empieza a leer perseguidoras - serlib

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1. Es una historia que corría por Barcelona hace unos meses. Tiene su parte trágica y su parte cómica y, tam- bién, su parte escandalosa, la que interesa a la gente. Una madrugada de octubre del año 2003 una abogada bar- celonesa recibió una llamada en su móvil. Estaba dur- miendo, pero la melodía del aparato la despertó y corrió a cogerlo, descalza y a oscuras por el pasillo de su aparta- mento, con el sobresalto y el miedo que produce siempre una llamada intempestiva («¿Quién se habrá muerto?»). Le contestó una mujer desconocida. No llegaron a tener una conversación propiamente dicha; la mujer, que tenía un acento raro —quizá estuviera resfriada, tal vez fuera extranjera—, no se identificó; se limitó a informarle, con voz vacilante, de que un tal señor Viladrau estaba muy mal, puede que muriéndose, y le dio la dirección del lugar donde al parecer se hallaba ese hombre. Luego colgó. Lo primero que experimentó la abogada fue alivio porque no había recibido malas noticias de su familia, pero a continuación se sintió perpleja. Conocía al señor Viladrau, era un cliente importante del bufete de aboga- dos para el que trabajaba, dueño de Corporación Morató, un grupo de empresas constructoras e inmobiliarias con una facturación anual de muchos millones de euros. Para la semana siguiente estaba prevista la firma ante notario de su venta a una multinacional holandesa. Era una tran- sacción muy importante, en la que habían trabajado du- rante meses varios departamentos de su bufete. Ella se ocupaba de un asunto menor, asimismo relacionado con el señor Viladrau: el robo de unas tarjetas de crédito a una www.alfaguara.santillana.es Empieza a leer... Perseguidoras

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Es una historia que corría por Barcelona hace unosmeses. Tiene su parte trágica y su parte cómica y, tam-bién, su parte escandalosa, la que interesa a la gente. Unamadrugada de octubre del año 2003 una abogada bar-celonesa recibió una llamada en su móvil. Estaba dur-miendo, pero la melodía del aparato la despertó y corrióa cogerlo, descalza y a oscuras por el pasillo de su aparta-mento, con el sobresalto y el miedo que produce siempreuna llamada intempestiva («¿Quién se habrá muerto?»).Le contestó una mujer desconocida. No llegaron a teneruna conversación propiamente dicha; la mujer, que teníaun acento raro —quizá estuviera resfriada, tal vez fueraextranjera—, no se identificó; se limitó a informarle, convoz vacilante, de que un tal señor Viladrau estaba muymal, puede que muriéndose, y le dio la dirección del lugardonde al parecer se hallaba ese hombre. Luego colgó.

Lo primero que experimentó la abogada fue alivioporque no había recibido malas noticias de su familia,pero a continuación se sintió perpleja. Conocía al señorViladrau, era un cliente importante del bufete de aboga-dos para el que trabajaba, dueño de Corporación Morató,un grupo de empresas constructoras e inmobiliarias conuna facturación anual de muchos millones de euros. Parala semana siguiente estaba prevista la firma ante notariode su venta a una multinacional holandesa. Era una tran-sacción muy importante, en la que habían trabajado du-rante meses varios departamentos de su bufete. Ella seocupaba de un asunto menor, asimismo relacionado conel señor Viladrau: el robo de unas tarjetas de crédito a una

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hija suya en una discoteca. Por ese motivo, la abogada y elseñor Viladrau se habían entrevistado en algunas ocasio-nes en las últimas semanas y, precisamente esa misma tar-de, además de una corta entrevista, habían mantenido va-rias conversaciones telefónicas. A la abogada le extrañabaque un empresario a punto de cerrar el negocio más im-portante de su carrera, el cual sin duda daría un giro a suvida, dedicara tanto tiempo a ese asunto tangencial, de po-ca entidad económica, pero la gente rica es imprevisibley la abogada, al ver la relevancia que atribuía su cliente alrobo de las tarjetas, había concebido la esperanza —pro-bablemente infundada— de que si conseguía resolver eseproblema de forma rápida y satisfactoria, tal vez el señorViladrau le encomendaría asuntos de más enjundia, puedeque incluso algo relacionado con la inminente gran compra-venta. Hacía poco tiempo que la abogada se había incorpo-rado a su bufete, con un sueldo y una categoría (junior) mo-destos, y ansiaba que el azar le diera la oportunidad dedemostrar su valía y lograr un ascenso. Se preguntó si quizáesa llamada nocturna era la ocasión soñada y rápidamentedecidió que no: sólo era un problema.

¿Sería verdad lo que le había dicho su interlocu-tora, o una broma de pésimo gusto? De ser cierto que elseñor Viladrau se hallaba en difícil situación, quién sabesi al borde de la muerte, ¿por qué la habían llamado a ellay no a un miembro de su familia, a algún amigo o, en úl-tima instancia, a uno de sus jefes, quienes tenían más re-lación con el cliente? Le pareció raro que, en un momentode apuro, el señor Viladrau la mencionara como la perso-na de confianza a quien recurrir; se habían visto apenastres veces y nunca más de un cuarto de hora. Dado que,por la razón que fuere, habían acudido a ella, ¿qué debíahacer? Lo obvio, llamar al móvil del señor Viladrau —ariesgo de que, si se habían burlado de ella, éste la repren-diera con acritud por haberle despertado a las tres de lamañana—, fue lo primero que intentó, pero no obtuvo

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contestación. Lo siguiente que se le ocurrió, llamar a lapolicía, le daba reparo. Si el aviso era un montaje o uncamelo, y una llamada suya provocaba una actuacióninjustificada de la policía, podía tener un conflicto serio:en la abogacía la indiscreción y la actuación precipitadano se perdonan. Pensó que podía vestirse, llamar a un taxiy dirigirse a la dirección que le habían dado, calle VistaBella 10. Consultó el callejero y averiguó que esa calleexistía, era un pequeño pasaje situado en la zona alta deBarcelona. Comprendió que nunca sería capaz de esa au-dacia: actuar como una detective o la protagonista de unanovela negra, embarcarse sola en una dudosa aventura aesas horas de la madrugada. Además, podía ser una tram-pa, de la que acaso saldría malparada. De hecho, ¿qué le-gitimación tenía para actuar en ese asunto? Únicamenteun interés profesional de segundo rango, por así decirlo.Reflexionó que sus actos de alguna manera implicarían atodo el bufete; ella no era más que una representante me-nor del mismo y lo que procedía era que intervinieranpersonas de más categoría. Expresado de otra forma: deci-dió que ese asunto le excedía, que no le pagaban lo bas-tante para asumir tanta responsabilidad y tenía todo elderecho de endosársela a sus jefes; les informaría de lo su-cedido y ellos resolverían.

Dos socios del bufete de abogados para el que tra-bajaba se ocupaban de los negocios del señor Viladrau:Xavier Janer, director del departamento de derecho mer-cantil, y Fernando Adrover, asesor fiscal y director del de-partamento de derecho tributario. Le caía mejor XavierJaner, que además era su jefe directo, así que marcó sunúmero de móvil en primer lugar, pero nadie respondió asu llamada. Dudó en llamar a Adrover, no sólo por su ca-rácter seco y antipático, sino porque era consciente deque una llamada inoportuna puede costar un puestode trabajo, pero en sus circunstancias la pasividad tam-bién tendría consecuencias: si, en efecto, el señor Vila-

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drau se hallaba en peligro y ella no hacía nada al respec-to, podía verse de patitas en la calle. Y lo llamó. Para susorpresa, Adrover contestó casi de inmediato. Reaccio-nó bien: no le reprochó la llamada y enseguida se hizocargo del asunto.

—Te paso a buscar con mi coche en diez minutos—le dijo y le pidió su dirección.

Mientras se vestía con premura, la abogada pensóque bien podía haber ido él solo. Al fin y al cabo, era unhombre y no necesitaba protección (la suya, al menos),pero enseguida recapacitó que tal vez sí fuera ésta, despuésde todo, la oportunidad de probar sus merecimientos quetanto había suplicado al destino; en los cuatro meses que lle-vaba en la firma sería la primera vez que trabajaría mano amano con un socio, sin abogados senior que se interpusie-ran. Quizá por eso, porque podía ser una ocasión de me-drar y porque, al fin y al cabo, era un asunto de trabajo, sepuso su mejor traje de chaqueta.

Adrover la recogió puntual y se dirigieron en si-lencio en el Audi gris del asesor a la zona alta de Barcelo-na. En esa madrugada de miércoles el tráfico era escasoy fueron rápidos. Lo único que Adrover dijo en todo eltrayecto y en un tono irritado fue:

—A ver en qué lío se habrá metido este hombre.La abogada se atrevió a preguntar:—¿Crees que está en un lío?—Desde luego —replicó su jefe—. Una llamada a

altas horas de la noche, hecha por una mujer a alguienque no es de la familia, equivale a lío y de los gordos; es demanual.

«¿De qué manual?», se cuestionó la abogada, perono enunció la pregunta en voz alta; temía pasar por ton-ta o ignorante. Estaba claro que su jefe tenía una idea delo que había sucedido, y ella también empezaba a for-mársela, pero le parecía demasiado grotesca e incongruen-te puesta en relación con el hombre serio, pomposo y paga-

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do de sí mismo que era Viladrau, el gran empresario. Elmal humor de Adrover le intimidaba, quiso hacer algúncomentario casual para tranquilizarlo.

—Puede que no sea más que una broma —aven-turó y, en cuanto lo hubo dicho, se arrepintió de su im-prudencia.

—¡Pues me voy a... cabrear mucho como no seamás que una bromita! —gruñó su jefe, y ella se puso a re-zar al Dios en quien no creía para que Viladrau se hallaraen la calle Vista Bella 10, si no muerto, al menos mori-bundo. Acababa de comprender que su futuro profesionaldependía de ello. Era la primera vez que oía un exabruptode labios del estirado Adrover, que esa noche parecía me-nos digno y altivo, con el pelo revuelto, sin la gomina quesolía aplicarse para domarlo, y el mentón sombreado porla barba de un día.

Suspiró de alivio cuando el número 10 de la calleVista Bella se materializó ante sus ojos como una torrede color crema y aire discretamente neoclásico, con unpequeño jardín de grava en el que había dos coches apar-cados, y Adrover dijo: «Ahí está el Mercedes de Viladrau»,refiriéndose a un cochazo negro que casi tapaba la entra-da de la casa. Ésta tenía corridas las cortinas de los am-plios ventanales de la planta baja, pero por dentro estabailuminada.

Les abrió la puerta una mujer madura, lo que sor-prendió a la abogada, pues la voz del teléfono era de per-sona joven. Le costó poco darse cuenta de dónde se ha-llaban; el aspecto de la mujer, de un brillo chillón y unavulgaridad ostentosa, y el salón recargado de muebles, mol-duras doradas y plantas exuberantes, con una alfombraroja y un espectacular suelo de mármol, parecían procla-mar a gritos: «Esto es un burdel y yo soy la madame». Setrataba de lo que los anuncios por palabras califican de«casa de relax de alto standing», pero eso no pareció im-presionar a Adrover. En realidad, fue el tono poco respe-

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tuoso, casi despectivo con que se dirigió a la mujer lo queconfirmó su primera impresión: Adrover nunca trataríaasí a alguien respetable. (Tuvo una sospecha: quizá el pro-pio Adrover había visitado esa torre con anterioridad, poreso no le había extrañado la llamada, ni había puesto enduda su veracidad. Parecía increíble que un profesionaltan serio pudiera ir de putas, estaba descubriendo muchascosas.)

Adrover no tuvo paciencia con las explicaciones dela mujer, que se llamaba Montse (ella hubiera esperado unnombre más sofisticado, de aire extranjero, tipo «Mimí»o «Nanette», no algo tan vernáculo) y les contó que todohabía sido muy repentino. Esa noche, hacía sólo unas ho-ras, el señor Viladrau había tomado un piscolabis con dosseñoritas, Marcela y Ludmilla, «aquí mismo, en el salón,ahí están sus copas» y, luego, «el caballero y una de las chi-cas» fueron «a relajarse un poco a una habitación», cuandode repente el hombre se sintió indispuesto y...

—¿Dónde está? —la interrumpió Adrover conbrusquedad.

—En el cuarto azul —respondió la mujer—. ¿Quie-ren verlo?

—A eso hemos venido —replicó Adrover.La abogada esbozó una sonrisa de disculpa, como

excusándose ante la señora Montse por la grosería de sujefe, y siguió a la pequeña comitiva que, encabezada por lamadame, se adentró en un largo pasillo enmoquetado quedaba a un corredor con tres puertas. La señora Montsetocó con suavidad la que estaba a mano derecha y anun-ció quedamente:

—Ludmilla, somos nosotros.Ludmilla era una rubia alta y guapa de aspecto

extranjero, vestida con un traje negro muy ceñido, cor-to y escotado, que lloraba con desconsuelo sentada enuna banqueta a los pies de una gran cama. Sus enormespechos, que la escasa tela del vestido apenas tapaba, se

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mecían rítmicamente al vaivén de sus sollozos. La habi-tación estaba decorada en tonos azules: el empapeladode las paredes era de un azul pálido, las gruesas cortinas, decolor celeste, y una amplia colcha de una intensa tonali-dad azul turquesa ocultaba un bulto protuberante y alar-gado que yacía sobre la cama, del que emergía una cabe-za calva, con los ojos cerrados y la boca abierta. De no serpor el color ceniciento del rostro del señor Viladrau, pu-diera parecer que estaba dormido. Después de observarlounos instantes, Adrover, con mano compasiva, cubriócon el embozo de la colcha la cara terrosa de su cliente.A la abogada no le alegró comprobar que el señor Vila-drau estaba muerto y que, por tanto, nadie le fuera a re-prochar que hubiera dado en vano la voz de alarma. Alcontrario, se sintió sobrecogida por un intenso pavor y elimperioso deseo de marcharse, de abandonar la habita-ción. En ese instante se percató de que, a sus treinta y unaños, sólo había visto cadáveres en fotografías y en la te-levisión.

Adrover se quedó de pie junto a la cama, con losbrazos cruzados, en actitud reflexiva. Miraba con fijeza elbulto tapado, como si éste tuviera la respuesta a sus desve-los. Mientras, la señora Montse consolaba con palabrasamables a la joven rubia, sentándose en la banqueta juntoa ella y pasando por su hombro un brazo protector. «Po-brecilla, qué susto te has llevado... Ya está, Ludmilla, yaestá, ya ha pasado...», decía, inútilmente, porque la chicaseguía berreando. Observándolas, la abogada pensó: «Estono me gusta». Y se fue. Pero no lejos, porque sabía que,después de lo que acababa de ver, no podía irse impune-mente. Ya no podía recuperar su despreocupada inocen-cia de hacía apenas media hora. De un modo u otro, esta-ba implicada en ese drama y alguien podría pedir cuentasde sus actos, de lo que hizo o no hizo, así que, a mitad delpasillo, volvió sobre sus pasos y decidió encaminarse al ba-ño, que era donde solía ir cuando no sabía qué hacer.

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Coligió que una de las otras dos puertas del corre-dor debía de dar al baño. Abrió la del centro, la que teníamás cerca. No era el retrete, sino una habitación estrechay rectangular repleta de trastos, media docena o así de ca-jas de vino amontonadas unas sobre otras, una oxidada ta-bla de planchar con la cubierta destripada, una lámparasin pantalla, varias placas de calefacción arrinconadas y unabutaca vieja, a la que le faltaba un brazo, sobre la que esta-ba sentada una mujer. Se miraron atónitas.

Fue tal la sorpresa que la abogada tardó en reac-cionar.

—¿Qué haces aquí? —preguntó al fin.—¿Y tú? —contestó, con espanto, la mujer. Pero

antes de que la abogada pudiera hablar, les llegó el rumor deunos pasos presurosos y una voz de hombre, que inquiría:

—¡Ana! ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido?La abogada cerró con premura la puerta de la habi-

tación y fue al encuentro de su jefe, en el pasillo. Adrover lepreguntó qué estaba haciendo y ella le contestó que se diri-gía al baño, pero había entrado en el cuarto equivocado.

—Me ha parecido que hablabas con alguien —ledijo su jefe y ella respondió que sí, con una mujer quele había pedido la hora.

—¿Quién es? —le preguntó Adrover. Replicó queno lo sabía, una desconocida; a continuación, fue ellaquien le interpeló:

—¿Para qué me buscabas? —y su jefe le dijo quepara pedirle prestado su móvil, pues el suyo no tenía co-bertura y precisaba hacer unas llamadas.

Al poco de regresar los dos abogados a la alcobadel muerto, se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y,ante la alarma de Adrover, la madame le informó de quesin duda se trataba de Marcela, «la chica» que estaba con«él» cuando pasó todo, pues no había nadie más en la casa.

—Habrá salido al jardín a tomar un poco el aire.Está muy alterada por lo sucedido, enseguida vuelve.

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Adrover manifestó su contrariedad por que alguienhubiera abandonado la casa sin permiso y pronosticó quesi esa Marcela no regresaba «la policía iba a hacer pregun-tas». La señora Montse puso el grito en el cielo ante la men-ción de la policía. Adrover defendía la necesidad de avi-sarla. La señora Montse no estaba de acuerdo; la muertede Viladrau había sido natural «un ataque, un síncope,una embolia, vaya usted a saber» y a la policía sólo se larequiere en caso de muerte violenta o inducida, «no cadavez que se muere alguien, ¡sólo faltaría!». La madame men-cionó que, en cierta ocasión, haría ya unos ocho o diezaños, se encontraron con un problema idéntico y lo re-solvieron con discreción y celeridad. Acudió el hijo deldifunto y se ocupó de todo; no hubo policía, ni sirenas, niprensa, ningún escándalo. El problema en el caso de Vila-drau, apuntó Adrover, era que éste sólo tenía una hija, lacual esa misma tarde había partido de viaje hacia NuevaYork y en esos momentos debía de estar volando. El em-presario también tenía una mujer (mejor dicho: una exmujer) a la que Adrover no conocía y, ¿cómo llamarla enplena noche para informarle de que su marido había muer-to en situación tan delicada?

—Antes o después se enterará —observó la señoraMontse con sentido práctico. Adrover frunció el ceño y lamiró con severidad. Luego indicó a la abogada:

—Esto es algo muy serio, voy a hablar con Jorge—y salió al pasillo para llamar con el móvil de su cola-boradora al jefe máximo de la firma de abogados, JorgeSainz-Llopart, un personaje de extraordinaria importan-cia con quien la abogada nunca había tratado hasta en-tonces, y cuyo nombre, sólo con pronunciarlo, hacía tem-blar a todos los juniors y al personal administrativo delbufete. Pero en ese momento la abogada no prestó aten-ción a las palabras de Adrover. En realidad, apenas presta-ba atención ya a nada. Sentada en la banqueta que enca-raba el lecho (la señorita Ludmilla había abandonado el

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cuarto sin que nadie lo notara), daba vueltas en su cabezaal asombroso encuentro del trastero. Se dijo que era comoestar viviendo un sueño, una pesadilla o algo peor: unchiste, ese chiste malo, ligeramente salaz, sobre el pro-hombre de la empresa o de la política a quien sorprende lamuerte en la situación más comprometida: a lomos deuna señorita, a punto de la embestida. Recordaba que al-guien, en una ocasión (quizá en un almuerzo con compa-ñeros de trabajo), le había referido un caso parecido: unexceso de Viagra o de entusiasmo lúbrico para edad tanavanzada, un final embarazoso y ridículo. «¿Y sabéis quédijo la mujer del muerto cuando se enteró del pastel?», ha-bía preguntado a la concurrencia el compañero que relata-ba el suceso, haciendo una pausa para alimentar la expec-tación de su público. La abogada no recordó la respuesta,aunque sí que entonces se había reído con ganas. Pero la es-pinosa situación en que ahora se encontraba, a diferenciadel chiste, era real, muy real, y estaba implicada en ellamás de lo que creyó en un principio. Su jefe asomó la cabe-za por la puerta y la llamó con un gesto de la mano. Salió alpasillo a reunirse con él y la señora Montse la siguió.

—Me da grima quedarme sola con el difunto —sejustificó y, para demostrar que era eso y no mera curiosidadlo que la había inducido a abandonar el cuarto azul, siguiósu camino, para torcer a la izquierda al final del pasillo.

Cuando se quedaron solos, Adrover comentó a susubordinada que había hablado tanto con Jorge Sainz-Llopart («Lo he sacado de la cama») como con la mujer, oex mujer, del difunto («He insistido en que la desperta-ran, aunque no ha sido fácil. La empleada del hogar queha contestado el teléfono se negaba a avisarla»). Sainz-Llopart le había dicho a Adrover que confiaba plenamen-te en él y en su capacidad para resolver con eficacia esecomplicado asunto sin publicidad ni escándalos («Lo úl-timo que queremos es que salgan en la prensa los deta-lles»). El jefe máximo delegaba en Adrover; él se quedaba

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en casa, en la cama, y les dejaba el muerto a ellos dos, esofue lo que interpretó la abogada. En cuanto a la conversa-ción con la mujer de Viladrau, no había sido tan satisfac-toria; en verdad no había sido nada satisfactoria, sinomuy desagradable. La mujer («todo un carácter») habíainformado de malos modos a Adrover de que llevaba másde quince años separada de su marido, de manera que nole correspondía ocuparse de su cadáver («Tiene un mon-tón de amiguitas, que se encargue la de turno», había di-cho) y, después de reprender a Adrover por haberla des-pertado a las cuatro de la mañana, le dio orden perentoriade no volver a molestarla.

Adrover estaba apurado: de un lado, la falta de res-puesta familiar, de otro, la consigna de discreción a todacosta lanzada por el jefe máximo.

—Está claro que no debemos prevenir a la poli-cía, si hacemos eso será difícil evitar que se entere la pren-sa —reflexionó en voz alta. La abogada se sintió conforta-da por esas palabras. Ella ahora tenía un interés particularen que no interviniera la policía, ni se desarrollara ningu-na investigación. Deseaba que el muerto fuera enterradosin ningún ruido y el incidente quedara pronto olvidado.

Se reunieron en el salón con la señora Montse,donde los tres negociaron los últimos flecos de ese com-plicado asunto. Tras enconadas discusiones entre Adrovery la madame, se llegó a una transacción más o menos sa-tisfactoria para ambas partes: llamarían al servicio de ur-gencias para que enviaran una ambulancia a recoger elcuerpo, pero antes dejarían salir de la casa a Ludmilla. «Alfin y al cabo, la chica no tiene nada que ver con esto —ra-zonó la madame—. Es ucraniana, no lleva ni tres mesesen España y aún no tiene papeles; si la cogen, la expul-san». La otra mujer, la tal Marcela, no estaba en el jardín,ni en ningún otro sitio. Adrover, irritado, preguntó a laseñora Montse dónde podía hallarse y la madame le res-pondió que no tenía idea, pero, en cualquier caso, no había

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motivo de preocupación, pues era una chica discreta («To-das las chicas que trabajan aquí lo son»). Adrover arrugóel entrecejo en señal de contrariedad y, profesional rigu-roso, insistió en anotar los datos de las dos mujeres quehabían acompañado a Viladrau esa noche, por si más ade-lante era necesario ponerse en contacto con ellas. La seño-ra Montse le dio la dirección de la ucraniana, pero dijodesconocer la de Marcela, «que no es mía, es una niña deMaría Elena». Adrover ya debía de estar hastiado de lacuestión y con ganas de terminar, porque no indagó quiénera María Elena. Se limitó a escribir en su agenda: «Mar-cela, española, chica de María Elena». Entonces, como silos hubiera estado escuchando detrás de la puerta, Lud-milla, que ya no lloraba, apareció en el salón con una caza-dora negra de cuero y el bolso colgado de un hombro, listapara marcharse. Se dieron todos educadamente la mano,como si acabaran de celebrar una reunión de negocios, yla ucraniana se fue.

Lo que siguió, más vale resumirlo: apareció unaambulancia con dos enfermeros y se produjo una agriadiscusión entre Adrover y el que llevaba la voz cantante,debido a la ausencia de un médico.

—Al llamar he pedido expresamente que vinieraun médico —insistía Adrover.

—Los médicos de servicio están liados con un ac-cidente muy grave que ha habido en la Ronda —respon-dió el enfermero (quien lucía un pendiente con una lla-mativa perla, sin duda falsa, en la oreja izquierda), y añadiócon chulería—: ¿Para qué quiere un médico, si el pacien-te está difunto? ¿Qué espera del doctor, que lo resucite?Lo que han de hacer es llamar al tanatorio o a la policía,nosotros no nos ocupamos de los muertos.

Tras lo cual anunció que se iban. Adrover se opu-so con firmeza a la marcha de los enfermeros y desplegóuna gran habilidad negociadora, propia del magnífico pro-fesional que era. Logró no sólo que accedieran a llevarse el

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cuerpo, sino que además renunciaran a avisar a la policía(para ello empleó casi los mismos argumentos que habíaesgrimido ante él la señora Montse, pero con un lenguajemás florido). La abogada, que a esas horas ya estaba muycansada (había amanecido, era de día), más tarde, al re-cordar lo sucedido, no estaría segura de si vio, o soñó, queAdrover daba algo bajo mano (¿un sobre?, ¿unos billetesdoblados?) al enfermero protestón para que éste no pusie-ra más pegas. El caso es que por fin consiguieron sacar almuerto de la casa, con gran alivio de la señora Montse,que al despedirlos casi sonreía.

Dicen las malas lenguas que a continuación sedesarrolló la segunda parte del sainete, llena de accióntrepidante. La ambulancia fue en peregrinación con el ca-dáver de un hospital a otro, pero en ninguno lo acepta-ban, hasta que al enfermero gallito se le ocurrió una solu-ción: fingir que el muerto estaba vivo, descubrirle la cara,ponerle un gotero, irrumpir corriendo con la camilla porel pasillo de urgencias como si estuviera gravísimo y, unavez dentro del hospital, declarar con consternación que elpaciente acababa de exhalar su último aliento allí mismo,y el centro sanitario en cuestión no tuvo más remedioque admitirlo.

Días después las esquelas y las respetuosas notasinformativas de los periódicos no hicieron mención algu-na de esa rocambolesca aventura, sino que afirmaron que elilustre empresario había fallecido «cristianamente» en sucasa, mientras dormía. En círculos empresariales y jurídi-cos se rumoreaba que el denodado trabajo de Adrover enesa noche infausta fue premiado con una vicepresidenciaen el Consejo de Administración de su despacho de abo-gados. No consta que la abogada, su ayudante, recibieraninguna recompensa y puedo certificar que no la tuvo,porque yo soy la abogada y la mujer a quien vi en el tras-tero de la casa de citas era mi hermana.

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Trabajo
Cuadro de texto
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