onetti, juan carlos - el pozo y otros cuentos

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Juan Carlos Onetti (1909-1995) EL POZO (Novela) y otros cuentos BIOGRAFÍA Novelista uruguayo, galardonado con el Premio Nacional de Literatura en 1963 y el Premio Cervantes en 1980. Además de escribir narrativa, ha contribuido con numerosas e interesantes obras a la crítica literaria. Onetti comenzó a escribir relativamente tarde y, después de publicar su primera novela, El pozo (1939), "cifra de toda su obra posterior", acudió a la Universidad en Buenos Aires y desempeñó gran cantidad de trabajos diferentes. Trabajó como periodista para la agencia Reuter y para otras organizaciones en Buenos Aires, y como director de las bibliotecas municipales de Montevideo. Cuando se instauró la dictadura militar en 1974 fue encarcelado. Este hecho transformó su vida, y a la salida de la cárcel se exilió en España, donde vivió hasta su muerte. El tema unificador de toda su obra es la corrupción de la sociedad, sus efectos sobre el individuo y las dificultades para encontrar una respuesta adecuada a ella. Dos grandes escritores, el mexicano Carlos Fuentes y el peruano Vargas Llosa, le consideran el iniciador de la novela contemporánea latinoamericana. En El pozo, el narrador queda efectivamente separado de su ambiente corrupto y predominantemente burocrático por una generalizada incapacidad de comunicación. Tierra de nadie (1942) presenta de nuevo el depresivo y pesimista retrato del paisaje urbano. La vida breve (1950) es su libro más famoso y el primero que el autor sitúa en la imaginaria ciudad de Santa María, donde la respuesta del protagonista a su presente consiste en imaginarse a sí mismo como otra persona. En El astillero (1960) regresa al tema del caos producido en Uruguay por una desmesurada burocracia, y Juntacadáveres (1964) trata de la prostitución y la pérdida de la inocencia. Estas dos últimas obras desarrollan el tema único de Onetti: el del hombre que persigue una ilusión a sabiendas de que lo es y que además es absurda. A Onetti se le considera el escritor de la angustia, con claras influencias de Dostoievski, Conrad, Faulkner e incluso Roberto Arlt. Su lenguaje es opaco, denso e indirecto. Con estos antecedentes crea un mundo propio con unos personajes que retoma una y otra vez siempre empeñados en proyectos sin sentido.

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Juan Carlos Onetti (1909-1995)

EL POZO (Novela) y otros cuentos

BIOGRAFÍA

Novelista uruguayo, galardonado con el Premio Nacional de Literatura en 1963 y el Premio Cervantes en 1980. Además de escribir narrativa, ha contribuido con numerosas e interesantes obras a la crítica literaria.

Onetti comenzó a escribir relativamente tarde y, después de publicar su primera novela, El pozo (1939), "cifra de toda su obra posterior", acudió a la Universidad en Buenos Aires y desempeñó gran cantidad de trabajos diferentes. Trabajó como periodista para la agencia Reuter y para otras organizaciones en Buenos Aires, y como director de las bibliotecas municipales de Montevideo. Cuando se instauró la dictadura militar en 1974 fue encarcelado. Este hecho transformó su vida, y a la salida de la cárcel se exilió en España, donde vivió hasta su muerte.

El tema unificador de toda su obra es la corrupción de la sociedad, sus efectos sobre el individuo y las dificultades para encontrar una respuesta adecuada a ella. Dos grandes escritores, el mexicano Carlos Fuentes y el peruano Vargas Llosa, le consideran el iniciador de la novela contemporánea latinoamericana. En El pozo, el narrador queda efectivamente separado de su ambiente corrupto y predominantemente burocrático por una generalizada incapacidad de comunicación. Tierra de nadie (1942) presenta de nuevo el depresivo y pesimista retrato del paisaje urbano. La vida breve (1950) es su libro más famoso y el primero que el autor sitúa en la imaginaria ciudad de Santa María, donde la respuesta del protagonista a su presente consiste en imaginarse a sí mismo como otra persona. En El astillero (1960) regresa al tema del caos producido en Uruguay por una desmesurada burocracia, y Juntacadáveres (1964) trata de la prostitución y la pérdida de la inocencia. Estas dos últimas obras desarrollan el tema único de Onetti: el del hombre que persigue una ilusión a sabiendas de que lo es y que además es absurda.

A Onetti se le considera el escritor de la angustia, con claras influencias de Dostoievski, Conrad, Faulkner e incluso Roberto Arlt. Su lenguaje es opaco, denso e indirecto. Con estos antecedentes crea un mundo propio con unos personajes que retoma una y otra vez siempre empeñados en proyectos sin sentido.

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EL POZO

HACE UN RATO me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en lugar de los vidrios. Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre en las tardes, derrama adentro de la pieza. Caminaba con las manos atrás, oyendo golpear las zapatillas en las baldosas, oliéndome alternativamente cada una de las axilas. Movía la cabeza de un lado a otro, aspirando, y esto me hacía crecer, yo lo sentía, una mueca de asco en la cara. La barbilla, sin afeitar, me rozaba los hombros. Recuerdo que, antes que nada, evoqué una cosa sencilla. Una prostituta me mostraba el hombro izquierdo, enrojecido, con la piel a punto de rajarse, diciendo: —“Date cuenta el serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se afeita”. Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba al abrir la puerta. No puedo acordarme de la cara; veo nada más que el hombro irritado por las barbas que se le habían estado frotando, siempre en ese hombro, nunca en el derecho, la piel colorada y la mano de dedos finos señalándola. Después me puse a mirar por la ventana, distraído, buscando descubrir cómo era la cara de la prostituta. Las gentes del patio me resultaron más repugnantes que nunca. Estaban, como siempre, la mujer gorda lavando en la pileta, rezongando sobre la vida y el almacenero, mientras el hombre tomaba mate agachado, con el pañuelo blanco y amarillo colgándole frente al pecho. El chico andaba en cuatro patas, con las manos y el hocico embarrados. No tenía más que una camisa remangada y, mirándole el trasero, me dio por pensar en cómo había gente, toda en realidad, capaz de sentir ternura por eso. Seguí caminando, con pasos cortos, para que las zapatillas golpearan muchas veces en cada paseo. Debe haber sido entonces que recordé que mañana cumplo cuarenta años. Nunca me hubiera podido imaginar así los cuarenta años, solo y entre la mugre,

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encerrado en la pieza. Pero esto no me dejó melancólico. Nada más que una sensación de curiosidad por la vida y un poco de admiración por su habilidad para desconcertar siempre. Ni siquiera tengo tabaco. No tengo tabaco, no tengo tabaco. Esto que escribo son mis memorias. Porque un hombre debe escribir la historia de su vida al llegar a los cuarenta años, sobre todo si le sucedieron cosas interesantes. Lo leí no sé dónde. Encontré un lápiz y un montón de proclamas abajo de la cama de Lázaro, y ahora se me importa poco de todo, de la mugre y el calor y los infelices del patio. Es cierto que no sé escribir, pero escribo de mí mismo. Ahora se siente menos calor y puede ser que de noche refresque. Lo difícil es encontrar el punto de partida. Estoy resuelto a no poner nada de la Infancia. Como niño era un imbécil: sólo me acuerdo de mí años después, en la estancia o en el tiempo de la Universidad. Podría hablar de Gregorio, el ruso que apareció muerto en el arroyo, de María Rita y el verano en Colonia. Hay miles de cosas y podría llenar libros. Dejé de escribir para encender la luz y refrescarme los ojos que me ardían. Debe ser el calor. Pero ahora quiero algo distinto. Algo mejor que la historia de las cosas que me sucedieron. Me gustaría escribir la historia de un alma, de ella sola, sin los sucesos en que tuvo que mezclarse, queriendo o no. O los sueños. Desde alguna pesadilla, la más lejana que recuerde, hasta las aventuras en la cabaña de troncos. Cuando estaba en la estancia, soñaba muchas noches que un caballo blanco saltaba encima de la cama. Recuerdo que me decían que la culpa la tenía José Pedro porque me hacía reír antes de acostarme, soplando la lámpara eléctrica para apagarla. Lo curioso es que, si alguien dijera de mí que soy “un soñador”, me daría fastidio. Es absurdo. He vivido como cualquiera o más. Si hoy quiero hablar de los sueños, no es porque no tenga otra cosa que contar. Es porque se me da la gana, simplemente. Y si elijo el sueño de la cabaña de troncos, no es porque tenga alguna razón especial. Hay otras aventuras más completas, más interesantes, mejor ordenadas. Pero me quedo con la de la cabaña porque me obligará a contar un prólogo, algo que me sucedió en el mundo de los hechos reales hace unos cuarenta años. También podría ser un plan el ir contando un “suceso” y un sueño. Todos quedaríamos contentos.

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Aquello pasó un 31 de diciembre, cuando vivía en Capurro. No sé si tenía 15 o 16 años; sería fácil determinarlo pensando un poco, pero no vale la pena. La edad de Ana María la sé sin vacilaciones: 18 años. 18 años, porque murió unos meses después y sigue teniendo esa edad cuando abre por la noche la puerta de la cabaña y corre sin hacer ruido, a tirarse en la cama de hojas. Era un fin de año y había mucha gente en casa. Recuerdo el champán, que mi padre estrenaba un traje nuevo y que yo estaba triste o rabioso, sin saber por qué, como siempre que hacían reuniones y barullo. Después de la comida los muchachos bajaron al jardín. (Me da gracia ver que escribí bajaron y no bajamos.) Ya entonces nada tenía que ver con ninguno. Era una noche caliente, sin luna, con un cielo negro lleno de estrellas. Pero no era el calor de esta noche en este cuarto, sino un calor que se movía entre los árboles y pasaba junto a uno como el aliento de otro que nos estuviera hablando o fuera a hacerlo. Estaba sentado en unas bolsas de portland endurecido, solo, y a mi lado había un azadón con el mango blanco de cal. Oía los chillidos que estaban haciendo con unas cornetas compradas a propósito y que llegaron junto con el champán, para despedir el año. En casa tocaban música. Estuve mucho tiempo así, sin moverme, hasta que oí el ruido de pasos y vi a la muchacha que venía caminando por el sendero de arena. Puede parecer mentira: pero recuerdo perfectamente que desde el momento en que reconocí a Ana María —por la manera de llevar un brazo separado del cuerpo y la inclinación de la cabeza— supe todo lo que iba a pasar esa noche. Todo menos el final, aunque esperaba una cosa con el mismo sentido. Me levanté y fui caminando para alcanzarla, con el plan totalmente preparado, sabiéndolo, como el se tratara de alguna cosa que ya nos había sucedido y que era inevitable repetir. Retrocedió un poco cuando la tomé del brazo; siempre me tuvo antipatía o miedo. —Hola. —Hola. Yo le hablaba de Arsenio, bromeando. Ella estaba cada vez más fría, apurando el paso, buscando las calles entre los árboles. Cambié en seguida de táctica y me puse a elogiar a Arsenio con una voz seria y amistosa. Desconfió un momento, nada más. Empezó a

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reírse a cada palabra, tirando la cabeza para atrás. A ratos se olvidaba y me iba golpeando con el hombro al caminar, dos o tres veces seguidas. No sé a qué olía el perfume que se había puesto. Le dije la mentira sin mirarla, seguro de que iba a creerla. Le dije que Arsenio estaba en la casita del jardinero, en la pieza del frente, fumando en la ventana, solo. (Por qué no hubo nunca ningún sueño de algún muchacho fumando solo de noche, así, en una ventana, entre los árboles.) Nos combinamos para entrar por la puerta del fondo y sorprenderlo. Ella iba adelante, un poco agachada para que no pudieran verla, con mil precauciones para no hacer ruido al pisar las hojas. Podía mirarle los brazos desnudos y la nuca. Debe haber alguna obsesión ya bien estudiada que tenga como objeto la nuca de las muchachas, las nucas un poco hundidas, infantiles, con el vello que nunca se logra peinar. Pero entonces yo no la miraba con deseo. Le tenía lástima, compadeciéndola por ser tan estúpida, por haber creído en mi mentira, por avanzar así, ridícula, doblada, sujetando la risa que le llenaba la boca por la sorpresa que íbamos a darle a Arsenio. Abrí la puerta, despacio. Ella entró la cabeza; y el cuerpo, solo, tomó por un momento algo de la bondad y la inocencia de un animal. Se volvió para preguntarme, mirándome. Me incliné, casi le tocaba la oreja: —¿No te dije que en el frente? En la otra pieza. Ahora estaba seria y vacilaba, con una mano apoyada en el marco, como para tomar impulso y disparar. Si lo hubiera hecho, yo tendría que quererla toda la vida. Pero entró; yo sabía que iba a entrar y todo lo demás. Cerré la puerta. Había una luz de farol filtrada por la ventana que sacaba de la sombra la mesa cuadrada, con un hule blanco, la escopeta colgada en la pared, la cortina de cre-tona que separaba los cuartos. Ella me tocó la mano y la dejó en seguida. Caminó en puntas de pie hasta la cortina y la apartó de un manotazo. Yo creo que comprendió todo de golpe, sin proceso, de la misma manera que yo lo había concebido. Dio media vuelta y vino corriendo, desesperada, hasta la puerta. Ana María era grande. Es larga y ancha todavía cuando se extiende en la cabaña y la cama de hojas se hunde con su peso. Pero en aquel tiempo yo nadaba todas las mañanas en la playa; y la

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odiaba. Tuvo, además, la mala suerte de que el primer golpe me diera en la nariz. La agarré del cuello y la tumbé. Encima suyo, fui haciendo girar las piernas, cubriéndola, hasta que no pudo moverse. Solamente el pecho, los grandes senos, se le movían desesperados de rabia y de cansancio. Los tomé, uno en cada mano, retorciéndolos. Pudo zafar un brazo y me clavó las uñas en la cara. Busqué entonces la caricia más humillante, la más odiosa. Tuvo un salto y se quedó quieta en seguida, llorando, con el cuerpo flojo. Yo adivinaba que estaba llorando sin hacer gestos. No tuve nunca, en ningún momento, la intención de violarla; no tenía ningún deseo por ella., Me levanté, abrí la puerta y salí afuera. Me recosté en la pared para esperarla. Venía música de la casa y me puse a silbarla, acompañándola. Salió despacio. Ya no lloraba y tenía la cabeza levantada, con un gesto que no le había notado antes. Caminó unos pasos, mirando el suelo como al buscara algo. Después vino hasta casi rozarme. Movía los ojos de arriba abajo, llenándome la cara de miradas, desde la frente hasta la boca. Yo esperaba el golpe, el insulto, lo que fuera, apoyado siempre en la pared, con las manos en los bolsillos. No silbaba, pero Iba siguiendo mentalmente la música. Se acercó más y me escupió, volvió a mirarme y se fue corriendo. Me quedé inmóvil y la saliva empezó a correrme, enfriándose, por la nariz y la mejilla. Luego se bifurcó a los lados de la boca. Caminé hasta el portón de hierro y salí a la carretera. Caminé horas, hasta la madrugada, cuando el cielo empezaba a clarear. Tenía la cara seca. En el mundo de los hechos reales, yo no volví a ver a Ana María hasta seis meses después. Estaba de espaldas, con los ojos cerrados, muerta, don una luz que hacía vacilar los pasos y que le movía apenas la sombra de la nariz. Pero ya no tengo necesidad de tenderle trampas estúpidas. Es ella la que viene por la noche, sin que yo la llame, sin que sepa de dónde sale. Afuera cae la nieve y la tormenta corre ruidosa entro los árboles. Ella abre la puerta de la cabaña y entra corriendo. Desnuda, se extiende sobre la arpillera de la cama de hojas. Pero la aventura merece, por lo menos, el mismo cuidado que el suceso de aquel fin del año. Tiene siempre un prólogo, casi nunca el mismo. Es en Alaska, cerca del bosque de pinos donde trabajo. O

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en Klondike, en una mina de oro. O en Suiza, a miles de metros de altura, en un chalet donde me he escondido para poder terminar en paz mi obra maestra. (Era en un sitio semejante donde estaba Iván Bunin, muy pobre, cuando a fines de un año le anunciaron que le habían dado el Premio Nobel.) Pero, en todo caso, es un lugar con nieve. Otra advertencia: no sé si cabaña y choza son sinónimos; no tengo diccionario y mucho menos a quien preguntar. Como quiero evitar un estilo pobre, voy a emplear las dos palabras, alternándolas. En Alaska, estuve aquella noche, hasta las diez, en la taberna del “Doble Trébol”. Hemos pasado la noche jugando a las cartas, fumando y bebiendo. Somos los cuatro de siempre. Wright, el patrón; el sheriff Maley, y Raymond el Rojo, siempre impasible y chupando una larga pipa. Nos reímos por las trampas de Maley, que es capaz de jugar un póker de ases contra un full al as. Pero nunca nos enojamos; se juega por monedas y sólo buscamos pasar una noche amable y juntos. A las diez, puntualmente, me levanto, pago mi gasto y comienzo a vestirme. Hay que ponerse nuevamente la chaqueta de pieles, el gorro, los guantes, recoger el revólver. Tomo un último trago para defenderme del frío de afuera, saludo y me vuelvo a casa en el trineo. Algunas veces intentan asaltarme o descubro ladrones en el aserradero. Pero por lo general este viaje no tiene Interés y hasta he llegado a suprimirlo, conservando apenas un breve momento en que levanto la cara hacia el cielo, la boca apretada y los ojos entrecerrados, pensando en que muy pronto tendremos una tormenta de nieve y puede sorprenderme en camino. Diez años en Alaska me dan derecho a no equivocarme. Azuzo los perros y algo. Después estoy en la cabaña. Cierro la puerta —sin trancarla, claro— y me acuclillo frente a la chimenea para encenderla. Lo hago en seguida; en la aventura de:' las diez mil cabezas de ganado, un indio me enseñó un sistema para hacer fuego rápidamente, aun al aire libre. Miro el movimiento del fuego y acerco el pecho al calor, las manos y las orejas. Por un momento quedo inmóvil, casi hipnotizado sin ver, mientras el fuego ondea delante de mis ojos, sube, desaparece, vuelve a alzarse bailando, Iluminando mi cara inclinada, moldeándola con su luz roja hasta que puedo sentir la forma de mis pómulos, la frente, la nariz, casi tan claramente como si me viera en un espejo, pero de una manera más profunda. Es entonces que la

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puerta se abre y el fuego se aplasta como un arbusto, retrocediendo temeroso ante el viento que llena la cabaña. Ana María entra corriendo. Sin volverme, sé que es ella y que está desnuda. Cuando la puerta vuelve a cerrarse, sin ruido, Ana María está ya en la cama de hojas esperando. Despacio, con el mismo andar cauteloso con el que me acerco a mirar los pájaros de la selva, cuando se bañan en el río, camino hasta la cama. Desde arriba, sin gestos y sin hablarle, miro sus me-jillas que empiezan a llenarse de sangre, las mil gotitas que le brillan en el cuerpo y se mueven con las llamas de la chimenea, los senos que parecen oscilar, como si una luz de cirio vacilara, conmovida por pasos silenciosos. La cara de la muchacha tiene entonces una mirada abierta, franca, y me sonríe abriendo apenas los labios. Nunca nos hablamos. Lentamente, sin dejar de mirarla, me siento en el borde de la cama y clavo los ojos en el triángulo negro donde aún brilla la tormenta. Es entonces, exactamente, que empieza la aventura. Esta es la aventura de la cabaña de troncos. Miro el vientre de Aria María, apenas redondeado; el corazón empieza a saltarme enloquecido y muerdo con toda mi fuerza el caño de la pipa. Porque suavemente los gruesos muslos se ponen a temblar, a estremecerse, corno dos brazos de agua que rozara el viento, a separarse, después, apenas, suavemente. Debe estar afuera retorciéndose la tormenta negra, girando entre los árboles lustrosos. Yo siento el calor de la chimenea en la espalda, manteniendo fijos los ojos en la raya que separa los muslos, sinuosa, que se va ensanchan-do como la abertura de una puerta que el viento empujara, alguna noche en la primavera. A veces, siempre inmóvil, sin un gesto, creo ver la pequeña ranura del sexo, la débil y confusa sonrisa. Pero el fuego baila y mueve las sombras, engañoso. Ella continúa con las manos debajo deja cabeza, la cara grave, moviéndose solamente en el balanceo perezoso de las piernas. Bajé a comer. Las mismas caras de siempre, calor en las calles cubiertas de banderas y un poco de sal de más en la comida. Conseguí que Lorenzo me fiara un paquete de tabaco. Según la radio del restaurant, Italia movilizó medio millón de hombres hacia la frontera con Yugoslavia; parece que habrá guerra. Recién ahora me acuerdo de la existencia de Lázaro y me parece raro que no haya vuelto todavía. Estará preso por borracho o alguna máquina le habrá

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llevado la cabeza en la fábrica. También es posible que tenga alguna de sus famosas reuniones de célula. Pobre hombre. Releo lo que acabo de escribir, sin prestar mucha atención, porque tengo miedo de romperlo todo. Hace horas que escribo y estoy contento porque no me canso ni me aburro. No sé si esto es interesante, tampoco me importa. Allí acaba la aventura de la cabaña de troncos. Quiero decir que es eso, nada más que eso. Lo que yo siento cuando miro a la mujer desnuda en el camastro no puede decirse, yo no puedo, no co-nozco las palabras. Esto, lo que siento, es la verdadera aventura. Parece idiota, entonces, contar lo que menos interés tiene. Pero hay belleza, estoy seguro, en una muchacha que vuelve inesperadamente, desnuda, una noche de tormenta, a guarecerse en la casa de leños que uno mismo se ha construido, tantos años después, casi en el fin del mundo. Solo dos veces hablé de las aventuras con alguien. Lo estuve contando sencillamente, con ingenuidad, lleno de entusiasmo, como contaría ton sueño extraordinario si fuera un niño. El resultado de las dos confidencias me llenó de asco. No hay nadie que tenga el alma limpia, nadie ante quien sea posible desnudarse sin vergüenza. Y ahora que todo está aquí, escrito, la aventura de la cabaña de troncos, y que tantas personas como se quiera podrían leerlo... Cardes, primero, y después aquella mujer del Internacional. Claro que no puedo tenerles rencor y sí hubo humillación fue tan poca y olvidada tan pronto que no tiene Importancia. Sin proponérmelo, acudí a las únicas dos clases de gente que podrían comprender. Cordes es un poeta; la mujer, Ester, una prostituta. Y sin embargo... Hay dos cosas que quiero aclarar, de una vez por todas. Desgraciadamente, es necesario. Primero, que si bien la aventura de la cabaña de troncos es erótica, acaso demasiado, es entre mil, nada más. Ni sombra de mujer en las otras. Ni en “El regreso de Napoleón”, ni en “La Bahía de Arrak”, ni en “Las acciones de John Morhouse”. Podría llenar un libro con títulos. Tampoco podría decirse que tengo preferencia por ninguna entre ellas. Viene la que quiere, sin violencias, naciendo de nuevo en cada visita. Y después, que no se limita a eso mí vida, que no me paso el día imaginando cosas. Vivo. Ayer mismo volví con Hanka a los reservados del Forte Makallé. Me acuerdo que sentí una tristeza cómica por mi falta de “espíritu

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popular”. No poder divertirme con las leyendas de los carteles, saber que había allí una forma de la alegría, y saberlo, nada más. Estábamos solos, ni siquiera vecinos para escuchar como la otra tarde, con aquella voz de mujer que decía: —Y bueno, porque soy una arrastrada es que no me gusta ver rodar a otras. No te estés alabando, como si los que tuvieran los pieses más grandes fueran los que mejor jugaran al fútbol. Yo sé lo que digo. Mirá que un hombre que quiere no mata, le hagan lo que le hagan. No podíamos verle la cara. Aquello era un lío entre prostitutas y macrós, donde había que resolver si la mujer que deja a Juan para irse con Pedro tiene o no derecho a llevarse las ropas que le regaló Juan. Y si Pedro puede aceptarla con las ropas. La mujer me dio una impresión vulgar de inteligencia. Todos se guían por razones de con-veniencia; pero esta gente discutía un punto de honor, honor de clan: si era o no “de macho” aceptar a una mujer con ropas que otro le había comprado. Eran dos parejas y una salió dos o tres veces para que los que quedaban pudieran discutir con libertad. Mientras entraban las palabras de los vecinos entre las cañas de los reservados, era necesario acariciar a Hanka, recordando lo que hago cuando tengo deseo. Y esta tarde sucedió lo mismo. Lo absurdo no es estar aburriéndose con ella, sino haberla desvirginizado, hace treinta días apenas. Todo es cuestión de espíritu, como el pecado. Una mujer quedará cerrada eternamente para uno, a pesar de todo, si uno no la poseyó con espíritu de forzador. Entraba mucho frío en el reservado con cerco de cañas y enredaderas. Me acuerdo de que las voces que llegaban traían una sensación de soledad, de pampa despoblada. Había un caño embutido en la pared de ladrillos, bastante estropeada. La botella de cerveza estaba vacía, la mesa y las sillas, de hierro, sucias de polvo y llenas de manchas. ¿Por qué me fijaba en todo aquello, yo, a quien nada le importa la miseria, ni la comodidad, ni la belleza de ,las cosas? Claro que terminamos hablando de literatura. Hanka dijo cosas con sentido sobre la novela y la musicalización de la novela. Qué fuerza de realidad tienen los pensamientos de la gente que piensa poco y, sobre todo, que no divaga. A veces dicen “buenos días”, pero de qué manera tan inteligente. También hablamos de la vida. Hanka tiene trescientos pesos por mes o algo parecido. Le tengo muchísima

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lástima. Yo estaba tranquilo y le dije que todo me importaba un corno, que tenía una indiferencia apacible por todo. Ella dijo que Huxley era un cerebro que vivía separado del cuerpo, como el corazón de pollo que cuidan Lindbergh y el doctor Alex Carrel; después me preguntó: —Pero, ¿por qué no acepta que nunca ya volverá a enamorarse? Era cierto; yo no quiero aceptarlo porque me parece que perdería el entusiasmo por todo, que la esperanza vaga de enamorarme me da un poco de confianza en la vida. Ya no tengo otra cosa que esperar. Hanka tiene veinte años; al final le vino una crisis de ternura y me obligó a aceptarle el hombro como almohada. Se imaginaría que soportaba, además de mi cabeza, algo así como una desesperanza infinita o vaya a saber qué. Después en la rambla, le dije que nuestra relación era una cosa ridícula y que era mejor no vernos más. Entonces me contestó que tenía razón, pensándolo bien, y que Iba a buscarse un hombre que sea como un animal. No quise decirle nada, pero la verdad es que no hay gente así, sana como un animal. Hay solamente hombres y mujeres que son unos animales. Hanka me aburre; cuando pienso en las mujeres... Aparte de la carne, que nunca es posible hacer de uno por completo, ¿qué cosa de común tienen con nosotros? Sólo podría ser amigo de Electra. Siempre me acuerdo de tina noche en que estaba borracho y me puse a charlar con ella mirando una fotografía. Tiene la cara como la inteligencia, un poco desdeñosa, fría, oculta y sin embargo libre de complicaciones. A veces me parece que es un ser perfecto y me intimida; sólo las cosas sentimentales mías viven cuando estoy al lado de ella. Es todo un poco nebuloso, tristón, como si estuviera contento, bien arropado y con algo de ganas de llorar. ¿Por qué hablaba de comprensión, unas líneas antes? Ninguna de esas bestias puede comprender nada. Es como una obra de arte. Hay solamente un plano donde puede ser entendida. Lo mayo es que el ensueño no trasciende, no se ha inventado la forma de expresarlo, el surrealismo es retórica. Sólo uno mismo, en la zona de ensueño de su alma, algunas veces. ¿Qué significa que Ester no haya comprendido, que Cordes haya desconfiado? Lo de Ester, lo que me sucedió con ella, interesa porque, en cuanto yo hablé del ensueño, de la aventura (creo que era la misma, ésta de la cabaña de troncos)

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todo lo que había pasado antes, y hasta mi relación con ella desde meses atrás, quedó alterado, lleno, envuelto por una niebla bastante espesa, como la que está rodeando, impenetrable, al recuerdo de las cosas soñadas. No sé si hace más o menos de un año. Fue en los días en que terminaba el juicio, creo que estaban por dictar sentencia. Todavía estaba empleado en el diario y me iba por las noches al “Interna-cional”, en Juan Carlos Gómez, cerca del puerto. Es un bodegón oscuro, desagradable, con marineros y mujeres. Mujeres para marineros, gordas de piel marrón, grasientas, que tienen que sentarse con las piernas separadas y se ríen de los hombres que no entienden el idioma, sacudiéndose, una mano de uñas negras desparramada en el pañuelo de colorinches que les rodea el pescuezo. Porque cuello tienen los niños y las doncellas. Se ríen de los hombres rubios, siempre borrachos que tararean canciones incomprensibles, hipando, agarrados a las manos de las mujeronas sucias. Contra la pared del fondo se extienden las mesas de los malevos, atentos y melancólicos, el pucho en la boca, comentando la noche y otras noches viejas que a veces aparecen, en el aserrín fangoso, casi siempre, en cuanto el tiempo es de lluvia y los muros se ahuecan y encierran como el viento de una bodega. Ester costaba dos pesos, uno para ella y otro para el hotel. Ya éramos amigos. Me saludaba desde la mesa moviendo dos dedos en la sien, daba unas vueltas acariciando cabezas de borracho y saludándose gravemente con las mujeres y venía a sentarse conmigo. Nunca habíamos salido juntos. Era tan estúpida como las otras, avara, mezquina, acaso un poco menos sucia. Pero más joven y los brazos, gruesos y blancos, se dilataban lechosos en la luz del cafetín, sanos y graciosos, como si al hundirse en la vida hubiera alzado las manos en fin gesto desesperado de auxilio, manoteando como los ahogados y los brazos hubieran quedado atrás, lejos en el tiempo, brazos de muchacha despegados del cuerpo largo nervioso, que ya no existía. —¿Qué hacés, loco? —Nada... aquí andamos. Pago un té, y nada más. —Yo no te pedí nada, atorrante. Riéndose me daba un manotón en el ala del sombrero recostándolo en la nuca. Los hombros extraordinariamente más

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gruesos que los brazos, redondos y salientes como los hombros de un boxeador, pero blancos, lisos, llenos de polvo y perfumes. Llamaba al mozo y pedía un guindado. Una noche —era también una noche de lluvia y las mesas del fondo estaban llenas y silenciosas, hoscas—, mientras un muchacho que se movía como una mujer se reía tocando valses en el piano con un medio litro que alzaba de vez en cuando, manteniendo la música ensordinada con un dedo solo y bebía riendo: —¡Cheerio! Esa noche le dije que nunca me iría con ella pagándole, era demasiado linda para eso, tan distinta de todas aquellas mujeres gordas y espesas. —Mujeres para marineros; y yo, gracias a dios... La voz del muchacho en el plano, cuando decía “¡Cheerio!” con el medio litro en el aire, era también de mujer. ¿Qué podía pensar ella? Por otra parte, es posible que yo no haya sido sincero y le haya dicho aquello porque sí, como una broma. Pero Ester encogió los hombros haciendo una mueca cínica, sin relación alguna con sus brazos, una mueca que descubriría repentinamente, como un secreto de familia guardado con tenacidad, su parentesco con las mujeres de piel oscura que se reían balanceándose en las sillas. —¡Vamos, m’hijo! Si me viste cara de otaria... Desde entonces me propuse tenerla gratis. No le hablaba nunca de eso, no le pedí nada. Cuando ella me invitaba a salir, movía la cabeza con aire triste. —No. Pagando nunca. Comprendé que con vos no puede ser así. Me insultaba y se iba. Cada vez venía menos por mi mesa. Algunas noches —estaba borracha entonces con frecuencia y acato enferma, cada vez más gastada, ordinaria, mientras los brazos y sobre todo los hombros redondos y empolvados pasaban como chorros de leche entre las mesas, resbalando en la luz pobre del salón— ni siquiera me saludaba. Cada vez me interesaba menos el asunto y seguía yendo por costumbre, porque no tenía amigos ni nada que hacer y a las tres de la mañana, cuando terminaba el trabajo en el diario, me sentía sin fuerzas para irme a la pieza, solo.

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Por aquel tiempo no venían sucesos a visitarme a la cama antes del sueño; las pocas imágenes quo llegaban eran idiotas. Ya las había visto en el día o un poco antes. Se repetían caras de gentes que no me interesaban, ubicadas en sitios sin misterios. Estaba por fallarse el divorcio; habían abierto el juicio a prueba y yo fui solamente una vez. No podía soportarlo. Me era indiferente el resultado de aquello, resuelto a no vivir más con Cecilia: ¿y qué diablo podía importarme que un asno cualquiera la declarara culpable a ella o a mí? Ya no se trataba de nosotros. Viejos, cansados, sabiendo menos de la vida a cada día, estábamos fuera de la cuestión. Es siempre la absurda costumbre de dar más importancia a las personas que a los sentimientos. No encuentro otra palabra. Quiero decir: más importancia al instrumento que a la música. Había habido algo maravilloso creado por nosotros. Cecilia era una muchacha, tenía trajes con flores de primavera, unos guantes diminutos y usaba pañuelos de telas transparentes que llevaban dibujos de niños bordados en las esquinas. Como un hijo el amor había salido de nosotros. Lo alimentábamos, pero él tenía su vida aparte. Era mejor que ella, mucho mejor que yo. ¿Cómo querer compararse con aquel sentimiento, aquella atmósfera que, a la media hora de salir de casa me obligaba a volver, desesperado, para asegurarme de que ella no había muerto en mi ausencia? Y Cecilia, que puede distinguir los diversos tipos de carne de vaca y discutir seriamente con el carnicero cuando la engaña, ¿tiene algo que ver con aquello que la hacía viajar en el ferrocarril con lentes oscuros, todos los días, poco tiempo antes de que nos casáramos, “porque nadie debía ver los ojos que me habían visto desnudo”? El amor es maravilloso y absurdo e, incomprensiblemente, visita a cualquier clase de almas. Pero la gente absurda y maravillosa no abunda; y las que lo son, es por poco tiempo, en la primera juventud. Después comienzan a aceptar y se pierden. He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas muere a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres.

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Y ti uno se casa con una muchacha y un día despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos. El amor es algo demasiado maravilloso para que uno pueda andar preocupándose por el destino de dos personas que no hicieron más que tenerlo, de manera inexplicable. Lo que pudiera suceder con don Eladio Linacero y doña Cecilia Huerta de Linacero no me interesa. Basta escribir los nombres para sentir lo ridículo de todo esto. Se trataba del amor y esto ya estaba terminado, no había primera ni segunda instancia, era un muerto antiguo. Qué más da el resto. Pero en el sumario hay algo que no puedo olvidar. No trato de justificarme; pueden escribir lo que quieran las ratas del juzgado. Toda la culpa es mía: no me interesa ganar dinero ni tener una casa confortable, con radio, heladera, vajilla y un watercló impecable. El trabajo me parece una estupidez odiosa a la que es difícil escapar. La poca gente que conozco es indigna de que el sol le toque en la cara. Allá ellos, todo el mundo y doña Cecilia Huerta de Linacero. Pero en el sumario se cuenta que una noche desperté a Cecilia, “la obligué a vestirse con amenazas y la llevé hasta la intersección de la rambla y la calle Eduardo Acevedo”. Allí, “me dediqué a actos propios de un anormal, obligándola a alejarse y venir caminando hasta donde estaba yo, varias veces, y a repetir frases sin sentido”. Se dice que hay varias maneras de mentir; pero la más repugnante de todas es decir la verdad, toda la verdad, ocultando el alma de los hechos. Porque los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene. Aquella noche nos habíamos acostado sin hablarnos. Yo estuve leyendo, no sé qué, y a veces, de reojo, veía dormirse a Cecilia. Ella tenía una expresión lenta, dulce, casi risueña, una expresión de antes, de cuando se llamaba Ceci, para la que yo había construido una imagen exacta que ya no podía ser recordada. Nunca pude dormirme antes que Pila. Dejé el libro y me puse a acariciarla con un género de caricia monótona que apresura el sueño. Siempre tuve miedo de dormir antes que ella, sin saber la causa. Aún adorándola, era algo así como dar la espalda a un enemigo. No podía soportar la idea de dormirme y dejarla a ella en la sombra, lúcida, absolutamente libre, viva aún. Esperé a que se durmiera

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completamente, acariciándola siempre, observando cómo el sueño se iba manifestando por estremecimientos repentinos de las rodillas y el nuevo olor, extraño, apenas tenebroso, de su aliento. Después apagué la luz y me di vuelta esperando, abierto al torrente de imágenes. Pero aquella noche no vino ninguna aventura pata recompensarme el día. Debajo de mis párpados se repetía, tercamente, una imagen ya lejana. Era precisamente, la rambla a la altura de Eduardo Acevedo, una noche de verano, antes de casarnos. Yo la estaba esperando apoyado en la baranda metido en la sombra que olía intensamente a mar. Y ella bajaba la calle en pendiente, con los pasos largos y ligeros que tenía entonces, con un vestido blanco y un pequeño sombrero caído contra una oreja. El viento la golpeaba en la pollera, trabándole los pasos, haciéndola inclinarse apenas, como un barco de vela que viniera hacia mí desde la noche. Trataba de pensar en otra cosa; pero, apenas me abandonaba, veía la calle desde la sombra de la muralla y la muchacha, Ceci, bajando con un vestido blanco. Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos. Pero esto tampoco tiene que ver con lo que me interesa decir. Creo que Cecilia volvió a casarse y es posible que sea feliz. Estaba contando la historia de Ester. El desenlace fue, también, en una noche de lluvia, sin barcos en el puerto. El cafetín estaba casi vacío. Vino a mi mesa y estuvo cerca de una hora sin hablar. No había música. Después se rió y me dijo: —Si vos no querés ir conmigo pagando, no me vas a pagar nada. ¿No es lo mejor?

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Sacó un peso y pagó los guindados que había tomado. No le hice caso. Al rato me dijo: —Decí... ¿y si yo me hiciera la loca? —¿A ver? —Y bueno, sos un cabeza dura. A porfiado nadie te gana. Si querés vamos. —No quiero líos. ¿Gratis? —Sí, pero no te creas que se te hace el campo orégano. Es la última vez. Mirá: con vos no voy más ni aunque me pagues. Yo no tenía ningún interés. Pero no había otro remedio y salimos. Ella tenía el abrigo sobre los hombros y caminaba con la cabeza baja por las veredas relucientes de agua. El hotel estaba en Liniers, frente al mercado. Seguía lloviznando, no tornamos coche y así fuimos en silencio. Cuando llegamos ella tenía la cabeza empapada. Se sacudía la melena frente al espejo, mostrando los dientes, sin mover los grandes hombros blancos. La veladora tenía una luz azul. Recuerdo que estuvo temblando un rato al lado mío y tenía el cuerpo helado, con la piel áspera y erizada. Cuando se estaba vistiendo le dije —nunca supe por qué— desde la cama: —¿Nunca te da por pensar cosas, antes de dormirte o en cualquier sitio, cosas raras que te gustaría que te pasaran...? Tengo, vagamente, la sensación de que, al decir aquello, le pagaba en cierta manera. Pero no estoy seguro. Ella dijo alguna estupidez, bostezando, otra vez frente al espejo. Por un rato estuve callado mirando al techo, oyendo el rumor de la lluvia en el balcón. Llegaba el ruido de carros pesados y de gallos. Empecé a hablar, sin moverme, boca arriba, cerrando los ojos. —Hace un rato estaba pensando que era en Holanda, todo alrededor, no aquí. Yo le digo Nederland por una cosa. Después te cuento. El balcón da a un río por donde pasan unos barcos como chalanas, cargados de madera, y todos llevan una capota de lona impermeable donde cae la lluvia. El agua es negra y las gabarras van bajando despacio sin hacer ruido, mientras los hombres empujan con los bicheros en el muelle. Aquí en el cuarto yo esperaba una noticia o una visita y yo me había venido desde allá para encontrarme con esa persona esta noche. Porque hace muchos años nos comprometimos para vernos esta noche en este hotel. Hay otras cosas, además. Una

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chalana está cargada de fusiles y quiero pasarlos de contrabando. Si todo va bien, yo dejo una luz azul como esta en los balcones y los de la chalana pasan abajo cantando en alemán, algo que dice “hoy mi corazón se hunde y nunca más...” Todo va bien, pero yo no soy feliz. Me doy cuenta de golpe, ¿entendés?, que estoy en un país que no conozco, donde siempre está lloviendo y no puedo hablar con nadie. De repente me puedo morir aquí en la pieza del hotel... —¿Pero por qué no reventás? Había dejado de arreglarse el peinado y me miraba apoyada en el tocador con aire extraño. —¿Se puede saber qué tomaste? —Bueno. Pero decime si vos pensás así. Cualquier cosa rara. —Siempre pensé que eras un caso... ¿Y no pensás a veces que vienen mujeres desnudas, eh? ¡Con razón no querías pagarme! ¿Así que vos...? ¡Qué punta de asquerosos! Salió antes que yo y nunca volvimos a vernos. Era una pobre mujer y fue una imbecilidad hablarle de esto. A veces pienso en ella y hay una aventura en que Ester viene a visitarme o nos encontramos por casualidad, tomamos y hablamos como buenos amigos. Ella me cuenta entonces lo que sueña o imagina y son siempre cosas de una extraordinaria pureza, sencillas como una historieta para niños. Estoy muy cansado y con el estómago vacío. No tengo idea de la hora. He fumado tanto que me repugna el tabaco y tuve que levantarme para esconder el paquete y limpiar un poco el piso. Pero no quiero dejar de escribir sin contar lo que sucedió con Cordes. Es muy raro que Lázaro no haya vuelto. A cada momento me parece que lo oigo en la escalera, borracho, dispuesto a reclamarme los catorce pesos con más furia que nunca. Es posible que haya caído preso y en este momento algunos negroides más brutos que él lo estén enloqueciendo a preguntas y golpes. Pobre hombre, lo desprecio hasta con las raíces del alma, es sucio y grosero, sin imaginación. Tiene una manera odiosa de tumbarse en la cama y hablar de los malditos catorce pesos que le debo, sin descanso, con voz monótona, esas eses espesas, las erres de la garganta, con su tono presuntuoso de hijo de una raza antigua, empapado de experiencia, para quien todos los problemas están resueltos. Lo odio y le tengo lástima; casi es viejo y vive cansado, no come todos los días y nadie podría Imaginar las combinaciones que se le ocurren para conseguir tabaco.

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Y se levanta a veces de madrugada para sentarse junto a la luz que empieza, a leer bisbiseando libros de economía política. Tiene algo de mono, doblado en el banco, los puños en la cabeza rapada, muequeando con la cara llena de arrugas y pelos, haciendo bizquear los ojos entre las cejas escasas y las grandes bolsas de las ojeras. Cuando estoy muy amargado, raras veces, me divierto discutiendo con él, tratando de socavar su confianza en la revolución con argumentos astutos, de una grosera mala fe, pero que el infeliz acepta como legítimos. Da ganas de reír, o de llorar, según el momento, el esfuerzo que tiene que hacer para que la lengua endurecida pueda ir traduciendo el desesperado trabajo de su cerebro para defender las doctrinas y los hombres. Lo dejo hablar, que se enrede solo, mirándolo con una sonrisa burlona, frunciendo un poco la boca hacia el lado derecho. Esto lo exaspera y hace que se embrolle más rápidamente. Claro que esto no dura mucho. Es lástima porque me divierte. Lázaro pierde la paciencia, se enfurece y se pone a insultar. —Mirá... Sos un desciasado, eso. Va, va... Sos más asqueroso que un chancho burgués. Eso. Este es el momento oportuno para hablarle del lujo asiático en que viven los comisarios en el Kremlin y de la inclinación inmoral del gran camarada Stalin por las niñitas tiernas. (Tengo un recorte de no sé qué hediondo corresponsal de un diario norteamericano, donde habla de esos lujos asiáticos, de los niños matados a latigazos y de no sé cuanta otra imbecilidad. Es asombroso ver en qué se puede convertir la revolución rusa a través del cerebro de un comerciante yanki; basta ver las fotos de las revistas norteamericanas, nada más que las fotos porque no sé leerlas, para comprender que no hay pueblo más imbécil que ése sobre la tierra; no puede haberlo porque también la capacidad de estupidez es limitada en la raza humana. Y qué expresiones de mezquindad, que profunda grosería asomando en las manos y en los ojos de sus mujeres, en toda esa chusma de Hollywood). —Miró viejo. Me da lástima porque sos un tipo de buena fe. Son siempre los millones de otarios como vos los que van al matadero. Pensó un poquito en todos los judíos que forman la burocracia staliniana..

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No se necesita más. El pobre hombre inventa el apocalipsis, me habla del día de la revolución (tiene una frase genial: “cada día falta menos...”), y me amenaza con colgarme, hacerme fusilar por la espalda, degollarme de oreja a oreja, tirarme al río. Digo otra vez que me da mucha lástima. Pero el animal sabe también defenderse. Sabe llenarse la boca con una palabra y la hace sonar como si escupiera. —¡Fra ... casado! La dice con la misma entonación burlona con que se insultan los chicos en la calle, y atrás de la palabra, en la garganta que resuena, está algo que me indigna más que todo en el mundo. Hay un acento extranjero —Checoslovaquia, Lituania, cualquier cosa por el estilo—, un acento extranjero que me hace comprender cabalmente lo que puede ser el odio racial. No sé bien si se trata de odiar a una raza entera, u odiar a alguno con todas las fuerzas de una raza. Pero Lázaro no sabe lo que dice cuando me grita “fracasado”. No puede ni sospechar lo que contiene la palabra para mí. El pobre tipo me grita eso porque una vez al principio de nuestra relación se le ocurrió invitarme a una reunión con los camaradas. Trataba de convencerme usando argumentos que yo conocía desde hace veinte años, que hace veinte años me hastiaron para siempre. Juro que fui solamente por lástima, que nada más que una profunda lástima, un excesivo temor de herirlo, como si en su actitud y en su cabezota de mono hubiera algo indeciblemente delicado, me hizo acompañarlo a la famosa reunión de los camaradas. Conocí mucha gente, obreros, gente de los frigoríficos, aporreada por la vida, perseguida por la desgracia de manera implacable, elevándose sobre la propia miseria de sus vidas para pensar y actuar en relación a todos los pobres del mundo. Habría algunos movidos por la ambición, el rencor o la envidia. Pongamos que muchos, que la mayoría. Pero en la gente del pueblo, la que es pueblo de manera legítima, los pobres, hijos de pobres, nietos de pobres, tienen siempre algo esencial incontaminado, algo hecho de pureza, infantil, candoroso, recio, leal, con lo que siempre es posible contar en las circunstancias graves de la vida. Es cierto que nunca tuve fe; pero hubiera seguido contento con ellos, beneficiándome de la inocencia que llevaban sin darme cuenta. Después tuve que

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moverme en otros ambientes y conocer a otros individuos, hombres y mujeres, que acababan de ingresar en las agrupaciones. Era una avalancha. No sé si la separación de clases es exacta y puede ser nunca definitiva. Pero hay en todo el mundo gente que compone la capa tal vez más numerosa de las sociedades. Se les llama “clase media”, “pequeña burguesía”. Todos los vicios de que pueden despojarse las demás clases son recogidos por ella. No hay nada más despreciable, más inútil. Y cuando a su condición de pequeños burgueses agregan la de “intelectuales”, merecen ser barridos sin juicio previo. Desde cualquier punto de vista, búsquese el fin que se busque, acabar con ellos sería una obra de desinfección. En pocas semanas aprendí a odiarlos: ya no me preocupan, pero a veces veo casualmente sus nombres en los diarios, al pie de largas parrafadas imbéciles y el viejo odio se remueve y crece. Hay de todo; algunos que se acercaron al movimiento para que el prestigio de la lucha revolucionaria o como quiera llamarse se reflejara un poco en sus maravillosos poemas. Otros, sencillamente, para divertirse con las muchachas estudiantes que sufrían, generosamente, del sarampión antiburgués de la adolescencia. Hay quien tiene un Packard de ocho cilindros, camisas de quince pesos y habla sin escrúpulos de la sociedad futura y la explotación del hombre por el hombre. Los partidos revolucionarios deben creer en la eficacia de ellos y suponer que los están usando. Es en el fondo un juego de toma y daca. Queda la esperanza de que, aquí y en cualquier parte del mundo, cuando las cosas vayan en serio, la primera precaución de los obreros sea desembarazarse, de manera definitiva, de toda esa morralla. Me aparté en seguida y volví a estar solo. Es por eso que Lázaro me dice fracasado. Puede ser que tenga razón; se me importa un corno, por otra parte. Fuera de todo esto, que no cuenta para na-da, ¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia, acaso comprendiera a Hitler. Hay posibilidades para una fe en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.

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Pero todo esto me aburre. Se me enfrían los dedos de andar entre fantasmas. Quiero contar aquella entrevista con Cardes; es también un ejemplo de intelectual y confieso que sigo admirándolo. Tiene talento, un instinto infalible, más bien, para guiarse entre los elementos poéticos y escoger en seguida, sin necesidad de arreglos ni remiendos. Es extraño que haya procedido, casi, con una torpeza mayor que la de Ester. Recuerdo que en aquel tiempo andaba muy solo —solo a pesar mío— y sin esperanzas. Cada día la vida me resultaba más difícil. No había conseguido todavía el trabajo en el diario y me había abandonado, dejándome llevar, saliera lo que saliera. ¿Por qué los sucesos no vienen al que los espera y los está llamando con todo su corazón desde una esquina solitaria? Hasta las imaginaciones por la noche me resultaban amargas, y se desarrollaban faltas de espontaneidad, y ayudadas, hostigadas por mí. Encontré a Cordes casualmente y vinimos por la noche a mi pieza. Habíamos estado tomando unas cañas, él compró cigarrillos y yo, felizmente, tenía un poco de té. Estuvimos hablando durante horas, en ese estado de dicha exaltada, y suave no obstante que sólo puede dar la amistad y hace que insensiblemente dos personas vayan apartando malezas y retorciendo caminos para poder coincidir y festejarlo con una sonrisa. Hacía tiempo que no me sentía tan feliz, libre, hablando lleno de ardor, tumultuosamente, sin vacilaciones, seguro de ser comprendido, escuchando también con la misma intensidad, tratando de adivinar los pensamientos de Cordes por las primeras palabras de sus frases. Estábamos tomando el té, serían las dos de la mañana, acaso más, cuando Cordes me leyó unos versos suyos. Era un poema extraño, publicado después en una revista de Buenos Aires. Debo tener el recorte en alguna de las valijas, pero no vale la pena de ponerme a buscarlo ahora. Se llamaba “El pescadito rojo”. El título es desconcertante y también a mí me hizo sonreír. Pero hay que leer el poema. Cordes tiene mucho talento, es innegable. Me parecía fluctuante, indeciso, y acaso pudiera decirse de él que no había acabado de encontrarse. No sé que hace ahora ni cómo es; he dejado de tener noticias suyas y desde aquella noche no volví a verlo, a pesar de que sabía donde buscarme.

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Aquella noche dejé enfriar el té en mi vaso para escucharlo. Era un verso largo, como cuatro carillas escritas a máquina. Yo fumaba en silencio, con los ojos bajos, sin ver nada. Sus versos lo-graron borrar la habitación, la noche y al mismo Cordes. Cosas sin nombre, cosas que andaban por el mundo buscando un nombre, saltaban sin descanso de su boca, o iban brotando porque sí, en cualquier parte remota y palpable. Era —pensé después— un universo saliendo del fondo negro de un sombrero de copa. Todo lo que pueda decir es pobre y miserable comparado con lo que dijo él aquella noche. Todo había desaparecido desde los primeros versos y yo estaba en el mundo perfecto donde el pescadito rojo disparaba en rápidas curvas por el agua verdosa del estanque, meciendo suavemente las algas y haciéndose como un músculo largo y sonrosado cuando llegaba n tocarlo el rayo de luna. A veces venía un viento fresco y alegre que me tocaba el pelo. Entonces las aguas temblaban y el pescadito rojo dibujaba figuras frenéticas, buscando librarse de la estocada del rayo de luna que entraba y salía del estanque, persiguiendo el corazón verde de las aguas. Un rumor de coro distante surgía de las conchas huecas, semihundidas en la arena del fondo. Pasamos después mucho rato sin hablar. Me estuve quieto, mirando al suelo; cuando la sombra de la última imagen salió por la ventana, me pasé una mano por la cara y murmuré gracias. El ha-blaba ya de otra cosa, pero su voz había quedado empapada con aquello y me bastaba oírlo para continuar vibrando con la historia del pescadito rojo. Me mortificaba la idea de que era forzoso retribuir a Cordes sus versos. ¿Pero qué ofrecerle de toda aquella papelería que llenaba mis valijas? Nada más lejos de mí que la idea de mostrar a Cordes que yo también sabía escribir. Nunca lo supo y nunca me preocupó. Todo lo escrito no era más que un montón de fracasos. Recordé de pronto la aventura de la bahía de Arrak. Me acerqué a Cordes, sonriendo, y le puse las manos en los hombros. Y le conté, vacilando al principio cómo vacilaba el barco al partir, embriagándome en seguida con mis propios sueños. Las velas del “Gaviota” infladas por el viento, el sol en la cadena del ancla, las botas altas hasta las rodillas, los pies descalzos de los marineros, la marinería, las botellas de ginebra que sonaban contra los vasos en el camarote, la primera noche de tormenta, el

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motín en la hora de la siesta, el cuerpo alargado del ecuatoriano que ahorcamos al ponerse el sol. El barco sin nombre, el Capitán Olaff, la brújula del náufrago, la llegada a ciegas a la bahía de arena blanca que no figuraba en ningún mapa. Y la medianoche en que, formada la tripulación en cubierta, el capitán Olaff hizo disparar 21 cañonazos contra la luna que, justamente 20 años atrás, había frustrado su entrevista de amor con la mujer egipcia de los cuatro maridos. Hablaba rápidamente, queriendo contarlo todo, trasmitir a Cordes el mismo interés que yo sentía. Cada uno da lo que tiene. ¿Qué otra cosa podía ofrecerle? Hablé lleno de alegría y entusiasmo, paseándome a veces, sentándome encima de la mesa, tratando de ajustar mi mímica a lo que iba contando. Hablé hasta que una oscura intuición me hizo examinar el rostro de Cordes. Fue como si, corriendo en la noche, me diera de narices contra un muro. Quedé humillado, entontecido. No era la comprensión lo que había en su cara, sino una expresión de lástima y distancia. No recuerdo que broma cobarde empleé para burlarme de mí mismo y dejar de hablar. El dijo: —Es muy hermoso... Sí. Pero no entiendo bien si todo eso es un plan para un cuento o algo así. Yo estaba temblando de rabia por haberme lanzado a hablar, furioso contra mí mismo por haber mostrado mi secreto. —No, ningún plan. Tengo asco por todo, ¿me entiende? por la gente, la vida, los versos de cuello almidonado. Me tiro en un rincón y me imagino todo eso. Cosas así y suciedades, todas las noches. Algo estaba muerto entre nosotros. Me puse el saco y lo acompañé unas cuadras. Estoy cansado; pasé la noche escribiendo y ya debe ser muy tarde. Cordes, Ester y todo el mundo, menefrego. Pueden pensar lo que les dé la gana, lo que deben limitarse a pensar. La pared de enfrente empieza a quedar blanca y algunos ruidos, recién despiertos, llegan desde lejos. Lázaro no ha venido y es posible que no lo vea hasta mañana. A veces pienso que esta bestia es mejor que yo. Que, a fin de cuentas, es él el poeta y el soñador. Yo soy un pobre hombre que se vuelve por las noches hacia la sombra de la pared para pensar cosas disparatadas y fantásticas. Lázaro es un cretino pero tiene fe, cree en algo. Sin embargo, ama a la vida y sólo así es posible ser un poeta.

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Apagué la luz y estuve un rato inmóvil. Tengo la sensación de que hace ya muchas horas que terminaron los ruidos de la noche; tantas, que debía estar ya el sol alto. El cansancio me trae pensamientos sin esperanza. Hubo un mensaje que lanzara mi juventud a la vida; estaba hecho con palabras de desafío y confianza. Se lo debe haber tragado el agua como a las botellas de los náufra-gos. Hace un par de años que creí haber encontrado la felicidad. Pensaba haber llegado a un escepticismo casi absoluto y estaba seguro de que me bastaría comer todos los días, no andar desnudo, fumar y leer algún libro de vez en cuando para ser feliz. Esto y lo que pudiera soñar despierto, abriendo los ojos a la noche retinta. Hasta me asombraba haber demorado tanto tiempo para descubrirlo. Pero ahora siento que ni¡ vida no es más que el paso de fracciones de tiempo, una y otra, como el ruido de un reloj, el agua que corre, moneda que se cuenta. Estoy tirado y el tiempo pasa. Estoy frente a la cara peluda de Lázaro, sobre el patio de ladrillos, las gordas mujeres que lavan la pileta, los malevos que fuman con el pucho en los labios. Yo estoy tirado y el tiempo se arrastra, indiferente, a mi derecha y a mi izquierda. Esta es la noche, quien no pudo sentirla así no la conoce. Todo en la vida es mierda y ahora estamos ciegos en la noche, atentos y sin comprender. Hay en el fondo, lejos, un coro de perros, algún gallo canta de vez en cuando, al norte, al sur, en cualquier parte ignorada. Las pitadas de los vigilantes se repiten sinuosas y mueren. En la ventana de enfrente, atravesando el patio, alguno ronca y se queja entre sueños. El cielo está pálido y tranquilo, vigilando los grandes montones de sombra en el patio. Un ruido breve, como un chasquido, me hace mirar hacia arriba. Estoy seguro de poder descubrir una arruga justamente en el sitio donde ha gritado una golondrina. Respiro el primer aire que anuncia la madrugada hasta llenarme los pulmones; hay una humedad fría tocándome la frente en la ventana. Pero toda la noche está, inapresable, tensa, alargando su alma fina y misteriosa en el chorro de la canilla mal cerrada, en la pileta de portland del patio. Esta es la noche. Yo soy un hombre solitario que fuma en un sitio cualquiera de la ciudad; la noche me rodea, se cumple como un rito, gradualmente, y yo nada tengo que ver con ella. Hay momentos, apenas, en que los golpes de mi sangre en las

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sienes se acompasan con el latido de la noche. He fumado mi cigarrillo hasta el fin, sin moverme. Las extraordinarias confesiones de Eladio Linacero. Sonrío en paz, abro la boca, hago chocar los dientes y muerdo suavemente la noche. Todo es inútil y hay que tener por lo menos el valor de no usar pretextos. Me hubiera gustado clavar la noche en el papel como a una gran mariposa nocturna. Pero, en cambio, fue ella la que me alzó entre sus aguas como el cuerpo lívido de un muerto y me arrastra, inexorable, entre fríos y vagas espumas, noche abajo. Esta es la noche. Voy a tirarme en la cama, enfriado, muerto de cansancio, buscando dormirme antes de que llegue la mañana, sin fuerzas ya para esperar el cuerpo húmedo de la muchacha en la vieja cabaña de troncos.

CUENTOS

Un sueño realizado

La broma la había inventado Blanes—venía a mi despacho—en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza—cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:

—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet—. O también: —Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet...

Y yo me pasé todo ese montón de años aguantando tanta miserable gente, autores y actores y actrices y dueños de teatro y críticos de los diarios y la familia, los amigos y los amantes de todos ellos, todo ese tiempo perdiendo y ganando un dinero que Dios y yo sabíamos que era necesario que volviera a perder en la próxima temporada, con aquella gota de agua en la cabeza pelada, aquel puño en las costillas, aquel trago agridulce, aquella burla no comprendida del todo de Blanes:

—Sí, claro. Las locuras a que lo ha llevado su desmedido amor por Hamlet...

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Si la primera vez le hubiera preguntado por el sentido de aquello, si le hubiera confesado que sabía tanto del Hamlet como de conocer el dinero que puede dar una comedia desde su primera lectura, se habría acabado el chiste. Pero tuve miedo a la multitud de bromas no nacidas que haría saltar mi pregunta y solo hice una mueca y lo mandé a paseo. Y así fue que pude vivir los veinte años sin saber qué era el Hamlet, sin haberlo leído, pero sabiendo, por la intención que veía en la cara y el balanceo de la cabeza de Blanes, que el Hamlet era el arte, el arte puro, el gran arte, y sabiendo también, porque me fui empapando de eso sin darme cuenta, que era además un actor o una actriz, en este caso siempre una actriz con caderas ridículas, vestido de negro con ropas ajustadas, una calavera, un cementerio, un duelo, una venganza, una muchachita que se ahoga. Y también W. Shakespeare.

Por eso, cuando ahora, solo ahora, con una peluca rubia peinada al medio que prefiero no sacarme para dormir, una dentadura que nunca logró venirme bien del todo y que me hace silbar y hablar con mimo, me encontré en la biblioteca de este asilo para gente de teatro arruinada al que dan un nombre más presentable, aquel libro tan pequeño encuadernado en azul oscuro donde había unas hundidas letras doradas que decían Hantlet, me senté en un sillón sin abrir el libro, resuelto a no abrir nunca el libro y a no leer una sola línea, pensando en Blanes, en que así me vengaba de su broma, y en la noche en que Blanes fue a encontrarme en el hotel de alguna capital de provincia y, después de dejarme hablar, fumando y mirando el techo y la gente que entraba en el salón, hizo sobresalir los labios para decirme, delante de la pobre loca:

—Y pensar. .. Un tipo como usted que se arruinó por el Hamlet. Lo había citado en el hotel para que se hiciera cargo de un

personaje en un rápido disparate que se llamaba, me parece, Sueño Realizado. En el reparto de la locura aquella había un galán sin nombre y este galán solo podía hacerlo Blanes porque cuando la mujer vino a verme no quedábamos allí más que él y yo; el resto de la compañía pudo escapar a Buenos Aires.

La mujer había estado en el hotel a mediodía y como yo estaba durmiendo, había vuelto a la hora que era, para ella y todo el mundo en aquella provincia caliente, la del fin de la siesta y en la que yo estaba en el lugar más fresco del comedor comiendo una milanesa redonda y tomando vino blanco, lo único bueno que podía tomarse allí. No voy a decir que a la primera mirada—cuando se detuvo en el halo de calor de la puerta encortinada, dilatando los ojos en la sombra del comedor y el mozo le señaló mi mesa y en seguida ella empezó a andar en línea recta hacia mí con remolinos de la pollera—yo adiviné lo que había adentro de la mujer ni aquella cosa como una cinta blanduzca y fofa de locura que había ido desenvolviendo, arrancando con suaves tirones, como si fuese una venda pegada a una herida, de sus años pasados, solitarios, para venir a fajarme con

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ella, como a una momia, a mí y a algunos de los días pasados en aquel sitio aburrido, tan abrumado de gente gorda y mal vestida. Pero había, sí, algo en la sonrisa de la mujer que me ponía nervioso, y me era imposible sostener los ojos en sus pequeños dientes irregulares exhibidos como los de un niño que duerme y respira con la boca abierta. Tenía el pelo casi gris peinado en trenzas enroscadas y su vestido correspondía a una vieja moda; pero no era el que se hubiera puesto una señora en los tiempos en que fue inventado, sino, también esto, el que hubiera usado entonces una adolescente. Tenía una pollera hasta los zapatos, de aquellos que llaman botas o botinas, larga, oscura, que se iba abriendo cuando ella caminaba y se encogía y volvía a temblar al paso inmediato. La blusa tenía encajes y era ajustada, con un gran camafeo entre los senos agudos de muchacha y la blusa y la pollera se unían y estaban divididas por una rosa en la cintura, tal vez artificial ahora que pienso, una flor de corola grande y cabeza baja, con el tallo erizado amenazando el estómago.

La mujer tendría alrededor de cincuenta años y lo que no podía olvidarse en ella, lo que siento ahora cuando la recuerdo caminar hasta mí en el comedor del hotel, era aquel aire de jovencita de otro siglo que hubiera quedado dormida y despertara ahora un poco despeinada, apenas envejecida pero a punto de alcanzar su edad en cualquier momento, de golpe, y quebrarse allí en silencio, desmoronarse roída por el trabajo sigiloso de los días. Y la sonrisa era mala de mirar porque uno pensaba que frente a la ignorancia que mostraba la mujer del peligro de envejecimiento y muerte repentina en cuyos bordes estaba, aquella sonrisa sabía, o, por lo menos, los descubiertos dientecillos presentían, el repugnante fracaso que los amenazaba.

Todo aquello estaba ahora de pie en la penumbra del comedor y torpemente puse los cubiertos al lado del plato y me levanté. "¿Usted es el señor Langman, el empresario de teatro?" Incliné la cabeza sonriendo y la invité a sentarse. No quiso tomar nada; separados por la mesa le miré con disimulo la boca con su forma intacta y su poca pintura, allí justamente en el centro donde la voz, un poco española, había canturreado al deslizarse entre los filos desparejos de la dentadura. De los ojos, pequeños y quietos, esforzados en agrandarse, no pude sacar nada. Había que esperar que hablara y, pensé, cualquier forma de mujer y de existencia que evocaran sus palabras iban a quedar bien con su curioso aspecto y el curioso aspecto iba a desvanecerse.

—Quería verlo por una representación—dijo—. Quiero decir que tengo una obra de teatro...

Todo indicaba que iba a seguir, pero se detuvo y esperó mi respuesta; me entregó la palabra con un silencio irresistible, sonriendo. Esperaba tranquila, las manos enlazadas en la falda. Aparté el plato con la milanesa a medio comer y pedí café. Le ofrecí

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cigarrillos y ella movió la cabeza, alargó un poco la sonrisa, lo que quería decir que no fumaba. Encendí el mío y empecé a hablarle, buscando sacármela de encima sin violencias, pero pronto y para siempre, aunque con un estilo cauteloso que me era impuesto no sé por qué.

—Señora, es una verdadera lástima... Usted nunca ha estrenado, ¿verdad? Naturalmente. ¿Y cómo se llama su obra?

—No, no tiene nombre—contestó—. Es tan difícil de explicar... No es lo que usted piensa. Claro. se le puede poner un título. Se le puede llamar El sueño, El sueño realizado. Un sueño realizado.

Comprendí, ya sin dudas, que estaba loca y me sentí más cómodo. —Bien; Un sueño realizado, no está mal el nombre. Es muy

importante el nombre. Siempre he tenido interés, digamos personal, desinteresado en otro sentido, en ayudar a los que empiezan. Dar nuevos valores al teatro nacional. Aunque es innecesario decirle que no son agradecimientos los que se cosechan, señora. Hay muchos que me deben a mí el primer paso, señora, muchos que hoy cobran derechos increíbles en la calle Corrientes y se llevan los premios anuales. Ya no se acuerdan de cuando venían casi a suplicarme...

Hasta el mozo del comedor podía comprender desde el rincón junto a la heladera donde se espantaba las moscas y el calor con la servilleta que a aquel bicho raro no le importaba ni una sílaba de lo que yo decía. Le eché una última mirada con un solo ojo, desde el calor del pocillo de café, y le dije:

—En fin, señora. Usted debe saber que la temporada aquí ha sido un fracaso. Hemos tenido que interrumpirla y me he quedado solo por algunos asuntos personales. Pero ya la semana que viene me iré yo también a Buenos Aires. Me he equivocado una vez más, qué hemos de hacer. Este ambiente no está preparado, y a pesar de que me resigné a hacer la temporada con sainetes y cosas así... ya ve cómo me ha ido. De manera que... Ahora, que podemos hacer una cosa, señora. Si usted puede facilitarme una copia de su obra yo veré si en Buenos Aires... ¿Son tres actos?

Tuvo que contestar, pero solo porque yo, devolviéndole el juego, me callé y había quedado inclinado hacia ella, rascando con la punta del cigarrillo en el cenicero. Parpadeó:

—¿Qué? —Su obra, señora. Un sueño realizado. ¿Tres actos? —No, no son actos. — O cuadros. Se extiende ahora la costumbre de... —No tengo ninguna copia. No es una cosa que yo haya escrito—

seguía diciéndome ella. Era el momento de escapar. —Le dejaré mi dirección de Buenos Aires y cuando usted la tenga

escrita...

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Vi que se iba encogiendo, encorvando el cuerpo; pero la cabeza se levantó con la sonrisa fija. Esperé, seguro de que iba a irse; pero un instante después ella hizo un movimiento con la mano frente a la cara y siguió hablando.

—No, es todo distinto a lo que piensa. Es un momento, una escena se puede decir, y allí no pasa nada, como si nosotros representáramos esta escena en el comedor y yo me fuera y ya no pasara nada más. No—contestó—, no es cuestión de argumento, hay algunas personas en una calle y las casas y dos automóviles que pasan. Allí estoy yo y un hombre y una mujer cualquiera que sale de un negocio de enfrente y le da un vaso de cerveza. No hay más personas, nosotros tres. El hombre cruza la calle hasta donde sale la mujer de su puerta con la jarra de cerveza y después vuelve a cruzar y se sienta junto a la misma mesa, cerca mío, donde estaba al principio.

Se calló un momento y ya la sonrisa no era para mí ni para el armario con mantelería que se entreabría en la pared del comedor; después concluyó:

—¿Comprende? Pude escarparme porque recordé el término teatro intimista y le

hablé de eso y de la imposibilidad de hacer arte puro en estos ambientes y que nadie iría al teatro para ver eso y que, acaso solo, en toda la provincia, yo podría comprender la calidad de aquella obra y el sentido de los movimientos y el símbolo de los automóviles y la mujer que ofrece un "bock" de cerveza al hombre que cruza la calle y vuelve junto a ella, junto a usted, señora.

Ella me miró y tenía en la cara algo parecido a lo que había en la de Blanes cuando se veía en la necesidad de pedirme dinero y me hablaba de Hamlet: un poco de lástima y todo el resto de burla y antipatía.

—No es nada de eso, señor Langman—me dijo—. Es algo que yo quiero ver y que no lo vea nadie más, nada de público. Yo y los actores, nada más. Quiero verlo una vez, pero que esa vez sea tal como yo se lo voy a decir y hay que hacer lo que yo diga y nada más. ¿Sí? Entonces usted, haga el favor, me dice cuánto dinero vamos a gastar para hacerlo y yo se lo doy.

Ya no servía hablar de teatro intimista ni de ninguna de esas cosas, allí, frente a frente con la mujer loca que abrió la cartera y sacó dos billetes de cincuenta pesos—"con esto contrata a los actores y atiende los primeros gastos y después me dice cuánto más necesita"—. Yo, que tenía hambre de plata, que no podía moverme de aquel maldito agujero hasta que alguno de Buenos Aires contestara a mis cartas y me hiciera llegar unos pesos. Así que le mostré la mejor de mis sonrisas y cabeceé varias veces mientras me guardaba el dinero en cuatro dobleces en el bolsillo del chaleco.

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—Perfectamente, señora. Me parece que comprendo la clase de cosa que usted . . .—Mientras hablaba no quería mirarla porque estaba pensando en Blanes y porque no me gustaba encontrarme con la expresión humillante de Blanes también en la cara de la mujer. —Dedicaré la tarde a este asunto y si podemos vernos. . . ¿Esta noche? Perfectamente, aquí mismo; ya tendremos al primer actor y usted podrá explicarnos claramente esa escena y nos pondremos de acuerdo para que Sueño, Un sueño realizado...

Acaso fuera simplemente porque estaba loca; pero podía ser también que ella comprendiera, como lo comprendía yo, que no me era posible robarle los cien pesos y por eso no quiso pedirme recibo, no pensó siquiera en ello y se fue luego de darme la mano, con un cuarto de vuelta de la pollera en sentido inverso a cada paso, saliendo erguida de la media luz del comedor para ir a meterse en el calor de la calle como volviendo a la temperatura de la siesta que había durado un montón de años y donde había conservado aquella juventud impura que estaba siempre a punto de deshacerse podrida.

Pude dar con Blanes en una pieza desordenada y oscura, con paredes de ladrillos mal cubiertos, detrás de plantas, esteras verdes, detrás del calor húmedo del atardecer. Los cien pesos seguían en el bolsillo de mi chaleco y hasta no encontrar a Blanes, hasta no conseguir que me ayudara a dar a la mujer loca lo que ella pedía a cambio de su dinero, no me era posible gastar un centavo. Lo hice despertar y esperé con paciencia que se bañara, se afeitara, volviera a acostarse, se levantara nuevamente para tomar un vaso de leche—lo que significaba que había estado borracho el día anterior—y otra vez en la cama encendiera un cigarrillo; porque se negó a escucharme antes y todavía entonces, cuando arrimé aquellos restos de sillón de tocador en que estaba sentado y me incliné con aire grave para hacerle la propuesta, me detuvo diciendo:

—¡Pero mire un poco ese techo! Era un techo de tejas, con dos o tres vigas verdosas y unas hojas

de caña de la India que venían de no sé dónde, largas y resecas. Miré el techo un poco y no hizo más que reírse y mover la cabeza.

—Bueno. Déle—dijo después. Le expliqué lo que era y Blanes me interrumpía a cada momento,

riéndose, diciendo que todo era mentira mía, que era alguno que para burlarse me había mandado la mujer. Después me volvió a preguntar qué era aquello y no tuve más remedio que liquidar la cuestión ofreciéndole la mitad de lo que pagara la mujer una vez deducidos los gastos y le contesté que, en verdad, no sabía lo que era ni de qué se trataba ni qué demonios quería de nosotros aquella mujer; pero que ya me había dado cincuenta pesos y que eso significaba que podíamos irnos a Buenos Aires o irme yo, por lo menos, si él quería seguir durmiendo allí. Se rió y al rato se puso serio; y de los cincuenta pesos que le dije haber conseguido adelantados quiso veinte en seguida. Así que tuve que darle diez, de lo que me

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arrepentí muy pronto porque aquella noche cuando vino al comedor del hotel ya estaba borracho y sonreía torciendo un poco la boca y con la cabeza inclinada sobre el platito de hielo empezó a decir:

—Usted no escarmienta. El mecenas de la calle Corrientes y toda calle del mundo donde una ráfaga de arte... Un hombre que se arruinó cien veces por el Hamlet va a jugarse desinteresadamente por un genio ignorado y con corsé.

Pero cuando vino ella, cuando la mujer salió de mis espaldas vestida totalmente de negro, con velo un paraguas diminuto colgando de la muñeca y un reloj con cadena del cuello, y me saludó y extendió la mano a Blanes con la sonrisa aquella un poco apaciguada en la luz artificial, él dejó de molestarme y solo dijo:

—En fin, señora; los dioses la han guiado hasta Langman. Un hombre que ha sacrificado cientos de miles por dar correctamente el Hamlet.

Entonces pareció que ella se burlaba mirando un poco a uno y un poco a otro; después se puso grave y dijo que tenía prisa, que nos explicaría el asunto de manera que no quedara lugar para la más chica duda y que volvería solamente cuando todo estuviera pronto. Bajo la luz suave y limpia, la cara de la mujer y también lo que brillaba en su cuerpo, zonas del vestido, las uñas en la mano sin guante, el mango del paraguas, el reloj con su cadena, parecían volver a ser ellos mismos, liberados de la tortura del día luminoso; y yo tomé de inmediato una relativa confianza y en toda la noche no volví a pensar que ella estaba loca, olvidé que había algo con olor a estafa en todo aquello y una sensación de negocio normal y frecuente pudo dejarme enteramente tranquilo. Aunque yo no tenía que molestarme por nada, ya que estaba allí Blanes correcto, bebiendo siempre, conversando con ella como si se hubieran encontrado ya dos o tres veces ofreciéndole un vaso de whisky, que ella cambió por una taza de tilo. De modo que lo que tenía que contarme a mí se lo fue diciendo a él y yo no quise oponerme porque Blanes era el primer actor y cuanto más llegara a entender de la obra mejor saldrían las cosas. Lo que la mujer quería que representáramos para ella era esto (a Blanes se lo dijo con otra voz y aunque no lo mirara, aunque al hablar de eso bajaba los ojos, yo sentía que lo contaba ahora de un modo personal, como si contestara alguna cosa cualquiera íntima de su vida y que a mí me lo había dicho como el que cuenta esa misma cosa en una oficina, por ejemplo, para pedir un pasaporte o cosa así):

—En la escena hay casas y aceras, pero todo confuso, como si se tratara de una ciudad y hubieran amontonado todo eso para dar impresión de una gran ciudad. Yo salgo, la mujer que voy a representar yo sale de una casa y se sienta en el cordón de la acera, junto a una mesa verde. Junto a la mesa está sentado un hombre en un banco de cocina. Ese es el personaje suyo. Tiene puesta una tricota y gorra. En la acera de enfrente hay una verdulería con

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cajones de tomates en la puerta. Entonces aparece un automóvil que cruza la escena y el hombre, usted, se levanta para atravesar la calle y yo me asusto pensando que el coche lo atropella. Pero usted pasa antes que el vehículo y llega a la acera de enfrente en el momento que sale una mujer vestida con traje de paseo y un vaso de cerveza en la mano. Usted lo toma de un trago y vuelve en seguida que pasa un automóvil, ahora de abajo para arriba, a toda velocidad; y usted vuelve a pasar con el tiempo justo y se sienta en el banco de cocina. Entretanto yo estoy acostada en la acera, como si fuera una chica. Y usted se inclina un poco para acariciarme la cabeza.

La cosa era fácil de hacer pero le dije que el inconveniente estaba, ahora que lo pensaba mejor, en aquel tercer personaje, en aquella mujer que salía de su casa a paseo con el vaso de cerveza.

—Jarro—me dijo ella—. Es un jarro de barro con asa y tapa. Entonces Blanes asintió con la cabeza y le dijo: —Claro, con algún dibujo, además, pintado. Ella dijo que sí y parecía que aquella cosa dicha por Blanes la había

dejado muy contenta, feliz, con esa cara de felicidad que solo una mujer puede tener y que me da ganas de cerrar los ojos par no verla cuando se me presenta, como si la buena educación ordenara hacer eso. Volvimos a hablar de la otra mujer y Blanes terminó por estirar una mano diciendo que ya tenía lo que necesitaba y que no nos preocupáramos más. Tuve que pensar que la locura de la loca era contagiosa, porque cuando le pregunté a Blanes con qué actriz contaba para aquel papel me dijo que con la Rivas y aunque yo no conocía a ninguna con ese nombre no quise decir nada porque Blanes me estaba mirando furioso. Así que todo quedó arreglado, lo arreglaron ellos dos y yo no tuve que pensar para nada en la escena; me fui en seguida a buscar al dueño del teatro y lo alquilé por dos días pagando el precio de uno, pero dándole mi palabra de que no entraría nadie más que los actores.

Al día siguiente conseguí un hombre que entendía de instalaciones eléctricas y por un jornal de seis pesos me ayudó también a mover y repintar un poco los bastidores. A la noche, después de trabajar cerca de quince horas todo estuvo pronto y sudando y en mangas de camisa me puse a comer sandwiches con cerveza mientras oía sin hacer caso historias de pueblo que el hombre me contaba. El hombre hizo una pausa y después dijo:

—Hoy vi a su amigo bien acompañado. Esta tarde; con aquella señora que estuvo en el hotel anoche con ustedes. Aquí todo se sabe. Ella no es de aquí; dicen que viene en los veranos. No me gusta meterme, pero los vi entrar en un hotel. Sí, qué gracia; es cierto que usted también vive en un hotel. Pero el hotel donde entraron esta tarde era distinto. . . De ésos, ¿eh?

Cuando al rato llegó Blanes le dije que lo único que faltaba era la famosa actriz Rivas y arreglar el asunto de los automóviles, porque

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solo se había podido conseguir uno, que era del hombre que me había estado ayudando y lo alquilaría por unos pesos, además de manejarlo él mismo. Pero yo tenía mi idea para solucionar aquello, porque como el coche era un cascajo con capota, bastaba hacer que pasara primero con la capota baja y después alzada o al revés. Blanes no me contestó nada porque estaba completamente borracho, sin que me fuera posible adivinar de dónde había sacado dinero. Después se me ocurrió que acaso hubiera tenido el cinismo de recibir directamente dinero de la pobre mujer. Esta idea me envenenó y seguía comiendo los sandwiches en silencio mientras él, borracho y canturreando, recorría el escenario se iba colocando en posiciones de fotógrafo, de espía, de boxeador, de jugador de rugby, sin dejar de canturrear, con el sombrero caído sobre la nuca y mirando a todos lados, desde todos los lados, rebuscando vaya a saber el diablo qué cosa. Como a cada momento me convencía más de que se había emborrachado con dinero robado, casi, a aquella pobre mujer enferma, no quería hablarle y cuando acabé de comer los sandwiches mandé al hombre que me trajera media docena más y una botella de cerveza.

A todo esto Blanes se había cansado de hacer piruetas, la borrachera indecente que tenía le dio por el lado sentimental y vino a sentarse cerca de donde yo estaba, en un cajón, con las manos en los bolsillos del pantalón y el sombrero en las rodillas, mirando con ojos turbios, sin moverlos, hacia la escena. Pasamos un tiempo sin hablar y pude ver que estaba envejeciendo y el cabello rubio lo tenía descolorido y escaso. No le quedaban muchos años para seguir haciendo el galán ni para llevar señoras a los hoteles, ni para nada.

—Yo tampoco perdí el tiempo—dijo de golpe. —Sí, me lo imagino —contesté sin interés. Sonrió, se puso serio, se encajó el sombrero y volvió a levantarse.

Me siguió hablando mientras iba y venía, como me había visto hacer tantas veces en el despacho, todo lleno de fotos dedicadas, dictando una carta a la muchacha.

—Anduve averiguando de la mujer—dijo—. Parece que la familia o ella misma tuvo dinero y después ella tuvo que trabajar de maestra. Pero nadie, ¿eh?, nadie dice que esté loca. Que siempre fue un poco rara, sí. Pero no loca. No sé por qué le vengo a hablar a usted, oh padre adoptivo del triste Hamlet, con la trompa untada de manteca de sandwich... Hablarle de esto.

—Por lo menos —le dije tranquilamente—, no me meto a espiar en vidas ajenas. Ni a dármelas de conquistador con mujeres un poco raras. Me limpié la boca con el pañuelo y me di vuelta para mirarlo con cara aburrida. —Y tampoco me emborracho vaya a saber con qué dinero.

Él se estuvo con las manos en los riñones, de pie, mirándome a su vez, pensativo, y seguía diciéndome cosas desagradables, pero

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cualquiera se daba cuenta que estaba pensando en la mujer y que no me insultaba de corazón, sino para hacer algo mientras pensaba, algo que evitara que yo me diera cuenta que estaba pensando en aquella mujer. Volvió hacia mí, se agachó y se alzó en seguida con la botella de cerveza y se fue tomando lo que quedaba sin apurarse, con la boca fija al gollete, hasta vaciarla. Dio otros pasos por el escenario y se sentó nuevamente, con la botella entre los pies y cubriéndola con las manos.

—Pero yo le hablé y me estuvo diciendo —dijo—. Quería saber qué era todo esto. Porque no sé si usted comprende que no se trata solo de meterse la plata en el bolsillo. Yo le pregunté qué era esto que íbamos a representar y entonces supe que estaba loca. ¿Le interesa saber? Todo es un sueño que tuvo, ¿entiende? Pero la mayor locura está en que ella dice que ese sueño no tiene ningún significado para ella, que no conoce al hombre que estaba sentado con la tricota azul, ni a la mujer de la jarra, ni vivió tampoco en una calle parecida a este ridículo mamarracho que hizo usted. ¿Y por qué, entonces? Dice que mientras dormía y soñaba eso era feliz, pero no es feliz la palabra sino otra clase de cosa. Así que quiere verlo todo nuevamente. Y aunque es una locura tiene su cosa razonable. Y también me gusta que no haya ninguna vulgaridad de amor en todo esto.

Cuando nos fuimos a acostar, a cada momento se entreparaba en la calle—había un cielo azul y mucho calor— para agarrarme de los hombros y las solapas y preguntarme si yo entendía, no sé qué cosa, algo que él no debía entender tampoco muy bien, porque nunca acababa de explicarlo.

La mujer llegó al teatro a las diez en punto y traía el mismo traje negro de la otra noche, con la cadena y el reloj, lo que me pareció mal para aquella calle de barrio pobre que había en escena y para tirarse en el cordón de la acera mientras Blanes le acariciaba el pelo. Pero tanto daba: el teatro estaba vacío; no estaba en la platea más que Blanes, siempre borracho, fumando, vestido con una tricota azul y una gorra gris doblada sobre una oreja. Había venido temprano acompañado de una muchacha, que era quien tenía que asomar en la puerta de al lado de la verdulería a darle su jarrita de cerveza; una muchacha que no encajaba, ella tampoco, en el tipo del personaje, el tipo que me imaginaba yo, claro, porque sepa el diablo cómo era en realidad; una triste y flaca muchacha, mal vestida y pintada que Blanes se había traído de cualquier cafetín, sacándola de andar en la calle por una noche y empleando un cuento absurdo para traerla, era indudable, porque ella se puso a andar con aires de primera actriz y al verla estirar el brazo con la jarrita de cerveza daban ganas de llorar o de echarla a empujones. La otra, la loca, vestida de negro, en cuanto llegó se estuvo un rato mirando el escenario con las manos juntas frente al cuerpo y me pareció que era enormemente alta, mucho más alta y flaca de lo que yo había creído hasta entonces. Después, sin decir palabra a nadie, teniendo siempre, aunque más

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débil, aquella sonrisa de enfermo que me erizaba los nervios, cruzó la escena y se escondió detrás del bastidor por donde debía salir. La había seguido con los ojos, no sé por qué, mi mirada tomó exactamente la forma de su cuerpo alargado vestido de negro y apretada a él, ciñéndolo, lo acompañó hasta que el borde del telón separó la mirada del cuerpo.

Ahora era yo quien estaba en el centro del escenario y como todo estaba en orden y habían pasado ya las diez, levanté los codos para avisar con una palmada a los actores. Pero fue entonces que, sin que yo me diera cuenta de lo que pasaba por completo, empecé a saber cosas y qué era aquello en que estábamos metidos, aunque nunca pude decirlo, tal como se sabe el alma de una persona y no sirven las palabras para explicarlo. Preferí llamarlos por señas y cuando vi que Blanes y la muchacha que había traído se pusieron en movimiento para ocupar sus lugares, me escabullí detrás de los telones, donde ya estaba el hombre sentado al volante de su coche viejo que empezó a sacudirse con un ruido tolerable. Desde allí, trepado en un cajón, buscando esconderme porque yo nada tenía que ver en el disparate que iba a empezar, vi cómo ella salía de la puerta de la casucha, moviendo el cuerpo como una muchacha —el pelo, espeso y casi gris, suelto a la espalda, anudado sobre los omóplatos con una cinta clara—daba unos largos pasos que eran, sin duda, de la muchacha que acababa de preparar la mesa y se asoma un momento a la calle para ver caer la tarde y estarse quieta sin pensar en nada; vi cómo se sentaba cerca del banco de Blanes y sostenía la cabeza con una mano, afirmando el codo en las rodillas, dejando descansar las yemas sobre los labios entreabiertos y la cara vuelta hacia un sitio lejano que estaba más allá de mí mismo, más allá también de la pared que yo tenía a la espalda. Vi como Blanes se levantaba para cruzar la calle y lo hacía matemáticamente antes que el automóvil que pasó echando humo con su capota alta y desapareció en seguida. Vi cómo el brazo de Blanes y el de la mujer que vivía en la casa de enfrente se unían por medio de la jarrita de cerveza y cómo el hombre bebía de un trago y dejaba el recipiente en la mano de la mujer que se hundía nuevamente lenta y sin ruido, en su portal. Vi, otra vez, al hombre de la tricota azul cruzar la calle un instante antes de que pasara un rápido automóvil de capota baja que terminó su carrera junto a mí apagando en seguida su motor, y, mientras se desgarraba el humo azuloso de la máquina, divisé a la muchacha del cordón de la acera que bostezaba y terminaba por echarse a lo largo en las baldosas la cabeza sobre un brazo que escondía el pelo, y una pierna encogida. El hombre de la tricota y la gorra se inclinó entonces y acarició la cabeza de la muchacha, comenzó a acariciarla y la mano iba y venía, se enredaba en el pelo, estiraba la palma por la frente, apretaba la cinta clara del peinado, volvía a repetir sus caricias.

Bajé del banco, suspirando, más tranquilo, y avancé en puntas de pie por el escenario. El hombre del automóvil me siguió, sonriendo

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intimidado y la muchacha flaca que se había traído Blanes volvió a salir de su zaguán para unirse a nosotros. Me hizo una pregunta, una pregunta corta, una sola palabra sobre aquello y yo contesté sin dejar de mirar a Blanes y a la mujer echada; la mano de Blanes, que seguía acariciando la frente y la cabellera desparramada de la mujer, sin cansarse, sin darse cuenta de que la escena había concluido y que aquella última cosa, la caricia en el pelo de la mujer, no podía continuar siempre. Con el cuerpo inclinado, Blanes acariciaba la cabeza de la mujer, alargaba el brazo para recorrer con los dedos la extensión de la cabellera gris desde la frente hasta los bordes que se abrían sobre el hombro y la espalda de la mujer acostada en el piso. El hombre del automóvil seguía sonriendo, tosió y escupió a un lado. La muchacha que había dado el jarro de cerveza a Blanes, empezó a caminar hacia el sitio donde estaban la mujer y el hombre inclinado, acariciándola. Entonces me di vuelta y le dije al dueño del automóvil que podía ir sacándolo, así nos íbamos temprano, y caminé junto a él, metiendo la mano en el bolsillo para darle unos pesos. Algo extraño estaba sucediendo a mi derecha, donde estaban los otros, y cuando quise pensar en eso tropecé con Blanes que se había quitado la gorra y tenía un olor desagradable a bebida y me dio una trompada en las costillas, gritando:

—No se da cuenta que está muerta, pedazo de bestia. Me quedé solo, encogido por el golpe, y mientras Blanes iba y

venía por el escenario, borracho, como enloquecido, y la muchacha del jarro de cerveza y el hombre del automóvil se doblaban sobre la mujer muerta comprendí qué era aquello, qué era lo que buscaba la mujer, lo que había estado buscando Blanes borracho la noche anterior en el escenario y parecía buscar todavía, yendo y viniendo con sus prisas de loco: lo comprendí todo claramente como si fuera una de esas cosas que se aprenden para siempre desde niño y no sirven después las palabras para explicar.

Justo el treintaiuno

Cuando toda la ciudad supo que había llegado por fin la medianoche yo estaba, solo y casi a oscuras, mirando el río y la luz del faro desde la frescura de la ventana mientras fumaba y volvía a empeñarme en buscar un recuerdo que me emocionara, un motivo para compadecerme y hacer reproches al mundo, contemplar con algún odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban a mi izquierda.

Había terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se asombraban matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y monopatines sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil fue la expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y abstenerme de usar el carmín

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para cruzar el dibujo con letras peludas de pincel de marta: "Biba la felisidá".

Pero en cambio pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año nuevo, de mi cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras verdes un nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido, salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho con letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las tablitas que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón grande, bienvenidos, barco joven capitán viejo.

Había comprado para Frieda un regalo que la estaba esperando, envuelto en papel celeste, junto a su vaso, a la botella de caña, al platito con frutas abrillantadas, turrón y nueces, en el lugar de la mesa que ella acostumbraba ocupar. También le había comprado un toscano y un paquete de hojas de afeitar para que se cortara el pelo. Aunque hacía pocos meses que vivíamos juntos estos regalos eran tradicionales para los aniversarios que respetábamos o inventábamos. Ella los agradecía con insultos de obscenidad asombrosa, a veces convincentes, prometía venganzas, terminaba siempre aceptando mi buena voluntad, mi estima y mi comprensión descuidada. Sus regalos, en cambio, eran empleos, formas de ganar poco dinero, artilugios para que yo olvidara que estaba viviendo del suyo.

Los sábados de noche, cuando había mucha gente, cuando empezaba a estar borracha, Frieda iba a sentarse en el inodoro y durante minutos o cuartos de hora, mientras no fuera nadie a buscarla, se estaba casi inmóvil, con las bombachas en las rodillas, cortándose con una hojita de afeitar, con avaricia, el pelo que le cubría la frente, mirando con sus ojos alerta de pájaro el cartelito clavado entre el botiquín y la pileta, el mismo que yo estaba renovando para sorprenderla, los versos de Baudelaire que dicen: "Gracias, Dios mío por no haberme hecho mujer, ni negro ni judío ni perro ni petizo". Nadie que usara el inodoro podía alejarse sin haberlos rezado.

Pero en aquella víspera de año nuevo habíamos querido -o nos habíamos envuelto en mentiras hasta comprometernos-estar solos e intentar sentirnos felices. Ella había jurado dejarlo todo, alumnas de baile, clientas del taller de vestidos, proposiciones inesperadas, para estar sola conmigo antes de la medianoche. Yo no tenía muchas cosas que dejar para corresponder: en la noche de fin de año alguien, alguna, de la tribu siniestra se dedicaría a contemplar hasta el alba las oscilaciones de la cabeza del viejo.

No era la felicidad pero era el menor esfuerzo. Frieda llegaría, pero no llegó, antes del año nuevo. Comeríamos algo y nos dedicaríamos, expertos, demorando las cosas para no estropearlas, a emborracharnos: yo haría preguntas de interés fingido para animarla a repetir el monólogo sobre su infancia y su adolescencia en Santa

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María, la historia de su expulsión, las caprichosas, variables evocaciones del paraíso perdido.

Tal vez, al final de la noche, hiciéramos el amor en la cama grande, la alfombra del primer cuarto o en el balcón. A mí me daría lo mismo hacerlo o no; pero nunca había conocido a una mujer tan capacitada para seguir sorprendiendo, tan dispuesta a confesarse. Cuando se le ocurría acostarse conmigo y la borrachera la obligaba a conversar, era como poseer a decenas de mujeres y saber de ellas. Tal vez, además, aceptara celebrar el año nuevo colocándose de espaldas al piso o al colchón.

Estaba fumando y bebiendo con mucha agua, en la ventana, cuando empezaron a sonar las bocinas y los tiros. Me era imposible ocuparme de mí; de modo que pensé en María Eugenia y en Seoane mi hijo, me esforcé en sufrir y en acusarme, recordé anécdotas que nada lograban significar.

Todo, simplemente, había sido o era así, de tal manera, aunque acaso fuera de otra, aunque cada persona imaginable pudiera dar una versión distinta. Y yo, definitivamente, no sólo no podía ser compadecido sino que ni siquiera resultaba creíble. Los demás existían y yo los miraba vivir, y el amor que les dedicaba no era más que la aplicación de mi amor por la vida.

Ya se habían olvidado en Montevideo de la medianoche. Las luces del lado de Ramírez comenzaban a ralear y ya estarían las parejas del baile en el Parque Hotel yendo y viniendo de la arena, cuando empezó de veras el año nuevo. Algún tamboril de negro volvió a sonar, profundo, solitario, no vencido, en las proximidades del cuartel, e hizo confusas las palabras.

Pero reconocía la voz de Frieda, insegura, entregándose. Perdiendo la energía. Gritó "Himmel" y yo crucé el departamento, bajé sin ruido unos peldaños de la escalera de ladrillos, a oscuras, que llevaba al jardín y a la entrada.

Allí no había más luz que la que llegaba, diluida, del Proa. Pero pude verla, bien plantada entre dos canteros secos, atlética, balanceando su vigor, mientras un aborto de padres tuberculosos, negruzco y con polleras, con la cabeza fantásticamente agrandada por una jornada de trabajo de un peluquero barato, le decía: "porque a mí, guacha, porque si te creíste que me vas a tomar para la farra. Porque si andás conmigo no andás con nadie más". Le golpeaba la cara con la mano y Frieda se dejaba; luego empezó a pegarle con la cartera, metódica y sin descanso.

Me senté en un peldaño y encendí un cigarrillo. "Frieda puede aplastarla con solo mover un brazo -pensé-. Frieda puede hacerla llegar al río con solo una patada".

Pero Frieda había elegido empezar así el año: con las manos en las nalgas, exagerando la anchura de los hombros del traje sastre,

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dejándose pegar y gozándolo, contestando a los carterazos con sus roncos "Himmel" que parecían sonar para pedir más golpes.

Cuando la inmundicia se cansó de pegar, lloraron las dos y salieron del jardín a la calle. Las vi detenerse, jadeantes, y caminar después abrazadas. Entonces subí para prender todas las luces y ofrecerle a Frieda una buena recepción de año nuevo.

La tuve bajo el lujo de la lámpara de pie, o solo ella estuvo allí, en el sillón, con su pelo rubio, tapándole la frente, la boca torcida en vicio y amargura, la ceja derecha alzada como siempre y curvándose ahora sobre un ojo amoratado. Con los labios partidos y sangrantes que no quiso curarse, me obligó a entrar en el año nuevo hablando de Santa María. Su familia la había echado de allí y le giraba dinero todos los meses porque desde los catorce años ella se había dedicado a emborracharse y a practicar el escándalo y el amor con todos los sexos previstos por la sabiduría divina.

Digo esto en homenaje a ella, que se mostraba más católica cada domingo y que me llenaba cada sábado, cada madrugada de sábado, el departamento-pagado por ella- de mujeres cada vez más viejas, asombrosas y abyectas. Habló de su infancia provinciana y de su familia de junkers, absolutamente culpable de que ahora, en Montevideo, ella no tuviera más camino que emborracharse y reiterar el escándalo y el crapuloso amor. Habló hasta la madrugada de ese primero de enero, de desencuentros y culpas ajenas, borracha desde antes de llegar, acariciándose el ojo casi cerrado del todo, disfrutando del dolor de los labios partidos e hinchados.

-Me pareció-dijo. sonriendo no vas a creerme, me pareció que estaba Seoane en la esquina.

-¿A estas horas? Además, hubiera subido a verme. -A lo mejor no vino para verte. -Sí, querida-dije. -No para visitarte. Tal vez para espiar la casa por si salías o

entrabas. -Puede ser-asentí, porque no me gustaba hablar de Seoane con

Frieda y tal vez con nadie. Hablaba, como todas las mujeres, de una Frieda ideal, se admiraba

del triunfo incesante de la injusticia y la incomprensión, buscaba, ofrecía culpables sin odiarlos.

No dijo nada de la repugnancia inexplicable que le había estado golpeando la cara con la cartera. Yo ya estaba acostumbrado a su necesidad de traerse amantes cada vez más sucias y baratas. Como el tiempo carece de importancia, como la simultaneidad es un detalle que depende de los caprichos de la memoria, me era fácil evocar noches en que el departamento donde Frieda me permitía vivir estaba poblado por numerosas mujeres que ella se había traído de la calle, de bares del puerto, del Victoria Plaza. Las hubo hermosas y

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bien vestidas, con pocas joyas, con ajorcas, con trajes oscuros completados por perlas.

Pero en los últimos tiempos abundaron las mestizas insolentes y sucias, las malas palabras, los cigarrillos quemándose colgados de la boca. Con frecuencia, los diálogos enconados me impedían dormir y saltaba de la cama y recorría el departamento mordiendo un cigarrillo como una ramita de olivo, desplazándome con trabajo entre las mujeres en cuclillas, sentadas sobre la mesa, abiertas en el diván, arrodilladas en la cocina, cambiándose en el cuarto de baño, recibiendo el sol o la luna en las baldosas coloradas del balcón.

-Herrera pagó -dijo Frieda-. Hizo bien, así empieza mejor el año y tal vez le traiga suerte.

Los billetes habían caído de mi pecho a la mesa. Los levanté sin aflojar la goma que los rodeaba; eran de cien pesos.

-¿Pagó todo? -pregunté. Frieda se puso a reír y después se chupó el labio partido. -Dame un trago y un pucho. Esa pobre atorranta. Pero es tan lindo

dejar y dejar, que te hagan lo que quieran, que ni sospechan siquiera quien sos vos. Dejar hasta que de pronto a alguien se le ocurre que se acabó y entonces uno deja de soportar y de tener placer en dejarse y hace con todas las ganas y la felicidad del mundo la barbaridad más grande. En revancha; y no por orgullo ni por ganas de desquitarse, sino porque de pronto el placer consiste en pegar y no en dejarse golpear. ¿Si?

-Entiendo-dije. La escuchaba haciendo bailar sobre mi mano el cilindro de billetes.

-¿Me vas a ayudar? Cuando llegue el momento, digo, si llega. -Claro. Me guardé el dinero en el bolsillo del pantalón, llené un

vaso de caña y se lo di, le puse un cigarrillo en la boca y le acerqué un fósforo. -Cuando quieras. ¿Pagó o no? Quiero decir, ¿pagó todo y para siempre?

Frieda se incorporó con un ataque de risa y se dejó caer de costado salpicando el piso con la baba.

-Creo que esa sucia...-se apretó las costillas y puso después una cara infantil para escuchar lo que iba quedando de la noche-. Que esa perra inmunda me dio un rodillazo en el vientre. No es nada. Sí, pagó todo. Yo le dije que era la última cuota. No sé si es cierto, no sé si dentro de una semana, cuando esté jugando con los hijos y los regalos de Reyes no me aparezco para pedirle más dinero. Y no me importa el dinero de Herrera. Ya ves, ya te lo guardaste. Me importa joderlo, esa es mi relación con él y tendrá que seguir así.

-Frieda-dije en voz muy alta. Se removió en el sillón y terminó por levantar la cabeza. Estaba borracha, tenía la sonrisa de niña, empezaban a caerle las lágrimas. Puse el dinero sobre la mesa, cuidando que no rodara. Está mal. Hay que dar por terminado el asunto de Herrera.

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Se encogió de hombros y me estuvo mirando como si me quisiera, con una sonrisa tan triste y asombrada, mientras movía perezosa la lengua para tocarse las lágrimas.

-Como quieras-dijo-. Dame otro trago, vamos a festejar el año.

Mascarada

María Esperanza entró al parque por el camino de ladrillos que llevaba hasta el lago entre sombras de árboles y torcía justamente al llegar a la orilla chocando contra la luz de los reflectores, las espaldas todas negras de la gente que miraba deslizarse las lanchas con banderines y música, los danzarines en la isla artificial. Estaba cansada y los tacones, tan altos como nunca los había usado, le hacían arder un dolor como una herida en los tendones de los tobillos. Se detuvo; pero no era ahí, sentía sin saber por qué, que no era y además tenía miedo de aquellas caras absortas, graves o sonrientes, miedo porque eran caras tan semejantes a la suya misma bajo la violenta, blanca, roja y negra pintura con que la había cubierto, miedo de que las caras miraran comprendiendo su fraternidad y la miraran en seguida con odio por estar haciendo algo que no debía hacerse cuando se tenía una cara así, cuando se la había tenido, unas pocas horas antes, sin pintura y limpia frente al espejo, luminosa, alegre, con el cabello goteando agua y sin vergüenza.

Caminó por la orilla del lago que hendía la sombra y la arboleda, con la música de la danza en la isla temblando en el aire que le rodeaba el cuello. Se sentó en un banco y sacó los talones de los zapatos, cerrando los ojos, inflando la cara al suspirar, feliz y soñolienta al abandonarse a lo que contenía la noche, una lejana música y un olor de flores. Pero vino el recuerdo de aquella espantosa cosa negra que había sucedido unas horas antes, en seguida de la presencia de su cara limpia en el espejo y el rostro malicioso del recuerdo amenazaba tocar su corazón, asustar su cuerpo flojo sobre el banco. Se levantó, caminando ahora hacia el lado del parque que daba a la rambla.

A medida que se acercaba a las luces y comenzaba a distinguir los carteles luminosos del circo y las luces de colores de los kioscos, y la música del ballet en el lago moría a sus espaldas mientras las marchas y los tangos de los cafés se acercaban a sus mejillas, iba enderezando el cuerpo, alargando los pasos, haciéndolos más lentos y remedando el andar ensayado antes de salir. También llevaba ahora la última cabeza contemplada en el espejo, muy levantada, con las cejas arqueadas y una promesa de sonrisa.

Ya estaba entre los ruidos de la otra zona del parque, ensordecida por la mezcla de música, risas, llamados a los mozos, frases repetidas por los mozos a los mostradores. Todavía le quedaba,

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inmediatamente antes de la intensa luz y el estrépito, una sombra de un árbol desde donde mirar los tablados y sus recogidas cortinas. Un trío de zapateadores golpeaba en un escenario, vestidos de marineros.

La mujer, pequeña, se movía entre los dos gigantes. Uno de los hombres tenía una cara clara y triste donde colgaba la nariz; el otro era delgado, de frente estrecha y pelo negro y aceitoso y toda su cabeza, su mismo estrecho cuerpo al balancearse mostraban un incurable, un activo resentimiento con la vida. Ella era rubia y sonreía acalorada, roja, sonreía con dientes de niño, sacudiendo el pelo, marcando de manera excesiva el compás con los brazos, los pies y las caderas, sonreía, con un foco de luz blanca en la cara implacablemente quemando su cara, rayéndole la nariz con su blancura.

A la derecha un hombre de frac mostraba al público un mono encogido sobre una mesa, vestido de groom, mientras otro mono, más grande, triste, de pesados movimientos, guiaba los ojos apretando un acordeón entre los brazos, sacando siempre la misma nota, el mismo soplo que sonaba definitivo. El hombre de frac hablaba muequeando con voz enronquecida y la gente reía a carcajadas, siempre de acuerdo, hacía una pausa de silencio y frescura y volvía a reír de golpe, sin que María Esperanza, riendo apoyada en el árbol, con la mano apretando un nudo de la corteza, pudiera saber si reía del hombre, de lo que decía el hombre o de cual de los monos.

A la izquierda, más lejos, detrás de una hilera de lámparas blancas y azules-un azul tan triste, tan desagradable como nunca había visto, como no imaginaba que pudiera ser nunca un azul-encima de una música de piano que parecía girar repitiendo siempre lo mismo, una mujer vestida de hombre, con gorra y un pañuelo rojo al cuello cantaba con voz incomprensible, fumando. Mirando a un lado y otro como si siguiera el viaje de sus palabras en el aire y quisiera saber hasta dónde podrían llegar, hasta dónde lograba empujarlas y encima de la cabeza de qué espectador caían, abajo de que mesa y en qué porción de tierra con pasto aplastado terminaban. Sobre el lejano escenario la mujer vestida de hombre no tenía cara. María Esperanza quedó con las espaldas recortadas al árbol, el mundo en las vértebras. Nada podía saber de lo que la mujer estaba cantando, pero alguna palabra escapada de la fiesta nocturna venía a darle una triste felicidad como la de un rato atrás, perdida en la sombra del banco. El cielo era negro y al mirarlo sintió que un aire frío llegaba de la playa, un aire que podía acabar con su energía y entregarla en forma definitiva al desconsuelo ella y su cuerpo, contemplados por el rostro malicioso del recuerdo en que no debía pensar.

Dejó el árbol y se puso a andar entre las mesas. Al dar un paso nadie la miraba y al mover la otra pierna todas las cabezas se volvían para mirarla, todas las sonrisas, los ojos brillantes, las caras con

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sudor giraban hacia ella, pero ya al paso siguiente avanzaba sola, no vista por nadie. Se detuvo. Se detuvo indecisa frente a la mesa de un hombre gordo de retinto bigote que bebía un jarro de cerveza, sin mirarla, mirando por encima de la espuma de la cerveza el zapateo en el escenario. Estaba sola como si hubiera traído el árbol consigo, como si escondiera el perfil en la tajeada corteza y la mano pudiera apoyarse, olvidada, en el nudo de borde pulido.

Una mujer movió un sombrero con flores al inclinarse riendo y en seguida las tres caras de los zapateadores estaban mirándola, todos los rostros se habían vuelto hacia ella y por más que caminara, sin perder, oh, gracias a Dios, aquel andar amorosamente ensayado, siempre tenía que pisar tontamente en el sitio donde la luz era más fuerte, donde convergían las luces de colores, las miradas de todas las personas sentadas a las mesas y que paseaban sin prisa, solas, en parejas, con niños, sin prisa por el parque en la fresca noche de verano. María Esperanza cerró los ojos, sintió que tenía una mueca en la boca, volvió a abrir los ojos y avanzó hacia la mesa del hombre gordo que bebía su cerveza y que la descubrió de pronto e hizo una cara de bondad mientras movía un poco con dos dedos el nudo de su corbata, tironeaba de las puntas del chaleco, apartaba sobre la mesa la jarra de cerveza. Mirándola siempre con una expresión bondadosa, tan bondadosa que ella susurró que no y pasó de largo, rozando el cuerpo en una hilera de cañas de hojas filosas que repitieron, arrastrándolo, su susurro.

Un escándalo de aplausos resonó allá a la izquierda, mientras la mujer vestida de hombre se inclinaba, la gorra en la mano, el pelo desparramado hasta casi tocar las lamparillas blancas y azules de aquel azul repugnante que era capaz de enfermarla a ella María Esperanza, sudando, sintiendo como se ablandaba la pintura de su cara y el dolor que le hacían los tacones se le hundía como un filo en los tobillos.

Y en seguida de los aplausos otra vez se pusieron, todo el mundo se puso a mirarla y la tonadillera que apareció dando una vuelta por el escenario después de los zapateadores, caminando rápidamente mientras la orquesta tocaba rápidamente un paso doble, se clavó una mano en la cintura y cantó riendo, mirándola, caminó dos o tres pasos y volvió a cantar para ella, mirándola, burlándose, conversando solamente con ella mientras un temblor de risa se corría por las cabezas del público en las mesas.

Entonces abandonó la pared de cañas y se acercó a un hombre flaco, que fumaba sin moverse, con un sombrero de paja abandonado contra la nuca y se detuvo a punto de tocarlo, mirándole la cara. El hombre continuó fumando y sus ojos pequeños y tristes miraban siempre hacia adelante. Ella giró velozmente y fue, recta, pero ahora con la marcha suya de todos los días, despacio, las manos colgando, hasta la mesa del hombre gordo que está bebiendo una segunda jarra de cerveza que dejó en seguida, al verla llegar, para repetir su

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sonrisa de bondad hasta que ella se sentó a su lado en la mesita de hierro. Vio que por un instante el hombre gordo la estuvo mirando con su cara de bondad. Luego la ensombreció para llamar al mozo, volvió a sonreír-aquella gruesa dulzura de jarabe que parecía explicar que ella, María Esperanza, era hija de un hombre gordo de bigote negro que tomaba cerveza en el parque en la fresca noche de verano-, le tomó una mano del regazo la llevó siempre cubierta por la suya hasta encima de la mesa y le hizo una pregunta, una risa, otra pregunta por todo dos preguntas que ella no alcanzó a comprender.

El infierno tan temido

La primera carta, la primera fotografía, le llegó al diario entre la medianoche y el cierre. Estaba golpeando la máquina, un poco hambriento, un poco enfermo por el café y el tabaco, entregado con familiar felicidad a la marcha de la frase y a la aparición dócil de las palabras. Estaba escribiendo "Cabe destacar que los señores comisarios nada vieron de sospechoso y ni siquiera de poco común en el triunfo consagratorio de Play Roy, que supo sacar partido de la cancha de invierno, dominar como saeta en la instancia decisiva", cuando vio la mano roja y manchada de tinta de Partidarias entre su cara y la máquina, ofreciéndole el sobre.

-Ésta es para vos. Siempre entreveran la correspondencia. Ni una maldita citación de los clubs, después vienen a llorar, cuando se acercan las elecciones ningún espacio les parece bastante. Y ya es medianoche y decime con qué querés que llene la columna.

El sobre decía su nombre, Sección Carreras. El Liberal. Lo único extraño era el par de estampillas verdes y el sello de Bahía. Terminó el artículo cuando subían del taller para reclamárselo. Estaba débil y contento, casi solo en el excesivo espacio de la redacción, pensando en la última frase: "Volvemos a afirmarlo, con la objetividad que desde hace años ponemos en todas nuestras aseveraciones. Nos debemos al público aficionado". El negro, en el fondo, revolvía sobres del archivo y la madura mujer de Sociales se quitaba lentamente los guantes en su cabina de vidrio, cuando Risso abrió descuidado el sobre.

Traía una foto, tamaño postal; era una foto parda, escasa de luz, en la que el odio y la sordidez se acrecentaban en los márgenes sombríos, formando gruesas franjas indecisas, como en relieve, como gotas de sudor rodeando una cara angustiada. Vio por sorpresa, no terminó de comprender, supo que iba a ofrecer cualquier cosa por olvidar lo que había visto.

Guardó la fotografía en un bolsillo y se fue poniendo el sobretodo mientras Sociales salía fumando de su garita de vidrio con un abanico de papeles en la mano.

-Hola -dijo ella-, ya me ve, a estas horas recién termina el sarao.

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Risso la miraba desde arriba. El pelo claro, teñido, las arrugas del cuello, la papada que caía redonda y puntiaguda como un pequeño vientre, las diminutas, excesivas alegrías que le adornaban las ropas. "Es una mujer, también ella. Ahora le miro el pañuelo rojo en la garganta, las uñas violentas en los dedos viejos y sucios de tabaco, los anillos y pulseras, el vestido que le dio en pago un modisto y no un amante, los tacos interminables tal vez torcidos, la curva triste de la boca, el entusiasmo casi frenético que le impone a las sonrisas. Todo va a ser más fácil si me convenzo de que también ella es una mujer".

-Parece una cosa hecha por gusto, planeada. Cuando yo llego usted se va, como si siempre me estuviera disparando. Hace un frío de polo afuera. Me dejan el material como me habían prometido, pero ni siquiera un nombre, un epígrafe. Adivine, equivóquese, publique un disparate fantástico. No conozco más nombres que el de los contrayentes y gracias a Dios. Abundancia y mal gusto, eso es lo que había. Agasajaron a sus amistades con una brillante recepción en casa de los padres de la novia. Ya nadie bien se casa en sábado. Prepárese, viene un frío de polo desde la rambla.

Cuando Risso se casó con Gracia César, nos unimos todos en el silencio, suprimimos los vaticinios pesimistas. Por aquel tiempo, ella estaba mirando a los habitantes de Santa María desde las carteleras de El Sótano, Cooperativa Teatral, desde las paredes hechas vetustas por el final del otoño. Intacta a veces, con bigotes de lápiz o desgarrada por uñas rencorosas, por las primeras lluvias otras volvía a medias la cabeza para mirar la calle, alerta, un poco desafiante, un poco ilusionada por la esperanza de convencer y ser comprendida. Delatada por el brillo sobre los lacrimales que había impuesto la ampliación fotográfica de Estudios Orloff, había también en su cara la farsa del amor por la totalidad de la vida, cubriendo la busca resuelta y exclusiva de la dicha.

Lo cual estaba bien, debe haber pensado él, era deseable y necesario, coincidía con el resultado de la multiplicación de los meses de viudez de Risso por la suma de innumerables madrugadas idénticas de sábado en que había estado repitiendo con acierto actitudes corteses de espera y familiaridad en el prostíbulo de la costa. Un brillo, el de los ojos del afiche, se vinculaba con la frustrada destreza con que él volvía a hacerle el nudo a la siempre flamante y triste corbata de luto frente al espejo ovalado y móvil del dormitorio del prostíbulo.

Se casaron, y Risso creyó que bastaba con seguir viviendo como siempre, pero dedicándole a ella, sin pensarlo, sin pensar casi en ella, la furia de su cuerpo, la enloquecida necesidad de absolutos que lo poseía durante las noches alargadas.

Ella imaginó en Risso un puente, una salida, un principio. Había atravesado virgen dos noviazgos -un director, un actor-, tal vez porque para ella el teatro era un oficio además de un juego y

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pensaba que el amor debía nacer y conservarse aparte, no contaminado por lo que se hace para ganar dinero y olvido. Con uno y otro estuvo condenada a sentir en las citas en las plazas, la rambla o el café, la fatiga de los ensayos, el esfuerzo de adecuación la vigilancia de la voz y de las manos. Presentía su propia cara siempre un segundo antes de cualquier expresión, como si pudiera mirarla o palpársela. Actuaba animosa e incrédula, medía sin remedio su farsa y la del otro, el sudor y el polvo del teatro que los cubrían, inseparables, signos de la edad.

Cuando llegó la segunda fotografía, desde Asunción y con un hombre visiblemente distinto Risso temió, sobre todo, no ser capaz de soportar un sentimiento desconocido que no era ni odio ni dolor, que moriría con él sin nombre, que se emparentaba con la injusticia y la fatalidad, con el primer miedo del primer hombre sobre la tierra, con el nihilismo y el principio de la fe.

La segunda fotografía le fue entregada por Policiales, un miércoles de noche. Los jueves eran los días en que podía disponer de su hija desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche. Decidió romper el sobre sin abrirlo, lo guardó y recién en la mañana del jueves mientras su hija lo esperaba en la sala de la pensión, se permitió una rápida mirada a la cartulina, antes de romperla sobre el waterclós: también aquí el hombre estaba de espaldas.

Pero había mirado muchas veces la foto de Brasil. La conservó durante un día entero y en la madrugada estuvo imaginando una broma, un error un absurdo transitorio. Le había sucedido ya, había despertado muchas veces de una pesadilla, sonriendo servil y agradecido a las flores de las paredes del dormitorio.

Estaba tirado en la cama cuando extrajo el sobre del saco y la foto del sobre.

-Bueno-dijo en voz alta-, está bien, es cierto y es así. No tiene ninguna importancia, aunque no lo viera sabría que sucede.

(Al sacar la fotografía con el disparador automático, al revelarla en el cuarto oscurecido, bajo el brillo rojo y alentador de la lámpara, es probable que ella haya previsto esta reacción de Risso, este desafío, esta negativa a liberarse en el furor. Había previsto también, o apenas deseado, con pocas, mal conocidas esperanzas, que él desenterrara de la evidente ofensa, de la indignidad asombrosa, un mensaje de amor.)

Volvió a protegerse antes de mirar: "Estoy solo y me estoy muriendo de frío en una pensión de la calle Piedras, en Santa María, en cualquier madrugada, solo y arrepentido de mi soledad como si la hubiera buscado, orgulloso como si la hubiera merecido".

En la fotografía la mujer sin cabeza clavaba ostentosamente los talones en un borde de diván, aguardaba la impaciencia del hombre oscuro, agigantado por el inevitable primer plano, estaría segura de

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que no era necesario mostrar la cara para ser reconocida. En el dorso, su letra calmosa decía "Recuerdos de Bahía".

En la noche correspondiente a la segunda fotografía pensó que podía comprender la totalidad de la infamia y aun aceptarla. Pero supo que estaban más allá de su alcance la deliberación, la persistencia, el organizado frenesí con que se cumplía la venganza. Midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir.

Cuando Gracia conoció a Risso pudo suponer muchas cosas actuales y futuras. Adivinó su soledad mirándole la barbilla y un botón del chaleco; adivinó que estaba amargado y no vencido, y que necesitaba un desquite y no quería enterarse. Durante muchos domingos le estuvo mirando en la plaza, antes de la función, con cuidadoso cálculo, la cara hosca y apasionada, el sombrero pringoso abandonado en la cabeza, el gran cuerpo indolente que él empezaba a dejar engordar. Pensó en el amor la primera vez que estuvieron solos, o en el deseo, o en el deseo de atenuar con su mano la tristeza del pómulo y la mejilla del hombre. También pensó en la ciudad, en que la única sabiduría posible era la de resignarse a tiempo. Tenía veinte años y Risso cuarenta. Se puso a creer en él, descubrió intensidades de la curiosidad, se dijo que solo se vive de veras cuando cada día rinde su sorpresa.

Durante las primeras semanas se encerraba para reírse a solas, se impuso adoraciones fetichistas, aprendió a distinguir los estados de ánimo por los olores. Se fue orientando para descubrir qué había detrás de la voz, de los silencios, de los gustos y de las actitudes del cuerpo del hombre. Amó a la hija de Risso y le modificó la cara, exaltando los parecidos con el padre. No dejó el teatro porque el Municipio acababa de subvencionarlo y ahora tenía ella en el sótano un sueldo seguro, un mundo separado de su casa, de su dormitorio, del hombre frenético e indestructible. No buscaba alejarse de la lujuria; quería descansar y olvidarla, permitir que la lujuria descansara y olvidara. Hacía planes y los cumplía, estaba segura de la infinitud del universo del amor, segura de que cada noche les ofrecería un asombro distinto y recién creado.

-Todo -insistía Risso-, absolutamente todo puede sucedernos y vamos a estar siempre contentos y queriéndonos. Todo; ya sea que invente Dios o inventemos nosotros.

En realidad, nunca había tenido antes una mujer y creía fabricar lo que ahora le estaban imponiendo. Pero no era ella quien lo imponía, Gracia César, hechura de Risso, segregada de él para completarlo, como el aire al pulmón, como el invierno al trigo.

La tercera foto demoró tres semanas. Venía también de Paraguay y no le llegó al diario, sino a la pensión y se la trajo la mucama al final de una tarde en que él despertaba de un sueño en que le había sido aconsejado defenderse del pavor y la demencia conservando toda

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futura fotografía en la cartera y hacerla anecdótica, impersonal, inofensiva, mediante un centenar de distraídas miradas diarias.

La mucama golpeó la puerta y él vio colgar el sobre de las tabillas de la persiana, comenzó a percibir cómo destilaba en la penumbra, en el aire sucio, su condición nociva, su vibrátil amenaza. Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastara a la espera del descuido, del error propicio.

En la tercera fotografía ella estaba sola, empujando con su blancura las sombras de una habitación mal iluminada, con la cabeza dolorosamente echada hacia atrás, hacia la cámara, cubiertos a medias los hombros por el negro pelo suelto, robusta y cuadrúpeda. Tan inconfundible ahora como si se hubiera hecho fotografiar en cualquier estudio y hubiera posado con la más tierna, significativa y oblicua de sus sonrisas.

Solo tenía ahora, Risso, una lástima irremediable por ella, por él, por todos los amantes que habían amado en el mundo, por la verdad y error de sus creencias, por el simple absurdo del amor y por el complejo absurdo del amor creado por los hombres.

Pero también rompió esta fotografía y supo que le sería imposible mirar otra y seguir viviendo. Pero en el plano mágico en que habían empezado a entenderse y a dialogar, Gracia estaba obligada a enterarse de que él iba a romper las fotos apenas llegaran, cada vez con menos curiosidad, con menor remordimiento.

En el plano mágico, todos los groseros o tímidos hombres urgentes no eran más que obstáculos, ineludibles postergaciones del acto ritual de elegir en la calle, en el restaurante o en el café al más crédulo e inexperto, al que podía prestarse sin sospecha y con un cómico orgullo a la exposición frente a la cámara y al disparador, al menos desagradable entre los que pudieran creerse aquella memorizada argumentación de viajante de comercio.

-Es que nunca tuve un hombre así, tan único, tan distinto. Y nunca sé, metida en esta vida de teatro, dónde estaré mañana y si volveré a verte. Quiero por lo menos mirarte en una fotografía cuando estemos lejos y te extrañe.

Y después de la casi siempre fácil convicción, pensando en Risso o dejando de pensar para mañana, cumpliendo el deber que se había impuesto, disponía las luces, preparaba la cámara y encendía al hombre. Si pensaba en Risso, evocaba un suceso antiguo, volvía a reprocharle no haberle pegado, haberla apartado para siempre con un insulto desvaído, una sonrisa inteligente, un comentario que la mezclaba a ella con todas las demás mujeres. Y sin comprender; demostrando a pesar de noches y frases que no había comprendido nunca.

Sin exceso de esperanzas, trajinaba sudorosa por la siempre sórdida y calurosa habitación de hotel, midiendo distancias y luces,

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corrigiendo la posición del cuerpo envarado del hombre. Obligando, con cualquier recurso, señuelo, mentira crapulosa, a que se dirigiera hacia ella la cara cínica y desconfiada del hombre de turno. Trataba de sonreír y de tentar, remedaba los chasquidos cariñosos que se hacen a los recién nacidos, calculando el paso de los segundos, calculando al mismo tiempo la intensidad con que la foto aludiría a su amor con Risso.

Pero como nunca pudo saber esto, como incluso ignoraba si las fotografías llegaban o no a manos de Risso, comenzó a intensificar las evidencias de las fotos y las convirtió en documentos que muy poco tenían que ver con ellos, Risso y Gracia.

Llegó a permitir y ordenar que las caras adelgazadas por el deseo, estupidizadas por el viejo sueño masculino de la posesión, enfrentaran el agujero de la cámara con una dura sonrisa, con una avergonzada insolencia. Consideró necesario dejarse resbalar de espaldas e introducirse en la fotografía hacer que su cabeza, su corta nariz, sus grandes ojos impávidos descendieran desde la nada del más allá de la foto para integrar la suciedad del mundo, la torpe, errónea visión fotográfica, las sátiras del amor que se había jurado mandar regularmente a Santa María. Pero su verdadero error fue cambiar las direcciones de los sobres.

La primera separación, a los seis meses del casamiento, fue bienvenida y exageradamente angustiosa. El Sótano-ahora Teatro Municipal de Santa María-subió hasta El Rosario. Ella reiteró allí el mismo viejo juego alucinante de ser una actriz entre actores, de creer en lo que sucedía en el escenario. El público se emocionaba, aplaudía o no se dejaba arrastrar. Puntualmente se imprimían programas y críticas; y la gente aceptaba el juego y lo prolongaba hasta el fin de la noche, hablando de lo que había visto y oído, y pagado para ver y oír, conversando con cierta desesperación, con cierto acicateado entusiasmo, de actuaciones, decorados, parlamentos y tramas.

De modo que el juego, el remedo, alternativamente melancólico y embriagador, que ella iniciaba acercándose con lentitud a la ventana que caía sobre el fiord, estremeciéndose y murmurando para toda la sala: "Tal vez... pero yo también llevo una vida de recuerdos que permanecen extraños a los demás", también era aceptado en El Rosario; Siempre caían naipes en respuesta al que ella arrojaba, el juego se formalizaba y ya era imposible distraerse y mirarlo de afuera.

La primera separación duró exactamente cincuenta y dos días y Risso trató de copiar en ellos la vida que había llevado con Gracia César durante los seis meses de matrimonio. Ir a la misma hora al mismo café, al mismo restaurante, ver a los mismos amigos, repetir en la rambla silencios y soledades, caminar de regreso a la pensión sufriendo obcecado las anticipaciones del encuentro, removiendo en la frente y en la boca imágenes excesivas que nacían de recuerdos perfeccionados o de ambiciones irrealizables.

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Eran diez o doce cuadras, ahora solo y más lento, a través de noches molestadas por vientos tibios y helados, sobre el filo inquieto que separaba la primavera del invierno. Le sirvieron para medir su necesidad y su desamparo, para saber que la locura que compartían tenía por lo menos la grandeza de carecer de futuro, de no ser medio para nada.

En cuanto a ella, había creído que Risso daba un lema al amor común cuando susurraba, tendido, con fresco asombro, abrumado:

-Todo puede suceder y vamos a estar siempre felices y queriéndonos.

Ya la frase no era un juicio, una opinión, no expresaba un deseo. Les era dictada e impuesta, era una comprobación, una verdad vieja. Nada de lo que ellos hicieran o pensaran podría debilitar la locura, el amor sin salida ni alteraciones. Todas las posibilidades humanas podían ser utilizadas y todo estaba condenado a servir de alimento.

Creyó que fuera de ellos, fuera de la habitación, se extendía un mundo desprovisto de sentido, habitado por seres que no importaban, poblado por hechos sin valor.

Así que solo pensó en Risso, en ellos, cuando el hombre empezó a esperarla en la puerta del teatro, cuando la invitó y la condujo, cuando ella misma se fue quitando la ropa.

Era la última semana en El Rosario y ella consideró inútil hablar de aquello en las cartas a Risso; porque el suceso no estaba separado de ellos y a la vez nada tenía que ver con ellos; porque ella había actuado como un animal curioso y lúcido, con cierta lástima por el hombre, con cierto desdén por la pobreza de lo que estaba agregando a su amor por Risso. Y cuando volvió a Santa María, prefirió esperar hasta una víspera de jueves-porque los jueves Risso no iba al diario-, hasta una noche sin tiempo, hasta una madrugada idéntica a las veinticinco que llevaban vividas.

Lo empezó a contar antes de desvestirse, con el orgullo y la ternura de haber inventado, simplemente, una nueva caricia. Apoyado en la mesa, en mangas de camisa, él cerró los ojos y sonrió. Después la hizo desnudar y le pidió que repitiera la historia, ahora de pie, moviéndose descalza sobre la alfombra y casi sin desplazarse de frente y de perfil, dándole la espalda y balanceando el cuerpo mientras lo apoyaba en una pierna y otra. A veces ella veía la cara larga y sudorosa de Risso, el cuerpo pesado apoyándose en la mesa, protegiendo con los hombros el vaso de vino, y a veces solo los imaginaba, distraída, por el afán de fidelidad en el relato, por la alegría de revivir aquella peculiar intensidad de amor que había sentido por Risso en El Rosario, junto a un hombre de rostro olvidado, junto a nadie, junto a Risso.

-Bueno; ahora te vestís otra vez-dijo él, con la misma voz asombrada y ronca que había repetido que todo era posible, que todo sería para ellos.

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Ella le examinó la sonrisa y volvió a ponerse las ropas. Durante un rato estuvieron los dos mirando los dibujos del mantel, las manchas, el cenicero con el pájaro de pico quebrado. Después él terminó de vestirse y se fue, dedicó su jueves, su día libre, a conversar con el doctor Guiñazú, a convencerlo de la urgencia del divorcio, a burlarse por anticipado de las entrevistas de reconciliación.

Hubo después un tiempo largo y malsano en el que Risso quería volver a tenerla y odiaba simultáneamente la pena y el asco de todo imaginable reencuentro. Decidió después que necesitaba a Gracia y ahora un poco más que antes. Que era necesaria la reconciliación y que estaba dispuesto a pagar cualquier precio siempre que no interviniera su voluntad, siempre que fuera posible volver a tenerla por las noches sin decir que sí ni siquiera con su silencio.

Volvió a dedicar los jueves a pasear con su hija y a escuchar la lista de predicciones cumplidas que repetía la abuela en las sobremesas. Tuvo de Gracia noticias cautelosas y vagas, comenzó a imaginarla como a una mujer desconocida, cuyos gestos y reacciones debían ser adivinados o deducidos; como a una mujer preservada y solitaria entre personas y lugares, que le estaba predestinada y a la que tendría que querer, tal vez desde el primer encuentro. Casi un mes después del principio de la separación, Gracia repartió direcciones contradictorias y se fue de Santa María.

-No se preocupe -dijo Guiñazú-. Conozco bien a las mujeres y algo así estaba esperando. Esto confirma el abandono del hogar y simplifica la acción que no podrá ser dañada por una evidente maniobra dilatoria que está evidenciando la sinrazón de la parte demandada.

Era aquél un comienzo húmedo de primavera, y muchas noches Risso volvía caminando del diario, del café, dándole nombres a la lluvia, avivando su sufrimiento como si soplara una brasa, apartándolo de sí para verlo mejor e increíble, imaginando actos de amor nunca vividos para ponerse en seguida a recordarlos con desesperada codicia.

Risso había destruido, sin mirar, los últimos tres mensajes. Se sentía ahora, y para siempre, en el diario y en la pensión, como una alimaña en su madriguera, como una bestia que oyera rebotar los tiros de los cazadores en la puerta de su cueva. Solo podía salvarse de la muerte y de la idea de la muerte forzándose a la quietud y a la ignorancia. Acurrucado, agitaba los bigotes y el morro, las patas; solo podía esperar el agotamiento de la furia ajena. Sin permitirse palabras ni pensamientos, se vio forzado a empezar a entender; a confundir a la Gracia que buscaba y elegía hombres y actitudes para las fotos, con la muchacha que había planeado, muchos meses atrás, vestidos, conversaciones, maquillajes, caricias a su hija para conquistar a un viudo aplicado al desconsuelo, a este hombre que ganaba un sueldo escaso y que solo podía ofrecer a las mujeres una asombrada, leal, incomprensión.

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Había empezado a creer que la muchacha que le había escrito largas y exageradas cartas en las breves separaciones veraniegas del noviazgo era la misma que procuraba su desesperación y su aniquilamiento enviándole las fotografías. Y llegó a pensar que, siempre, el amante que ha logrado respirar en la obstinación sin consuelo de la cama el olor sombrío de la muerte, está condenado a perseguir -para él y para ella-la destrucción, la paz definitiva de la nada.

Pensaba en la muchacha que se paseaba del brazo de dos amigas en las tardes de la rambla, vestida con los amplios y taraceados vestidos de tela endurecida que inventaba e imponía el recuerdo, y que atravesaba la obertura del Barbero que coronaba el concierto dominical de la banda para mirarlo un segundo. Pensaba en aquel relámpago en que ella hacía girar su expresión enfurecida de oferta y desafío, en que le mostraba de frente la belleza casi varonil de una cara pensativa y capaz, en que lo elegía a él, entontecido por la viudez. Y, poco a poco, iba admitiendo que aquella era la misma mujer desnuda, un poco más gruesa, con cierto aire de aplomo y de haber sentado cabeza, que le hacía llegar fotografías desde Lima, Santiago y Buenos Aires.

Por qué no, llegó a pensar, por qué no aceptar que las fotografías, su trabajosa preparación, su puntual envío, se originaban en el mismo amor, en la misma capacidad de nostalgia, en la misma congénita lealtad.

La próxima fotografía le llegó desde Montevideo; ni al diario ni a la pensión. Y no llegó a verla. Salía una noche de El Liberal cuando escuchó la renguera del viejo Lanza persiguiéndolo en los escalones, la tos estremecida a su espalda, la inocente y tramposa frase del prólogo. Fueron a comer al Baviera; y Risso pudo haber jurado después haber estado sabiendo que el hombre descuidado, barbudo, enfermo, que metía y sacaba en la sobremesa un cigarrillo humedecido de la boca hundida, que no quería mirarle los ojos, que recitaba comentarios obvios sobre las noticias que UP había hecho llegar al diario durante la jornada, estaba impregnado de Gracia, o del frenético aroma absurdo que destila el amor.

-De hombre a hombre-dijo Lanza con resignación-. O de viejo que no tiene más felicidad en la vida que la discutible de seguir viviendo. De un viejo a usted; y yo no sé, porque nunca se sabe, quién es usted. Sé de algunos hechos y he oído comentarios. Pero ya no tengo interés en perder el tiempo creyendo o dudando. Da lo mismo. Cada mañana compruebo que sigo vivo, sin amargura y sin dar las gracias. Arrastro por Santa María y por la redacción una pierna enferma y la arteriosclerosis, me acuerdo de España, corrijo las pruebas, escribo y a veces hablo demasiado. Como esta noche. Recibí una sucia fotografía y no es posible dudar sobre quién la mandó. Tampoco puedo adivinar por qué me eligieron a mí. Al dorso dice: "Para ser donada a la colección Risso", o cosa parecida. Me llegó el sábado y

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estuve dos días pensando si dársela o no. Llegué a creer que lo mejor era decírselo porque mandarme eso a mí es locura sin atenuantes y tal vez a usted le haga bien saber que está loca. Ahora está usted enterado; solo le pido permiso para romper la fotografía sin mostrársela.

Risso dijo que sí y aquella noche, mirando hasta la mañana la luz del farol de la calle en el techo del cuarto, comprendió que la segunda desgracia, la venganza era esencialmente menos grave que la primera, la traición, pero también mucho menos soportable. Sentía su largo cuerpo expuesto como un nervio al dolor del aire, sin amparo, sin poderse inventar un alivio.

La cuarta fotografía no dirigida a él la tiró sobre la mesa la abuela de su hija, el jueves siguiente. La niña se había ido a dormir y la foto estaba nuevamente dentro del sobre. Cayó entre el sifón y la dulcera, largo, atravesado y teñido por el reflejo de una botella, mostrando entusiastas letras en tinta azul.

-Comprenderás que después de esto... -tartamudeó la abuela. Revolvía el café y miraba la cara de Risso, buscándole en el perfil el secreto de la universal inmundicia, la causa de la muerte de su hija, la explicación de tantas cosas que ella había sospechado sin coraje para creerlas-. Comprenderás-repitió con furia, con la voz cómica y envejecida.

Pero no sabía qué era necesario comprender y Risso tampoco comprendía aunque se esforzara, mirando el sobre que había quedado enfrentándolo, con un ángulo apoyado en el borde del plato.

Afuera la noche estaba pesada y las ventanas abiertas de la ciudad mezclaban al misterio lechoso del cielo los misterios de las vidas de los hombres sus afanes y sus costumbres. Volteado en su cama Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y de la inteligencia. Sucedía, simplemente, desde el contacto de los pies con los zapatos hasta las lágrimas que le llegaban a las mejillas y al cuello. La comprensión sucedía en él, y él no estaba interesado en saber qué era lo que comprendía, mientras recordaba o estaba viendo su llanto y su quietud, la alargada pasividad del cuerpo en la cama, la comba de las nubes en la ventana, escenas antiguas y futuras. Veía la muerte y la amistad con la muerte, el ensoberbecido desprecio por las reglas que todos los hombres habían consentido acatar, el auténtico asombro de la libertad. Hizo pedazos la fotografía sobre el pecho, sin apartar los ojos del blancor de la ventana, lento y diestro, temeroso de hacer ruido o interrumpir. Sintió después el movimiento de un aire nuevo, acaso respirado en la niñez, que iba llenando la habitación y se extendía con pereza inexperta por las calles y los desprevenidos edificios, para esperarlo y darle protección mañana y en los días siguientes.

Estuvo conociendo hasta la madrugada, como a ciudades que le habían parecido inalcanzables, el desinterés, la dicha sin causa, la

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aceptación de la soledad. Y cuando despertó a mediodía cuando se aflojó la corbata y el cinturón y el reloj pulsera, mientras caminaba sudando hasta el pútrido olor a tormenta de la ventana, lo invadió por primera vez un paternal cariño hacia los hombres y hacia lo que los hombres habían hecho y construido. Había resuelto averiguar la dirección de Gracia, llamarla o irse a vivir con ella.

Aquella noche en el diario fue un hombre lento y feliz, actuó con torpezas de recién nacido, cumplió su cuota de cuartillas con las distracciones y errores que es común perdonar a un forastero. La gran noticia era la imposibilidad de que Ribereña corriera en San Isidro, porque estamos en condiciones de informar que el crédito del stud El Gorrión amaneció hoy manifestando dolencias en uno de los remos delanteros, evidenciando inflamación a la cuerda lo que dice a las claras de la entidad del mal que lo aqueja.

-Recordando que él hacía Hípicas-contó Lanza-, uno intenta explicar aquel desconcierto comparándolo al del hombre que se jugó el sueldo a un dato que le dieron y confirmaron el cuidador, el jockey, el dueño y el propio caballo. Porque aunque tenía, según se sabrá, los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María, lo que me estuvo mostrando media hora antes de hacerlo no fue otra cosa que el razonamiento y la actitud de un hombre estafado. Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento. Porque en ningún momento llamó yegua a la yegua que estuvo repartiendo las soeces fotografías por toda la ciudad, y ni siquiera aceptó caminar por el puente que yo le tendía, insinuando, sin creerla, la posibilidad de que la yegua-en cueros y alzada como prefirió divulgarse, o mimando en el escenario los problemas ováricos de otras yeguas hechas famosas por el teatro universal-, la posibilidad de que estuviera loca de atar. Nada. Él se había equivocado, y no al casarse con ella sino en otro momento que no quiso nombrar. La culpa era de él y nuestra entrevista fue increíble y espantosa. Porque ya me había dicho que iba a matarse y ya me había convencido de que era inútil y también grotesco y otra vez inútil argumentar para salvarlo. Y hablaba fríamente conmigo, sin aceptar mis ruegos de que se emborrachara. Se había equivocado, insistía; él y no la maldita arrastrada que le mandó la fotografía a la pequeña, al Colegio de Hermanas. Tal vez pensando que abriría el sobre la hermana superiora, acaso deseando que el sobre llegara intacto hasta las manos de la hija de Risso, segura esta vez de acertar en lo que Risso tenía de veras vulnerable.