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Los Hijos del limo (Del romanticismo a la vanguardia) Prefacio En un libro publicado hace más de quince años, El arco y la lira (México, 1956), intenté responder a tres preguntas sobre la poesía: el decir poético, el poema ¿es irreductible a todo otro decir? ¿Qué dicen los poemas? ¿Cómo se comunican los poemas? La materia de este libro es una prolongación de la respuesta que intenté dar a la tercera pregunta. Un poema es un objeto hecho del lenguaje, los ritmos, las creencias y las obsesiones de este o aquel poeta y de esta o aquella sociedad. Es el producto de una historia y de una sociedad, pero su manera de ser histórico es contradictoria. El poema es una máquina que produce, incluso sin que el poeta se lo proponga, antihistoria. La operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir temporal; el poema no detiene el tiempo: lo contradice y lo transfigura. Lo mismo en un soneto barroco que en una epopeya popular o en una fábula, el tiempo pasa de otra manera que en la historia o en lo que llamamos vida real. La contradicción entre historia y poesía pertenece a todas las sociedades pero sólo en la edad moderna se manifiesta de una manera explícita. El sentimiento y la conciencia de la discordia entre sociedad y poesía se ha convertido, desde el romanticismo, en el tema central, muchas veces secreto, de nuestra poesía. En este libro he procurado describir, desde la perspectiva de un poeta hispanoamericano, el movimiento poético moderno y sus relaciones contradictorias con lo que llamamos «modernidad». A despecho de las diferencias de lenguas y culturas nacionales, la poesía moderna de Occidente es una. Apenas si vale la pena aclarar que el término Occidente abarca

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Los Hijos del limo(Del romanticismo a la vanguardia)

Prefacio

En un libro publicado hace más de quince años, El arco y la lira (México, 1956), intenté responder a tres preguntas sobre la poesía: el decir poético, el poema ¿es irre-ductible a todo otro decir? ¿Qué dicen los poemas? ¿Cómo se comunican los poe-mas? La materia de este libro es una prolongación de la respuesta que intenté dar a la tercera pregunta. Un poema es un objeto hecho del lenguaje, los ritmos, las creencias y las obsesiones de este o aquel poeta y de esta o aquella sociedad. Es el producto de una historia y de una sociedad, pero su manera de ser histórico es contradictoria. El poema es una máquina que produce, incluso sin que el poeta se lo proponga, antihis-toria. La operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir temporal; el poema no detiene el tiempo: lo contradice y lo transfigura. Lo mismo en un soneto barroco que en una epopeya popular o en una fábula, el tiempo pasa de otra manera que en la historia o en lo que llamamos vida real. La contradicción entre historia y poesía pertenece a todas las sociedades pero sólo en la edad moderna se manifiesta de una manera explícita. El sentimiento y la conciencia de la discordia entre sociedad y poesía se ha convertido, desde el romanticismo, en el tema central, muchas veces se-creto, de nuestra poesía. En este libro he procurado describir, desde la perspectiva de un poeta hispanoamericano, el movimiento poético moderno y sus relaciones contra-dictorias con lo que llamamos «modernidad».

A despecho de las diferencias de lenguas y culturas nacionales, la poesía moder-na de Occidente es una. Apenas si vale la pena aclarar que el término Occidente abar-ca también a las tradiciones poéticas angloamericanas y latinoamericanas (en sus tres ramas: la española, la portuguesa y la francesa). Para ilustrar la unidad de la poesía moderna escogí los episodios más salientes, a mí entender, de su historia: su naci-miento con los románticos ingleses y alemanes, sus metamorfosis en el simbolismo francés y el modernismo hispanoamericano, su culminación y fin en las vanguardias del siglo XX. Desde su origen la poesía moderna ha sido una reacción frente, hacia y contra la modernidad: la Ilustración, la razón crítica, el liberalismo, el positivismo y el marxismo. De ahí la ambigüedad de sus relaciones —casi siempre iniciadas por una adhesión entusiasta seguida por un brusco rompimiento— con los movimientos revolucionarios de la modernidad, desde la Revolución francesa a la rusa. En su dis-puta con el racionalismo moderno, los poetas redescubren una tradición tan antigua como el hombre mismo y que, transmitida por el neoplatonismo renacentista y las

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sectas y corrientes herméticas y ocultistas de los siglos XVI y XVII, atraviesa el siglo XVIII, penetra en el XIX y llega hasta nuestros días. Me refiero a la analogía, a la vi-sión del universo como un sistema de correspondencias y a la visión del lenguaje co-mo el doble del universo.

La analogía de los románticos y los simbolistas está roída por la ironía, es decir, por la conciencia de la modernidad y de su crítica del cristianismo y las otras religio-nes. La ironía se transforma, en el siglo XX, en el humor —negro, verde o morado. Analogía e ironía enfrentan al poeta con el racionalismo y el progresismo de la era moderna pero también, y con la misma violencia, lo oponen al cristianismo. El tema de la poesía moderna es doble: por una parte es un diálogo contradictorio con y contra las revoluciones modernas y las religiones cristianas; por la otra, en el interior de la poesía y de cada obra poética, es un diálogo entre analogía e ironía. El contexto donde se despliega este doble diálogo es otro diálogo: la poesía moderna puede verse como la historia de las relaciones contradictorias, hechas de fascinación y repulsión, entre las lenguas románicas y las germánicas, entre la tradición central del clasicismo grecolatino y la tradición de lo particular y lo bizarro representada por el romanticis-mo, entre la versificación silábica y la acentual.

En el siglo XX las vanguardias dibujan las mismas figuras que en el siglo ante-rior, sólo que en sentido inverso: el modernismo de los poetas angloamericanos es una tentativa de regreso a la tradición central de Occidente —precisamente lo contra-rio de lo que habían sido el romanticismo inglés y alemán—, mientras que el surrea-lismo francés extrema las tendencias del romanticismo alemán. El período propia-mente contemporáneo es el del fin de la vanguardia y, con ella, de lo que desde fines del siglo XVIll se ha llamado arte moderno. Lo que está en entredicho, en la segunda mitad de nuestro siglo, no es la noción de arte, sino la noción de modernidad. En las últimas páginas de este libro aludo al tema de la poesía que comienza después de la vanguardia. Esas páginas se unen a Los signos en rotación, una suerte de manifiesto poético que publiqué en 1965 y que ha sido incorporado como epílogo a El arco y la lira. El texto de este libro es, modificado y ampliado, el de las conferencias que di en la Universidad de Harvard (Charles Eliot Norton Lectures) el primer semestre de 1972*

OCTAVIO PAZ Cambridge, Mass., a 28 de junio de 1972

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La tradición de la ruptura

El tema de este libro es la tradición moderna de la poesía. La expresión no sólo significa que hay una poesía moderna sino que lo moderno es una tradición. Una tra-dición hecha de interrupciones y en la que cada ruptura es un comienzo. Se entiende por tradición la transmisión de una generación a otra de noticias, leyendas, historias, creencias, costumbres, formas literarias y artísticas, ideas, estilos; por tanto, cualquier interrupción en la transmisión equivale a quebrantar la tradición. Si la ruptura es des-trucción del vínculo que nos une al pasado, negación de la continuidad entre una ge-neración y otra, ¿puede llamarse tradición a aquello que rompe el vínculo e interrum-pe la continuidad? Y hay más: inclusive si se aceptase que la negación de la tradición a la larga podría, por la repetición del acto a través de generaciones de iconoclastas, constituir una tradición, ¿cómo llegaría a serlo realmente sin negarse a sí misma, quiero decir, sin afirmar en un momento dado, no la interrupción, sino la continui-dad? La tradición de la ruptura implica no sólo la negación de la tradición sino tam-bién de la ruptura... La contradicción subsiste si en lugar de las palabras interrupción o ruptura empleamos otra que se oponga con menos violencia a las ideas de transmi-sión y de continuidad. Por ejemplo: la tradición moderna. Si lo tradicional es por ex-celencia lo antiguo, ¿cómo puede lo moderno ser tradicional? Si tradición significa continuidad del pasado en el presente, ¿cómo puede hablarse de una tradición sin pa-sado y que consiste en la exaltación de aquello que lo niega: la pura actualidad?

A pesar de la contradicción que entraña, y a veces con plena conciencia de ella, como en el caso de las reflexiones de Baudelaire en UArt romantique, desde princi-pios del siglo pasado se habla de la modernidad como de una tradición y se piensa que la ruptura es la forma privilegiada del cambio. Al decir que la modernidad es una tradición cometo una leve inexactitud: debería haber dicho, otra tradición. La moder-nidad es una tradición polémica y que desaloja a la tradición imperante, cualquiera que ésta sea; pero la desaloja sólo para, un instante después, ceder el sitio a otra tradi-ción que, a su vez, es otra manifestación momentánea de la actualidad. La moderni-dad nunca es ella misma: siempre es otra. Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad. Tradición heterogénea o de lo heterogé-neo, la modernidad está condenada a la pluralidad: la antigua tradición era siempre la misma, la moderna es siempre distinta. La primera postula la unidad entre el pasado y el hoy; la segunda, no contenta con subrayar las diferencias entre ambos, afirma que ese pasado no es uno sino plural. Tradición de lo moderno: heterogeneidad, plurali-dad de pasados, extrañeza radical. Ni lo moderno es la continuidad del pasado en el presente ni el hoy es el hijo del ayer: son su ruptura, su negación. Lo moderno es au-tosuficiente: cada vez que aparece, funda su propia tradición. Un ejemplo reciente de

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esta manera de pensar es el litro que publicó hace algunos años el crítico norteameri-cano Harold Rosenberg: The Tradition ofthe New. Aunque lo nuevo no sea exacta-mente lo moderno —hay novedades que no son modernas—, el título del libro de Ro-senberg expresa con saludable y lúcida insolencia la paradoja que ha fundado al arte y a la poesía de nuestro tiempo. Una paradoja que es, simultáneamente, el principio intelectual que los justifica y que los niega, su alimento y su veneno. El arte y la poesía de nuestro tiempo viven de modernidad y mueren por ella.

En la historia de la poesía de Occidente el culto a lo nuevo, el amor por las no-vedades, aparece con una regularidad que no me atrevo a llamar cíclica pero que tam-poco es casual. Hay épocas en que el ideal estético consiste en la imitación de los an-tiguos; hay otras en que se exalta a la novedad y a la sorpresa. Apenas si es necesario recordar, como ejemplo de lo segundo, a los poetas «metafísicos» ingleses y a los ba-rrocos españoles. Unos y otros practicaron con igual entusiasmo lo que podría llamar-se la estética de la sorpresa. Novedad y sorpresa son términos afines, no equivalentes. Los conceptos, metáforas, agudezas y otras combinaciones verbales del poema barro-co están destinados a provocar el asombro: lo nuevo es nuevo si es lo inesperado. La novedad del siglo XVII no era crítica ni entrañaba la negación de la tradición. Al con-trario, afirmaba su continuidad; Gracián dice que los modernos son más agudos que los antiguos, no que son distintos. Se entusiasma ante ciertas obras de sus contempo-ráneos no porque sus autores hayan negado el estilo antiguo, sino porque ofrecen nuevas y sorprendentes combinaciones de los mismos elementos.

Ni Góngora ni Gracián fueron revolucionarios, en el sentido que ahora damos a esta palabra; no se propusieron cambiar los ideales de belleza de su época, aunque Góngora los haya efectivamente cambiado: novedad para ellos no era sinónimo de cambio, sino de asombro. Para encontrar esta extraña alianza entre la estética de la sorpresa y la de la negación, hay que llegar al final del siglo XVIII, es decir, al princi-pio de la edad moderna. Desde su nacimiento, la modernidad es una pasión crítica y así es una doble negación, como crítica y como pasión, tanto de las geometrías clási-cas como de los laberintos barrocos. Pasión vertiginosa, pues culmina en la negación de sí misma: la modernidad es una suerte de autodestrucción creadora. Desde hace dos siglos la imaginación poética eleva sus arquitecturas sobre un terreno minado por la crítica. Y lo hace a sabiendas de que está minado... Lo que distingue a nuestra mo-dernidad de las de otras épocas no es la celebración de lo nuevo y sorprendente, aun-que también eso cuente, sino el ser una ruptura: crítica del pasado inmediato, inte-rrupción de la continuidad. El arte moderno no sólo es el hijo de la edad crítica sino que también es el crítico de sí mismo.

Dije que lo nuevo no es exactamente lo moderno, salvo si es portador de la do-ble carga explosiva: ser negación del pasado y ser afirmación de algo distinto. Ese al-go ha cambiado de nombre y de forma en el curso de los últimos siglos —de la sensi-

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bilidad de los prerrománticos a la metaironia de Duchamp—, pero siempre ha sido aquello que es ajeno y extraño a la tradición reinante, la heterogeneidad que irrumpe en el presente y tuerce su curso en dirección inesperada. No sólo es lo diferente sino lo que se opone a los gustos tradicionales: extrañeza polémica, oposición activa. Lo nuevo nos seduce no por nuevo sino por distinto; y lo distinto es la negación, el cu-chillo que parte en dos al tiempo: antes y ahora.

Lo viejo de milenios también puede acceder a la modernidad: basta con que se presente como una negación de la tradición y que nos proponga otra. Ungido por los mismos poderes polémicos que lo nuevo, lo antiquísimo no es un pasado: es un co-mienzo. La pasión contradictoria lo resucita, lo anima y lo convierte en nuestro con-temporáneo. En el arte y en la literatura de la época moderna hay una persistente co-rriente arcaizante que va de la poesía popular germánica de Herder a la poesía china desenterrada por Pound, y del Oriente de Delacroix al arte de Oceanía amado por Bretón. Todos esos objetos, trátese de pinturas y esculturas o de poemas, tienen en común lo siguiente: cualquiera que sea la civilización a que pertenezcan, su aparición en nuestro horizonte estético significó una ruptura, un cambio. Esas novedades cente-narias o milenarias han interrumpido una vez y otra vez nuestra tradición, al grado de que la historia del arte moderno de Occidente es también la de las resurrecciones de las artes de muchas civilizaciones desaparecidas. Manifestaciones de la estética de la sorpresa y de sus poderes de contagio, pero sobre todo encarnaciones momentáneas de la negación crítica, los productos del arte arcaico y de las civilizaciones lejanas se inscriben con naturalidad en la tradición de la ruptura. Son una de las máscaras que ostenta la modernidad.

La tradición moderna borra las oposiciones entre lo antiguo y lo contemporáneo y entre lo distante y lo próximo. El ácido que disuelve todas esas oposiciones es la crítica. Sólo que la palabra crítica posee demasiadas resonancias intelectuales y de ahí que prefiera acoplarla con otra palabra: pasión. La unión de pasión y crítica subraya el carácter paradójico de nuestro culto a lo moderno. Pasión crítica: amor inmodera-do, pasional, por la crítica y sus precisos mecanismos de desconstrucción, pero tam-bién crítica enamorada de su objeto, crítica apasionada por aquello mismo que niega. Enamorada de sí misma y siempre en guerra consigo misma, no afirma nada perma-nente ni se funda en ningún principio: la negación de todos los principios, el cambio perpetuo, es su principio. Una crítica así no puede sino culminar en un amor pasional por la manifestación más pura e inmediata del cambio: el ahora. Un presente único, distinto a todos los otros. El sentido singular de este culto por el presente se nos esca-pará si no advertimos que se funda en una curiosa concepción del tiempo. Curiosa porque antes de la edad moderna no aparece sino aislada y excepcionalmente; para los antiguos el ahora repite al ayer, para los modernos es su negación. En un caso, el tiempo es visto y sentido como una regularidad, como un proceso en el que las varia-

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ciones y las excepciones son realmente variaciones y excepciones de la regla; en el otro, el proceso es un tejido de irregularidades porque la variación y la excepción son la regla. Para nosotros el tiempo no es la repetición de instantes o siglos idénticos: ca-da siglo y cada instante es único, distinto, otro.

La tradición de lo moderno encierra una paradoja mayor que la que deja entrever la contradicción entre lo antiguo y lo nuevo, lo moderno y lo tradicional. La oposi-ción entre el pasado y el presente literalmente se evapora, porque el tiempo transcurre con tal celeridad, que las distinciones entre los diversos tiempos —pasado, presente, futuro— se borran o, al menos, se vuelven instantáneas, imperceptibles e insignifi-cantes. Podemos hablar de tradición moderna sin que nos parezca incurrir en contra-dicción porque la era moderna ha limado, hasta desvanecerlo casi del todo, el antago-nismo entre lo antiguo y lo actual, \o nuevo y lo tradicional. La aceleración del tiem-po no sólo vuelve ociosas las distinciones entre lo que ya pasó y lo que esta pasando sino que anula las diferencias entre vejez y juventud. Nuestra época ha exaltado a la juventud y sus valores con tal frenesí que ha hecho de ese culto, ya que no una reli-gión, una superstición; sin embargo, nunca se había envejecido tanto y tan pronto co-mo ahora. Nuestras colecciones de arte, nuestras antologías de poesía y nuestras bi-bliotecas están llenas de estilos, movimientos, cuadros, esculturas, novelas y poemas prematuramente envejecidos.

Doble y vertiginosa sensación: lo que acaba de ocurrir pertenece ya al mundo de lo infinitamente lejano y, al mismo tiempo, la antigüedad milenaria está infinitamente cerca... Puede concluirse de todo esto que la tradición moderna, y las ideas e imáge-nes contradictorias que suscita esta expresión, no son sino la consecuencia de un fe-nómeno aún más turbador: la época moderna es la de la aceleración del tiempo histó-rico. No digo, naturalmente, que hoy pasen más rápidamente los años y los días, sino que pasan más cosas en ellos. Pasan más cosas y todas pasan casi al mismo tiempo, no una detrás de otra, sino simultáneamente. Aceleración es fusión: todos los tiempos y todos los espacios confluyen en un aquí y un ahora.

No faltará quien se pregunte si realmente la historia transcurre más de prisa que antes. Confieso que yo no podría responder a esta pregunta y creo que nadie podría hacerlo con entera certeza. No sería imposible que la aceleración del tiempo histórico fuese una ilusión; quizá los cambios y convulsiones que a veces nos angustian y otras nos maravillan sean mucho menos profundos y decisivos de lo que pensamos. Por ejemplo, la Revolución soviética nos pareció una ruptura de tal modo radical entre el pasado y el futuro, que un libro de viaje a Rusia se llamó, si no recuerdo mal, Visita al porvenir. Hoy, medio siglo después de ese acontecimiento en el que vimos algo así como la encarnación fulgurante del futuro, lo que sorprende al estudioso o al simple viajero es la persistencia de los rasgos tradicionales de la vieja Rusia. El famoso libro de John Reed en que cuenta los días eléctricos de 1917 nos parece que describe un

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pasado remoto, en tanto que el del Marqués de Coustine, que tiene por tema el mundo burocrático y policíaco del zarismo, resulta actual en más de un aspecto. El ejemplo de la revolución mexicana también nos incita a dudar de la pretendida aceleración de la historia; fue un inmenso sacudimiento que tuvo por objeto modernizar al país y, no obstante, lo notable del México contemporáneo es precisamente la presencia de ma-neras de pensar y de sentir que pertenecen a la época virreinal y aun al mundo prehis-pánico. Lo mismo puede decirse en materia de arte y de literatura: durante el último siglo y medio se han sucedido los cambios y las revoluciones estéticas, pero ¿cómo no advertir que esa sucesión de rupturas es asimismo una continuidad? El tema de es-te libro es mostrar que un mismo principio inspira a los románticos alemanes e ingle-ses, a los simbolistas franceses y a la vanguardia cosmopolita de la primera mitad del siglo XX. Un ejemplo entre muchos: en varias ocasiones Friedrich von Schlegel defi-ne al amor, la poesía y la ironía de los románticos en términos no muy alejados de los que, un siglo después, emplearía André Bretón al hablar del erotismo, la imaginación y el humor de los surrealistas. ¿Influencias, coincidencias? Ni lo uno ni lo otro: per-sistencia de ciertas maneras de pensar, ver y sentir.

Nuestras dudas crecen y se fortalecen si, en lugar de acudir a ejemplos del pasa-do reciente, interrogamos a épocas distantes o a civilizaciones distintas a la nuestra. En sus estudios de mitología comparada, Georges Dumézil ha mostrado la existencia de una «ideología» común a todos los pueblos indoeuropeos, de la India y el Irán al mundo celta y germánico, que resistió y aún resiste a la doble erosión del aislamiento geográfico e histórico. Separados por miles de kilómetros y de años, los pueblos in-doeuropeos todavía conservan restos de una concepción tripartita del mundo. Estoy convencido de que algo semejante ocurre con los pueblos del área mongoloide, tanto asiáticos como americanos. Ese mundo está en espera de un Dumézil que muestre su profunda unidad. Desde antes de Benjamin Lee Whorf, el primero en formular de una manera sistemática el contraste entre las estructuras mentales subyacentes de los eu-ropeos y las de los hopi, varios investigadores habían reparado en la existencia y la persistencia de una visión cuatripartita del mundo común a los indios americanos. No obstante, tal vez las oposiciones entre las civilizaciones recubren una secreta unidad: la del hombre. Tal vez las diferencias culturales e históricas son la obra de un autor único y que cambia poco. La naturaleza humana no es una ilusión: es el invariante que produce los cambios y la diversidad de culturas, historias, religiones, artes.

Las reflexiones anteriores podrían llevarnos a sostener que la aceleración de la historia es ilusoria o, más probablemente, que los cambios afectan a la superficie sin alterar la realidad profunda. Los acontecimientos se suceden unos a otros y la impe-tuosidad del oleaje histórico nos oculta el paisaje submarino de valles y montañas in-móviles que lo sustenta. Entonces, ¿en qué sentido podemos hablar de tradición mo-derna? Aunque la aceleración de la historia puede ser ilusoria o real —sobre esto la

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duda es lícita—, podemos decir con cierta confianza que la sociedad que ha inventa-do la expresión la tradición moderna es una sociedad singular Esa frase encierra algo más que una contradicción lógica y lingüística: es la expresión de la condición dra-mática de nuestra civilización que busca su fundamento, no en el pasado ni en ningún principio inconmovible, sino en el cambio. Creamos que las estructuras sociales cam-bian muy lentamente y que las estructuras mentales son invariantes, o seamos creyen-tes en la historia y sus incesantes transformaciones, hay algo innegable: nuestra ima-gen del tiempo ha cambiado. Basta comparar nuestra idea del tiempo con la de un cristiano del siglo XII para advertir inmediatamente la diferencia.

Al cambiar nuestra imagen del tiempo, cambió nuestra relación con la tradición. Mejor dicho, porque cambió nuestra idea del tiempo, tuvimos conciencia de la tradi-ción. Los pueblos tradicionalistas viven inmersos en su pasado sin interrogarlo; más que tener conciencia de sus tradiciones, viven con ellas y en ellas. Aquel que sabe que pertenece a una tradición se sabe ya, implícitamente, distinto de ella, y ese saber lo lleva, tarde o temprano, a interrogarla y, a veces, negarla. La crítica de la tradición se inicia como conciencia de pertenecer a una tradición. Nuestro tiempo se distingue de otras épocas y sociedades por la imagen que nos hacemos del transcurrir: nuestra conciencia de la historia. Aparece ahora con mayor claridad el significado de lo que llamamos la tradición moderna', es una expresión de nuestra conciencia histórica. Por una parte, es una crítica del pasado, una crítica de la tradición; por la otra, es una ten-tativa, repetida una y otra vez a lo largo de los dos últimos siglos, por fundar una tra-dición en el único principio inmune a la crítica, ya que se confunde con ella misma: el cambio, la historia.

La relación entre los tres tiempos —pasado, presente y futuro— es distinta en cada civilización. Para las sociedades primitivas el arquetipo temporal, el modelo del presente y del futuro, es el pasado. No el pasado reciente, sino un pasado inmemorial que está más allá de todos los pasados, en el origen del origen. Como si fuese un ma-nantial, este pasado de pasados fluye continuamente, desemboca en el presente y, confundido con él, es la única actualidad que de verdad cuenta. La vida social no es histórica, sino ritual; no está hecha de cambios sucesivos, sino que consiste en la re-petición rítmica del pasado intemporal. El pasado es un arquetipo y el presente debe ajustarse a ese modelo inmutable; además, ese pasado está presente siempre, ya que regresa en el rito y en la fiesta. Así, tanto por ser un modelo continuamente imitado cuanto porque el rito periódicamente lo actualiza, el pasado defiende a la sociedad del cambio. Doble carácter de ese pasado: es un tiempo inmutable, impermeable a los cambios; no es lo que pasó una vez, sino lo que está pasando siempre: es un presente. De una y otra manera, el pasado arquetípico escapa al accidente y a la contingencia; aunque es tiempo, es asimismo la negación del tiempo: disuelve las contradicciones entre lo que pasó ayer y lo que pasa ahora, suprime las diferencias y hace triunfar la

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regularidad y la identidad. Insensible al cambio, es por excelencia la norma: las cosas deben pasar tal como pasaron en ese pasado inmemorial.

Nada más opuesto a nuestra concepción del tiempo que la de los primitivos: para nosotros el tiempo es el portador del cambio, para ellos es el agente que lo suprime. Más que una categoría temporal, el pasado arquetípico del primitivo es una realidad que está más allá del tiempo: es el principio original. Todas las sociedades, excepto la nuestra, han imaginado un más allá en el que el tiempo reposa, por decirlo así, recon-ciliado consigo mismo: ya no cambia porque, vuelto inmóvil transparencia, ha cesado de fluir o porque, aunque fluye sin cesar, es siempre idéntico a sí mismo. Extraño triunfo del principio de identidad: desaparecen las contradicciones porque el tiempo perfecto es atemporal. Para los primitivos, el modelo atemporal no esta después, sino antes, no en el fin de los tiempos, sino en el comienzo del comienzo. No es aquel es-tado al que ha de acceder el cristiano, sea para salvarse o para perderse, en la consu-mación del tiempo: es aquello que debemos imitar desde el principio.

La sociedad primitiva ve con horror las inevitables variaciones que implica el paso del tiempo; lejos de ser considerados benéficos, esos cambios son nefastos: lo que llamamos historia es para los primitivos falta y caída. Las civilizaciones del Oriente y del Mediterráneo, lo mismo que las de la América precolombina, vieron con la misma desconfianza a la historia, pero no la negaron tan radicalmente. Para to-das ellas el pasado de los primitivos, siempre inmóvil y siempre presente, se desplie-ga en círculos y en espirales: las edades del mundo. Sorprendente transformación del pasado atemporal: transcurre, está sujeto al cambio y, en una palabra, se temporaliza. El pasado se anima, es la semilla primordial que germina, crece, se agota y muere —para renacer de nuevo. El modelo sigue siendo el pasado anterior a todos los tiempos, la edad feliz del principio regida por la armonía entre el cielo y la tierra. Es un pasado que posee las mismas propiedades de las plantas y los seres vivos; es una substancia animada, algo que cambia y, sobre todo, algo que nace y muere. La historia es una degradación del tiempo original, un lento pero inexorable proceso de decadencia que culmina en la muerte.

El remedio contra el cambio y la extinción es la recurrencia: el pasado es un tiempo que reaparece y que nos espera al fin de cada ciclo. El pasado es una edad ve-nidera. Así, el futuro nos ofrece una doble imagen: es el fin de los tiempos y es su re-comienzo, es la degradación del pasado arquetípico y es su resurrección. El fin del ci-clo es la restauración del pasado original —y el comienzo de la inevitable degrada-ción. La diferencia entre esta concepción y las de los cristianos y los modernos es no-table: para los cristianos el tiempo perfecto es la eternidad: una abolición del tiempo, una anulación de la historia; para los modernos la perfección no puede estar en otra parte, si está en alguna, que en el futuro. Otra diferencia: nuestro futuro es por defini-ción aquello que no se parece ni al pasado ni al presente: es la región de lo inespera-

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do, mientras que el futuro de los antiguos mediterráneos y de los orientales desembo-ca siempre en el pasado. El tiempo cíclico transcurre, es historia; igualmente es una reiteración que, cada vez que se repite, niega al transcurrir y a la historia.

El tiempo primordial modelo de todos los tiempos, la era de la concordia entre el hombre y la naturaleza y entre el hombre y los hombres, se llama en Occidente la edad de oro. Para otras civilizaciones —la china, la mesoamericana— no fue ese me-tal, sino el jade, el símbolo de la armonía entre la sociedad humana y la sociedad na-tural. En el jade se condensa el perpetuo reverdecer de la naturaleza como en el oro presenciamos una suerte de materialización de la luz solar. Jade y oro son símbolos dobles, como todo lo que expresa las sucesivas muertes y resurrecciones del tiempo cíclico. En una fase el tiempo se condensa y se transmuta en materia dura y preciosa, como si quisiese escapar del cambio y sus degradaciones; en la otra, piedra y metal se ablandan, el tiempo se disgrega y corrompe vuelto excremento y pudrición vegetal y animal. Pero la fase de la desintegración y putrefacción es también la de la resurrec-ción y la fertilidad: los antiguos mexicanos colocaban sobre la boca de los muertos una cuenta de jade.

La ambigüedad del oro y del jade refleja la ambigüedad del tiempo cíclico: el ar-quetipo temporal está en el tiempo y adopta la forma de un pasado que regresa —sólo que regresa para alejarse nuevamente. Verde o dorada, la edad dichosa es un tiempo de acuerdo, una conjunción de los tiempos, que dura sólo un momento. Es un verda-dero acorde: a la prodigiosa condensación del tiempo en una gota de jade o una espi-ga de oro, suceden la dispersión y la corrupción. La recurrencia nos preserva de los cambios de la historia sólo para someternos a ellos más duramente: dejan de ser un accidente, una caída o una falta, para convertirse en los momentos sucesivos de un proceso inexorable. Ni los dioses escapan al ciclo. Quetzalcóatl desaparece por el mismo sitio por el que se pierden las divinidades que Nerval invoca en vano: ese lu-gar, dice el poema náhuatl, «donde el agua del mar se junta con la del cielo», ese ho-rizonte donde el alba es crepúsculo.

¿No hay manera de salir del círculo del tiempo? Desde los albores de su civiliza-ción, los indios imaginaron un más allá que no es propiamente tiempo, sino su nega-ción: el ser inmóvil igual a sí mismo siempre (brahmán) o la vacuidad igualmente in-móvil (nirvana). Brahmán nunca cambia y sobre él nada se puede decir excepto que es; sobre nirvana tampoco nada se puede decir, ni siquiera que no es. En uno y otro caso: realidad más allá del' tiempo y del lenguaje. Realidad que no admite más nom-bres que los de la negación universal: no es esto ni aquello ni lo de más allá. No es esto ni aquello y, no obstante, es. La civilización india no rompe el tiempo cíclico: sin negar su realidad empírica, lo disuelve y lo conviene en una fantasmagoría insustan-cial. La crítica del tiempo reduce el cambio a una ilusión y así no es sino otra manera, quizá la más radical, de oponerse a la historia* El pasado atemporal del primitivo se

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temporaliza, encarna y se vuelve tiempo cíclico en las grandes civilizaciones de Oriente y del Mediterráneo; la India disipa los ciclos: son literalmente el sueño de Brahma. Cada vez que el dios despierta, el sueño se disipa. Me espanta la duración de ese sueño; según los indios, esta edad que vivimos ahora, caracterizada por la injusta posesión de riquezas, durará 432.000 años. Y más me espanta saber que el dios está condenado, cada vez que despierta, a volverse a dormir y a soñar el mismo sueño. Ese enorme sueño circular, irreal para el que lo sueña pero real para el soñado, es mo-nótono: inflexible repetición de las mismas abominaciones. El peligro de este radica-lismo metafísico es que tampoco el hombre escapa a su negación. Entre la historia con sus ciclos irreales y una realidad sin color, sabor ni atributos: ¿qué le queda al hombre? Una y otra son inhabitables1.

El indio disipó los ciclos; el cristiano los rompió: todo sucede sólo una vez. An-tes de alcanzar la iluminación, Gautama recuerda sus vidas pasadas y ve, en otros universos y en otras edades cósmicas, a otros Gautamas disolverse en la vacuidad; Cristo vino a la tierra sólo una vez. El mundo en que se propagó el cristianismo esta-ba poseído por el sentimiento de su irremediable decadencia y los hombres tenían la convicción de que vivían el fin de un ciclo. A veces esta idea se expresaba en térmi-nos casi cristianos: «Los elementos terrestres se disolverán y todo será destruido para que todo sea creado de nuevo en su primera inocencia...». La primera parte de esta frase de Séneca corresponde a lo que creían y esperaban los cristianos: el próximo fin del mundo. Una de las razones del crecido número de conversiones a la nueva reli-gión fue la creencia en la inminencia del fin; el cristianismo ofrecía una respuesta a la amenaza que se cernía sobre los hombres. ¿Se habrían convertido tantos si hubiesen sabido que el mundo duraría varios milenios más? San Agustín pensaba que la prime-ra época de la humanidad, de la caída de Adán al sacrificio de Cristo, había durado un poco menos de seis mil años y que la segunda época, la nuestra, sería la última y no duraría sino unos cuantos siglos.

La creencia en la cercanía del fin requería una doctrina que respondiese con ma-yor calor a los temores y a los deseos de los hombres. El tiempo circular de los filóso-fos paganos entrañaba la vuelta de una edad de oro pero esa regeneración universal, aparte de ser sólo una tregua en el inexorable movimiento hacia la decadencia, no era estrictamente sinónimo de salvación individual. El cristianismo prometía una salva-ción personal y así su advenimiento produjo un cambio esencial: el protagonista del drama cósmico ya no fue el mundo, sino el hombre. Mejor dicho: cada uno de los hombres. El centro de gravedad de la historia cambió: el tiempo circular de los paga-nos era infinito e impersonal, el tiempo cristiano fue finito y personal.

San Agustín refuta la idea de los ciclos. Le parece absurdo que las almas racio-nales no recuerden haber vivido todas esas vidas de que hablan los filósofos paganos.

1 Ver Apéndice 1, página 477.

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Aún más absurdo le parece postular simultáneamente la sabiduría y el eterno retorno: «¿cómo el alma inmortal que ha alcanzado la sabiduría puede estar sometida a esas incesantes migraciones entre una beatitud ilusoria y una desdicha real?»2. El dibujo que traza el tiempo circular es demoníaco y hará decir más tarde a Ramón Llull: «Así es la pena en el infierno, como el movimiento en el círculo». Finito y personal, el tiempo cristiano es irreversible; no es verdad, dice San Agustín, que por ciclos sin cuento el filósofo Platón esté condenado a enseñar en una escuela de Atenas llamada la Academia a los mismos discípulos las mismas doctrinas: «sólo una vez Cristo mu-rió por nuestros pecados, resucitó entre los muertos y no morirá más». Al romper los ciclos e introducir la idea de un tiempo finito a irreversible, el cristianismo acentuó la heterogeneidad del tiempo; quiero decir: puso de manifiesto esa propiedad que lo ha-ce romper consigo mismo, dividirse y separarse, ser otro siempre distinto. La caída de Adán significa la ruptura del paradisíaco presente eterno: el comienzo de la sucesión es el comienzo de la escisión. El tiempo en su continuo dividirse no hace sino repetir la escisión original, la ruptura del principio: la división del presente eterno e idéntico a sí mismo en un ayer, un hoy y un mañana, cada uno distinto, único. Ese continuo cambio es la marca de la imperfección, la señal de la Caída. Finitud, irreversibilidad y heterogeneidad son manifestaciones de la imperfección: cada minuto es único y dis-tinto porque está separado, escindido de la unidad. Historia es sinónimo de caída.

A la heterogeneidad del tiempo histórico, se opone la unidad del tiempo que está después de los tiempos: en la eternidad cesan las contradicciones, todo se ha reconci-liado consigo mismo y en esa reconciliación cada cosa alcanza su perfección inaltera-ble, su primera y final unidad. El regreso del eterno presente, después del Juicio Fi-nal, es la muerte del cambio —la muerte de la muerte. La afirmación ontológica de la eternidad cristiana no es menos aterradora que la negación de la India, como puede verse en un pasaje de la Divina Comedia. En uno de los primeros círculos del In-fierno, en el tercero, donde padecen los glotones en un lago excremencial, Dante se encuentra con un paisano suyo, un pobre hombre, Cíacco (el Puerquito)3. El condena-do, tras de profetizar nuevas calamidades civiles en Florencia —los reprobos poseen el don de la doble vista— y pedir al poeta que cuando regrese a su tierra recuerde a la gente su memoria, se hunde en las aguas inmundas. «No volverá a salir —dice Virgi-lio— hasta que suene la trompeta angélica», anuncio del Juicio Final. Dante pregunta a su guía si, después de la «gran sentencia», la pena de ese pobre será mayor o más li-gera. Y Virgilio responde con impecable lógica: sufrirá más porque, a mayor perfec-ción, mayor goce o mayor dolor. Al fin de los tiempos cada cosa y cada ser serán más totalmente lo que son: la plenitud del goce en el paraíso corresponde exactamente y punto por punto a la plenitud del dolor en el infierno.

2 San Agustín, De ávitate Dei3 Divina Comedia, «Infierno», canto IV.

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La revuelta del futuro

Pasado atemporal del primitivo, tiempo cíclico, vacuidad budista, anulación de los contrarios en brahmán o en la eternidad cristiana: el abanico de las concepciones del tiempo es inmenso, pero toda esa prodigiosa variedad puede reducirse a un princi-pio único. Todos esos arquetipos, por más distintos que sean, tienen en común lo si-guiente: son tentativas por anular o, al menos, minimizar los cambios. A la pluralidad del tiempo real, oponen la unidad de un tiempo ideal o arquetípico; a la heterogenei-dad en que se manifiesta la sucesión temporal, la identidad de un tiempo mis allá del tiempo, igual a sí mismo siempre. En un extremo, las tentativas más radicales, como la vacuidad budista o la ontología cristiana, postulan concepciones en las que la alte-ridad y la contradicción inherentes al paso del tiempo desaparecen del todo, en bene-ficio de un tiempo sin tiempo. En el otro extremo, los arquetipos temporales se incli-nan por la conciliación de los contrarios sin suprimirlos enteramente, ya sea por la conjunción de los tiempos en un pasado inmemorial que se hace presente sin cesar o por la idea de los ciclos o edades del mundo. Nuestra época rompe bruscamente con todas estas maneras de pensar. Heredera del tiempo lineal e irreversible del cristianis-mo, se opone como éste a todas las concepciones cíclicas; asimismo, niega el arqueti-po cristiano y afirma otro que es la negación de todas las ideas e imágenes que se ha-bían hecho los hombres del tiempo. La época moderna —ese período que se inicia en el siglo XVIII y que quizá llega ahora a su ocaso— es la primera que exalta al cambio y lo convierte en su fundamento. Diferencia, separación, heterogeneidad, pluralidad, novedad, evolución, desarrollo, revolución, historia: todos esos nombres se conden-san en uno: futuro. No el pasado ni la eternidad, no el tiempo que es, sino el tiempo que todavía no es y que siempre está a punto de ser.

A fines del siglo XVlli un indio musulmán de aguda inteligencia, Mirza Abü Ta-leb Khan, visitó Inglaterra y a su regreso escribió, en persa, un libro en que relata sus impresiones4. Entre las cosas que más le sorprendieron —al lado de los adelantos me-cánicos, el estado de las ciencias, el arte de la conversación y la ligereza de las mu-chachas inglesas, a las que llama «cipreses terrenales que suprimen todo deseo de descansar a la sombra de los árboles del paraíso»— se encuentra la noción de progre-so: «los ingleses tienen opiniones muy extrañas acerca de lo que es la perfección. In-sisten en que es una cualidad ideal y que se funda enteramente en la comparación; di-cen que la humanidad se ha levantado gradualmente del estado de salvajismo a la exaltada dignidad del filósofo Newton pero que, lejos de haber alcanzado la perfec-ción, es posible que en edades futuras, los filósofos vean los descubrimientos de

4 «The travels of Mirza Akü Taleb», en Sources of Iridian tradttion, Nueva York, Co—lumbia Univer-sity Press, 1958

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Newton con el mismo desdén con que ahora vemos el rústico estado de las artes entre los salvajes». Para Abü Taleb nuestra perfección es ideal y relativa: no tiene ni tendrá realidad y siempre será insuficiente, incompleta. Nuestra perfección no es lo que es, sino lo que será. Los antiguos veían con temor al futuro y repetían vanas fórmulas pa-ra conjurarlo; nosotros daríamos la vida por conocer su rostro radiante —un rostro que nunca veremos.

En todas las sociedades las generaciones tejen una tela hecha no sólo de repeti-ciones sino de variaciones; y en todas se produce de una manera u otra, abierta o ve-lada, la «querella de los antiguos y los modernos». Hay tantas «modernidades» como épocas históricas. No obstante, ninguna sociedad ni época alguna se ha llamado a sí misma moderna —salvo la nuestra. Si la modernidad es una simple consecuencia del paso del tiempo, escoger como nombre la palabra moderno es resignarse de antemano a perder pronto su nombre. ¿Cómo se llamará en el futuro la época moderna? Para re-sistir a la erosión que todo lo borra, las otras sociedades decidieron llamarse con el nombre de un dios, una creencia o un destino: Islam, Cristianismo, Imperio del Cen-tro... Todos estos nombres aluden a un principio inmutable o, al menos, a ideas e imá-genes estables. Cada sociedad se asienta en un nombre, verdadera piedra de funda-ción; y en cada nombre la sociedad no sólo se define sino que se afirma frente a las otras. El nombre divide al mundo en dos: cristianos—paganos, musulmanes—infie-les, civilizados—bárbaros, toltecas—chichimecas... nosotros—ellos. Nuestra socie-dad también divide al mundo en dos: lo moderno—lo antiguo. Esta división no opera únicamente en el interior de la sociedad —allí asume la forma de la oposición entre lo moderno y lo tradicional—, sino en el exterior: cada vez que los europeos y sus des-cendientes de la América del Norte han tropezado con otras culturas y civilizaciones, las han llamado invariablemente atrasadas. No es la primera vez qué una civilización impone sus ideas e instituciones a los otros pueblos, pero sí es la primera que, en lu-gar de proponer un principio atemporal, se postula como ideal universal al tiempo y a sus cambios. Para el musulmán o el cristiano la inferioridad del extraño consistía en no compartir su fe; para el griego, el chino o el tolteca, en ser un bárbaro, un chichi-meca; desde el siglo XVIII el africano o el asiático es inferior por no ser moderno. Su extrañeza —su inferioridad— le viene de su «atraso». Sería inútil preguntarse: ¿atra-so con relación a qué y a quién? Occidente se ha identificado con el tiempo y no hay otra modernidad que la de Occidente. Apenas si quedan bárbaros, infieles, gentiles, inmundos; mejor dicho, los nuevos paganos y perros se encuentran por millones, pero se llaman (nos llamamos) subdesarrollados... Aquí debo hacer una pequeña digresión sobre ciertos y recientes usos perversos de la palabra subdesarrollo.

El adjetivo subdesarrollado pertenece al lenguaje anémico y castrado de las Na-ciones Unidas. Es un eufemismo de la expresión que todos usaban hasta hace algunos años: nación atrasada. El vocablo no posee ningún significado preciso en los campos

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de la antropología y la historia: no es un término científico, sino burocrático. A pesar de su vaguedad intelectual —o tal vez a causa de ella—, es palabra predilecta de eco-nomistas y sociólogos. Al amparo de su ambigüedad se deslizan dos pseudo ideas, dos supersticiones igualmente nefastas: la primera es dar por sentado que existe sólo una civilización o que las distintas civilizaciones pueden reducirse a un modelo úni-co, la civilización occidental moderna; la otra es creer que los cambios de las socieda-des y culturas son lineales, progresivos y que, en consecuencia, pueden medirse. Este segundo error es gravísimo: si efectivamente pudiésemos cuantificar y formalizar los fenómenos sociales —desde la economía hasta el arte, la religión y el erotismo—, las llamadas ciencias sociales serían ciencias como la física, la química o la biología. To-dos sabemos que no es así.

La identificación entre modernidad y civilización se ha extendido de tal modo que en América Latina muchos hablan de nuestro subdesarrollo cultural, A riesgo de pesadez hay que repetir, primero, que no hay una sola y única civilización; en segui-da, que en ninguna cultura el desarrollo es lineal: la historia ignora la línea recta. Shakespeare no es más «desarrollado» que Dante ni Cervantes es un «subdesarrolla-do» frente a Hemingway. Es verdad que en la esfera de las ciencias hay acumulación de saber, y en ese sentido sí podría hablarse de desarrollo. Pero esa acumulación de conocimientos de ninguna manera implica que los hombres de ciencia de hoy sean más «desarrollados» que los de ayer. La historia de la ciencia, por otra parte, muestra que tampoco es exacto que los progresos en cada disciplina sean continuos y en línea recta. Se dirá que, al menos, el concepto de desarrollo sí se justifica cuando hablamos de la técnica y de sus consecuencias sociales. Pues bien, precisamente en este sentido el concepto me parece equívoco y peligroso. Los principios en que se funda la técnica son universales, pero no lo es su aplicación. Nosotros tenemos un ejemplo a la vista: la irreflexiva adopción de la técnica norteamericana en México ha producido un sin-número de desdichas y monstruosidades éticas y estéticas. Con el pretexto de acabar con nuestro subdesarrollo, en las últimas décadas hemos sido testigos de una progre-siva degradación de nuestro estilo de vida y de nuestra cultura. El sufrimiento ha sido grande y las pérdidas más cieñas que las ganancias. No hay ninguna nostalgia oscu-rantista en lo que digo —en realidad los únicos oscurantistas son los que cultivan la superstición del progreso cueste lo que cueste. Sé que no podemos escapar y que esta-mos condenados al «desarrollo»: hagamos menos inhumana esa condena.

Desarrollo, progreso, modernidad: ¿cuándo empiezan los tiempos modernos? Entre todas las maneras de leer los grandes libros del pasado hay una que prefiero: la que busca en ellos, no lo que somos, sino justamente aquello que niega lo que somos. Acudiré de nuevo a Dante, maestro incomparable, por ser el más inactual de los gran-des poetas de nuestra tradición. El poeta florentino y su guía recorren un inmenso campo de lápidas llameantes: es el círculo sexto del Infierno, donde arden los heréti-

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cos, los filósofos epicúreos y materialistas5. En una de esas tumbas encuentran a un patricio florentino, Farinata degli Uberti, que resiste con entereza el tormento del fue-go. Farinata predice el destierro de Dante y después le confía que incluso el don de la doble vista le será, arrebatado «cuando se cierren las puertas del futuro». Después del Juicio Final no habrá nada que predecir porque nada ocurrirá. Clausura del tiempo, fin del futuro: todo ha de ser para siempre lo que es, ya sin alteración ni cambio. Cada vez que leo este pasaje me parece que escucho no sólo la voz de otra edad sino de otro mundo. Y así es: es otro mundo el que profiere esas palabras terribles. El tema de la muerte de Dios se ha vuelto un lugar común y hasta los teólogos hablan con desenvoltura de ese tópico, pero la idea de que un día han de cerrarse las puertas del futuro... esa idea alternativamente me hace temblar y reír.

Concebimos al tiempo como un continuo transcurrir, un perpetuo ir hacia el fu-turo; si el futuro se cierra, el tiempo se detiene. Idea insoportable e intolerable, pues contiene una doble abominación: ofende nuestra sensibilidad moral al burlarse de nuestras esperanzas en la perfectibilidad de la especie, ofende nuestra razón al negar nuestras creencias acerca de la evolución y el progreso. En el mundo de Dante la per-fección es sinónimo de realidad consumada, asentada en su ser. Sustraída al tiempo cambiante y finito de la historia, cada cosa es lo que es por los siglos de los siglos. Presente eterno que nos parece impensable e imposible: el presente es, por definición, lo instantáneo y lo instantáneo es la forma más pura, intensa e inmediata del tiempo. Si la intensidad del instante se vuelve duración fija, estamos ante una imposibilidad lógica que es también una pesadilla. Para Dante el presente fijo de la eternidad es la plenitud de la perfección; para nosotros es una verdadera condenación, pues nos en-cierra en un estado que, si no es la muerte, tampoco es la vida. Reino de emparedados vivos, presos entre muros, no de ladrillo y piedra, sino de minutos congelados. Nega-ción del existir tal como lo hemos pensado, sentido y amado: perpetua posibilidad de ser, movimiento, cambio, marcha hacia la tierra movible del futuro. Allá, en el futuro, en donde el ser es presentimiento de ser, están nuestros paraísos... Podemos decir ahora con cierta certeza que la época moderna comienza en ese momento en que el hombre se atreve a realizar un acto que habría hecho temblar y reír al mismo tiempo a Dante y a Farinata degli Uberti: abrir las puertas del futuro.

La modernidad es un concepto exclusivamente occidental y que no aparece en ninguna otra civilización. La razón es simple: todas las otras civilizaciones postulan imágenes y arquetipos temporales de los que es imposible deducir, inclusive como negación, nuestra idea del tiempo. La vacuidad budista, el ser sin accidentes ni atribu-tos del hindú, el tiempo cíclico del griego, el chino y el azteca, o el pasado arquetípi-co del primitivo, son concepciones que no tienen relación con nuestra idea del tiem-po. La sociedad cristiana medieval imagina al tiempo histórico como un proceso fini-

5 Divina Comedta, «Infierno», canto X.

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to, sucesivo e irreversible; agotado ese tiempo —o como dice el poeta: cuando se cie-rran las puertas del futuro—, reinará un presente eterno. En el tiempo finito de la his-toria, en el ahora, el hombre se juega su vida eterna. Es claro que la idea de moderni-dad sólo podía nacer dentro de esta concepción de un tiempo sucesivo e irreversible; es claro, asimismo, que sólo podía nacer como una crítica de la eternidad cristiana. Cierto, en otra civilización, la islámica, el arquetipo temporal es análogo al del cris-tianismo, pero allá, por una razón que aparecerá dentro de unos instantes, era imposi-ble que se produjese esa crítica de la eternidad en que consiste esencialmente la mo-dernidad.

Todas las sociedades están desgarradas por contradicciones que son simultánea-mente de orden material e ideal. Esas contradicciones asumen en general la forma de conflictos intelectuales, religiosos o políticos. Por ellos viven las sociedades y por ellos mueren: son su historia. Precisamente una de las funciones del arquetipo tempo-ral es ofrecer una solución transhistórica a esas contradicciones y así preservar a la sociedad del cambio y de la muerte. Por eso cada idea del tiempo es una metáfora he-cha, no por un poeta, sino por un pueblo entero. Tránsito de la metáfora al concepto: todas las grandes imágenes colectivas del tiempo se convierten en materia de especu-lación de teólogos y filósofos. Y todas ellas, al pasar por el cedazo de la razón y de la crítica, tienden a aparecer como versiones más o menos acusadas de ese principio ló-gico que llamamos de identidad: supresión de las contradicciones, ya sea por la neu-tralización de los términos opuestos o por anulación de uno de ellos. A veces la diso-lución de los antagonismos es radical. La crítica budista aniquila los dos términos, el yo y el mundo, para erigir en su lugar a la vacuidad, un absoluto del que nada se pue-de decir porque está vacío de todo —incluso, dicen los Sutras Mahayanas, vacío de su vacuidad. Otras veces no hay supresión, sino conciliación y armonía de contrarios, como en la filosofía del tiempo de la antigua China. La posibilidad de que la contra-dicción estalle y haga estallar al sistema no sólo es un peligro de orden lógico sino vi-tal: si la coherencia se rompe, la sociedad pierde su fundamento y se destruye. De ahí el carácter cerrado y autosuficiente de esos arquetipos, su pretensión de invulnerabili-dad y su resistencia al cambio. Una sociedad puede cambiar de arquetipo, pasar del politeísmo al monoteísmo y del tiempo cíclico al tiempo finito e irreversible del Is-lam; los arquetipos no cambian ni se transforman. Pero hay una excepción a esta re-gla universal: la sociedad de Occidente.

La doble herencia del monoteísmo judaico y de la filosofía pagana constituyen la dicotomía cristiana. La idea griega del ser —en cualquiera de sus versiones, de los presocráticos a los epicúreos, estoicos y neoplatónicos— es irreductible a la idea ju-daica de un Dios único, personal y creador del universo. Esta oposición fue el tema central de la filosofía cristiana desde los Padres de la Iglesia. Una oposición que la escolástica intentó resolver con una ontología de una sutileza extraordinaria. La mo-

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dernidad es la consecuencia de esa contradicción y, en cierto modo, su resolución en sentido opuesto al de la escolástica. La disputa entre razón y revelación también des-garró al mundo árabe, pero allá la victoriosa fue la revelación: muerte de la filosofía y no, como en Occidente, muerte de Dios. El triunfo de la eternidad en el Islam alteró el valor y la significación del tiempo humano: la historia fue hazaña o leyenda, no in-vención de los hombres. Las puertas del futuro se cerraron; la victoria del principio de identidad fue absoluta: Alá es Alá. Occidente escapó de la tautología —sólo para caer en la contradicción.

La modernidad se inicia cuando la conciencia de la oposición entre Dios y Ser, razón y revelación, se muestra como realmente insoluble. A la inversa de lo que ocu-rrió en el Islam, entre nosotros la razón crece a expensas de la divinidad. Dios es lo Uno, no tolera la alteridad y la heterogeneidad sino como pecados de no—ser; la ra-zón tiene la tendencia a separarse de ella misma: cada vez que se examina, se escin-de; cada vez que se contempla, se descubre como otra ella misma. La razón aspira a la unidad pero, a diferencia de la divinidad, no reposa en ella ni se identifica con ella. La Trinidad, que es una evidencia divina, resulta un misterio impenetrable para la ra-zón. Si la unidad reflexiona, se vuelve otra: se ve a sí misma como alteridad. Al fun-dirse con la razón, Occidente se condenó a ser siempre otro, a negarse a sí mismo pa-ra perpetuarse.

En los grandes sistemas metafísicos que la modernidad elabora en sus albores, la razón aparece como un principio suficiente: idéntica a sí misma, nada la funda sino ella misma y, por tanto, es el fundamento del mundo. Pero esos sistemas no tardan en ser substituidos por otros en los que la razón es sobre todo crítica. Vuelta sobre sí misma, la razón deja de ser creadora de sistemas; al examinarse, traza sus límites, se juzga y, al juzgarse, consuma su autodestrucción como principio rector. Mejor dicho, en esa autodestrucción encuentra un nuevo fundamento. La razón crítica es nuestro principio rector, pero lo es de una manera singular: no edifica sistemas invulnerables a la crítica, sino que ella es la crítica de sí misma. Nos rige en la medida en que se desdobla y se constituye como objeto de análisis, duda, negación. No es un templo ni un castillo fuerte; es un espacio abierto, una plaza pública y un camino: una discu-sión, un método. Un camino en continuo hacerse y deshacerse, un método cuyo único principio es examinar a todos los principios. La razón crítica acentúa, por su mismo rigor, su temporalidad, su posibilidad siempre inminente de cambio y variación. Nada es permanente: la razón se identifica con la sucesión y con la alteridad. La moderni-dad es sinónimo de crítica y se identifica con el cambio; no es la afirmación de un principio atemporal, sino el despliegue de la razón crítica que sin cesar se interroga, se examina y se destruye para renacer de nuevo. No nos rige el principio de identidad ni sus enormes y monótonas tautologías, sino la alteridad y la contradicción, la crítica en sus vertiginosas manifestaciones. En el pasado, la crítica tenía por objeto llegar a

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la verdad; en la edad moderna, la verdad es crítica. El principio que funda a nuestro tiempo no es una verdad eterna, sino la verdad del cambio.

La contradicción de la sociedad cristiana fue la oposición entre razón y revela-ción, el ser que es pensamiento que se piensa y el dios que es persona que crea; la de la edad moderna se manifiesta en todas estas tentativas por edificar sistemas que po-sean la solidez de las antiguas religiones y filosofías pero que estén fundados, no en un principio atemporal, sino en el principio del cambio. Hegel llamaba a su propia fi-losofía: cura de la escisión. Si la modernidad es la escisión de la sociedad cristiana y si la razón crítica, nuestro fundamento, es permanente escisión de sí misma, ¿cómo curarnos de la escisión sin negarnos a nosotros mismos y negar nuestro fundamento? ¿Cómo resolver en unidad la contradicción sin suprimirla? En las otras civilizaciones, la anulación del antagonismo entre los términos contrarios era el paso previo a la afir-mación unitaria— En el mundo católico, la ontología de los grados del ser ofrecía también una posibilidad de atenuar las oposiciones hasta hacerlas desaparecer casi del todo. En la edad moderna la dialéctica se arriesga a la misma empresa pero apelando a una paradoja: convierte a la negación en el puente de unión entre los términos. Pre-tende suprimir los antagonismos no limando, sino exasperando las oposiciones. Aun-que Kant había llamado a la dialéctica «la lógica de las ilusiones», Hegel afirmó que, gracias a la negatividad del concepto, era posible eliminar el escándalo filosófico que constituía la «cosa en sí» kantiana. No es necesario tomar partido por Kant para ad-vertir que, incluso si Hegel tuviese razón, la dialéctica disuelve las contradicciones sólo para que éstas renazcan inmediatamente. El último gran sistema filosófico de Occidente oscila entre el delirio especulativo y la razón crítica; es un pensamiento que se constituye como sistema sólo para desgarrarse. Cura de la escisión por la esci-sión. Modernidad: en un extremo, Hegel y sus continuadores materialistas; en el otro, la crítica de esas tentativas, de Hume a la filosofía analítica. Esta oposición es la his-toria de Occidente, su razón de ser. También será, un día, la razón de su muerte. La modernidad es una separación. Empleo la palabra en su acepción más inmediata: apartarse de algo, desunirse. La modernidad se inicia como un desprendimiento de la sociedad cristiana. Fiel a su origen, es una ruptura continua, un incesante separarse de sí misma; cada generación repite el acto original que nos funda y esa repetición es si-multáneamente nuestra negación y nuestra renovación. La separación nos une al mo-vimiento original de nuestra sociedad y la desunión nos lanza al encuentro de noso-tros mismos. Como si se tratase de uno de esos suplicios imaginados por Dante (pero que son para nosotros una suerte de bienaventuranza: nuestro premio por vivir en la historia), nos buscamos en la alteridad, en ella nos encontramos y luego de confundir-nos con ese otro que inventamos, y que no es sino nuestro reflejo, nos apresuramos a separarnos de ese fantasma, lo dejamos atrás y corremos otra vez en busca de noso-

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tros mismos, a la zaga de nuestra sombra. Continuo ir hacia allá, siempre allá —no sabemos dónde. Y llamamos a esto: progreso.

Nuestra idea del tiempo como cambio continuo no sólo es una ruptura del arque-tipo medieval cristiano sino que es una nueva combinación de sus elementos. El tiem-po finito del cristianismo se vuelve el tiempo casi infinito de la evolución natural y de la historia pero conserva dos de sus propiedades constitutivas. La primera es ser irre-petible y sucesivo. La modernidad niega al tiempo cíclico de la misma manera tajante con que San Agustín lo había negado: las cosas suceden sólo una vez, son irrepeti-bles. Por lo que toca al personaje del drama temporal: ya no es el alma individual, sino la colectividad entera, la especie humana. El segundo elemento: la perfección consubstancial a la eternidad, se convirtió en un atributo de la historia. Así se valoró por primera vez al cambio: los seres y las cosas no alcanzan su perfección, su plena realidad, en el otro tiempo del otro mundo, sino en el tiempo de aquí —un tiempo que no es un presente eterno, sino fugaz. La historia es nuestro camino de perfección.

La modernidad cargó el acento no en la realidad real de cada hombre sino en la realidad ideal de la sociedad y de la especie. Si los actos y las obras de los hombres dejaron de tener significación religiosa individual —la salvación o la perdición del al-ma—, se tiñeron de una coloración supraindividual e histórica. Subversión de los va-lores cristianos que fue también una verdadera conversión: el tiempo humano cesa de girar en torno al sol inmóvil de la eternidad y postula una perfección no fuera, sino dentro de la historia; la especie, no el individuo, es el sujeto de la nueva perfección, y la vía que se le ofrece para realizarla no es la fusión con Dios sino la participación en la acción terrestre, histórica. Por lo primero, la perfección, atributo de la eternidad se-gún la escolástica, se inserta en el tiempo; por lo segundo, se niega que la vida con-templativa sea el más alto ideal humano y se afirma el valor supremo de la acción temporal. No la fusión con Dios, sino con la historia: ése es el destino del hombre. El trabajo substituye a la penitencia, el progreso a la gracia y la política a la religión.

La edad moderna se concibe a sí misma como revolucionaria. Lo es de varias maneras. La primera y más obvia es de orden semántico: la modernidad comienza por cambiar el sentido de la palabra revolución. A la significación original —giro de los mundos y de los astros— se yuxtapuso otra, que es ahora la más frecuente; ruptura violenta del orden antiguo y establecimiento de un orden social más justo y racional. El giro de los astros era una suerte de manifestación visible del tiempo circular; en su nueva acepción, la palabra revolución fue la expresión más perfecta y consumada del tiempo sucesivo, lineal e irreversible. En un caso, eterno retorno del pasado; en el otro, destrucción del pasado y construcción en su lugar de una sociedad nueva. Pero el sentido primero no desaparece enteramente, sino que, una vez más, sufre una con-versión. La idea de revolución, en su significado moderno, representa con la máxima coherencia la concepción de la historia como cambio y progreso ineludible: si la so-

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ciedad no evoluciona y se estanca, estalla una revolución. Sin embargo, si las revolu-ciones son necesarias, la historia posee la necesidad del tiempo cíclico. Misterio inso-luble como el de la Trinidad, pues las revoluciones son expresiones del tiempo irre-versible y, por tanto, manifestaciones de la razón crítica: la libertad misma. Ambigüe-dad de la revolución: su rostro nos muestra los rasgos míticos del tiempo cíclico y los rasgos geométricos de la crítica, la antigüedad más antigua y la novedad más nueva.

El gran cambio revolucionario, la gran conversión, fue la del futuro. En la socie-dad cristiana el porvenir estaba condenado a muerte: el triunfo del eterno presente, al otro día del Juicio Final, era asimismo el fin del futuro. La modernidad invierte los términos: si el hombre es historia y sólo en la historia se realiza; si la historia es tiem-po lanzado hacia el futuro y el futuro es el lugar de elección de la perfección; si la perfección es relativa con relación al porvenir y absoluta frente al pasado..., pues en-tonces el futuro se convierte en el centro de la tríada temporal: es el imán del presente y la piedra de toque del pasado. Semejante al presente fijo del cristianismo, nuestro futuro es eterno. Como él, es impermeable a las vicisitudes del ahora e invulnerable a los horrores del ayer. Aunque nuestro futuro es una proyección de la historia, está por definición más allá de la historia, lejos de sus tempestades, lejos del cambio y de la sucesión. Si no es la eternidad cristiana, se parece a ella en ser aquello que está del otro lado del tiempo: nuestro futuro es simultáneamente la proyección del tiempo su-cesivo y su negación. El hombre moderno se ve lanzado hacia el futuro con la misma violencia que el cristiano se veía lanzado hacia el cielo o al infierno.

La eternidad cristiana era la solución de todas las contradicciones y agonías, el fin de la historia y del tiempo. Nuestro futuro, aunque sea el depositario de la perfec-ción, no es un lugar de reposo, no es un fin; al contrario, es un continuo comienzo, un permanente ir más allá. Nuestro futuro es un paraíso/infierno; paraíso por ser el lugar de elección del deseo, infierno por ser el Jugar de la insatisfacción. Por una parte, nuestra perfección es siempre relativa, pues, como dicen con los ojos en blanco los marxistas y los otros historicistas empedernidos, una vez resueltos los conflictos ac-tuales las contradicciones reaparecerán en niveles más y más elevados; por la otra, si pensamos que en el futuro está el fin de la historia y la resolución de sus antagonis-mos, nos convertimos en víctimas voluntarias de un cruel espejismo: el futuro es por definición inalcanzable e intocable. La tierra prometida de la historia es una región inaccesible y en esto se manifiesta de la manera más inmediata y desgarradora la contradicción que constituye la modernidad. La crítica que la modernidad ha hecho de la eternidad cristiana y la que hizo el cristianismo del tiempo circular de la anti-güedad son aplicables a nuestro propio arquetipo temporal. La sobrevaloración del cambio entraña la sobrevaloración del futuro: un tiempo que no es.

La literatura moderna, ¿es moderna? Su modernidad es ambigua: hay un conflic-to entre poesía y modernidad que se inicia con los prerrománticos y que se prolonga

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hasta nuestros días. Procuraré en lo que sigue describir ese conflicto, no a través de sus episodios —no soy un historiador de la literatura—, sino deteniéndome en esos momentos y en esas obras en donde la oposición se revela con mayor claridad. Acep-to que mi método puede ser tachado de arbitrario; añado que esa arbitrariedad no es gratuita. Mis puntos de vista son los de un poeta hispanoamericano; no son una diser-tación desinteresada, sino una exploración de mis orígenes y una tentativa de autode-finición indirecta. Estas reflexiones pertenecen a ese género que Baudelaire llamaba crítica parcial, la única que le parecía válida.

Intenté definir a la edad moderna como una edad critica, nacida de una nega-ción. La negación crítica abarca también al arte y a la literatura: los valores artísticos se separaron de los valores religiosos. La literatura conquistó su autonomía: lo poéti-co, lo artístico y lo bello se convirtieron en valores en sí y sin referencia a otros valo-res. La autonomía de los valores artísticos llevó a la concepción del arte como objeto y ésta, a su vez, condujo a una doble invención: el museo y la crítica de arte. En la es-fera de la literatura la modernidad se expresó como culto al «objeto» literario: poema, novela, drama. La tendencia se inicia en el Renacimiento y se acentúa en el siglo XVII, pero sólo hasta la edad moderna los poetas se dan cuenta de la naturaleza verti-ginosa y contradictoria de esta idea: escribir un poema es construir una realidad apar-te y autosuficiente. Se introduce así la noción de la crítica «dentro» de la creación po-ética. Nada más natural, en apariencia: la literatura moderna, según corresponde a una edad crítica, es una literatura crítica. Pero se trata de una modernidad que, vista de cerca, resulta paradójica: en muchas de sus obras más violentas y características —pienso en esa tradición que va de los románticos a los surrealistas— la literatura mo-derna es una apasionada negación de la modernidad; en otra de sus tendencias más persistentes y que abraza a la novela tanto como a la poesía lírica —pienso ahora en esa tradición que culmina en un Mallarmé y en un Joyce—, nuestra literatura es una crítica no menos apasionada y total de sí misma. Crítica del objeto de la literatura: la sociedad burguesa y sus valores; crítica de la literatura como objeto: el lenguaje y sus significados. De ambas maneras la literatura moderna se niega y, al negarse, se afir-ma y confirma su modernidad.

No es un azar que la poesía moderna se haya expresado en la novela antes que en la poesía lírica. La novela es el género moderno por excelencia y el que ha expre-sado mejor la poesía de la modernidad: la poesía de la prosa. En el caso de los prerro-mánticos, la modernidad de la novela se vuelve ambivalente y contradictoria, quiero decir: doble y plenamente moderna— Si la literatura moderna se inicia como una crí-tica de la modernidad, la figura en que encarna esta paradoja con una suerte de ejem-plaridad es Rousseau. En su obra la edad que comienza —la edad del progreso, las in-venciones y el desarrollo de la economía urbana— encuentra no sólo a uno de sus fundamentos sino también a su negación más encarnizada. En las novelas de Jean—

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Jacques y en las de sus seguidores la continua oscilación entre prosa y poesía se hace más y más violenta, no en beneficio de la primera, sino de la segunda. Prosa y poesía libran en el interior de la novela una batalla, y esa batalla es la esencia de la novela: el triunfo de la prosa convierte a la novela en documento psicológico, social o antropo-lógico; el de la poesía la transforma en poema. En ambos casos desaparece como no-vela. Para ser, la novela tiene que ser al mismo tiempo prosa y poesía, sin ser entera-mente ni lo uno ni lo otro. La prosa representa, en esta contradicción complementaria, el elemento moderno: la crítica, el análisis. A partir de Cervantes, la prosa parece que paulatinamente gana la partida, pero a fines del siglo XVIII, bruscamente, un temblor desdibuja la geometría racional. Una nueva potencia, la sensibilidad, trastorna las ar-quitecturas de la razón. ¿Nueva potencia? Más bien: antiquísima, anterior a la razón y a la misma historia. A lo nuevo y a lo moderno, a la historia y sus fechas, Rousseau y sus continuadores oponen la sensibilidad, que no es sino lo original, lo que no tiene fechas porque está antes del tiempo, en el principio.

La sensibilidad de los prerrománticos no tardará en convertirse en la pasión de los románticos. La primera es un acuerdo con el mundo natural, la segunda es la transgresión del orden social. Ambas son naturaleza, pero naturaleza humanizada: cuerpo. Aunque las pasiones corporales ocupan un lugar central en la gran literatura libertina del siglo XVIII, sólo hasta los prerrománticos y los románticos el cuerpo co-mienza a hablar. Y el lenguaje que habla es el lenguaje de los sueños, los símbolos y las metáforas, en una extraña alianza de lo sagrado con lo profano y de lo sublime con lo obsceno. Ese lenguaje es el de la poesía, no el de la razón. La diferencia con los escritores de la Ilustración es radical. En la obra más libre y osada de ese período, la del Marqués de Sade, el cuerpo no habla, aunque el único tema de este autor haya sido el cuerpo y sus singularidades y aberraciones: la que habla a través de esos cuer-pos ensangrentados es la filosofía— Sade no es un autor pasional; sus delirios son ra-cionales y su verdadera pasión es la crítica. Se exalta, no ante las posiciones de los cuerpos, sino ante el rigor y el brillo de las demostraciones. El erotismo de los otros filósofos libertinos del XVIII no tiene la desmesura del de Sade, pero no es menos frío y racional: no es una pasión, sino una filosofía. El conflicto se prolonga hasta nuestros días: D. H. Lawrence y Bertrand Russell batallaron contra el puritanismo de los anglosajones, pero sin duda a Lawrence le parecía cínica la actitud de Russell ante el cuerpo y a éste irracional la de Lawrence. La misma contradicción entre los surrea-listas y los partidarios de la libertad sexual: para unos la libertad erótica es sinónimo de imaginación y pasión, para los otros significa una solución racional al problema de las relaciones físicas entre los sexos. Bataille creía que la transgresión era la condi-ción y aun la esencia del erotismo; la nueva moral sexual cree que si se suprimen o

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atenúan las prohibiciones, desaparecerá o se atenuará la transgresión erótica. Blake dijo: «Los dos leemos día y noche la Biblia, pero tú lees negro donde yo leo blanco»6.

El cristianismo persiguió a los antiguos dioses y genios de la tierra, el agua, el fuego y el aire. Convirtió a los que no pudo aniquilar: unos, cambiados en demonios, fueron precipitados al abismo y allá se les empleó en la burocracia infernal; otros as-cendieron al cielo y ocuparon un puesto en las jerarquías de los ángeles. La razón crí-tica despobló al cielo y al infierno, pero los espíritus regresaron a la tierra, al aire, al fuego y al agua: regresaron al cuerpo de los hombres y las mujeres. Ese regreso se llama romanticismo. Sensibilidad y pasión son los nombres del ánima plural que ha-bita las rocas, las nubes, los ríos y los cuerpos. El culto a la sensibilidad y a la pasión es un culto polémico en el que se despliega un tema dual: la exaltación de la naturale-za es tanto una crítica moral y política de la civilización como la afirmación de un tiempo anterior a la historia. Pasión y sensibilidad representan lo natural: lo genuino ante el artificio, lo simple frente a lo complejo, la originalidad real ante la falsa nove-dad. La superioridad de lo natural reposa en su anterioridad: el primer principio, el fundamento de la sociedad, no es el cambio ni el tiempo sucesivo de la historia, sino un tiempo anterior, igual a sí mismo siempre. La degradación de ese tiempo original, sensible y pasional, en historia, progreso y civilización se inició cuando, dice Rous-seau, por primera vez un hombre cercó un pedazo de tierra, dijo: «Esto es mío» —y encontró tontos que le creyesen. La propiedad privada funda a la sociedad histórica. Ruptura del tiempo anterior a los tiempos: comienzo de la historia. Comienza la his-toria de la desigualdad.

6 The Everlasting Cospel [hacia I8J8], en The Complete Poetry ofWilliam Blake, con una introducción de Robcrt Silliman HilJycr, Nueva York, Random House, 1941.

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Los hijos del limo

La nostalgia moderna de un tiempo original y de un hombre reconciliado con la naturaleza expresa una actitud nueva. Aunque postula como los paganos la existencia de una edad de oro anterior a la historia, no inserta esa edad dentro de una visión cíclica del tiempo; el regreso a la edad feliz no será la consecuencia de la revolución de los astros, sino de la revolución de los hombres. En realidad, el pasado no regresa: los hombres, por un acto voluntario y deliberado, lo inventan e instalan en la historia. El pasado revolucionario es una forma que asume el futuro, su disfraz. La fatalidad impersonal del hado cede el sitio a un concepto nuevo, herencia directa del cristianis-mo: la libertad. El misterio que desvelaba a San Agustín —¿cómo pueden conciliarse libertad humana y omnipotencia divina?—se transforma desde el siglo XVIII en un problema que preocupa por igual al revolucionario y al evolucionista: ¿en qué sentido la historia nos determina y hasta dónde puede el hombre torcer su curso y cambiarlo? A la paradoja de la conjugación entre necesidad y libertad, debe añadirse otra: la re-novación del pacto original implica un acto de inusitada aunque justa violencia, la destrucción de la sociedad fundada en la desigualdad de los hombres. Esta destruc-ción es, en cierto modo, la destrucción de la historia, ya que la desigualdad se identi-fica con ella; no obstante, se realiza a través de un acto eminentemente histórico: la crítica convertida en acto revolucionario. El regreso al tiempo del principio, el tiempo anterior a la ruptura, entraña una ruptura. No hay más remedio que afirmar, por más sorprendente que parezca esta proposición, que sólo la modernidad puede realizar la operación de vuelta al principio original, porque sólo la edad moderna puede negarse a sí misma.

Crítica de la crítica y sus construcciones, la poesía moderna, desde los prerro-mánticos, busca fundarse en un principio anterior a la modernidad y antagónico a ella. Ese principio, impermeable al cambio y a la sucesión, es el comienzo del co-mienzo de Rousseau, pero también es el Adán de William Blake, el sueño de Jean—Paul, la analogía de Novalis, la infancia de Wordsworth, la imaginación de Coleridge. Cualquiera que sea su nombre, ese principio es la negación de la modernidad. La poesía moderna afirma que es la voz de un principio anterior a la historia, la revela-ción de una palabra original de fundación. La poesía es el lenguaje original de la so-ciedad —pasión y sensibilidad— y por eso mismo es el verdadero lenguaje de todas las revelaciones y revoluciones. Ese principio es social, revolucionario: regreso al pacto del comienzo, antes de la desigualdad; ese principio es individual y atañe a ca-da hombre y a cada mujer: reconquista de la inocencia original. Doble oposición, a la modernidad y al cristianismo, que es una doble confirmación tanto del tiempo históri-co de la modernidad (revolución) como del tiempo mítico del cristianismo (inocencia

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original). En un extremo, el tema de la instauración de otra sociedad es un tema revo-lucionario que inserta el tiempo del principio en el futuro; en el otro extremo, el tema de la restauración de la inocencia original es un tema religioso que inserta al futuro cristiano en un pasado anterior a la Caída. La historia de la poesía moderna es la his-toria de las oscilaciones entre estos dos extremos: la tentación revolucionaria y la ten-tación religiosa.

La historia de la poesía moderna —al menos la mitad de esa historia— es la de la fascinación que han experimentado los poetas por las construcciones de la razón crítica. Fascinar quiere decir hechizar, magnetizar, encantar; asimismo: engañar. El caso de los románticos alemanes es una ilustración de este fenómeno de vaivén en el que la repulsión sucede casi fatal e inmediatamente a la atracción. En general se les considera como un grupo católico y monárquico, enemigo de la Revolución francesa; se olvida así que casi todos ellos mostraron inicialmente entusiasmo y simpatía por el movimiento revolucionario. Su conversión al catolicismo y al absolutismo monárqui-co fue la consecuencia tanto de la ambigüedad del romanticismo, siempre desgarrado entre los extremos, como de la naturaleza del dilema histórico a que se enfrentó esa generación. La Revolución francesa presentaba dos caras: movimiento revoluciona-rio, ofrecía a los pueblos europeos una visión universal del hombre y una concepción nueva de la sociedad y del Estado; movimiento nacional, prolongaba en el exterior el expansionismo francés y en el interior continuaba la política de centralización comen-zada por Richelieu. Las guerras contra el Consulado y el Imperio fueron simultánea-mente guerras de liberación nacional y en defensa del absolutismo monárquico. El ejemplo de España me ahorra el trabajo de una larga demostración: los liberales espa-ñoles que colaboraron con los franceses fueron fieles a sus ideas políticas pero infie-les a su patria; los otros tuvieron que resignarse a confundir la causa de la indepen-dencia de España con la del indigno Fernando VII y la Iglesia.

La actitud de Hólderlin es un buen ejemplo de esta ambivalencia. Se dirá que Hólderlin no es un poeta estrictamente romántico. Pero no lo es por la misma razón por la que Blake tampoco lo es del todo: no tanto por estar cronológicamente un poco antes del romanticismo propiamente dicho, sino porque ambos lo traspasan. En los días de la Primera Coalición contra la República Francesa, el poeta alemán escribe a su hermana: «Ruega porque los revolucionarios derroten a los austriacos, pues de lo contrario el abuso de poder de los príncipes será terrible. Créeme y ora por los france-ses, que son los defensores de los derechos del hombre» (19 de junio de 1792.)7. Un poco después, en 1797, escribe una oda a Bonaparte —al libertador de Italia, no al general que un poco después se convertiría, como dice con desprecio en otra carta, «en una especie de dictador». El tema de Hyperion es doble: el amor por Diotima y la fundación de una comunidad de hombres libres. Ambos actos son inseparables. El

7 Hólderlin, Oeuvres, volumen publicado bajo la dirección de PhiHppe Jacottet, París.

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punto de unión entre el amor a Diotima y el amor a la libertad es la poesía. Hiperión no sólo lucha por la libertad de Grecia sino por la instauración de una sociedad libre; la construcción de esta comunidad futura implica asimismo un regreso a la poesía. La palabra poética es mediación entre lo sagrado y los hombres y así es el verdadero fun-damento de la comunidad. Poesía e historia, lenguaje y sociedad, la poesía como pun-to de intersección entre el poder divino y la libertad humana, el poeta como guardián de la palabra que nos preserva del caos original: todas estas oposiciones anticipan los temas centrales de la poesía moderna.

El sueño de una comunidad igualitaria y libre, herencia común de Rousseau, rea-parece entre los románticos alemanes, aliado como en Hólderlin al amor, sólo que ahora de una manera más violenta y acusada. Todos estos poetas ven al amor como transgresión social y exaltan a la mujer no sólo como objeto sino como sujeto erótico. Novalis habla de un comunismo poético, una sociedad en la que la producción, y no sólo la consumación, de poesía será colectiva. Friedrich von Schlegel hace la apolo-gía del amor libre en su novela Luánde8 (1799), un libro que boy puede parecemos in-genuo pero que Novalis quería que llevase como subtítulo: «Fantasías cínicas o dia-bólicas». Esa frase anticipa una de las corrientes más poderosas y persistentes de la li-teratura moderna: el gusto por el sacrilegio y la blasfemia, el amor por lo extraño y lo grotesco, la alianza entre lo cotidiano y lo sobrenatural. En una palabra, la ironía —la gran invención romántica. Precisamente la ironía —en el sentido de Schlegel: amor por la contradicción que es cada uno de nosotros y conciencia de esa contradicción— define admirablemente la paradoja del romanticismo alemán. Fue la primera y más osada de las revoluciones poéticas, la primera que explora los dominios subterráneos del sueño, el pensamiento inconsciente y el erotismo; la primera, asimismo, que hace de la nostalgia del pasado una estética y una política.

Todavía estudiantes en Cambridge, Robert Southey y Samuel Taylor Coleridge conciben la idea de la Pantisocracia: una sociedad comunista, libre e igualitaria, que combinaría la «inocencia de la edad patriarcal» con los «refinamientos de la Europa moderna»9. El tema revolucionario del comunismo libertario se enlaza así al tema re-ligioso del restablecimiento de la inocencia original. Los dos jóvenes poetas deciden embarcarse hacia América para fundar en el nuevo continente la sociedad pantisocrá-tica, pero Coleridge cambia de opinión cuando se entera de que Southey pretendía llevar con ellos a un criado. Años más tarde, el joven Shelley, acompañado de su pri-mera mujer, Harriette, ambos casi adolescentes, visita a Southey en su retiro del Lake District. El viejo poeta ex republicano encuentra que su joven admirador era «exacta-mente como yo había sido en 1794». En cambio, al contar en una carta a su amigo

8 Gallimard, Bibliothcque de la Plciade, 1967. Incluye una selección de su correspondencia.9 R. J. White, ed., Pohtical Tracts ofWordsworth, Coleridge and Shelley, Cambridge, Cambridge Uni-

versity Press, 1953.

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Thomas Hogg las impresiones de su visita, Shelley escribe: «Southey es un hombre corrompido por el mundo y contaminado por los honores y las tradiciones» (7 enero 1812)10.

William Wordsworth visita Francia por primera vez en 1790. Al año siguiente, movido por su entusiasmo republicano —tenía apenas 21 años y acababa de terminar sus estudios en Cambridge— vuelve a Francia y por casi dos años, primero en París y luego en Orléans, vive —convive— con los girondinos. Esta circunstancia, y la repul-sión que le inspira el terror revolucionario, explican su animadversión por los jacobi-nos, a los que llamaba «la tribu de Moloch». Como muchos escritores del siglo XX ante la Revolución rusa, Wordsworth tomó partido por una de las facciones que se disputaban la dirección de la Revolución francesa, precisamente la facción vencida. En su gran poema autobiográfico, The Prelude (1805), con ese estilo hiperbólico y lleno de mayúsculas que hacen de este inmenso poeta también uno de los más pom-posos de su siglo, nos cuenta que uno de los momentos más felices de su vida fue el día en que, en un pueblo de la costa donde «todo lo que veía o sentía era quietud y se-renidad», oyó decir a un viajero recién desembarcado de Francia: «Robespierre ha muerto». No es menor su antipatía hacia Bonaparte, y en el mismo poema refiere que, al enterarse de que había sido coronado Emperador por el Papa, sintió que era «el úl-timo oprobio, algo así como ver al perro que regresa a su vómito...»11

Ante los desastres de la historia y la «degradación de la época», Wordsworth se vuelve a la infancia y a sus instantes de transparencia: el tiempo se abre en dos para que, más que ver la realidad, veamos a través de ella. Y lo que Wordsworth ve, como quizá nadie haya visto ni antes ni después de él, no es un mundo fantástico sino la realidad tal cual: el árbol, la piedra, el arroyo, cada uno asentado en sí mismo, repo-sando en su propia realidad, en una suerte de inmovilidad que no niega al movimien-to. Bloques de tiempo vivo, espacios que fluyen lentamente bajo la mirada mental: vi-sión del «otro tiempo» —un tiempo distinto al de la historia con sus reyes y sus pue-blos en armas, sus comités revolucionarios y sus curas sanguinarios, sus guillotinas y sus horcas. El tiempo de la infancia es el tiempo de la imaginación, esa facultad que Wordsworth llama el «alma de la naturaleza» para significar que es un poder transhu-mano. La imaginación no está en el hombre, sino que es el espíritu del lugar y del momento; no es sólo la potencia por la que vemos la realidad visible y la oculta: tam-bién es el medio por el que la naturaleza, a través de la mirada del poeta, se mira. Por la imaginación la naturaleza nos habla y habla con ella misma.

Las vicisitudes de la pasión política de Wordsworth podrían explicarse en térmi-nos de su vida íntima: los años de su entusiasmo por la Revolución son los años de su

10 F. L. Jones, ed., The Letters of Percy Bysshe Shelley* Londres, Oxford University Press, 1964.11 Ernest de Selirtcourt, ed., The Prelude, Londres, Oxford University Press, 1970. Hay dos versiones

del poema; la segunda es de 1850 y contiene las enmiendas y modificaciones que le hizo Wordsworth desde 1806 hasta su muerte.

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amor por Annette (Anne Marie Vallon), una muchacha francesa a la que abandona precisamente cuando empiezan a cambiar sus opiniones políticas; los años de su cre-ciente enemistad por los movimientos revolucionarios coinciden con los de su deci-sión de apartarse del mundo y vivir en el campo, acompañado de su mujer y de su hermana Dorothy. Esta mezquina explicación no empequeñece a Wordsworth, sino a nosotros. Otra interpretación, ahora de orden intelectual e histórico: su afinidad políti-ca con los girondinos; su natural repugnancia ante el terror y el espíritu de sistema de los jacobinos; sus convicciones morales y filosóficas que lo llevan a extender la re-probación protestante del universalismo papista al universalismo revolucionario; su reacción de inglés ante las tentativas de invasión de Napoleón. Esta explicación, que combina la antipatía del liberal frente al despotismo revolucionario y la del patriota frente a las pretensiones hegemónicas de un poder extranjero, podría aplicarse tam-bién a los románticos alemanes, aunque con ciertas salvedades.

Ver el conflicto entre los primeros románticos y la Revolución francesa como un episodio de la lucha entre autoritarismo y libertad no es del todo falso, pero tampoco es enteramente cierto. No, la explicación es otra. En circunstancias históricas distin-tas, el fenómeno se manifiesta una y otra vez, primero a lo largo del siglo XIX y des-pués, con mayor intensidad, en lo que va del que corre. Apenas si vale la pena recor-dar los casos de Esenin, Mandelstam, Pasternak y tantos otros poetas, artistas y escri-tores rusos; las polémicas de los surrealistas con la Tercera Internacional; la amargura de César Vallejo, dividido entre su fidelidad a la poesía y su fidelidad al Partido Co-munista; las querellas en torno al «realismo socialista* y todo lo que ha seguido des-pués. La poesía moderna ha sido y es una pasión revolucionaria, pero esa pasión ha sido desdichada. Afinidad y ruptura: no han sido los filósofos, sino los revoluciona-rios, los que han expulsado a los poetas de su república. La razón de la ruptura ha si-do la misma que la de la afinidad: revolución y poesía son tentativas por destruir este tiempo de ahora, el tiempo de la historia que es el de la historia de la desigualdad, pa-ra instaurar otro tiempo. Pero el tiempo de la poesía no es el de la revolución, el tiem-po fechado de la razón crítica, el futuro de las utopías; es el tiempo de antes del tiem-po, el de la «vida anterior» que reaparece en la mirada del niño, el tiempo sin fechas.

La ambigüedad de la poesía frente a la razón crítica y sus encarnaciones históri-cas: los movimientos revolucionarios, es una cara de la medalla; la otra es la de su ambigüedad —otra vez afinidad y ruptura— ante la religión de Occidente: el cristia-nismo. Casi todos los grandes románticos, herederos de Rousseau y del deísmo del si-glo XVIII, fueron espíritus religiosos, pero ¿cuál fue realmente la religión de Hólder-lin, Blake, Coleridge, Hugo, Nerval? La misma pregunta podría hacerse a los que se declararon francamente irreligiosos. El ateísmo de Shelley es una pasión religiosa. En 1810, en otra carta a su íntimo Thomas Hogg, dice: «Oh, ardo en impaciencia espe-rando la disolución del cristianismo... Creo que es un deber de humanidad acabar con

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esa creencia. Si yo fuese el Anticristo y tuviese el poder de aniquilar a ese demonio para precipitarlo en su infierno nativo...»12. Lenguaje más bien curioso para un ateo y que prefigura al de Nietzsche de los últimos años.

Negación de la religión: pasión por la religión. Cada poeta inventa su propia mi-tología y cada una de esas mitologías es una mezcla de creencias dispares, mitos des-enterrados y obsesiones personales. El Cristo de Holderlin es una divinidad solar y, en ese enigmático poema que se llama El único, Jesús se convierte en el hermano de Hércules y «de aquel que unció su carro con un tiro de tigres y descendió hasta el In-do», Dionisio13. La Virgen de Novalis es la madre de Cristo y la Noche precristiana, su novia Sophie y la muerte. La Aurelia de Nerval es Isis, Pandora y la actriz Jenny Colon. Religiones románticas: herejías, sincretismos, apostasías, blasfemias, conver-siones. La ambigüedad romántica tiene dos modos, en el sentido musical de la pala-bra: uno se llama ironía y consiste en insertar dentro del orden de la objetividad la ne-gación de la subjetividad; el otro se llama angustia y consiste en dejar caer, en la ple-nitud del ser, una gota de nada. La ironía revela la dualidad de lo que parecía uno, la escisión de lo idéntico, el otro lado de la razón: la quiebra del principio de identidad. La angustia nos muestra que la existencia está vacía, que la vida es muerte, que el cielo es un desierto: la quiebra de la religión.

El tema de la muerte de Dios es un tema romántico. No es un tema filosófico, sino religioso. Para la razón Dios existe o no existe. En el primer caso, no puede mo-rir, y en el segundo, ¿cómo puede morir alguien que nunca ha existido? Esté razona-miento es válido solamente desde la perspectiva del monoteísmo y del tiempo sucesi-vo e irreversible de Occidente. La Antigüedad sabía que los dioses son mortales pero que, manifestaciones del tiempo cíclico, resucitan y regresan. En la noche los marine-ros escuchan una voz que recorre las costas del Mediterráneo diciendo: «Pan ha muerto», y esa voz que anuncia la muerte del dios, anuncia también su resurrección. La leyenda náhuatl nos cuenta que Quetzalcóatl abandona Tula, se inmola y se con-vierte en el planeta doble (Estrella de la Mañana y de la Tarde), pero que un día ha de regresar para recobrar su herencia. En cambio, Cristo vino a la tierra sólo una vez. Cada acontecimiento de la historia sagrada de los cristianos es único y no se repetirá. Si alguien dice: «Dios ha muerto», anuncia un hecho irrepetible: Dios ha muerto para siempre jamás. Dentro de la concepción del tiempo como sucesión lineal irreversible, la muerte de Dios se vuelve un acontecimiento impensable.

La muerte de Dios abre las puertas de la contingencia y la sinrazón. La respuesta es doble: la ironía, el humor, la paradoja intelectual; también la angustia, la paradoja poética, la imagen. Ambas actitudes aparecen en todos los románticos: su predilec-

12 F. L. Jones, ed., The Letters of Percy Bysshe Sheltey, Londres, Oxford Univcrsity Press, 1964.13 Friedrich Hólderlin, Poems and fragments, Londres, Routledge and Kegan Paul, edición bilingüe,

traducción inglesa de Michael Hamburger, 1966.

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ción por lo grotesco, lo horrible, lo extraño, lo sublime irregular, la estética de los contrastes, la alianza entre risa y llanto, prosa y poesía, incredulidad y fideísmo, los cambios súbitos, las cabriolas, todo, en fin, lo que convierte a cada poeta romántico en un Ícaro, un Satanás y un payaso, no es sino respuesta al absurdo: angustia e iro-nía. Aunque el origen de todas estas actitudes es religioso, se trata de una religiosidad singular y contradictoria, pues consiste en la conciencia de que la religión está vacía. La religiosidad romántica es irreligión: ironía; la irreligión romántica es religiosa: an-gustia.

El tema de la muerte de Dios, en este sentido religioso/irreligioso, aparece por primera vez, según creo, en Jean—Paul Ritcher. En este gran precursor confluyen to-das las tendencias y corrientes que más tarde van a desplegarse en la poesía y la no-vela del siglo XIX y del XX: el onirismo, el humor, la angustia, la mezcla de los gé-neros, la literatura fantástica aliada al realismo y éste a la especulación filosófica. El célebre Sueño de Jean—Paul es el sueño de la muerte de Dios y su título completo es: Discurso de Cristo muerto en lo alto del edificio del mundo: no hay Dios, Existe otra versión en la que, significativamente, no es Cristo, sino Shakespeare, el que anuncia la noticia14. Para los románticos Shakespeare era el poeta por antonomasia, como Vir-gilio lo fue para la Edad Media; al poner en labios del poeta inglés la terrible nueva, Jean—Paul afirma implícitamente algo que más tarde dirán todos los románticos: los poetas son videntes y profetas, por su boca habla el espíritu. El poeta desaloja al sacerdote y la poesía se convierte en una revelación rival de la escritura religiosa.

La versión definitiva del Sueño acentúa el carácter profundamente religioso de este texto capital y, simultáneamente, su carácter absolutamente blasfemo: no es un filósofo ni un poeta, sino Cristo mismo, el hijo de la divinidad, el que afirma que Dios no existe. El lugar del anuncio es la iglesia de un cementerio inmenso. Tal vez es medianoche, aunque ¿cómo saberlo a ciencia cierta?: el cuadrante del reloj no tie-ne cifras ni agujas y una mano negra traza incansablemente sobre esa superficie sig-nos que se borran inmediatamente y que los muertos en vano quieren descifrar. En medio del clamor de la multitud de las sombras, Cristo desciende y dice: He recorrido los mundos, subí hasta los soles y no encontré a Dios alguno; bajé hasta los últimos límites del universo, miré los abismos y grité: Padre, ¿dónde estás? Pero no escuché sino la lluvia que caía en el precipicio y la eterna tempestad que ningún orden rige... La eternidad reposaba sobre el caos, lo roía y, al roerlo, se devoraba lentamente ella misma. Los niños muertos se acercan a Cristo y le preguntan: Jesús, ¿no tenemos pa-dre? Y él responde: todos somos huérfanos.

Dos temas se entrelazan en el Sueño: el de la muerte del Dios cristiano, padre universal y creador del mundo; y el de la inexistencia de un orden divino o natural que regule el movimiento de los universos. El segundo tema está en abierta contradic-

14 La primera versión es de 1789 y la última, incluida en la novela Siebi'nkas, es de 1796.

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ción con las ideas que la nueva filosofía había propagado entre los espíritus cultiva-dos de la época. Los filósofos de la Ilustración habían atacado con saña al cristianis-mo y a su Dios hecho persona, pero tanto los deístas como los materialistas postula-ban la existencia de un orden universal. El siglo XVIII, con unas pocas excepciones como la de Hume, creyó en un cosmos regido por leyes que no eran esencialmente distintas a las del entendimiento. Divina o natural, una necesidad inteligente movía al mundo y el universo era un mecanismo racional. La visión de Jean—Paul nos mues-tra exactamente lo contrario: el desorden, la incoherencia. El universo no es un meca-nismo, sino una inmensidad informe agitada por movimientos que no es exagerado llamar pasionales: esa lluvia que cae desde el principio sobre el abismo sin fin y esa tempestad perpetua sobre el paisaje de la convulsión son la imagen misma de la con-tingencia.

Universo sin leyes, mundo a la deriva, visión grotesca del cosmos: la eternidad está sentada sobre el caos y, al devorarlo, se devora. Estamos ante la «naturaleza caí-da» de los cristianos, pero la relación entre Dios y el mundo se presenta invertida: no es el mundo, caído de la mano de Dios, el que se precipita en la nada, sino que es Dios el que cae en el hoyo de la muerte. Blasfemia enorme: ironía y angustia. La filo-sofía había concebido un mundo movido, no por un creador, sino por un orden inteli-gente; para Jean—Paul y sus descendientes la contingencia es una consecuencia de la muerte de Dios: el universo es un caos porque no tiene creador. El ateísmo de Jean—Paul es religioso y se opone al ateísmo de los filósofos: la imagen del mundo como un mecanismo es sustituida por la de un mundo convulso que agoniza sin cesar y nunca acaba de morir. La contingencia universal se llama, en la esfera existencial, or-fandad. Y el primer huérfano, El Gran Huérfano, no es otro que Cristo. El Sueño de Jean—Paul15 escandaliza lo mismo al filósofo que al sacerdote, al ateo que al creyen-te.

Hay un poema de Nerval, compuesto por cinco sonetos e intitulado Cristo en el monte de los Olivos, que es una adaptación del Sueño16. El texto de Jean—Paul es abrupto, exagerado; los sonetos de NervaJ despliegan los mismos temas como una so-lemne música nocturna. El poeta francés suprimió el elemento confesional y psicoló-gico; el poema no es el relato de un sueño, sino el de un mito: no es la pesadilla de un poeta en la iglesia, de un cementerio, sino el monólogo de Cristo ante sus discípulos dormidos. En el primer soneto hay una línea soberbia (Le dicu manque a l'autel, oü je suis la victime) que inicia un tema que no aparece en Jean—Paul y que los siguientes

15 El Sueño de Jean—Paul va a ser soñado, pensado y padecido por muchos poetas, filósofos y nove -listas del siglo xix y del XX. En Francia fue conocido gracias al libro famoso de Madame de Staél: De VA-llemagne (1814).

16 Gérard de Nerval, Oenvrcs, París, Gallimard, Bibliothéquc de la Plciadc, 1952. Texto establecido, anotado y presentado por Albcrt Beguin y Jean—Paul Richier. Los sonetos de Nerval se publicaron por pri-mera vez en 1844.

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sonetos continúan hasta culminar en el último verso del último soneto. Es el tema del eterno retorno que, aliado al de la muerte de Dios, reaparece más tarde en Nietzsche con una intensidad y una lucidez sin paralelo.

En el poema de Nerval el sacrificio de Cristo en este mundo sin Dios lo convier-te, a su vez, en un nuevo Dios. Nuevo y otro: es una divinidad que apenas si tiene re-lación con el Dios cristiano. El Cristo de Nerval es un Ícaro, un Faetón, un hermano Atis herido y al que Cibeles reanima. La tierra se embriaga con esa sangre preciosa, el Olimpo se despeña en el abismo y César pregunta al oráculo de Júpiter Amón: ¿Quién es ese nuevo Dios? El oráculo calla, pues el único que puede explicar al mun-do ese misterio es: Celui qui donna Vame aux enfants du limón. Misterio insoluble, pues el que infunde un alma al Adán de lodo es el Padre, el creador: precisamente ese Dios ausente en el altar donde Cristo es la víctima. Un siglo y medio más tarde Fer-nando Pessoa se enfrenta al mismo enigma y lo resuelve en términos parecidos a los de Nerval: no hay Dios, sino dioses, y el tiempo es circular: «Dios es un hombre de otro Dios más grande; / También tuvo caída, Adán supremo; / También, aunque crea-dor, él fue criatura...»17.

La conciencia poética de Occidente ha vivido la muerte de Dios como si fuese un mito. Mejor dicho, esa muerte ha sido verdaderamente un mito y no un mero epi-sodio en la historia de las ideas religiosas de nuestra sociedad. El tema de la orfandad universal, tal como lo encarna la figura de Cristo, el gran huérfano y el hermano ma-yor de todos los niños huérfanos que son los hombres, expresa una experiencia psí-quica que recuerda la vía negativa de los místicos: esa «noche oscura» en la que nos sentimos flotar a la deriva, abandonados en un mundo hostil o indiferente, culpables sin culpa e inocentes sin inocencia. No obstante, hay una diferencia esencial: es una noche sin desenlace, un cristianismo sin Dios. Al mismo tiempo, la muerte de Dios provoca en la imaginación poética un despertar de la fabulación mítica y así se crea una extraía cosmogonía en la que cada Dios es la criatura, el Adán, de otro Dios. Re-greso del tiempo cíclico, transmutación de un tema cristiano en un mito pagano. Un paganismo incompleto, un paganismo cristiano teñido de angustia por la caída en la contingencia.

Estas dos experiencias —cristianismo sin Dios, paganismo cristiano— son cons-titutivas de la poesía y la literatura de Occidente desde la época romántica. En uno y en otro caso estamos ante una doble transgresión: la muerte de Dios convierte el ateísmo de los filósofos en una experiencia religiosa y en un mito; a su vez, esa expe-riencia niega aquello mismo que afirma: el mito está vacío, es un juego de reflejos en la conciencia solitaria del poeta; no hay realmente nadie en el altar, ni siquiera esa víctima que es Cristo. Angustia e ironía: ante el tiempo futuro de la razón crítica y de la Revolución, la poesía afirma el tiempo sin fechas de la sensibilidad y la imagina-

17 La tumba de Cristian Roscniri'Htz, traducción de Octavio Paz.

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ción, el tiempo original; ante la eternidad cristiana, afirma la muerte de Dios, la caída en la contingencia y la pluralidad de dioses y mitos. Pero cada una de estas negacio-nes se vuelve contra sí misma: el tiempo sin fechas de la imaginación no es un tiempo revolucionario sino mítico; la muerte de Dios es un mito vacío. La poesía romántica es revolucionaria no con y sino frente a las revoluciones del siglo; y su religiosidad es una transgresión de las religiones.

Para la Edad Media la poesía era una sirvienta de la religión; para la edad ro-mántica la poesía es su rival, y más, es la verdadera religión, el principio anterior a todas las escrituras sagradas. Rousseau y Herder habían mostrado que el lenguaje res-ponde, no a las necesidades materiales del hombre, sino a la pasión y a la imagina-ción: no es el hambre, sino el amor, el miedo o el asombro lo que nos ha hecho ha-blar. El principio metafórico es el fundamento del lenguaje y las primeras creencias de la humanidad son indistinguibles de la poesía. Trátese de fórmulas mágicas, leta-nías, plegarias o mitos, estamos ante objetos verbales análogos a los que más tarde se llamarían poemas. Sin la imaginación poética no habría ni mitos ni sagradas escritu-ras; al mismo tiempo, también desde el principio, la religión confisca para sus fines a los productos de la imaginación poética. La seducción que ejercen sobre nosotros los mitos no reside en el carácter religioso de esos textos —esas creencias no son las nuestras—, sino en que en todos ellos la fabulación poética transfigura al mundo y a la realidad. Una de las funciones cardinales de la poesía es mostrarnos el otro lado de las cosas, lo maravilloso cotidiano: no la irrealidad, sino la prodigiosa realidad del mundo. Pero la religión y sus burocracias de sacerdotes y teólogos se apoderan de to-das esas visiones, transforman las imaginaciones en creencias y las creencias en siste-mas. Aun entonces el poeta da forma sensible a las ideas religiosas, las transmuta en imágenes y las anima: las cosmogonías y las genealogías son poemas, las escrituras sagradas han sido escritas por los poetas. El poeta es el geógrafo y el historiador del cielo y del infierno: Dante describe la geografía y la población del otro mundo, Mil-ton nos cuenta la verdadera historia de la Caída.

La crítica de la religión emprendida por la filosofía del siglo XVlIl quebrantó al cristianismo como fundamento de la sociedad. La disgregación de la eternidad en tiempo histórico hizo posible que la poesía, en una suerte de regreso a sí misma y por la misma naturaleza de la función poética, indistinguible de la función mítica, se con-cibiese como el verdadero fundamento de la sociedad. La poesía fue la verdadera reli-gión y el verdadero saber. Las biblias, los evangelios y los Coranes habían sido de-nunciados por los filósofos como compendios de patrañas y fantasías; sin embargo, todos reconocían, incluso los materialistas, que esos cuentos poseían una verdad poé-tica. En estas tentativas por encontrar un fundamento anterior a las religiones revela-das o naturales, los poetas encontraron muchas veces aliados en los filósofos. La in-fluencia de Kant fue decisiva en la segunda fase del pensamiento de Coleridge. El fi-

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lósofo alemán había mostrado que la «imaginación trascendental» es la facultad por la cual el hombre despliega un campo, un más allá mental, donde los objetos se sitúan. Por la imaginación el hombre coloca frente a sí al objeto; por tanto, esa facul-tad es la condición del conocimiento: sin ella no habría ni percepción ni juicio. La imaginación trascendental es la raíz, como dice Heidegger, de la sensibilidad y del entendimiento. Kant había dicho que «la imaginación es el poder fundamental del al-ma humana y el que sirve a priori de principio a todo conocimiento. Por medio de ese poder, ligamos, por una parte, la diversidad de la intuición y, por la otra, la condición de la unidad necesaria de la intuición pura».

La imaginación, además, transfigura al objeto sensible. Más cerca de Schelling que de Kant en esto, Coleridge afirma que la imaginación no sólo es la condición del conocer sino que es la facultad que convierte a las ideas en símbolos y a los símbolos en presencias. La imaginación is a form of Being18. Para Coleridge no hay realmente diferencia entre imaginación poética y revelación religiosa, salvo que la segunda es histórica y cambiante, mientras que los poetas (en tanto que poetas y cualesquiera que hayan sido sus creencias) no son the slaves ofany sedarían opinión. Coleridge tam-bién dijo que la religión is the poetry of Mankind; años antes, adolescente casi, Nova-lis había escrito: «La religión es poesía práctica». Y en otro fragmento: «La poesía es la religión original de la humanidad»19. Las citas podrían multiplicarse y todas en el mismo sentido: los poetas románticos fueron los primeros en afirmar, lo mismo ante la religión oficial que ante la filosofía, la anterioridad histórica y espiritual de la poesía. Para ellos la palabra poética es la palabra de fundación. En esta afirmación te-meraria está la raíz de la heterodoxia de la poesía moderna tanto frente a las religio-nes como ante las ideologías.

La figura de William Blake condensa las contradicciones de la primera genera-ción romántica. Las condensa y las hace estallar en una explosión que trasciende al romanticismo. ¿Fue un verdadero romántico? El culto a la naturaleza, que es uno de los rasgos de la poesía romántica, no aparece en su obra. Creía que «el mundo de la imaginación es el mundo de la eternidad, mientras que el mundo de la generación es finito y temporal». Esta idea lo acerca a los gnósticos y a los iluminados, pero su amor al cuerpo, su exaltación del deseo erótico y del placer —«aquel que desea y no satisface su deseo engendra pestilencia»— lo oponen a la tradición neoplatónica. Aunque se llamó «adorador de Cristo», ¿fue cristiano? Su Cristo no es el de los cris-tianos: es un titán desnudo que se baña en el mar radiante de la energía erótica. Un demiurgo para el que imaginar y hacer, desear y satisfacer el deseo, son una y la mis-ma cosa. Su Cristo más bien hace pensar en el Satán de The Marriage of Hcaven and

18 «Poetry and Religión—, en I. A. Richards, The Portable Coleridge, Nueva York, The Viking Press, 1950.

19 Cf. Blütenstaub y Gbwben und ¡Jebe,

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Hell (1793); su cuerpo es como una gigantesca nube iluminada por relámpagos ince-santes: la escritura llameante de los proverbios del Infierno.

En los primeros años de la Revolución francesa, Blake se paseaba por las calles de Londres tocado por el gorro frigio color sangre. Más tarde se enfrió su entusiasmo político, no el ardor de su imaginación libre, libertaria y libertadora: «Todas las bi-blias y códigos sagrados han sido la causa de los errores siguientes:

(1) Que en el hombre coexisten dos principios distintos: el cuerpo y el alma;(2) Que la energía, llamada mal, viene únicamente del cuerpo y que la razón, lla-

mada bien, viene únicamente del alma;(3) Que Dios atormentará eternamente al hombre por seguir sus energías.Pero las siguientes proposiciones contrarias son verdaderas:(1) El cuerpo no es distinto del alma;(2) La energía es vida y procede del cuerpo; la razón envuelve a la energía como

una circunferencia;(3) Energía es delicia eterna20.La violencia de estas afirmaciones anticristianas hace pensar en Rimbaud y en

Nietzsche. No es menos violento contra el deísmo racionalista de los filósofos. Vol-taire y Rousseau son frecuentes víctimas de Su cólera y en sus poemas proféticos Newton y Locke aparecen como agentes de Urizen, el demiurgo maléfico. Urizen {Your Reason) es el señor de los sistemas, el inventor de la moral que aprisiona con sus silogismos a los hombres, los divide a unos de otros y a cada uno de sí mismo. Urizen: la razón sin cuerpo ni alas, el gran carcelero. Blake no sólo denuncia a la su-perstición de la filosofía y a la idolatría de la razón sino también, en el siglo de la pri-mera revolución industrial y en el país que fue la cuna de esa revolución, profetiza los peligros del culto a la religión del progreso. En esos años el paisaje pastoral de Ingla-terra comienza a cambiar, y valles y colinas se cubren con la vegetación de hierro, carbón, polvo y detritus de la industria. Blake llama a los telares, minas, fraguas y he-rrerías «fábricas satánicas», y «muerte eterna» al trabajo de los obreros. Blake: nues-tro contemporáneo.

Eliot lamentaba que la mitología de Blake fuese indigesta y sincretista, una reli-gión privada compuesta de fragmentos de mitos y creencias heteróclitas. El mismo reproche podría hacerse a la mayoría de los poetas modernos, de Hólderlin y Nerval a Yeats y Rilke. Ante la progresiva desintegración de la mitología cristiana, los poetas no han tenido más remedio que inventar mitologías más o menos personales hechas de retazos de filosofías y religiones. A pesar de esta vertiginosa diversidad de siste-mas poéticos —mejor dicho: en el centro mismo de esa diversidad—, es visible una

20 «The Voice of the Dcvil», The Marriage of Heaven and Hcll, en The Complete Poetry of WiHútm Blakey Nueva York, Random Housc, 1941

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creencia común. Esa creencia es la verdadera religión de la poesía moderna, del ro-manticismo al surrealismo, y aparece en todos los poemas, unas veces de una manera implícita y otras, las más, explícita. He nombrado a la analogía. La creencia en la co-rrespondencia entre todos los seres y los mundos es anterior al cristianismo, atraviesa la Edad Media y, a través de los neoplatónicos, los iluministas y los ocultistas, llega hasta el siglo XIX. Desde entonces no ha cesado de alimentar secreta o abiertamente a los poetas de Occidente, de Goethe al Balzac visionario, de Baudelaire y Mallarmé a Yeats y a los surrealistas.

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Analogía e ironía

La analogía sobrevivió al paganismo y probablemente sobrevivirá al cristianis-mo y a su enemigo el cientismo. En la historia de la poesía moderna su función ha si-do doble: por una parte, fue el principio anterior a todos los principios y distinto a la razón de las filosofías y a la revelación de las religiones; por otra parte, hizo coincidir ese principio con la poesía misma. La poesía es una de las manifestaciones de la ana-logía; las rimas y las aliteraciones, las metáforas y las metonimias, no son sino modos de operación del pensamiento analógico. El poema es una secuencia en espiral y que regresa sin cesar, sin regresar jamás del todo, a su comienzo. Si la analogía hace del universo un poema, un texto hecho de oposiciones que se resuelven en consonancias, también hace del poema un doble del universo. Doble consecuencia: podemos leer el universo, podemos vivir el poema. Por lo primero, la poesía es conocimiento; por lo segundo, acto. De una y otra manera colinda —pero sólo para contradecirlas— con la filosofía y con la religión. La imagen poética configura una realidad rival de la visión del revolucionario y de la del religioso. La poesía es la otra coherencia, no hecha de razones, sino de ritmos. No obstante, hay un momento en que la correspondencia se rompe; hay una disonancia que se llama, en el poema: ironía, y en la vida: mortali-dad. La poesía moderna es la conciencia de esa disonancia dentro de la analogía.

Las mitologías poéticas, sin excluir a las de los poetas cristianos, envejecen y se vuelven polvo como las religiones y las filosofías. Queda la poesía y por eso pode-mos leer a los vedas y las biblias no como escrituras religiosas, sino como textos poé-ticos: «El genio poético es el hombre verdadero. Las religiones de todas las naciones se derivan de diferentes recepciones del genio poético» (Blake: All religions are one, 1788). Aunque las religiones son históricas y perecederas, hay en todas ellas un ger-men no religioso y que perdura: la imaginación poética. Hume habría sonreído ante esta extraña idea. ¿A quién creer: a Hume y su crítica de la religión o a Blake y su exaltación de la imaginación? La historia de la poesía moderna es la historia de la res-puesta que cada poeta ha dado a esta pregunta. Para todos los fundadores —Word-sworth, Coleridge, Hólderlin, Jean—Paul, Novalis, Hugo, Nerval— La poesía es la palabra del tiempo sin fechas. Palabra del principio: palabra de fundación. Pero tam-bién palabra de desintegración: ruptura de la analogía por la ironía, por la conciencia de la historia que es conciencia de la muerte.

El romanticismo fue un movimiento literario, pero asimismo fue una moral, una erótica y una política. Si no fue una religión fue algo más que una estética y una filo-sofía: una manera de pensar, sentir, enamorarse, combatir, viajar. Una manera de vi-vir y una manera de morir. Friedrich von Schiegel afirmó en uno de sus escritos pro-gramáticos que el romanticismo no sólo se proponía la disolución y la mezcla de los

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géneros literarios y las ideas de belleza sino que, por la acción contradictoria pero convergente de la imaginación y de la ironía, buscaba la fusión entre vida y poesía. Y aún más: socializar la poesía. El pensamiento romántico se despliega en dos direccio-nes que acaban por fundirse: la búsqueda de ese principio anterior que hace de la poesía el fundamento del lenguaje y, por tanto, de la sociedad; y la unión de ese prin-cipio con la vida histórica. Si la poesía ha sido el primer lenguaje de los hombres —o si el lenguaje es en su esencia una operación poética que consiste en ver al mundo co-mo un tejido de símbolos y de relaciones entre esos símbolos— cada sociedad está edificada sobre un poema; si la revolución de la edad moderna consiste en el movi-miento de regreso de la sociedad a su origen, al pacto primordial de los iguales, esa revolución se confunde con la poesía. Blake dijo: «Todos los hombres son iguales en el genio poético»21. De ahí que la poesía romántica pretenda ser también acción: un poema no sólo es un objeto verbal sino que es una profesión de fe y un acto. Inclusive la doctrina del «arte por el arte», que parece negar esta actitud, la confirma y la pro-longa: más que una estética fue una ética, y aun, muchas veces, una religión y una po-lítica. La poesía moderna oficia en el subsuelo de la sociedad y el pan que reparte a sus fieles es una hostia envenenada: la negación y la crítica. Pero esta ceremonia en las tinieblas también es una búsqueda del manantial perdido, el agua del origen.

El romanticismo nació casi al mismo tiempo en Inglaterra y Alemania. Desde allí se extendió a todo el continente europeo como si fuese una epidemia espiritual. La preeminencia del romanticismo alemán e inglés no proviene sólo de su anteriori-dad cronológica sino, tanto como de su gran originalidad poética, de su penetración crítica. En ambas lenguas la creación poética se alía a la reflexión sobre la poesía con una intensidad, profundidad y novedad que no tienen paralelo en las otras literaturas europeas. Los textos críticos de los románticos ingleses y alemanes fueron verdaderos manifiestos revolucionarios e inauguraron una tradición que se prolonga hasta nues-tros días. La conjunción entre la teoría y la práctica, la poesía y la poética, fue una manifestación más de la aspiración romántica hacia la fusión de los extremos: el arte y la vida, la antigüedad sin fechas y la historia contemporánea, la imaginación y la ironía. Mediante el diálogo entre poesía y prosa se perseguía, por una parte, vitalizar a la primera por su inmersión en el lenguaje común y, por la otra, idealizar la prosa, disolver la lógica del discurso en la lógica de la imagen. Consecuencia de esta inter-penetración: el poema en prosa y la periódica renovación del lenguaje poético, a lo largo de los siglos XIX y XX, por inyecciones cada vez más fuertes de habla popular. Pero en 1800, como más tarde en 1920, lo nuevo no era tanto que los poetas especu-lasen en prosa sobre la poesía, sino que esa especulación desbordase los límites de la antigua poética y proclamase que la nueva poesía era también una nueva manera de sentir y de vivir.

21 All rcligwns are one, 1788

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La unión de poesía y prosa es constante en los románticos ingleses y alemanes aunque, como es natural, no en todos los poetas se manifiesta con la misma intensi-dad y de la misma manera. En algunos casos, como en Coleridge y Novalis, el verso y la prosa poseen, a pesar de la intercomunicación entre uno y otra, clara autonomía: Rubia Khan y The Rime ofthe Ancient Mariner frente a los textos críticos de Biogra-phia Literaria, los Hymnen an die Nacht ante la prosa filosófica de Blütenstaub. En otros poetas, la inspiración y la reflexión se funden lo mismo en la prosa que en el verso: ni Hólderlin ni Wordsworth son poetas filosóficos, por fortuna para ellos, pero en ambos el pensamiento tiende a convertirse en imagen sensible. En fin, en un poeta como Blake la imagen poética es inseparable de la visión profética, de modo que es imposible trazar la frontera entre la prosa y la poesía.

Cualesquiera que sean las diferencias que separan a estos poetas —y apenas si necesito decir que son muy profundas—, todos ellos conciben la experiencia poética como una experiencia vital en la que participa la totalidad del hombre. El poema no sólo es una realidad verbal: también es un acto. El poeta dice, y al decir, hace. Este hacer es sobre todo un hacerse a sí mismo: la poesía no sólo es autoconocimiento sino autocreación. El lector, a su vez, repite la experiencia de autocreación del poeta y así la poesía encarna en la historia. En el fondo de esta idea vive todavía la antigua creencia en el poder de las palabras: la poesía pensada y vivida como una operación mágica destinada a transmutar la realidad. La analogía entre magia y poesía es un te-ma que reaparece a lo largo del siglo XIX y del XX, pero que nace con los románti-cos alemanes. La concepción de la poesía como magia implica una estética activa; quiero decir, el arte deja de ser exclusivamente representación y contemplación: tam-bién es intervención sobre la realidad. Si el arte es un espejo del mundo, ese espejo es mágico: lo cambia.

La estética barroca y la neoclásica habían trazado una división estricta entre el arte y la vida. Por más distintas que fuesen sus ideas de lo bello, ambas acentuaban el carácter ideal de la obra de arte. Al afirmar la primacía de la inspiración, la pasión y la sensibilidad, el romanticismo borró las fronteras entre el arte y la vida: el poema fue una experiencia vital y la vida adquirió la intensidad de la poesía. Para Calderón la vida es un bien ilusorio porque tiene la duración y la consistencia de los sueños; para los románticos lo que redime a la vida de su horror monótono es ser un sueño. Los románticos hacen del sueño «una segunda vida» y, aún más, un puente para lle-gar a la verdadera vida, la vida del tiempo del principio. La poesía es la reconquista de la inocencia. ¿Cómo no ver las raíces religiosas de esta actitud y su íntima relación con la tradición protestante? El romanticismo nació en Inglaterra y Alemania no sólo por haber sido una ruptura de la estética grecorromana sino por su dependencia espi-ritual del protestantismo. El romanticismo continúa la ruptura protestante. Al interio-rizar la experiencia religiosa, a expensas del ritualismo romano, el protestantismo

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preparó las condiciones psíquicas y morales del sacudimiento romántico. El romanti-cismo fue ante todo una interiorización de la visión poética. El protestantismo había convertido a la conciencia individual del creyente en el teatro del misterio religioso; el romanticismo fue la ruptura de la estética objetiva y más bien impersonal de la tra-dición latina y la aparición del yo del poeta como realidad primordial.

Decir que las raíces espirituales del romanticismo están en la tradición protes-tante puede parecer aventurado, especialmente si se piensa en las conversiones al ca-tolicismo de varios románticos alemanes. Pero el verdadero sentido de esas conver-siones se aclara apenas se recuerda que el romanticismo fue una reacción contra el ra-cionalismo del siglo XVIIl: el catolicismo de los románticos alemanes fue un antira-cionalismo. Algo no menos equívoco que su admiración por Calderón. Su lectura del dramaturgo español fue más una profesión de fe que una verdadera lectura. Vieron en él a la negación de Racine, pero no vieron que en el teatro de Calderón se despliega una razón no menos, sino más rigurosa que en el ó el poeta francés. El teatro de Raci-ne es estético y psicológico: las pasiones humanas; el de Calderón es teológico: el pe-cado original y la libertad humana. La lectura romántica de Calderón confundió poesía barroca y neoescolástica con anticlasicismo poético y antiracionalismo filosó-fico. Las fronteras literarias del romanticismo coinciden con las fronteras religiosas del protestantismo. Esas fronteras fueron también y sobre todo lingüísticas: el roman-ticismo nació y alcanzó su plenitud en las naciones que no hablan las lenguas de Ro-ma. Ruptura de la tradición que hasta entonces había sido central en Occidente y apa-rición de otras tradiciones: la poesía popular y tradicional de Alemania e Inglaterra, el arte gótico, las mitologías celtas y germánicas e incluso, frente a la imagen que la tra-dición latina nos había dado de Grecia, el descubrimiento (o la invención) de otra Grecia —la Grecia de Herder y de Hólderlin, que será más tarde la de Nietzsche y la nuestra. El guía de Dante en el infierno es Virgilio, el de Fausto es Mefistófeles. « ¡Los clásicos! —dice Blake refiriéndose a Hornero y Virgilio—, fueron los clásicos, no los godos o los monjes, los que asolaron a Europa con guerras.» Y añade: «La griega es forma matemática, pero el gótico es forma viva». En cuanto a Roma: «Un Estado guerrero nunca produce arte»22. A partir de los románticos Occidente se reco-noce en una tradición distinta a la de Roma, y esa tradición no es una, sino múltiple. Pero la influencia lingüística —lenguas germánicas y lenguas romances— se desplie-ga en niveles aún más profundos. Según me propongo mostrar en lo que sigue, hay una íntima conexión entre el verso inglés y alemán —mejor dicho: entre los sistemas de versificación en ambas lenguas— y los cambios que introdujo el romanticismo en la sensibilidad y en la visión del mundo.

La poesía romántica no sólo fue un cambio de estilo y de lenguajes: fue un cam-bio de creencias, y esto es lo que la distingue radicalmente de los otros movimientos

22 «On Homer's Poctry and on Virgil», 1810.

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y estilos poéticos del pasado. Ni el arte barroco ni el neoclásico fueron rupturas del sistema de creencias de Occidente; para encontrar un paralelo de la revolución ro-mántica hay que remontarse al Renacimiento y, sobre todo, a la poesía provenzal. La comparación con esta última es particularmente reveladora porque lo mismo en la poesía provenzal que en la romántica hay una indudable correspondencia, todavía no del todo desentrañada, entre la revolución métrica, la nueva sensibilidad y el lugar central que ocupa la mujer en ambos movimientos. En el caso del romanticismo la re-volución métrica consistió en la resurrección de los ritmos poéticos tradicionales de Alemania e Inglaterra. La visión romántica del universo y del hombre: la analogía, se apoya en una prosodia. Fue una visión más sentida que pensada y más oída que senti-da. La analogía concibe al mundo como ritmo: todo se corresponde porque todo ritma y rima. La analogía no sólo es una sintaxis cósmica: también es una prosodia. Si el universo es un texto o tejido de signos, la rotación de esos signos está regida por el ritmo. El mundo es un poema; a su vez, el poema es un mundo de ritmos y símbolos. Correspondencia y analogía no son sino nombres del ritmo universal.

La visión analógica había inspirado lo mismo a Dante que a los neoplatónicos renacentistas. Su reaparición en la era romántica coincide con el rechazo de los ar-quetipos neoclásicos y el descubrimiento de la tradición poética nacional. Al desente-rrar los ritmos poéticos tradicionales, los románticos ingleses y alemanes resucitaron la visión analógica del mundo y del hombre. Cierto, sería muy difícil probar que hay una relación necesaria de causa a efecto entre versificación acentual y visión analógi-ca; no lo es sugerir que hay una relación histórica entre ellas y que la aparición de la primera, en el período romántico, es inseparable de la segunda. La visión analógica había sido preservada como una idea por las sectas ocultistas, herméticas y libertinas de los siglos XVII y XVIII; los poetas ingleses y alemanes traducen esta idea del «mundo—como—ritmo», y la traducen literalmente: la «convierten» en ritmo verbal, en poemas. Los filósofos habían pensado al mundo como ritmo; los poetas oyeron ese ritmo. No era el lenguaje de las esferas, aunque ellos lo creían así, sino el de los hom-bres.

La evolución del verso en las lenguas romances también es una prueba indirecta de la correspondencia entre versificación acentual y visión analógica. La relación en-tre el sistema de las lenguas romances y el de las germánicas es de simetría inversa: en el primero el golpe de los acentos es subsidiario del metro silábico mientras que en el segundo la medida silábica es subsidiaria de la distribución rítmica de los acentos. El golpe de los acentos está más cerca de la danza que del discurso y así los peligros del verso inglés y alemán no son los silogismos líricos, sino la confusión entre pala-bra y sonido, la vaguedad y el mero ruido rítmico. Lo contrario de la prosodia romá-nica. En los países de lenguas romances había acabado por imperar casi enteramente la versificación regular y silábica, cuya expresión más estricta y perfecta es el verso

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francés. Es verdad que en las otras lenguas romances los acentos tónicos juegan un papel no menos importante que la regularidad silábica, de modo que un verso ita-liano, portugués o español, es una unidad compleja: la variedad de los acentos tónicos dentro de cada verso contrarresta la uniformidad silábica de los metros. Pero la ten-dencia a la regularidad, dominante desde el Renacimiento y robustecida por la in-fluencia del neoclasicismo francés, es un rasgo constante en los sistemas de versifica-ción de las lenguas romances hasta el período romántico. La versificación silábica se convierte fácilmente en medida abstracta: la cuenta más que el canto y, como lo muestra la poesía del siglo XVIII, la elocuencia, el discurso y el razonamiento en ver-so. Prosa rimada y ritmada, no la prosa coloquial y viva, fuente de poesía, sino la de la oratoria y el discurso intelectual. Al iniciarse el siglo XIX las lenguas romances ha-bían perdido sus poderes de encantamiento y no podían ser vehículos de un pensa-miento antidiscursivo, lleno de resonancias mágicas y esencialmente rítmico como el pensamiento analógico.

Si la resurrección de la analogía coincide en Inglaterra y Alemania con el regre-so a las formas poéticas tradicionales, en los países latinos coincide con la rebelión contra la versificación regular silábica. En lengua francesa esa rebelión fue más vio-lenta y total que en italiano o en castellano porque allá el sistema de versificación si-lábica dominó más enteramente a la poesía que en las otras lenguas romances. Es sig-nificativo que los dos grandes precursores del movimiento romántico en Francia ha-yan sido dos prosistas: Rousseau y Chateaubriand. La visión analógica se despliega mejor en la prosa francesa que en los metros abstractos de la poesía tradicional. No es menos significativo que entre las obras centrales del verdadero romanticismo francés se encuentre Aurelia, la novela de Nerval, y un puñado de narraciones fantásticas de Charles Nodier. Por último: entre las grandes creaciones de la poesía francesa del si-glo pasado se encuentra el poema en prosa, una forma que realiza efectivamente la aspiración romántica de mezclar la prosa y la poesía. Es una forma que sólo pudo in-ventarse en una lengua en la que la pobreza de los acentos tónicos limita considera-blemente los recursos rítmicos del verso libre. En cuanto al verso: Hugo deshace y re-hace el alejandrino; Baudelaire introduce la reflexión, la duda, el prosaísmo, la ironía —la cesura mental tendiente, ya que no a romper el metro regular, a provocar la irre-gularidad, la excepción—; Rimbaud ensaya la poesía popular, la canción, el verso li-bre. La reforma de la prosodia culmina en dos extremos contradictorios: los ritmos rotos y vivaces de Laforgue y Corbiére y la partitura—constelación de Un Coup de des. Los primeros influyeron profundamente en los poetas de las dos Américas: Lu-gones, Pound, Eliot, López Velarde; con el segundo nace una forma que no pertenece ni al siglo XIX ni a la primera mitad del XX, sino a nuestro tiempo. Esta apresurada y dispersa enumeración sólo ha tenido un propósito: señalar que el movimiento general de la poesía francesa durante el siglo pasado puede verse como una rebelión contra la

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versificación tradicional silábica. Esa rebelión coincide con la búsqueda del principio dual que rige al universo y al poema: la analogía.

Escribí más arriba: el verdadero romanticismo francés. Hay dos: uno, el de los manuales e historias de la literatura, está compuesto por una serie de obras elocuen-tes, sentimentales y discursivas que ilustran los nombres de Musset y Lamartine23; otro, que para mí es el verdadero, está formado por un número muy reducido de obras y de autores: Nerval, Nodier, el Hugo del período final y los llamados «pequeños ro-mánticos». En realidad, los verdaderos herederos del romanticismo alemán e inglés son los poetas posteriores a los románticos oficiales, de Baudelaire a los simbolistas. Desde esta perspectiva, Nerval y Nodier hacen figura de precursores y Hugo aparece como un contemporáneo. Estos poetas nos dan otra versión del romanticismo. Otra y la misma porque la historia de la poesía moderna es una sorprendente confirmación del principio analógico: cada obra es la negación y la resurrección, la transfiguración de las otras. La poesía francesa de la segunda mitad del siglo pasado —llamarla sim-bolista seria mutilarla— es indisociable del romanticismo alemán e inglés: es su pro-longación, pero también es su metáfora. Es una traducción en la que el romanticismo se vuelve sobre sí mismo, se contempla y se traspasa, se interroga y se trasciende. Es el otro romanticismo europeo.

En cada uno de los grandes poetas franceses de este periodo se abre y se cierra el abanico de correspondencias de la analogía. Asimismo, la historia de la poesía fran-cesa, de las Chiméres a Un Coup de des, puede verse como una vasta analogía: cada poeta es una estrofa de ese poema de poemas que es la poesía francesa y cada poema es una versión, una metáfora, de ese texto plural. Si un poema es un sistema de equi-valencias, como ha dicho Román Jakobson —rimas y aliteraciones que son ecos, rit-mos que son juegos de reflejos, identidad de las metáforas y comparaciones—, la poesía francesa se resuelve también en un sistema de sistemas de equivalencias, una analogía de analogías. A su vez, ese sistema analógico es una analogía del romanti-cismo original de alemanes e ingleses. Si queremos comprender la unidad de la poesía europea sin atentar contra su pluralidad, debemos concebirla como un sistema analógico: cada obra es una realidad única y, simultáneamente, es una traducción de las otras. Una traducción: una metáfora.

La idea de la correspondencia universal es probablemente tan antigua como la sociedad humana. Es explicable: la analogía vuelve habitable al mundo. A la contin-gencia natural y al accidente opone la regularidad; a la diferencia y la excepción, la semejanza. El mundo ya no es un teatro regido por el azar y el capricho, las fuerzas ciegas de lo imprevisible: lo gobiernan el ritmo y sus repeticiones y conjunciones. Es un teatro hecho de acordes y reuniones en el que todas las excepciones, inclusive la

23 Exageré. Musset, por ejemplo, es autor de algunas canciones dentro de la mejor tradición románti-ca, como Á Saint—Blaise, Cbanson de Barbcrinc> Venise... {Nota tíV 1990).

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de ser hombre, encuentran su doble y su correspondencia. La analogía es el reino de la palabra como, ese puente verbal que, sin suprimirlas, reconcilia las diferencias y las oposiciones. La analogía aparece lo mismo entre los primitivos que en las grandes civilizaciones del comienzo de la historia, reaparece entre los platónicos y los estoi-cos de la Antigüedad, se despliega en el mundo medieval y, ramificada en muchas creencias y sectas subterráneas, se convierte desde el Renacimiento en la religión se-creta, por decirlo así, de Occidente: cabala, gnosticismo, ocultismo, hermetismo. La historia de la poesía moderna, desde el romanticismo hasta nuestros días, es insepara-ble de esa corriente de ideas y creencias inspiradas por la analogía.

La influencia de los gnósticos, los cabalistas, los alquimistas y otras tendencias marginales de los siglos XVII y XVIII fue muy profunda no sólo entre los románticos alemanes sino en Goethe mismo y su círculo. Lo mismo debe decirse de los románti-cos ingleses y, claro, de los franceses. A su vez, la tradición ocultista de los siglos XVII y XVIII se entronca con varios movimientos de crítica social y revolucionaria, simultáneamente libertaria y libertina. La creencia en la analogía universal está teñida de erotismo: los cuerpos y las almas se unen y separan regidos por las mismas leyes de atracción y repulsión que gobiernan las conjunciones y disyunciones de los astros y de las sustancias materiales. Un erotismo astrológico y un erotismo alquímico; asi-mismo, un erotismo subversivo: la atracción erótica rompe las leyes sociales y une a los cuerpos sin distinción de rangos y jerarquías. La astrología erótica ofrece un mo-delo de orden social fundado en la armonía cósmica y opuesto al orden de los privile-gios, la fuerza y la autoridad; la alquimia erótica —unión de los principios contrarios, lo masculino y lo femenino, y su transformación en otro cuerpo— es una metáfora de los cambios, separaciones, uniones y conversiones de las sustancias sociales (las cla-ses), durante una revolución. Correspondencias verbales: la revolución es el crisol en el que se produce la amalgama de los distintos miembros del cuerpo social y su tran-substanciación en otro cuerpo. El erotismo del siglo XVIII fue un erotismo revolucio-nario de raíces ocultistas, tal como puede verse en las novelas libertinas de Restif de la Bretonne. Del misticismo erótico de un Restif de la Bretonne a la concepción de una sociedad movida por el sol de la atracción apasionada no había sino un paso. Ese paso se llama Charles Fourier.

La figura de Fourier es central lo mismo en la historia de la poesía francesa que en la del movimiento revolucionario. No es menos actual que Marx (y sospecho que empieza a serlo más). Fourier piensa, como Marx, que la sociedad está regida por la fuerza, la coerción y la mentira, pero, a diferencia de Marx, cree que lo que une a los hombres es la atracción apasionada, el deseo. La palabra deseo no figura en el voca-bulario de Marx. Una omisión que equivale a una mutilación del hombre. Para Fou-rier, cambiar a la sociedad significa liberarla de los obstáculos que impiden la opera-ción de las leyes de la atracción apasionada. Esas leyes son leyes astronómicas, psico-

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lógicas y matemáticas, pero también son leyes literarias, poéticas. En el «discurso preliminar» de la Théorie des qttatrc mouvements et des destinées genérales (1818) hace un resumen de su concepción: «La primera ciencia que descubrí fue la teoría de la atracción apasionada... Pronto me di cuenta de que las leyes de la atracción apasio-nada se conformaban en todos sus puntos a las leyes de la atracción material explica-das por Newton: el sistema de movimiento del mundo material era el del mundo espi-ritual. Sospeché que esta analogía podía extenderse de las leyes generales a las leyes particulares y que las atracciones y propiedades de los animales, los vegetales y los minerales quizás estaban coordinadas de la misma manera que las de los hombres y los astros... Así fue descubierta la analogía de los cuatro movimientos: material, orgá-nico, animal y social... Apenas estuve en posesión de las dos teorías, la de la atrac-ción y la de la unidad de los cuatro movimientos, comencé a leer en el libro mágico de la naturaleza»24. Es revelador que esta declaración termine por una metáfora a un tiempo literaria y ocultista: la naturaleza concebida como un libro, pero como un li-bro mágico, secreto. Rotación de la analogía: el principio que mueve al mundo y a los hombres es un principio matemático y musical que también se llama, en una de sus fases, justicia y, en otra, pasión y deseo. Todos estos nombres son metáforas, figuras literarias: la analogía es un principio poético.

La crítica oficial había ignorado o minimizado la influencia de Fourier. Ahora, gracias sobre todo a las indicaciones de André Bretón, que fue el primero en señalar al utopista francés como uno de los centros magnéticos de nuestro tiempo, sabemos que hay un punto en el que el pensamiento revolucionario y el pensamiento poético se cruzan: la idea de la atracción apasionada. Fourier: un autor secreto como Sade, aunque por razones distintas. Al hablar del Balzac visionario —el autor de Louis Lamben, Sérapbita, La Pean de chagrín, Melmoth reconcilié" se piensa únicamente en Swedenborg, con olvido de Fourier. Hasta Flora Tristan, la gran precursora del so-cialismo y de la liberación de la mujer, incurre en la misma injusticia: «Fourier fue el seguidor de Swedenborg; por la revelación de las correspondencias, el místico sueco anunció la universalidad de la ciencia e indicó a Fourier su hermoso sistema de analo-gías. Swedenborg concibió al cielo y al infierno como sistemas movidos por la atrac-ción y el antagonismo; Fourier quiso realizar en la tierra el sueño celeste de Sweden-borg y convirtió las jerarquías angélicas en falansterios...». Stendhal dijo: «dentro de 20 años quizá se reconocerá el genio de Fourier». Estamos en 1970, el mes de abril se cumplió el segundo centenario de su nacimiento, y todavía no conocemos bien su obra. Hace poco Simone Debout rescató y publicó un manuscrito que había sido esca-moteado por discípulos pudibundos, Le Nouveau monde amoureux> en el que Fou-rier se revela como una suerte de anti—Sade y anti—Freud, aunque su conocimiento de las pasiones humanas no haya sido menos profundo que el de ellos. Contra la co-

24 Charles Fourier, Théorie des quatre moxvcments eí des destinées génératesy París, Editions Anthro-pos, 1967.

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rriente de su época y contra la de nuestro tiempo, contra una tradición de dos mil años, Fourier sostiene que el deseo no es por necesidad mortífero, como afirma Sade, ni que la sociedad es represiva por naturaleza, como piensa Freud. Afirmar la bondad del placer es escandaloso en Occidente, y Fourier es realmente un autor escandaloso: Sade y Freud confirman en cierto modo —el modo negativo— la visión pesimista del judeocristianismo.

Baudelaire hizo de la analogía el centro de su poética. Un centro en perpetua os-cilación, sacudido siempre por la ironía, la conciencia de la muerte y la noción del pe-cado. Sacudido por el cristianismo. Tal vez esa ambivalencia (también su escepticis-mo político) lo llevó a escribir con dureza contra Fourier. Pero esa dureza es apasio-nada, una admiración al revés: «Un día llegó Fourier a revelarnos, un poco con dema-siada solemnidad, los misterios de la analogía. No niego el valor de algunos de sus minuciosos descubrimientos, aunque creo que su mente estaba demasiado preocupada por llegar a una exactitud material como para comprender realmente y en su totalidad el sistema que había esbozado... Además, podía habernos dado una revelación igual-mente preciosa si, en lugar de la contemplación de la naturaleza, nos hubiese ofrecido la lectura de muchos excelentes poetas...»25. En el fondo Baudelaire le reprocha a Fourier no haber escrito una poética, es decir, le reprocha no ser Baudelaire. Para Fourier, el sistema del universo es la llave del sistema social; para Baudelaire, el sis-tema del universo es el modelo de la creación poética. La mención de Swedenborg no podía faltar: «Swedenborg, que poseía un alma más grande, nos había enseñado que el cielo es un hombre inmenso y que todo —forma, color, movimiento, número, per-fume—, en lo espiritual como en lo material, es significativo, recíproco y correspon-diente». Admirable pasaje que revela el carácter creador de la verdadera crítica: co-mienza en una invectiva y termina en una visión de la analogía universal. Novalis ha-bía dicho: «tocar el cuerpo de una mujer es tocar cielo»; y Fourier: «las pasiones son matemáticas animadas».

En la concepción de Baudelaire aparecen dos ideas. La primera es muy antigua y consiste en ver al universo como un lenguaje. No un lenguaje quieto, sino en conti-nuo movimiento: cada frase engendra otra frase; cada frase dice algo distinto y todas dicen lo mismo. En su ensayo sobre Wagner vuelve sobre esta idea: «no es sorpren-dente que la verdadera música sugiera ideas análogas en cerebros diferentes; lo sor-prendente sería que el sonido no sugiriese el color, que los colores no pudiesen dar la idea de una melodía y que sonidos y colores no pudiesen traducir ideas; las cosas se han expresado siempre por una analogía recíproca, desde el día en que Dios profirió al mundo como una indivisible y compleja totalidad». Baudelaire no escribe: Dios creó al mundo sino que lo profirió, lo dijo. El mundo no es un conjunto de cosas, sino

25 Charles. Baudelaire, L'Art rotnantique. Réflexions snr qHclques—uns de mes contem—porains («Victor Hugo, í8éi»), en Oeuvres, París, Éd. Gallimard, Bibliothcque de la Plciadc, 1941.

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de signos: lo que llamamos cosas son palabras. Una montaña es una palabra, un río es otra, un paisaje es una frase. Y todas esas frases están en continuo cambio: la corres-pondencia universal significa perpetua metamorfosis. El texto que es el mundo no es un texto único: cada página es la traducción y la metamorfosis de otra y así sucesiva-mente. El mundo es la metáfora de una metáfora. El mundo pierde su realidad y se convierte en una figura de lenguaje. En el centro de la analogía hay un hueco: la plu-ralidad de textos implica que no hay un texto original. Por ese hueco se precipitan y desaparecen, simultáneamente, la realidad del mundo y el sentido del lenguaje. Pero no es Baudelaire, sino Mallarmé, el que se atreverá a contemplar ese hueco y a con-vertir esa contemplación del vacío en la materia de su poesía.

No es menos vertiginosa la otra idea que obsesiona a Baudelaire: sí el universo es una escritura cifrada un idioma en claves»«¿qué es el poeta, en el sentido más am-plio, sino un traductor, un descifrador?». Cada poema es una lectura de la realidad; esa lectura es una traducción; esa traducción es una escritura: un volver a cifrar la realidad que se descifra. El poema es el doble del universo: una escritura secreta, un espacio cubierto de jeroglíficos. Escribir un poema es descifrar al universo sólo para cifrarlo de nuevo. El juego de la analogía es infinito: el lector repite el gesto del poe-ta: la lectura es una traducción que convierte al poema del poeta en el poema del lec-tor. La poética de la analogía consiste en concebir la creación literaria como una tra-ducción; esa traducción es múltiple y nos enfrenta a esta paradoja: la pluralidad de autores. Una pluralidad que se resuelve en lo siguiente: el verdadero autor de un poe-ma no es ni el poeta ni el lector, sino el lenguaje. No quiero decir que el lenguaje su-prime la realidad del poeta y del lector, sino que las comprende, las engloba: el poeta y el lector no son sino dos momentos existenciales del lenguaje. Si es verdad que ellos se sirven del lenguaje para hablar, también lo es que el lenguaje habla a través de ellos. La idea del mundo como un texto en movimiento desemboca en la desapari-ción del texto único; la idea del poeta como un traductor o descifrador conduce a la desaparición del autor. Pero no fue Baudelaire, sino los poetas de la segunda mitad del siglo XX, los que harían de esta paradoja un método poético.

La analogía es la ciencia de las correspondencias. Sólo que es una ciencia que no vive sino gracias a las diferencias: precisamente porque esto no es aquello, es po-sible tender un puente entre esto y aquello. El puente es la palabra como o la palabra es: esto es como aquello, esto es aquello. El puente no suprime la distancia: es una mediación; tampoco anula las diferencias: establece una relación entre términos dis-tintos. La analogía es la metáfora en la que la alteridad se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad. Por la analogía el paisaje confuso de h plu-ralidad y la heterogeneidad se ordena y se vuelve inteligible; la analogía es la opera-ción por medio de la que, gracias al juego de las semejanzas, aceptamos las diferen-cias. La analogía no suprime las diferencias: las redime, hace tolerable su existencia.

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Cada poeta y cada lector es una conciencia solitaria: la analogía es el espejo en que se reflejan. Así pues, la analogía implica, no la unidad del mundo, sino su pluralidad, no la identidad del hombre, sino su división, su perpetuo escindirse de sí mismo. La ana-logía dice que cada cosa es la metáfora de otra cosa, pero en la esfera de la identidad no hay metáforas: las diferencias se anulan en la unidad y la alteridad desaparece. La palabra como se evapora: el ser idéntico a sí mismo. La poética de la analogía sólo podía nacer en una sociedad fundada —y roída— por la crítica. Al mundo moderno del tiempo lineal y sus infinitas divisiones, al tiempo del cambio y de la historia, la analogía opone, no la imposible unidad, sino la mediación de una metáfora. La analo-gía es el recurso de la poesía para enfrentarse a la alteridad.

Los dos extremos que desgarran la conciencia del poeta moderno aparecen en Baudelaire con la misma lucidez —con la misma ferocidad. La poesía moderna, nos dice una y otra vez, es la belleza bizarra: única, singular, irregular, nueva. No es la re-gularidad clásica, sino la originalidad romántica: es irrepetible, no es eterna: es mor-tal. Pertenece al tiempo lineal: es la novedad de cada día. Su otro nombre es desdicha, conciencia de finitud. Lo grotesco, lo extraño, lo bizarro, lo original, lo singular, lo único, todos estos nombres de la estética romántica y simbolista, no son sino distintas maneras de decir la misma palabra: muerte. En un mundo en que ha desaparecido la identidad —o sea: la eternidad cristiana—, la muerte se convierte en la gran excep-ción que absorbe a todas las otras y anula las reglas y las leyes. El recurso contra la excepción universal es doble: la ironía —la estética de lo grotesco, lo bizarro, lo úni-co— y la analogía —la estética de las correspondencias.

Ironía y analogía son irreconciliables. La primera es la hija del tiempo lineal, su-cesivo e irrepetible; la segunda es la manifestación del tiempo cíclico: el futuro está en el pasado y ambos en el presente. La analogía se inserta en el tiempo del mito, y más: es su fundamento; la ironía pertenece al tiempo histórico, es la consecuencia (y la conciencia) de la historia. La analogía convierte a la ironía en una variación más del abanico de las semejanzas, pero la ironía desgarra el abanico. La ironía es la heri-da por la que se desangra la analogía; es la excepción, el accidente fatal, en el doble sentido del término: lo necesario y lo infausto. La ironía muestra que, si el universo es una escritura, cada traducción de esa escritura es distinta, y que el concierto de las correspondencias es un galimatías babélico. La palabra poética termina en aullido o silencio: la ironía no es una palabra ni un discurso, sino el reverso de la palabra, la no—comunicación. El universo, dice la ironía, no es una escritura; si lo fuese, sus sig-nos serían incomprensibles para el hombre porque en ella no figura la palabra muerte, y el hombre es mortal.

Baudelaire tenía conciencia de la ambigüedad de la analogía y en el famoso «so-neto de las correspondencias» escribe:

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La naturaleza es un templo de vivientes columnas que profieren a veces pala-bras confusas. El hombre atraviesa esos bosques verbales y semánticos sin entender cabalmente el lenguaje de las cosas: las palabras que emiten esas columnas—árbo-les son confusas. Hemos perdido el secreto del lenguaje cósmico, que es la llave de la analogía. Fourier dice con tranquila inocencia que él lee en el «libro mágico» de la naturaleza; Baudelaire confiesa que no comprende sino confusamente la escritura de ese libro. La metáfora que consiste en ver al universo como un libro es antiquísima y figura en el canto último del Paraíso, El poeta contempla el misterio de la Trinidad, la paradoja de la alteridad que es unidad:

... vi cómo se entrelazaban por el amor unidas las hojas de ese libro que de aquí para allá en el mundo vuelan:

sustancia y accidente al fin se juntan de esta manera y así mis palabras son sólo su reflejo...

La pluralidad del mundo —las hojas que vuelan de aquí para allá— reposan uni-das en el libro sagrado: substancia y accidente al fin se juntan. Todo es un reflejo de esa unidad, sin excluir a las palabras del poeta que la nombran. Más adelante, Dante presenta a la unión de substancia y accidente como un nudo y ese nudo es la forma universal que encierra a todas las formas. El nudo es el jeroglífico del amor divino. Fourier diría que ese nudo de amor no es otro que la atracción apasionada. Pero Fou-rier, como todos nosotros, no sabe qué es ese nudo ni de qué está hecho. La analogía de Fourier, como la de Baudelaire y la de todos los modernos, es una operación, una combinatoria; la analogía de Dante reposa sobre una ontología. El centro de la analo-gía es un centro vacío para nosotros; ese centro es un nudo para Dante: la Trinidad que concilia lo uno y lo plural, la substancia y el accidente. Por eso sabe —o cree que sabe— el secreto de la analogía, la llave para leer el libro del universo; esa llave es otro libro: las Sagradas Escrituras. El poeta moderno sabe —o cree que sabe— preci-samente lo contrario: el mundo es ilegible, no hay libro. La negación, la crítica, la iro-nía, son también un saber, aunque de signo opuesto al de Dante. Un saber que no con-siste en la contemplación de la alteridad en el seno de la unidad, sino en la visión de la ruptura de la unidad. Un saber abismal, irónico.

Mallarmé cierra este período y al cerrarlo abre el nuestro. Lo cierra con la mis-ma metáfora del libro. En su juventud, en los años del aislamiento provinciano, tiene la visión de la Obra, una obra que compara a la de los alquimistas, a los que llama «nuestros antepasados». En 1866 confía a su amigo Cazalis: «me he enfrentado a dos abismos: uno es la Nada, a la que he llegado sin conocer el budismo... la Obra es el otro»26. La obra: la poesía frente a la nada. Y agrega: «quizás el título de mi volumen lírico será La gloria de la mentira o Mentira gloriosa». Mallarmé quiere resolver la

26 Stéphane Mallarmé, Correspondance, edición de Henri Mondor y Jean—Pierrc Richard, Parí?, Ga-llimard, 1959.

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oposición entre analogía e ironía: acepta la realidad de la nada —el mundo de la alte-ridad y la ironía no es al fin y al cabo sino la manifestación de la nada—, pero acepta asimismo la realidad de la analogía, la realidad de la obra poética. La poesía como máscara de la nada. El universo se resuelve en un libro: un poema impersonal y que no es la obra del poeta Mallarmé, desaparecido en la crisis espiritual de 1866, ni de persona alguna: a través del poeta, que ya no es sino una transparencia, habla el len-guaje.

Cristalización del lenguaje en una obra impersonal y que no sólo es el doble del universo, como querían los románticos y los simbolistas, sino también su anulación. La nada que es el mundo se convierte en un libro, el Libro. Mallarmé nos ha dejado centenares de papelillos en que describe las características físicas de ese libro com-puesto de hojas sueltas, la forma en que esas hojas serían distribuidas y combinadas en cada lectura de modo que cada combinación produjese una versión distinta del mismo texto, el ritual de cada lectura con el número de participantes y los precios de entrada —misa y teatro—, la forma de la edición popular (hay curiosos cálculos so-bre la venta del volumen que hacen pensar en Balzac y en sus especulaciones finan-cieras), reflexiones, confidencias, dudas, fragmentos, pedazos de frases... El libro no existe. Nunca fue escrito. La analogía termina en silencio.

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Traducción y metáfora

En Francia hubo una literatura romántica —un estilo, una ideología, unos gestos románticos—, pero no hubo realmente un espíritu romántico sino hasta la segunda mitad del siglo XIX. Ese movimiento, además, fue una rebelión contra la tradición poética francesa desde el Renacimiento, contra su estética tanto como contra su pro-sodia, mientras que los romanticismos inglés y alemán fueron un redescubrimiento (o una invención) de las tradiciones poéticas nacionales. ¿Y en España y sus antiguas colonias? El romanticismo español fue epidérmico y declamatorio, patriótico y senti-mental: una imitación de los modelos franceses, ellos mismos ampulosos y derivados del romanticismo inglés y alemán. No las ideas: los tópicos; no el estilo: la manera; no la visión de la correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos; tampoco la conciencia de que el yo es una falta, una excepción en el sistema del universo; no la ironía: el subjetivismo sentimental. Hubo actitudes románticas y hubo poetas no desprovistos de talento y de pasión que hicieron suyas las gesticulaciones heroicas de Byron (no la economía de su lenguaje) y la grandilocuencia de Hugo (no su genio vi-sionario). Ninguno de los nombres oficiales del romanticismo español es una figura de primer orden, con la excepción de Larra. Pero el Larra que nos apasiona es el críti-co de sí mismo y de su tiempo, un moralista más cerca del siglo XVIII que del ro-manticismo, el autor de epigramas feroces: «aquí yace media España, murió de la otra media». Con cierta brutalidad el argentino Sarmiento, al visitar España en 1846, decía a los españoles: «ustedes no tienen hoy autores ni escritores ni cosa que lo valga... us-tedes aquí y nosotros allá traducimos». Hay que agregar que el panorama de la Amé-rica Latina no era menos, sino más desolador que el de España: los españoles imita-ban a los franceses y los hispanoamericanos a los españoles27.

El único escritor español de ese período que merece plenamente el nombre de romántico es José María Blanco White. Su familia era de origen irlandés y uno de sus abuelos decidió hispanizar el apellido simplemente traduciéndolo: White = Blanco. No sé si pueda decirse que Blanco White pertenece a la literatura española: la mayor parte de su obra fue escrita en lengua inglesa. Fue un poeta menor y no es sino justo que en algunas antologías de la poesía romántica inglesa ocupe un lugar al mismo tiempo escogido y modesto. En cambio, fue un gran crítico moral, histórico, político y literario. Sus reflexiones sobre España e Hispanoamérica son todavía actuales. Así pues, aunque no pertenezca sino lateralmente a la literatura española, Blanco White

27 A diferencia de los otros hispanoamericanos, los argentinos se inspiraron directamente en los ro-mánticos franceses. Aunque su romanticismo, como el de sus maestros, fue exterior y declamatorio, el movi-miento argentino produjo un poco después, en la forma del «nacionalismo poético» (otra invención románti-ca), el único gran poema hispanoamericano de ese período: Martín Fierro, de José Hernández (1834—1866).

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representa un momento central de la historia intelectual y política de los pueblos his-pánicos. Blanco White ha sido víctima tanto del odio de los conservadores y naciona-listas como de nuestra incuria: gran parte de su obra ni siquiera ha sido traducida al español28. En íntimo contacto con el pensamiento inglés, es el único crítico español que examina desde la perspectiva romántica nuestra tradición poética: «Desde la in-troducción de la métrica italiana por Boscán y Garcilaso a mediados del siglo XVI, nuestros mejores poetas han sido imitadores serviles de Petrarca y los escritores de aquella escuela... La rima, el metro italiano y cierta falsa idea del lenguaje poético que no permite hablar sino de lo que los otros poetas han hablado, les ha quitado la li-bertad de pensamiento y de expresión». No encuentro mejor ni más concisa descrip-ción de la conexión entre la estética renacentista y la versificación regular silábica. Blanco White no sólo critica los modelos poéticos del siglo XVIII, el clasicismo fran-cés, sino que va hasta el origen: la introducción de la versificación regular silábica en el siglo XVI y, con ella, la de una idea de la belleza fundada en la simetría y no en la visión personal. Su remedio es el de Wordsworth: renunciar al «lenguaje poético» y usar el lenguaje común, «pensar por nuestra cuenta en nuestro propio lenguaje». Por las mismas razones deplora el predominio de la influencia francesa: «es desgracia no-table que los españoles, por la dificultad de aprender la lengua inglesa, recurran ex-clusivamente a los autores franceses».

Dos nombres parecen negar lo que he dicho: Gustavo Adolfo Bécquer y Rosalía de Castro. El primero es un poeta que todos admiramos; la segunda es una escritora no menos intensa que Bécquer y quizá más extensa y enérgica (iba a escribir viril, pe-ro me detuve: la energía también es mujeril). Son dos románticos tardíos, inclusive dentro del rezagado romanticismo español. A pesar de que fueron contemporáneos de Mallarmé, Verlaine, Browning, su obra los revela como dos espíritus impermeables a los movimientos que sacudían y cambiaban a su época. No obstante, son dos poetas auténticos que, al cerrar el vocinglero romanticismo hispánico, nos hacen extrañar al romanticismo que nunca tuvimos. Juan Ramón Jiménez decía que con Bécquer co-menzaba la poesía moderna en nuestra lengua. Si fuese así, es un comienzo demasia-do tímido: el poeta andaluz recuerda demasiado a Hoffmann y, contradictoriamente, a Heine. Fin de un período o anuncio de otro, Bécquer y Rosalía viven entre dos luces; quiero decir: no constituyen una época por sí solos, no son ni el romanticismo ni la poesía moderna.

El romanticismo fue tardío en España y en Hispanoamérica, pero el problema no es meramente cronológico. No se trata de un nuevo ejemplo del «retraso histórico de España», frase con la que se pretende explicar las singularidades de nuestros pueblos, nuestra excentricidad. ¿La pobreza de nuestro romanticismo es un capítulo más de

28 Gracias a los trabajos críticos de Vicente Llorens —Liberales y románticos, Madrid, Castalia, 1968— y más recientemente a los de Juan Goytisolo —vid. Libre, 2, París, 1971—, empezamos a conocer la vida y la obra de Blanco White. Pero su voz nos llega con un siglo y medio de retardo.

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ese tema de disertación o de elegía que es «la decadencia española»? Todo depende de la idea que tengamos de las relaciones entre arte e historia. Es imposible negar que la poesía es un producto histórico; también es una simpleza pensar que es un mero re-flejo de la historia. Las relaciones entre ambas son más sutiles y complejas. Blake de-cía: Ages are all equal hut Genius is always above the Age. Incluso si no se comparte un punto de vista tan extremo, ¿cómo ignorar que las épocas que llamamos decaden-tes son con frecuencia ricas en grandes poetas? Góngora y Quevedo coinciden con Felipe III y Felipe IV, Mallarmé con el Segundo Imperio, Li Po y Tu Fu son testigos del colapso de los T'ang. Así, procuraré esbozar una hipótesis que tenga en cuenta tanto la realidad de la historia como la realidad, relativamente autónoma, de la poesía.

El romanticismo fue una reacción contra la Ilustración y, por tanto, estuvo deter-minado por ella: fue uno de sus productos contradictorios. Tentativa de la imagina-ción poética por repoblar las almas que había despoblado la razón crítica, búsqueda de un principio distinto al de las religiones y negación del tiempo fechado de las re-voluciones, el romanticismo es la otra cara de la modernidad: sus remordimientos, sus delirios, su nostalgia de una palabra encarnada. Ambigüedad romántica: exalta los poderes y facultades del niño, el loco, la mujer, el otro no—racional, pero los exalta desde la modernidad. El salvaje no se sabe salvaje ni quiere serlo; Baudelaire se exta-sía ante lo que llama el «canibalismo» de Delacroix en nombre precisamente de «la belleza moderna». En España no podía producirse esta reacción contra la modernidad porque España no tuvo propiamente modernidad: ni razón crítica ni revolución bur-guesa. Ni Kant ni Robespierre. Ésta es una de las paradojas de nuestra historia. El descubrimiento y la conquista de América no fueron menos determinantes que la Re-forma religiosa en la formación de la edad moderna; si la segunda dio las bases éticas y sociales del desarrollo capitalista, la primera abrió las puertas a la expansión euro-pea e hizo posible la acumulación primitiva de capital en proporciones hasta entonces desconocidas. No obstante, las dos naciones que abrieron la época de la expansión, España y Portugal, pronto quedaron al margen del desarrollo capitalista y no partici-paron en el movimiento de la Ilustración. Como el tema rebasa los límites de este en-sayo, no lo tocaré aquí; será suficiente recordar que desde el siglo XVII España se en-cierra más y más en sí misma y que ese aislamiento se transforma paulatinamente en petrificación. Ni la acción de una pequeña élite de intelectuales nutridos por la cultura francesa del siglo XVIII ni los sacudimientos revolucionarios del XIX lograron trans-formarla. Al contrario: la invasión napoleónica fortificó al absolutismo y al catolicis-mo ultramontano.

Al apartamiento histórico de España sucedió brusca y casi inmediatamente, a fi-nes del siglo XVII, un rápido descenso poético, literario e intelectual. ¿Por qué? La España del siglo XVII produjo grandes dramaturgos, novelistas, poetas líricos, teólo-gos. Sería absurdo atribuir la caída posterior a una mutación genética. No, los españo-

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les no se entontecieron repentinamente: cada generación produce más o menos el mismo número de personas inteligentes y lo que cambia es la relación entre las apti-tudes de la nueva generación y las posibilidades que ofrecen las circunstancias histó-ricas y sociales. Más cuerdo me parece pensar que la decadencia intelectual de Espa-ña fue un caso de autofagia. Durante el siglo XVII los españoles no podían ni cam-biar los supuestos intelectuales, morales y artísticos en que se fundaba su sociedad ni tampoco participar en el movimiento general de la cultura europea: en uno y otro ca-so el peligro era mortal para los disidentes. De ahí que la segunda mitad del siglo XVII sea un período de recombinación de elementos, formas e ideas, un continuo volver a lo mismo para decir lo mismo. La estética de la sorpresa desemboca en lo que llamaba Calderón la «retórica del silencio». Un vacío sonoro. Los españoles se comieron a sí mismos. O como dice sor Juana: hicieron de «su estrago un monumen-to».

Agotadas sus reservas, los españoles no podían escoger otra vía que la imitación. La historia de cada literatura y de cada arte, la historia de cada cultura, puede dividir-se entre imitaciones afortunadas e imitaciones desdichadas. Las primeras son fecun-das: cambian al que imita y cambian a aquello que se imita; las segundas son estéri-les. La imitación española del siglo XVIII pertenece a la segunda clase. El siglo XVI-II fue un siglo crítico, pero la crítica estaba prohibida en España. La adopción de la estética neoclásica francesa fue un acto de imitación externa que no alteró la realidad profunda de España. La versión española de la Ilustración dejó intactas las estructuras psíquicas tanto como las sociales. El romanticismo fue la reacción de la conciencia burguesa frente y contra sí misma —contra su propia obra crítica: la Ilustración. En España la burguesía y los intelectuales no hicieron la crítica de las instituciones tradi-cionales o, si la hicieron, esa crítica fue insuficiente: ¿cómo iban a criticar una mo-dernidad que no tenían? El cielo que veían los españoles no era el desierto que aterra-ba a Jean—Paul y a Nerval, sino un espacio repleto de vírgenes dulzonas, ángeles re-gordetes, apóstoles ceñudos y arcángeles vengativos —una verbena y un tribunal im-placable. Los románticos españoles se rebelaron contra ese cielo, pero su rebelión, justificada históricamente, no fue romántica sino en apariencia. Falta en el romanti-cismo español, de una manera aún más acentuada que en el francés, ese elemento ori-ginal, absolutamente nuevo en la historia de la sensibilidad de Occidente —ese ele-mento dual y que no hay más remedio que llamar demoníaco: la visión de la analogía universal y la visión irónica del hombre. La correspondencia entre todos los mundos y, en el centro, el sol quemado de la muerte.

El romanticismo hispanoamericano fue aún más pobre que el español: reflejo de un reflejo. No obstante, hay una circunstancia histórica que, aunque no inmediata-mente, afectó a la poesía hispanoamericana y la hizo cambiar de rumbo. Me refiero a la Revolución de Independencia. (En realidad debería emplear el plural, pues fueron

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varias y no todas tuvieron el mismo sentido, pero, para no complicar demasiado la exposición, hablaré de ellas como si hubiesen sido un movimiento unitario.) Nuestra Revolución de Independencia fue la revolución que no tuvieron los españoles —la re-volución que intentaron realizar varias veces en el siglo XIX y que fracasó una y otra vez. La nuestra fue un movimiento inspirado en los dos grandes arquetipos políticos de la modernidad: la Revolución francesa y la Revolución de los Estados Unidos. In-cluso puede decirse que en esa época hubo tres grandes revoluciones con ideologías análogas: la de los franceses, la de los norteamericanos y la de los hispanoamericanos (el caso de Brasil es distinto). Aunque las tres triunfaron, los resultados fueron muy distintos: las dos primeras fueron fecundas y crearon nuevas sociedades, mientras que la nuestra inauguró la desolación que ha sido nuestra historia desde el siglo XIX hasta nuestros días. Los principios eran semejantes, nuestros ejércitos derrotaron a los ab-solutistas españoles y al otro día de consumada la Independencia se establecieran en nuestras tierras gobiernos republicanos. Sin embargo, el movimiento fracasó: no cam-bió nuestras sociedades ni nos liberó de nuestros libertadores.

A diferencia de la Revolución de Independencia norteamericana, la nuestra coin-cidió con la extrema decadencia de la metrópoli. Hay dos fenómenos concomitantes: la tendencia a la desmembración del Imperio español, consecuencia tanto de la deca-dencia hispánica como de la invasión napoleónica, y los movimientos autonomistas de los revolucionarios hispanoamericanos. La Independencia precipitó la desmembra-ción del Imperio. Los hombres que encabezaban los movimientos de liberación, salvo unas cuantas excepciones como la de Bolívar, se apresuraron a tallarse patrias a su medida: las fronteras de cada uno de los nuevos países llegaban hasta donde llegaban las armas de los caudillos. Más tarde, las oligarquías y el militarismo, aliados a los poderes extranjeros y especialmente al imperialismo norteamericano, consumarían la atomización de Hispanoamérica. Los nuevos países, por lo demás, siguieron siendo las viejas colonias: no se cambiaron las condiciones sociales, sino que se recubrió la realidad con la retórica liberal y democrática. Las instituciones republicanas, a la ma-nera de fachadas, ocultaban los mismos horrores y las mismas miserias.

Los grupos que se levantaron contra el poder español se sirvieron de las ideas re-volucionarias de la época, pero ni pudieron ni quisieron realizar la reforma de la so-ciedad. Hispanoamérica fue una España sin España. Sarmiento lo dijo de una manera admirable: los gobiernos hispanoamericanos fueron los «ejecutores testamentarios de Felipe II». Un feudalismo disfrazado de liberalismo burgués, un absolutismo sin mo-narca pero con reyezuelos: los señores presidentes. Así se inició el reino de la másca-ra, el imperio de la mentira. Desde entonces la corrupción del lenguaje, la infección semántica, se convirtió en nuestra enfermedad endémica; la mentira se volvió consti-tucional, consubstancial. De ahí la importancia de la crítica en nuestros países. La crí-tica filosófica e histórica tiene entre nosotros, además de la función intelectual que le

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es propia, una utilidad práctica: es una cura psicológica a la manera del psicoanálisis y es una acción política. Si hay una urca urgente en la América Hispana, esa tarea es la crítica de nuestras mitologías históricas y políticas.

No todas las consecuencias de la Revolución de Independencia fueron negativas. En primer lugar, nos liberó de España; en seguida, si no cambió la realidad social, cambió a las conciencias y desacreditó para siempre al sistema español: al absolutis-mo monárquico y al catolicismo ultramontano. La separación de España fue una de-sacralización: nos empezaron a desvelar seres de carne y hueso, no los fantasmas que quitaban el sueño a los españoles. ¿O eran los mismos fantasmas con nombres distin-tos? En todo caso, los nombres cambiaron y con ellos la ideología de los hispanoame-ricanos. La separación de la tradición española se acentuó en la primera parte del si-glo XIX, y en la segunda hubo un corte tajante. El corte, el cuchillo divisor, fue el po-sitivismo. En esos años las clases dirigentes y los grupos intelectuales de América Latina descubren la filosofía positivista y la abrazan con entusiasmo. Cambiamos las máscaras de Danton y Jefferson por las de Auguste Comte y Herbert Spencer. En los altares erigidos por los liberales a la libertad y a la razón, colocamos a la ciencia y al progreso, rodeados de sus míticas criaturas: el ferrocarril, el telégrafo. En ese mo-mento divergen los caminos de España y América Latina: entre nosotros se extiende el culto positivista, al grado de que en Brasil y en México se convierte en la ideología oficiosa, ya que no en la religión, de los gobiernos; en España los mejores entre los disidentes buscan una respuesta a sus inquietudes en las doctrinas de un oscuro pen-sador idealista alemán, Karl Christian Friedrich Krause. El divorcio no podía ser más completo.

El positivismo en América Latina no fue la ideología de una burguesía liberal interesada en el progreso industrial y social como en Europa, sino de una oligarquía de grandes terratenientes. En cierto modo, fue una mixtificación —un autoengaño un-to como un engaño. Al mismo tiempo, fue una crítica radical de la religión y de la ideología tradicional. El positivismo hizo tabla rasa lo mismo de la mitología cristia-na que de la filosofía racionalista. El resultado fue lo que podría llamarse el desman-telamiento de la metafísica y la religión en las conciencias. Su acción fue semejante a la de la Ilustración en el siglo XVIII; las clases intelectuales de América Latina vivie-ron una crisis en cierto modo análoga a la que había atormentado un siglo antes a los europeos: la fe en la ciencia se mezclaba a la nostalgia por las antiguas certezas reli-giosas, la creencia en el progreso al vértigo ante la nada. No era la plena modernidad, sino su amargo avantgoüt: la visión del cielo deshabitado, el horror ante la contingen-cia.

Hacia 1880 surge en Hispanoamérica el movimiento literario que llamamos mo-dernismo. Aquí conviene hacer una pequeña aclaración: el modernismo hispanoame-ricano es, hasta cierto punto, un equivalente del Parnaso y del simbolismo francés, de

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modo que no tiene nada que ver con lo que en lengua inglesa se llama modernismo. Este último designa a los movimientos literarios y artísticos que se inician en la se-gunda década del siglo XX; el modernismo de los críticos norteamericanas e ingleses no es sino lo que en Francia y en los países hispánicos se llama vanguardia. Para evi-tar confusiones emplearé la palabra modernismo en español, para referirme al movi-miento hispanoamericano; cuando hable del movimiento poético angloamericano del siglo XX, usaré la palabra modernism, en inglés.

El modernismo fue la respuesta al positivismo, la crítica de la sensibilidad y el corazón —también de los nervios— al empirismo y el cientismo positivista. En este sentido su función histórica fue semejante a la de la reacción romántica en el alba del siglo XIX. El modernismo fue nuestro verdadero romanticismo y, como en el caso del simbolismo francés, su versión no fue una repetición, sino una metáfora: otro ro-manticismo. La conexión entre el positivismo y el modernismo es de orden histórico y psicológico. Se corre el riesgo de no entender en qué consiste esa relación si se ol -vida que el positivismo latinoamericano, más que un método científico, fue una ideo-logía, una creencia. Su influencia sobre el desarrollo de la ciencia en nuestros países fue muchísimo menor que su imperio sobre las mentes y las sensibilidades de los gru-pos intelectuales. Nuestra crítica ha sido insensible a la dialéctica contradictoria que une al positivismo y al modernismo y de ahí que se empeñe en ver al segundo única-mente como una tendencia literaria y, sobre todo, como un estilo cosmopolita y más bien superficial. No, el modernismo fue un estado de espíritu. O más exactamente: por haber sido una respuesta de la imaginación y la sensibilidad al positivismo y a su visión helada de la realidad, por haber sido un estado de espíritu, pudo ser un auténti-co movimiento poético. El único digno de este nombre entre los que se manifestaron en la lengua castellana durante el siglo XIX. Los superficiales han sido los críticos que no supieron leer en la ligereza y el cosmopolitismo de los poetas modernistas los signos (los estigmas) del desarraigo espiritual.

La crítica tampoco ha podido explicarnos enteramente por qué el movimiento modernista, que se inicia como una adaptación de la poesía francesa en nuestra len-gua, comienza antes en Hispanoamérica que en España. Cierto, los hispanoamerica-nos hemos sido y somos más sensibles a lo que pasa en el mundo que los españoles, menos prisioneros de nuestra tradición y nuestra historia. Pero esta explicación es a todas luces insuficiente. ¿Falta de información de los españoles? Más bien: falta de necesidad. Desde la Independencia y, sobre todo, desde la adopción del positivismo, el sistema de creencias intelectuales de los hispanoamericanos era diferente al de los españoles: distintas tradiciones exigían respuestas distintas. Entre nosotros el moder-nismo fue la necesaria respuesta contradictoria al vacío espiritual creado por la crítica positivista de la religión y de la metafísica; nada más natural que los poetas hispanoa-mericanos se sintiesen atraídos por la poesía francesa de esa época y que descubrie-

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sen en ella no sólo la novedad de un lenguaje sino una sensibilidad y una estética im-pregnadas por la visión analógica de la tradición romántica y ocultista. En España, en cambio, el deísmo racionalista de Krause fue no tanto una crítica como un sucedáneo de la religión —una tímida religión filosófica para liberales disidentes—, y de ahí que el modernismo no haya tenido la función compensatoria que tuvo en Hispanoamérica. Cuando el modernismo hispanoamericano llega por fin a España, algunos lo confun-den con una simple moda literaria traída de Francia y de esa errónea interpretación, que fue la de Unamuno, arranca la idea de la superficialidad de los poetas modernis-tas hispanoamericanos; otros, como Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, lo tra-ducen inmediatamente a los términos de la tradición espiritual imperante entre los grupos intelectuales disidentes. En España el modernismo no fue una visión del mun-do, sino un lenguaje interiorizado y transmutado por algunos poetas españoles.29

Entre 1880 y 1890, casi sin conocerse entre ellos, dispersos en todo el continente —La Habana, México, Bogotá, Santiago de Chile, Buenos Aires, Nueva York—, un puñado de muchachos inicia el gran cambio. El centro de esa dispersión fue Rubén Darío: agente de enlace, portavoz y animador del movimiento. Desde 1888 Darío usa la palabra modernismo para designar a las nuevas tendencias. Modernismo: el mito de la modernidad o, más bien, su espejismo. ¿Qué es ser moderno? Es salir de su ca-sa, su patria, su lengua, en busca de algo indefinible e inalcanzable pues se confunde con el cambio. // court> il cherche. Que cherchetil}, se pregunta Baudelaire. Y se re-sponde: il cherche quelque chose qu'on nouspermettra d'appeler la «modernité»30. Pe-ro Baudelaire no nos da una definición de esa inasible modernidad y se contenta con decirnos que es Vélément particulier de chaqué beauté. Gracias a la modernidad, la belleza no es una sino plural. La modernidad es aquello que distingue a las obras de hoy de las de ayer, aquello que las hace distintas y únicas. Por eso le beau est toujours bizarre. La modernidad es ese elemento que, al particularizarla, vivifica a la belleza. Pero esa vivificación es una condena a la pena capital. Si la modernidad es lo transi-torio, lo particular, lo único y lo extraño, es la marca de la muerte. La modernidad que seducía los poetas jóvenes al finalizar el siglo es muy distinta a h que seducía a sus padres; no se llama progreso ni sus manifestaciones son el ferrocarril "y el telé-grafo: se llama lujo y sus signos son los objetos inútiles y hermosos. Su modernidad es una estética en la que la desesperación se alía al narcisismo y la forma a la muerte. Lo bizarro es una de las encarnaciones de la ironía romántica.

La ambivalencia de los románticos y los simbolistas frente a la edad moderna reaparece en los modernistas hispanoamericanos. Su amor al lujo y al objeto inútil es una crítica al mundo en que les tocó vivir, pero esa crítica es también un homenaje. No obstante, hay una diferencia radical entre los europeos y los hispanoamericanos:

29 Ver el Apéndice 2, páginas 478—480.30 Chirles Baudelaire, «Le peintre de la vie moderno», 1863, Curiantes esthétiques.

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cuando Baudelaire dice que el progreso es «una idea grotesca» o cuando Rimbaud de-nuncia a la industria, sus experiencias del progreso y de la industria son reales, direc-tas, mientras que las de los hispanoamericanos son derivadas. La única experiencia de la modernidad que un hispanoamericano podía tener en aquellos días era la del impe-rialismo. La realidad de nuestras naciones no era moderna: no la industria, la demo-cracia y la burguesía, sino las oligarquías feudales y el militarismo. Los modernistas dependían de aquello mismo que aborrecían y así oscilaban entre la rebelión y la ab-yección. Unos, como Martí, fueron incorruptibles y llegaron al sacrificio; otros, como el pobre Darío, escribieron odas y sonetos a tigres y caimanes con charreteras. Los presidentes latinoamericanos de fin de siglo: jeques sangrientos con una corte de poe-tas hambreados. Pero nosotros que hemos visto y oído a muchos poetas de Occidente cantar en francés y español las hazañas de Stalin, podemos perdonarle a Darío que haya escrito unas cuantas estrofas en honor de Zelaya y Estrada Cabrera, sátrapas centroamericanos.

Modernidad antimoderna, rebelión ambigua, el modernismo fue un antitradicio-nalismo y, en su primera época, un anticasticismo: una negación de cierta tradición española. Digo cierta porque en un segundo momento los modernistas descubrieron la otra tradición española, la verdadera. Su afrancesamiento fue un cosmopolitismo: para ellos París era, más que la capital de una nación, el centro de una estética. El cosmopolitismo los hizo descubrir otras literaturas y revalorar nuestro pasado indí-gena. La exaltación del mundo prehispánico fue, claro está, ante todo estética, pero también algo más: una crítica de la modernidad y muy especialmente del progreso a la norteamericana. El príncipe Netzahualcóyotl frente a Edison. En esto también se-guían a Baudelaire, que había descrito al creyente en el progreso como pauvre hom-me américanisé par des pbilosophes zoocrates et industriéis. La recuperación del mundo indígena y, más tarde, la del pasado español, fueron un contrapeso de la admi-ración, el temor y la cólera que despertaban los Estados Unidos y su política de domi-nación en América Latina. Admiración ante la originalidad y pujanza de la cultura norteamericana; temor y cólera ante las repetidas intervenciones de los Estados Uni-dos en la vida de nuestros países. En otras páginas me he referido al fenómeno31; aquí me limito a subrayar que el antiimperialismo de los modernistas no estaba fundado en una ideología política y económica, sino en la idea de que la América Latina y la América de lengua inglesa representan dos versiones distintas y probablemente in-conciliables de la civilización de Occidente. Para ellos el conflicto no era una lucha de clases y de sistemas económicos y sociales, sino de dos visiones del mundo y del hombre.

El romanticismo inició una tímida reforma del verso castellano, pero fueron los modernistas los que, al extremarla, la consumaron. La revolución métrica de los mo-

31 Cuadrivio, México, Siglo XXI, 1965; Postdata, México, Siglo XXI, 1970.

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dernistas no fue menos radical y decisiva que la de Garcilaso y los italianizantes del siglo XVI, aunque en sentido contrario. Opuestas e imprevisibles consecuencias de dos influencias extranjeras, la italiana en el siglo XVI y la francesa en el XIX: en un caso triunfó la versificación regular silábica, mientras que en el otro la continua expe-rimentación rítmica se resolvió en la reaparición de metros tradicionales y, sobre to-do, provocó la resurrección de la versificación acentual. Es imposible hacer aquí un resumen de la evolución métrica en nuestra lengua, de modo que me limitaré a una enumeración: el verso primitivo español es irregular desde el punto de vista silábico y lo que le da unidad rítmica son las cláusulas prosódicas marcadas por el golpe de los acentos; con la aparición del «mester de clerecía» se introduce el principio de regula-ridad silábica, probablemente de origen francés, y hay una intensa pugna entre isosi-labismo (regularidad silábica) y ametría (versificación acentual); en el período llama-do de la Gaya Ciencia —poesía cortesana de tardía influencia provenzal— hay ya predominio de la regularidad silábica en los metros cortos, pero no en el verso de arte mayor, cuya medida es fluctuante; a partir del siglo XVI triunfa la versificación silá-bica y el endecasílabo a la italiana desplaza al verso de arte mayor; los períodos si-guientes, hasta el siglo XVIII, acentúan el isosilabismo; desde el romanticismo se ini-cia la tendencia, que culmina en el modernismo y en la época contemporánea, a la irregularidad métrica. Esta brevísima recapitulación muestra que la revolución mo-dernista fue una vuelta a los orígenes. Su cosmopolitismo se transformó en el regreso a la verdadera tradición española: la versificación irregular rítmica.

Ya he señalado la conexión entre versificación acentual y visión analógica del mundo. Los nuevos ritmos de los modernistas provocaron la reaparición del principio rítmico original del idioma; a su vez, esa resurrección métrica coincidió con la apari-ción de una nueva sensibilidad que, finalmente, se reveló como una vuelta a la otra religión: la analogía. Tout se tient. El ritmo poético no es sino la manifestación del ritmo universal: todo se corresponde porque todo es ritmo. La vista y el oído se enla-zan; el ojo ve lo que el oído oye: el acuerdo, el concierto de los mundos. Fusión entre lo sensible y lo inteligible: el poeta oye y ve lo que piensa. Y más: piensa en sonidos y visiones. La primera consecuencia de estas creencias es la exaltación del poeta a la dignidad del iniciado: si oye al universo como un lenguaje, también dice al universo. En las palabras del poeta oímos al mundo, al ritmo universal. Pero el saber del poeta es un saber prohibido y su sacerdocio es un sacrilegio: sus palabras, incluso cuando no niegan expresamente al cristianismo, lo disuelven en creencias más vastas y anti-guas. El cristianismo no es sino una de las combinaciones del ritmo universal. Cada una de esas combinaciones es única y todas dicen lo mismo. La pasión de Cristo, co-mo lo expresan inequívocamente varios poemas de Darío, no es sino una imagen ins-tantánea en la rotación de las edades y las mitologías. La analogía afirma al tiempo cíclico y desemboca en el sincretismo. Esta nota no—cristiana, a veces anticristiana,

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pero teñida de una extraña religiosidad, era absolutamente nueva en la poesía hispáni-ca.

La— influencia de la tradición ocultista entre los modernistas hispanoamerica-nos no fue menos profunda que entre los románticos alemanes y los simbolistas fran-ceses. No obstante, aunque no la ignora, nuestra crítica apenas si se detiene en ella, como si se tratase de algo vergonzoso. Sí, es escandaloso pero cierto: de Blake a Yea-ts y Pessoa, la historia de la poesía moderna de Occidente está ligada a la historia de las doctrinas herméticas y ocultas, de Swedenborg a Mademe Blavatsky. Sabemos que la influencia del Abbé Constant, alias Eüphas Levi, fue decisiva no sólo en Hugo sino en Rimbaud. Las afinidades entre Fourier y Levi, dice André Bretón, son nota-bles y se explican porque ambos «se insertan en una inmensa corriente intelectual que podemos seguir desde el Zohar y que se bifurca en las escuelas iluministas del XVIII y del XIX. Se la vuelve a encontrar en la base de los sistemas idealistas, también en Goethe y, en general, en todos aquellos que se rehúsan a aceptar como ideal de unifi-cación del mundo la identidad matemática»32. Todos sabemos que los modernistas hispanoamericanos —Darío, Lugones, Ñervo, Tablada— se interesaron en los autores ocultistas: ¿por qué nuestra crítica nunca ha señalado la relación entre el íluminísmo y la visión analógica y entre ésta y la reforma métrica? ¿Escrúpulos racionalistas o escrúpulos cristianos? En todo caso, la relación salta a la vista. El modernismo se ini-ció como una búsqueda del ritmo verbal y culminó en una visión del universo como ritmo.

Las creencias de Rubén Darío oscilaban, según una frase muy citada de uno de sus poemas, «entre la catedral y las ruinas paganas». Yo me atrevería a modificarla: entre las ruinas de la catedral y el paganismo. Las creencias de Darío y de la mayoría de los poetas modernistas son, más que creencias, búsqueda de una creencia y se des-pliegan frente a un paisaje devastado por la razón crítica y el positivismo. En ese con-texto, el paganismo no sólo designa a la Antigüedad grecorromana y a sus ruinas sino a un paganismo vivo: por una parte, al cuerpo y, por la otra, a la naturaleza. Analogía y cuerpo son dos extremos de la misma afirmación naturalista. Esta afirmación se opone tanto al materialismo positivista y dentista como al espiritualismo cristiano. La otra creencia de los modernistas no es el cristianismo, sino sus restos: la idea del pe-cado, la conciencia de la muerte, el saberse caído y desterrado en este mundo y en el otro, el verse como un ser contingente en un mundo contingente. No un sistema de creencias, sino un puñado de fragmentos y obsesiones.

La tragicomedia modernista está hecha del diálogo entre el cuerpo y la muerte, la analogía y la ironía. Si traducimos al lenguaje métrico los términos psicológicos y metafísicos de esta tragicomedia, encontraremos, no la oposición entre versificación regular silábica y versificación acentual, sino la contradicción, más acentuada y radi-

32 Arcane 17, París, Sagittaire, 1947

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cal, entre verso y prosa. La analogía está continuamente desgarrada por la ironía, y el verso por la prosa. Reaparece la paradoja amada por Baudelaire: detrás del maquillaje de la moda, la mueca de la calavera. El arte moderno se sabe mortal y en eso consiste su modernidad. El modernismo llega a ser moderno cuando tiene conciencia de su mortalidad, es decir, cuando no se toma en serio, inyecta una dosis de prosa en el ver-so y hace poesía con la crítica de la poesía. La nota irónica, voluntariamente antipoé-tica y por eso más intensamente poética, aparece precisamente en el momento de me-diodía del modernismo (Cantos de vida y esperanza, 1905) y aparece casi siempre asociada a la imagen de la muerte. Pero no es Dífrío, sino Leopoldo Lugones, el que realmente inicia la segunda revolución modernista. Con Lugones penetra Laforgue en la poesía hispánica: el simbolismo en su momento antisimbolista33.

Nuestra crítica llama a la nueva tendencia: el «postmodernismo». El nombre no es muy exacto. El supuesto postmodernismo no es lo que está después del modernis-mo —lo que está después es la vanguardia—, sino que es una crítica del modernismo. Reacción individual de varios poetas, con ella no comienza otro movimiento: con ella acaba el modernismo. Esos poetas son su conciencia crítica, la conciencia de su aca-bamiento. Se trata de una tendencia dentro del modernismo: Las notas características de esos poetas —la ironía, el lenguaje coloquial— aparecen ya en Darío y en otros modernistas. Además, no hay literalmente espacio, en el sentido cronológico, para ese pseudomovimiento: si el modernismo se extingue hacia 1918 y la vanguardia comien-za hacia esas fechas, ¿dónde colocar a los postmodernistas?

33 Dos libros: /.os crepiisat/o* del jardín, 1903. y Lunario sentimental, 1909.

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El ocaso de la vanguardia

No obstante, el cambio fue notable. No un cambio de valores, sino de actitudes. El modernismo había poblado el mar de tritones y sirenas, los nuevos poetas viajan en barcos comerciales y desembarcan, no en Citeres, sino en Liverpool; los poemas ya no son cantos a las cosmópolis pasadas o presentes, sino descripciones más bien amargas y reticentes de barrios de clase media; el campo no es la selva ni el desierto, sino el pueblo de las afueras, con sus huertas, su cura y su sobrina, sus muchachas «frescas y humildes como humildes coles». Ironía y prosaísmo: la conquista de lo co-tidiano maravilloso. Para Darío los poetas son «torres de Dios»; López Velarde se ve a sí mismo caminando por una calleja y hablando a solas: el poeta como un pobre diablo sublime y grotesco, una suerte de Charüe Chaplin avant la lettre. Estética de lo mínimo, lo cercano, lo familiar. El gran descubrimiento: los poderes secretos del len-guaje coloquial. Ese descubrimiento sirvió admirablemente a los propósitos de Lugo-nes y de López Velarde: hacer del poema una «ecuación psicológica», un monólogo sinuoso en el que la reflexión y el lirismo, el canto y la ironía, la prosa y el verso, se funden y se separan, se contemplan y vuelven a fundirse. Ruptura de la canción: el poema como una confesión entrecortada, el canto interrumpido por silencios y lagu-nas. López Velarde lo dijo con lucidez: «el sistema poético se ha convertido en un sistema crítico». Habría que agregar: crítica e incandescencia, el lugar común trans-formado en imagen insólita.

Por las razones que apunté más arriba, los poetas españoles —salvo ValleInclán, único en esto como en tantas otras cosas— no podían ser sensibles a lo que constituía la verdadera y secreta originalidad del modernismo: la visión analógica heredada de los románticos y los simbolistas. En cambio, hicieron suyos inmediatamente el nuevo lenguaje y los ritmos y formas métricas. Unamuno cerró los ojos ante esas novedades brillantes y que juzgaba frivolas —cerró los ojos pero no los oídos: en sus versos rea-parecen los metros redescubiertos por los modernistas. La negación de Unamuno, por lo demás, forma parte del modernismo: no es lo que está más allá de Darío y de Lu-gones, sino frente a. ellos. En su negación, Unamuno encuentra el tono de su voz poé-tica y en esa voz España encuentra al gran poeta romántico que no tuvo en el siglo XIX. Aunque debería haber sido el predecesor de los modernistas, Unamuno fue su contemporáneo y su antagonista complementario. Justicia poética.

El modernismo español propiamente dicho —pienso sobre todo en Antonio Ma-chado y en Juan Ramón Jiménez, no en los epígonos de Darío— tiene más de un pun-to de contacto con el llamado postmodernismo hispanoamericano: crítica de las acti-tudes estereotipadas y de los clisés preciosistas, repugnancia ante el lenguaje falsa-mente refinado, reticencia ante un simbolismo de tienda de antigüedades, búsqueda

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de una poesía esencial. Hay una sorprendente afinidad entre el voluntario coloquialis-mo de Lugones y López Velarde y algunos de los poemas del primer libro de Antonio Machado (Soledades, segunda edición, 1907). Pero pronto los caminos se bifurcan: los poetas españoles no se interesan tanto en explorar los poderes poéticos del habla coloquial —la música de la conversación, decía Eliot— como en renovar la canción tradicional. Los dos grandes poetas españoles de ese período confundieron siempre el lenguaje hablado con la poesía popular. La segunda es una ficción romántica (el «canto del pueblo» de Herder) o una supervivencia literaria; la primera es una reali-dad: el lenguaje vivo de las ciudades modernas, con sus barbarismos, cultismos, neo-logismos. El modernismo español coincide, inicialmente, con la reacción postmoder-nista hispanoamericana frente al lenguaje literario del primer modernismo; en un se-gundo momento esa coincidencia se resuelve en una vuelta hacia la tradición poética española: la canción, el romance, la copla. Los españoles confirman así el carácter ro-mántico del modernismo, pero, al mismo tiempo, se cierran ante la poesía de la vida moderna. Precisamente en esos mismos años Pessoa, por boca de su heterónimo Al-varo de Campos, escribía:

Venham dizerme que nao bá poesía no comercio, nos escritorios! Ora, ela entra por todos poros... Neste ar marítimo respiroa, Por tudo isto vem a propósito dos va-pores, da navegando moderna. Porque as facturas e as cartas comerciáis sao o pri-nápio da historia.

Revolución / Eros / Metaironía

El mismo Alvaro de Campos prescribía en otro poema la nueva receta poética: «un poco de verdad y una aspirina». Si el principio contiene el fin, un poema de uno de los iniciadores del modernismo, José Martí, condensa a todo ese movimiento y anuncia también a la poesía contemporánea. El poema fue escrito un poco antes de su muerte (1895) y alude a ella como un necesario y, en cierto modo, deseado sacrificio:

Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche. ¿O son una las dos? No bien retira su majestad el sol, con largos velos y un clavel en la mano, silenciosa Cuba cual viuda triste me aparece. ¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento que en la mano le tiembla! Está vacío mi pecho, destrozado está y vacío en donde estaba el corazón. Ya es hora de empezar a morir. La noche es buena pare decir adiós. La luz estorba y la palabra hu-mana. El universo habla mejor que el hombre.

Cual bandera que invita a batallar, la llama roja de la vela flamea. Las ventanas abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo las hojas del clavel, como una nube que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa...

Poema sin rimas y en endecasílabos quebrados por las pausas de la reflexión, los silencios, la respiración humana y la respiración de la noche. Poema—monólogo que elude la canción, fluir entrecortado, continua interpenetración de verso y prosa. To-

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dos los grandes temas románticos aparecen en estos cuantos versos; las dos patrias y las dos mujeres, la noche como una sola mujer y un solo abismo. La muerte, el erotis-mo, la pasión revolucionaria, la poesía: todo está en la noche, la gran madre. Madre de tierra, pero también sexo y palabra común. El poeta no alza la voz: habla consigo mismo al hablar con la noche y la revolución. Ni selfpity ni elocuencia: «ya es hora / de empezar a morir. La noche es buena / para decir adiós». La ironía se transfigura en aceptación de la muerte. Y en el centro del poema, como un corazón que fuese el co-razón de toda la poesía de esa época, una frase a caballo entre dos versos, suspendida en una pausa para acentuar mejor su gravedad —una frase que ningún otro poeta de nuestra lengua podía haber escrito antes (ni Garcilaso ni San Juan de la Cruz ni Gón-gora ni Quevedo ni Lope de Vega) porque todos ellos estaban poseídos por el fantas-ma del Dios cristiano y porque tenían enfrente a una naturaleza caída— una frase en la que está condensado todo lo que yo he querido decir de la analogía: el universo / habla mejor que el hombre. Publicó un artículo brillante y conmovido: «nuestro tiem-po es duro, quizás uno de los más duros en la historia de la humanidad llamada civili-zada. El revolucionario está poseído por un patriotismo furioso por esta época, que es su patria en el tiempo. Esenin no, era un revolucionario... era un lírico interior. Nues-tra época, en cambio, no es lírica. Ésta es la razón esencial por la que Serguei Esenin, por su propia voluntad y tan pronto, se ha ido lejos de nosotros y de este tiempo» (Pravda, 19 de enero de 1926). Cuatro años después Mayakovski, que no era un «líri-co interior» y que estaba poseído por la furia revolucionaria de la época, también se suicidó y Trotski tuvo que escribir otro artículo —ahora en el Boletín de la Oposición Rusa (mayo de 1930)34.

La contradicción entre la época y la poesía, el espíritu revolucionario y el espíri-tu poético, es más vasta y profunda de lo que Trotski pensaba. El caso de Rusia no es excepcional, sino exagerado. Allá la contradicción asumió caracteres abominables: los poetas que no fueron asesinados o que no cometieron suicidio, fueron reducidos al silencio por otros medios. Las razones de esta hecatombe proceden tanto de la histo-ria rusa —ese pasado bárbaro al que aludieron más de una vez Lenin y Trotski— co-mo de la crueldad paranoica de Stalin. Pero no es menos responsable el espíritu bol-chevique, heredero del jacobinismo y de sus pretensiones exorbitantes sobre la socie-dad y la naturaleza humana.

Ya he dicho que, ante el desmantelamiento del cristianismo por la filosofía críti-ca, los poetas se convirtieron en los canales de transmisión, el antiguo espíritu religio-so, cristiano y precristiano. Analogía, alquimia, magia: sincretismos y mitologías per-sonales. Al mismo tiempo, hombres tocados por la modernidad, los poetas reacciona-ron contra la religión (y contra sí mismos) con el arma de la ironía. Más de una vez y

34 Los dos artículos han sido recogidos en ci segundo volumen de Literatura y revolución y otros es -critos sobre la literatura y el artc> París, Ruedo Ibérico, 1969.

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con verdadera impaciencia —una impaciencia que no excluía una extraordinaria luci-dez—, Trotski señaló los elementos religiosos de la obra de la mayoría de los poetas y escritores rusos de la década de los veinte —los llamados «compañeros de viaje». Todos ellos, dice Trotski, aceptan la Revolución de Octubre como un hecho ruso más que como un hecho revolucionario. Lo ruso es el mundo tradicional y religioso de los campesinos y sus viejas mitologías, «las brujas y sus encantamientos», mientras que la Revolución es la modernidad: la ciencia, la técnica, la cultura urbana. Para apoyar su crítica, cita un pasaje de El año desnudo de Pilniak: «la bruja Egorka dice:

"Rusia es sabia por sí misma. El alemán es inteligente, pero su espíritu es aloca-do". "¿Y qué ocurre con Karl Marx?" —pregunta uno. "Es alemán —digo yo— y por lo tanto alocado*'. "¿Y con Lenin?" "Lenin es un campesino —digo—, un bolchevi-que; por lo tanto, debéis ser comunistas..."». Trotski concluye: es muy inquietante que Pilniak se oculte tras la bruja Egorka y use su lenguaje estúpido, incluso si lo ha-ce en favor de los comunistas. La actitud inicial de simpatía hacia la Revolución de esos escritores —lo mismo debe decirse del comunismo cristiano de Los doce de Blok— «tiene su origen en la concepción del mundo menos revolucionaria, más asiá-tica, más pasiva y más impregnada de resignación cristiana que pueda concebirse». ¿Qué diría Trotski si hoy leyese a ios poetas y novelistas rusos contemporáneos, igualmente poseídos por esa concepción del mundo y ya sin ilusiones revoluciona-rias?

El grupo que apoyó abiertamente a la Revolución —una rama del futurismo pre-rrevolucionario que, encabezada por Mayakovski, fundó la LEF— tampoco le parece a Trotski enteramente revolucionario: «El futurismo es contrario al misticismo, a la deificación pasiva de la naturaleza... Y es favorable a la técnica, la organización cien-tífica, la máquina, la planificación... La conexión entre esta "rebeldía" estética y la re-beldía social y moral es directa». Pero el origen de la rebelión futurista es individua-lista: «El hecho de que los futuristas rechacen exageradamente el pasado no tiene na-da de revolucionarismo proletario, sino de nihilismo bohemio». De ahí que la adhe-sión de Mayakovski a la Revolución, por más sincera que haya sido, le parezca un equívoco trágico: «sus sentimientos subconscientes hacia la ciudad, la naturaleza, el mundo entero no son los de un obrero, sino los de un bohemio. El farol calvo que qui-ta las medias a la calle35 gran imagen, descubre mejor la esencia bohemia del poeta que cualquier otra consideración». Trotski subraya «el tono cínico e impúdico de mu-chas imágenes» de Mayakovski y, con admirable perspicacia, descubre su origen ro-mántico: «Los investigadores que, al definir la naturaleza social del futurismo en sus orígenes [se refiere al período prerrevolucionario, el más fecundo del movimiento] dan una importancia decisiva a las protestas violentas contra la vida y el arte burgue-ses, revelan su ingenuidad y su ignorancia... Los románticos, tanto franceses como

35 L. Trotski, op. cit.

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alemanes, hablaban siempre cáusticamente de la moralidad burguesa y de su vida ru-tinaria. Llevaban el pelo largo y Théophile Gautier se vestía con un chaleco rojo. La blusa amarilla de los futuristas es, sin ninguna duda, una sobrina nieu del chaleco ro-mántico que despertó tanto horror entre los papas y las mamas»36. ¿Cómo no recono-cer en el «cinismo y la rebeldía individualista» de Mayakovski y sus amigos a la iro-nía romántica? La literatura rusa de esa época estaba desgarrada entre «los encanta-mientos de las brujas» y la sátira de los futuristas. Avatares, metáforas de analogía e ironía.

La crítica de Trotski equivale a una condenación de la poesía no sólo en nombre de la Revolución rusa sino del espíritu moderno. Trotski habla como un revoluciona-rio que ha hecho suya la tradición intelectual de la era moderna, «de Marx a Hegel y la economía inglesa». Los orígenes de esta tradición están en la Revolución francesa y en la Ilustración. Su crítica a la poesía asume así, sin que él mismo se dé entera-mente cuenta, la forma de la crítica que la filosofía y la ciencia han hecho a la reli-gión, los mitos, la magia y otras creencias del pasado. Ni los filósofos ni los revolu-cionarios pueden tolerar con paciencia la ambigüedad de los poetas que ven en la ma-gia y en la revolución dos vías paralelas, pero no enemigas, para cambiar al mundo. Las frases de Pilniak que cita Trotski son un eco de las que antes habían dicho Nova-lis y Rimbaud: la operación mágica no es esencialmente distinta a la operación revo-lucionaria. La vocación mágica de la poesía moderna, desde Blake hasta nuestros días, no es sino la otra cara, la vertiente oscura, de su vocación revolucionaria. Éste es el nudo del equívoco entre revolucionarios y poetas, un nudo que nadie ha podido deshacer. Si el poeta reniega de su mitad mágica, reniega de la poesía y se convierte en un funcionario y un propagandista. Pero la magia devora a sus fieles y entregarse a ella también puede conducir al suicidio. La tentación de la muerte se llamó revolu-ción para Mayakovski, magia para Nerval. El poeta no elude nunca la doble fascina-ción; su oficio, como la volatinera de Harry Martinson, es «sonreír encima de abis-mos».

La condenación de la poesía por el espíritu moderno evoca inmediatamente otras condenaciones. Con la misma saña con que la Iglesia castigó a los místicos, ilumina-dos y quietistas, el Estado revolucionario ha perseguido a los poetas. Si la poesía es la religión secreta de la era moderna, la política es su religión pública. Una religión san-grienta y enmascarada. El proceso de la poesía ha sido un proceso religioso: la revo-lución ha condenado a la poesía como una herejía. El equívoco es doble: si en la poesía se manifiesta una visión religiosa personal del mundo y del hombre, en la polí-tica revolucionaria reaparece una doble aspiración religiosa: cambiar la naturaleza humana e instaurar una iglesia universal fundada en un dogma también universal. En

36 L. Trotski, op. át

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un caso, analogía e ironía; en el otro, transposición de la teología dogmática y la esca-tología a la esfera de la historia y la sociedad.

Los orígenes de la nueva religión política —una religión que se ignora a sí mis-ma— se remontan al siglo XVIII. David Hume fue el primero en advertirlo. Señaló que la filosofía de sus contemporáneos, especialmente su crítica al cristianismo, con-tenía ya los gérmenes de otra religión: atribuir un orden al universo y descubrir en ese orden una voluntad y una finalidad era incurrir otra vez en la ilusión religiosa. Pero Hume no fue testigo, aunque lo previo, del descenso de la filosofía en la política y su encarnación, en el sentido religioso de la palabra, en las revoluciones. La epifanía del universalismo filosófico adoptó inmediatamente la forma dogmática y sangrienta del jacobinismo y su culto a la diosa Razón. No es una casualidad que el dogmatismo y el sectarismo hayan acompañado a los movimientos revolucionarios del siglo XIX y del XX; tampoco lo es que una vez en el poder, esos movimientos se transformen en in-quisiciones que periódicamente realizan ceremonias reminiscentes de los sacrificios aztecas y de los autos de fe.

El marxismo se inició como una «crítica del cielo», es decir, de las ideologías de las clases dominantes, pero el leninismo victorioso transformó esa crítica en una teo-logía terrorista. El cielo ideológico bajó a la tierra en la forma del Comité Central. El drama cristiano entre libre albedrío y predestinación divina reaparece también en el debate entre libertad y determinismo social. Como la providencia cristiana, la historia se manifiesta por signos: «las condiciones objetivas», «la situación histórica» y otros presagios e indicios que el revolucionario debe interpretar. La interpretación del revo-lucionario es, como la del cristiano, a un tiempo libre y determinada por las fuerzas sociales que sustituyen a la providencia divina. El ejercicio de esta ambigua libertad implica riesgos mortales: equivocarse, confundir la voz de Dios con la del Diablo, significa para el cristiano la pérdida del alma y para el revolucionario la condenación histórica. Nada más natural, desde esta perspectiva, que la deificación de los jefes: a la consagración de los textos como escrituras santas sigue fatalmente la consagración de sus intérpretes y ejecutores. Así se satisface la vieja necesidad humana de adorar y ser adorado. Padecer por la Revolución equivale al suplicio gozoso de los mártires cristianos. La máxima de Baudelaire, levemente modificada, conviene perfectamente a la situación del siglo XX: los revolucionarios han puesto en la política la ferocidad natural de la religión37.

La oposición entre él espíritu poético y el revolucionario es parte de una contra-dicción mayor: la del tiempo lineal de la modernidad frente al tiempo rítmico del poe-ma. La historia y la imagen: H obra de Joyce puede verse como un momento de la historia de la literatura moderna y en este sentido es historia; pero la verdad es que su autor la Concibió como una imagen. Justamente como la imagen de la disolución del

37 Ver el Apéndice 3, páginas 480—484.

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tiempo fechado de la historia en el tiempo rítmico del poema. Abolición del ayer, el hoy y el mañana en las conjugaciones y copulaciones del lenguaje. La literatura mo-derna es una apasionada negación de la era moderna. Esa negación no es menos vio-lenta entre los poetas del modernism angloamericano que entre los vanguardistas eu-ropeos y latinoamericanos. Aunque los primeros fueron reaccionarios y los segundos revolucionarios, ambos fueron anticapitalistas. Sus distintas actitudes procedían de una común repugnancia ante el mundo edificado por la burguesía. Como sus predece-sores románticos y simbolistas, los poetas del siglo XX han opuesto al tiempo lineal del progreso y de la historia, el tiempo instantáneo del erotismo, el tiempo cíclico de la analogía o el tiempo hueco de la conciencia irónica. La imagen y el humor: dos ne-gaciones del tiempo sucesivo de la razón crítica y su deificación del futuro. Las rebe-liones y desventuras de los poetas románticos y de sus descendientes en el siglo XIX se repiten en nuestros días. Hemos sido los contemporáneos de la Revolución rusa, la dictadura burocrática comunista, Hitler y la Pox Americana como los románticos lo fueron de la Revolución francesa, Napoleón, la Santa Alianza y los horrores de la pri-mera revolución industrial. La historia de la poesía en el siglo XX es, como la del XIX, una historia de subversiones, conversiones, abjuraciones, herejías, desviaciones. Esas palabras tienen su contrapartida en otras: persecución, destierro, asilo de locos, suicidio, prisión, humillación, soledad.

La dualidad magia/política no es sino una de las oposiciones que habitan a la poesía moderna. La pareja amor/humor es otra. Toda la obra de Marcel Duchamp gira sobre el eje de la afirmación erótica y la negación irónica. El resultado es la metairo-nía, una suerte de suspensión del ánimo, un más allá de la afirmación y la negación. El desnudo del Museo de Filadelfia, las piernas abiertas, empuñando con una mano (como una caída estatua de la Libertad) una lámpara de gas, recostada sobre haces de ramitas como si fuesen los leños de una pira, una cascada al fondo (doble imagen del agua del mito y de la industria eléctrica)— no es sino la pin—up Artemisa vista por la rendija de una puerta por Acteón el voyeur1. Operación circular de la metaironía: el acto de ver una obra de arte convertido en un acto de voyeurisme. Mirar no es una experiencia neutral: es una complicidad. La mirada enciende al objeto, el contempla-dor es un mirón. Duchamp muestra la función creadora de la mirada y, al mismo tiempo, su carácter irrisorio. Mirar es una transgresión, pero la transgresión es un jue-go creador. Al mirar por una rendija de la puerta de la censura estética y moral, entre-vemos la relación ambigua entre contemplación artística y erotismo, entre ver y de-sear. Vemos la imagen de nuestro deseo y su petrificación en un objeto: una muñeca desnuda.

En el Gran vidrio, Duchamp había presentado al eterno femenino como un mo-tor de combustión y al mito de la gran diosa y su círculo de adoradores—víctimas co-mo un circuito eléctrico: el arte de Occidente y sus imágenes erótico—religiosas, des-

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de la Virgen hasta Melusina, tratados en el modo impersonal de esos prospectos in-dustriales que nos enseñan el funcionamiento de un aparato. El ensamblaje de Fila-delfia reproduce los mismos temas, sólo que desde la perspectiva opuesta: no la trans-formación de la naturaleza (muchacha, cascada) en aparato industrial sino la transmu-tación del gas y el agua en imagen erótica y en paisaje. Es el reverso, la otra imagen de La novia puesta al desnudo por sus solteros —por sus mirones. La otra: la misma.

La ironía consiste en desvalorizar al objeto; la metaironía no se interesa en el va-lor de los objetos, sino en su funcionamiento. Ese funcionamiento es simbólico: amor/humor... la metaironía nos revela la interdependencia entre lo que llamamos «superior» y lo que llamamos «inferior» y nos obliga a suspender el juicio. No es una inversión de valores, sino una liberación moral y estética que pone en comunicación los opuestos. Duchamp cierra el período iniciado por la ironía romántica y en esto su obra tiene una indudable analogía con la de Joyce, otro poeta de cosmogonías cómico—eróticas. En el primero: crítica del sujeto que mira y del objeto mirado; en el se-gundo, crítica del lenguaje y de lo que habla en el lenguaje: los mitos y los ritos del hombre. En ambos la crítica se vuelve creación, como quería Mallarmé; una creación que consiste en el renversement de la modernidad con sus propias armas: la crítica, la ironía. La modernidad más moderna, la industria, es la más antigua: la otra cara del mito erótico. Fin del tiempo lineal o, más exactamente, presentación del tiempo lineal como una de las manifestaciones del tiempo. Las dos obras más extremas y «moder-nas» de la tradición moderna son también su límite, su fin: con ellas y en ellas la mo-dernidad, al realizarse, se acaba.

Amor/humor y magia/política son formas que adopta la oposición central: arte/vida. Desde Novalis hasta los surrealistas, los poetas modernos se han enfrentado a esta oposición, sin lograr ni resolver ni disolverla. La dualidad asume otras formas: antagonismo entre lo absoluto y lo relativo o entre la palabra y la historia. Góngora, desengañado de la historia, cambia a la poesía porque no puede cambiar la vida; Rim-baud quiere cambiar a la poesía para cambiar la vida. Casi siempre se olvida que el poema que consuma la revolución estética de Góngora, Soledades, contiene una dia-triba contra el comercio, la industria y, sobre todo, contra la gran hazaña histórica de España: el descubrimiento y la conquista de América. La poesía de Rimbaud, por el contrario, tiende a desembocar en el acto. La alquimia del verbo es un método poéti-co para cambiar a la naturaleza humana; la palabra poética se adelanta al aconteci-miento histórico porque es productora o, como él dice, «multiplicadora de futuro»1; la poesía no sólo provoca nuevos estados psíquicos (como las religiones y las drogas) y libera a los pueblos (como las revoluciones) sino que también tiene por misión in-ventar un nuevo erotismo y cambiar las relaciones pasionales entre los hombres y las mujeres. Rimbaud proclama que hay que «reinventar el amor», tentativa que hace pensar en Fourier. La poesía es el puente entre el pensamiento utópico y la realidad,

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el momento de encarnación de la idea. La poesía es la verdadera revolución, la que acabará con la discordia entre historia e idea. Pero la última palabra de Rimbaud es un extraño testamento: Una temporada en el infierno. Después, silencio.

En el otro extremo, pero empeñado en la misma aventura y como otro ejemplo de la común tentativa, Mallarmé busca ese momento de convergencia de todos los momentos en el que pueda desplegarse un acto puro: el poema. Ese acto, esos «dados lanzados en circunstancias eternas», es una realidad contradictoria porque, siendo un acto, es también un no—acto. Y el lugar en que se despliega el acto—poema es un no—lugar: unas circunstancias eternas, es decir, no—circunstancias. Lo relativo y lo ab-soluto se funden sin desaparecer. El momento, el poema es la disolución de todos los momentos; no obstante, el momento eterno del poema es este momento: un tiempo único, irrepetible, histórico. El poema no es un acto puro, es una contingencia, una violación del absoluto. La reaparición de la contingencia, a su vez, es sólo un mo-mento de la rotación de los dados, ya confundidos con el rodar de los mundos: el ab-soluto absorbe al azar, la singularidad de este momento se disuelve en una infinita «cuenta total en formación». Violación del universo, el poema es asimismo el doble del universo; doble del universo, el poema es la excepción38.

El revés del dibujo

La oposición arte/vida, en cualquiera de sus manifestaciones, es insoluble. No hay otra solución que el remedio heroico—burlesco de Duchamp y Joyce. La solu-ción es la no—solución: la literatura es la exaltación del lenguaje hasta su anulación, la pintura es la crítica del objeto pintado y del ojo que lo mira. La metaironía libera a las cosas de su carga de tiempo y a los signos de sus significados; es un poner en cir-culación a los opuestos, una animación universal en la que cada cosa vuelve a ser su contrario. No un nihilismo, sino una desorientación: el lado de acá se confunde con el lado de allá. El juego de los opuestos disuelve, sin resolverla, la oposición entre ver y desear, erotismo y contemplación, arte y vida. En el fondo, es la respuesta de Mallar-mé: el instante del poema es la intersección entre lo absoluto y lo relativo. Respuesta instantánea y que sin cesar se deshace: la oposición reaparece continuamente, ya co-mo negación de lo absoluto por la contingencia, ya como disolución de la contingen-cia en un absoluto que, a su turno, se dispersa. La no—solución que es una solución, por la misma lógica de la metaironía, no es una solución.

La vanguardia rompe con la tradición inmediata —simbolismo y naturalismo en literatura, impresionismo en pintura— y esa ruptura es una continuación de la tradi-ción iniciada por el romanticismo. Una tradición en la que también el simbolismo, el naturalismo y el impresionismo habían sido momentos de ruptura y de continuación. Pero hay algo que distingue a los movimientos de vanguardia de los anteriores: la

38 Un CoHp de des se publicó por primera vez en 1897.

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violencia de las actitudes y los programas, el radicalismo de las obras. La vanguardia es una exasperación y una exageración de las tendencias que la precedieron. La vio-lencia y el extremismo enfrentan rápidamente al artista con los límites de su arte o de su talento: Picasso y Braque exploran y agotan en unos cuantos años las posibilidades del cubismo; en otros pocos años Pound está de regreso del imagismo; Chirico pasa de la «pintura metafísica» al clisé académico con la misma celeridad con que García Lorca va de la poesía tradicional al neobarroquismo gongorista y de éste al surrealis-mo. Aunque la vanguardia abre nuevos caminos, los artistas y poetas los recorren con tal prisa, que no tardan en llegar al fin y tropezar con un muro. No queda más recurso que una nueva transgresión: perforar el muro, saltar el abismo. A cada transgresión sucede un nuevo obstáculo y a cada obstáculo otro salto. Siempre entre la espada y la pared, la vanguardia es una intensificación de la estética del cambio inaugurada por el romanticismo. Aceleración y multiplicación: los cambios estéticos dejan de coincidir con el paso de las generaciones y ocurren dentro de la vida de un artista. Picasso es ejemplar precisamente por ser el caso más extremo: la vertiginosa y contradictoria su-cesión de rupturas y hallazgos que es su obra no niega, sino que confirma la dirección general de la época. Si no es seguro que la historia de la poesía y el arte del siglo XX sea más rica en grandes obras que la del XIX, sí es indudable que ha sido más variada y accidentada. Al final de estas reflexiones se verá cómo la aceleración del cambio y la proliferación de escuelas y tendencias ha provocado dos consecuencias inespera-das: una pone en entredicho a la tradición misma del cambio y la ruptura, la otra a la idea de «obra de arte».

Intensidad y extensión: a la aceleración de los cambios corresponde el ensanche del espacio literario. A partir de la segunda mitad del siglo XIX comienzan a aparecer fuera del ámbito estrictamente europeo varias grandes literaturas. Primero, la nortea-mericana; después las eslavas, particularmente la rusa; ahora las de América Latina, la escrita en español tanto como la brasileña. Chateaubriand descubre en el indio gue-rrero y filósofo de América al otro; Baudelaire descubre en Poe a su semejante. Poe es el primer mito literario de los europeos, quiero decir, es el primer escritor ameri-cano convertido en mito. Sólo que no es realmente un mito americano. Para Baudelai-re, inventor del mito, Poe es un poeta europeo extraviado en la barbarie democrática e industrial de los Estados Unidos. Más que una invención, Poe es una traducción de Baudelaire; mientras traduce sus cuentos, se traduce a sí mismo: Poe es Baudelaire y la democracia yanqui es el mundo moderno. Un mundo en donde «el progreso se mi-de, no por la utilización del alumbrado de gas en las calles, sino por la desaparición de las señas del pecado original»39. (Curiosa opinión que niega por anticipado la idea de Max Weber: el capitalismo no es el hijo de la ética protestante, sino un anticristia-nismo, una tentativa por borrar la mancha original.) La visión de Baudelaire será la

39 «Mon caeur mis á nu», 1862—1864.

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de Mallarmé y sus descendientes: Poe es el mito del hermano perdido, no en un país extraño y hostil, sino en la historia moderna. Para todos estos poetas los Estados Uni-dos no son un país: son el futuro.

El segundo mito fue el de Whitman. Distintos espejismos: el culto por Poe era el de las semejanzas; la pasión por Whitman fue un doble descubrimiento: era el poeta de otro continente y su poesía era otro continente. Whitman exalta a la democracia, el progreso y el futuro. En apariencia, su poesía se inscribe en una tradición contraria a la de la poesía moderna: ¿cómo pudo entonces seducir a los poetas modernos? En la poesía de Hugo hay un elemento nocturno y visionario que, a veces, la redime de su elocuencia y su fácil optimismo. ¿Y en la de Whitman? Poeta del espacio, se ha di-cho; habría que agregar: poeta del espacio en movimiento. Espacios nómadas, inmi-nencia del futuro: utopía y americanismo. También y sobre todo: el lenguaje, la reali-dad física de las palabras, las imágenes, los ritmos. Su lenguaje es un cuerpo, una to-dopoderosa presencia plural. Sin el cuerpo, su poesía se quedaría en oratoria, sermón, editorial de periódico, proclama. Poesía llena de ideas y pseudoideas, lugares comu-nes y auténticas revelaciones, enorme masa gaseosa que de pronto encarna en un cuerpo—lenguaje que podemos ver, oler, tocar y, sobre todo, oír. El futuro desapare-ce: queda el presente, la presencia del cuerpo. La influencia de Whitman ha sido in-mensa y se ha ejercido en todas las direcciones y sobre temperamentos opuestos: Claudel en un extremo y en el otro García Lorca. Su sombra cubre el continente euro-peo, de la Lisboa de Pessoa al Moscú de los futuristas rusos. Whitman es el abuelo de la vanguardia europea y latinoamericana. Entre nosotros su aparición es temprana: José Martí lo presentó al público hispanoamericano en un artículo de 1887. En segui-da Rubén Darío sintió la tentación de emularlo —tentación fatal. Desde entonces no ha cesado de exaltar a muchos de nuestros poetas: emulación, admiración, entusias-mo, garrulería.

Las primeras manifestaciones de la vanguardia fueron cosmopolitas y políglotas: Marinetti escribe sus manifiestos en francés y polemiza en Moscú y San Petersburgo con los cubofuturistas rusos; Jébnikov y sus amigos inventan al zaumy el lenguaje transracional; Duchamp exhibe en Nueva York y juega al ajedrez en Buenos Aires; Picabia trabaja y escandaliza a todos en Nueva York, Barcelona y París; Arthur Cra-van se rehusa a batirse en duelo con Apollinaire en París, pero boxea en Madrid con el campeón negro Jack Johnson y, en plena revolución, se interna en México para desaparecer, como Quetzalcóatl, en una barca en las aguas del Golfo; los primeros poemas de Cendrars son reportajes de las Pascuas en Nueva York y de un viaje inter-minable por el Transiberiano; Diego Rivera encuentra a Ilya Ehrenburg en Montpar-nasse y reaparece pocos años después en las páginas de Julio Jurenito; Vicente Hui-dobro llega a París desde Chile, colabora con los poetas que en aquellos días se lla-maban cubistas y funda con Pierre Reverdy la revista NordSnd. La explosión Dada

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acentúa el babelismo: el franco—alsaciano Arp, los alemanes Ball y Huelsenbeck, el rumano Tzara, el franco—cubano Picabia. Bilingüismo: Arp escribe en alemán y en francés, Ungaretti en italiano y en francés, Huidobro en español y en francés. La pre-dilección por el francés revela el papel central de la vanguardia francesa en la evolu-ción de la poesía moderna. Menciono este hecho universalmente conocido porque muchos críticos norteamericanos e ingleses tienden a ignorarlo. Los críticos y, a ve-ces, los mismos poetas; en una entrevista de 1961, Pound hizo esta extravagante afir-mación: If París had been as interesting as Italy in 1924, I would have stayed in Pa-rís40.

El movimiento de vanguardia comienza en lengua inglesa un poco más tarde que en el continente y que en América Latina. Los primeros libros de Pound y Eliot están todavía impregnados de Laforgue, Corbiére y aun de Gautier. Mientras que los poetas de lengua inglesa se demoran en el imagismo, tímida reacción antisimbolista, Apoili-naire publica Alcools, y Max Jacob transforma el poema en prosa. El gran período creador de la vanguardia angloamericana se inicia con la edición definitiva de los pri-meros Cantos (1924), The Waste Lana (1922) y un pequeño, magnético y poco cono-cido libro de William Carlos Williams: Kora in Hell, Improvisations (1920). Estos li-bros coinciden con el comienzo del segundo momento de la vanguardia europea: el surrealismo. Dos versiones opuestas del movimiento moderno, una en rojo y la otra en blanco.

Estas breves notas no han tenido otro objeto que mostrar, primero, el carácter cosmopolita de la vanguardia y, segundo, que la poesía de lengua inglesa es parte de una corriente general. Las fechas indican que no es verosímil, como afirman algunos críticos, que Eiiot y Pound conociesen sólo la tradición simbolista y que hayan pasa-do de largo ante Apoilinaire, Reverdy, Dada, el surrealismo. Harry Levin ha mostra-do la influencia de Apoilinaire en cummings, quien además fue amigo y traductor de Aragón; la relación entre Kora in Hell y el poema en prosa tal como lo practicaban en esos días los surrealistas es clara y directa; Wallace Stevens conocía de manera admi-rable la poesía francesa contemporánea —pero nos gustaría saber algo más de los años en que comienza el gran cambio. El París que conocieron Pound y Eliot fue el París cosmopolita del primer tercio de siglo, teatro de sucesivas revoluciones artísti-cas y literarias. Se ha repetido hasta la saciedad el tema de la influencia de Laforgue en Eliot; en cambio, nadie ha explorado el de las semejanzas entre el collage poético de Pound y Eliot y la estructura «simultaneísta» de Zone, Le Musicien de Saint—Me-rry y otros poemas de Apollinaire. No pretendo negar la originalidad de los poetas norteamericanos, sino señalar que el movimiento poético de lengua inglesa sólo es plenamente inteligible dentro del contexto de ia poesía de Occidente. Lo mismo ocu-

40 Cf. Hugh Kcnner, Tfe Pound Era, Berkeley, University of California Press, 1971. La entrevista, con D. C. Bridson, apareció en el número 17 de Netv Directions, 1961.

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rre con las otras tendencias: sin Dada, nacido en Zurich y traducido por Tzara al fran-cés, el surrealismo sería inexplicable. Sin Dada y sin el romanticismo alemán. A su vez, el ultraísmo español y el argentino son inexplicables sin Huidobro, que, por su parte, es inexplicable sin Reverdy.

Los ejemplos que he dado no se proponen ilustrar una idea lineal de la historia literaria, sino subrayar su complejidad y su carácter transnacional. Una literatura es una lengua, pero no aislada, sino en perpetua relación con otras lenguas, con otras li-teraturas. Eliot encuentra que la unión de experiencias contradictorias o dispares es un rasgo característico de los poetas «metafísicos» ingleses. Un rasgo característico no es un rasgo exclusivo: la unión de los contrarios —paradoja, metáfora— aparece en toda la poesía europea de esa época. La consecuente disociación de la sensibilidad y la imaginación —ingenio neoclásico y elocuencia miltoniana y romántica— tam-bién es un fenómeno general europeo. Por eso Eliot dice que «Jules Laforgue, y Tris-tan Corbiére en muchos de sus poemas, están mis cerca de la "escuela de Donne" que cualquier poeta inglés moderno»41. Quizás habría dicho lo mismo de López Velárde, si hubiese podido leerlo. La literatura de Occidente es un tejido de relaciones. Ese te-jido está hecho de las figuras que dibujan, al enlazarse y desenlazarse, los movimien-tos, las personalidades— y el azar. En lo que sigue procuraré mostrar cómo las ten-dencias poéticas de la primera mitad del siglo repiten, aunque en sentido contrarío, al-gunas de las figuras que el romanticismo había dibujado un siglo antes. La imagen es la misma —invertida. La relación de oposición entre las lenguas germánicas y roman-ces reaparece en el siglo XX y tiende a cristalizar en dos extremos: la poesía de len-gua inglesa y la poesía francesa. Me referiré también a la poesía de lengua española, no sólo por ser la mía sino porque el período moderno, lo mismo en España que en América, es uno de los más ricos de nuestra historia. Me doy cuenta de que dejo de lado grandes movimientos y figuras —el futurismo italiano y el ruso, el expresionis-mo alemán, Rilke, Benn, Pessoa, Ungaretti, Móntale, los griegos, los brasileños, los polacos... Cierto, la visión de un poeta alemán o italiano sería distinta. Mi punto de vista es parcial: el de un poeta hispanoamericano.

La expresión «poesía moderna» se usa generalmente en dos sentidos, uno res-tringido y otro amplio. En el primero, alude al período que se inicia con el simbolis-mo y que culmina en la vanguardia. La mayoría de los críticos piensan que este perío-do comienza con Charles Baudelaire. Algunos añaden otros nombres, como el de Edgar Alian Poe o el de Nerval de Les Chiméres. En el sentido amplio, tal como se ha usado en este libro, la poesía moderna nace con los primeros románticos y sus pre-decesores inmediatos de finales del siglo XVIII, atraviesa el siglo XIX y, a través de sucesivas mutaciones que son asimismo reiteraciones, llega hasta el siglo XX. Se tra-ta de un movimiento que comprende a todos los países de Occidente, del mundo esla-

41 «The Metaphisical Poets» [1911], en Selccted E$$ays> Nueva York, Harcourt, Brace, 1932.

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vo al hispanoamericano, pero que en cada uno de sus momentos se concentra y mani-fiesta en dos o tres puntos de irradiación. El período del simbolismo, sin que esto sig-nifique que no haya habido grandes poetas simbolistas en otras lenguas (apenas si de-bo recordar al simbolismo ruso, al alemán o al hispanoamericano), fue esencialmente francés. Va de Baudelaire a Mal I armé, Verlaine, Rimbaud y Laforgue, y de éstos a Claudel y Valéry. La poesía de vanguardia es, simultáneamente, una reacción contra el simbolismo y su continuación. La obra del poeta típico de ese momento, Guillaume Apollinaire, ostenta rasgos vanguardistas y simbolistas. El lugar de nacimiento de la poesía de vanguardia explica su genealogía literaria: Francia. En su origen, la van-guardia fue la metáfora contradictoria del simbolismo francés.

Al lado de esta relación, debe señalarse otra, ya no polémica sino de convergen-cia y aun filialidad, con la pintura de esos años, especialmente con la cubista. Esta re-lación no fue literaria ni verbal sino conceptual; más que un lenguaje, los poetas reco-gieron de la experiencia cubista una estética. Si la vanguardia comenzó hablando en francés, fue un francés cosmopolita, con acento español, polaco, italiano, ruso, ale-mán, rumano. Un lenguaje que, si venía de Rimbaud, Mallarmé y Jarry, se conforma-ba, deformaba y reformaba al enfrentarse a la nueva estética de pintores y escultores. El nuevo lenguaje tuvo muchos nombres. El más conveniente, por ser el más descrip-tivo, es el de simultaneísmo. Fue una poética originada en el cubismo y en el futuris-mo. Una de las ideas centrales del cubismo era la presentación simultánea de las di-versas partes de un objeto —las anteriores y las posteriores, las visibles y las escondi-das— y mostrar las relaciones entre ellas. El cubismo concibió al cuadro como una superficie donde, regidos por fuerzas de atracción y repulsión, oposiciones comple-mentarias, se despliegan los distintos elementos externos e internos que componen un objeto. El cuadro se convirtió, para emplear la expresión consagrada, en un «sistema de relaciones plásticas». Jakobson ha subrayado que la influencia de la pintura cubis-ta fue tanto o más profunda que la de la física atómica en la orientación del pensa-miento de los primeros estructuralistas en lingüística. Apenas si vale la pena recordar otra analogía, destacada muchas veces, entre el «simultaneísmo» y el montaje cine-matográfico, sobre todo tal como fue practicado y expuesto por Serguei Eisenstein.

Los futuristas, como es sabido, añadieron a esta estética intelectualista dos ele-mentos: la sensación y el movimiento. También el nombre: simultaneísmo. Fueron los primeros en usar la palabra y el concepto. La introducción de la sensación y del movimiento produjo consecuencias insospechadas. La sensación es movimiento y, desde Aristóteles, el movimiento es inseparable del tiempo. Tal vez por esto los filó-sofos de la Antigüedad, al tratar de entender la paradoja de la eternidad, que es tiem-po inmóvil, se sirvieron del movimiento circular de los astros, un movimiento que volvía perpetuamente a su punto de partida. El simultaneísmo poético del siglo XX tuvo que enfrentarse a una dificultad semejante: la representación simultánea de la

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sucesión. Los futuristas italianos, al proclamar una estética de la sensación, abrieron la puerta a la temporalidad. Por la puerta de la sensación entró el tiempo; sólo que fue un tiempo disperso y no sucesivo: el instante. La sensación es instantánea. Así, el fu-turismo se condenó, por su estética misma, no a las construcciones del porvenir sino a las destrucciones del instante. La traducción de la pintura de la sensación y del movi-miento al lenguaje de la poesía, fue aún más desconcertante y contraproducente. El poema simultaneísta —más exacto sería decir: instantaneísta— no era sino una yuxta-posición de interjecciones, exclamaciones y onomatopeyas. El poema futurista no se encaminaba hacia el futuro sino que se precipitaba por el agujero del instante o se in-movilizaba en una serie inconexa de instantes fijos. Eliminación del tiempo como su-cesión y como cambio: la estética futurista del movimiento se resolvió en la abolición del movimiento. Los agentes de la petrificación fueron la sensación y el instante.

No sé si Apollinaire se dio cuenta de las consecuencias negativas de una doctri-na que destruía en sus obras aquello mismo que exaltaba en su teoría: el movimiento. Pero es indudable que sí fue sensible a la pobreza poética de los poemas futuristas. El manifiesto que publicó en su favor, la Antitradición futurista (1913), fue un acto de oportunismo literario. Otra tentativa por allanar el obstáculo que se opone a todo si-multaneísmo verbal fue la del poeta francés Henri—Martin Barzun. Ese obstáculo es doble: ¿cómo dar una representación simultánea del movimiento, que es por naturale-za un proceso, un sucesión, y particularmente del movimiento parase: el tiempo?; ¿cómo organizar la materia verbal, que es por esencia temporal y sucesiva, en una disposición espacial y simultánea? La solución de Henri—Martin Barzun —fundador de un grupo «simultaneísta» del que fue miembro Apollinaire por una corta tempora-da— fue aún más simple que la de los futuristas: convertir al poema en una suerte de drama musical. El modelo de la poesía futurista fueron los ruidos de la ciudad moder-na: el bruitism; el de Barzun fue la ópera. El primer nombre que escogió Barzun para su escuela poética fue dramatismo Poemas no para ser leídos sino para ser oídos. La limitación del método era obvia: cada actor tenía que decir su parte al mismo tiempo que los otros decían las suyas.

La limitación era en verdad una imposibilidad: el poema era inaudible. Apolli-naire abandonó pronto las ideas y la compañía de Barzun.

El remedio contra la sensación y su dispersión instantánea es la reflexión. Entre una sensación y otra, entre un instante y otro, la reflexión interpone una distancia que es también un puente: una medida. Esa distancia se llama ritmo; también se llama símbolo e idea. El poema de Mallarmé o de Valéry es un símbolo de símbolos; un cuadro cubista es la idea de un objeto expuesta como un sistema de relaciones. En el poema simbolista y en el cuadro cubista lo visible revela lo invisible pero la revela-ción se logra por métodos opuestos: en el poema, el símbolo evoca sin mencionar; en el cuadro, las formas y colores presentan sin representar. El simbolismo fue transpo-

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sición (Mallarmé); el cubismo fue presentación. En la obra de Apollinaire se consuma el tránsito de la transposición a la presentación. El poeta quizá no hubiera podido dar este paso decisivo sin la influencia del pintor Robert Delaunay y su orfismo42. Deriva-da del cubismo, esta tendencia fue una de las formas en que se manifestó el simulta-neísmo en pintura. En el orfismo había, además, como su nombre lo indica, ciertos elementos simbolistas —la idea de la correspondencia universal— y afinidades indu-dables con el hermetismo del abstraccionismo, tal como lo concebía Kandinsky (Lo espiritual en el arte).

La amistad entre Apollinaire y Delaunay produjo poemas admirables como Les Penetres. No obstante, el orfismo pictórico no ofrecía una solución al problema del movimiento en la poesía. Se pueden presentar, al mismo tiempo y sobre una misma superficie, distintos colores y formas que los ojos perciben simultáneamente. En cam-bio, al hablar y escribir emitimos las palabras unas detrás de otras, en hilera; no sólo no podemos oír varias frases al mismo tiempo sino que tampoco, si las leemos, pode-mos entenderlas. Apollinaire descubrió la solución en la poesía de Blaise Cendrars. Hay dos poemas de Cendrars que impresionaron a Apollinaire y que son el origen de algunas de sus grandes composiciones de esos años: Paques a New York (1912) y Prose du Transsibérien et la petite Jeanne de France (1913) En ambos, más que del si-multaneísmo, en el sentido del cubismo pictórico, Cendrars se sirve de un método de composición que no es otro que el del relato. Un relato entrecortado, con idas y veni-das, anticipaciones, irrupciones, digresiones y enlaces imprevistos. Los poemas de Cendrars están más cerca del cine que de la pintura, más del montaje que del collage. Pero Cendrars no hubiera podido utilizar esta técnica cinematográfica si no se hubie-se servido del lenguaje hablado como instrumento de convocación de rimas, imáge-nes, episodios, sucedidos y sensaciones. Cendrars no canta: cuenta. El habla de todos los días, el lenguaje cotidiano que fluye y transcurre y no el instante y sus onomato-peyas e interjecciones, fue el canal por el que penetró en la poesía de nuestro siglo el tiempo real, el tiempo simultáneo y discontinuo. Y penetró precisamente ahí donde la tradición poética, desde el siglo "XVIII, ha confundido la elocuencia con la poesía y se ha mostrado refractaria a la seducción del habla coloquial: Francia.

El simultaneísmo de Apollinaire no fue un simultaneísmo al pie de la letra. No podía serlo. Fue un compromiso, como el de Cendrars. El poema siguió siendo una estructura verbal, lineal y sucesiva pero que tendía a dar la sensación —o la ilusión— de la simultaneidad. Apollinaire, más enteramente dueño de sus recursos expresivos que Cendrars, comprendió inmediatamente que la supresión de los nexos sintácticos era, en poesía, un acto de consecuencias semejantes a la abolición de la perspectiva en la pintura. La yuxtaposición fue su método de composición. Pero yuxtaposición es una palabra que no describe realmente el procedimiento de Apollinaire en sus gran-

42 Cf. Roger Shattuck, The Banquee Yean, Vintagc Books, 1955.

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des poemas. En cada una de estas composiciones hay un centro secreto, un eje de atracción y repulsión, en torno al cual giran las estrofas y las imágenes. En Le Musi-cien de Saint—Merry, por ejemplo, ese eje es una figura mítica que es asimismo au-tobiográfica: el músico es Orfeo y es el diablo de una leyenda renacentista, es un au-tómata que recuerda a los que pintaba Chineo por esos años y es Apollinaire mismo. La yuxtaposición se ordena, a la manera en que se ordenan los planetas alrededor de un sol, en torno a ese personaje plural y uno. Es el centro del poema, un centro en movimiento: el músico recorre las calles de un viejo barrio de París y su música con-voca distintos tiempos y espacios, mujeres vivas y muertas, tenderos, guardias repu-blicanas y fantasmas. Es un centro magnético. En Zone, un poema más abiertamente autobiográfico que Le Musicien de Saint—Merry, el procedimiento es el mismo: el poeta camina por las calles de París y, como sí fuese un doloroso y viviente imán, atrae otros tiempos y otros lugares. Todo confluye y se presenta, se hace presente, en un pedazo de tiempo inmóvil que es asimismo un pedazo de espacio en movimiento. Éste es uno de los aspectos del arte de Apollinaire que la crítica no ha explorado pero que todos sus lectores hemos sentido con gran intensidad. El presente de Zone, Le Musicien de Saint—Merry, Cortége y otros poemas, confluencia de todos los tiem-pos, se inmoviliza y adquiere la fijeza del espacio, mientras que el espacio fluye, se bifurca, vuelve a reunirse consigo mismo y se pierde. El espacio adquiere las propie-dades del tiempo.

El universo poético de ApoUinaire está habitado por dos hermanas enemigas, la simpatía y la antipatía, en el sentido que daban los antiguos estoicos a estas dos pala-bras. Conjunción y dispersión y otra vez conjunción de tiempos y espacios: encuen-tros, separaciones, amores, muertes, odios: destinos. El simultaneísmo de ApoUinaire es una variante de la vieja teoría de las correspondencias, una forma de la analogía, en la que se inserta con naturalidad la idea del destino. En ApoUinaire está viva aún la religión de las estrellas. Su caso es un ejemplo más de la vitalidad de la corriente hermética que secretamente ha alimentado a la poesía de Occidente desde el Renaci-miento. El simultaneísmo de Apollinaire también colinda con la ironía. En el poema Lundi rué Christine, el simultaneísmo se vuelve conjunción o, más exactamente, con-fusión de lenguas. El poema es una minúscula caja de ecos donde resuenan trozos de conversaciones oídas en un restaurante. Crítica de los hombres y del lenguaje: lo que decimos y lo que oímos a todas horas son palabras sin sentido.

La poética simultaneísta —aunque no con este nombre— alcanzó su mayor pu-reza en la obra y la persona de Pierre Reverdy. La misión de Reverdy en el dominio de la poesía fue semejante a la de Juan Gris en el de la pintura. Ambos representan el rigor: con ellos y en ellos la vanguardia se vuelve sobre sí misma, reflexiona y, sin cesar de ser una aventura, se vuelve una conciencia. Las ideas de Reverdy se parecen mucho a las que por los mismos años expresaba Gris y no han faltado quienes señalen

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la influencia del pintor español sobre el poeta francés. Es probable. De todos modos, los textos en prosa que nos ha dejado Reverdy, muchos de ellos escritos con gran posterioridad a la muerte de Gris, lo revelan como un pensador original —y no sólo en materia de estética sino de moral, historia y política. La poesía y la crítica de Re-verdy muestran una comprensión del cubismo mucho más lúcida que la de Apollinai-re. Influido por esa estética severa, Reverdy tiende a convertir cada poema en un ob-jeto. No sólo suprime la anécdota y la música, el cuento y el canto (los grandes recur-sos de Apollinaire) sino que extrema su ascetismo y elimina casi completamente los conectivos y los relativos. El poema se reduce a una serie de bloques verbales sin nexos sintácticos, unidos unos a otros por la ley de atracción de la imagen.

Reverdy elaboró una doctrina de la imagen poética como realidad espiritual au-tónoma que, además de haber influido en André Bretón y los surrealistas, marcó a poetas tan distintos como William Carlos Williams y Vicente Huidobro. El poeta francés concibe a la imagen como el descubrimiento de las relaciones secretas o es-condidas entre los objetos; la imagen será tanto más fuerte y eficaz cuanto más aleja-dos entre sí se encuentren los objetos y más necesarias sean las relaciones entre ellos. La idea de un arte que no sea imitación de la realidad se justifica por el carácter cen-tral que tiene la imagen en la poética de Reverdy; la imagen es la verdadera realidad. La imagen ocupa, dentro de la economía verbal del poema, el antiguo lugar que ha-bían tenido el ritmo y la analogía. O más exactamente: la imagen es la esencia de la analogía y del ritmo, la forma más perfecta y sintética de la correspondencia univer-sal. En el sistema solar que es cada poema, la imagen es el sol. Reverdy abrió así la vía al surrealismo y preparó, sin saberlo, la destrucción de su propia poética.

El simbolismo había mostrado escasa simpatía por la anécdota y por los temas históricos. Reverdy fue aún más riguroso y, al cerrar la puerta que habían entreabierto Claudel y Valéry Larbaud por un lado, y por el otro Cendrars y Apollinaire, expulsó definitivamente a la anécdota y a la biografía de la poesía francesa. La expulsión de la biografía se completó con 1a de la historia, condenada a perpetuo destierro. Las cortas composiciones de Reverdy, a la manera de los cuadros cubistas, son ventanas, pero ventanas que se abren no hacia fuera sino hacia adentro. El poema es un espacio cerrado en el que no ocurre nada, no pasa nada, ni siquiera el tiempo. Un poema de Reverdy es un hecho del espíritu: todo lo que es el hombre —sensaciones, sentimien-tos, otros hombres y mujeres— ha sido filtrado por la poesía. Lo que queda en el poe-ma son las esencias. Los futuristas habían visto al objeto como sensación; Reverdy convierte a las sensaciones y a los sentimientos mismos en objetos. Inmoviliza al ins-tante —y así salva al tiempo. En sus mejores poemas el tiempo está vivo. Pero es un tiempo enjaulado, un tiempo que no transcurre. Reverdy purificó al simultaneísmo y al purificarlo lo esterilizó. Desde 1916 hasta su muerte, su poesía apenas si cambió.

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Escribió mucho y durante muchos años pero siempre el mismo poema. Reverdy es uno de los poetas más intensos de este siglo; también es uno de los más monótonos.

Aun antes de que los felices hallazgos iniciales se convirtiesen en las repeticio-nes de una fórmula, la poética de Reverdy fue desalojada, primero por Dada y des-pués, definitivamente, por el surrealismo. Para Reverdy, el poema era una construc-ción del espíritu, dueña de vida propia y desprendida de la realidad de su origen y de sus circunstancias; para Dada y, más acusadamente, para los surrealistas, lo que con-taba no era tanto el poema como la poesía. Para ellos la poesía no era una construc-ción sino una experiencia, no algo que hacemos sino algo que alternativamente nos hace y nos deshace, algo que nos pasa; una pasión. El fin último de la poesía, para Reverdy, era la contemplación de un objeto verbal, el poema, en el cual nos recono-cemos. La poesía como reconocimiento. Para los surrealistas, la poesía no era con-templación sino un medio de transformación del mundo y de los hombres: no un re-conocimiento sino una metamorfosis. El principio que rige a la producción de poemas también fue distinto: al simultaneísmo, los surrealistas opusieron el dictado del in-consciente. La resurrección de la inspiración destruyó las bases intelectualistas de la poética derivada del cubismo y el orfismo. El dictado del inconsciente sustituyó a la presentación simultánea de distintas realidades y, en consecuencia, arruinó la concep-ción del cuadro y del poema como sistemas de relaciones hechas de equivalencias y de oposiciones. Como el dictado de la inspiración es lineal y sucesivo, el surrealismo reinstaló el orden lineal. No importa que, por su contenido, el texto surrealista sea una subversión de la razón, la moral, o la lógica de todos los días: el orden en que se ma-nifiesta ese delirio es el viejo orden sintáctico. Desde este punto de vista, el surrealis-mo fue más bien un retroceso.

El simultaneísmo desapareció de Francia pero fue adoptado por los poetas nor-teamericanos, especialmente por Pound. La poesía norteamericana, confirmando una vez más el carácter simétrico y contradictorio de la evolución de la poesía moderna en inglés y en francés, utilizó el simultaneísmo en sentido contrario al de los poetas franceses: no para expulsar a la historia de la poesía sino como el eje de la reconcilia-ción entre historia y poesía. Los grandes poemas de Pound y de Eliot están construi-dos conforme a la técnica simultaneísta. Es verdad que durante ese período también se escribieron en Francia poemas extensos, algunos admirables. Pienso en las vastas composiciones de Saint—John Perse. Pero en ellas no triunfa el simultaneísmo sino esa tradición, a ratos inspirada y otras enfática, que va de los poemas en prosa de Rimbaud a Les Cinq grandes odes de Claudel. Al final de esta época André Bretón escribe la Ode a Charles Fourier, en la que se aparta de la poética surrealista y aborda el tema histórico, moral y filosófico. Pero este gran poema tampoco continúa el si-multaneísmo sino que vuelve a la tradición propiamente francesa —el último Hugo,

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Rimbaud, Perse— que colinda, en uno de sus extremos, con la inspiración profética y, en el otro, con la elocuencia.

El introductor del simultaneísmo en lengua inglesa fue Pound. No sólo en su obra propia sino a través de su influencia en la composición de The Waste Landy el primer gran poema simultaneísta en inglés y uno de los poemas centrales de nuestro siglo. Pound habló muchas veces de su poética y del método de composición de los Cantos. Aunque parezca extraño, no mencionó nunca a Apollinaire ni al simultaneís-mo de los años inmediatamente anteriores a la Primera Guerra. En cambio, insistió en el ejemplo de la poesía china y afirmó que el método de los Cantos —supresión de nexos y puentes, yuxtaposición de imágenes— era una consecuencia de su lectura de Ernest Fenollosa y de la interpretación que este sabio orientalista había dado de la es-critura ideográfica y de la utilización de los ideogramas por los poetas de China y de Japón. J. J. Liu ha mostrado de manera inequívoca que las ideas de Pound y de Feno-llosa constituyen a baste misconception43. Según Liu, The majority of tbe Chínese characters are Composite Phonograms (Hsíeh—Sheng) and contain a phonetic ele-ment (the other pan of the composite character, which signifies the meaning, is called the «radical» or «significant»). Moreover, even those characters which were origin-ally formed on a pictographic principie have lost much of their pictorial quality, and in their modern forms hear Hule resemblance to the objeets they are supposed to de-pict.,. The fallacy of Fenollosa and bis followers should now be evident Es verdad que otro crítico y poeta chino, Wailin Yip, afirma que la ausencia de nexos sintácti-cos en la poesía china —su ejemplo predilecto es Wang Wei— justifica hasta cierto punto la interpretación de Fenollosa/Pound. Sin negar que la observación de Yip es razonable, me parece claro y por sí mismo evidente que el método de composición de los Cantos se encuentra ya en el simultaneísmo de Apollinaire. Es imposible que Pound no haya conocido durante los años en que vivió en París los poemas de Cen-drars, Apollinaire y Reverdy. Fue amigo de Picabia y colaboró en varias revistas y publicaciones del movimiento Dada y otros grupos de vanguardia, como Dada, (n° 7, Dadophone, 1920), Littérature (n° 16, octubre 1920), 391 (n° 15,1921), etcétera. Piénsese en un poema como Ltrndi me Christine: basta con cambiar las citas de las frases coloquiales por citas de textos literarios, históricos y filosóficos en varias len-guas y con cambiar el tema —por ejemplo: la caída de Troya superpuesta a la caída de París o de Berlín— para encontrar ya, en embrión, el método de los Cantos.

Repito: no quiero negar la originalidad del poeta norteamericano. El gran descu-brimiento de Pound —adoptado también, gracias a sus consejos, por Eliot en The Waste Land— fue aplicar el simultaneísmo no a los temas más bien restringidos, per-sonales y tradicionales de Apollinaire sino a la historia misma de Occidente. La gran-deza de Pound y, en menor grado, la de Eliot —aunque este último me parezca, final-

43 The Art of Chínese Poetry, Londres, 1962.

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mente, un poeta más perfecto— consiste en la tentativa por reconquistar la tradición de la Divina Comedia, es decir, la tradición central de Occidente. Pound se propuso escribir el gran poema de una civilización, pero —make it newí— utilizando los pro-cedimientos y hallazgos de la poesía más moderna. Reconciliación de tradición y vanguardia: el simultaneísmo y Dante, el Shy—King y Jules Laforgue. En suma, el simultaneísmo tiene dos grandes momentos, el de su iniciación en Francia y el de su mediodía en lengua inglesa. Semejanza y contradicción: el método poético es el mis-mo pero insertado en ideas distintas y antagónicas de la poesía. ¿Y en español? Vi-cente Huidobro recogió esta tendencia en sus primeros poemas «creacionistas», bri-llantes pero vanas adaptaciones de Reverdy y Apollinaire. Después la abandonó: no hay simultaneísmo en su gran poema Altazor. El mexicano José Juan Tablada escri-bió un pequeño y perfecto poema simultaneísta: Nocturno alterno. De nuevo: una go-londrina no hace verano. Hubo que esperar hasta mi generación para que el simulta-neísmo se manifieste en la poesía y también, con gran energía, en la novela.

El romanticismo no sólo fue una reacción contra la estética neoclásica sino contra la tradición grecolatina, tal como la habían formulado el Renacimiento y la edad barroca. El neoclasicismo, después de todo, no fue sino la última y más radical de las manifestaciones de esa tradición. La vuelta a las tradiciones poéticas naciona-les (o la invención de esas tradiciones) fue una negación de la tradición central de Oc-cidente. No en balde las primeras expresiones del romanticismo, al lado de la novela gótica y el medievalismo, fueron el orientalismo de Wathek y la inmensidad america-na de Natchez. Catedrales y abadías góticas, mezquitas, templos hindúes, desiertos y bosques americanos: más que imágenes, signos de negación. Reales o imaginarios, cada edificio y paisaje era una proposición polémica contra la tiranía de Roma y su herencia. En sus ensayos de crítica poética, Blanco White no se detiene en la influen-cia del neoclasicismo francés, sino que va a la raíz: el origen del mal que aqueja a nuestra poesía está en el siglo XVI y se llama Renacimiento italiano. Elocuencia, re-gularidad, petrarquismo: simetría que desnaturaliza, geometría que ahoga a la poesía española y no la deja ser ella misma. Para recobrar su ser, los poetas españoles deben librarse de esa herencia y regresar a su propia tradición. Blanco White no dice cuál es esa tradición salvo que es otra. Una tradición distinta a la que veneraban por igual Garcilaso, Góngora y los poetas neoclásicos. La tradición central de Europa se con-vierte en un extravío, una imposición extraña. Había sido el elemento unificador, el puente entre las lenguas, los espíritus y las naciones: ahora es una imposición ajena. El romanticismo obedece al mismo impulso centrífugo del protestantismo. Si no es un cisma, es una separación, una escisión.

La ruptura de la tradición central de Occidente provocó la aparición de muchas tradiciones; la pluralidad de tradiciones condujo a la aceptación de distintas ideas de belleza; el relativismo estético fue la justificación de la estética del cambio: la tradi-

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ción crítica que, al negarse, se afirma. Dentro de esta tradición, el movimiento poéti-co angloamericano del siglo XX es un gran cambio, una gran negación y una gran no-vedad. La ruptura consiste en que, lejos de ser una negación de la tradición central, es una búsqueda de esa tradición. No una revuelta, sino una restauración. Cambio de rumbo: reunión y no separación. Aunque Eliot y Pound tenían ideas distintas acerca de lo que era realmente esa tradición, su punto de partida fue el mismo: la conciencia de la escisión, el sentirse y el saberse aparte. Doble escisión: la personal y la históri-ca. Van a Europa, no como desterrados, sino en búsqueda del origen; su viaje no es un exilio, sino un regreso a las fuentes. Es un movimiento en dirección opuesta al de Whitman: no la exploración de los espacios desconocidos, el más allá americano, sino la vuelta a Inglaterra. Pero Inglaterra, separada de Europa desde la Reforma, no es mis que un eslabón de la cadena rota. El anglicismo de Eliot fue un europeísmo; Pound, más extremado, saltó de Inglaterra a Francia y de Francia a Italia.

La palabra centro aparece con frecuencia en los escritos de los dos poetas, en ge-neral asociada con la palabra orden. La tradición se identifica con la idea de un centro de convergencia universal, un orden terrestre y celeste. La poesía es la búsqueda y, a veces, la visión de ese orden. Para Eliot la imagen histórica del orden espiritual es la sociedad cristiana medieval. La idea del mundo moderno como la disgregación del orden cristiano de la Edad Media aparece en muchos escritores de ese período, pero en Eliot es más que una idea: un destino y una visión. Algo pensado y vivido —algo dicho: un lenguaje. Si la modernidad es la desintegración del orden cristiano, su des-tino individual de poeta y hombre moderno se inserta precisamente en ese contexto histórico. La historia moderna es caída, separación, disgregación; asimismo es la vía de purgación y reconciliación. El exilio no es exilio: es el regreso al tiempo sin tiem-po. El cristiano asume al tiempo sólo para transmutarlo. La poética de Eliot se trans-forma en una visión religiosa de la historia moderna de Occidente.

En el caso de Pound la idea de la tradición es más confusa y cambiante. Confusa porque no es tanto una idea como una yuxtaposición de imágenes; cambiante porque, como el Grifón que vio Dante en el Purgatorio, sin cesar se transforma sin dejar de ser la misma. En esto consiste, quizá, su profundo americanismo: su búsqueda de la tradición central no es sino una forma más, la extrema, de la tradición de la búsqueda. Su involuntario parecido con Whitman es sorprendente: los dos van más allá de Occi-dente, sólo que uno en busca de una efusión místico—panteísta (India) y el otro tras una sabiduría que armonice el orden del cielo con el de la tierra (China). La fascina-ción de Pound por el sistema de Confucio es semejante a la de los jesuítas en el siglo XVII y, como la de ellos, es una pasión política: los jesuítas pensaban que una China cristiana sería el modelo del mundo; Pound soñó en unos Estados Unidos confucia-nos. La extraordinaria riqueza y complejidad de las referencias, alusiones y ecos de otras épocas y civilizaciones hacen de los Cantos un texto cosmopolita, una verdadera

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babel poética (no hay nada peyorativo en esta designación). No obstante, los Cantos son primero y ante todo un poema norteamericano y escrito para los norteamericanos —lo cual no impide, claro está, que nos fascine a todos. Los distintos episodios, figu-ras y textos que aparecen en el poema son ejemplos que propone el poeta a sus com-patriotas. Todos ellos apuntan hacia un modelo universal o, más exactamente, impe-rial. Pound difiere en esto de Whitman. Uno soñó en una sociedad nacional, aunque grande como un mundo, que realizaría al fin la democracia; el otro en una nación uni-versal, heredera de todas las civilizaciones y los imperios. Pound habla del mundo, pero siempre pensando en su patria, potencia mundial. El nacionalismo de Whitman era un universalismo; el universalismo de Pound es un nacionalismo. Así se explica el culto de Pound por el sistema político y moral de Confucio: vio en el Imperio chino un modelo para los Estados Unidos. De ahí también su admiración por Musso-lini. La aparición de Justiniano en los últimos Cantos corresponde asimismo a esta vi-sión imperial.

El centro del mundo no es el lugar donde se manifiesta la palabra religiosa, co-mo en Eliot; es el foco de energía que mueve a los hombres y los junta en una obra en común. El orden de Pound es jerárquico aunque sus jerarquías no están basadas en el dinero. Su pasión no fue la libertad ni la igualdad, sino la grandeza y la equidad entre los desiguales. Su nostalgia de la sociedad agraria no fue nostalgia por la aldea demo-crática, sino por las viejas sociedades imperiales como China y Bizancio, dos grandes imperios burocráticos. Su error consistió en que su visión de esas civilizaciones igno-ra el peso enorme del Estado aplastando a los labriegos, los artesanos y los comer-ciantes. Su anticapitalismo, como se ve en su célebre Canto contra la Usura, expresa un legítimo horror ante el mundo moderno, pero su condenación del agio es la misma de la Iglesia Católica en el medievo. Se trata de una nueva confusión: el capitalismo no es la usura, no es el atesoramiento del oro excremencial, sino su sublimación y su transformación por el trabajo humano en productos sociales. El atesoramiento del usurero estanca la riqueza, la retira de la circulación, mientras que los productos del capitalismo son a su vez productivos: circulan y se multiplican. Pound ignoró a Adam Smith, Ricardo y Marx —el abecé de la economía y de nuestro mundo.

Su obsesión excremencial está asociada a su odio a la usura y al antisemitismo. La otra cara de esa obsesión es su culto solar. El excremento es demoníaco y terres-tre; su imagen, el oro, se esconde en las tripas de la tierra y en los cofres, tripas sim-bólicas, del usurero. Pero hay otra imagen del excremento que es su transfiguración: el sol. El oro excremencial del usurero se oculta en las profundidades, el sol luce en las alturas para todos. Dos movimientos antitéticos: el excremento regresa a la tierra, el sol se extiende sobre ella. Pound percibió admirablemente la oposición entre estas dos imágenes, pero no vio la conexión, la relación contradictoria que las une. En to-dos los emblemas y visiones imperiales el sol o su homólogo —el ave solar, el águila

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— ocupan el lugar central. El emperador es el sol. En el orden del cielo —el giro de los planetas y las estaciones en torno a un eje luminoso— está la receta para gobernar a la tierra. Orden, ritmo, danza: armonía social, equidad de los de arriba, lealtad de los de abajo. El sueño de Pound es, como el de Fourier, aunque en sentido opuesto, una analogía del sistema solar.

Para Eliot la poesía es la visión del orden divino desde aquí, desde el mundo a la deriva de la historia; para Pound es la percepción instantánea de la fusión del orden natural (divino) con el orden humano. Instantes arquetípicos: la gesta del héroe, el có-digo del legislador, la balanza del emperador, la obra del artista, la aparición de la diosa velada «apenas por una nube / hoja que se mece en la corriente» (Canto 8o). La historia es infierno, purgatorio, cielo, limbo —y la poesía es el cuento, el relato del viaje del hombre por esos mundos de la historia. No sólo el cuento: también la pre-sentación objetiva de los momentos de orden y desorden. La poesía es paideia: esas visiones instantáneas que rasgan, como Diana las nubes, las sombras de la historia, no son ni ideas ni cosas: son luz. Todas las cosas que son, son luces (Canto 74). Pero Pound no es contemplativo: esas luces son actos y nos proponen una acción.

La búsqueda de la tradición central fue una exploración de reconocimiento, en el sentido militar de la palabra: una polémica y un descubrimiento. Polémica: la historia de la poesía inglesa vista como una gradual separación de la tradición central. Chau-cer, dice Pound en el ABC of Reading, participa en la vida intelectual del continente, es un europeo, pero Shakespeare «ya mira hacia Europa desde fuera». Descubrimien-to: encontrar aquellas obras que realmente pertenecen a la tradición central y mostrar los nexos que las unen. La poesía europea es un todo animado y coherente. Pound se pregunta: «¿Quién puede comprender los mejores poemas de Donne si no los pone en relación con Cavalcanti?». A su vez Eliot descubre afinidades entre los «metafísicos» y algunos simbolistas franceses, y entre ambos y los poetas florentinos del siglo XIII. Reconstitución de una tradición que va de los poetas provenzales a Baudelaire: no una asamblea de fantasmas, sino de obras vivas. En el centro: Dante. Es la balanza, la piedra de toque. Eliot lee a Baudelaire desde la perspectiva de Dante y Les Fleurs du mal se convierten en un comentario moderno del Infierno y del Purgatorio. Comeé entre la Odisea y la Comedia, Pound escribe un poema épico que es también un in-fierno, un purgatorio y un paraíso. La Comedia no es un poema épico, sino alegórico: el viaje del poeta por los tres mundos es una alegoría del libro del Éxodo, que a su vez es una alegoría de la historia de la humanidad desde la Caída hasta el Juicio Fi-nal, que no es sino una alegoría del errar del alma humana, al fin redimida por el amor divino. El tema de la Comedia es el del regreso al Creador; el de los Cantos también es el regreso, sólo que ¿adonde? En el curso del viaje el poeta ha olvidado el punto de destino. La materia de los Cantos es épica; la división tripartita es teológica.

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Teología secularizada: política autoritaria. El fascismo de Pound, antes de ser un error moral, fue un error literario, una confusión de géneros.

La recolección de fragmentos no fue un trabajo de anticuarios, sino un rito de expiación y reconciliación. Purgación de los pecados del protestantismo y el romanti-cismo. Los resultados fueron contradictorios. En su expedición de reconquista de la tradición central, Pound fue más allá de Roma —hasta la China del siglo VI antes de Cristo— mientras que Eliot se quedó a medio camino, en la Iglesia angíkana. Pound no descubrió una, sino muchas tradiciones, y las abrazó a todas; al escoger la plurali-dad, escogió la yuxtaposición y el sincretismo. Eliot escogió sólo una tradición, pero su visión no fue menos excéntrica. La excentricidad no fue un error de los dos poetas, sino que estaba en el origen mismo del movimiento y en su naturaleza contradictoria. El modernism angloamericano se concibió a sí mismo como un renacimiento clásico. Precisamente con esta expresión (classical revival) se inicia Romanticism and Classi-cism\ un ensayo de T. E. Hulme, el inspirador de Eliot y el compañero de Pound. El joven poeta y crítico inglés había encontrado en las ideas de Charles Maurras y en su movimiento, Action Frangaise, una estética y una política. Hulme señalaba la cone-xión entre revolución y romanticismo: «la revolución fue la obra del romanticismo» (Rousseau). Una simplificación: la afinidad inicial entre romanticismo y revolución se resolvió, según se ha visto, en oposición. El romanticismo fue un antirracionalis-mo; el terror revolucionario escandalizó a los románticos justamente por su carácter sistemático y sus pretensiones racionales. Kobespierre había cortado las cabezas de la nobleza, decía Heine en su respuesta a Madame de Staél, con la misma lógica con que Kant había decapitado a las ideas de la antigua metafísica. Aunque Hulme criti-caba las ideas estéticas de los románticos alemanes, su actitud y la de su círculo re-cordaba a la de aquéllos: el odio a la revolución se confundía, en unos y otros, con una nostalgia por el mundo cristiano medieval. Es una idea que aparece en todos los románticos alemanes y que Novalis formuló en su ensayo Die Christenheit oder Eu-ropa. La nueva sociedad cristiana que, según Novalis, nacería de las ruinas de la Eu-ropa racionalista y revolucionaria, realizaría al fin la unión prefigurada por el Imperio romano—germánico. El clasicismo de Hulme, Eliot y Pound fue un romanticismo que se ignoraba.

El movimiento de Maurras se reclamaba de la tradición grecorromana y medie-val: clasicismo, racionalismo, monarquía, catolicismo. Apenas si vale la pena recor-dar que esa tradición no es unitaria, sino, desde su origen, dual y contradictoria: Herá-clito/Parménides, monarquía/democracia. Y más: hoy la corriente central es la de la Reforma, el romanticismo y la Revolución, y la marginal es aquella que Eliot y sus amigos querían restaurar. En la historia moderna de Francia, el movimiento de Mau-rras fue el de una facción política. A la marginajidad histórica hay que agregar la he-rejía religiosa: Roma lo condenó. El racionalismo de Maurras no excluía el culto a la

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autoridad, la supresión de la crítica por la violencia y el antisemitismo. Su clasicismo poético era un arcaísmo; y en sus ideas políticas el concepto cardinal era el de nación —una idea romántica. En busca de la tradición central, el modernhm angloamericano siguió a una secta cismática en religión y marginal en estética. ¿Quién lee hoy los poemas de Maurras? Por fortuna el antirromanticismo de Hulme, Eliot y Pound era menos estrecho que el de Maurras. Menos estrecho y menos coherente: inventaron una tradición poética en la que figuraban nombres que los románticos habían visto siempre como suyos. Los más notables: Dante y Shakespeare. Ambos habían sido gritos de combate contra la estética neoclásica y la hegemonía de Racine. La inclu-sión de los poetas «metafísicos» —expresión inglesa de la poesía barroca y del con-ceptismo europeos— tampoco se ajustaba a lo que se entiende generalmente por cla-sicismo. Hulme justificaba con gracia estas violaciones de la ortodoxia clasicista: «Acepto que Racine está en el extremo del clasicismo... pero Shakespeare es el clási-co del movimiento». Agudo pero no convincente. Mientras el modernism angloame-ricano encontraba en Maurras una inspiración, los jóvenes poetas franceses descu-brían a Lautréamont y a Sade. La diferencia no podía ser más grande. En Europa, los movimientos de vanguardia estaban teñidos por una fuerte coloración romántica, des-de los más tímidos como el expresionismo alemán hasta los más exaltados como los futurismos de Italia y Rusia. Dada y el surrealismo fueron, casi no hay que decirlo, ultrarrománticos. El extremado formalismo de algunas de estas tendencias —cubis-mo, constructivismo, abstraccionismo— parece desmentir mi afirmación. No la des-miente: el formalismo del arte moderno es una negación del naturalismo y del huma-nismo de la tradición grecorromana. Sus fuentes históricas están fuera de la tradición clásica de Occidente: el arte negro, el precolombino, el de Oceanía. El formalismo continúa y acentúa la tendencia iniciada por el romanticismo: oponer a la tradición grecorromana otras tradiciones. El formalismo moderno destruye la idea de represen-tación —en el sentido del ilusionismo grecorromano y renacentista— y somete a la figura humana a la estilización de una geometría racional o pasional, cuando no la ex-pulsa del cuadro. Se dirá que el cubismo fue una reacción contra el romanticismo, el impresionismo y de los fattves. Es verdad, pero el cubismo sólo es inteligible dentro del contexto contradictorio de la vanguardia, del mismo modo que Ingres sólo es visi-ble frente a Delacroix. En la historia de la vanguardia el cubismo es el momento de la razón, no el del clasicismo. Una razón suspendida sobre el abismo, entre los fauves y los surrealistas. En cuanto a las geometrías de Kandinsky y Mondrian: están impreg-nadas de ocultismo y hermetismo, así que prolongan la corriente más profunda y per-sistente de la tradición romántica. La vanguardia europea, incluso en sus manifesta-ciones más rigurosas y racionales —cubismo y abstraccionismo— continuó y exacer-bó la tradición romántica. Su romanticismo fue contradictorio; una pasión crítica que sin cesar se niega a sí misma para continuarse.

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Oposiciones que repiten, aunque en sentido opuesto, a las del período románti-co: Pound condena a Góngora precisamente cuando los jóvenes poetas españoles lo proclaman su maestro; para Bretón los mitos de los celtas y la leyenda del Graal son testimonios de la otra tradición —la tradición que niega a Roma y que nunca fue en-teramente cristiana—, mientras que para Eliot esos mismos mitos adquieren sentido espiritual sólo al contacto del cristianismo romano; Pound busca en Provenza una po-ética, los surrealistas ven en la poesía provenzal una erótica doblemente subversiva —frente a la sociedad burguesa por su exaltación del adulterio, frente a la promiscui-dad contemporánea por su celebración del amor único; la vanguardia europea afirma la estética de la excepción, Eliot quiere reintegrar la excepción religiosa —la separa-ción protestante— en el orden cristiano de Roma y Pound pretende insertar la singu-laridad histórica que son los Estados Unidos en un orden universal; Dada y los su-rrealistas destrozan los códigos y lanzan sarcasmos y escupitajos contra los altares y las instituciones, Eliot cree en la Iglesia y la Monarquía, Pound propone a los Estados Unidos la imagen del Jefe—Filósofo—Salvador, un híbrido de Confucio, Malatesta y Mussolini; para la vanguardia europea, la sociedad ideal está fuera de la historia —es el mundo de los primitivos o la ciudad del futuro, el pasado sin fechas o la utopía co-munista y libertaria—, en tanto que los arquetipos que nos ofrecen Eliot y Pound son imperios e iglesias, modelos históricos; Dada niega a las obras del pasado tanto como a las del presente, los poetas angloamericanos se empeñan en la reconstrucción de una tradición; para unos, los surrealistas, el poeta escribe lo que le dicta el incons-ciente, poesía es transcribir la otra voz que habla en cada uno de nosotros cuando aca-llamos la voz de la vigilia, para los angloamericanos la poesía es técnica, dominio, maestría, conciencia, lucidez; Bretón fue trotskista y Eliot monárquico. La lista de las oposiciones es interminable. Hasta en los «errores» políticos y morales la simetría de la oposición reaparece: al fascismo de Pound corresponde el estaiinismo de Aragón, Éluard y Neruda.

Los surrealistas creen en el poder subversivo del deseo y en la función revolu-cionaria del erotismo. El español Cernuda ve en el placer no sólo una explosión cor-poral sino una crítica moral y política de la sociedad cristiana y burguesa: «Abajo es-tatuas anónimas / Preceptos de niebla / Una chispa de aquellos placeres / Brilla en la hora vengativa / Su fulgor puede destruir vuestro mundo»44. La diferente valoración de los sueños y las visiones no es menos notable y reveladora que la del erotismo. Eliot observa que «Dante vivió en una época en la que los hombres todavía tenían vi-siones... Ahora nosotros tenemos únicamente sueños y hemos olvidado que ver visio-nes fue antes una manera de soñar más interesante, disciplinada y significativa que la nuestra. Estamos seguros de que nuestros sueños vienen de abajo y tal vez por eso se

44 Los placeres prohibidos, 1931.

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ha deteriorado la calidad de nuestros sueños»45. Los surrealistas exaltan a los sueños y a las visiones, pero, a diferencia de Eliot, no trazan una línea divisoria entre ellos: ambos brotan de abajo, ambos son revelaciones del abismo y del «otro lado» del hombre —el oscuro, el corporal. El cuerpo habla en los sueños.

Todas estas oposiciones pueden concentrarse en una: la vanguardia europea rompe con todas las tradiciones y así continúa la tradición romántica de la ruptura; el movimiento angloamericano rompe con la tradición romántica. A la inversa del su-rrealismo, más que una revolución es una tentativa de restauración. El protestantismo y el romanticismo habían separado al mundo anglosajón de la tradición religiosa y es-tética de Europa: el modernism angloamericano es una vuelta a esa tradición. ¿Una vuelta? Ya señalé su involuntario parecido con el romanticismo alemán. Su negación del romanticismo fue también romántica: la reinterpretación de Dante y los poetas provenzales por Pound y Eliot no fue menos excéntrica que, un siglo antes, la lectura de Calderón por los románticos alemanes. Se invierte la posición de los términos, pe-ro ni los términos ni la relación entre ellos desaparecen. El modernism angloameri-cano es otra versión de la vanguardia europea, como el simbolismo francés y el «mo-dernismo» hispanoamericano habían sido otras versiones del romanticismo. Versio-nes: metáforas: transmutaciones.

La «restauración» de los angloamericanos fue un cambio no menos profundo y radical que la «revolución» de los surrealistas. Esta observación no sólo es aplicable a los Cantos y a The Waste Land —la obra posterior de Eliot pierde en tensión poética lo que gana en claridad contextual y firmeza de convicciones religiosas— sino tam-bién a ia poesía de e. e. cummings, Wallace Stevens, Marianne Moore, William Car-los Wiüiams. Me he referido casi exclusivamente a Pound y Eliot porque hay en ellos una faceta crítica y programática que no aparece en los otros poetas de esta genera-ción. No creo, por lo demás, que esos poetas sean menos importantes que Pound y Eliot. Pero «importante» es una palabra necia: cada poeta es diferente, único, insusti-tuible. La poesía no es mesurable, no es pequeña ni grande —es poesía simplemente. Sin las explosiones verbales de cummings, resultado de su extrema y admirable con-centración poética, sin la densidad transparente del Wallace Stevens de Esthétique du mal y Notes Toward a Sttpreme Fiction, poemas en los que, como en The Prelude, la mirada del poeta (pero ya desengañada y de regreso de los espejismos románticos y vanguardistas) traza un puente entre «el alma y el cielo» —sin los poemas de Willia-ms que, como dijo el mismo Stevens, nos dan «un nuevo conocimiento de la reali-dad»— la poesía angloamericana moderna se empobrecería muchísimo. Y nosotros también.

El cosmopolitismo angloamericano se presentó como un formalismo radical. Precisamente ese formalismo —collages poéticos en Pound y en Eliot, transgresiones

45 «Dante», 1929, en Stíected Essays.

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y combinaciones verbales en cummings y en Stevens— une al modernism de los an-glosajones con la vanguardia europea y latinoamericana. Aunque declaró ser una reacción antirromántica, el formalismo angloamericano no fue sino otra y más extre-mada manifestación de la dualidad que rige a la poesía moderna desde su nacimiento: la analogía y la ironía. El sistema poético de Pound consiste en la presentación de las imágenes como racimos de signos sobre la página. Ideogramas, no fijos, sino en mo-vimiento, a la manera de un paisaje visto desde un barco o, más exactamente, tal co-mo las constelaciones forman distintas figuras a medida que se juntan o separan sobre la hoja del cielo. La palabra constelación evoca inmediatamente la idea de música y la de música con sus múltiples asociaciones, del acorde erótico de los cuerpos al acuerdo político entre los hombres, suscita el nombre de Mallarmé. Estamos en el centro de la analogía.

Pound no es un discípulo de Mallarmé, pero lo mejor de su obra se inscribe en la tradición iniciada por Un Coup de des. Lo mismo en los Cantos que en The Waste Land la analogía está continuamente desgarrada por la crítica, por la conciencia iróni-ca. Mallarmé y también Duchamp: la analogía deja de ser una visión y se convierte en un sistema de permutaciones. Como la dualidad erótico—industrial, mito—irónica de La novia puesta al desnudo por sus solteros, aun..,y todos los personajes de The Waste Land son actuales y míticos. Reversibilidad de los signos y las significaciones: en Duchamp, Artemisa es una pin—up y en Eliot la imagen del ciclo y sus constela-ciones en rotación se transforma en la de un haz de naipes tendídos sobre una mesa por una cartomanciana. La imagen de los naipes nos lleva a la de los dados y ésta de nuevo a la de las constelaciones. En el espejo del cuarto vacío que describe el Soneto en ÜC, Mallarmé ve dibujarse las siete luces de la Osa Mayor como siete notas que «juntan al cielo con este cuarto abandonado del mundo». En Arcane ij (otra vez el Tarot y la magia de las cartas), André Bretón mira desde la ventana de su cuarto ta noche doblemente noche, la terrestre y la de la historia del siglo XX, hasta que poco a poco el cubo negro de la ventana, como el espejo de Mallarmé, se ilumina y una ima-gen se precisa: «siete flores que se transmutan en siete estrellas». La rotación de los signos es una verdadera espiral en cuyas vueltas aparecen, desaparecen y reaparecen, alternativamente enmascaradas y desnudas, las ¿os hermanas —analogía e ironía. Anónimo poema colectivo y del que cada uno de nosotros, más que autor o lector, es una estrofa, un puñado de sílabas.

Hay una curiosa semejanza entre la historia de la poesía moderna en castellano y en inglés: angloamericanos e hispanoamericanos dejan casi en los mismos años su tierra natal; asimilan en Europa las nuevas tendencias, las transforman y las recrean; saltan dos formidables obstáculos (los Pirineos y el Canal de la Mancha); irrumpen en Madrid y Londres; despiertan a los amodorrados poetas ingleses y españoles; los in-novadores (Pound y Huidobro) son acusados de herejías galicistas y cosmopolitas; al

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contacto de las nuevas tendencias dos grandes poetas de la generación anterior (Yeats y Jiménez) se desnudan de sus vestiduras simbolistas y escriben al final de su vida sus mejores poemas; el cosmopolitismo inicial no tarda en producir su negación: el americanismo de Williams y el de Vallejo. Las oscilaciones entre cosmopolitismo y americanismo revelan nuestra doble tentación, nuestro común espejismo: la tierra que dejamos, Europa, y la tierra que buscamos: América.

La semejanza entre la evolución de la literatura angloamericana y la hispanoa-mericana proviene de ser ambas literaturas escritas en lenguas transplantadas Entre nosotros y la tierra americana se abrió un espacio vacío que tuvimos que poblar con palabras extrañas. Incluso si somos indios o mestizos, nuestro idioma es europeo. La historia de nuestras literaturas es la historia de nuestras relaciones con el espacio americano, pero asimismo con el espacio en que nacieron y crecieron las palabras que hablamos. En un principio nuestras letras fueron un reflejo de las europeas. No obs-tante, en el siglo XVII nace en Hispanoamérica una singular variedad de la poesía ba-rroca que no es nada más la exageración sino, a veces, la transgresión del modelo es-pañol. El primer gran poeta americano es una mujer, sor Juana Inés de la Cruz. Su poema El sueño (1692) es nuestro primer texto cosmopolita; como más tarde Pound y Borges, la monja mexicana construye un texto como una torre —de nuevo la Torre de Babel. En otros poemas suyos aparecen, como otro ejemplo de su cosmopolitismo, la nota mexicana y la mezcla de idiomas: latín, castellano, náhuatl, portugués y los dia-lectos populares de indios, mestizos y mulatos. El americanismo de sor Juana es, co-mo el de Borges, un cosmopolitismo; a su vez ese cosmopolitismo expresa una mane-ra de ser mexicana y argentina. Sí a sor Juana se le ocurre hablar de pirámides, citará a las de Egipto, no a las de Teotihuacán; si escribe una loa para un auto sacramental (El divino Narciso), el mundo pagano no aparece personificado por una divinidad griega o latina, sino por el precolombino dios de las semillas.

La tensión entre cosmopolitismo y americanismos, lenguaje culto y coloquial, es constante en la poesía hispanoamericana desde la época de sor Juana Inés de la Cruz. Entre los «modernistas» hispanoamericanos de fin de siglo, el cosmopolitismo fue la tendencia predominante en la fase inicial, pero, en el seno mismo del movimiento, se-gún ya señalé, brotó la reacción coloquialista, crítica e irónica (el llamado «postmo-dernismo»). Hacia 1915 la poesía hispanoamericana se caracterizaba por su regiona-lismo o provincialismo, su amor por el habla de la conversación y su visión irónica del mundo y del hombre. Cuando Lugones habla del peluquero de la esquina, ese pe-luquero no es un símbolo, sino un ser maravilloso a fuerza de ser el peluquero de la esquina. López Velarde exalta el poder del grano de mostaza y afirma que su voz «es la gemela de la canela». En España el coloquialismo hispanoamericano se transformó en la reconquista de la riquísima poesía tradicional, medieval y moderna. En Antonio Machado y en Juan Ramón Jiménez predominó también la estética (y la ética) de la

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pequeñez inmensa: los universos caben en una copla. Algunos jóvenes intentaron otro camino: un simbolismo dotado de una conciencia clásica, más o menos inspirado en Mallarmé y Valéry, como Alfonso Reyes y su Ifigenia cruel (1924), o una poesía des-pojada de todo pintoresquismo, como la de Jorge Guillen. Pero la alternativa extrema fue la aparición de un nuevo cosmopolitismo, ya no emparentado con el simbolismo, sino con la vanguardia francesa de Apollinaire y Reverdy. Como en 1885, el iniciador fue un hispanoamericano: a fines de 1916 el joven poeta chileno Vicente Huidobro llega a París y poco después, en 1918 y en Madrid, publica Ecuatorial^ Poemas árti-cos. Con esos libros comienza la vanguardia en castellano.

Huidobro fue adorado y vilipendiado. Su poesía y sus ideas prendieron en mu-chos jóvenes y dos movimientos nacieron de su ejemplo, el «ultraísmo» español y el argentino —ambos rechazados airadamente por el poeta como imitaciones de su «creacionismo». Las ideas de Huidobro tienen una indudable semejanza con las que exponía entonces Reverdy: el poeta no copia realidades, las produce. Huidobro afir-maba que el poeta no imita a la naturaleza, sino que imita su modo de operación: hace poesía como la lluvia y la tierra hacen árboles. Algo parecido decía Williams en las prosas intercaladas en la primera edición de Spring and All (1923): como el vapor y la electricidad, el poeta produce objetos poéticos. Pero Huidobro no se parece a Wi-lliams, sino a cummings. Ambos vienen de Apollinaire, ambos son líricos y eróticos, ambos escandalizaron con sus innovaciones sintácticas y tipográficas. Cummings es más concentrado y perfecto, Huidobro más vasto. Su lenguaje era internacional (esa es una de sus limitaciones) y más visual que hablado. No el idioma de una tierra, sino de un espacio aéreo. Idioma de aviador: las palabras son paracaídas que se abren en pleno vuelo. Antes de tocar tierra, estallan y se disuelven en explosiones coloridas. El gran poema de Huidobro es Altazor (1931): el azor al asalto de la altura y que des-aparece quemado por el sol. Las palabras pierden su peso significativo y se vuelven, más que signos, huellas de una catástrofe estelar. En la figura del aviador—poeta rea-parece el mito romántico de Lucifer.

La vanguardia hispanoamericana y el modernism angloamericano fueron trans-gresiones de los cánones de Londres y Madrid tanto como fugas del provincialismo americano. En ambos movimientos la poesía oriental, especialmente el haikú, ejerció una influencia benéfica. El introductor del haikú en castellano fue José Juan Tablada, autor también de poemas ideográficos y simultaneístas. Pero estas semejanzas son formales. Cosmopolitismos opuestos: lo que buscaban Pound y Eliot en Europa era precisamente lo contrario de lo que buscaban Huidobro, Oliverio Girondo y el Borges de aquellos años. El modernism intentó volver a Dante y a Provenza; los hispanoame-ricanos se proponían extremar la revuelta contra esa tradición. Por eso Huidobro nun-ca renegó de Darío: su «creacionismo» no fue la negación del «modernismo», sino su non plus ultra.

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En su primer momento la vanguardia hispanoamericana dependió de la francesa, como antes los primeros modernistas habían seguido a los parnasianos y simbolistas. La rebelión contra el nuevo cosmopolitismo asumió otra vez la forma de un nativis-mo o americanismo. El primer libro de César Vallejo (Los heraldos negros> 1918) prolongaba la línea poética de Lugones. En su segundo libro (Trilce, 1922), el poeta peruano asimiló las formas internacionales de la vanguardia y las interiorizó. Una verdadera traducción, quiero decir, una transmutación. Lo contrario de Huidobro: poesía de la tierra y no del aire. No cualquier tierra: una historia, una lengua. Perú: hombres—piedras—fechas. Signos indios y españoles. El lenguaje de Trilce no podía ser sino de un peruano, pero de un peruano que fuese asimismo un poeta que viese en cada peruano al hombre y en cada hombre al testigo y a la víctima. Vallejo fue un gran poeta religioso. Comunista militante, el transfondo de su visión del mundo y de sus creencias no fue la filosofía crítica del marxismo, sino los misterios básicos del cristianismo de su infancia y de su pueblo: la comunión, la transubstanciación, el an-sia de inmortalidad. Sus invenciones verbales nos impresionan no sólo por su extraor-dinaria concentración sino por su autenticidad. A veces tropezamos con fallas de ex-presión, torpezas, balbuceos. No importa: incluso sus poemas menos realizados están vivos.

El nativismo y el americanismo aparecen en muchos poetas de este período. Por ejemplo, en el Borges de Fervor de Buenos Aires (1923), que contiene una serie de admirables poemas a la muerte y a los muertos. En los Estados Unidos también brotó una reacción contra el cosmopolitismo de Eliot, representada principalmente por Wi-lliams y los «objetivistas» como Louis Zukofsky y Georges Oppen. La semejanza, otra vez, es formal. Los angloamericanos, frente al paisaje de la era industrial, se inte-resaban sobre todo en el objeto —su geometría, sus relaciones internas y externas, su significado— y apenas si sentían nostalgia por el mundo preindustrial. En los hispa-noamericanos esa nostalgia era un elemento esencial. La industria no aparece entre los angloamericanos como un tema, sino como un contexto. Con ellos ocurre lo mis-mo que con Propercio: su modernidad no consiste en el tema de la gran ciudad, sino en que la gran ciudad aparece en sus poemas sin que el poeta se lo proponga expresa-mente. En cambio, algunos poetas hispanoamericanos —Carlos Pellicer y Jorge Ca-rrera Andrade— se sirven de los términos y metáforas de la poesía moderna —tam-bién del haikú— para expresar el paisaje americano: la aviación y Virgilio. Es revela-dor que en la poesía de Pellicer las ruinas precolombinas tengan el mismo lugar de elección que la magia del objeto industrial en un Williams.

Repetición de los episodios del «modernismo»; el nativismo y el coloquialismo hispanoamericanos se transformaron en España en tradicionalismo: romances y can-ciones de Federico García Lorca y Rafael Alberti. La influencia de Juan Ramón Jimé-nez fue decisiva en la orientación de la joven poesía española. Sin embargo, en 1927,

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aniversario del tercer centenario de la muerte de Góngora, hay un cambio de rumbo. La rehabilitación de Góngora fue iniciada por Rubén Darío y después siguieron los estudios de varios críticos eminentes— Pero la resurrección del gran poeta andaluz se debe a dos circunstancias: la primera es que entre los críticos se encontraba un poeta, Dámaso Alonso; la segunda, decisiva, es la coincidencia que advenían los jóvenes es-pañoles entre la estética de Góngora y la de la vanguardia. En su Antología poética en honor de Góngora (Madrid, 1927) el poeta Gerardo Diego subraya que se trata de crear objetos verbales (poemas) «hechos de palabras solas», palabras «que tengan más de ensalmo que de verso». La estética de Reverdy y de Huidobro. El mismo Ge-rardo Diego publicó después un memorable poema, Fábula, de Equis y Zeda (1932), en el que el barroquismo se aliaba al «creacionismo». El formalismo de la vanguardia se asociaba, en el espíritu de los poetas españoles, al formalismo de Góngora. No es extraño que por esos años José Ortega y Gasset publicase La deshumanización del ar-te.

Dos poetas resistieron lo mismo al tradicionalismo que al neogongorismo: Pedro Salinas y Jorge Guillen. El primero fue autor de una suerte de monólogos líricos en los que la vida moderna —el cine, los autos, los teléfonos, los radiadores— se refle-jan sobre las aguas límpidas de un erotismo que viene de Provenza. La obra de Gui-llen, escribí alguna vez, «es una isla y un puente». Isla: frente al tumulto de la van-guardia, Guillen tiene la increíble insolencia de decir que la perfección también es re-volucionaria; puente: En un principio Guillen fue un maestro, lo mismo para sus con-temporáneos (García Lorca) como para los que vinimos después»46.

Nueva ruptura: la explosión parasurrealista. En los países de habla inglesa la in-fluencia del surrealismo fue tardía y superficial (hasta la aparición de Frank O'Hara y John Ashberry, en la década de los 50). En cambio, fue temprana y muy profunda en España e Hispanoamérica. He dicho «influencia» porque, aunque hubo artistas y poe-tas que individualmente participaron en distintas épocas del surrealismo —Picabia, Buñuel, Dalí, Miró, Matta, Lam, César Moro y yo mismo—, ni en España ni en Amé-rica hubo una actividad surrealista en sentido estricto. (Una excepción: el grupo chi-leno Mandragora, fundado en 1936 por Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Gon-zalo Rojas y otros.) Muchos poetas de ese período adoptaron el onirismo y otros pro-cedimientos surrealistas, pero no puede decirse que Neruda, Alberti o Aleixandre ha-yan sido surrealistas, a pesar de que, en algunos momentos de su obra, sus búsquedas y hallazgos hayan coincidido con los de los surrealistas. En 1933, aparece en Madrid un libro de Pablo Neruda: Residencia en la tierra. Libro esencial. La poesía de Huido-bro evoca el elemento aire; la de Vallejo, la tierra; la de Neruda, el agua. Más agua de mar que de lago. La influencia de Neruda fue como una inundación que se extiende y

46 «Horas situadas de Jorge Guillen»» en Puertas al campo, Barcelona, Seix Barral, 197*. Volumen 3, Obras completas, Círculo de Lectores.

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cubre millas y millas —aguas confusas, poderosas, sonámbulas, informes. Esos años fueron de gran riqueza: Poeta en Nueva York (1929), probablemente el mejor libro de Federico García Lorca y que contiene algunos de los poemas más intensos de este si-glo, como la Oda a Walt Whitman; La destrucción o el amor (1935) de Vicente Alei-xandre, visión a un tiempo sombría y suntuosa de la pasión erótica; Sermones y mo-radas (1930) de Rafael Alberti, subversión del lenguaje religioso que se echa a delirar y pone bombas en los altares y los confesionarios; los Nocturnos (1933) de Xavier Villaurrutia, entre los cuales hay seis o siete poemas que se encuentran entre los me-jores de esa década, poesía metálica, brillante, angustiosa: doble voz del deseo y la esterilidad; Ricardo Molinari: en su extraño mediodía hay árboles sin sombra; Luis Cernuda, el que más lúcida y valerosamente asume la dualidad de la palabra placer —crítica activa de la moral social y puerta que da a la muerte. La guerra de España y la mundial pusieron fin a este intenso y brillante período. Dispersión de los poetas espa-ñoles y aislamiento de los hispanoamericanos.

Muchos de estos poetas pasaron de la rebelión individual a la rebelión social. Algunos se afiliaron al Partido Comunista, otros a las organizaciones culturales que los estalinistas habían creado a la sombra de los Frentes Populares. El resultado fue la utilización de muchos impulsos generosos —aunque también hubo una dosis nada desdeñable de oportunismo— por las burocracias comunistas. Los poetas se adhirie-ron al «realismo socialista» y practicaron la poesía de propaganda social y política. Sacrificio de la búsqueda verbal y la aventura poética en aras de la claridad y la efica-cia política. Gran parte de esos poemas ha desaparecido como desaparecen las noti-cias y los editoriales de los periódicos. Quisieron ser testimonio de la historia y la his-toria los ha borrado. Lo más grave no fue la falta de tensión poética, sino moral: los himnos y las odas a Stalin, Molotov, Mao —y los insultos más o menos rimados a Trotski, Uto y otros disidentes. Curioso realismo que, después de las revelaciones de Khruschcv, obliga a sus autores a desdecirse. Las verdades de ayer son las mentiras de hoy: ¿donde está la realidad? Esa época fue la del «deshonor de los poetas» , como la llamó Benjamín Péret.

También aquellos que se negaron a poner su arte al servicio de un partido renun-ciaron casi completamente a la experimentación y la invención. Fue una vuelta gene-ral al orden. Didactismo político y retórica neoclásica. Los antiguos vanguardistas —Borges, Villaurrutia— se dedicaron a componer sonetos y décimas. Dos libros repre-sentativos de lo mejor y lo peor de ese período: el Canto general (1950) de Pablo Ne-ruda y Muerte sin fin (1939) de José Gorostiza. El primero es enorme, descosido, fa-rragoso, pero atravesado aquí y allá por intensos pasajes de gran poesía material: len-guaje—lava y lenguaje—marea. El otro es un poema de unos ochocientos versos blancos, un discurso en el que la conciencia intelectual se inclina fijamente sobre el fluir del lenguaje hasta congelarlo en una dura transparencia. Retórica y gran poesía.

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Dos extremos; el sí pasional y el no reflexivo. Un monumento a la locuacidad y un monumento a la reticencia.

Hacía 1945 la poesía de nuestra lengua se repartía en dos academias: la del «rea-lismo socialista» y la de los vanguardistas arrepentidos. Unos pocos libros de unos cuantos poetas dispersos iniciaron el cambio. Aquí se quiebra toda pretensión de ob-jetividad: aunque quisiera no podría disociarme de este período. Procuraré, por tanto, reducirlo a unas cuantas noticias mínimas. Todo comienza —recomienza— con un li-bro de José Lezama Lima: La fijeza (1944). Un poco después (no tengo más remedio que citarme) Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila o solf (1950). En Buenos Aires, Enrique Molina: Costumbres errantes o la redondez de la tierra (1951). Casi en los mismos años, los primeros libros de Nicanor Parra, Alberto Girri, Jaime Sabines, Cintio Vitier, Roberto Juarroz, Alvaro Mutis... Estos nombres y estos libros no son toda la poesía hispanoamericana contemporánea: son su comienzo. Hablar de lo que ha seguido, por más valioso que sea, sería caer en la crónica. El comienzo: acción clandestina, casi invisible y que muy pocos tomaron en cuenta. En cierto sentido fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada. Una vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en que se había convertido la primera vanguardia. No se trataba, como en 1920, de in-ventar, sino de explorar. El territorio que atraía a estos poetas no estaba afuera ni tam-poco adentro. Era esa zona donde confluyen.lo interior y lo exterior: la zona del len-guaje. Su preocupación no era estética; para aquellos jóvenes el lenguaje era, simultá-nea y contradictoriamente, un destino y una elección. Algo dado y algo que hacemos. Algo que nos hace.

El lenguaje es el hombre, pero también es el mundo. Es historia y es biografía: los otros y yo. Estos poetas habían aprendido a reflexionar y a burlarse de sí mismos: sabían que el poeta es el instrumento del lenguaje. Sabían asimismo que con ellos no comenzaba el mundo, pero no sabían si no se acabaría con ellos: habían atravesado el nazismo, el estaünismo y las explosiones atómicas en el Japón. Su incomunicación con España era casi total, no sólo por las circunstancias políticas sino porque los poe-tas españoles de la postguerra se demoraban en la retórica de la poesía social o en la de la poesía religiosa. Se sentían atraídos por el surrealismo, movimiento ya en re-pliegue y al que llegaban tarde. Veían en los poetas angloamericanos posteriores al modernism —Lowell, Olson, Bíshop, Ginsberg— a sus verdaderos contemporáneos, incluso si (o porque) esos poetas venían de la otra vertiente, la opuesta, de la tradición moderna. Descubrieron también a Pessoa y, por Pessoa, a los brasileños y portugue-ses de su generación, como Cabra! de Meló. Aunque algunos eran católicos y otros comunistas, en general se inclinaban hacia la disidencia individualista y oscilaban en-tre el trotskismo y el anarquismo. Pero las clasificaciones ideológicas no son entera-mente aplicables a estos escritores. En casi todos ellos el horror hacia la civilización

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de Occidente coincide con la atracción por el Oriente, los primitivos o la América precolombina. Un ateísmo religioso, una religiosidad rebelde. Búsqueda de una eróti-ca más que de una poética. Casi todos se reconocían en una frase del Camus de aque-llos años de la segunda postguerra: «solitario solidario». Fue una generación que aceptó la marginalidad y que hizo de ella su verdadera patria.

La poesía de la postvanguardia (no sé si haya que resignarse a este nombre no muy exacto que empiezan a darnos algunos críticos) nació como una rebelión silen-ciosa de hombres aislados. Empezó como un cambio insensible que, diez años des-pués, se reveló irreversible. Entre cosmopolitismo y americanismo, mi generación cortó por lo sano: estamos condenados a ser americanos como nuestros padres y abuelos estaban condenados a buscar América o a huir de ella. Nuestro salto ha sido hacia dentro de nosotros mismos.

El punto de convergencia

La oposición a la modernidad opera dentro de la modernidad. Criticarla es una de las funciones del espíritu moderno; y más: es una de las maneras de realizarla. El tiempo moderno es el tiempo de la escisión y de la negación de sí mismo, el tiempo de la crítica. La modernidad se identificó con el cambio, identificó el cambio con la crítica y a los dos con el progreso. El arte moderno es moderno porque es crítico. Su crítica se desplegó en dos direcciones contradictorias: fue una negación del tiempo li-neal de la modernidad y fue una negación de sí mismo. Por lo primero, negaba a la modernidad; por lo segundo, la afirmaba. Frente a la historia y sus cambios, postuló el tiempo sin tiempo del origen, el instante o el ciclo; frente a su propia tradición, postuló el cambio y la crítica. Cada movimiento artístico negaba al precedente, y a través de cada una de estas negaciones el arte se perpetuaba. Sólo dentro del tiempo lineal la negación podía desplegarse plenamente y sólo en una edad crítica como la muestra la crítica podía ser creadora. Hoy somos testigos de otra mutación: el arte moderno comienza a perder sus poderes de negación. Desde hace años sus negacio-nes son repeticiones rituales: la rebeldía convertida en procedimiento, la crítica en re-tórica, la transgresión en ceremonia. La negación ha dejado de ser creadora. No digo que vivimos el fin del arte: vivimos el fin de la idea de arte moderno.

El arte y la poesía son inseparables de nuestro destino terrestre: hubo arte desde que el hombre se hizo hombre y habrá arte hasta que el hombre desaparezca. Pero nuestras ideas sobre lo que es el arte son tantas y tan diversas, de la visión mágica del primitivo a los manifiestos del surrealismo, como las sociedades y las civilizaciones. Los desfallecimientos de la tradición de la ruptura es una manifestación de la crisis

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general de la modernidad. En algunos de mis escritos me he ocupado de este tema47. Aquí me limitaré a una breve enumeración de los síntomas más obvios.

En los dos primeros capítulos señalé que nuestra idea del tiempo es el resultado de una operación crítica: la destrucción de la eternidad cristiana fue seguida por la se-cularización de sus valores y su trasposición a otra categoría temporal. La edad mo-derna comienza con la insurrección del futuro. Dentro de Ja perspectiva del cristianis-mo medieval, el futuro era mortal: el Juicio Final sería, simultáneamente, el día de su abolición y el del advenimiento de un presente eterno. La operación crítica de la mo-dernidad invirtió los términos: la única eternidad que conoció el hombre fue la del fu-turo. Para el cristiano medieval, la vida terrestre desembocaba en la eternidad de los justos o de los reprobos; para los modernos, es una marcha sin fin hacia el futuro. Allá, no en la eternidad ultraterrestre, reside la suprema perfección. Ahora, en la se-gunda mitad del siglo XX, aparecen ciertos signos que indican un cambio en nuestro sistema de creencias. La concepción de la historia como un proceso lineal progresivo se ha revelado inconsistente. Esta creencia nació con la edad moderna y, en cierto modo, ha sido su justificación, su raison d'étre. Su quiebra revela una fractura en el centro mismo de la conciencia contemporánea: la modernidad empieza a perder la fe en sí misma.

La creencia en la historia como una marcha continua, aunque no sin tropiezos y caídas, adoptó muchas formas. A veces, fue una aplicación ingenua del «darwinis-mo» en la esfera de la historia y la sociedad; otras, una visión del proceso histórico como la realización progresiva de la libertad, la justicia, la razón o cualquier otro va-lor semejante. En otros casos la historia se identificó con el desarrollo de la ciencia y la técnica o con el dominio del hombre sobre la naturaleza o con la universalización de la cultura. Todas estas ideas tienen algo en común: el destino del hombre es la co-lonización del futuro. En los últimos años ha habido un cambio brusco: los hombres empiezan a ver con terror el porvenir y lo que apenas ayer parecían las maravillas del progreso hoy son sus desastres. El futuro ya no es el depositario de la perfección, sino del horror. Demógrafos, ecologistas, sociólogos, físicos y geneticistas denuncian la marcha hacia el futuro como una marcha hacia la perdición. Unos prevén el agota-miento de los recursos naturales, otros la contaminación del globo terrestre, otros una llamarada atómica. Las obras del progreso se llaman hambre, envenenamiento, volati-lización. No me importa saber si estas profecías son o no exageradas: subrayo que son expresiones de la duda general sobre el progreso. Es significativo que en un país como los Estados Unidos, donde la palabra cambio ha gozado de una veneración su-persticiosa, hoy aparezca otra que es su refutación: conservación. Los valores que

47 Corriente alterna, México, Siglo XXI, 1967; Conjunciones y disyunciones, México, Joaquín Mortiz, i$6% entrevista con Rita Guibert, en Seven Vokes, Nueva York, Al—fred A. Knopf, 1973.

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irradiaba cambio ahora se han trasladado a conservación. El presente hace la crítica del futuro y empieza a desplazarlo.

El marxismo ha sido, probablemente, la expresión más coherente y osada de la concepción de la historia como un proceso lineal progresivo. Más coherente porque la concibe como un proceso dueño del rigor de un discurso racional; más osada porque ese discurso abarca tanto al pasado y al presente de la especie humana como a su fu-turo. Ciencia y profecía. Para Marx la historia no es plural, sino una, y se despliega como la serie de proposiciones de una demostración. Cada proposición engendra una réplica y así, a través de negaciones y contradicciones, la demostración produce nue-vas proposiciones. La historia es un texto productor de textos. Ese texto es un proceso único que va del comunismo de las sociedades primitivas al futuro comunismo de la edad industrial. Los protagonistas de ese proceso son las clases sociales y el motor que lo mueve son las distintas técnicas de producción. Cada período histórico marca un avance frente al anterior y en cada período una clase social asume la representa-ción de la humanidad entera: señores feudales, burgueses, proletarios. Estos últimos encarnan el presente y el futuro inmediato de la historia... Repetiré lo que todos sabe-mos: si las violencias y cambios del siglo XX confirman el genio apocalíptico de Ma-rx, la forma en que se han producido niega la supuesta racionalidad del proceso histó-rico.

La ausencia de revoluciones proletarias en los países más avanzados industrial-mente tanto como las revueltas en la periferia del Occidente, revelan que la ideología marxista no ha sido la levadura de la revolución proletaria mundial, sino de la resu-rrección nacional de Rusia, China y otros países que llegaron tarde a la era industrial y tecnológica. Los protagonistas de todos esos cambios no han sido los obreros, sino clases y grupos que la teoría había puesto al margen o a la zaga del proceso histórico: intelectuales, campesinos, pequeña burguesía. Y lo más grave: las revoluciones triun-fantes se han transformado en regímenes anómalos desde un punto de vista auténtica-mente marxista. Aberración histórica: el socialismo asume la forma de la dictadura de una nueva clase o casta burocrática. La aberración cesa de serlo si renunciamos a la concepción de la historia como un proceso lineal progresivo dotado de una racionali-dad inmanente.

Nos cuesta trabajo resignarnos porque renunciar a esta creencia implica asimis-mo el fin de nuestras pretensiones sobre la dirección del futuro. Sin embargo, no se trata de renunciar al socialismo como libre elección ética y política, sino a la idea del socialismo como un producto necesario del proceso histórico. La crítica de las aberra-ciones políticas y morales de los «socialismos» contemporáneos debe comenzar por la crítica de nuestras aberraciones intelectuales. No, la historia no es una: es plural. Es la historia de la prodigiosa diversidad de sociedades y civilizaciones que han creado

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los hombres. Nuestro futuro, nuestra idea del futuro, se bambolea y vacila: la plurali-dad de pasados vuelve plausible la pluralidad de futuros.

Las revueltas en los países atrasados y en la periferia de las sociedades industria-les desmienten las previsiones del pensamiento revolucionario; las rebeliones y tras-tornos en los países avanzados minan aún más profundamente la idea que se habían hecho del futuro los evolucionistas, los liberales y los burgueses progresistas. Es no-table que la clase a la que se atribuía per se la vocación revolucionaria, el proletaria-do, no haya participado en los disturbios que han sacudido a las sociedades industria-les. Recientemente se ha intentado explicar el fenómeno por medio de una nueva ca-tegoría social: las sociedades más adelantadas, especialmente los Estados Unidos, han pasado ya de la etapa industrial a la postindustrial48. Esta última se caracteriza por la importancia de lo que podría llamarse producción de conocimientos productivos. Un nuevo modo de producción en el que la ciencia y la técnica ocupan el lugar central que tuvo la industria. En la sociedad postindustrial las luchas sociales no son el resul-tado de la oposición entre trabajo y capital, sino que son conflictos de orden cultural, religioso y psíquico. Así, los trastornos estudiantiles de la década anterior pueden verse como una rebelión instintiva contra la excesiva racionalización de la vida social e individual que exige el nuevo modo de producción. Distintos modos de deshumani-zación: el capitalismo trató a los hombres como máquinas; la sociedad postindustrial los trata como signos.

Cualquiera que sea el valor de las lucubraciones sobre la sociedad postindustrial, lo cierto es que las rebeliones en los países adelantados, aunque sean justas y apasio-nadas negaciones del actual estado de cosas, no presentan programas sobre la organi-zación de la sociedad futura. Por eso las llamo rebeliones y no revoluciones49. Esta in-diferencia frente a la forma que debe asumir el futuro distingue al nuevo radicalismo de los movimientos revolucionarios del siglo XIX y de la primera mitad del XX. La confianza en los poderes de la espontaneidad está en proporción inversa a la repug-nancia frente a las construcciones sistemáticas. El descrédito del futuro y de sus pa-raísos geométricos es general. No es extraño: en nombre de la edificación del futuro medio planeta se ha cubierto de campos de trabajo forzado. La rebelión de los jóve-nes es un movimiento de justificada negación del presente pero no es una tentativa por construir una nueva sociedad. Los muchachos quieren acabar con la situación

48 Cf. Daniel Bell, «The Post—industrial Society. The Evolution of an Idea», Survey, 78 y 79, Cam -bridge, Mass., 1971.

49 En Corriente alterna he descrito las diferencias entre revolución, revuelta y rebelión. El ejemplo clásico de revolución es todavía la Revolución francesa y no sé si sea lícito aplicar esta palabra a tos cam-bios sociales que han ocurrido en Rusia, China y otras partes, por más profundos y decisivos que hayan si-do. Uso la palabra revuelta para designar los levantamientos y movimientos de liberación nacional de Asia, África y América Latina (englobados bajo la inexacta etiqueta de Tercer Mundo), y rebelión para ios movi-mientos de protesta de las minorías raciales, liberación femenina, estu diantes y otros grupos en las socieda-des industríales o en los sectores modernos de las naciones subdesarrolladas.

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presente precisamente porque es un presente que nos oprime en nombre de un futuro quimérico. Esperan instintiva y confusamente que la destrucción de este presente pro-voque la aparición del otro presente y sus valores corporales, intuitivos y mágicos. Siempre la búsqueda de otro tiempo, el verdadero.

En el caso de las rebeliones de las minorías étnicas y culturales, las reivindica-ciones de orden económico no son las únicas ni, muchas veces, las centrales. Negros y chicanos pelean por el reconocimiento de su identidad. Otro tanto ocurre con los movimientos de liberación de las mujeres y con los de las minorías sexuales: no se trata de la edificación de la ciudad futura sino de la emergencia, dentro de la sociedad contemporánea, de grupos que buscan su identidad o que pelean por su reconocimien-to. Los movimientos nacionalistas y antiimperialistas, las guerras de liberación y los otros trastornos del Tercer Mundo tampoco se ajustan a la noción de revolución ela-borada por la concepción lineal y progresiva de la historia. Estos movimientos son la expresión de particularismos humillados durante el período de expansión de Occiden-te y de allí que se hayan convertido en los modelos de la lucha de las minorías étnicas en los Estados Unidos y en otras partes. Las revueltas del Tercer Mundo y las rebelio-nes de las minorías étnicas y nacionales en las sociedades industriales son la insurrec-ción de particularismos oprimidos por otro particularismo enmascarado de universali-dad: el capitalismo de Occidente. El marxismo preveía la desaparición del proletaria-do, como clase, inmediatamente después de la desaparición de la burguesía. La diso-lución de las clases significaba la universalización de los hombres. Los movimientos contemporáneos tienden a lo contrario: son afirmaciones de la particularidad de cada grupo y aun de las idiosincrasias sexuales. El marxismo prometió un futuro en el que se disolverían todas las clases y particularidades en una sociedad universal; hoy so-mos testigos de una lucha por el reconocimiento ahora mismo de la realidad concreta y particular de cada uno.

Todas estas rebeliones se presentan como una ruptura del tiempo lineal. Son la irrupción del presente ofendido y, así, explícita o implícitamente, postulan una desva-lorización del futuro. El trasfondo general de estas rebeliones es el cambio en la sen-sibilidad de la época. Derrumbe de la ética protestante y capitalista con su moral del ahorro y del trabajo, dos formas de construcción del futuro, dos tentativas por apro-piarnos del porvenir. La sublevación de los valores corporales y orgiásticos es una re-belión contra la doble condenación del hombre: la condena al trabajo y la represión del deseo. Para el cristianismo el cuerpo humano era naturaleza caída, pero la gracia divina podía transfigurarlo en cuerpo glorioso. El capitalismo desacralizó al cuerpo: dejó de ser el campo de batalla entre los ángeles y los diablos y se transformó en un instrumento de trabajo. El cuerpo fue una fuerza de producción. La concepción del cuerpo como fuerza de trabajo llevó inmediatamente a la humillación del cuerpo co-mo fuente de placer. El ascetismo cambió de signo: no fue un método para ganar el

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cielo, sino una técnica para acrecentar la productividad. El placer es un gasto, la sen-sualidad una perturbación. La condenación del placer abarcó también a la imagina-ción, porque el cuerpo no sólo es un manantial de sensaciones sino de imágenes. Los desórdenes de la imaginación no son menos peligrosos para la producción y el rendi-miento óptimo que los sacudimientos físicos del placer sensual. En nombre del futuro se completó la censura del cuerpo con la mutilación de los poderes poéticos del hom-bre. Así, la rebelión del cuerpo es también la de la imaginación. Ambas niegan al tiempo lineal: sus valores son los del presente. El cuerpo y la imaginación ignoran al futuro: las sensaciones son la abolición del tiempo en lo instantáneo, las imágenes del deseo disuelven pasado y futuro en un presente sin fechas. Es la vuelta al principio del principio, a la sensibilidad y a la pasión de los románticos. La resurrección del cuerpo quizás es un anuncio de que el hombre recobrará alguna vez la sabiduría per-dida. Porque el cuerpo no solamente niega el futuro: es un camino hacia el presente, hacia ese ahora donde vida y muerte son las dos mitades de una misma esfera.

Todos estos signos dispersos apuntan hacia un cambio en nuestra imagen del tiempo. Al iniciarse la edad moderna, la eternidad cristiana perdió tanto su realidad ontológica como su coherencia lógica: se convirtió en una proposición insensata, un nombre vacío. Hoy el futuro no nos parece menos irreal que la eternidad. La crítica de la religión por la filosofía, de Hume a Marx, es perfectamente aplicable al futuro: es la proyección de nuestros deseos y su negación; no existe y, sin embargo, nos roba realidad, nos roba vida. Pero la crítica del futuro no ha sido hecha por la filosofía, sino por el cuerpo y por la imaginación.

La Antigüedad sobrevaloró al pasado. Para enfrentarse a su tiranía, los hombres inventaron una ética y una estética de excepción fundada en el instante. Al rigor del pasado y a la autoridad del precedente opusieron la libertad del instante, no un antes ni un después, sino un ahora: el tiempo fuera del tiempo del placer, la revelación reli-giosa o la visión poética. Ética y estética de excepción y asimismo de y para privile-giados: el filósofo, el místico, el artista. En la edad moderna el instante también ha si-do el recurso contra la dominación del futuro. Frente al tiempo sucesivo e infinito de la historia, lanzada hacia un futuro inalcanzable, la poesía moderna, desde Blake has-ta nuestros días, no ha cesado de afirmar el tiempo del origen, el instante del comien-zo. El tiempo del origen no es el tiempo de antes: es el de ahora. Reconciliación del principio y del fin: cada ahora es un comienzo, cada ahora es un fin. La vuelta al ori-gen es la vuelta al presente.

La visión del ahora como centro de convergencia de los tiempos, originalmente visión de poetas, se ha transformado en una creencia subyacente en las actitudes e ideas de la mayoría de nuestros contemporáneos. El presente se ha vuelto el valor central de la tríada temporal. La relación entre los tres tiempos ha cambiado, pero es-te cambio no implica la desaparición del pasado o la del futuro. Al contrario, cobran

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mayor realidad: ambos se vuelven dimensiones del presente, ambos son presencias y están presentes en el ahora. De ahí que debamos edificar una Ética y una Política so-bre la Poética del ahora. La Política cesa de ser la construcción del futuro: su misión es hacer habitable el presente. La Ética del ahora no es hedonista, en el sentido vulgar de esta palabra, aunque afirme al placer y al cuerpo. El ahora nos muestra que el fin no es distinto o contrario al comienzo, sino que es su complemento, su inseparable mitad. Vivir en el ahora es vivir cara a la muerte. El hombre inventó las eternidades y los futuros para escapar de la muerte, pero cada uno de esos inventos fue una trampa mortal. El ahora nos reconcilia con nuestra realidad: somos mortales. Sólo ante la muerte nuestra vida es realmente vida. En el ahora nuestra muerte no está separada de nuestra vida: son la misma realidad, el mismo fruto.

El fin de la modernidad, el ocaso del futuro, se manifiesta en el arte y la poesía como una aceleración que disuelve tanto la noción de futuro como la de cambio. El futuro se convierte instantáneamente en pasado; los cambios son tan rápidos que pro-ducen la sensación de inmovilidad. La idea del cambio, más que los cambios mismos, fue el fundamento de la poesía moderna: el arte de hoy debe ser diferente del arte de ayer. Sólo que para percibir la diferencia entre ayer y hoy debe haber cierto ritmo. Si los cambios se producen muy lentamente, corren el peligro de ser confundidos con la inmovilidad. Eso fue lo que ocurrió con el arte del pasado: ni los artistas ni el públi-co, hipnotizados por la idea de la «imitación de los antiguos», percibían claramente los cambios. Tampoco podemos ahora percibirlos, aunque por la razón contraria: des-aparecen con la misma celeridad con que aparecen. En realidad, no son cambios: son variaciones de los modelos anteriores. La imitación de los modernos ha esterilizado más talentos que la imitación de los antiguos, A la falsa celeridad hay que añadir la proliferación: no sólo las vanguardias mueren apenas nacen, sino que se extienden como fungosidades. La diversidad se resuelve en uniformidad. Fragmentación de la vanguardia en cientos de movimientos idénticos: en el hormiguero se anulan las dife-rencias.

El romanticismo mezcló los géneros. El simbolismo y la vanguardia consuma-ron la fusión entre prosa y poesía. Los resultados fueron monstruos maravillosos, del poema en prosa de Rimbaud a la epopeya verbal de Joyce. La mezcla de los géneros y su final abolición desembocó en la crítica del objeto de arte. La crisis de la noción de obra se manifestó en todas las artes pero su expresión más radical fueron los ready—made de Duchamp. Consagración irrisoria: lo que cuenta no es el objeto, sino el acto del artista al separarlo de su contexto y colocarlo en el pedestal de la antigua obra de arte. En China y Japón muchos artistas, al descubrir en una piedra anónima una cierta irradiación estética la recogían y la firmaban con su nombre. Ese gesto era, más que un descubrimiento, un reconocimiento. Una ceremonia que celebraba a la naturaleza como una potencia creadora: la naturaleza crea y el artista reconoce. El

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contexto de los ready—made de Duchamp no es la naturaleza creadora, sino la técni-ca industria]. Su gesto no es una elección ni un reconocimiento, sino una negación; en un clima de no elección y de indiferencia, Duchamp encuentra el ready—made y su gesto es la disolución del reconocimiento en la anonimidad del objeto industrial. Su gesto es una critica, no del arte, sino del arte como objeto.

Desde el romanticismo la poesía moderna había hecho la crítica del sujeto. Nuestro tiempo ha consumado esa crítica. Los surrealistas otorgaron al inconsciente y al azar una función primordial en la creación poética; ahora algunos poetas subrayan las nociones de permutación y combinación. En 1970, por ejemplo, cuatro poetas (un francés, un inglés, un italiano y un mexicano) decidieron componer un poema colecti-vo en cuatro idiomas y que llamaron, a la japonesa, Renga. Combinación no sólo de textos sino de productores de textos (poetas). El poeta no es el «autor» en el sentido tradicional de la palabra, sino un momento de convergencia de las distintas voces que confluyen en un texto. La crítica del objeto y la del sujeto se cruzan en nuestros días: el objeto se disuelve en el acto instantáneo; el sujeto es una cristalización más o me-nos fortuita del lenguaje.

¿Fin del arte y de la poesía? No, fin de la «era moderna» y con ella de la idea de «arte moderno». La crítica del objeto prepara la resurrección de la obra de arte, no co-mo una cosa que se posee, sino como una presencia que se contempla. La obra no es un fin en sí ni tiene existencia propia: la obra es un puente, una mediación. La crítica del sujeto tampoco equivale a la destrucción del poeta o del artista, sino de la noción burguesa de autor Para los románticos, la voz del poeta era ia de todos; para nosotros es rigurosamente la de nadie. Todos y nadie son equivalentes y están a igual distancia del autor y de su yo. El poeta no es «un pequeño dios», como quería Huidobro. El poeta desaparece detrás de su voz, una voz que es suya porque es la voz del lenguaje, la voz de nadie y la de todos. Cualquiera que sea el nombre que demos a esa voz —inspiración, inconsciente, azar, accidente, revelación—, es siempre la voz de la otre-dad.

La estética del cambio no es menos ilusoria que la de la imitación de los anti-guos. Una tiende a minimizar los cambios, la otra a exagerarlos. La historia de las re-voluciones poéticas de la edad moderna, ha sido la del diálogo entre analogía e ironía. La primera negó a la modernidad; la segunda negó a la analogía. La poesía moderna ha sido la crítica del mundo moderno tanto como la crítica de sí misma. Una crítica que se resuelve en imagen: de Holderlin a Mallarmé la poesía construye transparentes monumentos de su propia caída. Ironía y analogía, lo bizarro y la imagen, son mo-mentos de la rotación de los signos. Los peligros de la estética del cambio son tam-bién sus virtudes: si todo cambia, también cambia la estética del cambio. Esto es lo que hoy ocurre. Los poetas de la edad moderna buscaron el principio del cambio: los poetas de la edad que comienza buscamos ese principio invariante que es el funda-

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mento de los cambios. Nos preguntamos si no hay algo en común entre la Odisea y Á la recherche du temps perdu. Esta pregunta, más que negar a la vanguardia, se des-pliega más allá de ella, en otro tiempo y en otro lugar: los nuestros, los de ahora. La estética del cambio acentuó el carácter histórico del poema. Ahora nos preguntarnos, ¿no hay un punto en que el principio del cambio se confunde con el de la permanen-cia?

La naturaleza histórica del poema se muestra inmediatamente en el hecho de ser un texto que alguien ha escrito y que alguien lee. Escribir y leer son actos que suce-den y que son fechables. Son historia. Desde otra perspectiva, lo contrario también es cierto. Mientras escribe, el poeta no sabe cómo seri su poema; lo sabrá cuando, ya terminado, lo lea. El autor es el primer lector de su poema y con su lectura se inicia una serie de interpretaciones y recreaciones. Cada lectura produce un poema distinto. Ninguna lectura es definitiva y, en este sentido, cada lectura, sin excluir a la del autor, es un accidente del texto. Soberanía del texto sobre su autor—lector y sus lectores su-cesivos. El texto permanece, resiste a los cambios de cada lectura. Resiste a la histo-ria. Al mismo tiempo, el texto sólo se realiza en esos cambios. El poema es una vir-tualidad transhistórica que se actualiza en la historia, en la lectura. No hay poema en sí, sino en mío en ti Vaivén entre lo transhistórico y lo histórico: el texto es la condi-ción de las lecturas y las lecturas realizan al texto, lo insertan en el transcurrir. Entre el texto y sus lecturas hay una relación necesaria y contradictoria. Cada lectura es his-tórica y cada una niega a la historia. Las lecturas pasan, son historia y, al mismo tiem-po, la traspasan, van más allá de ella.

Un poema es un texto, pero asimismo es una estructura. El texto reposa en la es-tructura —su soporte. El texto es visible, legible; el esqueleto es invisible. Las estruc-turas de todas las novelas son semejantes, pero Madame Bovary y The Turn of the Screw son dos textos únicos, inconfundibles. Lo mismo sucede con los poemas épi-cos, los sonetos o las fábulas. La Odisea y la Eneida poseen estructuras parecidas, obedecen a las mismas leyes retóricas y, sin embargo, cada una es un texto distinto, irrepetible. Un soneto de Góngora tiene la misma estructura que uno de Quevedo y cada uno de ellos es un mundo aparte. Cada texto poético actualiza ciertas estructuras virtuales comunes a todos los poemas —y cada texto es una excepción y, con fre-cuencia, una transgresión de esas estructuras. La literatura es un reino en el que cada ejemplar es único. Nos fascina Baudelaire por aquello precisamente que sólo es suyo y que no aparece ni en Racine ni en Mallarmé. En la ciencia buscamos las recurren-cias y las semejanzas: leyes y sistemas; en la literatura, las excepciones y las sorpre-sas: obras únicas. Una ciencia de la literatura como la que pretenden algunos estruc-turalistas franceses (no ciertamente Jakobson) sería una ciencia de objetos particula-res. Una no—ciencia. Un catálogo o un sistema ideal perpetuamente desmentido por la realidad de cada obra.

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La estructura es ahistórica; el texto es historia, está fechado. De la estructura al texto y del texto a la lectura: dialéctica del cambio y de la identidad. La estructura es invariante en relación con el texto, pero el texto es invariante en relación con la lectu-ra. El texto es siempre el mismo —y en cada lectura es distinto. Cada lectura es una experiencia fechada que niega a la historia con el texto y que a través de esa negación se inserta de nuevo en la historia. Variación y repetición: la lectura es una interpreta-ción, una variación del texto y en esa variación el texto se realiza, se repite —y absor-be la variación. A su vez, la lectura es histórica y, simultáneamente, es la disipación de la historia en un presente no fechado. La fecha de la lectura se evapora: la lectura es una repetición —una variación creadora— del acto original: la composición del poema. La lectura nos hace regresar a otro tiempo: al del poema. Aparición de un pre-sente que no inserta al lector en el tiempo del calendario y del reloj, sino en un tiem-po que está antes de calendarios y relojes.

El tiempo del poema no está fuera de la historia, sino dentro de ella: es un texto y es una lectura. Texto y lectura son inseparables y en ellos la historia y la ahistoria, el cambio y la identidad, se unen sin desaparecer. No es una trascendencia, sino una convergencia. Es un tiempo que se repite y que es irrepetible, que transcurre sin transcurrir, un tiempo que vuelve sobre sí mismo. El tiempo de la lectura es un hoy y un aquí: un hoy que sucede en cualquier momento y un aquí que está en cualquier parte. El poema es historia y es aquello que niega a la historia en el instante en que la afirma. Leer un texto no—poético es comprenderlo, apropiarse de su sentido; leer un texto poético es resucitarlo, reproducirlo. Esa reproducción se despliega en la histo-ria, pero se abre hacia un presente que es la abolición de la historia. La poesía que co-mienza en este fin de siglo que comienza —no comienza realmente. Tampoco vuelve al punto de partida. La poesía que comienza ahora, sin comenzar, busca la intersec-ción de los tiempos, el punto de convergencia. Afirma que entre el pasado abigarrado y el futuro deshabitado, la poesía es el presente. La reproducción es una presentación. Tiempo puro: aleteo de la presencia en el momento de su aparición/desaparición.

Cambridge, Mass., junio de 1972

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Apéndices

1.. La crítica del tiempo no es sino uno de los métodos para exorcizar a la histo-ria. El otro es el régimen de castas. Aunque la palabra casta traduce con cierta fideli-dad el término generalmente usado en la India, jeti, los occidentales tienen la tenden-cia a darle un significado teñido de historicismo: no linaje o generación, sino clase es-tratificada. La palabra «clase», en el sentido en que la emplean los antropólogos occi-dentales y sus discípulos indios, tiene el sentido de grupo social e inmediatamente nos remite a la historia y al cambio. Desde este punto de vista, el fenómeno de las castas, por más singular que nos parezca, no es sino un caso extremo de un fenómeno universal: la tendencia a la estratificación social. Esta interpretación disuelve o, más exactamente, escamotea el concepto de «casta» en lo que tiene de único. Hay algo es-pecífico en la «casta». Si queremos comprender la ideología subyacente en que se apoya la realidad de las castas, lo que significa realmente este concepto para un indio tradicional, lo primero que debemos hacer es distinguir la «casta» de la «clase».

Para nosotros la sociedad es un conjunto de ciases, generalmente en lucha unas con otras y todas en movimiento. La sociedad humana es un todo dinámico y en cam-bio continuo; ese incesante movimiento es lo que la distingue de las sociedades ani-males, que son estáticas. En la sociedad humana aparece algo que no existe en la na-turaleza: la cultura. Y la cultura es historia. La concepción india es la contraria: no hay oposición entre naturaleza y sociedad, la primera es el arquetipo de la segunda. Para un indio las «castas» —hay más de tres mil— no son «clases», sino especies. La palabra jeti quiere decir precisamente especie. El indio ve a la sociedad humana en el espejo inmóvil de la naturaleza y sus especies inmutables. Lejos de ser excepción, el mundo humano prolonga y confirma el orden natural. A nosotros, acostumbrados a ver la sociedad como un proceso, nos parece el régimen de castas una escandalosa ex-cepción, una anomalía histórica. Así, la oposición entre «casta» y «clase» recubre otra más profunda: historia y naturaleza, cambio y estabilidad. Si hombres de otras ci-vilizaciones pudiesen terciar en el debate, probablemente dirían que la verdadera ex-cepción no es el régimen de castas —aunque algunos reconocerían que es una exage-ración más o menos inicua— ni la idea que lo inspira, sino pensar, como pensamos nosotros, que los cambios son inherentes a la sociedad y que esos cambios son casi siempre benéficos. Lo singular y único es sobre valorar el cambio, convertido en una filosofía y hacer de esa filosofía el fundamento de la sociedad. Un primitivo diría que semejante manera de pensar es, por lo menos, imprudente: equivale a abrir la puerta al caos original.

2. Ya escritas estas páginas llega a mis manos un interesante estudio de Edmund L. King: «What is Spanish Romanticism?» (Studies in Romanticism, i, II, Otoño

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1962). La primera parte del análisis del profesor King coincide con el mío: la pobreza del neoclasicismo español y la ausencia de una auténtica Ilustración en España expli-can la debilidad de la reacción romántica; en cambio no comparto el punto de vista que expone en la segunda pane de su estudio: el krausismo fue el verdadero romanti-cismo español, «pues infundió genuinas inquietudes románticas a una generación de jóvenes españoles que serían expresadas en las artes y la literatura de la que llama-mos la generación de 1898». Mi desacuerdo puede concretarse en dos puntos.

El primero: el krausismo fue una filosofía, no un movimiento poético. No hay poetas krausistas aunque algunos poetas de principios de siglo (Jiménez entre ellos) hayan sido tocados más o menos por las ideas de los discípulos españoles de Krause. ¿Y la generación de 1898? Fue un grupo de escritores memorables por su actitud crí-tica ante la realidad española, expresada sobre todo en sus obras en prosa. No consti-tuyen un movimiento poético, aunque algunos entre ellos hayan sido poetas. En cam-bio, la influencia del «modernismo» hispanoamericano fue determinante en todos los poetas de ese período: Jiménez, Valle—Inclán, Antonio y Manuel Machado, el mis-mísimo Unamuno.

El segundo punto de desacuerdo: la explicación del profesor King es contradic-toria, pues niega (u olvida) en la segunda parte de su estudio lo que afirma en la pri-mera. En la primera sostiene que el romanticismo español fracasó porque carecía de autenticidad histórica (aunque hayan sido sinceros individualmente los románticos es-pañoles): fue una reacción contra algo que los españoles no habían tenido, la Ilustra-ción y su crítica racionalista de las instituciones tradicionales. En la segunda parte afirma que el krausismo de la segunda mitad del siglo XIX fue el romanticismo que España no tuvo en la primera mitad. Ahora bien, si el romanticismo es una reacción frente y contra la Ilustración, el kransismo ha de ser también una reacción... ¿contra o ante qué? El profesor King no lo dice. Más claramente: si el krausismo es el equiva-lente español del romanticismo, ¿cuál es el equivalente español de la Ilustración? El problema deja de serlo si, en lugar de pensar que la tradición hispánica es una (la pen-insular), se acepta que es dual (la española y la hispanoamericana). La respuesta al aparente enigma está en dos palabras y en la relación contradictoria que entablan en el contexto hispanoamericano; positivismo y «modernismo». El positivismo es el equivalente hispanoamericano de la Ilustración europea y el «modernismo» fue nues-tra reacción romántica. No fue, claro, el romanticismo original de 1800, sino su metá-fora. Los términos de esa metáfora son los mismos que los de románticos y simbolis-tas: analogía e ironía. Los poetas españoles de ese momento responden al estímulo hispanoamericano de la misma manera que los hispanoamericanos habían respondido al estímulo de la poesía francesa. La cadena es: positivismo hispanoamericano —> «modernismo» hispanoamericano —> poesía española.

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¿Por qué fue fecunda la influencia de la poesía hispanoamericana? Pues porque, gracias a la renovación métrica y verbal de los «modernistas», por primera vez fue posible decir en castellano cosas que antes sólo se habían dicho en inglés, francés y alemán. Esto lo adivinó Unamuno, aunque para desaprobarlo. En una carta a Rubén Darío dice: «Lo que yo veo, precisamente en usted, es un escritor que quiere decir, en castellano, cosas que ni en castellano se han pensado nunca ni pueden, hoy, con él pensarse». Unamuno veía en los «modernistas» a unos salvajes parvenüs adoradores de formas brillantes y vacías. Pero no hay formas vacías o insignificantes. Las formas poéticas dicen y lo que dijeron las formas «modernistas» fue algo no dicho en caste-llano: analogía e ironía. Una vez más: el «modernismo» hispanoamericano fue la ver-sión, la metáfora, del romanticismo y del simbolismo europeos. A partir de esa ver-sión, los poetas españoles exploraron por su cuenta otros mundos poéticos.

¿Cómo explicar la escasa penetración de las ideas de la Ilustración en España? En su libro Liberales y románticos, Llorens cita unas desilusionadas frases de Alcalá Galiano: «Sin duda alguna esta renovación (la romántica) de la poesía y la crítica era sobremanera saludable; pero pecó entre nosotros cabalmente por lo que habían peca-do las doctrinas erróneamente llamadas clásicas, esto es, por ser planta de tierra extra-ña traída a nuestro suelo con poca inteligencia y plantada en él para dar frutos forza-dos, pobres, mustios de color y escasos de fuerza...». La explicación de Alcalá Ga-liano es poco convincente: la poesía italiana fue en el siglo XVI una planta no menos extraña que el neoclasicimo en el XVIII y el romanticismo en el xix, pero sus frutos no fueron escasos ni pobres. Llorens cita la opinión de uno de los extremistas deste-rrados en Londres y que se ocultaba bajo el pseudónimo de «Filópatro». En 1825, en El Español Constitucional, que pasaba por ser el vocero de los comuneros, Filópatro decía: «...Los españoles empezaron a ilustrarse clandestinamente, devorando con an-sia las obras más selectas de filosofía y de derecho público de que hasta entonces no habían tenido la menor idea... Empero esa misma ilustración (los Lock.es, los Voltai-res, los Montcsquieus, los Rousseaus...), como inmatura y sin contacto alguno con la práctica, vino a dar de sí frutos más amargos que la ignorancia misma». Filópatro te-nía razón; para que la Ilustración hubiese fecundado a España habría sido necesario insertar las ideas (la crítica) en la vida (la práctica). En España faltó una clase, una burguesía nacional, capaz de hacer la crítica de la sociedad tradicional y modernizar ai país.

3. La crítica de la religión en el siglo XVIII abarcó al cielo y a la tierra: crítica de la divinidad cristiana, sus santos y sus demonios; crítica de sus Iglesias y sus sacerdotes. Por lo primero, crítica de la religión como verdad revelada y escritura in-mutable; por lo segundo, como institución humana. La filosofía minó el edificio con-ceptual de la teología y combatió las pretensiones a la hegemonía y a la universalidad de la Iglesia. Destruyó la imagen del Dios cristiano, no la idea de Dios. La filosofía

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fue anticristiana y deísta: Dios dejó de ser una persona y se convirtió en un concepto. Ante el espectáculo del universo los filósofos se entusiasmaron: creyeron descubrir en sus movimientos un orden secreto, una inspiración escondida y que no podía ser sino divina. Doble perfección: el universo estaba movido por un designio racional que era igualmente un designio moral. La religión natural substituyó a la religión re-velada y la academia filosófica al cónclave cardenalicio. La idea de orden y la idea de causalidad eran manifestaciones visibles, evidencias racionales y sensibles de la exis-tencia de un proyecto divino; el movimiento del universo estaba inspirado por un fin y un propósito: Dios es invisible, no sus obras ni la intención que anima a esas obras. Los materialistas y los ateos, salvo rarísimas excepciones, también compartieron esta creencia: el universo es un orden inteligente y dotado de un propósito evidente, inclu-so si ignoramos cuál es su finalidad última.

David Hume fue el primero que hizo la crítica de los críticos de la religión —una crítica que todavía no ha sido superada y que es aplicable a muchas de nuestras creencias contemporáneas. En sus Dialogues Concerning Natural Religión mostró que los filósofos habían colocado sobre los altares vacíos ¿el cristianismo otras divi-nidades no menos quiméricas, conceptos divinizados como los de la armonía univer-sal y el propósito que anima a esa armonía. En la noción de designio o propósito está la raíz de la idea religiosa y allí donde aparece, sin excluir a las filosofías ateas y ma-terialistas, aparece también la religión y con ella, urde o temprano, una Iglesia, un mi-to y una inquisición. El contenido de cada religión puede variar —el número de dio-ses e ideas que han adorado y adoran los hombres es casi infinito—, pero detrás de todas esas creencias encontramos siempre el mismo esquema: atribuir un propósito al universo y en seguida identificar ese propósito con el bien, la libertad, la santidad, la eternidad o cualquier otra idea del mismo género.

No es difícil deducir de la crítica de Hume esta consecuencia: el origen de la idea de la historia como progreso es religioso y la idea misma es pararreligiosa. Es el resultado de una doble y defectuosa inferencia: pensar que la naturaleza tiene un de-signio e identificar ese designio con la marcha de la socie—> dad y de la historia. To-das las religiones y pseudorreligiones obedecen a este mismo razonamiento. En el primer momento de esta operación de ilusionismo, al observar la regularidad real o aparente de los procesos naturales, se introduce en ese orden la idea de finalidad; en el segundo momento se atribuyen los cambios y agitaciones sociales a la acción del mismo principio que anima a la naturaleza. Si la historia posee realmente un sentido, el transcurrir se vuelve providencial, aunque el nombre de esa providencia cambie con los cambios de la sociedad y la cultura: unas veces se llama Dios, otras evolu-ción, otras dialéctica de la historia. La importancia del calendario en la antigua China (o en Mesoamérica) es otra consecuencia de la misma idea: el modelo del tiempo his-

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tórico es el tiempo natural, el tiempo del sol y del movimiento de los cuerpos celes-tes.

La religión es una interpretación de la condición original del hombre, arrojado en un mundo extraño y ante el cual su primera sensación es la de abandono, orfandad, desamparo. Podemos juzgar de muchas maneras el sentido y el valor de la interpreta-ción religiosa. Podemos decir, por ejemplo, que es un acto de hipocresía inconsciente, valga la paradoja, por medio del cual nos engañamos a nosotros mismos antes de en-gañar a nuestros semejantes. O podemos decir que es una manera de conocer o, más bien, de penetrar en la otra realidad, esa región que nunca vemos con los ojos abier-tos. También podemos decir que quizá no es sino la manifestación de una tendencia inherente a la naturaleza humana. Si fuese así, no habría más remedio que aceptar la existencia de un «instinto religioso». La crítica de Hume es decisiva porque, al mos-trar que invariablemente se trata de la misma operación —cualesquiera que sean la sociedad, la época, el contenido y el carácter de las representaciones y creencias—, implícitamente nos autoriza a sospechar que estamos ante una estructura mental co-mún a todos los hombres. Al mismo tiempo, al subrayar su carácter inconsciente, apunta que es el resultado de una necesidad psíquica y, en cierto modo, instintiva. La crítica de Hume sería completada un siglo y medio después por Freud y por Heide-gger, pero todavía nos falta una descripción completa del «instinto religioso».

Cualquiera que sea su origen, la religión aparece en todas las sociedades: en las primitivas y en las grandes civilizaciones de la. Antigüedad, en el seno de los pueblos que creen en la magia y en las sociedades industriales contemporáneas, entre los ado-radores de Mahoma y entre los que juran por Marx. En todas partes y en todas las épocas el «instinto religioso» convierte a las ideas en creencias y a las creencias en ri-tos y mitos. Sería injusto olvidar que le debemos la encarnación de las ideas en imá-genes sensibles. Nada más hermoso que esa estatua india (Orissa) del siglo XII, que representa a Prajna Paramita, la Suprema Sabiduría budista, el concepto metafísico central de la tendencia Mahayana, como una muchacha desnuda y alhajada. Doble rostro de la religión: la experiencia solitaria de los místicos y el embrutecimiento de los pueblos, la iluminación espiritual y la rapacidad de los clérigos, la fiesta comunal y la quema de herejes.

La crítica de Hume es aplicable a todas esas filosofías e ideologías que no son sino religiones vergonzantes, sin dioses pero con sacerdotes, libros santos, concilios, beatos, verdugos, herejes y reprobos. Hume anticipó lo que ocurriría cincuenta años después: la razón adorada como una diosa y el ser supremo de los filósofos converti-do en el Jehová de sectas pedantes y sanguinarias. La crítica de la religión desplazó al cristianismo y en su lugar los hombres se apresuraron a entronizar a una nueva dei-dad: la política. El «instinto religioso» contó con la complicidad de la filosofía. Los filósofos substituyeron una creencia por otra; la religión revelada por la religión natu-

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ral, la gracia por la razón. La filosofía profanó al cielo, pero consagró a la tierra; la consagración del tiempo histórico fue la consagración del cambio en su forma más in-tensa e inmediata: la acción política. La filosofía dejó de ser teoría y descendió entre los hombres. Su encarnación se llamó revolución. Si la historia humana es la historia de la desigualdad y la iniquidad, la redención de la historia, la eucaristía que la cam-bia en igualdad y libertad, es la revolución.

El tema mítico del tiempo original se convierte en el tema revolucionario de la sociedad futura. Desde fines del siglo XVIII y señaladamente desde la Revolución francesa, la filosofía política revolucionaria confisca uno a uno los conceptos, valores e imágenes que tradicionalmente pertenecían a las religiones. Este proceso de apro-piación se agudiza en el siglo XX, el siglo de las religiones políticas como los siglos XVI y XVII lo fueron de las guerras de religión. Desde hace doscientos años hemos vivido, primero los europeos y después todos los hombres, en espera de un aconteci-miento que posee para nosotros la gravedad y la fascinación terrible que tenía la Se-gunda Vuelta de Cristo para los primeros cristianos: la Revolución. Este aconteci-miento, visto con esperanza por unos y con horror por otros, posee un significado do-ble según ya he dicho; es la instauración de una sociedad nueva y es la restauración de la sociedad original, antes de la propiedad privada, el Estado, la escritura, la idea de Dios, la esclavitud y la opresión de las mujeres. Expresión de la razón crítica, la Revolución se sitúa en el tiempo histórico: es el cambio del presente inicuo por el fu-turo justo y libre. Ese cambio es un regreso: la vuelta al tiempo del principio, a la ino-cencia original. Así, la Revolución es una idea y una imagen, un concepto que partici-pa de las propiedades del mito y un mito que se funda en la autoridad de la razón.

En las sociedades del pasado, las religiones tenían la exclusividad de dos funcio-nes: cambiar al tiempo y cambiar al hombre. Los cambios de calendario no eran cam-bios revolucionarios, sino religiosos. Cambio de era, cambio de dios: los cambios del mundo eran los cambios de transmundo. Las revueltas, los motines, las usurpaciones, las abdicaciones, el advenimiento de nuevas dinastías, las transformaciones sociales, las mutaciones del régimen de propiedad o de la estructura jurídica, los inventos, los descubrimientos, las guerras, las conquistas —todo ese enorme e incoherente rumor de la historia con sus vicisitudes incesantes— no entrañaban alteración de la imagen del tiempo y de la cuenta de los años. No sé si se haya reparado y meditado sobre un hecho singular: para los indios mexicanos la Conquista fue un cambio de calendarios. O sea: un cambio de divinidades, un cambio de religión. En el mundo moderno la re-volución desplaza a la religión y por eso los revolucionarios franceses intentaron cambiar el calendario. Según la conocida frase de Marx, la misión del filósofo no consiste tanto en interpretar al mundo como en cambiarlo; ese cambio entraña la adopción de un nuevo arquetipo temporal: cambio de la eternidad cristiana por el fu-

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turo de las revoluciones. La función religiosa que consiste en la creación y el cambio del calendario se convierte así en una función revolucionaria.

Algo semejante sucede con la otra función de las religiones: cambiar al hombre. Las ceremonias de iniciación y de tránsito consisten en una verdadera transmutación de la naturaleza humana. Todos esos rituales poseen una nota en común: el sacramen-to es el puente simbólico por el que el neófito pasa del mundo profano al mundo sagrado, de ésta a la otra orilla. Tránsito que es muerte y resurrección: un hombre nuevo emerge del rito. El bautismo nos cambia, nos da un nombre y nos hace otros; la comunión es también una transmutación y la misma función tiene el viático, pala-bra significativa como pocas. El rito central, en todas las religiones, es el del ingreso a la comunidad de los fieles y ese rito, en todos los casos, equivale a un cambio de naturaleza. Conversión expresa con mucha claridad esta mutación que es igualmente un regreso a la comunidad original (con verteré: «verterse con» y también «cambiarse en» y «con»). Desde el nacimiento de la era moderna y con mayor insistencia durante los últimos cincuenta años, los dirigentes revolucionarios proclaman que el fin último de la revolución es cambiar al hombre: la conversión del individuo y la comunidad. A veces esta pretensión ha adoptado formas que habrían sido grotescas si no hubiesen sido atroces como cuando, combinando la superstición por la técnica y Ja superstición ideológica, se llamó a Staiin: «ingeniero de hombres». El ejemplo de Stalin es aterra-dor; hay otros que son conmovedores: Saint—Just, Trotski. Incluso si me conmueve el carácter prometeico de su pretensión, no tengo más remedio que deplorar su inge-nuidad y condenar su desmesura.

La primera edición de Los hijos del Limo es de 1974; el texto de este libro es, modificado y ampliado, el de las conferencias que dio Octavio Paz en la Universidad de Harvard (Charles Eliot Norton Lectures) el primer semestre de 1972.