expresa en forma interrogativa: «Si pudiera...»

Me dirijo a Dios empleando también esa forma.

214 18.a semana ordinaria

MARTES

Números 12, 1-13

Leeremos el relato de una prueba personal de Moisés: Es criticado por su propia familia, por su hermano Aarón y su hermana Miriam, se le reprocha el haberse casado con una extranjera. Se envidia su papel preponderante y su intimi­dad con Dios.

Miriam y Aarón murmuraron contra Moisés por haber to­mado por esposa a una mujer etíope. La Biblia es ciertamente un espejo de la humanidad media, que nos presenta la imagen constante de nuestras fragili­dades, de nuestras bajezas: racismo, envidias, historias de familia a propósito de casamientos... Ahora veremos como se resuelve este asunto.

«¿Es que el Señor no ha hablado más que con Moisés? ¿No ha hablado también con nosotros?» Esta es la segunda queja: la desigualdad aparente, el re­parto tan dispar de los dones y talentos... «A uno le dio diez talentos, al otro cinco, al otro uno...» En lugar de alegrarnos de la maravillosa diversidad de vocaciones que constituyen el «Cuerpo de Cristo», nos comparamos los unos a los otros. ¡Claro que Dios «habla a todos los hombres»! Sin embargo eligió también a los profetas y a los ministros, que situó aparte: ellos no han de acaparar la Palabra de Dios, pero les pertenece ser los «especialistas», los «testigos», los «servidores» para el bien de todos sus hermanos. Ruego por los que han recibido responsabilidades parti­culares...

£1 Señor lo oyó. Moisés era un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la faz de la tierra. Veremos como defiende Dios a su servidor.

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El Señor dijo a Aarón y a Miriam: «Salid los tres a la Tienda de la reunión.» Y salieron los tres. ¡Es pues «ante Dios» donde va a resolverse ese conflicto! Cuan conveniente es, en nuestra época de enfrentamien-tos cada vez más amplios y exacerbados, meditar esta escena: tres personas que aceptan orar juntas y negociar juntas también. La violencia, el rechazo del diálogo, el parapetarse en las propias posiciones, nunca han resuelto nada... por lo me­nos en profundidad y de modo durable. ¿A qué me llama Dios a través de esta invitación: «Salid los tres a la Tienda de Reunión»? «Si tu hermano tiene algo contra ti, deja allá tu ofrenda y ve primero a reconci­liarte con él...» (Mateo 5, 24) dirá Jesús. Y notamos de nuevo la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento. Leer el libro de los Números no es una manía arcaica, estar de cara a los documentos del pasado, es oír una Palabra de Dios para el día de HOY de mi vida. Es la finalidad misma de la meditación.

«Escuchad pues mis palabras: Moisés mora en mi casa. Le hablo cara a cara... ¿Por qué os habéis atrevido a hablar contra mi servidor Moisés?» Dios nos interroga siempre.

La ira del Señor se encendió contra ellos... He aquí que Miriam estaba leprosa, blanca como la nieve... Aarón su­plicó a Moisés... Y Moisés imploró al Señor: «¡Oh Dios, te lo ruego, sánala!» Sí, podemos orar con tales textos. En ellos percibimos ya el evangelio de Jesús: «perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.»

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MIÉRCOLES

Números 13, 1-2; 25 a 14, 1; 26-29; 34-35

Leeremos hoy una de las explicaciones de los «cuarenta años» de estancia por el desierto. Sin duda hubo razones naturales de ese largo plazo... pero en años posteriores, reflexionando en la fe sobre ese hecho, se vio en ello un castigo: ninguno de los que murmuraron contra Dios po­drá entrar en la Tierra Prometida... Toda la «generación» culpable morirá antes; tan sólo los hijos podrán benefi­ciarse de las promesas. Jesús comparó, a menudo a los hombres de su tiempo a esta «generación» del desierto (Mateo 12, 39; Lucas 11, 29)

Envía algunos hombres, uno por tribu a que exploren el país de Canaan, que doy a los hijos de Israel... Al cabo de cua­renta días volvieron de explorar la tierra... Les hicieron una relación y les mostraron los productos del país... Hoy, en Israel, en muchos lugares está representada esa escena: se ve a dos hombres con un bastón sobre los hom­bros y colgado de el llevan un enorme racimo de uvas, ¡tan grande que uno solo no podría llevar! Símbolo de la fecun­didad extraordinaria de ese país de Jauja ante el cual se encuentran. Para esos nómadas habituados a tantas priva­ciones en el desierto, es motivo de envidia y de esperanza: ¡la Tierra prometida está allá muy cerca!

Hemos explorado el país donde nos enviaste. De veras es una tierra que mana leche y miel. Ved ahí los productos. Expresión simbólica muy evocadora: leche, miel, vino... Y todo esto en abundancia: ¡una fuente inagotable de bie­nes! Más allá de la materialidad de esos alimentos suculentos, hemos de aceptar la revelación que aquí se nos repite, de un Dios que quiere colmar de felicidad su creación. ¿Soy un hombre de esperanza, abierto a la alegría que llega? ¿Creo en profundidad que Dios destina su creación a que

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el hombre encuentre en ella su propia ALEGRÍA divina, cuyo acceso nos abre? «Servidor bueno y fiel, entra en la alegría de tu señor.» (Mateo 25,21)

Todo el pueblo que habita ese país es poderoso. Las ciudades fortificadas son muy grandes. Ese pueblo es más fuerte que nosotros. Todos los que allí hemos visto, son altos. Hemos visto también gigantes. Nosotros nos veíamos ante ellos como saltamontes... A pesar de la maravillosa descripción precedente, a pesar del deseo de detenerse, de dejar el desierto... el pueblo de Israel escuchará la voz del miedo, mala consejera. ¡Cuan faltos estamos de valor también nosotros! ¡Cuántas ocasiones que se nos habían ofrecido, fallamos! Ayúdanos, Señor, a aceptar valientemente las oportuni­dades y las aventuras que están a nuestro alcance. Ayúda­nos a no renunciar ante las dificultades de nuestras empre­sas humanas.

Entonces toda la comunidad alzó la voz y se puso a gritar. Y el pueblo lloró aquella noche. Clamor emocionante de los descorazonados de todos los tiempos, a los que hay que saber escuhar y que puede suscitar nuestra oración y nuestra acción...

El Señor habló a Moisés y a Aarón: «¿Hasta cuando esta comunidad perversa estará murmurando contra mí? En este desierto caerán vuestros cadáveres.» Esta fue la condenación de andar errabundos durante cua­renta años. Sólo un pueblo «nuevo» podrá entrar en la Tierra prometida. El evangelio nos repetirá también las exigencias de renovación necesarias para entrar en la ale­gría de Dios: el vestido nupcial para entrar en el festín (Mateo 22, 11) el nuevo nacimiento para participar en el Reino (Juan 3, 3), el vino nuevo no puede mezclarse con el vino añejo (Lucas 5, 37), la nueva masa purificada de la vieja levadura (I Corintios 5, 7).

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JUEVES Números 20, 1-13

Hoy nos es propuesto el célebre episodio de las aguas de Meribá: el término «Meribá» quiere decir «contestación». La contestación se erige HOY en verdadero ídolo, como si fuese el único medio de progresar: se critica, se contesta, se polemiza... Estamos en la era de la sospecha generali­zada... ningún valor, ningún principio, ninguna institución escapa de ella. Es verdad que tanto en el mundo como en la Iglesia, una cierta contestación es signo de vitalidad y fuente de pro­greso. Sin embargo es indispensable hacer un «discerni­miento de espíritus»: «examinadlo todo y quedaos con lo bueno.» (7 Tesalonicenses 5, 20)... «por sus frutos los co­noceréis». (Mateo 12, 33).

Todo el pueblo se estableció en Cades. No había agua... Entonces se amotinaron contra Moisés y Aarón: «¡Ojalá hubiésemos perecido! ¿Por qué habéis conducido la asam­blea del Señor a este desierto para que muramos en él noso­tros y nuestros ganados? ¿Por qué nos habéis subido de Egipto para traernos a este lugar siniestro? ¡Un lugar donde no hay sembrado, ni higueras, ni viñas, ni granados, ni siquiera agua para beber!» Dios oirá una vez más esta oración, incluso si toma el aire de una contestación del Responsable que ha dado Dios a su pueblo. Todavía HOY, muchas cosas son contestadas en la Igle­sia: su poder temporal, su confabulación con los ricos y los poderosos, su enseñanza moralizada, su suficiencia. Y se critica al Papa y a los obispos. Es una llamada a la conversión auténtica. Ayuda, Señor, a tu Iglesia a escuchar las llamadas, a dis­cernirlas, a retener la parte de verdad que contienen. Ayuda, Señor, a los cristianos a ser menos injustos con su Iglesia y haz de cada uno de ellos un artífice activo de su renovación.

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Dejando la asamblea, Moisés y Aaron se fueron a la entrada de la Tienda de la reunión y cayeron rostro en tierra. Es su reflejo constante: la oración, la imploración por el pueblo que les ha sido confiado. Me imagino a esos dos responsables prosternados rostro en tierra.

El Señor dijo a Moisés: «Harás brotar para ellos agua de la peña y darás de beber a la comunidad y a sus ganados.» A fin de cuentas es Dios quien había sido contestado, cuestionado. Es pues El quien responde. Y constatamos que responde muy favorablemente a la reivindicación. El tema del «agua viva» será constantemente tratado en la Biblia para evocar la presencia de Dios a su pueblo; —las piedras se cambian en fuente (Isaías 4, 18)— del Templo fluían ríos (Ezequiel 46). Y el mismo Jesús se presentará como agua viva (Juan 1, 33; 7, 37). El bautismo está en la misma línea: respuesta de Dios a la sed humana.

Moisés alzó la mano y golpeó dos veces la peña con su vara. El Señor dijo: «Por no haber confiado en Mí, no seréis vosotros los que guiaréis a esta asamblea hasta el país que les doy.» Esta es también una explicación que se dio de la muerte de Moisés ocurrida antes de haber podido ver el fin de su gran proyecto: tuvo poca fe al golpear por dos veces la peña, en lugar de dar un solo golpe con su vara.

Estas son las «Aguas de Meribá», donde protestaron los hijos de Israel contra el Señor y con las que El manifestó su santidad. No cerremos HOY nuestro corazón, escuchemos la voz del Señor. Toda verdadera contestación se termina final­mente, por una llamada a la conversión. Si hay que «cam­biar» algo, hay que empezar por cambiarse a sí mismo.

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VIERNES

Deuteronomio 4, 32-40

El Deuteronomio es el último de los cinco libros de la Ley. En el año 622 a. J.C. este libro fue hallado en el Templo (II libro de los Reyes 22). Si tiene sus raíces en tradiciones más antiguas que se remontan a Moisés, no puede negarse que se asemeja a la predicación profética de los siglos ix y vm. Podemos decir que es un caso todavía más explícito de la famosa ley de releer los acontecimientos pasados para iluminar la actualidad... es lo que tratamos de hacer nosotros HOY en nuestra oración.

Moisés decía: «Pregunta a los tiempos antiguos que te han precedido, desde el día que Dios creó al hombre sobre la tierra...» Esto es exactamente: «interrogar los tiempos antiguos para guiar nuestra ruta actual «¡Recuerda!» es uno de los refranes de la liturgia. Toda la Biblia es una inmensa me­moria que conserva los «actos de Dios». La misa es un «memorial»: «recordamos, Señor, la Pasión y la Resu­rrección...»

¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz de Dios hablando en medio del fuego, y haya sobrevivido? Se trata de volver a tomar conciencia de los dones de Dios, de los hechos que nos han probado su amor. La fe judeo-cristiana, a diferencia de la mayoría de las grandes religiones, no pertenece, ante todo, al orden de las ideas o de la moral... sino al orden de los «hechos históri­cos». Nuestro credo es una serie de acontecimientos ocu­rridos que han llegado hasta nosotros y que orientan el porvenir y lo garantizan. De ahí la importancia de poner en obra esta fe y no solamente de otorgarle el asentimiento intelectual de nuestra mente. Hay que entrar en esa histo­ria santa que Dios continúa desarrollando. Señor, haz que compartamos tu gran Designio sobre el

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mundo. Y para ello haz que escuchemos fielmente esa Palabra que Tú nos traes.

¿Algún Dios intentó jamás elegirse una nación... como has visto a tu Dios hacerlo por ti en Egipto? Toda elección de Dios, que pudiera parecer una especie de privilegio, es de hecho una exigencia y una llamada. ¿Por qué he sido elegido para recibir el Bautismo? ¿Por qué he tenido la suerte de haber descubierto más profun­damente el evangelio y de meditarlo? ¿Por qué he oído quizá la llamada de una vocación particular? Trato de contestarte, Señor.

Porque amó a tus padres y eligió a su descencencia, te sacó de Egipto manifestando su presencia y su poder... Te intro­dujo en el país que te dio por herencia, como lo estás viendo hoy. ¡Elegido por amor! Permanezco saboreando esta revelación. Todo el Deuteronomio insiste en esta verdad: que las rela­ciones de Dios con nosotros y nuestras relaciones con El están regidas por el amor. ¿Es esto verdad en mi vida? ¿Qué evoca para mi personalmente, el tema de la Alianza?

Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios... Guardarás todos los días los mandamientos del Se­ñor para que seas feliz tú y tus hijos y prolongues tus días en la tierra que te da el Señor, tu Dios. «HOY» es una de las palabras clave del Deuteronomio. Invitación renovada a vivir cada día en plenitud. El pasado ya no esta en nuestras manos, el futuro no lo tenemos aún, pero tengo en mis manos el DÍA de HOY para ¡construirlo con la correspondencia a la voluntad de Dios... fuente de felicidad!

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SÁBADO

Deuteronomio 6, 4-13

Meditamos hoy el «Sema Israel», «Escucha Israel», que es aún ahora el comienzo de la oración cotidiana de los judíos fíeles. Ciertamente Jesús dijo esa plegaria todos los días de su vida. Constituye el corazón de la Fe judaica. El mismo Jesús hizo que recitase este pasaje el hombre que le hizo la célebre pregunta: «¿Qué debo hacer para obtener la vida eterna?» Y, prolongando esa enseñanza de Moisés, Jesús relató la parábola del «buen samaritano.» (Lucas 10, 25-37).

¡Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor! Nuestra fe, como la de los judíos, no es ante todo una religión natural que el hombre ha podido descubrir refle­xionando. Es una religión revelada. En una fe que procede de la «escucha» de Dios. Concédeme, Señor, que te escu­che más. Tú eres el único Dios.

Amarás al Señor, tu Dios Jesús dirá: «toda la ley se resume en este único manda­miento: ¡amarás! Dios no es ante todo el Ser supremo, el motor inicial del que necesita el universo para existir. Dios no es solamente el Gran Arquitecto, la Inteligencia pri­mera que explica la finalidad del mundo y preside los fe­nómenos de la naturaleza. Dios no es únicamente el Bien por excelencia, el Valor perfecto en relación al cual serán juzgadas todas las conciencias por su elección del bien o del mal... Dios es todo esto, ciertamente. Pero, por encima de todo, quiere ser alguien con quien se entra en relación. Dios es «Alguien que ama y espera ser amado». Dios es un corazón. Dios es un ser que aceptó ser vulnera­ble, como si, a imagen nuestra, le hiriera la indiferencia. «He ahí ese Corazón que tanto ha amado a los hombres y

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que en correspondencia recibe sólo indiferencia y despre­cio.»

Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas Dios espera que nos comprometamos por entero. Con el corazón, con la mente, la sensibilidad, la afectividad, el cuerpo, la actividad. No es un «amor de boquilla» lo que espera de nosotros; sino un amor que se pone de manifiesto por los actos cotidianos. ¿Qué haré HOY por Ti?

Sentado... caminando... acostado... de pie... repetirás esas palabras grabadas en tu corazón... en tu casa... en el ca­mino... las inscribirás en tus manos... en tu frente... en las jambas de tus puertas. ¡Qué insistencia! ¡Amarás! ¡Amarás! ¡Amarás! Por todas partes, de todas las maneras, en todo momento. Para mi cuenta personal, puedo componer «mi» letanía de amor de Dios, según mi género de vida: amarás aseando tu casa y cocinando, trabajando en eso o aquello, educando a los hijos, en tu despacho, ante la máquina de escribir, con las manos al volante... en los ojos de aquellos que tú amas, en los cuidados dados a los que sufren... etc.

Citando te hayas saciado, cuida de no olvidarte del Señor. ¡Cuidado! que la felicidad no nos aleje nunca del amor de Dios. Por lo contrario en la felicidad debemos cantar «gra­cias Señor». Por todo lo que de Ti he recibido, Señor, te doy las gra­cias. Tu eres bueno. Yo te amo. Esto es verdad. Haz que mi vida entera te lo pruebe.

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19.a semana ordinaria

LUNES

Deuteronomio 10, 12-22

Y ahora, Israel, ¿qué te pide el Señor tu Dios? —No otra cosa sino que temas al Señor tu Dios, que sigas todos sus caminos, que le ames, que sirvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos del Señor que te prescribo hoy para que seas feliz... En una frase admirable se resume todo el Deuteronomio: temer a Dios, amarle, servirle, ser fiel a su Voluntad... ¡es fuente de felicidad! Jesús no dirá otra cosa en el evangelio. (Mateo 19, ¡6-18). «Hágase tu Voluntad así en la tierra como en el cielo.» «Mi manjar es hacer la voluntad de aquél que me ha en­viado.» ¿Es también mi «religión»?, ¿mi felicidad?, la mía...

Mira: Del Señor tu Dios son los cielos, la tierra y cuanto hay en ella. Sin embargo sólo de tus padres se prendó el Señor, por amor a ellos y de ellos, eligió a su descendencia entre todas las naciones, es decir a vosotros, hasta el día de hoy. La experiencia de haber sido elegido. Es la experiencia misma del amor. Recordad vuestras ex­periencias ¡Cuan misterioso es todo ello! Israel hizo esta experiencia. Sabe perfectamente que Dios es el Dios de todos los pueblos y los ama a todos. Y, con todo, descubrió ser «preferido». De otro modo ¿cómo ex­plicar todos esos acontecimientos de los que ha sido pro­tagonista? Israel no era más que un montón de esclavos en Egipto... y he aquí que cuarenta años más tarde pasó a ser una comunidad viva, libre, y que, sin dejar de ser pequeña y débil llegó a ser una luz espiritual definitiva para todos los hombres que buscan un sentido a su destino. La Biblia es el gran documento religioso de la humanidad.

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La experiencia de Israel, su elección, se extiende a todos los pueblos. ¿Cómo vivo yo mismo mi propia elección, mi vocación de bautizado? ¿Cuál es la experiencia privile­giada de amor que el bautismo me invita a vivir? ¿Soy consciente de que, en la comunión universal, yo vivo esa gracia en provecho de toda la humanidad... como una es­pecie de testigo del amor de Dios por todos?

Circuncidad pues vuestro corazón y no endurezcáis más vuestra cerviz porque el Señor vuestro Dios es el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el Dios grande y temible, que no hace acepción de personas ni se deja corromper con regalos ni sobornos. La elección particular de Israel no puede ser utilizada por éste como una garantía automática de salvación. ¡No es un privilegio, es una exigencia! No basta pertenecer materialmente a esa raza, por la cir­cuncisión ritual. Sobre todo hay que corresponder al amor de Dios por una «circuncisión del corazón». Y esto es posible a todos los hombres, sin diferencia. Jesús repetirá: los ritos no bastan... Dios puede, de esas piedras, dar «hijos a Abraham». (Mateo 3-, 9) ¿Y yo, Señor? ¡cambia mi corazón! Haz que viva de veras mi vocación.

Dios hace justicia al huérfano y a la viuda y ama al forastero a quien da pan y vestido. Amad al forastero porque foraste­ros fuisteis vosotros en el país de Egipto. ¡Cuan ejemplares son esas páginas tan llenas de matices! Una de las obligaciones principales de ese pueblo «ele­gido» es «amar a los demás», a todos los demás, ¡a los forasteros particularmente! No hay que vanagloriarse de la propia elección: hay que vivirla adoptando los mismos sentimientos de Dios, el cual ama a todos los hombres. «Amarás al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo...»

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MARTES

Deuteronomio 31, 1-8

Moisés dijo: «Hoy he cumplido ciento veinte años, ya no puedo entrar ni salir y el Señor me ha dicho: «Tú no pasarás este río Jordán...» Moisés ha llegado ya al final de su vida. «Ciento veinte años» es una cifra simbólica que indica «la perfección». Moisés se siente viejo y confiesa que no puede ya despla­zarse; como muchos ancianos es un inválido. El análisis humano que hace de su estado, se transpone inmediatamente en él en interpretación religiosa: ve en ello la voluntad de Dios. Oye que Dios le habla a través de las limitaciones de su ancianidad: «el Señor me ha di­cho...» Ayúdanos, Señor, a escuchar tu Palabra en los aconteci­mientos y las situaciones de nuestras vidas.

Será Josué quien pasará delante de ti, como ha dicho el Señor. Así Moisés no cumplirá hasta el final la obra emprendida. ¿Quién de nosotros ve, de hecho, el resultado perfecto de sus proyectos? A un momento dado es preciso saberse retirar y dejar el lugar a los demás. Señor, me pides que yo represente plenamente mi papel durante el tiempo dado para ello. Ayúdame a no perder ese tiempo que compromete mi responsabilidad: Tú sólo, Señor, eres capaz de terminar lo que he comenzado.

El Señor os entregará las naciones. Nos chocan esas promesas de destrucción de los pueblos que ocupará Israel en Canaán. Ya hemos visto que la Bi­blia le pone todo en la cuenta de Dios, sin hacer las distin­ciones necesarias entre los diversos planos. Recordemos, una vez más, que la historia profana tiene repercusiones profundas más allá de las apariencias. Todavía HOY Dios está comprometido en todo movimiento histórico... in-

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cluso si nos resulta más difícil que a los hebreos hacer una interpretación absolutamente cierta y justa del mismo.

Sed fuertes y valerosos, porque el Señor tu Dios marcha contigo: no te dejará ni te abandonará. Detengámonos a considerar el equilibrio de esta frase. Vemos que, en la conquista de Canaán se conjugarán dos «acciones»: 1.° Dios estará presente allá, fiel a cumplir sus promesas poniendo su fuerza para ayudar a su pueblo a ganarse una tierra donde pueda vivir en libertad. 2.° Pero para ello ese pueblo ha de combatir y se le pide que sea fuerte y valeroso. De hecho, sabemos que la Tierra prometida no fue un regalo para niños mimados. Israel tuvo que conquistarla en recia lid, después de largos y penosos esfuerzos. En nuestras vidas juegan también dos «acciones» conju­gadas e imposibles de separar. —Dios no hace nada sin nosotros, es el papel de nuestra libertad... —no hacemos nada bueno sin El, es el papel de la gracia...

Luego llamó Moisés a Josué y le dijo: «Tú entrarás con ese pueblo en tierra que el Señor juró dar a sus padres... El Señor marcha delante de ti. En esta transmisión de poderes, Dios está siempre pre­sente. Lo sabemos en teoría pero nos precisa que de nuevo lo meditemos y lo llevemos a la oración: toda responsabili­dad, incluso la más humana —Josué es un simple jefe político—, tiene un alcance religioso. Reflexiono sobre mis responsabilidades. Ruego por todos los que tienen responsabilidades más amplias en la ciudad, en los diversos grupos humanos... en la Iglesia.

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MIÉRCOLES

Deuteronomio 34, 1-12

Moisés subió de las estepas de Moab al monte Nebó sobre una cima frente a Jericó. De lo alto de esta montaña se domina el Mar Muerto y el Valle del Jordán y, si el día es claro, toda la comarca de Jerusalén, «la tierra de Palestina». Sobre esta montaña murió Moisés, muy cerca de la Tierra prometida.

El Señor le mostró todo el país y le dijo: «Esta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, a Isaac y a Jacob, dar a su descendencia. Te dejo verla, pero no entrarás en ella. Después del desierto del Negueb, después de las estepas de Moab, es un verdadero país de Jauja lo que Moisés tiene a la vista: el verde palmeral de Jericó, los cultivos irrigados de las orillas del Jordán. Es el oasis, la abundan­cia tras las duras marchas bajo el sol, el hambre y la sed. Este es el resultado final de toda la vida de un hombre que ha dado lo mejor de sí mismo para «liberar a su pueblo» y conducirlo a esa «Tierra de libertad y de felicidad», ¡una tierra que mana leche y miel! Episodio emocionante, Moisés no entrará en ella. Esa mirada de Moisés es todo un símbolo. Danos, Señor, el valor de emprender, en la Fe, aunque no podamos humanamente terminar lo emprendido: ¡hay que empezar! ¡hay que proseguir!

Allí murió Moisés, servidor del Señor, en el país de Moab, según la palabra del Señor. Fue enterrado en el Valle frente a Bet-Peor en el país de Moab. Nadie hasta hoy ha conocido su tumba. Misterio de la muerte. Si es el punto final de una vida de hombre, nada más absurdo.

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Pero nuestra Fe nos dice que la muerte es sólo un episo­dio : Dios continúa viviendo y pasamos a El para vivir su vida. En la montaña de la Transfiguración, Moisés estaba de pie con Elias, cerca de Jesús, hablando con El (Marcos 9, 4). La vida continúa. El proyecto de Dios continúa. El Nuevo Testamento es continuación de Moisés. ¿Creo de veras que Dios prosigue siempre HOY su pro­yecto?

No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien el Señor trataba cara a cara. Moisés «servidor de Dios» «profeta que el Señor trataba cara a cara». Se le recordaba como a un hombre excepcio­nal... ¡como a alguien de los que ya no quedan! Pero los evangelistas presentarán, precisamente, a Jesús como el «nuevo Moisés», el verdadero servidor de Dios, aquel que, más aún que Moisés, conocía a Dios cara a cara. En las controversias con sus contemporáneos, Jesús ha­blará a menudo de Moisés. A quien se consideraba como el mediador y el protector de los judíos delante de Dios: Jesús se atreverá a presentarlo como su acusador (Juan 5, 45-46) porque los judíos no querían comprender que el verdadero sentido de la Ley estaba en orientar hacia la revelación definitiva que Jesús aportaba. «Si la Ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad vinieron por Jesu­cristo.» (Juan 1,7). «En verdad, no fue Moisés quien os dio pan del cielo, es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo.» (Juan 6, 32). Contemplo interiormente la continuidad de las obras de Dios. Moisés y el pueblo de Israel... Jesús y la Iglesia de hoy... El Padre, incansablemente, prosigue su designio. La historia contemporánea está inmersa en ese gran mo­vimiento. ¿Participo yo de él?

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JUEVES

Josué 3, 7-17

Sabemos por la historia que la entrada en Canaán fue una larga y difícil conquista por las armas. ¿Por qué, pues, ese libro de la Biblia nos lo presenta como una tranquila y milagrosa procesión litúrgica que, sin quebranto alguno, atraviesa el Jordán precedida por el Arca de la Alianza? La respuesta no debe extrañarnos. Cuando hoy cogemos un libro de una biblioteca, habitual-mente conocemos su género literario y sabemos distinguir un libro histórico de una novela, o de un relato épico. Ahora bien, los autores del libro de Josué escribieron más de cinco siglos después de ocurridos los hechos. Segura­mente utilizaron documentos y tradiciones orales; pero buscaron ante todo «edificar» a la gente que recorría en peregrinación los santuarios célebres de la época de la conquista. Se comprende pues que esos relatos épicos narren hechos «maravillosos»: es un modo de decir que «Dios estaba con ellos». Aceptemos pues esos libros por lo que son y, más que insistir en los detalles pintorescos y fabulosos, que se han prodigado en ciertas «historias sagradas» para niños, lea­mos esas páginas como unas lecciones religiosas revesti­das, eso sí, de hechos concretos. De otra parte las Biblias hebraicas no clasifican esos libros como históricos, sino como «los primeros profetas»; manifestando con ello que la enseñanza doctrinal tiene la primacía respecto a la pre­cisa exactitud histórica.

El Señor dijo a Josué: «Hoy mismo voy a empezar a engran­decerte a los ojos de todo Israel, para que sepan que lo mismo que estuve con Moisés, estoy contigo.» Efectivamente el don de la Tierra prometida es una «ac­ción de Dios». Tendemos demasiado a prescindir de Dios en nuestras perspectivas. Es evidentemente cierto que, habitual-

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mente, Dios no actúa directamente en los acontecimien­tos: Dios es la Causa Primera que actúa a través de las causas segundas... es Aquel que, desde el interior anima a los hombres que mantienen sus responsabilidades... Pero ¡Dios está allá! La Biblia, libro religoso, interpelando nuestra Fe, nos afirma que Dios estaba con Josué como estuvo con Moisés. ¡Si por lo menos esta revelación nos ayudara a vivir de esta misma Presencia!

Acercaos y escuchad las palabras del Señor: He aquí que el Arca de la Alianza del Señor de toda la tierra va a pasar el Jordán ante vosotros. En cuanto los sacerdotes hayan puesto la planta de sus pies en las aguas del Jordán, las aguas que vienen de arriba serán cortadas y se detendrán... Manifiestamente el autor quiere probar que se trata de una especie de re-edición del paso del Mar Rojo. Que es como la garantía que la «liberación pascual» es siempre actual y puede renovarse. Jesús querrá también sumergirse en este mismo Jordán. Y nuestros bautismos son una re-edición de ese mismo mis­terio: el agua es el signo de nuestro paso al Reino de Dios. El paso del mar Rojo no fue un fenómeno extraordinario «maravilloso»... pero no deja de ser una maravilla, una intervención gratuita de Dios. Este aspecto debe constituir nuestra meditación HOY. El hombre no se salva a sí mismo, nos repetirá san Pablo en la epístola a los Romanos (3, 21-24). Es Dios el que salva. Gracias, Señor, por estar con nosotros.

Entonces todo Israel atravesó a pie enjuto hasta que todo el pueblo hubo acabado de pasar el río. El nombre de Josué significa «Dios salva». Es la misma asonancia que el nombre de Jesús. Así vamos hacia la verdadera Tierra Prometida, la vida eterna, siguiendo a nuestro Salvador. Y la escena casi litúrgica de esa travesía subraya que los ritos son, para nosotros, un medio de revivir esos misterios o de vivirlos por adelantado.

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VIERNES Josué 24, 1-13

Josué reunió a todas las tribus de Israel en Siquem. Llamó a los ancianos, a sus jefes, jueces y a los comisarios. Juntos se situaron en presencia de Dios. Es el relato de lo que se ha llamado «la gran asamblea de Siquem». La unificación de las diversas razas no se hizo en un día. Miles de veces fue necesario renovar la Alianza tan solemnemente pactada en el Sinaí. Ayúdanos, Señor, a renovar constantemente la alianza contigo y con nuestros hermanos. Ayúdanos a superar nuestros individualismos personalistas, clasistas o racis­tas. Haz que nuestras vidas sean realmente solidarias, más allá de nuestros círculos demasiado estrechos.

Dijo Josué a todo el pueblo: «Así habla el Señor, el Dios de Israel. Vuestros antepasados habitaban al otro lado del Eu­frates desde siempre hasta Teraj, padre Abraham... y ser­vían a otros dioses. Tomé entonces a vuestro padre Abraham y le hice recorrer toda la tierra de Canaán... Y Josué cuenta toda la historia de esas tribus, una historia sinuosa que pasa por la esclavitud y la liberación. Desde el comienzo de esta aventura, la opción esencial es el rechazo de los ídolos. El abandono de los dioses del Eufrates, adorados por los antepasados de Abraham, fue el signo de la nueva fe en el verdadero Dios. Para nosotros, HOY también el abandono de los falsos-dioses es una condición esencial de nuestra liberación y del verdadero encuentro con Dios. ¿Cuáles son mis ídolos, mis falsos ideales, mis apegos excesivos a lo que no vale la pena? ¿Qué conversión espera el Señor de mí para renovar una alianza más verdadera con El?

No fue con tu espada ni con tu arco... Os he dado una tierra que no os ha costado fatiga alguna... Sabemos, sin embargo que, de hecho, la cosa no pasó sin combates y sin esfuerzos.

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Pero aquí el autor subraya la gratuidad del don de Dios. Evidentemente eso es todavía más verdadero respecto a la gratuidad del don que se nos hizo en Jesucristo: «Es la justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna: todos pecaron y están privados de la gloria de Dios pero son gratuitamente justificados por el don de su gracia, en virtud de la reden­ción realizada en Jesucristo.» (Romanos 3, 22-24).

Unas ciudades en las que os habéis instalado sin haberlas construido, unas viñas y olivares de los que os alimentáis hoy sin haberlos plantado. No es solamente una ciudad, una viñas y unos olivares lo que Dios quiere darnos, es su «propia vida divina». El proyecto de Dios es nada menos que «hacernos partici­par» de su «naturaleza divina». (II Pedro 1,4). Para esto somos creados, para esto, estamos programados y fabri­cados por Dios desde el origen para llegar a ser hijos de Dios. Ahora bien, para esa aventura hacia el infinito par­timos de cero y de menos que de cero. Lo que aquí dice Josué, del don de la Tierra Prometida es estrictamente verdadero cuando se trata del don esencial de Dios que aquel simbolizaba. ¡Nuestra divinización no se conquista! Nadie tiene dere­cho ni poder para ello. Nadie puede hacerse Dios: tan sólo podemos dejarnos hacer, en un «sí» lleno de humildad y de agradecimiento. «Por nosotros mismos no somos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capa­cidad viene de Dios.» (7/ Corintios 3, 5).

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SÁBADO Josué 24, 14-29

Leemos hoy la continuación de la gran asamblea de Si-quem. Se va a celebrar una nueva Alianza.

Josué decía: «Temed al Señor, servidle en la integridad y la fidelidad. Apartaos de los dioses a los que sirvieron vuestros padres, más allá del Eufrates y en Egipto. Servid al Señor.» Lo primordial no es pues una ceremonia; es un compro­miso.

Pero si no os parece bien servir al Señor, elegid hoy a quien queréis servir... ¡Decidios por Dios o contra Dios! ¿Nos damos cuenta de que nuestra Fe es una decisión, una opción radical? un dilema riguroso: o esto... o aquello... Josué subraya aquí la libertad de esa elección. También nuestro mundo moderno reafirma que la fe ha de ser libremente elegida: y cada vez menos una herencia que se recibe, casi sin darse cuenta de ello. Creer en Jesucristo será, cada vez más, una decisión tomada después de haber intentado vivir sin El. Ser creyente será cada vez más «vivir con Dios», conociendo lo que significaría «vivir sin Dios». Elegid ser un «fiel creyente» o un «ateo» con pleno cono­cimiento de causa.

Yo y los míos queremos servir al Señor. Al proponer una opción clara, Josué no permanece neu­tral. Hace una elección. ¡Cuan lejana se halla esta postura del «dejad que hagan... dejad a cada uno ir a su albur... todas las religiones son buenas...»!

El pueblo respondió: «antes morir que abandonar al Señor para servir a otros dioses. Es el Señor quien nos hizo subir a nosotros y a nuestros padres del país de Egipto, esa casa de esclavitud... El es nuestro Dios.»

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La fe se apoya en una experiencia. Israel recuerda. Nues­tra fe también se apoya sobre acontecimientos históricos. Ayúdanos, Señor, a hacer más firme nuestra adhesión a Ti con el recuerdo de todos los beneficios recibidos a lo largo de nuestra vida. Cada una de nuestras eucaristías es un memorial del pa­sado: recordamos tu muerte, Señor resucitado... En la esperanza del futuro: y esperamos tu venida...

Josué continuó: «Pues entonces, apartad los dioses del ex­tranjero que hay entre vosotros e inclinad vuestro corazón hacia el Señor Dios de Israel. La fe no es sólo una adhesión mental a unos puntos doc­trinales. Es una actitud activa que mueve por entero al ser humano: se trata, en efecto, de renunciar a los dioses fal­sos y engañosos que el hombre se da a sí mismo y de prendarse del único Dios verdadero y absoluto.

Aquel día Josué pactó una alianza para el pueblo. Le impuso un estatuto y un derecho en Siquem. Escribió.todo esto en el libro de la Ley de Dios. Tomó una gran piedra y la plantó al pie de la encina que hay en el Santuario del Señor y dijo: «Mirad esta piedra será testigo contra vosotros, pues ha oído todas las palabras que el Señor nos ha dicho... Para que no reneguéis de vuestro Dios...» El hombre necesita símbolos. Erige una estela como prueba de la solidez de su compromiso. Decide ser fiel hacia y contra todo. Sin embargo conocemos su fragilidad: Israel no cesará de acumular infidelidad sobre infidelidad. También tendrá que contar con el perdón de Dios.

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20.a semana ordinaria

LUNES

Jueces 2, 11-19

Entre la primera entrada en la Tierra Prometida bajo el mando de Josué, hacia el año 1.200 a. d. J. C. y la consti­tución de una monarquía estable con Saúl y luego David, hacia el año 1.000, pasaron dos siglos. Es el «tiempo de los Jueces». Los hebreos se van instalando poco a poco en Palestina: las tribus, aún muy individualistas, son acecha­das sin cesar por la hostilidad de las poblaciones locales y se dejan llevar fácilmente a adoptar los cultos idolátricos de esas poblaciones de Canaán. Entonces, «bajo la inspi­ración del Espíritu de Yavéh», surgen los jueces, es decir, unos héroes que vienen a restablecer la situación política comprometida...

La página que meditamos hoy es un prólogo doctrinal, una especie de teología de la historia en cuatro tiempos: 1. El pueblo de Israel abandona al verdadero Dios para seguir a los falsos dioses... 2. El castigo divino llega en forma de fracasos militares... 3. El pueblo suplica a Dios que le salve y hace penitencia. 4. Dios perdona y envía a un Juez para librarlos...

1. Después de la muerte de Josué, los hijos de Israel hicie­ron lo que desagradaba al Señor y dieron culto a los Baa-les... Siguieron a otros dioses de los pueblos de alrededor... No nos quedemos en la situación de «aquella época», evo­cada aquí. Nuestra época, nuestra Iglesia, nosotros los cristianos de HOY ¿no caemos también en esa misma infi­delidad? que, como entonces, consiste precisamente en dejarse contaminar por el paganismo materialista que nos envuelve. ¿No adoptamos, también nosotros, la mentali­dad del ateísmo del dejarse llevar, del culto del dinero y del confort?

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Me detengo a considerar mi vida y a descubrir como me dejo intoxicar... quizá sin darme cuenta de ello.

2. Entonces se encendió la ira del Señor contra Israel. Los puso en manos de salteadores, los abandonó a los enemigos del alrededor y fueron incapaces de resistirles... Fueron su­midos en un gran desamparo. Notemos que el castigo viene del mal mismo: se es casti­gado por donde se ha pecado. Los vecinos, a los que se ha imitado, son los que se encargan de hacer sufrir a los israelitas. Así puede ocurrir que la desacralización misma produzca como una especie de vacío: un estar abandonado a una vida sin Dios, a la angustia metafísica de la condi­ción humana... En el fondo no hay peor castigo.

3. El Señor se conmovió por los gemidos que proferían los israelitas bajo la violencia de sus opresores. Es una verdad permanente: si no hay fidelidad, no hay tampoco Alianza posible con Dios. No puede contar con ser amigo de Dios aquel que hace el mal voluntariamente; porque no existe medida común entre Dios santo y justo y nuestras injusticias y bajezas. Pero, por parte de Dios, la Alianza hecha con la humani­dad sigue en pie. Esta es otra verdad permanente: la fide­lidad incansable de Dios no renuncia nunca a querer salvar y perdonar. Pero es preciso consentir en aceptar esa gra­cia.

4. Entonces el Señor suscitó jueces que les salvaran de los salteadores... Cuando el Señor hacia surgir para ellos un juez, les salvaba de la mano de sus enemigos. La liberación de los enemigos temporales es una primera aproximación de una «salvación» cuya verdadera natura­leza se irá revelando a lo largo de la historia sagrada: ¡Dios salva! La salvación definitiva será Jesucristo, vencedor del pecado y de la muerte. Gracias, Señor. ¡Sálvanos!

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MARTES Jueces 6, 11-24

Vino el Ángel del Señor y se sentó bajo el terebinto de Ofrá. Su hijo, Gedeón, majaba trigo en el lagar para sustraerlo al pillaje de los madianitas. Un hombre, un labrador, está ocupado en su labor. Trata de salvar su cosecha en este tiempo de inseguridad. Y he aquí que Dios está allá: «el Ángel del Señor» es una expresión bíblica tradicional que designa a Yahvé mismo cuando se manifiesta a alguien.

«El Señor es contigo, valiente guerrero.» Escena de vocación. María, en la Anunciación, oirá la misma llamada. (Lucas 1, 28). Dios está con los que sufren y se mantienen disponibles a su Palabra.

Gedeón respondió: «¡Perdón, mi Señor! Si el Señor está con nosotros ¿por qué nos ocurre todo esto? ¿Dónde están todos esos prodigios que nos contaron nuestros padres?... Hoy el Señor nos ha abandonado, nos ha entregado en manos de Madian.» Gedeón discute. Quiere precisiones sobre su vocación.

Entonces el Señor miró a Gedeón y le dijo: «Con esa fuerza que tienes, ve a salvar a Israel del poder de Madián. Toda vocación es un «ponerse al servicio» de los demás. ¿Cuál es mi servicio? ¿Soy el salvador de algunos? Mis responsabilidades humanas no se limitan al papel que he asumido por decisión o aceptación personal... son también y ante todo un «envío» una «misión recibida»: ¡Ve! dice Dios. El compromiso no es sólo mío: Dios se compromete conmigo... en mi familia, mi profesión, mis compromisos diversos. ¡Qué fuerza, si fuésemos más conscientes de esta dimen­sión extraordinaria de nuestras diversas funciones en el mundo!

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Le respondió Gedeón: «¡Perdón, Señor mío! ¿Cómo voy a salvar yo a Israel? Mi clan es el más débil, y yo soy el menor en la casa de mi padre...» Tema .bíblico constante: la elección de los menores en las situaciones menos importantes, para realizar los grandes designios de Dios. «Puso sus ojos en la humildad de su esclava... Derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes.» (Lucas 1, 52). «La debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres». (I Corintios 1, 25). La cruz de Jesús, debilidad suprema. Hay una cierta mezquindad en excusarse en la propia pe­quenez para no hacer nada y rehusar unas responsabilida­des... ¡cómo si la capacidad de hacer algo proviniera de nuestras propias fuerzas!

Gedeón continuó: «Dame una señal...» En todos los relatos de vocación, encontramos esa peti­ción. Dios no nos lanza a una irracional aventura. Una vocación se reflexiona y se prueba. Una responsabilidad se prevé y se prepara. Es necesario que nuestro compromiso pueda ser una deci­sión libre y racional: lo contrario sería indigno de Dios... y del hombre. ¡Es algo serio! Pero, quien dice «señal, dice «realidad escondida, frágil, que hay que interpretar.» Una señal no es una indicación de absoluta evidencia... «¿qué ha querido decir con este gesto?». Hay que hacer pues una opción gratuita, un paso hacia algo desconocido... a la gracia de Dios, precisa­mente.

«¡La paz sea contigo! No temas.» Gedeón levantó en aquel lugar un altar al Señor, bajo el vocablo de «Señor de la Paz». Señor sigue quedándote con nosotros. Danos la paz.

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MIÉRCOLES Jueces 9, 6-15

La Biblia contiene toda clase de géneros literarios. Ved HOY una «fábula» que recuerda un poco la de las «ranas pidiendo rey». Es un apólogo antimonárquico del que se sirvieron los profetas para condenar a la realeza podrida y a sus funcionarios creídos y opresores del bajo pueblo. No olvidemos que el rey allí directamente apuntado es Abimélek quien, para tomar el poder, no encontró nada mejor que ¡ordenar el asesinato de sus setenta hermanos! (Jueces 9, 1-6).

Un día los árboles se pusieron en camino para elegirse un Rey. Fueron pues los mismos habitantes de Siquem los que «eligieron» a ese rey lamentable. Responsabilidad del jefe. Es una elección grave que compromete el futuro y la feli­cidad de todo un grupo. De ahí la importancia de esa elec­ción. A través de la fábula siguiente, en forma paradójica, son precisamente las cualidades del buen responsable las que aparecen en contraste.

Dijeron al olivo: «sé tú nuestro rey». Les respondió el olivo: «¿Voy a renunciar a mi aceite con el que se honra a Dios y a los hombres, para ir a vagar por encima de los otros árbo­les?» Honrar a Dios y a los hombres. No tener orgullo dominador alguno. Tales deberían ser las primeras cualidades de un respon­sable.

Entonces los árboles dijeron a la higuera: «Ven tú y reina sobre nosotros.» La higuera respondió: «¿Voy a renunciar a la dulzura de mis sabrosos frutos?» Uno se figura a veces que un jefe debe tomar actitudes duras, distantes, autoritarias. ¿Por qué renunciar a la dulzura y a la agradable bondad?

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Los árboles dijeron a la vid: «Ven tú, reina sobre nosotros». Les respondió la vid: «¿Voy a renunciar a mi mosto que alegra a Dios y los hombres para ir a vagar por encima de los árboles?» Ser útil. Dar fruto. Hacer feliz a la gente. Puedo orar a partir de estas tres imágenes: la aceituna, el higo, el racimo de uvas. Y sobre todo a partir de las diver­sas cualidades sugeridas aquí. Revisar mis propias respon­sabilidades. Rogar por los responsables de todo orden.

Todos los árboles dijeron a la zarza: «Ven tú, reina sobre nosotros.» Y la zarza les respondió: «Si con sinceridad venís a ungirme a mí para ser vuestro rey, llegad y cobijaos a mi sombra...» Por desgracia, está dispuesto a aceptar ¡el que menos cua­lidades tiene! La sátira resulta patente. Jesús dirá también que toda autoridad debe ser ejercida y vivida como un «servicio»: «Sabéis que los que son teni­dos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiere ser grande entre vosotros, será vuestro servidor.» (Marcos 10,42-43). ¿Me tomo el trabajo de desarrollar mis posibilidades para ser verdaderamente capaz de llevar a cabo las responsabi­lidades recibidas?

Si no es así, brote fuego de la zarza y devore hasta los cedros del Líbano. La amenaza nunca ha sido a la larga un verdadero medio de gobernar. Esta parábola irónicáy cruel para los grandes de este mundo quiere expresar la protesta de los humildes contra los que se valen del poder en propio provecho. ¡Esta protesta no es únicamente exclusiva de aquel tiempo!

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JUEVES

Jueces 11, 29-39

Conviene recordar de vez en cuando que el Antiguo Tes­tamento es testigo de una época llena de rudeza y cuya moral es, a veces, rudimentaria. La revelación es, a me­nudo, imperfecta y la teología deberá progresar. Estas pá­ginas que nos chocan son la prueba de que este libro está lleno de verdades: refleja toda una civilización con lo me­jor y lo peor de ella.

Jefté hizo un voto al Señor: «Si entregas en mis manos a los ammonitas, el primero que salga de mi casa será para el Señor y lo ofreceré en holocausto.» No es éste el primer pasaje de la Biblia que nos habla de sacrificio humano. Bajo el horror de una tal práctica se esconde el respeto a la palabra dada y una concepción de Dios exigente y rigurosa... La mayoría de las civilizacio­nes antiguas conocieron unas costumbres que nos parecen «bárbaras». Pero, ¿son más intachables algunos de nues­tros hábitos sociales? Nuestra civilización que «liberaliza» (!) el aborto no tiene el derecho de escandalizarse de los «sacrificios de niños» de las viejas religiones.

Jefté pasó donde los ammonitas para atacarlos y el Señor los entregó a sus manos. Los derrotó... Fue una grandísima derrota... Batallas, venganzas... En efecto esto es el reflejo de la humanidad corriente. La revelación de Dios no cambia de inmediato las costumbres, las toma tal cual son, para ha­cerlas evolucionar. Tales situaciones ambiguas son tam­bién prueba de que el Señor puede seguir actuando en cualquier modelo de sociedad: nómada, patriarcal, tribal, militar, industrial, democrática, socialista... La Biblia nos afirma sin cesar que Dios no se resigna al mal, sino que trabaja para salvar a los hombres de sus ambigüedades.

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Cuando Jefté volvió a su casa, he aquí que su hija salía a su encuentro bailando al son de las panderetas. Era su única hija. En cuanto la vio rasgó sus vestiduras. El autor antiguo, ante tal hecho, queda como nosotros también perplejo a pesar de la diferencia de culturas. Por toda clase de detalles emotivos muestra su compasión ha­cia ese padre que ha hecho un voto tan imprudente y hacia esa hija inocente que será sacrificada a los imperativos de la guerra. Queda así planteada una cuestión. Y nosotros, guardada toda proporción, ¿no solemos sacri­ficar, con excesiva facilidad, a personas, clases sociales, incluso continentes enteros a unos imperativos económi­cos?

Ella le respondió: «Padre mío, hablaste muy deprisa ante el Señor, trátame según tu palabra ya que el Señor te ha con­cedido vengarte de tus enemigos, los ammonilas. A pesar de lo trágico de esa escena, ¿somos capaces de admirar la sorprendente actitud espritual que expresa el «sacrificio voluntario» de esa joven que ofrece su vida... por respeto a la palabra dada para salvar a su pueblo?

Sólo te pido una cosa: déjame un respiro de dos meses, para ir a vagar por las montañas y llorar con mis compañeras la desgracia de morir sin haber conocido el matrimonio.» El le dijo «vete», y la dejó marchar. La profunda humanidad de esos detalles, merece ser me­ditada. Tras la rudeza de las situaciones y de los hombres, se esconde, a menudo, una profunda ternura. Ayúdanos, Señor, a superar las apariencias para saber adivinar los sentimientos humanos que se disimulan bajo ciertos disfraces.

244 20.a semana ordinaria

VIERNES Rut 1, 1-6; 16-22

El libro de Rut evoca un tranquilo idilio, completamente opuesto a las brutalidades y a los combates del libro de los Jueces.

En la época que juzgaban los Jueces, hubo hambre en el país. Un hombre de Belén emigró con su mujer Noemí y sus dos hijos para establecerse en la región de Moab... Los hijos se casaron con dos moabitas: Una de las cuales se llamaba Orpa, y la otra Rut. Unos pobres, víctimas del hambre, se ven obligados a emigrar al extranjero... dos de sus hijos se casan con mu­jeres del país, paganas. Notemos la belleza de esa vida familiar hecha de abnegación mutua y de simplicidad. Notemos también esa amplitud de miras respecto a los matrimonios «mixtos», que contrasta con los rigorismos de Esdras (8, 10) y de Nehemías (13, 1-3; 23-27). Como en el libro de Jonás, descubrimos esa tendencia «universalista» que abre el pueblo de Dios a todos aque­llos que aceptan vivir sus exigencias, incluso pertene­cientes a razas distintas. ¿Cuál es mi actitud frente a los diversos «nacionalismos» y «racismos»?

Permanecieron allá unos diez años. Después de la muerte de su marido, Noemí perdió también a sus dos hijos. Tenemos pues a tres viudas, una anciana y dos jóvenes. Lejos de entregarse al dolor de su desgracia, las veremos reaccionar y reemprender la vida.

Las tres se pusieron en camino para regresar a la tierra de Judá. Orpa no las siguió. Noemi dijo a Rut: «Ves, tu cuñada ha vuelto a su tierra y a sus dioses, vuelve tú también y haz como ella. Admirable respeto a la libertad. No es fácil expatriarse. Noemi retorna a su patria, no quiere imponer nada a sus nueras.

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Rut respondió: «No insistas en que te abandone y me separe de ti porque iré donde tú vayas y habitaré donde tú habites, tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Mirad aquí también una hermosa lección edificante. Rut manifiesta su buen afecto a su suegra... como respuesta a la preocupación de Noemí sobre el futuro y la libertad de sus nueras. Actitudes muy humanas en las que Dios está presente. Rut escoge, pues, adoptar la nacionalidad y la religión de Israel. Jesús sabrá también admirar a esos paganos que viven los valores humanos y espirituales del orden de la Fe: «no he encontrado una fe tan grande en Israel», dirá a propósito de un centurión romano (Mateo 8, 10).¿Y noso­tros ? ¿Cómo acogemos esta revelación de que «Dios ama a los extranjeros»? ¿Cómo nos situamos frente a los que viven y trabajan junto a nosotros? ¿Qué parte de mi tiempo y de mi presupuesto dedico a la lucha contra las desigualdades y las incomprensiones?

Noemí regresó pues de la región de Moab con su nuera, Rut, la moabita. Llegaron a Belén al comienzo de la siega de la cebada. La continuación de la historia nos mostrará a Rut, la moa-bita casada con Booz de Belén que dará a luz a Obed, •• padre de Jesé, padre de David... de cuya descendencia nacerá Jesús. Y la genealogía de Jesús subraya que hubo paganos entre los ascendentes de Jesús. (M&teo I, 5). Rut, la extranjera, es una abuela directa del gran Rey David. Y Belén aparece aquí en la historia. En Belén nacerá otro niño de la familia de David: el amor delicado que se expresa en el «relato» de Rut es como la primera página del relato de Navidad.

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SÁBADO

Rut 2, 1-3; 8-11 y 4, 13-17

Noemí, por parte de su marido, tenía un pariente. Era un rico propietario del mismo clan, llamado Booz. En su desamparo esas dos mujeres tienen suficiente valor e imaginación para forzar el destino: se agarran a lo que pueden... ese pariente lejano, por ejemplo. ¿Quién sabe si las podría ayudar?

Rut, la moabita, dijo a Noemí: «Déjame ir al campo detrás de aquel que me lo permita... quiso la suerte que fuera a dar en una parcela de Booz. Booz dijo a Rut: «¿Me oyes, hija mía? No vayas a espigar a otro campo ni te alejes de aquí, quédate junto a mis criados y sigúeles. Les he encargado que no te molesten. Si tienes sed vete a las vasijas del agua que han sacado del pozo.» He ahí un hombre particularmente justo y bueno. Una vez más nos encontramos ante una página que prea-nuncia el evangelio: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo... Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber...»

Entonces Rut se prostró rostro en tierra y le dijo: «¿Cómo he hallado gracia a tus ojos para que te fijes en mí que no soy más que una extranjera?» Booz respondió: «Me han con­tado todo lo que hiciste con tu suegra, después de la muerte de tu marido y cómo has dejado a tu padre y a tu madre y a tu país natal y has venido a un pueblo que no conociste en tu vida.» Siempre la misma insistencia y la misma lección de «am­plitud de miras», de «apertura de corazón».

Booz tomó a Rut para que fuera su mujer y se unió a ella. Este episodio es la ilustración concreta de la ley del Levi-rato, que evoca el evangelio; el pariente más próximo de­bía procurar descendencia a una viuda, en una especie de

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solidaridad de clan. (Deuteronomio 25, 5-10; Mateo 22, 24).

El Señor le concedió que concibiera, y dio a luz a un niño. Las mujeres de Belén dijeron a Noemí: «¡Bendito sea el Señor que hoy te ha dado un defensor! ¡Que se celebre su nombre en Israel! Será para ti un consuelo y un apoyo de tu vejez, porque lo ha dado a luz tu nuera que te quiere y es para ti mejor que siete hijos.» Hay que volver a escuchar esa delicada y natural manera de acoger la «vida», el «niño». Esa actitud perdura todavía en el conjunto de los pueblos pobres y puede plantear la cuestión a nuestras sociedades occidentales tentadas por una contraconcepción sin freno y sin límite. La «vida» considerada como una «bendición» de Dios: actitud resueltamente optimista, que contrasta con la tris­teza característica de los pueblos ricos.

Las vecinas decían: «Le ha nacido un hijo a Noemí» y le llamaron Obed. Fue el padre de Jesé, padre de David. El misterio de un nacimiento es que no se puede nunca saber ¡«qué» llegará a ser aquel niño! Un genio, un artista, un santo, un bienhechor de la humanidad... Es la gloria de las madres. Y David nacerá de esa moabita, cuya nación es particu­larmente detestada por el pueblo de Israel (Génesis 19, 37), ¡por proceder de un incesto! Misterio de los destinos salvadores de Dios.

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21.a semana ordinaria

LUNES

/ Tesalonicenses 1, 1-5; 8-10

Tesalónica era la capital de Macedonia, al norte de Grecia. Obligado a huir, a causa de la persecución, Pablo dejó allí una pequeña comunidad cristiana muy frágil: ¡contaba sólo unos meses! Habiendo enviado a Timoteo para tener noticias Pablo se entera de que los cristianos perseveran con firmeza y les envia una carta para felicitarlos y con­testar a algunos preguntas. Esta carta, escrita hacia el año 52 es el primer documento escrito del Nuevo Testamento.

Damos sin cesar gracias a Dios por vosotros, recordándoos en nuestras oraciones. Así, la primera epístola de san Pablo, el primer documento cristiano después de los saludos usuales, comienza por la palabra «eujaristumen», «os damos gracias». Esta frase es el comienzo de una especie de prefacio eucarístico, una larga acción de gracias. La página que leemos hoy es una única y larga frase, en griego, en la que se adivina el entu­siasmo de Pablo. La alegría. Las gracias a Dios. ¡La oración... en todo mo­mento ! Tal es el clima del alma del apóstol. ¿Es también el mío?

Tenemos siempre presente la actividad de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad y la tenacidad de vuestra espe­ranza... En tres meses de predicación, Pablo no había tenido tiempo de llegar muy lejos en la formación doctrinal de los tesalonicenses. Fue directamente a lo esencial, que re­sume así: ser cristiano es vivir de una fe activa, es tradu­cirla concretamente en el amor y el servicio de todos, es, por fin, soportar las pruebas con valentía y esperanza. Fe,

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esperanza, caridad, las tres actitudes existenciales que definen al cristiano.

En nuestro Señor Jesucristo, en presencia de Dios nuestro Padre... Porque nuestro anuncio del Evangelio no se hizo sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo... Lo esencial es también la Trinidad. Notemos que esta «primera» formulación de la Trinidad en el Nuevo Testamento expresa no un «misterio» inte­lectual, sino nuestras relaciones con esas tres personas: Jesucristo va en cabeza. El «en quien» tenemos la fe, la caridad y la esperanza... luego viene el Padre, en presen­cia del cual vivimos... y por fin el Espíritu, el que anima la acción actual de los apóstoles, el que ha sido el agente de la evangelización... ¿Es mi vida cristiana una vida de relación con las tres divinas personas? Y subrayamos el papel de la «gracia» :1a impresionante rapidez y solidez de la evangelización de esos hombres, de esas mujeres, no proviene de la elocuencia de Pablo, sino del poder del Espíritu de Dios.

La noticia de vuestra fe en Dios se ha difundido tanto que la gente cuenta como habéis acogido la Palabra, tras haberos convertido y abandonado los ídolos.

Lo esencial es también la actitud «misionera» de la comu­nidad: no guarda para sí su fe, sino que la irradia inmedia­tamente a los demás.

A fin de servir a Dios vivo y verdadero y esperar así a su Hijo que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de entre los muertos. Este Jesús que nos salva de la cólera venidera. Lo esencial es por fin la resurrección y la espera de Jesús «que vive» y «que viene». ¡Una primera página de evan­gelio! de una densidad excepcional.

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MARTES

/ Tesalonicenses 2, 1-8

Hermanos, bien sabéis vosotros que nuestra ida a vosotros no fue inútil, después de haber padecido sufrimientos e inju­rias en Filipos... San Lucas contará más tarde en los Hechos (16, 16-40) como Pablo había sido molido a palos y encarcelado en Filipos antes de llegar a Tesalónica. El «ministerio» no es una actividad de absoluto reposo. Ser «misionero» supone una gran dosis de generosidad: es reproducir la actitud de Jesús, ese «Servidor sufriente» cuyos padecimientos «no fueron inútiles», según Isaías (49, 4). ¿Estoy convencido de que la evangelización lleva apare­jada la cruz? Los santos de todos los tiempos consideraron sus sufrimientos como una participación en la redención de los hombres. ¿Me olvido de que mis sufrimientos pue­den ser «útiles» si sé ofrecerlos libremente?

Habiendo puesto nuestra «confianza» en Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes luchas. He ahí la primera emergencia de una actitud típicamente paulina: tener plena confianza, hablar con seguridad, (7/ Corintios 3, 12; 7, 14; Efesios 3, 12; 6, 19; Filipenses 1,20; I Timoteo 3, 13; Filemón 8; Hebreos 3, 6; 4, 16, etc.). Pablo no era orgulloso, era más bien tímido. Pero encon­traba en Dios su solidez, su certidumbre. Era todo lo con­trario de una persona indecisa. ¿Qué diría de nuestras ter­giversaciones, de nuestras indecisiones, de nuestros temo­res a proclamar el evangelio?

Cuando os exhortábamos no estábamos al servicio de falsas doctrinas, no teníamos motivos impuros, ni obrábamos con engaño. Pablo cuida de aislar su «ministerio» de todas las empre-

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sas algo semejantes en apariencia con las cuales se le po­dría confundir: cualquier clase de publicidad o propa­ganda, cuyo criterio es la astucia, el engaño... cuyo fin es el dinero, la influencia, motivaciones que Pablo estima impuras...

Para confiarnos el Evangelio Dios nos puso a prueba... Si bien no hablamos para agradar a los hombres, sino a Dios. ¡El único criterio de Pablo es Dios! Pablo dice que «pasó un examen», que fue «puesto a prueba»: no delante de los hombres para agradarles, sino delante de Dios: exigencia infinita de autenticidad de la Palabra, de competencia.

Nunca nos presentamos, ya lo sabéis, con palabras adulado­ras, ni con pretextos de codicia. Dios es testigo, ni buscando honores...

El apóstol no proclama el evangelio solamente ni ante todo por sus palabras, sino por sus comportamientos. Señor, haz que nuestras vidas correspondan a nuestros discursos, a los buenos consejos que damos a los demás, al ideal que predicamos para la sociedad. ¡Cuantos sacerdotes no po­nen en práctica sus sermones! ¡Cuántos padres no actúan según lo que recomiendan a sus hijos! ¡Cuántos militantes, responables, que no aplican en su propia actividad los principios que defienden verbalmente! ¿Y yo? ¡Qué des­fase hay entre mis intenciones y mi conducta real!

Al contrario, con vosotros nos mostramos amables, como una madre cuida con cariño a sus hijos. De esta manera, amándoos a vosotros, queríamos daros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestro propio ser, porque habíais llegado a sernos muy queridos. Ternura, afecto, don de sí: virtudes maternales, virtudes del apóstol. No podemos anunciar el evangelio más que a los que amamos... y entregándonos nosotros mismos.

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MIÉRCOLES

/ Tesalonicenses 2, 9-13

Recordáis, hermanos, nuestros trabajos y fatigas: traba­jando día y noche para no ser gravosos a ninguno de voso­tros os anunciamos el Evangelio de Dios. Dignidad del «trabajo manual». San Pablo preconiza el trabajo profesional, que Jesús san­tificó (Mateo 13, 55). No se avergonzó de los callos de sus manos ni del dinero ganado para «satisfacer sus necesidades y las de sus com­pañeros». (Hechos 20, 34). ¡Pablo era tejedor, fabricante de lonas! En Corinto trabajaba en un taller, en casa de Aquila y Priscila (Hechos 18, 3). Los paganos de cultura griega despreciaban el trabajo manual, indigno de un hom7

bre libre, el «trabajo servil» como se decía en la Iglesia aun recientemente, por desgracia. Para Pablo, en cambio, como para los intelectuales judíos, el trabajo manual era no solamente un factor complementario del equilibrio hu­mano, sino, sobre todo un medio de «no ser gravoso a los demás» y de poder proclamar así el evangelio gratuita­mente y en la más perfecta independencia frente al poder del dinero. Exigencia totalmente actual.

El Evangelio de Dios. Dos veces, en pocas líneas, se encuentra esta expresión. No olvidemos que los «evangelios», como libros escritos, no existían todavía. Antes de ser objeto de biblioteca el evangelio ha sido «la buena nueva de Dios» que se trans­mitía, de hombre a hombre, a todos los que querían aco­gerlo.

Vosotros sois testigos y Dios también de cuan santa, justa e irreprochablemente nos comportamos con vosotros, los cre­yentes. Una vez más Pablo se defiende de no ser un filósofo o un propagandista... o un profesor de buena doctrina. Lo que

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cuenta ante Dios es para él las actitudes de santidad, de justicia, de perfección de que su vida de hombre da testi­monio.

Como un padre a sus hijos, lo sabíais bien, a cada uno de vosotros os exhortábamos y alentábamos... Pablo había comparado el amor por sus fieles a la dulzura y al calor del amor maternal (7 Tesalonicenses 2, 7). Ahora expresa su ternura con la imagen del amor paternal, viril y reconfortante (Y Tesalonicenses 2, 11). Evoco a tantos padres que conozco, y los cuidados que prodigan a sus hijos: sentimiento natural, universal... len­guaje capaz de ser comprendido por todas las razas. ¡No hay apostolado sin amor! Ser apóstol no es ser un desface­dor de entuertos, ni un maestro de moral, es ser ¡aquél que exhorta y alienta como un padre!

Os hemos exhortado a tener una conducta digna de Dios. Porque se trata de algo muy distinto a un «sentimiento». Se trata de una verdadera paternidad, real, aunque espiri­tual. Ser apóstol es «transmitir la vida», la de Dios. Es ser el instrumento de la paternidad misma de Dios. San Juan no tardará en poner en boca de Jesús: «Tenéis que renacer del agua y del Espíritu» (Juan 3). ¡Tener una conducta digna de Dios! digna de un hijo de Dios.

Cuando recibisteis de nuestros labios la Palabra de Dios, la habéis acogido por lo que realmente es: no como una pala­bra de hombres, sino la Palabra de Dios que actúa en voso­tros los creyentes. Una palabra que actúa, que hace que vivamos de un modo nuevo.

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JUEVES

/ Tesalonicenses 3, 7-13

Hermanos, en medio de todas nuestras congojas y tribula­ciones, las noticias recibidas de vuestra fe nos han recon­fortado. Ahora sí que vivimos porque vosotros permanecéis firmes en el Señor. Ahora «revivimos» porque tenemos buenas noticias de la firmeza de vuestra fe. La respiración del apóstol y toda su vida provienen de sus fieles. «Os mantenéis firmes en el Señor.» La fe se parece a un combate en el que hay que apretar los dientes ¡y aguantar! El mismo Pablo confiesa el contexto de su vida de apóstol: vive «en medio de congojas y tribulaciones». Esta fuerza, esta perseverancia que, a pesar de los obstáculos, experi­mentan los que tienen Fe, no proviene de sí mismos, es una fuerza «en el Señor». Puede coexistir, con un profundo sentimiento de debilidad personal. (Romanos 7, 14-25).

¿Cómo podremos agradecer a Dios por vosotros por todo el gozo que por causa vuestra experimentamos ante nuestro Dios? Noche y día pedimos insistentemente... Las pruebas de Pablo no le hacen taciturno o melancólico. Nos dice que pasa noche y día dando gracias a Dios en el gozo y en la oración. ¿Y yo? ¿me esfuerzo en transformar mis preocupaciones de esa manera positiva? San Pablo nos dirá ahora sobre qué puntos precisos se desarrolla su oración:

1.° La fe. Que Dios nos haga ver vuestro rostro para completar lo que falta a vuestra fe. Que Dios mismo, nuestro Padre, y nuestro Señor Jesucristo, orienten nuestros pasos hasta vosotros. El primer objetivo de su oración es la consolidación de la Fe de esa comunidad. Después de una evangelización tan

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corta —unas semanas— no ha de extrañarnos que la fe de los Tesalonicenses sea frágil y llena de lagunas. A causa de la persecución, Pablo se vio obligado a salir de allí antes de lo que hubiese querido. Podría extrañar que nos hable de «fe incompleta» después de los elogios que les ha prodi­gado precisamente sobre su fe. Pero la Fe tiene dos as­pectos: —es ante todo un acto global de adhesión a Cristo... —es además una vida según Cristo que requiere un desa­rrollo, una catequesis. ¿Sé yo «completar lo que le falta a mi fe»? ¿Ruego para que progrese mi fe y la fe de todos los que amo?

2.° La caridad. Que el señor os haga progresar en el amor de unos con otros y para con todos, como es nuestro amor para con vosotros. Amar: primero «entre hermanos», pero también y am­pliamente a «todos los hombres». Esta es una de las más puras características del evangelio.

3.° La esperanza. Para que se consoliden vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos. La esperanza y la espera que dan un sentido a la vida.

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VIERNES

/ Tesalonicenses 4, 1-8

Hermanos, habéis aprendido de nosotros como conviene que viváis para agradar a Dios. El texto griego dice: «como os conviene andar» La vida cristiana es una marcha hacia adelante, un pro­greso constante.

Haced pues nuevos progresos, os lo rogamos, os lo pedimos de parte del Señor Jesús. ¡Cuan a menudo seguimos siendo rutinarios y tibios! La fe no es un «cómodo sillón». Es una invitación a avanzar sin cesar. Señor, ¿qué progreso esperas de mí en este preciso mo­mento?

Sabéis, en efecto, las instrucciones que os dimos de parte del Señor Jesús. Son unas intrucciones sobre moral sexual (versículos 4 a 8) y sobre las relaciones paternas (versículos 9 a 12). Sí, hay que decirlo, la Fe debe provocar a una conversión a una conducta moral nueva: «de parte del Señor Jesús», nuestras maneras humanas de portarnos han de cambiar para que lleguen a conformarse según esa Fe.

Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación... ¡Nada menos que la santidad! Tal es la «voluntad» de Dios. Tal es el proyecto de Dios respecto a nosotros. Lo que Dios espera de mí es la perfección. La perfección moral del hombre no es solamente una exigencia social del buen funcionamiento de la sociedad, como suele decirse... no es tan sólo una condición para la verdadera apertura de la persona... es una voluntad formal de Dios.

Que os apartéis del libertinaje, que sepa cada cual controlar su propio cuerpo santa y respetuosamente, sin dejarse

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arrastrar por la pasión, como los paganos que no conocen a Dios. Efectivamente la licencia sexual de los griegos y romanos no tenía por desgracia, nada que envidiar a nuestros de­senfrenos por así decir modernos. Se presentan a veces esas costumbres como progresos, como avanzadas de fu­turo... cuando es evidente que tienen un resabio de «cosa vieja» y de regresión hacia las formas primitivas de una humanidad poco evolucionada. En efecto, la civilización en la que tuvieron que vivir los cristianos de aquel tiempo exponía a la luz del día las relaciones sexuales contra natu­raleza, la prostitución sagrada y pública, las orgías y baca­nales aberrantes. San Pablo resume todo eso con el tér­mino de «porneia», que se ha traducido aquí por «desen­freno» y de donde procede el término «pornografía». A este desenfreno, Pablo opone una vida sexual normal, en el marco de una pareja. La vida conyugal, en el matri­monio, no tiene nada que ver con esas caricaturas de se­xualidad: el amor verdadero es un camino de santidad, tiene por base el respeto del otro y el control de sí mismo. Si «me dejo llevar por mi pasión», lo sé por experiencia, me pongo en la pendiente del más alienante de los egoís­mos.

En este asunto, que nadie ofenda a su hermano ni abuse de él. Sí, la sexualidad puede ser un «abuso» del otro, un «do­minio» del otro, una «injusticia» hecha al otro. Esto es más claro, evidentemente en el caso del flirt o del adulte­rio... pero esto, por desgracia, puede darse también en el marco de una pareja. Si estoy casado, san Pablo me invita, en nombre del Señor a preguntarme si no actúo «en detrimento de mi cónyuge», si no «obro abusivamente».

En efecto, si Dios nos ha llamado, no nos llamó a la impu­reza sino a la santidad. Así pues el que esto desprecia no desprecia a un hombre sino a Dios que nos hace don de su Espíritu Santo.

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SÁBADO

/ Tesalonicenses 4, 9-12

La «marcha hacia la santidad», a la cual la Fe nos invita es presentada por san Pablo en dos terrenos concretos: —ayer vimos el problema de la sexualidad... y de la vida conyugal. —hoy Pablo nos recuerda el lugar esencial de la moral: la relación social. Dos terrenos a los que debemos aplicar nuestro examen de conciencia y nuestra voluntad de progreso. Dos asuntos que deberían abordar nuestras confesiones en una solici­tud por la santidad y de conformidad con la voluntad de Dios.

En cuanto al amor fraterno, no necesitáis que os escriba, ya que habéis sido instruidos por Dios para amaros mutua­mente. Lo repetimos nuevamente. Cuando Pablo escribe esta carta, no ha sido redactado totalmente ningún «evange­lio». Pero es ya vivido y propagado en su autenticidad. El amor de los demás considerados como hermanos... Hasta el amor de los mismos enemigos. Esto será el núcleo, el corazón de los evangelios. Ya estamos oyendo aquí la parábola del «buen Samari-tano»... la invitación del «Juicio universal» a dar de co­mer, vestir, visitar... el ejemplo de Jesús «lavando los pies a sus apóstoles como un servidor»... Todas esas páginas evangélicas no tenían aún su forma definitiva, pero esta­ban ya en las mentes de todos los cristianos. ¡Cuánta necesidad tenemos nosotros, hombres de las civi­lizaciones del «libro», de no quedarnos perezosamente so­bre los textos escritos... sino, a ejemplo de las «civiliza­ciones orales», interiorizar la Palabra de Dios, aprenderla de memoria y, por así decir, llevarla escrita en nuestro interior!

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Y lo practicáis bien con todos los hermanos de la provincia de Macedonia. Los libros del Nuevo Testamento no están escritos, pero viven... Van por las vías romanas, por las ciudades, están en los talleres. ¿Soy un evangelio viviente para los de mi familia, de mi entorno, de mi ambiente?

Hermanos, os exhortamos a que sigáis progresando. ¡Progresar, hacer nuevos progresos! Nada más contrario a Dios que el «conservadurismo», la actitud que dice siempre «basta». En cambio Dios, nues­tro Dios nos repite ¡«de nuevo»! Caminad hacia adelante. No os dejéis embargar por la temible mediocridad. No os contentéis con las medio-plegarias, las medias-generosi­dades, los medios-compromisos, los medios-amores, las semi-vidas conyugales y las semi-consagraciones religio­sas... Estamos oyendo ya la «parábola de los talentos»: es pre­ciso hacer producir los dones al máximo.

Proponeos firmemente vivir con tranquilidad... Un consejo muy útil. Evitar la agitación, el nerviosismo. Ser un hombre, una mujer tranquilos, serenos ¡es también un modo eminente de amar a sus hermanos! además de la ventaja personal de equilibrio que esta serenidad aporta.

Ocupaos de vuestros asuntos... Hay también una especie de delicadeza y de amor en no inmiscuirse en los asuntos de los demás. Discreción. El desorden no hace bien. En cambio, hay un cierto ideal en que cada uno ocupe su lugar y cumpla su misión.

Trabajando con vuestras manos como os lo tenemos orde­nado. El oficio, la conciencia profesional. Es también un asunto que no debiéramos olvidar nunca en nuestras confesiones y revisiones de vida.

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LUNES

/ Tesalonicenses 4, 13-18

Hermanos no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos. En el mundo entero el «sueño» es la imagen de la muerte. Esta imagen es dulce y tranquilizadora, porque cuando alguien «duerme» damos por descontado que se «desper­tará». Y es bueno aplicar esa imagen a nuestros difuntos.

Para que no os entristezcáis como los demás que no tienen esperanza. En efecto, esa imagen por tranquilizadora que sea no basta a darnos una prueba fuera de la Fe en Cristo: porque ese sueño también podría ser definitivo. Y fuera de algunos grupitos de «iniciados» en las religiones mistéricas de tipo oriental, el conjunto de los griegos de aquel tiempo no daban mucho crédito a una vida en el más allá. Las en­cuestas-sonda hechas recientemente en Europa manifies­tan que para muchos de nuestros contemporáneos la muerte es también el «fin» de todo, el aniquilamiento. Con pleno conocimiento de esa opinión corriente, el cre­yente afirma la resurrección: ¡Es su esperanza! y eso le debería provocar una alegría muy particular que hiciera que los no creyentes replanteasen su postura. Con todo sucede que a algunos cristianos les turba pensar en la muerte. Y el apóstol quiere darles nuevas razones de espe­ranza. Ayúdame, Señor, ayuda a todos los hombres a aceptar serenamente la muerte, en la plena certeza de que no se cae en la nada sino «en las manos del Padre». Como dijo Jesús: «Padre, en tus manos entrego mi espíritu.» (Lucas 23, 46).

Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera creemos que Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús.

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Nuestra seguridad proviene de que si vivimos en unión con Jesús y en comunión con su Cuerpo, el «destino» de Jesús será también el nuestro. Los evangelios no están escritos todavía, pero lo esencial de su mensaje es procla­mado: ¡Jesús, muerto, resucitado!

Como Palabra del Señor os decimos esto... Pablo tiene conciencia de no ser el inventor de lo que va a decir por vez primera. No se trata de una reflexión hu­mana de tipo filosófico, de una especie de apuesta sobre la ultra-tumba... Es Jesús quien lo dijo. Quizá Pablo alude a las frases que Mateo nos dirá pronto: «El Hijo del hombre vendrá con sus ángeles en la Gloria del Padre, y dará a cada cual según su conducta». (Mateo 16, 27). Quizá Pa­blo piensa en unas palabras de Jesús que no se encuentran en los relatos evangélicos y que la tradición oral propa­laba.

A la señal dada por la voz del arcángel y por la llamada de Dios... Pablo emplea las imágenes tradicionales de los apocalipsis judíos: —voces de ángeles... —la «trompeta de Dios», que aquí se ha traducido por «la llamada de Dios», porque, efectivamente, esas imágenes son unos revestimentos simbólicos concretos que no hay que tomar material­mente, como se ha hecho tan a menudo en el pasado.

El Señor mismo bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después seremos arre­batados en nubes al encuentro del Señor. Así estaremos siempre con el Señor. Las «voces», las «trompetas», las «nubes» no están aquí más que para comunicarnos el mensaje más esencial: ¡es­taremos siempre con el Señor! Esto, evidentemente, debe­ría cambiar por completo para un cristiano el «sentido de la muerte.» Y no se trata sólo de vivir junto a Jesús, sino de participar de su vida, de sus privilegios divinos, por así decir. Jesús lo dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y yo en él.» (Juan 6, 53-56).

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MARTES / Tesalonicenses 5, 1-6; 9-11

En lo que se refiere al tiempo y al momento de la venida del Señor, no es necesario que os hable de retrasos o de fechas. Sabéis muy bien que el «día del Señor» vendrá como un ladrón en la noche. Jesús había dicho unas palabras semejantes (Lucas 12, 39) al rehusar contestar a la curiosidad humana que nos hace ávidos de detalles precisos. El «día del Señor» es imposi­ble imaginarlo, no tenemos ninguna referencia concreta de ese fenómeno típicamente divino que es la resurrección... o de esa otra realidad típicamente divina que es la eterni­dad... En lo eterno no hay ni antes ni después; no hay tiempo ni horas ni fechas: es otro mundo. Simplemente hay que confiar y aceptar el riesgo del gran salto de la Fe en Dios.

Cuando diga la gente: «¡Qué paz, qué tranquilidad! enton­ces, de repente, vendrá sobre ellos la catástrofe... La única cosa segura que sabemos es que el «Día del Señor» (7 Corintios 1, 8) es imprevisible y que hay que estar siempre «apunto». ¿Lo estoy en este momento? Estamos oyendo ya el evangelio, por el que Jesús nos advierte de la terrible anestesia de las conciencias, de la inconsciencia de los que se contentan con «comer y be­ber» tranquilamente (Mateo 24, 38), sin hacerse la pre­gunta capital: ¿a dónde voy? ¿qué pasará a mi muerte?

Como los dolores de parto... Jesús utiliza también esa imagen. (Mateo 24, 8). Y que es constante en toda la revelación. (Isaías 21, 3; Jeremías 30, 6; Oseas 13,13; Migueas 4, 9; Romanos 8, 22). ¡Los dolores de parto! Esto nos evoca dos significaciones simbólicas: lo súbito... y el aspecto positivo. Porque son dolores que conducen a la vida y a la alegría. (Juan 16, 20-22).

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Y no escaparán. Incluso los inconscientes, los que no quieren plantearse la pregunta tendrán que planteársela.

Pero vosotros, hermanos, como no vivís en las tinieblas ese «día» no os sorprenderá como un ladrón. ¡Que así sea, Señor! que no quede sorprendido, que no venga de improviso.

En efecto, todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. ¡Hijos de la luz! El hombre es el que pertenece a la luz, el que tiene en sí una luz vital. (Lucas 16, 8; Juan 12, 36.) Son también palabras evangélicas.

Así pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Muchas parábolas repetirán lo mismo (Lucas 12, 35-46; Mateo 25). ¡Vigilantes! despiertos, en constante estado de alerta. ¡Sobrios! es decir, dueños de nosotros mismos y modera­dos en nuestros deseos para no dejarnos anestesiar.

Porque Dios nos ha destinado para obtener la salvación por nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros para que vivamos con El... Así confortaos los unos a los otros y tra­bajad vuestra mutua edificación. La perspectiva de la muerte es extremadamente positiva y toda nuestra vida la prepara y la está construyendo ya: ¡vivir con Jesús! Jamás pensaremos bastante en ello: el cielo ya ha comenzado.

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MIÉRCOLES

Colosenses l, 1-8

Colosas es una ciudad de Asia Menor, cerca de Efeso, actualmente en Turquía. Esta ciudad no fue evangelizada por Pablo, sino por Epafras. Toma la responsabilidad de escribir a la Iglesia de Colosas porque la amenaza una «crisis» y esta crisis es una devoción excesiva a los ánge­les (Colosenses 2, 18) con el riesgo de que lleguen a ocupar el lugar de Cristo. Pablo, como es su costumbre, insistirá en destacar el papel central e irremplazable de Cristo. El conjunto de los exegetas piensan que san Pablo escribió esa epístola al final de su vida, durante su cautividad en Roma (del 61 al 63): en este documento tenemos pues una síntesis teológica muy corta; pero que expresa el pensa­miento más maduro de Pablo tal como se manifiesta abiertamente en la epístola de los Efesios.

Yo, Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, y Timoteo, el hermano, a los cristianos de Colosas, hermanos fieles en Cristo. Es la dirección y el saludo del comienzo de toda carta. Dos veces aparece el término «hermano». Era la manera de nombrarse entre sí los primeros cristianos. El cristia­nismo, ¿es también para nosotros una gran fraternidad? «Hermanos en Cristo»... porque no se trata solamente de solidaridad humana, como la creada por la familia, el am­biente, la raza. Se trata de considerar las relaciones huma­nas desde el ángulo de la fe: unos hombres unidos al mismo Cristo son hermanos. Examino mis relaciones a esa misma luz.

Miembros del pueblo santo, ¡que Dios nuestro Padre os dé la gracia y la paz! Pablo tiene la costumbre de llamar «santos» a los cristia­nos (Romanos 1, 7; 6 19; 15, 25; II Corintios 9, 1; I Corin­tios 1, 2; 6, 1; 14, 33 etc.). Esto no quiere decir que fuesen

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perfectos y sin pecado. Los llama así porque participan de la santidad de Dios al recibir su vida: «Dios nuestro Pa­dre». Otra razón de, llamarse «hermanos».

Damos gracias sin cesar a Dios... por vosotros en nuestras oraciones. La mayoría de las epístolas de san Pablo empiezan dando gracias o «eucaristía». Yo también, Señor, quisiera que me dieras un alma alegre, que no cese de dar gracias, pensando en... Enumero los nombres de las personas de las que soy responsable.

Tenemos noticia de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que tenéis con todos los santos, en la esperanza de lo que nos aguarda en los cielos. La fe, la caridad y la esperanza caracterizan a los cristia­nos y es aquello sobre lo que versa la oración. La fórmula da a entender que el motor, el dinamismo de las otras dos virtudes, es la esperanza. El cristiano está en marcha. Sabe donde va. Su vida tiene un sentido. Va hacia el cielo. Y la fe y la caridad son como un gustar anticipado de ese cielo que realizará en plenitud todas las aspiracio­nes del hombre.

De lo que fuisteis ya instruidos por la Palabra de la verdad, el Evangelio que llegó hasta vosotros que fructifica y crece entre vosotros, lo mismo que en todo el mundo... ¡Cuando pensamos que los cristianos sólo eran entonces una ínfima minoría! Y nosotros nos entretenemos en la­mentaciones sobre las crisis de la Iglesia. Danos, Señor, ese alegre dinamismo. Concede a cada cristiano sentirse responsable del progreso de la fe en el mundo entero.

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JUEVES

Colosenses l, 9-14

Desde el día que oímos hablar de vuestra «vida en Cristo» no dejamos de orar por vosotros. Se trata pues de unos cristianos a quienes Pablo no conoce personalmente. No ha estado nunca en CoJosas, sola­mente ha oído hablar de ellos. Sin embargo ruega sin cesar por esos fíeles que no conoce. En lo invisible, por encima de las distancias y del anonimato ¿soy capaz de rezar con un corazón tan amplio?

Pedimos a Dios que lleguéis al pleno conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual. Pablo insiste a menudo en la necesidad de «progresar en el conocimiento». (Filipenses 1, 9; Filemón 6; Efesios 1, 17; Colosenses 2, 2-3). Para este progreso pide dos dones del Espíritu: la sabiduría y la inteligencia. Pablo, ya lo hemos visto, temía que los colosenses se deja­sen engañar por falsas doctrinas imbuidas de esoterismo-gnóstico. Para prevenirles contra esas especulaciones místico-intelectuales, ruega por ellos afín de que tengan la verdadera inteligencia de su fe. En nuestro tiempo estamos también tentados por unas desviaciones doctrinales que provienen de la influencia que tienen sobre nosotros las corrientes de pensamiento que nos envuelven. Razón de más para profundizar en nuestros conocimientos.

Así vuestra conducta será digna del Señor y capaz de agra­darle en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento d(> Dios. Lo que Pablo propone no es pues una pura teoría reser­vada a los intelectuales: el conocimiento de Dios es a me­nudo el privilegio de los humildes y es ante todo una acti­tud, un comportamiento concreto, «una conducta digna de Dios». La fe se manifiesta en la vida real.

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Haz, señor, que mi conducta te agrade siempre... que mi vida sea fructífera... que no deje de progresar.

Seréis confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria, que os dará constancia y paciencia. Daréis gracias al Padre con alegría... He ahí cuatro frutos del verdadero conocimiento de Dios: la perseverancia, la paciencia, la alegría, la acción de gra­cias. Todo ello signos de que ¡Dios está allí!

Al Padre que os ha hecho aptos para participar en la luz en la herencia del pueblo santo. De muchas maneras, la Escritura nos repite que Dios de­cidió comunicarse desde acá abajo a sus fíeles, en prenda de esa plenitud de unión que será un día la visión intuitiva de Dios. «Participar en la herencia de los santos.» Es la imagen de la Tierra Prometida, abierta para siempre a los paganos, a todos los hombres. (Efesios l, 11-14; 2, 19.)

£1 nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al reino de su Hijo muy amado, en quien tenemos la redención y el perdón de los pecados. La más profunda definición del hombre: «un ser capaz de Dios»... «un ser programado para llegar a ser Dios»... «una criatura que Dios decidió hacer a su imagen»... «un ser que Dios introdujo en su propia esfera divina». San León, ese gran Papa del siglo v, pensando sin duda en ese pasaje de san Pablo decía, en su famoso sermón de Navi­dad: «Reconoce, oh cristiano, tu dignidad. Has llegado a ser participante de la naturaleza divina, no vuelvas a tu bajeza primera viviendo de un modo indigno de tu condi­ción. Recuerda que has sido arrancado de las tinieblas y transplantado a la luz y al reino de Dios.»

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VIERNES Colosenses 1, 15-20

La página que meditaremos hoy es un Himno, que sin duda cantaban los primeros cristianos, pues tiene ritmo como un poema: celebra la grandeza universal de Cristo, en el orden de la creación y en el orden de la resurrección, alrededor del pivote histórico universal que es la cruz.

Cristo es la imagen del Dios invisible... La humanidad fue ya creada según ese modelo. (Génesis l, 26.) Y, en el Antiguo Testamento, algo del misterio de Cristo estaba anunciado en la Sabiduría, «reflejo de la luz eterna, espejo de la actividad de Dios, imagen de su exce­lencia». (Sabiduría 7, 26.) Sabemos muy bien que Dios es invisible. ¡Es nuestra cuestión lacerante y dolorosa! Gracias te damos, Señor, de haberlo comprendido y de habernos otorgado esa «se­mejanza perfecta contigo» que nos permite ver tu amor.

El primogénito en relación a toda criatura... «Nacido antes que toda criatura». El Verbo de Dios, su Sabiduría, preexiste desde siempre (Proverbios 8, 22-26.) La persona de Cristo hunde sus raíces antes del comienzo del tiempo: es un abismo ante el cual nos perdemos.

Porque en £1 fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles todo fue creado por El y para El. Las fórmulas se acumulan y se completan: ¡todo es en El, por y para El! El es la fuente, el río, el océano de todas las cosas. Es la energía cósmica que trabaja en el interior de toda criatura: Cristo omnipresente, Cristo omniactivo, Cristo fermento del mundo, «punto omega hacia el cual todo converge».

El existe con anterioridad a todos los seres y todo subsiste en El.

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Absoluta primacía de Cristo en el orden de la duración —«antes que todas las cosas»—, como en el de la dignidad —«por ericima de todas las cosas»—. Todo ha sido creado... Todo subsiste... en El. Una vez más nos hace bien pensar que la Creación conti­núa: no fue el impulso inicial lo que lanzó, desde muchí­simo tiempo, a los seres... ¡es la relación continua y siem­pre presente, HOY, de cada ser con su Autor! Cristo me está haciendo en este momento, yo subsisto en El. Y puesto que, eso es verdad de todos los seres, Cristo es el principio de cohesión y de armonía del conjunto del cos­mos. El universo es un inmenso organismo, unificado, el Cuerpo de Cristo que no cesa de ir construyéndose.

Es también la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia. Esta imagen de la cabeza quiere expresar la «distinción» entre Cristo y la creación: no hay confusión entre ambos. ¡Jesús, aun estando íntimamente unido vitalmente a la humanidad entera, es distinto de ella, como la cabeza es distinta del cuerpo, pra dirigirlo, animarlo... salvarlo! La mención de la Iglesia aquí, indica el comienzo de la se­gunda estrofa del Himno. Después de la creación natural en la que Cristo es omni-activo, tenemos la intervención sobrenatural de Dios, en la que Cristo es también el pri­mero.

Cristo en el Principio, el Primogénito de entre los muertos para que sea El el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la Plenitud. ¡El mundo va hacia un término, una plenitud! ¡Todo as­ciende! Hacia la vida en plenitud, hacia la resurrección total, de la que Jesús es el primogénito.

Y quiso Dios reconciliar por Cristo y para Cristo todas las cosas, pacifícando, mediante la sangre de su cruz lo que hay en la tierra y en los cielos. ¡Todo! ¡La salvación de todos! ¡La reconciliación univer­sal! Por su cruz, por su amor hasta el final, por su sangre ofrecida.

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SÁBADO

Colosenses 1, 21-23

Hermanos, erais en otro tiempo extraños a Dios... erais in­cluso sus enemigos, con esos pensamientos que os inducían al mal. Los colosenses son cristianos recientes. Recuerdan su vida anterior: que no era hermosa. La expresión es fuerte, violenta: «enemigos de Dios»... «con pensamientos de ha­cer el mal»... Para experimentar todo el beneficio que supone la salva­ción, es preciso tomar conciencia del peligro mortal del que uno se ha salvado. Esa terrible situación de naufragio se resume en estas dos palabras: «extraños a Dios», «enemigos de Dios»... Para el hombre, creado para vivir en Dios, el hecho de estar «sin-Dios» es la peor desgracia. Madeleine Delbrel expresó ese drama del ateísmo en tér­minos inolvidables: «Se ha dicho: Dios ha muerto. Esto requiere tener la honestidad de no seguir viviendo como si El viviese. Se saldó la cuestión respecto a él: falta saldarla respecto a nosotros... Todos estamos próximos a la única verdadera desgracia ¿tendremos o no agallas para decír­noslo?... ¿No sería una falta de tacto decirle a un mori­bundo: «Buenos días» o «Buenas tardes»?... Por lo tanto se le dice: «Hasta la vista», o «Adiós»... mientras no se haya aprendido a decir: «A ninguna parte»... «A la nada absoluta»...

Y he ahí que ahora Dios os ha reconciliado con El... Se ha reanudado el contacto. Espontáneamente las religiones ordinarias piensan: puesto que la divinidad ha sido lesionada por el pecado del hom­bre, éste debe expiar, acercarse a Dios. El Nuevo Testa­mento nos dice lo contrario. No es el hombre el que se acerca a Dios con una ofrenda compensadora, es Dios quien ofrece al hombre la reconciliación. Todo el evange­lio nos repite que no son los hombres los que se reconci-

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lian con Dios, sino Dios quien les reconcilia con El. Es Dios quien busca al hombre... Es Dios quien hace el gasto de la reconciliación. ¡Gracias Señor!

Gracias al cuerpo humano de Cristo y por su muerte... El pagó el precio. Redención «costosa». ¡Y cuan costosa! «Cristo me amó y se entregó por mí...» (Gálatas 8, 31-39.)

Para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles de­lante de El. El punto de partida era una hostilidad, una separación. Y la finalidad: es la amistad, la intimidad con Dios, la participación a su santidad, a su felicidad, a su invencibili­dad victoriosa. Haz, Señor, que sueñe con frecuencia en esa perspectiva que se abre ante mí, como se abre ante todo ser humano. La humanidad va hacia ella.

Con tal que permanezcáis sólidamente cimentados en la fe. Porque no se trata solamente de soñar. Hay que partici­par. Hay que construir ese porvenir con Dios, que El quiere para nosotros pero que no quiere construir sin no­sotros. La Fe es nuestra correspondencia a ese proyecto divino.

Firmes e inconmovibles en la esperanza del Evangelio que oísteis, que ha sido proclamado a toda criatura bajo el cielo y del que yo, Pablo, he llegado a ser ministro. Cuando se ha oído una «buena noticia», se la entretiene en la mente como algo precioso. Pero el Evangelio no hay que guardarlo en exclusiva para sí. No olvidemos que va dirigido a todo criatura bajo el cielo, que es ofrecido a todos sin excepción alguna. ¿Cual es mi participación en esa evangelización?

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23.a semana ordinaria

LUNES

Colosenses 1, 24 a 2, 3

Hermanos, ahora me alegro por los padecimientos que so­porto por vosotros... ¿Cuál es el secreto que permite a un hombre alegrarse en el sufrimiento? Un secreto maravilloso porque ha de ase­gurar una alegría perpetua tanto en las situaciones felices, como en las conflictivas, que nos ponen a prueba. Ello es tanto como decir ¡una alegría indestructible!

Porque lo que falta a las tribulaciones de Cristo, lo completo en mi carne en favor de su cuerpo que es la Iglesia. He ahí el secreto: Pablo contempla a Jesús crucificado y se ve continuando la gran obra de Jesús, la redención. Así, sus propios sufrimientos, lejos de abatirle, le hacen en­contrar de nuevo a Cristo y estar en comunión con su misterio. Pascal interpretó bien este mismo pensamiento: «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo.» Cual sería la transfiguración de mi sufrimiento, si yo su­piese ver en él: una participación a la Pasión. No sufrir solo, sino «con Jesús». No considerar la prueba como algo meramente negativa, sino como una realidad positiva... Señor te ofrezco tal prueba... y tal otra...

De cuya Iglesia he llegado a ser ministro... No solamente por su palabra, sino por su vida ofrecida en semejanza a la de Cristo.

Para dar cumplimiento al misterio escondido desde siglos y generaciones y manifestado ahora a los miembros de su pueblo santo. El «misterio», en el lenguaje de san Pablo es el «proyecto

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de Dios», del cual dice Pablo que estaba escondido hasta ahora y ya no lo está.

Porque Dios ha querido darles a conocer en qué consiste, en medio de las naciones paganas, la riqueza de la gloria de ese misterio que es Cristo entre vosotros... He aquí pues el proyecto de Dios: la extensión a los paga­nos de la Alianza reservada hasta entonces a los hijos de Israel. Y esta nueva alianza se resume en una palabra: «Cristo en medio de vosotros»... Era ya lo que Pablo afirmaba hablando de sus sufrimien­tos, fuente de alegría. ¿Me dejo investir por esa presencia de Cristo, siempre aquí?

¡El, la esperanza de la gloria! Vivir en la convicción de no estar nunca solo, es ya algo extraordinario. Pero esto no es más que un pequeño co­mienzo: vivimos también en la esperanza de estar con El eternamente, en la gloria del cielo. ¡Señor, que no lo ol­vide nunca!

Trabajamos... a fin de llevar a todo hombre a su perfección en Cristo. Crecer, parecerse más y más a Cristo. Amar más y más.

Por esto precisamente me afano, luchando con la fuerza de Cristo que actúa poderosamente en mí. ¿Consideramos la densidad de esas afirmaciones sorpren­dentes? La fuerza de Pablo no es suya, es la fuerza de Cristo en él. ¡Señor, actúa en mí! ¡Señor, sé mi fuerza!

El misterio de Dios es Cristo en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Los «tesoros escondidos» son los de la divinidad: conocer el Amor absoluto, infinito, eterno.

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MARTES Colosenses 2, 6-15

Continuad viviendo según Cristo Jesús Vivir «en Cristo»... «in Christo»... Esta fórmula, que se encuentra ciento sesenta y cuatro veces en las epístolas de san Pablo, es una de las que mejor expresan su pensamiento profundo. Estamos «en Cristo», como en un medio vital, un medio divino como el niño en el seno de su madre y que vive por ella.

Vivid «enraizados y edificados» en El... Dos imágenes: un árbol que crece... cuya «raíz» es Cristo. Un edificio en construcción cuya base o «fundamentos» es Cristo.

Permaneced firmes en la fe, tal como se os ha enseñado, rebosando en acción de gracias. Continuemos con esas dos imágenes: —la savia de ese árbol vivo es la fe y la alegría de la acción de gracias. —el cemento que asegura la solidez de la construcción es la fe y la alegría. No olvidemos que el término «acción de gracias» usado por san Pablo, es el término «eucaristía». Rebosad de eu­caristía... superabundad de eucaristía...

Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía fundada en tradiciones humanas, según las fuerzas que rigen el universo y no según Cristo. Los colosenses se sentían inclinados a adoptar las ideolo­gías de moda: que era entonces el culto a los astros o a los «elementos del mundo» considerados habitados por espí­ritus, por ángeles. Y nosotros HOY ¿en qué solemos poner una confianza excesiva? ¿Qué filosofía, qué sistema tendemos a absolu-tizar?

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Cristo liberó a sus discípulos de toda sujeción, de toda esclavitud ideológica o mágica: las fuerzas de la natura­leza, los condicionamientos políticos y técnicos erigidos en ídolos... Cristo confirma su caducidad. El cristiano es liberado de cualquier tabú o miedo.

Porque en él, en su propio cuerpo, reside toda la Plenitud de la Divinidad. Cristo es el único absoluto... ¡en El Dios habita corporal-mente! La única materia sagrada es el Cuerpo de Cristo.

En El lo habéis recibido todo en plenitud. El paralelismo evidente de estas dos frases, la una junto a la otra, nos repite que Cristo comunicó su vida y su divini­dad a los hombres. La primacía absoluta del Señor Jesús sobre el resto de la naturaleza tiene por tanto su homólogo en la primacía del hombre sobre todas las cosas. El hom­bre no ha de someterse a nada salvo a Cristo... y son todas las cosas las que deben estar sometidas al hombre. Esto aclara en profundidad la empresa humana: «¡domi­nad la tierra!».

En El lo habéis recibido todo en plenitud, porque domina todas las soberanías del universo y las ha incorporado a su cortejo triunfal de la cruz. ¡Todo lo que nos oprimía ha sido vencido... por lo menos en la esperanza! Ya no existen potencias maléficas.

Sepultados con El en el bautismo, con El también habéis resucitado. Como Jesús, Pablo no separa nunca esos dos misterios. La comunicación de la «vida» de Jesús es más que un fenó­meno de «vasos comunicantes», es un fenómeno de iden­tificación: yo estaba «en Cristo» cuando bajaba a la tumba y cuando salió de ella. Su victoria, su vida, es la mía.

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MIÉRCOLES

Colosenses 3, 1-11

Hermanos, habéis resucitado con Cristo. Pablo creó un término. El participio «resucitado», en griego permanece indisolublemente ligado a la preposición «con» como si Pablo quisiera que experimentáramos físi­camente hasta qué punto nuestra suerte está ligada a la de Jesús. Cuando Jesús resucitó yo estaba como incluido «en El», yo resucitaba con El. Notemos que Pablo utiliza un verbo en pasado: mi resu­rrección ya esta realizada en la de Jesús.

Así pues buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sen­tado a la derecha de Dios. Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Haber ya resucitado no es solamente un hermoso sueño irreal. ¡Esto «trae consigo» todo un estilo de vida, toda una «búsqueda», una «tensión» hacia lo alto! La vida de resucitado es una vida dinámica, una exulta­ción de vitalidad, cuya potencia y grandeza reducen todos los bienes de la tierra a su proporción infinitesimal en relación a este esencial. Señor, ayúdame a apreciar cada cosa en su justo valor, con ese criterio de la eternidad de vida... en la que ya he entrado en Jesús.

En efecto, habéis muerto con Cristo... Hay también aquí un término compuesto: ¡«muertos con» Jesús! Así pues los dos grandes acontecimientos históricos vividos por Jesús, los ha vivido para nosotros, con noso­tros en El. Jesús vivió mi muerte. Jesús vivió mi resurrección. El Bautismo me ha hecho participar de esos dos actos de su vida.

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Y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Nada ha cambiado aparentemente en un cristiano, con relación a los demás hombres. Y sin embargo, en la bana­lidad y oscuridad cotidiana, un esplendor divino yace es­condido.

Cuando aparezca Cristo, vuestra vida... ¡Cristo mi vida! Señor, ayúdame a ser más consciente.

Entonces también vosotros apareceréis gloriosos con El. Es la cuarta vez en pocas líneas que se repite esta expre­sión: «con El», «con Cristo». Y adivinamos que, para Pablo, no se trata solamente de un compañerismo, de una proximidad por estrecha que esta sea. Se trata en efecto de que Jesús y yo formamos ¡un solo ser! Estoy escondido, vivo, en el cielo. El cielo ya ha empezado. Simplemente, un día, eso aparecerá claramente. Pero ya existe, si quiero consentir en ello.

Por lo tanto, extirpad lo que hay de terreno en vosotros: fornicación, impureza, pasiones, malos deseos. Los altos vuelos místicos precedentes no impiden a san Pablo tocar de pies al suelo.

Cólera, ira, maledicencia, insultos, palabras groseras, mentira: despojaos del hombre viejo que hay en vosotros... Vivir por adelantado en el cielo, es también crear un pe­queño paraíso a nuestro alrededor, para los demás.

Revestios del hombre nuevo que por el conocimiento se va renovando a imagen de su Creador... No hay más que Cristo que lo es todo, en todos. Abandonarme. Dios me está creando. Modela en mí la imagen de Cristo. Señor, que esté disponible a ello.

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JUEVES Colosenses 3, 12-17

Puesto que habéis sido elegidos por Dios, santos y muy ama­dos... Repetir para mí sencilla y lentamente esas palabras. Gus­tar de su paz profunda. He sido «elegido» por Dios... soy su «muy amado»... No se trata aquí de sentimentalismos sino de un hecho histórico que compromete en concreto toda mi existencia.

Revestios pues de ternura entrañable y de bondad... Es esto exactamente. La convicción de ser amado de Dios debe conducirnos inmediatamente a actuar tal como Dios actúa, es decir, con ternura y bondad.

Dé humildad, tolerancia, paciencia. Es de toda evidencia que de nuestra pertenencia a Cristo surge toda una moral; unas virtudes muy humanas, que hacen agradables las relaciones humanas y aportan bie­nestar y felicidad.

Conllevaos mutuamente y perdonaos si uno tiene queja contra otro. ¿Cómo podría subsistir a la larga un grupo humano cual­quiera si nadie fuese capaz de esa conllevancia mutua? Considero los grupos que más frecuento. ¿Cuál es mi actitud frente a ese punto esencial del evange­lio? No mantener cerrados los ojos. Sería muy raro que yo no tuviera nunca nada que soportar a los que me soportan.

Actuad como el Señor: El os ha perdonado, haced vosotros lo mismo. El evangelio no ha inventado nuevos valores. El mismo perdón forma parte de toda vida en sociedad que quiera ser duradera. Pero el ejemplo de Cristo es un estímulo poderoso que puede darnos fortaleza de «llegar hasta el extremo» en el amor que perdona.

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La experiencia prueba que, sin Cristo, ciertos perdones están por encima de lo humanamente posible. Danos, Señor, lo que nos pides. Ven y perdona en mí como sólo Tú sabes hacerlo.

Y por encima de todo esto, revestios del amor que es el vínculo de la perfección. Sólo el amor verdadero explica todo lo que precede. La imagen usada aquí es la de un «vínculo» que permite a la gavilla mantenerse compacta. El amor ensambla y une entre si todas las cualidades humanas: sin amor, los más hermosos valores pueden degenerar en orgullo, suficien­cia, farisaísmo.

Y que la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo «cuerpo» Estamos más allá de todo moralismo y de todo juridi-cismo. Estamos a nivel de una experiencia vital: ¿cómo podría negarme a amar a tal persona... que es nada menos que un miembro del Cuerpo de Cristo y, por lo tanto, también uno de mis miembros puesto que formo parte del mismo Cuerpo?

Vivid en la acción de gracias. Que la Palabra de Dios habite en vosotros... Cantad agradecidos a Dios en vuestros cora­zones con salmos, himnos y cánticos inspirados. Alegría. Entusiasmo. Acción de gracias. Cánticos.

Y todo cuanto habléis o hagáis, hacedlo todo siempre en nombre del Señor Jesucristo, ofreciendo por su .medio vuestra acción de gracias al Padre. Todo. Todo. Cuanto se hace o se dice, ofrecerlo a Dios.

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VIERNES

/ Timoteo 1, 1-2; 12-14

Las epístolas a Timoteo y a Tito, llamadas epístolas pasto­rales, tienen un carácter distinto al resto de las epístolas de san Pablo. Las preocupaciones y el estilo son diferentes. Un discípulo próximo a san Pablo pudo haber intervenido en la redacción. O bien Pablo mismo al final de su vida pudo encontrarse en una fase verdaderamente nueva de la evolución de las comunidades cristianas: en aquel tiempo, como hoy, ocurrían cambios rápidos. El caso es que Pablo insiste más sobre las estructuras jerárquicas y la refuta­ción de los errores, para salvaguardar la unidad de la fe y su tradición auténtica a las generaciones futuras.

A Timoteo, verdadero hijo mío en la fe, te deseo... De hecho era Pablo quien había convertido a Timoteo, pagano de Listra en Liconia, de padre griego y madre judía (Hechos 16, 1). Era Pablo también quien le había confiado un ministerio al imponerle las manos (7 Timoteo 4, 14). Timoteo estaba con Pablo cuando escribió siete de sus cartas (1 Tesalonicenses 1, 1; II Tesatonicenses 1, 1; II Corintios l, / ; Romanos 16, 21; Filipenses 1, 1; Colosen-ses 1, 1; Filemónl). Y sobre todo Pablo confió misiones importantes a su discípulo preferido, al que llama aquí «su hijo en la fe». (I Tesalonicenses 3, 2-6; I Corintios 4, 17.). Nos agrada pensar que Pablo tuvo, también, amigos que le permanecieron fieles, cuando tantos otros le abandonaban (II Timoteo 1, 10-16).

Te deseo... gracia, misericordia y paz de parte de Dios Pa­dre y de Cristo Jesús, Señor nuestro. Pablo no deja de tener presente al Padre de Jesús. Todo deseo salido de sus labios o de su pluma ¡viene «de parte» de Dios!

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Doy gracias a aquel que me da la fuerza, a Cristo Jesús. Decididamente, a Pablo le acompañan siempre esos sen­timientos: la alegría, el agradecimiento. ¡Si también fuese eso verdad para nosotros!

Ya que me consideró digno de confianza al encargarme del ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pablo se acuerda de su propia conversión: viene de muy lejos... Era perseguidor, ferozmente opuesto al cristianismo. Ahora bien lo que emociona a Pablo no son los esfuerzos que pudo haber hecho para cambiar de rumbo, sino la «confianza que Dios le ha manifestado».

Cristo me perdonó, porque obré por ignorancia, porque no tenía fe. Pablo propone como «buena nueva» su propia experien­cia: ¡soy un pecador perdonado! ¡He experimentado la misericordia de Dios! Sé lo que el Amor de Dios es. Tratad de saberlo también vosotros. Y Pablo llegará a decir: soy un incrédulo que ha pasado a ser creyente. No tenía fe, estaba en la ignorancia. De ese modo, para nosotros también nuestras preguntas y nues­tras dudas sobre la fe pueden llegar a ser una misteriosa comunión con los no-creyentes que nos ayude a encontrar las palabras oportunas para una verdadera comunicación.

Pero la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, junta­mente con la fe y el amor en Cristo Jesús. Es una de las grandes y constantes afirmaciones de san Pablo: la primacía de la gracia, la gratuidad del don de Dios... la justificación por la fe y no por las obras... la salvación considerada como una obra de amor divino. Señor Jesús, ¡sé de veras el más fuerte! en mi vida de cada día, en mis combates cotidianos.

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SÁBADO

/ Timoteo 1, 15-17

Esta es una palabra cierta y digna de ser aceptada sin re­serva. En medio de las desviaciones de todas clases, en medio de las múltiples semi-verdades que corren por el mundo en tiempo de san Pablo y en el nuestro, Pablo es consciente de que dirá una verdad «cierta y segura» que hay que recibir sin reticencia y sin reserva. ¿Cuál es pues esta noticia anunciada con tanta seguridad?

Cristo Jesús ha venido al mundo para salvar a los pecado­res. Hubiera podido esperarse una fórmula sobre la existencia y la grandeza de Dios. Ahora bien, para Pablo, lo más importante que pueda de­cirse es la bondad de Dios que «salva» a los pecadores. ¡Dios ama a los pecadores! ¡Jesús vino para ellos! Todo el evangelio, especialmente el de Lucas, no deja de repetir­nos esta verdad, como si en ella hubiera algo un poco escandaloso, difícil de admitir. Es verdad que las filosofías y las religiones naturales no se forjaron nunca esa imagen de Dios. «En efecto, dice Jesús, no he venido para los sanos, sino para los enfermos.» (Lucas, 5-31.) Contestaba así a la murmuración de los fariseos que se escandalizaban de verle aceptar la invitación de comer «con los pecadores.» (Lucas, 15-1.)

Y el primero, de los pecadores, soy yo. Admirable humildad de ese « santo», de ese gran san Pablo.

Pero si Cristo Jesús me perdonó, fue para que en mí se manifestase primeramente toda su generosidad. Debía ser yo el primer ejemplo de todos los que habían de creer en El para obtener vida eterna.

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No es para estar en primera fila que san Pablo habla tan a menudo de sí mismo. Es porque ha comprendido profun­damente que ¡la transmisión de la fe no se halla en la línea del «profesor que sabe y que enseña a los demás»! El ministro del evangelio es un testigo que tiene que haber hecho personalmente la experiencia de la gracia de Dios y que la proclama como un mensaje de lo que antes ha sido vivido por él. ¡Toda la diferencia entre el predicador ver­dadero, que se compromete con sus palabras... y el char­latán que va barajando ideas aunque sean exactas! ¡Soy el mayor pecador! decía san Pablo; para poder decir: ¡Soy el primero en saber qué es ser perdonado! ¿Por qué se extrañan algunos cristianos cuando un sacer­dote les dice que él también es pecador y que también se confiesa? ¿No sería quizá, porque, a pesar de todo, se tiene una falsa idea de Dios? Una idea racional y pagana. En lugar de la que se reveló en Jesucristo: ¡un Dios que ama y salva a los pecadores!

Al rey de los siglos, honor y gloria... Esta fórmula, como las líneas siguientes es sin duda un himno litúrgico que las comunidades cristianas cantaban. Muchos de ellos han sido músicados recientemente. (I Ti­moteo 2, 5; 6, 15-16; II Timoteo 1, 9-10; 2, 8.)

Al Dios único, invisible e inmortal, por los siglos de los siglos. Amén. Esos títulos de Dios son poco habituales en el Nuevo Testamento. Quizá han sido sacados de fórmulas judías o griegas. Se ve que san Pablo, si bien cuidadoso de pre­sentar el verdadero rostro de Dios, el que Jesús nos ha revelado, no duda en servirse de la cultura de su tiempo para proclamar y cantar su fe.

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24.a semana ordinaria LUNES

/ Timoteo 2, 1-8

Ante todo recomiendo que se hagan plegarias... por todos los hombres. Las epístolas pastorales insisten sobre la organización de las comunidades. La consigna esencial, dice san Pablo, es una «plegaria universal»: ¡rogar por todos los hombres! El concilio Vaticano II restableció esa antigua tradición. Las asambleas de los primeros cristianos debían de ser poco numerosas, pues no habiendo todavía iglesias ni ca­pillas, se reunían sólo en casas particulares. Ahora bien, san Pablo les pide que amplíen su plegaria a las dimensio­nes del mundo entero. Aunque poco numerosos, toda­vía hoy, los cristianos reunidos representan la humanidad ante Dios y son solidarios de «todos». No se va a misa con el fin de rogar primero por sí mismo o por el círculo res­tringido de los suyos... se va por la «multitud» a la cual Jesús ha dado su vida. Esta invitación de Pablo podría ser para mí una incitación a reservar un rato a esa misma «oración universal».

Sobre las plegarias de petición, de intercesión de acción de gracias... Este es el contenido ordinario de toda plegaria verdadera. Tres grandes orientaciones: 1. La petición: «Señor, ayuda a los hombres a que hagan esto... 2. La intercesión: «Señor, perdón para los hombres que hacen esto... 3. La acción de gracias: «Señor, gracias por lo que ha alcanzado la humanidad... Muy particularmente el mundo de HOY está atravesado por grandes corrientes colectivas que afectan a categorías enteras de personas, todo un grupo, toda una nación, toda una zona. ¿Por qué no adoptar de nuevo esas grandes

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intenciones colectivas para «pedir», «interceder», «dar gracias»?

Por los jefes de Estado y todos los constituidos en autoridad, para que podamos vivir con tranquilidad y seguridad, como hombres religiosos y cabales. Ya entonces sentía san Pablo la importancia de esas arti­culaciones colectivas y en particular de «aquellos que tie­nen responsabilidades» sobre todo un conjunto de hom­bres. Nuestras preces universales actuales han reempren­dido esa intención. No olvidemos que los jefes de Estado por los que Pablo pedía oraciones eran en aquella época todos paganos. Esta nota nos permite subrayar el papel de la política, de los gobiernos, según san Pablo: en su te­rreno profano deben permitir y facilitar la paz civil, en la tranquilidad y seguridad... para que sea posible una vida humana religiosa y seria.

Porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lle­guen al pleno conocimiento de la verdad. Frase célebre que hay que dejar que resuene en nuestro interior. Nuestra oración tiene que ser universal porque la voluntad de salvación es universal: ¡qué «todos» los hom­bres se salven!

No hay más que un solo Dios, un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos los hombres. Dos razones profundas motivan que nuestra oración sea universal. —Dios es el único Dios, el de todos... —Jesús es el único camino para ir a Dios... Si nuestro corazón ha de estar ampliamente abierto al mundo entero, es porque el corazón de Dios ama y quiere salvar a todos los hombres. ¡Cada hombre, cada mujer, uno a uno, es amado de Dios!

Quisiera pues que los hombres oren en todo lugar elevando sus manos al cielo.

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MARTES

/ Timoteo 3, 1-13

Es cierta esta afirmación: si alguno aspira a ser responsable de una comunidad de Iglesia, desea una noble función. La palabra traducida aquí por «responsable de una comu­nidad de Iglesia», es el término griego «epíscope» del que deriva el de obispo. Propiamente hablando no se trata del cargo episcopal tal como existe HOY, sino, más bien, de las funciones de presidencia de una comunidad local. En todo caso está claro que las comunidades están organi­zadas según una cierta jerarquía: ningún grupo humano es estable sin un mínimo de estructuras. Y san Pablo dice que es una noble función animar a una comunidad cristiana. Ocasión ésta para rogar por las vo­caciones para que sean muchos los hombres que acepten y «deseen» esa función.

Un responsable de una comunidad ha de ser irreprochable, casado una sola vez, hombre comedido, sensato, reflexivo, hospitalario... Son cualidades simplemente humanas, bastante comunes. No es necesario estar extraordinariamente dotado. Lo que cuenta, ante todo, es ser equilibrado, ponderado, hombre de buen sentido y capaz de relacionarse. Puedo orar por los responsables de las comunidades que conozco.

Capaz de enseñar... Además de ser animador de la liturgia —pasaje que sigue inmediatamente después de las prescripciones sobre la oración—, la función esencial parece ser, en efecto, la enseñanza de la doctrina.

Ni bebedor, ni violento, sino sereno, pacífico, desinteresado. Otra vez esas virtudes sencillas que hacen agradables las relaciones. De ningún modo se pone el acento sobre la

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autoridad, el poder... sino sobre la bondad y la paciencia. Todo un ideal humano, valedero para todos los que tienen responsabilidades familiares, profesionales, cívicas.

Un hombre que gobierne bien su propia casa, que sepa mantener a sus hijos obedientes y respetuosos. Porque un hombre que no sabe gobernar a los suyos, ¿cómo podría encargarse de una Iglesia de Dios? Se pone de manifiesto que la controversia actual sobre la cuestión de ordenar sacerdotes a hombres casados, no existía entonces. Y aún san Pablo desea que un «respon­sable de comunidad de Iglesia» tenga experiencia probada de saber animar y conducir a su propia familia.

No debe ser un neo-converso... no fuera a hincharse de orgullo... En efecto, unas ciertas garantías de estabilidad son nece­sarias... Y además no hay que perder la cabeza creyendo que «se ha llegado»: nada de considerarse entre los nota­bles.

Es necesario también que tenga buena fama entre los de fuera para que no caiga en descrédito y en las trampas del diablo. La comunidad cristiana no es un club cerrado ni un ghetto. Vive a la luz del día. Se la juzga desde el exterior. Son ya numerosos los fenómenos de opinión pública. ¿Qué as­pecto presentamos?

También los diáconos deben ser dignos de respeto. Para esta otra responsabilidad las mismas cualidades son, más o menos, necesarias.

Lo mismo decimos respecto a las mujeres... Parece también que algunas mujeres se ocupaban de cier­tos ministerios. Toda una reflexión y búsqueda se está haciendo en la Iglesia de HOY sobre ese tema.

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MIÉRCOLES

/ Timoteo 3, 14-16

Quiero que sepas como hay que portarse en la casa de Dios que es la Iglesia de Dios vivo. San Pablo establece una equivalencia entre «la comunidad cristiana», «la Iglesia de Dios» y «la casa de Dios». ¿Es­tamos convencidos de que somos la «familia de Dios»? Sin orgullo alguno, pero con un sentido profundo de nuestra dignidad y de nuestra responsabilidad. No olvidemos nunca que los primeros cristianos eran ab­solutamente minoritarios... perdidos en el inmenso impe­rio romano pagano, creyeron en su función irremplazable como fermento divino. ¿Lo creemos así nosotros?

La comunidad, la Iglesia de Dios vivo, que es columna y sostén de la verdad. Verdad es que el evangelio sólo puede vivirse conjunta­mente, en comunidad. Sin «asambleade Iglesia», la Fe se debilita muy pronto, reduciéndose a una vaga religiosidad ocasional. Quizá hoy se tiende a disminuir la importancia de la prác­tica dominical regular: sin embargo, de hecho, es la única «columna» de una fe sólida. Quien no se nutre a menudo de la Palabra de Dios y del Pan de Dios... acaba por vivir sin Dios.

Sin duda alguna, grande es el Misterio de nuestra religión. Pablo gusta de la palabra «misterio» para resumir el «de­signio de Dios». Misterio escondido antaño y ahora des­velado. (I Corintios 2, 7; Efesios 5, 32.) Después de los veinte siglos de explicitación teológica, que han desplegado y complicado la expresión de este «misterio», nos resulta conveniente verlo resumido en unas líneas.

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El misterio... es Cristo... Así el artículo principal de nuestro credo no es una afirma­ción sobre Dios, sino una afirmación sobre Jesucristo. Y para definir su función y su ser, Pablo utilizará, una vez más, un Himno litúrgico, una especie de Credo primitivo y muy sencillo.

Manifestado en la carne, justificado en el Espíritu. Verdadero hombre y verdadero Dios. En la carne y en el Espíritu. Esta es la originalidad de Jesús.

Acogido en el mundo, por la Fe, elevado al cielo en la glo­ria... A la vez en el mundo y en el cielo. Como en las otras epístolas de san Pablo, encontramos aquí esa función central de Cristo que lo llena todo.

Visto de los ángeles, proclamado a los gentiles o paganos... Presente tanto a los seres más espirituales y más cercanos a Dios, como a ¡os seres que parecen ser los más alejados. Y la comunidad cristiana es precisamente depositaría y columna de este misterio. Ella es la encargada de transmi­tir al mundo esta verdad. Y esta Fe es la única salvación de la humanidad. Sin ella el hombre se desvanece en la insignificancia y la fragilidad de su condición mortal. En Cristo, hombre-Dios, tiene su porvenir la humanidad. Lo restante no tiene salida alguna. Se comprende que los cristianos, a pesar de ser minoritarios, hayan podido tener una tal conciencia de su función en el corazón del mundo. Sin Dios, la humanidad no es más que una pequeña y efímera pompa de jabón.

290 24.a semana ordinaria

JUEVES

/ Timoteo 4, 12-16

Las estructuras de la Iglesia pueden evolucionar. En tiempo de Timoteo, es decir, hacia el año 65 se distingue todavía poco al Epíscope —el «supervisor», u obispo— del Presbítero —«el anciano» o sacerdote—. Pero, está claro que hay unas funciones precisas en la comunidad, alguien ha sido elegido para «presidir» la oración y «ense­ñar»... y esta función le ha sido conferida mediante un rito, la imposición de manos de los otros Ancianos.

Hijo muy querido, que nadie menosprecie tu juventud. De modo que el cargo de responsable no se da automáti­camente a los «ancianos». La Iglesia no es una sociedad humana ordinaria. El término «presbítero» en griego, significa «más an­ciano». De ahí proviene el término «preste». Pero vemos que la «ancianidad» de Timoteo era fruto de la gracia reci­bida y de sus cualidades de ponderación, mucho más que de su edad. San Pablo se lo recuerda. Lo que cuenta no es la edad o la experiencia, es:

1. El estilo de vida. Procura, en cambio, ser para los creyentes un modelo por tu manera de hablar y de vivir, por tu amor y tu fe, por la pureza de tu vida. Un sacerdote evangeliza, en primer lugar, por su vida. ¡Qué exigencia! Ser un hombre de fe, un hombre de amor, un hombre de pureza. Este texto nos invita a rogar por los obispos y los sacerdotes para que así sea.

2.° La competencia de su enseñanza. Dedícate a leer la Escritura a los fieles, a animarlos y a instruirlos. HOY sobre todo que la competencia profesional tiene tanta importancia, es bueno oír esas palabras de San Pablo

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pidiendo a los sacerdotes que sean especialistas de la Bi­blia y del Evangelio. Menos que nunca se admite la super­ficialidad ni el trabajo de aficionado.

3.° La gracia otorgada por Dios. No descuides el carisma que hay en tí, ese don que se te comunicó por la intervención profética, cuando la asamblea de ancianos te impuso las manos. Eso es algo así como una Ordenación sacerdotal. El mi­nisterio no es sólo una delegación de la comunidad que propone a un responsable, es un «don que viene de lo alto», una iniciativa de Dios.

Vela por ti mismo, por tu conducta y por tu enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así, obten­drás la salvación para ti y para los que te escuchan. De nuevo encontramos los dos polos de la vida del sacer­dote: su «manera de vivir» y su «función doctrinal». La alusión a la perseverancia necesaria nos muestra que ambas cosas no se adquieren de una vez para siempre: es preciso resistir, avanzar, progresar en santidad y en el conocimiento de Dios. Será pues con el ejercicio de su ministerio que Timoteo se santificará a sí mismo y santificará a «aquellos que lo es­cuchan».

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VIERNES

I Timoteo 6, 2-12

Hijo muy querido, te he dicho lo que debes enseñar y reco­mendar. Si alguno enseña otra cosa y no se atiene a las sólidas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina verdaderamente religiosa, éste tal está cegado por el orgullo y no sabe nada. Nuestra época se caracteriza por una confusión extraordi­naria de opiniones. Se tiene la impresión de que no existe la «verdad». ¡Casi se puede afirmar una cosa y su contra­rio! Los mayores valores, los principios más sagrados, la Fe... son discutidos. Existían ya algunas desviaciones graves en tiempo de san Pablo. Este encargaba al «epíscope» —el que supervisa— que vigilase la recta expresión de la verdad: cuyo punto de referencia válido es el evangelio, las «palabras de Jesús». Vivimos en medio de intoxicaciones de todas clases, por lo tanto es preciso que los cristianos se atengan más y más a la Palabra de Dios. La peor condenación de la «desviación doctrinal», de la «contra verdad», es, según san Pablo, que el hombre que la profiere es «un orgulloso, lleno de sí mismo y que no sabe nada». En el ámbito científico esto es evidente: si afirmo, por ejemplo, que el sol es un astro frío... ello no impide que el sol siga ardiendo... soy yo simplemente el que me equivoco, me aislo y caigo en el ridículo de mi absurda suficiencia. Toda proporción guardada, lo mismo sucede en el orden moral y religioso: si afirmo, por ejem­plo, que tal conducta es buena, cuando es mala... ello no impide al mal seguir siendo destructor.

Es un hombre que padece la enfermedad de las «disputas» y «contiendas de palabras»; de donde proceden las envidias, las discordias, insultos, malentendidos, sospechas malignas, discusiones interminables propias de gente de mente co­rrompida...

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La «enfermedad» de que habla Pablo, es ciertamente, la de nuestra época y de nuestra Iglesia contemporánea: ri­validades, conflictos de grupos, sospechas. Señor, ayúdanos a ser hombres abiertos, comprensivos y no cerrados, porfiados, sectarios.

Gente de inteligencia corrompida, que están privados de la verdad y que piensan que la religión es un negocio Indirectamente, san Pablo afirma con ello un principio moral extraordinariamente lúcido: es el «interés», el «provecho» personal lo que falsea la inteligencia y hace que se tomen unas posiciones aberrantes. Efectivamente, el ansia de dinero o de placer, suele conducir a justificarlo todo. Buscad bien: detrás de la droga está el dinero... detrás de la pornografía, está el dinero... detrás de las violencias, de las opresiones sociales, del cine y de la prensa escandalosa y sensacionalista, está el dinero... Y san Pablo llega a decir que lo que distingue al verdadero sacerdote del malo es el desinterés del primero y la codicia del segundo. Partiendo de aquí, Pablo nos dará un pequeño tratado so­bre el dinero.

1.° Contentarse con lo que uno tiene... Es un principio elemental de sabiduría.

2.° No hemos traído nada al mundo y nada podemos llevar­nos de él. ¡La caja de caudales no acompaña al féretro!

3.° Si tenemos comida y vestido, nos contentamos con esto La felicidad es cosa fácil... para los que saben vivir mo­destamente.

4.° Los que quieren enriquecerse caen en el lazo de una serie de codicias y de deseos absurdos...

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SÁBADO

/ Timoteo 6, 13-16

Hijo muy querido, en presencia de Dios que da vida a todas las cosas... ¡Es un Dios vivo aquel frente al cual estoy! ¡Qué emoción, que profunda paz y alegría exultante nos embargaría y cuál sería nuestra respuesta de amor... si pensáramos que, efectivamente, vivimos en «presencia de Dios que nos da la vida»!

Y en presencia de Cristo Jesús que ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio... ¡Admirable perspectiva! Nuestra modesta profesión de fe tiene como ejemplo la que Jesús mismo profirió ante Pi­lato: Contemplo ese «hermoso testimonio» de Jesús de pie, delante de los que le juzgan: «Mi realeza no es de este mundo... Sin embargo sí soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad... Todo el que es de la verdad, escucha mi voz...» (Juan 18, 36.) Toda búsqueda de la verdad, toda recta búsqueda doctri­nal o moral, es una búsqueda de Jesús. Cada vez que cumplo mi deber con rectitud de vida, cada vez que afirmo mis convicciones, me asemejo a Jesús y estoy «ante Je­sús». El me mira y ve que soy, a mi vez, un testigo de la verdad.

Mira lo que te ordeno: conserva el mandato del Señor, per­manece irreprochable y recto hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Ya conocemos el mandato del Señor: «Amarás». Toda la vida cristiana, y podría decirse, toda la vida humana, está aquí. «Quien ama, conoce a Dios.» «Dios es amor.» Una jornada resulta llena si está llena de amor. Una jor-

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nada resulta vacía si no ha habido amor en ella. A pesar de todas las bellas palabras, una vida «sin amor» es una vida sin Dios. Amar es manifestar a Dios, porque Dios es amor. No amar es negar a Dios, incluso si la boca habla de El. San Pablo invita a Timoteo a vivir en el amor, en el «man­dato de Jesús» mientras espera la plena manifestación de Cristo, ¡cuando el amor será por fin manifiesto y perfecto!

Manifestación que, a su debido tiempo, hará ostensible el bienaventurado y único Soberano, el Rey de los reyes y el Señor de los señores... Este es otro himno litúrgico que estalla como un grito de alegría. Constantemente el alma de san Pablo exulta y arde cuando piensa en Dios, lo que se convierte en una excla­mación, un cántico, una «doxología», ¡una alabanza de gloria! En el mundo del tiempo de san Pablo, a los emperadores, a los reyes, se les divinizaba y ellos, por su parte, aceptaban esos títulos superlativos: «¡rey de reyes!» Oponiéndose valientemente a esos títulos paganos, Pablo nos enseña a poner nuestra absoluta confianza sólo en Dios: ningún po­der humano, ninguna ideología merece nuestra sumisión incondicional. Sólo Dios es Dios.

El único que posee Inmortalidad... El que habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver. A El el honor y el poder por siempre. Amén. ¡Tan evidente es que los reyes como los demás hombres son mortales! ¡Tan claro es que las civilizaciones son mortales! El único porvenir absoluto es Dios. La inmorta­lidad de Dios, la inaccesibilidad de Dios, la eternidad de Dios... ofrecidas en Cristo al hombre. ¿Nos damos per­fecta cuenta de que en esto consiste nuestra Fe? Gracias, Señor. A Ti honor y poder eternos. Amén.

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25.a semana ordinaria

LUNES

Esdras 1,1-6

Durante dos semanas leeremos unos extractos de Libros del Antiguo Testamento que se refieren al siglo siguiente al retorno del exilio en Babilonia. En 538 se derrumba el imperio babilónico, bajo la ofensiva del persa Ciro, que promulga un edicto famoso por el que permite que los deportados vuelvan a su patria. Después de un duro y largo cautiverio, de 587 a 538, los judíos retornan a su país y algunas personalidades excepcionales animan a la «res­tauración»: Nehemías, el constructor... Esdras, el sacer­dote... Ageo y Zacarías, los profetas... Se emprende la reconstrucción del Templo de Jerusalén, luego de las mu­rallas de la ciudad; y ante todo se reconstruirá el alma de la comunidad, en derredor de la Ley. Es una de las más grandes épocas del judaismo.

En el año primero de Ciro, rey de Persia, el Señor inspiró a Ciro quien mandó publicar a todo el imperio: «Quienes de entre vosotros pertenezcan a su pueblo sea su Dios con ellos, y suban a Jerusalén a edificar el templo del Señor...». Este edicto de Ciro corresponde enteramente a la política conciliadora y abierta que esta dinastía persa va a inaugu­rar. Más que imponer su yugo a las provincias conquista­das, como lo hizo el imperio babilónico, Ciro intenta una «regionalización»: cada región tendrá una cierta autono­mía, cada religión podrá ser libremente practicada. El au­tor bíblico ve en esta apertura una inspiración de Dios. Más allá del aspecto de habilidad política podemos ver, en efecto en esta decisión; un «respeto al hombre» que va por completo en el sentido del proyecto universal de Dios. HOY todavía, unas potencias, unos grupos de presión, una culturas poderosas, unas ideologías de moda querrían

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imponerse a todos y dominar. El edicto de Ciro puede ayudarnos a orar por el respeto a las minorías.

A todo el resto de Israel donde residan, que las gentes del lugar les ayuden, proporcionándoles oro, plata, hacienda y ganado, así como ofrendas voluntarias para el Templo de Dios que está en Jerusalén. Como puede verse, si se reflexiona sobre ello, esto va muy lejos. A persas y a babilonios se les pide que ayuden a los judíos a reconstruir su Templo. Ese edicto va pues mucho más allá de la yuxtaposición de culturas y de religiones que se soportan ignorándose mutuamente. Hay aquí una tentativa admirable de «diversidad» y de interés respecto a la manera de pensar de los demás. En nuestro tiempo de recrudescencia de los sectarismos, es una lección siempre actual. Si conozco a personas que practican una religión diferente de la mía, ¿cuál es mi actitud hacia ellas? ¿Y mi propia convicción personal? ¿me contento con una práctica religiosa totalmente exterior? O bien, ¿profundizo en mi propia fe para ser capaz, eventualmente, de dar cuenta de ella a los que practican otras religiones, o a los ateos?

Entonces, los cabeza de familia de Judá y Benjamín, los sacerdotes y los levitas, todos aquellos cuyo ánimo había movido Dios, se pusieron en marcha para subir a recons­truir el Templo del Señor en Jerusalén. No nos hagamos ilusiones, fue sin duda un «pequeño resto» el que se comprometió así... ¡unos pioneros! La gran masa de los deportados, después de cincuenta años de exilio, se había instalado en tierra extranjera. De este modo, comienza una especie de nuevo Éxodo. Hay que arrancarse de las seguridades adquiridas, y lan­zarse a la aventura... bajo la inspiración de Dios.

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MARTES

Esdras 6, 7-20

El rey de Persia, Darío, escribió a las autoridades de la provincia situada al oeste del Eufrates y de la que dependía Jerusalén... En efecto, Jerusalén no es más que un pequeño cantón del Imperio persa. Los judíos han perdido toda esperanza de restablecer un reino terrenal en la dinastía de David. Es muy notable que en lugar de crisparse por la pérdida de lo que fue un sueño temporal, los judíos más conscientes, llegados de nuevo a Jerusalén, acepten lealmente la auto­ridad persa y se entreguen totalmente a la edificación de una «comunidad» fervorosa y únicamente religiosa. Ha­biendo perdido toda ilusión de independencia política, se dedican a profundizar lo esencial de su razón de vivir: la fe y el culto de Yahvéh. Cuando ciertas circunstancias exteriores son desfavora­bles ¿tengo yo también el reflejo de concentrarme en lo esencial, sirviéndome de las contrariedades para lograr una purificación y un avance espiritual?

«Dejad al gobernador de Judá y a los ancianos de los judíos que reconstruyan ese Templo de Dios... los gastos de esas gentes les serán reembolsados sin demora de los fondos rea­les, es decir, de los impuestos de la provincia.» Es de admirar la amplitud de miras de ese rey pagano... cuyos proyectos humanos se inscriben con tanta exactitud en los proyectos de Dios. Esos acontecimientos antiguos no se nos relatan para que los recordemos como tales, sino para que nos ilustren so­bre el DÍA de HOY de Dios. Alguna vez, escuchando la radio o leyendo el periódico ¿trato de leer en esas noticias los movimientos de la historia que me parece que hacen avanzar el proyecto de Dios?

Los ancianos de Judá continuaron con éxito los trabajos de

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construcción, animados por la palabra de los profetas Ageo y Zacarías. Llevaron a término la construcción conforme a la orden del Dios de Israel y según los decretos de Ciro y de Darío. Deportados puestos en libertad... decretos reales... des­centralización regional... impuestos... Son todas ellas cuestiones típicamente profanas y políticas. Pero, en el interior de todo ello, unos hombres viven el dinamismo de su Fe: si el decreto proviene del Rey, ellos obedecen de hecho en profundidad a la «orden de Dios». Y los profetas, de los que leeremos algunas páginas la próxima semana, están allá para dar el sentido de la acción emprendida.

El Templo fue terminado el día veintitrés del mes de Adar, el año sexto del reinado de Darío. Los israelitas —sacerdo-dotes, levitas y el resto de los repatriados— celebraron con júbilo la dedicación del Templo. En 515, el santuario, completamente nuevo, es consa­grado. Este edificio, llamado «segundo Templo» —el pri­mero, construido por Salomón, había sido destruido por Nabucodonosor en 587— durará hasta el tiempo de Here­des que lo embellecerá unos años antes de Jesús. Es el edificio que frecuentrará Jesús. A algunos metros de distancia Jesús será crucificado y resucitará. Jerusalén permanece como uno de los altos lugares espirituales de la humanidad.

Los deportados celebraron la Pascua... Inmolaron la Pascua para todos, para sus hermanos, los sacerdotes y para sí mismos. Se trata en efecto, de una renovación religiosa. Aquel día recomienza un culto interrumpido durante se­tenta y dos años. Admirable tenacidad la de esos creyen­tes. Podría creerse que la Fe de Israel había zozobrado én la persecución y en la deportación. Pues bien, sin ninguna estructura, sin ninguna ceremonia se mantuvo y fue, in­cluso, más profunda.

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MIÉRCOLES Esdras 9, 5-9

Para poder comprender la página que leeremos, debemos situarla en su contexto. Cuando toda una corriente bíblica —libros de Rut y de Jonás— parecía favorecer los matri­monios mixtos, con miras universalistas... Esdras, en cambio, prohibió severamente a los judíos que se casasen con extranjeras. Ese nacionalismo estrecho, ese racismo, diríamos hoy nosotros, era un reflejo defensivo: la pe­queña minoridad de judíos que regresan a Palestina corría el riesto de perder su identidad, adoptando las costumbres paganas. Esdras se coloca a ese nivel religioso.

Yo, Esdras, a la hora de la oblación de la tarde, salí de mi postración y con las vestiduras y el manto rasgados, caí de rodillas, con las manos extendidas hacia el Señor, mi Dios. La causa de esa gran postración es el profundo dolor de Esdras por los abandonos de la Fe, consecutivos a los casamientos con mujeres paganas. Debemos ser respetuosos con las religiones de los demás; también resulta con frecuencia dramático ver como algu­nos creyentes abandonan su fe. Es un problema de todas las épocas. Este texto debe movernos a rogar por todas esas familias que se encuentran HOY en situaciones semejantes.

«Dios mío, siento harta vergüenza y confusión, para levan­tar mi rostro hacia Ti.» La conciencia del pecado. Esta es una gracia a pedir, sobre todo HOY en que en tantos de nuestros contemporáneos parece haberse bo­rrado, casi completamente, el sentido del «mal». La psi­cología moderna, y esto es un bien, nos ha revelado los resortes escondidos y complejos del alma humana. Es verdad que nuestras culpabilidades son a menudo atenua­das por todo un conjunto de condicionamientos que pesan sobre nosotros.

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Sin embargo, con relación a nosotros mismos, en primer lugar es indispensable que agudicemos nuestra lucidez para no deslizamos hacia la irresponsabilidad. Luego, con relación a los demás, es catastrófico dañarlos sin que nos demos cuenta de ello. En fin, con relación a Dios, es ca­pital situarse ante El con la verdad: Dios es perfectamente santo y transcendente y yo soy pobre y frágil.

Nuestras faltas se han multiplicado, nuestros pecados han crecido hasta el cielo. Esdras no se sitúa al nivel de una conciencia individual del pecado. Dice «nuestros». Se siente solidario de todo el mal que pueda haber cometido el conjunto del pueblo. HOY todavía, estamos sumergidos en un mal colectivo que gangrena nuestros ambientes, nuestra sociedad. Basta mirar a nuestro alrededor, escuchar las informacio­nes de cada día para tener conciencia de esa «marea ne­gra», de esa «polución moral» que destruye a la humani­dad. La fórmula de Esdras a ese nivel colectivo no es excesiva: ¡el mal nos «sumerge y crece»! Hasta el punto que todos nosotros corremos el riesgo de cruzarnos de brazos di­ciendo: «¿qué podemos hacer?».

A causa de nuestras faltas fuimos entregados a la espada, a la deportación, al saqueo, al oprobio. Sin llegar a establecer una relación absoluta entre la des­gracia y el mal, hay que reconocer que muchos sufri­mientos provienen del pecado de los hombres.

Mas ahora, en un instante, el Señor nuestro Dios, con su misericordia nos ha permitido escapar dándonos una libera­ción. El sentimiento de postración da lugar a la acción de gra­cias.

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JUEVES

Ageo 1, 1-8

El año segundo del reinado de Darío, el primer día del sexto mes fue dirigida la palabra del Señor por medio del profeta Ageo... La Palabra del Señor no es intemporal. Se inscribe, se encarna en fecha determinada, en una realidad concreta. Ageo comienza su ministerio el 1.° de agosto del año 520. Durante cinco meses, hasta el fin de diciembre, hablará en una plaza de Jerusalén. HOY... (precisar el día de la fecha) Dios tiene algo que decirme.

La palabra de Dios fue dirigida a Zorababel, gobernador de Judá y a Josué, sumo sacerdote. Zorobabel no es más que un sencillo funcionario, uno so­bre doscientos cincuenta en el conjunto de la inmensa ad­ministración persa. Josué es un humilde servidor de un Templo ruinoso. Desde el retorno del cautiverio han pa­sado dieciocho años que se han empleado en instalarse materialmente: Dios es el gran olvidado... Si Dios toma la palabra, lo hace en primer lugar a través de las situacio­nes, de los acontecimientos.

Así habla el Señor del universo: este pueblo dice: «Todavía no ha llegado el momento de reedificar la Casa del Señor...» ¿No es esta también la actitud del mundo moderno y la mía? ¡Vivir primero, trabajar primero, ganar dinero pri­mero... orar después! No se tiene tiempo de ir a misa, usted lo comprende. ¡Hay tantas cosas que preparar los fines de semana!... ¿Cómo puedo rezar todos los días si no tengo un minuto?

Mirad lo que contestó el Señor: «¿Es acaso para vosotros el momento de instalaros en vuestras casas lujosas, mientras mi Casa está en ruinas?» ¡Pues, sí! los judíos que regresaron del exilio comenzaron

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por construirse hermosas casas confortables. Y durante esos años el Templo es un montón de piedras calcinadas. ¡Dios es el último en ser servido!

Reflexionad sobre vuestra situación: Habéis sembrado mu­cho, pero la cosecha es poca. Habéis comido, pero sin quita­ros el hambre. Habéis bebido, pero sin quitaros la sed. Os habéis vestido, mas sin calentaros. Y el obrero que ha ga­nado su salario, lo mete en bolsa rota... Son imágenes que interrogan. ¡Trabajáis! ¡os matáis trabajando! Pero ¿para qué, en el fondo? En el fondo vuestra vida no tiene sentido. Traba­jar, consumir, ¿para qué? ¡si no hay una finalidad más esencial en todo ello! Comer, beber, ganar dinero. Esto no basta al hombre. Le deja con su hambre y su sed.

Reflexionad sobre lo que debéis hacer. Dos veces se ha pronunciado esa palabra: «¡reflexionad!» Sí, se trata de superar lo inmediato, hay que ir más lejos. Hay que pensar, reflexionar.

Subid a la montaña, traed madera para reedificar la Casa de Dios; y Yo la aceptaré gustoso y me sentiré honrado. Palabra del Señor. ¡Despertaos! Manos a la obra. Disponed un lugar para Dios en vuestra vida. Que sea el centro. Reconstruid una «Presencia» de Dios en el corazón de vuestra ciudad, en el corazón de vuestra vida. Se trata, en efecto, de rehacer, sin cesar, la unidad entre «vida» y «rito».

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VIERNES

Ageo 1,15 a 2, 9

El día veintiuno del séptimo mes, la palabra del Señor se dejó oír por medio del profeta Ageo. Estamos en octubre del 520. Después de un largo período de desaliento los repatriados emprendieron la reconstruc­ción del Templo. Pero muchos permanecen pesimistas. ¡Apenas han pasado dos meses desde que se empezó la obra! Queda tanto trabajo por hacer que entran ganas de cruzarse de brazos. ¡Esta es, a menudo, nuestra situación, Señor! Por lo tanto, toma la palabra, Señor. ¡Haznos de nuevo valientes!

Les dirás: ¿queda alguno entre vosotros que haya visto este templo en su primitivo esplendor? Y ¿qué es lo que veis ahora? ¿No es como nada, a vuestros ojos? Dios es realista; no nos pide nunca que cerremos los ojos ante las dificultades. Hay que mirar de frente. «¿Quién se acuerda del pasado?» Está ya tan lejos, tan acabado... que costaría encontrar siquiera a un anciano de noventa años que se acordase de haber visto como era el Templo de Salomón, el de su infancia. Siendo así las cosas, lo impor­tante es mirar hacia el futuro. Y el profeta se atreve a decir que el nuevo Templo, ahora en sus penosos fundamentos, superará al viejo Templo. Ageo no imaginaba ser tan cer­tero cuando se decía: ese nuevo Templo durará cerca de quinientos años y presidirá uno de los más puros períodos del judaismo. Es como si HOY Dios nos dijera: «Dejad de mirar a la Iglesia de ayer... ¡Vamos, ánimo! Construid la Iglesia de los siglos futuros.»

Mas ahora, ¡ten ánimo, Zorobabel! ¡Animo, Josué, sumo sacerdote! ¡Animo, pueblo todo de la tierra! ¡A trabajar! Cuan saludable es para nosotros, Señor, oír estas palabras

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tuyas que resuenan continuamente en nuestra época. Se reconstruye siempre sobre ruinas. En mi oración, evoco mis proyectos, las tareas que espe­ran al mundo del mañana, la renovación de la Iglesia con­temporánea. Pero repítenos, Señor, las razones sólidas que Tú propones a nuestro desánimo.

Estoy con vosotros, declara el Señor del universo, según la palabra que pacté con vosotros. Primer motivo de aliento. La presencia de Dios, su proxi­midad. «Dios con nosotros». Si realmente lo creyéramos así, ¿no es verdad que desaparecería toda desesperanza? ¿Podría Dios fracasar? Nada es imposible a Dios. Y ¡Dios se muestra en las situaciones más desesperadas! La resu­rrección de Jesucristo, surgiendo vivo de la muerte, es la realización más radical de ello. Oro a partir de las situaciones que estimo por el momento «sin salida». Y creo también, Señor, que Tú estás con­migo... con tu Iglesia... con los oprimidos de cualquier clase.

Mi espíritu se mantiene en medio de vosotros: no temáis. Dentro de muy poco sacudiré el cielo y la tierra, el mar y los continentes. Segundo motivo de aliento: La intervención escatológica de Dios. Encontramos aquí el lenguaje clásico de los apo­calipsis, para significar los grandes actos de Dios prepa­rando el «fin de los tiempos». La historia va hacia su fin: todo crece y converge; hasta que «Dios sea todo en to­dos». El cosmos entero, cielo, tierra, mar, es remodelado para llegar a ser una nueva creación.

Sacudiré todas las naciones paganas y llenaré el Templo de esplendor. El esplendor futuro de este Templo superará el primero, y en este lugar os haré don de mi paz. Tercer motivo de aliento: La elevación de los pueblos ha­cia la unidad en Dios.

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SÁBADO

Zacarías 2, 5-9; 14-15

Yo, Zacarías, alcé los ojos y tuve una visión: Era un hombre con una cuerda de medir en la mano. Le pregunté: «¿Dónde vas?» Me respondió: «Voy a medir Jerusalén, a ver cuánta es su anchura y cuánta su longitud.» ¡Admirable imagen! En una época en que los judíos desanimados sentían la tentación de encerrarse en sí mismos, el profeta, en nom­bre de Dios, invita a los arquitectos de Jerusalén a «am­pliar su mirada». Se precisa que los agrimensores midan sobradamente el trazado de la ciudad santa. A una Iglesia siempre tentada de encerrarse en sus problemas internos, Dios le repite: «mirad más allá, preveed holgadamente». A mí, siempre tentado de concentrarme en mis preocupacio­nes personales Dios me repite: «sal de ti mismo, ensancha tu corazón, adopta las preocupaciones de los demás.»

Un ángel le dijo: «Corre, habla a ese joven y dile: Jerusalén tiene que ser una ciudad abierta, debido a la cantidad de hombres y ganados que la poblarán.» La ciudad futura. Una ciudad abierta a todos los caminos, en la que todos puedan entrar. ¿Imagen de la humanidad de mañana? ¿Imagen ya de la Iglesia de hoy? Es un interrogante. ¡Señor, cuan lejos estamos de esta apertura universal! Hay mucho trabajo por delante para que la humanidad sea uná­nime, para que la Iglesia sea, de hecho, realmente cató­lica. Allá donde me encuentre, en los grupos de los que formo parte, trabajaré para que progresen las «aperturas», la «amplitud de miras». Fuera las pusilaminidades, los secta­rismos, los proyectos raquíticos, los sistemas cerrados y estrechos.

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En cuanto a mí, Yo seré para ella muralla de fuego al derre­dor y dentro de ella seré gloria. Más que todas las más sólidas murallas, la verdadera pro­tección, la única seguridad definitiva, es el Señor mismo. Aplico esta profecía a mi vida actual, a la vida de la Igle­sia. A pesar de todas las apariencias contrarias, Dios es la única muralla.

Canta y regocíjate, hija de Sión. He aquí que yo vengo a morar dentro de ti, declara el Señor. Dios da este consejo a los desanimados, les dice: «¡can­tad !» No hay que dejarse llevar por el pesimismo, sino por la alegría. Cuando nuestros labios cantan, el corazón tam­bién canta progresivamente. Y este optimismo no es un optimismo artificial, una felici­dad fingida, sino una esperanza apoyada sobre un dato objetivo: ¡Dios viene! Y se espera su llegada.

En aquel día, muchas naciones se unirán al Señor, serán para Mí un pueblo y yo habitaré en medio de ti. No hay que cansarse de esas repeticiones. Es preciso ante todo y contra todo dejarse sacudir por ese gran soplo uni­versal. ¡El único futuro de la humanidad va por aquí! A través de los crujidos de hoy, en medio de las fisuras y de los conflictos, la aspiración a lo universal sigue abriéndose camino. Llegará un día en que los hombres, tan diversos, se reconocerán, en el fondo, hermanos. Las xenofobias, los racismos, los ghettos y los clubs cerrados... van siendo cada vez más, unos testigos de antaño. Es evidente que un Dios único nos ha creado a todos y que nuestro destino es también «uno». ¿Extiendo mi oración a la humanidad en­tera?

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26.a semana ordinaria

LUNES

Zacarías 8, 1-8

Me fue dirigida la Palabra del Señor del universo en estos términos: «Siento por Sión un amor celoso y un ardor apa­sionado.» Hay que aceptar la sorprendente revelación contenida en esta frase y aplicarla a nuestra vida: el gran Dios del uni­verso, el «Señor Sabaot», el jefe de los ejércitos celestia­les... es también el Dios que se interesa concretamente por un pueblo pequeño. Cuando me pongo ante Ti, Señor, me pierdo en el océano sin límite de tu poder. Tu transcen­dencia me aventaja infinitamente y tu luz me deslumhra. Sin embargo, al mismo tiempo, me siento amado perso­nalmente, como si estuviese yo solo en el mundo contigo. Hay aquí un lenguaje de enamorados. «Siento por ti un amor celoso y un ardor apasionado.» Cuando la filosofía razonando se acerca a Dios, llega, a menudo, a unas nociones frías y abstractas. Cuando Dios se revela, se atreve a mostrarse apasionado y entusiasta: es un Dios tierno y ardiente; diríamos que es un Dios lleno ya de humanidad, ¡Todo ello anuncia la encarnación de Dios!

He vuelto a Sión y en medio de Jerusalén estableceré mi morada. ¿Estoy realmente convencido de que Dios habita también en mi ciudad, en mi pueblo, en mi casa?

Jerusalén se llamará: «Ciudad-fiel» y la montaña del Señor del universo: «Monte-Santo». La presencia de Dios es fuente de responsabilidad. Dios transforma la ciudad donde mora. Su fidelidad y su santi­dad se transfunden en ella.

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¿Contribuyo yo a transformar las relaciones humanas de mi ciudad, de mi barrio, de mi empresa, de mi familia en el sentido y dirección de Dios? Siempre con la convicción de que Dios está obrando en ellas.

Se sentarán viejos y viejas en las plazas de Jerusalén, cada cual con su bastón en la mano, por ser muchos sus días. Las plazas de la ciudad se llenarán de muchachos y muchachas que irán allá a jugar. Es una imagen muy hermosa, un cuadro idílico, símbolo de una vida feliz: los ancianos viven muchos años y las nuevas generaciones son muy numerosas. No olvidemos que, según el profeta, es Dios quien habla así. ¡La alegría de Dios es contemplar una humanidad ale­gre y feliz, niños y muchachos que se divierten! La presencia de Dios, en una ciudad o en una familia logra esas relaciones humanamente armoniosas: Dios es amor.

Si todo esto parece maravilloso para los supervivientes de aquel tiempo, ¿será también una maravilla imposible para mí? declara el Señor del universo. Dios es perfectamente consciente de que hay un aspecto utópico en ese sueño de felicidad. Y sin embargo no re­nuncia a él. Nada es imposible.

He aquí que yo salvo a mi pueblo, trayéndolo de nuevo del país de Oriente y de Occidente. En efecto, en aquel tiemp* todas las apariencias eran contrarias. Y precisamente, entonces Dios anuncia que hará regresar a los exiliados. En el mismo seno de la desgracia y de la prueba hay que oír la promesa divina de felicidad.

Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, fiel y justo. Fórmula de alianza. ¿Estoy de veras convencido de que Dios me ama y se ha unido a mí?

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MARTES

Zacarías 8, 20-23

El universalismo forma parte, HOY, de las aspiraciones de muchos hombres. Toda visión demasiado estrecha de la humanidad, está destinada al fracaso. Hay que tener am­plitud de miras.

Así habla el Señor del universo: «He aquí que afluirán los pueblos y habitantes de muchas ciudades. El universalismo forma parte del alma de Israel. Inmersos entre paganos, durante su largo destierro, los judíos más fervorosos adquirieron conciencia de que su Fe iba destinada a todos los hombres. Y expresaban esta convicción anunciando que todos los pueblos irían un día, en peregrinación, a Jerusalén.

Y los de una ciudad irán a otra diciendo: «Ea, vamos a implorar al Señor; vamos a buscar el rostro del Señor del universo. En cualquier caso, yo voy. Al límite, el proselitismo no es ni siquiera necesario. Entre los paganos hay una especie de emulación mutua. El ver­dadero Dios es atrayente. Entran ganas de visitar esa ciu­dad, Jerusalén, donde se le adora. Nuestra vida cristiana, ¿hace también reflexionar a nues­tros contemporáneos ? ¿Manifiestan éstos deseos de saber el secreto que nos anima? En lo más profundo de nuestras vidas, ¿hay una alegría que les intriga? Y en nuestros co­razones ¿hay un amor universal, humanamente inexplica­ble?

Pueblos numerosos y naciones poderosas vendrán a Jerusa­lén a implorar al Señor del universo y a buscar su rostro. No se trata pues de una unidad política. No de la capital de un imperio terrestre: al contrario, ¡unos poderosos van hacia lo pequeño! Esa reunión de la humanidad es única­mente religiosa, está suscitada por la fe.

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Si pensamos en ello, ¿no es verdad que, a pesar de las apariencias, hay millones de hombres muy diversos, ínti­mamente unidos en la misma búsqueda del rostro de Dios? Siendo fiel a la oración, cada día, me uno a esa multitud de hombres y mujeres que contemplan el rostro de Dios y comulgan con el mismo soplo.

En aquellos días, diez hombres de todas las lenguas de las naciones asirán por la orla del manto a un judío diciendo: «Vamos con vosotros porque hemos sabido que Dios está con vosotros». Jesús también repetirá que «la salvación viene de los ju­díos». (Juan, 4, 22). Pero, al mismo tiempo, hará que esta­lle todo particularismo y proclamará un amor universal sin fronteras. La verdadera entrada de los paganos en el pue­blo de Dios, será la Iglesia de Pentecostés. Históricamente es un hecho innegable. Y un judío contemporáneo. A. Chouraqui, antiguo alcalde de Jerusalén, sabe reconocer esa función única de Jesús: «Más que por la substancia de su enseñanza, la singulari­dad de Jesús se sitúa en el extraordinario poder de su personalidad natural y sobrenatural: ésta proporciona un fundamento suficiente a la edificación de un universalismo que no era extraño al genio de Israel, ciertamente, pero que Israel no tuvo nunca la fuerza o la audacia de afirmar así. Jesús prevé que la era de las naciones ha pasado y que la gran obra de Israel deberá ser en adelante la de realizar la unidad universal del género humano.» En cuanto a mí ¿cuál es mi concepción? ¿Vivo encerrado en pequeños clanes, en capillitas o ghettos? ¿Respiro ampliamente el aire del mundo entero? ¿Cuál es mi dinamismo misionero? ¿Soy un cristiano para mí mismo? ¿Presento un rostro atrayente de mi fe?

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MIÉRCOLES

Nehemías 2, 1-8

Continuamos en ese período que sigue al exilio. Hemos visto el retorno a Palestina de las primeras caravanas con Esdras. Hemos escuchado a los profetas Ageo'y Zacarías que trataban de animar a los judíos expuestos a la difícil tarea de la reconstrucción de su templo y de su ciudad. He aquí un nuevo episodio.

Yo, Nehemías, era entonces encargado real del vino. El año veinte del reinado de Artajerjes, en el mes de Nisán, tomé vino y se lo ofrecí al rey. La corte del poderoso rey de Persia tiene todavía esclavos extranjeros. Nehemías es uno de ellos, encargado de la bodega real. No tiene derecho a la palabra, sólo tiene que asegurar el servicio. Pero es judío. Han llegado a sus oídos noticias de Jerusalén: allá las cosas van mal.

Anteriormente nunca había mostrado tristeza ante él, pero aquel día el rey me dijo: «¿Por qué ese semblante tan triste? ¡Tú, no estás enfermo! ¿Acaso tienes alguna preocupación?» Es así como se revelará una «vocación». Nehemías será el gran animador de la reconstrucción de Jerusalén, siendo tan sólo un esclavo desgraciado a quien Dios viene a buscar en su trabajo habitual.

Muy turbado dije: «¡Viva por siempre el rey! ¿Cómo no ha de estar triste mi semblante cuando la ciudad donde están las tumbas de mis padre está en ruinas y sus puertas devo­radas por el fuego?» Ese pobre servidor tiene un gran corazón. No sufre por preocupaciones personales. Sufre del sufrimiento de su pueblo. Como Moisés, educado en la corte del Faraón, Nehemías se ha formado según los usos de la corte de Persia. Ha tenido que adquirir una cierta competencia en la organización de una gran casa, una casa real. Se siente

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llamado a poner esta competencia al servicio de sus com­patriotas. Ayúdanos, Señor, a servir a nuestros hermanos con lo mejor de nosotros. Apártanos de nuestras situaciones confortables para saber mirar y adoptar las preocupaciones de nuestros hermanos. Después de todo, Nehemías, no tenía porqué sentirse des­graciado. ¡En palacio, estaba bien tratado! Quita de mi corazón, Señor, el gusto de ser feliz ¡yo solo! Que oiga, Señor, las llamadas que vienen del mundo. Progresivamente llegan hasta mí los sufrimientos de mi familia, de mi ámbito de trabajo, de mi país, del universo lejano. Y oro. Me dejo interrogar por los acontecimientos.

Invoqué al Dios del cielo y respondí al rey: «Si le place al rey, y si estás satisfecho de tu servidor, envíame a Judá, a la ciudad de las tumbas de mis padres... Y yo la reconstruiré.» Con frecuencia, ante los sufrimientos del mundo, nos que­damos a nivel de la emoción. Nehemías va hasta la deci­sión. Es un inmenso viaje el suyo. Y el compromiso su­pondrá un grande y largo esfuerzo: no se reconstruye una ciudad con un golpe de varita mágica.

Añadí aún: «Si le place al rey que se me den cartas para los gobernadores de la provincia que está al oeste del Eufra­tes... Asimismo una carta para el inspector de los parques reales para que me proporcione madera de construcción para las puertas de la ciudadela del Templo, las puertas de la ciudad y la casa en que yo me instalaré.» La caridad se inscribe en un programa concreto a largo término.

El rey me lo otorgó porque la protección de mi Dios estaba conmigo. En los proyectos, aun los aparentemente más temporales, nunca falta, en la Biblia, esta referencia explícita a Dios, en la oración.

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JUEVES

Nehernias 8, 1-12 Leeremos una página capital para entender lo que es una «liturgia de la Palabra». En esta época, la ley de Moisés acaba de ponerse por escrito, gracias al intenso trabajo de los escribas. Se inaugurará una ceremonia que pasará a ser tradicional en las sinagogas y las comunidades cristianas.

Llegada la fiesta del séptimo mes, todo el pueblo se congregó como un solo hombre en la plaza situada frente a la puerta de las aguas. El primer elemento de la liturgia es la asamblea. El culto verdadero, no es, en primer lugar el cumplimiento formal de unos ritos, es, ante todo, una comunidad reunida. La primera exigencia de una liturgia es estar juntos, codo a codo delante de Dios.

Se pidió al escriba Esdras que trajera el libro de la Ley... En presencia de la asamblea, compuesta de hombres, de muje­res y de todos los niños con uso de razón. Esdrás, vuelto hacia la plaza, hizo la lectura... Estaba de pie sobre un estrado de madera. Todo el pueblo le veía porque dominaba la asamblea. Se realza pues la importancia del Libro, así como la del lector. No se trata de un libro ordinario, ni de una lectura banal: se trata de una Palabra de Dios que se va a proclamar, con solemnidad. Danos, Señor, da a todos los hombres el respeto de tu Palabra.

Y todo el pueblo, alzando las manos, respondió: «¡Amén! ¡Amén!» Luego se inclinaron y se postraron ante el Señor, rostro en tierra. Cuando Dios habla, hay que responder. Y la respuesta normal es un asentimiento, un «sí». El «Amén» que he­mos conservado del hebreo tiene ese significado.

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Amén = «es verdad»... «es seguro»... Es el resumen mismo de la Fe, que es la respuesta del hombre a la reve­lación que Dios nos propone. Notemos que la asamblea no se contenta entonces con un mero asentimiento de los labios: todo el cuerpo participa de ese «sí» que proviene del fondo del ser. Se alzan las manos, luego todos se prosternan hasta el suelo. Espectáculo que sorprende; cuyo sentido se ha perdido en nuestras iglesias occidenta­les llenas de sillas y de bancos. Los jóvenes HOY en­cuentran de nuevo esta expresión en la liturgia. Los pue­blos africanos y asiáticos pueden enseñarnos algo, res­pecto a esto. ¡La asamblea de miles de musulmanes ha­ciendo la gran postración es digna de ser contemplada!

Esdras leyó en el libro de la Ley de Dios, aclarando e inter­pretando el sentido para que los asistentes comprendieran la lectura. Es esencial que la Palabra de Dios sea proclamada en la lengua propia de aquellos a quien va dirigida. ¡Dios habla para hacerse entender! De ahí la finalidad de las múltiples traducciones en todas las lenguas del mundo... y también la finalidad de los comentarios exegéticos y de las homilías que ayudan a comprender y aplicar la Palabra de Dios. «Ese día está consagrado al Señor, vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis.»

Porque todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley. En efecto, la Palabra de Dios nos interpela. Nos revela nuestros pecados. Escuchar a Dios es oír unas exigencias infinitas que nos hacen sentir tanto más nuestras pobre­zas.

«Id y comed manjares suculentos, bebed bebidas aromati­zadas y mandad una ración a quien no tiene nada prepa­rado. Porque este día esta consagrado a nuestro Dios: ¡la alegría del Señor es vuestra muralla y fortaleza!» Domina ciertamente la alegría. ¡Una atmósfera de fiesta! La «alegría de Dios» ¿es de veras mi fortaleza?

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VIERNES

Baruc 1, 15-22

El libro de Baruc se escribió en el siglo anterior a Jesu­cristo. En este época muchos judíos se encontraban en la Diáspora —Dispersión—, reunidos en pequeñas comuni­dades en ciudades paganas. Es la experiencia apasionante de una vida religosa que se mantiene fervorosa, por la oración. En muchos ambientes los cristianos de HOY se encuentran en minoría y dispersos entre unos hombres y mujeres prácticamente extraños a su fe.

AI Señor, nuestro Dios, pertenece la justicia, a nosotros, en cambio, la confusión del rostro, como es patente en el día de hoy. La humildad no tiene HOY buena prensa. El mundo se burla de los humildes. Esta postura o estado se considera una dimisión. Y sin embargo, más allá de posibles desvia­ciones contra las que tenemos que luchar para no contri­buir a que esta virtud resulte odiosa a nuestros contempo­ráneos, la humildad es un valor esencial. Desde un simple punto de vista humano, la humildad es un valor de verdad, lo contrario de la ampulosidad y la suficiencia. Desde el punto de vista religioso, la humildad es el reconocimiento de nuestra verdadera situación delante de Dios. En el evangelio, la humildad es presentada como una vir­tud fundamental: el Reino se promete a los humildes y a los pobres. (Mateo 11, 25). La humildad debe ser muy importante puesto que la Encarnación del Hijo de Dios fue un «anonadamiento» (Filipenses 2, 5) que nos salva del orgullo demencial del primer Adán, que quería «hacerse dios».

Sí, hemos pecado contra el Señor, le hemos desobedecido. En efecto, nuestra «condición humana» no es solamente frágil, limitada, efímera... es pecadora. Es preciso, es ver­dad, cerrar los ojos para no verlo. Estamos de veras in-

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mersos en un baño de violencia, de sexo, de dinero, de opresión. Y basta mirar lúcidamente el fondo de nuestro interior para descubrir allí esas mismas tendencias. El solo hecho de «reconocer» este pecado en nosotros es ya liberador: afirmamos por ende cual es la dirección esencial de nuestra vida. Cuando reconozco que te he de­sobedecido, Señor, afirmo al mismo tiempo que eres Tú el verdadero sentido de mi vida.

En nuestra ligereza, no hemos escuchado la voz del Señor. Cada uno de nosotros, según el capricho de su perverso corazón, hemos ido a servir a dioses extraños, a hacer lo malo a los ojos del Señor, nuestro Dios. Nuestra libertad profunda no se ejerce de veras más que en los límites de nuestra conciencia real. Nuestra respon­sabilidad recae en lo que «sabemos». Y Jesús pudo decir de sus verdugos: «perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen.» Efectivamente, nuestra ligereza y nuestra inconsciencia nos inducen a satisfacer «nuestros propios caprichos» en lugar de cumplir «la Voluntad de Dios» porque Dios sólo quiere nuestro bien más profundo.

Por esto, como sucede en este día, se nos han pegado los males. El pensamiento judío, como también el pensamiento po­pular de muchos pueblos, piensa que hay una relación entre el pecado y la desgracia. Es la tesis de la «retribu­ción»; ¡cosecha lo que ha sembrado! Cristo ha superado netamente ese punto de vista demasiado estrecho, —de­fendiendo de toda acusación al ciego de nacimiento— (Juan 9, 3). Sigue siendo verdad que la felicidad consiste en seguir a Dios. Y todo aquello que nos desvía de su voluntad, nos aleja también de nuestro bien más profundo.

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SÁBADO

Baruc 4, 5-12; 27-29

¡Animo, pueblo mío!... El mismo profeta que ayer hizo que fuesen conscientes de su propia participación al pecado del mundo a las comuni­dades judías dispersas en el paganismo, les envía ahora un mensaje de esperanza.

Habéis sido vendidos a las naciones paganas, pero no para vuestra destrucción; por haber provocado la ira de Dios, habéis sido entregados a los enemigos. Pues irritasteis a vuestro Creador. Sería un error extrañarnos de esos antropomorfismos que prestan a Dios unos sentimientos humanos. Cómo hablar de Dios de otro modo que con nuestras palabras y nuestras experiencias corrientes... Aquí se presenta la experiencia de una padre, o de una madre que castiga a sus hijos porque los ama y no para «destruirlos», sino para condu­cirlos a la felicidad verdadera.

Olvidasteis al Dios eterno, el que os sustenta. Contristasteis a Jerusalén, la que os crió... En efecto, se trata de la experiencia maternal. Este lenguaje nos anuncia ya lo que el evangelio nos repe­tirá en términos inolvidables. Dios sufre más que nosotros de nuestros pecados.

Con gozo los había yo criado. Los he despedido con lágrimas y duelo. Que nadie se regocije de mi suerte, que soy viuda y abandonada de todo el mundo. Estoy sola a causa de los pecados de mis hijos, porque se apartaron de la ley de Dios. Es con «lágrimas y duelo» también que el padre del hijo pródigo verá «partir» a su hijo. Otro antropomorfismo emocionante: ¡mis pecados hacen «sufrir» a Dios! Y Jerusalén, personificada como una viuda dolorosa, es la imagen del sufrimiento de Dios.

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Esas imágenes concretas son más elocuentes que todos los tratados de teología. Conviene contemplar esas hermosas comparaciones, que nos hablan de Dios: un padre a quien los hijos hacen sufrir, una madre abandonada por sus hi­jos.. . Sí, mi pecado no es ante todo una infracción a un orden legal, ¡es una relación de amor rota, una herida hecha al corazón de alguien! ¡Piedad, Señor, porque hemos pecado!

¡Animo hijos! clamad a Dios. El que os infligió la prueba se acordará de vosotros. Una infracción a una Ley permanece ineluctablemente: ¡el mal está hecho! Cuando un vaso se rompe, queda roto para siempre. A este nivel de apreciación, el mal es dra­mático. Pero una relación de amor puede restablecerse. Y el per­dón concedido, lo mismo que la gestión de reconciliación, pueden ser el origen de un mayor amor. (Lucas 7, 36-50.)

Vuestro pensamiento os ha llevado lejos de Dios. Una vez convertidos, buscadle con ardor cada vez mayor. Esta es la gran maravilla: podemos, efectivamente apo­yarnos sobre la conciencia del pecado para amar diez ve­ces más a ese Dios que nos ha perdonado.

Pues el que trajo sobre" vosotros estas calamidades, os traerá la alegría eterna con vuestra salvación. ¡La alegría eterna! Tal es la intención de Dios. Y la desgracia que nos viene de nuestros pecados puede, de hecho, ser un trampolín que nos haga desear la felicidad que Dios quiere para no­sotros, y más aún que nosotros.

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27.a semana ordinaria

LUNES

Jonás 1, 1 a 2, 1-11

El relato de Jonás no es la biografía de un hombre real -dicho sea de una vez por todas para que no nos choquen unos detalles inverosímiles-, se trata de un «midrash», es decir, un relato imaginario con fines educativos. Es una de las más hermosas parábolas del Antiguo Testamento; nos recuerda que «todos los hombres, incluso los más feroces enemigos de Israel, son llamados a la salvación». Escrito hacia el siglo v antes de Jesucristo, en una época en que Esdras había revalorizado el particularismo de Israel para salvaguardar la fe auténtica, el libro de Jonás reafirma fuertemente la «vocación misionera» del pueblo de Dios: Dios ama a los paganos y se regocija de su conversión.

La palabra del Señor fue dirigida a Jonás: «Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad pagana y proclama que su maldad ha subido hasta mí.» Así, desde la primera línea de este apólogo, el autor nos revela la clave: Dios no es solamente el Dios de Israel, sino el de todas las naciones. El pecado cometido por un pagano ofende a Dios lo mismo que el pecado de un cristiano. Dios desea nuestra conver­sión, la de todos. El amor de Dios es universal. Sea cual sea el color de nuestra piel, cualquiera que sea nuestra religión, todos estamos invitados a la salvación.

Jonás se levantó, pero huyó a Tarsis, lejos del rostro del Señor. Jonás no tomó el camino de Nínive, al este de Palestina... sino exactamente la dirección contraria. Huye hacia el oeste, hacia un rincón del Mediterráneo. De hecho Jonás no desea en absoluto la conversión de Nínive. Para un judío, Nínive es el enemigo hereditario, el pueblo idólatra,

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la potencia cruel que recientemente deportó a toda la po­blación de Israel. Pero no juzguemos a ese profeta (!) que se hace el sordo ante Dios. No tenemos nosotros estrecheces semejantes? ¿Escu­chamos, realmente, las llamadas misioneras de Dios? ¿Amamos a nuestros enemigos ? ¿No hemos quizá creado unas fronteras que protegen nuestras seguridades pero que a la vez nos privan de los grandes soplos de largueza y magnanimidad? ¿Es nuestro corazón universal como el de Dios?

Pero el Señor desencadenó un gran viento sobre el mar. Nada puede impedir a Dios realizar su Proyecto de salva­ción universal. Lo dispondrá todo para que Jonás siga la dirección de Nínive. Incluso un gran pez se encargará de ello, humorísticamente. Repítenos, Señor, que tu voluntad misionera es tenaz y que nadie puede hacer que fracase tu Designio de amor misericordioso para todos los hombres. Los acontecimientos obligarán a Jonás a «dirigirse a los paganos». Con frecuencia, los acontecimientos, las crisis... «empu­jan» a la Iglesia a no encerrarse en sí misma. Cuando la fe está en peligro, es tentador replegarse en sí mismo. Cuando los cristianos son minoritarios en el seno de un mundo no creyente, será tranquilizador quedarse «entre cristianos». Ahora, en el momento en que la Iglesia ya no está tran­quila «en sus murallas» es cuando se halla en la tempestad del mundo, en contacto con los paganos, en situación emi­nentemente misionera en el corazón del mundo. ¿Sabre­mos ser la levadura en la masa, la sal de la tierra?

Ahora bien, Jonás había bajado al fondo del barco, se había acostado y dormía profundamente. ¡Despiértate, Jonás! Tus hermanos corren peligro de nau­fragar. ¡No durmáis, cristianos, en tanto no hayáis transmitido a todo el mundo la buena nueva!

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MARTES

Jonás 3, 1-10

La palabra del Señor fue dirigida «de nuevo» a Jonás: «Le­vántate, vete a Nínive, la gran ciudad pagana, proclama allí el mensaje que te doy para ella.» He aquí que después de muchos rodeos, Jonás se encuen­tra de nuevo ante la llamada. El Señor no le ha soltado y le renueva la orden misionera. Esta vez no podrá escaparse. ¡Señor, repíteme tu voluntad! Repíteme que no tengo de­recho a vivir mi Fe tranquilamente para mí solo. Repíteme que tengo que proclamar tu mensaje. «Desgraciado de mí, si no evangelizo» (I Corintios 9, 16). Repíteme, Señor, que soy responsable de mis hermanos. ¿Me considero como «enviado en misión»? ¿Soy el testigo de algo, de alguien? ¿Suscita mi vida un interrogante, una reconsideración de la suya, a los que me ven vivir? ¿Mis palabras y mis hechos son como una proclamación del evangelio?

Jonás se levantó y partió hacia Nínive, según la palabra del Señor. Ahora bien, Nínive era una ciudad extraordinaria­mente grande: se necesitaban tres días para atravesarla. El mundo a evangelizar nos parece HOY también, enorme. La incredulidad se yergue ante nosotros masiva y aparentemente impenetrable... El estilo de vida de la mo­derna sociedad de consumo parece segregar, con el ateísmo, la anestesia de las aspiraciones espirituales. Repítenos, Señor, que estás con nosotros, y que es «según tu palabra» y según tu voluntad que estamos inmersos en medio de los paganos, para revelarles tu mensaje.

Jonás hizo un día de camino recorriendo la ciudad procla­mando: «¡Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida!» Volvemos a encontrar las reticencias del profeta: puesto que he de hablar a estos «pérfidos paganos», que sea para condenar y para asistir a su destrucción. Jonás, en el

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fondo de sí mismo, continúa detestando a los habitantes de Nínive. No es esto lo que Dios quiere.

Enseguida los ninivitas creyeron en Dios. Anunciaron un ayuno y todos, del mayor al menor, se vistieron de sayal. ¡Qué sorpresa! Mientras que durante siglos la predicación de los profetas no logró que el pueblo de Israel se convirtiera... la predi­cación de solo un día fue suficiente para que cambiara el corazón de los menospreciados ninivitas. Jesús repetirá esta lección, dándola como ejemplo a sus contemporáneos. «Los ninivitas se levantarán en el Juicio con esta generación y la condenarán porque ellos se con­virtieron por la predicación de Jonás» (Mateo 12, 41).Es verdad, Señor. Suelo responder peor y menos presta­mente a tus llamadas, que ciertos «paganos» de mi alrede­dor. Pienso en algunas actitudes de justicia, de amor, de generosidad, ¡muy conformes a la voluntad de Dios sobre todo hombre! Te doy gracias, Señor, por esta rectitud de vida, vivida por tantos hombres que, al menos en aparien­cia, parecen ignorarte.

Viendo su reacción y como se apartaban de su mala con­ducta, Dios renunció al castigo que había determinado dar­les. La Biblia está llena de estos «cambios» de Dios. ¡Dios que cambia de parecer! En lenguaje antropomórfico, desde luego, esto quiere de­cir que ¡Dios no desea nunca la muerte del pecador, sino que se convierta y viva! (Ezequiel 33, 11). En el momento mismo en que Dios parece amenazar con un castigo, lo primero es el amor y únicamente el amor: es sólo la felici­dad, únicamente la felicidad lo que Dios, de veras, quiere. En nombre de todos los hombres gracias, Señor.

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MIÉRCOLES Jonás 4, 1-11

Cuando Jonás vio que Dios perdonaba a los habitantes de Nínive, se disgustó y se irritó mucho. Oró al Señor diciendo: «¡Oh, Señor!, ¿no es esto lo que yo decía cuando estaba todavía en mi tierra? Fue por eso por lo que me apresuré a huir a Tarsis. Jonás, que se creía solamente encargado de anunciar un castigo contra Nínive, está furioso al constatar la conver­sión de los ninivitas. Se nos presenta, por adelantado, la reacción del hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, irritado también al ver a su hermano reintegrado a la casa paterna. ¿No es también ésta nuestra reacción? Sin embargo, Jesús nos ha repetido que la «alegría de Dios» era perdonar y que nosotros tenemos que «regoci­jarnos con él» (Lucas 15, 6-7).

Bien sabía yo que Tú eres un Dios clemente y misericor­dioso, tardo a la ira y rico en amor, que renuncia al castigo. Yo también sé todo esto, lo sé de sobras. Hasta el punto de que casi no me extraña. Con todo, es preciso que me repitas, Señor, que Tú eres así... conmigo y con todos los hombres... con los más grandes pecadores. La venida de tu Hijo, que «bajó del cielo por nosotros, los hombres y por nuestra salvación» ¡es la prueba más brillante y definitiva de ello! ¿Soy yo, a tu imagen, «clemente y misericordioso, tardo en la ira y rico en amor, renunciando a dañar y disgustar a nadie»?

Jonás salió de Nínive y se sentó... El Señor dispuso una planta de ricino que creciese por encima de Jonás, para dar sombra a su cabeza y librarle así de su malestar. Jonás se puso muy contento por aquel ricino... ¡Dios demuestra a la vez su delicadeza y su humor! ¡Pobre Jonás que con su celosa hosquedad es el más digno de compasión!

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Pero al día siguiente, al rayar el alba, el Señor mandó a un gusano y el gusano picó al ricino que se secó. Y al salir el sol, mandó Dios un sofocante viento del este. Jonás sufrió insola­ción y sintiéndose desfallecer, se deseó la muerte. Después del imponente pez que había conducido Jonás al camino recto, vemos que ahora entra en escena un anima-lito, un gusano minúsculo y que ¡nos va a permitir sacar la lección final! Admiremos el arte del relato y escuchemos lo que sigue.

Dios dijo a Jonás: «¿Te parece bien irritarte por este ricino? Tú sientes lástima de un ricino, por el que nada te fatigaste, que no hiciste crecer, que en una noche creció y en una noche desapareció. Evidentemente ¡es el colmo! Jonás parecía preferir ese ricino providencial, que tan sólo le había dado sombra, a la ciudad entera de Nínive. Dios sugiere, en cambio, que la humanidad que vive en Nínive le ha costado mucha pena y trabajo. ¡Qué revelación, Señor! Pienso en la humanidad de HOY, e imagino las preocupaciones que te damos. Es muy raro para un padre o madre de familia con muchos hijos que éstos, un día u otro no le aporten serios proble­mas. ¡Y Tú, Señor, Padre de tantos hijos amados!

¿Y no voy a tener yo lástima de Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no distinguen su derecha de su izquierda, y de una gran cantidad de ani­males? ¡Dios ama! Dios quiere la vida y la felicidad de sus hijos-Tal es la admirable conclusión de esta parábola. Oro a partir de ella.

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JUEVES

Malaquías 3, 13-20

Duras me resultan vuestras palabras, dice el Señor. No es sólo de HOY que los hombres «contestan» a Dios. Al regresar a Palestina los exiliados soñaban en que todo les resultaría fácil. Mas, después de la alegría exultante del retorno, se instaura la monotonía y vienen las dificultades. Ahora el Templo está reconstruido. Pero, en medio de las pruebas cotidianas, la fidelidad a Dios resulta difícil.

He aquí lo que habéis dicho: «Servir a Dios es cosa vana. ¿Qué ganamos con guardar sus preceptos o con llevar una vida gris en la presencia del Señor del universo?» La tentación de vivir «sin Dios». ¡Servir a Dios es cosa vana! ¿Por qué privarse? ¿Por qué no vivir como los paga­nos que nos rodean y que parecen muy felices, mientras que nosotros vivimos «sin alegría»? Es una tentación permanente, también HOY para noso­tros, el dejarse influenciar por el paganismo y el materia­lismo ambiental. Danos, Señor, la alegría de servirte, incluso cuando las circunstancias exteriores tiendan a entristecernos.

Más bien declaramos felices a los arrogantes. Aun haciendo el mal prosperan. Aun tentando a Dios, salen adelante. Es la eterna cuestión de la felicidad de los malos y de la desgracia que sobreviene al justo. ¿Quién de nosotros no ha formulado a Dios esa temible cuestión? Hoy, menos que nunca, no podemos taparnos los ojos. ¿Por qué hay tanto mal, tanto pecado, tanta des­gracia? Respóndenos, Señor.

El Señor prestó atención y oyó. Se escribió ante él un memo­rial en favor de los que temen al Señor y que cuidan de su nombre. Primera respuesta: el mundo no está acabado. Dios re-

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cuerda. Hay que esperar el fin. Dios se pondrá de parte de los que le temen.

Serán ellos para mí, en el día que yo preparo. Seré indul­gente con ellos como es indulgente un padre con el hijo que le sirve fielmente. Segunda respuesta: Los justos obtendrán su recompensa. Dios los ama, como un padre ama a sus hijos fieles.

De nuevo distinguiréis la diferencia entre el justo y el impío; entre quien sirve a Dios y el que no quiere servirle. Tercera respuesta: Aun cuando, aquí abajo, ahora no pa­rece haber justicia, esta justicia vendrá. No juzguemos pues precipitadamente, ni según las apa­riencias. Dios no tiene prisa. Ve más allá. Ayúdanos, Señor, a to­mar distancias para juzgar según tu punto de vista.

Pues he aquí que viene el Día abrasador como un horno. Todos los arrogantes y los que cometen impiedad serán como paja. Los consumirá el Día que viene. Es una imagen. Pero, ¡cuan terrible!

Pero para vosotros, que teméis mi nombre, brillará el sol de justicia: aportará la salud en sus rayos. Finalmente, pues, surge la esperanza. Señor, haz que crezca en nosotros esta esperanza.

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VIERNES

Joel 1, 13-15 y 2, 1-2

¡Sacerdotes, ceñios y llorad! ¡Ministros del altar, lamentaos y gemid! ¡Ministros de mi Dios, venid y pasad la noche en sayal! Invitación a la «penitencia». Joel vivía, sin duda, en una época muy sombría: sus lla­madas son desgarradoras. Manifiestan la voluntad de re­cuperación que animaba a esos hombres. Ante las desgra­cias que se abaten sobre nosotros, sobre muchas familias o nuestro medio, podemos contentarnos con lamentaciones o, peor aún, con acusar a los demás. El profeta, en cambio, toma una actitud digna y positiva: insiste sobre la solidaridad que une a todas las categorías, sacerdotes, levitas y fíeles; e invita a todos a reaccionar. La prueba ¿es también para mí una invitación a la purifi­cación?

Tocad la trompeta en Sión, clamad en mi monte santo. En efecto, las conciencias suelen estar adormecidas. Lo malo del pecado es que produce una especie de anestesia: ya no se ve el daño que de él resulta. Nada peor que el egoísta tranquilo que ni siquiera se da cuenta de la mons­truosidad de sus actitudes para los que le rodean. Ahora bien, todos nuestros pecados embotan la sensibili­dad de nuestra conciencia. Nos habituamos. Se atenúan ciertos reflejos de reacción. Entonces nos hundimos. Despiértanos, Señor, ¡toca la trompeta! Levanta la voz para decirnos que nuestros pecados siguen dañándonos y dañando a los demás aun cuando no los volvamos a ver más.

Proclamad un ayuno sagrado, anunciad una reunión so­lemne de ancianos y de todos los habitantes del país en el Templo del Señor y clamad al Señor. Ayunar. Reunirse para orar.

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Esta reacción prueba que no nos resignamos al mal. Hay algo a hacer. Pero, al mismo tiempo, conscientes de nues­tra debilidad, hacemos una llamada. HOY, sin duda, surge la tentación de criticar esta postura. Se dirá: «Esfuérzate, comprométete contra el mal.» Y, si bien es verdad que puede existir una «oración perezosa», como dice Péguy, también lo es que el hombre no tiene totalmente por sí mismo la capacidad de cambiar de vida. Señor, danos a la vez, esfuerzo para convertirnos... y ora­ción para que tú nos conviertas...

El «Día del Señor» está cerca... Llega «el Día del Señor», está muy cerca. Los profetas han hablado, a menudo de ese «día» (Amos 5, 18-20; Isaías 13, 6; Ezequiel 30, 3). Esta expresión de­signa una intervención muy particular de Dios en la histo­ria, para suprimir el mal y para realizar su designio. Para el creyente, la historia no es un perpetuo volver a empezar. Verdaderamente suceden acontecimientos; hay una pro­gresión. Y Dios no está ausente. Dios actúa. Habrá con seguridad una «última» intervención de Dios al final de los tiempos. Pero los profetas han aplicado constantemente esta visión a unos acontecimientos concretos: una inva­sión de saltamontes motivó ese oráculo de Joel (l, 2-4). El «Día de Dios» no es principalmente un día lejano, es el día de HOY: «¡está muy cerca!». Nunca lo repetiremos bastante: cada día es el día del juicio. Seré juzgado por cada uno de mis días. ¡Es pues el día de HOY que tengo que convertirme, al fin!

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SÁBADO

Joel 4, 12-21

En la página que meditaremos HOY, el «Día de Yahvéh» es descrito con imágenes convencionales que se encuen­tran en todos los apocalipsis y que el evangelio mismo utilizará (Mateo 24). No hay que tomarlas en sentido lite­ral, lo que podría conducir o bien a un miedo facticio, o a un error de apreciación. Jesús ha insistido a menudo en que no se sea demasiado curioso sobre la «hora» del fin del mundo. Lo que cuenta es estar siempre a punto.

Despiértense la naciones... Efectivamente, a menudo, duermen inconscientes de lo que verdaderamente está enjuego, a lo largo de la historia. Jesús, hablará también de la «vigilancia» (Marcos 13, 33; Lucas 21, 36). A menudo, ¿seré yo acaso de aquellos que duermen su vida, en lugar de vivirla verdaderamente? El envite del Juicio está ya puesto. No hay tiempo que per­der.

Suban hasta el valle de Josafat... «Todas las naciones se reunirán ante el Hijo del hombre» (Mateo 25, 32). Tampoco aquí tiene sentido «imaginar» materialmente esta reunión: en una cierta época, ¡los ju­díos se hacían enterrar en el valle de Josafat para estar más cerca del lugar de la reunión! La significación profunda es que el juicio será universal: nadie escapará del juicio co­lectivo e individual... naciones y personas... grupos e in­dividuos. Seré juzgado. «Mi» vida está ya en juicio, en cuanto al tiempo vivido. ¡De ahí la importancia del tiempo que me queda de vida!

Meted la hoz: la mies está madura. Venid, pisad que el lagar está lleno y las bodegas rebosan, tan grande es su maldad. Cosecha y vendimia: dos imágenes que señalan el término

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de una maduración. La humanidad crece y madura. La obra de Dios está en crecimiento: no se la puede juzgar antes de la cosecha final. ¿Qué es lo que está madurando en mi vida?

El sol y la luna se oscurecen, las estrellas retraen su fulgor. La oscuridad: otra imagen sorprendente. El cosmos en­tero participa del gran debate en cuestión. Nada cae fuera del poder soberano de Dios. Los astros mismos, que pare­cen tan lejanos, tan estables, tan fuera del alcance del mundo, están totalmente sometidos a Dios... con más ra­zón el hombre, ese ínfimo polvillo, en el inmenso universo estelar.

De Sión el Señor hace oír un rugido y de Jerusalén, su voz: el trueno. El cielo y la tierra se estremecen. La «voz de Dios», ruidosa como un trueno. Hay que haber vivido ciertas tempestades en la montaña para compren­der este último símbolo. Ante los millones de voltios del más pequeño relámpago, el hombre no puede pasarse de listo. El rayo del Sinaí permanecía en la memoria de Israel como signo mismo de la «manifestación de Dios» -teofa-nía.

Sabréis entonces que Yo soy el Señor, vuestro Dios. Antes del último Día, se puede ignorar y aún rehusar de­pender de Dios. Aquel día, las pretensiones humanas de autonomía aparecerán como un ridículo infantilismo. Señor, que no aguarde yo ese día para someterme a Ti, libremente y en el amor.

Aquel día los montes destilarán vino y las colinas fluirán leche... Egipto será devastado y Edom, un desierto deso­lado. Continúan las imágenes. Felicidad para los fieles. Desgra­cia para los impíos. No tratemos de imaginar. Creamos, en profundidad que no puede ser de otro modo.

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28.a semana ordinaria

LUNES

Romanos l, 1-7

Durante cuatro semanas meditaremos, con toda la Iglesia una de las más importantes Cartas de san Pablo: la Epís­tola a los Romanos. Se escribió el año 57 o 58. Es un momento decisivo en la vida de Pablo. Durante quince años funda «Iglesias» en tierra pagana, lo que significa que descubrió y encaminó hacia la/i? a hombres y a mujeres. Les hizo descubrir el misterio de Cristo. Luego hizo que se reunieran para «vivir juntos» ese misterio en las «co­munidades locales» que se reuniesen alrededor de la Pala­bra de Dios y de la Eucaristía. Toda el Asia Menor y las grandes ciudades de Grecia tienen ahora su Comunidad: cada Iglesia fundada crece y se desarrolla por el mismo dinamismo de sus miembros. Pablo considera ahora que su tarea en Oriente está termi­nada. Quiere continuarla con los paganos de Occidente. Proyecta llegar a España pasando por Roma. Para prepa­rar su estancia en la capital del Imperio, escribe a la «co­munidad de Roma», fundada ya por san Pedro. Las crisis delicadas que vivió en las Iglesias de Galacia y de Corinto le permitieron reflexionar a fondo sobre el misterio de la «gracia y de la justicia de Dios». Su pensamiento está en plena madurez. Por consiguiente, esta Carta a los Roma­nos, la más serena y la mejor constituida de todas sus Epístolas, tomará el aire de una vasta síntesis doctrinal.

En primer lugar puedo orar sobre todo esto. Pienso en la Iglesia de HOY que está tratando de «fundarse» en tal o cual ambiente, en tal o cual realidad de vida, en tal o cual grupo de personas. Señor, ayúdanos a cada uno de noso­tros a participar, en su puesto, en ese dinamismo misio­nero de la Fe.

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Yo, Pablo, servidor de Jesucristo... apóstol por vocación... Escogido para anunciar la Buena Nueva... Pablo se presenta a unos cristianos que no le conocen. Pone por delante tres títulos. En su humildad, ¡cuánta dignidad en estos títulos! «Servidor»: en el texto griego hay el término «doulos = esclavo»... «Apóstol»: es el tér­mino elegido por Jesús para designar a los que ha esco­gido... «Puesto aparte=escogido» es la evocación del acontecimiento del camino de Damasco, el día que Cristo, hace veinte años, «capturó» a Pablo. Todas estas palabras indican un objetivo de Dios: Pablo tiene conciencia de haber sido llamado y consagrado a una obra que sobrepasa totalmente sus fuerzas humanas. Danos, Señor, la dignidad de nuestra vocación cristiana. Ayúdanos a creer que Tú esperas también algo de noso­tros.

Me dirijo a todos los amados de Dios... Que estáis en Roma. Me detengo a repetir esas palabras. Pablo va inmediata­mente al misterio más profundo: cuando piensa en sus hermanos cristianos, los considera como a «muy amados de Dios». Aplico esta consideración a mi vida, a los que conozco. A mis familiares. A los de mi ambiente de tra­bajo. A cuantos encontraré HOY. ¡Los «muy amados de Dios»!

Hemos recibido gracia y misión de apóstol, para predicar la obediencia de la fe a todas las naciones paganas. Este es el anuncio del tema principal de su carta. La fe salvadora. Aquí la Fe es presentada como una «obedien­cia»: la cual implica, en efecto, que el hombre se «someta» al Dios que se revela y que le pide obediencia a su Volun­tad. No hay Fe sin una sumisión radical al Solo, al Único. «Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad.» De entrada, Pablo nos ha situado ya frente a lo esencial: la relación del hombre con Dios. ¡Trataré de vivir HOY como Tú quieres!

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MARTES

Romanos i, 16-25

Hermanos, no me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del «judío» en primer lugar y también del «griego» después. Hay que detenerse ante esta palabra: «el Evangelio= fuerza de Dios.» El término griego utilizado por san Pablo es «dunamis» del que ha venido «dinamismo». El evangelio no es pues con­siderado como «algo» estático, pasivo: es un «dinamismo de Dios», es una «fuerza en acción», es un germen, una levadura, según una imagen utilizada por Jesús. Y la evangelización es considerada como una colabora­ción a ese dinamismo divino ya en acción. Dios trabaja en el corazón de los hombres. Esta ya obrando como una fuerza poderosa. ¿Iremos a El para trabajar con El? Com­prendemos la certidumbre y la dignidad de Pablo. Com­prendemos que no se avergüence. ¡Cuan mezquinos y pu­silánimes somos nosotros! ¡Cuan faltos de audacia apos­tólica, porque nos falta Fe! Te ruego, Señor, que los cristianos de HOY encuentren de nuevo ese dinamismo gozoso... de anunciadores de la «buena» nueva. Porque es una «buena noticia» saber que «todo» hombre, si cree, puede salvarse, ya sea «judío», establecido en el Pueblo de Dios, ya sea «griego», es decir, pagano. La llamada a la Fe es universal. No hay ninguna restricción: «Quienquiera crea»...

Porque la «Justicia-de-Dios» se revela en el Evangelio, de fe en fe, como dice la Escritura: «el justo vivirá por la fe». La Fe estará en el centro de toda la Carta a los Romanos. Aquí la fórmula «de fe en fe» indica que, para Pablo, la Fe es una realidad que ha de ir creciendo, desde una Fe na­ciente hasta las cumbres de una Fe dilatada y abierta. La fe es una «vida». No es una cosa adquirida definitiva-

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mente, sino un «continuo avance que se realiza todos los días en cada fiel». «La Justicia-de-Dios» es una palabra que hay que enten­der bien. No se trata de la «justicia destributiva» que re­compensa o castiga las obras. Se trata de una actitud ac­tiva de Dios que «justifica», que «hace ser justo». Es Dios quien salva por su gracia. Y la Fe del hombre es, justa­mente, la «correspondencia» a ese acto divino. Nos sal­vamos acogiendo por la Fe la salvación, la justicia, que Dios nos da.

La cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impie­dad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia. San Pablo empezará por desarrollar su primer tema: la incapacidad radical de todo hombre -judío o griego- de salvarse por sí mismo. Y empieza por describir la situa­ción del paganismo. Dios no puede soportar el mal: esto incita «su cólera». Imagen antropomórfica, manera de ha­blar por comparación a los sentimientos humanos.

Lo que puede conocerse de Dios, les es manifíesto... sus perfecciones invisibles se dejan ver a la inteligencia a través de sus obras... Sí, el misterio de Dios «invisible» no está totalmente fuera del alcance humano. Las obras de Dios, su maravillosa creación en particular, deberían permitir a los hombres conocerle. Pero, precisamente, el hombre pagano natural, habiendo reconocido un poco a Dios no quiere tener una actitud consecuente: de adoración, acción de gracias. Es pues «inexcusable». Es el caso de tantos hombres de hoy que tienen «una cierta idea de Dios», pero que no adoran a Dios.

Adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador. Es el drama de todos los materialismos. Se adora el «con­fort», el «placer», el «progreso» o la «tradición». ¡Líbra­nos, Señor, de los ídolos!

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MIÉRCOLES

Romanos 2, 1-11

No tienes excusa, hombre quienquiera que seas, tú que juz­gas. Pues juzgando a otros a ti mismo te condenas, puesto que obras como ellos, tú que juzgas. Después de describir la decadencia pagana, Pablo describe ahora el extravío judío. El «panorama» de la degradación a que llegó la existencia atea es tan sombrío -«¡se degrada­ron a sí mismos!»- que muchos hombres, en particular los fíeles -judíos o cristianos de HOY- están tentados de de­cir: «Yo no soy como éstos». Ahora bien, san Pablo quiere que todo hombre, quienquiera que sea, tome conciencia de su condición radicalmente pecadora. El hombre seguro de sí mismo, el hombre que se cree perfecto tiende a «juz­gar a los demás» desde su superioridad. Pues bien, al ha­cer esto, se juzga a sí mismo porque hay en él las raíces mismas del mismo mal. Solidaridad profunda: todos so­mos pecadores.

¿Crees que escaparás al juicio de Dios? ¿O desprecias, tal vez, sus riquezas de bondad, de paciencia, de generosidad, sin reconocer que esa bondad de Dios te impulsa a la conver­sión? La demora que Dios nos otorga antes del juicio final debe permitir «convertirnos». La «conversión» -metanoia- es la inversión del corazón, es el cambio de vida. Se trata de apartarse del mal para volverse hacia Dios. Gracias, Se­ñor, de darnos esta demora. Gracias de tu paciencia para conmigo.

Por la dureza y la impenitencia de tu corazón, vas ateso­rando contra ti cólera para el día de la cólera y de la revela­ción del justo juicio de Dios, el cual dará a cada uno según sus obras... Estas palabras violentas repiten las imágenes mismas de Jesús y de todos los escritos del judaismo contemporáneo

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de Cristo: las calamidades reservadas a los impíos en los últimos días. Ahora bien esas calamidades se prometen aquí también a los mismos judíos... en la medida en que tampoco ellos se conviertan. Es preciso atreverse a meditar estas Palabras. Dios, pasado su tiempo de «paciencia», después de ha­berlo «hecho todo» para salvarnos... no podrá «pactar con el mal», ¡si nos endurecemos el corazón! No es Dios el que condena, es el hombre que «se endurece el corazón» y que cosechará «según sus obras». Tenemos aquí motivo de reflexión sobre la importancia de nuestra libertad y de nuestro destino. «Tú que quitas el pecado del mundo, ¡ten piedad de noso­tros !»

La vida eterna... a los que buscan gloria, honor, inmortali­dad. Cólera e indignación... a los rebeldes, los indóciles a la verdad. Tribulación y angustia... a todo el que obre el mal, ¡judío o griego! Porque en Dios no hay acepción de perso­nas. En Dios no hay ningún favoritismo. No hay pueblo favo­rito. No hay hombre favorito. Todo hombre será juzgado por lo que él es. Por lo que él vive. Cuando un judío pensaba en el juicio, veía a todos los judíos salvados, y todos los paganos condenados. San Pablo se atreve a decir lo contrario. El pagano puede salvarse. Y en el pasaje siguiente (Romanos 2, 14 y 15), Pablo indica el modo de salvarse el pagano: «seguir su conciencia», «la ley inscrita en su corazón». ¿Tengo yo tendencia a considerarme como un privile­giado? ¿A creer que mi salvación está asegurada? ¿A juz­gar con demasiada dureza a los demás ? ¿A ver el mal que hay en ellos, sin ver el mal que también hay en mí? Señor, haz que vea mi pobreza. Que sea más lúcido. Re­conozco mis pecados. Me remito a tu misericordia.

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JUEVES

Romanos 3, 21-29

Todos los hombres están dominados por el pecado (la ley de Moisés servía solamente para dar conocimiento del pecado). Pero hoy -independientemente de la Ley- Dios manifestó su «justicia» que nos salva. La visión que tiene Pablo de la humanidad podría parecer muy trágica: un mundo entero encerrado en el mal. Pero lo hace para que resalte más la salvación universal ofrecida también a todos los hombres.

Esta «justicia de Dios», dada por la fe en Jesucristo, es para todos los que creen. La tendencia profunda del pensamiento judío tendía a es­timar que el hombre puede «merecer» la salvación, por la observancia de los preceptos de la Ley. Al límite, el hom­bre recto que lleva a cabo su vida lo mejor que sabe, podría pasarse de Dios. Todo el esfuerzo de san Pablo tiende a probar que el hom­bre no puede «salvarse» por sus propios medios, por sus propias fuerzas. La salvación, la santidad, no son objeto de una conquista... se trata de un «don gratuito» que hay que acoger.

En efecto, no hay diferencia alguna: todos los hombres pe­caron y están privados de la gloria de Dios que los justifica por el don de su gracia. Estos pasajes dieron pie a la célebre controversia entre «protestantes» y «católicos», sobre la parte de Dios y la parte del hombre en la salvación... sobre la parte de la gracia y la parte de la libertad. De hecho, la gracia de Dios es ofrecida a todos. Pero es necesaria una cooperación del hombre y ésta es la Fe. El hombre no se salva por sus propias fuerzas. Pero tampoco Dios lo salva a pesar suyo.

En virtud de la redención realizada en Jesucristo. Porque

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Dios exhibió a Cristo en la cruz a fin que, por la ofrenda de su sangre, fuese perdón para todos los que creen en El. Así, pues, ¡es Jesús quien nos salva y no nosotros! Nuestra parte consiste en agarrarnos a El, en estar en comunicacón con El, vivir de El, «creer en El». La cruz de Jesús es a la vez la revelación de la inmensidad y de la gravedad del pecado de la humanidad toda, pero también es la revelación de la inmensidad del amor de Dios. «La ofrenda de su sangre». Es la evocación del sacrificio de holocausto por los pecados, que se hacía en el templo de Jerusalén. Es sobre todo la evocación del Calvario y de la misa. Esta palabra «la sangre de Jesús» en todo su realismo debe ayudarnos a orar. Nos recuerda el lado one­roso, el precio que pagó Jesús por nosotros. Nos invita a comulgar en su ofrenda.

En orden a mostrar su justicia, para ser él justo y justifica­dor del que pertenece a Jesús por la fe. Siempre la misma noción activa de la Justicia de Dios. ¿Te pertenezco a Ti, Señor Jesús? ¿Qué debo hacer para que mi pertenencia sea más sólida, más ligada a Ti, para comulgar contigo? ¿Dónde está entonces el derecho a gloriarse? ¡Queda elimi­nado...! Dios no es solamente Dios de los judíos, sino tam­bién de los paganos. No hay de qué vanagloriarse. La concepción judía del mérito -el hombre que «se gana» la salvación mediante sus buenas obras-, está definitivamente destruida. Lo vá­lido es una actitud profundamente humilde, lo contrario del farisaísmo. Y una gran apertura de corazón, que se alegra de ver entrar a los «paganos» en la Iglesia. Tal fue toda la obra misionera de san Pablo. Y es siempre la razón actual de muchas actitudes de la Iglesia de HOY. Te ruego, Señor, por los paganos que Tú amas y quieres salvar. Te ofrezco mi vida y mis pobres esfuerzos para cooperar a esta salvación.

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VIERNES

Romanos 4, 1-8

En este pasaje, san Pablo tomará ejemplo de la vida de Abraham. El es el padre de todo el pueblo judío. Pues bien, tampoco él, dice san Pablo, fue justificado «por sus buenas obras» sino «por la Fe». Esto destruye toda per­fección y esto debería convencer a todos aquellos que continúan pensando la salvación con una concepción de­masiado judaica.

¿Qué diremos de nuestro antepasado Abraham? Si nuestro padre en la Fe, obtuvo la justicia «en razón de sus obras», tiene de qué gloriarse, pero no delante de Dios. Por ahí san Pablo establece la unidad teológica de las dos Alianzas. Ya en la antigua Alianza era la Fe la que sal­vaba. El tema del «orgullo» es un tema dominante en el pensamiento de san Pablo: el pecado es ante todo esta pretensión, este orgullo del hombre de hacerse valer ante Dios, ya sea por la justicia de las obras -entre los judíos-ya sea por la apariencia -entre los griegos-. Entonces el nombre se olvida de que «todo lo que él es, lo debe a la gracia de Dios». Creer es, precisamente, reconocer esto y recibirlo todo de Dios. Creyó Abraham en Dios, y le fue reputado como justicia. Aumenta en nosotros la fe, Señor.

Al que trabaja no se le cuenta el salario como favor, sino como retribución justa. En cambio al que, sin trabajar, cree en aquel que justifica al impío, su fe se le reputa como justicia. Los que no quieren comprender lo interpretan como una pura insistencia de san Pablo. La salvación no nos es de­bida. No es algo merecido, como lo es un salario. No hay que exigir a Dios unos «derechos adquiridos». Dios=«Aquel que justifica al impío», «aquel que hace del

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impío un hombre justo». ¡Qué hermosa definición de Dios! Gracias, Señor, de haberte revelado a nosotros bajo ese aspecto: Aquel que salva.

Así también David proclama bienaventurado al hombre a quien Dios declara justo, independientemente de sus obras. Y como si no se hubiere aún comprendido, insiste nueva­mente. ¡Ah Señor ¡Llénanos de esta certeza. Esto no significa que tenemos que permanecer pasivos en la Fe. No, la fe moviliza al hombre entero y lo induce a la actividad del amor. Pero con la convicción profunda que todo es gracia. «Cuando se ha hecho todo como no esperando nada de Dios... Hay que esperarlo todo de Dios como si no se hubiese hecho nada por sí...» M. Blondel.

Bienaventurado el hombre absuelto de su culpa y a quien han sido perdonados sus pecados. Así Abraham mismo es un pecador-salvado. Todo hombre recibe esta llamada y puede saborear esa dicha. Puedo repetir esa frase, adoptándola como oración. No se trata de complacerse en las propias culpas, sino de atreverse a pensar, con san Pablo, que no son forzosa­mente un obstáculo absoluto, en la medida en que nos hacen experimentar mejor la necesidad de un Salvador. En este caso pueden ser la fuente de una nueva dicha: «bienaventurado el hombre...». Señor, ayúdame a convertir «en bien» todo cuanto podría se en mí un mal. Que todo obstáculo, tanto en mí como en los demás, sea ocasión de apoyarnos más en Ti. En este sentido no hay nada peor que creerse justo o que no tener ninguna dificultad: ¡bastarse uno a sí mismo!

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SÁBADO

Romanos 4, 13; 16-18

La promesa de Dios... Dios prometió a Abraham y a su descendencia ser herederos del mundo. La historia de Abraham está llena de promesas de Dios; cuyo cumplimiento no depende del hombre, sino de la fidelidad de Dios a sus promesas. También Abraham era un pecador, pero creyó en esas promesa. Creyó en lo imposible. ¡Era anciano y sin hijos y Dios le prometió «el mundo en herencia»! Y él creyó esto, y esto se realizó: cristianos, judíos, árabes... multitudes inmensas se llaman «hijos de Abraham». «Recibir el mundo en herencia». La fe da la posesión del mundo.

Por la fe se pasa a ser heredero. Por esto es un don gratuito. Y la promesa permanece válida. Quisiera, Señor, llegar a ser «total acogida» de Ti. Quisiera encontrarte más y no apoyarme sino en Ti. Ahora sé -tu apóstol me lo ha repetido- que mi salvación de­pende de tu promesa, más que de mis obras y que Tú haces lo que prometes. Señor, tengo confianza en Ti. Estoy seguro de Ti. Yo, que sufro tanto de mis limitaciones, de mis pobrezas, quisiera, de una vez, aceptarlas y luego olvidarlas para no sufrir más por ellas y contar sólo contigo y no en mis propias fuerzas. ¡«Don gratuito»! ¡«Don gratuito»!

Te hice padre de muchos pueblos. Abraham es nuestro pa­dre ante Dios «en quien creyó». La fe da una fecundidad extraordinaria. Porque creyó en Dios, Abraham es el «padre» de todos los hombres. Por su fe, verdaderamente, «dio la vida». No pueden saberse todas las ramificaciones vitales de un acto

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de Fe. Un hombre que cree en Dios desencadena en la humanidad una onda de «vida». Todo hombre que se eleva, eleva el mundo.

Dios que da la «vida» a los muertos y llama a la existencia a lo que no existía. Abraham y Sara cuyo seno estaba muerto, hicieron de ello la experiencia. Dios es aquel que llama «de la nada al ser»... aquel que da «vida». ¡Tal fue la experiencia de Abraham! Tal fue sobre todo la experiencia de Jesús. La resurrec­ción ocupa el centro del pensamiento de san Pablo. La fuerza de Dios que devuelve la vida a los muertos. Esta fuerza actúa todavía en el mundo. Es ella la que nos eleva en todos nuestros desalientos. Ella nos saca del pecado. Ella nos resucitará un día.

Esperando contra toda esperanza, creyó... La vida de Abraham, la fe de Abraham no fue cosa fácil. Todo parecía contrario a las promesas de Dios. Todo pa­recía ir en el sentido opuesto... pero creyó, a pesar de todo, contra toda esperanza. La fe «para transportar las montañas», decía Jesús. La Fe, fuerza de lo imposible. Se comprende que Pablo diga que esa «Fe da posesión del mundo». En efecto, nada puede ir en contra de ello. No se apoya sobre nada humano: toda su fuerza está en Dios. ¡Danos esta Fe, Señor!

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29.a semana ordinaria

LUNES

Romanos 4, 20-25

Hermanos, ante la promesa de Dios, Abraham no cedió a la duda con incredulidad... La fe se presenta a menudo como una esperanza aparen­temente contraria a toda esperanza. Humanamente ha­blando, Abraham tenía todas las razones para desesperar, para «dudar» de su porvenir, era demasiado viejo para tener hijos. En esta situación sin salida, bloqueada, Abraham se remitió a Dios, confíándole el cuidado de su­perarla y de crearle un «porvenir nuevo», una salida. Sencillamente, sin tensión excesiva, evoco en mi memoria las «situaciones» sin salida humana aparente, las mías o las del mundo que me rodea, mis preocupaciones, mis responsabilidades aplastantes, las cargas que pesan sobre mí mis pecados, mis impotencias Señor, todo esto que me podría «hacer caer en la duda», te lo ofrezco como Abraham lo confío a tu cuidado, creo en tus promesas.

Sino que halló su fuerza en la fe y dio gloria a Dios... En griego se encuentra el término «dunamis»: «fue dina-mizado por su Fe»... Pablo nos dijo ya que el evangelio era «una fuerza de Dios». La fe no es una cosa. La fe no es estática, inerte. Es una fuerza motriz, una palanca, una levadura, una po­tencia de vida, que empuja a la acción, que da un sentido a la acción. «Y dio gloria a Dios». Expresión bíblica frecuente que significa «la actitud del hombre que reconoce a Dios y no se apoya más que en El». La incapacidad del hombre para resolver sus problemas más fundamentales no lleva a la desesperación, ni a la «náusea», sino a la «Acción de gra­cias», a la «Eucaristía»: a la confianza ilimitada en Dios.

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Así el creyente toma una actitud inversa a la de los ateos, los cuales «no dan gloria a Dios» (Romanos 1, 21). Señor, sé Tú mi solidez. En mi fragilidad y en mis miedos quiero apoyarme totalmente en Ti y hallar en Ti el dina­mismo de mi vida, mi gusto de vivir, mi alegría. ¡Y te doy gloria! Gracias, gracias.

Porque estaba plenamente convencido de que Dios tiene po­der de cumplir «lo que ha prometido». Evoco las «promesas de Dios» Repito para mí la certidumbre: «estoy plenamente con­vencido que...

Por ésta su fe, Dios le «declaró justo». Estas palabras se repiten muchas veces en la epístola a los Romanos. Tres veces en las páginas que meditamos hoy. Bien lo sé, Señor, no es la apreciación que tengo de mí mismo lo que cuenta... sino tu apreciación... ¿Me declaras justo? Tu declaración no es una ficción jurí­dica, que me dejará tal cual soy, al cubrirme artificial­mente con el «manto de la justicia» -ésta fue a veces la interpretación de ciertos protestantes-. De hecho, hablán­dose de Dios, «declarar a alguien justo», ¡es hacer un verdadero acto! Es «justificar», es «crear en el hombre esta justicia». Señor, crea en mí un corazón puro. Señor, crea en mí la santidad. Dios nos declarará justos también a nosotros, porque cree­mos en Aquel que resucitó de entre los muertos, en Jesús, Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. El objeto central de nuestra Fe, es la «fe en Cristo resuci­tado». Pablo señala un vínculo muy fuerte entre Cristo y nosotros: fue entregado «por» nosotros, y resucitó «por» nosotros... Es casi inverosímil. Dios entregado por el hombre. Dios entregado por mí... tan pobre, tan pecador, tan insignificante, tan efímero. ¡Me aferró a Ti, oh Cristo, entregado y resucitado!

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MARTES Romanos 5, 12; 15-17; 20

En este pasaje, Pablo reemprende su idea favorita: una humanidad totalmente pecadora... a la que se ofrece una justificación totalmente gratuita, por la Fe. Pablo aplica esta gran visión a los dos caudillos de la hu­manidad: todo se reduce, dice, a dos hombres, Adán y Cristo. Por Adán vino - el pecado, la desobediencia, - la conde­nación, - la muerte. Por Cristo vino - el don gratuito, la obediencia, - la justificación, - la vida.

Por un solo hombre, Adán, entró el pecado en el mundo y por el pecado, la muerte... Todos pecaron. Pecado, poder maléfico, contagioso. De un solo pecado, de un solo hombre, germen de otros pecados. Es como una epidemia, como un vértigo colec­tivo o como una solidaridad. Ayúdame, Señor, a comprender mejor esta responsabili­dad que es mía. Basta abrir los ojos sobre el mundo de HOY, con sus influencias colectivas para captar cuan acertada es esta visión. «Yo» contribuyo a este ambiente del mal siempre que lo cometo. «Yo» sufro este empuje del mal, cada vez que no reacciono suficientemente. «Tú que quitas el pecado del mundo, ¡ten piedad de nosotros!»

Pero con el don gratuito de Dios no sucede como con el delito. Si por el delito de uno solo, Adán, murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios se ha desbordado sobre todos los hombres por medio de uno solo, Jesucristo! Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia... Entre Adán y Jesús, dice san Pablo, no hay medida co­mún. No hay similitud entre ambos; hay oposición. La gracia sobrepasa al pecado.¡La gracia es dada profu­samente! ¡La solidaridad en el mal no es nada frente a la superabundancia de solidaridad en el bien!

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Así, san Pablo, no nos revela los estragos del «pecado original» más que como el reverso de otro misterio, que es la «salvación original» en Jesús. No se puede comprender el pecado original si no se comprende la maravilla de la solidaridad de salvación en Jesús. En el plan de los desig­nios divinos, el mal es incomprensible si no está destinado a ser salvado en Jesús. Sí, creo que Jesús gana a Adán en eficacia. Sí, creo que el bien gana al mal en eficacia. Sí, Señor, creo que la gracia gana al pecado.

El cumplimiento de la justicia por uno solo condujo a todos los hombres a la justificación que da la vida. «Uno solo», Jesús... «Todos», nosotros todos.

Así como por la desobediencia de un solo hombre, Adán... todo fueron constituidos pecadores, así también por la obe­diencia de uno solo, Jesús... todos serán constituidos justos. Quiero contemplar detenidamente al «único» que fue justo, al «único» que hizo la voluntad del Padre en perfec­ción y sin desfallecimiento. La Escritura no habla nunca del Pecado original, sin evo­car el remedio previsto por Dios: en efecto, Dios no ha permitido el pecado desconociendo las maravillas del per­dón. Al crear a Adán, Dios veía ya a Jesús, ¡el perfecto obediente, el perfecto «hijo»! Es la vida, es el bien el que triunfa.

Así, lo mismo que el pecado estableció su reino de muerte... Así también la gracia, fuente de justicia, establecerá su reino para dar la vida eterna, por Jesucristo, nuestro Señor.

348 29.a semana ordinaria

MIÉRCOLES Romanos 6, 12-18

Hermanos, es preciso que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus apetencias. Ni pongáis vuestros miembros al servicio del pecado. Habiendo sido, por gracia, justificado por Cristo, el creyente es un hombre nuevo que tiene que poner todo su ser al servicio de esta «justicia» que Dios ha concedido gratuitamente. San Pablo dice esta equivalencia: «pasad a ser ahora lo que ya sois en lo sucesivo». El pecado es una monstruosidad porque contradice el ser profundo del cris­tiano. San Pablo no dice: «haced obras buenas para ser justos» -ésta sería la doctrina farisaica judía-... dice: «sois justos, vivid pues esta justicia». Así, lo que rige la vida del Cristiano, no es un moralismo abstracto, sino el dinamismo interior de la Fe misma. «No obedezcáis a las apetencias de la carne». «No os sometáis a los deseos del cuerpo»: Tales podrían ser las traducciones literales de la primera frase. Lo que san Pa­blo llama aquí «los deseos del cuerpo» tendría que tradu­cirse en lenguaje moderno por el término «egoísmo», que es lo contrario del amor desinteresado. «No dejéis que reine en vosotros el egoísmo... no busquéis la satisfacción de vuestros deseos egoístas»... porque habéis sido hechos amor, por Aquel que es amor.

Al contrario, poneos al servicio de Dios... y ofreced a Dios vuestros miembros para el combate de la justicia. En resumen, he ahí lo esencial de la nueva condición del cristiano. El Cristiano tiene, en adelante, la posibilidad y el deber de «ofrecerse a sí mismo» a Dios: el culto nuevo, la moral nueva son, en adelante, lo mismo. «Os exhorto, hermanos, a que ofrezcáis vuestra existencia como sacrifi­cio vivo, santo, agradable a Dios: éste será vuestro culto espiritual» -dirá san Pablo más adelante en la misma Epístola a los Romanos 12,1-. ¡Que mi vida de cada día te glorifique, Señor!

29.a semana ordinaria 349

Te ofrezco todo lo que voy a hacer. «He ahí mi cuerpo entregado por vosotros». Cristo se ofreció. Cada misa es el memorial y la renovación de ello para que nos ofrezcamos también nosotros con El, por El y en El. ¡Ofreced vuestras vidas! mi trabajo mis responsa­bilidades...

Porque el pecado no dominará ya sobre vosotros: en efecto no estáis sujetos a la ley. Estáis sujetos a la gracia... San Pablo vuelve a presentar aquí una oposición que nos repite a menudo. Hay dos concepciones de la religión: - aquella en que el hombre cree que llega a ser justo ob­servando una Ley... - aquella en que el hombre cree que llega a ser justo, primero y esencialmente en virtud de una «actividad de Dios» en él, que el hombre ha de acoger en él por la Fe, pero que Dios mismo opera en lo íntimo de su ser.

Pues ¿qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley sino bajo la gracia? ¡De ningún modo!... Pues después de haber sido liberados del pecado, os hacéis esclavos al servicio de la justicia. Esto es verdad: ¡el cristiano no tiene ya Ley que se le imponga desde el exterior! Es «libre». Pero es ahora «dó­cil a la actividad íntima del Espíritu que trabaja su ser desde el interior». Así, la condición humana se expresa en un dilema: o bien nos hacemos esclavos del pecado o bien nos hacemos, libremente, esclavos de Dios. Toda la vida cristiana consiste en esta elección. Someterse a Dios es la única verdadera libertad. El que ama se ajusta espontáneamente a la voluntad de aquel a quien ama. «Lí­branos del pecado, Señor.»

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JUEVES

Romanos 6, 19-23

San Pablo tiene conciencia de no llegar a expresar total­mente lo que siente: «os hablo un lenguaje muy humano en atención a vuestra debilidad»... Ha empleado la imagen de la esclavitud para hablar de la «sumisión a Dios»... de la «docilidad a las inspiraciones del Espíritu». Pablo sabe muy bien que no es éste el lenguaje conveniente. Ningún lenguaje humano puede traducir perfectamente la relación del hombre con Dios. En la página que meditamos HOY, Pablo juega con la oposición entre «esclavo» y «libre». ¡El cristiano es un hombre libre!

En otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como escla­vos a la impureza y llegasteis al desorden... Cuando erais esclavos del pecado, ¿qué frutos cosechasteis? Aquellas co­sas que ahora os avergüenzan, pues su fin es la muerte. Antes de su bautismo, los destinatarios de esta Carta ha­bían vivido como paganos. Pablo apela a sus recuerdos. ¡Acordaos de vuestros pecados! ¿Erais verdaderamente dichosos ? ¿Os avergonzáis de vosotros mismos evocando vuestros pecados? La invitación de san Pablo es válida también para nosotros incluso si fuimos bautizados al nacer. Tenemos también la experiencia de esa «esclavitud». Debemos detenernos a reflexionar sobre nuestros pecados, a sentirlos como lí­mites de nuestra libertad. No por morosidad, sino para desear tanto más la «liberación» que Cristo propone.

Ahora pues, haced de vuestros miembros esclavos de la jus­ticia para llegar a la santidad. La experiencia del pecado no lleva a san Pablo hasta el pesimismo, es el medio pedagógico de conducir al pecador a la santidad. Nadie puede salir del pecado si se complace en él. Hay que sentir la «náusea» de esta mala vida para desear salir de ella.

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«Someterse a la justicia». A menudo podría traducirse ese término por el de precisión. Lo que es «justo» es lo que conviene exactamente, lo que es verdadero, lo que co­rresponde al ser. Una puerta que cierra exactamente, ni demasiado grande, ni demasiado pequeña. Un reloj de precisión, es el que da la hora exacta sin adelantar ni retra­sar. Esta precisión -en ív&ncés justesse- es cualidad esen­cial del ser. Para un hombre, ser justo, es ser «verdadera­mente un hombre», es corresponder exactamente a «la imagen que Dios tiene de él», siendo así que es Dios el que lo ha creado. «Llegar a la santidad». Es una especie de sinónimo: justi-cia=precisión=perfección=santidad. El único que realiza esta perfección del hombre es Jesús: la perfecta realización del hombre, según Dios.

Libres del pecado y esclavos de Dios fructificáis para la santidad; y el fin es la vida eterna. Notemos la equivalencia establecida por san Pablo: esclavos de la justicia=esclavos de Dios. Dios, el ser Justo por excelencia. Dios, el ser Perfecto. Dios el ser Santo. Someterse a Dios es ser libre, porque es someterse a la perfección. «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Señor, Tú lo sabes, la santi­dad da miedo a muchos hombres, porque a través las «vi­das de santos» la imaginan como excepcional. Y, sin em-bardo, Tú quieres que seamos santos, como Tú eres Santo. Concédenos realizar modestamente, cotidiana­mente, el máximo de perfección. Tratar de hacer «lo mejor posible» las cosas más pequeñas.

Porque el salario del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna, en Cristo Jesús. Pecado=esclavitud=muerte... Justicia=libertad=vida=Dios... San Pablo evita hablar de «salario» para la vida eterna, cuando uno lo expresaría en la frase; la vida eterna es un «don».

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VIERNES

Romanos 7, 18-25

En la página que vamos a meditar hallaremos la más dra­mática descripción de la «condición humana»: el hombre es un ser dividido, que aspira al bien y que hace el mal.

Bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi naturaleza carnal. En efecto, soy capaz de querer el bien, pero no soy capaz de cumplirlo. El mal está pegado a nuestro ser, «habita» en nosotros. Así, incluso antes de que el hombre tome una decisión, el mal está ya en él. Más que una simple solicitación «exte­rior» la tentación es interior, está «en el corazón» de mí mismo. Es siempre un error y es superficial, acusar a los demás, al mundo, para justificar o excusar las propias caí­das: el mal es mucho más radical que todo esto, «habita» en el hondón de nuestra conciencia que está falseada. Es un mal anterior a nuestra decisión, un mal «original».

No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. ¡Cuan verdadero es este análisis de la debilidad humana! ¿Quién de nosostros no ha hecho esta experiencia? Es la impotencia radical de toda voluntad sin la ayuda de la gracia. Sé muy bien lo que «tendría que hacer»... ¡Bien quisiera hacerlo!... Y no lo logro.

Simpatizo con la Ley de Dios, en tanto que hombre razona­ble, pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha con­tra la ley de mi inteligencia y me encadena a la ley del pecado. El pecado es la verdadera «alienación del hombre»: el mal aliena al hombre comprometiéndolo a un destino que con­tradice sus aspiraciones profundas y la vocación a la que Dios le llama. El pecado es destructor del hombre.

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Y lo más sorprendente es que nos damos perfecta cuenta de ello. Nuestra inteligencia, nuestra razón están de acuerdo con Dios. Y esto es lo mejor de nosotros mismos. Este es nuestro verdadero ser. Señor, mira en mí esta parte de mí mismo que simpatiza contigo, y que está de acuerdo con tu ley. Pero hay otro lado de mi ser que está «encadenado» al pecado, dice san Pablo. Y san Pablo no se coloca fuera de esta constatación. Por el contrario, habla en primera per­sona: «Yo simpatizo... pero yo advierto... que me enca­dena...» ¡Qué confesión personal más conmovedora! ¿Por qué hemos sido hechos así, Señor? ¿Por qué esa «lucha» en el fondo de nuestro ser? ¿Por que hay en nosotros lo mejor y lo peor?

¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte? Hay que repetir esta oración. Porque es en verdad una oración. Podemos repetirla con san Pablo. Y darle todo el contenido de nuestras debilidades y de nuestra indigencia.

Por esta liberación, gracias sean dadas a Dios por Jesu­cristo, nuestro Señor. Acción de gracias. Alegría. ¡Que mi debilidad termine siempre con ese grito de confianza! El optimismo fundamental de san Pablo no es ingenuo, irreal. Es la conclusión de un análisis riguroso de la impo­tencia del hombre para salvarse. En el momento mismo en que corremos peligro de salvar­nos, «la mano de Dios viene a asirnos y nos salva».

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SÁBADO

Romanos 8, l-ll

Para los que están con Cristo Jesús... no hay ninguna con­denación. Después de las sombrías descripciones del combate espi­ritual de cada día, de las tiranteces internas, de la atrac­ción del mal... he ahí el canto de victoria. Para esto, una sola condición, «estar en Cristo»... estar unido a Ti, Señor.

El Espíritu. El Espíritu. El Espíritu de Dios. El Espíritu de Cristo.

Esta palabra se repite diez veces en la única página leída HOY. Hay que dejarse impregnar por esta palabra y esta realidad misteriosa.

El Espíritu que da la vida en Cristo Jesús me ha liberado... El Espíritu de Dios habita en vosotros. El Espíritu es vuestra vida. Ahora han sido posibles todas las exigencias de la ley de Dios porque el Espíritu de Dios mismo está aquí, presente en nosotros para impulsarnos a ella. No pienso a menudo ni suficientemente en esto. El Espíritu de Dios en mí.

No estáis bajo el dominio de la carne, sino bajo el dominio del Espíritu. Estoy decidido a dejarme convencer de ello, Señor, puesto que Tú nos lo dices. Yo lo creo. No obstante, continúa en mí esa acción profunda. Transfórmanos. Da­nos un corazón nuevo.

29.a semana ordinaria 355

Si Cristo está en vosotros, aunque vuestro cuerpo sea para la muerte, el Espíritu es vuestra vida a causa de la justicia. Esta transformación espiritual, este «dominio» del Espí­ritu, no suprime nuestros otros aspectos mortales. Se continúa yendo hacia la muerte. Y, al mismo tiempo, se va hacia la «vida». Gracias. En medio de nuestros días efíme­ros, es finalmente ésta la única certeza. Frente a nuestros duelos, junto a nuestros difuntos, creemos que están en la «vida».

¡El Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en nosotros! Fórmula trinitaria de la que Pablo tiene el secreto. Las Tres personas divinas son aquí evocadas, en la misma acción. «El Espíritu... de Aquel... que resucitó a Je­sús»..., ¡y no es poco! ¡habita en mí! Hay que detenerse ante esta revelación extraordinaria, hay que saborearla. Contemplar a este «huésped». Diri­girse a El, que está ahí, ¡tan cerca!

Aquel que resucitó a Jesús dará también la vida a vuestros cuerpos mortales, por su Espíritu que habita en vosotros. No es un «huésped muerto», inactivo. Está ahí como una fuerza de resurrección. Difunde la «vida». Una «vida» que repercutirá incluso sobre este pobre cuerpo que me em­puja al pecado. Espíritu. ¡Actúa! ¡Vivifica! ¡Eleva! ¡Anima! ¡Da vida! ¡Santifica! Desde HOY y en el día de la resurrección final. Toda la obra de Dios está destinada al éxito. Y su Espíritu trabaja ya en el fondo de mí mismo, como en el fondo de todo nombre.

356 30.a semana ordinaria

30.a semana ordinaria

LUNES

Romanos 8, 12-17

No somos deudores de la carne. Si vivís según la carne, moriréis; pero si, por el Espíritu, hacéis morir los desórde­nes del hombre pecador, viviréis. Pablo nos ha presentado la salvación en Jesucristo como una «liberación» de la muerte, del pecado y de la Ley. Pero es una «liberación» que hay que ir completando sin cesar. Encontramos aquí la comparación habitual en san Pablo, entre la «carne» y el «espíritu». La carne, para san Pablo, no es principalmente el cuerpo humano, es el «hombre entero cuando se ha apartado de la mirada de Dios»... Resumiendo y en líneas generales, cada vez que en los textos de san Pablo encontramos la palabra «carne», po­dríamos remplazaría por «el hombre sin Dios». El espíritu es precisamente lo contrario, no es el alma solamente, es el hombre entero en cuanto que animado por Dios.

Todos aquellos que se dejan conducir por el Espíritu de Dios, éstos son «Hijos de Dios»... «Dejarseconducir»... «Dejarseconducir»... ¡por Dios!He ahí lo que remplaza totalmente a la Ley. He ahí lo que mata toda actitud demasiado moralizante, incluso la del «hombre sin Dios» para quien el único ideal, y es normal, consiste en evitar el mal y hacer el bien. Para el cristiano ya no hay Ley, basta «dejarse conducir por el Espíritu de Dios». ¡Es una inmensa simplificación de la moral! Pero esto no es nada fácil, en absoluto. Pues no se acaba nunca. Se pasa de una «regla», con la cual se puede «estar en regla» cuando se ha cumplido -y ¡ya está!-... a un amor de Alguien, con el cual siempre se puede avanzar más.

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El Espíritu que habéis recibido no hace de vosotros unos «esclavos» llenos de miedo... Es un Espíritu que os hace «hijos»... Pasar a unos sentimientos filiales con Dios. ¡Desterrar el miedo! No con un espíritu de esclavitud, sino con un espí­ritu de filiación, de adopción. La palabra «adopción» puede ayudarnos a reflexionar. En el caso de la adopción de un niño, la tradición judía hablaba de «hijo de su bon­dad», la palabra subraya el aspecto de cosa escogida, de elección de amor, del que adopta un niño. Señor, así es como Tú nos amas, como una madre ama a su hijo. Señor, es así como Tú nos conoces, como cuidas de noso­tros, como los padres cuidan de su hijo. Señor, es así como Tú esperas de nosotros el afecto y no el miedo. Ayúdanos a no considerar jamás nuestra vida cris­tiana y las renuncias que ésta comporta, como las cadenas que arrastra un esclavo. Tú esperas de nosotros la alegre decisión de un hombre libre, de un niño que obedece contento a sus padres muy amados. Un hombre que te obedeciera solamente por miedo, no te interesa, Señor.

Empujados por este Espíritu, clamamos al Padre llamán­dole: Abba: «Padre». Ese término hebreo usado por san Pablo voluntariamente, es la palabra familiar de los niños pequeños judíos de la época: «¡papá!». Ese término no fue nunca usado en la Biblia, ni en el vocabulario religioso del judaismo, ¡es una invención de Jesús! Fue el primero que se atrevió a em­plear ese término familiar y cariñoso para hablar de Dios. Es la palabra usada al comienzo del «Padrenuestro». Te­nemos que detenernos sobre esta palabra. Repetirla sin cesar. Sólo este nombre puede «alimentar» toda una ora­ción. Es lo que hacía santa Teresa de Jesús.

El Espíritu Santo mismo se une a nuestro «espíritu» para decirnos que somos sus hijos, sus herederos. Experiencia de la presencia mística del Espíritu en nuestro espíritu.

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MARTES

Romanos 8, 18-25

Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables a la gloria que se ha de manifestar pronto en nosotros. La «filiación» divina, la maravillosa «adopción de amor» de la que somos objeto no suprime todo sufrimiento en este mundo. Lo mismo que los que no creen, estamos sometidos a toda clase de pruebas. Pero estas pruebas tienen un «sentido»: sabemos que terminarán con la «gloria que se ha de mani­festar».

La creación desea vivamente la revelación de los «hijos de Dios». El mundo está en tensión hacia... Avanza hacia... Tiene un sentido... Espera... «Desea»... Y no se trata de una «espera pasiva»: el hom­bre tiene un papel en la creación, el de expresar esta «aspi­ración profunda» y trabajar para que ésta llegue a término. Hacer que avance esta «revelación de los hijos de Dios». Hacer que progresen los hombres en esta dignidad y esa conciencia de ser «hijos de Dios». Hacer que progresen los hombres en la correspondencia de su vida a esa digni­dad de «hijos de Dios». ¡Verdaderamente, Señor, todo hombre es tu hijo! ¡Verdad es que nos amas hasta tal punto! Si lo creyera yo de veras ¿no cambiaría completamente mi vida?

La creación fue sometida al poder de la nada... Expresión sorprendente. La creación «sometida a la vanidad», como decían an­taño... «sometida al vacío, al sin sentido, al no-ser»... «sometida a la nada»... Es preciso experimentar ese vértigo del hombre-sin-Dios para comprender mejor lo que sigue.

30.a semana ordinaria 359

Sin embargo ha conservado la esperanza: será liberada de la esclavitud, de la degradación inevitable, para conocer, ella también, la libertad, la gloria de los «hijos de Dios». La creación, como el hombre, es «hija de Dios, salida de su amor, querida por Dios, concebida por Dios, amorosa­mente amada por Dios, paternalmente envuelta por los cuidados de Dios». «¡Ser hijo de Dios!» Trato de evocar en mi corazón y en mi experiencia hu­mana, lo que esto puede significar ya en el caso de la paternidad o maternidad humana. «¡Ser tu hijo, Señor!» - vivir contigo, en tu casa, junto a Ti. - recibir de Ti la vida y múltiples cuidados... - heredar de todos los bienes divinos, alegría, amor, eter­nidad, felicidad infinita... Gracias. Gracias.

La creación entera gime, pasa por los dolores de parto que duran todavía. Es una expresión bíblica corriente. Jesús la utilizó ya. Concepción extremosamente realista del universo. No hay que taparse los ojos. El universo y la humanidad no per­manecen en un estado de fácil euforia: sufrimientos, gri­tos, injusticias, desgracias, enfermedades, opresiones, pe­cados, muerte. Pues bien, todo esto no es, para Dios un «sufrimiento de agonía»... ¡que termina en la muerte! es «sufrimiento de parto»... ¡que lleva a la vida!

Hemos recibido las primicias del Espíritu Santo, pero espe­ramos nuestra adopción y la liberación de nuestro cuerpo. Pues hemos sido salvados, pero en esperanza... pero esperar lo que no vemos es esperar con perseverancia. Optimismo fundamental, apoyado no sobre una observa­ción científica del cosmos ni sobre una reflexión filosófica que busca el sentido del futuro del mundo... sino sobre la Fe y la Esperanza. No hay aquí un desprecio de las ciencias ni de la filosofía, sino la afirmación de la Fe: la esperanza es una «supera­ción» del mundo visible verificable... un punto de apoyo en Dios solo. «Esperamos nuestra adopción definitiva».

360 30.a semana ordinaria

MIÉRCOLES

Romanos 8, 26-30

Las páginas que estamos meditando son de una densidad espiritual absolutamente excepcional. Por lo que es tanto más necesario rogar al Espíritu pidiéndole que nos inspire. Se nos dará hoy una de las revelaciones más «esenciales» de nuestra Fe: la proposición de una concepción del hom­bre inaudita... un ser cuyo «espíritu» es animado por el «Espíritu» de Dios.

Hermanos, el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra fla­queza, pues nosotros no sabemos orar como conviene. Mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefa­bles. Al gemido de la creación que aspira ser liberada de la nada, corresponde el inmenso gemido de todos los hom­bres que claman a Dios. Pero un tercer gemido, un «grito inefable» toma el relevo, el del Espíritu Santo. A través de todo lo que se agita, lucha y gime en el mundo, ¡es Dios mismo quien quiere transformar ese mundo! Dios no es un ser lejano, ausente de nuestras luchas, de nuestros esfuer­zos, alejado de nuestros «clamores» y de nuestras plega­rias... ¡está en el corazón, en el interior! El los suscita. Es El quien clama en nosotros cuando pedimos la vida, el amor, la alegría... cuando suplicamos ser liberados de nuestras limitaciones, de nuestras flaquezas y de cualquier carga que pese sobre nosotros.

Y Dios que escruta los corazones, conoce cuál es la aspira­ción del Espíritu... El sabe... ¡Dios «conoce», Dios «sabe», Dios ve el fondo de las cosas! Nosotros, estamos, a menudo, en la noche, en la niebla, no vemos donde van a parar todos esos sufrimien­tos, todos esos enfrentamientos: ¡Dios «ve»! Quiero confiar en Ti, Señor, y pedir tu luz.

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El Espíritu quiere lo que Dios quiere. En nosotros, en el fondo de nuestros corazones. Pero, ¿sabremos aceptar ese «querer»? ¿Estaremos dis­ponibles, por ejemplo, a lo que Tú quieres, HOY?

Y nosotros lo sabemos. Aquello que Dios «sabe», que Dios «conoce» llega hasta el fondo de nosotros. La Fe, es esto: la resonancia en nosotros de lo que Dios «sabe». Y nosotros sabemos.

Lo sabemos, ¡todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios! Esta es también una Palabra de Dios, que, tal cual, puede ser una «oración». Es verdaderamente inverosímil, lo que nos estás diciendo, Señor. ¡«Todo» sirve al bien! ¿Todo?: ¿sufrimientos, ata­ques, pecados, los míos y los de los que me rodean? ¿Es exactamente esto lo que nos dices? ¡«Nada» puede ser un obstáculo! ¡Nada! Todo pasa a ser un «medio» de santi­dad. ¡«Los que aman a Dios»! Tal es la condición de esta sen­sacional recuperación universal que llega a transformarlo todo «en bien»!

A los que «conocía» de antemano también los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que El fuera el Primogénito de muchos hermanos.

La santidad maravillosa de Jesús, su sorprendente amor filial, ¡han sido también «destinados» a nosotros! Hemos sido creados «para» asemejarnos a El. Así, Señor, a pesar de mi miseria actual, seré un día «como Jesús». Contemplándolo, contemplo la imagen de lo que seré, cuando mi vida será «cumplida», «acabada». Acentúa en mí, Señor, el deseo de imitarte. Concédeme HOY esa gracia de acercarme un poco más a tu imagen. Cristo, perfecta «imagen» de Dios (Colosenses 1, 15). El hombre, «imagen» de Cristo (Romanos 8, 29).

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JUEVES

Romanos 8, 31-39

He ahí el final de la primera parte de la Epístola a los Romanos. Después de haber «encerrado» todo el universo en la impotencia, bajo la «cólera de Dios». Después de haber revelado la justificación universal por la gracia y el «amor de Dios». He ahí en conclusión un «grito de victo­ria», apasionado, vibrante.

Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? No estamos seguros de nosotros, ¡oh no! Seguimos sin fiarnos de nuestros propios límites, desgraciadamente continuamos pecando... Pero ¡estamos seguros de Dios! ¡Estamos seguros del amor de Jesús!

El que no perdonó ni a su propio Hijo... Antes bien lo en­tregó por todos nosotros... ¿cómo no nos dará con El todas las cosas? Quiero tratar de contemplar detenidamente ese «don del Hijo». Dios, ¡que ha dado su Hijo por nosotros! Que es lo más querido. Alusión al sacrificio que Abraham había aceptado también (Génesis 22, 16). Cuidado. Hay que en­tender bien esta expresión: «entregó» a su Hijo. ¡No tiene aquí el mismo sentido que en la frase: «Judas entregó a Jesús»! Sería inicuo y cruel. Estamos ante el misterio: Dios ama a su Hijo y el Hijo ama a su Padre y ambos están de acuerdo en el Espíritu y el Hijo «se entrega». Esto es mi Cuerpo entregado por vosotros. Y el Padre acepta ese don total, que la malignidad de los hombres se ingenió en hacer cruel. ¿De qué obstáculo no podrá triunfar tal amor?

¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¡Pues es Dios quien justifica! ¿Quién condenará? Puesto que Jesucristo murió... Más aún, resucitó... Está a la diestra del Padre... Intercede por nosotros...

30.a semana ordinaria 363

No somos dignos, Señor. Somos muy ingratos contigo. Quisiera amarte más. Quiero contemplar la intercesión que en este instante estás llevando a cabo por mí en el cielo... por nosotros los hombres, ¡por todos! En este mismo instante, Tú, Señor, estás intercediendo por los pecadores, por aquellos que, como yo, cometen el mal. Estás intercediendo por todos los que me están dañando, por todos los que yo no amaría o que detestaría.

¿Quién podrá separarme del amor de Cristo? A veces, Señor, llego a preguntarme si te amo de veras... Lo cierto, es que yo quisiera amarte, sinceramente. Pero, ¡mis actos cotidianos contradicen tan a menudo este deseo y esta buena voluntad! Esa frase de san Pablo me invita HOY a no pensar ya en el «amor que debería yo tener por Ti»... para pensar, en cambio, en el «amor que Tú tienes por mí». Incluso si llego a abandonarte alguna vez, Señor, sé que Tú no me abandonas nunca. ¿«Quién podrá sepa­rarme del amor de Cristo»?

Nada podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Jesús. Ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el peligro, ni... Es una especie de letanía triunfal en la que san Pablo pone a continuación todos los obstáculos que ha ido encontrando personalmente: nada, nada, nada, puede separarnos de Ti. Guardo unos momentos de silencio para reflexionar en lo que podría yo añadir a esa lista: ¿cuáles son mis pruebas y dificultades desde hace unas semanas, HOY mismo? Trato de repetir a mi vez la certeza: ni... ni... ¡ni... podrán jamás separarme de tu amor, Señor!

Saldremos vencedores, gracias a Aquel que nos amó. Qué hermosa definición de Jesús: «aquel que nos amó»... Trato de dar a estas palabras un contenido concreto: Tú piensas en mí, Señor... Quieres mi felicidad... Me tiendes la mano cuando caigo... Me comprendes... Das tu vida por mí... Me perdonas... Me amas...

364 30.a semana ordinaria

VIERNES

Romanos 9, 1-5

Pasamos aquí a un desarrollo completamente nuevo de la gran Carta a los Romanos. Hasta aquí Pablo nos ha de­mostrado: - la miseria universal del hombre, la humanidad «sepa­rada» de Dios... - la reconciliación universal, la humanidad «animada» por Dios -Fe-... Ahora bien, Pablo sabe, desde lo interior, porque formaba parte de este pueblo, que a esta demos­tración podría hacerse una objeción mayor: ¡el problema de la incredulidad judía! ¿Cómo explicar que el pueblo, el primer beneficiario de esa revelación maravillosa, haya podido rehusar a Jesucristo, en su conjunto? Esto es lo que abordará ahora en los capítulos 9, 10 y 11 de su carta.

Afirmo la verdad en Cristo. No miento. Mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo. Nos damos cuenta de que abordar este asunto le desgarra el corazón. Y lo hace sólo por fidelidad a la «inspiración interior». Lo que nos ha predicado es el primero en vivirlo. Habla «en Cristo» y «en el Espíritu». Las palabras que salen de la boca de Pablo, las verdades que trata de desarrollar no son suyas, son «las de Cristo». Ayúdame, Señor, a refe­rirme siempre a ti.

Siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón. ¡Desearía incluso ser anatema, separado de Cristo por los judíos, mis hermanos de raza! Pablo sufre. No con un dolor personal, sino por la salva­ción del mundo. ¡Pablo obsesionado por la salvación de sus hermanos! ¡Un auténtico misionero! ¡Viendo que sus hermanos de raza, los judíos, rehusan la fe, llega hasta a desear su condena personal si esto puede salvarlos! Dicho de otro modo, está presto a renunciar a su eterna felicidad

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si esto pudiera asegurar la de ellos. ¡No debemos dejar pasar a la ligera tales declaraciones! Se ha reprochado a menudo a los cristianos ser «interesa­dos» -portarse bien en la tierra para obtener el cielo en recompensa-: esto es una caricatura del cristianismo. De hecho el verdadero amor es desinteresado. Leyendo estas palabras apasionadas, no olvidemos que Pablo era perse­guido por aquellos de quienes habla: la Sinagoga lo consi­deraba un renegado, un apóstata... Concédeme, Señor, que mi oración sea también por los que no me aman. Dame el ansia de la salvación de mis hermanos. Hazme misio­nero.

Son, en efecto, los hijos de Israel, de los cuales es la adop­ción filial, la gloria, las alianzas, la Ley, el culto, las prome­sas de Dios y los patriarcas, de los cuales también procede Cristo, según la carne. Una letanía de siete privilegios excepcionales. Siete es la cifra de la perfección. Se resume aquí toda una historia. La historia de un amor. Dios y ese pueblo se amaron. ¿Amor decepcionado? ¿Amor fallido? No, dirá Pablo, más aún, esto no es posi­ble. Todo continúa siendo válido. Dios continúa amándo­los.

De ellos procede Cristo, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito eternamente. Esta profesión de amor por los judíos, sus infieles herma­nos de raza, termina en una plegaria, una doxología a Cristo. Es el equivalente de una de nuestras fórmulas fi­nales de oración: «por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Dios y Señor». Pablo atribuye pues a Cristo, hombre nacido se­gún la carne, de la raza judía, un título que los judíos reservaban sólo a Dios, como para que resaltase mejor el «rechazo escandaloso» de los judíos. No quisieron reco­nocerlo como «Dios». Y sin embargo, verdaderamente, ¡Jesucristo es Dios!

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SÁBADO Romanos 11, 1-2; 11-12; 25-29

Hermanos, os pregunto: ¿Habría Dios rechazado a su pue­blo? No, de ningún modo. Yo mismo soy prueba de ello: también soy hijo de Israel. Pablo subraya aquí que no fue Dios quien tomó la inicia­tiva de la ruptura. No deja de ser fiel a su esposa infiel. Dios ama a aquellos que no le aman. Dios no rechaza a nadie. Y Pablo, tomando de nuevo la tesis de los profetas según la cual sólo un «pequeño resto» subsistiría, hace notar que hay un grupito de judíos, como él, por ejemplo, que son los testigos de ese amor. Conservar las solidaridades. No quedarse aparte, resguar­dado, como aquellos que huyen del peligro. Al contrario, considerarse como responsable de todos aquellos que son solidarios con, él: no soy un salvado «para mí», sino «para todos». Pablo-creyente es ya una parte del pueblo de Israel... ¡creyente! Pablo-salvado es ya una porción, algo del pueblo de Is­rael... ¡salvado!

¿Ha caído Israel para no levantarse?... si por haber caído ellos la salvación ha pasado a los paganos, su caída ha su­puesto riqueza para el mundo. Es preciso comprender bien este sorprendente argumento. Pablo alude al «hecho histórico» muy conocido: el re­chazo de los judíos ayudó a Pablo a no encerrarse en el mundo judío e ir a los paganos. Expulsado de la Sinagoga y de la comunidad judía, se halló casi obligado a dirigirse a los paganos (Hechos 23, 44-52; 17, 1-9; 11, 19-26).

No quiero dejaros en la ignorancia de este misterio: el endu­recimiento de los judíos durará hasta la entrada del con­junto de los paganos. Visión histórica audaz.

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Así el rechazo de la Fe, de los judíos, lejos de contradecir el prodigioso amor salvador de Dios por todos los hombres -tesis de la Epístola de los Romanos- no es sino una ilus­tración temporal y brillante de ese amor universal. A través de este misterio quisiera comprender mejor el misterio de la «incredulidad» HOY. ¡Muchos son los que «rechazan» HOY a Dios o viven «como si no existiera»! Quiero creer que Tú sigues amándolos, Señor, y que quie­res también salvarlos a todos. Tu proyecto es ¡«la entrada del conjunto de los paganos»! en la salvación.

Es así que todo Israel será salvo. En cuanto al Evangelio, son enemigos para vuestro bien. Pero en cuanto a la elección de Dios, son amados en atención a sus padres... ¡Los dones y la vocación de Dios son irrevocables! También los judíos un día serán creyentes. El Señor vendrá. Pero retrasa su venida para dar a todos ¡un «plazo» de conversión! Así, todo contribuye al pro­yecto de Dios. La incredulidad de los judíos es la prueba dramática del fracaso del hombre que quiere salvarse por sí mismo. Como tal, esta «incredulidad» tiene un aspecto positivo, pone en evidencia que nos salvamos «por pura misericor­dia»: mas entonces los judíos pueden también benefi­ciarse, y se beneficiarán de ello. Los dones de Dios son «IRREVOCABLES». Pueblo nacido de una iniciativa del amor de Dios, Israel está siempre acosado por este amor, incluso en su re­chazo: continúa viviendo de la fidelidad a la Palabra de Dios... Los judíos de HOY leen la misma Biblia que noso­tros. Ojalá el cristiano pueda preparar su retorno definitivo y su propia plenitud, edificando una Iglesia que «sólo busque su fuerzas en la iniciativa de Dios y su pura misericordia», sí, ¡los «enemigos de Dios» son los «muy amados» de Dios! Ruego por todos aquellos que se creen o que se dicen «enemigos de Dios».

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31.a semana ordinaria

LUNES

Romanos 11, 29-35

Tenemos hoy la conclusión de san Pablo sobre la primera parte-doctrinal-de su Carta a los romanos: primero ter­mina su exposición sobre la suerte de Israel en relación a los paganos... luego se lanza a una «doxología», acción de gracias a la Gloria de Dios, terminada por «Amén».

Los dones de Dios y su llamada son irrevocables. Nos conviene repetirnos esto. Por parte de Dios, se trata de algo «asegurado», «sólido», de «promesa irrevocable», de «algo dado». Por nuestra parte se trata de vincularnos a ello.

Antaño erais paganos... Desobedecisteis... Obtuvisteis mise­ricordia. También los judíos desobedecieron... También ellos obtuvieron misericordia. Toda la historia de la humanidad es vista por san Pablo como una contradanza entre judíos y paganos, entre cre­yentes y no-creyentes. Los unos, que habían obedecido primero, desobedecieron después... los otros, desobede­cieron primero para obedecer luego. Y las dos actitudes están ligadas: dependemos los unos de los otros.

Dios, en efecto, encerró a todos los hombres en la rebeldía, para usar con todos ellos de misericordia. La misericordia tiene la última palabra. Dios permite que cada hombre pase por el pecado -la desobediencia-para que experimente la vanidad, el vacío y la incapacidad de su voluntad... a fin de abrirlo entonces a la gratuidad del amor divino, única salida... Ayúdame, Señor, a ver así mis pecados. No como una vejación per­sonal ante el fracaso de mi voluntad. No con despecho. No con desesperación -«yo no llegaré nunca»-; sino con la certeza de que esos pecados me abren a tu misericordia

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y me hacen sentir más hondamente cuan necesario me eres. Señor, ayúdame a ver así a todo pecador entorno a mí, como un futuro objeto de tu misericordia, como un actual objeto de tu misericordia. ¡Tú amas a los pecadores! Amas a este pecador que está junto a mí y cuyo pecado me hace sufrir. ¿Seré, junto él, el testigo de tu misericordia?

¡Oh abismo... de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! El término griego traducido por «abismo» es el término «bathos», raíz que se encuentra en el término «bathys-cafo», el aparato que trata de explorar las «profundida­des», los «abismos» del mar.

«¡Cuan insondables son sus decisiones e impenetrables sus caminos!» Ninguna sonda puede llegar hasta el «hondón» de Dios. Ningún viajero, ningún explorador puede «penetrar» hasta ese país secreto, en el corazón de esta selva impenetrable. Y sin embargo vale la pena partir, aventurarse por ese «camino» que conduce hacia... Dios. «Los caminos de Dios»... hermosa expresión, capaz de ha­cer soñar, capaz de hacer rezar. Oro, partiendo de lo que estas palabras me sugieren. ¡Oh, Señor, haz que camine hacia Ti! ¿Estoy en el camino que conduce a Ti? ¿Cuándo se efectuará el encuentro?

¿Quién conoció el pensamiento del Señor? ¿Quién fue su consejero? Confesión de ignorancia. Pablo está profundamente extra­ñado del rechazo de Israel a adherirse al plan en Dios. Su mentalidad farisea, su orgullo nacional han sido heridos en lo vivo. Sólo puede confesar su ignorancia. A menudo en nuestras vidas tampoco nosotros comprendemos el desig­nio de Dios. Humildemente me remito a Ti.

Porque «de» El, «por» El y «para» El son todas las cosas. ¡A El la gloria por los siglos! Amén. Dios, origen de todo. El que lo conserva todo. El objetivo hacia el cual todo va...

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MARTES Romanos 12, 5-16

Terminada la exposición «doctrinal», he ahí la parte de «aplicaciones prácticas» de orden más moral: hay que sa­car conclusiones concretas... ¿cómo viviremos, ahora que hemos comprendido mejor el designio de Dios? Todos nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los unos miembros de los otros. La primera consecuencia concreta es la «unidad» de la comunidad cristiana. Era uno de los grandes problemas de san Pablo. Los primeros cristianos venían de ambientes muy diferentes, con usos y costumbres diametralmente opuestos los unos a los otros. El peligro de cisma, de escisión, de secta, amenazaba siempre. También ocurre así HOY, en que los conflictos parecen exasperarse. San Pablo empieza dando el «principio» de la unidad, el «Cuerpo único que nosotros formamos». La frase es casi intraducibie; en el texto griego, las palabras «oi polloi en soma esmen» son voluntariamente aproximativas... «los muchos un cuerpo somos»... La unidad de la Iglesia queda así establecida en su más profundo nivel: aquel a quien no acepto, aquel que me pone los nervios de punta, aquel que tiene opiniones ente­ramente opuestas a las mías, aquel que me hace sufrir... ¡es un «miembro de mí mismo»! somos «miembros los unos de los otros». Según la gracia de Dios, hemos recibido dones «diferentes». ¡No nos parecemos! Tanto mejor. Somos «diferentes». Tanto mejor. Ha sido hecho adrede. Dios lo ha querido así. Es un don de Dios. Pero, en conjunto, no nos gusta. No nos gustan las diferencias entre nosotros. Esto no es agradable. Las cosas serían mucho más fáciles si todo el mundo se pareciese a «mí» y pensara como «yo». Don de profecía... Don de servicio... Don de enseñar... Don de animar... Don de dirigir... Don de abnegación... Pablo insiste sobre la diversidad de los dones de Dios. Ningún orgullo, dice. Lo recibido no es para sí.

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Concédeme, Señor, no humillar los «dones» de los de­más... Concédeme, Señor, no humillar a los demás con mis pro­pios dones... Concédeme poner todos mis dones al servicio del con­junto. Ayúdanos, Señor, a decubrir y a valorar los dones de los demás... a ayudarlos a desplegar su personalidad, a ocu­par su lugar en la comunidad. Dedico un rato a descubrir los «dones» de los que me rodean... Es una oración que ha de hacerse a menudo. Manteneos unidos los unos a los otros con afecto fraterno... Fraternidad... Sed respetuosos, rivalizando en la estima mutua... Es el reconocimiento de los dones... No frenéis el empuje de vuestra generosidad... dinamismo, empuje... Dejad surgir el Espíritu... ¡Es extraordinaria esta fórmula audaz! Manteneos siempre al servicio del Señor... Pablo nos lo dijo ya: «servidores». Que la esperanza os mantenga alegres... Cuando viene la alegría, aceptarla. En las tribulaciones sed enteros... No os rajéis. Aguantad. Compartid... Que vuestra casa sea siempre acogedora... ¡Todo un programa! Bendecid a los que os persiguen. Desead el bien para ellos... No es nada fácil, Señor. Alegraos con los que se alegran. Llorad con los que lloran... Adaptarse a los sentimientos de los demás: mantened re­laciones interpersonales. Estad de acuerdo entre vosotros... San Pablo es reiterativo. ¡Las cosas no se arreglan en seguida! No penséis en grandezas... No queráis dominar. Dejaos atraer por lo humilde... Así, las altas consideraciones doctrinales, teológicas, ter­minan en estos consejos sencillos y concretos que es pre­ciso releer y a partir de los cuales hay que orar.

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MIÉRCOLES

Romanos 13, 8-10

Después de haber dicho a los cristianos que debían formar entre ellos una comunidad fraterna y unida, san Pablo aborda otro caso concreto, otro «deber» esencial ¡el de nuestras relaciones con «las autoridades civiles»! El cristiano moderno alardea, a veces, de despreciar las leyes civiles o de mantener hacia ellas una actitud calcula­damente desenvuelta, sobre todo respecto a las leyes fis­cales o penales. ¡Pablo pide a sus fíeles que se «sometan a las autoridades»! Y se atreve a pedir a los cristianos que sean fíeles a la «ciudad temporal»... que, en las regla­mentaciones de la «sociedad» vean una manera de amar a sus hermanos. No olvidemos que el «Poder» de la época era Roma, ¡un Estado pagano y perseguidor! Es en este contexto que escuchamos lo siguiente:

A nadie le quedéis debiendo nada, fuera del amor mutuo. Se trata pues de reconocer siempre los «derechos» de los demás. Se trata de saldar nuestras «deudas», lo que «de­bemos» a los demás. ¡«Ninguna»... deuda! Hacia... ¡«a nadie»! fuera del amor mutuo, que ¡es una deuda que nunca queda saldada del todo! Amar, no tiene término. Nunca estamos exentos de amar. Hay que avanzar siempre en el amor. Aplico este principio pensando en los que conviven conmigo.

Pues el que «ama» al otro tiene cumplida la Ley. Es lo que Jesús había dicho ya. El amor es el compendio de la Ley. «Aquel que ama a los demás»... una definición del cris­tiano. ¡Cuan lejos solemos estar de esto, Señor! Ayúdanos a no soñar en este amor, sino a llevarlo a la práctica hu­mildemente, modestamente, cada día. Guardo un momento de silencio para convencerme nue­vamente de esta necesidad: Oigo que Jesús me lo repite...

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oigo que Pablo me lo repite... oigo que el mundo actual, tan exigente con los cristianos en este sentido, me lo re­pite. Descubrir de nuevo mis puntos de inserción concretos, en este amor a los demás. ¿A quién... tengo que amar? ¿Cómo... debo amarlos? ¿Qué gestos, qué actitudes, qué palabras, qué compromisos... esperan los demás de mí?

La Ley dice: «No cometerás adulterio, no matarás, no roba­rás... no codiciarás...» Estos mandamientos y todos los demás se resumen en esta fórmula: amarás al prójimo como a ti mismo. Es más que un resumen, es un cambio completo de pers­pectiva. Se pasa de lo «negativo», de lo «interdicto», de lo «permitido y de lo prohibido»... no... no... A lo «posi­tivo», al «dinamismo interior», a la exigencia infinita... ¡ama! Las reglas de la Ley son una_ especie de «mínimum»: Cuando las hemos cumplido, podemos creer que estamos en regla. Pero el amor es una «llamada», dirigida a todos. El fariseo de la parábola «estaba en regla». Jesús dice que no quedó justificado. El publicano, en cambio, era un po­bre pecador, que no estaba en regla con la Ley, pero que estaba «abierto al amor». Jesús dice que éste quedó justi­ficado.

£1 amor no hace mal al prójimo. «Hacer un mal». Dañar a... La expresión es fuerte y nueva. Comparar la fórmula: «Hacer el mal»... con «hacer un mal»... En el primer caso, se está ante una abstracción, ante un principio. En el segundo, se está ante «alguien», ante una persona. ¡Ayúdanos, Señor, a no hacer daño a nadie! Al menos, voluntariamente. Ayúdanos a sanar, en lo posible, las he­ridas que hemos podido causar.

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JUEVES

Romanos 14, 7-12

El texto que meditaremos hoy se inscribe en el contexto en que san Pablo trata de las «divergencias» concretas que oponen a los cristianos entre sí. Algunos cristianos, aun habiendo abrazado la Fe en Cristo Salvador, se creían obligados a observar las prescripcio­nes legales antiguas de la Ley de Moisés: días de ayuno... abstinencia de carne y vino... prohibición de algunos ali­mentos... Otros cristianos -los «fuertes»- estimaban que su Fe les confería libertad plena, frente a esas antiguas prácticas religiosas. Se puede leer ese pasaje al comienzo de este capítulo (Romanos 14, 1 a 7). Y san Pablo continúa:

Hermanos, ninguno de nosotros vive para sí mismo, y tam­poco muere nadie para sí mismo. Es la condena más rotunda del «individualismo». Las «divergencias», si las hay, y los particularismos legí­timos, deben finalmente al menos, orientarse y canalizarse hacia el bien común. No se puede vivir «para sí mismo». Nuestros valores personales, lo que nos hace ser nosotros mismos queda bajo el «celemín» si no es compartido, puesto en común, orientado «hacia los demás», hacia Dios.

Vivimos para el Señor, morimos para el Señor. Es el primer principio para conservar o desarrollar la uni­dad entre cristianos de «opciones» opuestas: que cada uno actúe con lealtad «como servidor del mismo Señor».

Ya vivamos, ya muramos, pertenecemos al Señor. En definitiva, sólo Dios es la referencia absoluta. San Pa­blo no cuenta con que «conservadores» y «progresistas» lleguen a tener las mismas opiniones. Pide, incluso, a cada uno que siga su conciencia. La unidad no ha de hacerse a

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ese nivel concreto, sino más profundamente, en el es­fuerzo de cada uno para ser «servidor del mismo Dios», para pertenecer al mismo Dios. La sociedad moderna y la Iglesia de HOY más que la del tiempo de san Pablo, están marcadas por pluralismos, oposiciones y conflictos. Está claro que los cristianos tie­nen modos de ver cada vez más diferentes los unos de los otros, sobre asuntos profanos, morales, religiosos, litúrgi­cos. Señor, ayúdanos a que te pertenezcamos... a que aceptemos las tensiones que nos dividen en todos los otros puntos.

Entonces tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? Es el segundo «principio» para continuar o desarrollar la unidad entre cristianos que tienen «opciones» opuestas: que cada uno cuide de no juzgar los comportamientos de los demás. Cada uno debería poder contar con el amor y el respeto de todos para no acomplejarse de «ser él mismo» tal cual es. Ayúdanos, Señor, a no juzgar, a no despreciar.

Todos compareceremos ante el tribunal de Dios. En efecto, no tenemos derecho a juzgar a nuestros herma­nos porque el «Juicio» es una prerrogativa sólo de Dios y ¡nosotros seremos juzgados por El! Precisa tener en cuenta esta eventualidad. Jesús mismo nos recomendó firmemente esta actitud cuando nos pidió que no miráse­mos demasiado la «paja en el ojo del vecino» cuando no vemos «la viga que hay en el nuestro».

«Por mi vida, dice el Señor, que toda rodilla se doblegará ante Mí...» Así, pues, cada uno de nosotros deberá rendir cuenta de sí mismo a Dios. No hay nada mejor que ese género de pensamientos para ayudarnos a relativizar nuestras posturas demasiado cate­góricas. Señor, no quiero temer tu juicio. Pero que esto me ayude a estar más abierto a los demás.

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VIERNES Romanos 15, 11-21

Al terminar su carta, Pablo, una vez más, se siente obli­gado a hacer la apología de su ministerio. Va a justificar el derecho y el deber que siente de decir todo lo que dijo a los cristianos de Roma. En particular, se excusará de haber, de algún modo, intervenido en una comunidad que él, di­rectamente, no fundó: son muchas las regiones paganas a evangelizar para que entre en conflicto de jurisdicción con los otros apóstoles.

Me propuse, por mi honor, anunciar el Evangelio solamente allá donde el nombre de Cristo fuera desconocido, para no construir sobre los fundamentos puestos por otro. San Pedro fundó la Iglesia de Roma. Al dirigirse a ella, Pablo siente un cierto escrúpulo. Esto dará tanto más peso a lo qué está dispuesto a decir. Toda la doctrina del «sa­cerdocio cristiano» va a ser revisada. Y es de todos cono­cida su actualidad hoy. El «ministro» no es solamente una emanación de la comu­nidad. Recibió una «función» que le viene de Dios... y que no es exclusiva de la comunidad de la cual es directamente responsable... es una función de «Iglesia».

Os he escrito a veces con un cierto atrevimiento, en virtud del don que Dios me ha otorgado. No son los hombres quienes le dieron la palabra. Esto le viene de Dios y ello le confiere un cierto «atrevimiento». Ocasión de rogar por los sacerdotes de HOY. ¡Que sean dóciles a la gracia que Dios les hace! ¡Que sean atrevidos para escribir o hablar con valentía!

El don recibido de Dios me ha hecho un ministro de Jesu­cristo para con los paganos, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios... Esta frase ha sido de las más utilizadas, en los textos conciliares, para definir el «sacerdote».

31.a semana ordinaria m El «ministerio» del sacerdote es presentado por san Pablo como «un oficio litúrgico», como un acto sagrado... y esta liturgia es la «evangelización» del mundo pagano... el anuncio sagrado de la Palabra de Dios, la buena «nueva» de la salvación.

Para que la ofrenda de los paganos sea agradable a Dios, santificada por el Espíritu Santo... El sacerdote cristiano es, como en la antigua Alianza, el especialista de ritos sacrificiales a la manera de los sacer­dotes del Templo de Jerusalén: lo que él ofrece es la «vida misma de los hombres»... o, más exactamente, su palabra evangelizadora induce a sus oyentes a «ofrecerse a sí mismos». Lo esencial de la misión del sacerdote podría resumirse así: - revelar a los hombres el sentido pascual de todas las cosas, la salvación de Jesucristo. - a fin de inducirlos a unas actitudes de Fe, de conver­sión, de compromiso al servicio de Dios: ofrecer su vida en «sacrificio espiritual». La misa es, ante todo, esto. Y la evangelización es ante todo esto. «Pasar a ser una ofrenda agradable.» «Ofrecer nuestras personas, nuestras vidas.» «Por efecto del Evan­gelio que nos ha transformado.» Nuestra vida cotidiana entera «consagrada» por el evangelio pasa a ser materia de una ofrenda continua a Dios, resumida en la misa.

Así, partiendo de Jerusalén hasta Iliria, he completado el anuncio del Evangelio de Cristo. Es la evocación de la «colegialidad apostólica». Pablo, por esta fórmula se une al colegio de los Doce y a su envío en misión: «de Jerusalén hasta los confines de la tierra». Es lo que Jesús les había dicho.

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SÁBADO

Romanos 16, 3-9; 16, 22-27

Como en cada final de carta, Pablo saluda a unas personas cuyos nombres cita. Hay que leer esos nombres con res­peto; la mayoría son desconocidos, humildes cristianos de los primeros tiempos, colaboradores de Pablo, que no han dejado otra cosa, en la historia, que su nombre al final de una carta: sin embargo, sin duda, su papel ha sido capi­tal... nos han transmitido la fe.

Saludad a Prisca y Aquilas, mis cooperadores en Cristo Je­sús... así también a la Iglesia que se reúne en su casa. Meditamos, de paso, lo que esta frase evoca. Un matri­monio cristiano... Aquilas y Prisca... que reúnen en su casa a un grupo de otros cristianos para celebrar la euca­ristía. Rogamos para que nuestras misas, poco a poco, encuentren de nuevo algo de esa simplicidad y de ese fer­vor de vida «juntos» en la fe en el mismo Cristo Jesús.

Saludad a Epeneto, María, Andrónico, Junia, Ampliato, Urbano, Estaquio... Y los cristianos que están con Pablo se unen a él para firmar la carta. Yo Tercio, que ha escrito esta carta os saludo en el Señor... De igual modo Gayo, Erasto, Cuarto... En las grandes ciudades de HOY encontraremos de nuevo la situación de esos primeros cristianos, una ínfima mino­ría de creyentes, perdidos en medio de un mundo. ¿Sa­bremos también crear esos «vínculos» entre personas que nos permite reconocernos y amarnos? De esos primeros cristianos se decía: «¡Ved cómo se aman!» En mi vida cotidiana, ¿qué hago yo en este mismo sentido para crear una fraternidad con otros, «en el Señor»?

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Conclusión.

Gloria a Dios... Para san Pablo, la acción de gracias es el clima de su vida. Pasa el tiempo dando «Gloria a Dios».

A Aquel que puede fortaleceros y consolaros conforme al Evangelio... Hemos destacado a menudo el tema de la «fuerza» del evangelio. La vida cristiana no es blandura, pasividad, sino «fuerza», dinamismo.

Este es el «Misterio» que ha sido ahora revelado: mantenido en el silencio desde siempre... Pero hoy manifestado... La palabra «misterio» en san Pablo, tiene un sentido pre­ciso. Evoca «el proyecto de Dios que se revela poco a poco a través de la historia». ¡El «proyecto de DIOS»! ¡El «designio de DIOS»! Escondido, precedentemente... Es ahora «manifestado». Pero no se revelará plenamente hasta el mundo futuro. El «designio» de Dios es constituir una humanidad reconci­liada con Dios y consigo misma. El final de la historia humana es una humanidad «que ama», unida a Dios y en que están unidos los unos a los otros.

Por disposición del Dios eterno, ese «misterio» ha sido dado a conocer a todas las naciones para conducirlas a la «obe­diencia» de la fe. La fe permite al hombre comulgar con este proyecto de Dios, corresponder a él y participar de él.

Gloria a Dios, el único sabio, por Jesucristo y por los siglos de los siglos. Amén. Este proyecto es el fruto de la «sabiduría» de Dios, El, el sabio por excelencia, ¡el único sabio! Así termina la Carta. Un grito de admiración frente al misterio revelado: Cristo, clave de la historia y del destino de todo hombre.

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32.a semana ordinaria

LUNES

Libro de la Sabiduría 1, 1-7

Durante toda la semana leeremos «la Sabiduría». Es el último libro escrito del Antiguo Testamento. Fue com­puesto por un judío habitante de Alejandría, hacia el año 50 antes de Jesucristo. Alejandría, entonces la capital de Egipto, estaba situada a orillas del Mediterráneo, en la desembocadura del delta del Nilo. Era también la capital de la corriente cultural denominada «Helenismo»: una ci­vilización prestigiosa de las escuelas filosóficas y literarias en pleno apogeo, una floración de cultos «mistéricos» que atraían a las multitudes. La cultura griega, con su huma­nismo refinado, atrae también a las élites judías «disper­sas» y minoritarias en ese gran contexto pagano domi­nante. El autor del Libro de la Sabiduría, influido por el pensamiento griego, cuya cultura había asimilado, expresa en una nueva forma su Fe tradicional. Ayuda, Señor, a los hombres de nuestro tiempo a hacer ese mismo esfuerzo.

Amad la justicia los que juzgáis la tierra; pensad rectamente del Señor y buscadle con sencillez de corazón... Por «Justicia», hay que entender siempre en la Biblia, el pleno acuerdo del pensamiento y la acción con la voluntad divina. Así, el primer consejo de ese «sabio» es una invi­tación a «pensar justamente»... a pensar como Dios... a «buscar a Dios» en la sencillez del corazón. El esfuerzo de la meditación cotidiana va en ese sentido. A condición de que sea yo dócil a la Palabra de Dios y trate de ponerla en práctica.

Porque Dios se deja hallar de los que no le tientan y se manifiesta a los que no desconfían de él. Los pensamientos tortuosos apartan de Dios.

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«¡Buscar a Dios!» Cuando Dios encuentra esta disposición en el corazón del hombre «se hace el encontradizo», «se revela»... En el fondo, lo que Dios espera de nosotros es la lealtad, la verdad. Los pensamientos «tortuosos» apartan de Dios. Ayúdanos, Señor, a construir la verdad. A poner en prác­tica desde ahora la porción de verdad ya descubierta. ¿Cuál es hoy para mí esta correspondencia a Dios, esta conversión que El espera?

El Espíritu Santo, nuestro educador, huye de la mentira, se aleja de los pensamientos necios y se ve rechazado al sobre­venir la injusticia. Estamos ya muy cerca de la doctrina del Nuevo Testa­mento. El Espíritu de Dios, educador del espíritu del hombre. La luz divina iluminando y animando la inteligen­cia humana: todo ello se realizará en plenitud en Jesús... ¡el hombre que comulgará totalmente con la voluntad de Dios! Pero, en contrapartida, existe también ese riesgo terrible: la capacidad del hombre de hacer que se retire el Espíritu Santo... de «rechazar» el Espíritu de Dios. Esta actitud es considerada absurda y necia. Haznos inteligentes, Señor. Ayuda el esfuerzo de todos los «educadores, de todos los que se han consagrado a esa tarea maravillosa del avance de la verdad... ¡profesores, padres, educadores «con el Espíritu»! La Fe no ha de huir ante el mundo científico de HOY. El Espíritu Santo ilumina la inteligencia... ¡y se aleja de la necedad!

La Sabiduría es un espíritu que ama al hombre... pues el Espíritu del Señor llena el universo, y El, que lo envuelve todo, sabe todo lo que se dice. ¡Es el texto del Introito de la fiesta de Pentecostés! Es el Espíritu de Dios quien realiza la cohesión del universo. Medito detenidamente esta frase y la realidad que repre­senta: ¡Dios presente!

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MARTES

Libro de la Sabiduría 2, 23 a 3, 9

El autor escribe su libro en una época en la cual el Poder de los Ptolomeos, reinante en Alejandría, persigue a los judíos. Por sus particulares costumbres de vida, por su no-conformismo y su rechazo a colaborar con la religión oficial, los judíos irritan a los paganos y éstos buscan el modo de suprimir una secta tan contestataria. El autor del Libro de la Sabiduría trata de revelar al pueblo elegido la significación del proceso de que son objeto.

Dios creó al hombre para una existencia imperecedera, le hizo imagen de su misma naturaleza. La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo. Admirable expresión, con conceptos griegos de tipo abs­tracto, de una verdad tradicional de toda la Biblia -recor­demos el relato concreto del Génesis que dice lo mismo. Dios creó al hombre para la vida, para la «¡existencia!», ¡para «existir»! Pues Dios «en Sí-Mismo» es el gran viviente, el gran Existente. Y el hombre participa de esa realidad de Dios, es «imagen de Dios». ¡La muerte no es normal! es un incidente de tránsito. Y el autor se atreve a escribir que no es Dios quien ha previsto y querido la muerte. Para aceptar estas Palabras hay que admitir que «la vida humana no se destruye, sino que se transforma» por ese momento que llamamos «la muerte». Ayúdanos, Señor, a creer. Nuestros difuntos están en una «existencia imperecedera».

La vida de los justos está en la mano de Dios. Ningún tor­mento puede alcanzarles. No hay que tratar de imaginar esas cosas. Hay que reci­birlas sencillamente tal como se nos dicen.

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A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto, su partida de este mundo se tuvo como una desgracia, se los creía destruidos, pero ellos están en la paz. Aunque a los ojos de los hombres hayan sufrido castigo por su esperanza poseen ya la inmortalidad. Las palabras elegidas son las más idóneas, las más ajusta­das. No se trata de «muertos», sino de «vivos»: han par­tido, nos han dejado... Humanamente hablando es una desgracia, es como un aniquilamiento. Y así es. Sin embargo, «están en la paz», «tienen ya la inmortalidad». El evangelio no hallará nada más hermoso para decir esas cosas. Hay que repetirlas. Orar con esas fórmulas admira­bles, a la vez ¡tan modestas, tan humanas y tan serenas!

Por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de El. Se comprende que los mártires, los perseguidos, puedan hallar en esta certeza, un estímulo para su modo de morir.

Como un sacrificio ofrecido sin reserva, los «acogió»... El cristiano puede pues ir a la muerte con confianza y remitirse a Dios. La muerte es un «pasaje hacia Dios». La muerte no es un caer en el vacío, en la nada, se nos «acoge»... Y podemos hacer de la muerte un acto libre y voluntario, una ofrenda, un sacrificio, un don de sí a Dios. Si nuestra fe en esas Palabras divinas fuese muy viva no tendríamos miedo alguno. No acaba todo con la muerte. Todo empieza. Todo continúa. En el fondo se trata de que, durante nuestra vida, vivamos ya en estado de ofrenda y de sacrificio a Dios. En este caso, la muerte es la consagración de la vida.

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MIÉRCOLES

Libro de la Sabiduría 6, ¡-11

El autor del Libro de la Sabiduría se adjudica ficticia­mente la personalidad del Rey Salomón. Al poner sus reflexiones en labios de ese Rey se permite dar buenos consejos a las «autoridades» de su tiempo. Lo que es siempre válido para todos los que tienen «responsabilida­des».

Oíd, oh reyes, y entended; aprended, soberanos de la tierra. Estad atentos los que gobernáis multitudes y estáis orgullo­sos de mandar... Guardada toda proporción, lo que se dirá aquí es verdad para todo hombre o mujer: cada uno de nosotros tiene una parte de responsabilidad sobre uno u otro punto. En primer lugar, una actitud de humildad: aceptar «ins­truirse», «oír», «atender». No considerarse perfecto. Preocuparse de ir adquiriendo siempre una nueva compe­tencia.

El Señor es quien os ha dado el poder... Las antiguas tradiciones judías veían en los reyes davídi-cos a los representantes de Dios... pero nunca se habían atrevido a afirmar que ¡los reyes paganos detentaban tam­bién el poder de Dios! Ya algunos profetas habían presen­tado a algunos jefes paganos como «instrumentos» de los que Dios podía servirse accidentalmente -Ciro, por ejem­plo, en Isaías-. Aquí el autor de «La Sabiduría» va mucho más lejos. Toda responsabilidad viene de Dios, el cual ¡«pedirá cuentas»!

Dios examinará vuestra conducta y escrutará vuestras in­tenciones. En lugar de aplicar esto a los demás, procuro considerar mis propias responsabilidades desde este ángulo.

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Ayuda, Señor, a todo hombre a responder de lo que Tú esperas. Ayúdame a «aceptar mis responsabilidades» bajo tu mirada, pensando que las decisiones que tomaré te inte­resan, que las examinas y que me pedirás cuenta de ellas. Te ruego, Señor, especialmente, por todos aquellos que, en la ciudad temporal tienen responsabilidades más gra­ves: jefes de estado, responsables económicos, jefes de partidos políticos, responsables sindicales, responsables municipales, responsables de barrio, jefes de equipo de todas clases. Te ruego, Señor, muy especialmente por aquellos que en la Iglesia tienen responsabilidades más graves: el Papa, los Obispos, los presidentes de conferencias episcopales, los sacerdotes, los responsables de movimientos y servicios de Iglesia. Te ruego por los responsables de ese nuevo «poder» que es la opinión pública: los periodistas, los organizadores de emisiones de radio y televisión...

Si no habéis gobernado rectamente, ni observado la ley, ni caminado siguiendo la voluntad de Dios, terrible y repentino se presentará ante vosotros. Porque para los «dominadores» habrá un juicio implacable. Los «humildes» en efecto mere­cen excusa y compasión, pero los «poderosos» serán juzga­dos «poderosamente». El autor usa aquí de la sabídura popular que, de instinto, lo siente así.

El Señor de todos, ante nadie retrocede; no hay grandeza que se le imponga. Es verdad que la gran tentación de los jefes es creer que son amos absolutos y ¡que no tienen a nadie por encima de ellos! De hecho, saben muy bien que su poder no viene ni de su «genealogía», ni de su audacia personal, ni de su «gran­deza» . Dios, concebido como garantía absoluta de la rectitud de las relaciones humanas en la ciudad: todos estamos some­tidos al mismo dueño imparcial y justo.

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JUEVES

Libro de la Sabiduría 7, 22 a 8, 1

Pues hay en la «sabiduría» un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante, puro, sincero, ama­ble... amigo de los hombres, apacible... El autor enumera así veintiuna cualidades de la sabiduría. Este elogio es como un elogio de Dios. Poco tiempo antes de Jesucristo se tiene una especie de anuncio o indicio. Jesús es la Sabiduría de Dios. En El, en Jesús, la Sabiduría de Dios descrita aquí, se encarnó ver­daderamente.

La movilidad de la Sabiduría supera todo movimiento. Todo lo atraviesa y penetra. Es una visión sorprendente: Dios presente en todos y en todas partes, pero penetrando todos los seres, animando todo lo que se mueve, todo lo que vive. Es preciso dejarse captar por esta visión, por esta con­templación.

Porque es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, el reflejo de la gloria eterna, el espejo sin mancha de la actividad de Dios, la imagen de su bondad... Todo esto puede aplicarse directamente a Jesús. Verdaderamente en un último esfuerzo de explicitación, la «revelación» estaba madura para atreverse a afirmar el misterio de la Trinidad: unas personas divinas, distintas y unidas. Efectivamente, muchos textos del Nuevo Testa­mento no harán más que repetir esas palabras para apli­carlas al Verbo encarnado (Hebreos l, 3; Juan I, 9; Colo­se ns es 1, 15). De hecho, en estas imágenes, se tiene la idea de una acti­vidad de Dios en el hombre. Hay que reconsiderar cada palabra empleada. «Emanación», «Reflejo», «Espejo», «Imagen»: en todas estas palabras, estamos ante una rea-

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lidad que «viene de un ser», que es «distinta» y a la vez depende de este ser en el que encuentra su origen.

La Sabiduría es única y lo puede todo. Sin salir de sí misma, renueva todas las cosas. La Sabiduría de Dios trabaja en el corazón del hombre, de todo hombre. ¡Cuan bueno es, Señor, que nos repitas esto! Con frecuencia no vemos más que los pequeños aspectos de las personas y de las situaciones. Mientras tanto se está desarrollando un misterio grandioso y divino. Uno de los esfuerzos de la oración debería penetrar en nuestro interior para «re-visar» nuestra vida desde esa nueva mirada. Descubrir a Dios obrando. Señor, ¿qué es­tás obrando ahora en tal... y un tal... y una tal...? ¿Qué estás «renovando» en tal persona? ¿En qué podría yo ayudarte, Señor, unirme a tu trabajo en el corazón de aquellos que me rodean?

En todas las edades, entrando en las almas santas, la Sabi-dura forma en ellas amigos de Dios y profetas. Ninguna religión se ha atrevido, hasta este punto, a con­cebir que la transcendencia divina podría «transmitirse» al mismo corazón del hombre. Una centella divina en el hombre. Que hace del hombre el amigo de Dios.

La Sabiduría es más hermosa que el sol... Se despliega de un confín al otro del universo y gobierna todas las cosas. Presencia bienhechora y activa. De la que el sol no es más que un pálido símbolo. Nuestro sol, el que, sin embargo, hace crecer y anima todo viviente. Dios, Sabiduría, ayúdanos a dejarnos animar por Ti.

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VIERNES Libro de la Sabiduría 13, 1-9

Esta página es testimonio de la erudición helenística del autor de la Sabiduría, que capta la ciencia de su época y encuentra en ella una razón suplementaria de «adorar». La belleza de la creación revela al Creador.

Fueron insensatos todos los hombres que ignoraron a Dios y que a través de los bienes visibles no fueron capaces de conocer a «Aquel que es», ni reconocieron al Artífice consi­derando sus obras. La belleza del mundo tiene un valor religioso. Y no será el descubrimiento más profundo de las ciencias modernas, lo que pueda reducir la belleza del universo. El cual resulta ser mayor y más complejo aún, desde la in­mensidad del cosmos a lo infinitamente pequeño del átomo.

El fuego, el viento, el aire sutil, la bóveda estrellada, la ola impetuosa... Hay que saber detenerse ante esas maravillas. Vivimos en medio de fenómenos extraordinarios que no vemos... habitualmente. Danos, Señor, una mirada nueva para contemplar «el fuego», «el viento», «la flor», «el niño», «la estrella», «la ola» del mar.

Si quedaron encantados por su belleza, hasta el punto de haberlos tomado como dioses, sepan cuanto les aventaja el Señor de todos ellos pues fue el Autor mismo de la belleza quien los creó. En todo tiempo los hombres han sido sensibles a la be­lleza: Esta era una verdadera pasión en los griegos, en la época del autor de la Sabiduría. El mundo moderno siente también inclinación a idolatrar la belleza, de hacerla un fin, de dejarse captar por su «encanto». Ayúdanos, Señor, a contemplarte, a Ti, fuente e inventor de todo lo que es bello. Tú fuiste el primero en tener la pasión de hacer cosas bellas.

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Y si fue su poder y su eficiencia lo que les sobrecogió, deduz­can de ahí, cuanto más poderoso es «Aquel que los formó», pues de la grandeza y hermosura de las criaturas, se llega, por analogía, a contemplar a su autor. Es una de las más perfectas expresiones de síntesis entre: - la filosofía griega, toda ella orientada ya hacia la lógica y la ciencia... - y la teología tradicional, que admira a Dios como Crea­dor... Toda la civilización llamada «occidental» está en germen en tales actitudes de la mente. De hecho fue en el marco de esa civilización, que se desarrollaron a la vez: - la técnica industrial, que utiliza «el poder y la eficien­cia» de las cosas... - y una noción justa de Dios, a la vez presente y distinto de su creación. Pensando en el prodigioso empuje de las ciencias HOY, te alabo, Señor. Lejos de sentir miedo, según una concep­ción pesimista de la existencia, ¡te «contemplo» en las maravillas del «poder y de eficiencia» del mundo!

Con todo no son éstos demasiado censurables; pues tal vez se desorientan buscando a Dios: viviendo entre sus obras, se esfuerzan por conocerlas y las apariencias los seducen. ¡Tanta es la belleza que sus ojos contemplan! ¡Ah, Señor, cuan positiva es esta actitud! En lugar de censurar categóricamente «a los que se dejan seducir por la belleza» del mundo, se trata de comprenderlos primero, compartiendo su punto de vista, «tanta es la belleza que sus ojos contemplan». Da, Señor, a todos los cristianos esa actitud de compren­sión de su época, ese deseo de compartir con todos, cre­yentes y no-creyentes, las admiraciones, los entusiasmos, las actividades de los hombres de HOY. Concédenos, Señor, que tengamos los unos respecto a los otros «esa indulgencia» que nos haga decir: «no son éstos demasiado censurables»... Su error no ha sido muy grande.

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SÁBADO

Libro de la Sabiduría 18, 14-16; 19, 6-9

Habitante de alejandría, en Egipto, el autor del Libro de la Sabiduría, termina su estudio con una reflexión sobre las relaciones entre Egipto e Israel. Recordando las «plagas de Egipto» que liberaron de la servidumbre a sus antepa­sados, describe la parte debida a la «naturaleza» en el juicio entre hebreos y egipcios, y, para el fin de los tiem­pos, anuncia una «naturaleza transfigurada» en la que el cosmos entero intervendrá en la salvación de los justos.

Cuando un sosegado silencio lo envolvía todo... Tu Palabra omnipotente, Señor, irrumpió en medio de este país... La intervención de Dios es aquí dramatizada a la manera épica. Ayúdanos, Señor, a ver tus intervenciones en el mundo. Ayúdanos a creer que no te desinteresas de los hombres y de los movimientos de la historia. Tu Palabra es siempre «activa» en el corazón de los hom­bres y en el de los acontecimientos. Pero, a menudo, no la oímos. Permanecemos envueltos en el silencio. Ayúdanos a percibir esta Voz.

La creación entera, obediente a tus decretos, se rehízo de nuevo en sus diversos elementos, a fin de que tus hijos fuesen preservados de todo daño. El agua, los animales, el mar Rojo, intervienen para «sal­var» a los hebreos. El autor de la Sabiduría lo interpreta como signo de que hay una correlación entre la «salvación de los justos» y el «equilibrio cósmico».

Se vio una nube proteger su campamento... Una tierra seca emerger del agua que la cubría... Un camino practicable a través del mar Rojo... Una verde llanura del oleaje impe­tuoso... Es claramente como una «reproducción» de la creación primera. También en el Génesis el Espíritu, como una

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nube planeaba sobre las aguas (Génesis 1, 9). Así el Éxodo de Egipto es también la «evocación» de la creación futura. La Palabra de Dios que en el principio lo creó todo, está siempre presente sobre la tierra para preparar una «nueva creación» más allá de la muerte. En estas reflexiones hay una perspectiva, un sentido de la historia. Dios no ha hecho la «naturaleza», el «cuerpo», la «materia» para la destrucción. El proyecto de Dios no es tan solo la «salvación de las almas»: la creación material está realmente asociada al hombre. No olvidemos que ese texto fue escrito tan sólo unos años antes de Jesús. No solamente no desprecia Dios la «carne y el mundo material»... sino que «se encarna en él» y «resucita los cuerpos».

Los que tu mano protegía mientras contemplaban tan admi­rables prodigios, eran «como caballos conducidos a los pas­tizales». «Retozaban como corderos», alabándote a Ti, Se­ñor, que los habías liberado. La exultación corporal del hombre... es como la del caba­llo que salta y relincha percibiendo ya cerca el pastizal. La imagen es hermosa y audaz. Esforzándose por comprender el mundo, a veces el hom­bre tiende a separar «la materia del espíritu». En ciertos ambientes es de buen tono despreciar el cuerpo y la mate­ria, lo que es una visión pesimista, jansenista. Es verdad que la «máquina», el «erotismo» pueden alienar al hombre. Pero el pensamiento cristiano no se resigna a un dualismo que diría: el espíritu es bueno... la materia es mala. De hecho, el dogma de la resurrección nos presenta como ideal buscar ya aquí y ahora, una reconciliación en­tre el cuerpo y el espíritu, un cuerpo flexible al ritmo del pensamiento y del amor. ¡Glorificar a Dios con todo mi ser y toda la naturaleza!

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33.a semana ordinaria

LUNES

/ Macabeos 1, 10...64

Este libro relata la «resistencia». Después de doscientos años de ocupación persa, Palestina está ahora ocupada por el Imperio Macedonio -norte de Grecia-. A la muerte de Alejandro Magno que conquistó por las armas su inmenso Imperio, los judíos son someti­dos al Reino griego de Egipto. En 198 pasan a depender de la autoridad de los griegos de Siria. Bajo esa dinastía An-tíoco IV Epifanes (175-163) quiere imponer a todos sus subditos la cultura griega, que le parece ser la única ver­daderamente humana. Algunos judíos se dejan seducir y asimilar... Otros bajo la dirección de la Familia de los Macabeos se sublevan. Será ésta época de «mártires», de ahí que este libro se denomine también Libro de los Mártires. Señor, cuan importante es para nosotros, hombres de fi­nes del siglo xx, saber que la Fe ha sido siempre vivida inmersa en la Historia, en medio de los acontecimientos, en el centro de situaciones políticas y culturales. ¿Cuál es el contexto de mi Fe, HOY? ¿Cuáles son las grandes corrientes de pensamiento que nos marcan, incluso sin que nosotros lo sepamos? Ayúdanos, Señor, a mirar cara a cara a nuestro «tiempo».

Entre los nobles que se repartieron la sucesión de Alejandro, surgió un renuevo pecador, Antíoco Epifanes, hijo de An-tíoco el Grande... El creyente reacciona según esta primera fórmula. La historia profana no es solamente profana, se juega en ella un misterio de «gracia y de pecado». En mi «em­presa»... en mi «periódico»... en los «acontecimientos» de todas clases... ¿sabré leer e interpretar los «signos de Dios»?

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En aquellos días surgieron de Israel unos hijos rebeldes, que sedujeron a muchos diciendo: «concertemos alianza con los pueblos paganos que nos rodean...» Se trata del conocido fenómeno de «colaboración» con el ocupante. En profundidad es la tentación tan corriente de «asimilación y de contaminación» de la Fe con la no-Fe. «No te pido que los retires del mundo, sino que los preser­ves del maligno», decía Jesús. Es esencial para nuestra Fe que sea encarnada, que esté inmersa en el corazón del mundo pagano: es una «situación de contacto», providen­cialmente favorable a la «misión». Dios no quiso nunca que su pueblo fuese un pueblo protegido, encerrado en sus fronteras: los creyentes dentro... los paganos fuera... Dios quiso, y esto es un hecho, que los creyentes fuesen «dis­persados» -la diáspora de los judíos primero-, sembrados, encarnados, testigos, fermento, en medio de los no-cre­yentes. ¿Siento nostalgia de una «cristiandad» bien protegida? ¿Acepto la responsabilidad y el riesgo del contacto? ¿Por qué estoy en contacto con tanta gente que no com­parte mi Fe? ¿Se debe esto al plan de Dios, o al puro azar?

Se les permitió adoptar las costumbres paganas: levantaron un gimnasio en Jerusalén, disimularon su circuncisión, sa­crificaron a los ídolos, violaron el Sábado, quemaron los libros de la Ley... ¡He aquí la provocación! ¡Hay que elegir! Ya no se puede vivir entre dos aguas, mitad «a lo judío» y mitad «a lo pagano». Es la opción radical. Hay unos gestos exteriores, visibles que descubren la pertenencia o no pertenencia a tal tendencia. Claro está que esos «gestos» exteriores no son lo esencial, lo que cuenta es el corazón. Pero los ritos traducen el corazón y la Fe. ¿Qué sentido doy a los ritos?

Pero muchos israelitas resistieron... Y prefirieron morir antes que...

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MARTES

/ / Macabeos 6, 18-31

El martirio de Eleazar es el primero que la Escritura cuenta con precisión. «Eleazar era uno de los más emi­nentes escribas, hombre ya anciano y de hermoso rostro. Abriéndole la boca por la fuerza, se le quiso obligar a comer cerdo...», lo que estaba prohibido por la ley de Moisés. Contemplemos ante todo la actitud «interior» de este hombre.

Los que presidían esa comida ritual le aconsejaron que He-vara manjares «permitidos» y que simulara comer carne de la víctima sacrificada... Toda la belleza, la autenticidad universal de esa escena reside aquí. Ya no se trata solamente de una observación formalista, legal... se trata de una conformidad de todo el ser a la voluntad de Dios... «Hacer como si...» Hacer el gesto ritual sin creer en él... una hipocresía. Cumplir materialmente la Ley, estar en regla exterior-mente con ella. Lo hubiera estado, en el fondo, de haber aceptado la propuesta. Pero precisamente la Ley no puede vivirse de un modo formal. Ayúdanos, Señor, a descubrir el sentido profundo de todas las leyes que nos incumben. Repaso en mi memoria las reglas de conducta o las reglas de la Iglesia que más me pesan. ¡Cuan difícil es, Señor, no «hacer como si»... no contentarse con estar en regla, exte-riormente! No debo ser fíela una «Ley» sino a Ti, Señor. Y no te puedo engañar... es imposible «hacer como si...» ante Ti.

Incluso si de momento evito el castigo que proviene de los hombres, no escaparé, vivo o muerto, de las manos del To­dopoderoso. He ahí todo lo contrario al farisaísmo, al legalismo, al formalismo. Es ésta la actitud auténtica del hombre de Fe,

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situado «ante Dios». Un hombre, cuya referencia no es la «opinión pública», el juicio de los hombres, que -así he­mos de reconocerlo- podemos soslayar fácilmente. Un hombre, en fin, cuya referencia es absoluta, Dios. En nuestro siglo de «subjetivismo», es bueno encontrar hombres rectos, como ese Eleazar, que nos repiten que no podemos huir de Dios... que, bien pensado, es ridículo imaginar que se puede engañar a Dios con trampas o disi­mulo. El pagano puede, sin duda, arreglárselas así con su ídolo, y ése es el objetivo de los ritos mágicos. En cuanto al verdadero Dios, uno no puede «metérselo en el bolsi­llo», «hacerlo partidario suyo»; se le respeta, se le escu­cha, se está «en su mano»... y no se puede huir de él. Evoco algunos «problemas de conciencia» que se me pre­sentan: en mi vida profesional, familiar, personal... Trato de referirlos a la «manera de ver» de Dios.

Soporto, flagelado en mi cuerpo, recios dolores; pero en mi alma los sufro con gusto por temor de Dios. Seguir la propia conciencia. Seguir la voluntad de Dios. No todos los días son alegres. ¡Las dos actitudes pueden hacer «sufrir» el cuerpo, el corazón y la voluntad! Pero la «alegría» se encuentra al fin de este esfuerzo doloroso. Paradoja de la vida cristiana. Es ya el clima de las «biena­venturanzas»: «Dichosos los que lloran... Dichosos los que son perseguidos por la justicia...» Ayúdanos, Señor, a no arrastrar nuestra vida como una cadena de esclavo. A no cumplir tu ley en la tristeza y el tedio. ¡Oh, danos la alegría! Danos, a la vez, el rigor y la intransigencia de la conciencia... y la alegría de seguirla. San Eleazar, rogad por nosotros. Todos los santos del cielo, que habéis vivido vuestro duro deber en la tierra, rogad por nosotros.

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MIÉRCOLES

/ / Macabeos 7, 1; 20-31

Meditaremos, hoy, una segunda escena de martirio: siete hijos, siete hermanos, torturados bajo la mirada de la ma­dre. Sabemos, por desgracia, que esto es posible, que esto se ha hecho también en nuestra época. Nos gustaría no leer tales páginas, cerrar los ojos ante las torturas. Sin embargo, es necesario. Te ruego, Señor, por todos los verdugos y por todos los torturados. Te ruego, Señor, por todos los perseguidores y los perse­guidos. Y te ruego, Señor, por todos los que callan, los que per­manecen indiferentes, tranquilos y a sus anchas mientras algunos hombres mueren en algún lugar en guerra, muy próxima quizá... ¿No seré yo uno de éstos, Señor? ¡Oh, cuan difícil es ser cristiano hasta el final! ¿Cuál es la parte de participación con el sufrimiento del mundo que tú espe­ras de nosotros, Señor, a fin de no quedarnos al margen, y para que seamos solidarios ?

La madre vio morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día... Todo el dolor del mundo en esta sola imagen. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué suceden tales cosas? Con lágrimas y como un clamor, la humanidad te hace esta pregunta. Sí, conozco tu respuesta; no es una bella palabra tranquilizadora, no es una idea, no es una solución a un problema... es tu venida. Has venido en la carne. Has tomado sobre Ti lo necesario para «desangrarte», «ser flagelado», «morir» y resucitar. Pero, repítenoslo, Señor. Repítenos que no te quedas «fuera del dolor y la pena» de los hombres, que tú estás dentro, que la compartes... Que Tú la comprendes, que "sabes lo que es ser anonadado, sufrir, agonizar.

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Repítenos que hemos de tomar nuestra parte en tu segui­miento. Repítenos que Tú quieres la vida y la resurrec­ción. Repítenos que la muerte no es más que un momento, un pasaje.

La madre decía: «No fui yo quien os dio el espíritu y la vida... Sino el Creador del mundo que modela al niño, que preside su origen y el de toda cosa... Yo te llevé nueve meses en mi seno, te amamanté, te alimenté, te crié... Mira el cielo y la tierra; y sepas que Dios hizo todo esto...» Ante el absurdo de la muerte y del mal, ésta era la pura reacción de los judíos más conscientes -fue también la de Job-: no comprendemos, Señor... pero confiamos en Ti. No podemos pedir cuentas a Dios. Es el más Fuerte, el más Inteligente, el más Sabio, es el Creador. Incluso, si no lo entiendo todo, ¡sin embargo es El quien debe tener razón de haber hecho el mundo tal como lo hizo! Finalmente, esta actitud no es una abdicación. Es la única actitud razonable. Si lo comprendiéramos todo, seríamos «Dios». ¡Y evidentemente sabemos que no lo somos! Y los misterios complejos de la fecundidad, de la biología, de la genética, son de los que nos ponen delante de esta hu­mildad radical. Esa madre que dio al mundo siete hijos lo sabe bien: se sabe muy pequeña ante los misterios que se cumplieron en ella. Y esto la ayuda a comprender que hay otros muchos misterios, para los cuales, hay también que confiar plenamente en Dios.

No temas a este verdugo, hijo mío. Acepta la muerte para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la miseri­cordia... Fe en la resurrección. Respuesta final.

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JUEVES

/ Macabeos 2, 15-29

El mártir no es un fanático. No es un exaltado. Nos senti­ríamos inclinados a considerar esos relatos como unas pá­ginas de fanatismo religioso. Tanto más porque los cre­yentes de esa época se expresan muy fácilmente en térmi­nos de «guerra santa»... la fe y la política están muy liga­bas.. . se toman las armas para convertir a los demás o para defenderse... Pero no juzguemos demasiado de prisa. Su intransigencia es también una fidelidad a un mensaje reci­bido. ^ o es una defensa de «sí», de «sus tradiciones», de «sus costumbres» -aun cuando, a menudo, lo parezca-: los re­sistentes al Helenismo de Antíoco no son dueños del men­saje que transmiten... no aseguran sólo su salvación per­sonal... son «testigos». Este es el sentido del término 8nego «mártir». Cuando nos toque defender la integridad de la fe, ayúda-n ° s , Señor, a no defender sutilmente nuestras «posiciones Personales», «nuestras maneras de ver», «nuestros habí­as de pensar»... ni, lo que aún es peor, las ventajas hu-

manas que la Fe nos depara. Colócanos, Señor, en la hu­mildad. Haznos receptores de tu mensaje.

arto ya de las artimañas del poder real que se esfuerza en aPartar a los judíos de la Fe, Matatías, jefe de una impor-ante familia sacerdotal convoca a los fieles a la «resistencia»

y Predica la «guerra santa». n efecto, el combate por la verdad y la justicia tomó en

aquel tiempo esa forma «violenta»... odava HOY, algunos cristianos afirman que ellos tam-ien se ven acorralados a esta misma violencia para con­

seguir la justicia, a violencia, la guerra, no pueden ser un fin en sí mismas, eria llegar a ser uno «verdugo» y «asesino»... después de aber censurado a los que lo son. Pero se comprende que

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ciertas situaciones puedan llegar hasta estas situaciones difíciles y ambiguas. Ayúdanos, Señor, a entendernos los unos con los otros. Ayúdanos, Señor, a descubrir el sen­tido de tu bienaventuranza: «felices los artífices de la paz». A los partidarios de la «violencia» dales vivirla con el sentido y las revisiones que impone el evangelio... A los partidarios de la «no-violencia» dales vivirla con el sentido y las revisiones que impone el evangelio. Danos a todos, a la vez el sentido de la Justicia y de la Verdad... y el sentido del Amor y de la Paz...

Si cumples el decreto del rey, recibirás plata, oro y muchos regalos. El compromiso con las situaciones de injusticia conduce a esos chantajes, a esos despropósitos. ¡El dinero! Corrup­tor de las conciencias.

Aunque todas las naciones que forman el imperio del rey le obedezcan hasta apartarse cada uno del culto de sus pa­dres... Yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos en la alianza de nuestros padres. El cielo nos guarde de aban­donar la Ley y los preceptos. Incluso si hay guerra santa, la motivación es «religiosa». Se trata de una fidelidad interior a Dios... «mantenerse en la Alianza». Permanecer aliado de Dios. Hacer su volun­tad. Y esto a pesar de la presión general dominante: «Aunque todos abandonen a Dios...» ¿Cuál es la situación equivalente, en mi vida?

Y dejando en la ciudad cuanto poseían, huyeron él y sus hijos a las montañas. Es la prueba decisiva de que ellos no defienden ventajas adquiridas. Huyen al monte. Abandona la vida cómoda. Por fidelidad a Dios.

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VIERNES

/ Mácateos 4, 36-37; 52-59

J-a rebelión de 167, promovida por la familia de los Máca­meos, terminó con la victoria. Los judíos obtienen, por las armas, una autonomía mayor y más respetuosa de su reli­gión. Los Macabeos que son de familia sacerdotal llegan a ser sumos sacerdotes y reyes: su dinastía durará casi hasta e ' tiempo de Jesús. Leeremos hoy la celebración de la «victoria»; se restaura el Templo, se ofrecen unos sacrifi­cios cultuales. Esta celebración expresa el sentido profun­damente religioso de su lucha.

El ejército judío acababa de vencer a las tropas de Antíoco. Judas Macabeo y sus hermanos dijeron entonces: «Nuestros enemigos están vencidos. Subamos a purificar el Santuario y a renovar su consagración.» El veinticinco del noveno mes se levantaron al alba y ofrecieron un sacrificio. ¿Sabremos también nosotros «celebrar» ? En los grandes hechos de nuestras vidas, nuestros éxitos, nuestras alegrías, nuestras empresas humanas ¿conducen a Dios?

El altar fue consagrado al son de himnos, cítaras, liras y címbalos. El pueblo entero se postró rostro en tierra y ben­dijo el Cielo... ¡Una «celebración» alegre! ¡Una «fiesta»! Nuestras asambleas cristianas, nuestras misas, ¿tienen ese carácter? No nos apresuremos a decir «eran orientales» que se expresan con mucha facilidad con grandes gestos corporales... ¿No hemos perdido algunos valores esenciales, redu­ciendo nuestras ceremonias religiosas a esas asambleas demasiado pasivas y poco exultantes? Y sin embargo, también nosotros tenemos una gran victo­ria a celebrar. Cada domingo, cada misa es una celebra­ción de la victoria de Jesús sobre la muerte y el pecado.

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Siendo así, ¡viva la alegría! Que intervengan los instru­mentos musicales. Y ¡que todo nuestro ser, cuerpo y alma, participe de la fiesta!

Bendijeron al cielo que los había llevado a la victoria. Durante ocho días ofrecieron holocaustos con alegría y sa­crificios de acción de gracias y de alabanza. Adornaron la fachada del templo con coronas de oro y escudos; restaura­ron las entradas y las salas y les pusieron puertas. ¡Hubo grandísima alegría en el pueblo! En efecto, todas las artes estuvieron convidadas a esta fiesta. Arquitectura. Dibujo. Música. Hasta el arte culina­rio; puesto que las víctimas ofrecidas a Dios y asadas so­bre el altar constituyen un «festín religioso» de alegría estallante. Una vez más, ¡cuánta necesidad tenemos de redescubrir todo esto! Al menos en familia y en ciertas ocasiones, ¿cómo reen­contrar ese arte y esa alegría de vivir, en que concurren todos los elementos del hombre? Desde la oración más silenciosa, naturalmente, hasta el baile, pasando por la comida y los cantos.

Decidieron celebrar cada año este aniversario durante ocho días a partir del veinticinco del mes Kisleu en el gozo y la alegría. Todos los pueblos, todas las civilizaciones, todas las reli­giones, tienen ese tipo de liturgias que se repiten cada año. Pascua. La Asunción. Todos los Santos. Navidad, etc. Celebramos a Jesucristo. Danos, Señor, rostros de salvados. Que tu buena nueva, que tu Pascua, luzca en nuestras vidas y en nuestras liturgias.

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SÁBADO

/ Macabeos 6, 1-13

Varios detalles del relato de la muerte de Antíoco Epifa-nes, perseguidor de los judíos, son ciertamente históricos. Las biografías de este rey han relatado el recuerdo de los «pillajes de templos» que llevó a cabo para sacar a flote su tesoro. Su enfermedad y su muerte han sido interpretadas como un castigo divino. Nadie se ríe de Dios, impune­mente.

Al conocer las derrotas de sus ejércitos, quedó el rey cons­ternado, presa de intensa agitación y cayó en cama, enfermo de pesadumbre. ¡Este es el perseguidor! ¡Este es el verdugo que sin escrúpulo ordenaba degollar a siete hijos en presencia de su madre! Hay una especie de sabiduría elemental popular que estima que el malo pagará su culpa. Esta actitud no es demasiado limpia, un senti­miento de venganza se mezcla en ella. Purifícanos, Señor. Sin embargo, no podemos pedirte que no hagas justicia. Que el misterio de tu misericordia se concilie con el de tu justicia.

El rey sintió que iba a morir: llamó a sus amigos y les dijo: «Huye el sueño de mis ojos... He sido bueno y amado mien­tras fui poderoso... Pero ahora caigo en cuenta de los males que hice en Jerusalén.» Esta es la misericordia de Dios. El hombre malo paga su deuda, pero este pago lo purifica y hace que sea mejor. ¡Cuan emocionante es esa confesión del perseguidor! ¿Sabemos dar a todos una oportunidad de conversión, en lugar de encerrarles para siempre en su mal ? Danos, Señor, a nosotros también ser conscientes de nuestro mal. Pienso en los responsables de los juicios su-

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marísimos y de todos los campos de concentración. Escucho la confesión de Antíoco.

«Reconozco que por esta causa me han sobrevenido los ma­les presentes y muero de profunda pesadumbre en tierra extraña.» Es una especie de «confesión». «Preparémonos a la celebración de la eucaristía RECO­NOCIENDO que somos pecadores.» Lo reconozco, Señor. ¡No nos agrada meditar sobre la «justicia» de Dios! Somos, sin embargo, muy exigentes desde el punto de vista de la justicia, cuando se trata de nosotros, o de lo que nos atañe más directamente. Jesús nos ha pedido no «juzgar» a los demás. Pero en cambio nos pide que «nos» juzguemos a nosotros mismos. No se trata de condenar a cualquiera ni a fulmi­narle con la justicia de Dios: sería esto todo lo contrario al evangelio. Hay que desear la conversión de todos, incluso de los peores. En cambio puede ser saludable ponernos, nosotros mis­mos, seriamente, frente a la justicia de Dios. «Reconozco» que soy pecador, Señor. Pero sé todo cuanto Tú has hecho para salvarnos. Y cuento con tu amor misericordioso. Este es el sentido del Purgatorio. Es inútil querer imaginar el Purgatorio como un «lugar». Es más bien como «una maravillosa y última oportunidad dada» por Dios para una purificación total... para una toma de conciencia: reconozco que soy pecador, sáname. Que las almas de los fíeles difuntos descansen en paz.

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LUNES

Daniel 1, 1-6; 8, 20

En la última semana del «año litúrgico», la Iglesia nos propone unos textos «escatológicos», es decir, que evo­can el «fin de los tiempos». La Historia humana avanza hacia un final. Con Jesús, ha llegado el gran giro de la historia. Nos encontramos ya en los «últimos tiempos» anunciados por los profetas; pero esperando la «manifes­tación definitiva» del Reino de Dios. Esta semana leeremos algunas páginas del Libro de Da­niel. Vivía éste alrededor de los años 170 antes de Jesu­cristo. Cuando Palestina estaba «ocupada» y «adminis­trada» por el rey Antíoco Epifanes, que trataba de impo­ner las costumbres griegas. Es una época de mártires -re­cordemos el Libro de los Macabeos-. El Libro de Daniel se escribió para animar a los «resistentes» a guardar la integridad de su Fe.

Cuatro jóvenes... Daniel Ananías, Misael, Azarías. El autor del libro cuenta una historia edificante -se trata de una parábola- que se sitúa ficticiamente en el momento heroico de la cautividad en Babilonia, en el período en el cual el Pueblo de Dios se verá afrontado a los paganos y perseguido. El relato dice así: «...érase una vez tres jóvenes que ha­bían sido llevados a la fuerza a la corte del rey Nabucodo-nosor, y que este rey pagano quería convertir a la manera pagana de vivir...» Y la historia continúa. Yo también, Señor, he de vivir mi Fe en un contexto pa­gano. Vivo en medio de gentes que no tienen Fe... o, por lo menos, de gentes para las cuales el evangelio no es -o es muy poco- la regla de vida: la falta de fe, el ateísmo, el materialismo, me rodean y me influyen, a pesar mío. Acepto, Señor, contemplar ese contexto de vida. No para

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juzgar y condenar a mis hermanos, sino para preguntarme si soy fiel a mi Fe y al tipo de vida que ella exige.

Se les enseñaba la escritura y la lengua de los caldeos... Se les asignaba una ración diaria de los manjares y vinos del rey. El paganismo, el olvido del verdadero Dios, pasa concre­tamente, por una serie de pequeños detalles, aparente­mente faltos de importancia, de los modos de vivir. ¿Cuáles son los detalles que me siento inclinado a adoptar y que HOY, en el siglo xx, me desviarían hacia la no-fe? No dudo en buscarlos en las cosas más ordinarias: detalles de vestuario, compras, organización de mis fines de se­mana, gustos, elección de emisiones... En todo esto puede estar enjuego mi «fidelidad a Dios». Los tres jóvenes eligieron «rechazar» los alimentos paga­nos.

Al cabo de diez días tenían mejor aspecto y muy buena salud. La demostración que trata de hacer Daniel a través de este relato gráfico es la siguiente: ¡Los que siguen la Ley de Dios no perjudican su salud ni su moral! Después de todo, vivir como buen cristiano no conduce a ser un «dismi­nuido» un «desgraciado», al contrario. Los tres jóvenes, viviendo de legumbres, verduras y agua fresca, tienen buen aspecto y muy buena salud, a pesar de las renuncias aceptadas por su Fe. Es un símbolo. Y ¡cuan elocuente! A los paganos que nos ven vivir, no ha de parecerles la Fe como restrictivo, rebajante, insana, triste. Es esencial que la «manera de vivir según Cristo» aparezca como expan­siva: ¡formadora de hombres y mujeres serenos, abiertos y más «cabales»! Señor, aprovecho esta lectura-contemplación, para pre­guntarme qué rostro presento a los que me rodean. ¿Qué rostro presento de tu religión ?¿Qué piensan de mi Fe los que me ven vivir? ¿Soy un cristiano abierto? ¿o un cris­tiano sombrío, taciturno?

406 34.a semana ordinaria

MARTES

Daniel 2, 31-45

Visión de la «estatua de pies de arcilla» He aquí una parábola muy clara. Los imperios terrestres se creen muy sólidos: todo en ellos es brillante y aparen­temente rico, todo construido de oro, plata, bronce, hie­rro. Pero las piernas del celoso —la base— son de «arci­lla». Basta una nadería, una piedrecita, por ejemplo, para que todo se venga abajo. Daniel, amparándose en esta parábola, apunta, precisa­mente, hacia un gobierno, el gobierno persecutor de An­tíoco Epifanes. De momento, aparentemente triunfa; pero Daniel, en su Fe, ve el porvenir. Más allá de los trastornos políticos... en el corazón de los trastornos políticos, Dios interviene en la historia. El profeta, como en los demás libros de ese género -llamados «apocalípticos»-, no establece una clara distinción entre los diversos planos: para él todo está ligado y mezclado... la caída política de Antíoco, la independencia de su país, la liberación definitiva del fin de los tiempos. Para nosotros, HOY, lo esencial es abrir nuestros corazo­nes a la esperanza: venga lo que venga, Dios conduce la historia y su plan avanza y tendrá éxito. Evoco el contexto histórico de HOY.

A ti, ¡oh rey de reyes!, el Señor del Cielo ha dado reino, poder y gloria. ¡Es Nabucodonosor quien oye esas palabras! El, un rey pagano, él que ha destruido y deportado a Israel... oye decir que es «conducido por Dios». Incluso cuando hace cosas aparentemente contrarias a Dios, continúa estando bajo su control y realiza sin saberlo los proyectos de Dios. Creo, Señor, que los acontecimientos de HOY están bajo tu control. Hago oración para descubrir mejor su sen­tido... Te pido, Señor, que me otorgues participar en tu plan del mundo. A través de mi vida, de mis responsabili-

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dades ¿qué puedo hacer para que la historia avance hacia su término? ¿Hacia el Reino, hacia el éxito en Dios?

El Dios del cielo hará surgir un «reino» que jamás será destruido. La sucesión de los «reinos» terrestres prepara un «Reino» definitivo. Padre nuestro que estás en los cielos, venga a nosotros tu Reino, ¡hágase tu voluntad! Tú decías: «El Reino de Dios está cerca, está entre voso­tros». Y nos encontramos en él. Estamos en los «últimos tiem­pos». Puedo, desde HOY, hacer que reine Dios sobre mi voluntad, sobre el rinconcito del universo, sobre el hue-quecito de la historia que depende de mí: familia, profe­sión, vida personal, vida colectiva...

La piedrecita que viste desprenderse del monte, sin inter­vención de mano alguna y que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla, la plata y el oro... Jesús conocía esta profecía y la vuelve a tratar en relación a El. «La piedra que desecharon los constructores, se ha convertido en piedra angular... Todo el que caiga sobre esta piedra se destrozará y a aquel sobre quien ella caiga, lo aplastará» (Lucas 20, 18).

El Dios grande ha dado a conocer al rey lo que ha de suce­der. Qué fuerza debieron de encontrar en tales palabras los perseguidos, los resistentes en la Fe, en tiempo de An­tíoco. Certeza de una victoria final de Dios. ¿Es también mi fe HOY una fuerza para mí? ¿Tengo el sentido del «porvenir»? ¿Estoy vuelto hacia el porvenir que Dios prepara? ¿Espero pasivamente «lo que ha de suceder»? o bien, ¿trabajo humildemente en la parte que puedo?

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MIÉRCOLES

Daniel 5, 1-6; 13-14; 16-17; 23-28

El festín de Baltasar. En un texto tan «coloreado» de detalles concretos y que ha inspirado a tantos pintores célebres, es evidente que hay que retener lo esencial. Este festín es como el símbolo del «paganismo» de todos los tiempos.

«La seducción del orgullo»: un gran festín... de mil invita­dos... comiendo en vajilla de oro y plata. El rey hace alarde de su lujo. ¿Quién paga el costo de todo esto? Los pobres de su reino, sin duda. Pero no piensa en ello. Des­lumhra y aplasta a los humildes con su orgullo.

«La seducción de la carne»... nos imaginamos la orgía sen­sual que los artistas han hecho resaltar... la abundancia de vinos... las «mujeres y las cantoras». Cuando la humani­dad se abandona a sus instintos, excitada por el alcohol y el sexo ya no se detiene en el camino de la degradación y del envilecimiento.

«El insulto a Dios»: en este estado es frecuente que el hombre se las haya con Dios. Baltasar, para mostrarse completamente «libre de todos los tabúes religiosos», imaginó «beber en los vasos sagrados, robados antaño al templo». Hay muchas otras maneras de burlarse de Dios.

«El miedo y la angustia del más allá»: Se habla hoy mucho de la angustia metafísica del ateo. Se constata la prolifera­ción de prácticas supersticiosas y mágicas, en las personas que no creen en el verdadero Dios. «El rey empalideció, su pensamiento se turbó, sus piernas temblaron». Tiene miedo ante el misterio.

Tú no has glorificado al Dios que tiene en sus manos tu propio aliento y de quien dependen todos tus caminos...

34.a semana ordinaria 409

Frente a ese materialismo pagano, Daniel recuerda «al verdadero Dios». Al hombre que pretende pasarse de Dios, el profeta, con una sola palabra le recuerda su dependencia radical: «¡Dios es el que tiene en sus manos tu propio aliento!» Repito para mí esta palabra divina. En una imagen sor­prendente, expresa lo muy pobre, efímero y limitado que soy. Sé que un día mi aliento se detendrá. Sé que soy «mortal». ¿Qué conclusiones debería yo sacar de esto? ¿Qué actitud debería ser la mía ante esta verdad? ¿Qué oración me sugiere esto?

Dios ha «medido» tu reino. A la muerte de Nabucodonosor, lo sabemos, el Imperio de Babilonia se escindió en dos imperios rivales, los Medas y los Persas. Acontecimiento histórico. Acontecimiento po­lítico, humano. Todo esto no está allende de Dios, esto está «en sus manos».

Has sido pesado en la balanza y encontrado falto de peso. Ese gran rey se creía muy importante y ¡Dios lo encuentra falto de peso! Considerados desde el punto de vista de Dios, los hombres no tienen las mismas proporciones que les asignamos aquí abajo. Aquel que está al frente de una gran empresa, aquel que es adulado, respetado y envi­diado... es quizá considerado por Dios como «falto de peso». Aquel que es despreciado, aquél a quien no se da importancia... ¡es quizá considerado por Dios como im­portante y grande! Ayúdanos, Señor, a apreciar toda cosa y todo hombre al peso real, a la densidad divina. ¿Qué es lo que puede dar peso a mi jornada de HOY? ¿Qué amor he de poner en todas mis acciones ? ¿Qué ora­ción dará densidad a mi vida?

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JUEVES

Daniel 6, 12-28

Daniel en el «foso de los leones». Aquí también tenemos que aceptar el género «parábola». Esta escena ha sido repetida a menudo en los «espiritual-negros». Daniel aparece como el símbolo de la «fidelidad a Dios, que triunfa de todos aquellos que conspiran contra él».

Daniel, ese deportado de Judá, no hace caso de ti, oh Rey: tres veces al día hace su oración. Esta es la denuncia. Un hombre que se atreve a hacer su oración. La plegaria que Daniel recitaba tres veces al día era sin duda el «Schema Israel». Es el signo de su Fe, el signo de su pertenencia al pueblo elegido. Jesús propondrá también una oración oficial, el «Padre­nuestro», que los primeros cristianos recitaban también tres veces al día. ¡Ayúdanos, Señor, a orar! ¿Cuál es mi fidelidad a la oración? ¿Oro con regularidad? Se critican a veces los hábitos de plegaria regular «oración de la mañana», «oración de la noche», «bendición de la mesa», es verdad que las mejores cosas pueden pasar a ser rutinarias. Pero esto no quita el valor de las cosas. Se trata de conservar o de volver a dar su valor a todas las cosas.

Daniel, servidor de Dios, ese Dios que adoras con tanta fidelidad. ¡La «fidelidad» no es un valor en boga HOY! Todo cam­bia, todo evoluciona. Y sin embargo ¿por qué no ser «fieles» a la verdad, al amor? ¿Qué pensamos personalmente de aquellos que son «infieles» a su compromiso, de aquellos que son «infieles» con nosotros? Haznos fieles, Señor. Concédenos perseverar y crecer en todos nuestros amo­res.

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El Dios de Daniel es el Dios vivo, permanece siempre. Una fidelidad alegre es contagiosa y misionera: revela a Dios. Por su actitud de oración, Daniel abrió una brecha en el corazón de los que lo veían vivir y orar. La oración: signo de Dios. La oración: signo existencial, experimental de Dios. La oración: acto de evangelización, que revela la buena nueva. No con palabras o con discusiones, sino con un acto, de­cimos «Dios». Decimos que Dios es importante para no­sotros. Pero a condición de que la oración sea sincera, verdadera. A condición de que no sea tan sólo una «oleada de palabras, una charla formalista». A condición de que sea «encuentro con Dios», «diálogo con El», ¡«diálogo contigo»!

Su reino no será destruido y su imperio permanecerá hasta el fin. El salva y libera; obra señales y milagros en los cielos y en la tierra. Toda una teología de la historia está también aquí. Una «historia sagrada» se desarrolla en el seno de la «historia profana». Dios actúa. Salva -en el presente-. Libera -en este mismo momento. Todo el esfuerzo de la revisión de vida radica en tratar de descubrir humildemente «la obra que Dios está realizando actualmente» en un «hecho de vida», en un «aconteci­miento». Ayúdanos, Señor, a leer y a interpretar los acontecimien­tos. Ayúdame, Señor, a vivir contigo... a cooperar en tu tra­bajo... La oración así concebida no es una huida de la acción. Es el momento de una acción concentrada, más consciente, que gravita también sobre el mundo y sobre la historia. La oración nos remite a nuestras tareas para que «trabajemos contigo, Señor».

412 34.a semana ordinaria

VIERNES Daniel 7, 2-14

El capítulo Vil de Daniel, que meditamos hoy y medita­remos mañana sábado, es el más importante de toda la apocalipsis bíblica. Por la deslumbrante riqueza de las imágenes, por el potente hábito profético, por la profundi­dad teológica de los temas... anuncia directamente el Apocalipsis de san Juan. Leyendo esas palabras ardientes, no olvidemos que Jesús, delante del tribunal del Sumo sacerdote, Caifas -quien conocía también esa profecía- aplicó este texto a Sí mismo, reivindicando así la «igualdad con Dios»... to­mando el título de «Hijo del hombre»... anunciando su «venida sobre las nubes del cielo». Y esto le valdrá su condenación a muerte por blasfemo.

La noche... Tuve una visión: cuatro vientos del cielo... El gran mar... Cuatro bestias enormes: un león... un oso... un leopardo... una bestia con diez cuernos y con dientes de hierro... No nos apresuremos a pasar por alto esas imágenes, ta­chándolas de infantiles, se expresa en ellas una profunda filosofía de la Historia: la sucesión de los reinos terrestres ateos -que no reconocen al verdadero Dios- es una suce­sión de regímenes inhumanos, en los que la crueldad y el dominio se ejercen en detrimento de los hombres. Daniel sabía algo de ello puesto que vivía bajo el terrible reino de Antíoco Epifanes, el cual quería doblegar a todo el pueblo e imponerle un modo de vida... falto de respeto por la libertad y la dignidad profunda del hombre. La tentación de «dominar», de «aplastar», de «doblegar», de «imponer», de «asustar», de «usar la fuerza»... ¿se encuentra también de algún modo en mí? En la vida conyugal, en la vida profesional, en las discu­siones y conversaciones, en las tomas de posición, en las relaciones humanas... ¿Cómo me comporto? ¿Amor o fuerza? ¿Diálogo o certidumbre sectaria? ¿Búsqueda-pa-

34.a semana ordinaria 413

ciente-con-los-demás... o imposición de mi punto de vista? La tentación del «poder», la dialéctica del «amo y del esclavo» llega hasta aquí. No se da sólo en las relacio­nes económicas, se encuentra ya «en el corazón del hom­bre». Cambia, Señor, nuestros corazones y mentalidades. Continué mirando y vi unos tronos dispuestos y «un An­ciano» se sentó... El tribunal se sentó también y se abrieron los libros: la «bestia» fue muerta... Y a las otras bestias se les quitó el dominio... Es el Juicio de Dios sobre la Historia. Daniel anuncia el próximo fin de los «grandes Imperios» terrestres, el último de los cuales tiraniza al pueblo de Dios. «A las otras bes­tias se les quitó el dominio». ¡Si esto fuese verdad, Señor! ¡Si fuese verdad que los poderes humanos nunca más fue­sen «malos» y no abusasen nunca más de su fuerza! Por desgracia, sabemos que la Historia vuelve a empezar. Pero el Juicio también comienza de nuevo, permanente­mente. Cambia nuestros corazones, Señor.

Yo seguía mirando y vi venir sobre las nubes del cielo, como un Hijo de hombre. ¡He ahí la verdadera «esperanza»! No solamente una liberación política o económica, por necesaria que ésta sea... sino una liberación interior, el «reino de Dios» mediante de un «Hijo del hombre». A El se le dio «el imperio, el honor y el reino»: todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno y nunca pasará. Tú, Señor Jesús, has reivindicado ser ese «Hijo de hom­bre»... que viene «sobre las nubes del cielo», lo que es propio de los seres celestes. El viene más del cielo que de la tierra. Ya no es un «me-sías», solamente terrestre, cuyo «reino» no es como los demás. «Si mi reino fuese de este mundo, mis soldados hubiesen luchado por mí, a fin de que no fuese yo entre­gado» (Juan 18, 36). - Y sin embargo, es «como» un hijo de hombre, ¡pobre y sufriente!

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SÁBADO Daniel 7, 15-27

Continuación de la lectura de ayer. Gigantesca lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal que verá el triunfo de los Santos contra las bestias malhechoras. Se trata del anuncio del «Mesías», todos los exegetas afir­man unánimemente este punto. Pero se trata sobre todo de una interpretación «religiosa» de toda la Historia Hu­mana: De hecho a «toda época» —también la nuestra—, puede aplicársele esta gran visión. Daniel la aplicaba a los «grandes Imperios» de su tiempo... san Juan, en su Apo­calipsis, la aplicará a las condiciones de su tiempo, a la época de Nerón... En cuanto a nosotros, ¿somos capaces de «esta visión»? Daniel fue el primero en considerar la historia mundial como una preparación del «reino de Dios», y a soldar las esperanzas humanas con la aurora de una Esperanza eterna. El combate de la «santidad», aquí abajo, conduce al hombre hasta el umbral de la eternidad de Dios. El «tiempo» coexiste con la «eternidad».

Los que finalmente recibirán la realeza, son los santos del Altísimo. ¡Ah, Señor! ¡Qué divina revolución! Los «santos», en lu­gar de Antíoco o de Nerón o de Hitler... ¡De ningún modo una realeza del mismo género de la de éstos! En el plan de Dios, un «Pueblo de Santos» recibirá la realeza conferida al «Hijo del hombre». Y san Pedro dirá a sus fieles de Roma del tiempo de Nerón «que ellos son un pueblo sacerdotal, Pueblo de reyes, Asamblea de Santos, Pueblo de Dios». A medida que Cristo «reúne» a los hombres en la Iglesia, los asocia a la responsabilidad que El tiene para realizar el proyecto de Dios sobre la humanidad (Epístola de san Pe­dro 2, 4-10). Señor, ¿qué puedo hacer para mantener en mí esta «vi­sión»? Señor, ¿cómo esperas que participe yo en tu proyecto?

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¡Señor, me siento tan poco «santo»! ¡Me siento tan pobre! ¿Cómo te atreves a asociarme a tu obra, a tu responsabili­dad? Santidad no es sinónimo de aureola excepcional.

Esta «bestia», este rey... Pronunciará palabras hostiles al Altísimo y pondrá a prueba a los santos del Altísimo... Los santos serán entregados a su poder por un tiempo y tiempos y medio tiempo... La santidad es un «combate». La historia es una historia accidentada y tumultuosa. Los «triunfos de Dios» no son muy aparentes y a menudo quedan escondidos bajo el triunfo monstruoso de las fuer­zas del mal. Las épocas de «mártires» lo saben bien. La época de los Macabeos, la época de Daniel, lo sabían. Todavía Hoy, las «apariencias» son en contra de Dios... ¡«por un tiempo»! porque se nos ha prometido que ese triunfo del mal no durará.

Pero el tribunal se sentará, y el dominio le será quitado... Y será dado al «Pueblo de los santos, del Altísimo» para una realeza eterna... ¡Jesús, santo de Dios! Tú que te declaraste «Hijo del hombre», te comprometiste totalmente en ese combate contra el mal. Tú no has rei­nado humanamente, has sido humilde, paciente, santo, santo, santo ante Dios, terrible ante los demonios, sin pe­cado alguno. Todas las apariencias estaban contra Jesús. Sin embargo: «Yo soy Rey».

Un año se termina. Habéis seguido día a día los textos de la Escritura propuestos por la Iglesia. Os recordamos los Tomos I y II para los evangelios de cada día y el Tomo III para las primeras lecturas de Ad­viento, Navidad, Cuaresma y Tiempo Pascual. Las meditaciones para el tiempo ordinario de los años pares son objeto del Tomo IV.

TABLA DE CORRESPONDENCIA entre el Leccionario de la Semana y el Leccionario de los Domingos

1.a y 2.a LECTURAS

(las páginas están indicadas en cifras árabes, los tomos en cifras romanas)

1 dom. de Adviento 2 dom. de Adviento 3 dom. de Adviento 4 dom. de Adviento Navidad tarde

noche aurora día

Sagrada Familia Santa María Epifanía Bautismo de Cristo 1 dom. de Cuaresma 2 dom. de Cuaresma 3 dom. de Cuaresma 4 dom. de Cuaresma 5 dom. de Cuaresma

Año A

1.a lectura

iii, io III, 20 111,48

III, 72

III, 162 V. 60, 64 V, 140

IV, 22 IV. 244

2.a lectura

V.332 III, 216 IV, 382 IV, 384 V, 8 V, 278 III, 72 IV, 348

V, 346 IV, 108

V, 354

Año 8

1.alectura

III, 22

III, 56

III, 72

III, 162 V, 76 V, 158 V, 196

IV, 218

2.a lectura

IV, 254

V, 378 III, 216 IV, 382 IV, 384 V, 8 V, 278 III, 72 IV, 348

V, 362 IV, 256 IV, 344 V, 20

AñoC

1.a lectura

III, 72

III, 162

V, 144 V, 180

2.a lectura

V, 254, 256 IV, 364

V, 34 111,216 IV, 382 IV, 384 V, 8 V, 278 III, 72 IV, 348

IV, 376

V, 126

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TABLA DE LOS TEMAS PRINCIPALES Las cifras indican las páginas

Acción de gracias. 72, 94, 102, 112, 125, 133, 191.248,254.265,267. 274, 279. 344, 379.

Actos, hechos, eficacia, 181, 183, 204. 220, 223. 235. 251.

Alabanza, 279. 295. Alegría. 40. 94, 95, 102. 117. 129,

132, 151,208,211,216,248.254, 267, 272, 307, 310, 315.319, 326, 353, 371.

Alianza. 29, 32, 34. 74. 75. 119, 149, 196, 198, 221. 232, 309.

Amistad, 80. 280. Amor, Caridad, 22, 55, 126, 134,

142. 170, 196.225,248,255.279, 363. 372. 373.

Angeles, 9, 115. 264. 274. Apertura. 155. 163. 183. 216. 309.

405. Ateísmo, 104, 127, 237, 270. 322.

326. 336. 404, 412. Atención a los demás, 150. Ausencia de Dios, 66.

Banalidad, 106, 150 Bautismo. 71, 190, 219. 221. 231.

275. 276. Bondad, 246, 278, 287.

Cielo, 17, 26, 27, 30, 33, 38, 43, 165, 277.

Colectivo, 199, 205, 284, 301, 346. Compartir, 131, 371, Compromiso, 228, 234, 238. Conciencia, 107, 197, 328, 337,

395. Conflictos, 77, 171, 175, 215, 226,

292, 353. Confort, 141, 187, 303, 399.

Contemplar, 81, 204. Conversión. 39, 86, 92, 219. 323.

329. 336, 402. Cruz. 47. 87, 129, 159, 250, 272,

339. Cuerpo, 261, 269, 275, 279, 348,

354. 370. 391. Culto, 31. 34, 54, 95. Cumplimiento, término. 11, 121.

Decisión. 250. 313. Demonios, 65. Descanso, 14, 16. Desconcertante. 182. 193. Diálogo, 8, 20, 76, 186. Dinero, 130, 293, 399. Discreción, 259. Disponibilidad, 172. 187, 356. Divinidad de Jesús. 9, 19, 25, 268,

275, 289, 365. Domingo. 193, 208, 210. Dulzura, 195, 240, 251, 278.

Encarnación, 12. Entusiasmo, 248. Escatología, 22, 23, 101, 112, 162,

173, 248, 255, 265, 343, 359. Escondido (Dios), 79, 194, 201,

276. Escuchar, 16, 222, 384. Esencial, 298, 303. Esperanza, 22, 23, 101, 112, 162,

173, 248, 255, 265, 343, 359. Espíritu Santo, 119, 122, 207, 249,

354,356,357,360,371,377,381. Esposo, 134. Eternidad, 25, 33, 53, 56, 262, 295,

414. Éxito, 155, 405.

Farisaísmo, 21, 279. 339. Fe, 14, 15, 16.42.44.55,65.78,79.

80, 101. 104. 105, 113. 141, 144. 172. 184. 189. 228, 234, 248, 254. 266.271.274.315, 333. 338, 343. 344. 361. 379.

Felicidad. 30. 34. 223. 224. Fidelidad. 41. 88. 182. 192. 410. Fiesta, 208. 209. 315. 400. Formalismo. 121, 394. Fracaso, 87. 125. Fraternidad. 52, 171. 175.258.264. Fuerza. 120. 138, 227, 273. 334.

344. 379.

Gracia. 29. 92. 111. 128. 132. 227. 233, 249. 281.291.338.346.349.

Hijo. niño. 73. 101. 179. 195. 247, 359.

Historia, 100. 121. 175. 176. 183. 184.220. 226.229.232.236.242. 298.302.329.391.392.404.406, 411.414.

Humildad. 106, 316,339. Humor. 106. 151. 321. 324.

Ídolos. 197. 200, 232, 275. 335. Iglesia. 50. 77, 137. 184, 208. 218,

269, 272, 288. 370. Incredulidad, 14, 300, 322. 367. Inseguridad. 68. Inteligencia, 56, 59, 80, 81. 84, 90,

381, 386. Invisible, 46, 78. 201. 206. 268.

Justicia. 168, 210, 211, 257, 327, 335. 339.345, 351, 380, 398.

Lealtad, 118, 381. Liberación, 176, 179, 184, 185,

188, 191, 196. 197,205,210,232.

Libertad. 13,69,92. 122, 132. 189 192. 244. 337. 349. 350.

Liturgia, 28. 39. 91. 95. 206. 220. Lucidez. 87, 200. 301. Luchar. 166. 197. 353. 360,, Luz. 57. 113. 124.

Maravillarse. 91. 98. María. 179, 245. Maternidad, 67, 157. 247, 251. 318. Matr imonio. 29. 52. 63. 66, 110,

III . 119. 135. 161. Mediación. 19. 20. 25. 28. 32. 198,

201. 213. Ministerio, 20. 123. 128. 138. 214.

272. 283. 287, 290. 333. 376. Misa. 19.27,33. 185. 187. 188, 199.

220. 235. 377. 378. Misericordia, 101. 202, 281. 324,

368. Misión. 12. 24, 25. 249, 250. 311.

320, 339. 364. 393. Misterio. 198. 201. 207. 288. 397. Moral. 70. 91, 93. 102, 131. 197,

256, 278. 348. 356. 370. Muerte. II, 12, 67, 125, 159. 160,

174. 228. 260. 382. Mujer, 62. 170. 179, 287.

Novedad. 15. 127.

Opción, 234, 393. Optimismo. 57. 73, 81, 247, 307. Oración, 17, 18,33,35,81,93, 108,

112, 114, 117,143,148,167,202, 204,213,215.219,284,302,311, 410.

Orgullo, 76, 86, 99, 240, 340.

Paciencia, 182, 203, 267. Palabra de Dios, 8, 14, 15, 18, 123,

140, 148, 195, 214, 253, 314.

Participación. 39. Paternidad. 48. 157. 171,253.325,

359. Paz. 37. 72. 97, 142. Pecado, 20, 29, 32, 37. 46, 65, 73,

74, 115. 135. 152. 200,282, 317, 318,328, 338.346.347.350.352. 368.

Pequenez. 178, 181. 191. 239. Perdonar. 168. 215. 278. Perfección. 256, 351. Persecución, 40, 45, 177. Perseverancia. 41, 48, 144, 291. Plan de Dios. 164, 180, 199, 220,

229.271,273,321,379,406.415. Pluralismo, 77. 186, 375. Pobre.105, 130.177,181,191,193. Política. 197, 205, 285. 299, 406,

413. Practicar. 39, 199, 223, 288. Preparaciones. 10. Presencia de Dios. 124, 148, 164,

181, 194,206,207,221,238,281. Presente, (el), 15, 173, 193, 221. Progreso, 85, 103. 121, 199, 255,

256, 259, 266, 273. Promoción, 81, 180, 183. Prueba, 13, 48, 82, 88, 106, 117,

139, 158, 192, 25!, 272, 328.

Reconciliación, 20, 28, 36, 127, 171, 210, 269, 270.

Reconocer. 171, 403. Redención, 67, 107, 179-, 250, 272. Reflexionar, 303. Relación, 20, 59, 62, 164, 196, 222,

249, 258. Renuncia, 114. Responsabilidad, 39, 91, 110, 213,

214,219,227,231,238,240,384. Resurrección, 125, 188, 249, 262,

276, 343, 345, 355. Revisión de vida, 79, 84, 111, 150,

190, 191, 411.

Riqueza, 89. 246.

Sacerdocio, 13, 20, 24, 30, 36. Sacramentos, 111. Sacrificio, 20, 26, 27, 31, 32,34, 36,

37, 54. 94, 115, 158. 184, 243. Salvar. 71,79, 152, 155, 175, 177,

179. 191,231,237,242,282,285, 341.

Sangre. 3 1. 34, 48.51,75. 184.269, 339.

Servir, 123, 241. Sexualidad, 62, 67, 197, 257. 408. Signos, 133, 206. 239. Simplicidad, 238, 244, 371. Soledad, 202. Solidaridad, 11, 12, 70, 153, 201,

301. Sufrimientos, 13,82, 108, 158. 177.

272, 396.

Temor, 357. Tentación, 64, 115, 352. Testigos. 46. Tolerancia, 244. Trabajo, 59, 61, 67, 209, 210, 211,

252, 259. Trinidad, 249, 355, 386.

Unidad, 96. Universalismo, 74, 96, 186, 224,

244,284,285,306,307,310,334.

Valentía, 124, 157, 217, 304, 318. Vejez, 226. Verdad, 199, 282, 285, 288, 292,

294, 316. Vida eterna, 65,151,222,233,267. Vigilancia, 187, 263, 330. Violencia, 69, 215, 398. Vivir, 16, 58, 84, 93, 211. Vocación, 180, 221, 225, 238, 239,

286, 312.