percontari n1 : la felicidad

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1 PERCONTARI La felicidad Año I • Nº 1• Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • mayo 2014 Revista del Colegio Abierto de Filosofía

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En este primer número, el lector encontrará ensayos que tienen un tema central: la felicidad. Los autores discurrieron sobre dicho asunto en libertad y, además, conforme a la naturaleza del género literario que practican. Cada uno de sus párrafos refleja ideas que son adoptadas por quien los escribe; si bien las novedades son difíciles en este campo, se ha intentado ser auténtico. En resumen, a lo largo de las siguientes páginas, no se ofrecen recetas ni máximas triviales; hay sólo la invitación al debate. Quizá tengamos la suerte de no despertar bostezos.

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PERCONTARI

La felicidad

Año I • Nº 1• Santa Cruz de la Sierra, Bolivia • mayo 2014

R e v i s t a d e l C o l e g i o A b i e r t o d e F i l o s o f í a

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EDITORIAL

Preguntando sobre la felicidad

En tiempos que celebran la frivolidad y menosprecian el trabajo intelectual, Percontari aparece para ofrecer una opción distinta. Esta publicación del Colegio Abierto de Filosofía asume la tarea de provocar al semejante, con-tribuir a que piense por su propia cuenta. Es cierto que no hay originalidad en nuestro cometido, pues ésa fue la pretensión de numerosas personas. Pese a ello, estamos seguros de que un proyecto como éste nunca será inútil. Sea como individuos o en la condición de asociados a un grupo cualquiera, el razonamiento no puede sino ser provechoso. Gracias a su ejercicio, afrontamos problemas de diversa índole, pero también, cuando nos acompaña, nuestra existencia se torna más grata.

Tal como lo señala Jaspers, las preguntas de la filosofía son más esenciales que sus respuestas. La disciplina consa-grada por Sócrates es una búsqueda, un esfuerzo realizado para distanciarnos del error, las necedades, los despropó-sitos. Desde Tales hasta Bunge, los filósofos no quieren ser sabios. Lo que procuran, por medio de interrogantes, dudas, conjeturas, refutaciones y críticas, es franquear el camino a la verdad. No es una labor sencilla; sin embargo, su importancia es tal que, si se la hubiese relegado, los progresos del mundo habrían sido imposibles. Confiamos en que, mientras haya gente con ánimo de cuestionar, las mejoras serán factibles. Amparados en esta idea, usamos el término latino del cual deriva la palabra preguntar para nombrar nuestra revista.

En este primer número, el lector encontrará ensayos que tienen un tema central: la felicidad. Los autores discurrie-ron sobre dicho asunto en libertad y, además, conforme a la naturaleza del género literario que practican. Cada uno de sus párrafos refleja ideas que son adoptadas por quien los escribe; si bien las novedades son difíciles en este campo, se ha intentado ser auténtico. En resumen, a lo largo de las siguientes páginas, no se ofrecen recetas ni máximas triviales; hay sólo la invitación al debate. Quizá tengamos la suerte de no despertar bostezos.

E. F. G.

ColegioAbierto deFilosofía

Percontari es una revista del Colegio Abierto de Filosofía.

Filosofar significa estar en camino. Sus preguntas son más esenciales que sus respuestas y toda respuesta se convierte en nueva pregunta.

Karl Theodor Jaspers

DirecciónEnrique Fernández García

Consejo EditorialH. C. F. Mansilla

Roberto Barbery AnayaBlas Aramayo Guerrero

Alejandro Ibáñez MurilloAndrés Canseco Garvizu

IlustraciónJuan Carlos Porcel

Seguimiento editorialGente de Blanco

DL: 8-3-39-14

Colaboran en este número

Alfonso Roca Suárez,En búsqueda de la felicidad;

Luis Christian Rivas Salazar,Del amor como fuente

de felicidad o infelicidad;

Andrés Canseco,La inquieta y egoísta felicidad;

Carolina Pinckert Coimbra,La felicidad como una opción frente

al ineludible sufrimiento;

Emma Lazcano,Felicidad, vida y muerte;

María Claudia Salazar Oroza,La felicidad sin romances.

facebook.com/colegioabiertodefilosofia [email protected]

revistapercontari.blogspot.com

Con el apoyo de:

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De seguro, una de las aspiraciones más anheladas por el ser humano es conseguir la felicidad. ¿Quieres ser

feliz? Con seguridad que muchos responde-rían a esta pregunta con un rotundo sí. En nuestra sociedad actual, todos parecen saber lo que quieren, y lo que quieren es ser felices. Ya sea de manera consciente o inconsciente, muchos de nosotros corremos a través de la vida en una incansable búsqueda de la feli-cidad. De ahí que no es de extrañarse que, a lo largo de la historia, cuantiosos filósofos, pensadores y líderes de ideologías diferentes hayan dedicado muchas horas de reflexión y páginas de escritos sobre este tema que no escapa del interés de ninguno.

Pero ¿qué es la felicidad? Responder esta pregunta resulta una tarea compleja. Antes que nada, es necesario disipar la neblina de confusión arrojada por la cultura moderna que cubre el significado de esta palabra. Nuestro entendimiento de la felicidad ha sido transformado y confundido por un mundo consumista. El mercado nos ofrece todo tipo de productos y crea en nosotros lo que podríamos llamar necesidades inne-cesarias. “Si tan sólo pudiera comprar ese auto último modelo, sería feliz”; “todo lo que quiero es poder comprar un apartamento”; “si pudiera comprar el último celular”; “quisiera poder pasar mis vacaciones en el caribe”; “quisiera conseguir un mejor trabajo y ganar más dinero”.

Todos los deseos del individuo moderno parecen una copia de la estructura “si tan solo tuviera X, sería feliz”, en donde, una vez alcanzado el objeto de deseo X, sentimos un aparente, pero efímero, estado de felicidad que desaparece gradualmente. Cuando la libera-ción de dopamina producida por el evento se esfuma, nos sentimos vacíos, miserables, insa-tisfechos. Entonces ponemos nuestros ojos en

algo distinto: ya no es X lo que pretendemos, sino Y. Así es, ahora necesitamos algo más grande, necesitamos una dosis mayor. De esta manera, iniciamos una vez más nuestra carrera que no parece tener límite en un círculo vicio-so; nos volvemos como hámsteres que corren en una rueda hedonista. El individuo moder-no destaca por una vida vacía, nada parece satisfacerlo; y así como dijo Epicuro: “Nada es suficiente para quien suficiente es muy poco”.

En el diccionario de la Real Academia Española, felicidad está definida como un “estado del ánimo que se complace en la po-sesión de un bien”, o como una “satisfacción”. La definición del diccionario español nos da una pauta sobre dónde tiene puesta la mirada el individuo moderno y confirma de alguna manera lo errado que se encuentra. Éxito, placer, aventura, adrenalina: la felicidad se confunde con un choque de neuroquímicos en el cerebro.

No es de extrañarse que vivamos en una sociedad matizada por el egoísmo de sus miembros, si la definición de la felicidad gira en torno a la satisfacción personal. Todo lo que hay a nuestro alrededor, inclusive otras personas, se convierten en simples medios para alcanzar nuestros objetivos. ¿Por qué si el objetivo de la vida es la felicidad, entendida como un sentimiento interno de satisfacción, debo sacrificar mis deseos por el bienestar de otros?

Esas personas pronto se dan cuenta que las normas morales no son otra cosa que obstáculos que los esclavizan y privan de la búsqueda de la satisfacción personal. Las instituciones religiosas que promueven la práctica de los valores morales se convierten pronto en molestias. ¡Cómo pueden esas re-glas de conducta tan estrechas tener algo que ver con la felicidad humana! Las restricciones impuestas por la moral, en este sentido, son

En búsqueda de la felicidadAlfonso Roca Suárez

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un atentado a la libertad del individuo; y, por lo tanto, aparentan estar en directa oposición a la felicidad.

Sin embargo, el concepto moderno de felicidad está completamente errado. Para retomar el sendero correcto, debemos volver a la ideología de la Antigüedad que distan-cia en gran manera de la noción moderna. Tanto los filósofos de la antigua Grecia como Aristóteles o los sabios de la época del An-tiguo Testamento, como Salomón, tenían un entendimiento de felicidad muy distinto; no era un mero sentimiento de placer depen-diente de circunstancias externas. Este tipo de sentimiento es superficial y fugaz. Para los estoicos, así como Ellen Charry la describe, la verdadera felicidad es “el gozo del ser que viene de la convicción de que uno está vi-viendo una vida basada en principios de la más alta integridad”. La verdadera felicidad es una vida con integridad caracterizada por la sabiduría y la virtud.

Para poder alcanzar esa felicidad, la perse-cución desenfrenada de todos los deseos no es del todo sensata. Si bien es cierto que la libertad del individuo juega un rol importan-te en su felicidad, debemos considerar que es necesario sacrificar ciertas libertades para poder alcanzarla. Bajo esta línea, C. S. Lewis, el famoso profesor de Oxford y Cambridge de principios del siglo pasado, reflexiona: “...cualquier felicidad, incluso en este mundo, requerirá una gran cantidad de restricción […].Toda persona sana y civilizada debe tener un conjunto de principios por los cuales elige rechazar algunos de sus deseos y permitir otros. Una lo hace sobre la base de principios cristianos, otra por principios higiénicos, otra por principios sociológicos”.

El pianista sabe que, para poder dominar sus destrezas y lograr el perfeccionamiento de la música, deberá consagrar numerosas horas a la práctica, deberá imponerse algu-nas restricciones, y sacrificar algunos de sus deseos en pro de un ideal mayor. Esto le ayudará a pulir sus habilidades y, más adelan-te, le brindará una mayor libertad en su arte que, de otra manera, le resultaría imposible alcanzar. Esta libertad le proporcionará un

estado mayor de gozo y realización. De igual forma, el futbolista, médico o filósofo saben que la imposición de pequeñas restricciones producirá una libertad verdadera en sus dis-tintos campos. En su libro La razón de Dios, Timothy Keller nos habla de restricciones que liberan, las cuales no solamente produ-cen en nosotros “un mayor poder y alcance para nuestras habilidades”, sino también “una mayor felicidad y realización”. De acuerdo con Keller, “la libertad no consiste tanto en la ausencia de restricciones sino en encontrar las correctas, las restricciones liberadoras”, las cuales, es fundamental resaltar, son “aquellas que se ajustan a la realidad de nuestra natu-raleza y el mundo”.

Pero ¿cómo saber cuáles restricciones se ajustan a nuestra naturaleza y el mundo? Llegado a este punto, es evidente que el conocimiento de ciertas verdades metafísicas se vuelve menester en la búsqueda de la fe-licidad. ¿Qué es el ser humano?, ¿cuál es la naturaleza de la realidad?, ¿somos el produc-to del azar y un montón de átomos que han venido revoloteando por milenios?, ¿existe un telos, un propósito, una mente detrás de nuestros orígenes? Aquel que se aventura en esta misión deberá enfrentar estas cuestiones. Nuestra concepción de la felicidad debe estar alineada con una cosmovisión y, a su vez, esta última debe corresponder con la realidad. No es posible ignorar la verdad del mundo. La verdadera felicidad no es una simple ilusión en la mente del individuo. Aquellos que deciden vivir sus vidas en base a máximas tales como “la ignorancia es la felicidad” han decidido cerrar los ojos al mundo externo y han quedado atrapados en una fantasía, sa-crificando de esta manera toda posibilidad de encontrar la verdadera felicidad.

Antes de finalizar esta reflexión, debo aclarar que, cuando hablamos de la felicidad como una búsqueda de la sabiduría y una vida virtuosa, ciertamente esto no implica sacrifi-car toda forma de placer y satisfacción. Los pequeños placeres no son malos en sí mismos; no obstante, es pertinente recordar que son cosas secundarias y deben estar enmarcados de manera que prevalezca lo correcto y la virtud. Somos libres de buscarlos en toda me-

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El amor, o por lo menos lo que se entien-de como sentimiento amoroso, ha sido

lo suficientemente abordado por mentes crea-doras y especulativas del mundo entero, desde los antiguos orientales, que nos mostraron las diversas maneras de demostrar el amor físico con el Kamasutra, pasando por el idealismo de Platón, hasta nuestros días, donde se habla de un amor líquido con Bauman. El amor ha sido y es una fuente de felicidad o infelicidad, según sea el caso.

Por ahora podemos dejar de lado otras posibles fuentes de felicidad, sean los bienes materiales, el conocimiento, la religiosidad, la salud, etcétera; nos centraremos en la mani-festación del sentimiento amoroso romántico desde algunos autores, su obra y su pensa-miento, de forma breve y direccionada por mis sentimientos.

El amor tiene mucho que ver con la libertad y la verdad; también la felicidad, del mismo modo. Cuando uno lee ‹‹Libertad: la clave de la prosperidad››, de Carlos Alberto Monta-ner, encuentra en la integridad la clave para comprender ese valor que nos lleva a rechazar cualquier tipo de hipocresía, ejerciendo de manera más amplia nuestra libertad al decir lo que uno piensa sin miedo.

Lo contrario, que Montaner con justa causa llama “mala conciencia”, es decir y hacer cosas que no nos gustan y que solamente lo hace-mos porque los demás lo hacen o porque nos “conviene” o nos es “útil”. Acaso esta “mala conciencia”, la incoherencia entre lo que uno piensa y lo que uno dice o hace, se parece a la “mala fe” sartriana, donde el hombre busca innumerables formas de conducta en las que intenta escapar de “sí mismo”; una manera común y cotidiana de huir de la libertad y la verdad, buscando y encontrando excusas o ha-llando circunstancias atenuantes a cada error, irresponsabilidad o falta que cometemos para quedar bien con la “propia conciencia”.

Ambas, tanto la “mala conciencia” como la “mala fe”, buscan solo una cosa: escapar de la propia libertad, la libertad de poder y saber elegir qué se piensa, qué se dice y qué se hace; se trata de buscar pretextos y atenuantes en nuestra conducta, para justificar lo injus-tificable y de esta manera ser deterministas y pensar que nuestros problemas estaban, están o estarán determinados por una extraña fuerza que no nos deja ser “uno mismo”, no nos permite avanzar a nuestra meta, son los dioses, el destino u otra circunstancia que nos determina y anula nuestra libertad.

Del amor como fuente de felicidad o infelicidad

Luis Christian Rivas Salazar

dida que estos no nos distraigan de las cosas más importantes. Una vez más, C. S. Lewis nos ilumina sobre el tema cuando dice que “no se pueden obtener las cosas secundarias poniéndolas en primer lugar; puedes obtener cosas secundarias poniendo las cosas prime-ras en primer lugar”. La cultura actual trata de explotar la debilidad del ser humano por los placeres y crea en nosotros un sentido de insatisfacción. Sin embargo, cuando uno en-tiende el verdadero concepto de la felicidad, el

énfasis en el placer decrece y pierde su atrac-tivo. La persona es capaz de ver más allá de sí misma y dedicar su vida a una causa mayor. No debemos dejarnos distraer por pequeños placeres que, si bien pueden hacernos sentir felices, no es ahí donde queremos detenernos. Más bien lo que buscamos es ser felices.

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Por ejemplo, por orgullo, un amado puede decir que no siente nada ante la ausencia de su amante, pero, por dentro, siente la nos-talgia, la soledad y la distancia; entonces, no existe integridad, no se es verdadero, no se es libre, no se dice lo que se piensa, se es infeliz.

Tan de la mano va la verdad de la libertad, la libertad del amor, el amor de la felicidad, la felicidad de la libertad, la verdad de la felicidad, que solo ejerce la libertad quien busca la verdad, quien dice lo que piensa es libre; quien miente y/o es hipócrita tan solo es autoritario e impone un “hecho” no real, dice que ama sin amar.

Amar a otro es verdadero, es real, si y solo si en los hechos se ama a la otra persona y es falso y moralmente malo si en los hechos no se ama, pero este sentimiento, el sentimiento amoroso, escapa de la lógica aristotélica y crece mejor en la irracionalidad. Uno puede estar engañado, sintiendo que ama, cuando el tiempo le demuestra otra cosa. Lo que acabo de decir puede destruir todo lo que dije y diré, si no fuera el caso que, pasado un buen tiempo, podemos hacer un balance de la vida y darnos cuenta cuando realmente hemos amado, y cuando hemos actuado como ton-tos y locos por un amor. ¿El amor está más allá del bien y del mal, como diría Nietzsche?

La felicidad o infelicidad que obtenemos del amor se logra pesar en la madurez de la vida en su verdadera dimensión. En este acto de análisis de la propia vida, descubrimos que, caminando, pasamos por colinas, mesetas y montañas, y podemos saber qué montaña ha sido la más grande y magnífica, la que más nos costó escalar y cuáles habrán sido meras colinitas, mesetas o precipicios de los cuales nos salvamos por el bien de nuestra felicidad.

Y es que hay tantas formas de demostrar el amor. Tan solo basta repasar biografías, la vasta obra literaria y cinematográfica, para darnos cuenta del valor del amor y la felicidad, ese amor que difícilmente podemos analizar en forma lógica, ya que sus formas y manifestaciones son ilógicas, azarosas y subjetivas; porque analizar el amor desde lo racional es algo irracional, “es irracional tratar de ser racionales todo el tiempo”, nos diría Popper. Por lo tanto, creo que tenemos

que ponernos los lentes emocionales y pasio-nales. Tan solo nombraré algunos ejemplos de muestras de amor dentro de la infinita gama de posibilidades de demostrar cuánto uno ama.

Algunos pensadores y escritores suelen dedicar sus obras al ser que aman. Por ejem-plo, en El tercermundismo de Carlos Rangel, se puede leer: “Otra vez y para siempre para Sofía”. El libro Un mundo de propensiones, de Karl Popper, está dedicado a Hennie, su mujer de toda la vida. Así también, en Los dos problemas fundamentales de la epistemología, del mismo Popper, se puede leer: “DEDICO ESTE LIBRO A MI MUJER. Ni este libro, ni La lógica de la investigación científica –su principal libro–, ni mis libros posteriores han merecido los grandes sacrificios por ella rea-lizados para que salieran adelante; sacrificios más grandes de lo que yo hubiera debido suponer y de lo que libros mejores hubieran merecido. Noviembre de 1978”.

Son tantas obras del mismo sentido. Es menester mencionar el motivo por el cual Dante escribió La divina comedia, segura-mente para encontrarse en las puertas del cielo con Beatriz, su amor imposible.

De esta manera, también se demuestra amor, se inmortaliza al autor como al amor del autor, queda sellado por mucho tiempo el amor que se tienen, en una obra que muchos leen y leerán e igualmente admirarán tanto al autor como a la musa de la inspiración o apoyo del autor.

La libertad y el amor, ¿de qué manera se pueden casar?, ¿tendrá razón Sartre cuando nos dice que el amor es algo imposible y, cuando dos personas dicen quererse, real-mente cada una quiere poseer la libertad del otro? Como en un combate, buscamos la vic-toria, ya que en el amor se exige que la per-sona amada me elija a mí como sujeto único de su amor, para que la propia existencia no sea vana, amar es buscar hacerse amar; es ser considerado como un todo por el ser amado, ser considerado lo más valioso que tiene el mundo entero. Pero el fracaso es el fin de ese intento, lo más que uno puede poseer es el cuerpo del otro, pero no su libertad, solo que-

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remos que nos amen; en definitiva: ¿el amor es un engaño?

Entonces: ¿también el amor es fuente de infelicidad y muerte? Existen varias biogra-fías, argumentos, literatura, películas, testi-monios de suicidas y asesinados que pueden confirmar esta sentencia.

Lo mencionado por Sartre tiene su carga verdadera y subjetiva; ¿acaso no nos gusta que nos digan cuánto nos aman?, ¿acaso no nos gusta saber que somos “todo”, que tene-mos nuestro ser amado es nuestra “propiedad privada”?, ¿acaso no nos gusta y nos llena el espíritu y el ego completamente, el saber que alguien no es nada sin nosotros? Nos duele mucho lo contrario y buscamos otro ser que pueda entregarnos su libertad sartriana.

Por otro lado, tendrá razón Gabriel Marcel, cuando nos dice que el “yo” y el “tú” son par-ciales; la unión de lo anterior es la totalidad y amar es amar a un “ser” por lo que “es”, no por lo que “tiene”; es mirarlo como un “tú” y no como un “él”, ya que, si el otro es visto como “él”, resulta ser un objeto sustituible e intercambiable; el “tú” no es intercambiable, es único. Acaso no miramos al chofer, al pe-luquero, como un “él” y a nuestra madre, a nuestros hermanos e hijos como un “tú”, que, si ellos dejan de existir, dejan un gran vacío en nuestros sentimientos. Este amor vence a la muerte y exige fidelidad: “Decir te amo es decir no morirás jamás” (Marcel).

Es tan difícil amar o ser libres como difícil es buscar la verdad y la felicidad. Como la maldición de Sísifo, es una tarea intermina-ble, pero creo que estos deben ser principios reguladores de todo nuestro accionar; con-viene buscar la verdad, felicidad y libertad.

Tal vez tenga razón Zygmunt Bauman cuando dice que vivimos en una época de in-certidumbre y desconfianza, lo que se llama: la modernidad líquida. Todo es inestable: el trabajo, el amor, la política, la amistad; todo tiene carácter de provisionalidad, corto plazo, todo es por ahora y no termina de solidificar-se, no se lucha ni se construye; el amor dura lo que dura la gratificación, como cualquier

celular lo tiras a la basura cuando llega algo mejor, ya no se jura fidelidad al producto. No existe al amor eterno, el amor es un producto sustituible, intercambiable; como la relacio-nes entre swingers, esto puede producir para algunos felicidad, tal vez momentánea, para otros es fuente de infelicidad.

Sin embargo, me gusta como Ayn Rand trata al amor. El amor no es sacrificio; es tan solo una virtud del egoísmo. ¿Cómo es esto? Dice Rand: “Te enamoras de una persona, porque tú consideras a él o ella como algo de valor. Y porque ellos contribuyen a tu pro-pia felicidad personal. Ahora tú no podrías enamorarte de una persona diciendo: ‘Tú no significas nada para mí, no me importa si vi-ves o mueres, pero tú me necesitas a mí, y por lo tanto, estoy enamorado de ti’ […] eso no es amor. Por lo tanto, el amor es una emoción egoísta, es elegir a una persona como algo de gran valor, que tú eliges, valores plasmados en la otra persona”. Con esto, no estamos de acuerdo con El arte de amar, de Erich Fromm, porque el amor no es sacrificio, el amor no puede estar por encima del interés personal: “No decimos, me caso contigo por tu propio bien, soy altruista, no tengo ningún interés en casarme contigo”, a nadie le gusta-ría escuchar eso, mas todo lo contrario, nos gusta que nos elijan por lo que somos por lo que valemos, esto nos da felicidad, para ser amado, necesitamos merecerlo. Mientras que Fromm dice que debemos amar sin causa, “sin razones”, porque el amor no es comercio, el amor es inmerecido, el amor romántico es desinteresado.

Hasta aquí llegaré con este asunto. El amor como una de las fuentes de felicidad o in-felicidad, según sea el caso, lo he planteado como una búsqueda incesante de la verdad, libertad y felicidad que cada uno puede se-guir para considerar que ha vivido. Cada cual tome lo mejor y vea al amor romántico como lo explique su propia vida y experiencia.

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Nadie alcanza la felicidad que perdura en el tiempo de manera inalterable y nadie soporta tanto la infelicidad de hierro sin atisbar, aun-que sea, un poco de brillo. La felicidad no es una meta alcanzable, no es un fin real que objetivamente pueda tocarse y decretarse fría y mecánicamente como un acto burocrático; no existe como más que una utopía inquieta y mutable, que se mueve y se transforma cuando creemos tenerla cerca, y hasta la pa-samos y repasamos sin percatarnos.

Esto porque la felicidad implica un estado de paz, alegría y armonía con el mundo que no es posible obtener por completo. Aquel ser que no sienta preocupaciones, dudas, incertidumbres, furias y prisas. en algún momento de su vida, no es un humano. Han Rynen escribe: “La felicidad es un estado es-piritual que se siente perfectamente libre de todas la servidumbres extrañas y en perfecto acuerdo consigo mismo”. La primera parte de la definición es romántica y hasta podría estar en cualquier librejo de autoayuda, pero la segunda (“en perfecto acuerdo consigo mismo”) es la que provoca desazón y me deja la idea de felicidad muy lejos; esa herencia de la filosofía oriental no me seduce. No concibo mi vida sin contradicciones internas y externas, sin nuevas preguntas que, como necesarias agujas, perforen mis días y noches.

A lo que puede aspirar el hombre, enton-ces, es a tener la mayor cantidad de momen-tos felices, días felices, épocas felices, que perduren lo más que se pueda sin ser inte-rrumpidas. Y es que esos estados felicidad pueden romperse como cristal a la vuelta de la esquina al ver un niño abandonado, al ver

una nota de prensa por un cruel asesinato o al recordar que alguien amado está lejos, entre otras cosas.

¿Puede proclamarse completamente feliz un ser humano? ¿Puede ser tan despreocupa-do del mundo? La respuesta está en el egoís-mo. Es que se necesita del egoísmo sano para sentirse feliz. Si alcanzo momentáneamente la felicidad, es porque hago a un lado la posi-bilidad de que el mundo esté haciéndose pe-dazos o que –en un ámbito más íntimo– mis cercanos y apreciados tienen aflicciones. Es por esa capacidad de olvidarse de los pesares del mundo, del caos y de la idea misma de la muerte, por lo que cada día uno aprende a valorar los giros del reloj. Y no es malo, no podemos jugar a ser Atlas y cargar de manera eterna el peso del mundo; hay espacios crea-dos para sonreír y vivir en plenitud, no como héroes o santos, sino como hombres.

Nuestra esperanza resignada demuestra que es imposible la felicidad plena, pero que en su búsqueda y en el camino andado es po-sible encontrar sus fragmentos repartidos y multiplicarlos. Los momentos singulares en la vida son quizás nuestras pequeñas dosis de esa lejana felicidad: unos ojos que te miran y te encienden, el encuentro con los amigos sinceros de la infancia y juventud, la obten-ción de un logro que con el tiempo ya no se verá tan grande, pero en ese instante sí lo fue, parpadear y ver por primera vez el mar y sus olas formando blancos caballos rampantes, el abrazo sincero de un familiar, el canto com-partido de una cascada, el sonido un hereje órgano que rompe el sepulcral silencio de una catedral.

El corazón humano tiene una fastidiosa tendencia a llamar destino solamente a lo que lo aplasta. Pero también la felicidad, a su manera, carece de razón, pues es inevitable.

Albert Camus, El mito de Sísifo.

La inquieta y egoísta felicidadAndrés Canseco Garvizu

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Es ineludible que sean escasos esos mo-mentos de felicidad; es parte de la condición humana que se miren en retrospectiva y cau-sen nostalgia a veces. Como los inmortales en aquel cuento de Borges, que habían perdido el interés por la vida y sus gustos porque su existencia era eterna y se transformaron en trogloditas de mirada perdida, si la felicidad fuera abundante, la batalla de cada día no tendría razón de ser.

Es nuestra realidad, la de la incesante bús-queda, que solo se ve cortada con la muerte, con el último estertor; pero con un camino tan único, tan brillante, cuyo recorrido es acaso el más digno e importante, sin impor-tar qué tan largo sea el que nos haya tocado o cuándo se tenga que acabar. Al menos nos debe quedar la humildad emocional y meta-

física de mirar cada cierto tiempo un poco atrás y sentir que en un puñado de segundos acariciamos la felicidad suavemente, pensar que logramos la hazaña invaluable de haber provocado felicidad en otros, y saber que con eso ya todo habrá valido la pena.

Termino este texto como lo empecé: con Camus. El inolvidable escritor del siglo XX escribe en la última parte de su novela La peste: “La felicidad llegaba a toda marcha, el acontecimiento iba más de prisa que el deseo. Rambert sabía que todo iba a serle devuelto de golpe y que la alegría es una quemadura que no se saborea”.

La felicidad como una opción frente al ineludible sufrimiento

Carolina Pinckert Coimbra

La felicidad ha sido, desde tiempos in-memoriales, una cuestión importante

para el hombre, no tanto en aras de buscar una definición filosófica o poética, sino en la simple e inocente praxis de la vida diaria.

La mayoría de los mortales, excluyendo a quienes poseen alguna condición psi-copatológica, detestan, condenan y huyen fóbicamente de la tristeza, la desgracia y el sufrimiento. Gran parte de este grupo se conforma con vivir tediosamente una exis-tencia rutinaria y con la menor cantidad de penas y exabruptos posibles; otro grupo, sin embargo, busca más allá, la mayoría en el an-helo de satisfacciones y goces. En este punto es de vital necesidad hacer una importante aclaración conceptual: la felicidad, en el caso de este texto, la consideramos como algo más

que la simple experimentación sensorial de placeres momentáneos.

Hay otro grupo de personas, más reducido aún, que busca observar, estudiar y definir la felicidad bajo algún punto de vista filosófico. Aquí se hace menester hacer algunos reca-pitulaciones históricas sobre sus múltiples conceptualizaciones que grandiosas mentes, a lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, han tratado de darle a esa experiencia subje-tiva y virtuosa que todos soñamos y lucha-mos por poseer y creemos experimentarla en ciertos momentos de éxtasis, pero que tiende a volverse difícil de aprehender en el estudio filosófico y racional.

En las concepciones sociales occidentales y americanas, la felicidad está más asociada

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a un éxtasis constante y utópico que a un bienestar estable.

Algunos filósofos occidentales han pro-puesto que la felicidad se encuentra en placeres sencillos como la amistad, sabiduría, amor, mientras que otros creen encontrarla en goces más de índole sensorial y placeres carnales.

Por otro lado, tendencias filosóficas de Asia cifran la felicidad, o, más bien dicho, la au-sencia de dolor, tanto físico como abstracto, figura propuesta por Buda en sus Cuatro Nobles Verdades, en el desapego a objetos y sujetos terrenales, servicio al prójimo y una vida predominantemente ascética.

Saliendo de los conocimientos teóricos y buscando una concepción más pragmática y actual, considerando que la definición de tal experimentación humana no es nada simple ni se obtiene mediante un procedimiento o medicamento mágica, nos preguntamos ¿qué sería la felicidad?, o, más bien, ¿qué ingre-dientes se necesitarían para lograrla?

Primero que nada, la satisfacción de nece-sidades primarias (comida, techo, vestimen-ta) y secundarias (seguridad, estudio, etc.), mientras que, por otro lado, se debe superar la idea consumista de que el dinero y la feli-cidad se relacionan de manera directamente proporcional.

Segundo, se debe considerar el aspecto social, que se plasma en torno a la afiliación y aprobación dentro de un respectivo grupo social de individuos. Este aspecto no es to-talitario, ya que existen personas que viven cómodas y plenas en la soledad.

Desde mi punto de vista, lo más importan-te es sentirse y verse efectivo en los distin-tos ámbitos de la vida, es decir, producir un resultado a través de las acciones realizadas; en otras palabras, plantearse algo y lograrlo, situación que lleva al ser humano a sentirse capaz y productivo para sus allegados y en-torno.

Pero, aún así, teniendo las necesidades sa-tisfechas, un entorno social agradable al cual

vincularse y buena efectividad para cumplir lo propuesto, el ser humano puede no conce-birse a sí mismo como alguien feliz, y esto ya sería un problema más ideológico que prag-mático, ya que los hombres tienden a apre-ciar con más detalle y atención los problemas y fuentes de sufrimiento, exponiendo una habilidad muy desarrollada a percibir errores y fallas al mismo tiempo que alimentan una falsa y pobre esperanza inocente de que tales causas generadoras de dolor físico o abstrac-to desaparezcan. Así, vemos que dentro de la mente humana coexisten visiones y actitudes completamente contradictorias.

Reflexionando sobre la cuestión de la feli-cidad cotidiana, porque de la utópica ya se ha escrito mucho, he llegado a la conclusión de que el llegar a experimentar algún grado de ella es una cuestión meramente de perspec-tiva. Hay que aceptar, de una vez por todas, la cruel realidad de que sufrimientos de dis-tintos grados y causas vamos a tener todos los seres humanos a lo largo de nuestra vida, y es imposible huir de la fiabilidad de esta premisa. A partir de este punto, la cuestión es aceptar tal situación y, en vez de concen-trarnos en hacer nuestra vida desdichada y los sufrimientos más severos, esforzarnos en disfrutar y sentir placer en las actividades cotidianas y que podemos llevar a cabo. ¿Por qué no hacer un viaje inesperado, salir a cenar sin motivo festivo o simplemente quedarse en casa a disfrutar de la agradable compañía de uno mismo?

Mi conclusión de este análisis a esa virtud tan escurridiza del razonamiento y la expli-cación teórica es que el sufrimiento es inelu-dible en nuestra existencia humana, mientras que la felicidad es una opción que podemos tomar a través de nuevas perspectivas e ideas para encarar al mundo con mayor sencillez, agradecimiento y agrado.

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Felicidad, vida y muerteEmma Lazcano

Felicidad y placer son asuntos humanos íntimamente anudados. La primera no

concurre sin la segunda, como expresión de la pulsión de vida (Eros).

Desde la vertiente del pensamiento lla-mado occidental, que pese a resistencias ha penetrado recónditas locaciones, hallamos al filósofo griego Epicuro (341-270 a. C.), cuándo no, presentando precisamente el pla-cer como “principio y culminación de la vida feliz”. De ahí su filosofía catalogada como hedonista. Para Epicuro, todos los placeres son un bien; empero, no todos son elegibles. Bajo determinadas circunstancias, hay pla-ceres que deben evitarse, como hay dolores dignos de tolerar si luego traen un bien. Así, optar por el placer implica un cálculo, una elección sabia, porque únicamente la vida sensata, honesta y justa puede posibilitar y justificar la felicidad. En ese entendido, una vida epicúrea, escuchen los licenciosos, no será la suya.

El placer fue entendido por Epicuro como ausencia de dolor físico y del alma. Platón, por su parte, planteó que expresa el relleno de una falta. Por estas sendas, resulta válido sos-tener que el placer se manifiesta en el alivio a una necesidad o deseo apremiantes, surgido por exceso o carencia, causantes de una cre-ciente tensión y/o desequilibrio perturbador. El orgasmo se presenta, de este modo, como el paradigma del placer, confirmando su pa-pel homeostático y carácter esencial para el ser humano.

Sigmund Freud, a quien resulta inevitable nombrar en esta ocasión, sostiene que la as-piración a la felicidad posee dos fines: por un lado, evitar el dolor y el displacer ciertamen-te; por el otro, experimentar intensamente el placer, siendo solo éste el que puede definirse como felicidad, en sentido estricto. Empero, no será extraño encontrar a muchos consi-

derándose felices por lograr mínimamente lo primero, habida cuenta de los infortunios propios de la vida, provenientes de tres frentes: cuerpo/yo, naturaleza circundante y relaciones sociales.

Ahora bien, si para Freud la felicidad tie-ne que ver con procurarse intenso placer, su existencia es solo una llana ilusión, ya que el orden de la cultura, significando vida en común, deviene como límites al despliegue irrestricto de los impulsos, lo cual, a pesar de procesos internos, trae consigo un malestar, que duele, aunque no bloquea la razón ni impide seguir viviendo. Tal parece que Epi-curo ya advertía y validaba este carácter de la cultura, por ejemplo, al emparentar felicidad con la sabiduría de administrar el dolor.

Veamos, no obstante, cómo plantea Freud aquella ilusión: “El designio de ser felices que nos impone el principio de placer es irreali-zable, mas no por ello se debe –ni se pue-de– abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización”. Con esta invitación a la no retirada, la opción es asu-mir la felicidad como un ideal que convoca a su conquista, advirtiendo que el camino será yermo; no obstante, también con recovecos gratos y significativos. Después de todo, claro está que, si la felicidad es irrealizable, lo es en su sentido absoluto. Como todo absoluto, posee excepciones febriles, lo hacedero es una felicidad, digamos, episódica, transitoria, con posibilidad de retorno.

Lo último obliga a puntualizar que la feli-cidad deviene cuando la sentimos, más aun si tomamos conciencia de su contraste, en tanto estado anímico de plenitud y alegría. Ello implica que posee un componente pro-fundamente particular, además una potencia de múltiples despliegues o caminos alternos. He ahí la existencia, en ella, de una dimen-sión susceptible a, por un lado, escapar de la

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intrusión de la cultura que domina y, por otro, posibilitar cultivo simultáneo en más de un escenario, a modo de dispersar riesgos. Algo harto indispensable para evitar la frustración, más allá del mínimo fatal que exige la insti-tución del individuo como sujeto social.

Respecto a lo anterior, el mentor del psi-coanálisis aconseja: “No hacer depender toda satisfacción de una única tendencia, pues su éxito jamás es seguro: depende del concurso de numerosos factores, y quizá de ninguno tanto como de la facultad del aparato psí-quico para adaptar sus funciones al mundo y para sacar provecho de éste en la realización del placer”. Una inversión por ruta contraria sería, a la sazón, viaje aventurado a la depen-dencia mórbida, a la adicción incluso.

En la actualidad, muchos coinciden en afirmar que hoy vivimos un hedonismo ex-tensivo, generador de individuos y sociedades adictas. Ello no exactamente por la elección exclusiva de una única fuente de felicidad, sino por la seducción del imperio del consu-mir la novedad, objeto parido ya obsoleto y tóxico. En esta escena, el ciudadano aparece transfigurado en cliente compulsivo, convo-

cado como eso para ser feliz sin necesidad de virtud ni elección sabia, sino puro acto, donde un Otro asegura que todo se puede en un mundo presentado como relativo.

Interesante es hallar a seguidores de Freud concordando con dicha afirmación, ofre-ciendo fundamentales agregados desde su propia práctica e investigación clínica. Tal es la comprensión sobre el imperativo hiper-moderno (de hoy): gozar, gozar sin medida. Comprendamos aquí que “goce” no es placer, sino repetitiva y cruda satisfacción, territorio de la pulsión de muerte (Thanatos), manifes-tándose en desgaste y forzamiento sin límites del cuerpo; situación asistida por la ciencia técnica que, sobrevalorando el saber opera-tivo, como advierte Silvia Ons, tendiente a respuestas prefabricadas “cuya consecuencia es el intento de burocratización del deseo para evitar las sorpresas de lo imprevisto”; por tanto, reducir los espacios de autonomía en cuando a la misma felicidad posible.

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¿Un exceso de felicidad no es sino un aviso temprano de dolor?

Hay quienes dicen que prefieren la muerte al dolor. El dolor ha sido, es y será un tema de preocupación constante. Su universalidad puede engañarnos y hacernos presuponer que tenga éste un único sentido. ¿Y la felicidad?, ¿será una cosa distinta?

Para Giovanni Papini, el hombre más feliz y más infeliz fue Adán; fue creado directa-mente por la mano de Dios, vivía en el Pa-raíso y en plena armonía con la Naturaleza. Una vez que mordió la manzana prohibida, cayó en el castigo, dolor, muerte y el destierro del Paraíso a la Tierra. El mito de Adán ha sido replicado en varias culturas, cada versión corresponde a las formas y maneras de cada una de ellas. En la versión cristiana, esta Tierra estaría concebida como un espacio en el que el hombre tiene acceso al dolor. La felicidad plena, la total ausencia del dolor, se logra después de la muerte.

Aristóteles, filósofo de la Antigüedad, hace referencia a la felicidad del hombre concreto: “En una palabra, la felicidad y el bien supre-mo constituyen el verdadero fin de la vida. Por consiguiente, la felicidad se encontrará en cierto uso de las cosas y en cierto acto […] la felicidad es el bien por excelencia”. La felicidad no es una constante, sino la suma de momentos felices, de usos y actos. Nuestros actos no engloban únicamente lo que hace-

mos, nuestras acciones, sino lo que pensamos y el uso de otras facultades como el intelecto, la memoria, la imaginación, sentimientos y otros. Estas facultades dan a cada individuo su propia subjetividad. El uso de las cosas no trata únicamente del objeto, sino del uso que ese sujeto hace del objeto; más hoy en día, cuando nos confundimos con los objetos que poseemos y confundimos a los otros, pareciera que desparecieron los límites y en-tramos en una locura colectiva, por ejemplo: si percibimos que un objeto es obsoleto o ha perdido valor, nosotros también nos sentimos de esta manera y, por otro lado, solo tener al-gunos objetos nos transfiere cualidades como “irresistibles”, “exitosos”, “felices”. Adquirir un objeto es motivo de ansiedad e intran-quilidad, tenemos la idea que siempre hay algo mejor o que pronto llegará. Así, queda desplazado el interés de cultivar virtudes por las cualidades de los objetos, cualidades que se perciben como única verdad.

Los epicúreos, estoicos y escépticos uti-lizan el término ataraxia para definir a la tranquilidad e imperturbabilidad del alma como fuente de la felicidad. Los epicúreos y estoicos reconocían las fuerzas de la Na-turaleza como una voluntad mayor a la de los hombres; ante esta suerte, era necesario el placer para ser feliz, condición posible aún en circunstancias privadas de poder de decisión y libertad.

No soy de aquí ni soy de allá. No tengo edad ni porvenir.

Y ser feliz es mi color de identidad.Facundo Cabral

La felicidad sin romancesMaría Claudia Salazar Oroza

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Nuestra cultura, con su empuje hedonís-tico (empuje hacia el placer), muy distinto del hedonismo de los epicúreos, a la antigua búsqueda del placer, promueve desear en exceso y su satisfacción a través de cualquier medio. Entonces la felicidad pasa por un estado previo de ansiedad (no de ataraxia) y angustia; es necesario obtener cuanta cosa aparezca en el mercado y nos dé valor a nuestro yo. Y este ciclo se renueva cada vez con mayor rapidez. ¿Y si no colmó las ex-pectativas y persiste algún vacío? En ningún momento es reprochable desear un objeto, pero sí creerlo como único fin de vida, y que, además, se deba conseguir a costa del otro, de la reducción del otro o de la humillación del otro. El deseo, en este marco, no nos hu-maniza. El hombre prefiere reconciliarse con esa cultura que lo empuja, y lo hace aunque deba olvidarse del propio individuo que él es y del otro que tiene en frente; a tal punto sucede esto que dudo sea comprensible para muchos. ¿Puede llegar a ser el sueño de una jovencita ser la mujer de un acomodado narcotraficante? Sí. En el documental Narco Cultura hay testimonio de esto.

La edad biológica puede ser transgredida en su relación con la edad psicológica. El adulto se convierte en otro adolescente que desea y se satisface sin mayores responsabi-lidades ni roles sociales. Su rol le es pesado y no debe aportar desde su madurez y la expe-riencia; como principales ingredientes tiene a los placeres de los sentidos y la acumulación de bienes (por el que pasa mayormente su reconocimiento social). Un adolescente edu-cando a otro adolescente. Hombres y mujeres siempre jóvenes y con actitudes propias de la pubertad. Los placeres de los sentidos y la acumulación de bienes y las posibilidades que proporciona el dinero no son desdeñables; lo triste es que no existan más.

Continuemos con los filósofos antiguos. La escuela cínica parte de la apatía para llegar a la felicidad; considera al placer otra manera de atarse al mundo y perder la libertad. Su fundador, Antístenes de Atenas, expresó que “quisiera enloquecer antes que gozar”. Dió-genes de Sinope, discípulo de Antístenes, se decía a sí mismo: “Libre, independiente, en-

tonces feliz”. García Gual en su estudio sobre el cinismo y respecto a Diógenes escribió:

“El cínico denuncia, no con hermosos discursos, sino con zafios y agresivos ademanes, el pacto cívico con una comunidad que le parecía inauténtica y perturbadora, y prefiere renunciar al progreso y vagabundear por un sendero individual a costa de un es-fuerzo personal, con tal de escapar a la alienación”.

Mario Benedetti cuenta haber subrayado, en su ejemplar de El astillero de Juan Carlos Onetti, lo que consideró un sucedáneo de es-peranza:

“Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra cosa, ajenas, sin que importen que salgan bien o mal, sin que importen qué quieren decir. Siempre fue así: es mejor que tocar o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil empieza a secarse, se des-prende y cae”.

Posiblemente, tomar como único y ver-dadero merecedor de nuestras energías las tareas que nos impone la subsistencia, no nos aleja de los defectos de existir, del dolor, la desgracia y de lo inevitable. La felicidad también se construye a partir de aspectos menos artificiales y, seguramente, en muchos casos, no siempre controlables; de allí que la suerte o algunas coincidencias jueguen un rol importante.

Diógenes de Sinope se considera ciuda-dano del mundo; hasta el patriotismo podía ser un obstáculo para la felicidad. Migraba de ciudad en ciudad buscando el clima más placentero, no sentía ningún apego por las ciudades. En su época, las ciudades griegas estaban en guerras entre sí. Esta manera de pensar no es parte de un discurso irracional.

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Históricamente, la nacionalidad ha sido utilizada como un instrumento para obtener poder y beneficios, fundándose en el odio, rencor, discriminación, miedos y, sobre todo, en la infelicidad de algunos.

El mandato silencioso, al que nos referimos anteriormente, que nos empuja (¡sé feliz!), obliga a ser lo más feliz posible. Por ello, debemos seguir el paradigma trazado según la época en que vivimos, es decir, ser felices a través de los medios proporcionados por nuestra sociedad. Las “recetas de la felicidad” pretenden dar certezas de cómo ser feliz, nos dan formas y procedimientos, modelos y normas. No alcanzar estos estándares, sobre-pasarnos en el placer permitido, o aventurar-se a desobedecerlos o criticarlos, es acercarse aún más a la indeseable incertidumbre y a algún posible castigo social. La civilización para Freud es una respuesta al malestar, pero genera otros malestares que tienen mayor tolerancia en aras de la comodidad y la disminución de incertidumbre, aunque el individuo se sienta cercenado.

La felicidad no es término extraño en el ámbito político. El siglo XVIII, también lla-mado el Siglo de las Luces, es la época en que surge el utilitarismo (“el máximo bienestar para el máximo número”), dando un toque social al hedonismo de Epicúreo que ante-riormente fue mencionado. El preámbulo de la Declaración de Independencia de 1776 de Estados Unidos de América dice así:

“Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se institu-yen entre los hombres los gobiernos […] que cuando quiera que una for-ma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal

que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad”.

El hombre desea sentirse libre en su bús-queda de felicidad, que a su vez es la búsque-da de sí mismo. Ahora bien, esta búsqueda no es tan romántica como parece, puesto que necesita hacerle frente a nuestros miedos, combatir las debilidades que nos convier-ten en pusilánimes, asumir que debemos desprendernos de algunas comodidades. No todos los riesgos son dignos de ser evadidos. Si fuera necesario rebelarse ante un Go-bierno hasta derrocarlo porque no garantiza o porque viola los derechos humanos que permiten las condiciones necesarias para la búsqueda de la felicidad, es preciso atender todos los detalles necesarios para lograrlo. Y para completar este cuadro añadiremos un texto de Emil Cioran:

“Me basta con escuchar hablar a alguien hablar sinceramente de ideal, de provenir, de filosofía, para escucharle decir nosotros con una inflexión de seguridad, invocar a los otros y sentirse su intérprete, para que le considere mi enemigo. Veo en él un tirano fallido, casi un verdugo, tan odioso a los tiranos y los verdugos de gran clase”.

Para Nietzsche, el perfeccionamiento del individuo-tipo es el Superhombre. Su bús-queda de felicidad le eleva el espíritu, le hace conocer placeres desconocidos para las ma-yorías y que solo él puede llegar a sentirlos, que logran que su vida sea una gran victoria o una hermosa derrota. La actual invitación a la felicidad parecería invitarnos al cinismo moderno, a ser despiadados, usureros, ruines, oportunistas, justificando las acciones a tra-vés de la razón que besa la cabeza decapitada. Nietzsche escribió:

“Verdaderamente, lo último que un hombre inteligente podría em-prender sería el mejoramiento de la humanidad: la humanidad no se per-fecciona; más aún, ni siquiera existe (no es más que una abstracción); todo lo que existe es un gran montón de individuos parecido a un vasto hor-

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miguero…Diríase que el objetivo de todos los experimentos no es la felicidad del montón sino el perfec-cionamiento del individuo-tipo”.

Aunando las expresiones de Emil Cioran y Nietzsche, podemos llegar a decir que, así como la Humanidad con mayúscula no es el fin, tampoco lo es la Felicidad. El mejora-miento de nuestra humanidad y la obtención de felicidad, con minúsculas, es concreto, real y, por ende, lo único posible de ser experi-mentado.

Fernando Savater dice: “…ser dignos de la felicidad no es tener derecho a ella ni ser ca-paces en modo alguno de conquistarla, sino intentar borrar y disolver lo que en nuestro yo es un obstáculo para la felicidad, lo que resulta radicalmente incompatible con ella”. Y si lo que queremos es una cosa distinta, también cambiarán nuestros obstáculos, por-que, como bien lo indicó Hegel, el hombre

“no es lo que es y es lo que no es. Por tanto, preservar en el ser lo humano implica un agrietamiento incesante de la identidad”.

La felicidad es un bien intransferible, una experiencia que no puede vivirla otro por nosotros. Ni la felicidad ni el dolor. Cuando Schopenhauer habla de la felicidad, precisa que “la cabeza de los demás es un mal sitio para la auténtica felicidad del hombre”. Por ello es necesario defenderla de nuestros miedos, de la solemnidad, de los consuelos ajenos, de aquellos que buscan desesperada-mente conciliarse con la sociedad o con algu-na parte de ella, del sentido común y además del remordimiento, pues quien se arrepiente es doblemente infeliz y doblemente débil, tal como lo dijo Nietzsche.