homilÍas papales el 12 de diciembre

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HOMILÍAS PAPALES EL 12 DE DICIEMBRE PAPA FRANCISCO PAPA BENEDICTO XVI SAN JUAN PABLO II *** NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO Basílica Vaticana Sábado, 12 de diciembre de 2020 En la liturgia de hoy se evidencian, principalmente, tres palabras, tres ideas: abundancia, bendición y don. Y, mirando la imagen de la Virgen de Guadalupe, tenemos de alguna manera también el reflejo de estas tres realidades: la abundancia, la bendición y el don. La abundancia porque Dios siempre se ofrece en abundancia; siempre da en abundancia. Él no conoce la dosis. Se deja dosificarpor su paciencia. Somos nosotros los que conocemos, por nuestra naturaleza misma, por nuestros límites, la necesidad de las cómodas cuotas. Pero Él se da en abundancia, totalmente. Y donde está Dios, hay abundancia. Pensando en el misterio de Navidad, la liturgia de Adviento toma del profeta Isaías mucho de esta idea de la abundancia. Dios se da entero, como es, totalmente. Generosidad puede ser a mí me gusta pensar que esun límiteque tiene Dios, al menos uno: la imposibilidad de darse de otro modo que no sea en abundancia. La segunda palabra es la bendición. El encuentro de María con Isabel es una bendición, una bendición. Bendecir, es decir-bien. Y Dios desde la primera página del Génesis nos acostumbró a este estilo suyo de decir bien. La segunda palabra que pronuncia, según el relato bíblico, es: Y era bueno, y está bien, era muy bueno. El estilo de Dios es siempre decir bien, por eso la maldición va a ser el estilo del diablo, del enemigo. El estilo de la mezquindad, de la incapacidad de donarse totalmente, el decir mal. Dios siempre dice bien. Y lo dice con gusto, lo dice dándose. Bien. Se da en abundancia, diciendo bien, bendiciendo. La tercera palabra el don. Y esta abundancia, este decir-bien, es un regalo, es un don. Un don que se nos da en el que es toda gracia, que es todo Él, que es todo divinidad, en el bendito. Un don que se nos da en la que está llena de gracia, la bendita. El bendito por naturaleza y la bendita por gracia. Son dos referencias que la Escritura las marca. A Ella se le dice bendita tú entre las mujeres, llena de gracia. Jesús es el bendito, el que traerá la bendición. Y mirando la imagen de nuestra Madre esperando al bendito, la llena de gracia espera al bendito, entendemos un poco esto de la abundancia, del decir bien, del ben-decir. Entendemos esto del don, el don de Dios se nos presentó en la abundancia de su Hijo por naturaleza, en la abundancia de su Madre por gracia. El don de Dios se nos presentó como

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HOMILÍAS PAPALES EL 12 DE DICIEMBRE PAPA FRANCISCO – PAPA BENEDICTO XVI – SAN JUAN PABLO II

***

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Sábado, 12 de diciembre de 2020

En la liturgia de hoy se evidencian, principalmente, tres palabras, tres ideas:

abundancia, bendición y don. Y, mirando la imagen de la Virgen de Guadalupe, tenemos de

alguna manera también el reflejo de estas tres realidades: la abundancia, la bendición y el

don.

La abundancia porque Dios siempre se ofrece en abundancia; siempre da en

abundancia. Él no conoce la dosis. Se deja “dosificar” por su paciencia. Somos nosotros los

que conocemos, por nuestra naturaleza misma, por nuestros límites, la necesidad de las

cómodas cuotas. Pero Él se da en abundancia, totalmente. Y donde está Dios, hay abundancia.

Pensando en el misterio de Navidad, la liturgia de Adviento toma del profeta Isaías

mucho de esta idea de la abundancia. Dios se da entero, como es, totalmente. Generosidad

puede ser —a mí me gusta pensar que es— un “límite” que tiene Dios, al menos uno: la

imposibilidad de darse de otro modo que no sea en abundancia.

La segunda palabra es la bendición. El encuentro de María con Isabel es una

bendición, una bendición. Bendecir, es “decir-bien”. Y Dios desde la primera página del

Génesis nos acostumbró a este estilo suyo de decir bien. La segunda palabra que pronuncia,

según el relato bíblico, es: “Y era bueno”, y “está bien”, “era muy bueno”. El estilo de Dios

es siempre decir bien, por eso la maldición va a ser el estilo del diablo, del enemigo. El estilo

de la mezquindad, de la incapacidad de donarse totalmente, el “decir mal”. Dios siempre dice

bien. Y lo dice con gusto, lo dice dándose. Bien. Se da en abundancia, diciendo bien,

bendiciendo.

La tercera palabra el don. Y esta abundancia, este decir-bien, es un regalo, es un don.

Un don que se nos da en el que es “toda gracia”, que es todo Él, que es todo divinidad, en “el

bendito”. Un don que se nos da en la que está “llena de gracia”, la “bendita”. El bendito por

naturaleza y la bendita por gracia. Son dos referencias que la Escritura las marca. A Ella se

le dice “bendita tú entre las mujeres”, “llena de gracia”. Jesús es el “bendito”, el que traerá

la bendición.

Y mirando la imagen de nuestra Madre esperando al bendito, la llena de gracia espera

al bendito, entendemos un poco esto de la abundancia, del decir bien, del “ben-decir”.

Entendemos esto del don, el don de Dios se nos presentó en la abundancia de su Hijo por

naturaleza, en la abundancia de su Madre por gracia. El don de Dios se nos presentó como

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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una bendición, en el bendito por naturaleza y en la bendita por gracia. Este es el regalo que

Dios nos presenta y que ha querido continuamente subrayarlo, volver a despertarlo a lo largo

de la revelación.

“Bendita tú eres entre las mujeres, porque nos trajiste al bendito”. “Yo soy la Madre

de Dios por quien se vive, el que da vida, el bendito”.

Y que, contemplando la imagen de nuestra madre hoy, le “robemos” a Dios un poco

de este estilo que tiene: la generosidad, la abundancia, el bendecir, nunca maldecir, y

transformar nuestra vida en un don, un don para todos. Que así sea.

________________

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Jueves, 12 de diciembre de 2019

La celebración de hoy, los textos bíblicos que hemos escuchado, y la imagen de

Nuestra Señora de Guadalupe que nos recuerda el Nican mopohua, me sugieren tres adjetivos

para ella: señora-mujer, madre y mestiza.

María es mujer. Es mujer, es señora, como dice el Nican mopohua. Mujer con el

señorío de mujer. Se presenta como mujer, y se presenta con un mensaje de otro, es decir, es

mujer, señora y discípula. A San Ignacio le gustaba llamarla Nuestra Señora. Y así es de

sencillo, no pretende otra cosa: es mujer, discípula.

La piedad cristiana a lo largo de los tiempos siempre buscó alabarla con nuevos

títulos: eran títulos filiales, títulos del amor del pueblo de Dios, pero que no tocaban en nada

ese ser mujer-discípula.

San Bernardo nos decía que cuando hablamos de María nunca es suficiente la

alabanza, los títulos de alabanza, pero no tocaban para nada ese humilde discipulado de ella.

Discípula.

Fiel a su Maestro, que es su Hijo, el único Redentor, jamás quiso para sí tomar algo

de su Hijo. Jamás se presentó como co-redentora. No, discípula.

Y algún Santo Padre dice por ahí que es más digno el discipulado que la maternidad.

Cuestiones de teólogos, pero discípula. Nunca robó para sí nada de su Hijo, lo sirvió porque

es madre, da la vida en la plenitud de los tiempos, como escuchamos a ese Hijo nacido de

mujer.

María es Madre nuestra, es Madre de nuestros pueblos, es Madre de todos nosotros,

es Madre de la Iglesia, pero es figura de la Iglesia también. Y es madre de nuestro corazón,

de nuestra alma. Algún Santo Padre dice que lo que se dice de María se puede decir, a su

manera, de la Iglesia, y a su manera, del alma nuestra. Porque la Iglesia es femenina y nuestra

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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alma tiene esa capacidad de recibir de Dios la gracia, y en cierto sentido los Padres la veían

como femenina. No podemos pensar la Iglesia sin este principio mariano que se extiende.

Cuando buscamos el papel de la mujer en la Iglesia, podemos ir por la vía de la

funcionalidad, porque la mujer tiene funciones que cumplir en la Iglesia. Pero eso nos deja a

mitad de camino.

La mujer en la Iglesia va más allá, con ese principio mariano, que “maternaliza” a la

Iglesia, y la transforma en la Santa Madre Iglesia.

María mujer, María madre, sin otro título esencial. Los otros títulos —pensemos en

las letanías lauretanas— son títulos de hijos enamorados que le cantan a la Madre, pero no

tocan la esencialidad del ser de María: mujer y madre.

Y tercer adjetivo que yo le diría mirándola, se nos quiso mestiza, se mestizó. Pero no

sólo con el Juan Dieguito, con el pueblo. Se mestizó para ser Madre de todos, se mestizó con

la humanidad. ¿Por qué? Porque ella mestizó a Dios. Y ese es el gran misterio: María Madre

mestiza a Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, en su Hijo.

Cuando nos vengan con historias de que había que declararla esto, o hacer este otro

dogma o esto, no nos perdamos en tonteras: María es mujer, es Nuestra Señora, María es

Madre de su Hijo y de la Santa Madre Iglesia jerárquica y María es mestiza, mujer de nuestros

pueblos, pero que mestizó a Dios.

Que nos hable como le habló a Juan Diego desde estos tres títulos: con ternura, con

calidez femenina y con la cercanía del mestizaje. Que así sea.

________________

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Miércoles, 12 de diciembre de 2018

«Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi

salvador, porque él miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,46-48). Así comienza

el canto del Magníficat y, a través de él, María se vuelve la primera «pedagoga del evangelio»

(CELAM, Puebla, 290): nos recuerda las promesas hechas a nuestros padres y nos invita a

cantar la misericordia del Señor.

María nos enseña que, en el arte de la misión y de la esperanza, no son necesarias

tantas palabras ni programas, su método es muy simple: caminó y cantó.

María caminó

Así nos la presenta el evangelio después del anuncio del Ángel. Presurosa —pero no

ansiosa— caminó hacia la casa de Isabel para acompañarla en la última etapa del embarazo;

presurosa caminó hacia Jesús cuando faltó vino en la boda; y ya con los cabellos grises por

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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el pasar de los años, caminó hasta el Gólgota para estar al pie de la cruz: en ese umbral de

oscuridad y dolor, no se borró ni se fue, caminó para estar allí.

Caminó al Tepeyac para acompañar a Juan Diego y sigue caminando el Continente

cuando, por medio de una imagen o estampita, de una vela o de una medalla, de un rosario o

Ave María, entra en una casa, en la celda de una cárcel, en la sala de un hospital, en un asilo

de ancianos, en una escuela, en una clínica de rehabilitación ... para decir: «¿No estoy aquí

yo, que soy tu madre?» (Nican Mopohua, 119). Ella más que nadie sabía de cercanías. Es

mujer que camina con delicadeza y ternura de madre, se hace hospedar en la vida familiar,

desata uno que otro nudo de los tantos entuertos que logramos generar, y nos enseña a

permanecer de pie en medio de las tormentas.

En la escuela de María aprendemos a estar en camino para llegar allí donde tenemos

que estar: al pie y de pie entre tantas vidas que han perdido o le han robado la esperanza.

En la escuela de María aprendemos a caminar el barrio y la ciudad no con zapatillas

de soluciones mágicas, respuestas instantáneas y efectos inmediatos; no a fuerza de promesas

fantásticas de un seudo-progreso que, poco a poco, lo único que logra es usurpar identidades

culturales y familiares, y vaciar de ese tejido vital que ha sostenido a nuestros pueblos, y esto

con la intención pretenciosa de establecer un pensamiento único y uniforme.

En la escuela de María aprendemos a caminar la ciudad y nos nutrimos el corazón

con la riqueza multicultural que habita el Continente; cuando somos capaces de escuchar ese

corazón recóndito que palpita en nuestros pueblos y que custodia —como un fueguito bajo

aparentes cenizas— el sentido de Dios y su trascendencia, la sacralidad de la vida, el respeto

por la creación, los lazos de solidaridad, la alegría del arte del buen vivir y la capacidad de

ser feliz y hacer fiesta sin condiciones, ahí llegamos a entender lo que es la América profunda

(cf. Encuentro con el Comité Directivo del CELAM, Colombia, 7 septiembre 2017).

María caminó y María cantó

María camina llevando la alegría de quien canta las maravillas que Dios ha hecho con

la pequeñez de su servidora. A su paso, como buena Madre, suscita el canto dando voz a

tantos que de una u otra forma sentían que no podían cantar. Le da la palabra a Juan —que

salta en el seno de su madre—, le da la palabra a Isabel —que comienza a bendecir—, al

anciano Simeón —y lo hace profetizar y soñar—, enseña al Verbo a balbucear sus primeras

palabras.

En la escuela de María aprendemos que su vida está marcada no por el protagonismo

sino por la capacidad de hacer que los otros sean protagonistas. Brinda coraje, enseña a hablar

y sobre todo anima a vivir la audacia de la fe y la esperanza. De esta manera ella se vuelve

trasparencia del rostro del Señor que muestra su poder invitando a participar y convoca en la

construcción de su templo vivo. Así lo hizo con el indiecito Juan Diego y con tantos otros a

quienes, sacando del anonimato, les dio voz, les hizo conocer su rostro e historia y los hizo

protagonistas de esta nuestra historia de salvación. El Señor no busca el aplauso egoísta o la

admiración mundana. Su gloria está en hacer a sus hijos protagonistas de la creación. Con

corazón de madre, ella busca levantar y dignificar a todos aquellos que, por distintas razones

y circunstancias, fueron inmersos en el abandono y el olvido.

En la escuela de María aprendemos el protagonismo que no necesita humillar,

maltratar, desprestigiar o burlarse de los otros para sentirse valioso o importante; que no

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recurre a la violencia física o psicológica para sentirse seguro o protegido. Es el protagonismo

que no le tiene miedo a la ternura y la caricia, y que sabe que su mejor rostro es el servicio.

En su escuela aprendemos auténtico protagonismo, dignificar a todo el que está caído y

hacerlo con la fuerza omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su promesa

de misericordia.

En María, el Señor desmiente la tentación de dar protagonismo a la fuerza de la

intimidación y del poder, al grito del más fuerte o del hacerse valer en base a la mentira y a

la manipulación. Con María, el Señor custodia a los creyentes para que no se les endurezca

el corazón y puedan conocer constantemente la renovada y renovadora fuerza de la

solidaridad, capaz de escuchar el latir de Dios en el corazón de los hombres y mujeres de

nuestros pueblos.

María, «pedagoga del evangelio», caminó y cantó nuestro Continente y, así, la

Guadalupana no es solamente recordada como indígena, española, hispana o afroamericana.

Simplemente es latinoamericana: Madre de una tierra fecunda y generosa en la que todos, de

una u otra manera, nos podemos encontrar desempeñando un papel protagónico en la

construcción del Templo santo de la familia de Dios.

Hijo y hermano latinoamericano, sin miedo, canta y camina como lo hizo tu Madre.

_______________

NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Martes, 12 de diciembre de 2017

El Evangelio que acaba de ser proclamado es el prefacio de dos grandes cánticos: el

cántico de María conocido como el «Magníficat» y el cántico de Zacarías, el «Benedictus»,

y me gusta llamarlo «el cántico de Isabel o de la fecundidad». Miles de cristianos a lo largo

y ancho de todo el mundo comienzan el día cantando: «Bendito sea el Señor» y terminan la

jornada «proclamando su grandeza porque ha mirado con bondad la pequeñez de los suyos».

De esta forma, los creyentes de diversos pueblos, día a día, buscan hacer memoria; recordar

que de generación en generación la misericordia de Dios se extiende sobre todo el pueblo

como lo había prometido a nuestros padres. Y en este contexto de memoria agradecida brota

el canto de Isabel en forma de pregunta: «¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga

a visitarme?». A Isabel, la mujer marcada por el signo de la esterilidad, la encontramos

cantando bajo el signo de la fecundidad y del asombro.

Quisiera subrayar estos dos aspectos. Isabel, la mujer bajo el signo de la esterilidad y

bajo el signo de la fecundidad.

1. Isabel la mujer estéril, con todo lo que esto implicaba para la mentalidad religiosa

de su época, que consideraba la esterilidad como un castigo divino fruto del propio pecado o

el del esposo. Un signo de vergüenza llevado en la propia carne o por considerarse culpable

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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de un pecado que no cometió o por sentirse poca cosa al no estar a la altura de lo que se

esperaba de ella. Imaginemos, por un instante, las miradas de sus familiares, de sus vecinos,

de sí misma… esterilidad que cala hondo y termina paralizando toda la vida. Esterilidad que

puede tomar muchos nombres y formas cada vez que una persona siente en su carne la

vergüenza al verse estigmatizada o sentirse poca cosa.

Así podemos vislumbrarlo en el indiecito Juan Diego cuando le dice a María «yo en

verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy ala, sometido a hombros y a

cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá donde te dignas enviarme»1. Así también este

sentimiento puede estar —como bien nos hacían ver los obispos Latinoamericanos— en

nuestras comunidades «indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son

tratadas con dignidad e igualdad de condiciones; o en muchas mujeres, que son excluidas en

razón de su sexo, raza o situación socioeconómica; jóvenes, que reciben una educación de

baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni de entrar en el mercado

del trabajo para desarrollarse y constituir una familia; muchos pobres, desempleados,

migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía

informal; niños y niñas sometidos a la prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo

sexual»2.

2. Y junto a Isabel, la mujer estéril, contemplamos a Isabel la mujer fecunda-

asombrada. Es ella la primera en reconocer y bendecir a María. Es ella la que en la vejez

experimentó en su propia vida, en su carne, el cumplimiento de la promesa hecha por Dios.

La que no podía tener hijos llevó en su seno al precursor de la salvación. En ella, entendemos

que el sueño de Dios no es ni será la esterilidad ni estigmatizar o llenar de vergüenza a sus

hijos, sino hacer brotar en ellos y de ellos un canto de bendición. De igual manera lo vemos

en Juan Diego. Fue precisamente él, y no otro, quien lleva en su tilma la imagen de la Virgen:

la Virgen de piel morena y rostro mestizo, sostenida por un ángel con alas de quetzal, pelícano

y guacamayo; la madre capaz de tomar los rasgos de sus hijos para hacerlos sentir parte de

su bendición.

Pareciera que una y otra vez Dios se empecina en mostrarnos que la piedra que

desecharon los constructores se vuelve la piedra angular (cf. Sal 117,22).

Queridos hermanos, en medio de esta dialéctica de fecundidad–esterilidad miremos

la riqueza y la diversidad cultural de nuestros pueblos de América Latina y el Caribe, ella es

signo de la gran riqueza que somos invitados no sólo a cultivar sino, especialmente en nuestro

tiempo, a defender valientemente de todo intento homogeneizador que termina imponiendo

—bajo slogans atrayentes— una única manera de pensar, de ser, de sentir, de vivir, que

termina haciendo inválido o estéril todo lo heredado de nuestros mayores; que termina

haciendo sentir, especialmente a nuestros jóvenes, poca cosa por pertenecer a tal o cual

cultura. En definitiva, nuestra fecundidad nos exige defender a nuestros pueblos de una

colonización ideológica que cancela lo más rico de ellos, sean indígenas, afroamericanos,

mestizos, campesinos, o suburbanos.

La Madre de Dios es figura de la Iglesia (Lumen Gentium, 63) y de ella queremos

aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con rostro indígena, afroamericano, rostro

campesino, rostro cola, ala, cacaxtle. Rostro pobre, de desempleado, de niño y niña, anciano

1 Nican Mopohua, 55. 2 Cf. Aparecida, 65.

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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y joven para que nadie se sienta estéril ni infecundo, para que nadie se sienta avergonzado o

poca cosa. Sino, al contrario, para que cada uno al igual que Isabel y Juan Diego pueda

sentirse portador de una promesa, de una esperanza y pueda decir desde sus entrañas:

«¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6) desde el misterio de esa filiación que, sin cancelar los

rasgos de cada uno, nos universaliza constituyéndonos pueblo.

Hermanos, en este clima de memoria agradecida por nuestro ser latinoamericanos,

cantemos en nuestro corazón el cántico de Isabel, el canto de la fecundidad, y digámoslo

junto a nuestros pueblos que no se cansan de repetirlo: Bendita eres entre todas las mujeres

y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.

SANTA MISA CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE

GUADALUPE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Lunes 12 de diciembre de 2016

«Feliz de ti porque has creído» (Lc 1,45) con estas palabras Isabel ungió la presencia

de María en su casa. Palabras que nacen de su vientre, de sus entrañas; palabras que logran

hacer eco de todo lo que experimentó con la visita a su prima: «Apenas oí tu saludo, el niño

saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti porque has creído» (Lc 1,44-45).

Dios nos visita en las entrañas de una mujer, movilizando las entrañas de otra mujer

con un canto de bendición y alabanza, con un canto de alegría. La escena evangélica lleva

consigo todo el dinamismo de la visita de Dios: cuando Dios sale a nuestro encuentro

moviliza nuestras entrañas, pone en movimiento lo que somos hasta transformar toda nuestra

vida en alabanza y bendición. Cuando Dios nos visita nos deja inquietos, con la sana

inquietud de aquellos que se sienten invitados a anunciar que Él vive y está en medio de su

pueblo. Así lo vemos en María, la primera discípula y misionera, la nueva Arca de la Alianza

quien, lejos de permanecer en un lugar reservado en nuestros Templos, sale a visitar y

acompaña con su presencia la gestación de Juan. Así lo hizo también en 1531: corrió al

Tepeyac para servir y acompañar a ese Pueblo que estaba gestándose con dolor,

convirtiéndose en su Madre y la de todos nuestros pueblos.

Con Isabel también nosotros hoy en su día queremos ungirla y saludarla diciendo:

«Feliz de ti María porque has creído» y sigues creyendo «que se cumplirá todo lo que te fue

anunciado de parte del Señor» (v. 45). María es así icono del discípulo, de la mujer creyente

y orante que sabe acompañar y alentar nuestra fe y nuestra esperanza en las distintas etapas

que nos toca atravesar. En María tenemos el fiel reflejo «no [de] una fe poéticamente

edulcorada, sino [de] una fe recia sobre todo en una época en la que se quiebran los dulces

encantos de las cosas y las contradicciones entran en conflicto por doquier»3.

3 Romano Guardini, El Señor. Meditaciones sobre la vida de Jesucristo, Madrid 2005, 44.

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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Ciertamente tendremos que aprender de esa fe recia y servicial que ha caracterizado

y caracteriza a nuestra Madre; aprender de esa fe que sabe meterse dentro de la historia para

ser sal y luz en nuestras vidas y en la sociedad.

La sociedad que estamos construyendo para nuestros hijos está cada vez más marcada

por los signos de la división y fragmentación, dejando «fuera de juego» a muchos,

especialmente a aquellos a los que se les hace difícil alcanzar los mínimos para llevar adelante

su vida con dignidad. Una sociedad que le gusta jactarse de sus avances científicos y

tecnológicos, pero que se ha vuelto cegatona e insensible frente a miles de rostros que se van

quedando por el camino, excluidos por el orgullo que ciega de unos pocos. Una sociedad que

termina instalando una cultura de la desilusión, el desencanto y la frustración en muchísimos

de nuestros hermanos; e inclusive, de angustia en otros tantos porque experimentan las

dificultades que tienen que enfrentar para no quedarse fuera del camino.

Pareciera que, sin darnos cuenta, nos hemos acostumbrado a vivir en la «sociedad de

la desconfianza» con todo lo que esto supone para nuestro presente y especialmente para

nuestro futuro; desconfianza que poco a poco va generando estados de desidia y dispersión.

Qué difícil es presumir de la sociedad del bienestar cuando vemos que nuestro querido

continente americano se ha acostumbrado a ver a miles y miles de niños y jóvenes en

situación de calle que mendigan y duermen en las estaciones de trenes, del subte o donde

encuentren lugar. Niños y jóvenes explotados en trabajos clandestinos u obligados a

conseguir alguna moneda en el cruce de las avenidas limpiando los parabrisas de nuestros

autos..., y sienten que en el «tren de la vida» no hay lugar para ellos. Cuántas familias van

quedando marcadas por el dolor al ver a sus hijos víctimas de los mercaderes de la muerte.

Qué duro es ver cómo hemos normalizado la exclusión de nuestros ancianos obligándolos a

vivir en la soledad, simplemente porque no generan productividad; o ver —como bien

supieron decir los Obispos en Aparecida—, «la situación precaria que afecta la dignidad de

muchas mujeres. Algunas, desde niñas y adolescentes, son sometidas a múltiples formas de

violencia dentro y fuera de casa»4. Son situaciones que nos pueden paralizar, que pueden

poner en duda nuestra fe y especialmente nuestra esperanza, nuestra manera de mirar y

encarar el futuro.

Frente a todas estas situaciones, así y todos tenemos que decir con Isabel: «Feliz de

ti por haber creído», y aprender de esa fe recia y servicial que ha caracterizado y caracteriza

a nuestra Madre.

Celebrar a María es, en primer lugar, hacer memoria de la madre, hacer memoria de

que no somos ni seremos nunca un pueblo huérfano. ¡Tenemos Madre! Y donde está la madre

hay siempre presencia y sabor a hogar. Donde está la madre, los hermanos se podrán pelear

pero siempre triunfará el sentido de unidad. Donde está la madre, no faltará la lucha a favor

de la fraternidad. Siempre me ha impresionado ver, en distintos pueblos de América Latina,

esas madres luchadoras que, a menudo ellas solas, logran sacar adelante a sus hijos. Así es

María. Así es María con nosotros; somos sus hijos: Mujer luchadora frente a la sociedad de

la desconfianza y de la ceguera, frente a la sociedad de la desidia y la dispersión; Mujer que

lucha para potenciar la alegría del Evangelio. Lucha para darle «carne» al Evangelio.

4 V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio

2007), 48.

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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Mirar la Guadalupana es recordar que la visita del Señor pasa siempre por medio de

aquellos que logran «hacer carne» su Palabra, que buscan encarnar la vida de Dios en sus

entrañas, volviéndose signos vivos de su misericordia.

Celebrar la memoria de María es afirmar contra todo pronóstico que «en el corazón y

en la vida de nuestros pueblos late un fuerte sentido de esperanza, no obstante las

condiciones de vida que parecen ofuscar toda esperanza»5.

María, porque creyó, amó; porque es sierva del Señor y sierva de sus hermanos.

Celebrar la memoria de María es celebrar que nosotros, al igual que ella, estamos invitados

a salir e ir al encuentro de los demás con su misma mirada, con sus mismas entrañas de

misericordia, con sus mismos gestos. Contemplarla es sentir la fuerte invitación a imitar su

fe. Su presencia nos lleva a la reconciliación, dándonos fuerza para generar lazos en nuestra

bendita tierra latinoamericana, diciéndole «sí» a la vida y «no» a todo tipo de indiferencia,

de exclusión, de descarte de pueblos o personas.

No tengamos miedo de salir a mirar a los demás con su misma mirada. Una mirada

que nos hace hermanos. Lo hacemos porque, al igual que Juan Diego, sabemos que aquí está

nuestra madre, sabemos que estamos bajo su sombra y su resguardo, que es la fuente de

nuestra alegría, que estamos en el cruce de sus brazos6.

Danos la paz y el trigo, Señora y Niña nuestra,

Una patria que suma hogar, templo y escuela,

Un pan que alcance a todos y una fe que se encienda

Por tus manos unidas, por tus ojos de estrella. Amén.

SANTA MISA CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE NUESTRA SEÑORA DE

GUADALUPE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Sábato 12 de diciembre de 2015

«El Señor tu Dios, está en medio de ti […], se alegra y goza contigo, te renueva con

su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta» (So 3,17-18). Estas palabras del

profeta Sofonías, dirigidas a Israel, pueden también ser referidas a nuestra Madre, la Virgen

María, a la Iglesia, y a cada uno de nosotros, a nuestra alma, amada por Dios con amor

misericordioso. Sí, Dios nos ama tanto que incluso se goza y se complace en nosotros. Nos

ama con amor gratuito, sin límites, sin esperar nada en cambio. No le gusta el pelagianismo.

5 V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio

2007), 536. 6 Cf. Nicam Mopohua, 119: «No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No

soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad

de alguna otra cosa?».

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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Este amor misericordioso es el atributo más sorprendente de Dios, la síntesis en que se

condensa el mensaje evangélico, la fe de la Iglesia.

La palabra «misericordia» está compuesta por dos palabras: miseria y corazón. El

corazón indica la capacidad de amar; la misericordia es el amor que abraza la miseria de la

persona. Es un amor que «siente» nuestra indigencia como si fuera propia, para liberarnos de

ella. «En esto está el amor: no somos nosotros que amamos a Dios, sino que es Él que nos ha

amado primero y ha mandado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (1

Jn 4,9-10). «El Verbo se hizo carne» - a Dios tampoco le gusta el gnosticismo-, quiso

compartir todas nuestras fragilidades. Quiso experimentar nuestra condición humana, hasta

cargar en la Cruz con todo el dolor de la existencia humana. Es tal el abismo de su compasión

y misericordia: un anonadarse para convertirse en compañía y servicio a la humanidad herida.

Ningún pecado puede cancelar su cercanía misericordiosa, ni impedirle poner en acto su

gracia de conversión, con tal que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace

resplandecer con mayor fuerza el amor de Dios Padre quien, para rescatar al esclavo, ha

sacrificado a su Hijo. Esa misericordia de Dios llega a nosotros con el don del Espíritu Santo

que, en el Bautismo, hace posible, genera y nutre la vida nueva de sus discípulos. Por más

grandes y graves que sean los pecados del mundo, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra,

posibilita el milagro de una vida más humana, llena de alegría y de esperanza.

Y también nosotros gritamos jubilosos: «¡El Señor es mi Dios y salvador!». «El Señor

está cerca». Y esto nos lo dice el apóstol Pablo, nada nos tiene que preocupar, Él está cerca

y no solo, con su Madre. Ella le decía a San Juan Diego: ¿Por qué tenés miedo, acaso no

estoy yo aquí que soy tu madre? Está cerca. Él y su Madre. La misericordia más grande radica

en su estar en medio de nosotros, en su presencia y compañía. Camina junto a nosotros, nos

muestra el sendero del amor, nos levanta en nuestras caídas –y con qué ternura lo hace– nos

sostiene ante nuestras fatigas, nos acompaña en todas las circunstancias de nuestra existencia.

Nos abre los ojos para mirar las miserias propias y del mundo, pero a la vez nos llena de

esperanza. «Y la paz de Dios […] custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo

Jesús» (Flp 4,7), nos dice Pablo. Esta es la fuente de nuestra vida pacificada y alegre; nada

ni nadie puede robarnos esta paz y esta alegría, no obstante los sufrimientos y las pruebas de

la vida. El Señor con su ternura nos abre su corazón, nos abre su amor. El Señor le tiene

alergia a las rigideces. Cultivemos esta experiencia de misericordia, de paz y de esperanza,

durante el camino de adviento que estamos recorriendo y a la luz del año jubilar. Anunciar

la Buena noticia a los pobres, como Juan Bautista, realizando obras de misericordia, es una

buena manera de esperar la venida de Jesús en la Navidad. Es imitarlo a Él que dio todo, se

dio todo. Esa es su misericordia sin esperar nada en cambio.

Dios se goza y complace muy especialmente en María. En una de las oraciones más

queridas por el pueblo cristiano, la Salve Regina, llamamos a María «madre de misericordia».

Ella ha experimentado la misericordia divina, y ha acogido en su seno la fuente misma de

esta misericordia: Jesucristo. Ella, que ha vivido siempre íntimamente unida a su Hijo, sabe

mejor que nadie lo que Él quiere: que todos los hombres se salven, que a ninguna persona le

falte nunca la ternura y el consuelo de Dios. Que María, Madre de Misericordia, nos ayude a

entender cuánto nos quiere Dios.

A María santísima le encomendamos los sufrimientos y las alegrías de los pueblos de

todo el continente americano, que la aman como madre y la reconocen como «patrona», bajo

el título entrañable de Nuestra Señora de Guadalupe. Que «la dulzura de su mirada nos

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

11

acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de

Dios» (Bula Misericordiae vultus, 24). A Ella le pedimos en este año jubilar que sea una

siembra de amor misericordioso en el corazón de las personas, de las familias y de las

naciones. Que nos siga repitiendo: “No tengas miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu

madre, Madre de misericordia”. Que nos convirtamos en misericordiosos, y que las

comunidades cristianas sepan ser oasis y fuentes de misericordia, testigos de una caridad que

no admite exclusiones. Para pedirle esto, de una manera fuerte, viajaré a venerarla en su

Santuario el próximo 13 de febrero. Allí pediré todo esto para toda América, de la cual es

especialmente Madre. A Ella le suplico que guíe los pasos de su pueblo americano, pueblo

peregrino que busca a la Madre de misericordia, y solamente le pide una cosa: que le muestre

a su Hijo Jesús.

______________________

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA FESTIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana

Viernes 12 de diciembre de 2014

«Que te alaben, Señor, todos los pueblos.

Ten piedad de nosotros y bendícenos;

Vuelve, Señor, tus ojos a nosotros.

Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora.

Las naciones con júbilo te canten,

Porque juzgas al mundo con justicia (…)» (Sal 66).

La plegaria del salmista, de súplica de perdón y bendición de pueblos y naciones y, a

la vez, de jubilosa alabanza, ayuda a expresar el sentido espiritual de esta celebración. Son

los pueblos y naciones de nuestra Patria Grande, Patria Grande latinoamericana los que hoy

conmemoran con gratitud y alegría la festividad de su “patrona”, Nuestra Señora de

Guadalupe, cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con Gabriel Arcángel

y santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración filial: «Dios te salve, María, llena eres

de gracia, el Señor está contigo...» (Lc 1,28).

En esta festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, hacemos en primer lugar

memoria agradecida de su visitación y cercanía materna; cantamos con Ella su “magnificat”;

y le confiamos la vida de nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.

Cuando se apareció a San Juan Diego en el Tepeyac, se presentó como “la perfecta

siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios” (Nican Mopohua); y dio lugar a una

nueva visitación. Corrió premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en

dramática gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo … mujer vestida de sol,

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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con la luna bajo sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología cultural y religiosa de los

pueblos originarios, anuncia y dona a su Hijo a todos esos otros nuevos pueblos de mestizaje

desgarrado. Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su visita y ante el don de su Hijo y la

más perfecta discípula del Señor se convirtió en la «gran misionera que trajo el Evangelio a

nuestra América» (Aparecida, 269). El Hijo de María Santísima, Inmaculada encinta, se

revela así desde los orígenes de la historia de los nuevos pueblos como “el verdaderísimo

Dios por quien se vive”, buena nueva de la dignidad filial de todos sus habitantes. Ya nadie

más es solamente siervo sino todos somos hijos de un mismo Padre hermanos entre nosotros,

y siervos en el siervo.

La Santa Madre de Dios visitó a estos pueblos y quiso quedarse con ellos. Dejó

estampada misteriosamente su imagen en la “tilma” de su mensajero para que la tuviéramos

bien presente, convirtiéndose en símbolo de la alianza de María con estas gentes, a quienes

confiere alma y ternura. Por su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el más rico

tesoro del alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es Jesucristo: un patrimonio

que se transmite y manifiesta hasta hoy en el bautismo de multitudes de personas, en la fe,

esperanza y caridad de muchos, en la preciosidad de la piedad popular y también en ese ethos

americano que se muestra en la conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión

por la justicia, en la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza a veces

contra toda esperanza.

De ahí que nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a Dios por las maravillas

que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos. Dios, según su estilo, “ha ocultado

estas cosas a sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los

sencillos de corazón” (cf. Mt 11,21). En las maravillas que ha realizado el Señor en María,

Ella reconoce el estilo y modo de actuar de su Hijo en la historia de salvación. Trastocando

los juicios mundanos, destruyendo los ídolos del poder, de la riqueza, del éxito a todo precio,

denunciando la autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos secularizados que alejan de

Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se complace en subvertir las ideologías y

jerarquías mundanas. Enaltece a los humildes, viene en auxilio de los pobres y pequeños,

colma de bienes, bendiciones y esperanzas a los que confían en su misericordia de generación

en generación, mientras derriba de sus tronos a los ricos, potentes y dominadores. El

“Magnificat” así nos introduce en las “bienaventuranzas”, síntesis y ley primordial del

mensaje evangélico. A su luz, hoy, nos sentimos movidos a pedir una gracia. La gracia tan

cristiana de que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por

los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de

corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de

Cristo, “porque de ellos es el Reino de los cielos” (cf. Mt 5,1-11). Sea la gracia de ser forjados

por ellos a los cuales, hoy día, el sistema idolátrico de la cultura del descarte los relega a la

categoría de esclavos, de objetos de aprovechamiento o simplemente desperdicio.

Y hacemos esta petición porque América Latina es el “continente de la esperanza”,

porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y

progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con

sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar

esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores

revolucionarios de auténtica vida nueva.

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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Ponemos estas realidades y estos deseos en la mesa del altar, como ofrenda agradable

a Dios. Suplicando su perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y

victoria pascual de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el único Señor, el “libertador” de todas

nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él es la piedra angular de la historia y

fue el gran descartado. Él nos llama a vivir la verdadera vida, una vida humana, una

convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las puertas de la «nueva tierra y los nuevos

cielos» (Ap 21,1). Suplicamos a la Santísima Virgen María, en su advocación guadalupana –

a la Madre de Dios, a la Reina y Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó

san Juan Diego, y con todos los apelativos cariñosos con que se dirigen a Ella en la piedad

popular–, le suplicamos que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a nuestros

pueblos. Y que conduzca de la mano a todos los hijos que peregrinan en estas tierras al

encuentro de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad,

especialmente en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en

el santo pueblo fiel de Dios, presente en los que sufren y en los humildes de corazón. Y si

este programa tan audaz nos asusta o la pusilanimidad mundana nos amenaza que Ella nos

vuelva a hablar al corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, de madraza, ¿por

qué tenés miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?

______________________

SANTA MISA POR AMÉRICA LATINA

CON MOTIVO DE LAS CELEBRACIONES POR EL BICENTENARIO

DE INDEPENDENCIA DE LOS PAÍSES LATINOAMERICANOS Y DEL

CARIBE

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe

Basílica Vaticana, 12 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

«La tierra ha dado su fruto» (Sal 66,7). En esta imagen del salmo que hemos

escuchado, en el que se invita a todos los pueblos y naciones a alabar con júbilo al Señor que

nos salva, los Padres de la Iglesia han sabido reconocer a la Virgen María y a Cristo, su Hijo:

«La tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de

este fango, de Adán […]. La tierra ha dado su fruto: primero produjo una flor [...]; luego esa

flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne.

¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la

esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (S. Jerónimo, Breviarum

in Psalm. 66: PL 26,1010-1011). También nosotros hoy, exultando por el fruto de esta tierra,

decimos: «Que te alaben, Señor, todos los pueblos» (Sal 66,4. 6). Proclamamos el don de la

redención alcanzada por Cristo, y en Cristo, reconocemos su poder y majestad divina.

Animado por estos sentimientos, saludo con afecto fraterno a los señores cardenales

y obispos que nos acompañan, a las diversas representaciones diplomáticas, a los sacerdotes,

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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religiosos y religiosas, así como a los grupos de fieles congregados en esta Basílica de San

Pedro para celebrar con gozo la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y

Estrella de la Evangelización de América. Tengo igualmente presentes a todos los que se

unen espiritualmente y oran a Dios con nosotros por los diversos países latinoamericanos y

del Caribe, muchos de los cuales durante este tiempo festejan el Bicentenario de su

independencia, y que, más allá de los aspectos históricos, sociales y políticos de los hechos,

renuevan al Altísimo la gratitud por el gran don de la fe recibida, una fe que anuncia el

Misterio redentor de la muerte y resurrección de Jesucristo, para que todos los pueblos de la

tierra en Él tengan vida. El Sucesor de Pedro no podía dejar pasar esta efeméride sin hacer

presente la alegría de la Iglesia por los copiosos dones que Dios en su infinita bondad ha

derramado durante estos años en esas amadísimas naciones, que tan entrañablemente invocan

a María Santísima.

La venerada imagen de la Morenita del Tepeyac, de rostro dulce y sereno, impresa en

la tilma del indio san Juan Diego, se presenta como «la siempre Virgen María, Madre del

verdadero Dios por quien se vive» (De la lectura del Oficio. Nicán Mopohua, 12ª ed.,

México, D.F., 1971, 3-19). Ella evoca a la «mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y

una corona de doce estrellas sobre su cabeza, que está encinta» (Ap 12,1-2) y señala la

presencia del Salvador a su población indígena y mestiza. Ella nos conduce siempre a su

divino Hijo, el cual se revela como fundamento de la dignidad de todos los seres humanos,

como un amor más fuerte que las potencias del mal y la muerte, siendo también fuente de

gozo, confianza filial, consuelo y esperanza.

O Magnificat, que proclamamos no Evangelho, é «o cântico da Mãe de Deus e o da

Igreja, cântico da Filha de Sião e do novo Povo de Deus, cântico de ação de graças pela

plenitude de graças distribuídas na Economia da salvação, cântico dos “pobres”, cuja

esperança é satisfeita pela realização das promessas feitas a nossos pais» (Catecismo da

Igreja Católica, 2619). Em um gesto de reconhecimento ao seu Senhor e de humildade da

sua serva, a Virgem Maria eleva a Deus o louvor por tudo o que Ele fez em favor do seu povo

Israel. Deus é Aquele que merece toda a honra e glória, o Poderoso que fez maravilhas por

sua fiel servidora e que hoje continua mostrando o seu amor por todos os homens,

particularmente aqueles que enfrentam duras provas.

«Mira que tu Rey viene hacia ti; Él es justo y victorioso, es humilde y está montado

sobre un asno» (Zc 9,9), hemos escuchado en la primera lectura. Desde la encarnación del

Verbo, el Misterio divino se revela en el acontecimiento de Jesucristo, que es contemporáneo

a toda persona humana en cualquier tiempo y lugar por medio de la Iglesia, de la que María

es Madre y modelo. Por eso, nosotros podemos hoy continuar alabando a Dios por las

maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos y del mundo entero,

manifestando su presencia en el Hijo y la efusión de su Espíritu como novedad de vida

personal y comunitaria. Dios ha ocultado estas cosas a «sabios y entendidos», dándolas a

conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón (cf. Mt 11,25).

Por su «sí» a la llamada de Dios, la Virgen María manifiesta entre los hombres el

amor divino. En este sentido, Ella, con sencillez y corazón de madre, sigue indicando la única

Luz y la única Verdad: su Hijo Jesucristo, que «es la respuesta definitiva a la pregunta sobre

el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos

hombres y mujeres del continente americano» (Exhort. Ap. postsinodal Ecclesia in America,

10). Asimismo, Ella «continúa alcanzándonos por su constante intercesión los dones de la

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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eterna salvación. Con amor maternal cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan

y se debaten entre peligros y angustias hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen

gentium, 62).

Actualmente, mientras se conmemora en diversos lugares de América Latina el

Bicentenario de su independencia, el camino de la integración en ese querido continente

avanza, a la vez que se advierte su nuevo protagonismo emergente en el concierto mundial.

En estas circunstancias, es importante que sus diversos pueblos salvaguarden su rico tesoro

de fe y su dinamismo histórico-cultural, siendo siempre defensores de la vida humana desde

su concepción hasta su ocaso natural y promotores de la paz; han de tutelar igualmente la

familia en su genuina naturaleza y misión, intensificando al mismo tiempo una vasta y capilar

tarea educativa que prepare rectamente a las personas y las haga conscientes de sus

capacidades, de modo que afronten digna y responsablemente su destino. Están llamados

asimismo a fomentar cada vez más iniciativas acertadas y programas efectivos que propicien

la reconciliación y la fraternidad, incrementen la solidaridad y el cuidado del medio ambiente,

vigorizando a la vez los esfuerzos para superar la miseria, el analfabetismo y la corrupción y

erradicar toda injusticia, violencia, criminalidad, inseguridad ciudadana, narcotráfico y

extorsión.

Cuando la Iglesia se preparaba para recordar el quinto centenario de la plantatio de la

Cruz de Cristo en la buena tierra del continente americano, el beato Juan Pablo II formuló en

su suelo, por primera vez, el programa de una evangelización nueva, nueva «en su ardor, en

sus métodos, en su expresión» (cf. Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 marzo 1983, III:

AAS 75, 1983, 778). Desde mi responsabilidad de confirmar en la fe, también yo deseo animar

el afán apostólico que actualmente impulsa y pretende la «misión continental» promovida en

Aparecida, para que «la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las

personas y los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante y encuentro

vivificante con Cristo» (V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del

Caribe, Documento conclusivo, 13). Así se multiplicarán los auténticos discípulos y

misioneros del Señor y se renovará la vocación de Latinoamérica y el Caribe a la esperanza.

Que la luz de Dios brille, pues, cada vez más en la faz de cada uno de los hijos de esa amada

tierra y que su gracia redentora oriente sus decisiones, para que continúen avanzando sin

desfallecer en la construcción de una sociedad cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo

del amor y la difusión de la justicia. Con estos vivos deseos, y sostenido por el auxilio de la

providencia divina, tengo la intención de emprender un Viaje apostólico antes de la santa

Pascua a México y Cuba, para proclamar allí la Palabra de Cristo y se afiance la convicción

de que éste es un tiempo precioso para evangelizar con una fe recia, una esperanza viva y

una caridad ardiente.

Encomiendo todos estos propósitos a la amorosa mediación de Santa María de

Guadalupe, nuestra Madre del cielo, así como los actuales destinos de las naciones

latinoamericanas y caribeñas y el camino que están recorriendo hacia un mañana mejor.

Invoco igualmente sobre ellas la intercesión de tantos santos y beatos que el Espíritu ha

suscitado a lo largo y ancho de la historia de ese continente, ofreciendo modelos heroicos de

virtudes cristianas en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales, para que su

ejemplo favorezca cada vez más una nueva evangelización bajo la mirada de Cristo, Salvador

del hombre y fuerza de su vida.

Amén.

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MISA SOLEMNE DE CLAUSURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL

PARA AMÉRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Viernes 12 de diciembre de 1997

1. «En aquellos días María se puso en camino» (Lc 1, 39).

¡Qué sugestivo es volver a escuchar la página evangélica de la Visitación durante esta

celebración, con la que se concluye la Asamblea especial para América del Sínodo de los

obispos!

La Iglesia siempre está en peregrinación, «en camino». Ha sido enviada y existe para

caminar en el tiempo y en el espacio, anunciando y dando testimonio del Evangelio hasta los

últimos confines de la tierra.

Hace cerca de cinco siglos, la Iglesia peregrinante en la historia se puso en camino

hacia el continente americano, recién descubierto. Desde entonces, ha arraigado en las

diversas culturas de esas tierras, ha asumido los rasgos de la gente del lugar, como lo

demuestra de forma elocuente la imagen de la Virgen de Guadalupe, cuya memoria

celebramos en la liturgia de hoy.

Y he aquí que este año, mientras todo el pueblo de Dios está en camino hacia el gran

jubileo del año 2000, se ha celebrado este Sínodo continental. Se trata, ciertamente, de un

punto de llegada; pero, más aún, de un nuevo punto de partida: la comunidad cristiana, a

ejemplo de María, se vuelve a poner en camino, impulsada por el amor a Cristo, para llevar

a cabo la nueva evangelización del continente americano. Es el inicio de una renovada

misión, que ha encontrado en la Asamblea especial del Sínodo de los obispos su «cenáculo»

y su «Pentecostés », precisamente al inicio de un año totalmente dedicado al Espíritu Santo.

Es el Espíritu que guía incesantemente al pueblo cristiano por los caminos de la

historia de la salvación. Por esto queremos hoy dar gracias al Señor, reconociendo que Cristo

mismo está presente entre nosotros y camina con nosotros.

Venerados hermanos en el episcopado, amadísimos hermanos y hermanas,

dirijámonos juntos, en una peregrinación espiritual, a Belén y depositemos los frutos de

nuestro esfuerzo a los pies del Hijo de Dios, que viene a salvarnos: «Regem venturum,

Dominum, venite, adoremus!».

2. Durante estas semanas hemos hecho nuestras las últimas palabras de Cristo, el Hijo

de Dios encarnado, su testamento, que para los bautizados es también su gran mandato

misionero: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del

Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.

Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

Vosotros, pastores de las Iglesias que están en América, fieles a ese mandato en el

que se funda nuestro ministerio, no dejéis de anunciar a un mundo sediento de la verdad a

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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Cristo vivo, nuestra única salvación. Sólo él es nuestra paz; sólo él es la riqueza, en la que

siempre podemos encontrar fuerza y alegría interior.

A lo largo de los trabajos sinodales ha resonado el eco de las voces de los primeros

evangelizadores de América, que nos han recordado el deber de una profunda conversión a

Cristo, única fuente de auténtica comunión y solidaridad. Ha llegado el tiempo de la nueva

evangelización, una ocasión providencial para guiar al pueblo de Dios que está en América

a cruzar el umbral del tercer milenio con renovada esperanza.

¡Cómo no dar gracias a Dios, hoy, por todos los misioneros que durante cinco siglos

de historia han trabajado en la evangelización del continente! La Iglesia les debe muchísimo.

De muchos conocemos los nombres, pues han llegado a la gloria de los altares. Pero la mayor

parte de los misioneros permanecen desconocidos, sobre todo religiosos, a los que América

les debe mucho, no sólo en el campo religioso, sino también en el cultural. Como en Europa,

de donde procedían los misioneros, también en el continente americano el íntimo vínculo

entre fe, evangelización y cultura ha dado origen a numerosas obras de arte, de arquitectura,

de literatura, así como a celebraciones y tradiciones populares. De esta forma, ha nacido una

rica tradición, que constituye un patrimonio significativo de las poblaciones de América del

sur, del centro y del norte.

Entre estas regiones hay diferencias que se remontan a los orígenes mismos de su

evangelización. Sin embargo, el Sínodo ha puesto de manifiesto, con gran claridad, que el

Evangelio las ha armonizado. Los participantes en el Sínodo han experimentado esta unidad,

manantial de solidaridad fraterna. De este modo, el Sínodo ha cumplido su principal objetivo,

el que indica su mismo nombre, syn-odos, que quiere decir comunión de caminos. Damos

gracias al Señor por esta comunión de caminos, por los que han avanzado enteras gene

solidaridad. raciones de cristianos en ese gran continente.

3. Queridos hermanos y hermanas, a lo largo de la Asamblea sinodal se han

examinado los problemas y las perspectivas de la nueva evangelización en América. Toda

solución se funda en la conciencia del deber urgente de proclamar con celo y valentía a

Jesucristo, Redentor de todo hombre y de todo el hombre. Sólo acudiendo a esta fuente viva

se pueden afrontar eficazmente todos los desafíos.

Quisiera recordar algunos: la enseñanza auténtica de la doctrina de la Iglesia y una

catequesis fiel al Evangelio, adaptada a las necesidades de nuestro tiempo; las tareas y la

interacción de las diferentes vocaciones y de los diversos ministerios en la Iglesia; la defensa

de la vida humana desde su concepción hasta su término natural; el papel primordial de la

familia en la sociedad; la necesidad de hacer que la sociedad, con sus leyes e instituciones,

esté en armonía con la doctrina de Cristo; el valor del trabajo humano, mediante el cual la

persona humana coopera a la actividad creadora de Dios; la evangelización del mundo de la

cultura, en sus diferentes aspectos. Gracias a una acción apostólica arraigada en el Evangelio

y abierta a los desafíos de la sociedad, podéis contribuir a extender por toda América la

civilización del amor, tan anhelada, que destaca fuertemente la primacía del hombre y la

promoción de su dignidad en todas sus dimensiones, comenzando por la espiritual.

De una manera más profunda y amplia, la Iglesia en América podrá experimentar las

consecuencias de la reconciliación auténtica con Cristo, que abre los corazones y permite a

los hermanos y hermanas en la fe llevar a cabo un nuevo modo de cooperación. Para la nueva

evangelización es fundamental la colaboración efectiva entre las diferentes vocaciones, los

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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diversos ministerios, los múltiples apostolados y carismas suscitados por el Espíritu, tanto

los de institutos religiosos tradicionales como los que han surgido en los últimos tiempos

gracias a nuevos movimientos y asociaciones de fieles.

4. Venerados y queridos padres sinodales, que habéis formado la Asamblea especial

para América del Sínodo, a cada uno de vosotros va en este momento mi cordial saludo, así

como mi más vivo agradecimiento. Siempre que me ha sido posible, he procurado estar

presente también yo en los trabajos sinodales. Para mí ha sido una experiencia significativa,

que me ha ayudado a afianzar los vínculos de comunión afectiva y pastoral que me unen con

vosotros en Jesucristo. Esta unidad espiritual culmina ahora en la celebración de la Eucaristía,

centro y cumbre de la vida de la Iglesia y de todo su proyecto apostólico.

Al partir de Roma, para volver a las diversas diócesis de América, llevad con vosotros

mi bendición y transmitidla a vuestros fieles, especialmente a los sacerdotes, vuestros

colaboradores, a los religiosos y a las religiosas que trabajan en vuestras comunidades, a los

laicos comprometidos en el apostolado, a los jóvenes, a los enfermos y a los ancianos.

Aseguradles mis oraciones y mi afecto. El Espíritu Santo, en este año especialmente dedicado

a él, nos ayude a caminar unidos en el nombre del Señor.

Concluimos los trabajos sinodales en el día dedicado a la Virgen de Guadalupe,

primera testigo de la presencia de Cristo en América. Su santuario, en el corazón del

continente americano, constituye un recuerdo imborrable de la evangelización realizada a lo

largo de estos cinco siglos. La Madre de Cristo se apareció a un hombre sencillo, un indio

llamado Juan Diego. Lo escogió como representante de todos sus amados hijos e hijas de

aquellas tierras, para anunciar que la divina Providencia llama a la salvación a los hombres

de todas las razas y culturas, tanto a los indios que habitaban allí desde hacía muchos siglos,

como a las personas que fueron de Europa para llevarles, aun con sus límites y culpas, el

inmenso don de la buena nueva.

Durante el Sínodo hemos experimentado la especial cercanía de Nuestra Señora,

Madre de Dios, venerada en la basílica de Guadalupe. Y hoy queremos confiarle el camino

futuro de la Iglesia en el gran continente americano.

5. Al concluir los trabajos, hace algún día, vosotros, acogiendo la propuesta de los

tres presidentes delegados, me habéis manifestado el deseo de que, para la promulgación de

la exhortación apostólica postsinodal, vuelva como peregrino a su santuario, en la ciudad de

México. A este respecto, le confío todo proyecto y anhelo a ella. Pero ya desde ahora me

postro espiritualmente a sus pies, recordando mi primera peregrinación en enero de 1979,

cuando me arrodillé delante de su prodigiosa imagen para invocar sobre mi recién iniciado

servicio pontifical su materna asistencia y protección. En aquella circunstancia puse en sus

manos la evangelización de América, especialmente de América Latina, y tomé parte después

en la tercera Conferencia general del Episcopado latinoamericano en Puebla.

Renuevo hoy, en nombre vuestro, la invocación que entonces le dirigí: María, Virgen

de Guadalupe, Madre de toda América, ayúdanos a ser fieles dispensadores de los grandes

misterios de Dios. Ayúdanos a enseñar la verdad que tu Hijo anunció y a extender el amor,

que es el primer mandamiento y el primer fruto del Espíritu Santo. Ayúdanos a confirmar en

la fe a nuestros hermanos. Ayúdanos a difundir la esperanza en la vida eterna. Ayúdanos a

custodiar los grandes tesoros espirituales de los miembros del pueblo de Dios que nos ha sido

confiado.

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Homilías Papales – Nuestra Señora de Guadalupe

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Reina de los Apóstoles, acepta nuestra disponibilidad a servir sin reservas a la causa

de tu Hijo, la causa del Evangelio y la de la paz, fundamentada en la justicia y el amor entre

los hombres y entre los pueblos.

Reina de la paz, salva las naciones y los pueblos de todo el continente, que tanto

confían en ti; sálvalos de las guerras, del odio y de la subversión. Haz que todos, gobernantes

y súbditos, aprendan a vivir en paz, se eduquen para la paz, cumplan todo lo que exigen la

justicia y el respeto de los derechos de cada hombre, para que así se consolide la paz.

Escúchanos, Virgen «morenita», Madre de la Esperanza, Madre de Guadalupe.

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SANTA MISA EN EL 450° ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES

DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE

HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Sábado 12 de diciembre de 1981

Señores Cardenales,

queridos Hermanos en el Episcopado,

amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con la celebración de esta Eucaristía he querido participar con vosotros, junto al

altar del Señor, en un acto de homenaje filial a la Madre de Cristo y de la Iglesia, a la que el

pueblo mexicano se acerca especialmente en estos días, al conmemorar los 450 años de la

presencia de María Santísima de Guadalupe en el Tepeyac.

Vuelvo así, peregrino de fe, como aquella mañana del 27 de enero de 1979, a

continuar el acto mariano que tuve en el Santuario del pueblo de México y de toda América

Latina, en el que desde hace siglos se ha mostrado la maternidad de María. Por ello, siento

que este lugar sagrado donde nos encontramos, la Basílica de San Pedro, se alarga con la

ayuda de la imagen televisada hasta la Basílica guadalupana, siempre corazón espiritual de

México y de modo particular en esta singular circunstancia.

Pero no sólo allí, y ni siquiera en toda la Nación mexicana, resuena este latido de fe

cristiana, mariana y eclesial, sino que son tantísimos los corazones que, desde todas las

Naciones de América, de norte a sur, convergen en peregrinación devota hacia la Madre de

Guadalupe.

Muestra de ello es la significativa participación en este acto, al unísono con las gentes

de sus respectivos pueblos, de los representantes de los países latinoamericanos y de la

Península Ibérica, unidos por comunes lazos de cultura y devoción mariana.

Bien querría que mi presencia entre vosotros hubiera sido también física; mas no

siendo posible, os he enviado como Legado mío al Cardenal Secretario de Estado Agostino

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Casaroli, para que sea una prolongación mía durante estas celebraciones y signo de mi

particular benevolencia.

2. El mensaje guadalupano y la presencia de la venerada Imagen de Nuestra Señora

que preside su nuevo Templo, como lo hiciera por cerca de tres siglos en la anterior basílica,

es un hecho religioso de primera magnitud, que ha marcado de manera determinante los

caminos de la evangelización en el continente americano y ha sellado la configuración del

catolicismo del pueblo mexicano y sus expresiones vitales.

Esa presencia de María en la vida del pueblo ha sido una característica inseparable de

la arraigada religiosidad de los mexicanos. Buena prueba de ello han sido las muchedumbres

incesantes que, a lo largo de los siglos pasados, se han ido turnando a los pies de la Madre y

Señora, y que allí se han renovado en su propósito de fidelidad a la fe cristiana. Prueba

evidente son también los casi ocho millones de personas que anualmente peregrinan hacia su

Templo, así como la presencia de María en tantos hogares, fábricas, caminos, iglesias y

montañas del país.

Ese hecho guadalupano encierra elementos constitutivos y expresivos que contienen

profundos valores religiosos y que hay que saber potenciar para que sean, cada vez más,

canales de evangelización futura. Me limitaré a pergeñar tres aspectos que revisten un

particular significado.

3. En el mensaje guadalupano sobresale con singular fuerza la constante referencia a

la maternidad virginal de María. El pueblo fiel, en efecto, ha tenido siempre viva conciencia

de que la buena Madre del cielo a la que se acerca implorante es la “perfecta siempre Virgen”

de la antigua tradición cristiana, la aeiparthénos de los Padres griegos, la doncella virgen del

Evangelio (cf Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), la “llena de gracia” (Lc 1, 28), objeto de una

singularísima benevolencia divina que la destina a ser la Madre del Dios encarnado, la

Theotókos del Concilio de Efeso, la Deípara venerada en la continuidad del Magisterio

eclesial hasta nuestros días.

Ante esa realidad tan rica y profunda, aun captada a veces de manera sencilla o

incompleta, pero en sincero espíritu de fe y obediencia a la Iglesia, ese mismo pueblo,

católico en su mayoría y guadalupano en su totalidad, ha reaccionado con una entusiasta

manifestación de amor mariano, que lo ha unido en un mismo sentimiento colectivo y ha

hecho para él todavía más simbólica la colina del Tepeyac. Porque allí se ha encontrado a sí

mismo, en la profesión de su fervorosa religiosidad mariana, la misma de los otros pueblos

de América, cultivada también en distintos santuarios, como pude constatar personalmente

durante mi visita a Brasil.

4. Otro aspecto fundamental proclamado en el mensaje guadalupano es la maternidad

espiritual de María sobre todos los hombres, tan íntimamente unida a la maternidad divina.

En efecto, en la devoción guadalupana aparece desde el principio ese rasgo caracterizante,

que los Pastores han inculcado siempre y los fieles han vivido con firme confianza. Un rasgo

aprendido al contemplar a María en su papel singular dentro del misterio de la Iglesia,

derivado de su misión de Madre del Salvador.

Precisamente porque Ella acepta colaborar libremente en el plan salvífico de Dios,

participa de manera activa, unida a su Hijo, en la obra de salvación de los hombres. Sobre

esta función se expresa de modo luminoso el Concilio Vaticano II: María, “concibiendo a

Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con

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su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó de forma enteramente impar a la obra del Salvador

con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida

sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra madre en el orden de la gracia” (Lumen gentium,

61).

Es una enseñanza que, al señalar la cooperación de la Virgen Santísima para restaurar

la vida sobrenatural de las almas, habla de su misión como Madre espiritual de los hombres.

Por ello la Iglesia le tributa su homenaje de amor ardiente “cuando considera la Maternidad

espiritual de María para con todos los miembros del Cuerpo Místico” (Pablo VI, Marialis

cultus, 22). En esa misma línea de enseñanza, el Papa Pablo VI declarará coherentemente a

María como “Madre de la Iglesia”. Por esto mismo he querido yo también confiar a la Madre

de Dios todos los pueblos de la tierra (7 de junio y 8 de diciembre 1981).

Estos contenidos doctrinales han sido una íntima vivencia, repetida hasta hoy en la

historia religiosa latinoamericana, y más en concreto del pueblo mexicano, siempre alentado

en esa línea por sus Pastores. Una tarea empezada por la significativa figura episcopal de

Fray Juan de Zumárraga y continuada celosamente por todos sus hermanos y sucesores. Se

ha tratado de un empeño puesto porfiadamente en todas partes, y realizado de manera singular

en el Santuario guadalupano, punto de encuentro común. Así ha sido también en este año

centenario, que marca asimismo el 450 aniversario de la arquidiócesis de México. Una vez

más, el pueblo fiel ha experimentado la presencia consolante y alentadora de la Madre, como

la ha sentido siempre a lo largo de su historia.

5. Guadalupe y su mensaje son, finalmente, el suceso que crea y expresa de manera

más cabal los trazos salientes de la cultura propia del pueblo mexicano, no como algo que se

impone desde fuera, sino en armonía con sus tradiciones culturales.

En efecto, en la imperante cultura azteca penetra, diez años más tarde de la conquista,

el hecho evangelizador de María de Guadalupe, entendida como el nuevo sol, creador de

armonía entre los elementos en lucha y que abre otra era. Esa presencia evangelizadora, con

la imagen mestiza de María que une en sí dos razas, constituye un hito histórico de creatividad

connatural de una nueva cultura cristiana en un País y, paralelamente, en un continente. Por

eso podrá decir justamente la Conferencia de Puebla que: “El Evangelio encarnado en

nuestros pueblos los congrega en una originalidad histórica cultural que llamamos América

Latina. Esa identidad se simboliza muy luminosamente en el rostro mestizo de María de

Guadalupe que se yergue al inicio de la Evangelización” (Puebla 446). Por ello, en mi visita

al Santuario guadalupano afirmé que “desde que el indio Juan Diego hablara de la dulce

Señora del Tepeyac, Tú, Madre de Guadalupe, entras de modo determinante en la vida

cristiana del pueblo de México” (Homilía en el Santuario de la Virgen de Guadalupe, 27 de

enero de 1979). Y efectivamente, la cohesión en torno a los valores esenciales de la cultura

de la Nación mexicana se realiza alrededor de un valor fundamental, que para el mexicano –

así como para el latinoamericano– ha sido Cristo, traído de modo apreciable por María de

Guadalupe. Por eso Ella, con obvia referencia a su Hijo, ha sido el centro de la religiosidad

popular del mexicano y de su cultura, y ha estado presente en los momentos decisivos de su

vida individual y colectiva.

6. Esta realidad cultural, con la presencia tan sentida de la Madre y Señora, son un

elemento potencial que debe ser aprovechado en todas sus virtualidades evangelizadoras

frente al futuro, a fin de conducir al pueblo fiel, de la mano de María, hacia Cristo, centro de

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toda vida cristiana. De tal manera que la piedad no deje de poner cada vez más de relieve “el

vínculo indisoluble y la esencial referencia de la Virgen al Salvador Divino” (Pablo VI,

Marialis cultus, 25).

No cabe duda de que desde la raíz religiosa, que inspira todos los otros órdenes de

cultura; desde la propia vinculación de fe en Dios y desde la nota mariana, habrá que buscar

en México, así como en las otras Naciones, los cauces de comunión y participación que

conduzcan a la evangelización de los diversos sectores de la sociedad.

De ahí habrá que sacar inspiración para un urgente compromiso en favor de la justicia,

para tratar seriamente de colmar los graves desniveles existentes en campo económico,

social, cultural; y para construir esa unidad en la libertad que hagan de México y de cada uno

de los países de América, una sociedad solidaria y responsablemente participada, una

auténtica e inviolable comunidad de fe, fiel a sus esencias y dinámicamente abierta a la

conveniente integración –desde la comunión de credo– a nivel nacional, latinoamericano y

universal.

En esa amplia perspectiva, guiado por la Virgen de Guadalupe patrona de América

Latina, dirijo mi pensamiento y simpatía a todos los pueblos de la zona, especialmente a los

que sufren mayores privaciones, y de manera particular a los de América Central, aquellos

sobre todo probados hoy por duras y dolorosas situaciones que tanta preocupación suscitan

en mi ánimo y en el mundo, por sus consecuencias negativas para una pacífica convivencia

y por el riesgo que comporta para el mismo orden internacional.

Es necesario y urgente que la propia fe mariana y cristiana impulse a la acción

generalizada en favor de la paz para unos pueblos que tanto están padeciendo; hay que poner

en práctica medidas eficaces de justicia que superen la creciente distancia entre quienes viven

en la opulencia y quienes carecen de lo más indispensable; ha de superarse, con

procedimientos que lo ataquen en su misma raíz, el fenómeno subversión-represión que

alimenta la espiral de una funesta violencia; ha de restablecerse en la mente y en las acciones

de todos la estima del valor supremo y tutela de la sacralidad de la vida; ha de eliminarse

todo tipo de tortura que degrada al hombre, respetando integralmente los derechos humanos

y religiosos de la persona; hay que cuidar con diligencia la promoción de las personas, sin

imposiciones que impidan su realización libre como ciudadanos, miembros de una familia y

comunidad nacional.

No puede omitirse la debida reforma de ciertas estructuras injustas, evitando a la vez

métodos de acción que respondan a concepciones de lucha de clases; se ha de promover la

educación cultural de todos, dejando en salvo la dimensión humana y religiosa de cada

ciudadano o padre de familia.

Un compromiso de moralidad pública ha de ser el primer requisito en la implantación

de una sólida moralidad privada; y si es cierto que deben salvaguardarse las exigencias de

una ordenada convivencia, nunca la persona humana y sus valores han de quedar supeditados

a otras instancias o finalidades, ni ser tampoco víctimas de ideologías materialistas –sean de

cualquier tipo– que sofocan en el ser humano su dimensión trascendente.

El amor al hombre imagen de Dios, la opción preferencial por el más pobre –sin

exclusividades ni odios–, el respeto a su dignidad y vocación terrestre y eterna, deben ser el

parámetro que guíe a quien diga inspirarse en los valores de la fe.

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En ese espíritu de servicio al hombre, incluida su vertiente nacional e internacional,

acepté –pocos días antes de mi visita al santuario guadalupano– la obra de mediación entre

las Naciones hermanas de Argentina y Chile.

Se trataba de evitar de inmediato y se evitó un conflicto bélico que parecía inminente,

y que habría tenido funestas consecuencias. Hace casi tres años que se está trabajando en esa

obra, sin ahorrar esfuerzos ni tiempo.

Invito a todos a pedir a la Madre de Guadalupe, para que se resuelva pronto esa larga

y penosa controversia. Las ventajas serán grandísimas para los dos pueblos interesados – así

como para toda América Latina y aun para el mundo – que desean ardientemente ese

resultado. Una prueba de ello son las numerosas firmas recogidas entre los jóvenes y que van

a ser depositadas ante este altar. Puedan ser estos jóvenes los heraldos de la paz.

Sean sopesados serenamente los sacrificios que implica la concordia. Se verá

entonces que vale la pena afrontarlos, en vistas de bienes superiores.

7. A los pies de la Virgen de Guadalupe deposito estas intenciones, junto con las

riquezas y dificultades de América Latina entera.

Sé tú, Madre, la que guardes a los Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas para

que, imbuidos de un profundo amor a la Iglesia y generosamente fieles a su misión, procedan

con el debido discernimiento en su servicio eclesial, y edifiquen en la verdad y la caridad al

pueblo de Dios. Sé tú la que inspires a los gobernantes, para que, respetando

escrupulosamente los derechos de cada ciudadano y en espíritu de servicio a su pueblo,

busquen siempre la paz, la justicia, la concordia, el verdadero progreso, la moralidad en toda

la vida pública. Sé tú la que ilumines con propósitos de equidad y rectitud a cuantos tienen

en sus manos el poder económico y social, para que no olviden las exigencias de la justicia

en las relaciones comunitarias, sobre todo con los menos favorecidos.

Ayuda a los jóvenes y estudiantes, para que se preparen bien a infundir nuevas fuerzas

de honestidad, competencia y generosidad en las relaciones sociales. Mira con bondad a los

campesinos, para que se les procure un nivel de vida más justo y decoroso. Protege a los

hermanos de Juan Diego, los indígenas, para que se les conceda un puesto digno en la

sociedad, sin marginaciones ni discriminaciones. Cuida a los niños, para que tengan siempre

el buen ejemplo y amor de sus padres. Guarda en la unidad a las familias, para que sean

fuertes y perseverantes en el amor cristiano. Y puesto que eres Emperatriz de las Américas,

tiende tu protección sobre todas las Naciones del Continente americano y sobre las que allí

llevaron la fe y el amor a ti.

Haz finalmente, Madre, que esta celebración centenaria del pueblo mexicano que

marca su fidelidad mariana en los pasados 450 años, sea, en ti, principio de una renovada

fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Así sea.

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