por tu gracia book

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Por Heriberto Hermosillo Con Elsa Ponce de Hermosillo Relato de una vida revolucionada por la misericordia de Dios creditos 4/3/03 4:18 PM Página 1

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Testimonio de la vida de Heriberto hermosillo de como Dios transformo su vida de musico a Adorador

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Page 1: Por Tu Gracia Book

Por

Heriberto HermosilloCon

Elsa Ponce de Hermosillo

Relato de una vida revolucionadapor la misericordia de Dios

creditos 4/3/03 4:18 PM Página 1

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© 2003 Editorial Vida Miami, Florida

Por tu GraciaCopyright © 2003 por Heriberto Hermosillo, fotografías© 2003 por Heriberto Hermosillo

Edición: David Coyotl

Diseño interior: DWD Asesores/MAAM

Diseño de cubierta: Piedra Angular C.S.A.C.V./Jorge Aguilary Mario Absalón

Reservados todo los derechos

ISBN 0-8297-3441-4

Categoría: Biografía/Testimonio

Impreso en Estados Unidos de AméricaPrinted in the United States of America

03 04 05 06 07 08 � 06 05 04 03 02 01

La misión de EDITORIAL VIDA es proporcionar losrecursos necesarios a fin de alcanzar a las personaspara Jesucristo y ayudarlas a crecer en su fe.

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QUIERO AGRADECER AL SEÑOR JESÚS POR LAS VIDAS DE TODOS LOS

protagonistas de este libro. En especial por mi esposa, mishijos, mi hermano y mi madre, quienes no solamente hansido los instrumentos fundamentales usados por Dios en mivida, sino que también han tenido que compartir con elSEÑOR la ardua tarea de llevar mis cargas y mis debilidades,pagando un muy alto precio para no dejarme caer.

NO PUEDO DEJAR DE MENCIONAR A AQUELLOS HERMOSOS AMIGOS

que me animaron, dándome siempre una palabra de alientoy motivándome a completar este trabajo. Entre ellos se des-tacan Sergio y Delia Sánchez, Mariana Díaz y Arturo Allen.

TAMBIÉN QUIERO AGRADECER A JOEL MORA, QUIEN ME PROPORCIO-NÓ la herramienta para poder realizar este trabajo, el cualdeseo dedicar al verdadero autor del mismo, a mi PadreCelestial, mi Señor y Salvador Jesucristo.

Heriberto Hermosillo

Agradecimientos

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Capítulo 1. Por tu gracia ................................................................................................ 7

Capítulo 2. Una historia añeja ...................................................................................... 13

Capítulo 3. Acepta ayuda ............................................................................................. 23

Capítulo 4. Por ese amor que me das .......................................................................... 31

Capítulo 5. Mi necesidad, tu oportunidad .................................................................... 39

Capítulo 6. Ahora veo Luz............................................................................................. 47

Capítulo 7. Centinela fiel.............................................................................................. 55

Capítulo 8. Es paciencia............................................................................................... 69

Capítulo 9. No doy un paso atrás ................................................................................. 79

Capítulo 10. Aún ahora ................................................................................................. 91

Capítulo 11. Altísimo Señor ......................................................................................... 101

Capítulo 12. Dios es fiel .............................................................................................. 107

Capítulo 13. Es amor ................................................................................................... 113

Capítulo 14. Serenata espiritual .................................................................................. 121

Capítulo 15. Corazón valiente ..................................................................................... 133

Capítulo 16. Amor sublime .......................................................................................... 141

Contenido

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AH!, QUÉ FUERTE DOLOR DE ESPALDA,luego de conducir mi automóvil durante casiseis horas hasta llegar, ya entrada la noche, a

unos cuantos kilómetros de la ciudad de San LuisPotosí, en la región central de México.

Y pensar que me faltaban cuatro horas más paracompletar todo el trayecto hasta la ciudad de México,mi destino final.

Esa mañana me levanté tarde.

El día anterior, participé como orador en un semina-rio de matrimonios que se prolongó hasta muy altashoras de la noche.Considerando que la norteña ciudadde Monterrey y la ciudad de México están separadaspor más de diez horas de carretera, quise descansar bienpara reponer energía y poder llegar a mi destino sindetenerme a descansar en alguna ciudad intermedia.

Durante todo el viaje noté que el Señor trataba decomunicarme algo importante, pero no fue sino hastaque me aproximé a la ciudad donde vivía mi padre,que su voz se hizo más clara dentro de mi corazón.

«¡Llegó el día de volar!», me dijo el Señor.

«No puedes dejar pasar una vez más la oportunidadde restaurar la relación con tu padre. Entra a San Luis

[2 Corintios 12:9]

Por tu Gracia11Tu poder en mi debilidad.

¡

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Por tu Gracia

Potosí y pídele perdón. No te adopté para hacer de ti un avestruzcon el pico clavado en la tierra sino un águila que, libre, remonte elvuelo alcanzando las más grandes alturas. ¡Llegó el día de volar!»

«¿A qué te refieres, Señor? ¿Volar? ¿Ser libre? ¿Pedirle perdón ? ¡Note entiendo! Que yo sepa, no tengo nada de qué pedirle perdón.Te recuerdo que fue él quien nos abandonó y, por si fuera poco, laúltima vez que nos vimos, nuestro encuentro fue bastante desa-gradable. Me echó de su casa y me dijo que no volviera jamás; queprefería guardar en su memoria el recuerdo de aquel niñito juntoal que vivió diez años que corría a abrazarlo cuando, asomado porla ventana de aquel departamento, le veía venir a comer al medio-día.

»¡Vaya manera de darle otro sentido a las cosas,no lo puedo creer!¡Como si yo hubiera tenido la culpa de su fracaso como esposo ycomo padre!

»En esa ocasión fui un poco duro con él, lo reconozco pero,después de todo, las cosas que le dije tenían su base en tu Palabra.Esos versículos lo tuvieron que haber confrontado con la verdad.Tú sabes que con las tres cirugías del corazón que sufrió en estosúltimos diez años, y por su frustración al no poder trabajar por sumala salud, está en una profunda depresión y constantementeexpresa su deseo de morir.

»Era urgente que entendiera que pronto va a dar cuentas de suvida delante de ti. Mi padre necesita vestirse de tu justicia Señor,arrepintiéndose, creyendo en tu sacrificio para salvarse de la pagade todas sus culpas. Y entre sus culpas destacan el abandono denuestro hogar y el adulterio en el que se encuentra desde hacemuchos años con esa mujer que fue copartícipe de nuestra ruinafamiliar.»

Mientras seguía tratando de justificarme, la voz del Señor volvió ahablar suavemente dentro de mi corazón:

«Heriberto, ojalá pudieras darte cuenta de que todos esos argu-mentos no son más que un disfraz para tratar de ocultar una evi-dente raíz de amargura en tu corazón. Rencor.

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»Ese rencor no solo te hace imposible vivir libre, edificando a tushijos y a tu esposa en la verdad de mi Palabra, sino que impide quetu padre pueda oír la buena nueva que le predicas. Mi verdadjamás podrá penetrar ese corazón endurecido por el engaño delpecado cuando lo único que escucha son juicios y condenación.Su corazón está tan necesitado como el tuyo de mi gracia y de mimisericordia.»

«Pero Señor, ¡solo lo confronté con la verdad!

»Cuando lo vi sentado en el sofá, derrotado y casi inmóvil, leexpliqué que tu Palabra dice que Dios no puede ser burlado y quetodo lo que el hombre siembre eso también segará. Traté de hacer-le ver que su situación era resultado del pasado, cuando nos habíadejado a la deriva, y que por muchos ídolos que tuviera colgadosen la pared, también está escrito que ni los injustos, ni los forni-carios, ni los idólatras, ni los adúlteros heredarán el reino de Dios.

»Además, tú me has enseñado que para que haya perdón de peca-dos necesita haber primero arrepentimiento. El día que mi padrese arrepienta, ¡yo lo perdono! ¡Solo estoy esperando verlo arre-pentido!»

«Heriberto, a ti que te gusta mucho citar puntualmente laEscritura, ¿podrías decirme en dónde dice mi Palabra que tu natu-raleza es mejor que la de tu padre? ¿En que versículo te basas parapensar que tú eres mejor que él?

»Te pregunto, si no fuera por mi gracia y mi misericordia, que tesalieron al encuentro cuando tu vida se hundía en el lodo de lainmoralidad, ¿que sería de ti y de tu familia el día de hoy?

»Reflexiona Heriberto. La vida que llevabas te habría seguidohasta el día de hoy.

»Tu fornicación se habría convertido en adulterio y por consi-guiente, ya tiempo atrás habrías abandonado a tus hijos y a tu espo-sa, cometiendo errores quizá aun peores que los que cometió tupadre.»

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«Pero, … ¡Señor!»

«No Heriberto. ¿Cuántas veces has predicado que no fueron losclavos lo que me sostuvieron en aquella cruz, sino el gozo puestodelante de mí? El gozo de ver vidas transformadas por el poder demi amor. Y has predicado que ese gozo era la posibilidad que trae-ría mi sacrificio para sanar el espíritu abatido de los menosprecia-dos como tú.

»Sin embargo, te faltó notar que en mi Palabra no solo dice que yoescogí lo débil y lo menospreciado, sino también lo necio, lo vil ylo que no es.

»Y tú estás en el lugar de los menospreciados, pero condenas a tupadre por haber sido un hombre vil y egoísta que produjo tumenosprecio. Olvidas que donde abunda el pecado, sobreabundami gracia. No vine a llamar a justos, sino a pecadores al arrepenti-miento, Heriberto.

»Y, por último, sería bueno que te lavaras los oídos más seguidomi hijito, ya que no te he dicho que vayas a perdonar a tu padre,sino que vayas a pedirle perdón.»

«¿Qué? ¡Eso sí que no te lo puedo creer! —le interrumpí— ¿Yoqué le hice? ¿De qué tengo yo que pedirle perdón? ¡Fue él quienme abandonó!»

«Heriberto, cuando tú no perdonas, eres tú el que sufre el lastre deuna raíz de amargura.Esa amargura no te deja disfrutar de la libertadplena a la que te he llamado y le impide a tu padre ver mi amor quele redarguye, pues lo único que percibe en ti es una insaciable sedde venganza, usando mi Palabra como instrumento para acusarlo.»

¡Oh! … ¿Qué más podía argumentar? … Con la cabeza inclinadaen el volante, extendí mi mano, para subir el volumen del estéreo.Deseaba terminar de una vez por todas con esta conversación.

Traté de desviar mi atención hacía el álbum que venía escuchan-do, hice mi mayor esfuerzo por concentrarme en la participaciónde Abraham Laboriel en el bajo. Pero la letra de la canción empezó

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a traspasar mi corazón: «Cuando me miró, mis ojos abrió a larealidad: que mi situación es solo un escalón a la eternidad …Deja que el amor, en medio del dolor, dé su fruto.»

Con los ojos nublados por las lágrimas, alcé la vista. Frente a míestaba el letrero que anunciaba la desviación hacia la ciudad de SanLuis Potosí.

Muy pronto tendría que tomar una decisión.

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NACÍ EN EL AÑO DE 1960 EN CERRO AZUL, UNpueblito del norte del estado de Veracruz, en elsureste mexicano. En este pueblito vivía mi tía

materna Conchita con mi tío Chilo, su esposo, y misprimos. Dos meses después de mi nacimiento, mispadres se trasladaron a la ciudad de México, dondeviví los siguientes treinta y tres años de mi vida.

Tenía dos años y medio de edad cuando llegó a casami hermano Héctor. Cómo olvidar el día que mimamá entró a la casa con mi nuevo hermanito. Mimadre siempre se caracterizó por amarnos y tener sucorazón lleno de ilusiones y sueños. Normalmente,componía para nosotros las mas tiernas melodías y,en ese memorable evento, la música no podía faltar:

Bienvenido a tu casaTodos te queremos bienPasa a lo barrido TitoY acuéstate en tu moisés

Con evidente amor y entusiasmo, mi madre seesforzaba cada día para tratar de darnos todo aquelloque pudiera hacernos felices.

Ya instalados en pleno centro de la ciudad deMéxico, vivíamos en un apartamento muy pequeñoy sencillo. El pasillo y la escalera eran mis lugaresfavoritos: Ahí cobraban vida mis fantasías de niñomientras recorría cada rincón en compañía de mihermanito.

[Mateo 18:12-13]

Una HistoriaAñeja

Viví la historia añeja de aquel pastor en lanoche que le faltaba una oveja.Y me buscó.

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Afuera, el ruido de la ciudad con sus autos, camiones y trolebu-ses, en su agitado ir y venir, eran parte de la rutina diaria. Ese ruidoera el marco habitual en el que mi hermano y yo esperábamosansiosos el regreso de mamá y papá del trabajo.

Cuánto deseaba que llegaran las vacaciones de Navidad o de vera-no para visitar con mi familia a mis primos, en nuestro queridoCerro Azul.

Cerro azul: Aventura y sueño musicalEse pueblito de calles de tierra nos regalaba a mis primos y a mí

incontables horas de aventura y entretenimiento. En el verano, susárboles de aguacate y de mangos de Manila siempre ofrecían susmanjares para nosotros. ¡Era tan divertido bajar los aguacates y losmangos y llevárselos en mi bicicleta a mi tía Conchita para que lospreparara!

La casa de mi tía, de madera y edificada sobre pilares, dejabaespacio entre el terreno y el piso de la casa para que nosotrostuviéramos debajo de ella nuestra «guarida secreta».Ahí escondía-mos nuestros juguetes y disfrutábamos las golosinas compradas enla tiendita cercana.

También cerca de la casa de mi tía estaba el río Alazán, al cual solía-mos ir el fin de semana mis padres, mi hermano, mis tíos y yo. Mipadre, el mejor nadador de la familia, lo cruzaba con audacia encontra de la corriente, haciéndome sentir sumamente orgulloso,como si estuviera en alguna de mis películas favoritas de Tarzán.

Mis primos y yo permanecíamos en la orilla del río, refrescándo-nos del intenso calor, tomando jugo de piña a la sombra de susfrondosos árboles o comiendo en el restaurante de la palapa.

En otras ocasiones acompañaba a mi padre, aficionado a la cace-ría, a los parajes más selváticos, donde las intensas lluvias hacíancrecer el río y donde se podía escuchar el sonido de los animalespor las noches. Yo descansaba tranquilo y seguro, sabiendo queestaba al cuidado de papá y no tenía de qué temer. Si algún animalse acercaba, mi padre se encargaría de él. Los días que pasábamosjuntos eran intensos y llenos de emoción.

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En medio de ese ambiente de tanto cariño en casa de mis tíosChilo y Conchita, junto con mis primos, comenzó a despertar enmí el gusto por la música.

Mis tíos venían de familias con inclinaciones musicales. Mi abue-lito Salvador,padre de mi mamá y mi tía Conchita, se había desem-peñado como director ejecutivo de la Orquesta Sinfónica deJalapa,Veracruz, una de las más prestigiosas de nuestro país.

¡Qué rápido pasaban las horas junto al piano de mi tío Chilo! Conmis ojos de niño cerrados, el tiempo volaba al escuchar las obrasmaestras de los grandes autores de la música clásica: la Passionata,el Claro de Luna y la Patética de Beethoven, los Conciertos paraCuatro Manos de Diabelli, las Suites inglesas y francesas de Bach,el Concierto para la Mano Izquierda de Manuel M. Ponce...

¡Cuántas imágenes, cascadas y paisajes podía «ver» con esas obrasmaestras al escucharlas con mis ojos cerrados!

Por eso, uno de mis grandes sueños de entonces fue tocar elpiano como mi tío Chilo y algún día dirigir una orquesta sinfónica.

El hermano menor de mi madre era violinista y junto a su esposacellista trabajaban en una sinfónica del estado de California, en losEstados Unidos. Escucharlos tocar junto a mi tío Chilo obras her-mosas alimentaba mis ilusiones musicales, ¡esos eran momentosde fiesta para mí!

Sin embargo, esos días divertidos de vacaciones pasaban rápida-mente y más pronto de lo que queríamos, había que regresar albullicio de la ciudad de México.

Mi familiaMi padre era un hombre con poca educación, pero de una gran

dedicación al trabajo.

Mi madre, maestra titulada, hacía su mejor esfuerzo por apoyareconómicamente a mi papá para suplir las necesidades de nuestracasa. Cada mañana, muy temprano, salía mi mamacita a tomar elautobús hacia su trabajo en una escuela secundaria operada por el

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gobierno, en donde ella daba clases. Regresaba al mediodía a co-mer con nosotros y salía nuevamente a continuar con un segundoturno por la tarde hacia otra escuela. De esa forma complementabael ingreso familiar. Día a día, esforzándose por nosotros, mi mamaci-ta repetía su pesada rutina, deseando prosperar económicamente yaumentar las posibilidades de mudarnos a un barrio mejor.

Algunos años más tarde,mis padres lograron comprar a crédito undepartamento un poco más amplio, en una colonia mejor. Teníaáreas de juegos para niños, columpios, resbaladillas y caminitos paraandar en bicicleta. ¡Estábamos felices! Era de lo más divertido jugara las carreras y al fútbol con mis vecinos después de la escuela.

Pero mi tiempo favorito era el fin de semana, cuando íbamos conmi mamá a visitar a mi abuelo materno. Mi abuelito Salvador siem-pre nos invitaba a comer a un restaurante mexicano riquísimo quese llamaba «Fonda Santa Anita». Ahí me «daba vuelo» y le «entrabacon ganas» a los deliciosos platillos mexicanos que servían. Por latarde regresábamos a casa y salía de nuevo a jugar con mis vecini-tos, preguntábamos por mi papá, y mi madre respondía que ten-dríamos que esperar a que regresara de «no sé dónde».

«No sé dónde» era el nombre que mi mamá daba a aquel lugar alque mi papá se iba todos los fines de semana, escapando del «engo-rroso trabajo» de pasar tiempo con su familia.

Muy de vez en cuando mi papá se animaba y nos llevaba al bos-que de Chapultepec, un lugar de enorme tradición histórica situa-do en el centro de la ciudad de México. Los paseos allí eran fasci-nantes, especialmente cuando visitábamos el Castillo de Maximi-liano y Carlota, convertido entonces en un museo. Ahí admirába-mos los uniformes de los soldados españoles desde el tiempo de laconquista hasta la guerra contra los Estados Unidos.

Mientras subíamos la cuesta que nos llevaría al castillo,mi mamá noscontaba las historia de los Niños Héroes, un batallón de estudiantesdel colegio militar que defendió gallardamente su bastión durante lainvasión norteamericana, mientras mi papá, con su impresionantefantasía, la matizaba con hazañas épicas que me remontaban a esostiempos. Casi podía ver a los soldados norteamericanos tratando de

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apoderarse del castillo mientras los niños del colegio militar resistíancon denuedo,disparando desde las majestuosas torres sus poderososcañones. ¡Cuánta falta me hacía compartir tiempos de familia con mipadre, ser parte de su vida y que él lo fuera de la mía!

Así crecimos, dividiendo el tiempo entre las actividades escola-res, el trabajo de mis padres y las visitas a mi abuelito y mi tíaConchita.Los domingos pasábamos rápidamente «a la iglesia» y vol-víamos a casa, preparados para iniciar nuevamente la rutina de lasemana.

Una «experiencia religiosa»Un buen día mis padres hablaron con mi hermano y conmigo

para informarnos que había llegado el momento de «hacer laPrimera Comunión». Mi hermano y yo no teníamos ni la menoridea de lo que estaban hablando, pero como mencionaron quedespués del asunto habría una fiesta y regalos para nosotros, nospareció una maravillosa idea y simplemente tratamos de ponernosmuy «espirituales», iniciándonos en clases de catecismo.

La maestra era una señora viejita que nos contaba historias. Entreellas nos llamaban mucho la atención las relacionadas a sus hijos.Uno de ellos «se había ido de la casa con una mala mujer.» Desdeentonces ya no le daba dinero. «Recuerden niños —nos decía—,ustedes siempre tiene que ver primero por su madre, porquemujeres hay muchas, pero madre solo una, no sean desagradecidoscomo ese mi hijo.» Cuando llegaba a esa parte de la historia leempezaba a temblar la voz y minutos después se ponía a llorar. Lomás desconcertante para nosotros era cuando, en medio de laanécdota, empezaba a bostezar y de pronto se quedaba dormida.Entre ronquido y ronquido, mi hermano y yo nos quedábamosasombrados, conteniendo la risa, intercambiando miradas y hablán-donos con las manos, cada vez más confundidos. Lo único que de-seábamos es que pronto se acabara aquel martirio y llegara el díade la fiesta que tanto nos habían prometido.

A jalones y estirones terminamos el curso de catecismo y llegó eldía de la ceremonia religiosa. Mi mamá nos levantó muy tempranopara arreglarnos con ropa de gala y llevarnos muy elegantes. Perolas cosas no sucedieron como habíamos planeado, porque nos

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ocurrió algo de lo más inesperado. Después de tanto anhelar nues-tra fiesta, nos sorprendió una terrible calentura, comezón, urticariay manchas en el cuerpo: ¡Varicela! Por el malestar no pudimos dis-frutar ni de la fiesta ni de los regalos, y nos recluyeron en casa pordos horribles semanas.

Ahora me doy cuenta que mis padres, al igual que tanta gente, vi-vían el engaño de la religión. Seguían doctrinas y mandamientos dehombres, que nunca pueden transformarles, sustituyendo una ver-dadera y fructífera relación con Dios por una serie de compromisossociales, vacíos e insípidos que, cuando terminan, no dejan nada.

Mis padres, engañados, daban más importancia a las cosas exter-nas que a lo interior, enredados cada vez más en complicadas ruti-nas religiosas que, aunque nos mantenían ocupados, no nos lleva-ban a ningún lado.

Pasado el episodio religioso, volvimos a nuestra rutina de escuelay trabajo. Nuevamente el deseo de mis padres era mudarse a unlugar mejor por lo que, en la primera oportunidad que aprovecha-ron, comenzamos a planear mudarnos de ese departamento en elárea conocida como Lomas de Sotelo a una pequeña casita de dospisos en el cercano Estado de México.

Mi madre aspiraba ofrecernos un ambiente mejor donde crecer ydesarrollarnos, tratando de salir del rumbo donde vivíamos.Por eso,con mucho sacrificio logró dar un pago inicial para la casa nueva.

Yo estaba muy ilusionado con el asunto porque siempre habíaquerido tener una casa con escaleras, como las que veía en los pro-gramas americanos en la televisión. Cada semana, mientras la cons-truían, íbamos a visitar la obra. Se me hacía interminable el tiempopara mudarme a mi preciosa casita con escaleras. Mi madre tam-bién ansiaba que nos instaláramos pronto, ya que estaba embara-zada por tercera vez, en esta ocasión de mi hermanita Marthita, ynecesitaríamos más espacio.

Mi padre solía salir temprano a trabajar y regresar tarde.Yo pasa-ba la tarde ansioso esperando la llegada de mi héroe, ese hombrealto y fuerte, que para mí era todo un paladín. A la hora de ir a la

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cama, como muchos niños, tenía miedo de la oscuridad. Encendíala luz de la lámpara y con eso lograba tranquilizarme mientrasesperaba el momento en que hiciera su aparición mi padre y seacercara a la cama a darme un beso y a apagar la luz. En ese ins-tante me invadía un gran sentimiento de seguridad: «Puedes estartranquilo, si vienen los monstruos ya está tu protector en casa; deun solo golpe acabará con ellos.»

¡Qué hermoso sentimiento y cuánta seguridad trae a la vida de unniño el saberse amado y protegido por un padre!

Pero esos años fueron cortos.

Un doloroso adiósEn 1971, cuando yo contaba con once años de edad, sucedió lo

inesperado. Como en muchas historias de hogares latinoamerica-nos,mi padre se fue de la casa siguiendo el «canto de las sirenas». Ennumerosas ocasiones había notado que mi padre no desperdiciabala oportunidad de hacer comentarios que me hacían sentir incómo-do y sonreír con coquetería a cuanta mujer se atravesara en su cami-no.Nunca imaginé que eso se convertiría en la pesadilla más grandede mi vida. En ese terrible día, un compañero de la empresa dondetrabajaba mi padre llegó junto con su esposa a hablar con mi mamá.

Yo estaba en la parte alta de la casa y escuché que decía: «DoñaMarthita,me da mucha pena tener que venir a informarle esto,perola verdad es que el ingeniero Hermosillo se anda dejando ver muyacaramelado con su secre y…, pues también anda hablando mal deusted.Y… pues, yo sé dónde están el ingeniero y su secre ahorita(sic) y, si quiere, la llevo, para que aclare todo con el ingeniero.»

Mi pobre madre no lo podía creer.

Sabía que mi papá no era ningún santo, ¿pero esto? Consternaday con sus ojos llenos de lágrimas, aceptó el ofrecimiento de la pare-ja y fue en busca de mi padre, tratando de aclarar la situación. Pocotiempo después llegaron ambos a casa. Mi padre, al verse descu-bierto y confrontado, se enfureció y empezó a agredir verbalmen-te a mi madre. Ella lo insultó también, desesperada. Todo empeoróhasta que, entre gritos, groserías y empujones, mi mamá tomó un

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hacha colgada como adorno en la pared y se la arrojó, tratando dedefenderse. ¡Yo no podía creer lo que estaba viendo!

¡Mis padres, dominados por la ira, estaban totalmente fuera decontrol! Mi hermano y yo, aterrados, escuchábamos y veíamos loque pasaba desde un rincón en lo alto de la escalera. Mi padre, tra-tando de dar todo por terminado, se dirigió con decisión a su auto-móvil, mientras mi mamá le reclamaba y lo jaloneaba. En esemomento, y sin pensarlo, me lancé a la escena tratando de dete-nerlo para que no se fuera.

«¡¡Papito, papito, no te vayas, por favor, no te vayas!!», le supliquéllorando con mis manos aferradas a su pantalón. Mi mamá trató deabrazarme para que lo soltara y entre sollozos me suplicaba que memetiera con ella a la casa. ¡Yo no sabía qué hacer! En ese momentome encontré en medio de la situación más desesperada de mi vida.

Mi héroe se desvanecía y en su lugar aparecía un hombre egoístae inmaduro, que me lastimaba no solo a mí y a mi hermano, sino aquien se había encargado siempre de cuidarme y protegerme. Nosupe ni por qué ni cómo, pero instintivamente me volví a mimadre, la abracé y me quedé con ella.

Mi padre encendió el automóvil y se fue, dejando una estela deconfusión que marcó de menosprecio y dolor los siguientes treceaños de mi vida. Desde entonces, en mi recámara quedó una lám-para encendida todas las noches, manifestando el estado de pro-funda inseguridad y temor en el que quedó mi corazón.

Una cruda realidad familiarAlgunos meses después de que mi padre se fue, nació mi herma-

nita Marthita. Mi madre, al verse sola, desamparada económica-mente y con tres hijos que mantener, tuvo que sacar fuerzas de laflaqueza. Inspirada por la necesidad de sacarnos adelante, trabaja-ba de sol a sol para llevar el sustento a nuestra casa, por lo que lesorprendió el hecho de que a mi hermanita se le diagnosticarameningitis, lo cual le provocó una lesión cerebral y la dejó inválidapara el resto de su vida.

¡Qué cuadro tuvo que enfrentar! Despreciada por el hombre desu juventud, con dos hijos varones que levantar y, por si fuera

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poco, cargando sobre sus espaldas el profundo dolor de ver a suhija lisiada permanentemente. Fue algo terrible.

A partir de entonces, mi vida y la de mi familia se volvió un caos.Mi hermano y yo cambiamos aquellos ratos de juego con nuestrosamigos por horas interminables de soledad. Los observábamosjugar desde la ventana, mientras cuidábamos a mi hermanita invá-lida. Mi madre trataba afanosamente de suplir nuestras necesidadesde alimento y abrigo, a costa de su propia salud, trabajando sin des-canso y exprimiendo hasta su último hálito de energía. Esto hizoque su carácter se amargara cada vez más, al igual que nuestra rela-ción. Desde entonces, yo siempre estaba alerta para aprovechar laprimera oportunidad de salir de mi casa.

Recuerdo que en el área donde yo vivía los padres de mis ami-guitos tenían la costumbre de reunirse a comer los domingos. Enestas reuniones cada familia lleva un platillo diferente y se prepa-ran unos deliciosos y típicos taquitos mexicanos.

Como yo siempre he sido «boca-lista», no me podía perder esasreuniones.Eran una excelente oportunidad para poner a funcionarmi boca, que siempre estaba lista para comer. Sin embargo, estasreuniones también constituían una ocasión para recordarme queyo era el «niño» diferente.

A mi madre nunca la invitaban a estas reuniones, por ser unamujer sola, y nadie quería relacionarse con ella.Yo había oído decirque una mujer abandonada podía representar un riesgo para lasmujeres casadas. Por eso tenía que inventar alguna historia fantás-tica cada vez que el padre de alguno de mis amigos me pregunta-ba por mi papá. Les decía que era parte de la fuerza aérea o de lanaval, o de algún circo que andaba de gira por el mundo. Ese tipode historias comenzaron a tomar cada día más fuerza en mi imagi-nación y se convertían en una buena anestesia que mitigabamomentáneamente mi dolor, al tiempo que su ausencia desvane-cía cada día más su presencia dentro de mí.

Durante los primeros años de la separación, mi padre solía visi-tarnos dos o tres veces al año. Su tema favorito de conversaciónera su infancia desdichada, junto a un padre dictador y una madremártir que pudo soportar durante más de cincuenta años a un

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hombre mujeriego, bien conocido en el lugar donde vivían portener hijos regados por todas partes, con varias mujeres, y oncehermanos legítimos, con la mayoría de los cuales tenía pleitos caside muerte.

En una de esas ocasiones, mientras esperaba oír la plática desiempre, cambió súbitamente el tema de su conversación. Con unaexpresión fría y desalmada en el rostro que me dejó paralizado demiedo de pies a cabeza, me dijo: «¿Por qué no dejan a tu hermanaen el Zócalo de la ciudad de México para que la recoja una insti-tución de asistencia pública? Así se quitan ese problema de enci-ma, de una vez por todas.»

«¿Cómo?», le contesté sorprendido. Me parecía imposible escu-char de mi padre ese comentario acerca de mi hermana.

Luego de la separación de mis padres, mi mamá nos habló delpoco interés que mi padre tenía en nosotros y yo siempre mehabía resistido a creerle. Hasta esa tarde. A partir del lamentablemomento en el que le oí personalmente expresarse con tanta frial-dad e indiferencia, la imagen de héroe que dentro de mi corazónhabía querido conservar a pesar de su ausencia, comenzó a tor-narse en la de un monstruo. Llegué a preguntarme cómo podíadormir con la luz apagada, ¡junto a un ser tan temible!

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LA AUSENCIA DE MI PADRE NO SOLO NOS DEJÓsin figura paterna; también obligó a mi madre atener que trabajar durante todo el día para dar-

nos de comer. Por esa razón, mi hermano y yo pasá-bamos mucho tiempo solos en casa.

Recuerdo las interminables horas que pasé con mihermano escuchando los álbumes de los Beatles,Chicago, Earth Wind and Fire y otros, con unaraqueta de plástico en las manos que simulaba unaguitarra eléctrica y con un millón de sueños en elcorazón. Queríamos algún día llegar a ser músicosprofesionales y tocar en conciertos frente a milesde personas.

Tiempo atrás, mi mamá consiguió que mi maestrode música de la escuela secundaria me diera clases depiano y, aunque la disciplina del estudio era algo queno me gustaba, aprendí y avancé sin darme cuenta.

Desafortunadamente, todo este tiempo de ocio,aunado al desastre familiar por el que pasamos, nosllevó a mi hermano y a mí a cosechar fracaso tras fra-caso en la escuela, lo que dio por resultado nuestradeserción de la escuela preparatoria.

Aunque a mi madre le entristecía mucho el hechode que no quisiéramos seguir estudiando, observardesde niños nuestro gran interés por la música y la

[Juan 3:16]

Acepta Ayuda¿Probaste el rencor y el odio?

Espera que pruebes de Su amor…

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habilidad natural que mostrábamos en esa área le hizo intuir quequizá esa sería nuestra vocación.

Una tarde mi mamá llegó a casa acompañada de una «orientadoravocacional». Esta persona pasó varias horas con mi hermano y con-migo, haciéndonos preguntas y tratando de convencernos de que«un músico es igual a un muerto de hambre», pero todos sus inten-tos por disuadirnos resultaron vanos. La música ya formaba unaparte de nosotros y en nuestra vehemencia adolescente insistimosen seguir adelante con nuestros sueños y así se lo expresamos aella y a mi mamá. Convencida finalmente, mi madre decidió sacri-ficar sus ahorros de varios años, los que había destinado original-mente para comprar un automóvil que tanto necesitaba y, juntocon un préstamo que pidió en su trabajo, nos llevó a una tienda deinstrumentos musicales y nos compró una guitarra eléctrica, unbajo, una batería, amplificadores y micrófonos, todo nuevecito.

Llegamos a casa y nuestros amigos y vecinos no podían creer lo queveían. La mayoría de ellos tenía más recursos económicos que no-sotros. Siempre habían querido tener alguna de las cosas que nos aca-baban de comprar pero sus padres no las comprarían. Por primeravez fuimos «la envidia de la colonia».Y comenzamos a hacer ruido…

La primera músicaNos reuníamos en el cuarto de servicio de la casa y, junto con

otros amigos que también tenían inquietudes musicales,nos ponía-mos a «sacar de oído» todos los éxitos rock del momento.

Antes nos conocían como «los hijos de la divorciada,» y así pasa-mos a ser «los hijos de la rockanrolera». Debido al escándalo quehacíamos todos los días, los vecinos ya no ignoraban a mi madre:ahora la odiaban. Bastaba con oír el primer «guitarrazo» para llamara la policía y pedir que nos callaran. ¡Como si todos los problemasque ya tenía mi madre no fueran suficientes! Ahora tenía quemediar entre el desarrollo musical de sus «angelitos» y la tranquili-dad del vecindario.

Pero, con el paso del tiempo, esos «guitarrazos» comenzaban atener más coherencia. No desperdiciábamos ni un solo minuto deltiempo que mi madre finalmente logró negociar con los vecinos

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para llevar a cabo nuestros ensayos.Tampoco dejábamos pasar laoportunidad de tocar en escuelas, fiestas, «tardeadas,» y en donde,por supuesto, ¡jamás cobramos un solo peso! Solo necesitábamosque alguien fuese tan osado como para acceder a nuestras súplicasde tocar en su fiesta o celebración y éramos capaces hasta de pagarpara que nos ayudaran a transportar nuestros instrumentos.Tocaren público era nuestra máxima ilusión.

Estas ocasiones nos sirvieron de entrenamiento y fuimos supe-rándonos poco a poco. Un buen día decidimos hacer una audiciónen un centro nocturno de la ciudad de México. En ese momentomi hermano y yo éramos menores de edad, así que tuvimos quedejarnos el pelo largo para aparentar más edad y obtener elempleo. Para alegría nuestra y preocupación de mi mamá, así fue.

Cada noche,al salir de la casa hacia el trabajo,mi madre me deteníaen la puerta y me decía: «Cuida mucho a tu hermano. Ese ambien-te es muy peligroso. Abunda la droga, el alcohol y los peligros dela noche».

¡Qué triste sorpresa la de mi madre, algunos años después, alenterarse que el que había caído en todo eso que tanto me adver-tía había sido yo y no mi hermano! Qué dura forma de aprenderque no es tan importante nuestra buena educación, nuestros «bue-nos principios» o nuestras «buenas intenciones». ¡Separados deCristo, nada podemos hacer!

Un punto y comaPasamos dos o tres años trabajando en diferentes bares y centrosnocturnos dentro de nuestra misma ciudad y alcanzamos un buennivel interpretativo. Nuestro grupo, Punto y Coma, comenzó a«tomar forma». En poco tiempo dejamos de ser un grupo de rockpesado y nos convertimos en grupo de música para bailar.Rápidamente nos dimos a conocer entre los empresarios de loscentros nocturnos del país. Pronto recibimos varias ofertas de tra-bajo de parte de cadenas hoteleras, especialmente los ubicados enlas zonas turísticas fuera de la ciudad de México.

A pesar de haber adquirido un buen nivel musical, nos estacio-namos en una etapa de conformismo, muy común entre los músi-

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cos que gustan de oír cosas como «¡qué bien suena la banda!» Peroese era el comentario típico de la gente que nos apreciaba y gustabade nuestra música,pero que también carecía de conocimientos musi-cales.

Esta situación fue cansando poco a poco a mi hermano, quienpoco después decidió dejar el grupo y seguir superándose estu-diando en el Conservatorio Nacional de Música. Influenciado porél, me inscribí también al conservatorio y asistí a clases por untiempo. Sin embargo, en cuanto mis compromisos de trabajo seinterpusieron con mis estudios, desistí y me fui de gira por toda laRepública Mexicana con mi grupo.

En esas giras presentábamos un espectáculo muy entretenido.Personificábamos a algunos grupos norteamericanos como TheVillage People, The Four Seasons, The Beach Boys,y a algunos artis-tas latinos del momento como Emmanuel y José José. Tambiéninterpretábamos partes de películas musicales como Vaselina,Fiebre de sábado por la noche, etcétera.Durante ese tiempo,vi confrecuencia cómo algunos de mis compañeros del grupo fumabanmarihuana y, a veces, yo mismo les ayudaba a hacer los cigarrillos.

Cuando mi hermano dejó la banda, sentí la necesidad de estable-cer un lazo más fuerte con mis compañeros. Pasábamos la vida via-

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Nuestro grupo Punto y Coma. Héctor es el primero de izquierda a derecha. Yo soy el último.

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jando y viviendo juntos. De alguna manera, nos habíamos converti-do en una «familia».Y fue con esa «familia» que decidí probar lo queme habían dicho por tanto tiempo que proporcionaba experienciasincreíbles: la marihuana.

Recuerdo aquella noche en la ciudad de Villa Hermosa, capital delestado mexicano de Tabasco; era nuestro día libre. El bajista y yosalimos junto con unos amigos a dar un paseo por las pirámides deUxmal, un lugar arqueológico impresionante,enclavado en la selvadel sureste mexicano, y en donde se presentaba un espectáculo deluz y sonido. Al llegar nos sentamos en las escaleras de una de lasenormes pirámides, desde donde podíamos contemplar un cielocompletamente lleno de estrellas.

Mientras comenzaba la función, mi amigo me dijo: «¿Podría haberuna mejor ocasión que esta para darnos un “toque” y pasárnoslaincreíble?» En mi familia había muchos fumadores: mi abuelo, mipadre, mis tíos. Por curiosidad y por desear imitar a los adultos ami alrededor, desde los doce años caí en este vicio. Pero hasta esaocasión en Uxmal consideré por primera vez la posibilidad defumar marihuana. Simplemente me dije: «¿Por qué no? Este es elmomento. Mi hermano ya no está en el grupo, así que no hayquien se lo diga a mi madre. Además, quiero saber qué se siente yque ya no me lo cuenten. Al fin y al cabo, solo será esta vez.»

Mientras aún pensaba estas cosas, alguien me pasó el cigarro demarihuana. Con un poco de temor lo acerqué a mi boca y le di unafumada. Las manos me sudaron mientras esperaba que surtieraefecto. De pronto, mi atención se vio cautivada por completo enel espectáculo de luz y sonido. La música, la iluminación y las dan-zas representando una historia del mundo maya me envolvieron.Un momento después, y sin darme cuenta, quedé totalmentesumergido en la obra. Me sentía tan parte de ella que, sin importarquién estaba ahí, comencé a gritar eufórico y a reír como un tontohasta que terminó el espectáculo.

No fue sino hasta que se despidieron los bailarines y apagaron lasluces, que comencé a darme cuenta de que algo raro me habíasucedido. Me sentía cansado, torpe y hambriento pero, al mismotiempo, sorprendido de que la experiencia hubiera sido tan increí-

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blemente «agradable». Me moría por llegar al hotel y contarle a misotros compañeros del grupo que finalmente había perdido eltemor y que ahora podían contar conmigo para «viajar» juntos.¡Qué pronto se me olvidó que dije que sería solo una vez! Lo únicoque quería a partir de ese momento era «darme un toque» con miscompañeros y así probarles que ya era parte de ellos.

Al otro día, no podía dejar de pensar en la impresionante expe-riencia que había vivido la noche anterior. Lo único que me impor-taba era que se repitiera la experiencia otra vez. Después de traba-jar, fui de inmediato al hotel donde habíamos preparado una reu-nión. Pusimos una grabadora con nuestra música favorita y uno demis amigos del grupo sacó un cigarrillo de marihuana, lo encendióy me lo dio: «A ver si es cierto, hijo». Sin ningún temor le di dos otres fumadas.

Todos me aplaudieron. «¡Bien! ¡Bien, hijo!» Estaban muy compla-cidos de que al fin pudiéramos identificarnos plenamente. Nohabían terminado las felicitaciones, cuando sentí que todo a mialrededor se tornaba muy lento. La música me sonaba tan intensaen su contenido que hasta me parecía ver las manos del pianista,interpretando cada nota como una bailarina que se deslizaba sobreel teclado. En medio de mi absurda alucinación, creí comprenderel verdadero sentir del autor.

A la postre, el oír música bajo el efecto de la marihuana, se con-vertiría en mi pasatiempo favorito, atrapándome en una adicciónque me llevaría de una droga a otra, buscando cada vez una satis-facción mayor.

Mis compañeros no dejaban de animarme a probar una y otradroga, afianzando mi dependencia y felicitándome cada vez quecedía a su presión. A pesar de eso, yo asumía que, regresando acasa, después de la gira, todo este asunto de las drogas se acabaríay podría reanudar mis actividades normales.

Qué sorpresa la mía cuando, al levantarme de la cama el primerdía que dormí en casa y sin pensarlo, salí apresuradamente a bus-car a mi amigo el bajista, quien también era mi vecino, para con-seguir algo de marihuana. Había perdido por completo el control

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de la situación. Al principio, esta idea me atemorizó. Sin embargo,al verme incapacitado para luchar en contra de ella, simplementeme dejé arrastrar por el placer del momento e hice caso omiso a lavoz de mi conciencia que me advertía que todo acabaría mal. ¡Quéfácil es tomar decisiones en la vida, pero qué difícil es medir lasconsecuencias!

Por eso el Señor nos advierte en el Salmo 1:

«Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados, …»

Dichosa es la persona que no presta sus oídos a consejos vanos,ya que la naturaleza humana es incapaz de resistir por sí misma ala continua exposición a la tentación.

«…ni se detiene en la senda de los pecadores…»

Ni anda en malas compañías, «amigos» que no son amigos y ter-minan por influenciarnos con sus ideas y costumbres nocivas.

«…ni cultiva la amistad de los blasfemos, …»

Es decir, aquellas personas que no solo han cedido a la tentaciónsino que, para «aliviar» la voz de su conciencia, tratan de conven-cer a otros de participar de dichas prácticas.

«Saben bien que, según el justo decreto de Dios, quienes practi-can tales cosas merecen la muerte; sin embargo, no solo siguenpracticándolas sino que incluso aprueban a quienes las practican».Romanos 1:32

¡Qué revelación tan clara nos da la Escritura sobre el proceso quelleva a la esclavitud en cualquier adicción, vicio o degradación delser humano!

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OTRA DE MIS GRANDES DEBILIDADES ERAN LASchicas. En México, como suele suceder en lospaíses donde predomina la tez morena, las que

más llaman la atención son las rubias, de modo queese era el tipo de chicas con las que me gustaba salir.

La escuela donde mi mamá trabajaba era famosa enel área porque allí asistían infinidad de chicas guapas,así que me gustaba ir a dejarla por las mañanas al tra-bajo y, algunas veces, le pedía que me presentara aalguna, para invitarla a salir.

Por supuesto,mi mamá también tenía su propia opi-nión acerca de la chica perfecta para mí. En ciertaocasión, me extrañó mucho el hecho de que llegaradel trabajo muy interesada en platicar conmigo acer-ca de esto. Mi relación con ella en ese entonces noera muy buena y poco buscábamos platicar.Normalmente, siempre terminábamos discutiendo.Pero ese día su plática se tornó muy cordial.

Estaba muy entusiasmada por presentarme a una talElsita Ponce. Me gustó la idea y, la siguiente mañana,llevé a mi mamá a la escuela para conocerla.Y, ¡sor-presa! Era una niña gordita y muy morenita, ¡ah!,peroeso sí: la niña con el mejor aprovechamiento de todala escuela, poseedora de todos los premios y lasmejores notas del plantel, «la chica perfecta para mí»desde el punto de vista de mi madre. No puedo negar

[Salmos 69:21]

Por ese Amorque me Das

Por darme lo dulce y Tú probar la hiel.

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que tenía una linda sonrisa pero, definitivamente, no era el tipo dechica que yo buscaba.

Varias semanas más tarde, una alumna de mi mamá y compañerade clase de la tal Elsita, festejaba sus quince años e invitó a mimamá a su fiesta. Mi mamá, a su vez y con premeditación, alevo-sía y ventaja, me pidió que la acompañara. Ella sabía que la mejoramiga de la festejada, Elsita Ponce, también asistiría y nos acomo-darían en la misma mesa.

Esa noche, sucedió algo inesperado.Yo era un tipo de la calle, fra-casado como estudiante, interesado solo en la música y en misvicios, que «vivía» de noche tocando en bares y sin más aspiracio-nes. Ella era una niña cuidada, inocente, de familia acomodada,muy inteligente, y llena de sueños y metas en la vida.

Sin darme cuenta, quedé preso en su conversación. ¡Era tan dife-rente! Me sentí tan atraído que quise tomar sus manos. No se meocurrió algo mejor que invitarla a bailar y ella aceptó, sonrojada.Apartir de entonces nos hicimos amigos y no dejábamos pasar nin-guna oportunidad para estar juntos.

Recuerdo la primera vez que la invité a salir al cine con mi grupode amigos. Sus papás accedieron con la condición de que la acom-pañara su hermana y estuviéramos de vuelta en su casa no despuésde las 11 de la noche. Al salir de la función todavía teníamos algode tiempo y mis amigos propusieron comer algo en una cafetería.Así lo hicimos.

Sumergidos en nuestra conversación, perdimos toda noción deltiempo. De repente volteé y vi por la ventana la furiosa cara delpapá de Elsita, que había venido en pijama a recoger a sus hijas.Miré mi reloj y ¡eran más de las doce!

Apenado por empezar tan mal mi relación con él, traté de darleveinte explicaciones, pero él no quiso escuchar nada.Simplemente tomó a sus hijas y se fue. Mis amigos y yo no sabía-mos qué hacer. Sorprendidos y algo asustados lo seguimos hasta asu casa. Su mamá estaba llorando en la puerta y nos recibió dicien-do que no volviéramos nunca.

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No cabía la menor duda: las cosas no serían fáciles para nosotros.Yo no estaba acostumbrado a dar cuentas de mi vida a nadie ymucho menos a cuidar y respetar las reglas de conducta de otraspersonas. Aun así, el que tuvieran esta preocupación por su hijaera algo que inconscientemente yo admiraba. ¡Qué más hubiera yodeseado para mi propia vida que un padre pendiente de saberdónde estaba y a qué hora regresaría, preocupado por vigilar misamistades y por corregir mi conducta! Esta fue la primera demuchas tonterías con las cuales les dimos a mis suegros grandesdolores de cabeza.

En aquel momento yo no tenía la capacidad de comprender a suspadres. Cuando me veían llegar a visitarla, casi «ponían ajos en laspuertas» para que se fuera el «demonio» de su casa. Estoy segurode que deben haber pasado mucho tiempo preocupados, buscan-do la forma de deshacerse de mí.

Y es que Elsita, que siempre había sido una niña intachable y queno daba problemas, influenciada por mí, empezó a desobedecer, amentir y a despertar a su propia debilidad en la carne. ¡Pobrecitos!Ahora que soy padre puedo comprenderlos mejor. Y no los culpo.Me imagino lo que pensaban al verme con el pelo al afro look, ves-tido como vago y, para rematar, ¡músico!

Elsita y yo realmente personificábamos a «la dama y el vagabundo».

Lamentablemente, comparado con la realidad,era poco lo que ellospercibían. Yo vivía una doble vida. Como en la historia de la bella yla bestia, al dejar a Elsita en su casa se acababa el encanto: yo volvíaal bajo mundo de las drogas, el alcohol y las mujeres de la noche,unmundo al que ella jamás debía enterarse que yo pertenecía.

Elsita y su familia representaban todo lo que yo hubiera queridotener: un padre responsable y respetuoso y una mamá en casa cui-dando a sus hijos. En fin, una familia. Pasar tiempo con ellos medaba un sentido de pertenencia a algo que valía la pena. Pronto«adopté» a sus hermanos varones y los incluí en muchas de nues-tras aventuras. Además de nuestro chaperón, o sea su hermana,siempre que podía me llevaba a sus hermanos.

Por ese amor que me das

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Me gustaba ahorrar dinero e invitar a todos de día de campo.Elsita preparaba unas ricas tortas mexicanas, comprábamos gaseo-sas y nos salíamos a escondidas en el coche de su mamá. A pesarde no conocerle en ese entonces, es evidente que siempre tuvimosla protección del Señor sobre nosotros. En todas esas ocasiones enlas que sucedieron percances inesperados (la pinchadura de un neu-mático o algún problema mecánico), pudimos salir adelante y resol-ver la situación para llegar sanos y salvos de regreso a su casa.

Me sentía como el «papá de los pollitos» y me encantaba tener aalguien en quien desahogar ese sentido de protección que desdeniño me había caracterizado, cuando cuidaba de mi hermano y demi hermanita en casa.

Un vestido blancoUn día decidí darle una sorpresa a Elsita:la llevaría a comprar un ves-

tido blanco para el cual yo había ahorrado desde tiempo atrás.

Yo trabajaba en la famosa Zona Rosa de la ciudad de México, endonde hay un mercado de artesanías muy visitado por el turismointernacional, muy cerca del Monumento a la Independencia. Cadavez que pasaba por ahí, me imaginaba a Elsita usando aquel vestidoblanco que tanto deseaba comprarle, ¡sabía que se vería preciosacon él!

Ese día la intercepté cuando iba a la escuela y la convencí de queme acompañara. Elsita, que tenía pocas defensas en contra mía,accedió. Nos dirigíamos a la Zona Rosa cuando, al pasar frente alas instalaciones de un club deportivo, un muchacho atravesó lacalle descuidadamente. Totalmente desprevenido, no tuve tiempode frenar y lo atropellé. Aunque no iba muy rápido, el impactohizo que el muchacho cayera sobre el cofre de mi automóvil yrodara al piso. Lo primero que pensé fue que lo había matado.

Todo sucedió tan rápido que no lo podía creer. Por un segundome imaginé arrestado por la policía y encerrado en la cárcel de porvida. Sumamente asustado, quise huir y estuve a punto de pasarleel carro por encima al muchacho. El papá del muchacho, que loacompañaba, me gritó y se paró frente al auto para que me detu-viera. Elsita también gritó: «¡¡Detente!!»

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Entonces reaccioné y me bajé del auto, suplicándole que meperdonara. El papá del muchacho me dijo que moviera el carro.Él estaba conciente de que la culpa había sido de su hijo y no meiba a entregar a la policía. Moví el carro una cuadra adelante,mientras Elsita se quedaba con la familia, para tratar de ayudar-les. El muchacho tenía fracturado el fémur y, con la pierna total-mente doblada en ángulo, gritaba con desesperación por causadel dolor. Cuando llegó la policía, el padre del muchacho cum-plió su palabra y no dijo nada acerca de mí. Luego, simplemen-te me dio una tarjeta y me pidió que le hablara después parainformarme acerca del estado de salud de su hijo. Regresamos ami casa y así lo hice. Su papá nos dijo más tarde que tuvieronque ponerle un clavo en la pierna e iba a cojear ligeramente porel resto de su vida.

Realmente no me explico por qué razón su padre reaccionó deesa manera pero, ahora que reflexiono acerca de este incidente, ledoy gracias a Dios por su misericordia para conmigo y para con esemuchacho. En cuestión de segundos estuve a punto de acabar consu vida y, seguramente, con la mía también.

Una vez que se nos pasó el susto, retomamos nuestro plan ori-ginal y fuimos a comprar el vestido blanco. Regresamos a casade Elsita y con mucha ilusión quisimos compartir el gusto delvestido nuevo con sus papás. Su papá lo vio e inmediatamente lecambió el color del rostro. Tratando de controlar su molestia,nos dijo que a una chica decente no se le regalaban vestidos, yque su hija no lo podía aceptar. Elsita y yo nos miramos sor-prendidos, sin entenderlo.Yo me sentí muy ofendido. Había aho-rrado con tal ilusión para comprarlo que nunca pensé que seríaun problema.

Ahora me doy cuenta con qué inocencia dejábamos ver nuestrodeseo de que nuestro noviazgo fuera algo más. Sus padres, comoadultos, podían darse cuenta y trataban a toda costa de evitar quenuestra relación se formalizara.

Elsita y yo hicimos muchas tonterías durante nuestro largonoviazgo de seis años. Ella pasó de ser una niña inocente y cui-dada, a una adolescente enamorada capaz de mentir, escaparse y

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desobedecer a sus padres. Lo único que conservó de su persona-lidad original fue su capacidad para estudiar, lo cual hacía todaslas tardes, mientras yo me dedicaba a perder el tiempo junto aella enfrente de la televisión. Todavía me pregunto cómo podíaconcentrarse con todo ese ruido.Tan pronto terminaba de estu-diar,muy diligente se iba a la cocina a prepararme unos ricos hue-vitos rancheros.

Mientras tanto, su mamá no cesaba de repetirle que no quería«invitados permanentes» y, con directas e indirectas, trataba dehacerme saber que debía irme. Cuando al fin lograba echarme desu casa, caminaba lo más rápido posible hasta la mía, separadascomo por cinco kilómetros, para hablarle por teléfono y soñar loincreíble que sería no tener que decirnos adiós nunca más.Deseábamos poder estar juntos para siempre.

Pero esas conversaciones telefónicas, que se extendían por horas,terminaban abruptamente cuando su mamá o su papá salían furio-sos de la recámara a colgarnos el teléfono para que los dejáramosdescansar. ¡Pobres de sus papás! No los dejaba en paz a ningunahora. Bueno, solo por las mañanas pues solía quedarme dormidohasta muy tarde, después de los desvelos que pasaba en mi trabajo.

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Elsita y yo a los dos años de novios.

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Dios me protegió a través de Elsita para no caer más bajo. Ellacreyó en mí y eso me animó a superarme. Anhelaba poder casar-me y formar una familia como la suya. No imaginaba que el Señortenía preparado algo aún mejor para nosotros.

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MI DESEO DE POSEER UN AUTO PROPIO Y MIadicción a las drogas, cada vez más grave,fueron determinantes para tomar la decisión

de abandonar mi casa.

Mi madre tuvo que sufrir de nueva cuenta el dolorde mi ausencia, justo en el momento en el que másme necesitaba. A pesar de que ella fue quien me diotodo lo que hasta ese momento era y poseía, nisiquiera se me ocurrió ayudarla económicamentecuando comencé a devengar un salario por mi traba-jo como músico. Mi obsesión por el automóvil, sien-do tan grande, no podía compararse a mi nefastoegoísmo.

En contraste, en cuanto mi hermano recibía su sala-rio, de inmediato se lo entregaba desinteresadamen-te a mi madre.Mis duras críticas no se hacían esperar.Sabía que él también quería comprar un auto y,según yo, así jamás llegaría a conseguirlo. Sin embar-go, mi madre guardó ese dinero secretamente y,cuando acumuló lo suficiente, animó a mi hermano acomprarse el automóvil que tanto había soñado. Nopuedo negar mi amarga sorpresa al enterarme que mihermano estrenaba su automóvil. Yo me quedé sola-mente con la última sílaba de la palabra: «vil».

Eso era yo: un vil egoísta que atesoraba en sacosrotos.

[Mateo 11:28-29]

Mi necesidad,tu oportunidad

Para alcanzarme y llevarme contigo.

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Pasado un tiempo de esto y mientras ensayaba con mi grupo enun centro nocturno en la ciudad de México, se presentó mi madre.Estaba visiblemente afligida y traía consigo una pequeña maleta.Llamándome aparte y con lágrimas en los ojos, me dijo que veníaa despedirse. Esa misma tarde se internaría en un hospital para quele extirparan un tumor en la matriz. Debido al riesgo que esorepresentaba, no había querido internarse sin antes verme. Esapodría ser la última vez.

Yo no tenía ni la más remota idea de que mi madre sufriera talpadecimiento. A mí solo me importaban mis asuntos y tenía mu-cho tiempo de no interesarme en ella, así que le di un beso y, de-seándole «buena suerte», me di la media vuelta para continuar conmi ensayo.

Esa tarde, al terminar el ensayo, uno de mis compañeros me sugi-rió ir al hospital para saber cómo había salido de la operación, asíque nos dirigimos hacia allá. Al llegar, por casualidad encontré ami hermano en el elevador.

Bañado en lágrimas y casi sin poder hablar, me comentó que alllevarla al quirófano habían pasado un momento muy triste. Mimamá estaba muy angustiada y le suplicó que no desamparara a mihermanita. Sabía que, si ella fallecía,no tenía a nadie más con quiencontar. Yo, por otro lado, como resultado más de mi egoísmo ydesinterés, siempre estuve confiado en que ella saldría bien de laoperación.

¡Gracias a Dios así fue! El tumor había resultado ser un fibromagrande pero benigno. En aquel momento, no me di cuenta delgran favor que el Señor me hacía al preservarle la vida.Ya restable-cida, fue dada de alta del hospital. Se sentía tan agradecida con«Dios» —un Dios al que no conocía— que sintió la necesidad deacercarse a Él y agradecerle la oportunidad de seguir atendiendo asu hijita enferma.

Inmediatamente se dedicó a buscarlo, comenzando en el lugardonde sus padres le habían enseñado muchos años atrás. Sinembargo, igual que en el pasado, acercarse a las imágenes venera-das por sus antepasados no la relacionaba con ellas. Como dice el

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Salmo 115:5: «Tienen boca, pero no pueden hablar; ojos, pero nopueden ver». Se sintió tan frustrada como antes.

Sin embargo, por aquellos días mi madre conoció a una profeso-ra que trabajaba en la misma escuela en donde ella daba clases. Nopasó mucho tiempo antes de invitarla a su casa, donde se ofrecíaun estudio bíblico todos los miércoles por la noche. Este estudio lodirigía el licenciado Pablo Monsalvo, quien compartía las riquezasde la Biblia con sencillez y autoridad, respaldando cada palabra conel testimonio de una familia sólida.

Dos importantes DecisionesMi hermano y mi madre, después de asistir algunas veces al estu-

dio bíblico, y cansados de llevar a cuestas la dura carga de su peca-do, decidieron aceptar de inmediato la invitación de Jesús:«Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible yhumilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma» (Mateo11:29). Este descanso se hizo una realidad en ellos y no dejaban deanimarme a acompañarlos. Desgraciadamente, en ese momentoyo no quería escuchar nada de lo que me decían. Me molestabaque me «sermonearan» y, como no me dejaban en paz, opté porburlarme de ellos y criticarlos. «No cabe duda que somos una fami-lia de locos», pensaba yo.

Sin embargo, como resultado de su decisión, empezaron a ope-rarse cambios evidentes en sus vidas y ocurrió algo que me hizopensar que la decisión que habían tomado era digna de conside-rarse. Resulta que mi mamá llevaba ya algunos meses recibiendoen casa a un amigo español llamado Enrique, quien se decíadivorciado.

Enrique era una persona educada que gustaba mucho de la lite-ratura, al igual que mi madre, y con quien ella se sentía contentay tranquila. Me caía muy bien no solo por eso, sino porque noshabía ayudado a arreglar la casa y dejarla muy bonita. Era muyhábil para instalar tapices y alfombras, así que comenzaron aredecorar. Mi madre sonreía y parecía haber recuperado la ilu-sión por su hogar. Me hacía sentir muy bien el que finalmentehubiera encontrado a la persona que por tantos años había esta-do buscando.

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En medio del abandono de mi padre, mi madre trató de estable-cer una relación emocional sana con diferentes pretendientes, sinéxito.Yo siempre quise que mi madre rehiciera su vida, y no solopor ella, sino por nosotros. Nos seguía haciendo falta una imagenmasculina en el hogar. Mi mamá y Enrique habían acordado quepodía quedarse en casa mientras se tramitaba su permiso de traba-jo en México. En el momento de la operación, él estaba en España,debido a un requerimiento semestral que era parte de los trámitesque necesitaba realizar.

En esa ocasión, cuando regresó de España, se encontró con lasorpresa de que mi mamá le había preparado un cuartito fuera dela casa. Según le explicó, ahora que había entregado su vida aCristo, se daba cuenta de que la situación en la que estaban vivien-do no era agradable a Dios.

Para mi mente carnal todo ese asunto resultaba totalmente exa-gerado y ridículo; como cosa de adolescentes.Yo pensaba que mimamá debía disfrutar la vida y aprovechar esa oportunidad.Ya bas-tante había sufrido todos estos años por el abandono de mi padre.Ahora que había encontrado un buen hombre que la amaba, meparecía lo de menos si estaban casados o no.

Pero ella estaba empeñada en que Enrique no podía compartir lahabitación con ella hasta que se casaran. Una y otra vez me repe-tía totalmente convencida: «La Biblia dice que el que quiera salvarsu vida la perderá, pero el que la pierda por hacer Su voluntad laganará».

A la edad de mi madre, Enrique representaba quizá la últimaoportunidad para no estar sola y aspirar a una estabilidad emocio-nal. Y no solo eso: mi mamá siempre había soñado encontrarse aun hombre que la hiciera sentirse apreciada y con quien pudieracompartir sus intereses.Yo sabía que la herida de menosprecio quemi padre había dejado en mi corazón, ella la sufría también desdehacía muchos años.

Fue una decisión muy difícil para ella. Se encontraba en una dis-yuntiva: poner por obra lo que había aprendido en la Palabra («Siustedes me aman, obedecerán mis mandamientos» Juan 14:15), o

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retener lo que parecía constituir su estabilidad sentimental.Recuerdo que, en aquel entonces, las nuevas amistades que fre-cuentaba mi mamá la trataban de animar, diciéndole: «Marthita,¡haz lo que tienes que hacer! Seguramente Dios tiene para ti al“Príncipe Azul” que has estado esperando todos estos años; elhombre de Dios para ti».

Mi madre estaba en ese entonces en sus «cuarentas» y todavía conmuchas expectativas de tener un compañero con quien compartirlos años por venir. Sin embargo, el impacto que Dios había hechoen su vida a través de la libertad del perdón era gigantesco.Entendióque el precio que se había pagado por ella fue tan alto, que quisovivir dignamente del sacrificio de Cristo, guardándose en obedien-cia. Finalmente, decidió renunciar a Enrique, confiando que esa era«la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta» para su vida.

Enrique no quiso entender razones y mucho menos asistir a losestudios bíblicos. Cuando habló con mi mamá, le hizo saber quehabía estudiado en un convento y pertenecido a una orden de sacer-dotes católicos, y aunque había decidido no ejercer porque sabíaque no tenía vocación, «todo eso de la Biblia» lo conocía desde niño.

Enrique era una de esas tantas personas que, dentro de su reli-gión, había oído hablar de Dios como equivalente a un conjuntode normas resumidas en interminables listas de «haz esto y nohagas aquello». Luego,al darse cuenta de su incapacidad para cum-plir con ellas, se había alejado decepcionado.

Nunca entendió que Dios había dado la ley y los mandamientosno para que nos ufanáramos por intentar cumplirlos, sino para quenos diéramos cuenta de nuestra incapacidad para hacerlo debido anuestra naturaleza pecaminosa; para hacernos ver nuestra debili-dad preparando nuestro espíritu y nuestro corazón, y para llevar-nos de la mano a recibir la libertad del perdón mediante Cristo,siendo transformados por el poder de su Espíritu. Al poco tiempoEnrique se fue dejando una sombra de duda y una vaga esperanzaen el corazón de mi madre.

Todos esos cambios en casa despertaron mi curiosidad. Queríasaber, qué «mosca había picado» a mi mamá y a mi hermano como

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para hacerlos capaces de tomar decisiones tan drásticas. Lasiguiente vez que me invitaron a lo que llamaban «estudio bíblico»acepté ir. Le avisé a mi novia Elsita y la invité a acompañarme.Sabíaque a ella siempre le había gustado leer acerca de diversas filoso-fías, orientales y occidentales, y de alguna manera estaba buscando«algo».

Llegamos al estudio bíblico y la gente, muy sonriente, nos invitó asentarnos. Empezaron a entonar canciones muy raras, que nuncahabía escuchado y que, por cierto, me parecían musicalmente muybobas. Aunque, de alguna manera, su mensaje me dejaba sentir algodiferente. Luego, el Licenciado Monsalvo oró para dar inicio al estu-dio bíblico y, antes de abrir Biblia, nos dijo: «Este libro no es un libroreligioso ni filosófico, sino el testamento que Dios nos ha dejado,lleno de promesas que pueden enriquecernos y llevarnos a la con-quista de una vida abundante, conforme al propósito del que la creó».

Sonaba muy interesante.«¿Conocer el propósito de Dios para mivida después de tantas preguntas sin respuesta? ¿Tener una vidaabundante? ¡Wow, quién podría negarse a recibir eso!», pensé.

Con el ceño fruncido escuché su siguiente comentario y no mefue tan agradable como el primero: «En nuestro caso, el castigo esjusto, pues sufrimos lo que merecen nuestros delitos» Lucas 23:41.Hasta ese momento yo pensaba que la razón de todo lo malo queme pasaba era causado por el abandono de mi padre o porque mimamá trabajaba todo el día y no tenía tiempo para mí. Llevabavarios años amargado y acomplejado porque éramos la familia raradel vecindario, la que no tenía dinero, en donde no había un papá.Mientras nuestros amigos se iban de vacaciones a Acapulco, yo notenía dinero ni para ir al cine. Víctima de las circunstancias, mivida era una constante queja.

Ese pasaje bíblico que escuchaba por primera vez, me confron-taba con una nueva perspectiva. Mi situación actual era el pro-ducto de mis malas decisiones. Pero eso no era lo peor.

«Porque la paga del pecado es muerte», dijo después Pablo. Mismalas decisiones me tenían condenado a la muerte eterna.«…Pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios…

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Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuan-do todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros». ¡Uf, quéalivio! Había solución, había alguien que podía ayudarme, pero...

¿Jesús?Para mí Jesucristo era solo un personaje histórico. Un profeta, un

buen hombre o una mezcla de ambos, pero siempre alguien leja-no que no tenía nada que ver conmigo.

Esta vez, la persona de la que me hablaban parecía ser real, esta-ba buscándome y tenía el poder para libertarme de toda esa con-fusión que me tenía preso dentro del bote de la basura.

Pero había dos condiciones. Dios esperaba de mí que reconocie-ra mi culpabilidad sin buscar excusas ni justificaciones: mis men-tiras, mis robos, mi egoísmo y el hecho de que estaba destruyendomi cuerpo con drogas, alcohol y fornicación. Dios quería enseñar-me a llamar al pecado por su nombre.

Después Pablo continuó: «Porque tanto amó Dios al mundo, quedio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pier-da, sino que tenga vida eterna». Juan 3:16

Ese día, por primera vez se abrió la Biblia ante nosotros y escu-chamos un mensaje diferente. La palabra de Dios penetraba ennuestros corazones y discernía nuestros pensamientos y nuestrasintenciones. Su mensaje de amor eterno nos confrontaba con no-sotros mismos y nuestra realidad, pero no para condenarnos, sinopara ofrecernos una solución a través de la transformación opera-da por el perdón. Asimismo, ponía delante de nosotros la oportu-nidad de dejar atrás el pasado y empezar una vida nueva. Pocoentendíamos de todo lo que se exponía ante nosotros, pero esaspalabras habían quedado sembradas en nuestros corazones. Sinpoder explicarlo, algo había pasado en nosotros.

Al salir del estudio bíblico, Elsita y yo no podíamos hablar.Queríamos criticar lo que habíamos oído y no darle mayorimportancia, pero algo dentro de nosotros nos detenía.Sabíamos que lo que ahí escuchamos era verdad. Cuando al finpudimos cruzar algunas palabras, comentamos que sería intere-

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sante regresar la próxima semana. Así comenzamos a asistir a losestudios regularmente.

En un principio las palabras que escuchaba me hacían sentirmejor. Desgraciadamente todavía no había podido dar el paso desometer mi voluntad a la voluntad de Dios. Mezclaba las historiasbíblicas con mi adicción como si eso fuera un pasatiempo.Continuaba drogándome y alucinando con los carros de fuego deElías, el poder del pequeño David venciendo al colosal Goliat,etcétera. Pero la Biblia, que es más cortante que toda espada dedos filos y discierne los pensamientos y las intenciones del cora-zón, iba mostrándome poco a poco mi verdadera condición.

Yo era un miserable y cautivo de temores. Herido de menospre-cio, culpabilidad y confusión, viviendo una vida sin sentido.Encerrado en mi egoísmo, pensando que la felicidad se encontra-ría alejándome de mi familia y de aquellos que me amaban y ora-ban por mí; refugiándome en el ambiente de centros nocturnos yvida disipada en el que me encontraba; tratando de llenar mi vidacon fiestas, drogas, mujeres, música, ..., viajando de aquí para allá,sin darle cuentas a nadie, dejando pasar los mejores años de mivida, sin propósito.

¡Hasta que llegó ese maravilloso y poderoso día!: Veinticuatro deenero de mil novecientos ochenta y cuatro. Ahora que lo recuer-do, no puedo dejar de estremecerme.

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HABÍAMOS ENSAYADO TODO EL DÍA. ESTÁBAMOSmontando un espectáculo nuevo con el que nospresentaríamos durante todo ese año en varios

centros nocturnos a todo lo ancho de la RepúblicaMexicana, así que ni siquiera habíamos comido.

Al terminar el ensayo, Memo,el guitarrista del grupo,me invitó a cenar a su casa. Memo vivía en un barriomuy céntrico de la ciudad de México llamado SanCosme, muy cerca de la Torre Administrativa de lacompañía Petróleos Mexicanos, el más edificio másalto de la ciudad. Su familia, al igual que la mía, sufríade la ausencia del padre. Su madre nunca estaba encasa y los hijos vivían como les daba la gana.Y Memo,al igual que sus hermanos,ya era cautivo de las drogas.

Llegar a su casa, era como un oasis para los droga-dictos como yo. Siempre tenía el «mejor material», yesa noche no era la excepción.

«Antes de cenar, ¡hay que celebrar!», dijo Memo.Subimos a la azotea del edificio donde él vivía y sacóun cigarrillo de marihuana.—¿Memo, qué es un solo cigarro para un par demarihuanos como tú y yo? —le dije.—No es cualquier marihuana, es una tratada espe-cialmente para expertos como nosotros —me con-testó—: es marihuana mezclada con cocaína,envuelta para fumar.

[ J u a n 8 : 1 2 ]

Ahora veo Luz

Ahora veo Luz en lo que fue mi oscuridad.

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De inmediato me entusiasmó la idea de probar algo nuevo ymás potente. Necesitaba cada día dosis más fuertes para llegar alnivel que me gustaba. Así que tomé el cigarro, lo puse en miboca y, cuando iba a «dar el primer jalón,» Memo me dijo: «Solouno o dos jalones, porque este material está fuerte, ¡no se te vayaa pasar la mano!»

Pero yo me creía un experto y, además, siempre quería ser elhéroe de mis «cuates», demostrándoles que yo estaba más loco queellos. Así que me acabé todo el cigarrillo.

De inmediato empecé a sentir los efectos de la droga. La euforiapropia del efecto de la cocaína me tomó por sorpresa.Las manos mesudaban, los músculos de las mandíbulas me dolían, reía de cual-quier tontería. Pero rápidamente fui pasando de ese estado eufóri-co a un estado depresivo. A cada minuto se fue haciendo más ymás profundo, hasta que sentí que perdía el control. Podía perci-bir que los latidos de mi corazón se hacían cada vez más lentos yparecía que se detendrían en cualquier momento. Fue entoncesque el pánico se apoderó de mí.

Aquella torre de Petróleos Mexicanos se hacía cada vez más altay parecía caerme encima. Recordé que no había comido en todoel día y, como drogadicto «experto», sabía que para lograr que seme pasara el efecto tenía que comer, así que le dije a Memo:«¡Regálame algo de comer para que se me baje porque me estoysintiendo muy mal!»

Memo, en medio del efecto de la droga, me decía: «¡No te claves,hijo!, ahorita se te pasa». Yo trataba de controlarme pero cada vezme sentía peor. Comencé a suplicarle: «¡Dame algo de comer porfavor!» Al verme desesperado, me dijo: «Vamos al departamentopara darte algo de comer».

Al llegar al departamento tocamos el timbre. Su hermana mayornos abrió la puerta y de inmediato notó que estábamos bien droga-dos: «¡Qué onda con esos ojitos de conejo!», exclamó.Traté de disi-mular mi malestar frente a ella haciendo caso omiso de su comen-tario y, luego de brindarle una sonrisa nerviosa,Memo y yo nos diri-gimos a su habitación. Para llegar a ella teníamos que pasar por la

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sala de estar, donde se encontraba su mamá viendo televisión. Yotemía que ella se diera cuenta de lo que pasaba, por lo que hice elmayor esfuerzo de mi vida para controlarme y saludarla, tratandode no hacer nada que la llevara a sospechar la situación. Ignorabaque ella sabía muy bien en qué pasos andaban sus hijos pero,como no podía hacer nada,se había conformado a la situación.Conun desconsolado «buenas noches», simplemente nos dejó conti-nuar nuestro camino.

Al llegar a la habitación me senté en la cama tratando de tran-quilizarme mientras Memo iba a la cocina por algo de comer.Pero al sentarme me sentí peor y de inmediato salté de lacama, sintiendo que mi corazón se detenía por completo. Enese momento llegó Memo con la comida y casi se la arrebatéde las manos. Al probarla sentí náuseas tan intensas que mefue imposible tragar el alimento. Entonces me di cuenta queestaba perdido.

Me había sobrevenido lo único a lo que todos los drogadictostemíamos: al no ser capaz de comer, me «quedaría en el viaje».Seguro moriría. ¡Ahora sí estaba aterrorizado!

De repente me vino a la mente la imagen de mi madre. Sus ojos,llenos de grandes sueños, puestos en mí, se desvanecerían alverme en este estado, sin poder soportar la idea de que su amadoprimogénito le propinara el tiro de gracia.

Mi madre se había fortalecido en medio de tanto dolor en la espe-ranza de ver un día a mi hermano y a mí hechos hombres de bien.

Me acerqué a la ventana...

Estábamos en un cuarto piso..., a una altura suficiente para aca-bar con la posibilidad de que se enterara de mi adicción a las dro-gas y de que mejor pensara que me había caído por accidente alresbalar de la ventana. Me parecía menos doloroso para ella...

¡Qué impresionante! ¡Estaba a punto de acabar con el propósitode Dios para mi vida y la de mi descendencia!

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Sin embargo, mi madre y mi hermano, que poco a poco se ibanconvirtiendo en guerreros de oración, intercedían al Señor diaria-mente por mi salvación. En ese crítico momento de mi vida, suspeticiones surtieron el efecto esperado.

En lugar de saltar al vacío, vomité por la ventana. Justo cuandodecidí brincar, me desvanecí dentro del departamento, creo quepor la poca fuerza física que me quedaba y por el cansancio moral.¡Había querido salir de esto tantas veces y de tantas formas!

Me di cuenta al fin de que estaba preso y de que no era yo elposeedor de la llave que abriera la puerta de mi esclavitud y mecondujera a la salida de esta condición miserable y desesperada.

En ese momento vinieron a mi mente aquellos hermosos versosde la Biblia que cada miércoles escuchaba, de la boca del licencia-do Monsalvo...

«El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he veni-do para que tengan vida, y la tengan en abundancia.» Juan 10:10

Poco a poco, las palabras de vida que había escuchado en esosestudios bíblicos llegaban a mi memoria e inundaban mi mentecon un sentido de amor, aprecio y misericordia que jamás habíaexperimentado. Mis ojos eran un mar de lágrimas y de prontome encontré en esa habitación arrodillado y pidiendo perdón aDios por nunca haberlo tomado en cuenta, por vivir como se medaba la gana y destruir el cuerpo que él me había dado. Entresollozos le supliqué que me sacara de la cárcel de autosuficien-cia que me llevó a desperdiciar mi vida en vicios y placeres queme tenían en la ruina. ¡Simplemente deseaba entregarle todo ydepender de Él!

De pronto, un gozo indescriptible llenó cada rincón de mi vida.Me quedé dormido en la alfombra, con una paz muy por encimade las circunstancias que no dejaba lugar al temor. Sentí como unabrazo tierno de un padre, confortándome y consolándome. Porprimera vez era conciente de que un Dios todopoderoso respalda-ba mi vida, dispuesto a extenderme su mano para salir del hoyo enel que estaba metido.

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A partir de ese glorioso día, el alcohol, la droga y el cigarro de-saparecieron de mi vida. ¡Jamás lo hubiera creído! Al fin era librede los vicios que me habían esclavizado por tantos años. El poderde Dios era una realidad en mí y cada día iba afirmándose Sugobierno en mi corazón y en mi mente.

Me invadió una sed insaciable por conocer su palabra y no falta-ba a los estudios bíblicos. Disfrutaba grandemente memorizandolos versículos como «niño recién nacido» deseando beber la «lecheespiritual no adulterada». Hice mías cada una de sus promesas.

«Dichoso el hombre… que en la ley del Señor se deleita, y día ynoche medita en ella. Es como el árbol plantado a la orilla de unrío que, cuando llega su tiempo, da fruto y sus hojas jamás se mar-chitan. ¡Todo cuanto hace prospera!» Salmo 1:1, 3

Cada día estas palabras ganaban más terreno en mi vida y, pocodespués, mi apariencia empezó a cambiar también. Aquellas oje-ras y ojos rojos por los efectos de la droga, fueron desapareciendo.Mi manera de hablar también cambió drásticamente; antes,de cadacinco palabras, cuatro y media eran maldiciones. A medida que laEscritura iba transformando mi mente y llenando mi corazón, eransus palabras las que salían de mi boca.

Una transformación másMi novia Elsita, quien poco antes de este incidente se había ente-

rado de mi adicción a las drogas, quería romper nuestra relación.Sin embargo, al notar el cambio que se estaba llevando a cabo,decidió con no poca desconfianza dar una oportunidad más anuestra relación de tantos años.

Dentro de los parámetros del mundo, Elsita era una «buena per-sona». Sin embargo, a medida que escuchaba la Escritura, Dios lerevelaba las áreas escondidas en las que era deudora; problemasigual de esclavizantes que las drogas, que si fueran sacados a laluz traerían gran vergüenza a su vida: Todas las mentiras en lasque se involucró por estar conmigo, diciéndole a sus papás queiba con sus amigas o a hacer algún trabajo de la escuela. Su des-obediencia y rebeldía cuando le prohibían verme o quedarse asolas conmigo. Su debilidad a su propia carne. Además, como

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adolescente enamorada, se cuestionaba acerca de todas las cosasque sus padres le habían enseñado y buscaba, igual que lo habíahecho yo, establecer las reglas para su vida.

Debido a su éxito en los estudios, Elsita había desarrollado unadañina altivez que le hacía creer que era merecedora de todo. Estole impedía agradecer a Dios por los dones y las oportunidades quehabía recibido.

Llena de prejuicios religiosos, nunca antes se había interesado enestudiar la Biblia, asumiendo que se trataba de «un libro más»,como los muchos que acostumbraba leer de filosofía oriental, peromás complicado y aburrido, lleno de consejos «para viejitos». Noimaginaba que los principios bíblicos fueran eternos y que conte-nían el secreto para encontrar paz y propósito para su vida. Pero laEscritura inspirada de Dios no vuelve vacía, sino que cumple elpropósito para el cual es enviada; instruyendo, redarguyendo ycorrigiendo nuestros propios conceptos.

Poco a poco pudo darse cuenta que Dios había sido más quebueno con ella y no le había dado lo que merecía por todas la men-tira, rebeldía y desobediencia que habrían traído a su vida granhumillación. Ahora, ya en su gracia, Dios le ofreció perdón, liber-tad y una nueva oportunidad al traer a sus pies la verdad. Llegófinalmente el día en el que ella no pudo más. Confrontada con símisma, se dio cuenta de que necesitaba el perdón tanto como yo.Necesitaba paz en su corazón. Un propósito claro y verdadero parasu vida. Necesitaba al Salvador .

¡Qué feliz me sentí cuando pudimos establecer entre nosotrosese «vínculo perfecto» que es Cristo! Siempre eran patentes lasgrandes diferencias entre nosotros, pero ahora teníamos en comúnun lazo Eterno que sería la base de nuestra relación en el futuro.

Empezamos pronto a compartir el gusto de estudiar y meditaren la Escritura. Descubríamos con sorpresa pasajes nuevos y loscomentábamos con avidez. Sin embargo, en nuestro recién ini-ciado caminar cristiano aprendimos también que no basta conadquirir conocimiento, se necesita también sabiduría, es decir, laaplicación de lo que aprendemos para poder gozar de la vida

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abundante que tenemos prometida. Pero esa era una lección queaún no entendíamos...

Una dura lecciónUn día, mientras me dirigía a recogerla a la universidad, co-

menzaron a llegar a mi mente pensamientos acerca de lo bienque me hacía sentir el ser libre de las adicciones que me habí-an atormentado.

Un sentimiento de autoexaltación empezó a invadirme hasta elpunto de decirle a Dios, «Qué bien voy, ¿verdad Señor?»

De inmediato, sentí que Dios me respondía con suavidad:«Heriberto, sin la ayuda de mi Espíritu, nada podrías haber hechopara salir de la esclavitud de los vicios que te agobiaban. Por otrolado, me gustaría comentarte que todavía no vamos tan bien.Llevamos ya un tiempo de caminar juntos y aún no has podidodarte cuenta de que tienes a tu madre abandonada a su suerte,envejeciendo cada día, teniendo necesidad de trabajar duro paraproveerle a tu hermana y a sí misma de lo necesario para subsistir.

»¿Hasta cuándo te darás cuenta de que decirle “Dios te bendigamamita”, y no honrarla con una parte de los frutos del trabajo conel que te he bendecido te convierte en un hipócrita y egoísta? Hastomado los beneficios de mi gracia para ti mismo, pasando por altoel más grande que tengo para ti: poder comprobar que la verda-dera felicidad en este mundo se encuentra dando de gracia lo quede gracia has recibido. ¿Cómo, pues, puedes creer que mi amor yase ha perfeccionado en ti?»

¡Qué vergüenza! Me sentí tan mal, ¡peor que un perro! De pron-to se caían las vendas de mis ojos y podía verme tal y como era.¡No podía creer lo que veía! Mi corazón avaro, egoísta y mal agra-decido. Los vicios de los que me liberaron la compasión y el amorde Dios era solo lo que podía verse externamente.

Lloré amargamente y le pedí a Dios que me perdonara. Mi con-vicción de culpa y mi arrepentimiento me obligaron a detener miautomóvil para sentarme a llorar en una acera. Hasta ese momen-to, ningún pensamiento me había llevado a darme cuenta de mi

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naturaleza egoísta. Tuve que inclinar mi cabeza reconociendo ypidiendo perdón al Señor por ello. Le agradecí la oportunidad deaprender a despojarme de mí mismo y buscar el bien de mi madre,quien tanto había sacrificado por mí.

Después de recuperar el aliento, fui a recoger a Elsita y le com-partí lo sucedido. Luego, nos dirigimos con gran ilusión al merca-do para comprar quesito manchego y unos bolillitos (pan blanco)para compartirlos con mi madre. A partir de ese día, y hasta el díade hoy, el Señor me ha permitido vivir la alegría de sostener eco-nómicamente a mi madre y a mi hermana, una alegría que com-parto con mi hermano.

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NO HABÍA PASADO MUCHO TIEMPO DE MIencuentro con Jesús, cuando mi hermano mecomunicó que estaban haciendo audiciones

para seleccionar un tecladista para el espectáculo delcantante mexicano Emmanuel.

Al principio no me mostré muy interesado, ya queestaba muy involucrado con mi grupo musical, conquienes tenía una amistad y compromiso muy gran-des. Sin embargo, a raíz de mi conversión, nuestrosintereses se iban haciendo cada vez más distantes.

Nuestros sueños y metas en común fueron desapa-reciendo. No pasó mucho tiempo para que tomara ladecisión de decirle adiós a mi banda Punto y Coma.La noticia no fue recibida con agrado por parte demis amigos y compañeros de tantos años.

Ahora entiendo que hay momentos en que Diosnos empuja a tomar decisiones difíciles pero nece-sarias para nuestro crecimiento espiritual, a fin dellevarnos a aquel lugar incomparable de felicidad,paz y propósito que solo se encuentra bajo el yugode su autoridad, la cual, como decía el salmista, «¡Esmejor que la vida!»

Hice mi audición y me dieron el trabajo. No por sermejor que los otros pianistas sino porque Dios teníaun propósito específico para mi vida. La Biblia dice,

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Centinela Fiel

Prende su farol, con la luz de su Amor.

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en libro de Eclesiastés, que dos son mejores que uno, porque «Sicaen, el uno levanta al otro. ¡Ay del que cae y no tiene quien lolevante!» Eclesiastés 4:10

A partir de ese día, mi hermano Héctor se convertiría en el ins-trumento escogido por Dios para animarme a pelear la buena bata-lla y ayudarme a no desmayar en los momentos difíciles.

Dos agentes infiltrados y una bodaComenzamos a viajar y trabajar muchísimo por toda Latino-

américa. Nos sentíamos como un par de agentes de la «CIA delcielo» infiltrados por el Señor en el ambiente artístico con el obje-tivo de dar a conocer a artistas, músicos y toda persona que seatravesara por ahí, las buenas noticias de perdón y salvación queJesucristo había traído a este mundo. Nunca me puse a pensar elprecio que pagaría.

Era tanta la alegría y el gozo de saberme perdonado y libre delos vicios que me habían esclavizado por tanto tiempo, que meera imposible callar. Bastaba con que alguien se sentara junto amí en el avión o en la mesa del restaurante para sacar mi espada(la Biblia) y arremeter contra su pecado.Tenía todo el fuego peropoca prudencia y sabiduría. En lugar de acercarlos a la verdad deCristo, hubo un momento en el que ni las moscas se paraban enmi mesa.

En esa época Elsita y yo decidimos casarnos. Nuestro largonoviazgo, ahora que había llegado el Señor a nuestras vidas, reque-ría de una decisión. Si queríamos continuar juntos, tendríamos quecasarnos.Y no solo eso, era necesaria la valentía de hacerles sabera sus padres que la boda no sería en la iglesia católica, sino a travésde una sencilla ceremonia cristiana.

Sus padres, que por años habían desaprobado nuestra relaciónesperando que su hija recapacitara, finalmente se enfrentaban alhecho de que se casaría no solo con un músico «muerto dehambre», hijo de una mujer divorciada, sino alguien que ahora«la había convencido» de hacer a un lado la religión en la cualhabía sido instruida para convertirse a esa cosa rara denomina-da «religión cristiana».

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Una y otra vez le decían que usara su cabeza, que eso del cristia-nismo era para ignorantes y no para gente con educación y profe-sión como ella. Pero nada hizo desistir a Elsita, quien a su modo yde la mejor manera que su reciente «nuevo nacimiento» le permi-tía, les hizo saber a sus padres su decisión.

Con mucha ilusión, aunque con un presupuesto muy limitado,nos dimos a la tarea de empezar con los preparativos. Suspadres, cada vez más preocupados, le decían: «Hijita, yo sé queustedes se quieren mucho, pero nos preocupa de qué y cómovan a vivir. Eso de la música es muy inestable. Además, tú y Betono tienen nada en común, hasta el horario de sus actividades estotalmente opuesto, tú vives de día y tus actividades son duran-te la semana. Beto, en cambio, vive de noche y su trabajo es el finde semana, ¡no vas a aguantar!»

Pero Elsita y yo, enamorados y decididos, continuamos connuestros planes.

Por aquel entonces la popularidad del cantante Emmanuel pa-saba por un mal momento y el trabajo empezó a escasear. Almismo tiempo surgía con gran fuerza la carrera de una artistaque, aunque no tenía una gran voz, estaba muy bien asesorada yrespaldada. Al enterarse de que el grupo de Emmanuel teníapoco trabajo, nos hizo un buen ofrecimiento. Dada la proximi-dad de mi boda con Elsita y la consiguiente avalancha de gastosque se avecinaban, la oferta me caía «como anillo al dedo», asíque decidimos aceptar.

Los meses antes de la boda fueron una época muy ajetreada.Buscamos una casita para rentar, compramos nuestros mueblesy preparamos los detalles para la ceremonia. Pero la parte másdifícil llegó cuando tuve que decidir si invitaba o no a mi papá.Años hacía que no tenía que ver él conmigo ni yo con él. Nosabía qué hacer. Después de muchas consideraciones me decidíy le avisé de la boda. Él me pidió que invitara a algunos de sushermanos, a lo que accedimos inmediatamente.

Finalmente llegó el día. Ya en la ceremonia, y mientras esperabaque el papá de Elsita caminara por el pasillo para venir a entregarla,

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pude observar a mi mamá y a mi papá sentarse juntos, con unaevidente expresión de incomodidad. Al terminar, nos fuimos ala fiesta que se había organizado en un salón. Teníamos prepa-rada una mesa para la familia de mi papá, entre quienes nosacompañaba su hermano Francisco, mi primo CarlosHermosillo, futbolista profesional que por ese entonces iniciabasu carrera, y su novia en esa época, Laura Flores, cantante mexi-cana.También estaban en la fiesta Daniela Romo y algunas per-sonas de su equipo.

Yo me sentía muy importante porque habían asistido tantas«personalidades conocidas» y en un momento dado quise expresarcon palabras mi agradecimiento. Empecé por agradecer a la fami-lia de Elsita, continué con mi mamá, mi hermano Héctor, Danielay su staff, y de ahí me seguí casi, casi hasta con el perico, peroevité intencionalmente mencionar a mi padre. Con el pretexto deque no había hecho nada que tuviera que agradecerle en todosesos años, decidí omitirlo, deseando aprovechar la oportunidadde hacerlo sentir mal frente a su familia, tal y como él lo habíahecho conmigo por tanto tiempo.

Cuando pasé junto a él para regresar a mi asiento pude sentir sumirada dolida.

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En nuestra boda, con la cantante Daniela Romo.

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Su familia no pudo evitar sentirse incómoda también porque elhecho fue bastante obvio. Se levantaron de sus asientos y se fue-ron. Pero la fiesta continuó y nosotros seguimos felices. Tan pron-to pudimos nos escapamos a nuestra noche de bodas.

Al día siguiente nos dirigimos por carretera haciaManzanillo, donde pasaríamos una semana en un conocidositio turístico llamado Las Hadas. Todo parecía maravilloso,pero había algo en mi corazón que ensombrecía mi felici-dad. El mal momento que había hecho pasar a mi padre,ahora se revertía en mi contra y me consumía por dentro.Cada vez que me acordaba, mis ojos se llenaban de lágrimasy me sentía muy mal. ¡Cuántas veces había yo anheladotener una relación cercana con él pero, en todas las ocasio-nes importantes, el recordar cada una de sus ausencias ali-mentaba de rencor mi corazón!

Regresamos del viaje de bodas y tuvimos que descenderde la nube donde andábamos para aterrizar en la realidadpresente, asumiendo con mucho gusto nuestras nuevas res-ponsabilidades. Mis suegros nos recibieron muy contentosy prudentes, decidieron guardar su distancia y dejar quenos acopláramos como pareja. A mi mamacita, en cambio,esto le resultó mucho más difícil pues, estando sola y con-tando únicamente con mi hermano y conmigo, no dejaba devisitarnos en nuestra casa, y eso empezó a crear tensiónentre Elsita y yo.

Era más fácil saberse de memoria el versículo que dice «y dejarána su padre y a su madre», que llevarlo a la práctica.Tanto para mimamá como para mí, ya que deseaba compensarla por haber sidotan mal hijo en el pasado, era un proceso nuevo y difícil.

Pronto tuve que reintegrarme a mi trabajo y hacer frente a misnuevas responsabilidades. Nuestro primer espectáculo conDaniela Romo fue en el Teatro de la Ciudad de México. En esemomento, las canciones que la habían hecho famosa sonabandía y noche en la radio, así que nos puso a ensayarlas una y otravez para estar segura de que en el esperado momento de debu-tar en vivo frente a su público no hubiera ningún problema.

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Pero para mí ¡era un verdadero suplicio tener que tocar ese parde canciones! No solo porque musicalmente me parecían abe-rrantes, sino también por lo que decían. Se titulaban «Celos» y«Mentiras». Fue esa una de las primeras veces en las que comen-cé a notar que algo no andaba del todo bien con el tipo de tra-bajo que como músico yo desempeñaba. Me sentía incómodotocando y escuchando la letra de esas canciones.

El día del debut, mientras nos preparábamos para hacer laprueba de sonido, Daniela entró por la puerta principal delteatro. Bastó con verme portando mi playera favorita, coloramarillo yema de huevo, para que gastara un buen porcentajede la voz que necesitaría por la noche en un grito que sonóen todo el teatro: «¡Quítate esa playera amarilla que es demala suerte!»

Hasta ese momento me di cuenta de que tendría un problemamayúsculo con mi patrona. Ella era supersticiosa y yo cristiano. Apartir de ese día me convertí en elemento no deseado, no solo pormi evidente apatía frente a la música que tenía que tocar, sino pormi «insolencia religiosa».

Esas dos circunstancias comenzaron a pesar demasiado, hasta elpunto de que no me despedían porque apreciaban sobremanera eldesempeño de mi hermano como guitarrista. Esta situación sehizo cada vez más difícil para mí ya que, si algo me hacía daño, erael saberme nuevamente menospreciado y aceptado tan solo porlos méritos de un tercero.

A pesar ello, Dios usó muchas de estas situaciones para prepa-rar el terreno en algo que jamás hubiera pensado que era su planpara mi vida.

Una tarde, mientras ensayábamos el nuevo disco de Daniela,se presentó su representante para comunicarnos que haríamosuna gira de un mes por varias ciudades de España. Aunque yosiempre había soñado con conocer «la madre patria», la noticiano me hizo muy feliz, ya que tenía apenas un mes de casado yme parecía una eternidad dejar sola a mi recién «desempacada»y flamante esposa por treinta largos días. Sin embargo, debido a

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la infinidad de gastos que teníamos, no me quedó otra opcióny tuve que viajar.

Varios encuentros inesperadosAl llegar a Madrid, nos hospedaron en un pequeño pero conve-

niente hotel llamado «Conde Duque», desde el cual podíamosmovernos en tren subterráneo hacia cualquier punto de la ciudad.Mi hermano y yo aprovechamos esa situación para conocer la ciu-dad, ya que teníamos los primeros tres días libres.

Al cuarto día nos dirigimos a la ciudad de Vigo, donde se lle-varía a cabo el primer concierto de la gira. La producción eraimpresionante: el mejor equipo, la mejor iluminación, todomuy bien calculado. Lo único con lo que nadie contaba esque la popularidad de Daniela en ese país era casi nula y, enun concierto en el que se esperaban unas cinco mil personas,no aparecieron ni ciento cincuenta, contando a todo el staff,¡vaya fiasco!

Aun así, la organización que manejaba a Daniela pensó que solose trató de una mala plaza, por lo que regresamos a Madrid, dondepasamos cuatro días más, esperando el siguiente concierto enBilbao, al norte de España. Para entonces mi hermano y yo cono-cíamos ya casi toda la ciudad y no dejaba de preguntarme cualsería el propósito de que aún estuviéramos ahí.

Pronto llegaría la respuesta de parte de Dios.

Llegó la fecha e hicimos el viaje por carretera hasta Bilbao.Faltaban dos días para el concierto, por lo que mi hermano yyo nos propusimos una vez más conocer la ciudad y buscar aEnrique, aquel amigo que había vivido con mi madre tiempoatrás y cuya familia era originaria precisamente de Bilbao.Como se había ido sin decir a dónde, asumimos que habíaregresado a España.

Como buenos aventureros decidimos caminar y, mientrasconocíamos la ciudad, preguntaríamos la dirección hasta lle-gar a nuestro destino. Caminamos un buen tramo y nos dio unhambre monstruosa. De pronto, encontramos un restaurancito

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mexicano. ¡Qué alegría! Tendríamos la dicha de comer algocon sabor a casa. No solo la comida era buena, sino que lamúsica ambiental no podía ser mejor: canciones y boleros deArmando Manzanero y de grandes compositores mexicanosque conocíamos de memoria desde niños. Aunque no tenía-mos mucho tiempo fuera de casa, nos entró un espíritu nos-tálgico y comenzamos a cantarlas. Al terminar de comer, paga-mos la cuenta y salimos del lugar.

Nos disponíamos a seguir nuestro camino, cuando a mihermano se le ocurrió que sería más fácil preguntarle alcajero del restaurante la dirección que buscábamos. Yo loesperé afuera mientras preguntaba. Un minuto después,salió acompañado de un joven que vivía cerca del lugar quebuscábamos, quien al oír a Héctor preguntar por la direc-ción, se ofreció a llevarnos. El camino fue muy corto y ape-nas pudimos cruzar unas palabras con él. Al bajarnos delautomóvil nos sentimos mal de no compartirle de nuestrafe en el Señor Jesucristo, pero en ese momento no habíamás que hacer.

Estábamos frente al edificio que buscábamos, en medio de unaciudad desconocida para nosotros y ni siquiera le habíamospedido su teléfono, así que las probabilidades apuntaban a quenunca más le volveríamos a ver. Entramos entonces al edificio,buscando el departamento de nuestro amigo Enrique, y llama-mos a la puerta. Una mujer nos informó que Enrique había sali-do de la ciudad y, cuando cavilábamos qué recado dejarle, nosdejó saber que era su esposa. ¡Vaya sorpresa que nos llevamos!Enrique había hecho creer a mi madre que estaba divorciado.Ahora nos dábamos cuenta que tan solo había sido un ardid paratener dónde vivir mientras conseguía lo que quería. Nunca habíatenido la intención de divorciarse.

No quisimos causarle mas problemas a su esposa, así que dis-cretamente nos fuimos de allí tristes por mi madre, creyendoque todo nuestro esfuerzo había sido en vano. Qué duro golpesería esta noticia para mi mamá: saber que, una vez más, habíasido engañada.

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Emprendimos nuestro regreso al hotel y durante el trayectopasamos por un cine. La película que exhibían parecía entre-tenida para matar un poco el tiempo. A estas alturas los díasse nos hacían interminables esperando el momento de regre-sar a casa.

Al salir del cine escuchamos que alguien nos gritaba: «¡Héeeector,hey, Beeeeto!» Sorprendidos, volteamos de inmediato. No lo podía-mos creer..., ¡era Tony! El muchacho que nos había llevado en sucarro y acompañado de su mejor amigo, Manolo. Ambos nos ha-bían estado buscando durante dos horas porque, según nos expresóTony, algo dentro de él le había movido a querer platicar más connosotros.

Héctor y yo nos dimos cuenta de inmediato de que se trataba deun asunto del Señor, así que los invitamos a acompañarnos. Mihermano le compartió las «buenas nuevas» a Tony mientras yohacía lo mismo con Manolo.

Los siguientes dos días Tony no se apartó de nosotros. Deseabacon todo su corazón estudiar la Biblia. Hijo de un ex–monje domi-nico, por muchos años había sido un fiel católico pero nuncahabía sentido la necesidad de conocer la voluntad de Dios expre-sada en las Escrituras, como ahora. Tony nos seguía a todos ladosdeseando escuchar más y más.

Mientras todo esto ocurría, los organizadores nos informaron dela cancelación el resto de la gira por obvias razones (falta de asis-tencia).Tendríamos que regresar a Madrid para tomar el vuelo deregreso a casa tres días más tarde.

Cuando se lo dijimos a Tony le entristeció mucho la idea dequedarse a la mitad del camino rumbo a un encuentro personalcon Dios y nos aseguró que nos alcanzaría en Madrid. No tardómucho en cumplir su promesa: el mismo día que llegamosnosotros a Madrid llegó él por la noche. En Madrid los estudiosbíblicos duraban todo el día, solo salíamos del hotel a comer yregresábamos a seguir platicando. Aprovechábamos cada minu-to del tiempo que nos quedaba. Cada punto que tratábamos eraun verdadero hallazgo para Tony. Sus expresiones a menudo

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eran: «¡Wow, cuántos añosde pensar que yo sabíaquién era Dios y ahora medoy cuenta de que no teníani la mínima idea de quetuviera un propósito tanbien diseñado para mivida!» La última noche antesde nuestro regreso aAmérica, estuvimos estu-diando la Biblia hasta muytarde.

Mi hermano, exhausto, noaguantó más y se fue a dor-mir. Tony y yo nos quedamosun rato más, haciendo losúltimos comentarios, hasta que tampoco pude más y me fui a lacama. Acababa de acostarme cuando Tony me llamó desde la sali-ta de la habitación donde se estaba quedando para pedirme queorara por él, porque sentía una gran necesidad de entregarle suvida a Jesús. ¡Qué privilegio! Le pedí que repitiera conmigo unaoración.

Sin embargo, había tanto que decirle a Dios en su corazón, quepreferí guardar silencio y maravillarme del poder redargüidor delEspíritu Santo, que le llevó a expresar las palabras más genuinas dearrepentimiento que yo había escuchado.

Amaneció el día de partir y Tony nos acompañó al aeropuerto.Nos compungió el corazón verle tan afligido y escucharle decir:«Ahora, ¿quién me va a enseñar...?» Solo pudimos encomendarlo alEspíritu Santo, despedirnos y encaminarnos al avión. Una mezclade emociones invadía nuestros pensamientos y nuestro corazón.Teníamos mucha ilusión de regresar a México, pero al mismo tiem-po era muy difícil dejar a Tony en España.

Tuvimos un buen viaje de regreso y, como era de esperarse, unabienvenida muy emotiva por parte de nuestras familias. Todoshablábamos al mismo tiempo, riendo y llorando de felicidad por

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Tony y Manolo en España

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vernos reunidos nuevamente.Ya en casa, pasamos los días subse-cuentes platicando con la familia acerca de todas nuestras expe-riencias en España. Uno de esos días, cuando comentábamos condesilusión acerca de Enrique, el Señor nos mostró una vez máscómo nos había amado.

Trigo fructíferoEnrique le había dicho a mi madre que estaba separado de

su esposa desde hacía muchos años y que tenían una hija encomún, de la cual él se hacía responsable económicamente,pero que toda relación con ella estaba rota.Tan pronto con-siguiera el papel del divorcio, lo cual no era fácil enEspaña, él le prometió que ambos se casarían.

La realidad, tal y como habíamos descubierto, era diferen-te. Enrique continuaba viviendo con su esposa y su hija.Triste y dolida nuevamente, mi mamá se preguntaba el porqué de tanta soledad. Fue entonces cuando Dios le revelósu amor.

Mi madre había estado dispuesta a renunciar a esa últimaesperanza de encontrar a un compañero que la amara y lebrindara la compañía y la estabilidad que necesitaba. Habíacambiado al «Príncipe Azul» por el Rey de reyes.«Ciertamente les aseguro que si el grano de trigo no cae entierra y muere, se queda solo. Pero si muere, producemucho fruto.» Juan 12:24

Cuando mi madre estuvo dispuesta a morir a sí misma, sembró ennuestras vidas, sin saberlo, la más fructífera semilla de bendiciónque nunca imaginó. Al renunciar a Enrique abrió la posibilidadpara que yo, en los momentos en los que estuve a punto de acabarcon mi vida, buscara a ese Dios y creyera en él. El ejemplo de mimadre sirvió también para que mi hermano afianzara su fe y no vol-viera atrás. ¡Qué diferente hubiera sido nuestra historia si ella, bus-cando lo suyo, se hubiera dejado llevar por su carne en esosmomentos! Al poco tiempo se hubiera quedado sola nuevamente ysu actitud hubiera sido un estorbo para que nosotros volteáramosnuestros ojos a Dios. ¡Cuántas gracias le doy al Señor y mi madrepor esa difícil decisión!

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Hoy en día, pasados los años, vemos que aquel varón de Diosque los bien intencionados hermanos le mencionaban a mimadre, nunca llegó. Sin embargo, al igual que aquellos perso-najes que cita la Biblia en Hebreos 11:13, mi mamá obedecióconforme a la fe, sabiendo que somos peregrinos y extranjerosen esta tierra; con su mirada puesta en la morada celestial, porlo que —dice la Biblia— Dios no se avergüenza de llamarseDios de ellos. Así consoló el Señor a mi mamá, haciéndole verque no se avergonzaba de llamarse su Dios. Sabemos que éltiene una corona muy especial para aquellos que abdican a susganancias de este mundo, cuando son pecado, para hacer lavoluntad de Dios.

Un mes después de todos estos acontecimientos, recibimos la sor-presa de que nuestro amigo Tony venía a México, con la únicaintención de completar la parte básica de su discipulado.Tony sehospedó en casa de mi mamá y todas esas anécdotas e historiasque habíamos compartido con la familia y amigos, se hicieroncarne con su llegada. Llevamos a Tony a conocer los lugares máshermosos de nuestra capital e inclusive viajó con nosotros a com-promisos de trabajo que tuvimos con Daniela en el interior delpaís. Conoció a nuestros amigos, familiares y hermanos en Cristo.

Ya para entonces teníamos un estudio bíblico en casa de mimamá al que asistían alrededor de treinta jóvenes. Entre ellos,Tony pudo afianzar su fe, compartiendo perspectivas y aclarandodudas, pero sobre todo viendo los frutos del amor de nuestroSeñor en esas vidas. De ese grupo el Señor habría de levantar en elfuturo hombres de Dios que dedicarían su vida a servirle como pas-tores y misioneros.

La manera en la que el Señor alcanzó a Tony sigue maravillándo-nos a través del tiempo. Se gastó tanto dinero, tiempo y esfuerzode personas que nunca supieron que el propósito por el cual Diospermitió que se llevara a cabo esa gira era única y exclusivamentebuscar a esa ovejita perdida.

«Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas, y ellas me conocena mí, así como el Padre me conoce a mí y yo lo conozco a él; y doymi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil,

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y también a ellas debo traerlas. Así ellas escucharán mi voz,y habráun solo rebaño y un solo pastor.» Juan 10:14-16

Lo que más me impacta es que Dios sigue siendo el mismoayer, hoy y por los siglos. Como centinela fiel, no escatima tiem-po ni esfuerzo por alcanzarnos, atrayéndonos con lazos deamor. Cómo sería bueno que, los que le hemos recibido, pudié-ramos valorar cada lágrima y cada paso que nuestro Señor hadado para traernos a su redil, viviendo una vida digna de suenorme sacrificio y amor.

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EN UNA OCASIÓN,CUANDO NOS ENCONTRÁBAMOStrabajando en el norte del país, llamé por telé-fono a un pastor que predicó por un tiempo en

la congregación donde yo asistía en la ciudad deMéxico. Me había impresionado su forma sencilla decomunicar el mensaje del Evangelio, así que lo invitéa darnos una plática a la que convoqué a mis compa-ñeros de trabajo.

Por supuesto yo esperaba que nos hablara del plande salvación. Sin embargo, después de preguntarnuestros nombres, nos hizo una pregunta que medejó helado: «¿Cuánto ganan acompañando a DanielaRomo?»

No podía creer que nos preguntara eso. Todosvoltearon a verme, como diciendo, «¿qué le pasa aeste loco?» Nadie le iba a contestar esa pregunta,así que me armé de valor y le dije lo que ganába-mos. «¿Por ese sueldito —replicó—, malgastan eltalento que Dios les ha dado, tocando esa músicabarata? ¿No se han dado cuenta que Dios les hadado ese don de la música, con el propósito deanunciar al mundo su verdad?»

¡Nunca se me había ocurrido tal locura! De hecho,la música de mi congregación me parecía bastantemala y jamás había pensado que sería algo «digno deun músico profesional» tocar alabanzas en la iglesia.

[Apocalipsis 22:5]

Es PacienciaPues lo que se ve tan solo es temporal, mas

lo eterno no se ve.

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Después de su comentario, la atmósfera del lugar se hizo máspesada y el silencio se convirtió en el protagonista principal. Unoa uno, mis compañeros se fueron escabullendo, inventando algúnpretexto. Le agradecí mucho al pastor su visita, lo encaminé a lapuerta y nos despedimos.

«¿Y ahora cómo les voy a explicar a mis compañeros esa“doctrina”? —pensé—. ¡Vaya bronca en la que me metióeste!» Ya de por sí tenia suficientes problemas con mi patro-na y con la gente de la oficina para que ahora mis compañe-ros músicos creyeran que era un ¡fanático religioso! Penséque esa reunión había sido todo un fracaso.

Sin embargo, a partir de ese momento la idea de dedicar nuestrotalento a Dios empezó a convertirse en una voz cada día más fuer-te dentro de mí. Uno de los músicos que había asistido a esa reu-nión era el guitarrista y arreglista Elías Amábilis, con quien desarro-llé una gran amistad. Elías estuvo dispuesto a apoyarme, invitándo-me a un sinnúmero de grabaciones, donde aprendí casi todo loque sé de arreglo musical, y con quien pude también compartir mimás preciado tesoro: mi fe en Jesucristo, quien a la postre se con-vertiría en el Señor y Salvador no tan solo de él, sino de toda sufamilia.

Una nueva aventura de feElías Amábilis fue también la persona que me invitó a integrarme

como pianista al grupo del cantante Luis Miguel, con quien traba-jaría los últimos cinco años de mi carrera como músico secular.

Cuando me llamó para preguntar si me interesaba trabajar conLuis Miguel, yo no lo podía creer. No solo porque Luis Miguel erael artista más famoso en ese momento, el que mejor cantaba, conquien se tocaba la música más «rica» y quien mejor pagaba, sinoporque también me abría la oportunidad de renunciar al trabajoque tanto aborrecía con Daniela Romo, donde me habían humilla-do tanto y donde había permanecido tres años y medio por lanecesidad del raquítico sueldo que nos pagaban.

¡Y llegó el día que tanto había soñado! Por fin me encontrabamarcando el teléfono de la oficina para decir: «¡Bye, bye, chicos,

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me voy con Luis Miguel!» No lo podían creer: el «peor» de todossus músicos se iba con el artista más reconocido. No hay nada másfrustrante para el ego de un artista que le renuncies por algo mejory le quites el privilegio de poderte despedir. Dios me bendecíauna vez más con su favor y su misericordia.

Mi primer espectáculo con Luis Miguel fue una fiesta privada enla casa presidencial en México. La hija del entonces presidenteCarlos Salinas de Gortari cumplía quince años y tuvimos la opor-tunidad de conocerles y saludarles personalmente.

Empezamos a trabajar con él en los mejores lugares, entre genteinfluyente del mundo de la política y empresarial del país. Enaquel entonces, aunque Luis Miguel era ya era muy popular, notenía una gran producción escénica. Nos daba mucha libertad paraparticipar con él.

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Convivencia en un hotel con Luis Miguel

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Yo estaba muy contento. Me tocaba hacer algunos solos y mehacía sentir muy bien el hecho de que Luis Miguel tomara en cuen-ta nuestras opiniones como músicos para los arreglos y para elorden del show.

No mucho después, el día de mi cumpleaños número veinticin-co, me tocó ir a mi primer concierto masivo. Era una plaza detoros en Guadalajara, Jalisco. ¡Vaya regalo de cumpleaños! ¡Algoimpresionante! El lugar estaba lleno hasta el tope. Todavía recuer-do la canción con la que abríamos el show en 1985: «Los mucha-chos de hoy». Bastó con que tocáramos el primer acorde paraque los sesenta mil watts de potencia que traía el equipo de soni-do se escucharan como un débil radio de transistores, bajo elgrito ensordecedor de miles de jovencitas que esperaban la apa-rición de su artista soñado.

Era increíble estar en el grupo de Luis Miguel. Tocábamos lamúsica que nos encantaba, participábamos en todos los detallesdel show, nos presentábamos en los mejores lugares, nos hospe-dábamos y comíamos de lo mejor, nos relacionábamos con genteimportante, nos pagaban muy bien, ¿qué más se podía pedir?

Sin embargo, como todas aquellas cosas pasajeras que el mundoofrece, poco a poco dejé de disfrutar los conciertos masivos.Anhelaba escuchar la música que tocábamos y, con esos gritos,difícilmente podía oír mi propio monitor. Y qué decir cuandoaquel niño de quince años de edad, con el corte de pelo a la prín-cipe valiente y cuerpo de «tripa lavada,» cantaba la canción«Palabra de honor», que era el éxito radial del momento. Sinimportar el lugar donde tocáramos, parecía que se caía por causadel escándalo y la euforia que se producía.

La verdad, ¡no sé como no me quedé sordo con tantos concier-tos como ese!

Mi relación con Luis Miguel fue haciéndose más cercana. Enuna ocasión, cuando viajábamos por la carretera conocidacomo La Rumorosa y que va de la ciudad de Tijuana a la ciudadde Mexicali, en el estado de Baja California, nos sentamos jun-tos en el autobús. Comentamos algunas cosas del show y de la

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música. De pronto, y sin premeditarlo, centré mi plática en laforma en la que Jesús había llenado hasta el último lugar de micorazón y aun aquel lugar que mi padre había dejado vacíoquince años atrás.

Nunca imaginé que aquellas palabras llegaran tan lejos. De pron-to sus ojos se llenaron de lágrimas. En ese tiempo la separación desus padres era una carga muy pesada para él. Desafortunadamente,cuando estábamos en la mejor parte de nuestra plática, su repre-sentante se acercó para decirnos que ya habíamos llegado al hotel.Me sentí frustrado por la interrupción, pero a la vez contento dehaber podido compartir mi gran tesoro con él.

Las giras continuaron, viajando a diversos puntos de la repúblicamexicana y el extranjero. A menudo durante esas giras pasábamostiempo escuchando discos,descubriendo nuestra marcada afinidadpor la música jazz pop. Por fin me tocaba trabajar con un cantan-te que compartía mis mismos gustos musicales.

Pienso que buena parte del cambio de estilo que sufrió LuisMiguel en sus grabaciones a partir del 1987, se debió a esassesiones de melomanía. Influenciado por esta música y por suproductor de aquel entonces, Juan Carlos Calderón, grabó enLos Ángeles, California, el disco «Soy como quiero ser». Algunasde las canciones que venían en ese álbum eran ya viejas cono-cidas mías. Este era el caso de un estándar jazzístico titulado«Sony». ¡Qué agasajo musical! Tocando lo mejor con el mejor.Me sentía realizado como músico y también satisfecho con untrabajo bastante bien remunerado.

En 1989 llegó el álbum «La Incondicional». A partir de ese año,Luis Miguel invirtió en serio en la producción de sus conciertos.Nos vistió de pilotos aviadores, con unos trajes hechos por sudiseñador particular, y nos compró el «último grito de la moda» eninstrumentos musicales, según las necesidades técnicas que mihermano y yo habíamos identificado.

Para entonces se habían suscitado varios cambios en el grupo. Mihermano Héctor era el director musical de la banda y entre él y yohabíamos escrito todos los arreglos del nuevo show. También tenía-

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mos la responsabilidad de buscar nuevos elementos. Luis Miguelquería lo mejor de lo mejor.

Por medio de las grabaciones que hacíamos conocimos a unsúper baterista llamado Álvaro López Jr., considerado por muchosel mejor baterista contemporáneo en todo México. Habíamosesperado la oportunidad de trabajar con él y ahora se presentabade la mejor manera. Lo invitamos y él accedió con gusto.

Estábamos felices, solo nos faltaba el bajista y los metales.Llamamos a los mejores, la banda sonaba impresionante y LuisMiguel estaba muy satisfecho. Hasta que llegó nuestro primer pro-blema.

En uno de los ensayos, se presentó el representante de LuisMiguel para comunicarnos que el nuevo disco tenía mucho éxitoen Sudamérica. Cualquiera hubiera pensado que esto sería unagran noticia, lo cual en cierto sentido era cierto. Solo que noscomentó que la gira duraría más de lo previsto originalmente yestaríamos fuera de casa aproximadamente tres meses.

Esto era imposible para mi hermano y para mí. Héctor se habíacasado también y ni nuestras esposas ni nosotros estábamos deacuerdo en separarnos tanto tiempo. Con todo el dolor de nuestrocorazón decidimos no ir y renunciar. No tan solo era difícil dejarnuestro trabajo, después de tantos ensayos.También nos sentíamosapenados con Luis Miguel por dejarlo tan cerca de la gira. Lo apre-ciábamos y no queríamos ocasionarle problemas.

Cuando le hicimos saber esto a su representante nos dijo queLuis Miguel no estaría de acuerdo porque, al estar la gira tan próxi-ma, sería muy difícil conseguir a alguien que nos reemplazara.Nos sorprendió gratamente el hecho de que, al enterarse denuestra situación, nos propusiera que lleváramos a nuestrasesposas, haciéndose cargo de todos los gastos que esto repre-sentaba. Nos encantó la idea y nos pusimos a hacer los prepara-tivos para el viaje.

La gira inició en Argentina, donde Luis Miguel tenía muchísimoéxito. Nos hospedamos en un céntrico hotel con nuestras respec-

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tivas parejas y muy contentos empezamos a prepararnos para lagira. La primera presentación sería en Paraguay, donde el presi-dente había organizado una cena previa al concierto. Nuestrasesposas se quedarían en Buenos Aires por tres días mientras noso-tros cumplíamos nuestro compromiso.

Gaby, la esposa de Héctor, y Elsita accedieron gustosas, espe-cialmente cuando les dejamos unos cuantos dolaritos y lesenseñamos el camino a la zona de tiendas de Buenos Aires. Lamoneda argentina, en ese entonces devaluada, beneficiabanuestra economía, así que podían comprar cosas muy bonitasa buenos precios.

En Paraguay durante la cena, recuerdo que el presidente comen-tó sentirse orgulloso por tener un país tan pacífico, en el cual nohabía guerra ya por muchos años. Nosotros, orgullosos mexica-nos, nos identificamos con este punto, mencionando que Méxicotambién era un país pacífico y con múltiples bellezas históricas ynaturales.

Al terminar la cena, empezamos a ver agitación entre genteque se acercaba al presidente y nos ordenaron ir inmediata-mente al autobús y emprender el camino de regreso. Ahí nosentregaron a cada quien nuestros pasaportes y nos avisaron quese acababa de dar un golpe de estado y estábamos en una situa-ción de emergencia.

Sumamente asustados nos resguardamos en el camión, el cualavanzó a la carretera y se quedó en las afueras de la ciudad todala noche. Por la mañana regresamos al hotel e, impresionados,vimos la ciudad destruida y gente en las calles arrastrando a losheridos.

¡Qué cosa tan horrible es la guerra! Nunca había estado tancerca observando sus devastadores consecuencias. Nos dimosprisa y rápidamente sacamos nuestras cosas del hotel y nos fui-mos al autobús.Todo el trayecto de salida seguimos escuchandotiros, gritos y quejas, hasta que estuvimos totalmente fuera de laciudad y pudimos relajarnos y tomar una siesta de camino aBuenos Aires.

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Mientras tanto, nuestras esposas, incomunicadas, descono-cían nuestra situación. En ese entonces la televisión enArgentina solo funcionaba en la noche y, como no había unaprogramación llamativa, ni siquiera la habían encendido enesos días.

Mi suegro, que estaba muy preocupado al enterarse en elnoticiero de «24 horas con Jacobo Zabludovsky,» que LuisMiguel y su grupo estaban incomunicados en Paraguay por elgolpe de estado que estaba derrocando al presidente AlfredoStroessner, logró comunicarse al hotel en Buenos Aires y avi-sarles de la situación a mi esposa y mi cuñada. Ellas entoncesbuscaron saber de nosotros y les informaron que estábamosen camino de regreso, gracias a Dios, con bien. Fue un aliviopoder reunirnos nuevamente. Les platicamos todo el inciden-te y no lo podían creer. Especialmente después del comenta-rio del ahora ex-presidente.

Continuamos con la gira recorriendo la mayor parte de Argentinay tocando cada noche en diferentes ciudades. El éxito era rotundoy disfrutábamos mucho el que nuestras esposas vieran y compar-tieran esto con nosotros. Todos los conciertos se video-grababan,y normalmente nos reuníamos en la habitación de Luis Miguel paraanalizarlos y hacer las correcciones necesarias.

Empecé a notar en esas reuniones que, tanto a mi hermanocomo a mí, nos costaba trabajo vernos a la cara mientrasobservábamos nuestra participación en el espectáculo.Durante los conciertos se manipulaba la sensualidad y lasemociones de la audiencia, dando como resultado la histeriacolectiva. En medio de eso, muchas jóvenes, perdiendo elcontrol, terminaban quitándose la ropa interior y lanzándola alescenario. Luis Miguel la tomaba y, haciendo algún gesto ocomentario, «jugaba» con ella.

Me ponía a pensar en los padres de familia que mandaban a sushijas y a sus hijos a esos conciertos creyendo que solo pasarían unrato de sana diversión, ignorando el grave peligro al que los expo-nían. Muchas de esas jovencitas, luego de los conciertos, se pasea-ban por los hoteles donde nos hospedábamos, buscando obtener

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tan solo un autógrafo de su ídolo, dispuestas a pagar cualquier pre-cio por conseguirlo.

Algunas de ellas pasaban día y noche en el quicio de la puer-ta, comunicándose por radio con la ilusión de verlo de cerca.Algunas fueron víctimas de personas que decían poder con-seguirles una entrevista con Luis Miguel a cambio de satisfa-cer sus apetitos sexuales con ellas. Me imagino su gran desi-lusión, regresando a casa ultrajadas y sin haber conseguido loque buscaban.

Empecé entonces a preguntarme en qué momento le di la espal-da a la verdad y me convertí en co-partícipe de todo esto, igno-rando aquella tierna voz que dentro de mi corazón me invitaba asembrar mi vida y mi música en la mejor tierra, que es la que dafruto a ciento por uno y donde el orín y la polilla no corrompen,ni los ladrones minan ni hurtan.

Sin embargo, por causa del «qué comeré y que vestiré» y por lavanagloria de mi posición, me había privado de comprobar que«cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón dehombre», que exceden aun nuestros más grandes sueños, son lasque Dios tiene preparadas para los que le aman.

Y no solo eso. Desde hacía tiempo, había empezado a cambiarmis pláticas de la Biblia con mis compañeros, por comentarios tanpoco edificantes como criticar a los músicos componiéndoles can-cioncitas sarcásticas y propagando murmuraciones en contra de laadministración de Luis Miguel.

Poco leía la Palabra, poco oraba y mis convicciones en Cristo seiban relajando, hasta el grado de disfrutar del apodo que me habíaganado por mi conducta: «Heriverbo Hermogrillo», «verbo» por lomucho que hablaba y «grillo» por la manera común en la que losmexicanos nos referimos a hacer política, a través de la discusióny el chisme.

A pesar de darnos cuenta de lo anterior, terminamos la gira y con-tinuamos trabajando de igual manera durante todo ese año. Sinembargo, mi hermano y yo sentíamos se acercaba el momento de

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aceptar la honrosa invitación que el Señor nos hacía para tocar conél y para él. Como es frecuente en las cosas de nuestro Dios, tuvie-ron que suceder dos cosas ese año que fueron determinantes paraayudarnos a tomar la decisión.

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EN UNA OCASIÓN, MIENTRAS ESTÁBAMOSde gira en el interior del país, mi cuñada Gabyfue invitada por unas personas de la iglesia a

asistir a un concierto de un tal Marcos Witt.

El lugar donde se presentó en esa ocasión, eraun cine en la ciudad de México, con capacidadcomo para dos mil personas. En aquel entonces eltrabajo de Marcos Witt comenzaba a darse a cono-cer dentro del ámbito cristiano. Sus presentacio-nes eran bastante modestas: solo cargaba con unpiano eléctrico y con sus pistas musicales paracantar. La iluminación era deficiente y el audioera tan limitado que apenas se podía entender loque cantaba.

Mi cuñada estaba acostumbrada a presenciar losconciertos de Luis Miguel, donde se derrochaba tec-nología y se tenían los medios para contar con unabanda que tocara en vivo. Ella pensó que era una ver-dadera lástima que Héctor, Álvaro y yo estuviéramosdesperdiciando nuestro talento y nuestra vida, dadospor Dios, en un proyecto tan hueco e intrascenden-te, dedicándonos a enaltecer al hombre en lugar detener el honor de proclamar el mensaje de amor y deperdón que nos había dado una nueva vida y del cual,hacía ya tiempo, parecíamos habernos olvidado. Esafue una de las formas en las que Dios empezó a hablarde manera más directa con mi hermano.

[Filipenses 3:13-14]

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Olvidando lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está adelante…

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Por mi parte, aunque para ese entonces mi perspectiva habíacambiado y me parecía maravillosa la idea de trabajar con el Señorde tiempo completo, todavía veía lejano el día en que eso fuerarealidad debido a la necesidad económica que teníamos que suplir.Hasta que llegó el veinticuatro de diciembre de mil novecientosochenta y ocho.

Una navidad inolvidableNos preparábamos con singular alegría para disfrutar de una de

las mejores bacaladas del mundo (guiso de bacalao cocinado pormi madre), y un pavo a la naranja delicioso (preparado por miesposa). Mi hermano llegó con una cinta de música cristiana quele habían regalado y nos pidió que escucháramos una canción,antes de dar gracias por los alimentos. No me gustó mucho suproposición, ya que había esperado todo el día para disfrutar de lacena, pero como todos estuvieron de acuerdo, me dispuse a escu-char la canción.

Se trataba de una balada. El sonido de la producción era bueno ylos arreglos no estaban mal. De hecho, parecían bastante buenospara tratarse de música cristiana. La voz del cantante era cálida,aterciopelada y con muy buena interpretación. Me encontrabahaciendo un análisis de esos detalles, cuando la letra empezó atraspasar mi corazón.

«Hoy como nunca antes hoy, da tu vida toda hoy, al Señor tuDios, pues Él te quiere amar, como nadie te amó y nadie teamará como Él te ama hoy.» (Hoy, de Marcos Witt)

Habiendo conocido tiempo atrás el amor paternal y perdonadorde Dios, estas frases sacaban a la luz una necesidad imperiosa enmi vida, animándome a depositar no una parte, sino toda mi con-fianza en su provisión. Necesitaba pasar a ser parte de aquel grupode personas convidadas no solo a escuchar su Palabra y deleitarseen ella, sino a creerla, a comprobarla, a darme cuenta de que laplena felicidad solo se puede encontrar dentro del cumplimientode Su propósito en nuestras vidas.

Hice hasta lo imposible para no perder el estilo frente a mi fami-lia, pero no pude contener el llanto. Dios me estaba hablando nue-

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vamente, confrontándome con lo que, poco a poco, había estadosembrando en mi corazón. El hambre se fue, y aquello dejó de seruna trivial reunión familiar, para convertirse en un momento deprofunda reflexión. La oportunidad que el Señor nos brindaba detrabajar para él de tiempo completo había que considerarla seria-mente, debido a que nos demandaba dar un paso de fe que afec-taría la vida de todos en la familia.

El trabajo que desempeñábamos Héctor y yo con Luis Miguel erala principal fuente de ingresos de todos los ahí reunidos. AunqueDios había estado alimentando esta visión a mi hermano y a suesposa, para Elsita y para mí considerar la posibilidad de dependerabsolutamente del servicio al Señor era algo bastante nuevo.

Si alguien nos hubiera dicho cuando nos casamos que en el futu-ro recibiría una invitación de la NASA para ser astronauta e ir a laLuna, lo habríamos creído con mayor facilidad. A partir de esanoche yo no era el mismo. No importaba qué párrafo de la Biblialeyera, aun los que había leído tantas veces tenían un nuevo senti-do para mí. Me parecían clarísimos, diseñados cada uno de ellospara fortalecer mi fe y animarme a tomar la mejor decisión de mivida.

Una decisión de fePronto llegó el tiempo de ser franco con mi esposa y no retrasar

más algo que ya se veía venir. Muy entusiasmado le comenté quepensaba que había llegado el tiempo de aceptar la invitación queel Señor me hacía para trabajar de tiempo completo con él. Apesar de mi convicción, mis excelentes argumentos y la pasión demis palabras, no pude lograr que estuviera de acuerdo conmigo.¡Me sentí frustrado!

Aun así, no podía parar lo que ya era una realidad en mí. El lla-mado de Dios era irrevocable y sabía que solo era cuestión de tiem-po para que se consumara en el corazón de mi esposa.

Como a mediados del año siguiente nos enteramos por medio deunos hermanos de mi iglesia que Marcos Witt estaría prestándoseen «La casa del Alfarero», una Iglesia ubicada en el centro de la ciu-dad, así que nos dimos prisa para ir a escucharlo. Esperábamos

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poder conocerle, ya que sus canciones se habían hecho parte denuestra vida y queríamos compartir con él nuestro anhelo de tocarsolo para el Señor.

Llegamos un poco tarde. El concierto ya había empezado y ellugar estaba a reventar, pero uno de los hermanos que iba con noso-tros conocía al pastor de jóvenes de esa iglesia, así que lo mandóllamar y él, muy amablemente, nos cedió unos asientos que teníareservados en la tercera fila.

Una de las cosas que me llamó la atención fue ver a los jóvenescon tanta libertad para expresar su alegría: cantaban, palmeaban,gritaban y saltaban dentro de un espíritu de entrega y agradeci-miento a Dios. En todo momento la estrella principal ahí eraJesucristo y el motivo de la fiesta su Resurrección y la Autoridaden su Sangre.

Al final de la reunión, nos acercamos a Marcos y le contamosnuestro sentir acerca de dejar nuestro trabajo como músicos secu-lares, para dedicarnos de tiempo completo a difundir la BuenaNueva a través de nuestra música.

Se mostró muy interesado en conocer más acerca de nuestravisión, y aceptó de muy buena gana ir a cenar con nosotros esamisma noche. Durante la cena le compartimos cómo fue que Dios,por medio de tantos acontecimientos, había puesto ese sentir enmi hermano y en mí. También le platicamos del tremendo bateris-ta Álvaro López Jr., quien recientemente había entregado su vidaal Señor y que estaba dispuesto a seguirnos en esta locura.

Después de darnos muchos consejos y advertencias, a fin de quepudiéramos «medir la torre» y calcular bien lo que significaba ser-vir al Señor,nos animó a seguir adelante con nuestro llamado, y nosolo eso, sino que se puso a nuestra disposición para ayudarnos entodo lo que fuera necesario.

La plática se puso tan sabrosa que nos dieron como las doce dela noche. Aun así, le entusiasmó la idea de ir a mi casa, al norte dela ciudad, a escuchar unos demos que habíamos estado haciendopara unos hermanos con los que teníamos planeado hacer un

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disco. Llegamos como a la una de la mañana (¡pobre cuate!), miesposa estaba dormida en la planta alta, así que nos encerramos enel estudio de grabación, que era un pequeño cuartito en la plantabaja de la casa, con una grabadora de cuatro canales conectada auna computadora Macintosh, y le dimos a todo volumen. ¡Cómodisfrutamos ese momento!

En ese mismo lugar surgió la idea de hacer algunos conciertosjuntos, tocando en vivo el material del nuevo disco de Marcos,«Adoremos». Solo había un detalle: Marcos no estaba de acuerdoen participar con nosotros hasta que no hubiéramos cortado connuestros compromisos dentro de la música secular, dando el pasode fe hacia donde Dios nos estaba llamando.

En ese momento me sentí un poco incómodo con su exigenciapero ahora, después de todos estos años, he podido comprobarque Dios usó la boca de ese hombre para traer a nuestras vidas unade las convicciones que mejores réditos nos han dejado.

Nos despedimos y quedamos de estar en contacto para seguirplaticando y conociéndonos, a fin de llevar a cabo los planes queDios en su tiempo tuviera para nosotros.

La condición que Marcos nos puso, lejos de desanimarnos, nosayudó valorar más el honor que teníamos de ser invitados porDios a servir en su mesa. Al día siguiente, Álvaro, Héctor y yo

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Con Marcos Witt

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tuvimos una reunión para ponernos de acuerdo en cual sería elúltimo show que haríamos con Luis Miguel. Acordamos que ter-minaríamos el contrato de ese año y eso sería todo. Los tresestábamos decididos: ¡Dedicaríamos al Señor y a establecer sureino en esta tierra, nuestro talento, nuestro tiempo y todorecurso que él nos diera!

Sin embargo, Álvaro y yo teníamos un problema adicional queresolver: ni sus padres ni mi esposa estaban enterados de nuestradecisión y sabíamos que no iba a ser nada fácil comunicárselas.¡Dios tendría que darnos una mano!

Al principio mi esposa no tomó con agrado mi decisión pero nose opuso terminantemente, pensando que después de algunos díasde prueba se me pasaría la emoción. Como la siguiente temporadade conciertos de Luis Miguel no empezaría hasta mediados del si-guiente año no habría problema en recuperar mi trabajo, «una vezevaluada la mala decisión de dejarlo».

Otro obstáculo que teníamos que sortear era el momento depresentar nuestra renuncia a la directiva de Luis Miguel. Siemprehabían sido amables con nosotros y ahora les teníamos que deciradiós. No solo eso, sino que tendríamos que ser claros en nues-tros motivos.Temíamos que no nos comprendieran y, obviamen-te, así sucedió.

Al enterarse del motivo de nuestra decisión, tomaron una actitudde incredulidad y dejaron pasar el tiempo sin contratar a alguienpara sustituirnos, pensando que se nos pasaría el entusiasmo yque, reconsiderando nuestra posición como los músicos mejorpagados de México, regresaríamos para la siguiente temporada.

Mientras tanto, nosotros nos comunicamos con Marcos, parainformarle que ya habíamos renunciado y fijar la fecha de nuestroprimer concierto. Acordamos que sería el 2 de junio de 1990, yque sería organizado por nuestra iglesia en la Ciudad de México.

Todavía faltaban unos meses para que acabara el año 1989, ynuestro contrato con Luis Miguel. Nos pusimos a trabajar, prepa-rando el material que tocaríamos con Marcos Witt, y que estaría

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basado principalmente en la grabación de «Adoremos», donde tam-bién incorporaríamos unas canciones que nos había hecho llegarun tal Rubén Sotelo.

A la postre, Rubén se convertiría en la cuarta pieza fundamentaldel grupo, con canciones como: «Poderoso Dios», «AltísimoSeñor», «Amor Sublime» y «Te conozco bien», las cuales se convir-tieron en nuestro alimento, ayudándonos a comprobar que nosolo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de laboca de Dios.

Nunca podré olvidar el momento en que Álvaro se presentó en elestudio, trayendo en su mano la letra de «Amor Sublime»:

«Era una piedra cualquiera y me escogióY en su collar de mil perlas me llevóCuando era oscuro el destinoY no encontraba el caminoCuando mi pié resbalabaMe levantóAmor Sublime, que del cielo bajó,que por darme la vida murió...»

Con lágrimas en sus ojos me comentó: «¡Esta es exactamente lahistoria de mi vida!» ¡Cómo nos confortaron esas canciones, enaquellos días de decisión!

Los primeros meses del noventa nos concentramos en ensayar.El poco dinero que teníamos lo invertimos en algo de equipo quenecesitábamos y comenzamos a tener pequeños desajustes eco-nómicos en nuestras casas.Yo pensaba que, una vez que empezá-ramos a dar conciertos, estos serían todo un éxito y Dios supliríaa través de ellos todas nuestras necesidades familiares. No soloeso, sino que una vez que los cristianos se enteraran que «losmúsicos de Luis Miguel se habían pasado a su equipo», no nos fal-taría apoyo por «nuestra valiente decisión». ¡Dios tenía tantascosas que enseñarme!

Llevábamos ya tres meses reuniéndonos para orar y ensayar encasa de mi madre, cuando una tarde nos llamó el representante de

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Luis Miguel para convocarnos a los ensayos del nuevo materialpara el comienzo de la gira del noventa.

Ese día habíamos estado muy contentos planeando los detallesdel concierto, por lo que no nos fue muy difícil recordarle nuestradecisión por medio de mi hermano, que era quien hablaba con elrepresentante por teléfono. Una vez que Héctor colgó el teléfonoy nos informó que estaban dispuestos a darnos un jugoso aumen-to de sueldo, aunque solo firmáramos por tres meses más. ¡Se nos«movió el tapete»!

No esperábamos que se nos presentara una situación comoesa. Habían transcurrido algunos meses de ensayo y nuestra des-gastada economía empezaba a hacer estragos en nuestro estadode ánimo, así que no fue fácil decir «no» a tan necesitada oferta;sobre todo para Álvaro, pues estaba sin dinero, sin automóvil,tocando con una batería prestada y, después de haberlo tenidotodo, ahora, a pesar de su gran talento y con su corta edad espi-ritual, tenía que fortalecerse cada día en la palabra de Dios querecibía por medio de los que le animábamos para creer en lapoderosa locura de nuestro llamado.

Álvaro era quien también tenía que cargar con la presión de unospadres que no eran cristianos y que no podían entender cómo suhijo, en quien habían invertido tanto para que fuera un excelentemúsico y no le faltara nada, sufría esas absurdas carencias en posde lo que ellos llamaban un «fanatismo religioso.»

Cualquiera hubiera esperado que, después de haber declinadouna oferta así, Dios nos recompensara abriéndonos de inmediatotodas las puertas como premio a nuestra fe. Pero aún había muchomás que aprender.

Necesitábamos entender que para que Dios nos use es necesarioque él crezca y que nosotros mengüemos (Juan 3:30). Los privile-giados en participar de cualquier pequeño padecimiento para quese lleve a cabo su voluntad en nuestras vidas, comparado con losque tuvo que pagar él por nuestro rescate siendo inocente, somosnosotros.

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«Esto es para ustedes motivo de gran alegría, a pesar de quehasta ahora han tenido que sufrir diversas pruebas por un tiem-po. El oro, aunque perecedero, se acrisola al fuego. Así tambiénla fe de ustedes, que vale mucho más que el oro, al ser acrisola-da por las pruebas demostrará que es digna de aprobación, gloriay honor cuando Jesucristo se revele». 1 Pedro 1:6-7

Jesús no solo nos había invitado a ser salvos por su sacrificio, sinoque también nos había dado el honor de convidarnos a invertir ensu reino nuestra vida y los talentos dados por él.

El primer conciertoPor fin llegó el tan esperado día del concierto. Marcos Witt llegó

dos días antes para ensayar con nosotros y se hospedó en mi casacomo estaba previsto. Después de los ensayos nos quedábamosplaticando hasta las tres de la mañana; se nos iban las horas soñan-do en el día en que la música del Señor trascendiera las paredes dela iglesia e influenciara a la gente de todos los medios así como amúsicos y artistas seculares.

Recuerdo que esa mañana todo estaba listo. Los boletos se ha-bían agotado dos días antes.

El concierto era a medio día y habíamos estado toda la nochetrabajando en el auditorio para hacer los ajustes necesarios alaudio y a la iluminación, así que casi no habíamos dormido. ¡Peroquién podía dormir con tan grande expectativa! Bueno… mihermano Héctor sí, pues, como decimos nosotros, «duermecomo caballo de lechero.»

El concierto empezaba a las diez así que como a las cuatro dela mañana, nos fuimos a casa a descansar un poco y regresamoslistos a las nueve, Marcos, mi esposa y yo. Al llegar nos impre-sionó la larga fila, pues le daba como dos vueltas al auditorio. Enese momento supimos que mucha gente se quedaría afuera, yaque solo había cupo para dos mil quinientas personas, y ahí esta-ban formadas muchas más.

No nos fue fácil llegar al estacionamiento, así que tuvimos quedejar el carro lejos y llegar caminando por la puerta de atrás. Alentrar, mi esposa y yo nos quedamos perplejos mirando todas esas

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butacas llenas de jóvenes. En ese momento su Espíritu tocó nues-tros corazones y nos hizo darnos cuenta de que éramos privilegia-dos al haber sido tomados en cuenta por Dios para ser vasos pormedio de los cuales él llevara agua viva.

Con lágrimas en losojos volteé a ver a mi es-posa quien, a partir deese momento, no tuvoninguna duda de que elllamado que Dios nos es-taba haciendo era legí-timo y que seríamosmuy dichosos en acep-tarlo.

Durante todo el con-cierto, fue solo llorar yllorar para todos noso-tros. Al terminar hici-mos una invitación a entregar la vida a Jesucristo, a la que acudie-ron decenas. ¡Fue algo maravilloso ver a todos esos jóvenes que-brantados, rindiendo su vida al señorío de Cristo con tanta necesi-dad! Nos quedamos hasta que se fue la última persona.

Queríamos saludar a todos los que se acercaban, y hasta invi-tamos a algunos de ellos a la comida de convivencia que tenía-mos preparada para todos los que habíamos colaborado en laproducción.

Esa misma noche, al llegar a casa, mi esposa me comentó que elSeñor había tocado su corazón durante el evento y que sentía laconvicción de solventar los gastos de nuestro hogar con su traba-jo, mientras el Señor nos proveía el sustento por medio de su ser-vicio, al que ahora se daba claramente cuenta de que Dios noshabía llamado. Ahora sí estaba seguro de que Dios estaba detrás detodo esto: ¡al fin mi esposa y yo teníamos el mismo sentir!

Esperábamos que después de ese exitoso concierto nos llovieranlas invitaciones de parte de las iglesias. Pero no fue así.

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Elsita y yo en el primer concierto de Torre Fuerte

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Eran tiempos en los que la música cristiana estaba sufriendo unatransformación en cuanto a la forma y el estilo musical en que elgrupo Torre Fuerte exponía el mensaje de salvación, resultabademasiado moderno y atrevido para muchos de los pastores y líde-res, acostumbrados a la alabanza suave que por aquel tiempo pre-dominaba en la mayoría de las iglesias.

Los primeros tres años no solo nadie nos invitaba sino que variospastores se dieron a la tarea de desacreditar nuestro trabajo, pre-juiciados por nuestro estilo de música y por su falta de credibilidada la obra que Dios estaba haciendo en nuestras vidas. Hoy puedodarme cuenta que todo esto obró en nuestro beneficio. El Señornos ayudó de esta manera a poner nuestros ojos en el Autor yConsumador de nuestra fe, quien había determinado que nuestrotrabajo empezara más bien en las calles,en las escuelas,en los audi-torios, etc., con aquellos a quienes les sería más difícil acudir deprimera instancia a una iglesia.

Además, todas esas criticas nos ayudaron a ser humillados, mos-trándonos poco a poco que Dios no estaba interesado en nuestrashabilidades, sino en nuestra entrega a él.

Le doy gracias a Dios por toda la resistencia que hubo al princi-pio hacia nuestro trabajo para él, ya que realmente había mucho denosotros mismos que nos era necesario hacer morir para quepudiéramos reconocer verdaderamente que es solo su gracia y subendito favor inmerecido el que nos invitó a salir del mundo de losbares, centros nocturnos y música vana para darnos la oportuni-dad de comprobar que solo dentro de su propósito se encuentra laplenitud de gozo y la verdadera alegría de vivir.

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OTRA PERSONA QUE NOS ACOMPAÑÓ EN ELprincipio de esta aventura fue Marthita Serrano.

En una ocasión, al compartir un tiempo con ElíasAmábilis, mi querido amigo me enseñó una canciónde Marthita llamada «Su Manto». Al escuchar esacanción quedé perplejo. La letra de la canción esta-ba impresionante y la voz de Marthita, como can-tante profesional que era, me pareció excelente.

Por si fuera poco, Marthita también tocaba el piano,así que hablé con mi hermano y, después de escu-charla, decidimos invitarla a unirse a nuestra locura.Ambos sabíamos que no éramos muy buenos cantan-tes y nos pareció que la incorporación de Marthita algrupo sería una aportación invaluable.

La invitamos a comer y le platicamos nuestro sueño,ella se entusiasmó mucho y decidió aceptar nuestraproposición. Pronto nos dimos a la tarea de montarlas canciones y ensayarlas. Incluimos las canciones deMarthita «Es» y «Su Manto». Nos divertíamos comoniños en cada ensayo, la comunión en su Espíritu eraalgo que disfrutábamos y nuestra ilusión de ser ins-trumentos que Dios usara para alcanzar a muchos eranuestro incentivo. Nos acompañaban nuestros cua-tes Varelita, Alex Alducin, Martín, el «varón», el «cho-colatito», todos los melómanos que nos animaban a«echarle ganas» y seguir adelante.

[Juan 5:19]

Aún AhoraNada hace el Hijo, sino lo que hace el

Padre.

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Una de las primeras invitaciones que recibimos fue de la iglesiaComunidad Cristiana en Acapulco, quienes nos invitaron a partici-par en un concierto evangelístico en el Centro de Convenciones.

Yo estaba feliz de tener la oportunidad de viajar no solo conÁlvaro, Héctor y Marthita, quienes eran los otros integrantes delgrupo Torre Fuerte, sino con los melómanos amigos nuestros quecolaboraban voluntariamente con nosotros en el armado y la sono-rización de los instrumentos, y quienes también se habían conver-tido en parte de nuestra familia, ya que pasábamos todo el tiempoorando y soñando con ellos. Algunos formaban también parte delconsejo pastoral de la iglesia a la que mi hermano y mi madre per-tenecían.

Aunque yo pensaba que ya había aprendido la lección de honrara mi madre, puesto que tenía algunos años haciéndome cargojunto con mi hermano de sus necesidades económicas, todavía mefaltaba la segunda parte para «completar el curso». Y en ese viajellegó la oportunidad de presentar mi examen.

Mi mamá me había comentado que le gustaría ir con nosotros enla primera oportunidad que hubiera una actividad fuera de la ciu-dad de México. A pesar de estar cumpliendo mi responsabilidadeconómica con ella a través de la ayuda que mi esposa me brinda-ba, nuestra relación no había mejorado mucho, por lo que decidíno invitarla. Conocía a mi madre y sabía que no dejaría pasar laoportunidad de hacerme sentir mal frente a quien fuera. Estabaseguro de que haría comentarios incómodos o que se encargaríade «sacar mis trapitos al sol», o se quejaría sobre mi desconsidera-ción por no llamarle al menos una vez a la semana para saber cómoestaba. El riesgo era muy alto y no estaba dispuesto correrlo.

La verdad es que me pesaba llamarle porque cada vez que lehablaba o la visitaba me hacía sentir culpable de su soledad. Suconversación se tornaba en quejas y reclamaciones que no dejabanlugar para ninguna solución. Parecía que lo único que mi madrebuscaba era a alguien con quien desquitarse de sus problemas.

Nuestra mala relación solo había cambiado de forma con el tiem-po pero siempre nos mantenía distantes. Era tan vieja esta historia

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como la falta del padre en nuestro hogar. Parecía que ni siendo cris-tianos tendríamos la capacidad de encontrar la salida a esta triste yañeja situación.

Un domingo antes de la salida a Acapulco, unos hermanos en lafe que frecuentaban a mi madre me esperaron a la salida de la igle-sia para informarme que mi mamá se encontraba «ya mejor desalud», asumiendo que yo estaba enterado de los pormenores de suenfermedad. Era lógico para ellos que yo, el muchacho que acaba-ba de interpretar tan espiritualmente el Salmo 23, debía ser unexcelente hijo. Les agradecí las visitas que le hicieron y me despe-dí. ¡Qué habrían pensado de mí si supieran que yo no tenía ni lamenor idea de que mi madre estaba enferma!

Con este antecedente, definitivamente no podía permitir que mimamá nos acompañara a Acapulco, así que pedí a todos que no leinformaran de nuestro viaje. Sin embargo, como era de esperarse,cuando el Señor quiere mostrarnos algo nunca falta alguien que lesirva de instrumento.

Al subir al autobús que nos llevaría a Acapulco, al lado de un«montón de colados» (muchas personas que no estaban invitadas),estaba MI MADRE. La invitó un hermanito en la fe que realmentenada tenía que hacer ahí y que se encargó de tenerme lista esa«agradable» sorpresa.

«¡Hola mamacita, qué bueno que estás aquí!», exclamé con unasonrisa fingida. Su escéptica mirada me pronosticó un viaje «inol-vidable». Me senté lo más lejos que pude de ella, aunque todo elcamino pude sentir sobre mis hombros el peso de sus negativoscomentarios sobre mí. En la primera parada para comer, una her-mana que iba sentada junto a ella, con una voz muy suave, mecomentó: «Hermanito, su mamita se siente muy sola. Debería visi-tarla más seguido». No supe qué responderle. Mi mamá habíacomenzado «a hacer de las suyas» y pronto lograría su objetivo:hacerme sentir como un gusano.

Al llegar a la ciudad de Acapulco nos esperaba una numerosacomitiva encabezada por el pastor de la iglesia anfitriona. De inme-diato, mi madre se abrió paso entre la gente para presentarse e

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informarle a todos que ella era «LA MADRE DE TORRE FUERTE».Al darme cuenta de que mi mamá estaba hablando con él, meacerqué para evitar cualquier comentario inconveniente. Mehice pasar por el hijo preocupado por suplir las necesidades desu madre (aunque ni siquiera sabía en donde se iba a hospedar)y logré llevármela de ahí.

A mi lo único que me interesaba era que todo estuviera listo para«ministrar al Señor» en nuestra presentación así que, haciendo ami madre cortésmente a un lado, regresé al autobús, dejándola amedia calle y sin tener ni la menor idea de dónde pasaría la noche.Luego me dirigí al hotel en donde estaríamos hospedados solo losintegrantes de la banda.

No tardé mucho en olvidarme de que mi madre andaba por ahíy me dediqué a trabajar en la prueba de sonido y a buscar mesasdonde poner a la venta nuestra primera grabación en vivo, reali-zada durante uno de nuestros conciertos en la ciudad de México.A la hora de la comida nos concentramos todos en el hotel a finde pasar un rato de compañerismo. No esperaba que mi madreestuviera por ahí, pero así fue.

Me aparté lo más posible de ella para evitar cualquier plática quediera lugar a que manifestara sus desfavorables puntos de vista res-pecto a mí. Estaba seguro de que no había persona que se hubierasentado junto a ella que no se hubiera enterado del tipo de rela-ción que llevábamos. ¡Vaya favorcito que me había hecho el her-manito que la invitó!

Una y otra vez la evadí durante el viaje hasta el punto de aparen-tar no haberla visto. Haría lo que fuese con tal de no tener queescuchar alguno de sus reproches. Durante nuestro viaje de regre-so a la ciudad de México su malestar era evidente: no me dirigió lapalabra ni una sola vez. Al llegar me acerqué para despedirme deella y ni siquiera me miró.

Traté de entregarle un sobre con el dinero que acostumbrabadarle mes a mes. Aun cuando lo necesitaba, terminantemente lorechazó. Su actitud no me dejó duda de que lo peor estaba aúnpor venir.

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Duras palabrasUnos días después mi hermano y yo nos citamos en la oficina, el

lugar donde también teníamos nuestro estudio, para continuar conla grabación de nuestro primer disco, en el que participaría comoinvitado especial Marcos Witt.

Mi hermano y su familia habían llegado antes que yo y traían con-sigo una carta que les había dado mi madre para hacérmela llegar.

Por la cara de mi hermano y por lo grueso del contenido, supede inmediato que no se trataba de una tarjeta de felicitación.

Lo primero que sentí al abrirla fue una gran pereza, ya que se trata-ba de varias hojas escritas con letra pequeña por los dos lados.Comotenía un poco de tiempo mientras mi hermano preparaba el estudiopara trabajar, me encerré en una habitación y comencé a leerla.

Tenía mucho tiempo de no escuchar a mi madre hablarme deesa manera. Sus palabras estaban llenas de ira y de amargura, nocejaba de llamarme «buitre» y de mencionar que le parecía increí-ble que los cristianos fueran tan tontos como para permitir queun «buitre» como yo «cantara y alabara al Señor» mientras no eracapaz de saludar ni a su propia madre. Me felicitaba con muchosy muy variados «elogios» por ser tan buen actor cantando delSeñor Jesucristo frente a la multitud con apariencia de ángel,cuando por dentro era solo un hipócrita que se avergonzabafrente a la gente de llamar Mamá a una mujer de apariencia sen-cilla como ella.

Cuando terminé de leer la carta, mi primera reacción fue buscarcon innumerables argumentos la desaprobación de mi hermano ymi cuñada a la forma agresiva y altisonante con la que mi madre sedirigía a mí. ¿Cómo podía decirse cristiana una persona que guar-dara tal rencor y amargura contra su propio hijo? A pesar de miindignación, dudo haberlos convencido de que mi madre eraquien se encontraba en un error.

A partir de ese día, mi relación con ella empeoró. Llegué al puntode involucrar a mi esposa, con quien tan solo bastó un pequeñomalentendido para que cada una tomara partido en el problema y

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terminaran convirtiéndose en enemigas acérrimas. Esta situaciónse prolongó por un par de penosos años, acrecentando cada día ladistancia entre mi madre y yo.

¡Vaya contradicción! Hablaba en diferentes foros de reconcilia-ción con Dios y no podía encontrar la forma de ponerla por obraentre mi madre y yo.Tendría que pasar tiempo para que pudieradarme cuenta de que esa amistad plena que anhelaba tener con mimadre no llegaría hasta que yo entendiera el verdadero significadode la palabra «honra».

Dios utilizó las palabras de esa carta, que a menudo venían a mimente, como un martillo que fue quebrantando mi corazón depiedra, llevándome a la conclusión de que mi madre no estaba tanlejos de la verdad como yo pensaba. ¿De qué otra manera sepodría llamar a un hijo que se olvida de su propia madre sino «bui-tre»? Por supuesto, no estoy de acuerdo con que un padre use esapalabra o cualquier otro insulto contra su hijo pero, en mi caso,tengo que reconocer que quizá lo merecía. Después de todo, mimadre había dado su vida y todo lo que tenía a su alcance porhacernos felices y por que nada nos faltara.Y ahora se encontrabasola en la casa.

Su dos hijos ya estaban casados, su hijita internada en una ins-titución de asistencia privada y ella sin nada más que recuerdosa su alrededor; sin nadie con quien comentar o a quien com-partir sus tristezas y alegrías. Además, tenía que aceptar que elpapel que jugaba en nuestras vidas ahora era distinto, ya queestábamos recién casados, y esto era algo muy difícil de enten-der para ella.

Yo, por mi parte, vivía la vida una vez más centrada en mí mismoy mis intereses, involucrándome en múltiples actividades religio-sas, pero evitando la oportunidad de derribar las murallas y forta-lezas que por tantos años se habían levantado en mi corazón.

Al reflexionar en ello, el Señor me fue mostrando la necesidad decambiar, a fin de ser libre de mi amarga actitud. Sin embargo, nopude dar este paso sino hasta que mi madre propició la reconci-liación con mi esposa.

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Una dulce reconciliaciónUn día llegó a la casa y me pidió hablar con Elsita. Un poco recelo-

so por el antecedente de la situación que vivíamos, llamé a mi espo-sa y le dije que mi mamá la estaba esperando en la sala y quería hablarcon ella. Elsita, dudando «qué se traería» mi mamá en esta ocasión,bajó, la saludó y, con una expresión sería, se dispuso a escucharla.Cuando mi mamá empezó a hablar en un tono muy distinto al queusualmente tenía y con una actitud humilde en vez de orgullosa y cor-tante, decidió prestarle mucha atención a lo que le exponía.

Mi mamá venía a pedirle perdón. El Señor le había mostrado quesu conducta estaba muy mal y que, lejos de acercarnos como fami-lia, estaba poniendo una distancia cada vez mayor entre nosotros.Nos pidió darle otra oportunidad. Elsita no pudo más que abrazarlay decirle que, a pesar de todo lo que había pasado, nosotros la que-ríamos mucho y por supuesto también deseábamos que nuestrasrelaciones, comunicación y comunión en la familia se reestablecie-ran, y también fue movida a pedirle perdón a mi madre por susmalas actitudes hacia ella. Fue un momento de reconciliación quetrajo mucha bendición no solo para ellas, sino para mí, pues gene-ralmente me quedaba entre la «espada y la pared».

La relación entre mi madre y mi esposa iba mejorando continua-mente. Ambas habían crecido como cristianas a través de estaprueba y mejorado en su relación «suegra-nuera», un papel nuevoen su vida y para el cual ninguna de las dos estaban preparadas.Ambas necesitaban trabajar buscando la sabiduría del Señor. Elcambio ocurrido entre ellas fue, poco a poco, moviéndome a daralgunos pasos para intentar mejorar mi relación con mi mamá.Comencé a llamarla por teléfono para preguntarle cómo estaba,pero pronto me desanimaba al escuchar que tenía la misma acti-tud quejosa que yo no podía soportar.

De pronto, un día en el que en mi mente debatía acerca de lla-marle o no para saludarla, Dios puso en mi corazón la llave queestaba buscando. El Señor me dijo: «Honra a tu madre…» Como alprincipio no entendí lo que Dios esperaba de mí, le respondía:«Señor, desde que conocí la alegría de proveer económicamentepara sus necesidades, jamás me he atrasado ni un día en el cum-plimiento de mi responsabilidad».

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Pero Dios se refería a algo más profundo que tan solo cumplir conun deber económico. El Señor fue mostrándome que «Honra» eratambién reconocimiento, agradecimiento y valoración. Además,no bastaba con sentirlo. Era necesario expresarlo a fin de aligerarel peso en la espalda de mi madre, el cual le agobiaba día tras día.

Después de escuchar hermosas predicaciones acerca de la pre-sencia Dios con nosotros, mi mamá tenía que llegar a una casadonde tan solo la esperaban un montón de muebles y recuerdos deaquellos por quienes tanto luchó. El peso de su soledad podía seraliviado mostrándole en mi vida el resultado de ese esfuerzo. Susoledad y tristeza podía ser atenuada al expresarle el sentimientoque estaba escondido en mi corazón:

«Gracias madre, gracias por pagar el precio de mi felicidad y porser el instrumento hermoso de Dios por el que llegaron a mi vidalos regalos más preciados: mi relación con Cristo, mi esposa, mioficio de músico...

»Gracias mamá por esforzarte cuando sentías que ya no podías másy aun así trabajaste duramente para suplir nuestras necesidades.

»Gracias por sacrificar tu pequeño automóvil para darnos los ins-trumentos con los que nos iniciamos como músicos profesionales.

»Gracias, gracias..., por tantas y tantas cosas que me vienen a lamente a menudo, que hiciste por mí.»

¡Qué privilegio poder ahora suplir, aunque sea en lo poco, tusnecesidades y las de mi hermana! Una vez que entendí el real sig-nificado de la palabra honra, el Señor fue trayendo a mi memoriatodas aquellas cosas por las cuales debía estar agradecido con mimadre y me dio un excelente consejo: «Cada vez que hables con tumadre, antes que diga la primera palabra, bendícela reconociendotodo lo que ha hecho por ti».

Aprendí entonces que una herramienta infalible que tenemos loshijos para atenuar algún desacuerdo con nuestros padres: jamás laconfrontación sino la honra. ¡No esperé más! De inmediato llamé ami madre para poner en práctica el nuevo plan.

Marqué su teléfono y, antes de que pronunciara la primera pala-bra, la bombardeé con frases que ni yo mismo sabía que podía

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expresar, pero que tenía tanta necesidad de decirle desde hacíamucho tiempo. ¡Ya se imaginarán el «lloradero»!

¡Qué rico poder decirle todas esas cosas a mi madre, dándomecuenta de lo desagradecido que fui con ella y teniendo la oportu-nidad de pedirle perdón, cuando aún estábamos a tiempo de serlos amigos que siempre soñamos ser! Al terminar la conversación,como era de esperarse, todo el plan de Dios había dado resultado.Mi madre, en vez de quejarse, ahora me repetía una y otra vez:«¡Cómo has cambiado hijito!»

A partir de ese día, descubrí la libertad para acercarme a ella yabrazarla como cuando era un pequeñito. Y sigo poniendo porobra el consejo que Dios me dio, bendiciéndola cada vez quehablo con ella.

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LA PLACENTERA LABOR QUE LLEVÁBAMOS Acabo como Torre Fuerte se desarrolló hasta alcan-zar nuevas alturas y territorios. Eso se hizo evi-

dente por que el número de invitaciones a participar enconciertos comenzó a incrementarse. ¡Aún recuerdocon emoción nuestra primera invitación al extranjero!

A la mitad de la preparación de un pedido de nuestromaterial, recibimos en la oficina una llamada desde CostaRica. Se trataba de un joven de nombre William Muñoz,quien nos comentó que las canciones del álbum AltísimoSeñor habían tocado su corazón y el de otros jóvenes quetrabajaban con él en una asociación evangelística llamadaFuerza Juvenil. Nos dijo que sintieron el deseo de invi-tarnos a ofrecer un par de conciertos en dos auditoriosestratégicos de su país, convocando a dos mil o tres miljóvenes, con el objeto de compartir a través de nuestramúsica la buena nueva de Cristo.

Nos parecía increíble que, sin tener una red de dis-tribución de nuestro material en aquel país, nuestramúsica hubiera llegado tan rápido. El álbum no teníani seis meses de haber salido a la venta en México y,según William nos informó, no dejaban de tocarlo enla radio costarricense. Eso fue otra cosa que nos sor-prendió. ¿En la radio? ¿Acaso en Costa Rica la radiotransmite canciones cristianas? No imaginábamos queexistían radiodifusoras cristianas, debido a que enMéxico no había ni una sola.

[ Génesis 2 8 : 1 2 ]

Altísimo SeñorEn mi bajeza me has mirado y me has ten-

dido la escalera de Tu amor.

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A partir de ese momento se nos hicieron largos los días esperan-do a que llegara el momento de abordar el avión que nos llevaría anuestro primer concierto internacional como Torre Fuerte.

En aquel entonces nuestro grupo de trabajo para conciertos con-sistía de cuatro personas: Álvaro López en la batería, HéctorHermosillo como vocalista, bajista y guitarrista, HeribertoHermosillo como vocalista y tecladista y Benjamín Aguirre, nuestrocoordinador. Marthita Serrano había dejado de viajar con nosotrosporque estaba en la espera de su primer bebé.

Al llegar nos esperaba un grupo de personas que, a la postre, seconvertiría en nuestra familia «tica» (costarricense). Nos pareciómuy interesante que William nos informara que uno de los dosauditorios programados para los conciertos era el GimnasioNacional de San José. Dos años antes, ofrecimos un concierto enese mismo auditorio, pero como músicos de Luis Miguel. Al díasiguiente a nuestro arribo nos llevaron al auditorio para hacer laprueba de sonido.

La escenografía les había quedado padrísima. Pudimos notar deinmediato el entusiasmo y el amor con el que habían preparadotodo. Nuestra familia tica en aquel entonces estaba integrada porWilliam Muñoz, quien también fue nuestro coordinador porcinco años a partir de entonces, Jorge Taylor y su familia, conquienes vivimos incontables aventuras y Sixto Porras, de quienrecibimos muchos buenos consejos, entre muchos otros que seañadirían más tarde como mi querido amigo Marco Guevara y suesposita Ingrid.

El concierto fue todo un éxito, la asistencia fue casi tres vecesmayor de la que se esperaba, aproximadamente unas 5,000 perso-nas. Durante el evento nos sorprendió muchísimo la respuesta dela gente. Bastaba con tocar la introducción para que la audienciareconociera la canción y la entonara a todo pulmón.

Llegó el turno de interpretar «Altísimo Señor» y era muy impactan-te escucharles cantar.Hubo un momento en el que detuve la músicapara poder escuchar a la multitud que,agradecida con Dios,cantaba:

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Fue algo así como estar en cadena perpetua,y unos segundos después sobre las nubes volar,y siendo un vil pecador hoy como en tu mesa,solo tu gracia le basta a mi corazón.Altísimo Señor, entre mis sombras,Tu palabra alumbró mi corazón...

Dando gracias al Señor con tal convicción, nos unimos a ese cantoa capella, proclamando juntos y a una voz que Su perdón nos pusoalas y Su palabra entre nuestras sombras alumbró nuestro corazón.

Al final del concierto era hermoso ver a todos esos jóvenes que seencontraban al frente de la plataforma, tomando la decisión deponer su confianza absoluta en el sacrificio de Jesús y entregandovoluntariamente sus vidas a la autoridad del yugo de Cristo. ¡Québendición trabajar para el Rey de reyes!

Ese fue el primero de un sinnúmero de viajes que hicimos a lolargo de toda Latinoamérica.Tuvimos el honor de llevar Su palabraa través de nuestra música a lugares como Nicaragua, El Salvador,Honduras, Guatemala,Venezuela, Argentina,Colombia,Puerto Rico,República Dominicana, Perú, Chile, EEUU, España y Canadá, ade-más de México. El viento de su amor nos llevó a compartir las «bue-nas nuevas» de norte a sur de Latinoamérica.

En uno de estos viajes tuvimos el gozo de regresar a Argentina, alas mismas ciudades en las que tiempo atrás estuvimos con LuisMiguel. El Señor nos llevaba esta vez a restaurar vidas y la comu-nión con Dios. Muchos de los jóvenes que tiempo atrás nos ha-bían conocido trabajando con Luis Miguel nos escuchaban sorpren-didos por el cambio que reflejaban nuestras vidas. Otros vinierona escuchar al grupo con la inquietud de saber qué había pasado ypor qué razón habíamos decidido dejar a Luis Miguel. Esta vez, enlugar de incitar su sensualidad, despertábamos el hambre y sed porla Palabra y el Perdón que sabíamos que, al igual que a nosotros,les hacía tanta falta.

Fue hermoso estar ahí cumpliendo la Gran Comisión que nuestroDios nos había encomendado y poder animar a esos jóvenes a bus-car algo más que música. Queríamos que encontraran el propósito

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para sus vidas y pudieran llevarse algo de valor a su casa.Queríamosque regresaran con el poder del Espíritu Santo en su corazón paravivir una vida diferente y ser luz entre los suyos. Ese viaje reafirmónuestra convicción de haber sembrado la semilla del talento musi-cal que Dios nos había dado en la mejor tierra, la que da fruto alciento por uno.

Lo último de la tierraCuando la gira por Argentina se acercaba a su fin, nos avisaron

que un grupo de hermanos en Ushuaia deseaban que se lleva-ra a cabo un concierto evangelístico en su ciudad. Ushuaia esla última ciudad habitada en el Polo Sur, mejor conocida como«el fin del mundo». El Señor entonces nos reveló que eso era loque quería de nosotros, que lleváramos su palabra hasta lo últi-mo de la tierra. ¡Qué privilegio!

Se llevaron a cabo todos los preparativos y abordamos el aviónen Buenos Aires, en donde nos explicaron que para llegar aUshuaia tendríamos que transbordar. La zona tenía requeri-mientos especiales para aterrizar y tan solo una decena de pilo-tos en el mundo recorren ese camino, que es bastante difícil yno poco peligroso.

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Torre Fuerte en el Polo Sur

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Con este antecedente nos subimos al avión y abrochamos bienapretaditos nuestros cinturones. El viaje estuvo bastante, diga-mos…, pues…, «emocionante». Sufrimos los efectos de las «bolsasde aire» que hacían subir y bajar el pequeño avión una y otra vez,con giros hacia uno y otro lado y,en fin,el viaje se tornó en una ver-daderamente larga jornada. Repentinamente, pudimos ver a lo lejosuna pequeña montaña y el piloto nos avisó que estábamos por lle-gar.Todos respiramos aliviados.

Casi a punto de aterrizar y en vuelo rasante, el piloto viró drás-ticamente hacia un lado. En forma casi vertical y precipitada sedirigió a una minúscula pista que apareció súbitamente delantede nosotros, justo entre un mar lleno de hielo y una montañacon hermosos pinos. ¡No lo podía creer! Si el piloto fallaba en sumaniobra, o nos estrellábamos en la montaña o nos caíamos alhelado mar.

«Bueno, Señor —pensé—, pues si me das a escoger prefiero elagüita, aunque esté bien fría», y me agarré del asiento hasta conlas uñas. Sin embargo, y para tranquilidad de todos, el pilotologró aterrizar el avión sin problema. Al bajar, no podíamosdejar de admirar el gélido paisaje sin poder dejar de temblar defrío. Los hermanos que nos invitaron llegaron a recibirnos y lescomentamos sobre el atrevido aterrizaje y de nuestra preocu-pación sobre lo que nos pareció que iba a ser un frío chapuzónde bienvenida.

Ellos nos explicaron que si un avión llega a derrapar en la pista porel hielo y cae al mar, la gente puede morir antes ser rescatada debi-do a las gélidas temperaturas, ya que la sangre se congela normal-mente en menos de 5 minutos. El otro problema es la abundanciade tiburones blancos en el área, lo cual no deja tampoco muchasposibilidades para un rescate.

Con tan «acogedor» comentario de bienvenida, no pudimos másque agradecer otra vez a nuestro Dios por ayudarnos a llegar conbien y pedirle por anticipado que de la misma manera nos lleva-ra de regreso.

El concierto se llevó a cabo con muchas carencias técnicas pero

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con un enorme ánimo para exaltar a nuestro Rey, literalmente,en lo«último de la tierra».Fue una bendición estar en Ushuaia y nos goza-mos en saber que, aun en lejanos lugares, el Señor tiene puebloesperando conocerle.

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UN DÍA,MIENTRAS DESCANSABA EN CASA,RECIBÍuna llamada de uno de los compositores quemás admiraba en música cristiana. Me comentó

que Dios había puesto un deseo en su corazón que que-ría compartir con mi hermano y conmigo. Nos dimoscita en un restaurante japonés del centro de la ciudad,cercano a nuestra oficina.

Mi esposa y yo éramos aficionados a ese tipo de comi-da y me pareció bueno compartir mi «amplio conoci-miento culinario» con mi nuevo amigo, MiguelCassina.

Al sentarnos a la mesa, lo primero que le dije fue:«Miguel, ¿has probado este tipo de comida antes?»

Miguel respondió: «Alguna vez».

Entonces le dije: «Es necesario que pruebes esto conmente abierta, porque se trata de cosas raras. Pero note preocupes porque están deliciosas. No lo olvides,“con mente abierta”».

Cuando llegó el mesero,Miguel me pidió de favor queyo ordenara para todos, ya que tenía más experiencia.De inmediato,y como todo un experto, le hice saber almesero lo que queríamos. Cuando llegó la comida, mellamó la atención que la presentación de los platillosfuera muy diferente a la que yo estaba acostumbrado a

[2 Timoteo 2:13]

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Si fuésemos infieles, Él permanece fiel.

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ver en otro restaurante japonés que solíamos frecuentar. Los trozosde pescado venían acompañados de una crema verde a un lado,parecida al típico guacamole (salsa de aguacate) mexicano.

Miguel me preguntó: «¿Qué es eso?» Como todo un conocedor, lerespondí: «Se me hace que es un tipo de aguacatito muy sabrosoque seguramente es para darle más sabor.» De inmediato, tomé unabuena porción y se lo agregué a mi trozo de pescado, llevándome-lo confiadamente a la boca.

¡¡Yaaaaahhhhjj!! ¡Sentí que me iba a estallar el cráneo!

El sabor resultó totalmente espantoso: era tan picante que tuveque salir corriendo al baño mientras Miguel y mi hermano, riéndo-se a carcajadas, me gritaban:

«¡Hey, mente abierta hijo, mente abierta!»

Me pasó lo que dice el refrán: «El pez por su boca muere...»

Lo único bueno que saqué de aquel vergonzoso momento fue quemi burrada permitió que se rompiera el hielo entre nosotros,dejan-do atrás las formalidades, para comenzar la mejor amistad que heconocido hasta el momento con un músico cristiano.

Una vez que terminamos de comer y de reírnos como niños,Miguelcomenzó a compartirnos el sueño que Dios había puesto en su cora-zón. Nos comentó al pasar cerca del Palacio de las Bellas Artes de laCiudad de México, había sentido un profundo deseo de glorificar enese lugar el nombre de Jesús, por medio de un gran concierto queimpactara a la sociedad mexicana. Miguel quería dar testimonio de laexistencia de un pueblo redimido que vivía en medio de la ciudad.Quería que ese pueblo fuera luz entre las tinieblas y tenía el deseo decompartir esta visión con nosotros, para que participáramos con élhaciendo los arreglos musicales y dirigiendo la orquesta sinfónica.

En ese momento me pareció una idea bastante descabellada. Lasala de conciertos del Palacio de las Bellas Artes solo estaba dispo-nible para espectáculos culturales como el ballet, la ópera o recita-les de música clásica de alta calidad, todos interpretados y monta-

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dos solamente por reconocidos artistas de talla mundial. Por otrolado,en el muy remoto caso de que pudiéramos conseguirlo,habríaque hacer una gran inversión para contratar a toda una sinfónica.

Pero el Señor no solo tenía el plan de hacernos trabajar juntos,tambiénquería enseñarme a través de Miguel lo que era un hombre de fe y laforma en la que, cuando Dios pone una convicción en el corazón, élmueve la gente y dispone los recursos para abrir el camino por delante.

Miguel estaba totalmente seguro de que se trataba de un plan deDios, así que de inmediato le pusimos fecha y nos pusimos a trabajaren los arreglos. Mi hermano propuso que yo dirigiera la orquesta, locual significó un gran reto para mí. Esa sería mi primera experienciacomo director y, aunque ese había sido siempre mi sueño, no creí queDios me lo tomaría en serio, y menos en un concierto tan importantedonde el objetivo era presentarlo como el Dios de excelencia que es.

Yo sabía que no estaba capacitado ni como músico ni como cris-tiano para representar al Señor en tan serio compromiso. Pero lodébil de Dios es más fuerte que los hombres y lo necio de Dios esmás sabio que los hombres. Cuando él te da el privilegio de elegirtepara una obra específica, él también suplirá todo lo que te falte con-forme a sus riquezas en gloria. ¡Y vaya que necesitaría toda su ayuda!

Me puse a trabajar con gran diligencia y entusiasmo. Unos díasantes del concierto, y cuando ya todo parecía estar listo, se nos pre-sentó el más inesperado de los problemas. Esa mañana Miguel y yofuimos al banco para retirar de una cuenta el dinero con el quecubriríamos los diversos gastos del evento. Una vez que tomé milugar en la fila, unos tipos de aspecto poco amigable se formarondetrás de mí. Sin embargo,yo no le di mucha importancia al asunto.

Al llegar a la ventanilla, me pareció extraña e incómoda la actituddel cajero que, en voz bastante alta, mencionó el monto de lo queme entregaba. Tratando de ser lo más discreto posible, tomé el dine-ro, lo metí en el bolsillo de mi pantalón y me dirigí a mi automóvil,donde me esperaba Miguel.

Subí al auto y arranqué.No habíamos recorrido ni un kilómetro cuan-do un auto mediano, con cuatro tipos adentro nos dio alcance y desde

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adentro nos hicieron señas para que nos detuviéramos. De inmediatoreconocí a los tipos que se habían formado detrás de mí en la fila delbanco. Sin dudarlo, le dije a Miguel: «¡Ya nos asaltaron,hijo!»

Miguel me volteó a ver con mirada de incredulidad mientras lostipos, con brusquedad, nos obligaban a detenernos. Sin oponerresistencia, estacioné el vehículo. Ellos detuvieron su auto delantede nosotros para cerrarnos el paso e inmediatamente abrieron lascuatro puertas de su vehículo para exigirnos salir de nuestro automientras nos apuntaban con sus armas.

Luego nos tomaron del cabello (en aquel entonces yo todavíatenía cabello) y nos metieron violentamente en el asiento trasero desu auto.Los que parecían los jefes de la banda se sentaron adelante,otro se sentó con nosotros atrás y el cuarto nos siguió conducien-do mi automóvil.

Nos ordenaron cerrar los ojos pero yo estaba tan nervioso que meera imposible mantenerlos cerrados. El asaltante que venía con no-sotros me gritaba: «¡Cierra los ojos güero!», y me golpeaba en la cara.

Miguel y yo empezamos a orar.Yo repetía algunos salmos mientrasMiguel oraba en lenguas. Ellos nos repetían una y otra vez: «¡Hagan loque les decimos y no les va a pasar nada!» Yo no podía dejar de orar envoz alta y, en una oportunidad, el que iba conduciendo, me gritó:«¡Que te calles!», y volteó para darme un golpe. Al hacerlo, perdió elcontrol del vehículo y se estrelló contra la acera, y despedazando unade las llantas.

A pesar de su sangre fría, noté que el nerviosismo de los asaltantes ibaen aumento pues no traían herramienta para cambiar la llanta y tuvie-ron que detenerse en una vía muy transitada como a las doce del día.Con singular inocencia (¡¿?!), y supongo que debido a mi nerviosismo,les sugerí que usaran la herramienta de mi coche.Y así lo hicieron.

Al terminar de reparar la llanta, se subieron al auto nuevamente y sedirigieron a un camino que sale de la ciudad. Habiendo oído tantasveces en la televisión cómo en estos casos los ladrones matan a sus víc-timas o las mantienen secuestradas por días para pedir un rescate, nocesábamos de suplicarles que nos dejaran ir y se llevaran el dinero. Ya

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habían pasado varias horas desde que nos habían llevado a la fuerza yno parecían tener la intención de dejarnos ir pero, de repente, el queiba manejando detuvo el carro en un callejón y precipitadamente nosgritó: «¡Saquen todo lo que traen y bájense!» De inmediato les dimos eldinero junto con todo lo que traíamos y nos bajamos del automóvil.

Una vez que se fueron,Miguel y yo nos dimos un fuerte abrazo y conlágrimas en los ojos le agradecimos a Dios por habernos conservado lavida. Sabíamos el origen de este ataque. El enemigo quería estorbar laobra de Dios que se llevaría a cabo en Bellas Artes.Aun así no dudamosni un minuto en seguir adelante con los planes que había puesto elSeñor en nuestro corazón, sabiendo que él restituiría de alguna mane-ra ese dinero.Y así fue. Milagrosamente, Dios proveyó nuevamente loque nos habían robado y pudimos hacer los pagos necesarios.

Y llegó el día del concierto.

Ahí estaba yo, vestido «con traje de pingüino» y rodeado de excelentesmúsicos. El foro de dos mil quinientas personas estaba totalmente lleno.Las manos me sudaban copiosamente y sentía un hormigueo de nervios portodo el cuerpo. Después de haber orado todos juntos y ultimado los deta-lles,me quedé solo en el camerino mientras se daba la «tercera llamada».

De pronto vinieron a mi mente esos sueños que al principio de mivida con Cristo había tenido y que por mucho tiempo habían queda-do olvidados.Recordé cuando,a la mitad de un concierto con el can-tante Emmanuel, le había pedido a Dios que me concediera algún díahacer sonar mis arreglitos aunque fuera con una pequeña orquesta de

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Heriberto dirigiendo la orquesta sinfónica en Bellas Artes

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cámara (dos violines,una viola y un cello), sin importar que fuera enel patio de mi casa y con la presencia tan solo de mi familia.

Me parecía increíble que estuviera a punto de comprobar queQuien «…puede hacer muchísimo más que todo lo que podamosimaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en noso-tros…», me hubiera escogido para estar ahí en ese día, dándolehonra a través de la música y los talentos que me había dado.

¡El Señor no había olvidado mi sueño! Y ahora me lo recordaba yme hacía ver que su propio sueño para mi vida era mucho más gran-de. Si yo me tomaba de su mano, él me llevaría mucho más lejos delo que yo ni siquiera podía imaginar. ¡Gracias Cristo! ¡Gracias porllevarme a lugares de delicados pastos, Señor!

Mientras esto sucedía, en la entrada se le estaba entregando a lagente un panfleto que decía que no era posible danzar durante elconcierto, ya que el Palacio de Bellas Artes, por el hecho de estarubicado en el área central de la ciudad de México, estaba hundién-dose poco a poco y no se quería correr ningún riesgo.A pesar deeso, en cuanto se comenzaron a escuchar los primeros acordes delcanto «Me gozaré, me alegraré», todo mundo olvidó el posible ries-go y eso se convirtió en una verdadera fiesta espiritual.Literalmente, podía sentirse que todo el edificio se movía al compásde las alabanzas.La gente no quería dejar la sala y nos hicieron repetirlas canciones más jubilosas una y otra vez hasta que todo mundo ter-minó exhausto, incluyéndonos a nosotros. ¡El evento fue inolvidable!

Con esa experiencia, el Señor me enseñó muchas cosas y me dejórecuerdos muy valiosos. Entre lo mejor que me dejó, está una fran-ca y verdadera amistad con Miguel Cassina, a quien considero elmejor amigo músico dedicado al ministerio que he tenido y quien,a pesar de mis errores, siempre se ha mantenido como un buencompañero de milicia, creyendo que el que comenzó la obra en míla perfeccionará para el día de Cristo.

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MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y TRES FUE UNaño que marcó un cambio muy profundo en lavida de mi esposa y en la mía. El año anterior,

durante la grabación del álbum «Te Anhelo», de MarcosWitt, habíamos tenido el gusto de conocer a RonnyHuffman. Nos sentíamos tan identificados en nuestrosgustos musicales y en nuestra visión evangelística quedecidimos invitarlo a co-producir junto a nosotros nues-tra nueva grabación «Mi Fortaleza».

Fue entonces que Álvaro, Héctor y yo nos fuimos aLos Ángeles, California, para aprovechar todos losmedios que estaban al alcance de Ronny y lograr unmejor resultado en esa nueva producción,que tenía elobjetivo de alcanzar con la buena nueva principal-mente a todos los melómanos.

Ronny aportó dos excelentes canciones para elálbum.También contamos con la valiosísima colabora-ción de Rubén Sotelo, Danny Cruz y Renato Vizuet,este último el compositor de una canción con un sig-nificado muy especial en mi vida.

Me encontraba a punto de grabar la voz principal dela canción «Es Amor», cuando me avisaron de la cabinade grabación que tenía una llamada de mi esposa desdeMéxico.Al contestar la llamada, pude darme cuenta deque algo importante había sucedido. Su voz sonabatemblorosa y creo que no sabía por dónde empezar.

[2 Pedro 3:9]

Es Amor

Todo el silencio de esta espera.

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Elsita había sufrido diversos malestares que se agudizaron en lasúltimas semanas. Esa mañana se había decidido consultar al doctory se dirigió al consultorio acompañada de su mamá. El doctor leinformó que sus incomodidades parecían deberse a la presencia deun «saco embrionario» de cinco semanas que, a reserva de hacerlealgunos análisis, parecía encontrarse creciendo saludablementedentro de su vientre.

¡Qué increíble! La noticia me dejó como paralizado.No sabía si llo-rar o gritar como loco.Mi esposa y yo teníamos casi ocho años espe-rando que Dios nos permitiera tener un bebé y esa llamada marca-ba el final de una larga espera. Una y otra vez asumimos que estabaembarazada debido a sus problemas hormonales pero al poco tiem-po descubríamos que solo se trataba de falsas alarmas.

Pero esta vez era cierto. ¡Estábamos esperando un bebé! Atónitopor la noticia me despedí de mi esposita y regresé frente al micró-fono para hacer la primera toma de la canción. Sin embargo, unnudo en la garganta me impedía cantar.

Le pedí a los muchachos que me dieran un minuto para repo-nerme del «SUSTO» y, después de haberle dado las gracias al Señorpor habernos concedido ese regalo tan esperado y tan deseado,desahogando mi corazón en profundo agradecimiento, tomé unprofundo respiro, regresé al estudio y les dije: «OK, vamos a inten-tarlo de nuevo».

Todo iba bien hasta que llegó la parte que dice: «Es amor, todo elsilencio de esta espera es amor». Aunque esta parte está inspirada enel pasaje de 2 Pedro 3:9 que dice que Dios quiere que todos venganal arrepentimiento, en ese momento la frase me hizo recordar todosaquellos difíciles momentos en los que mi esposa y yo tuvimos quesobreponernos a la idea de que nuestros hermanos menores se llena-ran de hijos, mientras nosotros pasábamos el tiempo visitando espe-cialistas en esterilidad, gastando dinero y sometiéndonos a diversostratamientos que nunca pudieron solucionar el problema. Luego deagotar todos nuestros recursos humanos, tuvimos que entregar nues-tro deseo al Señor, esperando que él decidiera lo que era mejor paranosotros, en su buena voluntad.

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Esta experiencia nos ayudó a aprender que nos era necesariodepositar toda nuestra confianza en el Señor y pasar de creer enDios a creerle a Dios, esperando en el cumplimiento de su pro-pósito para nuestras vidas, cualquiera que este fuera. Mi esposay yo pasamos años orando noche a noche por un bebé, peroaprendiendo al mismo tiempo la disposición de aceptar la volun-tad de Dios.

«No se inquieten por nada; más bien, en toda ocasión, con oracióny ruego, presenten sus peticiones a Dios y denle gracias.Y la paz deDios, que sobrepasa todo entendimiento, cuidará sus corazones ysus pensamientos en Cristo Jesús.» Filipenses 4:6-7

La noticia del embarazo de mi esposa me ayudaba a entender elpropósito de Dios,pues nos concedía en el mejor tiempo,que es Sutiempo, el anhelo de nuestro corazón.

De pronto, escuché la voz Ronny, sacándome de mi meditación,quien me recordó que teníamos que intentar de nuevo la toma deese segmento de la canción. ¡Pobre Ronny! Sé que ese día Diosprobó su paciencia conmigo por todas las veces que tuvo que repe-tir esa parte de la canción en la grabación.Yo no podía evitar dejarde reconocer, al llegar a esa frase, todo el amor de Dios manifestadohacia nosotros y la voz se me quebraba una y otra vez.

Finalmente terminamos la grabación y quedamos muy satisfechoscon el resultado. No podía esperar a regresar a casa y tenía unosdeseos incontenibles de abrazar a mi esposa y poner la vida y el cre-cimiento de nuestro bebé en las manos del Señor.

Una herencia de DiosElsita tuvo un embarazo muy bendecido.El Señor puso en nuestro

corazón que le diéramos prioridad a su bienestar, por lo que renun-ció a su trabajo y se dedicó a llevar a cabo todos los preparativospara la llegada de nuestro angelito.

Algunos meses después de aquel inolvidable momento, llegópara Elsita y para mí el gran día. Con tanta expectativa por nues-tro deseado bebé, mi esposa y yo habíamos acordado no aceptarningún compromiso con Torre Fuerte quince días antes y quince

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días después de la fecha en que se estimó que nacería Danny. Sinembargo, debido al desorden hormonal que Elsita padecía, nuncasupimos la fecha exacta de la concepción. Por lo tanto, el cálculode la fecha del nacimiento se basó en el primer sonograma que lehicieron.

Así que los quince días antes de la fecha estimada llegaron y tam-bién se fueron. La fecha programada llegó y pasó. Los quince díasposteriores a la fecha pasaron también y nuestro bebé seguía muya gusto en la pancita de mamá.

Elsita y yo estábamos ya muy ansiosos porque se acercaba elmomento en que tendría que reanudar mis compromisos, y casi lesuplicábamos al doctor que indujera el parto. Habíamos orado alSeñor que nos permitiera estar juntos para recibir a nuestro hijopero el doctor se había negado y nos había dicho que tendríamosque esperar. Nos dijo que cuando el bebé estuviera listo, entoncesvendría todo «solito» y eso nos evitaría problemas posteriores.

Desilusionados, tuvimos que regresar a casa a preparar mi maletapara viajar a Puerto Rico, país donde participaríamos como TorreFuerte en un congreso juvenil al día siguiente. Hasta ese momento,Danny no había dado señales de querer salir de la pancita de mamá.Mi suegra y mi madre se encontraban en mi casa desde hacía unmes, esperando el ansiado nacimiento, y parecía que no llegaría¡hasta que yo regresara de Puerto Rico!

Como a las ocho de la mañana del día siguiente, mientras me pre-paraba para salir rumbo al aeropuerto, un grito irrumpió en elambiente de tranquilidad. Después de seis años de novios y ochode casados, y de pensar que Elsita era la mujer más ecuánime y apa-cible de la tierra, me parece que ese día la conocí realmente.

Al oír todo el alboroto, salí corriendo del baño.Mi madre y mi sue-gra estaban ayudando a mi esposa a llegar al automóvil para llevar-la al hospital. ¡El momento había llegado! Sorprendido por la situa-ción, confundido y apurado en medio de los preparativos paratomar el avión a Puerto Rico, solo pude decirle a Elsita que estaríaorando por ella, pues no podía romper mi compromiso con losorganizadores del congreso en Puerto Rico.

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Me quedé en casa mientras las consuegras se encargaban de todo y ner-vioso,esperé a mi querido amigo Sergio,quien me llevaría al aeropuerto.Mientras esperaba,la voz de Dios dentro de mi corazón se hizo presente.

—Así que ya te vas a predicar el Evangelio, ¿no?—, me dijo elSeñor en mi corazón.

—Tú sabes que no puedo romper mi compromiso, los hermanostienen todo listo y me esperan—, repliqué.

—«Compromiso», ¿eh? ¿No te parece que tienes un compromisomucho mayor con tu esposa y con tu hijo? ¿Y qué vas a predicar?¿Una teoría o un estilo de vida nueva, cumpliendo tu pacto con tuesposa, como yo cumplo mi Palabra?

En ese preciso momento entendí a qué se refería el Señor. Toméel teléfono, llamé a Puerto Rico y les expliqué la situación. Afortu-nadamente, los hermanos fueron muy comprensivos. Luego deacordar alcanzarlos al día siguiente, me dijeron que estarían orandoal Señor para que todo estuviera bien.

Mi amigo Sergio llegó finalmente y le pedí que me llevara al hospital,donde me sorprendió encontrar a mi esposa bastante tranquila. Meexplicó que llegó al hospital con muchísimo dolor y prácticamenteobligó al personal del hospital a que le suministraran la anestesia.

Ya habían transcurrido cuatro horas desde el primer grito de Elsitacuando el doctor dijo que ya todo estaba listo para entrar a la salade parto así que,después de una pequeña discusión entre mi madreque me decía que entrara al quirófano, y mi suegra que asegurabaque me iba a desmayar, tomé una decisión y me metí al quirófano.

¡Qué experiencia más hermosa! Ver la cabeza de mi enanito y des-pués todo su cuerpecito. De inmediato el doctor me ofreció unaspinzas con las que tuve el honor de cortar su cordón umbilical.¡Wow! Después de hacerlo, la enfermera lo limpió, lo pesó, lo envol-vió y me lo dio. ¡Fue como un encuentro cercano del tercer tipo!

¡Qué impresionante! Tantos años de imaginarme a un hijo mío yde añorar este momento y ahora podía verlo y sentirlo en mis bra-zos. «¡Gracias Señor!», le decía una y otra vez con lágrimas en losojos.Nunca había experimentado un sentimiento de protección tan

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grande y tan profundo hacia una persona como en este momento.Observé su carita, sus ojitos, sus manos, y comencé a darle las gra-cias al Señor por esa hermosa criatura y a encomendar la vida demi bebé en sus manos. Mi esposa, que también deseaba verlo, mepidió que se lo acercara. Extasiada, no dejaba de besarlo y abra-zarlo suavemente, derramando lágrimas de alegría. Poco después,la enfermera lo tomó y se lo llevó.

Mi esposa,con una leve sonrisa pero en medio de su expresión dedolor, me miró y me dijo:—¿Cuándo encargamos la parejita?—¿En serio? ¿Después de todo este lío se te antoja otro bebé? —lerespondí, riéndome.—¡Claro! ¡Ahora más que nunca sé que todo este sufrimiento valela pena!

Nunca había entendido tan bien las palabras de Romanos 8:23-24,endonde el Señor nos explica a través del apóstol Pablo que en este tiem-po los hijos de Dios nos encontramos,en muchas ocasiones,como condolores de parto y gemimos. Ayudados por el Espíritu Santo logramosmantener firme nuestra vocación de fe en medio de un mundo quecontinuamente está ejerciendo presión para desviarnos del cumpli-

miento del propósito de Dios en nuestras vidas. Pero algún día esta-remos entre sus brazos diciendo: «¡Realmente valió la pena!»

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Dedicación de Danny recién nacido

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Nuestro bebé fue el hallazgo que nos hacía falta para madurarnuestra relación con Dios y como pareja. Es increíble comopuede uno aprender tanto de la naturaleza divina cuando se con-vierte en padre. Todo ese desprendimiento que genera el amoral hijo, todo ese sentido de protección. Todo el amor que debetener el Padre celestial para haberse dispuesto a sacrificar a suúnico Hijo con el propósito de hacer las paces con nosotros. Losque somos padres, tenemos el privilegio de poder apreciar esesacrificio.

Aunque como humanos nos es imposible entenderlo, Dios, vien-do mas allá y con la esperanza de que nosotros entendiéramos suamor, lo recibiéramos y decidiéramos caminar con él, estuvo dis-puesto a entregar lo más preciado que tenía en favor nuestro.

Con ese mismo ejemplo, Dios ahora nos entregaba la responsabi-lidad de dedicarnos a la crianza de nuestro hijo. Mi esposa y yo locuidamos, lo disfrutamos y observamos cada momento, descu-briendo una enorme felicidad al suplir sus necesidades.

Sin embargo, cuando nuestro hijito tenía aproximadamente dosaños y medio, empezamos a notar que se sentía solo y buscaba lacompañía de otros niños. A menudo jugaba en el espejo con su«amiguito». Llegaba el momento en que papá y mamá no eran «sufi-cientes», y necesitaba un hermanito.

Pero desde que Danny había nacido no habíamos hecho nada paraevitar el tener otro bebé, por lo que nos preguntábamos si el Señornos concedería nuevamente el privilegio de ser padres. El Señorprobó una vez más nuestra fe y paciencia y nos mantuvo orando yesperando en su voluntad.

En su misericordia, que nos da lo que no merecemos, ocurrió unsegundo milagro. Elsita quedó embarazada nuevamente y tuve labendición de recibir y cortar el cordón umbilical de mi hijito David.Nuestro amado David vino a casa tres años y tres meses despuésque Danny.

La llegada de David a nuestro hogar completó a nuestra familia deuna manera preciosa. Nuestro lindo morenito, con su carácter tan

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jovial y su dulzura, vino a ser el compañerito tan deseado de nues-tro amado Danny y el balance que como padres necesitábamospara educar a nuestro esperado hijo mayor.

A través de nuestros dos hijos, Dios nos ha permitido conocer elamor de padres.Quedamos perplejos al reflexionar que,por muchoque amemos a nuestros hijos, nuestro amor humano e imperfectojamás podrá compararse al amor de Dios, quien renunció a su Hijoúnico para cubrir la paga de nuestro pecado.

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Nuestros hijos David y Danny

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L UEGO DE VARIOS AÑOS DE INTENSO TRABAJOa tiempo completo para el Señor,surgió una formida-ble idea en los corazones de Álvaro y de Benjamín

Aguirre:¿Qué tal si ofrecíamos una serie de conciertos inte-grando al grupo Koinonía y a Torre Fuerte una sola banda?

Koinonía estaba integrado por Abraham Laboriel, JustoAlmario y Alex Acuña, unos músicos de fama interna-cional muy admirados por nosotros desde el tiempo denuestra formación musical. Sabíamos que habían parti-cipado en proyectos junto a Paul McCartney, Al Jarreu,Jaco Pastorius y Michael Jackson, entre otros, por lo queparecía muy difícil que aceptaran venir a México a tocarcon nosotros.

Me llevé una gran sorpresa cuando Álvaro les llamó parainvitarlos y, al comentarles el propósito de los eventos,accedieron entusiasmados a participar. Pudimos consta-tar que no solo se trataría de interpretar canciones conmúsicos de primer nivel, sino con dedicados hijos deDios.

Estos conciertos tenían el objetivo de convocar a músi-cos y artistas no cristianos.Teníamos una gran ilusión porcompartir el regalo más preciado que poseíamos, así quepusimos nuestro más grande empeño en presentar unevento de primera calidad.Con la ayuda de profesionalesse montó una escenografía impresionante.El coro fue in-tegrado también por cantantes excelentes como Marthita

[Mateo 15:21-27]

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Con todo mi corazón, Señor,levaré ante tu altar serenata espiritual.

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Serrano y Claudia Piza, entre otros. Diseñamos con mucho cariño unasbonitas invitaciones que hicimos llegar a un sinnúmero de músicos yartistas con los que habíamos trabajado en el pasado.

Llegó el momento que esperábamos y el auditorio estaba lleno.Teníamos una inmensa curiosidad de saber quiénes de nuestrosinvitados especiales estaban allí. Terminó la primera parte del con-cierto y teníamos un pequeño descanso, mismo que aprovechépara salir a comprar algo de comer.

En el pasado tuve algunos problemas con el personal de adminis-tración de Daniela Romo debido a que, entre otras cosas, en estosespacios que se quedaban en medio del show, me daba hambre ysiempre salía a comprar algo. La gente de Daniela me llamaba laatención diciéndome que vestía un uniforme y era parte de los artis-tas, así que no podía salirme así nada más a la dulcería.

Ese día, con mi «boca-lista» de siempre, quise ir a comprar unrefresco y un hot dog. Para mi sorpresa encontré a la road mana-ger de Daniela Romo vendiendo en la dulcería.—Hola Alejandra, ¿qué andas haciendo por aquí?—Nada, tengo la concesión de la dulcería—, me contestó. ¡Fiú!Realmente me dio gusto no trabajar más para ellos.—Oye, no sabía que fueran tan famosos —me dijo—, ¡el teatro estállenísimo!Anteriormente habíamos tocado ahí mismo con Emmanuel y conDaniela Romo, pero probablemente con menor asistencia.

Yo solo le di gloria a Dios y la invité a escuchar el mensaje de las can-ciones,esperando que ello pudiera sembrar la Palabra en su vida.Nosdespedimos y me fui de inmediato a los camerinos a prepararme parala segunda parte del concierto.Todo, gracias a Dios, resultó excelen-te. Muchas personas tuvieron la oportunidad de escuchar acerca delincomparable amor de Dios a través del sacrificio de su Hijo, al tiem-po que disfrutaron también de un buen espectáculo musical.

Daniela Romo nos mandó flores, Manuel Mijares envió a su repre-sentante, Johnny Laboriel y Ela Laboriel estuvieron allí.A pesar deeso nos sentíamos un poco frustrados de que la mayoría de los artis-tas que invitamos no hubieran acudido personalmente. Pero el

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Señor tenía planes que pronto habrían de manifestarse. Habíamostrabajado duro los últimos dos años viajando por todo Latino-américa en diversos conciertos y congresos y, a decir verdad, nossentíamos un poco cansados tanto física como anímicamente.

Algunas veces me parecía que dábamos vueltas en círculo,sin llegar aningún lado.Siempre estábamos de aquí para allá y nos era difícil iden-tificar los resultados de nuestro trabajo en la vida de la gente que asis-tía a nuestros eventos,o que escuchaba alguno de nuestros proyectos.

Fue dentro de esa fatiga emocional que el Señor nos llevó a iniciarun camino nuevo y nos animó a seguir adelante.

Una sorpresa celestialTodo comenzó en el verano de aquel mismo año, para ser exactos

el veintisiete de junio. Regresaba a casa procedente de Puerto Rico,cuando me encontré con la sorpresa de que mi esposa me habíapreparado una «fiestecita» de cumpleaños.

Mis chaparritos y ella estaban vestidos muy elegantes y me teníanlisto un muy bien decorado pastel con una inscripción que decía«Felicidades papi».

Después de haberlos abrazado y haberle dado gracias a Dios por un añomás dentro de su propósito, mi esposa me informó que momentos antesde mi llegada había llamado por teléfono, desde la ciudad de México, lapopular cantante mexicana Yuri, quien le había hecho saber que teníados meses de haber «nacido de nuevo», recibiendo a Jesucristo como suSeñor y Salvador, y que se había enterado por medio de un amigo quealgunos años atrás los músicos de la banda que acompañaba a LuisMiguel habían dejado su trabajo con él, para formar el grupo TorreFuerte, a través del cual compartían la verdad del Evangelio por mediode conciertos y grabaciones.

Este amigo le había hecho llegar el álbum «Mi Fortaleza»,en dondeencontró nuestro teléfono y se había puesto en contacto con noso-tros para que le aconsejáramos con respecto a su deseo de cantarpara el Señor. De inmediato me comuniqué a su radiolocalizadorpara avisarle que ya estaba en casa y que esperaría su llamada paraponerme a sus órdenes. Minutos después sonó el teléfono.

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Al contestar,escuché su inconfundible voz que preguntaba por míy le dije: «Sí, Yuri, habla Heriberto». A partir de ese momento sedeben haber incrementado las acciones de la compañía telefónicaen la bolsa de valores, ya que la güera tenía mucho «testi-rollo» y,demenos, la llamada continuaría por una hora más.

Después de contarme su vida y de platicarme la manera en la que lascanciones del álbum «Mi Fortaleza» se habían convertido en parte desu propia experiencia con el Señor, su comentario final me dejó per-plejo.Me preguntó,con mucha prudencia,si quizá habría un lugarcitocon Torre Fuerte, aunque fuese en el coro,para cantarle al Señor.

Jamás hubiera imaginado que una artista con su nivel de populari-dad pudiese llegar a ser sensibilizada por el Espíritu Santo de talmanera que pudiera darse cuenta de que, por mucha fama o dineroque hubiera podido atesorar en este mundo,nada se comparaba conel privilegio y el honor de ser tomada en cuenta por Dios para anun-ciar las virtudes de quien nos llamó de las tinieblas a su luz admira-ble.Tampoco me imaginé que el Señor la llevara a valorar a tal gradoel sacrificio del Hijo de Dios como para estar dispuesta a dejar a unlado el glamour de su posición y su imagen para darse el gusto decantarle a Jesús aunque fuera como parte del coro de un grupo casitotalmente desconocido en el medio donde ella se desenvolvía.

Con este hecho, el Señor me entregaba un regalo de cumpleañosque refrescaría mi corazón con una nueva visión y me daría reno-vadas fuerzas para cumplir la misión que me había encomendado.De ahí en adelante, se inició una hermosa amistad con Yuri y conRodrigo, su esposo. Nos invitó a su casa en la Ciudad de México ycomenzamos a vernos con más frecuencia.

En las oportunidades que tuvimos de reunirnos,platicamos lo queestaba pasando en Latinoamérica con la música cristiana y así sur-gió la idea de que nos acompañara en la próxima gira.

La invitamos a Costa Rica y, muy animada, aceptó incorporarse alviaje junto con Rodrigo. La gente la recibió con mucho cariño. Ledaban notitas animándola a seguir adelante, buscando el propósitode Dios para su vida.Yuri se entusiasmó mucho con este viaje y nospidió que la incluyéramos cuando nos fuera posible. Así lo hicimos

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y empezamos a hacer algunos conciertos juntos. Sin embargo, seinició una etapa de prueba para Yuri y Rodrigo cuando muchos pas-tores, renuentes a aceptar su genuina conversión, le cerraban laspuertas y aleccionaban a la grey en su contra. Otros usaban de sufama para atraer a la gente y hacer de ello mercadería para benefi-cio personal.

En una ocasión, durante un concierto en Colombia,Yuri compartíacon entusiasmo su testimonio de conversión. Repentinamente, losarrendadores del equipo de audio desconectaron el sonido. Yuri tratóde continuar,gritando tan fuerte como le fue posible para que la oye-ran, a pesar de que la situación que la había traído al Señor tenía quever con un nódulo en su garganta y gritar así ponía en riesgo su salud.

Bajé de la plataforma para ver qué pasaba y el personal de audiome informó que los organizadores del evento no habían pagado aúnla renta del equipo. Haciendo uso únicamente de mentiras habíanllegado hasta ese momento, pero cuando se comenzó a ejercer pre-sión sobre ellos, simplemente desaparecieron del lugar.

Sumamente apenado por la situación, le expliqué a Yuri lo que ocu-rría. Muy afligida, les rogó a los dueños del equipo de sonido que loactivaran nuevamente.Les explicó que no se trataba de un conciertocualquiera, sino de un medio para que la gente conociera de Dios yque ella estaba dispuesta a pagar con su tarjeta de crédito lo que losorganizadores les debían. De inmediato, las personas responsablesencendieron el equipo de audio y el concierto pudo concluirse.

Al final, como Torre Fuerte decidimos cubrir el costo del audio,aun cuando nuestros recursos económicos eran muy limitados enese momento y el gasto representaba un gran esfuerzo para todos.Sin embargo, todos consideramos que era lo correcto y agradeci-mos a Yuri la disposición de su corazón, explicándole que desgra-ciadamente en medio del rebaño de Dios nunca faltan personas queorganizan este tipo de eventos con motivos puramente económicosy que, cuando las cosas no funcionan como ellos esperan, normal-mente evaden sus responsabilidades.

Afortunadamente tuvo también oportunidad de darse cuenta quehay quienes verdaderamente desean compartir las buenas nuevascon genuino interés en que las personas se salven.

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Tal fue el caso de nuestra participación en el Festival de Vida que sellevó a cabo en Ciudad Juárez, Chihuahua, México, con MikeMacintosh. En esa oportunidad, Yuri pudo ver cómo de una maneratotalmente desinteresada se organizaron actividades de servicio socialcomo almuerzos con las autoridades, limpieza dental gratuita, entregade despensas, cortes gratuitos de cabello,visitas a presos y enfermos enhospitales, conciertos, etcétera, todo totalmente gratis, acompañando alEvangelio con ayuda social, tomando como modelo el ejemplo deCristo.

Las actividades que se esperaban más concurridas eran los con-ciertos evangelísticos en los cuales participaríamos.

Cuando Yuri vio la gran cantidad de personas que se preparabapara ver el concierto, me dijo con sus mejores intenciones: «MiraHeriberto, la fama que Dios me ha dado está sirviendo para quemucha gente venga al concierto a escuchar de Jesús». En esemomento el Señor puso nuestra amistad y mis convicciones a prue-ba. Yo no podía más que decir lo que el Señor me había enseñadoy sabía que a la güera no le iba a gustar pero «nada podemos encontra de la verdad, sino por la verdad».

Orando que el Señor le diera entendimiento, le contesté: «Yuri,hemos aprendido en la Palabra que hay tres cosas que no provienendel Padre: los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vana-gloria de la vida, o sea la fama. Mira güerita, a lo mejor después deesto ya no vamos a ser cuates pero Dios no comparte su gloria connadie. Estos veinte años de carrera artística y de fama las recibistedel mundo,no de no Dios;y el mundo pasa y sus deseos,pero el quehace la voluntad de Dios permanece para siempre». Esto le cayócomo un balde de agua fría. Su sonrisa se desvaneció, bajó su mira-da y yo pensé que estaba a punto de presenciar un «estallido».

Tomando aliento, continuó: «Heriberto, ¿quieres decir que veinteaños he sido famosa sin que Dios haya estado de acuerdo?»

«Bueno güera, no sé cómo lo vayas a tomar pero, aquí está en lapalabra de Dios.Y claramente dice «no provienen»,¿verdad? Y la famadel mundo, donde la gente pone sus ojos e idolatra a los artistas, esono lo da Dios, porque Dios no comparte su gloria con nadie».Yuri

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bajó nuevamente su cabeza.Tal vez estaba acostumbrada a pensarcomo piensa el mundo, que le «pide» a Dios o «al santito» o «a la vir-gencita» que los haga famosos.

«Jesucristo es quien vino a ser el que recibe la honra, la gloria y elhonor. Cuando el Sol de Justicia brilla, las estrellas se apagan,güera.»

Le fue difícil recibir estas palabras. Generalmente los artistas estánacostumbrados a que todos «les den por su lado» y las confronta-ciones no les gustan. Sin embargo,un momento después,y con granhumildad, Yuri levantó su cabeza y me dijo: «Sí, tienes razónHeriberto, ahora entiendo que Dios no comparte su gloria connadie y, como decía Juan el bautista, es necesario que yo mengüe yque él crezca. Usemos la fama que el mundo me dio para darle laespalda y que mucha gente lo conozca».

A pesar de haber sido una etapa difícil por los muchos momentosde confusión a los que ella se confrontó, creo que el Señor usó estay otras experiencias en la vida de Yuri para ayudarle a fijar su vistaen el lugar correcto. Nuestros queridos amigos Yuri y Rodrigo, conuna insaciable sed de la palabra, leían su Biblia y nos hacían mon-tones de preguntas.

En medio de un gran alboroto, los medios de comunicación se dierona la tarea de «investigar» lo que estaba pasando en la vida de Yuri y,porel simple afán de una «noticia»,desgraciadamente tergiversaron la mayo-ría de sus comentarios y lo que sucedía alrededor de las actividades.

También resultaba confuso para la audiencia televisiva, y para elpueblo cristiano principalmente, entender lo que pasaba.Desafortunadamente, muchos programas pre-grabados con partici-paciones o interpretaciones de Yuri eran totalmente contradictoriosa la imagen que quería proyectar.

Yuri se encontraba en medio del proceso que cita Romanos 12:2,que nos dice que no nos conformemos a este siglo, es decir que notomemos la forma externa que tiene el mundo, sino que nos trans-formemos por medio de la renovación de nuestro entendimiento.

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Esta palabra, que tiene la misma raíz griega de la palabra «meta-morfosis», se refiere al cambio externo que se da a través de la pala-bra de Dios, como resultado del cambio interno, «La senda de los jus-tos se asemeja a los primeros albores de la aurora: su esplendor vaen aumento hasta que el día alcanza su plenitud.» Proverbios 4:18

A pesar de tanta presión,Yuri decidió iniciar un estudio bíblico ensu casa con la intención de compartir la buena nueva a sus compa-ñeros artistas.

A ese estudio comenzó a asistir María del Sol, una cantante mexi-cana de música soul muy reconocida y quien, al ver el cambio ope-rado en la vida de su amiga y deseando tener ese «algo» que refleja-ba ahora su rostro, se volvió una asidua asistente.Al principio teníamuchas dudas acerca de «todo este asunto», así que se dedicó aescuchar, observar y meditar en lo que se le exponía, haciendomuchas preguntas. Algún tiempo después, María decidió rendir suvida al Señor y se convirtió en esa preciosa hermana con la cualhemos compartido innumerables aventuras.

El Señor nos mostró a través de María del Sol la forma en la queun corazón manso a su voluntad es útil y agradable a Dios. Maríaabrió su casa para compartir la Palabra a toda persona en un estu-dio bíblico conducido por mi hermano Héctor. Comenzamos aestudiar la Biblia verso por verso y el resultado no se dejó esperar.El crecimiento espiritual que se experimentamos todos al escudri-ñar profundamente la Escritura fue evidente y nos ayudó a esta-blecer y reafirmar convicciones.

Habíamos aprendido mucho en todos nuestros viajes, conociendodiferentes enfoques y formas de adorar y servir al Señor. Ahora lle-gaba el momento de madurar lo aprendido y definir la manera en laque llevaríamos a cabo el discipulado de las personas que el Señorestaba depositando en nuestras manos.El Señor usó la casa de Maríadel Sol para sembrar su Palabra en el corazón de muchas personasque conocieron la libertad que solo puede encontrarse en Aquelque ha pagado el precio de nuestra adopción con su propia sangre.

Una gran oportunidadUn buen día me llamó la güera por teléfono para decirme que

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Cristina Saralegui la había invitado a su programa, transmitido porUnivisión desde la ciudad de Miami.

Cristina quería entrevistar a los artistas que estaban dejando todopara hacer música cristiana y Yuri le había sugerido invitarnos a noso-tros y a María del Sol. Accedimos con gusto, dándole gracias al Señorpor la oportunidad de llevar honra a su Nombre públicamente.

A través de este programa televisivo podíamos unir esfuerzos paraalcanzar el propósito por el cual Dios nos había creado, exaltandoel nombre de Jesucristo para que todos los televidentes del progra-ma fueran atraídos a él. Este propósito se había hecho patente ennuestro grupo Torre Fuerte y ahora servía de inspiración a Yuri, aRodrigo y a María del Sol.

En el avión que nos llevó a Miami platicamos acerca de todo loque había sucedido en la vida de la güera y que la había llevado abuscar al Señor. Recordó que le habían diagnosticado la presenciade un nódulo en la garganta, justo a la mitad de la grabación de sudisco, y había tenido que suspenderla.De hecho,el médico le habíadiagnosticado un tumor y necesitaba descansar la voz totalmente;en ese momento no sabía si podría seguir cantando.

Frustrada por no poder hacer nada al respecto de su situación,pron-to se dio cuenta de su fragilidad de su vida y de todo lo que había «cons-truido» por más de veinte años.Por otro lado,su vida sentimental siem-pre había sido muy difícil y había sufrido varios desengaños. Lo mismoocurría en sus relaciones familiares: cuando supo de su diagnóstico,ella se encontraba totalmente sola. Su fama, dinero y posición estabana punto de irse a la basura. Todo por lo que había luchado se veníaabajo en ese momento.Vanidad de vanidades, bienes temporales.Teníatodo lo que el mundo podía ofrecerle, pero su costo fue la soledad y elvacío.

Fue entonces que clamó a Dios,pidiéndole ayuda y,de forma mila-grosa, alguien le hizo llegar uno de nuestros discos. Ella lo escuchóhasta memorizarlo y se sintió particularmente identificada con laletra de «Serenata Espiritual»:

No, ya no quiero cantar por cantar,no quiero más falsedad,

Serenata Espiritual

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ya no quiero mis labios mover,para ofrecer pero nunca dar,para decir pero no vivir, para cantar por cantar.En mi vida voy a dar,un concierto de verdad,cada día y sin hablar ,te llevaré serenata espiritual.

Durante el trayecto, comentamos que sería bueno que grabara unálbum cristiano y le hablé de una canción compuesta por RubénSotelo llamada «María Magdalena». Le dije que ella me recordaba aese personaje bíblico porque se había humillado ante los pies deJesús, reconociendo su pecado.

Al llegar al aeropuerto nos recogió una limosina y nos llevó a unhotel muy elegante.Nos instalamos y nos dispusimos a orar por queel Señor se glorificara al día siguiente en la entrevista.

Llegado el momento, Cristina comenzó a hacernos preguntas y letocó su turno a la güera:—Yuri, ¿qué vas a hacer ahora? Sé que tienes varios autos Mercedes,casas y deudas. ¿Cómo vas a sostener ese nivel de vida?—Bueno, Cristina —le dijo Yuri—, a mí ya no me interesan esas cosas.Estoy aprendiendo que, aunque sea en una casita sencilla, podría serfeliz. He tenido todo lo que he deseado, tal y como lo mencionas;casas, coches, un yate, y eso no me ha traído felicidad. Al contrario,todo eso me ha dado muchos problemas. El haberle entregado mi vidaa Dios, y el haber recibido su perdón, me ha dado paz. Una paz y unperdón que no se puede comprar con todo el dinero del mundo. Y esque Dios ha puesto en mi corazón que yo soy como su MaríaMagdalena.—¿A qué te refieres? —le preguntó Cristina.—Sí, tú sabes,María Magdalena, la prostituta que menciona la Biblia.—¡Óyeme no,Yuri! Por favor no te digas tan feo, ¡nosotros nuncahemos sabido que tú te hayas involucrado en un escándalo así! —le dijo Cristina.—Bueno, Cristina,ahora que lo mencionas quizás tienes razón: yo eramás tonta que las prostitutas. Ellas lo venden, pero yo lo daba gratis.Esta exaltación de Jesucristo a través de la humillación de ella, meimpresionó. Una personalidad pública como Yuri, que solía cuidar

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tanto de su imagen,¡se dejó caer hasta el piso para que Jesucristo fueralevantado!

«El único valor que tengo ahora, Cristina, es Cristo en mi corazón,y es a él a quien quiero servir y a agradar de ahora en adelante»,expresó Yuri finalmente.

Fue un privilegio ser parte de ese momento y animar no solo a laaudiencia, sino a Yuri, a Rodrigo y María del Sol a buscar y recibirmás del Señor.

«A la verdad, no me avergüenzo del evangelio, pues es poder deDios para la salvación de todos lo que creen…» Romanos 1:16

Cuando inicialmente Héctor, Álvaro y yo aceptamos el llamadodel Señor a dedicarle el talento musical que nos había dado comoherramienta para compartir su Palabra, nunca imaginamos quenos llevaría a recorrer Latinoamérica y España con su Mensaje.

Mucho menos sospe-chaba yo que teníaplanes más grandespara continuar con elpropósito que teníapara nuestras vidas. Eneste punto, el Señor seencontraba preparan-do el terreno para ini-ciar una nueva etapaen nuestro ministerio.

En esa temporada los conciertos con Torre Fuerte pasaban por unmomento difícil. Esto se debió, en parte, al desajuste que experi-mentamos cuando Álvaro decidió continuar su camino en forma in-dependiente y nos vimos obligados a preparar a otro baterista.

Al mismo tiempo que esto sucedía, el estudio bíblico que había-mos iniciado en casa de María del Sol crecía rápidamente, deman-dando cada vez más la presencia de Héctor en lo que se convertíarápidamente en nuestra iglesia: Semilla de Mostaza.

Serenata Espiritual

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Con Thalía, María del Sol, Yuri y Rodrigo

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Esto me empujó a salir por mi cuenta a dar mis primeros pasosen el área evangelística que el Señor nos había dado, compartien-do la Palabra en las iglesias y llevando mi piano y mis pistas con lamúsica de Torre Fuerte a lugares donde difícilmente hubiéramosllegado antes, debido a las limitaciones normales en el presupues-to para viajar con muchas personas. Para mi sorpresa,la gente en lasiglesias y en las diversas actividades, lejos de considerar esto comouna limitante en cuanto a la calidad de la presentación, me expresa-ban su agradecimiento y me animaban a continuar haciéndolo. Estome animó a seguir escudriñando la Palabra y, a su vez, hacía que lased por ella aumentara en mi corazón. Empecé como nunca a pasarhora tras hora nutriéndome y meditando en mi corazón en lo que elSeñor deseaba transmitirme. Día a día descubría en los pasajes bíbli-cos verdades preciosas que surgen no de llenarnos de «actividadescristianas», sino de la comunión con él, meditando en lo que hahecho y está haciendo en nuestras vidas.

Aunque ya por muchos años le había servido, fue hermoso descu-brir que la fuente de la alabanza que el Señor desea se encuentra enun corazón agradecido por el rescate de la cautividad del pecado,que me había esclavizado a mí en el pasado. Ahora el Señor mehabía hecho libre y en su amor había soñado para mi vida «cosasque ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre»,pero que él tenía preparadas para mí.

Como dice el Salmo 126, cuando el Señor nos saca de nuestra cauti-vidad, nuestra boca se llena de risa y nuestra lengua de canciones jubi-losas.Al ver nuestro cambio, los que están a nuestro alrededor dicen:«El Señor ha hecho grandes cosas por ellos… El que con lágrimas siem-bra, con regocijo cosecha.El que llorando esparce la semilla, cantandorecoge sus gavillas». En todo este tiempo pasamos muchos momentosdifíciles. Sin embargo, ahora veíamos el resultado en la vida de muchaspersonas y podíamos regocijarnos y fortalecernos en él, aprendiendoque realmente en todo tiene un propósito.

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Señor, ahora que me has ayudado a medi-tar en todas estas cosas y cada vez querecuerdo alguno de estos momentos de

mi vida, no puedo sino agradecerte por rega-larme el don de poder reconocer tu favor encada uno de ellos, favor con el que me hasafirmado como Monte Fuerte.

Favor que me ha rodeado como unescudo de tu justicia y que ha levantadodel lodo mi rostro.

Favor que, desatando mi tristeza y ciñéndo-me de alegría, me ha coronado de tu miseri-cordia.

Reconozco, mi Señor, que nada sería yo sinti y sin tu favor.

Puedo darme cuenta de que el padre que meabandonó no es comparable con Aquel que,pagando un precio de sangre, compró el dere-cho de mi adopción.

Todo lo que vivo hoy, es producto de tu amor.Me has levantado del polvo y del muladar

me has exaltado, para hacerme sentar conpríncipes y heredar un sitio de honor.

Gracias, PADRE, por traer a mi memoria to-das estas imágenes del pasado.Creo que ahoraempiezo a entender a lo que te refieres aldecirme: «¡¡Hoy es el día de volar!!»

[Isaías 53:5]

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Su misión fue rescatar vidas penitentes que clamaron libertad.

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De pronto, el letrero que señalaba la desviación a San LuisPotosí estaba frente a mí.Sin dudarlo, tomé el camino que mellevaría directamente hasta casa de mi padre.

Ya no quedaba ninguna duda dentro de mi corazón. Las cancio-nes referentes a los «muros caídos», que había entonado tantasveces a lo largo de estos años de ministerio de tiempo completocon Torre Fuerte, empezaban a cobrar verdadero sentido dentrode mi corazón.

«Hoy podré ver esos muros caer». Esta frase y las palabras que elSeñor había hablado a mi corazón me acompañaron hasta la puertade la casa de mi padre.

Apenas llegué, toqué el timbre. No pasó mucho tiempo para queun rostro incrédulo se asomara por la ventana, reflejando suasombro por tan inesperada visita. La última vez que nos vimosfue en aquella fatídica entrevista en la que, debido a la ráfaga de«Bibliazos» que recibió de mi parte, me pidió que no volvierajamás.

Aquel hombre envejecido por sus múltiples padecimientos abrióla puerta y, con un tono de inseguridad y desconfianza, me dijo:«Pasa, hijo».

Al entrar a su casa, nos dirigimos directamente a la sala de estar.Inmediatamente, su mujer y mis medias hermanas desaparecieronde la escena, como presagiando otro mal encuentro.

Mi padre permaneció a la expectativa por un rato hasta que seme ocurrió el inicio típico de una conversación mexicana.Comencé preguntándole por su salud y, después de hacer un largorecorrido por las últimas noticias de cada miembro de nuestrafamilia, me di cuenta de que «las murallas de mi Jericó», la amar-gura y el rencor, estaban más altas y fuertes de lo que pensaba. Nisiquiera fui capaz de estrechar su mano para saludarle y, pormucho que me esforzaba por cumplir con el propósito de mi visi-ta, no encontraba la manera de poder entrar a una comunicaciónmás franca y sincera con mi padre. Pero poco a poco esos simplestemas de conversación fueron rompiendo el hielo.

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Noté también que había unos trozos de madera apilados junto alas escaleras que llevaban al segundo piso y pregunté: «¿Para qué esla madera que tienes ahí?»

Me contestó que un amigo suyo se la había regalado al enterarseque el médico le recomendó sustituir la alfombra de su recámara,pues guardaba mucho polvo. Para alguien con sus problemas desalud, eso era bastante dañino: había desarrollado una deficienciarenal como producto de sus múltiples operaciones del corazón.

Quise alargar la plática para encontrar el momento de decirle queme perdonara, pero no pude hallar el valor para enfrentar mi res-ponsabilidad. Entonces decidí despedirme, no sin antes invitarlo adesayunar al día siguiente a su restaurante favorito. Mi padre acce-dió gustoso, al percibir un cambio en mi actitud.

Ya en la habitación del hotel, leí con avidez la Biblia, orando pararecibir fortaleza de las manos de mi Señor. ¡Esa noche fue tan corta!

La mañana llegó al mismo tiempo que la hora de la verdad.Nuevamente me dirigí a casa de mi padre y, para mi sorpresa,encontré que me estaba esperando en la puerta. En su rostro sedibujaba una leve sonrisa, lo que me hizo sentir más relajado.

Al llegar al restaurante, ordenamos la especialidad: «Tamales y atole».

Mientras veía a mi padre disfrutar de uno de sus platillos favoritos,el milagro que había pedido comenzó a manifestarse. La imagen devillano que yo tenía de mi padre grabada en mi corazón se fue trans-formando poco a poco. De repente tuve frente a mí a un hombredestruido por su propia concupiscencia, cuyos pecados le habíanalcanzado y lo tenían ahora en una situación realmente deplorable.

Mi corazón se constriñó al darme cuenta de que, en tanto tiempotrabajando para el Señor y con tan buenos resultados en la vida demuchos jóvenes, nunca había podido aligerar ni siquiera un poco lapesada carga de mi propio padre. ¡Qué ironía!

La fuerza inigualable del Espíritu Santo empezó a fluir repentina-mente y como río poderoso hasta que no pude esperar más:

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«Papá, no quiero irme sin decirte lo que me ha traído hasta aquí.Quiero pedirte que me perdones...

»…Dios abrió mis ojos para darme cuenta que no soy mejor que tú.De no haber sido por la gracia y la misericordia de Dios, yo habríacometido errores mucho peores que los que tú has cometido.

»No es mi papel juzgarte y mucho menos condenarte, aunque esoes lo que hice durante todos estos años.

»Te pido que me perdones.»

Mi padre, como «buen macho mexicano», me enseñó desde muypequeño que «los hombres no lloran».

Sin embargo, al escuchar de mi boca palabras de sincero arrepen-timiento en vez de amargas acusaciones, no pudo evitar que susojos se inundaran de lágrimas. Al notar el quebranto de mi padre,me levanté, me dirigí hacia él y lo abracé.

Cuando pude reaccionar, me di cuenta de que tenía sus brazosalrededor de mí, exactamente como cuando regresaba del trabajo yse acercaba a mi cama para darme las buenas noches.

¡Por cuantos años añoré disfrutar nuevamente un momento asícon él! ¡Si tan solo hubiera comprendido antes que Dios es amor yque lo que él quiere es misericordia y no sacrificio y que el amorcubre multitud de faltas!

Desgraciadamente, y a causa de mi duro corazón, fue necesarioque pasara todo este tiempo para ver la muralla de rencor que esta-ba delante de mí. Ahora la veía con claridad y podía observar cómose desmoronaba.A través de las grietas se filtraba la luz de la vida deDios, que me traía un nuevo amanecer de perdón y reconciliacióncon mi padre.

Nuevamente, la voz de Dios volvió a hablar a mi corazón:—Heriberto, es necesario que esa muralla caiga de una vez hasta elpiso.—¿A qué te refieres, Señor?—¿Recuerdas ese dinero que yo te di y que recibiste como ofrenda deamor cuando pasaste a compartir con los matrimonios en Monterreyy que, según tú, era mi provisión para cubrir los gastos de la escuela

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de tu hijo Daniel? ¿No es acaso exactamente lo que necesita tu padrepara colocar la madera en el piso de su recámara? Usa ese dinero sabia-mente para lo que realmente te lo di y honra a tu padre.

¿Darle dinero?

«Pero Señor, no me siento comprometido con mi padre. Él se fuede la casa y nunca me dio nada, ¡jamás se preocupó por saber si mehacía falta algo a mí!»

«Heribeeerto… ¿Quieres ver cosas que ojo no vio, ni oído oyó, nihan subido en corazón de hombre, o solo quieres conocer los ver-sículos en mi Palabra que lo declaran?»

No había otro momento más propicio para permitirle a Dios cul-minar su obra en mí y derribar de una vez por todas esa muralla queme habían impedido por tantos años la dicha de sentirme rodeadopor los brazos de mi padre. Así que saqué el dinero y le dije: «Papá,aquí tienes el dinero que necesitas para poner el piso de tu cuarto».

Mi padre fijó su mirada en el sobre que le di y me dijo: «Lleva esedinero a tu hermana, que le ha de hacer mas falta que a mí».

El comentario me sorprendió y le contesté que desde hacía muchosaños mi hermano y yo éramos los instrumentos por los que Diostenía buen cuidado de las necesidades económicas de mi hermana.

Mi padre se rehusó a recibirlo y tuve que depositarlo personal-mente dentro de la bolsa de la chaqueta que llevaba puesta.Cuandolo hacía, Dios me permitió discernir que ese sobre era como la san-gre de Abel que clamaba justicia desde la tierra.No la justicia huma-na, sino aquella que proviene del que nos redarguye de pecadopara salvación y no para avergonzarnos.

Mi padre había vivido engañado, creyendo que se podía ser felizaun a costa de la destrucción de terceros. Había cauterizado su con-ciencia con infinidad de pretextos para no ver su culpa en el aban-dono de su familia. Y en especial de aquella pequeñita indefensaque había querido borrar de su memoria proponiéndonos abando-narla en el Zócalo de la Ciudad de México.

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Pero la estrategia de Dios era infalible.

En medio de un evidente quebrantamiento, solo pudo articularestas palabras: «Perdóname tú a mí, hijo».

¡Qué increíble darme cuenta de la forma en la que opera con talpoder el otorgar el perdón, permitiendo que la obra redargüidoradel Espíritu Santo cumpla su cometido!

Sin importarme en lo más mínimo el espectáculo que representá-bamos, permanecí abrazando a mi padre por un buen rato. Queríadisfrutar lo que por tantos años había añorado.

Finalmente nos sentamos otra vez, pagué la cuenta y lo lleve a sucasa.

Durante el camino, un silencio de reflexión llenó la atmósfera delautomóvil. Al llegar a nuestro destino pude experimentar la liber-tad de decirle,desde lo más profundo de mi corazón, algo que habíatenido refrenado durante muchos años: «Te amo, papá».

¡Qué libertad! ¡Qué descanso y qué regocijo en mi alma!

Comprendí por fin el verdadero significado de la frase «¡¡Hoy es eldía de volar!!»

Emprendí el viaje hacia la Ciudad de México y, en un trayecto quepareció durar solo unos minutos, al regresar a mi casa le conté a miesposa lo sucedido.

El relato fue motivo de mucho gozo. Mi esposa sabía cuánto mehabía afectado la ausencia de mi padre y me había visto llorar esasmadrugadas en las que el dolor me hacía preguntarme por qué mipadre me había abandonado.

Ahora me sentía verdaderamente libre y renovado en el perdón,aunque me enfrentaba ahora al reto de desinfectar el corazón demis hijos. Me avergüenza admitir que los contaminé con frasescomo «Yo nunca te abandonaré como me abandonó mi padre» o «Mipadre nunca me amó, pero yo si te amo». Por medio de estas frases

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y de otras palabras que solía repetirles a menudo, había logrado quemis hijos tuvieran una horrible imagen de mi padre y le concebíancomo el villano que había herido de muerte mi corazón. Por eso,mi nueva tarea era tratar de cambiar en ellos esa imagen.

Les confesé mi error y les hablé de la necesidad de perdonar quesurgió en mí debido a la misericordia de Dios. Pude explicarles que,de no ser por la ayuda del Espíritu Santo, yo no sería mejor que mipadre. Un mes después de esto, llevé a mis hijos a conocer a suabuelo.

Fue un día maravilloso. Mi padre no conocía a mi hijo menor ysolo un par de veces había visto al mayor. Daniel y David pudieronacercarse a él con confianza y manifestarle su cariño de niños.

A partir de ese día me mantuve en contacto con él y participé eco-nómicamente en sus necesidades, lo que se convirtió en un gozopara mí. Esta libertad produjo un cambio tan importante en mi vidaespiritual que me dotó de un poder y autoridad en la Palabra quehasta ese momento me era desconocido. Por fin encontraba la ple-nitud de la vida abundante que el Señor me había prometido.

El cambio trajo a mi vida una bendición tan grande que no la podíacontener. Comencé a compartirla en mis viajes y en cada oportu-nidad que el Señor me brindaba.

Fue sorprendente darme cuenta de la gran cantidad de personasque pasaban por mi misma situación. Como esa verdad me habíasanado a mí, ahora podía ser de bendición a otros igual de lastima-dos que yo.

El Señor me llevó a muchos lugares con un poderoso mensaje derestauración y perdón. Esto aún hoy resulta incomprensible paramí. Las invitaciones que me hacían para ministrar se multiplicarony el Señor me empezó a usar de una manera muy especial en misviajes. Todo comenzó a tener congruencia en mi vida y los resulta-dos no se hicieron esperar.

Pocos meses de que mi relación con mi padre había quedado res-taurada, sucedió lo que menos esperaba.

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Me encontraba predicando la Palabra de Dios en la ciudad de ElPaso, Texas, cuando recibí una llamada urgente desde México.Mariana Díaz, mi asistente y quien estaba enterada de los últimosacontecimientos en mi relación con mi padre, me dio la mala noti-cia: esa mañana, mi padre había fallecido de un infarto fulminante.

No supe qué decir, ni qué pensar.

Salí del hotel donde estaba hospedado y caminé durante un tiem-po, confundido. «Señor, ¿qué fue lo que pasó? No entiendo…»

Después de hablar con mi padre pensé que el camino estaríaabierto para que él, comprendiendo su necesidad, recibiera a Jesúscomo su Señor y Salvador. Pensé que Dios le había prolongado lavida y lo había sacado adelante de tres operaciones del corazónpara que llegara el momento en que hiciera una decisión por Él.

No supe qué pensar. Estaba muy confundido.

Entonces Dios me contestó:«Hijo, donde quiera que esté tu padre, mi justicia se ha manifesta-

do en él. No te preocupes más. Si alguien estaba interesado en quefuera salvo era yo, recuerda que envié a mi propio Hijo para morirpor él en la cruz del Calvario. Fortalécete en esta verdad.

»Por otro lado, ciertamente lo saqué adelante de esas tres opera-ciones para extenderle mi misericordia y que así pudiera obrar alarrepentimiento. Pero cuando le prolongaba la vida a él, tambiénestaba pensando en ti.

»De haber muerto antes,habrías vivido la más grande de tus derrotascomo mi hijo y te habrías quedado sin aquel abrazo que tanto necesi-tabas. Al extenderle mi misericordia a él, también te la extendí a ti.»

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E N MUCHAS OCASIONES ESCUCHÉ HABLARdel amor de Dios y aun aprendí a decir: «Dioses amor». Ahora me doy cuenta que su Amor

excede por mucho los más altos conceptos quejamás pudiera yo desarrollar dentro de mi mente tanlimitada.

El amor que se acercó a mí en la persona deJesucristo fue incondicional. Aquella humilde repre-sentación del Dios Todopoderoso disipó con su luzlas tinieblas de mi ignorancia.

Una ignorancia que, por mi orgullo y mi autosufi-ciencia, me llevó a pensar por mucho tiempo queDios era un conjunto de normas incomprensibles,imposibles de cumplir y deliberadamente diseñadaspara juzgar y condenar hasta el más «pequeño» de miserrores.

Ahora puedo verme como ese ciego de nacimientomencionado en el capítulo nueve del evangelio deJuan. Aun los discípulos de Jesús, sintiendo una pro-funda lástima y sin poder entender el por qué de susituación, quisieron adjudicarle su estado a los peca-dos de sus padres.

Su añejo padecimiento lo había convertido en elsímbolo de miseria del vecindario.

[Isaías 53:7]

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Que en silencio la cruz padeció.

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Sin embargo, después de tanto sufrimiento, llegó el día en que larespuesta de Jesús manifestaría el propósito de Dios para que esavida, aparentemente desamparada, encontrara el camino y dejara atodo el mundo, y aun a sí mismo, con la boca cerrada.

«Ni el pecó, ni sus padres…, sino que esto sucedió para que laobra de Dios se hiciera evidente en su vida.»

¡Vaya revelación! Tardé casi treinta años en comprenderla.

Siempre viví preguntándome «¿por qué a mí?»

¿Por que a mí me tocó vivir la desgracia de crecer en un hogardestruido?

¿Porqué no había tenido un padre cerca de mí, mientras muchosde mis amigos disfrutaban de una vida aparentemente normal?

¿Porqué a mí?

Ahora todo me parece tan claro.

Habiendo sanado de mi ceguera espiritual, mediante el poder deSu perfecto amor, pude comprender que el propósito de Dios alpermitir todas estas situaciones en mi vida era manifestar su obraen mí y a través de mí, dándome por su Gracia el mayor privilegioal que cualquier ser humano pueda aspirar.

Al igual que el ciego de nacimiento, el cual había recibido la pala-bra de Jesús y había sido sanado, yo tenía hoy el privilegio de sersanado en mi alma y en mi corazón.

Así como el ciego había obedecido yendo a lavarse al estanque deSiloé, que significa «el enviado», el Señor lavó poco a poco mi vidade mi pecado primeramente, pero también de mi amargura y demi tristeza, continuando con la obra renovadora de su EspírituSanto.

Los vecinos de aquel hombre ciego, se cuestionaban con incre-dulidad, diciendo :

«¿No es éste el que se sienta a mendigar?» Unos aseguraban: «Sí,es él.» Otros decían: «No es él, sino que se le parece.»

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Pero el insistía: «Soy yo.» De la misma manera, ahora puedo decir«soy yo» uno de aquellos privilegiados a los que Dios escogió desdeantes de la fundación del mundo para dar a conocer su Poder y suAmor.

Y no me avergüenzo de dar testimonio de lo que me ha sucedido.

Mi necesidad fue Su oportunidad y muchas veces quise estorbar-la. Tu necesidad puede ser Su oportunidad y espero que hoy per-mitas que Dios se manifieste en ti. Quizá hoy también tengas queextender tus alas...

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