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“LA SOBERANÍA COMO CONCEPTO POLÍTICO FUNDAMENTAL: ANÁLISIS HISTÓRICO Y PROBLEMÁTICA ACTUAL” TESIS PROFESIONAL QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE LICENCIADO EN DERECHO P R E S E N T A JOSÉ ROGELIO GUTIÉRREZ ÁLVAREZ DIRECTOR DE TESIS: DR. JOSÉ LUIS SOBERANES FERNÁNDEZ CIUDAD DE MÉXICO 2017

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“LA SOBERANÍA COMO CONCEPTO POLÍTICO FUNDAMENTAL: ANÁLISIS HISTÓRICO Y

PROBLEMÁTICA ACTUAL”

TESIS PROFESIONAL

QUE PARA OBTENER EL TÍTULO DE

LICENCIADO EN DERECHO

P R E S E N T A

JOSÉ ROGELIO GUTIÉRREZ ÁLVAREZ

DIRECTOR DE TESIS: DR. JOSÉ LUIS SOBERANES

FERNÁNDEZ

CIUDAD DE MÉXICO 2017

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A la memoria de mi abuelo Guillermo.

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“La historia de la soberanía es una de las más extraordinarias aventuras de la vida

y del pensamiento del hombre y de los pueblos por conquistar su libertad y

hacerse dueños de sus destinos”: Mario de la Cueva.

“El Derecho y el poder son dos caras de la misma moneda: sólo el poder puede

crear al Derecho y sólo el Derecho puede limitar al poder”: Norberto Bobbio.

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Índice

Introducción. ................................................................................................................................. 9

Primera parte. La soberanía en la Historia. ............................................................................... 11

Capítulo I. El nacimiento de una idea. .................................................................................... 12

En busca de la unidad perdida. .......................................................................................... 13

Conflicto entre el Imperio y la Iglesia: la cuestión de las investiduras. .............................. 15

Conflicto entre el reino de Francia y la Iglesia. .................................................................. 20

La Reforma: fragmentación europea. ................................................................................. 24

Las Guerras de Religión en Francia. .................................................................................. 29

Jean Bodin: un hombre y su tiempo. .................................................................................. 32

Capítulo II. Los límites de la soberanía: las posturas de Thomas Hobbes y John Locke. .... 37

Inglaterra: un cisma imprevisto. .......................................................................................... 37

Thomas Hobbes y la tormenta absolutista. ........................................................................ 41

La Revolución Gloriosa y el establecimiento de la monarquía constitucional. .................. 48

Los contrapesos ideológicos al absolutismo en John Locke. ............................................ 51

Capítulo III.- La cuestión de la legitimidad. ............................................................................ 61

Westfalia: la consolidación del Estado Moderno. ............................................................... 61

De “el Estado soy yo” a “el Estado somos todos”: revolución ideológica en Francia. ....... 70

El camino a la democracia: Juan Jacobo Rousseau. ........................................................ 73

Las dos revoluciones: una historia del constitucionalismo liberal democrático. ................ 81

Segunda parte. El concepto de soberanía. ................................................................................ 95

Capítulo IV.- Un concepto puro de soberanía. ....................................................................... 96

Presupuestos ineludibles. ................................................................................................... 98

Soberanía: la manifestación práctica de la libertad y la igualdad de los hombres. ......... 101

Condiciones para el ejercicio de la soberanía popular: la democracia en escena. ......... 108

Interludio iusnaturalista. .................................................................................................... 110

Consecuencias del ejercicio de la soberanía popular. ..................................................... 112

Capítulo V.- Soberanía y Democracia: los retos de nuestro tiempo. ................................... 116

¿Democracia o simulación? ............................................................................................. 119

Activismo judicial. .............................................................................................................. 125

La soberanía en tiempos de globalización. ...................................................................... 135

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Capítulo VI.- Soberanía y Derecho contemporáneo. ........................................................... 144

Un concepto político y jurídico. ......................................................................................... 144

Tensión entre soberanía y derechos humanos. ............................................................... 153

Conclusiones. ........................................................................................................................... 162

Bibliografía. ............................................................................................................................... 164

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Introducción.1

Hay ciertos conceptos clave en la teoría política, sin los cuales no pueden

entenderse ni la existencia del Estado ni la justificación del Derecho. En esta misma

línea, la teoría del Derecho pocas veces acierta a dar razones que otorguen validez

moral a las normas jurídicas; muy por el contrario, generalmente se contenta –sin

percatarse siquiera– con partir de nociones que se dan por presupuestas, como la

obediencia empírica al Derecho, el Estado como constante histórica, el sistema

jurídico como realidad delimitable y “normativa”,2 entre otras.

La ciencia jurídica palidece en el aislamiento del resto de las ciencias

sociales. Encerrada en su sistematicidad, atinará a proveernos de alguna definición

del Derecho: podrá decirnos qué es, cómo funciona, dónde se aplica; pero lo que

no podrá decirnos es el porqué de su existencia. Justamente en tiempos en que,

como hoy, el Estado y el Derecho claman por una justificación que les brinde suelo

firme de desarrollo y actualización, la ciencia jurídica se nos presenta en forma de

paradoja: el estudio de las normas jurídicas tiene en sí poco de normativo,

moralmente hablando. Nos enfrentamos a interrogantes de difícil comprensión.

¿Por qué debemos obedecer al Derecho? ¿Bajo qué título de autoridad puede el

Estado dictarnos normas de conducta?

El presente alegato propone la revalorización de la soberanía como concepto

político fundamental, que puede resultar útil para la revitalización del orden jurídico

y de la autoridad estatal. Para ello, habremos de entender al Derecho no como

simple realidad factual, sino como resultado de un proceso de deliberación política

de un cuerpo social que, en cuanto a tal, ya contiene una carga moral que justifica

1 Sistema de referencia empleado: Criterios Editoriales del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. 2 El Profesor Patrick Glenn, de la Universidad de McGill, ha realizado interesantes reflexiones sobre la imposibilidad que sufre el modelo de sistemas jurídicos para explicarse a sí mismo, proponiendo como alternativa el uso de un concepto más maleable y aprehensivo, el de tradición jurídica, en el que sí quedan comprendidas otras formas de Derecho fuera de la voluntad estatal. Es importante realizar esta precisión puesto que en los últimos capítulos del presente trabajo se hará referencia a algunas de estas tradiciones. Cfr. Glenn, Patrick. Doin’ the Transsystemic: Legal Systems and Legal Traditions. McGill Law Journal, Vol. 50.

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su existencia y coercitividad. La soberanía resulta ser –como veremos– el concepto

clave para entender esta conexión entre Derecho y moral.

Soberanía, concedemos, es un término equívoco. Al vocablo se le adjudican

un amplio número de significados y se le suele acompañar de adjetivos que

pudieran nublar su claridad conceptual: popular, estatal, nacional, territorial, política,

externa, interna, económica, etc. En virtud de lo anterior, el núcleo de esta

disertación está dedicado a la búsqueda de un concepto “puro” de soberanía, que

nos permita conocer su realidad –si es que la hay– libre de adjetivos. La disposición

de este trabajo pretende servir a esta intención: primero se realiza un recorrido

histórico de la idea de la soberanía en la teoría política, en el que se expone de

manera alternada el pensamiento de los autores más representativos en el tema y

su entorno temporal; posteriormente se procuran descifrar los elementos esenciales

con los que sería posible conocer el concepto de soberanía en su estado más puro,

para finalmente analizar la viabilidad práctica de tal conceptualización a la luz de las

circunstancias de nuestro tiempo, con sus desafíos y áreas de oportunidad propios.

Contra quienes propugnan su caducidad, sostendremos que, si es bien

entendida, la idea de soberanía permanece vigente. Inclusive, puede que el estudio

a profundidad de su significado y trascendencia no haya tenido tanta relevancia

como tiene al día de hoy.

En el fondo, lo que se presenta es un argumento del orden sobre la anarquía;

de la democracia sobre la tiranía; y de la libertad sobre la sumisión.

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Primera parte. La soberanía en la Historia.

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Capítulo I. El nacimiento de una idea.

El estudio de toda institución filosófico-política debe partir del entorno histórico que

permitió –o acaso condicionó– su nacimiento y desarrollo. La soberanía no es la

excepción. En efecto, el pensamiento de Jean Bodin, artífice primero de dicho

concepto que en 1576 definió como “el poder absoluto y perpetuo de una

república”, 3 es innegable producto de su tiempo, síntesis de posiciones

contrapuestas y controversias que tanto en la teoría política como en el ejercicio

práctico del poder se venían gestando desde mucho tiempo atrás.

La primera definición de soberanía que hemos presentado, gravita en torno

a la supremacía como atributo distintivo de esta clase de potestad: sólo es absoluto

aquel poder que puede ser ejercido sin el consentimiento de superior, de igual o de

inferior.4 En esta altísima voluntad, que a primera vista pareciera no reconocer

límites, reside su esencia.

El énfasis en la supremacía de una potestad sobre otras no es ocioso, sino

obra de la necesidad. La primera idea de la soberanía germinó en un entorno político

en el que coexistieron instituciones detentadoras de poder de muy variadas

categorías, que sin lograr sobreponerse unas a otras rivalizaron durante siglos en

un mismo espacio temporal: el medievo. De entre estas instituciones destacan la

Iglesia, el imperio y el reino.5 No ignoramos al resto de agentes e instituciones que

completaban el riquísimo mosaico de actores políticos de la época. En el seno de

las tres instituciones referidas, encontramos príncipes, duques, condes, barones, y

obispos que en sus individualidades representaban también el disgregamiento del

poder político en el feudalismo; sin embargo, es también cierto que la mayor parte

de la filosofía política de aquella época fue redactada en apoyo de las pretensiones

papales, imperiales o reales, y que fueron las pugnas entre estos tres actores las

3 Bodin, Jean: Los seis libros de la República, trad. de Pedro Bravo Gala, Madrid, Editorial Tecnos, p. 47. 4 Ibídem, p. 74. 5 Para efectos del presente trabajo, por “reino” nos referimos indistintamente a toda Corona europea que hubiese lidiado con un conflicto de poder semejante al que se describe en el presente capítulo, si bien habremos de enfocarnos predominantemente en las coronas francesa e inglesa.

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que finalmente moldearon el concepto de soberanía moderna. En virtud de lo

anterior, en este apartado histórico se hará referencia predominantemente al

choque de estos tres personajes: el papa, el emperador y el rey.

No pretendemos adentrarnos en la historia del pensamiento político más allá

de los albores de la Edad Media, buscando dudosos antecedentes para nuestro

concepto en el pensamiento clásico de Grecia y Roma. Partiremos mejor de la

escena política europea que resultó de la caída del Imperio Romano de Occidente,

en el que se desenvolvieron nuestros tres principales personajes.

En busca de la unidad perdida.

Con la caída del Imperio Romano de Occidente, el otrora política y

jurídicamente unido territorio europeo se vio atomizado en pequeños núcleos de

población mal comunicados unos con otros. No quiere esto decir que el orden haya

dado paso a la anarquía. Por el contrario, este aislamiento poblacional fue tierra

fértil para el feudalismo, un nuevo sistema económico y político fundado en la

relación señor-siervo y el autoabastecimiento de la comunidad. Por aquellos años

comenzó a imperar un sistema de control político descentralizado, por el cual, el

mayor de los señores feudales, el rey, asignaba a sus pares menores porciones de

tierra a cambio de lealtad, hombres y recursos, aunque es de señalarse que, en la

práctica, y sobre todo a inicios de esta nueva etapa histórica, el control efectivo que

podía ejercer un rey sobre el resto de los señores feudales era muy reducido. Los

pueblos europeos tenían entonces como único común denominador su fe cristiana,

pero aún en este elemento de unidad se identificaban ya puntos de choque, como

el pretendidamente herético culto arriano.

En este estado de cosas, la Iglesia buscó nuevos aliados seculares con los

que intentaría restablecer un sistema político que sobrepasara los límites del

regionalismo feudal. El primer ensayo de esta cooperación a gran escala se dio

durante el reinado de Clodoveo, rey franco de linaje merovingio, que ascendió a su

trono en el año 481.

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Clodoveo se desposó con la princesa borgoñona Clotilde, que era católica.

Acto seguido fue bautizado en 496, empujando así a su pueblo entero a la

conversión. La trascendencia del acto radica en el enfoque estratégico para las

partes involucradas. Considérese –por ejemplo– cómo Clodoveo sostuvo fuertes

campañas contra el reino visigodo, de creencias arrianas, hasta eliminarlos de las

Galias, con lo que la Iglesia católica obtuvo un triunfo sobre este credo competidor,

mientras Clodoveo legitimaba sus conquistas al amparo de una justificación

religiosa. Esta primera aproximación post-romana entre los gobiernos secular y

eclesiástico duró poco: después de la muerte de Clodoveo en el año 511, su reino

fue dividido entre sus cuatro hijos y jamás recobraría su esplendor original bajo la

misma dinastía merovingia.

La historia del reino franco siguió su curso hasta la siguiente gran alianza

entre los mundos espiritual y temporal, que tendría lugar más de doscientos años

después. En el año 732 Carlos Martel, ministro del rey franco, noble de la familia

llamada carolingia en honor al nombre de su descendiente más poderoso –que se

llamaría Carlomagno–, enfrentó a los ejércitos musulmanes que después de

conquistar el territorio de lo que hoy se conoce como España se disponían a avanzar

hacia la Europa central. El choque militar se dio a las afueras de la ciudad de

Poitiers, en lo que se considera una batalla emblemática por muchos historiadores,

pues hizo de Carlos Martel un héroe cristiano y le otorgó un poder de facto en el

reino franco muy superior al de su rey.

A pesar de lo anterior, Carlos –no siendo merovingio– carecía de vía de

acceso legítima al trono de los francos. Sería su hijo Pipino quien encontraría el

medio de legitimación necesario para tal efecto: recurriendo Pipino a la autoridad

papal, consultó con el pontífice Zacarías si era justo y conveniente que un pueblo

como el suyo fuese gobernado por un rey desprovisto de poder. El papa entrevió

una oportunidad para fraguar una nueva alianza entre el papado y la monarquía

franca, y gustosamente respondió a la consulta en los términos anhelados por

Pipino: “es mejor que se llame rey a quien posee el poder que a quien no tiene

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ninguno”.6 Con la justificación papal, Childerico III, último rey franco merovingio, fue

destronado, mientras Pipino era ungido con los óleos sagrados a la manera de un

rey del Antiguo Testamento.

A su muerte, el reino de Pipino fue dividido entre sus dos hijos: Carlomagno

y Carlomán. Esta separación duró poco, pues a la muerte de Carlomán en el año

771 Carlomagno heredó la totalidad del reino. Como gran militar que fue,

Carlomagno logró duplicar la superficie del antiguo reino franco generándose en

Europa la impresión de que la unidad cristiana perdida con la caída del Imperio

Romano de Occidente, y reensayada bajo el reinado de Clodoveo, se recuperaba.

El punto más álgido del éxito del estadista carolingio lo constituye su coronación por

el papa León III bajo el título de “emperador” en el año 800, afianzándose por este

acto la unión entre Iglesia y el nuevo Imperio. Sin embargo, este nuevo Imperio tuvo

una duración tan efímera como la vida de su emperador: en el año 814 muere

Carlomagno y su hijo, Ludovico Pío, en vida haría reyes a sus hijos Lotario, Luis el

Germánico y Carlos el Calvo, quienes acabarían fragmentando el imperio de su

padre tras amargas guerras fratricidas con el Tratado de Verdún de 843.7 Hay

quienes encuentran en este reparto de las tierras imperiales uno de los primeros

antecedentes de la división fronteriza entre el imperio germánico y el reino francés.

Cierto es que después de Verdún, Lotario conservó la parte central del

Imperio carolingio, donde se encontraban tanto Aquisgrán como Roma, pudiendo

así conservar el título de emperador, pero esta distinción le valía ya muy poco. En

la práctica, Lotario no tenía autoridad alguna sobre los reinos de sus hermanos, y

su Imperio sería dividido en fracciones aún más pequeñas por sus sucesores.

Conflicto entre el Imperio y la Iglesia: la cuestión de las investiduras.

La idea imperial de Carlomagno; sin embargo, no murió con él. En el siglo X,

Otón I, rey de Alemania, se encargaría de recuperar los antiguos bríos del Imperio.

6 Simons, Gerald: Orígenes de Europa, trad. de Carmelo Saavedra, México, Ediciones Culturales Internacionales, 2007, p. 66. 7 González, María de la Luz: Teorías acerca de la soberanía y la globalización, México, Editorial Porrúa, 2005, p. 17.

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Siguiendo el ejemplo de Carlomagno, Otón I emprendió una serie de campañas

militares que le permitieran amasar viejos territorios del Imperio carolingio –

principalmente en la península itálica–8 hasta ser coronado emperador por el papa

Juan XII en el año 962, fundándose formalmente a partir de este momento el Sacro

Imperio Romano Germánico. La coronación de Otón como emperador contó con un

símbolo particularísimo que revela la firme unión entre Iglesia e Imperio: la corona

imperial contó con un arco de metales preciosos especialmente alto para permitir

que se llevara la corona sobre una mitra.9

A partir de entonces, la naturaleza de la relación entre el poder secular y el

religioso no fue más de coordinación, si es que había tal cosa, pues en adelante el

emperador impulsaría una política de control sobre el papa. Apenas un año después

de ser coronado por él, Otón I depuso al papa Juan XII e impuso como pontífice a

León VIII. Su heredero, Otón II, haría lo propio imponiendo a Gregorio V en el solio

pontificio, y otro tanto haría Otón III imponiendo a Silvestre II en la silla de Pedro.

Se confirmaba, pues, la sumisión del papado al emperador.

La defensa del papa se manifestaría en la famosa cuestión de las

investiduras, un debate doctrinario sostenido entre el emperador Enrique IV y el

papa Gregorio VII, quien accedió al solio papal en el año 1073. El problema versaba

sobre la investidura de los obispos y los abades por los gobernantes seculares; esto

es, la práctica del emperador de nombrar e investir estas dignidades religiosas a

laicos en su territorio según su conveniencia.

Gregorio VII prohibió la investidura realizada por los laicos en el año 1075.

Enrique IV vio en este acto una amenaza a la unidad imperial: en su facultad de

nombrar obispos el emperador sustentaba buena parte de su control sobre Italia,

región propensa a la separación política por la incomunicación natural con el resto

del Imperio que representaba la enorme cordillera de los Alpes; lo anterior, sin

8 Otón también procuró dicho fin por medios diplomáticos. Tras la muerte de su primera esposa de nombre Edith, Otón desposó con Adelaida, viuda del rey de Italia, y con ella pudo reclamar con éxito el trono de Italia para sí. Cfr. Brooke, Christopher: Europa en el centro de la Edad Media (962-1154), trad. de Matilde Vilarroig. Madrid: Editorial Aguilar, 1973, p. 167. 9 Ibídem, 154.

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demeritar la considerable disminución de su capacidad de control sobre el clero en

la misma Alemania. Como reacción a las pretensiones papales, Enrique IV convocó

a un concilio de obispos alemanes en Worms, donde se declaró depuesto a

Gregorio VII, quien replicó excomulgando a Enrique y dispensando a sus vasallos

del juramento de fidelidad ante este.

La respuesta de Gregorio VII tuvo mayor fuerza política que la de Enrique IV.

Los príncipes alemanes se alinearon con el papa y se dispusieron a juzgar a su

emperador en la dieta de Tribur, declarando que Enrique IV sería depuesto si no

recibía la absolución para el 22 de febrero de 1077, en el aniversario de la sentencia

contra él.10 Se apresuró entonces el emperador a recibir la absolución, cruzando los

Alpes al encuentro del Pontífice, lo que ocurriría en el episodio conocido como la

Humillación de Canosa. El encuentro tiene bien ganado su nombre: Enrique tuvo

que hacer penitencia en el castillo de Canosa, despojado de sus vestiduras reales,

descalzo, habiendo ayunado desde la mañana hasta la tarde aguardando el fallo

del papa por cuatro días. El pontífice finalmente aceptó concederle nuevamente la

comunión. La humillación del emperador en Canosa no carecía de simbolismo, el

poder imperial inclinaba la cabeza ante la autoridad del papa.

La resolución del sumo pontífice no fue bien recibida por los príncipes

alemanes, quienes ansiaban la oportunidad de deponer a Enrique IV. Los príncipes

reaccionaron entonces eligiendo por su propia cuenta a Rodolfo, duque de Saubia,

como emperador. Comenzó así una breve pugna por el título imperial, en la que el

papa se mostraba reacio a interceder en favor de Enrique IV, aún después de

Canosa. Al poco tiempo de iniciada la contienda murió Rodolfo, y Enrique –

habiéndose sentido traicionado– depuso a Gregorio VII e impuso a Clemente III

como papa en el año 1070.11 La victoria que el papa había obtenido en Canosa se

vio esfumada.

La lucha por las investiduras tardaría medio siglo en ser resuelta en forma

definitiva. Fueron el papa Calixto II y el emperador Enrique V quienes finalmente

10 Ibídem, p. 286. 11 Ibídem, pp. 290-291.

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alcanzaron un acuerdo en la materia, mediante la firma del Concordato de Worms

en 1122. Los términos de este concordato reconocieron el derecho del papa a elegir

obispos y abades, en tanto que el papa permitiría al emperador que la elección se

realizara en su presencia. El resultado de este acuerdo, como punto culminante de

la pugna en torno a las investiduras, fue sin duda favorable para el papado, que se

vio crecer en poder e influencia. Ahora bien, aunque no sea posible afirmar que los

conflictos entre Iglesia e Imperio terminaran con la firma del concordato citado,

consideramos suficiente el desarrollo histórico hasta aquí esbozado para explicar la

relación entre ambas instituciones por lo que a la cuestión de las investiduras se

refiere.

Habiendo descrito el desenvolvimiento práctico de este conflicto,

corresponde analizar el pensamiento filosófico que soportaba las posturas papales

e imperiales. Comenzamos por señalar que ambas posiciones partían de una base

común: la doctrina de las dos espadas del papa Gelasio I, que databa de finales del

siglo V y debía su nombre al mismo Evangelio, donde está escrito: “Ellos le dijeron

‘Mira Señor, aquí hay dos espadas’. Él les respondió: ‘¡Basta ya!’”.12

A pesar de lo anterior, el fondo del asunto respondía más bien a la famosa

máxima “Devuelvan al César las cosas del César, y a Dios lo que es de Dios”, del

Evangelio según San Marcos.13 Esta doctrina suponía, pues, la existencia de dos

poderes representados en la idea de dos espadas –siendo estas la temporal y la

espiritual– que tutelaban distintos intereses y eran confiadas por disposición divina

a distintos cuerpos, ora a la Iglesia, ora al gobierno secular. Los intereses

espirituales quedaban bajo la guarda de la Iglesia, mientras los intereses temporales

correspondían al gobierno civil. En la práctica, esta doctrina pretendía fijar los

ámbitos de competencia que supuestamente habían sido previamente

determinados por disposición divina para ambas instituciones. No se trataba

entonces, por principio, de una cuestión de jerarquía entre la Iglesia y el Estado,

sino que cada institución resultaba la máxima autoridad en las materias que le

12 Lucas, 22:38. 13 Marcos 12:17.

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competían. Esta distinción en el universo de los intereses del hombre fue posible

gracias a la firme conciencia de los pensadores de la época de las enseñanzas de

San Agustín en su Ciudad de Dios.

Siendo la doctrina de las dos espadas una idealización de la competencia

que correspondía tanto al clero como a los funcionarios seculares, las controversias

que habrían de suscitarse en torno a esta doctrina versarían sobre los límites de

dichas competencias. Como ha sido narrado en los párrafos anteriores, en el siglo

XI era el papa quien ponía este tema nuevamente sobre la mesa, en vista de que

en el emperador se había vuelto en los hechos la máxima autoridad dentro de la

Iglesia (prueba de ello son las constantes deposiciones e imposiciones de pontífices

por designios imperiales), violentando la alegada división gelasiana de

competencias entre ambas autoridades.14

Gregorio VII no tenía intención de atacar la institución imperial en cuanto a

tal, sino ejercer el derecho de disciplina moral que como papa tenía sobre cualquier

cristiano, incluido el emperador.15 Fundaba su postura en el alegato, según el cual

este derecho de disciplina moral estaba comprendido dentro de los intereses

espirituales que habían quedado bajo la guarda de la Iglesia según la doctrina de

las dos espadas. La posición doctrinal del Imperio, por su parte, fue defensiva; se

argumentaba la legitimidad otorgada por el statu quo, conforme a la cual la

designación de obispos y las elecciones pontificias habían estado sometidas a la

influencia imperial, de forma que la práctica había adquirido fuerza de costumbre.16

En consonancia con lo anterior, se afirmaba la incompetencia del papa para juzgar

los actos que el emperador realizaba en el ejercicio de su autoridad, puesto que si

ésta le había sido otorgada directamente por Dios (como enseñaba la doctrina de

las dos espadas) sólo Dios mismo podría juzgarlo, no pudiendo ser depuesto por el

14 No se trataba tanto de una lucha entre Iglesia e Imperio, sino más bien de una pugna entre pontífice y emperador directamente. No era extraño por aquel entonces que personajes del alto clero fueran a su vez parte de las estructuras de gobierno seculares como nobles herederos de extensiones territoriales. 15 Sabine, George: Historia de la teoría política, trad. de Vicente Herrero, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 195. 16 Ibídem, p. 197.

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papa a menos que cayera en la herejía. Hasta aquí las pretensiones de ambas

partes no argüían expresamente la superioridad de la potestad de una sobre la otra;

por el contrario, parecían más bien constreñirse a debatir los límites competenciales

de uno y otro poder. Sin embargo, los argumentos vertidos en la tinta venían

encubriendo las verdaderas intenciones patentizadas con los hechos históricos que

ya han sido relatados. Tanto en la Humillación de Canosa como en el Concordato

de Worms se deja entrever la idea de que el poder espiritual se encuentra en una

categoría superior al temporal, y que es este último, quien debe acercarse al primero

en búsqueda de su aprobación para el ejercicio del gobierno secular, sin la cual no

podrá encontrar legitimidad.

Una última nota sobre la cuestión de las investiduras: si bien esta

controversia fue sostenida preminentemente entre el Imperio y el papado, los reinos

de Inglaterra y Francia no fueron por completo ajenos a la misma. En Inglaterra, el

rey Enrique I sostuvo un enfrentamiento en términos similares con Anselmo,

arzobispo de Canterbury, mientras que en Francia el paralelismo acaso sólo puede

encontrarse en la temporal excomunión del rey Felipe I por Urbano II, si bien este

último conflicto no derivó de un enfrentamiento abierto por el derecho a investir

autoridades eclesiásticas, sino de un escándalo matrimonial. Más allá de ambos

incidentes, las relaciones entre las monarquías europeas y el pontífice se

mantuvieron por lo común en buenas condiciones, por lo que a la cuestión de las

investiduras se refiere.

Conflicto entre el reino de Francia y la Iglesia.

Ya hemos visto cómo el primer desencuentro entre los grandes poderes de la Edad

Media europea fue sostenido casi exclusivamente entre el Sacro Imperio Romano y

la Iglesia, mientras que, por el momento, las monarquías conservaron en buen

estado sus relaciones con la última. Lo que quizá pudiéramos llamar el estado de

entendimiento o convivencia entre las monarquías europeas y la Iglesia quedó

marcadamente sesgado casi dos siglos después de la firma del Concordato de

Worms, con la controversia entre el papado y el reino de Francia que tuvo lugar

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entre 1296 y 1303, protagonizada por el rey Felipe el Hermoso y el papa Bonifacio

VIII.

Sucedió que en 1296 Felipe el Hermoso impuso tributos sobre las

propiedades del clero francés, a lo que se opuso abiertamente Bonifacio VIII

mediante la bula Clericis laicos del mismo año, que imponía la pena de excomunión

a los clérigos que pagaran tales tributos y a los laicos que las cobrasen.

Sorpresivamente, el clero francés se alineó en torno a su rey, ignorando la orden y

la amenaza de su pontífice;17 el largo camino hacia la consolidación de una entidad

nacional francesa comenzada con el Tratado de Verdún parecía alcanzar su punto

culminante. Tal y como hasta entonces, el debate continuó centrándose en la

delimitación de las competencias eclesiástica y secular, en atención al tipo de

interés al que correspondía un bien o actividad –e.g., las investiduras como asunto

meramente espiritual– teniendo la nueva discusión por pretensión pontificia el que

la propiedad del clero figurara también entre los bienes espirituales.

Ahora bien, podía ciertamente argumentarse que, siendo la propiedad

eclesiástica un bien temporal en su origen, se volvía espiritual en cuanto constituía

un medio para alcanzar fines espirituales. No obstante, una aplicación a conciencia

de dicho criterio implicaría que la Iglesia tendría injerencia sobre todo lo que pudiera

servir de medio para fines espirituales,18 y la lista de dichos fines –por supuesto– se

mostraría tan abierta como la creatividad de su formulador.

El sostén ideológico de este nuevo desencuentro partiría de las mismas ideas

que fueron expresadas con ocasión de la cuestión de las investiduras entre Enrique

IV y Gregorio VII; sin embargo, el tono de la discusión se tornó mucho más agresivo.

La doctrina de las dos espadas sería reinterpretada de modo revolucionario. El

mismo Bonifacio VIII apuntaría decisivamente en su bula Unam sanctam de 1302 lo

siguiente:

[E]l Señor dice en Juan: ‘Habrá un solo rebaño y un solo pastor’. Las palabras del

evangelio nos enseñan que en esta Iglesia y en su poder hay dos espadas, a

17 Ibídem, p. 218. 18 Ibídem, p. 219.

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saber: una espiritual y otra temporal (…) ambas se contienen en el poder de la

Iglesia; esto es, las espadas espiritual y temporal; la una, para ser utilizada en

favor de la Iglesia, y la otra, por la Iglesia; la primera, por el sacerdote; la última,

por mano de reyes y caballeros pero a voluntad y con el consentimiento tácito del

sacerdote. Pues es necesario que una espada esté subordinada a la otra, y que

la autoridad temporal esté sujeta a la espiritual (…) es necesario que confesemos

sin rodeos que el poder espiritual excede a todo poder temporal en dignidad y

nobleza, como las cosas espirituales superan a las temporales.19

Nos permitimos citar buena parte de la bula señalada, dada la gravedad de

las conclusiones a las que Bonifacio VIII lleva su pensamiento. Se ha abandonado

la premisa según la cual existen dos órdenes de autoridad independientes y

complementarias, para pretender ahora que ambas espadas estén en manos de un

mismo señor. No se trata ya de una cuestión de competencias, sino de supremacía,

como primer esbozo de lo que sería después conocido como soberanía.

La teoría del absolutismo papal llegaba así a su punto máximo de desarrollo,

acompañada por el respaldo doctrinario de los escritores de la época. Quizá el

escritor más representativo de esta variación de las pretensiones pontificias fue

Egidio Colonna, quien en su De ecclesiastica potestate demandaba la inexistencia

de un derecho legítimo de propiedad o de autoridad civil no sometido a Dios, y por

ende también sometido a la Iglesia como receptáculo de la revelación.

Bonifacio VIII y Egidio Colonna verían fracasar sus intenciones tanto en el

terreno práctico como en el doctrinal. De manera paradójica, la respuesta intelectual

a Egidio Colonna vendría de un clérigo: Juan de París, que si bien fue dominico, a

la postre fue también francés. En la obra del dominico, De potestate regia, se realiza

en primera instancia un recorrido histórico que desmiente la necesidad de que el

poder temporal requiera la aprobación del espiritual, toda vez que el primero es más

antiguo que el segundo. Se partía además de los renovados estudios aristotélicos

que enfatizaban la autosuficiencia ética de la comunidad humana. Sobre estas

bases, vuelve Juan de París a marcar una distinción entre los bienes materiales y

19 Cfr. González, María de la Luz, Op. cit., pp. 31-33.

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espirituales, para dibujar la línea de competencia de la Iglesia y del Estado; en este

punto, nuestro autor de referencia determinó que la autoridad espiritual no tiene

consecuencias materiales, puesto que la coacción corresponde exclusivamente al

brazo secular de la autoridad.20

El pensamiento de Juan de París se vio confirmado por los hechos: muerto

Bonifacio VIII, Felipe el Hermoso sometió al Solio Pontificio al imponer en el trono

de Pedro a un arzobispo francés: el papa Clemente V. Con él, comenzaría un

periodo de sumisión pontificia frente a la monarquía francesa, en lo que se conoce

como la Cautividad de Babilonia. Por setenta y cinco años la sede del pontificado

fue trasladada a Aviñón.

Sobrevino un cisma en la Iglesia, cuando los cardenales italianos nombraron

a su vez un nuevo pontífice en Roma que coexistiría con el que despachaba en

Aviñón. Así, las monarquías se vieron libres para reconocer a uno u otro pontífice,

con lo que acrecentaron en poder al imponer condiciones por las cuales habrían de

conceder su apoyo al papa por el que se hubiesen decantado, lo que a su vez les

permitía controlar de una forma más libre a las autoridades eclesiásticas en sus

propios territorios, en lo que puede considerarse como un antecedente de las

iglesias nacionales.

De este modo, las pretensiones absolutistas del papado eran finalmente

derrotadas. Sobraron ya los remates doctrinarios que Marsilio de Padua y Guillermo

de Occam realizaron con motivo del intento del papa Juan XXII por intervenir desde

Aviñón en la elección imperial de 1323, determinándose a partir de 1338 que la

elección del emperador no requería la confirmación pontificia.21

La Bula de Oro de 1356, en la que se fijaba la constitución y estructura que

en adelante tendría el Sacro Imperio Romano, desconoció cualquier intervención

papal en el proceso electivo del emperador. Las facultades del papado quedaron

confinadas a lo estrictamente religioso, el poder secular –tanto del rey de Francia

20 Ibídem, pp. 227-228. 21 Ibídem, p. 233.

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como del emperador en Alemania– se sobrepuso como superior en lo material al

eclesiástico y se puso fin en estos términos al primer ensayo de lo que llegaría a ser

un Estado soberano, superior en poder a la Iglesia.

La Reforma: fragmentación europea.

Hasta este punto, hemos visto cómo la religión sirvió de catalizador en la

evolución de la teoría y la práctica política europea; continuaría siéndolo, pero

mientras el desarrollo del pensamiento en torno a la relación entre los poderes

temporales y espirituales que hasta aquí hemos expuesto se vio esparcido por un

espacio temporal de casi un milenio –desde la formulación original de la doctrina de

las dos espadas realizada por el papa Gelasio en el siglo V hasta el conflicto entre

Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso en las postrimerías del XIII– el siguiente paso en

el pensamiento político-religioso se fraguó en un solo siglo. Quizá la palabra más

adecuada para describir el cambio abrupto que en política representó el siglo XVI

sea cataclismo; y ese cataclismo tuvo por nombre Martín Lutero.

Lutero fue un sacerdote agustino, conocedor del nominalismo (movimiento

filosófico en boga por aquellos años que realizaba una separación esquemática

entre razón y revelación) y humanista. Comenzó a impartir cátedra en la Universidad

de Wittenberg en 1508.22 En este entorno empezó a idear su doctrina de la Sola

Fide como puente entre Dios y el hombre. Un acercamiento más confiado y sincero

del hombre a su Creador por medio de la sola fe reemplazaba con esperanza el halo

de temor que imprimía la teología católica a su religión; el principio rector de la

relación de Dios con el hombre pasó entonces de las obras –penitencia incluida– a

la fe. Lo anterior implicaba la necesidad de volver más asequible el Evangelio a todo

el pueblo, y al respecto, Lutero sostenía que quien se acercaba a la Escritura con

fe y confianza en la divinidad podía entender su contenido y alcance. De ahí provino

el especial interés por traducir la Biblia a la lengua vernácula de cada pueblo.

22 Koenigsberger, G.H: Europa en el siglo XVI, trad. de Juan García-Puente, Madrid, Editorial Aguilar, 1974, p. 122.

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En el trasfondo de este nuevo paradigma religioso se dejaba entrever la

corrupción de la Iglesia Católica medieval, la cual –es preciso reconocer– llevaba

ya tiempo abusando de su autoridad en materia espiritual, recurriendo a

interpretaciones de Escritura y Tradición que francamente excedían los límites de

su labor apostólica. Sirva como ejemplo de esta circunstancia las pretensiones de

soberanía papal de Bonifacio VIII anteriormente tratadas, que propugnaban la

sumisión de todo ser humano, tanto en lo espiritual como en lo material, a la figura

del papa. La acumulación de proposiciones de tinte religioso sin sustento evidente

en la Escritura llevada a cabo por la Iglesia durante el medievo, habría de derivar

en la contra postura reformada de lo que podríamos denominar el reduccionismo

protestante de las cuatro Solas: Sola Fide, el acercamiento a Dios por la sola fe;

Sola Scriptura, como única fuente de la verdad revelada; Sola Gratia, según la cual

el hombre no alcanza la salvación por su penitencia y obras, sino por simple gracia

divina; y Soli Deo Gloria.

El punto de quiebra en esta ocasión, que se sigue tomando a manera de

referencia explicativa de la postura luterana, fue la conocida venta de indulgencias

llevada a cabo por la Iglesia Católica, con el fin originario de soportar

financieramente la construcción de la nueva Basílica de San Pedro. Lutero atinó a

pensar que con esta práctica la Iglesia lucraba con una gracia que sólo puede

provenir de Dios (Sola Fide y Sola Gratia), creándose así el negocio de la salvación.

En su opinión, la penitencia era la humildad de la fe, sin tener injerencia la expiación

por medio de las obras o el pago de dinero.23

Vino entonces la famosa escena: en 1517 Lutero clavó sus noventa y cinco

tesis, en las que exponía sus consideraciones sobre los abusos de la Iglesia, en las

puertas de la catedral de Wittenberg. El papa León X declaró heréticas las

proposiciones de Lutero, a quien llamó a la retractación e indulgencia. Negándose

Lutero a ceder en su postura, el sumo pontífice optó entonces por excomulgarlo en

1521, y el cisma se volvió irreversible.

23 Ibídem, p. 123.

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La reforma religiosa devino política. Aún antes de ser excomulgado, Lutero

había comenzado a remover las conciencias de los príncipes alemanes, por lo que

correspondía a la posición que debía asumir el papa en la política europea, según

consta en su Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación alemana de 1520. La

reforma luterana condenaba entonces al Sacro Imperio Romano a la división

interna. Uno a uno, un fuerte grupo de príncipes alemanes fueron abrazando las

enseñanzas de Lutero, a lo que en respuesta vendrían intentos del emperador, del

papa y de otros príncipes que permanecieron fieles al credo católico, por detener la

propagación luterana y sofocar el florecimiento de los principados protestantes. Esta

intromisión católica en los asuntos e intereses de los nobles luteranos –fenómeno

que muy pronto se presentaría en sentido contrario– creó en estos el anhelo por

conservar su independencia, primero religiosa y después política.24 No queda claro

si la nobleza protestante abrazó su nuevo credo estrictamente por una sincera

conversión espiritual o si, por el contrario, vieron en este nuevo programa religioso

una oportunidad para obtener mayores prebendas o una mayor autonomía frente al

poder del emperador. La verdad seguramente combina ambos elementos. De lo que

sí hay certeza, es que con la conversión de ciertos príncipes una noción precaria de

soberanía comenzó a gestarse en la conciencia de los integrantes del Sacro

Imperio, que como se verá en apartados subsiguientes tardó hasta 1648 en

consolidarse en forma definitiva por virtud de la Paz de Westfalia; sin embargo,

mucho tiempo se apelmaza entre Lutero y Westfalia.

Seguir la historia de la soberanía es seguir la historia de la reforma

protestante. Si bien Lutero fue quien dio a luz a la teología del nuevo credo, no le

brindó un ordenamiento esquemático de principios,25 lo que causaría la sucesiva

fragmentación de la reforma según las tendencias de nuevos personajes. No

interesa tanto narrar las versiones más radicales del movimiento reformatorio

(anabaptistas y espiritualistas en su mayoría) como la del camino que abrirían

24 Philpott, Daniel: Revolutions in sovereignty, Princeton, Princeton University Press, 2001, p. 108. 25 Fue más bien Philipp Melanchthon quien formuló la exposición sistemática de la teología luterana mejor lograda, en su libro Loci Communes de 1521.

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Huldreych Zwingli y Juan Calvino con la Iglesia Reformada,26 dada las particulares

consecuencias que tendría en el reino de Francia.

Fue Zwingli el primer gran reformador suizo; desde 1518 conocía el programa

religioso luterano de las noventa y cinco tesis, pero habría de imprimir su sello

particular al nuevo credo religioso que acabaría formando. La reforma de Zwingli es

un claro ejemplo de conversión religiosa mayoritaria realizada por impulso de los

gobernados a sus gobernantes: pudo Zwingli ganarse el apoyo popular en Zürich

para su causa, donde el consejo municipal cedió a la presión popular que impulsaba

las reformas jurídicas propugnadas por el pastor. En lo religioso, desaparecieron de

los templos las “imágenes” y fue abolida la Santa Misa; en lo político, fue establecido

un tribunal de disciplina moral, fundiéndose la Iglesia y el Estado en una estructura

de gobierno teocrática.

La reforma zwingliana en Zürich no se extendió inmediatamente al resto de

los cantones suizos, pero su influencia pronto cruzaba el Rín para servir de base a

idealizaciones afines por lo que a relación Iglesia-Estado se refiere. En la ciudad de

Estrasburgo, Martín Bucer llevaba a cabo una reforma religiosa en términos

similares: retomaba la idea de la disciplina moral, pero no proponía un ejercicio de

supervisión sobre su cumplimiento por parte del Estado. La Iglesia debía ser, pues,

un poder independiente.27 Sin embargo, Estrasburgo se encontraba dentro del

Sacro Imperio, por lo que Bucer debió complementar su proposición con un firme

rechazo a la centralización del poder en manos de un solo magistrado o cuerpo

colegiado. Según consta en su Comentario de San Mateo de 1527, en su opinión,

así como Dios había otorgado directamente al emperador su potestad, así también

lo había hecho con las autoridades de las ciudades del Imperio, las que estaban de

26 “Tras la muerte de Lutero, sus sucesores rehusaron aceptar la definición calvinista según la cual, al tomar la comunión, Cristo no se une con el creyente temporalmente, sino espiritualmente. Esta formulación fue aceptada; sin embargo, en las Confessio Helvetica (1566), y la escisión entre las Iglesias luterana y “reformada” (zwingliana y calvinista) fue completa”. Cfr. Koenigsberger, G.H. Op. cit., p. 160. 27 Koenigsberger, G.H. Op. cit., pp. 146-147.

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esta forma legitimadas para defender sus derechos y su propio credo citadino ante

cualquier ataque religioso del emperador.28

El escenario de la siguiente etapa reformatoria fue el reino de Francia, donde

las ideas de Bucer resultarían especialmente importantes por el alcance y la difusión

que alcanzarían en manos de Juan Calvino, principal heredero de su pensamiento

político. Calvino fue un abogado francés con una fuerte inclinación eclesiástica, afín

al ideario reformista desde 1532. Incierta en sus comienzos, su filiación protestante

se volvió vox populi en 1533 cuando el rector de la Universidad de la Sorbona,

Nicolás Cop, pronunció un discurso oficial que pregonaba la Sola Fide, cuya

redacción le fue atribuida a Calvino. Sobrevendría entonces la represión católica: al

aparecer carteles denostando la Santa Misa en algunas esquinas de París, el rey

Francisco I se vio obligado por el clamor de indignación popular a adoptar una

postura de intolerancia religiosa, por la que muchos supuestos protestantes fueron

llevados a la hoguera. En estas condiciones, Calvino fue obligado a huir, 29

refugiándose en un primer momento en Basilea. Pretendió entonces unirse a Brucer

en Estrasburgo, pero viéndose forzado por la guerra que entonces sostenían

Francia y el Imperio tomó una ruta que pasaba por Ginebra, donde decidió

permanecer indefinidamente.

Calvino se volvió una fuerte autoridad dogmática. Publicó un libro titulado

Christianae Religionis Institutio (también escrito por él mismo en francés), que

aportaba a la iglesia reformada un esquema claro, lógico y riguroso. Por conducto

de sus escritos, y apoyándose en los pastores que formaría en su seminario fundado

en Ginebra, Calvino cambiaría el escenario religioso en Francia, donde la fe

calvinista se propagó velozmente.30

28 Nótese aquí cómo la teoría de la relación Iglesia-Estado de Bucer ya brinda elementos ideológicos que servirían para respaldar las pretensiones de la nobleza alemana por defender su autonomía religiosa, causa última de las guerras religiosas que habrían de desatarse en el seno del Imperio en el futuro inmediato. 29 Koenigsberger, G.H. Op. cit., pp. 148-150. 30 “A fines de 1561 existirían en Francia unas 670 comunidades calvinistas erigidas, sin contar con un gran número de pequeños grupos menos organizados”. Cfr. De Bertier: Historia de Francia, trad. de Juan Crespo, Madrid, Ediciones Rialp, 1986, p. 161.

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Con la fuerza popular de sus adeptos, vino también la fuerza política de los

calvinistas franceses, que fueron conocidos en adelante como los “hugonotes”.31 De

gran trascendencia resultó, por ejemplo, la conversión de dos príncipes de sangre

real: Antonio y Condé de Borbón.

Las Guerras de Religión en Francia.

El episodio de la persecución religiosa de Francisco I auguraba que la convivencia

entre católicos y el crecido número de calvinistas en Francia no sería pacífica, y en

efecto, el reino acabaría envuelto en una cruda guerra civil, en el periodo conocido

históricamente como las Guerras de Religión.

La corona francesa veía en la reforma protestante una amenaza al orden

público, en razón de la desunión interna que ocasionaba en gobernantes y

gobernados. En un panorama como este, habían dos caminos a tomar. La primera

opción consistía en continuar con el viejo ideal político según el cual la unidad

religiosa constituía una condición sine qua non para la existencia de la unidad

nacional. Fue esta la postura asumida en los albores del conflicto por Francisco I y

continuada por Enrique II (sofocar la propagación del nuevo credo calvinista,

recurriendo a la hoguera si fuere necesario), y que también sería compartida por

muchos calvinistas, que esperaban que el tiempo invirtiera los papeles para instituir

ellos mismos una nación de credo protestante. La segunda opción era en sí misma

una revolución en el pensamiento político de la época: adoptar la razón de Estado

propugnada por Maquiavelo, adoptándose un indiferentismo religioso –o un “ensayo

de tolerancia”, si se prefiere– por el que podía sacrificarse la unidad religiosa si con

ello se salvase la unidad nacional. Este nuevo paradigma se mostraba cargado de

un eminente pragmatismo.

En estas circunstancias, al morir Enrique II el reino se encontraba ante una

encrucijada. La dinastía de los Valois, por aquel entonces ocupando el trono, se vio

debilitada por las muertes prematuras de los tres hijos de Enrique II, que uno a uno

31 Se dice que los hugonotes deben su nombre a sus raíces ginebrinas, por virtud de la palabra alemana Eidgenosse, que quiere decir confederado.

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heredaban la corona sin tener edad suficiente para asumir el mando de su reino. La

madre de estos tres infantiles monarcas, Catalina de Médicis, fungió como regente

en esos años abocando por la tolerancia religiosa, quizá por presentir que carecía

de la fuerza política para enfrentar abiertamente el expansionismo calvinista. Sea

como fuere, la situación de la corona francesa generó un evidente vacío de poder,

a cuyo acecho acudirían pretensiosos candidatos. Es justo decir, pues, y sin

menospreciar la sincera convicción religiosa de la mayor parte de quienes

conformaron las filas de ambos bandos, que las Guerras de Religión que se

desencadenaron escondían bajo una fachada de sola espiritualidad la discordia

entre grupos de poder, que desde tiempo atrás habían rivalizado por el

protagonismo político en Francia. Así, por ejemplo, el linaje de los Guisa se erigió

como baluarte del catolicismo, mientras el de los borbones franceses se volvió

protestante,32 ambas casas esperando tomar por asalto el trono a la caída de los

Valois.

Pasando, pues, de los prolegómenos a los hechos, Catalina de Médici

pretendió llevar a la práctica su ideario de tolerancia religiosa en 1562, a través de

un edicto que autorizaba a los protestantes a celebrar su culto fuera de los recintos

de las ciudades y a celebrar sínodos. La nueva libertad religiosa fue vista con malos

ojos por los católicos, siendo el duque de Guisa quien ese mismo año

desencadenaría la violencia facciosa en el episodio de la matanza de Vassy, donde

ordenó matar a veintitrés protestantes por presuntamente sobrepasar los límites de

culto público marcados por el edicto de Catalina. En respuesta, el príncipe Condé

convocó a los parisinos protestantes a armarse en la defensa de su fe y, habiendo

organizado un pequeño ejército, entró en campaña contra los Guisa y sus hombres.

Se desataba así la guerra civil.

Con el reino dividiéndose ferozmente, Catalina de Médici insistiría en una

política de tolerancia religiosa que diera pie a la pacificación y reunificación; las

hostilidades serían temporalmente suspendidas en 1570 con la Paz de Saint

German. En prueba de la buena fe con la que actuaba la Corona, fue llamado a

32 De Bertier. Op. cit., p. 165.

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formar parte del consejo real un líder calvinista de nombre Coligny. Por entonces,

Carlos IX –el segundo hijo de Enrique II– se emancipó de la regencia de su madre,

quien celosa del poder que adquiriría el recién integrado consejero Coligny en

detrimento del propio, se mostró determinada a eliminarlo, a lo que convencería a

su joven hijo, el rey.

El suelo parisino se teñiría de rojo con el evento conocido como la noche de

San Bartolomé. Bajo la orden de Carlos IX, los líderes hugonotes (entre ellos

Coligny) fueron sorprendidos y asesinados la noche del 24 de agosto de 1572. París

toda sucumbió a la anarquía: el ejemplo de sus gobernantes excitaría

desenfrenadamente el fanatismo del populacho parisino, que por dos días más

masacraría a todo aquel que fuera señalado como protestante. La persecución

continuaría hasta suspenderse nuevamente en 1573 con el edicto de Boulogne. Un

año después fallecía Carlos IX, y el tercer hijo de Enrique II ascendía al trono. Su

nombre era Enrique III.33

Durante el reinado del nuevo monarca el conflicto interno adquiriría tonos

internacionales. Las fuerzas restantes de los protestantes se unieron bajo el nombre

de Unión Calvinista, solicitando a su vez a los príncipes protestantes alemanes que

intervinieran en su auxilio. Los alemanes respondieron, enviando veinte mil hombres

que se unirían a las fuerzas protestantes del interior, con lo que Enrique III se vio

obligado a hacer las paces mediante el edicto de Beaulieu de 1576. A ello

respondieron los católicos conformando la llamada Liga Santa, con lo cual la guerra

civil continuaría su curso hasta 1589, año en que Enrique III era asesinado y su

primo, quien tomaría el nombre de Enrique IV era exaltado al trono. Sería este

monarca quien se encargaría finalmente de cerrar el frío episodio de las guerras de

religión en Francia: casi una década después de acceder al trono, Enrique IV zanjó

definitivamente las controversias políticas en materia religiosa con el Edicto de

Nantes de 1598,34 con el que finalmente prevaleció la libertad de culto. Triunfó así

la tercera vía propuesta treinta y seis años antes por Catalina de Médici de

33 Ibídem, pp. 169-170. 34 Ibídem, p. 175.

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tolerancia religiosa, y poco a poco católicos y protestantes aprendieron a convivir

bajo una misma Corona.

Si hemos narrado todo este desarrollo de los conflictos religiosos al interior

del reino francés por estos años, es precisamente para describir a detalle el entorno

social en el que Jean Bodin, un abogado angevino, escribió un libro que resultaría

la piedra de toque en el desarrollo ideológico de la soberanía: Los seis libros de la

república. Una vez publicada esta obra, tanto teoría del Estado como el derecho

internacional tomarían rumbo fijo hacia la consolidación de un sistema de Estados

nacionales.

Jean Bodin: un hombre y su tiempo.

Al adentrarnos, pues, en el pensamiento político de Bodin, no debemos olvidarnos

de los motivos que hicieron mover su pluma, los cuales ya nos son descubiertos por

él mismo en el prefacio de su obra: “una tormenta impetuosa ha castigado el navío

de nuestra república (…) He aquí la razón para que, por mi parte, no pudiendo hacer

cosa mejor, emprenda esta disertación (…)”. A esta tormenta ya nos hemos referido

nosotros: en 1576 –fecha de publicación de Los seis libros de la república–Francia

había sufrido ya catorce años de guerra civil como consecuencia de la división

religiosa. El mismo Bodin no fue ajeno a este conflicto; por el contrario, fue el

ideólogo más representativo de un tercer grupo político que entre las pretensiones

de católicos y protestantes abogaban por la tolerancia religiosa como vía de

pacificación. Este grupo fue conocido con el nombre de les politiques, los políticos.

No debe pensarse que los políticos fueran religiosamente indiferentes.

Profesaban en su mayoría la fe católica, pero eran a la vez nacionalistas,

plenamente conscientes de que resultaba inviable volver a la unidad cristiana que

había caracterizado al reino, habiéndose vuelto necesario optar por la conservación

de la unidad nacional francesa aunque hubiera de perderse la unidad de religión.35

La tarea planteada no resultaría sencilla; implicaba encontrar nuevos elementos de

35 Sabine, George. Op. Cit., p. 313.

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unión y comunidad que –más allá de la fe– permitieran al pueblo francés

reconocerse en cuanto tal.

Ese nuevo elemento de comunión se tornaría la simple sujeción a un mismo

Derecho, la sumisión a un mismo monarca; iba forjándose así la idea del Estado

secular. En la opinión de los políticos, en el fortalecimiento de la figura del rey y el

acrecentamiento de su poder se encontraba la salvación del reino francés, mas

¿qué clase de poder debería detentar un monarca con miras a un fin tan alto?

Bodin se encargaría de encontrarle un adjetivo a este poder. “República es

un recto gobierno de varias familias, y de lo que les es común, con poder soberano”:

en estos términos iniciaba Bodin su tratado de filosofía política. A la manera de

Maquiavelo con su Príncipe, nuestro autor abría su narración con una afirmación

potente, en torno a la cual iría construyendo todo el discurso de la obra.36

En la mente de Bodin, el universo de la comunidad humana estaba

conformado por dos núcleos de autoridad: familia y Estado. Se encontraba en un

primer momento el paterfamilias, cuya autoridad para con su familia debía servir de

reflejo de la autoridad del soberano para con sus súbditos.37 Entre ambos cuerpos

–familia y Estado– se forman sociedades intermedias como son pueblos, ciudades,

colegios, y otros más, sin que Bodin llegue a precisar cuál es el ingrediente que abre

paso de estas sociedades intermedias a la conformación del Estado. Al respecto,

Bodin intuye que en el acaparamiento de la fuerza realizada por medios violentos

puede encontrarse el origen de la sociedad políticamente organizada.38 La sumisión

por la fuerza resulta ser así el elemento distintivo que une al Estado con sus

ciudadanos, y se encontraría en el contractualismo la respuesta a la interrogante

36 No debe pensarse, sin embargo, que Bodin había inventado en esta oración un nuevo vocablo. El término souverain ya era usado por juristas y filósofos desde tiempo atrás, si bien con un alcance por entero distinto. Así, por ejemplo, vemos en el siglo XIII escritos del consejero real francés Philippe de Beaumanoir que ya hacían uno del mismo; mientras, el término catalán sobirá era de uso corriente en el reino aragonés en similar punto cronológico. Cfr. Abellán, Joaquín. Estado y soberanía, Madrid, Alianza editorial, 2014, p. 25. 37 Es importante tener presente este punto del pensamiento político de Bodin, pues como veremos, en su opinión la familia tiene ciertos derechos inviolables que representan uno de los límites al poder soberano. 38 “Hemos dicho antes que es señor absolutamente soberano quien, salvo a Dios, se lo debe todo a la espada”. Así en Bodin, Jean. Op. cit., p. 67.

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más evidente en una construcción de filosofía política, que hasta este punto tiene

por único fundamento la fuerza: si sólo se es ciudadano por el poder que un

soberano ejerce sobre uno, ¿qué es lo que justifica la existencia de un poder

semejante? Recurriendo a la ficción del contrato, resulta que el súbdito ciertamente

le debe obediencia al soberano, pero sólo a cambio de la tutela, la justicia y la

defensa que el segundo debe proporcionar al primero.39

Habiendo explicado en estos términos la existencia y justificación del poder

soberano, Bodin pasa a detallar los caracteres específicos que constituyen su

esencia, definiendo a la soberanía como “el poder absoluto y perpetuo de una

república”; 40 es absoluto –nos dice– por estar exento tanto de leyes de sus

predecesores como por las propias, y perpetuo por no encontrar otra limitación en

tiempo que la propia vida de su detentador.

Bodin ya había entrevisto que donde mejor se ve materializado un poder tal

es en la función legislativa: “vemos así que el carácter principal de la majestad

soberana y poder absoluto, consiste principalmente en dar ley a los súbditos en

general”, a lo que añadiría “sin consentimiento de superior, igual o inferior”, 41

facultad que comprende también la de anular e interpretar la ley. Todos los demás

atributos de la soberanía, que constituyen en sí mismos derechos de su detentador,

derivan de la potestad legisladora aquí mencionada. Así, declarar la guerra o hacer

la paz, constituirse en jurisdicción de última instancia, instituir oficiales, establecer

impuestos, y cualquier otro atributo, deriva por principio de la primera facultad de

legislar.

Sin perjuicio de lo anterior, Bodin no fue capaz de llevar hasta sus últimas

consecuencias su razonamiento político, viéndose receloso a reconocer al soberano

la omnipotencia legislativa que su ideal del poder le otorgaba. Resultó, pues, que

esta potestad absoluta, no lo era tanto. De forma contradictoria, y sin aportar

39 “En resumen, la nota característica de la ciudadanía es la obediencia y reconocimiento del súbdito libre hacia su príncipe soberano, y la tutela, justicia y defensa del príncipe hacia el súbdito”: Ibídem, p. 41. 40 Ibídem., p. 47. 41 Ibídem, p. 74.

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razonamientos que soporten válidamente tales conclusiones, Bodin se propuso

formular numerosas limitaciones a la soberanía.

La primera limitación era propia del pensamiento político de la época. Las

leyes divina y natural representaban una primera restricción al ejercicio del poder

soberano, pero sin que existiera medio de coacción en este mundo por el que pueda

obligarse al soberano a obedecerlas; en último término, ello implica que el soberano

responde por el cumplimiento de la ley divina y natural sólo frente a Dios. Una

segunda restricción está compuesta por lo que Bodin denomina leyes imperii: un

reducido –pero jamás enumerado– conjunto de leyes humanas comunes a todos

los pueblos, que ni siquiera el soberano es capaz de reformar. Nuestro autor no

hace un esfuerzo por desarrollar el tema de las leyes imperii, a las que prefiere

simplemente mencionar en forma aislada y en pobreza de ejemplificaciones. En

varios puntos de su obra asomará como normas que pertenecen a esta categoría a

“las leyes que atañen al estado y fundación del reino”,42 tales como el orden de

prelación sucesoria para el ascenso al trono real.43 Por último, la propiedad privada

representa en sí misma un tercer límite a la soberanía de Bodin, por más que su

formulación en cuanto a tal no sea tan evidente en su obra como las dos limitaciones

anteriores. De vuelta en los basamentos de los Seis libros de la república, vemos

cómo la distinción entre familia y Estado desarrollada por Bodin no fue baladí. Al

Estado no le competen los asuntos privados, que son de competencia exclusiva del

paterfamilias, sino sólo los públicos. Siendo que en opinión de Bodin la propiedad

privada es parte de los intereses familiares, el soberano no puede tocarla; más bien

al contrario: está obligado a protegerla. Si no hubiera propiedad privada y todos los

bienes fueran comunes, nos dice, por contradicción natural no podría haber Estado:

“no existe cosa pública donde no hay algo de particular (…) una tal comunidad

de todas las cosas es imposible e incompatible con el derecho de familia, porque

si la ciudad y la familia, lo común y lo individual, lo público y lo particular, se

confunden, no hay república ni familia”.44

42 Ibídem, p. 56. 43 Ibídem, p. 295. 44 Ibídem, p. 19.

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La primera teoría de la soberanía delineada en los Seis libros de la república

se nos muestra entonces incongruente. Bodin no fue capaz de conciliar la idea de

un poder absoluto con las limitaciones propias del quehacer público, como tampoco

quiso llevar a sus últimas consecuencias el desarrollo de las dos posibilidades

esbozadas: absolutismo o constitucionalismo. En los años venideros, un par de

ingleses habrían de continuar con el proceso de desarrollo de nuestro concepto; el

primero, desarrollando concienzudamente las consecuencias de un poder

verdaderamente absoluto; y el segundo, equilibrando la balanza y encontrando en

la novedad del naturalismo racionalista auténticas limitaciones al poder del Estado.

Uno tendría por nombre Thomas Hobbes y el otro John Locke.

Una última nota respecto a la teoría política de nuestro autor en estudio: por

lo que toca a las distintas formas de gobierno, Bodin reconoció que los Estados se

clasifican en atención a la persona o personas que detentan la soberanía. Así, “si la

soberanía reside en un solo príncipe, la llamamos monarquía; si en ella participa

todo el pueblo, estado popular, y si la menor parte del pueblo, estado aristocrático”.45

Siendo la soberanía núcleo determinante de cada forma de gobierno, Bodin rechaza

la mera posibilidad de que exista una forma de gobierno mixta en atención a una

nota adicional de su concepto de soberanía: la indivisibilidad. Por reducir la cuestión

a los términos más simples: sólo un cuerpo político –ya sea de uno, de pocos o de

muchos– puede tener la última palabra. Quizá este argumento no encontraría fuerte

resonancia en la Francia de entonces, decididamente monárquica, pero estaba

destinado a impactar duro en la conciencia de un pueblo vecino, donde muy pronto

la rivalidad entre la forma de gobierno monárquica y aristocrática sería escenario

propicio para el desenvolvimiento de la idea de la soberanía. Y el escenario era

Inglaterra.

45 Ibídem, p. 88.

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Capítulo II. Los límites de la soberanía: las posturas de Thomas Hobbes y John Locke.

Inglaterra: un cisma imprevisto.

La idea de la soberanía fue ganando cuerpo con el paso de los años. Las ideas

políticas de Bodin, plasmadas en Los seis libros de la República, gozaron de buena

reputación dentro y fuera de Francia, y sirvieron de base para la evolución de

nuestro concepto por dos vías independientes en el curso del siglo XVII. Estas vías

del desarrollo estaban, de inicio, separadas geográficamente. Así, en Inglaterra

encontramos un debate ideológico sobre el detentador de la soberanía –enmarcada

por la pugna por la supremacía entre el Parlamento y el Rey–, mientras la Europa

continental sería escenario de la concreción del poder soberano a partir de la

institución del principio de no intervención en la Paz de Westfalia.

Sin perjuicio de lo anterior, la teoría política alcanzaría en este siglo mayores

miras en Inglaterra que en el resto de Europa. En efecto, la discordia entre el rey y

el parlamento encendería la pasión de los intelectuales de la época, cuyas obras

serían premiadas con la trascendencia en el pensamiento político. En atención a

ello, preferimos iniciar la narración de este nuevo siglo al norte del Canal de la

Mancha.

Insular, mas nunca aislada, Inglaterra no había sido ajena a los efectos de la

reforma protestante. La separación geográfica de la isla había determinado que

desde tiempos del Imperio Romano la Iglesia jamás hubiera ejercido una influencia

tan fuerte sobre este territorio como lo hiciera en la Europa continental, permitiendo

así el florecimiento de enseñanzas y prácticas religiosas heréticas como el llamado

lollardismo; sin embargo, nadie hubiera podido prever el camino que Inglaterra

tomaría en materia religiosa a la par, pero de manera independiente, de la reforma

protestante centroeuropea.

En el año 1509 ascendió al trono inglés el rey Enrique VIII, quien habiendo

desposado a Catalina de Aragón, consolidó mediante la práctica consumada de

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matrimonios políticos una alianza con el reino español. Este rey siguió de cerca el

desenvolvimiento de la reforma luterana, pero no fue afín a la misma; inclusive, llegó

a escribir una refutación de las proposiciones de Lutero, ganándose así el título de

Fidei Defensor, que el papa le otorgaba el mismo año en que aquel era

excomulgado. 46

El entendimiento –o la feliz distancia– entre el pontífice y el monarca se

rompería pronto. Catalina de Aragón no pudo proveerle a su marido de un heredero

varón, habiendo únicamente dado a luz a su hija María. Enrique VIII se veía

entonces presionado por la necesidad de asegurar la sucesión de la corona inglesa

para su propio linaje. El pobre estado de salud de la reina no auguraba éxito futuro,

por lo que el rey intentaría que la Iglesia declarara nulo su matrimonio. Clemente

VII, sumo pontífice en aquellos años, no accedió a la solicitud del monarca inglés,

indudablemente presionado por el emperador Carlos V, sobrino de la reina Catalina.

Confrontado por la imposibilidad de obtener el beneplácito de las autoridades

eclesiásticas, Enrique VIII aprovechó el caudal ideológico de la reforma protestante

y sometió al parlamento sus consideraciones sobre la invalidez de su matrimonio.

En asociación con el parlamento, el rey obtuvo una serie de estatutos que cortaban

los vínculos entre Roma e Inglaterra. El parlamento votó sucesivamente entre 1531

y 1533 el Statute of Appeals, por el que quedaron prohibidas las apelaciones a

Roma, la Supremacy Act, por la que el rey se volvió la cabeza de la Iglesia en

Inglaterra y la Succession to the Crown Act, que declaraba nulo el matrimonio de

Enrique VIII con Catalina de Aragón. En 1533 el rey –dispensado por el acta del

parlamento– contraía nuevas nupcias con Ana Bolena, era excomulgado por la

Iglesia católica y el cisma de la nueva iglesia, llamada anglicana, estaba

consumado.47 Vale reiterar que las motivaciones de Enrique VIII para el cisma eran

eminentemente políticas, según revela el marcaje religioso que imprimió el rey a su

recién instituido credo, que inicialmente no alteraba en sus fundamentos la teología

católica. Es también preciso decir que las consecuencias del cisma en Inglaterra

superarían el plano meramente religioso; tan trascendental como silencioso resultó

46 Maurois, Andre. Historia de Inglaterra, Barcelona, Editorial Blume, 1966, p. 116. 47 Ibídem, pp. 116-118.

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el fortalecimiento del parlamento por causa de su participación en el mismo. El

parlamento que hasta entonces acostumbraba reunirse de forma breve e

intermitente a la convocatoria de los monarcas, se mantuvo permanentemente en

sesiones durante siete años. Este apoderamiento del parlamento se haría patente

en los reinados de los sucesores inmediatos de Enrique VIII.

El destino acabaría decepcionando al monarca. Ana Bolena tampoco pudo

proveerle a Enrique VIII de un heredero varón, dando a luz a su hija Isabel. La nueva

reina sería después condenada a muerte por adulterio, mientras su marido

continuaría pasando de un matrimonio a otro hasta contar seis de estos, logrando

como único heredero varón un hijo con la tercera de sus esposas, Juana Seymour.

Pese a todo, y contra las pretensiones de Enrique VIII, la fe de un pueblo no

cambia con edictos. A su muerte, el reino de Inglaterra se vio arrojado en la violenta

vorágine del vaivén religioso. María, la hija que el monarca había procreado con

Catalina de Aragón, ascendió al trono en 1553 con la firme intención de reunificar el

reino en la reinstauración de la fe católica. Sus métodos de reconversión nacional

no fueron pacíficos: muchos reformados arderían en las hogueras.

El anhelo de concordia del pueblo inglés dispuso que la mayor parte de su

población recibiera con alivio el ascenso al trono en 1558 de la otra hija de Enrique

VIII, Isabel, que en un principio se mostró partidaria de la tolerancia religiosa; sin

embargo, sus buenas intenciones tampoco duraron demasiado, e Isabel sería a su

vez responsable de una férrea persecución de católicos.48

La crisis religiosa escondía acaso una crisis más profunda todavía, esta otra

de carácter constitucional. En 1567 se fundieron las coronas inglesa y escocesa en

la persona de Jacobo I, legítimo heredero de ambas a la muerte de la reina Isabel.

Con él, la mecánica de la relación entre corona y parlamento se vería trastocada, y

se dejaba adivinar ya la figura de una próxima confrontación entre ambas

instituciones. El trasfondo de la confrontación tendría carácter económico: por

Derecho, el rey requería consentimiento del parlamento para gravar nuevas fuentes

48 Ibídem, pp.124-125.

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de ingresos para las arcas reales; a pesar de lo anterior, hasta entonces ningún

parlamento había osado negar a un monarca el establecimiento de los impuestos

que le solicitase. Jacobo I se enfrentó con esta oposición, y no accediendo el

parlamento a fijar nuevas fuentes de ingresos, lo disolvió durante diez años, de 1611

a 1621, con un brevísimo intervalo en 1614. La longitud del plazo de inactividad

parlamentaria estaba por demás cargada de simbolismo, y constituiría un mero

ensayo de la catástrofe política que viviría Carlos I, sucesor del rey Jacobo I. 49

Al ser exaltado al trono en 1625, Carlos I se vio muy pronto en la necesidad

de convocar su primer parlamento, con el fin de obtener recursos económicos para

la guerra que por aquellos años sostenía Inglaterra contra España. El rey no pudo

obtener el consentimiento del parlamento; contrariado, lo disolvería y volvería a

convocar intermitentemente sin conseguir éxito hasta que la fortuna pasaría de sólo

negarle sus deseos a imponerle restricciones. El parlamento de 1628 presentó a

Carlos I la célebre Petición de Derechos, por la que el rey veía limitados sus

derechos a fijar nuevos impuestos y le dificultaba el mantenimiento de un ejército

permanente.50 Sintiéndose burlado, Carlos I disolvió el parlamento en 1629 en un

alarde de demostración de la suficiencia de la sola monarquía. El rey pretendió

constituir un gobierno personal y absolutista, y durante un nuevo decenio en

Inglaterra no se vio integrado el parlamento. La realidad era que la viabilidad

gubernamental del reino estaba de este modo seriamente comprometida: sin la

participación del parlamento el monarca se veía jurídicamente impedido de obtener

nuevos ingresos, al menos por la vía legítima.

El escenario se vio modificado en 1640 ante una invasión escocesa a

Inglaterra. Sucedió que Carlos I había intentado imponer en Escocia un nuevo libro

de rezos (después de todo era también su monarca), pero los habitantes de este

reino rechazaron enérgicamente la medida. El rey convocó entonces al parlamento

en búsqueda de apoyo para enfrentar la crisis emergente. Tras un intento fallido en

49 Ibídem, pp. 147-153. 50 Ibídem, p. 156.

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la primavera de ese año, Carlos I volvería a probar suerte ese mismo otoño, cuando

abriría sesiones el llamado Parlamento largo.

El nuevo parlamento tomó entonces medidas revolucionarias: aseguró, por

ley, su convocatoria regular por lo menos una vez cada tres años, privó al rey de su

poder de percibir impuestos no autorizados por él mismo y eliminó una serie de

jurisdicciones especiales sobre las que el monarca ejercía control directo.51 Carlos

I no estuvo dispuesto a ceder tan altas prerrogativas fácilmente; antes, haría que la

sangre corriera por el suelo inglés, y acabaría estallando una guerra intestina. Lo

que Carlos I no podía adivinar es que su propia sangre habría de integrarse a este

caudal. En 1642 comenzó formalmente la guerra civil, que no terminaría hasta 1649

con la ejecución del rey, sentenciado a muerte por el propio parlamento.52

Thomas Hobbes y la tormenta absolutista.

En 1651, a dos años de distancia de la ejecución de Carlos I y en los albores

de la República de Cromwell, era publicado un tratado de filosofía política que

sacudiría hasta sus cimientos esta ciencia: el Leviatán, de Thomas Hobbes. Ya se

ha narrado la turbulencia política que enmarcó la redacción de esta obra. Hobbes –

nacido durante el reinado de Jacobo I– fue testigo del descrédito y el debilitamiento

que progresivamente sufrió la institución monárquica en Inglaterra. Como fiel

partidario del poder regio, invertiría un enorme esfuerzo intelectual en el

fortalecimiento de la corona. En efecto, nuestro autor de referencia se dio cuenta de

que la pugna entre rey y parlamento era, en el fondo, una controversia por la

detentación o la titularidad del poder supremo –soberano– ya esbozado por Bodin,

y en atención a ello construye una teoría política tan bien lograda, que en nuestros

días sigue siendo objeto de estudios y comentarios. Sin embargo, Hobbes no

atiende a la cuestión de la discordia entre parlamentarismo y regalismo inglés, sino

tangencialmente. Su Leviatán se erige como un monumento intelectual que

51 Ibídem, p. 164. 52 Ibídem, p. 171.

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trasciende más allá de las circunstancias de la época: esta magna obra es a un

tiempo un tratado perenne de revolucionaria antropología y política.

Para Hobbes el hombre es un ser movido por un solo motor primario: la propia

conservación, una fuerza instintiva que lo impulsa a asegurar por cualquier medio

la continuación de su existencia biológica. El hombre busca esta pervivencia por

dos medios que se funden en su propia naturaleza; a saber, el apetito o deseo y la

razón. Por el primero, el hombre se percata mediante la sensación de placer aquello

que lo ayuda y fortalece, y lo procura; por la segunda, el hombre descubrirá medios

para optimizar las garantías de su propia conservación, mediante la generación de

un entorno que le sea favorable. Sobre estas líneas de materialismo e individualismo

irá dibujando nuestro autor su Leviatán.

Hobbes parte de la ficción de un estado de naturaleza originario del hombre,

un mundo pre-político, en el que este se siente continuamente amenazado e

incapaz de asegurar su propia conservación. La fuente de esta amenaza,

paradójicamente, la encuentra el hombre en sus semejantes. Al percatarse los

hombres de que la naturaleza los ha hecho tan iguales en facultades de cuerpo y

espíritu, al punto de que hasta el más débil tiene bastante fuerza para matar al más

fuerte, surge en su interior la angustia propia de la desconfianza. De esta igualdad

nace un modus vivendi primitivo y sanguinario: deseando los hombres los mismos

bienes que sirven para su subsistencia, quedan envueltos en un estado de guerra

de todos contra todos. En situación semejante –nos dice Hobbes– “existe continuo

temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca,

embrutecida y breve”,53 sin que se conozca justicia o injusticia en sus acciones,

pues no existiendo Derecho nada puede merecer calificativo de injusticia.

Nótese aquí la digresión hobbesiana del discurso clásico de la doctrina del

derecho natural. No es que nuestro autor desdeñe el concepto mismo de lex

naturalis; por el contrario, lo asume como propio para dotarlo de nuevo contenido:

consiste esta ley natural en “un precepto o norma general, establecida por la razón,

53 Hobbes, Thomas. Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, trad. de Manuel Sánchez Sarto, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 103.

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en virtud de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o

privarle de los medios de conservarla”.54 El estado de naturaleza del hombre no es

propiamente un estado amoral, es sólo que bajo una concepción mecanicista del

ser humano únicamente puede denotar bondad o maldad aquello que procura o

impide la conservación del individuo; 55 el hombre queda así legitimado (tiene

derecho, podríamos decir) a disponer de su propia fuerza para la conservación de

su vida. En cualquier caso, en Hobbes la razón hace asequible al hombre la ley

natural, sugiriéndole medios que, abriendo paso a una convivencia pacífica entre

sus semejantes, terminen de una vez con la precariedad de vida con que cargan en

la guerra de todos contra todos.

La razón sugiere al hombre pactar la tregua con el prójimo, pero pronto

descubre que un pacto tal no ofrece garantía de funcionalidad, mientras no exista

un poder que, con fuerza suficiente, sea capaz de velar por su cumplimiento: “[l]os

pactos que no descansan en la espada, no son más que palabras, sin fuerza para

proteger al hombre en modo alguno”.56 La única alternativa resulta entonces la

delegación del derecho natural de cada uno, al uso de la fuerza en defensa y

conservación propias a un hombre o grupo de hombres que, concentrando toda la

fuerza concedida, garantice con la espada lo que los hombres de manera individual

han pactado por palabra. Hobbes describe magistralmente el pacto a que ha hecho

referencia, en los siguientes términos:

Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello

en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás,

en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre

o asamblea de hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo, con la condición

de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizareis todos sus actos

de la misma manera.57

54 Ibídem, p. 106 55 Ibídem, p. 42. 56 Ibídem, p. 137. 57 Ibídem, p. 141.

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El hombre daba así, mediante un solemne fiat, vida a un nuevo ser: el Estado,

a quien también llama –sin carencia de devoción– el gran Leviatán. Sin embargo,

cual persona moral que es, el Estado no puede actuar por sí mismo, sino a través

de un representante; este representante, o “titular” como lo llama Hobbes, asume el

nombre de soberano.

Hobbes no escatimará en las facultades inherentes al soberano que ha

ideado. Por agallas (¿o más bien insensatez?), borraría las limitaciones a las que la

soberanía había quedado sujetada en el pensamiento de Bodin; el resultado: la

formulación terminante y coherente del absolutismo político. La ley natural, ya no

entendida como el reflejo de la razón divina en las cosas creadas, sino como el

simple impulso humano a la autoconservación, no representó más un límite al actuar

soberano; por el contrario, constituía uno de sus fundamentos. El poder de

legislación del soberano en Hobbes tampoco reconocía frontera alguna por la ley

humana, no existiendo equivalente a las leyes imperii,58 y se consideraba inherente

a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas, en virtud de las cuales cada

hombre puede saber qué bienes puede disfrutar, esto es, la propiedad.59

El Leviatán es, en sí mismo, la culminación de un largo devenir en la filosofía

política, con el que la separación idealizada de Estado y gobierno alcanzó

refinadísima claridad. Como ya se ha mencionado, la solución propuesta por

Hobbes, para compaginar esta idea con su doctrina de la soberanía fue considerar

al Estado como el dueño de la soberanía, que manda a través del soberano, su

representante.60

Al hablar sobre los atributos de la soberanía, Bodin había prescrito que todos

los derechos atribuidos al soberano derivaban de la primera facultad de legislar sin

consentimiento de superior, igual o inferior. Cierto es que Hobbes pareciera menos

atento a la cuestión legislativa que Bodin (en el capítulo de su obra dedicada a los

derechos de los soberanos no hace siquiera mención de la misma), mas no por ello

58 Ibídem, p. 218 59 Ibídem, p. 146. 60 Abellán, Joaquín. Op. cit., pp. 114-115.

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debemos concluir que la cuestión haya desmerecido la atención del primero. En

Hobbes, como en Bodin, la labor legislativa continuaría fungiendo como punto

cardinal en las atribuciones del soberano, si bien se invierte el orden de explicación

utilizado por el angevino. Antes de hacer referencia al carácter de legislador del

soberano, habla Hobbes de los derechos propios de su institución como autoridad

suprema, que seguirían siendo en esencia los mismos que antes había señalado

Bodin: hacer la guerra y la paz, el derecho de judicatura, elección de funcionarios,

entre otros; sólo después atenderá Hobbes la atribución legislativa, que representa

en sí misma la primera obligación de todo soberano, quien obligado a dispensar

seguridad al pueblo, debe alcanzar este fin a través de “una providencia general

contenida en pública instrucción de doctrina y ejemplo; y en la promulgación de

buenas leyes”.61 En efecto, en todos los Estados el soberano es el único legislador,

ya sea un hombre en la monarquía o una asamblea de hombres en la aristocracia

o democracia.62

Lo que sí resulta novedoso, y que sería recogido por autores que le seguirían

como Locke y Rousseau, es la justificación mayoritaria de los actos del soberano

preparada por Hobbes. Enfáticamente se señala en el Leviatán que las minorías

están obligadas a pasar por las decisiones tomadas por la mayoría, inclusive desde

el momento mismo de la institución del soberano: quien voluntariamente participa

en la congregación de quienes constituyen la asamblea en que se ha proclamado

un soberano, declara por ese solo hecho su voluntad de reconocer como propia la

decisión de la mayoría. Todo súbdito debe ver entonces en los actos del soberano

su propia mano: “[C]ada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los

actos y juicios del soberano instituido (…)”.63 En términos semejantes, no puede

haber espacio para la insubordinación de los súbditos hacia el soberano; Hobbes

incluso llega a plantear la posibilidad de que quien se negase a reconocer los actos

atribuidos al Estado, debe avenirse a ser eliminado por el mismo.

61 Hobbes, Thomas. Op. cit., p. 275. 62 Ibídem, p. 218. 63 Ibídem, p. 145.

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Quizá en esta propensión a mantener intacto el poder de la mayoría, evitando

su disgregamiento, recae el hecho de que Hobbes se haya mostrado tan receloso

de la libertad de conciencia y expresión; y es que el absolutismo político planteado

en el Leviatán es tan amplio, que su autor atribuye al Estado el derecho a moldear

la conciencia de sus súbditos. No sólo corresponde al soberano ser juez sobre las

opiniones y doctrinas que son adversas a la comunidad y las que conducen a la paz:

los súbditos también quedaban relevados de cualquier carga moral. La identificación

de la justicia con el derecho positivo en Hobbes volvía a la ley, entendida como la

voluntad de la mayoría en boca del soberano, la conciencia pública por la que el

ciudadano debería guiarse. A estos extremos llegaba la nueva concepción

“racionalista” del derecho natural desarrollada por Hobbes. Llama a su vez bastante

la atención cómo prácticamente la mitad del Leviatán está destinado a la relación

entre poder temporal y espiritual. Para Hobbes, la profesión de fe –en cuanto acto

de la esfera pública– cae asimismo dentro del ámbito de competencia de un Estado

al que nada le es ajeno. La Iglesia justificadamente debe estar, entonces, bajo la

autoridad del soberano. Mucho hubiera disfrutado Enrique VIII leyendo el Leviatán.

En lo que concierne al debate sobre las formas de gobierno, Hobbes tuvo el

tino de seguir los pasos de Bodin, apreciando que unas y otras se distinguen por el

carácter del soberano. Así, cuando el representante del Estado sea un hombre,

estaremos ante una monarquía; cuando sea una asamblea soberana de unos

cuantos, aristocracia; y cuando a esta asamblea puedan concurrir cuantos

quisieren, democracia. Ya su visión positivista del derecho había sentado las bases

para que nuestro autor no reconociera desviaciones en el uso del poder. Tiranía,

oligarquía y anarquía resultaban ser sólo los nombres con que denominaban los

descontentos a la forma de gobierno adoptada por su Estado.64 A pesar de lo

anterior, la simple posibilidad de que la soberanía recaiga en uno, pocos o muchos

no significa que las tres formas de gobierno merezcan un mismo valor en la mente

de Hobbes, pues las distingue en atención a su conveniencia o aptitud para producir

la paz y la seguridad del pueblo. Realista como era su autor, no podría esperarse

64 Ibídem, p. 151.

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en el Leviatán un resultado de semejante comparación que no fuera favorable a la

monarquía, aunque debe apreciarse que Hobbes deja bien abierta la posibilidad de

que una asamblea –casi quisiera decir parlamento– pueda llevar a buen puerto el

destino de su patria. El cambio de una forma de gobierno a otra, en este tenor, no

es más que el traslado de la soberanía de un cuerpo de gobierno a otro.

Al final del día, es preciso decir que el poder desmedido que Hobbes otorgaba

a su Leviatán lo volvía un ente de dimensiones tan grandes, que lo condenaban a

caer por su propio peso. Un mínimo de rigor crítico nos permite percatarnos de que

su teoría del poder político se sustentaba tan sólo por un mito. Incapaz de encontrar

un fundamento sólido para el Estado, Hobbes traicionaría su personal anhelo de

cientificidad mediante el recurso de la fábula, pues en el fondo, la idea del estado

de naturaleza original y el contrato social sobre la que se sostiene el Leviatán no

deja de ser sólo eso: una fábula sin registros históricos que pudieran servir de indicio

de su veracidad. En el suelo poco firme de sus fundamentos contractualistas, su

idea de un poder soberano absolutista no puede sernos convincente. Sin embargo,

el hecho de que no pueda encontrarse sostén histórico para la teoría de Hobbes, no

demerita lo bien logrado del armazón lógico con el que construyó su obra; tal vez

sea esa profundidad de pensamiento lo que vuelve tan atrayente a su Leviatán, que

se volvería punto de referencia de los autores que tras él continuarían construyendo

la idea de la soberanía. Por lo demás, no escatimaremos tampoco en el

reconocimiento que esta obra se merece como una las más grandes aportaciones

a la teoría de la soberanía. Valiosísimas resultarían en el futuro inmediato las ideas

del Estado como persona ficticia, el soberano como representante del Estado (con

la que se lograba identificar en el gobernante el ejercicio práctico de la soberanía

sin olvidar que su detentador original era el Estado) y la atención prestada a la

mayoría para la elaboración de su doctrina. A la manera de los arquitectos una

enorme catedral medieval, que estaban envueltos en un proyecto arquitectónico que

compartían con generaciones pasadas y futuras, estadistas y estudiosos mirarían

con reverencia las enormes bóvedas que en la catedral de la filosofía política había

dejado para ellos Thomas Hobbes.

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La Revolución Gloriosa y el establecimiento de la monarquía constitucional.

En un entorno tan políticamente ambivalente como el que sirvió de marco para el

Leviatán de Hobbes, resultaba natural que de una conceptualización de la soberanía

como poder supremo, se pasara a una de la soberanía como poder absoluto. No

desconocemos que la teoría absolutista de Hobbes podía ser sostenida tanto por

los partidarios del rey como los del parlamento –sin perjuicio de que Hobbes era

declaradamente realista–, si bien concedemos que dicha teoría encajaba mejor en

el discurso monárquico, puesto que la unidad nacional quedaba representada de

una forma más cómoda en la figura fácilmente identificable y consolidada del rey,

que en la dispersión propia de una asamblea cuyos miembros, de parlamento en

parlamento, variaban en número y procedencia.

Al ser ejecutado en 1642 el mismísimo monarca, Inglaterra adoptó un modelo

de gobierno republicano. Este periodo es conocido como la República de Cromwell,

que debe su nombre al del jefe del ejército parlamentario que combatió y venció a

Carlos I: Oliver Cromwell. Con la naciente república, quedó radicalmente alterada la

distribución del poder en la isla. Se eliminaría la Cámara de los Lores (por lo que el

parlamento quedó integrado tan sólo por los Comunes) y la función ejecutiva fue

encomendada a un Consejo de Estado.65

Sin embargo, lo que comenzó como una aventura republicana habría de

desembocar en una dictadura. Mal habían comenzado sus funciones los nuevos

cuerpos de gobierno, Cromwell, respaldado por la fuerza del ejército, asumió en

forma unipersonal el gobierno de Inglaterra, se dio a sí mismo el novísimo título de

Lord Protector de la república y, atribuyéndose semejante facultad, se decidió a

disolver y volver a convocar parlamentos, con la intención de encontrar uno que se

dejara maniatar. Aún en los breves lapsos en que un parlamento se encontraba en

sesiones, Cromwell mantuvo en los hechos un poder despótico de corte militarista,

sin que le fuera ajena la tentación de ceñirse la corona inglesa y proclamarse

65 Rubio, Julián. La era de Luis XIV y la Guerra de Sucesión de España. En Historia Universal, Novísimo Estudio de la Humanidad (Tomo IV). Barcelona: Instituto Gallach de Librería y Ediciones, 1937, p. 138

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monarca. Semejante despotismo estaba destinado a desaparecer con la muerte de

su autor; y efectivamente, en 1658 moría Cromwell y su hijo, Ricardo, quien había

sido investido con el título de Lord Protector en el lecho de muerte de su padre, no

fue capaz de retener en su persona las dudosas atribuciones de su cargo. 66

Inglaterra quedó sumida en un vacío de poder, y en tales circunstancias, sería

llamado a reinar en 1630 a Carlos Estuardo, hijo de Carlos I. El experimento

republicano inglés languidecía entonces con la reinstauración de la monarquía.

Durante el reinado de Carlos II se reanimó la exaltación religiosa; ciento

treinta años separaban su ascensión al trono del cisma realizado por Enrique VIII,

tiempo más que suficiente para que una animadversión general al catolicismo

hubiera arraigado fuerte en los ingleses, que vigilaban cautelosos los movimientos

de su recién instalado monarca católico, que lentamente –pero no por ello de

manera menos firme– llevaba una agenda política favorable a su credo. La pasión

religiosa del pueblo llegó a su cúspide cuando Jacobo II, hijo segundo de Carlos I,

fue exaltado al trono en 1685.67

Si Carlos I había mal disimulado su inclinación por el catolicismo, Jacobo II

ni siquiera intentó ocultar sus intenciones. El nuevo monarca actuaría sin

miramientos en un intento de restablecer el catolicismo como religión oficial del

reino.68 No encontrando respaldo en el parlamento, Jacobo II lo disolvió y, como

había hecho su padre antes que él, se propuso realizar las labores gubernativas de

una forma personal; sin embargo, no previó que, al igual que con su padre, sus

pretensiones absolutistas acabarían topando con pared. Cundió el descontento

popular, con motines que en toda Inglaterra reflejaban el rechazo al intento

monárquico de implantar una vez más la fe católica.

El clamor de un pueblo protestante contra su rey católico fue,

paradójicamente, recogido por la misma hija del monarca en turno. Con el mismo

nombre que tiempo atrás perteneciera a aquella reina que a la muerte de Enrique

66 Maurois, Andre. Op. cit., p. 176. 67 Rubuio, Julián, Op. Cit., p. 154. 68 Maurois, Andre. Op. cit., p. 185.

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VIII había pretendido la reunificación católica en Inglaterra, María II, hija de Jacobo

II, zanjaría de una vez y para siempre la controversia que entre la política y la religión

mantenía a su reino en la discordia desde hace siglo y medio.

María II era protestante, desposada con Guillermo III de Orange, estatúder

de Holanda, donde residía la pareja. Habiendo armado un pequeño ejército, el

matrimonio desembarcó en territorio inglés en noviembre de 1688, convocando a la

nación a defender sus libertades. Tan alegre respuesta obtuvieron María y Guillermo

del pueblo inglés, que Jacobo II prácticamente no pudo oponer resistencia, ni en lo

militar ni en lo político; Revolución Gloriosa, le llamarían a este suceso. Jacobo II

huyó del país, en lo que fue interpretado como un acto de abdicación del trono,

María fue reconocida heredera y Guillermo asociado al trono como cónyuge de la

reina. Con aquiescencia de la real pareja, el parlamento fue nuevamente

convocado, sus derechos reestablecidos y el poder de la corona, jurídicamente

limitado. La demarcación de las facultades del monarca quedó tan firmemente

delineada, que acto seguido a la coronación de ambos monarcas en 1689, los

nuevos soberanos extendieron el afamado Bill of Rights, por el que al pueblo le

fueron reconocidos sus derechos y libertades individuales.69

Como resultado de esta segunda revolución, y sin derramamiento de sangre,

terminó la larga pugna entre rey y parlamento, finalmente definida en favor del

segundo. La monarquía seguiría detentando notable influencia en Inglaterra, pero

ejercería su poder en un marco constitucional de limitaciones, tanto para con el

parlamento, como para con el súbdito en lo individual. En este novedoso discurrir

político, que hoy conocemos como monarquía constitucional, florecería el principio

de legalidad al amparo de la supremacía parlamentaria. La labor ejecutiva se

encontró entonces sometida al mandato expreso de la ley, y la ley era palabra del

parlamento. Mas ¿qué papel jugaba la idea de la soberanía en esta nueva

idealización del Estado?

69 Rubio, Julián. Op. cit., p. 156.

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Los contrapesos ideológicos al absolutismo en John Locke.

A tan sólo un año de distancia de la coronación de María II y Guillermo III de Orange

como monarcas de Inglaterra, fue publicado el Segundo ensayo sobre el gobierno

civil de John Locke, obra en que mejor se vería representado y a la vez justificado

el nuevo escenario político en Inglaterra: la monarquía constitucional.

Admitimos que el Segundo ensayo no representa una réplica directa y

manifiesta al Leviatán de Hobbes. Entendemos más bien que si el primero de los

dos ensayos había sido una refutación explícita a la doctrina de absolutismo

monárquico de Robert Filmer –en sí una obra sin altura de vuelos para trascender

en la historia de la teoría política–, el segundo, por su parte, consistió en la

argumentación de una doctrina alterna del origen del poder político, sobre la base

del descrédito que el paternalismo monárquico merecía para su autor. En estos

términos, no encontramos en la obra de Locke ni una sola referencia directa a

Hobbes; sin embargo, a pesar de que jamás se refiere Locke al autor del Leviatán

por su nombre, sí invoca las ideas contenidas en su obra, muchas de las cuales

adopta y moldea de conformidad con su propio pensamiento, mientras que a otras

las desecha por completo.

Comenzaremos por señalar que, para explicar el origen del Estado, Locke

parte de la misma base que hiciera Hobbes: el contractualismo político como

respuesta a un estado de naturaleza desventajoso. Sin embargo, ambos autores

conciben en forma enteramente distinta el estado de naturaleza, lo que a nuestro

parecer se debe a la distinta conceptualización la ley natural que ambos tenían. Así

como hemos visto en Hobbes, por ejemplo, que la ley natural es reducida a ser solo

la norma por la cual el hombre debe evitar todo lo que pueda poner en riesgo su

propia conservación, y procurar lo que le permita mantenerla, en Locke la ley natural

es un mandamiento de paz y preservación tanto de uno como del prójimo; es la

razón misma que enseña a los hombres que siendo todos libres, iguales e

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independientes nadie debe dañar a otro en su vida, salud, libertad o posesiones.70

La misma ley natural, que en ambos autores tiene existencia previa a la creación de

la sociedad, para uno conlleva eximir al hombre de responsabilidad por el uso de la

violencia contra sus semejantes, y para el otro justamente lo contrario: es una

apelación de respeto al derecho ajeno.

En efecto, para Locke los hombres son seres libres, iguales e independientes,

poseedores en sí mismos de una serie de derechos inherentes a su propio ser, de

los que nadie –ni siquiera uno mismo– está facultado para privarle. Y es esta libertad

personalísima la que justificará, como comprobaremos, que el hombre únicamente

pueda ser sustraído de tal estado de naturaleza para ingresar a la vida en sociedad

con su consentimiento. Vemos entonces cómo, en contraposición al Estado de

naturaleza hobbesiano de tinte oscuro y amoral, el lockeano se funda en una

fortísima carga axiológica y resulta, inclusive, agradable a la vista. Así, en Locke el

hombre, antes incluso de entrar en sociedad, ya cuenta con derecho inalienable a

la vida, a la libertad y a la hacienda propia, derechos que quedan comprendidos en

la palabra “propiedad”.

Viene entonces la pregunta ineludible:

Si el hombre en su estado de naturaleza tan libre es como se dijo, si señor es de

su persona y posesiones (…) ¿por qué irá a abandonar su libertad y ese imperio,

y se someterá al dominio y dirección de cualquier otro poder?71

Sucede, pues, que por más que el estado de naturaleza pueda parecernos

bondadoso, en realidad este no resulta favorable para el desarrollo y ejercicio de los

derechos del hombre; esto es, los derechos no encuentran protección efectiva en

este entorno. A juicio de Locke, en el estado de naturaleza a cada uno asiste el

poder judicial y ejecutivo de la ley natural para reparar y restringir las violaciones al

mismo de que sea víctima, 72 castigando los crímenes contra aquella ley

70 Locke, John. Ensayo sobre el gobierno civil, trad. de José Carner, México, Editorial Porrúa, 2014, p. 4. 71 Ibídem, p., 73. 72 Ibídem, p. 5.

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cometidos.73 Pero el hombre –nos dice el autor– difícilmente sabrá atemperar el uso

de esta facultad ejecutiva, pues siendo juez en causa propia no es sencillo dar con

la sanción objetiva que la razón dicta para cada violación al orden natural. Cierto es,

pues, que la razón nos impela a rechazar la proposición de que cada uno pueda

conocer y aplicar el derecho natural al caso concreto. 74 La respuesta a la

interrogante que nos ocupa es, entonces, la siguiente: aunque en el estado de

naturaleza le asiste al hombre el derecho a la propiedad, su goce resulta precario,

pues siendo en igualdad todos los hombres jueces en causa propia por lo que a la

violación del derecho natural compete, “y la mayor parte observadores no estrictos

de la justicia y equidad, el disfrute de bienes en ese estado es muy inestable, y en

zozobra”.75

En el fondo vemos cómo las teorías del estado natural de Hobbes y Locke

convergen en un mismo punto: los hombres abandonan dicho estado por temor, ora

por su propia conservación física, ora por la preservación de sus derechos. La

diferencia estriba entonces únicamente en el fundamento antropológico del obrar

humano, sea materialismo irreflexivo en el Leviatán o derechos inalienables en el

Segundo ensayo; sin embargo, las consecuencias de una y otra teoría hasta ahora

se nos muestran similares.

En este punto nos detenemos a realizar una aclaración. No es extraño que

se atribuya a Locke –y a la escuela del iusnaturalismo laico o racionalista de la que

forma parte, junto con autores como Pufendorf, Altusio o Hugo Grocio– la primera y

original idealización de los derechos naturales del hombre. En verdad, tal afirmación

dista mucho de reflejar la realidad histórica: la noción de una serie de derechos

subjetivos inherentes a la persona venía configurándose desde mucho tiempo atrás.

Sin demeritar el valor del pensamiento preclaro de Locke, valdría la pena reconocer

la influencia de autores de la segunda escolástica española –como Vitoria y Suárez–

73 Ibídem, p. 75. 74 Abellán, Joaquín. Op. cit., pp. 118-119. 75 Locke, John. Op. cit., p. 73.

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o de los nominalistas –como Occam y Scoto–, sin la que cualquier estudio histórico

de los derechos humanos se vería incompleto.76

Seguimos, pues, con la construcción teórica de la sociedad en Locke. A los

inconvenientes propios del estado de naturaleza, que ya hemos dibujado, el hombre

encuentra solución en la asociación con sus semejantes, dando vida de una vez a

la sociedad y al Estado. El ser humano abandona su facultad natural a ser juez y

ejecutor de la ley natural, “abdicando de él en manos de la comunidad”;77 así, los

hombres acuerdan tener ley y judicatura establecida a la que todos puedan apelar,

por la que todos puedan conocer qué derecho les asiste y tengan el mismo derecho

a reclamarlo a quien corresponda en la serenidad de no ser parte en una contienda.

Cedió también el hombre su derecho a hacer efectivos sus juicios, dotándole de la

fuerza necesaria para hacer valer sus fallos a este nuevo cuerpo artificial nacido de

la voluntad de uno y todos a la vez. “Y aquí tenemos los orígenes del poder

legislativo y ejecutivo en la sociedad civil”, nos dice Locke. 78 Se encontraba

nuevamente el germen del Estado en la idea de un pacto social, que ahora tiene por

fin la protección de la propiedad de todos sus miembros. En este punto pareciera

que Locke identifica el bien común con la suma del bien de todos los miembros de

la comunidad, en tanto entes protegidos de la intromisión ajena en su vida, libertad

y posesiones.

En esta intención de abandonar el estado de naturaleza identificó Locke su

argumento para descalificar, de origen, a la monarquía absoluta. Se deja atrás el

estado de naturaleza mediante un pacto común –es decir, un pacto de todos los que

pasarán a formar parte del nuevo cuerpo político– con miras a que nadie quede ya

con libertad de juez en causa propia; sin embargo, esto es justamente lo que sucede

en una monarquía absoluta, puesto que siendo incontrovertible la voluntad del rey

(a su vez un hombre como todos los demás) no haría sentido al ser humano ceder

su potestad de juicio y ejecución de la ley natural, mientras tan sólo uno de sus

76 Soberanes, José Luis. Sobre el origen de las declaraciones de derechos humanos, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, 2009, p. 122. 77 Ibídem, p. 49. 78 Ibídem, p. 50.

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semejantes pudiera conservar para sí este derecho. Se entiende entonces que en

tal estado el hombre se hallaría en peor condición que la que guardaba en el estado

de naturaleza, toda vez que el súbdito no tendría juez común a quien apelar en caso

de que el rey atente contra sus derechos naturales; además, se sostiene que

mientras que en el estado de naturaleza el hombre retenía para sí el derecho a la

violencia legítima en preservación de su propiedad, ¿qué esperanza de éxito podría

tener resistencia cualquiera contra el poder que ostenta un monarca absolutista?79

Un escenario como este “equivaldría a pensar que los hombres son tan necios que

cuidan de evitar el daño que puedan causarles mofetas y zorras, pero les contenta,

es más, dan por conseguida seguridad el ser devorados por leones”.80

Visto cómo resulta incompatible la idea del gobierno civil con la del

absolutismo monárquico, Locke pasa revista a los fundamentos del Estado que, por

más que hayan quedado entredichos en sus razonamientos anteriores, se ven

reforzados mediante su explicitación esquemática, en aras de tener suelo firme a

partir del cual analizar el problema de los poderes que conforman el Estado.

El contrato social en el Segundo ensayo no es ya, como en el Leviatán, un

pacto estático; esto es, únicamente identificado en el punto histórico preciso del

nacimiento de la sociedad. Por el contrario, el pacto aquí adquiere una condición

dinámica; es decir, va renovándose una y otra vez mediante la adhesión de nuevos

miembros al Estado. Es así como aquellos hombres que no pudieron ser partes en

el contrato originario, como sí lo hicieran sus antecesores, se vuelven parte de este

por adhesión al momento de alcanzar la mayoría de edad y consentir –cuando

menos tácitamente– ser parte de la sociedad en que se hallaren. Es con la madurez

que al hombre se vuelve asequible el conocimiento de la conveniencia del contrato

social, según se ha descrito a detalle párrafos arriba. El hombre entiende que el

Estado existe con el fin de preservar su propiedad: su vida, libertad, salud y

79 No debemos tampoco creer que, por el énfasis que coloca Locke en la incoherencia imbuida en toda monarquía absoluta, el autor considerara viable el absolutismo aplicado a otras formas de gobierno, como la aristocracia o democracia. Veremos posteriormente cómo el autor acaba por descalificar el absolutismo en sí, independientemente del cuerpo político que pretenda allegarse prerrogativas absolutas. Cfr. Locke, John. Op. cit., p. 124. 80 Ibídem, p. 54.

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posesiones, y viendo en este propósito un fin bueno, se siente movido a alcanzarlo,

realizando entonces por adhesión la misma cesión que por pacto espontáneo con

otros hombres hubieran realizado sus antecesores.

Hemos estudiado hasta este punto el fin al que aspira toda sociedad

políticamente organizada; toca el turno de dar luz a los medios en que la sociedad

puede allegárselo, de los cuales, Locke identificaba como el primero de todos a la

ley: “el fin sumo de los hombres, al entrar en sociedad, es el goce de sus

propiedades en seguridad y paz, y el sumo instrumento y medio para ello son las

leyes en tal sociedad establecidas”.81

Habiendo el hombre cedido mediante el pacto social su derecho a hacer

efectiva la ley natural por sí mismo (tal y como estaba legitimado a hacer en el

estado de naturaleza), justo es que en lugar de que cada quien de manera individual

pueda fijar la pena que correspondiere a la trasgresión de dicha ley, el cuerpo de

hombres convertido en pueblo fije una pena aplicable que sea común a todos los

miembros de la comunidad según sea el caso, a fin de que puedan estos conocer

sus deberes y derechos. El Estado será guiado así “por leyes establecidas,

promulgadas y conocidas de las gentes (…) con jueces rectos e imparciales que en

las contiendas decidan por tales leyes”.82 Locke no regatea, pues, con el valor de la

ley en una sociedad. El hombre se une en comunidad precisamente para vivir bajo

el amparo de la ley, en cuya generalidad y abstracción previamente establecida se

sienten seguros, en cuanto conocedores de los límites de su derecho y,

correlativamente, de la conducta que deben esperar de los demás para no ver

amenazado el propio.

Puesto que aquello que saca al hombre del estado de naturaleza es la ley,

es el legislativo de toda república el poder supremo dentro de la misma, como juez83

81 Ibídem, p. 79. 82 Ibídem, p. 76. 83 En Locke, el juez en la sociedad es el legislativo, quien determina de antemano las conductas permitidas y las prescritas en razón del beneficio o amenaza que tales impliquen a la propiedad del hombre. Ello explica por qué al momento de analizar los poderes que conforman un Estado, Locke relegue al poder judicial, y apenas haga mención del mismo, pues siendo el legislador juez primero y supremo, al juzgador le competería la simple aplicación ciega y mecánica de lo que mande la ley.

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del actuar humano a la luz de lo que el derecho natural hubiere dictado a través de

la razón a sus integrantes, independientemente del número de personas que

integren al cuerpo legislativo. Locke repite una y otra vez esta idea a lo largo de su

Segundo ensayo: el poder legislativo supera en dignidad, fuerza y legitimidad al

ejecutivo, pues es el primero quien determina las atribuciones del segundo, a las

cuales debe limitarse en cuanto imposiciones de la voluntad popular manifiesta en

la ley, sabido como es que “quien a otro pudiera dar leyes le será obligatoriamente

superior”.84 Tómese en consideración el trasfondo de la lucha política entre rey y

parlamento que envolvía la obra, para dimensionar el impacto de esta afirmación.

Puede concluirse entonces, siguiendo la lógica del argumento, que el efecto

inmediato y específico del contrato social es el establecimiento de un poder

legislativo, el otorgamiento a un cuerpo político de la casi sacra facultad de dar la

ley a los demás.

El legislativo así se coloca al centro de la escena política, volviéndose caja

de resonancia del sentir de la sociedad y, para los efectos que a este trabajo se

refiere, receptáculo de la soberanía, cuyo ejercicio le es conferido por su propietario

original: el mismo pueblo. El entramado de semejante doctrina es sumamente

complejo, por más que aparezca cobijado de simpleza que maquilla las páginas del

Segundo ensayo. Podría decirse, haciendo uso del ya citado recurso de la

representación en Hobbes, que el legislativo es el representante del pueblo, y en

cuanto tal, el soberano. Así, en cualquier Estado en que se quiera ver qué cuerpo

político ostenta la calidad de soberano, deberá buscarse por quien tiene de facto, la

facultad de legislar, independientemente del nombre con que se conozca al órgano

político en cuestión.

Pero para Locke la soberanía deja de significar un poder absoluto. El halo de

omnipotencia que envolvía a nuestro concepto es matizado, por no decir eliminado.

El legislativo, aun siendo el poder supremo de una república, se encuentra

84 Ibídem, p. 92.

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encadenado a las limitaciones que por la naturaleza de su cometido le

corresponden:

[E]l poder legislativo (…) ni es ni puede ser en modo alguno, absolutamente

arbitrario sobre las vidas y fortunas de las gentes. Pues no constituyendo sino el

poder conjunto de todos los miembros de la sociedad, traspasado a una persona

o asamblea que legisla, no acertará la entidad de este poder a sobrepujar lo que

tales personas hubieren tenido en estado de naturaleza antes que en sociedad

entraren (…). Está este poder, aún en lo más extremado de él, limitado al bien

público de la sociedad.85

La cerrazón al absolutismo que Locke demandó para la monarquía, se volvía

extensiva a cualquier forma de gobierno, puesto que tal limitación se debía en

primera instancia a que en una monarquía absoluta el rey es supremo y único

legislador. Entiéndase entonces que tampoco ha lugar a aristocracia –

parlamentaria, por ejemplo– ni democracia absolutista, pues todo gobierno,

dondequiera que se localizare su legislativo, se encuentra circunscrito a esta misma

frontera.

No deja de sorprender cómo habiendo llegado a tan distinto puerto a partir

de la misma idea del pacto social, Locke retomara aquí el argumento mayoritario de

Hobbes para justificar el papel de legislativo como poder supremo en una sociedad.

Retomando el argumento usado en el Leviatán, en el Segundo ensayo se nos dice

que cuando un grupo de hombres consiente en la creación de un Estado, cada

ciudadano otorga en este mismo acto su consentimiento de asumir como propia la

voluntad de la mayoría en el debate político, pues formando los hombres en

comunidad un único cuerpo, y

visto que un solo cuerpo sólo una dirección puede tomar, precisa que el cuerpo

se mueva hacia donde le conduce la fuerza mayor, que es el consentimiento de

la mayoría (…) el acto de la mayoría pasa por el de la totalidad, y naturalmente

decide como poseyendo, por ley de naturaleza y de razón, el poder del conjunto.86

85 Ibídem, p. 80. 86 Ibídem, pp. 57-58.

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Para concluir este apartado, debemos admitir que la fuerza argumentativa de

Locke, así como la soltura de su discurso en su Segundo ensayo, más cargada

hacia la moderación y el sentido común que la filosofía política que le precedió,

otorga a su teoría del Estado y de la soberanía un gran atractivo; a pesar de ello, no

por vernos seducidos a conceder razón, grosso modo, a sus proposiciones,

debemos dejar de hacer notar las ambigüedades filosóficas escondidas en su obra.

Así una visión crítica de la misma, nos permite identificar tres flaquezas en el

pensamiento de su autor. Primero, Locke no proveyó de un fundamento sistemático

a su teoría de los derechos naturales individuales, cuya mera existencia era

entendida por él como una verdad evidente por sí misma.87 Colocar los derechos

naturales del hombre sobre una base inaccesible a la comprobación (empírica,

cuando menos) habría de implicar que, por más que estos derechos fueran

reafirmados en la práctica con instrumentos como el Bill of Rights –promulgado el

mismo año en que el Segundo ensayo era publicado– predisponía a buena parte de

los teóricos que le seguirían a descartarlos por incomprobables, como sucedió con

la escuela de materialismo escocés de la que Hume formaría parte.

En segundo lugar, ya hemos visto cómo su idea de contrato social compagina

en sus consecuencias con la sostenida previamente con Hobbes, en el sentido de

que ambos autores partían de una concepción decididamente individualista del

hombre. En ambos casos, en su estadio original el hombre no vive en comunidad,88

y si aspira a fundar ésta es sólo en aras de alcanzar un beneficio para sí; esto es,

para satisfacer una necesidad egoísta. La colectividad se convierte así en un

instrumento, y como instrumento se encontraba a merced de las doctrinas

utilitaristas que en congruencia con el sentido del argumento, despojarían a la

política de todo contenido moral, anhelando que el Estado procurase sólo el mayor

placer para la mayor cantidad de personas posible. Contra el placer y el dolor, base

coherente para una ideología moderna que sólo podía aceptar lo empírico –lo

sensible– como cierto, los derechos naturales de Locke se mostraban como una

87 Sabine, George. Op. Cit., p. 407. 88 Concedemos, sin embargo, que los autores plantean la existencia de la familia antes que la del Estado.

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simple declaración de buenos deseos; pero seguir el curso de estas ideas en el

campo de la filosofía política excede los propósitos del presente trabajo, por más

que interesen a la cuestión de la soberanía a las bases de la filosofía moral en los

siglos XVII y XVIII.

Por último, no podemos evitar pensar que en el Segundo ensayo se

desarrolla pobremente la teoría de las formas de gobierno; su capítulo sobre las

formas de una república no excede en contenido un par de páginas. Sin duda

hubiera sido interesantísimo ver cómo enlazaría Locke su doctrina sobre la

comunidad política con este problema, pero pareciera que en su opinión no existiera

forma de gobierno más perfecta que otra, siempre y cuando se respeten las

limitaciones al ejercicio de la soberanía legislativa antes presentadas; es más, Locke

no describe siquiera cuáles son a su entender las formas de gobierno posibles, pues

considera que existen tantas como el ser humano alcance a imaginar; son estas,

pues, numerus apertus.

Tocaría a otro hombre recoger estas ideas y demostrar que, tomadas en

serio, invitaban a la humanidad a decantarse por la democracia como forma de

gobierno. Nuestra historia nos lleva entonces de vuelta a Europa continental, donde

la soberanía encontraría una nueva voz en los escritos de un visionario francés; su

nombre: Juan Jacobo Rousseau.

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Capítulo III.- La cuestión de la legitimidad.

Westfalia: la consolidación del Estado Moderno.

Puesto que en este trabajo nos hemos propuesto enlazar el desarrollo de la

soberanía, en el terreno de la teoría política con el de su práctica en los

acontecimientos históricos que le servían de promotores, de marco o de inspiración,

conviene que antes de entrar de lleno a conocer un pensamiento tan elaborado

como el de Rousseau, nos familiaricemos con el entorno en que escribió este su

obra culmen: el Contrato social. Sin embargo, mucho nos hemos enfrascado en la

vida e historia de Inglaterra, cuyo devenir hemos seguido ininterrumpidamente

durante el curso de un siglo y medio, con la intención de no perder la continuidad

que une estrechamente a las teorías de Hobbes y Locke sobre la comunidad

política. Por lo que toca al resto de Europa, nuestra narración se había detenido en

las guerras de religión en Francia, que dieron motivo a Jean Bodin para la redacción

de sus Seis libros de la República.

Ninguna descripción de la historia de la soberanía puede pasar por alto un

evento que se cruza entre Bodin y Rousseau, sacudiendo la política europea hasta

sus cimientos. El acontecimiento al que hacemos referencia es conocido como la

Paz de Westfalia, un conjunto de tres tratados internacionales (los primeros, en el

sentido estricto del término) celebrados entre mayo y agosto de 1648 en las

ciudades alemanas de Münster y Osnabrück, que dieron término a la Guerra de los

Treinta Años.

Así las cosas, para entender la importancia de la Paz de Westfalia es

necesario que retomemos el hilo de la reforma protestante, cuyos efectos hasta aquí

solo hemos analizado en extenso por lo que al reino de Francia se refiere; toca el

turno ahora, pues, de atender al desenvolvimiento de la reforma al interior de otro

de los grandes cuerpos políticos de la época: el Sacro Imperio Romano.

La reforma se había gestado en el seno del Imperio, un organismo político

particularmente complejo, con estructura y territorio variados a lo largo de su

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historia. Ya nos hemos referido a algunos de sus antecedentes desde el tiempo de

Otón I, hasta la promulgación de la Bula de Oro en 1356, documento considerado

como la constitución del Imperio a partir de esta fecha. Esta Bula señalaba que el

emperador debía ser elegido por siete príncipes alemanes electores, de los cuales

tres eran eclesiásticos (los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia) y cuatro

laicos (el rey de Bohemia, el conde palatino del Rin, el elector de Sajonia y el elector

de Brandemburgo). A la par de los electores existían dos asambleas

representativas, de las cuales la primera estaba integrada por los príncipes de los

estados restantes que completaban el Imperio –entre cuyas prerrogativas se

encontraba el autorizar los impuestos generales, convocar a las tropas y declarar la

guerra–, y la segunda por los representantes de las ciudades libres del Imperio,

cuerpo que sólo tenía funciones consultivas. Cuando las tres asambleas –la de

electores, la de príncipes y la de ciudades libres– sesionaban a un tiempo, tenía

lugar una Dieta Imperial.89

Vemos entonces cómo el Sacro Imperio se veía de inicio divido internamente

en una pluralidad de núcleos de poder, cada uno de los cuales se sentía en mayor

o menor medida independiente de los otros, y con intereses que en ocasiones eran

adversos entre sí. En un panorama como este, la ya de por sí frágil unidad del

Imperio sería destruida por las convulsiones sociales que habrían de producirse con

la reforma protestante.

Retomando el hilo de dicha narrativa, ya hemos mencionado cómo la política

se entrecruzó tempranamente en el camino de Lutero hacia su reforma espiritual.

Su Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación alemana de 1520, obtuvo

respuesta entre muchos altos dignatarios del Imperio. Uno a uno fueron

convirtiéndose electores y príncipes alemanes al luteranismo, preparándose una

fragmentación tan profunda, que se convertiría en el principal punto de atención en

la agenda política de quien en 1519 adquirió el título de emperador: Carlos I de

España, V de Alemania.

89 Vázquez de Prada, Valentín. Renacimiento. Reforma. Expansión Europea. En Historia Universal (Tomo VII). Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1981, p. 377.

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En la persona del nuevo emperador vendría a acumularse un poder sin

precedentes en Europa: las casas de Aragón y Castilla habían sido unidas por sus

abuelos maternos, Fernando e Isabel, mientras que las de Austria y Borgoña se

habían fundido con el matrimonio de sus abuelos paternos, Maximiliano y María. El

hijo de Felipe de Borgoña y Juana la Loca de Castilla detentaba así el poder sobre

una enorme porción del territorio europeo, sin tomar siquiera en cuenta la rápida

expansión de sus dominios en ultramar. Contra la dignidad y recursos de quien

recibe tan copiosa herencia, Francisco I, rey de Francia, que también era candidato

al título de emperador, no pudo presentar competencia política suficiente en la

elección imperial.90

A pesar de lo anterior, la rivalidad entre Carlos V y Francisco I no terminaría

con la definición del título imperial en favor del primero; por el contrario, emperador

y monarca se enfrascarían en largos conflictos bélicos. No podría esperarse otro

resultado de un escenario geopolítico europeo, en el que Francia se encontraba

prácticamente rodeada por los territorios gobernados por Carlos V.

Amasando la enorme cantidad de recursos provenientes de todos sus

dominios, el emperador sobredimensionó las facultades que correspondían por

Derecho a su título, mientras se iba formando la idea –tanto en su mente, como en

la de sus contemporáneos– de un imperio universal. Semejantes pretensiones no

eran compatibles con las prerrogativas de los integrantes de la Dieta imperial,

especialmente dadas las declaraciones del emperador, por lo que a la materia

religiosa se refiere. En efecto, el emperador había declarado en repetidas ocasiones

que estaba decidido a defender la fe católica, así fuera necesario entregar la vida

para ello, 91 lo que era interpretado por los electores y príncipes alemanes

protestantes como una amenaza a su autoridad sobre sus estados y hacia sus

propias personas y propiedades, y si Carlos V no los enfrentó violentamente durante

sus primeros años como emperador, fue solamente en aras de contar con su apoyo

para las guerras emprendidas contra Francia.

90 Koenigsberger, G.H. Op. cit., p. 183. 91 Ibídem, p. 186.

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Anticipándose a la confrontación, un grupo de príncipes alemanes entre los

que se contaba a Juan Federico, elector de Sajonia, formó en 1531 una alianza

defensiva bajo el nombre de Liga de Esmalcalda y, tal y como los integrantes de la

Liga habían previsto, apenas se hubo firmado la paz de Crepý con Francia, Carlos

V fue a la ofensiva contra ellos, derrotándolos definitivamente en la batalla de

Mülberg en 1547, de la que el emperador saldría inmortalizado por el pincel de

Tiziano.92 Parecía que Carlos V había alcanzado poder suficiente para, de facto,

apartarse de la Bula de Oro y establecer entonces el imperio universal bajo el solo

poder de su persona, tal y como él idealizaba.

Viejos y nuevos enemigos del emperador veían temerosos su creciente

poder. La victoria de Carlos V sobre la Liga de Esmalcalda no resolvía en sí misma

la división religiosa en el Imperio, y el emperador tenía por delante una nueva crisis;

esta vez, al interior de su familia. Las pretensiones de dominio universal del

emperador serían frustradas por su propio hermano, Fernando, quien había sido

nombrado por el primero como su representante en los territorios de los Habsburgo,

dado que era físicamente imposible para el emperador ejercer vigilancia continua y

directa sobre todos sus dominios. Sucedió que tiempo atrás –en 1531, cuando su

primogénito Felipe apenas contaba con cuatro años de edad–, Carlos V había

convencido a los príncipes electores del Imperio para que eligiesen a Fernando

como “rey de los romanos”, título con el que uno se convertía en presunto heredero

al título imperial. Sin embargo, ahora que su hijo había alcanzado la mayoría de

edad, el emperador esperaba que su hermano renunciara a sus aspiraciones al

cargo imperial a favor de su primogénito, cosa que no sucedió. Los territorios

gobernados por Carlos V estaban destinados a dividirse a su muerte: Felipe II

heredaría España y Países Bajos, pero Fernando guardaría celosamente el título

de emperador para su propia descendencia. Roto el sueño del imperio universal,

Carlos V abdicó entre 1555 y 1556 a todos los títulos sobre los que tenía disposición

en favor de su hijo Felipe II.93

92 La famosa pintura de Pizano que retrata a Carlos V cabalgando en la confianza de la victoria de la batalla de Mülberg se expone en el Museo del Prado. 93 Ibídem, pp. 193-194.

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El mismo año en que inició la abdicación del emperador, Fernando conciliaba

en la Dieta de Augsburgo los intereses políticos y religiosos que separaban al

Imperio. El resultado de este proceso de conciliación fue el acuerdo conocido como

la Paz de Augsburgo,94 famosa por haber consagrado el principio cuius regio eius

religió –la religión del reino es la de su rey– fórmula bajo la cual las autoridades

seculares adquirieron también el tan anhelado y disputado poder espiritual sobre

sus súbditos. Los príncipes y ciudades libres del Imperio abrazaron gratamente el

acuerdo de paz, y comenzó así a ensayarse el principio de no intervención en los

asuntos internos de los otros cuerpos políticos.

Hasta este punto puede ser rastreada la idea general de la soberanía exterior

o independencia, por la cual si un príncipe era en los hechos la autoridad suprema

de un territorio dado –el soberano, diría Bodin un par de décadas más tarde– estaba

legitimado a exigir el respeto de esta misma autoridad por parte de los soberanos

de las entidades políticas colindantes, en la medida en que respetara el derecho

equivalente de estos últimos. La soberanía exterior funcionaba así en doble vía: una

autoridad era soberana en el plano internacional en la medida en que no había otro

ente legitimado para entrometerse en el gobierno de sus dominios, y sólo se estaba

legitimado a exigir semejante derecho, en tanto uno mismo no se entrometiera en

los asuntos del resto de los soberanos. En el fondo, se trata de la infusión de la

soberanía en dos o más cuerpos políticos por reconocimiento recíproco de esta

cualidad por las partes involucradas, como si se tratase de un pacto de no agresión.

La Paz de Augsburgo, con todo y sus defectos –concedía la libertad religiosa

únicamente para luteranos y católicos, excluyendo al calvinismo y otras nuevas

expresiones de fe minoritarias– dio paz al imperio por lapso de medio siglo, tiempo

durante el cual el vecino reino de Francia se veía enfrascado en una violenta guerra

civil, como ya hemos visto. Podemos decir entonces que la situación en el Imperio

era de una paz tensa, un statu quo religioso de tolerancia hacia el exterior con los

94 Idem.

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demás príncipes, pero intolerancia hacia el interior con los propios súbditos. La

conversión religiosa de un gobernante era, pues, una cuestión pública.

Saltándonos los periodos de Fernando I y su hijo Maximiliano II como

cabezas del Imperio, llegamos al tiempo de Rodolfo II, durante el cual por primera

vez los reformados podían presumir que más de la mitad de los electores del Imperio

eran protestantes. Tal escenario despertó nuevamente la desconfianza entre

príncipes católicos, quienes en el calor de la radicalización religiosa se prepararon

para un próximo enfrentamiento militar. El statu quo religioso ya dejaba ver algunas

grietas, y la suma del recelo de ambos bandos derivó en que, como hubiera ocurrido

décadas antes en Esmalcalda, los luteranos formaran en 1608 una alianza

defensiva a la que llamaron Unión evangélica, a cuya contrapartida se encontraría

la Santa Liga Alemana, una agrupación militar católica.95 Esta vez, sin embargo, el

conflicto que se auguraba adquiría dimensiones continentales. La Unión se aseguró

para sí el apoyo de la monarquía francesa y la Liga, el de la española. Por decirlo

de algún modo, la pólvora ya estaba regada, sólo faltaba quien llegara a prenderle

fuego. El conflicto finalmente se encendió en el año de 1618 con la insurrección

luterana en el estado de Bohemia, en el episodio conocido como la Defenestración

de Praga.96

La duración de este conflicto de insospechadas dimensiones le ganaría el

nombre de la Guerra de los Treinta Años, en la que casi la totalidad de Europa se

vio envuelta. A lo largo de sus tres décadas, la Unión evangélica enfrentaría, en

alianza con las Provincias Unidas holandesas, Francia y Suecia, al emperador del

Sacro Imperio Romano, la Santa Liga Católica, España, y los estados de la casa de

Habsburgo.

Por paradójico que pueda parecer, el telón de fondo de la contienda no era

religioso, sino político. Ello explica, por ejemplo, cómo una monarquía católica como

la francesa pudo haber intervenido en esta guerra en defensa de los príncipes

95 Rubio, Julián. La Guerra de los Treinta Años y la Paz de Westfalia. En Historia Universal, Novísimo Estudio de la Humanidad (Tomo IV). Barcelona, Instituto Gallach de Librería y Ediciones, p. 66. 96 Ibídem, p. 68.

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protestantes alemanes. En efecto, lo que realmente estaba en juego era la

instauración definitiva de la soberanía exterior de los estados alemanes frente a las

prerrogativas universalistas asumidas por el emperador, con lo que por fin podría

consolidarse el principio de no intervención e independencia política, que si bien

Francia y Suecia ya gozaban desde hace tiempo, lo hacían en la zozobra de saberse

constantemente amenazadas. Por su parte, la Santa Liga actuaba con miras a

conservar la estructura política bajomedieval: una dispersión del poder político entre

una pluralidad de instituciones en la que figuras como el emperador podían detentar

un poder, si no bien definido, sin duda innegable. Mencionamos a continuación

brevemente los intereses particulares de quienes intervinieron en favor de la Unión

evangélica.

Francia es un caso verdaderamente paradigmático: una monarquía católica,

que recién acababa de poner fin a sus guerras internas de religión, mediante la

adopción de una política de tolerancia religiosa con el Edicto de Nantes de 1598,

apoyaba a un grupo de príncipes protestantes. ¿Qué lógica política podría

encontrarse a este hecho?

Pues bien, el reino francés entró abiertamente al conflicto en 1624, año en

que el cardenal Richelieu asumió el cargo de primer ministro por disposición del rey

Luis XIII. Bajo la guía del astuto cardenal, Francia adoptó una política ofensiva para

debilitar y posteriormente destruir al Sacro Imperio Romano y la casa de los

Habsburgo, con la intención de crear un equilibrio de poder en Europa.97 El medio

que entrevió el Richelieu para alcanzar este fin fue la transformación de una

contienda religiosa en una de índole política: Francia acudía a la guerra no como

protectora de estados protestantes, sino de naciones débiles que se encontraban

sometidas por el Imperio.

Por su parte, para las Provincias Unidas holandesas la Guerra de los Treinta

Años, representaba una oportunidad para consolidar su independencia de España,

proclamada desde 1581, pero no reconocida sino hasta la firma de los tratados de

97 Daniel Philpott. Op. cit., pp. 115-117.

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Westfalia; mientras que para Suecia la guerra tenía un carácter más religioso que

político. Para entonces Suecia era completamente independiente y había sido

gobernada desde tiempos del rey Gustavo Vasa (contemporáneo de Lutero) por

dinastías protestantes, las que ya tenían una larga tradición de defensa política y

militar de su territorio y de su fe –a manera de ejemplo–, podemos mencionar que

Suecia había formado parte de la Liga de Esmalcalda.98

Después de tres décadas de conflicto, azotados ambos bandos por la

devastación de una guerra tan prolongada, y siendo evidente que ninguno contaba

con la suficiente fuerza para vencer al otro, se dispusieron a pactar la paz. Las

negociaciones diplomáticas que con este cometido comenzaron en 1643 culminaron

con la celebración de tres tratados: en mayo de 1648, en Münster, España hizo la

paz con los Países Bajos, reconociendo su independencia; posteriormente, en

agosto del mismo año en Osnabrück, Suecia y el Imperio acordaron el cese de

hostilidades; y finalmente, en octubre Francia y el Imperio firmaron el último acuerdo

de paz.99

La trascendencia de la Paz de Westfalia es reconocida por la gran mayoría

de los historiadores y teóricos políticos, quienes coinciden que en ellos podemos

encontrar el origen de las relaciones internacionales modernas, 100 por haber

marcado el inicio del sistema de Estados nacionales soberanos, que reemplazó de

manera definitiva la estructura política medieval. Un nuevo orden político quedaba

firmemente establecido, en el centro del cual relucía la entonces todavía novedosa

idea de la soberanía. A partir de Westfalia, los Estados asumirían su papel como

entes soberanos, reconociendo la obligación jurídica de la no intervención en los

asuntos de sus pares. La noción de soberanía exterior que había sido delineada con

la Paz de Augsburgo, se extendió en reconocimiento y práctica por toda Europa,

puesto que servía como base para dar por terminado un conflicto de dimensiones

continentales.

98 Ibídem, p. 119. 99 Ibídem, p. 82. 100 Como uno de los autores más reconocidos en esta materia, Daniel Philpott menciona a Leo Gross. Ibídem, p. 76.

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También es preciso reconocer que la importancia de la Paz de Westfalia –en

especial por lo que a la cuestión de la soberanía se refiere– no sale a relucir de la

lectura aislada de sus tres tratados, en los que en ningún momento se hace una

consagración de la soberanía nacional, ni una declaración de intenciones de crear

un sistema de Estados soberanos. Semejantes principios deben leerse entre líneas

en el articulado de estos tratados.

Así, si bien el Sacro Imperio Romano continuó existiendo con las nuevas

normas competenciales que le fueron establecidas por su tratado de Osnabrück

(normas que perdurarían hasta 1806, año de la desaparición del Imperio), su poder

se vio severamente limitado: la soberanía fue reconocida expresamente en favor de

los príncipes alemanes, pues el artículo octavo del tratado de referencia

reestablecía los “derechos ancestrales” de los estados alemanes frente al Sacro

Imperio, entre los que se encontraban el derecho a manejar de forma independiente

su propia política exterior. No en vano podemos encontrar en la conducción de su

propia agenda política internacional, uno de los síntomas de la asunción de la

soberanía por parte de un cuerpo político. Como ya hemos visto, la soberanía

implica hacia el exterior un juego de reconocimiento de facultades supremas de

dominio interior realizado por entes políticos independientes, quien participa

legítimamente en tal ejercicio de reconocimiento –en la conducción de la política

exterior o en la capacidad para declarar por sí la guerra– es un cuerpo político

soberano, un Estado en el sentido moderno de la palabra. Sobre esta idea

descansan los lineamientos generales del derecho internacional, según los cuales

hasta hace muy poco los Estados constituían sus únicos sujetos.

Otros elementos que imprimen singularidad a los tratados de Westfalia son

la plena independencia de los Estados frente al poder espiritual –se dispuso que

ningún decreto u orden eclesiástica podría variar el contenido y alcance de los

tratados–, una mayor claridad jurídica en comparación a tratados de pacificación

que les precedieron y el gran número de partes que lo suscribieron, otorgándole

reconocimiento cuasi universal en Europa. Sirva de muestra de lo anterior el que en

Westfalia hayan participado ciento setenta y seis plenipotenciarios en

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representación de ciento noventa y cuatro líderes europeos, los que actuaban a

título propio, esto es, en ostentación de soberanía.101

A la luz de lo anterior, coincidimos con la opinión académica mayoritaria que

otorga a Westfalia un lugar privilegiado en el desarrollo de la teoría del Estado y del

derecho internacional. Principios de derecho internacional modernos como la no

intervención y la igualdad jurídica de los Estados ya están presentes en el espíritu

y articulado de estos tratados, 102 aunque reconocemos que es difícil ver en

Westfalia un dramático punto de inflexión en la conducción de la política europea.

En este sentido, Westfalia, más que un cambio repentino, representó el comienzo

del desarrollo del sistema de Estados nacionales soberanos.

De “el Estado soy yo” a “el Estado somos todos”: revolución ideológica en Francia.

De entre todas las consecuencias que tuvo la Paz de Westfalia, probablemente la

más inmediata y tangible haya sido el traspaso de la hegemonía política europea,

de la casa de los Habsburgo a la de los Borbones. La política que había ideado el

cardenal Richelieu, y que concluyó su sucesor Mazarino por él, había rendido sus

frutos: Francia ocupaba el centro de la escena política europea, con el Imperio

neutralizado y España replegada en sí misma.

El ideario político de un poder absoluto que por entonces delineaba Hobbes

en su Leviatán –recordemos que su obra data de 1651– vendría a materializarse en

la figura de Luis XIV, el Rey Sol. Cierto es que en 1648 el rey Luis era apenas un

infante y que hasta 1661, año en que murió el cardenal Mazarino que llevaba por

entonces la administración del reino, no asumió plenamente sus funciones de

monarca; sin embargo, una vez tomadas las riendas de su gobierno, Luis XIV pudo

disfrutar como un monarca adulto las ventajas de una Paz de Westfalia que no podía

haber entendido como niño.

101 Bremer, Juan José. De Westfalia a Post-Westfalia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2013, pp. 37-38. 102 Ibídem, p. 24.

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No existían por entonces instituciones políticas que pudieran hacer un

contrapeso efectivo al rey en Francia. Los parlamentos franceses no se asemejaban

al parlamento inglés, siendo aquellas instituciones provinciales de administración de

justicia independientes del rey,103 que a la postre habían sido objeto de una política

de sometimiento desde tiempos del cardenal Richelieu; y los Estados Generales, la

única figura que pudiera hacer símil del parlamentarismo inglés, no habían sido

convocados desde 1614.104 Así, Luis XIV encontraba en una mano la supremacía

política hacia el interior de su reino, y en la otra, un predominio indiscutible en

Europa, tanto en lo político como en lo militar. Francia se volvía el centro del mundo,

y el centro de Francia era Luis XIV; no en vano el gobierno personal que ejercería

el monarca sería recordado con su célebre frase: “el Estado soy yo”.

El Rey Sol, sin embargo, pronto comenzaría a apagarse. Los últimos treinta

años de su largo reinado fueron años de decadencia y crisis para Francia: Luis XIV

enfrascó al reino en desgastantes y cuantiosas guerras, primero en 1688 contra la

Liga de Augsburgo –coalición creada para frenar el ímpetu intervencionista francés–

y después en 1700 con la Guerra de Sucesión española, por la que Luis XIV

exitosamente logró colocar a su nieto Felipe de Anjou en el trono español. Los

dividendos políticos de estas aventuras bélicas, a primera vista favorables, no

compensaban el sinsabor que produjeron a una población diezmada por las guerras,

y lastimada por la crisis económica que las mismas produjeron. Se esbozó a partir

de entonces un marcado desencanto con el absolutismo en la conciencia nacional

francesa.105

En este estado de cosas entraba Francia al siglo XVIII. Muerto el rey en 1715,

apenas un año después de concluida la Guerra de Sucesión, el trono francés

recayó en Luis XV, cuyo largo reinado sería enmarcado primeramente en lo político

por la resistencia popular al establecimiento de nuevos impuestos, y por una

oposición reacia de los parlamentos que pretendían unirse en un solo cuerpo para

103 Comellas, José Luis. De las Revoluciones al Liberalismo. En Historia Universal (Tomo X), Pamplona, Ediciones Universidad de Navarra, 1981, p. 76. 104 Ibídem, p. 98. 105 Diaz, Furio. Europa: de la Ilustración a la Revolución, Madrid, Alianza Editorial, 1994, p. 32.

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limitar las prerrogativas del rey.106 Este reinado también sería paradigmático en lo

cultural, particularmente por un movimiento ideológico que acabaría revolucionando

el pensamiento político europeo: la Ilustración francesa.

Indudablemente, la desilusión del absolutismo era también acentuada por la

recepción del ideario político inglés, producido en la segunda mitad del siglo

anterior. Ávidos de ideas frescas, los franceses recibían con entusiasmo las

proposiciones del Segundo ensayo sobre el gobierno civil de Locke, en las que ya

se manifestaba abiertamente la idea de la soberanía popular, con las consecuentes

limitaciones propias de todo poder político, y las responsabilidades de los

gobernantes para con sus gobernados. Y todavía la Ilustración encontraba raíces

más profundas en el indiferentismo religioso manifestado materialmente en la

reforma y consolidado con Westfalia, por el que la filosofía perdió la base común de

la teología cristiana y hubo de buscar resguardo en la sola razón. La duda metódica

de Descartes, la física de Newton –la “nueva ciencia”– cimentaban el racionalismo,

asidero del pensamiento ilustrado.

Si durante el siglo XVII la teoría política había tenido como centro a Inglaterra,

en el XVIII su fuente principal se mudaría a Francia,107 en donde Voltaire defendió

la libertad de pensamiento, expresión y publicación; Montesquieu formulaba la

mejor lograda teoría de la división de poderes en su afamada obra El espíritu de las

leyes (1748); Turgot manipulaba la idea del progreso humano en aras de construir

una filosofía de la historia en su Discurso sobre los progresos sucesivos del espíritu

humano (1750); y Helvecio recogía en su libro Del Espíritu (1758) el utilitarismo que

por entonces propugnada Hume en Escocia. El contraste y el debate entre toda esta

ebullición intelectual, prologaba la obra de otro gran autor en la historia de la

soberanía, Juan Jacobo Rousseau; con él, en Francia –como antes en Inglaterra–

la soberanía sería reformulada en favor del pueblo; esto es, devendría en soberanía

popular. El Estado ya no se identificaría más en la figura de un solo hombre, sino

106 De Bertier. Op. cit., pp. 258-259 107 Sabine, George. Op. cit., p. 416.

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en el cuerpo de la comunidad entera, y se trazaba el camino para que nunca más

pudiera alguien afirmar lo que dijera el Rey Sol: “el Estado soy yo”.

El camino a la democracia: Juan Jacobo Rousseau.

Una personalidad enigmática se esconde tras las páginas, muchas veces

embrollosas, del Contrato social, obra célebre y representativa de Juan Jacobo

Rousseau publicada hacia 1762.

En la mente del ginebrino se agolpaban distintas corrientes de pensamiento

político. Como resultado de semejante amalgama doctrinal, pudo este dar a luz a

una serie de ideas que –dada su tendencia a la abstracción– podían usarse –y de

hecho fueron usadas– como inspiración para fines tan dispares como la redacción

Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, o los atroces

actos de Maximilien Robespierre durante el Terror.108

Comenzaremos por indicar que Rousseau parte de la misma triada de ideas

que hiciera Locke –estado de naturaleza, contrato social y soberanía popular–, pero

lo hace con un sentido y alcance enteramente distinto. Como hemos señalado, el

leitmotiv del Segundo ensayo es la limitación al poder del soberano, que Locke

identifica en la existencia de los derechos naturales;109 en cambio, el motivo que

impulsa a Rousseau a escribir no es tanto los límites del poder político, sino su

legitimación: “El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado (…) ¿

Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo

legítimo? Creo poder resolver esta cuestión”.110,111

La legitimidad interesa precisamente porque Rousseau asume, como hiciera

Locke, que el hombre es un ser libre. En el fondo, el problema sobre la legitimidad

del orden civil es de carácter moral: ¿tiene el hombre una obligación de respetar el

108 De Bertier. Op. cit., p. 304. 109 Locke, John. Op. cit., p. 83. 110 Rousseau, Jean-Jacques. Contrato Social, Madrid: Alianza editorial, 2012, p. 32. 111 El énfasis es nuestro.

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Derecho de su Estado? Obtener una respuesta afirmativa a esta pregunta

dependerá del fundamento que sostenga tal obligación.

Aquí conviene detenernos para puntualizar algunas premisas filosóficas, que

nuestro autor de referencia da por supuestas al elaborar su respuesta a esta

cuestión. Primero: Rousseau reconoce la existencia de un derecho natural, y así

nos dice que “lo que es bueno y conforme al orden lo es por la naturaleza de las

cosas e independientemente de las convenciones humanas”; 112 sin embargo,

puesto que tales leyes carecen de sanción entre los hombres, es necesaria la

existencia de la ley positiva. Segundo: la postura de Rousseau en torno al tema de

la libertad originaria del hombre es confusa y, por momentos, contradictoria; él

mismo afirma que en el estado de naturaleza el hombre no puede ser considerado

libre propiamente hablando, puesto que la “libertad” natural no es más que el

arrastre del hombre por el impulso del simple apetito, lo que en palabras del propio

Rousseau constituye una condición de esclavitud.113 La única y auténtica libertad

del hombre es la libertad civil producto del pacto social, que dota de contenido moral

a los actos del hombre. Como se verá, con esta idea el mismo Rousseau contradirá

su discurso al hablar de los límites del poder soberano, pues si la libertad originaria

del hombre no es tal, no se ve cómo podrá representar un extremo a los actos del

Estado. El ojo aguzado podrá reconocer en esta formulación de la libertad originaria

un parecido de la idea de estado de naturaleza de Hobbes, como una condición pre-

política de vida amoral. Volveremos sobre este punto más adelante.

Habiendo realizado esta aclaración preliminar, volvemos ahora al hilo

conductor de nuestra narración. Al abordar el tema de la legitimidad del poder

político, Rousseau hace más que un guiño a la teoría del derecho natural: existe un

fundamento moral que sostiene y justifica la existencia de la sociedad, y de no

satisfacerse tal condición, el hombre no está obligado a sujetarse al orden civil. El

ginebrino pasa lista a los fundamentos posibles, descartando de inicio la posibilidad

de que un gobierno pueda considerarse legítimo, si descansa sólo en la fuerza: “La

112 Ibídem, p. 72. 113 Ibídem, p. 53.

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fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad puede resultar de sus efectos.

Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; es todo lo más un acto

de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser un deber?”.114

Asumiendo –con los bemoles a los que ya hemos hecho referencia– que el

hombre es libre, el poder político sólo podrá ser legítimo, si el hombre libremente

consiente en someterse al mismo. El consentimiento espontáneo, libre de coacción,

en formar parte de una sociedad es lo que obliga al hombre a la obediencia del

derecho de esa sociedad. El contrato social resulta ser el medio por el que el hombre

manifiesta su aceptación a las condiciones del Derecho, solución que promete

defender y proteger “de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada

asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo,

más que a sí mismo”.115 Recurriendo a la misma ficción que sus predecesores en

doctrina –al pacto social–, Rousseau agrega un elemento nuevo a la teoría

contractualista: sólo el contrato legitima al gobierno.

Rousseau no se detiene a explicar las causas por las que el hombre se

decide a salir del estado de naturaleza; supone simplemente que los hombres que

viven en este estado llegan invariablemente a un punto, en que hay obstáculos que

superan las fuerzas de un individuo para asegurar su propia conservación. En

términos mercantilistas, el pacto es en el Contrato Social, más que nunca, un buen

negocio, un medio para satisfacer necesidades particulares.

Como se había dicho en el Leviatán y en el Segundo ensayo, de este contrato

nace una persona moral colectiva, que “toma ahora el nombre de República o

cuerpo político, al cual sus miembros llaman Estado cuando es pasivo, Soberano,

cuando es activo, Poder al compararlo con otros semejantes”. 116 Hasta aquí,

pareciera que la soberanía fuera a jugar el mismo papel que tuviera en el

pensamiento de Locke, pero Rousseau introduce una nueva idea a su construcción

114 Ibídem, p. 36. 115 Ibídem, p. 46. 116 Ídem.

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doctrinal, que le aporta a la soberanía un giro distinto: el concepto de la voluntad

general.

Puesto que el pacto social ha dado vida a una nueva persona colectiva, y no

concibiéndose la existencia de una persona sin una voluntad que le sea propia, la

voluntad general resulta ser la voluntad del Estado. En cuanto tal, Rousseau no nos

provee de una definición precisa de la misma, pero enuncia algunas de sus

características. Comienza por decirnos, curiosamente, lo que no es la voluntad

general: no es la suma de los intereses de las partes, ni es la voluntad de todos o

siquiera la voluntad de la mayoría (al menos en principio). De ella, solo nos dice que

se trata de una voluntad siempre recta y que tiende a la utilidad pública.117 Se infiere

que el Estado siempre quiere lo que más le conviene –en este sentido su voluntad

es siempre recta–, por más que en ocasiones sea difícil identificar qué es en

realidad lo más conveniente para él.

El problema de la identificación de la voluntad general es resuelto –de

manera inacabada– en la contraposición de esta con la voluntad de todos, como si

se tratara de una resultante o suma algebraica del conjunto de las voluntades

particulares, argumento formulado por Rousseau en los siguientes términos:

Con frecuencia hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad

general; ésta sólo mira al interés común, la otra mira al interés privado, y no es

más que la suma de voluntades particulares: pero quitad de estas mismas

voluntades los más y los menos que se destruyen entre sí, y queda por suma de

las diferencias la voluntad general.118

Creemos, pues, que podríamos definir la voluntad general de Rousseau

como la voluntad del Estado, que resulta de la compensación de las diferencias

entre las voluntades individuales de cada ciudadano que, estando previa y

suficientemente informado de los elementos necesarios para la emisión de un juicio

prudente, concurre a la asamblea del pueblo procurando encontrar en la compañía

de sus pares el bien del cuerpo político en su totalidad, que no necesariamente será

117 Ibídem, p. 63. 118 Ídem.

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lo que aquel entienda como bien en cuanto individuo, ni tampoco el bien de la

mayoría.

La voluntad general en este sentido no es convenida, sino descubierta;

descansa en la premisa de que los ciudadanos participan en su búsqueda de buena

fe, y de que cada uno emite su opinión al respecto procurando el bien de la

colectividad: “importa, pues, para sentar bien el enunciado de la voluntad general

que no haya sociedad parcial en el Estado, y que cada ciudadano sólo opine por sí

mismo”.119

Sin embargo, un criterio tan ambiguo de identificación de la voluntad popular

resulta impráctico e irracional. El mismo Rousseau terminaría en el Libro IV de su

Contrato Social recurriendo a la mayoría como barómetro de la misma, en lo que

constituye la primera gran exposición programática del valor democracia moderna:

es en la asamblea de ciudadanos, que se convoca para dar leyes al cuerpo político,

donde los ciudadanos descubren por virtud del sufragio la voluntad general:

Cuando se propone una ley a la asamblea del pueblo, lo que se les pide no es

precisamente si aprueban la proposición o si la rechazan, sino si es conforme o

no con la voluntad general que es la suya; al dar su sufragio, cada uno dice su

opinión de la misma, y del cálculo de los votos se saca la declaración de la

voluntad general. Por tanto, cuando la opinión contraria a la mía prevalece, esto

no prueba otra cosa sino que yo me había equivocado, y que lo que yo estimaba

que era la voluntad general no lo era.120

Salir al encuentro de la voluntad general es en sí una práctica democrática,

que en Rousseau no es absolutizada en cuanto fin, sino concebida como medio que

nos permite reconocer la voluntad general. Es importante dimensionar en estos

términos el alcance de la propuesta del ginebrino, que muchas veces ha sido

interpretada como la apología del principio de la mayoría.121 Como hemos visto,

119 Ibídem, p. 64. 120 Ibídem, p. 158. 121 Así, por ejemplo, Jorge Guillermo Portela sostiene que para Rousseau la regla de la mayoría “llega a tener una extensión verdaderamente alarmante (…) es el que sirve para discernir la verdad o falsedad de las cosas”. Cfr. Portela, Jorge. Orígenes y desarrollo histórico del contractualismo político, Buenos Aires, Editorial de la Universidad Católica Argentina, 2012, pp. 77-78.

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Rousseau no propugna que las convenciones humanas sean el fundamento de la

verdad o la bondad, sino que confía en la existencia de un derecho natural original

que determina estas cuestiones. El pueblo ciertamente puede caer en el engaño,

teniendo por bueno aquello que le perjudica; esto es, “siempre se quiere el propio

bien, pero no siempre se le ve: jamás se corrompe al pueblo, pero con frecuencia

se le engaña, y sólo entonces es cuando él parece querer su mal”.122 De ahí la

importancia de la buena fe del ciudadano, y de la ausencia de facciones egoístas al

interior del Estado.

Y a todo esto uno puede entonces con justicia preguntarse, ¿qué razón de

ser tiene la idea de la soberanía a la luz del Contrato Social? Pues bien, la soberanía

es para Rousseau el ejercicio de la voluntad general,123 que como tal se manifiesta

y actualiza en los mandamientos generales y abstractos, que los hombres unidos

en comunidad política se dan en la igualdad a ellos mismos: las leyes. Los actos de

soberanía así entendidos forzosamente deben constreñirse al ámbito de la

generalidad; la voluntad general no puede fallar ni sobre un hombre ni sobre un

hecho, pues de lo contrario estaría atentando contra su propia naturaleza. 124

Soberanía significa el legítimo derecho de un pueblo organizado al amparo de un

pacto social de dotarse de normas generales –leyes– como instrumentos

públicamente reconocidos por sus ciudadanos para alcanzar el bienestar público

que en la deliberación de la asamblea han logrado discernir. De ahí los dos

principales atributos de la soberanía según Rousseau: la inalienabilidad (puesto que

la voluntad no puede ser transmitida) y la indivisibilidad (toda vez que esta voluntad,

en tanto que es general, es también unitaria).

Para concluir con el presente apartado de la filosofía política de Rousseau,

conviene por último hacer referencia a otros dos de sus elementos distintivos. El

primero de estos elementos se refiere a la paradoja de la libertad. Llama la atención,

pues, cómo en el Contrato Social la libertad se reviste de una nueva dimensión: no

es una ausencia de obstáculos físicos para hacer lo que a uno le plazca –hemos

122 Rousseau, Jean-Jacques. Op. cit., p. 63. 123 Ibídem, p. 67. 124 Ídem.

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visto ya cómo la asumida libertad del hombre en su estado de naturaleza es en el

fondo sumisión amoral al impulso y las pasiones– sino la obediencia a la ley que

uno se ha prescrito.125 Corolario necesario a esta argumentación es el impase lógico

que representa la violación de la ley por parte de un ciudadano, y la correspondiente

facultad de represión física del Estado contra este: “quien rehúse obedecer a la

voluntad general será obligado a ello por el cuerpo: lo cual no significa sino que se

le forzará a ser libre”.126,127

El segundo elemento a destacar es el concepto rousseauniano de la

democracia, cuyo significado es enteramente distinto al contemporáneo. Esta

cuestión es atendida en el Libro III del Contrato Social, en la que se analizan las

distintas formas de gobierno, según se muestra en las líneas siguientes. Siendo que

la voluntad general se ocupa únicamente de normar escenarios generales,

necesario es que exista un agente político encargado de concretar la fuerza de la

ley en los casos particulares. Esta es la labor del poder ejecutivo, “encargado de la

ejecución de las leyes, y del mantenimiento de la libertad (…)”.128 En atención a esta

definición, Rousseau clasifica los gobiernos en razón de la proporción de los

miembros del pueblo que participan en la ejecución de las leyes. De este modo,

democracia es el gobierno en el que participa el pueblo entero –o la mayor parte del

mismo– en la aplicación de la ley. Semejante planteamiento implica, de inicio, la

imposibilidad práctica de llevar a buen puerto esta forma de gobierno, circunstancia

que es plenamente aceptada por Rousseau: “tomando el término en su acepción

más rigurosa, jamás ha existido verdadera democracia, y no existirá jamás”.129

Los fundamentos de clasificación de formas de gobierno según la teoría

política clásica no cambian en apariencia en el Contrato Social (sigue atendiéndose

al criterio numérico e implícitamente también al cualitativo según su discurso sobre

la legitimación del orden civil), pero sí lo hacen en su fondo. El modelo arquetípico

de formas de gobierno creado por Aristóteles desde su Política alude a la proporción

125 Ibídem, p. 53. 126 El énfasis es nuestro. 127 Ibídem, p. 51. 128 Ibídem, p. 98. 129 Ibídem, p. 111.

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de miembros, que siendo parte de la comunidad política ostentan el poder supremo

en la misma, lo que en términos modernos implicaría determinar cuántos participan

en el proceso legislativo –habida cuenta del principio troncal de supremacía

legislativa del Segundo ensayo de Locke, sobreentendido en el Contrato Social de

Rousseau en la idea de la voluntad general– y no en cuántos toman parte de la

administración o ejecución de las leyes.

La democracia moderna entonces, si bien no es llamada por Rousseau con

este nombre, sí que es defendida y reclamada a gritos en su obra como presupuesto

del ejercicio político auténtico y legítimo. A su entender, el pueblo debe deliberar

reunido en asamblea sobre el contenido que reconozca a la voluntad general, toda

vez que es en estas asambleas en las que deben crearse las leyes, para lo que no

existe otro instrumento que el sufragio personal. El ciudadano no puede ser

representado por otro en este ejercicio,130 y el número proporcional de sufragios con

los que se responde favorablemente a una propuesta de ley, bajo el principio de la

mayoría, será lo que determine su adopción o rechazo.131 Todo esto descansa

sobre dos pilares fundamentales que –como se verá– servirán juntos como eje

rector del constitucionalismo liberal democrático, siguiente paso en el camino de la

historia de la soberanía: “[s]i se indaga en qué consiste precisamente el bien mayor

de todos, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, se encontrará que se

reduce a dos objetos principales, la libertad y la igualdad.”132

Así concluye este capítulo en nuestra narración, con esta ventana que –entre

argumentos engorrosos y cargados de más sentimiento que de razón– Rousseau

abre para que entre a escena de forma definitiva y contundente, el pensamiento

democrático liberal. Con el Contrato Social la soberanía quedaba

irremediablemente ligada al pueblo, con razones vagas si se quiere, pero no por ello

menos fuertes. La idea de soberanía popular que Locke había lanzado al mundo de

la teoría política se volvería piedra de toque en la prueba de legitimidad de todo

130 Aquí entra en juego otro atributo de la soberanía según Rousseau, que es que no puede ser representada. Cfr. Rousseau, Jean-Jacques. Op. cit., p. 142. 131 Ibídem, pp. 158-159. 132 Ibídem, p. 91.

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orden político, y la teoría que Bodin hubiera empezado a delinear, llegaría a su

plenitud en la pluma de los constituyentes que irrumpirían en el futuro inmediato.

La soberanía, un poder que Bodin hubiera bautizado, Hobbes absolutizado,

Locke limitado y puesto en manos del pueblo, y Rousseau legitimado, estaba lista

para dirigir el concierto político de las naciones del orbe.

Las dos revoluciones: una historia del constitucionalismo liberal democrático.

El recorrido intelectual de la soberanía a lo largo de la historia, hasta este punto,

había terminado por consolidar una serie de ideas que, en conjunto, sirvieron como

estructura del movimiento constitucionalista liberal democrático de finales del siglo

XVIII e inicios del XIX. Indudablemente, los eslabones más fuertes en esta cadena

ideológica eran las teorías del orden político de Locke y de Rousseau, de cuya

conjunción podemos deducir los siguientes postulados:

a) La existencia de un derecho natural anterior a la existencia del Estado,

asequible al hombre en cuanto a ser con uso de razón, y por el que se descubre

que los hombres han nacido libres e iguales entre sí; siendo además,

detentadores de una serie de derechos inherentes a su persona.

b) La sociedad y el Estado como productos de la asociación libre, consiente y

utilitaria de los hombres, con miras a crear un nuevo ente colectivo que acapare

la fuerza suficiente para la salvaguarda y actualización de los derechos

naturales de los hombres, en mejores condiciones que las que se viven en el

estado pre-político o de naturaleza.

c) Teniendo el Estado un fin manifiesto –la protección de los derechos naturales

del hombre– su poder está en esencia limitado por estos mismos derechos. El

poder público se instituye en beneficio del hombre, o lo que es lo mismo: la

sociedad es para el hombre y no el hombre para la sociedad. El individualismo

triunfa así sobre el colectivismo.

d) El poder del Estado se encuentra legitimado (esto es, tiene fundamento moral)

por el consentimiento del hombre en formar parte del mismo. Por virtud de la

ficción de la voluntad general, –una unidad casi mística de las voluntades de

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los miembros de la comunidad política– al seguir la voluntad del Estado el

hombre no hace sino seguir su propia voluntad.

e) La soberanía es el ejercicio de la voluntad general, que en su versión más pura

significa la facultad de un pueblo políticamente organizado de dictarse leyes.

Toda vez que se trata de una facultad de un pueblo, es llamada popular. En la

conformación de las leyes –en atención al principio de igualdad que por

naturaleza rige entre los hombres– están llamados a participar todos los

miembros de la comunidad.

f) Como corolario al punto anterior, la forma de gobierno democrática se

convierte en requisito sine qua non para el ejercicio de la soberanía.

g) Para la identificación de la voluntad general en un medio democrático, y su

materialización en la producción de leyes, se recurre a un criterio de mayoría

cuantificada, por medio del sufragio de quienes están legitimados para

participar en la asamblea deliberativa del pueblo.

h) La función administrativa del Estado está dirigida a la aplicación de las leyes –

mandamientos generales y abstractos– en las situaciones particulares y

concretas, siempre al amparo y bajo los límites que la misma ley le fije; en este

sentido, el poder legislativo es superior al ejecutivo. Esta idea tomará cuerpo

en el principio de Estado de Derecho.133

Todos estos elementos confluirán en textos jurídicos unitarios, con los que

se pretenderá fijar la estructura del aparato estatal. El esfuerzo intelectual y político

encargado de realizar esta tarea fue el llamado movimiento constitucionalista,

entendido como

un proceso jurídico-político que tiene por meta establecer en cada Estado un

documento normativo –la “constitución” – con determinadas características

formales (texto preferentemente escrito, orgánico, con supremacía sobre las

demás reglas de derecho) y de contenido (organiza la estructura fundamental del

Estado, define sus fines y enuncia los derechos de sus habitantes).134

133 Todas estas ideas se encuentran previstas, ya sea explícita o implícitamente, en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. 134 Sagües, Néstor. Teoría Constitucional, Buenos Aires, Editorial Astrea, 2004, p. 1.

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Como se verá, el resultado de este proceso fue el nacimiento del Estado

constitucional democrático liberal en el siglo XVIII, estructura política que toma de

la cualidad dual del hombre (la libertad y la igualdad), sus dos banderas predilectas:

el liberalismo y la democracia,135 y que sirve de punto de partida para todo el alegato

teórico fundado en los postulados que líneas arriba han sido enunciados.

Antes, pues, de entrar de lleno a hablar de la génesis y el desarrollo de este

movimiento, es preciso estudiar otros elementos de gran importancia del

pensamiento político de quienes participaron en la elaboración de los textos

constitucionales (a quienes bien podríamos llamar para efectos del presente trabajo,

los constituyentes), que complementarán la enunciación de principios del

constitucionalismo liberal democrático que hemos propuesto.

Comenzamos por señalar que, como principios de teoría política, los idearios

de Locke y Rousseau marcaban tan sólo las directrices finalistas generales que

deberían seguirse en la constitución de un Estado, pero aportaban muy poco sobre

el método de organización que en la práctica tendría que asumir este; es más,

cuando llegaban a señalar lineamientos estructurales específicos (como la

democracia directa en el Contrato Social), se hacía sin considerar la factibilidad de

su aplicación, o aun a pesar de ella.

Por el contrario, los constituyentes enfrentaban, de inicio, el reto de encontrar

manifestaciones prácticas que permitieran concretar en la mayor integridad posible

un ideario, cuya pauta era dada en lo abstracto por la filosofía política. El poder

debía ser organizado, por un lado, de manera tal que se limitara a sí mismo y pudiera

entonces garantizarse el respeto a los derechos naturales del individuo –a lo que

sirvió satisfactoriamente la doctrina de la división de poderes desarrollada por

Montesquieu–, mientras que, a su vez, debían encontrarse mecanismos que

permitieran el ejercicio de la democracia propuesta. Como respuesta a esta

135 García-Pelayo, Manuel. Derecho constitucional comparado, Madrid, Editorial Alianza, 1984, p. 122.

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segunda cuestión, se optaría por la representación como medio de necesidad

práctica para la satisfacción del ánimo democrático.

Realizadas las aclaraciones anteriores, nos trasladamos al periodo

independentista de los Estados Unidos de América, a efecto de estudiar el

nacimiento y los primeros pasos del constitucionalismo. En definitiva, fue en este

escenario donde surgió tanto el concepto racional normativo de constitución como

su diseño primordial, que sería replicado por movimientos ideológicamente afines,

en Europa primero y en América Latina después.

Puede decirse mucho sobre el entorno en que vivían, y la mentalidad que

poseían los habitantes de las trece colonias inglesas de la costa atlántica

norteamericana. Se admite que, en su conjunto, sus comunidades no formaban una

sociedad homogénea: en lo religioso, algunas colonias se distinguían por el

predominio de algún culto particular (así encontrábamos nutridos grupos de

católicos en Maryland o anglicanos en Virginia); mientras que en lo comercial, las

colonias del norte se distinguían por la pequeña industria, las del centro por sus

hábitos comerciales, y las del sur por la actividad agrícola. En este sentido no cabía

hablar propiamente de uniformidad. 136

A pesar de lo anterior, sí nos es posible distinguir una serie de rasgos

comunes que permitirían a sus pobladores adquirir con el paso del tiempo una

conciencia de sí como pueblo, más allá de sus diferencias. Entre estos factores de

cohesión social encontramos la ausencia de grupos aristocráticos que encarnaran

la figura del primer estado europeo, el predominio de la lengua inglesa, un orden

jurídico compartido (el common law), y una serie de instituciones y prácticas

políticas comunes.137 El peso de este último factor fue determinante: en términos

del derecho británico de la época, los habitantes de las trece colonias detentaban

los mismos derechos que los ciudadanos ingleses de su tiempo,138 por lo que les

136 Camellas, José Luis. Op. cit., p. 50. 137 Ibídem, p. 241. 138 A manera de ejemplo, ver la Carta de Virginia de 1606.

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era permitido participar en los asuntos públicos específicamente locales, a través

de órganos de gobierno que gozaban de cierta autonomía frente a la metrópoli.

Cada colonia tenía su propio gobernador, que ejercía su cargo en

aquiescencia del monarca inglés y en procuración de las leyes del parlamento, y

quien se apoyaba por un consejo consultivo y una asamblea electiva que entendía

materias de legislación local.139 En estas asambleas se fue integrando una clase

política dirigente, conocedora de la filosofía política de la época, y de posición

económica por lo general holgada. La idea y la práctica de la representación

democrática era, entonces, moneda corriente en las colonias por virtud de estas

asambleas.

En este orden de ideas, las causas de la independencia norteamericana que

pudiéramos enlistar también son muy variadas. Sin lugar a dudas, la cuestión

tributaria fungió como eje de rotación del discurso de emancipación; a este respecto,

justo es recordar que las rentas servían como filtro de selección para determinar

quiénes podrían ser electos para la elección de las asambleas locales que hemos

mencionado; así, para una clase política local integrada eminentemente por

terratenientes y comerciantes era natural la oposición a nuevas o mayores

contribuciones. Resulta entonces especialmente significativo el impacto que tuvo la

Guerra de los Siete Años sobre las arcas del reino inglés: el conflicto había

implicado la duplicación de la deuda de la metrópoli, por lo que se adoptaría una

política fiscal más exigente hacia las colonias, en las que cundieron el desencanto

y la inconformidad.

El ánimo de los colonos está bien ilustrado por el Motín del té de 1773,

considerado como el primer símbolo de insurrección norteamericana, en respuesta

al impuesto sobre dicho producto. Con la intención de oponer resistencia política

conjunta, y sin que aún se hablara de independencia, las colonias inglesas

celebraron en 1774 su Primer Congreso Continental en Filadelfia. Su principal

reclamación, manifiesta en la Declaración de Derechos y Agravios –documento

139 Comellas, José Luis. Op. cit., p. 51.

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emanado de este congreso– era la facultad de legislación de las asambleas

coloniales en materia tributaria, sujeta al veto del monarca inglés. Como principal

acto material de protesta, se decidió suspender el tráfico comercial entre las

colonias e Inglaterra.140

A la vuelta de un año el tono del conflicto pasó de lo económico a lo militar.

El Segundo Congreso Continental celebrado en 1775 resolvió el inicio de las

acciones bélicas en contra de Inglaterra, y aprobó el 4 de julio del año siguiente la

Declaración de Independencia. Por virtud de este documento, las trece colonias se

declaraban Estados independientes, pero quizá la trascendencia del mismo por lo

que a la filosofía política corresponde, y que se proyecta hacia la historia universal,

se deba ante todo a la legitimación iusfilosófica racionalista que le daba soporte:

Sostenemos estas verdades como evidentes en sí mismas, que todos los

hombres han sido creados en la igualdad, y que les han sido otorgados por su

Creador una serie de Derechos inalienables, entre los que se encuentran la Vida,

la Libertad y la búsqueda de la Felicidad.141

Como Estados independientes, las otrora colonias inglesas fueron

proveyéndose a sí mismas de documentos de normatividad política estructural, así

como declaraciones de los derechos fundamentales que les eran reconocidos a sus

ciudadanos. El fin perseguido con la generación de documentos escritos y

promulgados solemnemente era, ante todo y más allá del simbolismo,

eminentemente práctico: primero se exaltaban los derechos naturales de los

hombres, que públicamente conocidos y firmemente dispuestos en la perennidad

del texto, servían de basamento para la utilitaria construcción del Estado, cuyo

modelo de organización era detallado a punto seguido.142 En la elaboración de un

140 García-Pelayo, Manuel. Op. cit., p. 245. 141 Texto de la Declaración de Independencia del 2 de julio de 1776. 142 Es cierto que no todas las constituciones siguieron este formato, que serviría de base para la distinción doctrinal entre parte dogmática y orgánica de la constitución; así, por ejemplo, las constituciones estaduales de Virginia, Delaware, Pennsylvania, Maryland, Carolina del Norte, Massachusetts y New Hampshire, contaban con una declaración de derechos, mientras que no lo hacían las de Nueva Jersey, Carolina del Sur, Georgia y Nueva York. Sin embargo, y por la coherencia lógica que guarda la misma, la dualidad dogmática y orgánica de la constitución acabaría consolidándose como la estructura predilecta de los textos constitucionales, primero mediante la adopción del Bill of Rights que complementó la Constitución Norteamericana en 1789, cuyo ejemplo

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texto que fijaba las funciones y límites del Estado, se encarnaba el principio de

Estado de Derecho como garantía de respeto a los derechos fundamentales del

individuo, en tanto que los órganos de gobierno únicamente podrían actuar con

arreglo a la norma que en forma previa, general, clara, precisa y públicamente

conocida, les mandaba.

En Virginia nacería la primera constitución en sentido estricto: el 12 de junio

de 1776 se sancionó su Declaración de Derechos (Bill of Rights), y el 28 del mismo

mes su Constitución,143 en cuyos textos quedó dispuesta la división tripartita de

poderes que propusiera Montesquieu –en ejecutivo, legislativo y judicial– y se

reconocían los derechos de vida, libertad, igualdad, propiedad, felicidad, seguridad,

debido proceso penal, prensa y religión. Una tras otra, el resto de los nuevos

Estados fueron dándose a sí mismos una constitución siguiendo el ejemplo de

Virginia (algunos, es verdad, sin incluir una declaración de derechos).

La conducción de la guerra que se sostenía con la otrora metrópoli en

búsqueda del reconocimiento de su independencia, daba motivos suficientes para

la unión de las que fueran sus colonias; por ello, el Congreso continental votó en

1777 los llamados Articles of Confederation, en los que se estableció una

“Confederación y unión perpetua”, con el fin primario de garantizar la defensa

común.

Es debatible si este documento representa la primera constitución unitaria de

los Estados Unidos, puesto que las facultades del Congreso –único órgano de la

confederación– ya dan indicios de un sistema de soberanía compartida en dos

órdenes jurídicos. Por virtud de los Artículos de la Confederación, “cada Estado

conserva su soberanía, libertad e independencia y todo poder, jurisdicción y derecho

que no haya delegado expresamente a los Estados Unidos reunidos en

Congreso”.144 El quid del asunto es que la voluntad del Congreso sí pasaba por la

voluntad de los Estados en materias de gran peso político, como la conducción de

seguiría la Constitución francesa de 1791, para después propagarse por el resto de Europa y hacia América Latina. 143 Sagües, Néstor. Op. cit., p. 17. 144 García-Pelayo, Manuel. Op. cit., p. 249.

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los asuntos exteriores (incluyendo la facultad de firmar tratados a nombre de la

Unión), la votación de un presupuesto común, la emisión de deuda y la convocatoria

y disposición de las fuerzas militares.

La duda sería disipada mediante la Constitución Federal de los Estados

Unidos de 1787,145 en la que quedó incorporada la cláusula de supremacía, y se

dispuso en contenido y alcance el sistema federal. De la conjunción de estos dos

elementos se obtuvo un modelo de gobierno, según el cual se formaba un Estado

unitario, en el que la soberanía estaba dividida por materias en dos órdenes

competenciales, unas delegadas por sus miembros al gobierno nacional y otras

conservadas por los Estados para la conducción de su régimen interior, pero sin

que los Estados parte pudieran desconocer en cualquier forma lo establecido por la

Constitución federal, que adquirió así el carácter de ley fundamental y suprema, a

cuyas disposiciones debían adherirse todo el resto de leyes, tanto locales como

federales.

La primera formulación del federalismo no quedó inmune de confusiones y

detractores. El propio James Madison –uno de los grandes representantes de la

teoría de la divisibilidad de la soberanía–, admitía que se trataba de un arreglo

constitucional sui generis, que no podía ser descrito y que se explicaba por sí

mismo.146 Una defensa tan endeble de esta novedosa concepción de la soberanía

abrió la puerta a refutaciones serias y razonadas. Quizá la más destacada de estas

críticas haya sido la doctrina Calhoun, por la que se sostenía que, puesto que la

soberanía es única e indivisible, el gobierno central de los Estados Unidos debía

considerarse (a lo sumo) un agente o fideicomisario de ciertas facultades de

gobierno de los Estados, quienes retenían en su totalidad su soberanía intacta para

que, en caso de así desearlo, pudieran en el futuro separarse de la Unión. Los

Estados conservaban entonces un derecho a la secesión.147

145 Su propia Declaración de Derechos (Bill of Rights) fue adicionada mediante sus diez primeras enmiendas de 1789. 146 Abellán, Joaquín. Op. cit., p. 152. 147 García-Pelayo, Manuel. Op. cit., pp. 253-254.

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La defensa teórica de la postura federalista fue sostenida célebremente por

el presidente Jackson en su Proclama a Carolina del Sur; sin embargo, esta

polémica ideológica no fue resuelta por completo, sino hasta que las pretensiones

del gobierno central se sobrepusieron en los hechos a las de algunos de los Estados

por vía de las armas durante la guerra civil americana, cuyo estudio va más allá de

los propósitos de este trabajo.

Lo que sí sobresale particularmente en el constitucionalismo americano es la

consolidación de un sistema democrático. El poder legislativo federal quedó

integrado por dos cámaras: una de Representantes, cuyos miembros eran elegidos

directamente por los ciudadanos en atención a un criterio poblacional, y el Senado,

en el que los Estados parte de la federación eran representados en igualdad de

circunstancias. El titular del poder ejecutivo, por su parte, también sería elegido por

el voto popular, aunque por una vía indirecta de colegios electorales.

Por ahora, basta decir que fue en el proceso independentista

norteamericano, donde se concretó por primera vez la idea de una constitución, que

sirvió como manifestación jurídica de la soberanía del pueblo, declarando la

existencia de una serie de derechos inalienables del ser humano, y una estructura

de poder que garantiza el respeto hacia los mismos y la participación efectiva de los

ciudadanos en un proceso de decisión política auténticamente democrático. Esta

nueva agenda política sería abrazada por la causa revolucionaria francesa, pero el

escenario social de Francia de finales del siglo XVIII distaba mucho del que vivieran

las trece colonias inglesas al sublevarse contra Inglaterra.

Como hemos mencionado, uno de los elementos más característicos de la

realidad social de los colonos ingleses, era la ausencia de un marcaje estamental

pronunciado, lo que permitió que la idea de la igualdad natural de los hombres –

pilar ideológico de la democracia– fuera recibida sin mucha resistencia. La situación

en Francia era radicalmente distinta; ahí, la segmentación social era públicamente

reconocida e institucionalizada, de modo especialmente manifiesto en la

conformación tripartita de los Estados Generales en nobleza, clero y burguesía.

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La Ilustración, es cierto, ya había comenzado a tambalear los cimientos de

este sistema durante el reinado de Luis XV; a cuya muerte, acaecida en 1765 el

reino de Francia cayó en manos de Luis XVI, desposado con María Antonieta. Este

reinado se caracterizaría por una turbulencia política sin precedentes. En primer

lugar, es de destacarse la íntima relación que guardó el reino de Francia con el

movimiento independentista estadounidense: lo que comenzó como un apoyo

indirecto a los independentistas mediante el envío de subsidios y armamento, se

convirtió en intervención abierta, una vez que los insurrectos dieron prueba de la

factibilidad de su proyecto republicano, particularmente a partir de la victoria militar

de Washington en Saratoga en 1777. Se dispuso entonces la firma de un tratado

comercial y de alianza con el naciente gobierno de los Estados Unidos, por medio

del representante, que para tal efecto habían enviado los independentistas a París,

Benjamín Franklin. Al poco tiempo, Francia declaraba la guerra a Inglaterra en

apoyo a la causa independentista.148 Cabe decir que en suelo francés se dio punto

final a la aventura de independencia: fue en Versalles donde se firmó el tratado por

el cual Inglaterra reconoció de manera definitiva la independencia de los Estados

Unidos en 1783.

Los franceses tuvieron de este modo contacto de primera mano con la causa

independentista norteamericana, y con los principios que guiaban su lucha, los

cuales eran vistos con gusto y admiración. El ánimo racional, democrático y anti-

absolutista de la Ilustración tenía, pues, un modelo concreto al cual seguir,

fácilmente cognoscible por las nuevas constituciones escritas de los Estados

norteamericanos, en las que quedaban plasmados los ideales que los mismos

ilustrados franceses habían ayudado a delinear.

Este anhelo republicano, junto con el mal estado de las finanzas públicas que

había sido provocado por la participación del reino en la guerra independentista

contra Inglaterra, obligaron a Luis XVI a convocar a los Estados Generales para el

mes de mayo de 1789, a fin de legitimar el establecimiento de nuevos tributos que

permitieran remediar la situación. Dos factores adicionales, uno económico y el otro

148 De Bertier. Op. cit., p. 278.

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intelectual, terminarían por completar el cuadro por el que el año de 1789 constituiría

un rompimiento con las viejas fórmulas políticas, o si se prefiere, con el Antiguo

Régimen. Por lo económico, las pésimas cosechas de 1788 habían propiciado un

aumento generalizado en los precios de los cereales, que alcanzaba los cincuenta

puntos porcentuales durante los primeros meses de 1789;149 mientras que en lo

ideológico, este año fatal estuvo enmarcado por la publicación de una obra que

resulta fundamental para entender la Revolución Francesa: ¿Qué es el tercer

estado?, de Emmanuel Sieyés.150

A tono con la convocatoria de los Estados Generales, Sieyés quiso demostrar

que solamente el tercer estado estaba legitimado para tomar las decisiones políticas

fundamentales en Francia. En ¿Qué es el tercer estado?, se recurre a la fórmula

rousseauniana, según la cual la ley es la expresión de la voluntad general, la cual

es expresada mediante la concurrencia de todos los integrantes del pueblo al

procedimiento legislativo. Para Sieyés, la nación francesa es justamente el tercer

estado, como estrato social al que pertenece la mayoría indiscutible de los

franceses; por lo tanto, “sus representantes son los únicos y verdaderos

depositarios de la voluntad general” y “los delegados del clero y de la nobleza no

son representantes de la nación, y no pueden votar por ella”.151

Cual si estuviera prologando la historia, el argumento de Sieyés fungió como

el primer impase de decisión política de los Estados Generales recién convocados.

Si bien se comenzó discutiendo sobre el procedimiento conforme al cual debían

reunirse y votar los tres estados –se debatía si estos debían votar por órdenes

separadas o por cabezas–, el tercer estado decidió sesionar por separado como

Asamblea nacional, para autoproclamarse después constituyente.

París bullía en movilización política. Luis XVI no acertaba a encontrar el modo

en que debiera tratar con la Asamblea nacional, ordenando su disolución primero e

intentando conciliar con la misma después. Vino entonces la famosa toma de la

149 Ibídem, p. 283. 150 Cfr. Sagües, Néstor. Op. cit., p. 23. 151 Ibídem, p. 24.

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Bastilla el 14 de julio de 1789, primer acto manifiesto de insurrección en la capital,

de enorme valor simbólico para la causa. En medio de la conmoción, la Asamblea

nacional abolió los privilegios aristocráticos el 4 de agosto, para después dictar la

Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano el día 27 del

mismo mes.152

La Declaración no es una constitución: no crea una estructura de gobierno ni

instituye autoridades; sin embargo, debe ser considerada como la consumación de

los postulados que sostendrían al estado constitucional democrático que hemos

presentado153 en un documento de carácter jurídico. Fue en la Declaración, donde

finalmente quedaron ordenadamente dispuestas y ensambladas todas las ideas

fundacionales de los derechos naturales, del Estado y de la soberanía que los

autores que hemos estudiado habían venido dando forma en sus ensayos. La

Declaración condensaba así una larga historia de reflexiones políticas, de debate

de ideas y de la puesta en práctica de las mismas, en modelos de prueba y error,

en tan sólo diecisiete artículos de reducida extensión (ninguno supera un párrafo) y

de prosa desenredada.

El movimiento constitucionalista habría de expandirse por Europa y América

Latina durante el siglo XIX, que ya se asomaba a la vuelta de un par de décadas, y

en el que, por su sencillez y facilidad de la lectura, la Declaración se volvería punto

de referencia en la redacción de las constituciones que en este nuevo siglo serían

promulgadas. Cierto es que la Declaración no daba bases específicas para la

disposición de los órganos estatales –al respecto, únicamente establecía que “toda

sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos ni determinada

la separación de poderes no tiene constitución”–,154 pero no era por motivos de

organización gubernamental que los nacientes Estados dirigían la mirada hacia la

Declaración, sino por su catalogación sistemática de derechos naturales y por su

sincero reconocimiento al principio de la soberanía popular, pilares a los que la parte

152 Ibídem, p. 26. 153 Ver página 77 del presente trabajo. 154 Artículo XVI de la Declaración.

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orgánica de toda constitución debía mirar como objetivos, límites y aspiraciones del

poder político.

A mayor abundamiento, es prudente mencionar que en la historia

constitucional de la Francia postrevolucionaria no existió un modelo fijo de

estructura orgánica gubernamental;155 quizá por ello fue que el modelo orgánico de

la constitución norteamericana haya tenido una recepción tan desinhibida en

algunas de las nuevas constituciones, predominantemente de América Latina.156

A pesar de lo anterior, y sin demerito del interés que nos pudiera merecer la

cuestión de la organización estatal en el naciente Estado postrevolucionario francés;

es preciso centrarnos en la formulación de la soberanía en el texto de la

Declaración; formulación que ya no es sólo política, sino también eminentemente

jurídica.

Verdad es que la idea de la soberanía popular estaba implícita en la

Declaración de Independencia norteamericana de 1776, en la Constitución y el Bill

of Rights de Virginia del mismo año, en las constituciones estatales que siguieron a

esta y en la Constitución federal norteamericana de 1787; a pesar de lo anterior, en

ninguno de estos documentos el concepto de soberanía se encuentra explicitado.

Es, pues, en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, donde

por primera ocasión la soberanía se exalta como principio político fundamental en

un documento de carácter jurídico, en los siguientes términos:

Art. III.- El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación; ningún

cuerpo, ningún individuo pueden ejercer una autoridad que no dimane de ella

expresamente

155 Francia tuvo una azarosa vida constitucional desde inicios de la revolución y hasta la constitución republicana de 1875. Durante este lapso de prácticamente un siglo, en Francia fueron promulgadas tres constituciones revolucionarias (las de 1791, 1793 y la del año III), tres constituciones napoleónicas (la del año VIII, la del año X y la del año XII), dos constituciones monárquicas (la de 1814 y 1830), una constitución republicana (la de 1848), una nueva constitución imperial (de 1852) y finalmente la de 1875. Cfr. García-Pelayo, Manuel. Op. cit., pp. 372-398. 156 La Constitución Federal norteamericana de 1787 conserva su texto original, habiéndole sido adicionadas, hasta la fecha, menos de una treintena de amendments.

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Al respecto, insistimos: a pesar de su abstracción característica, la

Declaración no es simplemente un desiderátum político puesto en tinta sobre papel;

la Declaración compelía al Estado francés y a sus habitantes a su cumplimiento más

allá del plano moral. Prueba de ello es que la Declaración fue puesta a la cabeza de

la primera constitución propiamente dicha de la Francia revolucionaria –la del 3 de

septiembre de 1791–,157 pasando a formar parte de la norma fundamental.

El fraseo de la Declaración, por lo que toca a la soberanía, también es

novedoso. No dispone que la soberanía resida en el pueblo, sino en la nación. Los

redactores de la Declaración veían desde entonces que la cuestión de la soberanía

rebasaba el plano meramente formal del Derecho y apelaba a una dimensión que

hoy pudiéramos llamar sociológica (si no antropológica) de la vida humana. La

pregunta ineludible resultaba ser: ¿qué es la nación y quiénes la conforman?

De la pluralidad de respuestas que puede darse a esta interrogante, deriva la

ambigüedad de las definiciones de soberanía que puedan presentarse, y que de

hecho se presentan entre las constituciones de los Estados.

Si lo que marca la Declaración es cierto, y la soberanía reside en la nación –

concepto que irremediablemente remitirá a las realidades sociológicas– una

respuesta coherente a la pregunta ¿qué es la nación?, podrá servirnos como punto

de partida para encontrar la verdadera esencia de la soberanía, y con ella, su

contenido, sus alcances, sus límites y su valor.

157 García- Pelayo, Manuel. Op. cit., p. 372.

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Segunda parte. El concepto de soberanía.

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Capítulo IV.- Un concepto puro de soberanía.

Hoy por hoy, muy pocos pueden proveer una definición certera de la soberanía. La

falta de consistencia en su conceptualización, la oscuridad a la que se encuentra

relegada, la ha vuelto carne de cañón para la defensa de las ideologías políticas

más dispares. La soberanía, pues, parece haberse convertido en un instrumento de

lucha ideológica en la política: maleable, difusa, susceptible de reformulaciones a

conveniencia personal o de grupo.

Lo anterior resulta paradójico dado que, como habremos de ver, la soberanía

resulta ser lo que pudiéramos llamar un “concepto político fundamental”. En ella,

quizá se encuentren los únicos elementos que puedan brindar una justificación

moral satisfactoria para la existencia del orden civil. Esta sutileza no ha pasado

inadvertida para los constituyentes de todo el mundo, por lo que representa un tema

atendido recurrentemente en los documentos fundacionales del orden jurídico de

los Estados.

Quizá sea prueba de esta ambigüedad en su conocimiento, el hecho de que

la palabra soberanía vaya casi siempre acompañada de un adjetivo: popular,

estatal, nacional, territorial, política, externa, interna, e incluso económica; pero si

apenas y alcanzamos a arañar el concepto de la soberanía en su estado “puro”,

¿cómo conciliamos esta idea con los adjetivos que pretenden describirla? Súmese

a lo anterior la confusión del término con otros que le suelen ser afines, como

independencia, autonomía, no intervención, libre autodeterminación de los pueblos

e inmunidad de jurisdicción.

Puede ser –y de hecho así se argumentará en el presente capítulo–, que la

soberanía en estado puro coincida con la noción de soberanía que va acompañada

de uno de estos adjetivos; esta es, la soberanía popular.

Para una empresa como esta, resulta siempre conveniente prestar oídos a

un llamado de prudencia. Ya había dicho Benjamín Constant, al tratar el tema de la

soberanía popular en los albores del siglo XIX, que:

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Sin una definición exacta y precisa, el triunfo de la teoría podría llegar a ser una

temeridad al aplicarse. El conocimiento abstracto de la soberanía popular en nada

aumenta la suma de la libertad de los individuos, y si se le quiere atribuir una

dimensión que no debe tener, puede perderse acaso a pesar de este principio, o

quizá por él mismo.158

En efecto, si al adentrarnos en el conocimiento de la esencia de la soberanía

popular nos encontramos con los basamentos del poder político, y en particular con

los motivos que le proveen de una justificación, entran en juego los límites de dicho

poder y, en contrapartida, el alcance de nuestras libertades. Una apreciación

errónea de este principio en la teoría, puede desembocar en el desconocimiento

práctico de los derechos del hombre, ya sea en su individualidad o en su calidad de

miembro de una colectividad.

No escapará al lector el hecho de que, de conformidad con el párrafo que

antecede, nos disponemos a emprender la búsqueda del significado de la

soberanía, partiendo de algunas presunciones antropológicas y políticas. Tampoco

se pretende esconder dichas presunciones; por el contrario, reconocemos que todo

ensayo en el que quiera estudiarse a la sociedad antepone, explícita o tácitamente,

alguna forma de entendimiento sobre las partes que la componen: los seres

humanos. Dicho de otro modo, la sociedad no puede comprenderse si no se

comprende primero a la persona. A pesar de lo anterior, es cierto que el

entendimiento de este par de conceptos –persona y sociedad– nace a través del

diálogo recíproco entre ambos; es decir, puede que la persona tampoco se entienda

sin la sociedad.

No es nuestra intención demostrar mediante el argumento anterior un

supuesto impase lógico, un circunloquio que impediría estudiar al individuo primero

y a la colectividad después. Al contrario: se pretende simplemente hacer patente la

dificultad que envuelve el análisis de este dualismo conceptual, así como la

imparcialidad ideológica que implicaría basarnos en un individualismo o un

158 Benjamín Constant. Curso de Política Constitucional, trad. de F. L. de Yturbe. Madrid: Taurus, 1968, p. 4.

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colectivismo absoluto. Sin perjuicio de lo anterior, discursivamente resulta más

cómodo partir de una noción del hombre –como hiciera Hobbes en su Leviatán–,

para así poder pasar al estudio de la comunidad política, y así lo haremos.

Presupuestos ineludibles.

Vivimos tiempos de profundas contradicciones. En el ámbito intelectual,

probablemente uno de los desentendidos más patentes, sea el anhelo a rienda

suelta de comprobación empírica de todo cuanto pueda afirmarse para poder darlo

por cierto; anhelo a cuya contrapartida encontramos una férrea defensa de

instituciones y principios políticos que escapan del alcance de la comprobación

empírica, o cuando menos, de la simple abstracción racional.

Heredera de dos escuelas difícilmente reconciliables –racionalismo y

empirismo radical–, la filosofía política de nuestro tiempo desdeña toda proposición

que no pueda ser comprobada a través del método científico, reduciéndola a la

figura del mito o del dogma.

Nuestro pensamiento y nuestras estructuras políticas están inmersos, en

estos términos, en un problema de origen: muchos de ellos no se sustentan ni en

hechos empíricamente comprobables, ni en razonamientos de auténtica

consecución lógica; son, irónicamente, los mitos de una sociedad que se vanagloria

en un respaldo incongruente a la pura razón. Pareciera que el hombre moderno –al

menos por lo que a la filosofía política se refiere– no ha podido desprenderse de la

fábula como fundamento de sus instituciones, mejor de lo que hiciera el hombre

medieval.

Quizá el mejor ejemplo de esta clase de mitos, manifiesto en el movimiento

constitucionalista moderno, sea el contrato social. Este pacto representa la premisa

básica del constitucionalismo: como hemos visto en el capítulo anterior, la estructura

del estado constitucional democrático liberal, que ideológicamente desciende del

pensamiento de autores como Bodin, Hobbes, Locke y Rousseau, tiene como

premisa fundacional de su argumentación la idea de un pacto social originario

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susceptible de ser identificado en el tiempo, por el que el hombre de manera libre y

consciente abandona un estado de naturaleza, bueno o malo, para entrar en

sociedad. La idea misma de constitución, como pacto que se da un pueblo a sí

mismo, trata de ser reflejo o continuación perfeccionada de este pacto original.

Sin embargo, dicha teoría es inmune a cualquier tentativa de comprobación

empírica y carece, de inicio, de coherencia lógica; contradice toda evidencia

histórica y asume que el hombre apolítico –primitivo– poseyera (1) una capacidad

de cálculo utilitarista, que le permitiera identificar plenamente y a priori la

conveniencia de la formación del cuerpo social; (2) un conocimiento profundo de

abstracciones filosóficas a las que la humanidad únicamente llegó después de un

largo proceso histórico de dialéctica y razonamiento, como los derechos humanos;

y (3) que el hombre existiera como entidad aislada de sus pares, cuando la

evidencia muestra que todo ser humano nace inmerso en la compañía de sus

semejantes, sin la cual no puede subsistir.

Podrá argumentarse, como de hecho se ha intentado, que para los

contractualistas el estado de naturaleza es una hipótesis lógica, mas no histórica,

que describe “cuál sería el género de vida de no existir un poder común que

temer”;159 sin embargo, de la lectura de las obras de los más altos exponentes de

esta corriente doctrinal, se descubre que para ellos la existencia de tal estado de

naturaleza y por ende del pacto social era sostenida como axioma. Así, el contrato

social, fundamento intelectual del constitucionalismo, no pasa de ser una fábula que

trata de desconocer, o cuando menos de complicar el entendimiento de una realidad

evidente y que debería ser indiscutida: la formación espontánea de la sociedad,

producto de la calidad de sus miembros como seres gregarios.

Lo mismo que con el constitucionalismo, otras ideas políticas fundamentales

carecen –a la fecha– de suelo firme que las sostenga, dando la impresión de que

construimos castillos sobre arena. Algo similar comienza a suceder hoy con el

discurso de los derechos humanos, en el cual empezamos a declararnos incapaces

159 Jorge Guillermo Portela. Op. cit., p. 35.

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de ubicar su fundamento, dejándolos vulnerables en relación a una ideología futura

que, al resguardo de una lógica puramente formal, pudiera llegar a derribarlos.

¿Quiere esto decir que debemos abandonar nociones políticas fundamentales de

nuestro tiempo como el constitucionalismo o los derechos humanos? Para nada;

muy por el contrario, esto nos muestra la necesidad imperante de realizar una

revisión consecuente de sus fundamentos, a efecto de reforzar su lógica interna y

hacerlos menos susceptibles de su erosión intelectual con el paso del tiempo.

De conformidad con lo que hasta aquí ha sido expuesto, admitimos que nuestro

alegato tiene base en las siguientes presunciones ineludibles, cuyas

demostraciones excederían los propósitos del presente ensayo y parten de la

particularidad del hombre a la generalidad de la sociedad:

a) Existen ciertas ideas políticas fundamentales que no son susceptibles de ser

demostradas empíricamente, y que sólo pueden ser sostenidas a través de

la razón, en la continua asistencia de una congruencia lógica formal y

material.

b) Los hombres son en sí mismos seres sociales; su subsistencia está

condicionada desde el nacimiento a la convivencia con sus semejantes, por

lo que no ha lugar a pensar en un estado de naturaleza en la que el hombre

sea por entero independiente de los demás. La idea de sociedad es coetánea

a la idea de hombre; la una no se entiende sin la otra.

c) Una primera idea política fundamental es que los hombres han nacido libres

e iguales en dignidad y derechos. Puesto que a todo ser corresponde una

medida de valor, que exclama la existencia de un deber ser que procure la

conservación del ser que le antecede, podemos sostener que la sociedad de

la que el hombre naturalmente forma parte, debe procurar la preservación de

realidad ontológica de la libertad y la igualdad de sus miembros. Sostener un

punto de vista contrario redunda indefectiblemente en la imposibilidad lógica

de la procuración de los principios de libertad e igualdad.

d) A la participación del hombre en las decisiones sobre la estructura y las

funciones de la comunidad (sobre lo público), se le llama participación

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política. Las circunstancias históricas –naturales, económicas y culturales–,

cambiantes como son, implican un reto para la elección del modo de

organización de la sociedad, el cual puede y debe variar atendiendo a los

medios que en cada momento resulten más adecuados para la preservación

de la libertad e igualdad naturales del hombre.

e) El primer y más inmediato medio para que la sociedad organizada garantice

la consecución de sus fines, es el uso de la violencia como recurso para

asegurar la obediencia hacia sus mandatos de conducta; por ello, puede

decirse que el uso de la fuerza por parte de la sociedad políticamente

organizada –cuya estructura hoy ha devenido en Estado moderno– podrá ser

calificado como legítimo, de verse satisfechas ciertas condiciones.

Soberanía: la manifestación práctica de la libertad y la igualdad de los hombres.

Llegamos ahora al punto medular de nuestra disertación. Partiendo de las

presunciones que hemos presentado, intentaremos proveer una definición

consistente de la soberanía.

El problema de la soberanía es, en primer lugar, un problema de dimensiones

sociológica y ética. 160 La noción de sociedad que hemos apuntado, alude a

realidades más profundas que simple aglomeración fáctica de los hombres: en

definitiva, dicha aglomeración no es casual, sino ordenada; esto es, existe una

correspondencia determinada de las partes entre sí, y de estas con el todo que las

engloba.

Enfocándonos primordialmente en la correspondencia entre las partes entre

sí; es decir, en la relación entre dos individuos miembros de una misma colectividad,

sostenemos lo siguiente: puesto que los dos polos de esa relación son seres libres

(personas), y toda vez que la libertad presupone a la moralidad, dicha relación

estará dotada, invariablemente, de un contenido deontológico. Entonces, el deber

160 Heller, Hermann. La soberanía. Contribución a la teoría del derecho estatal y del derecho internacional, trad. de Mario de la Cueva, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 112.

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ser de toda relación humana procurará en todo momento la conservación de ambas

partes, donde preservar al hombre implicará también preservar su libertad y su

igualdad. Existe, pues, un parámetro general de conducta en toda relación entre

personas que el hombre se ve naturalmente compelido a observar: el respeto mutuo

en el trato con sus semejantes.

Sin perjuicio de lo anterior, no debe perderse de vista que la misma libertad

natural del hombre que hemos descrito, también concede al hombre la facultad de

hacer caso omiso del parámetro general de conducta, que debe observar en las

relaciones con sus semejantes. Solamente en aras de garantizar el respeto a la

subsistencia del hombre es que está justificado que la colectividad haga uso de la

fuerza, en contra de quienes pretendan eludir la obligación moral natural del respeto

a sus semejantes. En esta versión simplista de la ética política, la fuerza debe asistir

preferentemente a quien busca evitar un perjuicio (o conservar un bien) en su

persona en el contexto de una relación social dada.

Esta facultad del uso legítimo de la fuerza constituye el núcleo del poder

político, mas es necesario que la fuerza, en cuanto coacción exterior de una

voluntad sobre la otra, se encuentre a su vez limitada. La fuerza deberá ser

proporcional al daño causado –de facto o tentativamente– por el agresor al

agredido, y al bien o derecho del segundo que se viera comprometido, y de manera

tal que se procure también la conservación del agresor, que no por el hecho de

desconocer en uso de su libertad el parámetro general de conducta que debiera

haber observado pierde su valía como ser libre, igual a sus semejantes, y detentador

de una serie de derechos naturales.

Hasta aquí, nuestro discurso se enfrenta con dos problemas. Primero: si bien

podemos encontrar un parámetro general de conducta moral de los hombres, su

formulación suele ser abstracta, complicándose su discernimiento en los casos

particulares y concretos; y segundo: una vez definida cuál es la conducta específica

que debiera seguir una persona en una situación particular, es difícil determinar la

medida de uso proporcional de la fuerza que pudiera responder al desconocimiento

de dicho parámetro de conducta moral. Locke tenía plena conciencia de la dificultad

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de este segundo problema, y a partir de la misma justifica la existencia de una norma

fija de conducta que fuese común a todos los miembros de una comunidad.

En efecto, y como hubiera advertido Locke en su Segundo ensayo, a ambos

problemas responde el nacimiento del Derecho positivo: donde la obligación moral

encuentra sus límites, se ve respaldada por la obligación jurídica; y como hubiera

entrevisto Rousseau, a la soberanía toca encargarse de la cuestión de la legitimidad

de este segundo tipo de obligación, la jurídica.

Se sigue de esta exposición que toda sociedad cuenta, invariablemente, con

un orden jurídico, entendido como un conjunto de normas que explicitan el

parámetro de conducta al que deben ceñirse los hombres en los casos particulares,

y que son públicamente conocidas y reconocidas como tales por los mismos.

Brindar legitimidad a este orden jurídico es la primera función de la soberanía, de la

que derivarán otras consecuencias.

¿Qué se necesita, pues, para calificar un orden jurídico como legítimo? Como

bien apuntara Rousseau, la norma jurídica es legítima cuando su destinatario la

reconoce como propia. Esta identificación va más allá de una simple relación de

orden de mando y deber de obediencia; el sujeto se identifica con la norma cuando

es consciente de que ha participado en su elaboración, y en ese sentido la norma

resulta propia, es suya.

Así, el destinatario de la norma la reconoce como una concreción práctica del

parámetro general de conducta moral al que se sabe compelido. Este

reconocimiento se vuelve patente mediante la adhesión del sujeto a la norma (en

este sentido, reconocemos parcialmente la razón a quienes, como Hart, sostienen

que un sistema jurídico se identifica mediante el mero cumplimiento fáctico de las

normas); sin embargo, a pesar de que el cumplimiento de la norma es requisito para

poder hablar de su legitimidad, no colma su esencia.

Fuerza no hace derecho: para que el reconocimiento de la norma jurídica

como propia sea auténtico, se requiere que sus destinatarios estén convencidos de

su bondad (entendida como conformidad con el parámetro general de conducta

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moral), o cuando menos tengan la presunción de su conveniencia. Queremos decir

que se vuelve necesaria la persuasión para hablar de la legitimidad. Si no fuere así,

y la obediencia al ordenamiento jurídico se fundare sólo en la coacción exterior –

actual o potencial– como método de efectividad en su obediencia, a la menor

oportunidad de liberación el hombre atentaría contra dicho ordenamiento: la

revolución, en estos términos, no sería más que la manifestación violenta de la

comunidad, en protesta contra la ilegitimidad del orden jurídico que hubiere quedado

desprovisto de fuerza física.

Dicha persuasión sólo es posible cuando el hombre es políticamente libre: es

necesario que el hombre sea capaz de participar en el proceso deliberativo que

produce la norma, para estar en posibilidad de identificarse con la misma y

reconocerla como propia. Quizá por esta razón la humanidad se haya volcado sobre

la forma democrática de gobierno, en expansión desde la exaltación del

racionalismo político en los movimientos revolucionarios americano y francés. En

efecto, el pilar ideológico de la democracia, la igualdad, deriva en el derecho –y

quizá incluso en la obligación– de todos los miembros de la comunidad política a

participar en el procedimiento de fijación de normas. En este hecho reside el valor

fundamental de la democracia, como forma de gobierno que permite, incentiva y

actualiza la libertad de los miembros de la comunidad.

Hasta cierto punto, podría afirmarse que las otras dos formas clásicas de

gobierno (monarquía y aristocracia), tienen también un sustrato democrático:

cuando no se sostienen por la fuerza desnuda, demuestran por el solo beneplácito

de sus gobernados la identificación entre orden jurídico y sujetos destinatarios,

esencia axiomática de la democracia. Así, por ejemplo, si la postura de los

gobernados bajo una monarquía es de aceptación para con la misma, será porque

reconocen en sus mandamientos un grado aceptable de conformidad con el

parámetro general de conducta que ellos mismos reconocen. En este sentido, no

resulta contradictorio sostener que una sociedad políticamente organizada en

aristocracia o monarquía sea legítima, siempre que en ella el hombre sea

políticamente libre. Podríamos hablar inclusive de que en ellas se presenta una

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aceptación o representación tácita de los ciudadanos en su conjunto hacia el orden

jurídico.

Habiendo descrito las condiciones y consecuencias de la legitimidad, un

siguiente paso en la dilucidación de la soberanía, será puntualizar sobre el sujeto

de su titularidad y ejercicio. Al respecto, reconocemos haber hablado de

gobernantes y gobernados, como dos extremos de una relación, cuando en realidad

ambos grupos son parte de una abstracción que los engloba por igual: el pueblo.

Sucede en ocasiones en la teoría política que, al usar la palabras sociedad y

comunidad (como hemos venido haciendo en este capítulo), nos vemos refrenados

en los alcances de nuestra narrativa por la amplitud y la abstracción en sus

significados. No sucede exactamente lo mismo con la palabra pueblo, que aunque

sea también en sí una abstracción a la que pudieran asignarse varios significados,

indefectiblemente nos coloca frente a una realidad antropológica sensible. Las

nociones macro y difusas de sociedad y comunidad, adquieren entonces nitidez con

la noción de pueblo, a partir de la plena delimitación de un grupo social determinado,

por virtud de ciertos rasgos de identificación específicos y mesurables que

comparten sus miembros.

Sin perjuicio de lo anterior, resulta curiosa la amplísima gama de significados

que se le atribuyen a la palabra pueblo en la filosofía política, puesto que aun

tratándose de una de las nociones fundamentales de la teoría política moderna –

particularmente para el Estado constitucional democrático– su significado suele ser,

en realidad, poco claro. Desde las definiciones más abstractas como “compuesto

societal producto de los procesos asociativos en el emplazamiento cultural y

superficial”, 161 hasta las conceptualizaciones que lo vacían de su significado

distintivo reduciéndolo al mero “conjunto de habitantes dentro de un territorio”,162 la

confusión ha vuelto al pueblo una idea tan precaria que, presa de la ambigüedad,

puede usarse como moneda de canje en la lucha ideológica, como sucede también

161 Pratt, Henry, et. al. Diccionario de Sociología, trad. de T. Muñóz, et. al, México, Fondo de Cultura Económica, p. 242. 162 Fix-Fierro, Héctor y López-Ayllón, Sergio. Voz Pueblo en Diccionario Jurídico Mexicano, México, Editorial Porrúa, 2011, p. 3133.

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con la soberanía. Lo único que resulta innegable es que al hablar de un pueblo se

hace referencia a un grupo de seres humanos que, ubicándose en un mismo

territorio, comparten ciertos rasgos en común, en su mayoría culturales y, en

ocasiones, también físicos. La lengua, las tradiciones, la cosmovisión, la raza, la

religión y la historia en común suelen nombrarse como algunos de los elementos

distintivos de un pueblo; pero sin que la presencia de dichos elementos sea motivo

suficiente para asegurar la existencia del mismo. Al final del día, pareciera que el

principio basal de todo pueblo es sentimental, un sentido de pertenencia. Así, a lo

largo del tiempo algunos rasgos han perdido relevancia para que un pueblo se

identifique como tal (hemos visto, por ejemplo, cómo la religión dejó de ser factor de

cohesión social, a partir de la reforma protestante al interior de Francia; y cosa

similar sucede desde hace tiempo respecto a la raza y el idioma), mientras otros –

de corte sentimental o histórico– han ganado preeminencia.

En definitiva, es en la noción de pueblo donde el hombre se reconoce como

parte de un todo: ahí el hombre identifica su comunidad y los lazos que la mantienen

unida, y toma conciencia de su calidad de partícipe en la evolución de los elementos

que le proveen de identidad al grupo. El hombre hereda, usa, perfecciona y lega su

lenguaje, su pensamiento, su cultura. Sólo mediante esta sensación de pertenencia,

el hombre será capaz de reconocer al orden jurídico que rija en su comunidad como

parte de lo que podríamos llamar su “patrimonio cultural”. Es algo tan suyo como su

lenguaje; tanto así que incluso si quisiera reformarlo, lo haría siempre en función y

en contrastación con las normas anteriores: el orden jurídico al que está sujeto no

le pertenece simplemente por haberlo heredado, sino por saberse en aptitud de

reformarlo, en un diálogo con sus antecesores, con sus pares y consigo mismo.

Cuando este reconocimiento de un hombre como miembro de un grupo

materialmente delimitado se replica a gran escala, y el pueblo adquiere conciencia

de sí mismo, estaremos en presencia de una nación. La realidad sensible de un

pueblo deviene en nación, cuando sus integrantes logran aprehender y razonar su

existencia como pueblo; es así como Martin Kriele llega a decir que

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El concepto de Nación está ligado, por cierto, al concepto empírico de pueblo,

pero contiene además un sentido político. La nación es, como suele decirse, el

pueblo que ha adquirido conciencia de sí mismo. Más allá del parentesco de

sangre, lo que le da unidad a la nación es la historia vivida y sufrida en común,

así como el objetivo de seguir viviendo en común; en resumen, la voluntad y

conciencia de pertenecer a una misma comunidad.163

No debemos perder de vista que los motores de cambio y permanencia del

orden jurídico siempre tienen un contenido moral. Si se conserva una norma es

porque los sujetos que la reciben de sus antecesores le reconocen un valor: su

conformidad con el parámetro general de conducta al que se sienten compelidos;

mientras que si la norma es modificada es signo de que esta, a juicio de sus

receptores, ha perdido dicha concordancia.164

Esto es justamente la soberanía: la capacidad de un pueblo, como grupo de

hombres que se reconocen entre sí como partes de una realidad que los trasciende,

de dotarse a sí mismos de un orden jurídico compartido, que les es propio en función

de la identificación entre sujeto y norma que sólo es posible mediante la

participación del primero en la formación de la segunda, y que permitirá que el

Derecho sirva así como reflejo de la aplicación práctica y concreta del parámetro

general de conducta que han logrado discernir. En cuanto atributo de un pueblo,

bien merece la soberanía, en su estado más puro, la calificación de popular, (o

nacional, si se quiere enfatizar en la conciencia del pueblo sobre sí mismo).

No creemos posible llevar este ideal de soberanía popular a su realización

de forma espontánea e irreflexiva. Por el contrario, sostenemos que una serie de

requisitos deben ser cumplidos para que este ejercicio de discernimiento del

parámetro general de conducta para la especificidad dada de una situación merezca

ser llamado soberano.

163 Martin Kriele. Introducción a la Teoría del Estado. Fundamentos históricos de la legitimidad del estado constitucional democrático, Depalma, Buenos Aires, 1980, p. 134. 164 Brota a este respecto una cuestión tangencial, pero de merecida atención. Nuestra narración pareciera hacer un guiño al relativismo moral.

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Condiciones para el ejercicio de la soberanía popular: la democracia en escena.

Hemos dicho que todo motor de cambio y permanencia en el orden jurídico tiene un

contenido moral. En efecto, en el proceso de formación de una ley el agente creador

de la norma siempre busca que la misma se ajuste a una idea del bien acorde al

parámetro general de conducta que le compele, ya sea que este bien sea entendido

como máxima o virtud, como utilidad, como medida de eficiencia, etc. El quid es que

toda norma se crea, se preserva o se reforma porque el resultado que se espera

obtener por medio de esta se considera bueno o deseable; sin embargo, la lógica

que hemos empleado reconoce la posibilidad de que converjan en el proceso de

elaboración o reforma de una norma diversas medidas de valor del bien, las que no

sólo difieren en el sentido que cada agente otorgue a la palabra bien (virtud, utilidad,

eficiencia), sino en cuanto a la calidad del receptor o beneficiario del bien. En estos

términos, es posible procurar la virtud, la utilidad o la eficiencia para uno mismo,

para un grupo específico de la comunidad, o para todos sus miembros.

Rousseau pareció advertir esta circunstancia cuando hablaba de la forma en

como podía medirse la voluntad general (una fórmula aritmética que compensaba

las diferencias de las voluntades individuales de los ciudadanos),165 toda vez que

suponía que todo miembro del cuerpo político acudía a la deliberación política, de

la que nacería la ley en la procuración de sus propios intereses particulares o de

grupo.

Nos enfrentamos entonces al reto de definir si alguna de estas medidas de

valor involucradas en el proceso de creación de la norma tiene preeminencia sobre

el resto, para hacer de la norma un resultado del auténtico ejercicio de soberanía, y

así, estar en aptitud de identificar cuáles serían las condiciones que permitirían que

tal medida de valor se impusiera sobre las otras.

Ha sido una constante en la filosofía política el sostenimiento de que, en el

plano deontológico, debe prevalecer el interés de la colectividad sobre los intereses

165 Ver página 72 del presente trabajo.

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de particulares o de grupo, y nos adherimos a tal afirmación. En estos términos, si

bien sostenemos que todos los hombres tienen derecho a participar en el proceso

de elaboración de la norma, a efecto de poder identificarse con la misma, la

legitimidad no se agota en el requisito formal de la participación, sea directa,

representativa o tácita, en la elaboración del Derecho; por el contrario, es a su vez

indispensable que en el proceso deliberativo de creación de la norma jurídica las

partes concurrentes procuren el bien de la comunidad, y no el que pudieran tener

de forma particular, constituyéndose así un requisito material de legitimidad.

No ignoramos la dificultad de esta propuesta: muy complejo sería que en el

ejercicio político se pudiera desvincular la individualidad del hombre de las causas

que este persiga. Lo mejor que puede esperarse, es que los ciudadanos que

participen de las decisiones políticas actúen de buena fe; esto es, con la intención

de encontrar el bien común, renunciando si es preciso a sus propias pretensiones

cuando reconozcan mayor bondad, utilidad o eficiencia en las propuestas de sus

contrarios.

Dicha actuación de buena fe implica la concurrencia a la asamblea

deliberativa de formación o reforma de la ley con ánimos de dilucidar, de descubrir

la solución práctica que más se ajuste al parámetro general de conducta en el caso

concreto. Para ello, será necesario que al participar en dicho proceso legislativo, el

ciudadano conceda la posibilidad de que la postura con que él asiste a la asamblea

puede no ser la más justa, ni la más útil o eficiente; es decir, el ciudadano que

auténticamente procure el bien de la colectividad debe estar dispuesto a reconocer

el triunfo de una posición adversa a la suya en el debate político. La falta de

disposición a ceder es signo de que no se está actuando de buena fe; quien no está

abierto al diálogo político no procura encontrar la solución que resulte más

conveniente a la colectividad, sino la que mejor responda al interés particular.

Habrá, por supuesto, casos de excepción al principio anterior. Si un

ciudadano está sinceramente convencido de la bondad común de su causa, justo

será que no ceda en su posición. En los hechos, lo más probable es que se imponga

la propuesta de ley a la que se oponga, pero el mismo sistema de deliberación

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política permitirá que, si sus conciudadanos actúan también de buena fe, sean

persuadidos por él del error cometido al dictar la ley injusta, y pueda procederse así

a su modificación. Reconocemos, pues, que este proceso de formación democrática

del Derecho no garantiza la infalibilidad de las disposiciones adoptadas, pero

ciertamente conserva en su esencia el mecanismo propicio para corregir las

equivocaciones.

De todo lo anterior podemos concluir que la soberanía debe ser considerada

un concepto político fundamental, toda vez que por virtud de ella el orden jurídico

adquiere legitimidad, con la que tanto su existencia como la obediencia del mismo

por sus destinatarios encontrarán justificación moral. Toda esta argumentación se

sustenta en una afirmación contundente de la libertad inherente del hombre, e

implicará que éste participe del proceso de creación de normas jurídicas como

concreción de un parámetro general de conducta abstracto, en igualdad de

condiciones que sus semejantes. En este sentido la legitimación presupone un

ejercicio democrático, sea que este se manifieste de manera pública, razonada y

reconocida –como en el Estado constitucional democrático– o se presuma y

confirme tácitamente en la aceptación incondicionada de quienes están sujetos a

una forma distinta de gobierno. Dicho ejercicio democrático debe procurar el bien

de la colectividad, por medio de la participación de buena fe de los integrantes del

cuerpo político, que toman parte en la elaboración de su Derecho. Soberanía y

democracia son, pues, conceptos indisolubles.

Interludio iusnaturalista.

No ignoramos la posibilidad de que a algunos nuestra narrativa pudiera

parecerles más sentimental que racional, y no estarán en falta por ello. En definitiva,

el tono con que hemos hablado de soberanía popular es de iusnaturalismo

desinhibido, pero si hemos procedido de este modo es porque no existe una opción

alternativa consecuente.

La historia nos ha demostrado ya, que el caso de la soberanía desde una

perspectiva congruentemente iuspositivista está perdido: el positivismo jurídico

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termina por negar la soberanía, no sólo como aspiración deontológica, sino como

categoría. En el apartado histórico del presente trabajo, ya hemos hablado de cómo

nuestro concepto en estudio alcanzó su punto álgido de desarrollo con el

advenimiento del constitucionalismo liberal democrático, cristalización de la filosofía

ilustrada de iusnaturalismo racionalista. Esta narrativa había concluido con la

afirmación jurídico-política de los derechos naturales del hombre, a cuyo servicio se

generaba la estructura de un cuerpo gubernamental por doble vía autolimitado: en

lo político, mediante la división de poderes; y en lo jurídico, con el principio de Estado

de derecho.

La tinta gastada en la filosofía política a partir de este punto se centraría más,

en las consecuencias prácticas del nuevo paradigma político (separación de

poderes y Estado de Derecho) que en el afianzamiento de sus premisas

iusnaturalistas, dando lugar a lo que Hermann Heller ha dado en llamar “la historia

del estado despersonalizado”.166 El exceso de atención en los medios, ocasionó que

la teoría política perdiera de vista los fines: la exaltación del principio de legalidad y

la idea de suficiencia inherente al sistema jurídico, derivó en una teoría del Derecho

enfrascada en el formalismo jurídico. Se ignoraron entonces los orígenes

sociológico y ético de la soberanía, cuya noción carecería de sentido: “La evolución

del estado de derecho”, nos dice Heller, “condujo a una inevitable victoria del orden

jurídico y a la exclusión del poder de cualquier autoridad política originaria”.167

El tiro de gracia vendría de manos de la teoría pura del Derecho. En efecto,

con Kelsen la idea de Estado (hasta entonces manejada como abstracción, como

cuerpo político colectivo), se equipararía a la de sistema jurídico.168 El Derecho

quedó encerrado en sí mismo, sin que hubiera ya lugar para hablar de cuestiones

como voluntad popular o justificación moral del Derecho. De esta época data el

desprestigio que aún envuelve a la soberanía en la mente de sus estudiosos, sus

166Heller, Hermann. Op. cit., p. 85. 167 Ibídem, p. 89. 168 Abellán, Joaquín. Op. cit., p. 258.

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más acérrimas críticas y las propuestas por borrar este “dogma” del vocabulario de

la ciencia jurídica.169

Sin embargo, los tiempos de Kelsen ya no son los nuestros. Somos testigos

de un resurgimiento decidido del iusnaturalismo, particularmente a partir de la

Segunda Guerra Mundial. La humanidad parece dar muestras de conciencia sobre

la insuficiencia del Derecho para explicarse a sí mismo, y de la necesidad de recurrir

a disciplinas afines –de manera especial a la filosofía– en búsqueda de motivos y

justificaciones. Sólo así se entiende la expansión a pasos largos –pero no por ello

necesariamente firmes– de los derechos humanos.

En definitiva, y como hemos venido sosteniendo, la soberanía requiere suelo

iusnaturalista sobre el cual construirse, asistiéndose del material que la sociología,

la antropología y la ética pueden proveerle.

Consecuencias del ejercicio de la soberanía popular.

Hemos definido la soberanía como la capacidad de un pueblo, como grupo

de hombres que se reconocen entre sí como partes de una realidad que los

trasciende –una nación–, de dotarse a sí mismo de un orden jurídico común, que le

es propio en función de la identificación entre sujeto y norma, que sólo es posible

mediante la participación de sus integrantes –de buena fe y en procuración del bien

colectivo– en la formación de la ley, que podrá servir así como un reflejo del

parámetro general de conducta, que han logrado discernir para las situaciones

concretas que se presenten en la vida de la comunidad.

El concepto un tanto etéreo de nación adquiere sustancia en la estructura

organizativa que un pueblo utiliza para deliberar sobre la norma a la que sus

miembros estarán sujetos (función legislativa) y, posteriormente, por los

mecanismos que garantizarán la aplicación de la norma en el caso concreto

(funciones ejecutiva y judicial). Esta estructura, como ya hemos apuntado, puede

variar –y de hecho lo hace– atendiendo al entorno y las circunstancias históricas en

169 Heller, Hermann. Op. cit., pp. 90-107.

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que cada pueblo se desenvuelve. Así, por ejemplo, podemos decir que con

Westfalia, el Estado nacional adquirió preeminencia como modelo predilecto de

organización política, pero nada impide que se transite a nuevos modelos

estructurales, como de hecho pareciera suceder hoy en día.170 Sea como fuere, e

independientemente de la estructura política que un pueblo en ejercicio de su

soberanía se dote a sí mismo, identificamos ciertas consecuencias que se

desprenden de esta elección de método de organización política, a la que para estos

efectos nos referiremos simplemente como Estado.

1. Soberanía interior o libre autodeterminación de los pueblos

Una vez que un pueblo se reconoce como tal, y se dispone a la tarea de dotarse de

un cuerpo jurídico compuesto por normas jurídicas, para después elegir a los

agentes que habrán de ejecutarlas, se vuelve necesario que el acto de voluntad

colectiva –la ley– se imponga en los hechos a las voluntades particulares que

pudieran entrar en conflicto con ella.

Dicho de otro modo: en el espacio territorial que ocupa el pueblo devenido en

nación, ningún hombre ni grupo de hombres ha de sobreponerse a la ley. La idea

latente en este principio es aquella con la que Bodin dio vida a la soberanía: la

supremacía. En esta sumisión a una misma ley se perfecciona la unidad

idiosincrática del pueblo como tal; el nexo que une en plenitud a un pueblo es la

obediencia a un mismo orden jurídico, con el que sus integrantes se sienten

identificados en cuanto obra suya.

En la práctica, este ideal de supremacía se ha manifestado preminentemente

en la idea de supremacía constitucional. El hecho de que la mayor parte de las

constituciones de nuestro tiempo tengan el carácter de rígidas (denotando la

necesidad de un índice de aprobación más exigente que el de otras leyes para su

adopción o reforma), apunta al reconocimiento de que dicha ley se considera

fundamental, en razón a su acercamiento más próximo a la auténtica voluntad del

pueblo (como reflejo más fiel de la misma), que el que pudiera guardar una ley

170 Una excelente obra de referencia en la materia es la de Juan José Bremer, Op. cit.

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ordinaria, de proceso legislativo más simple. Por ello se encuentra justificado que

todo el resto de las leyes se encuentren en conformidad con la constitución de su

Estado, como una evidencia de conformidad con la expresión más auténtica de la

voluntad del pueblo, sin la que jamás podría considerarse la promulgación de una

ley como acto de ejercicio de soberanía.

El pueblo que actúe de buena fe en la búsqueda de soluciones justas a sus

problemas prácticos, no puede tener otro límite a su facultad de dotarse de normas

que su propia conciencia, sabedora de la existencia de un parámetro general de

conducta moral al que debe ajustarse, o si se prefiere llamarla de otro modo, la ley

natural. Cada nación será libre de determinar la medida de comportamiento que fija

como obligatoria para sus integrantes, y en esto consiste el principio de

autodeterminación de los pueblos: libertad para fijar tanto la estructura de gobierno

al que se verá sometido, y el contenido y alcance de las normas generales de

conducta que deba obedecer.

2. Soberanía exterior o independencia.

Las mismas bases sociológicas sobre las que hemos llevado nuestra narrativa ,nos

colocan frente a una realidad incontrovertible: la existencia de múltiples pueblos

esparcidos en la vastedad del territorio del orbe. Es patente en la historia, y en la

actividad cotidiana de nuestro tiempo, el encuentro de los pueblos.

Es en el encuentro de los pueblos donde se repite la mecánica formal de la

relación que hemos descrito para los individuos,171 pero ahora encontrando, en

lugar de personas en los dos polos de la relación, Estados soberanos. Como en una

relación de individuos, la relación entre Estados lleva una carga moral: ambos, no

son sino instrumentos, mediante los cuales sus ciudadanos procuran materializar

un parámetro general de conducta moral; existirá, por tanto, un deber ser en la

conducción de las relaciones entre los Estados.

171 Página 94 de este trabajo.

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Sostenemos que toda noción de independencia –o soberanía exterior– va

precedida, cuando menos en la mente de los integrantes de un pueblo, de una

noción de libre autodeterminación –o soberanía interior–. Una nación debe estar

consciente de que ha dado vida a un orden jurídico, y estar convencida de la bondad

de dicho orden como manifestación convenida de la voluntad a la que deben

sujetarse todos sus miembros, para poder demandar el respeto de su Derecho

interno por parte de otras naciones. Así pues, una vez satisfecho dicho requisito, se

está en posibilidad de celebrar y mantener el compromiso recíproco que implica la

idea de independencia: una nación reconoce a sus semejantes como pueblos en

búsqueda de un ideal –un parámetro general de conducta moral–, y en esta

búsqueda se hace sabedor de una igualdad ética entre Estados. El compromiso

recíproco consistirá entonces en respetar el ejercicio de la soberanía de las demás

naciones, en tanto el Estado no se vea afectado en el ejercicio de la propia

soberanía.

3. Soberanía territorial o principio de no intervención

Como corolario de los puntos anteriores, o quizá más bien como una de sus

concreciones prácticas, se deduce que un Estado está legitimado para demandar el

respeto de su integridad territorial, puesto que sólo una ley puede ser suprema en

un determinado territorio (soberanía interior), existiendo además una obligación de

los Estados para no entrometerse en los asuntos de sus semejantes. A este derecho

de imponer su ley sobre su territorio sobre cualquier pretensión exterior, se le

conoce como soberanía territorial.

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Capítulo V.- Soberanía y Democracia: los retos de nuestro tiempo.

Hemos sostenido una tesis según la cual soberanía y democracia son términos

íntimamente relacionados, al punto tal en que no es posible hablar de una sin la

otra. El tipo de relación indisoluble que une estos conceptos es uno de finalidad:

sólo mediante la democracia podrá ejercerse un poder político auténticamente

soberano. En otras palabras: la democracia es el medio predilecto para alcanzar la

soberanía.

Este alegato entra en conflicto con buena porción de la teoría política que

estudia el tema de la soberanía, muchos de cuyos argumentos han sido expuestos

en el apartado histórico del presente trabajo. Soberanía, en nuestro concepto,

implica mucho más que la simple supremacía en las relaciones de mando y

obediencia en una comunidad; esto es, conlleva una carga moral que solo puede

ser satisfecha mediante la legitimidad. Así, por ejemplo, no concebimos que un

tirano merezca el calificativo de soberano en sentido estricto, por más que su

autoridad por momentos pareciera incuestionada. Además, sostenemos que dicha

legitimidad se focaliza en un primer momento en el orden jurídico, y sólo después

en su agente aplicador, el gobierno, toda vez que no se explica una función

ejecutiva, sin una legislativa que le preceda. En atención a lo anterior, y puesto que

sólo con la aquiescencia del pueblo una norma jurídica podrá ser en sentido estricto

Derecho, no ha lugar a hablar de que una persona, un órgano de gobierno, o un

documento sea soberano; este atributo corresponde sólo al pueblo, o si se prefiere

a la nación. Ni Bodin ni Hobbes podrían comulgar con semejante postulado.

En estos términos, si como hemos sostenido la soberanía es una cuestión de

legitimidad, la democracia es el instrumento práctico por el que una comunidad

políticamente organizada, es capaz de dotar al orden jurídico al que se encuentra

sometido de dicha legitimidad. La democracia; sin embargo, no se agota en el

proceso de creación de las normas jurídicas, ni es practicable conforme al principio

de concurrencia directa de todos los miembros de la comunidad a la asamblea

deliberativa para la promulgación de dichas normas, como propusiera Rousseau.

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Llegaremos a estas cuestiones más adelante. Por ahora, es necesario centrar

nuestra atención en la función legitimadora de la democracia, como instrumento al

servicio de la nación para el ejercicio de la soberanía.

¿En qué sentido podemos decir que la democracia procura la legitimidad?

Para responder a esta pregunta debemos cuando menos arañar el significado de

ambas nociones. De la legitimidad nos hemos ocupado ya, al decir que la legitimidad

supone la identificación de una norma jurídica con su destinatario, quien la reconoce

como propia y jurídicamente vinculante en razón de la persuasión –producto de su

involucramiento en su producción–, más que en la mera amenaza coactiva.

Al respecto, vale la pena realizar una puntualización: suele distinguirse entre

dos tipos de legitimación, la legitimación de origen (que se refiere a la forma de

constituir una autoridad política concreta) de la legitimación de ejercicio (referida al

fin al que se orienta el ejercicio de la autoridad política).172 Es nuestra opinión que

en nuestra noción de legitimidad quedan abarcadas ambas categorías. Si, como

hemos descrito, para la autenticidad de la norma se requiere que en su formulación

los ciudadanos involucrados, hayan procurado el bien común por encima de sus

intereses particulares o de grupo –principio de buena fe–, nuestra idea de

legitimación de origen como mecanismo de constitución del Derecho por medio de

la participación de la comunidad, lleva implícita la idea de la legitimación de ejercicio

como fin al que está orientado dicho mecanismo.

La verdadera dificultad frente a nosotros es, entonces, definir la democracia.

Como una primera aproximación, por democracia entendemos una forma básica de

organización del poder, que permite al pueblo consultar consigo mismo sobre la

voluntad que ha de prevalecer como criterio de conducta para el caso particular;

esto es, una estructura que permite la deliberación dialéctica de los miembros de la

comunidad, para discernir la normatividad práctica y específica con la que puedan

materializar sus justas aspiraciones: la vida bajo un parámetro general de conducta

moral.

172 Preciado, Rafael, Democracia, México, Fundación Rafael Preciado Hernández, A.C., 2008, p. 34.

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Este ideal; sin embargo, se ve atemperado por las propias condiciones

materiales a la que toda comunidad política se halla sujeta. Hace mucho tiempo que

la democracia directa dejó de ser una alternativa viable para el ejercicio político; el

gran número de habitantes que componen una nación, así como el vasto territorio

sobre el que comúnmente se encuentra esparcido, vuelven materialmente

impráctica la convocatoria, discusión y aprobación directa de cualquier disposición

normativa. En tales condiciones, la representación se ha vuelto requisito sine qua

non para la práctica de la democracia.

No se pretende con este trabajo delinear lineamiento alguno, en relación al

ejercicio efectivo de la democracia. En atención a nuestra postura según la cual, la

estructura precisa de gobierno que una nación se dote a sí misma podrá ser tan

creativa como lo sean sus ciudadanos, será que en algunos Estados convenga o no

la adopción de instituciones democráticas como el referéndum, la iniciativa popular,

el plebiscito, la revocación del mandato, los métodos de sufragio universal o directo,

entre otros. No necesariamente debemos encontrar todos estos mecanismos de

control popular para encontrarnos frente a una democracia.

Así las cosas, el momento predilecto en el que un pueblo se manifiesta como

entidad política decisoria es en la elección de sus representantes, aunque, por

supuesto, la democracia no se agota en dichas elecciones. Complementos

indispensables a la institución de la representatividad son tanto su temporalidad

limitada –para confirmar que los intereses del pueblo sigan viéndose reflejados en

los de sus representantes–, como la existencia de ciertas libertades

complementarias, que al margen de los órganos del Estado garanticen una

verdadera correlación entre sociedad y gobierno, con la primera a la cabeza. Entre

dichas libertades, que sirven de soporte a los derechos políticos, encontramos la

libertad de opinión, de expresión, de imprenta y de enseñanza.

De confluir todos estos elementos, estaremos en condiciones de afirmar que

en una determinada sociedad, la soberanía popular es ejercida de manera efectiva

y auténtica. En este hecho radica el valor intrínseco de la democracia como forma

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de organización política; es por este valor que el hombre, al percatarse de las

bondades de la democracia, se siente naturalmente inclinado a la misma.

La democracia es entonces digna de defensa, en la medida en que es digna

de defensa la soberanía popular. Sin perjuicio de lo anterior, en nuestros tiempos

ambas ideas –soberanía y democracia– se encuentran en entredicho. En el tintero

de la teoría y la práctica política, los postulados básicos de ambas nociones se ven

amenazados por nuevas circunstancias históricas y premisas filosóficas.

Resulta paradójico que en un tiempo en que se exaltan las ideas de gobierno

democrático y de libre autodeterminación de los pueblos, las mismas parecieran

verse minadas en sus fundamentos en un doble sentido: por una parte, hacia el

interior de los Estados atestiguamos cómo los órganos políticos que pregonan la

democracia –y que deberían vivificarla– traicionan sus principios, cayendo en un

juego de simulación; mientras que por lo que toca a la política exterior, vemos en la

globalización elementos que pudieran cuestionar gravemente la propia capacidad

de un pueblo de decidir libremente sobre su destino. Ambos desafíos confluyen

como una sola fuerza de choque contra el baluarte elemental de toda forma de

organización política: su efectividad. Sin una práctica auténtica de la democracia ad

intra, y un entendimiento de los nuevos alcances que trae aparejada la interacción

con otros cuerpos políticos en un entorno globalizado, con facilidad puede abrirse

paso un sentimiento de desencanto para con la democracia. De llegar a sus

extremos, una desilusión tal podría llevar a los pueblos a claudicar en su intento de

gobernarse por vías democráticas, con lo que toda esperanza de un ideal de

soberanía popular se vería comprometida.

¿Democracia o simulación?

Conviene que hablemos primero de las dificultades que enfrenta la democracia –y

con ella la idea de soberanía popular– al interior de los Estados modernos. Ya

hemos dicho que la representación se ha vuelto condición para la práctica

democrática en respuesta a las grandes dimensiones poblacionales y territoriales,

que caracterizan a las sociedades de nuestro tiempo. En efecto, cuando la realidad

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impone la imposibilidad práctica del ejercicio democrático de forma directa e

ininterrumpida, resulta necesario que el pueblo delegue el ejercicio de su facultad

de autogobierno –su soberanía– a un grupo de representantes que haga sus veces

en el desarrollo del proceso de deliberación política.

También hemos descrito la esencia de la soberanía, en cuanto una facultad

de un pueblo de dotarse libremente de un orden jurídico –y en un sentido más

técnico, de dotarse de leyes–; en esta idealización de la soberanía la función

legislativa ocupa un lugar preminente en la organización política de la comunidad.

En un Estado auténticamente democrático, pues, la función administrativa ha de

seguir a la función legislativa, siendo esta última la que dispone los parámetros

legítimos de actuación de los cuerpos ejecutivos del Estado. En este tenor,

afirmamos que es en el debate legislativo donde puede encontrarse el ejercicio de

la soberanía en su estado más puro. El parlamentarismo bien podría quedar definido

como el arte de dilucidar la voluntad popular.

De los puntos anteriores se desprende, que los representantes populares que

integran las asambleas legislativas detentan un lugar protagónico en el ejercicio de

la soberanía, y que es en las Cámaras y en los Parlamentos donde debería

encontrarse la médula de todo gobierno democrático. No pretendemos demeritar el

papel que ocupan –o deberían ocupar– las funciones ejecutiva y judicial en un

Estado democrático liberal. De la función judicial trataremos ampliamente en un

apartado subsiguiente; mas por lo que toca a la función ejecutiva, basta decir que

sostenemos que la misma se ha visto sujeta al escrutinio democrático (en la elección

de quienes la dirigen); principalmente por su papel de interventor en el proceso

legislativo según el modelo ampliamente difundido de división de poderes en

occidente, por lo cual el jefe de gobierno tiene facultades de presentación de

iniciativas de ley y de veto. En un sistema parlamentario la función ejecutiva se ve

inclusive más inmersa en el proceso legislativo, puesto que sus integrantes dimanan

de los propios órganos legislativos.

Claro está, el escenario del ejercicio efectivo de soberanía que hemos

dibujado descansa sobre un ideal presupuesto: la auténtica representación del

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pueblo en su parlamento. Creemos entonces que ciertas condiciones deben verse

satisfechas para que las leyes que emanen de las asambleas legislativas puedan

ser tomadas por voluntad del pueblo. En primer lugar, la integración parlamentaria

debe procurar ser reflejo fiel de la composición poblacional; esto es, debe existir

correspondencia proporcional entre el grueso de los grupos que en forma

heterogénea conforman una comunidad y sus representantes en el parlamento, de

forma tal que todas las opiniones tengan una voz que las replique en asamblea: el

parlamento serviría así como caja de resonancia del pueblo, un “pueblo a escala

reducida”.173 Es, ciertamente, bastante retador lograr una integración parlamentaria

semejante.

El problema que se presenta no es nada novedoso a la teoría política; así,

por ejemplo, John Stuart Mill ya advertía en sus Consideraciones sobre el gobierno

representativo, publicadas hacia 1861, que uno de los mayores peligros de la

democracia reside en “el peligro de una legislación de clase; de un gobierno dirigido

(independientemente de que lo consiga o no) a lograr el beneficio inmediato de la

clase dominante, para detrimento duradero del resto”,174 debiéndose intentar por

todos los medios fijar leyes por las que “cada opinión que existe entre el electorado

sea adecuadamente oída”.175

La solución al problema que nos ocupa, implicará el aglutinamiento de los

distintos sectores que integran una comunidad –sean étnicos, religiosos,

profesionales, o de cualquier otro tipo–, de sus sociedades intermedias, y de los

ciudadanos individualmente considerados que compartan una postura sobre el

parámetro general de conducta moral al que debe ajustarse la sociedad, en grupos

que concentren y consoliden su parecer en común, de forma tal que puedan

designar a aquellos representantes que puedan reproducir con la mayor fidelidad

posible sus opiniones en la deliberación parlamentaria. Entre más extensa sea la

población de una comunidad, y entre más plurales resulten las opiniones de sus

173 Cruz Prados, Alfredo. Ethos y Polis. Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra, 2006, p. 426. 174 Mill, John Stuart. Consideraciones sobre el gobierno representativo, trad. de Carlos Mellizo. Madrid: Alianza Editorial, 2001, p. 149. 175 Ibídem, p. 155.

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miembros, crecerá la necesidad de la formación de asociaciones (sean

permanentes o transitorias), para la consolidación de una agenda política

practicable en el Estado. Sólo de este modo podrá afirmarse la identificación entre

representantes y representados, y podrá legítimamente considerarse al parlamento

como reproducción cifrada del pueblo.

En las democracias modernas, se ha encontrado en los partidos políticos una

solución al desafío que ahora planteamos. Los partidos políticos funcionan, de inicio,

como plataformas de opiniones políticas compartidas por grupos de ciudadanos;

permiten el refinamiento de las posturas de sus miembros a partir de la creación de

un programa de acción común, y procuran la identificación entre los representantes

del sector público que aglutinan mediante la presentación de plataformas de

candidatos a los puestos de elección popular.

A pesar de lo anterior, un ejercicio democrático que procure dar luz a una

voluntad verdaderamente popular necesariamente implicará que los

representantes, una vez electos, queden en cierta forma desvinculados tanto del

sector de la población que los ha elegido, como del partido político por el que hayan

contendido, de manera tal que un miembro de una asamblea legislativa actúe como

representante de la totalidad del pueblo, y no únicamente de alguna de sus partes.

Uno no concurre al debate parlamentario en la búsqueda del bienestar de una parte

de la comunidad, sino de su totalidad: “[u]n representante político es

verdaderamente tal” –nos dice Alfredo Cruz Prados– “en tanto representa sólo al

pueblo entero: en la medida en que colabora, con los demás representantes, en la

tarea de actuar como pueblo, de dar presencia activa al pueblo”.176

En este sentido, el programa político que un representante haya ostentado

durante campaña debe servirle tan sólo como su punto de partida, u opinión inicial,

en el debate parlamentario. Hemos dicho anteriormente al tratar sobre el concepto

puro de soberanía, que resulta indispensable que en el proceso deliberativo de

creación de la ley las partes concurrentes procuren el bien de la comunidad y no el

176 Cruz Prados, Alfredo. Op. cit., p. 428.

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que pudieran tener de forma particular, en lo que pudiera llamarse la actuación de

buena fe del parlamentarismo. Todo representante debe tener la disposición de

ceder en las posiciones que haya propugnado en campaña, y que le hayan permitido

obtener un puesto de representación, en la medida en que encuentre racionalidad

y puntos de acuerdo en las proposiciones de los demás representantes, aún de

aquellos cuyas posturas pudieran haberle parecido –de inicio– antagónicas. Dicho

de otro modo: en el debate parlamentario todos deben encontrarse dispuestos a

ceder (que no en todos los casos es lo mismo que negociar) para alcanzar las

coincidencias y mayorías que diluciden la solución que mejor se alinee con la

voluntad popular, sin vinculación forzosa de los parlamentarios para con su partido

o sus electores. Quizá podamos reinterpretar en estos términos la fórmula aritmética

que proponía Rousseau para la identificación de la volunté generale.

Todo lo que hasta aquí hemos dicho constituye un escenario parlamentario

ideal, del cual, desafortunadamente, la evidencia de la práctica cotidiana se aparta

impúdicamente. ¿En cuántas ocasiones no hemos visto una integración por entero

disímbola entre asamblea legislativa y pueblo supuestamente representado? Y

cuando parece que dicha integración resulta proporcionalmente conforme, de modo

que el parlamento sí se asemeja al pueblo, a escala en miniatura ¿cuántas veces

no hemos percibido que algunos representantes cargan con los intereses propios o

de grupo, pero jamás con los colectivos? En más de un sentido, es justo decir que

la función legislativa en las democracias modernas cada día se asemeja más a un

mercado; no por la falta de formas –que en muchos Estados se siguen conservando

celosamente– sino por la carencia de un auténtico ejercicio de deliberación

legislativa.

Con mucha razón el profesor Cruz Prados habla de una crisis del

parlamentarismo: “el parlamento parece adoptar los rasgos del mercado, cuando se

convierte en un ámbito para la libre concurrencia de intereses y opiniones

particulares, cuyo resultado final es confiado por completo a procesos

cuantitativos”.177 El parlamento, por momentos, parece haber perdido su vocación

177 Ibídem, p. 430.

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democrática; el diálogo da paso a una cruda exposición continuada de posturas y

opiniones en tribuna que nadie tiene disposición para alterar en un ápice, aun

reconociendo mayor bondad en la opinión contraria, y que, por lo mismo, nadie se

molesta en escuchar.

En el fondo, esta ausencia de debate parlamentario es síntoma de una

realidad más profunda: el centro de decisión política efectivo pareciera haberse

mudado: no se encuentra más en el parlamento, sino en las cúpulas de los partidos

políticos. Vemos así que en las democracias modernas los dirigentes de los partidos

políticos suelen ser detentadores de poderes que rebasan a los del propio

parlamento, toda vez que –en ocasiones– los legisladores adscritos a su partido no

tienen libertad de discusión y de propuesta ante parlamento por “recibir línea” de

sus dirigentes. Individuos sin responsabilidad política directa se vuelven los

directores de la agenda política nacional, y la discusión de los asuntos públicos sale

del parlamento para ser encerrada en los cuarteles centrales del partido.

Sin un diálogo sincero en las cámaras legislativas difícilmente podrá hablarse

de una democracia auténtica. En un panorama semejante, las votaciones

parlamentarias se vuelven solamente un acto de mero trámite en la imposición de

la voluntad del más fuerte –numéricamente hablando– como norma general,

pudiendo con ello generarse el gobierno de clase que nos describe Mill: la minoría

podrá ocupar asientos en el parlamento, sí, pero ello no significará que tenga una

voz en el proceso de deliberación legislativa; se verá entonces silenciada por otros

medios, más difíciles de advertir que su ausencia en la integración de la cámara:

Por esto, cuando las decisiones políticas son elaboradas fuera del parlamento,

en el seno del partido o coalición dominante, y cuando el posterior trámite

parlamentario es sólo el cumplimiento material de un requisito legal, la decisión

surgida del parlamento no es otra cosa que una voluntad privada –configurada

privadamente– que mediante el trámite parlamentario es revestida de la

apariencia de voluntad popular.178

178 Ibídem, p. 432.

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A este resultado se le ha bautizado con el vistoso nombre de partidocracia:

el gobierno de los partidos políticos. En ella, el sufragio adquiere calidad de moneda

en un nuevo sistema económico, cuyo espacio de intercambio preferido es el recinto

legislativo: en este sentido sí que cabe hablar de una mercantilización del

parlamento. 179 Debe tenerse mucho cuidado con este fenómeno, pues en el

momento en que un pueblo tome conciencia de que su democracia es tan sólo

simulada, toda posibilidad de identificación entre las normas emanadas de alguno

de estos parlamentos quedará nulificada. La voluntad popular no surge del teatro

político. Ojalá y no encontremos tras la bruma la desnuda voluntad del más fuerte,

puesto que, si como hemos sostenido, fuerza no hace Derecho, la soberanía no

tiene aquí más lugar que un rincón en el anecdotario de la teoría política.

Activismo judicial.

Es nuestra opinión, que en los Estados en los que se presenta la ausencia

de un auténtico parlamentarismo en los términos que hemos señalado se genera un

vacío de poder. Sin perjuicio de lo anterior, son pocas las veces en que propiamente

existe un vacío de poder, pues por lo común, el poder político que un agente deja

de ejercer es inmediatamente reclamado y ocupado por otro. En este tenor,

sostenemos que la crisis de legitimidad en el parlamento, ha contribuido al

fortalecimiento de algunos de los órganos políticos que completan la estructura de

un Estado constitucional democrático, especialmente de los cuerpos que integran

la función judicial.

No en vano es posible afirmar que el papel del poder judicial en el Estado

moderno es uno de los grandes temas de la filosofía jurídica contemporánea,

discusión que suele girar en torno a los alcances del control de constitucionalidad y,

a su vez, en la permisividad del fenómeno conocido como activismo judicial. El telón

de fondo para ambas cuestiones –que como veremos si son mal entendidas pueden

tomarse como equivalentes– es el alegado poder legislativo de facto que los

179 Ibídem, p. 430.

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órganos judiciales parecen haber acaparado. Se trata, sin lugar a dudas, de un tema

que merece nuestra atención.

Así como hemos identificado en el apartado anterior una amenaza para la

soberanía popular en la monopolización del diálogo parlamentario por parte de

estructuras partidistas, no menos grave sería la concentración de las funciones

legislativas y judiciales en un mismo cuerpo político, que devendría así en juez y

parte de toda contienda y máxima autoridad ad intra en el Estado.

Los argumentos más prolíficos de esta discusión han nacido en la arena

política estadounidense. En las discusiones preliminares de lo que acabaría siendo

la primera constitución nacional, en consagrar el principio de separación de poderes

ya se atendía al papel de la rama judicial de gobierno. Al respecto, la opinión política

dominante bien podría asimilarse a la descrita por Hamilton en el Federalista,

número 78, según la cual el poder judicial era “sin comparación, el más débil de los

tres departamentos del poder”.180 Con el tiempo quedó demostrado que el poder

judicial no se vería tan indefenso como Hamilton pensaba, particularmente a partir

de la invención del control de constitucionalidad en el célebre caso Marbury v.

Madison de 1803, por el cual la Corte Suprema estadounidense, se arrogó la

facultad de invalidar en el caso concreto una prescripción jurídica opuesta a la

constitución, facultad que se concedió también al grueso de los órganos de la

judicatura, en lo que se conoce como sistema de control difuso de

constitucionalidad.181

Tradicionalmente se le opone al sistema de control difuso de

constitucionalidad el sistema “concentrado” de filiación austriaca, inaugurado con la

Constitución de ese país de 1920.182 En uno y otro caso, la esencia del control de

constitucionalidad consiste en la facultad de uno o varios órganos judiciales de

180 Hamilton, Alexander, et. al. El Federalista, trad. de Gustavo Velasco, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, P. 331. 181 Sagües, Néstor. Op. cit., p. 445. 182 Ibídem, 447.

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invalidar actos de autoridad (particularmente normas generales),183 que no guarden

correspondencia a la norma fundamental del Estado: la Constitución.

Por lo jurídico, esta práctica se encuentra plenamente justificada en tanto

brinda seguridad jurídica en casos en que dos leyes o más, aparentemente

contradictorias, versen sobre un mismo hecho; mientras que por lo filosófico,

garantizan la prevalencia de la voluntad popular, que debiera estar representada de

forma más fiel en Constitución que en la ley ordinaria. La propia rigidez que

caracteriza a la mayoría de las Constituciones modernas –como hemos dicho–, es

prueba del entendimiento original de esta última realidad, sirviendo también como

medio para asegurar la estabilidad de un orden jurídico dado. En este sentido, el

control de constitucionalidad, bien ejercido, resulta un instrumento en defensa de la

soberanía popular y no una amenaza a la misma.

La cuestión comienza a complicarse cuando analizamos el control de

constitucionalidad a la luz del principio de separación de poderes. En este punto

vale seguir a Hans Kelsen, quien opina:

Cierto que la anulación de un acto legislativo por un órgano distinto al órgano

legislativo constituye una invasión al dominio del legislativo (…) anular una ley

equivale a establecer una norma general, puesto que la anulación de una ley tiene

el mismo carácter de generalidad que su confección. No siendo, por así decirlo,

más que una confección con signo negativo, la anulación de una ley es, entonces,

una función legislativa y el tribunal que tiene el poder de anular las leyes es, por

consiguiente, un órgano del Poder Legislativo.184

Hasta aquí nos adherimos al juicio del profesor de Viena, quedando

pendiente confirmar si dicha intromisión del poder judicial en la función legislativa

se encuentra o no justificada. Coincidimos con Kelsen, cuando dice que para

resolver este problema, debemos recordar que la separación de poderes no se

183 Así en Kelsen, Hans. La garantía jurisdiccional de la Constitución (La justicia constitucional), trad. de Rolando Tamayo, México,Universidad Nacional Autónoma de México, 2001, p. 59: “Las leyes atacadas de inconstitucionalidad son las que forman el principal objeto de la jurisdicción constitucional”. 184 Ibídem, pp. 53-54.

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concibió como un orden de incomunicación e independencia absoluta entre tres

esferas de competencia material asignadas a los distintos cuerpos que integran el

Estado185; por el contrario, la idea de separación de poderes ciertamente alude a un

reparto del poder, mas no para su aislamiento recíproco, sino para impedir una

concentración excesiva de poder en un solo cuerpo político. Resulta razonable,

pues, que cada poder tenga injerencia en la labor de sus pares en la medida en que

se garantice un balance en el ejercicio de poder. Así, por ejemplo, pueden

justificarse de antemano tanto la intromisión del ejecutivo en el proceso legislativo

a través de la iniciativa de ley y el veto, como la labor controladora de

constitucionalidad del judicial.

Existe, además, otra razón de peso que sostiene la justificación filosófica del

control de constitucionalidad como salvaguarda de la soberanía popular. Debemos

distinguir entre la confección y la simple anulación de las leyes: en el primer caso

se presenta una libertad de creación de normas jurídicas, en la que el legislador

puede decidir entre una amplia gama de posibilidades –tan amplia como sea el

debate parlamentario–, para dar respuesta a la problemática social que se pretenda

regular; esta libertad de creación normativa no se le otorga al órgano u órganos de

control de constitucionalidad, que tan sólo pueden invalidar la norma por su falta de

correspondencia hacia una norma superior, sin estar en posibilidad de fijar una

nueva norma.186 El control de constitucionalidad debe servir entonces como método

de legislación negativa, pero nunca positiva.

Sobre todo, no debe perderse de vista que el fin del control de

constitucionalidad es la prevalencia de una norma jurídica fundamental, resultando

un medio en defensa de la voluntad de un legislador –el constituyente– sobre la de

otro –el ordinario–, asumiendo que la primera voluntad tiene más autoridad que la

segunda, por ser una representación más fidedigna del designio soberano popular.

En un control de constitucionalidad estricto el juzgador va en auxilio del legislador

constituyente.

185 Ibídem, p. 55. 186 Ibídem, p. 56.

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A pesar de lo anterior, creemos que el control de constitucionalidad sí que

puede socavar el principio de soberanía popular, cuando entra en conjunción con lo

que es conocido como activismo judicial.

El término es en sí mismo bastante sugestivo, evocando una actitud

específica o un modo de proceder del poder judicial; sin embargo, llega a sorprender

la multiplicidad de significados que se le adjudican, probablemente porque aún

puede considerarse novedoso (su primer uso registrado data de 1947 en Estados

Unidos). 187 Equívoco como es, el término suele usarse para designar cuatro

prácticas distintas en que incurren los tribunales del common law –después de todo,

la noción de activismo judicial nació en el seno de esta tradición jurídica, donde goza

de buena difusión–, siendo estas: (1) el ejercicio del control de constitucionalidad;

(2) hacer caso omiso de los precedentes aplicables a un caso, violando el principio

de stare decisis; (3) legislar positivamente; y (4) apartarse de un criterio uniforme de

interpretación jurídica.188

Como vemos, la doctrina jurídica anglosajona no se ha decantado por un

significado específico para el activismo judicial. Por nuestra parte, nos referiremos

al mismo según la tercera de sus acepciones: como actividad de legislación positiva

que pudieran realizar los órganos judiciales. Cierto es que casi cualquier tribunal

podría incurrir en activismo judicial; sin embargo, nos enfocaremos en sus efectos

en los tribunales que ejercen control de constitucionalidad, donde el activismo

judicial podría resultar especialmente peligroso.

El concepto de activismo judicial en el marco del control de constitucionalidad

hace alusión a la posibilidad de que el tribunal de control no se conforme con la

declaración de invalidez de una norma general, que no guarde relación con la ley

fundamental, sino que cambie el sentido y alcance –la redacción, vamos– de la ley

invalidada de forma tal en que presumiblemente pudiera compaginar con la

Constitución. Al hacerlo, el tribunal de constitucionalidad se estaría atribuyendo la

187 D. Kmiec, Keenan. The Origin and Current Meanings of Judicial Activism, California Law Review, volumen 95, 2004, p. 1446. 188 Ibídem, pp. 1463-1476.

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libertad de creación de normas jurídicas que en el modelo original de control de

constitucionalidad sólo corresponde al poder legislativo, según hemos visto. Este

hecho indudablemente representa un desconocimiento del principio de división de

poderes, en la medida en que dos facultades –la legislativa y la judicial– quedan en

manos de un mismo cuerpo del Estado.

Sin embargo, la cuestión de la separación de poderes no es más que la

puerta de entrada a un cúmulo de objeciones que pueden plantearse al activismo

judicial a escala constitucional. La palabra activismo hace en sí misma referencia a

una postura según la cual el juzgador procura la consecución de un programa

político propio –no necesariamente egoísta, sino simplemente acorde a su visión

particular del bien común– a través de sus resoluciones, cuyos efectos pueden

extenderse al grueso de la población del Estado, por virtud del control de

constitucionalidad.

Asumiendo que, tal y como en la mayor parte de los Estados constitucionales

modernos, el pueblo no tiene injerencia directa en el nombramiento de los jueces

de control de constitucionalidad, quienes suelen ostentar sus cargos de forma

vitalicia o por periodos más extensos que los de cualquier otro poder estatal, y sin

estar sujetos –salvo contadas excepciones– a controles de responsabilidad política,

el activismo judicial es difícil de conciliar con una idea de gobierno democrático que

sostenga la causa de la soberanía popular.

Quizá resulte conveniente a efecto de dar luz sobre nuestro tema, estudiar y

contrastar la postura de un filósofo del Derecho, que ha defendido célebremente la

validez del activismo judicial. En su libro intitulado Los derechos en serio, Ronald

Dworkin realiza un alegato en favor del activismo judicial, al analizar las ideas de

quienes afirman que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha “usurpado”

poderes que, en estricto Derecho, pertenecen a otras instituciones, en particular a

las legislaturas estatales en la unión americana.

En primer lugar, debemos advertir que Dworkin parte de algunas

presunciones que no compartimos. Por un lado, presupone que toda posición que

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no concuerde con el activismo judicial es en sí conservadora y prejuiciosa, opinión

de la que no participamos, toda vez que ello implicaría que las decisiones de una

corte de constitucionalidad son marcadamente desfavorables a los intereses de los

sectores conservadores de una comunidad, contra lo cual se han presentado y se

seguirán presentando infinidad de casos. Concedemos, sin embargo, que en

Estados Unidos el discurso en contra del activismo judicial y a favor de una

interpretación “estricta” de la Constitución ha sido históricamente abanderado por el

partido Republicano, de corte conservador, pero este hecho no puede volverse

extensivo a otras épocas y jurisdicciones. Por otra parte, y como consecuencia de

la presunción anterior, Dworkin pareciera calificar una postura contraria al activismo

judicial no como una filosofía jurídica coherente, sino sencillamente como una “serie

de frases atractivas de retórica conservadora”.189

Hechas las puntualizaciones que preceden, pasamos a decir que Dworkin

acierta al decir que el corazón del problema que nos ocupa recae en una teoría de

la restricción judicial, basada en la predilección de los cuerpos legislativos para la

decisión de problemas controvertibles de moralidad política, 190 problema que

nuestro autor de referencia plantea a modo de pregunta:

¿Quién debe decidir estos problemas discutibles de la teoría moral y política?

¿Ha de ser una mayoría en un tribunal de Washington, constituido por miembros

vitalicios y que no son políticamente responsables ante el público cuya vida se

verá afectada por la decisión? ¿O deben ser los legisladores estatales o

nacionales, que ocupan cargos electivos y son responsables ante los

electores?191

De inicio, Dworkin pareciera conceder que un sistema democrático debería

optarse a toda lógica por la segunda opción; sin embargo, aclara: “el argumento

democrático es más débil de lo que parece”.192 ¿Será? Nuestro autor niega la razón

al argumento democrático, puesto que –a su parecer– sólo puede sostenerse sobre

189 Dworkin, Ronald. Los derechos en serio, trad. de Marta Guastavino, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993, p. 211. 190 Ídem. 191 Ibídem, p. 222. 192 Ídem.

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dos razonamientos: ya sea en el hecho de que sea probable que instituciones

democráticas tomen decisiones más sanas que los tribunales, respecto de los

problemas fundamentales que suscitan los casos constitucionales, o bien, que

resulte más equitativo que sea una institución democrática y no un tribunal la que

decida tales problemas.

Coincidimos con Dworkin: ninguna de las dos opciones de discurso

argumentativo puede resultar satisfactoria, por no decir siquiera comprobable. No

por ello podemos evitar pensar que Dworkin pasa por alto una tercera vía de

argumentación, de la que hemos tratado recurrentemente en el presente trabajo: la

exigencia de deferencia judicial frente a las instituciones democráticas no se

sostiene en razón de un argumento de “salubridad” ni de “equidad” en las

decisiones, sino en un argumento de legitimidad. Si han de tener preminencia las

decisiones de una asamblea legislativa, cuyos miembros han sido debidamente

designados por medio del sufragio, es precisamente por la posibilidad de

identificación entre una norma emanada de dicha asamblea y los sujetos a quienes

la misma se destina. La bondad de la democracia es precisamente la capacidad de

dotar de legitimidad a un orden jurídico, de darle justificación moral al Derecho, y

hacer que la ley descanse en algo más que en sólo la fuerza coercitiva.

No negamos la posibilidad de que una decisión que pudiera tomar una corte

constitucional en un tema de moralidad pública pudiera resultar más justa, eficiente

o útil que la que propusiera la norma creada por una cámara legislativa, pero tal

decisión seguiría siendo un mero acto de imposición autoritaria, aun cuando pudiera

coincidir con la opinión pública mayoritaria al momento en que ocurriera el fallo. Si

el pueblo tiene abierta la vía para la reforma legislativa en el parlamento, ¿para qué

tratarlo como a un interdicto incapaz de tomar sus propias decisiones?193

193 Un caso interesante, ligado a esta última interrogante, es aquel en el que la reforma legislativa, y particularmente la constitucional, está vetada del ejercicio político. No nos referimos a aquellos casos de imposibilidad de reforma constitucional derivado de la presencia de las llamadas “cláusulas pétreas”, sino a aquellos en los que la rigidez del texto constitucional es tal, que su reforma se vuelve impracticable. Así, por ejemplo, la fórmula de enmienda de la constitución canadiense de 1982 es tan compleja, que a la fecha ninguna propuesta de reforma constitucional ha tenido éxito. En estas condiciones, y con el fin de evitar una parálisis normativa, los tribunales canadienses han optado por

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No obstante, vemos que las reflexiones que aquí hemos expuesto sobre el

activismo judicial esconden una polémica más profunda propia de la teoría

constitucional: los límites de la labor interpretativa de los jueces. En efecto, un

análisis minucioso de esta cuestión puede mostrarnos que los límites entre la

interpretación de la constitución y su reforma no resultan tan evidentes.

Se trata, en definitiva, de un problema que admite más de una lectura, según

la tradición jurídica desde la que pretendamos analizarlo (e.g., no puede equipararse

la función social asignada al juez en el common law y en la tradición romano-

canónica); sin embargo, sí que es posible encontrar puntos de encuentro, derivados

de la persistencia del debate sobre los alcances de la interpretación judicial más allá

de las tradiciones jurídicas. Por decirlo de otro modo, tenemos que la pugna entre

la interpretación originalista y dinámica de la constitución no es exclusiva del

common law, aunque sea en dicha tradición donde más haya sido estudiada.

Puntualizado lo anterior, debemos partir de la inevitabilidad de la

interpretación constitucional, pues como señala Roberto Gargarella, “aún los

artículos más claros de la Constitución se tornan relativamente imprecisos frente a

casos concretos, y exigen de un complejo proceso interpretativo”;194 sin embargo,

el propio concepto de “interpretación jurídica” es objeto de disputa, pues mientras

tradicionalmente ha sido entendida como una tarea de descubrimiento del sentido

de una norma, una concepción más novedosa la entiende como la labor de

asignación o “creación” de significado para una norma.195

A juicio de quien escribe, en la clarificación de la discusión esbozada en el

párrafo anterior se encuentra la clave para comprender los límites de la labor

interpretativa de los jueces. La interpretación jurídica, stricto sensu, no puede

consistir en la asignación de significado para una norma, a no ser que la misma

careciera por completo de significado, lo que es, de inicio, una imposibilidad

llevar a cabo, por vía de interpretación dinámica, numerosas reformas constitucionales. Cfr. Taillon, Patrick, La Constitución no escrita y el poder “creador” de los tribunales en Canadá, en El valor de la jurisprudencia como fuente creadora de derecho, Madrid, Dykinson, 2013, pp. 101-105. 194 Gargarella, Roberto, La justicia frente al gobierno, Quito, Centro de Estudios y Difusión del Dereco Constitucional de la Corte Constitucional del Ecuador, 2012, p. 75. 195 Sagües, Néstor, Op. cit., p.147.

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ontológica. Una norma jurídica, per se, algo comunica, ya sea una orden de

conducta, un procedimiento o, cuando menos, una definición. La interpretación

jurídica, vista de este modo, es una cuestión de comunicación: cierto es que el

receptor del mensaje contenido en la norma puede atribuirle un significado distinto

a aquel que pretendió darle su emisor, pero estrictamente ello únicamente indicaría

que el receptor ha interpretado incorrectamente la norma; esto es, no ha descubierto

el sentido que le fue dado por su emisor.

Únicamente mediante esta definición estricta de interpretación jurídica es que

se puede dar operatividad al Derecho. Si el sentido que le asignara cada receptor196

a la norma tuviera el mismo valor, la propia existencia de la norma no tendría

sentido, puesto que podría argumentarse que cualquier conducta es susceptible de

ajustarse a la misma, mientras dicha conducta fuese compatible con el significado

asignado individualmente a la norma por su receptor.

En línea con lo anterior, es posible afirmar que la interpretación

constitucional, stricto sensu, se asemeja más a las propuestas de interpretación

originalistas que a las dinámicas, puesto que en aquellas se procura descubrir y

ajustarse al sentido otorgado a la norma por sus autores.

No por ello debemos hacer caso omiso de las críticas que se han formulado

en contra de una interpretación originalista de la constitución, en relación a las

dificultades prácticas de su realización, como aquellas que plantea Dworkin, y

recoge Gargarella, a manera de preguntas:

“¿Las intenciones de qué individuos debemos tomar en cuenta para evaluar tales

«intenciones originarias»? ¿Acaso se trata de las intenciones de cada uno de los

constituyentes que participaron en debates como los mencionados?; ¿las de

quienes tuvieron un papel más relevante en los mismos?; ¿las intenciones de

quienes redactaron cada artículo en particular? (…).”197

196 No debe perderse de vista que el juez también es un receptor de la norma. 197 Gargarella, Op. cit., p. 82.

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Indudablemente, se trata de interrogantes cuya resolución es un reto para

quienes propugnan por el originalismo. No obstante, debe señalarse que se trata de

cuestionamientos de orden práctico, no teóricos. Así, es de nuestra opinión que bien

vale afrontar estas dificultades prácticas de la implementación de una interpretación

originaria en aras de conservar el Derecho como resultado del ejercicio de la

soberanía popular.

Con esto concluimos el apartado sobre desafíos a la soberanía y a la

democracia al interior de los Estados modernos. No regateamos, pues, en los

efectos que pudieran tener en el ánimo popular hacia la idea de un gobierno

democrático la ausencia de un auténtico ejercicio parlamentario y la consiguiente –

o al menos contemporánea– arrogación de las facultades eminentemente

legislativas por otros cuerpos estatales, como el poder judicial bajo la figura del

activismo judicial. Sin la debida atención, ambos problemas sin duda alentarán el

sentimiento generalizado de desencanto de un pueblo hacia su democracia, al

percatarse que en los hechos no son los propios ciudadanos quienes deciden el

contenido del Derecho que les gobierna. En sus versiones más extremosas, la crisis

del parlamentarismo y el activismo judicial podrían borrar, inclusive, la mera

posibilidad de la soberanía popular.

La soberanía en tiempos de globalización.

En el apartado que precede, hemos analizado cómo la dinámica política que

actualmente se vive al interior del Estado moderno plantea serias interrogantes a la

eficacia de la democracia como forma de gobierno, cuestionándose con ello la

viabilidad del concepto que hemos propuesto de soberanía popular. Si cambiamos

el enfoque de la política interna a la exterior, el panorama no resulta más benévolo;

el motivo: la globalización.198

198 Buena parte de los estudios académicos sobre la globalización demeritan –o incluso niegan– el valor del concepto de soberanía para la teoría política de nuestro tiempo. Otra corriente de opinión sostiene la vigencia de dicho concepto, siempre que sea reformulado a la luz del nuevo entorno “global”. Sobre este tema, destacan en nuestro medio los trabajos María de la Luz González González (bajo el título Teorías acerca de la soberanía y la globalización) y de Luis Felipe Martí

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Fruto de los avances en las tecnologías de la comunicación y los transportes,

que han devenido en un incesante flujo de información, capitales y personas a

través de las fronteras estatales, el término globalización199 denota una profunda

interconexión e interdependencia entre la mayor parte de los Estados que

conforman la comunidad internacional, así como la participación e intervención en

sus procesos de decisión política de una amplia gama de instituciones –organismos

internacionales, empresas transnacionales, organizaciones no gubernamentales,

grupos religiosos y de opinión, entre otros–, a la par de la creación y desarrollo de

una agenda política común de escala global.

Como principal motor de cambio político de nuestro tiempo, la globalización

ya ha dado pie a una extensísima gama de reflexiones académicas. Entre las más

extremosas de las posiciones encontradas, se sitúa una corriente de opinión

(bastante popular, por cierto), que ve en la globalización la caducidad de buena

parte de las ideas que hasta ahora sostienen nuestro pensamiento político. Así, por

ejemplo, Carlo Galli afirma que

“[l]a edad global es radicalmente nueva respecto a la modernidad en cuanto a las

categorías para su interpretación: el pueblo está pulverizado, la soberanía es

obsoleta, (…) la edad global, en Occidente, se encuentra bajo la constelación de

las ruinas de la política moderna”.200

Desde esta perspectiva, la globalización se convierte en un sismo ideológico

que sacude el acomodo de las fuerzas del escenario político global, generándose lo

que algunos han identificado como el desplazamiento del sistema internacional

Borbolla (La reinvención de la soberanía en la globalización). Las obras referidas por ambos autores se encuentran publicadas por la Editorial Porrúa. 199 El Diccionario de la lengua española, de la Real Academia Española, define la globalización como (i) la extensión del ámbito propio de las instituciones sociales, políticas y jurídicas a un plano internacional; (ii) la difusión mundial de modos, valores o tendencias que fomenta la uniformidad de gustos y costumbres; y, (iii) el proceso por el que las economías y mercados, con el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, adquieren una dimensión mundial, de modo que dependen cada vez más de los mercados externos y menos de la acción reguladora de los Gobiernos. Cfr. Real Academia Española (2017). Diccionario de la lengua española, Edición del Tricentenario, Madrid, disponible para consulta en Internet en www.rae.es. Consultado el 14 de marzo de 2017. 200 Galli, Carlo, El malestar de la democracia, trad. de Julia de Ruschi, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013, p. 84.

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“westfaliano” por un nuevo sistema “post-westfaliano”,201 ante el declive inminente

de la influencia política del Estado nacional. Otros autores –más cautos– han

preferido matizar sus posturas, argumentando que “[q]uienes presagian el fin del

Estado dan por supuesta con excesiva rapidez la erosión del poder estatal ante las

presiones de la globalización”.202 Sea como fuere, ambos extremos de opinión,

aventurándose a ensayar conclusiones sobre el desenlace de los efectos de la

globalización para el orden mundial, invariablemente caen en el campo de la mera

especulación, y los renglones de esta historia aún están por escribirse.

Sin perjuicio de lo anterior, no pretenderemos hacer oídos sordos al desafío

que la globalización plantea para el concepto de soberanía que nosotros hemos

presentado. Desde que fuera propuesta por vez primera en los Seis libros de la

República de Bodin, la idea de la soberanía ha estado invariablemente asociada al

territorio, como espacio geográfico en que efectivamente tiene vigencia y

potencialidad coactiva la voluntad de la autoridad suprema de la comunidad

políticamente organizada. Aplicando (mutatiss mutandis) el enfoque territorial de la

soberanía de Bodin a nuestro concepto de soberanía popular, vemos dos imágenes

que subyacen tras la idea de un pueblo que se gobierna a sí mismo, sosteniéndola:

en primer lugar, la posibilidad real de identificación geográfica y cultural de un grupo

social como comunidad política (como pueblo, y más propiamente, como nación); y,

a su vez, la libertad de decisión de dicho pueblo sobre sus asuntos públicos, con la

factibilidad de la imposición de sus decisiones sobre el territorio en que habita. La

globalización pone en entredicho ambas presunciones.

Por lo que a la noción de pueblo se refiere, puede afirmarse que hoy se ve

cubierta por un manto de desprestigio académico.203 Por un lado, a la exaltación de

la identidad nacional se le juzga –no sin entera falta de razón– como catalizadora

201 Bremer, Juan José. Op. cit., pp. 61-69. 202 Held, David. La democracia y el orden global: Del Estado moderno al gobierno cosmopolita, trad. de Sebastián Mazzuca, Barcelona, Paidós, 1997, 124. 203 Como ejemplo de dicho desprestigio, puede citarse a Carlo Galli, quien en su obra El malestar de la democracia, afirma que “hoy en día no se puede presuponer (excepto en las ideologías culturalistas y etnicistas, que constituyen el problema y no la solución) ni la existencia de un pueblo como sustancia unitaria, ni como poder constituyente, ni como ciudadanía representada, ni como parte ni como Todo”. Cfr. Calli, Carlo, Op. cit., p. 85.

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de la tragedia de las Guerras Mundiales del siglo pasado; mientras que por otra

parte, al nacionalismo se le niega compatibilidad con un entorno globalizado, en el

que el vínculo tradicional entre espacio geográfico e identidad política se ha roto.

El descrédito que pudiera merecer el nacionalismo a raíz de las dos Guerras

Mundiales, debería ser materia de un estudio particular de crítica histórica. Por

nuestra parte, basta con decir que, en el contexto del siglo XX, el nacionalismo

podría entenderse mejor como una herramienta al servicio de ciertos intereses

reprobables, y no como algo desdeñable en sí mismo. En efecto, no debe olvidarse

que el sentimiento de pertenencia a un grupo y el reconocimiento de una identidad

común, sigue siendo requisito sine qua non para la propia existencia de un orden

jurídico legítimo.204 Es en este sentido que no debe demeritarse el carácter del

patriotismo como virtud, que como cualquier otra de su clase ciertamente puede

derivar –en sus extremos– en vicio, como padeciera la humanidad en carne propia

durante el siglo pasado.

Insistimos: la identidad de una comunidad política no tiene por qué

encontrarse en el exclusivo compartir de una raza, un credo o una lengua.205 La

simple voluntad de vivir en común y compartir un Derecho que se reconoce como

justo y propio, es suficiente para fundar esta identidad. Recordemos que este es el

mismo argumento que defendieron Bodin y los políticos durante las guerras de

religión en Francia. Como bien dijera Herodoto, la Historia, efectivamente, es la

maestra de la vida.

El segundo argumento, según el cual la globalización rompe el vínculo entre

espacio territorial e identidad política, resulta más complejo. De inicio, creemos que

dicha afirmación difícilmente podrá encontrar medición empírica que nos dé indicios

de su veracidad, pero no por ello suponemos ingenuo concederle preliminarmente

razón; muy por el contrario: es cierto que el avance tecnológico en los medios de

204 Al respecto, Cruz Prados nos señala: “La legitimidad del poder consiste en el reconocimiento de éste por parte del pueblo, en la identificación del pueblo con el poder. Esta identificación supone, lógicamente, la existencia de una identidad del pueblo en cuanto pueblo, la posesión de una identidad colectiva por parte de los ciudadanos en cuanto tales”: así en Cruz Prados, Alfredo. Op. cit., p. 394. 205 Este fue uno de los principales errores del nacionalsocialismo.

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comunicación nos permite conocer y participar de los más variados acontecimientos

a escala global, alterándose así nuestra percepción del espacio geográfico, y

permitiendo la identificación de grupos sociales a escalas que rebasan los límites

de los Estados nacionales. Llega a hablarse así de una “sociedad civil global”206 que

emerge a la par del declive de la identidad nacional.

Esta aparente dilución de la conciencia de un pueblo como tal es, en verdad,

consecuencia de una realidad más profunda. El nacimiento de identidades globales

o regionales, obedece a la existencia de conflictos que sobrepasan las fronteras

estatales: la interconexión financiera y cultural entre los Estados nacionales –en

conjunción con nuevos desafíos de escala planetaria a los que todos los pueblos

están obligados a contribuir en la búsqueda de soluciones, como el calentamiento

global– ha propiciado la creación de una agenda política global. Al día de hoy, no

existe un Estado-nación en el mundo capaz de hacer frente por sí mismo a las

problemáticas que en materias financiera, de seguridad, medioambientales y de

salubridad pública, entre otras, comparte con sus semejantes. En este panorama,

la cooperación deja de ser una posibilidad a la que pueden recurrir los Estados para

volverse una obligación: “la política doméstica y la internacional están entrelazadas

en la era moderna”.207

Donde la cooperación internacional se torna indispensable, la libertad de

decisión autónoma de un pueblo sobre la totalidad de los asuntos que se consideran

de interés público, aunada a la factibilidad de la imposición de la voluntad popular

en su territorio, pareciera volverse irrealizable. La mayor parte de los críticos

contemporáneos de la soberanía se fundan en esta realidad.

Un comentario coherente a tales críticas, que permitiera sostener la

pervivencia actual de la soberanía en un entorno globalizado, comenzaría

puntualizando ciertas nociones que parecieran confundirse en el pensamiento de

quienes ven en la globalización el fin de la soberanía popular.

206 Held, David. Op. cit., p. 157. 207 Ibídem, p. 40.

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Soberanía no significa –ni jamás significó– la omnipotencia en materia de

decisión política. Voluntad soberana no es aquella que no reconoce límite alguno.

Ya hemos visto en el apartado histórico del presente trabajo cómo el concepto de

soberanía, desde Bodin, estuvo siempre acompañado de ciertos límites para dicha

potestad, los cuales fueron la principal razón de las querellas que permitieron su

desarrollo doctrinal (piénsese en las leyes imperii de Bodin, pasando por los

derechos naturales en Locke, como contraposición a la idealización absolutista del

Estado en Hobbes).

A su vez, el alegato crítico contra la soberanía suele confundir dos ideas, que

si bien se encuentran íntimamente entrelazadas, hemos sabido ya distinguir en un

apartado precedente: soberanía e independencia. Como comentario adicional,

aclaramos que cuando la teoría política ha hablado de independencia,

generalmente lo ha hecho en un sentido más político que económico, mientras que

los críticos de la soberanía al hablar de independencia enfatizan su inexistencia en

la globalización desde una perspectiva económica. La noción de independencia

siempre ha propendido hacia la idea de no intromisión de mala fe –o en ventaja

propia– de un Estado en los asuntos públicos de otro, imponiendo así una voluntad

política a un pueblo que la ve ajena. La interdependencia económica que caracteriza

a la globalización no encuadra con semejante descripción, en primer lugar, porque

la integración económica ha sido buscada –al menos en la mayoría de los casos–

de forma libre por los Estados, como un medio para elevar la calidad de vida de sus

poblaciones al proveerles de bonanza económica; y, en segundo lugar, porque en

un escenario típico de comercio, ambas partes se ven beneficiadas por dicha

actividad. Los casos de excepción a este modelo; es decir, aquellos en los que las

relaciones de comercio internacional adquieren tintes de imposición en lugar de

cooperación, deben ser vistos como tales: excepciones a combatir y no reglas sobre

las cuales construir una teoría política contemporánea.

Sobre todo, debe hacerse notar que la crítica general al concepto de

soberanía en clave de globalización, en realidad es una crítica al modelo

“westfaliano” de Estados nacionales, que no necesariamente debe hacerse

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extensiva a las ideas de soberanía y democracia. Se nos muestra así el fondo de la

cuestión: ¿puede hablarse de soberanía fuera del Estado nación? Nuestra

respuesta es contundentemente afirmativa.

A lo largo de toda nuestra disertación, hemos intentado sostener que el

concepto de soberanía, en su estado más puro, merece el calificativo de popular,

no estatal. No es el Estado quien ostenta la soberanía, sino el pueblo que lo forma;

el Estado nacional es solamente un modelo de organización política, cuya

idealización puede ubicarse de manera aproximada en el tiempo –con Paz de

Westfalia– y que, en cuanto estructura, no es esencial para el orden social, sino

contingente. En este tenor, la soberanía no perderá vigencia en un entorno

globalizado, mientras el nuevo escenario político que resulte del acomodo de

fuerzas entre agentes estatales y no estatales respete la facultad natural de los

hombres a ser dueños de su propio destino en materia política. Inclusive, bien puede

ser que el proceso de creación de una nueva estructura política “post-westfaliana”

represente una oportunidad para ampliar la capacidad efectiva de decisión de los

pueblos. Cambiar de este modo el enfoque pesimista del discurso académico

predominante sobre la soberanía, abriría paso a la concentración de mayores

esfuerzos en el diseño de tal estructura, en sintonía con ideales democráticos.

A pesar de lo anterior, no debe subestimarse el papel protagónico que el

Estado nacional sigue jugando en la conducción de la agenda política internacional.

No asistimos todavía a los funerales del sistema estatal “westfaliano”, por lo que no

debe sobredimensionarse la pérdida del poder de los Estados ante la globalización,

ni desconocerse la persistente relevancia del Estado moderno en la definición de la

dirección de la política doméstica e internacional.208 En apego a la verdad, los

actores políticos de mayor peso en el escenario internacional siguen siendo los

Estados nacionales.

A mayor abundamiento, el argumento de la pérdida de identidad colectiva

producto de la globalización señalado en párrafos que anteceden, puede resultar

208 Ibídem, p. 48.

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engañoso. Primeramente, cabe la posibilidad de que la globalización –en ciertas

regiones– tenga un efecto contrario al postulado por la alegada despersonalización

nacional; así, “si bien los nuevos sistemas de comunicación crean la posibilidad de

acceder a otras poblaciones y naciones (…) también promueven la conciencia de la

diferencia –de la diversidad de estilos de vida o sistemas valorativos”.209

Aun si concediéramos razón al argumento de la pérdida de identidad al

interior del Estado nación, podríamos topar con pared al percatarnos de una nueva

realidad política: puede ser que los ciudadanos de un Estado particular

paulatinamente pierdan conciencia de Estado nacional, pero solamente como

resultado inverso al nacimiento de una conciencia colectiva más aprehensiva. Un

pueblo puede perder su identidad nacional actual, pero ello no implica que quede

irremediablemente despersonificado; por el contrario, su identidad podría quedar

insertada en la de un ente político colectivo más amplio. Bien podría darse esta

lectura al fenómeno de integración política europea: las poblaciones de los distintos

Estados nacionales del continente se reconocen como miembros de una comunidad

más amplia que la que se encuentra circunscrita en sus fronteras: no solamente son

españoles, italianos o suecos, sino europeos. La soberanía –la popular– no

desaparece en Europa, como los europeos sigan teniendo a la mano medios

democráticos para dictarse un Derecho común.

Todo lo que hasta aquí hemos dicho, no es óbice para reconocer la existencia

de numerosos y desafortunados casos en que, fruto de la convivencia de mala fe

entre distintos actores estatales y no estatales, la soberanía popular no ha pasado

de ser una quimera. Ciertamente para muchos pueblos se ha reconocido la

soberanía de jure (reconocimiento de la independencia política por virtud del

principio de libre autodeterminación de los pueblos) y; sin embargo, son pocos los

que verdaderamente pueden presumir detentar una soberanía de facto. En esta

mala fe, en este ánimo de imposición política muchas veces auspiciado por Estados

de Occidente, reside el hecho de que en ocasiones la democracia sea percibida

209 Ibídem, p. 157. El énfasis en cursiva es nuestro.

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como un producto de raíz eminentemente occidental, y se le demerite en sus

pretensiones de aplicabilidad universal.

El acceso al financiamiento internacional en condiciones crediticias

razonables, sin condicionamientos políticos ad intra a los Estados acreditados que

atenten contra su identidad nacional, y sin rasgos de amenaza coactiva respaldada

militarmente, son elementos indispensables para que algún día sea posible hablar

de una comunidad internacional, cuyos integrantes sean auténticamente soberanos.

Lo mismo puede decirse de cualquier clase de negociación interestatal. Hasta

entonces, puede que la mejor opción para que un pueblo busque el afianzamiento

de su soberanía de jure para volverla de facto, sea garantizar un mínimo de

protección económica y política: la autosuficiencia agroalimentaria. Siguen actuales,

pues, las palabras del ideólogo conservador mexicano Lucas Alamán: “[u]n pueblo

debe tener la mira en tratar de no depender de otro para nada en lo que le es

indispensable para subsistir”.210

210 Citado por Krauze, Enrique, en Siglo de caudillos, México, Tusquets Editores México, 2014, p. 156.

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Capítulo VI.- Soberanía y Derecho contemporáneo.

Un concepto político y jurídico.

Hasta este punto, la narrativa del presente trabajo ha correspondido,

predominantemente, a la teoría política y constitucional, misma que hemos

abordado desde una perspectiva histórica. Este hecho no debe orientar al lector a

pensar que el concepto de soberanía se circunscribe al ámbito de dichas disciplinas;

es decir, la soberanía no es un concepto exclusivamente político, sino también

jurídico.

En efecto, la soberanía es un elemento fundacional del Derecho

constitucional y del Derecho internacional, por lo que un estudio a profundidad sobre

el contenido y alcance de este concepto no puede ignorar el tratamiento que el

mismo ha recibido en los textos constitucionales, los tratados internacionales y la

jurisprudencia nacional e internacional. A este propósito se orienta este capítulo de

nuestra disertación.

Como preámbulo a esta cuestión, y con el fin de evidenciar la importancia

que reviste la soberanía en los textos constitucionales, debe señalarse que la mayor

parte de las constituciones de los Estados latinoamericanos hacen referencia

expresa de la misma. Sobre el particular, siguiendo a David Pantoja Morán,211

estudioso en la materia, enunciamos los siguientes ejemplos:

Constitución de la República de Chile de 2005.

Artículo 5°. La soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se

realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también,

por las autoridades que esta Constitución establece. Ningún sector del pueblo ni

individuo alguno puede atribuirse su ejercicio.

El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos

esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del

211 Pantoja, David, La idea de soberanía en el constitucionalismo latinoamericano, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, 1973, pp. 103-107.

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Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución,

así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se

encuentren vigentes.

Constitución de la República de Colombia de 1957.

Artículo 3°. La soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el

poder público. El pueblo la ejerce en forma directa o por medio de sus

representantes, en los términos que la Constitución establece.

Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917.

Artículo 39°. La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el

pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de

éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar

la forma de su gobierno.

Artículo 41°. El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión,

en los casos de la competencia de éstos, y por los de los Estados y la Ciudad de

México, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos

respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las

particulares de cada Estado y de la Ciudad de México, las que en ningún caso

podrán contravenir las estipulaciones del Pacto Federal.

Constitución de la República Oriental del Uruguay de 1967.

Artículo 4°. La soberanía en toda su plenitud existe radicalmente en la Nación, a

la que compete el derecho exclusivo de establecer sus leyes, del modo que más

adelante se expresará.

Constitución de la República Bolivariana de Venezuela de 1999.

Artículo 5°. La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce

directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e

indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder

Público.

Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos.

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Además de los ejemplos citados, las constituciones de Guatemala, Costa

Rica, Haití, Bolivia, Cuba, Ecuador, Honduras, Panamá, El Salvador, República

Dominicana y Paraguay también contienen referencias expresas a la soberanía.

Por su parte, no debe pensarse que la inclusión de la soberanía en el texto

constitucional es un fenómeno exclusivamente latinoamericano. Por dar solamente

algunos ejemplos de Estados cuyos sistemas jurídicos podrían ser encuadrados en

distintas tradiciones jurídicas, tenemos:212

Constitución de la República Popular de Bangladesh de 1972.

Artículo 1°. Bangladesh es una República unitaria, independiente y soberana que

se conocerá como la República Popular de Bangladesh.

Constitución de los Emiratos Árabes Unidos de 1973.

Artículo 1°. Los Emiratos Árabes Unidos son un Estado independiente, soberano

y federal […] compuesto por los siguientes Emiratos: Abu Dhabi, Dubai, Sharjah,

Ras Al-Khaimah, Ajman, Umm Al-Quwain, and Fujairah.

Constitución de la República de Senegal de 2009.

Artículo 3°. La soberanía nacional corresponde al pueblo de Senegal, quien lo

ejerce por medio de sus representantes o por la vía del referéndum.

Ninguna sección del pueblo, ni ningún individuo, podrá arrogarse el ejercicio de

la soberanía.

Constitución de la Federación Rusa de 1993.

Artículo 3°. El portador de la soberanía y la única fuente de poder en la

Federación Rusa será su pueblo multinacional.

Constitución de Japón de 1946.

212 La plataforma web denominada “Constitute”, desarrollada por los autores del Proyecto de Constitucionalismo Comparado de la Universidad de Texas, en Austin, aglutina la mayor parte de los textos constitucionales a nivel mundial. Los siguientes extractos de los textos constitucionales de Bangladesh, Emiratos Árabes Unidos, Senegal, Rusia y Japón fueron tomados y traducidos al español por el autor desde dicha plataforma, consultada al 6 de julio de 2017 en https://www.constituteproject.org/.

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Artículo 1°. El Emperador será el símbolo del Estado y de la unidad del Pueblo,

derivando su posición de la voluntad del pueblo en quien reside el poder

soberano.

Como se ve, el concepto de soberanía aparece recurrentemente en las

Constituciones de Estados que pueden ser ubicados como parte de tradiciones

jurídicas muy distintas. Este somero análisis que acaso pudiera ser considerado

como de Derecho Constitucional Comparado, demuestra que la idea de la soberanía

sirve como uno de los fundamentos del sistema jurídico de la mayor parte de los

Estados que conforman la comunidad internacional.

Además, no debe pasar desapercibido que el término soberanía es utilizado

en formas distintas en las constituciones que, a manera ejemplificativa, se han

usado como referencia. En efecto, mientras que las constituciones

latinoamericanas, junto con la senegalesa, la rusa y la japonesa usan dicho

concepto en forma muy similar a la que se ha propuesto en el presente trabajo para

dilucidar su esencia –esto es, hablando de soberanía popular o nacional–, las

constituciones de Bangladesh y de Emiratos Árabes Unidos adoptan un criterio

diverso: en éstas, la soberanía es un atributo del Estado.

Esta idea de soberanía estatal es propia del Derecho Internacional Público.

Grosso modo, se trata de un reflejo de la soberanía popular: una vez consolidados

los órganos gubernamentales establecidos en virtud de la constitución de un pueblo

se ha dado, sobre éstos se proyecta la autoridad moral y legitimadora del ejercicio

de la soberanía popular, y en estos términos estará en aptitud de relacionarse, de

igual a igual, con otros Estados.

Así, los conceptos de Estado y soberanía se encuentran en la base del

Derecho Internacional, con elementos mucho más concretos que aquellos que se

les otorga en la teoría política, puesto que existen varios instrumentos jurídicos de

carácter internacional que les otorgan significados específicos.

De entre dichos instrumentos jurídicos internacionales, destaca la

Convención de Montevideo sobre Derechos y Deberes de los Estados de 1933, en

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cuyo artículo 1° se aporta una definición descriptiva del Estado, en los siguientes

términos:

“El Estado como persona de Derecho Internacional debe reunir los siguientes

requisitos:

I.- Población permanente.

II.- Territorio determinado.

III.- Gobierno.

IV.- Capacidad de entrar en relaciones con los demás Estados.”

Cada uno de los elementos del Estado enlistados en el artículo anterior, así

como la interacción entre los mismos, merecería un análisis detallado que

sobrepasa los propósitos del presente trabajo. Sin embargo, sí debemos señalar

que los limitados precedentes de la práctica jurídica internacional en la materia

apuntan a que la efectividad territorial de las decisiones gubernamentales constituye

elemento fundamental para determinar si estamos o no en presencia de un Estado,

si bien el grado aceptable de “efectividad” para tal efecto es discutible.213

Por si fuera poco, el reconocimiento de la calidad de Estado por parte de

otros miembros de la comunidad internacional también ha sido propuesto como un

elemento importante en la determinación de la existencia del mismo para el Derecho

Internacional. En este punto se contraponen las teorías constitutivas y declarativas

del reconocimiento estatal, sobre lo cual Malcolm Shaw apunta lo siguiente:

“El reconocimiento es una forma de aceptar ciertas situaciones de hecho y

dotarles de significado jurídico, si bien esta relación es complicada. En el contexto

de creación de un Estado, el reconocimiento puede verse como constitutivo o

declarativo […]. La primer teoría sostiene que sólo mediante el reconocimiento un

Estado viene a la existencia para el Derecho Internacional, mientras que la

segunda sostiene que una vez que los criterios de hecho de la categoría de

Estado han sido satisfechos, un nuevo Estado existe como un sujeto

213 Shaw, Malcolm, International Law, Estados Unidos de América, Cambridge University Press, 2008, pp. 197-202.

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internacional, por lo que el reconocimiento se convierte en un acto político, y no

jurídico, en este contexto”.214215

Habiendo estudiado la conceptualización del Estado en el Derecho

Internacional, pasamos a analizar el tratamiento que esta rama del Derecho ha dado

a la soberanía. Al respecto, el Derecho Internacional reconoce a los Estados la

calidad de soberanos e iguales. A manera de ejemplo, se tiene el Artículo 2(1) de la

Carta de las Naciones Unidas, que reconoce el principio de igualdad soberana de

los Estados miembros de dicha organización.216

Debe señalarse que el contenido y alcance del principio de igualdad soberana

de los Estados ha sido precisado por la Asamblea General de las Naciones Unidas

mediante la Resolución 2.625 (XXV), de 24 de octubre de 1970, en los siguientes

términos:

Todos los Estados gozan de igualdad soberana. Tienen iguales derechos e

iguales deberes y son por igual miembros de la comunidad internacional, pese a

las diferencias de orden económico, social, político o de otra índole.

En particular, la igualdad soberana comprende los elementos siguientes:

a) Los Estados son iguales jurídicamente.

b) Cada Estado goza de los derechos inherentes a la plena soberanía.

c) Cada Estado tiene el deber de respetar la personalidad de los demás Estados.

d) La integridad territorial y la independencia política del Estado son inviolables.

e) Cada Estado tiene el derecho a elegir y a llevar delante libremente su sistema

político, social, económico y cultural.

f) Cada Estado tiene el deber de cumplir plenamente y de buena fe sus

obligaciones internacionales y de vivir en paz con los demás Estados.

214 Ibídem, p. 207. La traducción es propia. 215 Consideramos que conviene adherirnos, por principio lógico, a la teoría declarativa, por el simple hecho de que no puede reconocerse lo que no existe; esto es, el Estado debe existir para posteriormente ser reconocido. 216 “Artículo 2. Para la realización de los Propósitos consignados en el Artículo 1, la Organización y sus Miembros procederán de acuerdo con los siguientes Principios: 1. La Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros.”

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Como puede observarse, la Resolución 2.625 de la Asamblea General de las

Naciones Unidas clarifica el principio de igualdad soberana de los Estados,

refiriéndose a ciertos “derechos inherentes a la plena soberanía”, entre los que se

encuentran la “integridad territorial y la independencia política” y el “derecho a elegir

y a llevar delante libremente su sistema político, social, económico y cultural”.

A pesar de lo anterior, no debe perderse de vista que, tal y como señala el

tratadista Matthias Herdegen, las resoluciones de la Asamblea General de la ONU

no pasan de ser una simple recomendación en el ámbito del Derecho Internacional.

A lo mucho, pueden ser indicativas de la existencia de una convicción legal general

que orientara la configuración de una norma de Derecho Internacional

consuetudinario.217

Por otra parte, tampoco es dado afirmar que la Resolución 2.625 de la

Asamblea General haya introducido elementos novedosos sobre el principio de

igualdad soberana de los Estados, más allá del “derecho a elegir y a llevar delante

libremente su sistema político, social, económico y cultural”. La integridad territorial

y la independencia política ya figuraban como límites a la acción estatal por

disposición del artículo 2(4) de la Carta de las Naciones Unidas.218

Puesto que el territorio y la efectividad de las decisiones gubernamentales en

el mismo continúa siendo la base de la personalidad jurídica internacional de los

Estados, la integridad territorial representa el elemento más distintivo de la

soberanía en el Derecho Internacional. No obstante, no se trata de un principio

absoluto. A fin de ejemplificar sus limitaciones, tómese en cuenta el debate en torno

a la justificación legal y moral de la intervención humanitaria, que ha conllevado la

revalorización de la soberanía en el ámbito jurídico internacional.

217 Herdegen, Matthias, Derecho Internacional Público, México, Universidad Nacional Autónoma de México y Fundación Konrad Adenauer, 2005, pp. 161-162. 218 “Artículo 2. Para la realización de los Propósitos consignados en el Artículo 1, la Organización y sus Miembros procederán de acuerdo con los siguientes Principios: […] 4. Los Miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas.”

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Sin encontrar una definición precisa de “intervención humanitaria” en

instrumentos jurídicos internacionales, nos vemos obligados a recurrir a la doctrina.

Así, tenemos que para J.L. Holzgrefe la intervención humanitaria es

“La amenaza o uso de la fuerza más allá de las fronteras estatales realizada por

un Estado (o grupo de Estados) con el ánimo de prevenir o terminar con

violaciones graves y extendidas de derechos humanos fundamentales de

individuos sin la ciudadanía del (de los) Estado(s) interventores, sin el

consentimiento del Estado en cuyo territorio se ejerce la fuerza”.219

El punto medular de esta definición, a la cual nos adherimos, es la falta de

consentimiento por parte del Estado intervenido, puesto que sólo así se entiende la

contraposición entre soberanía e intervención humanitaria. Mas, si la soberanía

tiene un valor en sí misma, tal y como hemos apuntado en el capítulo precedente

de este trabajo, ¿cómo puede justificarse la prevalencia de la intervención

humanitaria sobre la misma?

Por lo que toca a la justificación jurídica de esta clase de intervención en

perjuicio de la integridad territorial, encontramos que la proscripción de las

amenazas y el uso de la fuerza contenida en el artículo 2(4) de la Carta de las

Naciones Unidas ha merecido más de una interpretación. Una corriente de

pensamiento cada vez más fuerte sostiene que el artículo 2(4) establece dicha

prohibición específicamente para aquellos casos en los que la amenaza o el uso de

la fuerza se realice en contra de la integridad territorial o la independencia política.220

En este sentido, una intervención con fines auténticamente humanitarios no

encuadraría en esta prohibición.

A mayor abundamiento, la experiencia histórica respalda dicha

interpretación. Los artículos 39 y 42 de la Carta de las Naciones Unidas facultan al

Consejo de Seguridad para determinar la existencia de toda amenaza para la paz

y, en su caso, ejercer la fuerza militar para mantenerla o reestablecerla. Aunque

219 Holzgrefe, J.L., The humanitarian intervention debate, en Humanitarian Intervention, Reino Unido, Cambridge University Press, 2003, p. 18. 220 Stone, Julius, Agression and World Order: A Critique of United Nation’s Theories of Agression, Reino Unido, Stevens, 1958, p. 95.

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ciertamente se discute si el término “amenaza para la paz” es extensivo a las

violaciones de derechos humanos cuyos efectos no se extiendan más allá del

territorio de un Estado (y que por ende, no califiquen como amenaza para la paz

internacional), “las intervenciones de la ONU en Somalia (1992), Ruanda (1994) y

Haití (1994) refuerzan la aseveración de que el Consejo de Seguridad

genuinamente cree que está facultado por el Capítulo VII de la Carta de las

Naciones Unidas para autorizar el uso de la fuerza militar para dar fin a violaciones

masivas de derechos humanos”.221 Indudablemente, la discusión a este respecto

sigue abierta.

Por su parte, la justificación moral de la intervención humanitaria es, a juicio

de quien escribe, mucho más evidente: la existencia de violaciones graves,

sistemáticas y manifiestas de derechos humanos fundamentales en el territorio de

un Estado, producto de la acción u omisión de los órganos gubernamentales, hacen

que dicho Estado pierda su legitimación para hacer valer su título de soberano en

la comunidad internacional. Si todo poder público se instituye para beneficio del

pueblo, en el momento en que el poder se ejerce dolosamente en perjuicio de éste,

deja de merecer el calificativo de público, para adquirir el de privado. Y ningún poder

privado puede ser llamado soberano en sentido estricto, puesto que la única

soberanía auténtica, como ya se ha dicho, es la popular.

Más allá de lo anterior, si enfocamos el conflicto entre soberanía (en su faceta

de integridad territorial) e intervención humanitaria desde otra perspectiva,

podremos apreciar que le subyace una tensión aún más profunda y elemental:

aquella que pudiera existir entre soberanía y derechos humanos.

Esta tensión se ha vuelto patente en el Derecho constitucional, de manera

destacada, por lo que hace a los límites de la democracia en el reconocimiento y

desarrollo de los derechos humanos, límites que están siendo establecidos por

distintos tribunales nacionales e internacionales. A esta cuestión dedicamos la

última parte de nuestro trabajo.

221 Holzgrefe, J.L., Ibídem, p. 41.

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Tensión entre soberanía y derechos humanos.

Antes de abordar una materia tan compleja e interesante como esta,

conviene atender en un primer momento a la noción de derechos humanos con la

que habrá de trabajarse.

Calificar a una clase de derechos, de manera particular, como “humanos”,

implica mucho más que sólo enfatizar en la titularidad exclusiva de los mismos,

correspondiente a los seres humanos, hecho que sería por demás tautológico.222

De suyo, la noción de derechos humanos alude a una realidad trascendente que

justificaría su protagonismo en el Derecho occidental contemporáneo.

Sin embargo, resulta sorprendente que, aún a pesar de la importancia de la

que se revisten los derechos humanos en el sistema jurídico, no haya un acuerdo

doctrinario ni jurisprudencial sobre su significado. Ello se debe, en última instancia

a la imposibilidad de conciliar las distintas teorías sobre el fundamento –es decir, la

justificación racional– de los derechos humanos.

Así, resumiendo a lo mínimo cada una de las posiciones doctrinales,

encontramos: (i) las teorías positivistas, según las cuales los derechos humanos

“carecen de entidad jurídica en tanto no hayan sido proclamados explícitamente por

una norma positiva”;223 (ii) las teorías subjetivas, que recurriendo a la idea de

autonomía individual del ser humano conciben a los derechos humanos como

inmunidades del individuo frente a la sociedad y el Estado; (iii) las teorías dialógicas,

que encuentran en el consenso el fundamento de los derechos humanos”; y, (iv) las

teorías objetivas, que identifican, en las necesidades humanas básicas o en la

dignidad del ser humano, una fundamento natural de los derechos humanos.224

222 Massini, Carlos, Filosofía del Derecho, Tomo I: El derecho, los derechos humanos y el derecho natural, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 2005, P. 111. 223 Ramírez, Hugo y Pallares, Pedro, Derechos humanos, México, Oxford University Press, 2011, p. 41. 224 Ibídem, pp. 41-55. Los autores de referencia también hablan de teorías éticas o axiológicas, mismas que a juicio de quien escribe, pueden englobarse dentro de las teorías objetivas.

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En nuestra opinión, una fundamentación racional coherente de los derechos

humanos únicamente puede obtenerse a partir de una visión iusnaturalista inclinada

hacia las teorías objetivas de fundamentación de estos derechos, pues como señala

Carlos Massini, “de no aceptarse la existencia de, al menos, un principio

suprapositivo que les sirva de fundamento, ha de concluirse necesariamente su

inexistencia y la vacuidad de las afirmaciones que los tienen por objeto” 225 , y

además, continúa el profesor argentino, en referencia explícita a las teorías

dialógicas y positivistas, “unos derechos meramente ‘inventados’ por los sujetos –

se ha de suponer que por los sujetos titulares y no por los obligados– ofrecen pocas

garantías –en realidad ninguna– de ser respetados o, como le gusta expresarse a

Dworkin, de ser ‘tomados en serio’”.226

Ahora bien, por más que la noción de derechos humanos deba afrontarse

desde una perspectiva iusnaturalista en la teoría, la dilucidación de cada derecho

humano en lo particular es una labor práctica, la que, en un contexto democrático,

incumbe a toda la comunidad. Dar ese paso, del manejo teórico iusnaturalista de

los derechos humanos a su instauración práctica mediante su reconocimiento en

instrumentos jurídicos, es una tarea difícil que, de no completarse

satisfactoriamente, no deja otra salida que recurrir a las teorías dialógicas de la

fundamentación de estos derechos.

Lo anterior, puesto que la lectura iusnaturalista de los derechos humanos

difícilmente podrá ser “definitiva”: los derechos humanos, con el alcance y límites

precisos que les dicta el iusnaturalismo van descubriéndose, labor que se da, en un

contexto democrático, dialógicamente entre los hombres. A ello deberán agregarse,

también, las limitaciones propias del conocimiento humano.

Ahora bien, por lo que toca específicamente a la tensión entre soberanía y

derechos humanos, diremos que la misma deriva de los métodos de determinación

225 Massini, Carlos, Op. cit., p. 117. 226 Ibídem, p. 124.

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de estos derechos, junto a sus alcances y limitaciones en un contexto comunitario

y, más específicamente, democrático.

En efecto, en este trabajo hemos planteado la indisolubilidad de los

conceptos de soberanía y democracia, afirmando que el ejercicio de la soberanía

popular únicamente puede darse a través de la participación democrática de buena

fe –es decir, en búsqueda sincera del bien común– de todos los miembros de la

comunidad. En este sentido, la tensión entre soberanía y derechos humanos se

clarifica en la problemática interacción entre esta categoría de derechos y la

democracia, interacción planteada por Alfredo Cruz Prados en los siguientes

términos:

“Cuantos más derechos individuales encuentran los jueces en sus deducciones

constitucionales, menos libre es el pueblo como cuerpo político decisor. Se hace

patente la confrontación que existe entre los ideales democráticos y la concepción

universalista y abstracta de los derechos, propia del liberalismo”.227

Como se verá, esta opinión es respaldada por la praxis jurídica, que tiende a

tratar los derechos humanos desde la perspectiva de las teorías subjetivas de su

fundamentación; esto es, concibiendo estos derechos como inmunidades

individuales frente a la colectividad. Para ilustrar mejor, puede recurrirse a la

resolución dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso

Gelman vs Uruguay, en la que la Corte se pronuncia sobre la convencionalidad de

una ley de amnistía aprobada por el parlamento uruguayo respecto a los delitos

cometidos por funcionarios militares o policiales durante la dictadura militar de la

década de 1980, en los siguientes términos:

“El hecho de que la Ley de Caducidad haya sido aprobada en un régimen

democrático y aún ratificada o respaldada por la ciudadanía en dos ocasiones no

le concede, automáticamente no por sí sola, legitimidad ante el Derecho

Internacional. (…) La legitimación democrática de determinados hechos o actos

en una sociedad está limitada por las normas y obligaciones internacionales de

protección de los derechos humanos reconocidos en tratados como la

227 Cruz, Alfredo, Op. cit., p. 38.

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Convención Americana (…) por lo que, particularmente en casos de graves

violaciones a las normas del Derecho Internacional de los Derechos, la protección

de los derechos humanos constituye un límite infranqueable a la regla de las

mayorías, es decir, a la esfera de lo “susceptible de ser decidido” por parte de las

mayorías en instancias democráticas (…)”.228

Esta postura, según la cual la protección de los derechos humanos no es

susceptible de ser decidida democráticamente, no es exclusiva de la Corte

Interamericana de Derechos Humanos. La misma idea ha encontrado resonancia

en el principio de no regresividad en materia de derechos humanos, adoptado, entre

otros tribunales constitucionales, por la Suprema Corte de Justicia de la Nación,

como parte del principio de progresividad contenido en el artículo 1° de la

Constitución mexicana.

A guisa de ejemplo, en la tesis jurisprudencial 41/2017 (10a.) afirma que las

autoridades mexicanas están impedidas, en virtud del principio de progresividad, en

su expresión de no regresividad, de adoptar medidas que disminuyan el nivel de

protección actual de derechos humanos.229230

228 Corte Interamericana de Derechos Humanos, sentencia de 24 de febrero de 2011 (Fondo y Reparaciones) en Caso Gelman vs. Uruguay, párrafos 238 y 239. El énfasis es nuestro. 229 PROGRESIVIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS. CRITERIOS PARA DETERMINAR SI LA

LIMITACIÓN AL EJERCICIO DE UN DERECHO HUMANO DERIVA EN LA VIOLACIÓN DE

AQUEL PRINCIPIO. El principio de progresividad de los derechos humanos tutelado en el artículo

1o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, es indispensable para consolidar

la garantía de protección de la dignidad humana, porque su observancia exige, por un lado, que

todas las autoridades del Estado mexicano, en el ámbito de su competencia, incrementen

gradualmente la promoción, respeto, protección y garantía de los derechos humanos y, por otro, les

impide, en virtud de su expresión de no regresividad, adoptar medidas que disminuyan su nivel de

protección. Respecto de esta última expresión, debe puntualizarse que la limitación en el ejercicio

de un derecho humano no necesariamente es sinónimo de vulneración al principio referido, pues

para determinar si una medida lo respeta, es necesario analizar si: (I) dicha disminución tiene como

finalidad esencial incrementar el grado de tutela de un derecho humano; y (II) genera un equilibrio

razonable entre los derechos fundamentales en juego, sin afectar de manera desmedida la eficacia

de alguno de ellos. En ese sentido, para determinar si la limitación al ejercicio de un derecho humano

viola el principio de progresividad de los derechos humanos, el operador jurídico debe realizar un

análisis conjunto de la afectación individual de un derecho en relación con las implicaciones

colectivas de la medida, a efecto de establecer si se encuentra justificada. 230 Idéntica postura se adopta en la Ley Federal de Consulta Popular, en cuyo artículo 11 se dispone que no podrá ser objeto de consulta popular la restricción de derechos humanos reconocidos por la Constitución.

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No deja de llamar la atención que la tesis sostenida tanto por la Corte

Interamericana como por la Corte Suprema mexicana se sostenga en un

presupuesto paradójico. Los instrumentos jurídicos en los cuales se prevén los

derechos humanos son construidos, comúnmente, por la vía democrática. Así

sucede con la Constitución e, indirectamente, con los tratados internacionales en la

materia. Por ello, pareciera que la no regresividad descansa en un supuesto de

infalibilidad de la decisión democrática que reconoce en un primer momento el

derecho humano.

Esto es, la postura de estos tribunales sería que, al consagrarse por vez

primera un derecho humano en un texto de grado constitucional o internacional, se

ha hecho con un nivel de precisión tal que no hay lugar al error. El contenido y

alcance del derecho fundamental, así dispuesto, se blinda contra cualquier

alternativa democrática de restringirlo. No deja de ser curioso que, bajo esta tesis,

una vez “blindados”, los derechos humanos sólo pueden ser interpretados por los

órganos jurisdiccionales. Y, como se ha visto, hay recursos muy variados para la

interpretación judicial.

No dudamos que estas limitaciones al ejercicio democrático estén bien

intencionadas. La protección de los derechos humanos es un fin deseable aún para

quienes son escépticos respecto a la fundamentación iusnaturalista de los derechos

humanos; es más, da la impresión de que la importancia sobre su protección es lo

único lo que hay consenso en la materia. Lo que sí dudamos es que esta forma de

protección sea adecuada.

A nuestro juicio, es preciso reconocer que estas limitaciones del ejercicio

democrático están guiadas por una noción de elitismo político, según la cual

solamente un número limitado de individuos “ilustrados” son capaces de tomar las

decisiones correctas en materia de derechos humanos, mientras que a las masas

populares se les considera incapaces por irresponsables, volubles, pasionales e

irreflexivas.

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Mas conceder o negar razón a esta postura nos remitiría nuevamente al

campo de la teoría política, cuando conviene mantener una lógica iusfilosófica para

esta parte de nuestro trabajo. Habría que estudiar en un primer momento qué tan

insalvable resultaría una presunta incompatibilidad entre democracia y derechos

humanos.

Probablemente el intento mejor logrado en la filosofía del Derecho

contemporánea de reconciliar ambos conceptos, se encuentre en la teoría jurídica

discursiva de Robert Alexy, quien nos recuerda que la democracia presupone dos

derechos fundamentales: la libertad y la igualdad. En opinión del profesor alemán,

misma que compartimos, estos derechos deben ser aceptados “por todo aquel que

opta por el discurso y el consenso para resolver los problemas prácticas

políticos”.231

A riesgo de caricaturizar la teoría del discurso de Alexy, señalaremos algunas

de sus ideas fundacionales:

a) El ser humano, per se, goza de racionalidad suficiente para formular

aseveraciones, respaldarlas argumentativamente y cuestionar las afirmaciones de

los demás.232

b) De seguirse ciertas normas de la razón práctica (entre las que destacan la

libertad y la igualdad en la participación discursiva), se asegura que las conclusiones

alcanzadas a través de una discusión sean racionales; 233 sin embargo, en la

discusión política, se afronta el obstáculo del tiempo y la participación limitada de

los afectados, lo que dificulta la bondad en sus resultados.234

c) Es necesario que el Derecho sea creado a través del discurso para que

goce de legitimidad.235

231 Vigo, Rodolfo, Teorías iusfilosóficas contemporáneas, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 2006, p. 303. 232 Ibídem, p. 297. 233 Que no es lo mismo que infalibles. 234 Ibídem, p. 298. 235 Ibídem, p. 302.

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Este ejercicio discursivo, democrático, de la creación del Derecho ya supone

el reconocimiento y la manifestación práctica de los derechos fundamentales de

libertad e igualdad y, con ellos, de un grupo más amplio de derechos fundamentales

que son “o bien casos especiales de estos dos derechos, o bien medios necesarios

para producir y asegurar un grado suficiente de libertad e igualdad reales”.236 Vista

de esta forma, la relación entre democracia y derechos humanos es una de

compatibilidad e interdependencia, pues para la práctica de aquella es preciso

reconocer estos. Por ello, Alexy llega a afirmar que “tienen que haber disposiciones

institucionales que aseguren que las decisiones de la mayoría no lesionen los

derechos humanos discursivamente necesarios”.237

En estos términos, sí será posible afirmar que cierta categoría de derechos,

indispensables para el ejercicio de la democracia, constituyen un límite para ésta,

mas no porque se trate de dos conceptos contrapuestos, sino porque dependen el

uno del otro. En aras de dramatizar la ejemplificación, no puede calificarse como

auténticamente democrática la decisión tomada por un cuerpo político que no

reconozca el derecho a la vida, pues quien priva de la vida priva también de la

libertad, que resulta indispensable para el ejercicio democrático. Una

argumentación similar –que como se ve resulta bastante sencilla– puede hacerse

respecto al derecho a la integridad personal, la libertad de expresión, asociación y

tránsito, por nombrar algunos derechos humanos.238

No obstante, en la práctica se presentan casos difíciles de decisión

democrática que involucran estos derechos considerados esenciales para la teoría

discursiva. Piénsese tan solo en el caso del primero de los derechos, el derecho a

la vida, en torno al cual giran dos de los grandes debates éticos y jurídicos de

nuestro tiempo: el aborto y la pena de muerte, temas que, en los hechos, son

decididos por una mayoría, sea de parlamentarios o de jueces. De ahí que

236 Alexy, Robert, La institucionalización de la razón, en Persona y Derecho, Universidad de Navarra, vol. 43-2000, p. 239, recuperado por Vigo, Rodolfo, Op. cit., p. 304. 237 Alexy, Robert, El concepto y la validez del Derecho, Barcelona, Editorial Gedisa, 2004, p. 238 Una conclusión interesante a este respecto sería que únicamente aquellos derechos humanos que sean indispensable para la puesta en práctica de la democracia constituirían un límite para la misma, mas no así el resto.

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solamente pueda concluirse que los derechos humanos constituyen un límite para

el ejercicio democrático en el plano moral, más no en el jurídico.

En línea con lo anterior, bien puede ser que la normatividad positiva vigente

prevea un principio de no regresividad o inmunidad democrática de los derechos

humanos, pero ello no haría más que devolvernos a la clásica discusión de las

cláusulas pétreas o de irreformabilidad, respecto de las cuales, Néstor Sagües diría:

“[u]na generación, por lo demás, carece del derecho de imponer a otras un

determinado estilo de vida o de comportamiento político”.239

En definitiva, la tensión entre democracia y derechos humanos sigue

irresuelta; sin embargo, creemos que el concepto de soberanía popular que hemos

esbozado en este trabajo240 puede orientarnos hacia una solución.

La experiencia histórica vuelve comprensibles la mayor parte de los intentos

de justificación de los derechos humanos como un límite a la democracia. La

protección jurídica de bienes tan preciosos e indispensables como la vida, la

integridad personal, las libertades de conciencia, religión, expresión, asociación,

profesión y tránsito, entre otras, es una labor loable, por decir lo menos. Atañe a la

conservación de la dignidad humana y todo aquello que le es más íntimo al

individuo.

No obstante, no faltarán tentativas de restringir estos mismos derechos y

libertades a través del propio discurso de los derechos humanos. Y es en estos

casos en los que su inmunidad democrática se vuelve problemática. Quien detente

el monopolio de la custodia –interpretación incluida– de estos derechos adquiere un

poder inalcanzable por la crítica, la discusión y la participación del resto de la

comunidad política. Vale preguntarse, pues, junto al poeta latino Juvenal, Quis

custodiet ipsos custodes?

A juicio de quien escribe estas líneas, no vendría mal cambiar el lente

pesimista con el que suele verse a la naturaleza humana (el hombre como el lobo

239 Sagües, Néstor, Op. cit., p. 300. 240 Página 103 del presente trabajo.

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del hombre), para pensar que en el diálogo sincero, estudiado e incluyente siempre

puede encontrarse el bien común; una visión según la cual la mayoría no es

enemiga de la minoría, que permita revalorizar la democracia y, con ella, la idea de

la soberanía popular. Recuérdese que el totalitarismo suele ir precedido por la

supresión –y, cuando no, de la sumisión– de los órganos políticos de deliberación

democrática. Y si bien se han cometido graves atropellos en nombre de la

democracia, ésta sigue siendo nuestra mejor apuesta.

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Conclusiones.

En la primera parte de este trabajo, hemos realizado un recorrido histórico en el que

acompañamos la evolución del concepto de soberanía en su dimensión doctrinal:

sus antecedentes, su idealización primera por obra de Bodin, su desarrollo de la

mano de autores como Hobbes, Locke y Rousseau, su afianzamiento en la teoría

política y su introducción en documentos constitucionales.

Respecto a esta primera etapa de nuestra investigación, hemos pretendido

demostrar que el desenvolvimiento conceptual de la soberanía ha tendido hacia

alguna forma de gobierno democrático. Este hecho nos ha orillado a afirmar, pues,

que soberanía y democracia son términos indisolubles, y que si hay algún adjetivo

con el cual podamos describir la soberanía en su estado más puro, será el de

“popular”.

Con este propósito hemos definido a la soberanía como la capacidad de un

pueblo, como un grupo de hombres que se reconocen entre sí como partes de una

realidad sociológica que los trasciende –una nación– de dotarse a sí mismo de un

orden jurídico común, que le es propio en función de la identificación entre sujeto y

norma, que sólo es posible mediante la participación de sus integrantes –de buena

fe y en procuración del bien colectivo– en la formación de la ley.

Hemos visto, también, que la importancia de la cuestión de la soberanía

radica en la posibilidad de usarla como puente entre el individuo y el ordenamiento

jurídico, convirtiéndola así en un instrumento de legitimación del Derecho.

En efecto, la búsqueda de una justificación moral para la obediencia al

ordenamiento jurídico bien puede buscarse en la idea de soberanía. A su vez, debe

señalarse que adoptar esta postura trae aparejada varias consecuencias,

destacándose la revaloración de la función legislativa y una mejor comprensión de

nociones afines a la soberanía como son la libre autodeterminación de los pueblos,

la independencia y el principio de no intervención.

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Ahora bien, reconocemos que la tesis que aquí se ha presentado puede ser

blanco de severas críticas: podrá decirse que no se trata sino de un discurso

idealista y etéreo, que un entendimiento tal de la soberanía la vuelve irrealizable en

la práctica, o que hablar de soberanía en un entorno globalizado resulta baladí.

Se ha pretendido atender algunas de dichas críticas en la parte final de este

ensayo, atendiendo a tres desafíos que pudieran poner en entredicho la definición

de soberanía que hemos presentado. Al respecto, hemos sostenido que ni la

presencia de ciertos elementos que pudieran indicarnos que nos encontramos ante

una democracia simulada o secuestrada, ni la globalización, resultan suficientes

para echar por tierra nuestro intento por revitalizar este concepto.

Finalmente, no debe pasarse por alto que, a últimas fechas, la cuestión de la

soberanía ha formado parte de las grandes decisiones políticas y jurisdiccionales a

nivel mundial. En un intento por salvaguardar los derechos humanos, se intentado

volverlos inmunes al ejercicio democrático, aunque vale la pena revisar y

reconsiderar las ideas que respaldan esta clase de limitaciones democráticas.

Por otra parte, asistimos a un resurgimiento del nacionalismo, impulsado por

el deseo de las comunidades, grandes y chicas, de conservar su identidad, asegurar

que su voz siga siendo escuchada y retener su capacidad para decidir sobre su

propio destino. Bien podría ser que el siguiente gran capítulo de la historia de la

soberanía se esté escribiendo ante nuestros ojos. Ojalá seamos capaces de

enderezar la pluma, encauzándola hacia un futuro en el que la verdadera soberanía,

la popular, sea una realidad política cotidiana.

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