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Publicado en Letras Libres (http://www.letraslibres.com) La luna y las hogueras, de Cesare Pavese La luna y las hogueras, de Cesare Pavese Lun, 30/09/2002 - 18:10 | Tags: Libros [1] Juan Antonio Masoliver Ródenas [2] Revista: Mujeres o las trampas de la libertad [3] Cesare Pavese, La luna y las hogueras, traducción y notas de Fernando Sánchez Alonso, Pre-Textos, 2002, 200 pp. NOVELA El silencio y las voces Al igual que su contemporáneo Elio Vittorini, en la escritura de Cesare Pavese hay una fuerte carga autobiográfica que se desdobla en elegía, en mito, en conciencia social y en solidaridad con el mundo campesino. A través de la lectura de los escritores norteamericanos (y, en el caso de Pavese, la dominante presencia de Whitman), las voces adquieren un mágico carácter coral, lleno de exaltación en Vittorini, cargado de desolación en Pavese. Vittorini regresa a la Sicilia natal en búsqueda del origen y, si bien constata la miseria de una tierra que ha obligado a sus habitantes a emigrar, su Sicilia está llena de hedonismo y de sensualidad. También Pavese regresa al pueblo donde nació, Santo Stefano-Belbo, y recorre las Langas del Piamonte para recobrar las raíces, para constatar también la pobreza que lleva a los personajes de sus novelas a emigrar (a Turín, a Génova, a América), pero su prosa está cargada de una intensa y dramática sexualidad, lejos del feliz hedonismo vittoriniano. Tanto en Pavese como en Vittorini el lenguaje literario expresa un ritmo vital que surge de la tierra en su doble sentido: como espacio de la humillación humana y como ámbito germinador, en una estrecha relación entre los frutos de la tierra y el desnudo cuerpo femenino. Escribe Pavese en su poema "Gente desarraigada", ante las colinas cubiertas de vides en el suelo quemado: "El amigo las acepta y las quiere vestir de flores y de frutos silvestres

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Publicado en Letras Libres (http://www.letraslibres.com)La luna y las hogueras, de Cesare PaveseLa luna y las hogueras, de Cesare Pavese

Lun, 30/09/2002 - 18:10 | Tags: Libros [1]Juan Antonio Masoliver Ródenas [2]Revista: Mujeres o las trampas de la libertad [3]

Cesare Pavese, La luna y las hogueras, traducción y notas de Fernando Sánchez Alonso, Pre-Textos, 2002, 200 pp.

NOVELAEl silencio y las voces

Al igual que su contemporáneo Elio Vittorini, en la escritura de Cesare Pavese hay una fuerte carga autobiográfica que se desdobla en elegía, en mito, en conciencia social y en solidaridad con el mundo campesino. A través de la lectura de los escritores norteamericanos (y, en el caso de Pavese, la dominante presencia de Whitman), las voces adquieren un mágico carácter coral, lleno de exaltación en Vittorini, cargado de desolación en Pavese. Vittorini regresa a la Sicilia natal en búsqueda del origen y, si bien constata la miseria de una tierra que ha obligado a sus habitantes a emigrar, su Sicilia está llena de hedonismo y de sensualidad. También Pavese regresa al pueblo donde nació, Santo Stefano-Belbo, y recorre las Langas del Piamonte para recobrar las raíces, para constatar también la pobreza que lleva a los personajes de sus novelas a emigrar (a Turín, a Génova, a América), pero su prosa está cargada de una intensa y dramática sexualidad, lejos del feliz hedonismo vittoriniano. Tanto en Pavese como en Vittorini el lenguaje literario expresa un ritmo vital que surge de la tierra en su doble sentido: como espacio de la humillación humana y como ámbito germinador, en una estrecha relación entre los frutos de la tierra y el desnudo cuerpo femenino. Escribe Pavese en su poema "Gente desarraigada", ante las colinas cubiertas de vides en el suelo quemado: "El amigo las acepta y las quiere vestir de flores y de frutos silvestres / para descubrir, riendo, muchachas más desnudas que los frutos". La mejor forma de entrar en el universo pavesiano es a través de su diario El oficio de vivir, de un relato como "La playa", que roza la perfección, y muy especialmente de su poesía, tanto la de los paisajes inmediatos, familiares, humanos y míticos de Trabajar cansa como la de los versos más desnudos en su esencialidad de "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos". En ella aparecen la mayoría de los motivos que encontramos en La luna y las hogueras: las colinas, la viña, los frutos, el campo con "sus verdes misteriosos", la vida de las plantas y las piedras, el verano, la luna, el fuego y la sangre, la infancia, "las voces de los tiempos perdidos", los cuerpos desnudos, el deseo, la amistad, la necesidad de huir y de regresar, las voces antiguas que oyeron nuestros antepasados, "la voz ronca y dulce" de la mujer irrecuperable, el latido del silencio o "el encendido silencio" que quemará los campos como los queman las hogueras nocturnas. Es posible que La luna y las hogueras represente la culminación de toda su obra narrativa, allí donde aparecen de forma más intensa unos motivos recurrentes que se nos han hecho ya familiares y que sin embargo tienen aquí un desarrollo mucho más complejo. Es fácil identificar la orfandad del propio Pavese con el desarraigo del protagonista y narrador, abandonado en los escalones de la iglesia de Alba, un bastardo sin apellidos que emigró a Génova y a América y que a los cuarenta años regresa,

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enriquecido, al pueblo de su infancia. El regreso le permite reconstruir el pasado, y de este pasado se alimenta gran parte de la novela, un pasado con un intenso tono elegíaco pero visto también desde el presente con un fuerte tono crítico. De la relación entre pasado y presente surge la complejidad de la novela. En realidad debería hablarse de distintas etapas del pasado y de momentos que son simples alusiones, extraños vacíos que pueden surgir tanto de la incontenible emoción como del pudor sentimental o incluso de la amargura. El personaje que le permite regresar al pasado sin perder la perspectiva del presente es su amigo de la infancia, Nuto, tres años mayor que él. Fue Nuto quien le abrió los ojos al mundo, a la conciencia social y a la lectura. El personaje que le permite ver su infancia desde el presente es Cinto, un muchacho tullido, un muerto de hambre cuyo padre, enloquecido, mata a los suyos antes de ahorcarse y cuyos hermanos murieron en la guerra. Una guerra que tiene una presencia determinante y que se proyecta en el presente a través de la presencia de los fascistas y de los cadáveres que reaparecen mostrando una sociedad dividida. Así, las hogueras que recorren la novela cobran un último significado simbólico con el cadáver de la bella Santina, que traicionó a los partisanos y a la que rociaron con gasolina y le prendieron fuego. "Al mediodía ya era toda cenizas. El año pasado todavía se veía la señal, como el cerco que deja una hoguera." Un relato en apariencia movido suavemente por la delicadeza poética va elevándose hasta alcanzar un nivel trágico y simbólico que revela, además, una complejísima red de relaciones y de paralelos que nos obligan a hacer una lectura del pasado y del presente dominada por los sentimientos contradictorios y por las palabras nunca pronunciadas, pero que pueden adivinarse en los acercamientos y las distanciamientos de los personajes. Los desplazamientos son constantes y es así como conocemos una parte de la geografía del Piamonte y la historia de la Italia contemporánea. El paisaje es el de la llanura del Belbo, centrado en el caseto de Graminella, donde creció como huérfano el narrador, la Mora, donde vive su amigo Nuto y donde trabajó él de criado y Canelli, "una amplia ventana al mundo", "el principio del mundo". Hay, pues, un espacio inmóvil con avellanos, viñas, manzanos o melocotoneros con hojas que "ofrecen frutos maduros y acercarse a ellos es una felicidad", como es una felicidad vendimiar, deshojar, prensar, "ni siquiera son trabajos", e incluso los terrenos de los pueblos del contorno, que son estériles y no producen, "aun así tienen su hermosura [...] y da gusto mirarlos y conocer sus secretos. 'Las mujeres —pensé— tiene dentro de sí algo parecido.'" Al secreto de la tierra, de la infancia y de las mujeres se añade el de la necesidad de escapar, de vivir sin una casa, de recorrer el mundo, y "ya de niño, al mirar las nubes y los caminos que forman las estrellas, había empezado a viajar sin saberlo". Y finalmente está el viaje a la inversa, el de regreso y de recuperación: "Para mí habían pasado las estaciones, no los años". Pero Nuto, como contrapartida, representa la conciencia del narrador y la del propio Pavese, quien, como Nuto, carga con la culpa de no haber participado como partisano en la lucha contra el fascismo. Es él quien le dice que "estaba equivocado, que debía oponerme a que en las colinas se llevase todavía una vida de perros, inhumana, que debía lamentar que la guerra no hubiera servido de nada". Y mientras el narrador trata de recuperar su infancia a través de la figura de Cinto, Nuto cree que su responsabilidad es proteger y educar al niño porque lo peor es la ignorancia y es preciso educarse para cambiar el mundo. Los personajes masculinos centrales son proyecciones del propio Pavese, que vive simultáneamente el presente y el pasado y que busca un espacio mítico ajeno al tiempo mientras que la realidad social y la conciencia de que todo desaparece, incluidos los

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recuerdos, se impone dramáticamente. Como se impone la tragedia de la tierra en un espacio idílico. El mito y su negación, la felicidad y la infelicidad conviven, pero al final el libro se precipita hacia la inevitable violencia, no sólo la de la guerra sino la de una tierra maravillosa y al mismo tiempo maldita. Este conflicto encuentra una eficacísima expresión en los personajes femeninos. Hay un marcado contraste entre los sentimientos del narrador, expresados a través del silencio, y la descarada belleza y procacidad de las mujeres que le rodean. Pero también estas espléndidas mujeres, especialmente Irene, Silvia y Santina, están marcadas por el destino aciago. Y al final también ellas, símbolo de la entrega y, para el narrador, de lo inalcanzable, están condenadas a morir jóvenes, porque "todo se consuma en una hoguera", estas hogueras que sin embargo vivifican la tierra y que en la noche de San Juan iluminan toda la colina y nos llevan a las celebraciones de la infancia. La traducción de Fernando Sánchez Alonso es competente aunque no siempre mantiene el lacónico ritmo pavesiano, la misteriosa relación entre la palabra y el silencio, alargando innecesariamente las frases. Algunas expresiones están claramente fuera de lugar ("chavales", "se fue a la mili", "pavisosa", "cintarazo", "chirona"), hay algunos errores sorprendentes como "sentía" en lugar de "oía", "trabaja con contrato" por "trabaja para Contratto" o "ropa interior" por "cataplasmas". Al no tratarse de una edición crítica, las numerosas y farragosas notas a pie de página podrían haber sido sustituidas por una breve nota introductoria. ~PDF España: pdfs_articulospdf_art_7770_6687.pdf [4]Ir arriba [5]

LIBROSLa luna y las hogueras, de Cesare PavesePor Juan Antonio Masoliver RódenasSeptiembre 2002 | Tags: Libros

Cesare Pavese, La luna y las hogueras, traducción y notas de Fernando Sánchez Alonso, Pre-Textos, 2002, 200 pp.

NOVELAEl silencio y las voces

Al igual que su contemporáneo Elio Vittorini, en la escritura de Cesare Pavese hay una fuerte carga autobiográfica que se desdobla en elegía, en mito, en conciencia social y en solidaridad con el mundo campesino. A través de la lectura de los escritores norteamericanos (y, en el caso de Pavese, la dominante presencia de Whitman), las voces adquieren un mágico carácter coral, lleno de exaltación en Vittorini, cargado de desolación en Pavese. Vittorini regresa a la Sicilia natal en búsqueda del origen y, si bien constata la miseria de una tierra que ha obligado a sus habitantes a emigrar, su Sicilia está llena de hedonismo y de sensualidad. También Pavese regresa al pueblo donde nació, Santo Stefano-Belbo, y recorre las Langas del Piamonte para recobrar las raíces, para constatar también la pobreza que lleva a los personajes de sus novelas a emigrar (a Turín, a Génova, a América), pero su prosa está cargada de una intensa y dramática sexualidad, lejos del feliz hedonismo vittoriniano.

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Tanto en Pavese como en Vittorini el lenguaje literario expresa un ritmo vital que surge de la tierra en su doble sentido: como espacio de la humillación humana y como ámbito germinador, en una estrecha relación entre los frutos de la tierra y el desnudo cuerpo femenino. Escribe Pavese en su poema "Gente desarraigada", ante las colinas cubiertas de vides en el suelo quemado: "El amigo las acepta y las quiere vestir de flores y de frutos silvestres / para descubrir, riendo, muchachas más desnudas que los frutos". La mejor forma de entrar en el universo pavesiano es a través de su diario El oficio de vivir, de un relato como "La playa", que roza la perfección, y muy especialmente de su poesía, tanto la de los paisajes inmediatos, familiares, humanos y míticos de Trabajar cansa como la de los versos más desnudos en su esencialidad de "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos". En ella aparecen la mayoría de los motivos que encontramos en La luna y las hogueras: las colinas, la viña, los frutos, el campo con "sus verdes misteriosos", la vida de las plantas y las piedras, el verano, la luna, el fuego y la sangre, la infancia, "las voces de los tiempos perdidos", los cuerpos desnudos, el deseo, la amistad, la necesidad de huir y de regresar, las voces antiguas que oyeron nuestros antepasados, "la voz ronca y dulce" de la mujer irrecuperable, el latido del silencio o "el encendido silencio" que quemará los campos como los queman las hogueras nocturnas. Es posible que La luna y las hogueras represente la culminación de toda su obra narrativa, allí donde aparecen de forma más intensa unos motivos recurrentes que se nos han hecho ya familiares y que sin embargo tienen aquí un desarrollo mucho más complejo. Es fácil identificar la orfandad del propio Pavese con el desarraigo del protagonista y narrador, abandonado en los escalones de la iglesia de Alba, un bastardo sin apellidos que emigró a Génova y a América y que a los cuarenta años regresa, enriquecido, al pueblo de su infancia. El regreso le permite reconstruir el pasado, y de este pasado se alimenta gran parte de la novela, un pasado con un intenso tono elegíaco pero visto también desde el presente con un fuerte tono crítico. De la relación entre pasado y presente surge la complejidad de la novela. En realidad debería hablarse de distintas etapas del pasado y de momentos que son simples alusiones, extraños vacíos que pueden surgir tanto de la incontenible emoción como del pudor sentimental o incluso de la amargura. El personaje que le permite regresar al pasado sin perder la perspectiva del presente es su amigo de la infancia, Nuto, tres años mayor que él. Fue Nuto quien le abrió los ojos al mundo, a la conciencia social y a la lectura. El personaje que le permite ver su infancia desde el presente es Cinto, un muchacho tullido, un muerto de hambre cuyo padre, enloquecido, mata a los suyos antes de ahorcarse y cuyos hermanos murieron en la guerra. Una guerra que tiene una presencia determinante y que se proyecta en el presente a través de la presencia de los fascistas y de los cadáveres que reaparecen mostrando una sociedad dividida. Así, las hogueras que recorren la novela cobran un último significado simbólico con el cadáver de la bella Santina, que traicionó a los partisanos y a la que rociaron con gasolina y le prendieron fuego. "Al mediodía ya era toda cenizas. El año pasado todavía se veía la señal, como el cerco que deja una hoguera." Un relato en apariencia movido suavemente por la delicadeza poética va elevándose hasta alcanzar un nivel trágico y simbólico que revela, además, una complejísima red de relaciones y de paralelos que nos obligan a hacer una lectura del pasado y del presente dominada por los sentimientos contradictorios y por las palabras nunca pronunciadas, pero que pueden adivinarse en los acercamientos y las distanciamientos de los personajes. Los desplazamientos son constantes y es así como conocemos una parte de la geografía del Piamonte y la historia de la Italia contemporánea. El paisaje es el de la llanura del Belbo, centrado en el caseto de Graminella, donde creció como huérfano el

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narrador, la Mora, donde vive su amigo Nuto y donde trabajó él de criado y Canelli, "una amplia ventana al mundo", "el principio del mundo". Hay, pues, un espacio inmóvil con avellanos, viñas, manzanos o melocotoneros con hojas que "ofrecen frutos maduros y acercarse a ellos es una felicidad", como es una felicidad vendimiar, deshojar, prensar, "ni siquiera son trabajos", e incluso los terrenos de los pueblos del contorno, que son estériles y no producen, "aun así tienen su hermosura [...] y da gusto mirarlos y conocer sus secretos. 'Las mujeres —pensé— tiene dentro de sí algo parecido.'" Al secreto de la tierra, de la infancia y de las mujeres se añade el de la necesidad de escapar, de vivir sin una casa, de recorrer el mundo, y "ya de niño, al mirar las nubes y los caminos que forman las estrellas, había empezado a viajar sin saberlo". Y finalmente está el viaje a la inversa, el de regreso y de recuperación: "Para mí habían pasado las estaciones, no los años". Pero Nuto, como contrapartida, representa la conciencia del narrador y la del propio Pavese, quien, como Nuto, carga con la culpa de no haber participado como partisano en la lucha contra el fascismo. Es él quien le dice que "estaba equivocado, que debía oponerme a que en las colinas se llevase todavía una vida de perros, inhumana, que debía lamentar que la guerra no hubiera servido de nada". Y mientras el narrador trata de recuperar su infancia a través de la figura de Cinto, Nuto cree que su responsabilidad es proteger y educar al niño porque lo peor es la ignorancia y es preciso educarse para cambiar el mundo. Los personajes masculinos centrales son proyecciones del propio Pavese, que vive simultáneamente el presente y el pasado y que busca un espacio mítico ajeno al tiempo mientras que la realidad social y la conciencia de que todo desaparece, incluidos los recuerdos, se impone dramáticamente. Como se impone la tragedia de la tierra en un espacio idílico. El mito y su negación, la felicidad y la infelicidad conviven, pero al final el libro se precipita hacia la inevitable violencia, no sólo la de la guerra sino la de una tierra maravillosa y al mismo tiempo maldita. Este conflicto encuentra una eficacísima expresión en los personajes femeninos. Hay un marcado contraste entre los sentimientos del narrador, expresados a través del silencio, y la descarada belleza y procacidad de las mujeres que le rodean. Pero también estas espléndidas mujeres, especialmente Irene, Silvia y Santina, están marcadas por el destino aciago. Y al final también ellas, símbolo de la entrega y, para el narrador, de lo inalcanzable, están condenadas a morir jóvenes, porque "todo se consuma en una hoguera", estas hogueras que sin embargo vivifican la tierra y que en la noche de San Juan iluminan toda la colina y nos llevan a las celebraciones de la infancia. La traducción de Fernando Sánchez Alonso es competente aunque no siempre mantiene el lacónico ritmo pavesiano, la misteriosa relación entre la palabra y el silencio, alargando innecesariamente las frases. Algunas expresiones están claramente fuera de lugar ("chavales", "se fue a la mili", "pavisosa", "cintarazo", "chirona"), hay algunos errores sorprendentes como "sentía" en lugar de "oía", "trabaja con contrato" por "trabaja para Contratto" o "ropa interior" por "cataplasmas". Al no tratarse de una edición crítica, las numerosas y farragosas notas a pie de página podrían haber sido sustituidas por una breve nota introductoria. ~

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-157921-2010-12-02.html

CONTRATAPANacimiento del mito

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Por Mario Goloboff *No es la primera vez en la vida ni en la de nuestra generación que nos toca ser testigos del nacimiento de un mito. Quizá, sí, la primera que deseamos no ser inconscientes de ello. Se mezclan, en esta suerte de anhelo de querer vivir un pre-tiempo histórico, circunstancias objetivas, hechuras subjetivas, pasiones, dolores, pérdidas, adhesiones, sueños. Y en nuestras cabezas y nuestros corazones, lo biográfico, lo político, lo poético, en proporciones mal medidas.

Pero las condiciones del nacimiento de un mito son complejas, enigmáticas. Ellas se van creando como remedos históricos, religiosos, heroicos, elegíacos, en situaciones que, de inmediatas y coyunturales, devienen decisivas y marcan u obedecen a momentos cruciales de la vida social. Luego, a veces, se tarda siglos para develarlas, aun en el caso de los más sencillos. Mitos aparentemente simplísimos guardan, cuando se los ve de cerca, orígenes bien complicados. Algunos suelen demandar explicaciones mucho más materiales y concretas que las de las irrealidades que simulan contener; otros, en cambio, agotan todas las búsquedas y, a pesar de ello, restan insatisfechos. Si no fuera así, sería muy fácil traducirlos: Hércules habría sido algún fornido muchacho despanzurrador de bueyes en las islas vecinas; Atalanta, una bella y blanca joven que correría más ligero que todos los varones de Escitia, y hasta el mismísimo Olimpo, no más que una montaña alta donde, durante luminosos veranos balcánicos, pernoctaban alegremente Dionisos y Afroditas en excitante compañía.

Algunos muy prácticos pensadores, filósofos y poetas helenos, en medio de la vida dura signada por esclavistas, reyezuelos y monarcas de la época, imaginaron por ejemplo el origen de la humilde araña nada menos que en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien Atenea, con sus inmensos poderes, habría trucado perversamente. Mucho más terrenales, apenas parece ser que en verdad lo concibieron empujados por una vieja rivalidad comercial que emponzoñaba las relaciones de estos pueblos griegos con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguo... Otras veces, la resolución simple es todavía más risible: Plinio el Viejo, en el octavo libro de su casi interminable Naturalis Historia, enciclopédica andanada de la ciencia antigua, señala y denuncia, entre otras reprochables costumbres animales, que los bondadosos elefantes sean cruelmente atacados y diezmados por los dragones, aunque sólo en verano. Avanza una explicación, que aquí algunos señores llamarían de sentido común y, como tal, poco menos que irrebatible: todos saben que la sangre de aquellos paquidermos es fría.

Los mitos contemporáneos, populares, albergan componentes de realidad crecientes, pero conservan también, bastante elevados, los de inventiva y abstracción. Es que, sin éstos, no tendrían vigencia. Aunque hay, claro, enormes diferencias entre las ideas adquiridas durante la infancia de la Humanidad y las de nuestro presente: entonces, favorecida por la ingenuidad de la barbarie, la fantasía era el conocimiento; ahora, la percepción inteligible de lo real sumerge aquellas ilusiones, aunque, es cierto,

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permanecen alertas en nuestro inconsciente. Las sociedades, aun las más actuales, buscan virginizarse cada vez.

Cesare Pavese, quien consagró muchos años de su fecunda y no larga vida a estudiar este tema, sostenía que “la empresa del héroe mítico no es tal porque esté sembrada de casos sobrenaturales o fracturas de la normalidad, sino porque ella alcanza un valor absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela constantemente interpretable ex novo, polivalente, simbólica en fin”. Y agregaba: “El mito es, en definitiva, una norma, el esquema de un hecho ocurrido una vez por todas, y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra revelación”. Pensar nuestro país y el continente, recordar la situación en que se hallaban hacia comienzos de este siglo, ver la acción intensa que desplegó un hombre para restañar rápida y efectivamente las heridas de la sociedad ayudarían a entender esta intuición, la verosimilitud de una imaginería.

En el campo político, que fue durante el siglo XX el centro de la gran escena contemporánea (si, en todo caso, no lo hubiera sido desde la Antigüedad), leí y escuché sobre Emiliano Zapata, sobre César Augusto Sandino, sobre Buenaventura Durruti, sobre Mordejai Anilevich; vi crecer y sucumbir a Evita, vi crecer y sucumbir al Che Guevara, vi sucumbir y crecer a Salvador Allende.

Velé, solo, caminando en medio de una multitud, a François Mitterrand, el hombre que imprimió, desde la oposición y desde el poder obtenido por el voto popular, buena parte de nuestro exilio. Y que fue, quizás, el último monumento histórico y político del siglo XX. Creo recordar que murió un fin de semana de enero del ’96. El primer o el segundo día hábil siguiente celebraron el homenaje popular en la Place de la Bastille, el lugar donde, años atrás, la gente se había volcado de manera espontánea para festejar su primera victoria presidencial y que, desde entonces, recobrando viejas glorias que venían hasta de la Revolución Francesa, volvió a ser un emblema “del pueblo de izquierdas”.

“El gusto de vivir es el mejor elemento del combate. Y en eso yo soy el único juez”, había declarado él no mucho antes. Tal vez ambos, combate y placer, lo abandonaban juntos. El frío húmedo del norte y la tenue garúa se sumaban al duelo. Muy temprano, la tarde invernal se hizo noche, y el lugar, cubierto por innumerables velas de diferente intensidad, amortiguó el silencio, el llanto de la muchedumbre. Tuve, entonces, la imprecisa sensación de que nacía algo diferente en la historia de aquel país. Aunque él se había ocupado en modelar, durante años, con buril de orfebre, su estatura.

Mucho más nítida fue, por eso, la impresión ahora, en nuestra Plaza, velando a Néstor Kirchner, porque el que se iba era alguien semejante, extrañamente semejante a nosotros. Y claro que “humano, demasiado humano”, como aquel título que no por casualidad marca la ruptura de Nietzsche con su propia filosofía. Gente arrinconada durante años por formadores de opinión munidos de niveles asombrosamente bajos de formación cultural, política, profesional; gente avergonzada por gritones de miedo a causa de sus simpatías, desanimada de mostrarse, confundida, ocultada y silenciada; jóvenes que habían permanecido valerosamente impermeables a tales cantos de sirena, se exhibían y expandían y estallaban ante el único hecho humano que no tiene remedio ni retorno, y salían a compartir su pena, su gratitud, su fuerza en una marea incontenible, lo que lleva a sostener a un serio estudioso de la política, Ernesto Laclau,

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que fue “todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina”.

En este lugar que por muchas razones es, ya, un sitio sacro, y cuya significación por ello es absoluta, no parece raro que nazcan figuras absolutas. Elegidos con admirable inteligencia icónica, la Casa, el Salón, la Plaza, fueron los espacios rituales y magnos del recogimiento, del estremecimiento, de la vibración, de la afectuosa despedida.

T. S. Eliot, el gran poeta conservador, católico, escribía que no nos es posible ver dónde está la grandeza en lo contemporáneo. Afirmaba que ella no se puede conocer ni se puede buscar; son necesarias dos o tres generaciones para que se logre evaluar a un coexistente en sus reales dimensiones. En medio del inequívoco dolor común, tuve la fortuna de haber sido partícipe de una multitud que, al fin, reconocía la grandeza en un contemporáneo. También, acaso, la de haber sido testigo del nacimiento de uno de los primeros mitos del siglo XXI.

Escritor, docente universitario.