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MUERTES DE PERRO Francisco Ayala

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MUERTES DE PERRO

Francisco Ayala

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VII

ÍNDICE

Hacia Muertes de perro

EPIFANÍAS OSCURAS José María Merino XIII

LA INVENCIÓN DE MUERTES DE PERRO, DE AYALA

Carolyn Richmond XLIII

Muertes de perro 1

El fondo sociológico en mis novelas 233

Francisco Ayala

ANEXOS Bibliografía 255 Glosario 261

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XIII

Epifanías oscuras

JOSÉ MARÍA MERINO

Es de sobra conocido que, dentro de la variedad de registros

creativos que caracterizaron a Francisco Ayala —ensayista, tra-

ductor, memorialista, articulista...—, sus colecciones de cuen-

tos y novelas cortas también presentaron una rica diversidad

de matices. Partiendo de una mirada realista, que más adelan-

te no dejó de interesarse por la experimentación, Ayala terminó

practicando un realismo que me atrevería a denominar como

expresionista.

Muchos aspectos del comportamiento humano estimularon

la narrativa de Ayala desde esta perspectiva, algunos relacio-

nados con la guerra civil española, pero donde con especial

atención utilizó tal realismo expresionista, a través de un enfo-

que sardónico, y además, para tratar del poder —turbiamente

relacionado con el odio, la impostura, la manipulación, la des-

lealtad, la frustración, la venganza...— fue en la novela Muertes

de perro (1958), que se completaría con El fondo del vaso (1962), dos textos sustantivos para su obra y en los que el autor forma-

liza, pudiéramos decir, un escenario, el trópico americano, y un

tono, el propio de un narrador muy caracterizado por su voz,

aunque debe señalarse, como precedente de dicho espacio tro-

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JOSÉ MARÍA MERINO

XIV

pical, aunque en este caso africano, el escenario de la novela

corta Historia de macacos (1952), en la que determinado enredo

le sirve para mostrar también con profunda causticidad las ac-

titudes y conductas de un grupo humano.

Tanto en Muertes de perro como en El fondo del vaso, Ayala

utiliza con vigor su talento literario para describir, mediante

la ficción, el ambiente moral y social de los altos responsables

y de ciertos burgueses de una época marcada por una dictadu-

ra y el tiempo posterior a ella, en un país centroamericano.

1. Las «novelas de dictador»

El referente dictatorial ha propiciado que algunos estudiosos

enmarquen Muertes de perro dentro de esa especie de subgé-

nero denominado «novela de dictador», cuya primera referen-

cia sería Tirano Banderas (1926), de Ramón María del Valle-Inclán y la última, por ahora, La Fiesta del Chivo (2000), de Mario Var-

gas Llosa, y en el que también se enmarcarían El señor presi-

dente (1946), de Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo (1974), de Augusto Roa Bastos, El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez o El recurso del método (1974), de Alejo Car-

pentier, por citar algunos ejemplos muy conocidos.

Ciertos analistas del fenómeno recuerdan también, acaso

por buscarle al fenómeno una raíz netamente americana, Fa-

cundo o civilización y barbarie en las pampas argentinas (1845),

de Domingo Faustino Sarmiento, pero este libro no se puede

enmarcar dentro de la ficción, como todos los anteriormente ci-

tados, ya que, aunque la novela de Vargas Llosa se relacione con la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo en la República Do-

minicana, no se trata de un libro de historia ni de ensayo, sino

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Epifanías oscuras

XV

claramente de una invención novelesca, lo que no es el libro de

Sarmiento, que concierne al caudillo Facundo Quiroga desde un

tratamiento que no tiene nada que ver con lo ficticio. Por el pru-

rito de buscar antecedentes no ficticios a las «novelas de dicta-

dor» en el espacio americano, tendríamos que remontarnos a

todo lo que se escribió sobre Lope de Aguirre, por ejemplo,

desde Jornada de Omagua y Dorado (¿1562?), de Francisco Váz-

quez hasta La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

(1821), de Robert Southey, pasando por Noticias historiales de

la gobernación de Venezuela y la historia del tirano Aguirre

(¿1627?), de fray Pedro Simón, por lo menos, e inscribir tam-

bién en el subgénero La aventura equinoccial de Lope de Aguirre

(1964), de Ramón J. Sender... Más adelante me detendré en la relación entre Novela e Historia.

En consecuencia, la verdadera primera «novela de dicta-

dor» es, sin lugar a dudas, la citada Tirano Banderas, de Ramón

María del Valle-Inclán. Por otra parte, Valle-Inclán tenía expe-

riencia de las dictaduras hispanoamericanas, pues había esta-

do en México en 1892, en plena vigencia del Gobierno de Porfi-

rio Díaz, y volvió a aquel país en 1921, tras la Revolución y bajo

el Gobierno de Álvaro Obregón.Del mismo modo que España ha tenido, a lo largo de los

siglos xix y xx, una dolorosa tradición de guerras civiles, y en

el xx de dictaduras, la franquista especialmente ominosa, His-

panoamérica ha sufrido también durante esos dos siglos una

nutrida serie de gobernanzas dictatoriales. A modo de ejemplo,

pensemos que, en México, antes de Porfirio Díaz gobernó Anto-

nio López de Santa Anna (1833-1855); que en Guatemala, en los

años treinta del siglo xix mandaba el dictador Rafael Carreras,

y que durante los años treinta del siglo xx gobernaba el país el

dictador Jorge Ubico; que el cruce de ambos siglos conoció en

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XVI

JOSÉ MARÍA MERINO

Ecuador al dictador Eloy Alfaro —muerto por el furor público en

1912—; que el autoproclamado «americano ilustre» Antonio

Guzmán Blanco, que tuvo en sus manos Venezuela en los años setenta y ochenta del xix, sería antecedente de Marcos Pérez

Jiménez, dictador en los años cincuenta del xx; que Nicaragua sufrió durante cincuenta años, desde finales del siglo xix hasta

los años cincuenta del xx, el poder dictatorial de la familia So-

moza; que Cuba conoció la dictadura de Gerardo Machado entre

1925 y 1933, y luego la de Fulgencio Batista de 1952 a 1958,

como pórtico del castrismo. Es decir, que la dictadura como la-

mentable tradición social está bien arraigada en aquel mundo.

Muertes de perro, que ofrece como marco indudable una

brutal dictadura y sucesos que tienen su arraigo natural en ese

ámbito social y político, presenta también otras connotaciones.

Claro que se puede analizar como representación del acrisola-

do mundo dictatorial que, como hemos visto, tantas muestras

ha ofrecido en la vida real hispanoamericana, e incluso ha ha-

bido muchos lectores que han querido identificar su contenido

con referentes no ficcionales. El propio Ayala, en Recuerdos y

olvidos 1906-2006 (Alianza Editorial, 2006), con motivo de la tra-

ducción de Historia de macacos al checo, nos dice, refiriéndose

a Muertes de perro, lo siguiente:

Presenta esta novela el espectáculo de una dictadura en una imagi-

naria república centroamericana, y claro está que los elementos de

composición provienen de diferentes sitios y circunstancias, sin que

en verdad el argumento ni los personajes retraten realidad ningu-

na en particular. No obstante, una vez, y otra, y otra, se ha repetido

con mucha frecuencia el caso de que alguien viniera a pretender

identiicar los supuestos modelos. Incluso hubo quien me ponderó

admirativamente: «Pero ¡qué bien que conoce usted mi país! Yo

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Epifanías oscuras

XVII

puedo ponerle su nombre real, sin equivocación, a cada uno de los

personajes de su novela». «¿Cuál es su país?», le pregunté al buen

hombre. Era un periodista nicaragüense que se acercó a saludarme

al inal de una conferencia mía en Nueva York; y se quedó entre de-

cepcionado e incrédulo cuando le dije que jamás había estado en

Nicaragua... ¡Hasta se ha pretendido ver que mi novela satirizaba

la dictadura de Franco en España, y ya son ganas de saltar desde la

icción al terreno de los hechos prácticos!

Lo que le da a Muertes de perro su indiscutible personalidad

en el campo de lo que podríamos denominar «ficciones dictato-

riales» es, precisamente, su riqueza de matices, una perspectiva

que, sin dejar de ofrecernos un modelo de mundo castigado por

el despotismo, presenta un panorama de comportamientos y

actitudes muy definitorias de la condición humana. En tal sen-

tido, acotar este libro solo como «novela de dictador» sería

traicionar su sentido profundo y empobrecer su significado.

Ayala hace transcurrir Muertes de perro en una dictadura, pero

lo que sobre todo pretende es mostrarnos unas conductas, un

panorama social y personal, del mismo modo que la dictadura

ya no existe en El fondo del vaso y, sin embargo, son los com-

portamientos humanos, dentro también de un contexto social

concreto, lo que al novelista le interesa presentarnos.

2. Muertes de perro

La actitud del autor y su manera de utilizar los diferentes ele-

mentos constructivos de Muertes de perro es lo que voy a inten-

tar analizar, desde el escenario y el tiempo del relato hasta las

técnicas narrativas materiales, pasando por la conformación

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JOSÉ MARÍA MERINO

XVIII

de las conductas de los personajes y el juego dramático de la

historia, haciendo luego una breve referencia inal a El fondo

del vaso.

A.- El escenario

Ante todo, uno de los aspectos que sorprenden en Muertes de

perro es la extrema parquedad descriptiva, la austeridad lleva-

da al límite con que se nos dibuja el ambiente físico en el que

se desarrolla la icción. El narrador principal, Luis Pinedo, señala simplemente que

se trata «de un país chiquito, demasiado chiquito, un pobre

rincón del trópico, apartado, perdido entre las que nosotros,

con evidente hipérbole, llamamos, en comparación, “las gran-

des potencias vecinas”; y todavía, por si fuera poco, encerrado

tras esa franja de terreno que nos aprieta, estrangula y ahoga:

la especie de puerto franco, antiguo nido de piratas y hoy em-

porio comercial, que han podido conservar ahí los holande-

ses...» (cap. I).A lo largo de los treinta capítulos del libro, hay contadísimas

ocasiones en las que el espacio físico de los sucesos merezca

algún interés por parte del cronista principal y de los redacto-

res de los documentos que maneja, con declaraciones o con-

fesiones integradas en ellos. Por eso sorprenden tanto esas alu-

siones mínimas al escenario, cuando aparecen. Por ejemplo, al

entorno natural, que tan exuberante es en el trópico, solamen-

te se alude en una ocasión: «allí donde el sendero se angosta

con el lujo de los flamboyanes y los bambús» (cap. VI), sin que los numerosos espacios exteriores e interiores —casas, ofici-

nas, conventos, iglesias, plazas, calles, cuarteles, el pueblo de

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XLIII

La invención de Muertes de perro, de Ayala

CAROLYN RICHMOND

The best-laid schemes of mice and men

Often go awry.

Robert Burns, «To a Mouse»

Nunca se sabe nada, nunca.

Francisco Ayala,

«Erika ante el invierno»

Redactada por Francisco Ayala hacia inales de la década de los cincuenta, Muertes de perro (1958) es una novela a la vez

fascinante y compleja: una obra cuyas raíces se remontan, por

un lado, a la trayectoria vital del autor, y por otro, a sus propios

escritos y lecturas. Narrada en primera persona por un com-

pulsivo, inválido y autodesignado historiador en el proceso de

coleccionar y ordenar información, tanto escrita como oral,

para una crónica, que él mismo se ha propuesto redactar, de

ciertos dramáticos acontecimientos acaecidos en años recien-

tes en un anónimo país tropical durante la presidencia del dic-

tador Bocanegra, la historia propiamente dicha se irá desen-

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XLIV

CAROLYN RICHMOND

volviendo delante de los ojos del lector en múltiples planos y

desde una multitud, también, de puntos de vista.

Cada escritor es hijo del momento histórico en que le ha

tocado vivir, así como de una tradición cultural: de un presente

concreto que va hacia el futuro, y de un ahora inconcreto, ínti-

mo, integrado por toda suerte de experiencias personales en-

tre las que desempeñan, lógicamente, un papel fundamental sus

propias lecturas. Estas dos vertientes suelen encontrar expre-

sión, tanto estética como intelectual, en el arte literario, fruto de

lo experimentado física, racional, emocional y espiritualmente

por el escritor, quien, a lo largo de su propio viaje vital, va adqui-

riendo una perspectiva temporal —la de la plena madurez— que

recuerda, a su vez, la del mítico Jano bifronte, quien mira si-

multáneamente hacia el pasado y hacia el futuro. En el caso de

Ayala, como en el de otros grandes autores, la relación entre

experiencia e invención encuentra entonces nuevas, y originalísi-

mas, vías de expresión poética, según, al ocuparnos de la novela

Muertes de perro, tendremos ocasión de ver.

Escritores hay —entre ellos el propio Ayala— cuya obra se

caracteriza por un fondo filosófico que les concede una especie

de unidad que va más allá de la del estilo. El lector que nada

sabe del código de honor, por ejemplo, no puede entrar de lleno

en el teatro español del Siglo de Oro, y al que ignora las tradicio-

nes literarias —la caballeresca, la pastoril…— anteriores al Qui-

jote, se le escapará forzosamente lo que tiene de paródica esta

novela. Si bien a primera vista muchísimo menos patente, el fondo

ideológico de la obra de invención ayaliana resulta ser de suma

importancia. En el caso concreto de Muertes de perro, por ejem-

plo, me referiré más adelante a un valioso texto del autor titu-

lado «El fondo sociológico en mis novelas», del año 1968, inclui-do como apéndice en esta edición. En una «Conversación sobre

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XLV

La invención de Muertes de perro, de Ayala

El jardín de las delicias», del año 1972 (Confrontaciones, 1972), Fran-

cisco Ayala le dice a Andrés Amorós que la «visión amarga» per-

cibida por su entrevistador en la primera parte de este libro (1971) «[e]s del mundo actual, sin duda; pero es también y, en definitiva,

de la condición humana». Las palabras que siguen son de suma

importancia para comprender con mayor profundidad el conjun-

to de la obra de nuestro autor:

Yo acepto —dice— como verdad básica el mito del pecado original, la

naturaleza corrompida del hombre; pero —cuidado— también admi-

to, y relejo en mis escritos, la redención. Basta pensar en El fondo

del vaso [la novela complementaria de Muertes de perro] o en aquella

nostalgia del Paraíso que diversamente se hace siempre presente en

mis obras de invención. [Subrayados míos]

He aquí una de las claves esenciales para una mejor com-

prensión de la narrativa ayaliana en toda su complejidad. Según

queda de manifiesto en las palabras que se acaban de citar, así

como en la referida comunicación acerca del fondo sociológico

de sus novelas, Francisco Ayala fue un escritor sumamente cons-

ciente. Poco o nada en su arte se deja al azar. Y según tendremos

ocasión de ver, dentro de la vida reflejada, recreada, transforma-

da en su obra se incluye también, junto con las demás artes, la

literatura (me refiero aquí a la literatura como poesía), con la que

desde muy temprano viene dialogando nuestro autor.

Un escritor en la sociedad de masas

El escritor en la sociedad de masas daría Ayala como título, en

el año 1956, a una recopilación de cinco ensayos, redactados

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XLVI

CAROLYN RICHMOND

todos —menos el primero, de 1948— tras haber dejado Buenos

Aires para vivir en Puerto Rico, luego en Estados Unidos. Los

títulos hablan por sí solos: «Para quién escribimos nosotros»,

«El escritor de lengua española», «Digresión sobre la cultura

nacional», «Humanidades y humanidad» y «El escritor en la so-

ciedad de masas». En el caso de este último, no se trata, claro

está, de ningún fenómeno nuevo: la expresión sociedad de ma-

sas era de uso común ya a inales del siglo xix. Y sin embargo, es

en este punto preciso de su trayectoria vital, cuando se halla

nuestro autor en un momento de transición, sin saber con se-

guridad qué le deparará el futuro, ni a él, ni mucho menos al mun-

do, cuando se pone a relexionar sobre temas de esta naturaleza. ¿Inluyen en ello sus nuevas experiencias en Estados Unidos? ¿Las circunstancias histórico-sociales de aquella época? A inales del año siguiente (1957) parece haber entregado ya a una editorial argentina el original de Muertes de perro. Para pro-

curar entender mejor las condiciones en las que lo llegó a escri-

bir su autor, así como lo que pudiera haber en esta novela de

relejo personal suyo, habrá que retroceder ahora en el tiempo y comenzar por el principio.

1906-1921: Granada

Vayamos al 16 de marzo de 1906, cuando vino al mundo, en la ciudad de Granada, Francisco de Paula Ayala García-Duarte,

quien pasaría allí los primeros dieciséis años de la que sería

una vida de infalible lucidez, que más de un siglo después, el

3 de noviembre de 2009, llegó por in a dar en aquella mar, que es

el morir. A aquellos tres lustros formativos se remonta todo lo

que, ampliado y enriquecido por la experiencia de las décadas

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XLVII

La invención de Muertes de perro, de Ayala

siguientes, llegará a formar parte, a mediados de los años cin-

cuenta, de eso que se denomina, vagamente, la materia prima

de la inspiración artística del creador. Que el lector actual de

Muertes de perro se valga como quiera de los datos que a partir

de aquí se le van a suministrar, siendo, como es, libre de sacar

de ellos las conclusiones que desee. Pero como cada obra es

hija, a su vez, no solo de su tiempo, sino también —y sobre

todo— de su creador, hemos de proporcionar algunos detalles

que se espera ayuden a situar esta novela dentro de la vida y

obra de su autor.

Para llegar a comprender a fondo lo que significaron para

Francisco Ayala aquellos años de infancia y adolescencia el

lector interesado puede leer las páginas iniciales —tituladas

«Del Paraíso al destierro»— de sus memorias, Recuerdos y ol-

vidos (1906-2006), además de las cuatro piezas —auténticos

poemas en prosa— con las que se abre la segunda parte de El

jardín de las delicias, «Días felices». Quisiera, a partir de todas

ellas, proponer una serie de temas o motivos, a los que volvería

luego Ayala en su obra, los cuales se remontan, precisamente,

a esta primera época de su vida, en particular, a la década que

trascurre entre 1912 y 1921, o sea, antes de que se trasladase,

con sus padres y hermanos menores, a la capital. Son años

—recuérdese— que coinciden, en Europa, con la Gran Guerra

(1914-1918), desencadenada el 28 de junio de 1914 por el aten-

tado terrorista de Sarajevo en el que murió el archiduque Fran-

cisco Fernando de Austria, heredero de la corona austrohún-

gara; con la Revolución rusa (1917); con la pandemia de «gripe española» (1918), que dio muerte a más personas que la Pri-

mera Guerra Mundial; y con la elección de Adolf Hitler al frente

del movimiento nacionalsocialista en Alemania (1921). En Es-

paña, oficialmente neutral en esta guerra, hubo sin embargo

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XLVIII

CAROLYN RICHMOND

inestabilidad política, protestas sociales, huelgas y —como

ocurrió en otros países— atentados anarquistas. De todo este

(esquemáticamente trazado) panorama histórico convendría

señalar varios factores que dejaron huellas inmediatas en la

vida y obra de nuestro autor.

El primero fue un acontecimiento familiar, seguido de una

decisión de gran transcendencia por parte del joven Francisco:

su padrino, un señor adinerado cuyo único hijo había fallecido

en la antes referida epidemia de gripe, ofreció hacerse cargo de

él cuando el resto de la familia se trasladó a la capital, oferta que

(afortunadamente) Ayala rechazó. El segundo, narrado en el

apartado de las memorias titulado «La Primera Guerra Mun-

dial», está directamente relacionado con la Gran Guerra sufrida,

con enorme intensidad, por los españoles, que estaban dividi-

dos en dos bandos: los germanófilos, a los que pertenecían el

padre del autor, sus parientes y amigos, y los francófilos o

aliadófilos, representados, en la familia, sobre todo por dos

tíos maternos suyos. Todos ellos, según Ayala —quien en aque-

llas circunstancias se identificaba con su padre—, «furibun-

dos». (La eterna lucha entre hermanos —entre Abel y Caín—

sería en años venideros uno de los grandes temas de su obra

narrativa.)

Cuenta el autor que cuando tenía ocho años, su padre le

hacía leer en voz alta —verdadera «ordalía»— «los telegramas

[publicados en los periódicos] con informaciones de la guerra,

una lectura —escribe— salpicada de nombres extranjeros y tér-

minos militares para mí incomprensibles»; lo cual nos condu-

ce, por asociación, al importante papel desempeñado desde

muy temprano en la vida de Francisco Ayala por el primer me-

dio de comunicación masiva del mundo: la prensa diaria, la cual

—según queda claro tanto en Muertes de perro como (y sobre

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XLIX

La invención de Muertes de perro, de Ayala

todo) en la novela que la sigue, El fondo del vaso (1962)— de-sempeñaría en su obra de invención un papel fundamental. No hay razón alguna para pensar que aquellas lecturas de la pren-

sa por parte del joven Ayala —quien, según confesión propia,

era un lector no solo precoz, sino también voraz— se limitaran

a los telegramas sobre la guerra; otros reportajes y crónicas le

servirían asimismo, muy pronto, de fuentes de inspiración.

Un fenómeno histórico-social que habría que tener espe-

cialmente en cuenta es el del anarquismo, movimiento que

sembraba en aquella sociedad de masas desorden e inestabili-

dad y que conocía también de cerca el joven Ayala, según se ve

reflejado en sus primeras dos novelas largas, Tragicomedia de

un hombre sin espíritu e Historia de un amanecer (1925 y 1926).Los contrastes —por no decir disparidades— existentes en-

tre las ramas materna y paterna de su familia dejarían en Ayala

unas huellas profundas que influirían definitivamente en su

obra literaria. Relacionada con ello, así como con su muy tempra-

na lectura del Quijote, está su personal visión perspectivista de

la realidad, a la que habría que añadir un enorme respeto por

opiniones ajenas a la suya… con tal de que no estuvieran en

contra de lo justo y equitativo —según queda bien claro en las

piezas «Lección ejemplar» y «Latrocinio», de El jardín de las deli-

cias—. Otro motivo fundamental de su obra narrativa, el del pe-

cado original, parece remontarse, asimismo, a ciertas expe-

riencias juveniles (por ejemplo, como más de una vez me contó

el autor, la pieza que antecede a dichos textos, titulada «A las

puertas del Edén», estaba inspirada en un hecho real). Cabe

señalar aquí, también, la ficcionalización en El jardín de las de-

licias de las primeras —y simbólicas— consecuencias del pe-

cado original en aquella evocación lírica del paraíso perdido

que se titula «Nuestro jardín».

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5

I

Estamos demasiado acostumbrados hoy día a ver en el cine re-voluciones, guerras, asaltos y asonadas, todas esas espectacula-res violencias, en fin, donde la bestia humana ruge; pero quien solo en el cine las haya visto, mal podrá —pienso yo— imaginar-se la sencillez estupenda con que en la realidad se desenvuel-ven cuando por desgracia le toca a uno —como a mí, ahora— presenciarlas de veras. Transcurrido el tiempo, acontecimientos tales serán sin duda admiración de las generaciones nuevas; y el que los ha vivido pasará a sus ojos, sin otro motivo, por un héroe. En cuanto a mí, desde luego renuncio a semejante gloria, y me aplico a preparar este relato con el desengaño de la pura verdad. Instalado siempre en mi sillón de ruedas, testigo de tanto y tan cruel desorden, aquí estoy, en medio del torbellino, sin que has-ta el momento nadie me haya molestado. Si mi invalidez sigue valiéndome, si acaso no se le ocurre todavía a algún mala sangre divertirse a costa de este pobre tullido y meterme de un empu-jón en la grotesca danza de la muerte, es muy probable que lle-guemos al final, y pueda contarlo... Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente.

Mientras tanto, mi nulidad me preserva. De mí ¿quién va a ocuparse? Y hasta me sobra el tiempo y el sosiego para ob-

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FRANCISCO AYALA

6

servar, inquirir, enterarme, averiguarlo todo, e incluso para hacer acopio de documentos; sí, juntar los papeles sobre cuyo valor documental habrá de fundarse luego la historia de este turbulento período. Por supuesto, no voy a alardear de tal servicio, ni es tampoco gran mérito dedicarme a recoger-los y coleccionarlos; pues ¿en qué mejor cosa podría ocupar-me? Vástago de una familia de escribas, y clavado por añadi-dura a este sillón desde los días ya bastante remotos de la adolescencia, a mí me corresponde por derecho propio esta sedentaria tarea, cuando todos se afanan por matarse unos a otros. Cada cual a lo suyo, digo yo; y en esto no hay alarde, antes al contrario... Cierto es, lo sé bien, que mi condición no constituiría impedimento mayor para quien gustase de par-ticipar en las luchas de su tiempo; y no digamos, si por ven-tura poseía el genio de la política: ahí tenemos, no tan lejano, el caso de Roosevelt como ejemplo y espejo de paralíticos activos; y aun sin irse a lo alto, ¿acaso este viejo Olóriz, lisia-do ya y no menos impedido que yo, medio imbécil de senili-dad, no es quien está, en cierto modo, dirigiendo ahora entre nosotros, con su mano temblona, la horrible zarabanda? ¿No es él quien decreta muertes bajo pretexto de pública salva-ción, quien ordena interrogatorios y dispone torturas, y ma-neja, en suma, desde su rincón, los hilos todos de los títeres? Él es, aunque mentira parezca.

Pero yo, pobre de mí, que jamás sentí el aguijón de tales deseos, he hecho y hago, en cambio, virtud de mi enferme-dad para reforzar con ella mi tradición doméstica de lector y de escribidor, hasta haberme convertido a los ojos de los de-más en esa rara avis, o bicho raro, que en mí ven: especie de absurdo mochuelo, con el pecho poderoso y las patas secas. ¡Dejadlos! Ellos pugnan, ellos luchan, ellos se desgarran, ellos

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Muertes de perro

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se arrancan la vida y, movidos por oleadas de ciega pasión, actúan como protagonistas. Sin embargo, ¿quién les dice que no haya de ser mi nombre, el nombre de Luis Pinedo, del in-significante Pinedito, el que se haga ilustre, a fin de cuentas, por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos cuya importancia nadie reconoce ahora, y en los que nadie repa-ra?... Silenciosamente, los recojo yo mientras tanto para re-dactar en su día la crónica de los sucesos actuales; y es curio-so que los sucesos mismos, en su vendaval, se encargan de irlos trayendo hasta mis manos. Si las turbas no hubieran asaltado varias legaciones, es claro que nunca habrían llega-do a mi poder las piezas de sus archivos, dispersos al viento, que aquí tengo. Sin la desbandada del convento de Santa Rosa, cuya abadesa buscó en la embajada de España, luego saqueada por un grupo de insensatos, breve, inseguro y efí-mero refugio, no poseería yo en custodia el mazo de cartas y borradores que obran en mis carpetas... Y como esos, son bastantes —y muy sabrosos, por cierto, algunos de ellos— los escritos que, a favor de las circunstancias, he conseguido reu-nir y clasificar hasta el momento.

Los hay, en efecto, para todos los gustos y en todos los gé-neros; pero ninguno, sin embargo, tan precioso para mí, ni tan inesperado, debo decirlo, como las memorias que, con meticulosidad increíble y cierta buena mano literaria, venía pergeñando en secreto, día tras día, sobre papel timbrado de la Presidencia, el mismo oscuro, turbio y atravesado sujeto que había de desencadenar los acontecimientos trágicos, para ser enseguida su primera víctima: el secretario particular Ta-deo Requena. Bien puede imaginarse la importancia revela-dora de ciertas claves contenidas en el largo y a veces también

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impertinente relatorio, o especie de autobiografía, de este atroz personaje que, desde su segundo plano, tan decisiva actuación tuvo en todo; importancia tal, que su escrito debe-rá ser la piedra angular de cualquier construcción histórica erigida en el futuro.

No disimularé que me ilusiona la perspectiva de ser yo mismo, si es que arribamos a buen puerto, el arquitecto de esa obra grandiosa. Es una tarea digna; vale la pena, y pre-siento que me está reservada. Por lo pronto, ganaré tiempo aplicándome a la labor preparatoria de juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso. De esta manera, calmo mi ansiedad, lleno las horas y, en el caso en que la suerte no me acompañe hasta el final o me fallen las fuerzas, quedará siempre ahí un mamotreto crudo y un tan-to caótico, sí, pero de cualquier modo útil; más diré; indis-pensable; pues en este bendito país nuestro pronto se pierde la memoria de todo, de lo bueno como de lo malo; y no es este nuestro menor defecto, la verdad sea dicha: vivimos al día, sin recuerdo del pasado ni preocupación del porvenir, entre-gados a un fatalismo que nos lleva, en lo individual como en lo colectivo, de la abulia al frenesí, para recaer de nuevo en el letargo tras cada convulsión. Eso quizás por suponerse que nada de lo que ocurra o pueda ocurrir aquí tiene entidad real.

Y es innegable —perdóneseme la digresión—: nuestro país no cuenta para mucho en el mundo; nosotros mismos lo tenemos en poco; debajo de todo nuestro patriotismo ver-bal, lo despreciamos, hay que reconocerlo; nos avergonza-mos de él. De cualquier modo, queramos o no, el hecho es

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que se trata de un país chiquito, demasiado chiquito, un po-bre rincón del trópico, apartado, perdido entre las que no-sotros, con evidente hipérbole, llamamos, en comparación, «las grandes potencias vecinas»; y todavía, por si fuera poco, encerrado tras esa franja de terreno que nos aprieta, estran-gula y ahoga: la especie de puerto franco, antiguo nido de piratas y hoy emporio comercial, que han podido conservar ahí los holandeses no sé por qué milagro de la astucia, de la Providencia o de la simple casualidad. A nosotros, en cam-bio, ninguna de esas tres instancias nos ha favorecido; y así —tal pensamos, o lo sentimos, sin atrevernos a pensarlo—, en este desdichado pedacito de tierra nada puede intentarse en serio, ni aun siquiera vale la pena... Mas, por otro lado, me pregunto yo a veces, ¿tiene mucho que ver acaso la magnitud de un país con la calidad memorable de lo que en él acontez-ca? Nosotros solemos consolarnos de nuestra pequeñez te-rritorial con la Atenas de Pericles, con las ciudades italianas del Renacimiento (este es un argumento favorito que nadie ha contradicho jamás, pero que se aduce, sin embargo, siem-pre de nuevo, con énfasis y recurrencia infatigable, en nues-tra prensa, radio y tribuna); y, sea como quiera, es indiscuti-ble que los seres humanos viven y luchan y sufren y se juegan la vida y la pierden y mueren, con grandeza o con mezquin-dad igual, tanto si el país es minúsculo como en los imperios gigantes. Cada cual vale por lo que es, por lo que hace y me-rece, aunque se vea reducido a hacerlo en el marco de una pequeña república medio dormida en la selva americana.

Acaricio, pues, la esperanza de que me esté reservada a mí, como descendiente que soy de una ilustre estirpe de letrados, gala y prestigio de esta tierra en tiempos menos infelices, la alta misión de impartir esa justicia histórica en un libro que,

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al mismo tiempo, sirva de admonición a las generaciones ve-nideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente per-dida. Pienso poner manos a la obra, tan pronto como remita la ola de violencias, desmanes, asesinatos, robos, incendios y demás tropelías que afligen al país desde la muerte del pre-sidente Bocanegra —cuyo nombre, dicho sea de paso y en vis-ta de cuanto ocurre, no sé ya si deberá calificarse de infame, según pensábamos muchos, o más bien enaltecerlo y llorarlo como esperanza frustrada y malogrado remedio de la pa-tria—. De momento, ordeno mis papeles y mis ideas, adelanto el trabajo y preparo este esbozo, previo al libro acabado que me prometo para después. Mientras alrededor mío todos usan el facón o el machete, cuando no la pistola, yo ejercitaré la plu-ma: con no menos áspero deleite.