olga orozco: "y todavía la rueda"

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Fragmento de "La oscuridad es otro sol".

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Y TODAVA LA RUEDA Olga Orozco, La oscuridad es otro sol (1967) La marcha es irrevocable, como si furamos adentro de una rueda, pero vamos a caballo. Al galope, en un caballo blanco, desde Teln hasta Toay. Para m es igual que ir en la grupa del viento tormentoso, y aunque el caballo no pueda salir del crculo de la rueda, me aferro desesperadamente al poncho del abuelo Damin. [...] Me propuse no volver la cabeza para que nada nos hiciera regresar. Tampoco puedo mirar a los costados para que la casa no vuelva a estar all, para que no me sumerja de nuevo en esos cuartos que huelen a no salir jams. Esos cuartos donde los muebles oscuros miran con hambre desde las cerraduras, donde las plantas carnosas se van inflando imperceptiblemente entre las sombras y las lmparas bajan un prpado amarillo para encubrir lo que no se ve. [...] Yo tena el retrato de la muerte hace diez das. Lo mir para probar, y segu mirando hasta que la mirada se mare, o se fue hacia abajo del agua, o al borde de una llama, y entonces, en esa figura que ya era como el retrato de un temblor o de un escalofro, pero quieto, apareci la cara de mi hermano Alejandro. Cerr los ojos, y con mis ojos cerrados lo vi con sus ojos cerrados. Tena las mejillas ms hundidas, los labios plidos y un color muy triste, un color de no volver ms a ningn otro color, sino de ir desapareciendo cada vez ms dentro de ese mismo color. Despus se me olvid, hasta que el abuelo Damin fue a buscarme y me trajo a Teln hace tres das, y yo no pregunt, porque saba que era sa la cara que nos llevaba, la que iba girando en las ruedas del coche con su color de no volver. Y eso era estar muerto, aunque yo no supiera nada ms. Nada ms que se me contagi hasta ahora, porque desde entonces siento debajo de los prpados otros prpados cerrados que ninguna fuerza, ningn asombro podran volver a levantar; mi sangre corre arrastrando una sangre inmvil, pesada como una piedra que contina hasta que tambin la ma sea piedra; mi corazn late sobre un corazn paralizado definitivamente por la escarcha. Ahora mismo me est helando las lgrimas. Nos hemos detenido. El abuelo Damin desmonta y ata el caballo a un poste. Yo me aprieto los ojos con los puos para que crea que es solamente sueo. Cuando vuelvo a mirar ahora puedo mirar a los costados porque s que nada podr detener la rueda que nos lleva de vuelta sin el coche ya est adentro del almacn, adentro del fro jadeante y azul iluminado por dos lmparas de alcohol. Es intemporal. Tan ajeno y tan cercano como un rbol. Todo depende de la proteccin o el desamparo que uno encuentre en el silencio. Est hecho tambin, como los rboles, de una sustancia arrogante, impasible, pausada, cavilosa y sin sueo. Es el abuelo Damin y no el abuelo, simplemente y sin ms, porque no es el padre sino el to de mi madre. Para otros es el abuelo, simplemente y sin ms, pero no por eso es menos rbol, sobre todo en la noche, cuando los rboles y l se aslan en su seoro de patriarcas, en ese misterio levemente neblinoso que se parece a un sueo por fuera, y que sin duda es el arma que los labra a l y a los rboles y les impide dormir. Como en este momento en que se acerca aunque siempre parece que fuera uno el que avanzara y me extiende un paquete que no tiene el aspecto de un regalo, sino de algo que fue depositado para cualquiera en la rama del rbol, y desata el caballo y monta. Giramos otra vez en un rayo de la rueda; en el centro del eje, la cara de Alejandro. Nuevamente al galope. Pero ahora no tengo temor de las bestias que urde la noche a mis espaldas, ni de la mano impensable que se alarga para arrebatarme, porque el abuelo Damin me ha corrido hacia adelante en el recado, y me protege la espalda con su cuerpo y los costados con la barrera que forman el brazo que me cie y las dos riendas. Quin le habl de mis miedos? En adelante, cualquier forma que tome el camino podr ser descubierta por l al mismo tiempo que por m. Siempre tengo menos miedo a lo que enfrento con los ojos que a lo que pueda sorprenderme sin que yo lo haya visto. Por eso duermo con la espalda pegada a la pared y no puedo

sentarme sino dando la cara frente a una puerta abierta. [...] No quiero mirar hacia abajo para no ver de qu trama est hecho eso que era el camino y todava nos lanza hacia delante, pero que en cualquier momento se cierra en el fondo y hacia atrs y nos deja en la bolsa, en cualquier momento... Si miro me deslizo, me caigo hacia adentro y hacia abajo, me caigo como una piedra fra por la boca del estmago, quin sabe hasta qu profundidad, si no consigo asirme a algo todava desde afuera. Echada hacia adelante me aferro con las dos manos a las crines del caballo. Querra pegarme a l, querra entrar en l a travs de la piel, si me lo permitiera. Estar en cuatro pies o ms es mi verdadera condicin. Me han colocado en dos para medirme con un mundo que no me corresponde, que marcha a otra carrera, que se desliza hacia atrs llevndose adherido el extremo ms interior de mi organismo, y por lo tanto me va desenrollando de esta rueda de vaco que gira a una velocidad endemoniada en el centro de m. Yo hablaba de tejidos! Me estn destejiendo, estn devanando mi madeja de misterio, me estn desprendiendo de una trama en la que me crea entretejida hasta el final, y el hueco de la rueda aumenta por dentro vertiginosamente, devora mis sostenes con un sabor a gris pulverizado, a viento que se infla, a vmito de ayuno. No entiendo la sustancia que me abandona ni puedo asimilar esta nusea giratoria que la reemplaza. Si me arrojo ahora mismo del caballo, la sustancia que me abandona regresar de golpe a mi interior como un elstico, colmar a la nusea y estallar en miles de pedazos: si contino en el caballo, seguir adelantndose hacia atrs, y la rueda de nusea, despus de tocar fondo, arrojar mi cscara sin nada contra alguna pared del universo. Por qu me estn volviendo del revs? Y hasta cundo? El caballo sacude la cabeza, relincha. Disminuye la marcha. El brazo del abuelo Damin aprieta mi cintura y su mano arroja mi cabeza hacia atrs apoyndola con firmeza contra su estmago. Nos detenemos. Desciende y me baja del caballo. Me tiemblan las piernas hasta la cabeza. Es una vibracin ascendente, a pequeas sacudidas elctricas, una marea cida que corroe mis huesos, los afloja, choca contra mi estatura y me convierte en trapo. No la siento bajar, pero asciende nuevamente sin embargo, y seguir ascendiendo a lo largo de toda mi vida, chocando contra todas las cifras de mis aos. Me dejo caer sentada sobre la tierra reseca y lloro. La medida del llanto es la medida de la fuerza que recupero, la conciencia del desamparo, la reincorporacin al muro que se opone. Qu se opone a qu? A algo que me solicita y que rechazo a medias, a algo que quiero explorar sin proponrmelo, pero que no me permite entrar, sino a condicin de que me desprenda totalmente de mis vsceras, de que me abandone a sus fuerzas sin recurrir a ninguno de mis poderes. El abuelo Damin, en cuclillas a mi lado, me acaricia la cabeza y murmura solamente: Pobrecita!. Si dice algo ms, es algo que se identifica con mi voz y con mis pensamientos porque no lo distingo. Nada ms que Pobrecita! Pobrecita!, nada ms. La misma soledad que estar con Dios, con Dios que se fracciona para actuar con mis actos y sentir con mis sentimientos, que se aleja de su unidad con mis profanaciones y avanza hacia ella con mi amor. Un testigo imparcial a lo largo de un viaje inevitable entre las pesadillas, hasta el fin de los siglos. Podramos quedarnos hasta entonces aqu, hasta que nos cubra esta arena que empieza a levantarse y a girar, cada vez ms numerosa, cada vez a mayor velocidad. Ahora estamos otra vez sobre el caballo. Avanzamos lentamente contra el viento, casi de costado. entre los sedientos remolinos. Va a empezar a llover. Estn clamando por la lluvia estas mil bocas que lanzan en todas direcciones su aliento desolado. De pronto enmudecen, asombradas ante la sbita amonestacin del relmpago. Se apaga y se enciende, colrico, amenazador. [...] A esa luz contemplo, absorta, los caramelos que el abuelo Damin me dio, como si los dejara en una rama, la primera vez que nos detuvimos, y que he mantenido apretados durante todo este tiempo sin advertir que el papel se ha desgarrado, que son caramelos y que tengo la mano pegajosa. Son perfectas piedrecitas opacas, rosadas, celestes y grises, con las irregularidades, los declives, los relieves de cualquier piedrecita que slo se guarda para sentirse acompaado o para mirar a la luz y recordar. Tal vez stas sirvan para no recordar. Deben de ser dulces pero tristes, como cualquier recuerdo que se paladea antes de olvidar. Son el soborno para mi pena y mi miedo. Las contemplo en su humildad bajo otra luz, con una infinita compasin, con una piedad de miel cristalizada que

me lastima la garganta. Las veo tan desvalidas como yo. Porque nunca encontr en este mundo un objeto de trueque para mi pena o para mi miedo. Cualquier moneda de cambio los aumenta, porque cambia inmediatamente de valor; adquiere el precio de mi compasin a costa de mi desamparo, aun en los casos en que esa moneda lleva estampada la efigie de lo adverso. Estafas, venganzas, resentimientos, no compraron en m ms que un terreno de compasin donde crecen como locos los matorrales de otra pena y otro miedo, amparados por mi propio desamparo. Fundo esos dominios con estas piedrecitas insolubles, opacas, rosadas, celestes y grises. Edifico sobre ellas la morada de mi fortaleza y mi carencia, mientras la arena castiga sin cesar mis dos mejillas. El caballo relincha, se alza en dos patas, sacude nerviosamente la cabeza, se resiste a seguir. Algo se acerca. Algo viene rodando por el camino sin ninguna rueda. Entre dos parpadeos del relmpago distingo una masa nebulosa. Es un inmenso organismo parduzco y espinoso, hecho de atmsfera y de agresividad. Avanza, liviano y vacilante, sin piel ni corazn, y por lo tanto aparentemente sin misterio. Pero pertenece al mundo de la repeticin insondable, que crece por fuera; al mundo de la amenaza involuntaria y ciega, tal vez el ms peligroso, porque la poderosa negacin de la voluntad acta desde todas partes, sin mostrarse. Quin sabe desde qu distancia ordena que este emisario de la fatalidad emita una prolongacin desde lo informe, que nos envuelva y nos incorpore como el agua, la sombra o una mancha! Y bien, que llegue, que nos invada, que nos convierta en otra adherencia idntica al resto de su erizada nada. Caballo, anciano y nia seguiremos andando dentro de otra rueda de incontrolada e irreversible fatalidad, cuyo centro continuar girando simplemente con las agujas del reloj hasta la absurda consumacin del absurdo universo. Pero no; pasa rozndonos y sigue. Y seguir creciendo en su aridez, agregando a su mole gigantesca otras moles idnticas, desenraizadas y sin un destino final. He conocido atroces instantes que se le parecan. Era un cardo ruso dice sencillamente el abuelo Damin. Y caballo, anciano y nia continuamos nuestra marcha irrevocable, hecha de silencio, penuria y obstinacin. [...]. Es imposible respirar en medio del fro quieto. No puedo absorber esta mscara helada que se ajusta a mi cara. Todo se ha detenido. Soy una habitante de la momia del mundo. Han embalsamado el aire y el paisaje que no veo. Tal vez hayan embalsamado tambin al abuelo Damin y al caballo, en este movimiento de vaivn y sube y baja de carrusel infinito. Si algo se moviera alrededor, aunque fuera una cuerda que cruzara el camino... Prefiero el golpe de la arena en el ramalazo del viento antes que esta paralizacin que me tapona la nariz y las orejas. Es un suspenso insoportable, un cuenco vaco que no se sabe con qu llenar. Pero ya lo estn llenando. Han comenzado a caer enormes gotas contra mi cara sin mscara, contra la tierra vida. No veo la tierra, pero supongo que las absorbe, que las guarda intactas, que las esconde con avaricia. Y ahora que son ms rpidas, ms incesantes, debe de afanarse por ocultarlas velozmente en los profundos rincones, debajo de algn pliegue. Dentro de mil aos podrn excavar: encontrarn esta lluvia sepultada y yo les explicar cmo fue. Tal vez estn vivos todava mis miedos, los vrtigos, el abuelo Damin, el cardo ruso, el caballo y las insolubles piedrecitas, todos los testigos de este viaje que no acaba jams. Cada uno podr reclamar una porcin de alivio en el reparto. Aspiro profundamente el aire entretejido con el agua. [...] Ordeno el pavor sin Alejandro. Lo corporizo en esos pequeos recintos clausurados del Da de los Muertos, donde todos los objetos son intiles, y sin embargo parecen recin tocados por alguien que se acaba de ocultar, de disolver en ese aire impregnado y tenso, casi orgnico, porque es slo el depsito enrarecido, el amorfo cuerpo donde perduran en suspensin las molculas de lo invisible. En cualquier momento esas partculas se buscan; sin duda en este momento se buscan para recuperar la cohesin en un fcil esfuerzo de memoria. Ni siquiera se buscan; se atraen. Ellos, los muertos, se rehacen. Porque as como aqu hay en toda sustancia esa parte que pugna por caer, condenada a la muerte, debe de haber all, tambin en toda sustancia, esa parte que pugna por erigirse, condenada a la vida. Me asquea esta mezcla de fuerzas en una sola sustancia, y sin

embargo est en m, en mi propia semilla, en el origen del cadver que ser. Estoy encerrada con mi propio enemigo desde que nac, pero no lo conozco. Que no pacte con ellos, con sus semejantes, es todo cuanto pido, ahora, cuando se acercan. Son densas transparencias, ejrcitos labrados en enrarecidas humaredas, rfagas de vibraciones dispuestas a cualquier metamorfosis. Y al frente la seora, con su sombrero bordeado de flores y sus fuertes mandbulas de masticar mariposas. No puedo pensar en la humedad de esas flores ni en el crujido de esas mariposas. Tampoco en las caras desdibujadas que yo llegan. Es una marea fra y neblinosa, con crculos que avanzan como los del muar. Ya est. Sube, nos congela, y los crculos se estrechan y nos aprisionan a medida que suben. Se adhieren en vetas azules desde los pies hasta la garganta: nos asume el mrmol. Esta luz es la ltima veta, la luminonsa venda que nos tapa los ojos para siempre. Grito en el momento en que nos atruena el rayo. Me oigo aullar entre el estrpito del cielo que se desploma y parte las losas y nos arrastra en la cada de las columnas que sostienen la bveda de su inmensa catedral. Nos descuajan de raz con el mundo de los vivos y nos sepultan confundidos con los muertos. Esta queja interminable que soy me vuelve hacia adentro, se va yendo conmigo hasta el subsuelo. Va a enmudecer de golpe con la puerta de piedra que me apague esta luz sobre la cara. Mi ltima apariencia es este pozo abierto por mi propio lamento y me van a cerrar. San Jernimo bendito. Santa Brbara doncella! dice a media voz el abuelo Damin, deteniendo la expectativa de la cada, volviendo el pozo hacia arriba, haciendo surgir de nuevo mis orejas. Cay por el lado de la iglesia. Regreso de las profundidades con el soplo hmedo que me apaga la cara. Estamos increblemente en el presente. Entonces vuelvo a ver, como a travs de un vidrio donde se ha condensado todo el llanto del mundo, la noche harapienta, todava de pie sobre la tierra, con su traje de vaho invernal, con su vieja guirnalda de 1uces amarillas convertida en jirones. Avanza hacia nosotros a travs de la plaza; salta sobre los cercos chorreando agua. Tambin a m me gustara correr tomada de su mano, desgreada y descalza sobre la tierra inmortal. Pero sigo atada a la rueda que nos lleva, y acaso ya ni sepa caminar. Porque envue1ta en el poncho que huele a sa1vajes intemperies, atravesando napas confusas de fro y de calor, ya no soy ms que una lamentable larva, adherida no al recuerdo, ni siquiera a la promesa del sol, sino simplemente al esfuerzo de respirar, de contraer y expandir la miserable racin de aire que me sostiene. Apenas si lo consigo, sacudida quin sabe hasta cundo por el eco entrecortado del sollozo que qued sepultado en el fondo de m. Lo voy arrojando a pedacitos, en una especie de hipo sofocado, a lo largo de toda la quinta de Larrain. Y enfrente est la casa, a oscuras, en su estuche de duelo. Cuando el abuelo Damin me deposita en el suelo, siento que soy realmente algo sin principio ni fin, sin manos y sin pies, una continuidad indiferenciada de fro y de calor, desplazada todava por el empuje de la rueda que ahora gira despareja en el vaco del corazn. Es posible que termine por detenerse y que yo me desplome sobre la nada, como un trapo. Pero no. An soy la envoltura del sollozo que no he concluido de arrojar. Tal vez haya excavado en m hasta el ltimo da de mi vida, porque an contina cuando veo a mi hermana Mara de las Nieves sentada en la galera, tan plida y vestida de negro, y le oigo decir desde tan lejos como si hablara para siempre : Alejandro se fue. Vino a buscarlo Elas en el carro de fuego y subieron al cielo hace tres das. Ahora, cuando cay la centella, pareca una rueda del carro y cre que volvan. Yo levant los pies, pas rodando por debajo de mis piernas y cay en el aljibe. Entonces la rueda del viaje, la rueda de fuego, pasa sobre m, sobre la cara de Alejandro, sobre la repeticin del sollozo. Y todava.Olga Orozco, La oscuridad es otro sol (1967)