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MEMORIAS DE ULTRATUMBA POR EL VIZCONDE DE CHATEAUBRIAND TOMO III TRADUCIDA AL CASTELLANO. MADRID, 1849 CONDICIONES DE SUBSCRIPCIÓN. Todos los días se publican dos pliegos, uno de cada una de las dos secciones en que está dividida la Biblioteca, y cada pliego cuesta dos cuartos en Madrid y diez maravedíes en provincia, siendo de cuenta de la empresa el porte hasta llegar los tomos a poder de sus corresponsales. Las remesas de provincias se hacen por tomos; en Madrid puede recibir el suscriptor las obras por pliegos o por tomos, a su voluntad. Para ser suscriptor en provincia basta tener depositados 12 rs. en poder del corresponsal.

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MEMORIAS DE ULTRATUMBA

POR EL VIZCONDE DE CHATEAUBRIAND

TOMO III

TRADUCIDA AL CASTELLANO.

MADRID, 1849

CONDICIONES DE SUBSCRIPCIÓN.

Todos los días se publican dos pliegos, uno de cada una de las dos secciones en que está dividida la Biblioteca, y cada pliego cuesta dos cuartos en Madrid y diez maravedíes en provincia, siendo de cuenta de la empresa el porte hasta llegar los tomos a poder de sus corresponsales. Las remesas de provincias se hacen por tomos; en Madrid puede recibir el suscriptor las obras por pliegos o por tomos, a su voluntad. Para ser suscriptor en provincia basta tener depositados 12 rs. en poder del corresponsal.

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LA GUERRA DE RUSIA

Proyectos y preparativos para la guerra de Rusia.— Embarazos de Napoleón.

Bonaparte no veía ya enemigos, y no sabiendo en donde apoderarse de nuevos imperios, a falta de otra cosa mejor, tomó el reino de Holanda a su hermano. Pero en el corazón de Napoleón había quedado una secreta enemistad contra Alejandro, desde la época de la muerte del duque de Enghien. Animábale una rivalidad de potencia: sabía lo que podía hacer la Rusia, y a qué precio había comprado las victorias de Friedland y de Eylau: Las entrevistas de Tilsit y de Erfurt, suspensiones de hostilidades forzosas, una paz que el carácter de Bonaparte no podía soportar, declaraciones de amistad, apretones de manos, abrazos y. proyectos fantásticos de conquistas comunes, no eran más que aplazamientos de odio. En el continente quedaban un país y capitales en donde Napoleón no había aun entrado, y un imperio en pie, frente a frente del imperio francés: los dos colosos debían medir sus fuerzas. Extendiendo desmesuradamente los limites de la Francia, Bonaparte encontró a los rusos, como Trajano pasando el Danubio se encontró con los godos.

Una calma natural, sostenida por una piedad sincera desde que se había convertido a la religión, inclinaba a Alejandro a la paz, y jamás la hubiera roto sino se le obligara a ello yendo a atacarle. Todo el año 1811 se invirtió en preparativos. La Rusia invitó al Austria humillada y a la Prusia oprimida, a que se uniesen a ella en el caso de que se viese atacada: la Inglaterra había ya ofrecido su bolsa. El ejemplo de los españoles había excitado las simpatías de los pueblos, y comenzaba ya a formarse el lazo de la virtud (Tugendbund) que poco a poco iba atrayéndose a la juventud de Alemania.

Bonaparte negociaba y hacia promesas: dejaba esperar al rey de Prusia la posesión de las provincias ruso-alemanas: el rey de Sajonia y el Austria se lisonjeaban de obtener aumento de territorio con lo qué todavía quedaba de Polonia: los príncipes de la confederación del Rin, soñaban con los cambios que les eran más convenientes: todos pensaban en ensanchar Sus limites, y Napoleón meditaba alargar los de la Francia, aunque ya se había desbordado por Europa pretendía aumentarla con la España. El general Seastiani le dijo: «¿Y vuestro hermano?» Napoleón replicó: «¿Qué importa mi hermano? acaso debe darse un reino como la España?...» El señor disponía con una sola palabra del reino que tantos sacrificios y penalidades había costado a Luir XIV; pero no le conservó tan largo tiempo. Por lo que hace a los pueblos, jamás ha habido hombre que haya hecho menos caso de ellos, ni que los haya despreciado tanto como Bonaparte, y arrojaba sus restos a la jauría de reyes que llevaba a la caza con el látigo en la mano. «Aula, dice Jornandés, llevaba consigo una multitud de príncipes tributarios que esperaban temblando una seña del dueño de los monarcas, para ejecutar ciegamente cuanto les mandase.»

Antes de marchar a Rusia con sus aliados el Austria, la Prusia y la confederación del Rin, compuesta de reyes y de príncipes, Napoleón quiso asegurar sus dos costados que llegaban a las extremidades de Europa, y negocio dos tratados, uno en el Mediodía con Constantinopla, y otro al Norte con Estocolmo: estos dos tratados no llegaron a concluirse.

Napoleón, en la época de su consulado, volvió a anudar sus relaciones coala Puerta: Selim y Bonaparte se regalaron mutuamente sus retratos, y sostenían una correspondencia misteriosa. Napoleón le escribió desde Ostende con fecha 3 de abril de 1807 «Te has manifestado digno descendiente de los Selim y Solimanes: confíame todos tus apuros: soy bastante poderoso y estoy muy interesado en tu suerte, tanto por amistad como por política, para no rehusarte nada.» Encantadora efusión de ternura entre dos sultanes que conversaban cara a cara, como hubiera dicho Saint Simon.

Derribado Selim, Napoleón volvió a su sistema ruso, y pensó en dividir la Turquía con Alejandro; más contrariado, después por un nuevo cataclismo de ideas, se decidio a invadir el

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imperio moscovita. Pero hasta el 21 de marzo de 1812 no pidió a Mahfnud su alianza, exigiéndole repentinamente que colocase cien mil turcos en las orillas del Danubio. En compensación de aquel ejército ofreció a la Puerta la Moldavia y la Valaquia. Los rusos se le habían anticipado: su tratado estaba a punto de concluirse, y quedó firmado el 28 de mayo de 1812.

En el Norte, los acontecimientos engañaron también a Bonaparte. Los suecos hubieran podido invadir a la Finlandia, y los turcos amenazar la Crimea; con esta combinación la Rusia habría tenido que sostener a un mismo tiempo dos guerras, y la hubiera sido imposible reunir sus fuerzas contra la Francia: esto seria una política en grande escala, si el mundo no estuviese ahora tan reducido en lo moral y lo físico, por la comunicación de las ideas y de los caminos de hierro. Estocolmo, encerrándose en una política nacional, se entendió con San Petersburgo.

Después de perder en 1807 la Pomerania invadida por los franceses, y en 1808 la Finlandia invadida por a Rusia, Gustavo IV fue depuesto. Gustavo, leal, aunque un poco loco, ha aumentado el número de los reyes errantes sobre la tierra, y yo le di una carta de recomendación para los padres de la Tierra Santa: sobre el sepulcro de Jesucristo debemos buscar el consuelo de nuestras desgracias.

El tío de Gustavo fue colocado en el trono en reemplazo de su sobrino. Bernadotte, que había mandado el cuerpo de ejército francés de la Pomerania, se granjeó la estimación de los suecos, que fijaron sus ojos en él: Bernadotte fue, pues, elegido para llenar el vacio que por su muerte dejaba el príncipe de Holstein-Augustenbourg, príncipe hereditario de Suecia, nuevamente elegido. Napoleón vio con disgusto la elección de su antiguo compañero.

La enemistad de Bonaparte y de Bernadotte databa de muy atrás: este último se había opuesto al 18 brumario, y después, con sus conversaciones animadas y el ascendiente que tenía sobre los ánimos, contribuyó a las escisiones que hicieron a Moreau comparecer ante un tribunal de justicia. Bonaparte se vengó a su manera, procurando desconceptuarle. Después de la condenación de Moreau, regaló a Bernadotte una casa, calle de Anjou, que había pertenecido a aquel general; y por una debilidad, entonces demasiado común, el cuñado de José Bonaparte no se atrevió a rehusar aquella munificencia poco honrosa. Berthier recibió a Grosbois. Habiendo colocado la fortuna el cetro de Carlos XII en manos de un compatriota de Enrique IV, Carlos Juan no quiso favorecer las ambiciosas miras de Napoleón: creyó que era-mas seguro y conveniente tener por aliado a su vecino Alejandro que a Napoleón enemigo lejano, se declaro neutral, aconsejó la Paz, y propuso su mediación entre la Rusia y la Francia.

Bonaparte se puso furioso y dijo: «¿Ese miserable se atreve a darme consejos?., ¿quiere imponerme la ley?.. ¿un hombre que todo lo debe a mis bondades?.. ¿Qué ingratitud?.. Yo sabré obligarle a que siga mi soberano impulso....» A consecuencia de aquellos arrebatos. Bernadotte firmó el 24 de marzo de 1812 el tratado de San Petersburgo.

No hay que preguntar con qué derecho Bonaparte trataba de miserable a Bernadotte, porque olvidaba que ni su origen era más elevado ni distinto, la revolución y las armas. Aquel lenguaje insultante, no anunciaba ni la altivez hereditaria del rango ni grandeza de alma. Bernadotte no era ingrato: nada debía a la bondad de Bonaparte.

El emperador se había trasformado en un monarca de antigua raza: todo se lo atribuía, no hablaba más que de si mismo, y creía recompensar y castigar con solo decir que estaba satisfecho o descontento. Aun cuando la corona con que ceñía sus sienes hubiese pertenecido durante muchos siglos a sus antepasados, y contase muchos sepulcros suyos en el panteón de San Dionisio, no podría tener escusa semejante arrogancia.

La fortuna llevó desde los Estados Unidos y el Norte de la Europa, dos generales franceses al mismo campo de batalla, para hacer la guerra a un hombre, contra quien se habían reunido en un principio, y que los había separado. Soldado o rey, nadie pensaba entonces que fuese un crimen el querer derrocar al opresor de la libertad. Bernadotte triunfó y Moreau sucumbió. Los hombres que desaparecen jóvenes, son viajeros vigorosos: andan bien pronto el camino que otros hombres más débiles concluyen con paso lento.

El emperador emprende la expedición de Rusia.— Objeciones.— Falta de

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Napoleón.

No por falta de advertencias se obstinó Napoleón en la guerra de Rusia: el duque de Frioul, el conde de Segur, y el duque de Vicenza, a quienes consultó, opusieron a aquella empresa una multitud de objeciones. «No se debe, decía animosamente el último, (Historia del grande ejército) al apoderarse del continente, y aun de los estados de la familia de un aliado, acusarle de que ha faltado a el sistema continental, Cuando los ejércitos franceses cubrían la Europa, ¿cómo había de vituperarse que la Rusia tuviese reunido el suyo? ¿Es acaso preciso atravesar por todos esos pueblos de la Alemania, cuyas heridas abiertas por nosotros no están aun cicatrizadas? Los franceses no se reconocen ya en medio de una patria que no limita ninguna frontera natural. ¿Quién, pues, defenderá a la verdadera Francia abandonada? —Mi nombre, replicó el emperador.» Medea le sugirió aquella respuesta: Napoleón hacia que descendiese basta él la tragedia.

Anuncio el pensamiento, de hacer un llamamiento a la nobleza del imperio, y organizaría en cohortes: en su memoria se hallaban confundidos el tiempo y los recuerdos. A la objeción de que todavía existían en el imperio diverso; partidos contestó: «Los realistas temen más que desean mi pérdida. Lo más útil y difícil que he hecho, ha sido contener el torrente revolucionario que todo se lo hubiera tragarlo. ¿Teméis la guerra por mi vida? Matarme es imposible: aun no he cumplido la voluntad del destino. Me siento impelido hacia un objeto que no conozco. Cuando haya llegado a él, un átomo bastará para aniquilarme.» También esto era una copia: los vándalos en África, y Aladeo en Italia, decían que solo cedían a un impulso sobrenatural: divino jusnu perurgeri.

La absurda e ignominiosa disensión con el papa aumentaba los riesgos de la posición de Bonaparte: el cardenal Fesch le conjuraba que no se atrajese a un mismo tiempo la enemistad del cielo y de la tierra: Napoleón agarró a su tío de la mano, le condujo a un balcón (era de noche) y le dijo: «¿Veis aquella estrella? —No, señor.— Mirad bien.— Señor, no la veo.— Pues bien, yo si.»

«Vos también, decía Bonaparte a Mr. de Caulaincourt, os habéis vuelto ruso.»

«Con mucha frecuencia, asegura Mr. de Segur, se veía a Napoleón medio recostado en un sofá, sumergido en una meditación profunda: salía de ella luego como sobresaltado, convulsivo, creía oír que le llamaban, y exclamaba, ¿quién me llama? Entonces se levantaba y se paseaba con mucha agitación. Cuando el caballero Balafié (el acuchillado) se aproximaba a su catástrofe, subió a la azotea del castillo de Blois, llamada la Pértiga de los Bretones, y allí bajo un cielo de otoño, y en una desierta campiña que se extendía a lo lejos, se le veía pasearse apresuradamente y con movimientos furiosos. Bonaparte en su saludable fluctuación, decía: —Nada hay aun establecido en derredor mío para una guerra tan lejana: es necesario retardarla tres años. «Prometía declarar al zar, que no contribuiría ni directa ni indirectamente al restablecimiento del reino de Polonia: la antigua y la moderna Francia han abandonado siempre a este fiel y desgraciado país.

Entre todas las faltas políticas cometidas por Bonaparte, este abandono es una de las más graves. Después declaró, que si no había procedido aun restablecimiento tan altamente indicado, fue por que temía desagradar a su suegro. ¿Bonaparte era hombre que se detenía por consideraciones de familia?.. La escusa es tan trivial, que al darla, no hizo más que maldecir su matrimonio con María Luisa. Lejos de opinar lo mismo acerca de aquel enlace, el emperador de Rusia dijo: «Heme ya reducido a lo intrincado de mis bosques.» Bonaparte quedó simplemente obcecado por la antipatía que tenía a la libertad de los pueblos.

El príncipe Poniatowski, cuando la primera invasión del ejército francés, organizó tropas polacas, reuniéronse los cuerpos políticos, y la Francia mantuvo dos embajadores sucesivos en Varsovia, al arzobispo de Malinas y Mr. Bignon. Franceses del Norte los polacos, intrépidos y ligeros, hablaban la lengua francesa, amaban a los franceses como hermanos, y morían en defensa de ellos con una fidelidad en que se descubría su aversión a la Rusia. La Francia los había perdido en otro tiempo, y la correspondía volverles la vida: ¿no se debía nada a aquel pueblo salvador de la cristiandad? Yo le dije a Alejandro en Verona: «Si V. M. no restablece la

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Polonia, se verá obligado a esterminarla.» Querer condenar a este pueblo a la opresión por su posición geográfica, es conceder demasiado a las colonias y los ríos: veinte pueblos rodeados tan solo de su valor han defendido su independencia, y la Italia parapetada con los Alpes, ha caído bajo el yugo del que ha querido imponérsele más justo seria reconocer otra fatalidad, a saber: que los pueblos belicosos que habitan las llanuras, están condenados a la conquista desde las llanuras han emprendido su carrera los diversos invasores de Europa.

Lejos de favorecer a la Polonia, se trató de que sus soldados usasen la escarapela francesa: aunque estaba muy empobrecida, se la impuso la pesada carga de mantener un ejército francés de ochenta mil hombres, y el gran ducado de Varsovia fue prometido al rey de Sajonia. Si la Polonia hubiese sido constituida en reino, la raza eslava hubiera recobrado su independencia del Báltico al mar Negro. Aun cuando Napoleón abandonaba a los polacos, sirviéndose al mismo tiempo de ellos, solicitaban siempre que se los colocase en la vanguardia, y se lisonjeaban e poder entrar solos en Moscú: ¡proposición inoportuna!.. El poeta armado, Bonaparte, había vuelto a aparecer, y quería subir al Kremlin para cantar y firmar en él un decreto sobre teatros.

Dígase en el día cuanto se quiera en alabanza de Bonaparte, lo cierto es, que aquel gran demócrata, tenía un odio invencible a los gobiernos constitucionales; idea de que no desistió aun cuando había entrado en los amenazadores desiertos de la Rusia. El senador Wibicki le llevó a Vilna las resoluciones de la dieta de Varsovia: «A vos, decía en su exageración sacrílega, a vos que dictáis al siglo su historia, y en quien reside la fuerza de la Providencia, toca apoyar unos esfuerzos que debéis aprobar.» Wibicki pedía únicamente a Napoleón el Grande que pronunciase estas palabras: «Que exista el reino de Polonia,» y el reino de Polonia existiría. «Los polacos se pusieron a las órdenes del jefe ante quien los siglos no eran más que un momento, y el espacio un punto.»

Napoleón respondió:

«Nobles, diputados de la confederación de Polonia, he escuchado con el mayor interés lo que acabáis de manifestarme. Polacos, yo pensaría y obraría como vosotros, V como vosotros hubiera votado también en la asamblea de Varsovia. El amor de la patria es el primer deber del hombre civilizado.

«En la situación en que me encuentro, tengo muchos intereses que conciliar y muchos deberes que cumplir. Si hubiese reinado cuando se llevó a efecto la primera, la segunda o la tercera partición de la Polonia, hubiera Armado mis pueblos para defenderla.

«Amo mucho a vuestra nación!.. Durante diez y seis años lie tenido a mi lado vuestros soldados en los campos de Italia y en los de España, Aplaudo lo que habéis hecho, y autorizo los esfuerzos que hagáis: por mi parte haré cuanto de mí dependa para secundar vuestras resoluciones.

«Desde mi primera entrada en Polonia siempre he usado con vosotros el mismo lenguaje. Ahora debo añadir, que he garantizad/> al emperador de Austria la integridad de sus dominios y que no puedo aprobar ninguna maniobra o ningún movimiento que tienda a perturbar la pacifica posesión de lo que le resta de las provincias de Polonia.

«Recompensaré este sacrificio de vuestro territorio, que os hace tan interesantes, y os adquiere tantos títulos a mi estimación y protección, con todo lo que pueda depender de mi según las circunstancias.»

Así ha sido abandonada la Polonia, y crucificada para rescatar a las naciones: se la ha insultado cobardemente en su pasión: se la ha presentado la esponja empapada en vinagre, cuando en la cruz de la libertad dijo: «Tengo sed, sitio.» «Cuando la libertad, exclama Mickiewiez, se siente en el trono del mundo, juzgará las naciones, Entonces dirá a la Francia: te he llamado y no has querido escucharme; vuelve, pues, a ser esclava.»

«Tantos sacrificios, tantos trabajos, dice el abate de Lameunais, ¿deben permanecer estériles?.. ¿Los mártires sagrados no habían sembrado en los

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campos de la patria masque una esclavitud eterna?.. ¿Qué oís en esos bosques?.. El triste murmullo de los vientos. ¿Qué veis pasar por encima de esas llanuras? al ave viajera que busca un sitio en donde descansar.

Reunión en Dresde.— Bonaparte pasa revista a su ejército, y llega a las orillas del Niemen.

El 9 de mayo de 1812, Napoleón partió para el ejército y se trasladó a Dresde. Allí reunió los diseminados resortes de la confederación del Rin, y por primera y última vez, puso en movimiento aquella máquina que él mismo había fabricado.

Entre las obras maestras que echan de menos el sol de la Italia, se encuentra una reunión del emperador Napoleón y de la emperatriz María Luisa, del emperador y la emperatriz de Austria y de una porción de soberanos grandes y pequeños. Aquellos soberanos aspiraban a formar de sus diversas cortes los círculos subordinados de la corte principal, y se disputaban el vasallaje: uno quería ser el copero del lugarteniente Brienne, y otro su panadero. La historia de Carlo-Magno fue puesta a contribución por la erudición de las cancillerías alemanas; cuanto más elevadas eran las personas, más rastreras se habían vuelto: «Una señora de Montmorency, dice Bonaparte en Las Cases, se hubiera arrojado al suelo para alar las chitas de los zapatos de la emperatriz.»

Cuando Bonaparte atravesaba el palacio de Dresde para ir a un festín que se le había preparado, marchaba el primero y con el sombrero puesto; seguíais Francisco II con el sombrero en la mano, acompañando a su hija la emperatriz Marta Luisa, y detrás iban mezclados los demás príncipes, guardando un respetuoso silencio. La emperatriz de Austria no se encontraba entre el acompañamiento: decía que esta ha indispuesta, y no salía de su habitación sino en silla de manos para evitar el dar el brazo a Napoleón, a quien aborrecía. Si quedaban aun algunos sentimientos nobles, se habían refugiado en el corazón de las mujeres.

Solo un rey, el de Prusia, fue el que se mantuvo en un principio alejado: «¿Qué me quiere ese príncipe? decía Bonaparte con impaciencia. ¿No le basta el importunarme con sus cartas? ¿Por qué quiere perseguirme con su presencia? No lo necesito para nada.» Palabras duras contra el infortunio, pronunciadas la víspera de la desgracia.

El gran crimen de Federico Guillermo para con el republicano Bonaparte era el haber abandonado la causa de los reyes. Las negociaciones de la corte de Berlín con el Directorio, descubrían en aquel príncipe, decía Bonaparte, una política tímida, interesada, sin nobleza, que sacrificaba su dignidad y la causa general de los tronos a pequeños engrandecimientos. Cuando miraba en algún mapa la nueva Prusia exclamaba: «¿Es posible que yo haya dejado a ese hombre tanto territorio?» De los tres comisionados de los aliados que le condujeron a Frejus, al prusiano fue al único a quien Bonaparte recibió mal, y con quien no quiso tener ninguna relación. Se ha procurado averiguar la causa de esta aversión del emperador hacia Guillermo, y se ha creído encontrarla en tal o cual circunstancia particular; cuando he hablado de la muerte del duque de Enghien, creo haberme aproximado a la verdad.

Bonaparte esperó en Dresde los progresos de las columnas de sus ejércitos: Marlborough, en aquella misma ciudad, yendo a saludar a Carlos XII, observó en un mapa una línea que iba a parar a Moscú, y adivinó que el monarca tomaría aquel camino y no se mezclaría en la guerra de Occidente. Aunque Bonaparte no confesaba su proyecto de invasión, no pudo sin embargo, ocultarle: tres eran las quejas que daba: el ukase de 31 de diciembre de 1810 que prohibía ciertas importaciones en Rusia, y que con semejante prohibición destruía el sistema continental: la protesta de Alejandro contra la reunión del ducado de Oldenbufgo, y los armamentos de la Rusia. Si no estuviésemos ya acostumbrados al abuso de las palabras, nos asombraríamos de ver alegar como causa ilegitima de guerra, los reglamentos de aduanas de un estado independiente, y la violación de un sistema que aquel estado no había aceptado. En cuanto a la reunión del ducado de Oldenburgo y los armamentos de la Rusia, acabamos de ver que el duque de Vicenza

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se atrevió a manifestar a Napoleón la temeridad de aquellas quejas. La justicia es tan sagrada, y parece tan necesaria para el buen resultado de los negocios, que aun los mismos que la pisan pretenden obrar con arreglo a sus principios. Sin embargo; el general Lauriston fué enviado a San Petersburgo, y el conde de Narbona al cuartel general de Alejandro, con el encargo de pronunciar palabras de paz y de buena amistad. El abate de Pradt, había ya sido enviado a la dieta polaca, y regresó de ella apellidando a su amo Júpiter Scapin. El conde de Narbona refirió que Alejandro, sin abatimiento ni jactancia, prefería la guerra a una paz ignominiosa. El zar miraba siempre a Napoleón con un sincero entusiasmo, pero decía que la causa de los rusos era justa, y que su ambicioso amigo no tenía razón. Aquella verdad, consignada en los boletines moscovitas, tomó el carácter de enseña nacional: Bonaparte llegó a ser el Anticristo.

Napoleón salió de Dresde el 22 de mayo de 1812, y pasó a Posen y Thorn: allí vio que los demás aliados saqueaban a los polacos. Bajó por la orilla del Vístula y se detuvo en Dantzick, Koenigsberg y Gumbiunen.

En el camino pasó revista a sus tropas: a los soldados veteranos, les habló de las Pirámides, de Marengo, de Austerlitz, de Jena y de Friedland; con los jóvenes se ocupó de sus necesidades, de su equipo, de su sueldo, y de sus capitanes: en aquel momento se manifestaba en extremo bondadoso.

Invasión de la Rusia.— Vilna: el senador polaco Wibicki. El parlamentario ruso Balascheff.— Smolensko.— Murat.— El hijo de Platoff.

Cuando Bonaparte atravesó el Niemen reconocían su dominación o la de su familia, ochenta y cinco millones y cien mil almas: obedecíale la mitad de la población de la cristiandad, y sus órdenes se ejecutaban en un espacio que comprendía diez y nueve grados de latitud y treinta de longitud. Jamás se había visto ni volverá a verse una expedición más gigantesca.

Napoleón proclamó la guerra el 22 de junio en su cuartel general de Vilna: «Soldados, ya ha comenzado la segunda guerra de Polonia: la primera concluyó en Tilsit: la fatalidad arrastra a la Rusia: sus destinos deben cumplirse.»

Moscú contestó a aquella voz todavía joven y robusta, por boca de su metropolitano de edad de ciento y diez años: «La ciudad de Moscú recibe a Alejandro, su Cristo, como una madre en los brazos de sus celosos hijos, y canta Hosanna. ¡Bendito sea el que llega!» Bonaparte se dirigía al destino, Alejandro a la Providencia.

El 23 de junio de 1812, Bonaparte reconoció de noche ni Niemen, y mandó echar sobre él tres puentes. A la caída del siguiente día, algunos zapadores pasaron el rio en una barca, y no encontraron a nadie en la otra orilla. Un oficial de (cosacos que mandaba una patrulla, se aproximó a ellos y les pregunto quienes eran. «Franceses.— ¿A qué venís a Rusia? —A haceros la guerra.» Entonces el cosaco se internó en los bosques; tres zapadores le hicieron fuego, pero nadie les contestó: por todas partea reinaba un silencio universal.

Bonaparte estuvo todo un día echado, pero no pudo descansar; sentía que alguna cosa le abandonaba. Las columnas francesas avanzaron por medio del bosque de Pilwisky, protegidas por la oscuridad, como una cierva condujo a los hunos a las lagunas Meotidas. No-se veía el Niemen hasta que se llegaba a la orilla.

Durante el día, en lugar de batallones moscovitas o de poblaciones lituanitas que marchasen apresuradas a recibir a sus libertadores, solo se vieron arenales y bosques desiertos. «A trescientos pasos del río, en la altura más elevada, se divisaba la tienda del emperador. Todos los valles, colinas y laderas que la rodeaban, estaban cubiertos de hombres y caballos.» (Segur).

El total de las fuerzas que obedecían a Napoleón, ascendía a seiscientos ochenta y tres mil trescientos infantes y ciento setenta y seis mil ochocientos cincuenta caballos. En las guerras de sucesión Luis XIV tenia seiscientos mil hombres todos franceses. La infantería activa, a las inmediatas órdenes de Bonaparte, estaba distribuida en diez cuerpos. Componíanse estos, de

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veinte mil italianos, ochenta mil hombres de la confederación del Rin, treinta mil polacos, treinta mil austriacos, veinte mil prusianos, y doscientos setenta mil franceses.

El ejército pasó el Niemen; el mismo Bonaparte atravesó el fatal puente y puso el pie en el territorio ruso. Se detuvo, vio desfilar a sus soldados, y después ocultándose a la vista, galopó por un bosque al azar, y como si le llamasen a consejo los espíritus que habitaban entre aquellos matorrales. Volvió y escuchó, el ejército escuchaba también: figurábasele haber oído a lo lejos el estruendo del cañón, y todo el mundo estaba lleno de regocijo; pero no era más que una tempestad, los combates retrocedían. Bonaparte se alojó en un convento abandonado, doble asilo de la paz.

Se ha referido que el caballo de Napoleón cayó y que al ¿unos murmuraron; «Ese es mal presagio; un romano se retiraría.» Antigua historia de Escipión, de Guillermo el Bastardo, de Eduardo III y de Malesherbes partir para el tribunal revolucionario.

Las tropas emplearon tres (liasen el paso; colocábanse en formación y avanzaban. Napoleón tenía mucha prisa: Bossuet, dice que el tiempo le gritaba: «¡Marcha!... ¡Marcha!...»

Eu Vilna recibió Bonaparte al senador Wibicki de la dieta de Varsovia, después se presentó el parlamentario Balascheff, quien declaró que todavía podían entablarse negociaciones, que Alejandro no era el agresor, y que los franceses se encontraban en Rusia sin que hubiese precedido ninguna declaración de guerra. Napoleón respondió que Alejandro no era más que un general de pirada, que no tenía más que tres generales: Kutuzoff, de que él hacia poco caso porque era ruso: Beningsen, ya demasiado viejo, y Barclay general de retirada. Él duque de Vicenza, creyéndose insultado en la conversación por Bonaparte, le interrumpió con voz alterada: «Soy buen francés, lo he probado y lo probaré todavía, repitiendo que esta guerra es impolítica, arriesgada, y que perderá al ejército, a la Francia, y al emperador.»

Bonaparte dijo al enviado ruso: «¿Creéis que yo me cuido mucho de vuestros jacobinos polacos?» Madama Staël refiere esta proposición, y sus elevadas relaciones la tenían bien informada: asegura que existía una carta escrita a Mr. de Romanzoff por un ministro de Bonaparte; que proponía borrar de las actas europeas el nombre de Polonia y de polaco: prueba superabundante del poco aprecio que hacia Napoleón de sus valientes suplican es.

Bonaparte preguntó a Balascheff el número de iglesias en Moscú, y al oír la respuesta exclamó: «¿Cómo tantas iglesias en que ya no hay ni un cristiano? —Perdonad, señor, repuso el moscovita, los rusos y los españoles lo son todavía.»

Despedido Balascheff con proposiciones inadmisibles, desapareció hasta la última esperanza de paz. Los boletines decían: «¡Ved, pues, ahí ese imperio de Rusia, desde lejos tan temible! es un desierto. Alejandro necesita más tiempo para reunir sus reclutas, que Napoleón para llegar a Moscú!.»

Cuando Bonaparte llegó a Wilepsk hubo un momento en que le ocurrió la idea de detenerse allí. Al volver a entrar en su cuartel general, después de haber visto continuar su retirada a Barclay, arrojó su espada sobre las cartas y dijo: «Aquí me detengo: mi campaña de 1812 está concluida: la de 1813 hará lo demás.» ¡Feliz si hubiese perseverado en aquella resolución que todos sus generales le aconsejaban! Lisonjeábase conque se le harían nuevas proposiciones de paz, y como no veía llegar a nadie se incomodó: Moscú no distaba más que veinte jornadas. «¡Moscú, la ciudad santa!» repetía: su mirada era centellante, y su aire feroz: dio por fin la orden departir. Hiciéronsele observaciones, pero las despreció: interrogado Daru, le contestó. «Que no concebía el objeto ni la necesidad desemejante guerra.» El emperador replicó: «¿Me tienen por ventura por un insensato? ¿Piensan que hago la guerra por gusto?» ¿No se le había oído decir a él mismo, «que la guerra de España y de Rusia eran dos cánceres que corroían a la Francia?» más para hacer la paz eran necesarios dos, y no se recibía ni una sola carta de Alejandro.

Y aquellos cánceres ¿de quién provenían? Estas inconsecuencias pasan desapercibidas, y aun en caso de necesidad se convierten en pruebas de la cándida sinceridad de Napoleón.

Bonaparte se creería degradado si se detuviese en una falta que reconocía. Sus soldados se quejaban.de no verle ya masque en el momento del combate para llevarlos a la muerte, y nunca para hacerlos vivir: pero se hizo sordo a sus quejas. La noticia de la paz entre los rusos y los turcos le llenó de asombro pero no le contuvo, y se precipitó a Smolensko. Las proclamas de los

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rusos decían: «Viene (Napoleón) con la traición en el corazón y la lealtad en los labios, viene a encadenarnos con sus legiones de esclavos. Llevemos la cruz en los corazones y el acero en nuestras manos: arranquemos los dientes a ese león: derroquemos al tirano que trastorna toda la tierra.»

En las alturas de Smolensko, Napoleón volvió a encontrar al ejército ruso, fuerte de ciento veinte mil hombres. «¡Ya son míos!» exclamó. El 17 al rayar el día, Belliard persiguió a una banda de cosacos y la arrojó al Dniéper: después se vio al ejército enemigo retirarse por el camino de Moscú. El sueño de Bonaparte aun no se realizaba. Murat que había contribuido mucho a la infructuosa persecución, quería morir en su desesperación y se obstinaba en no querer abandonar una de las baterías acribillada por los fuegos de la ciudadela de Smolensko que todavía no estaba evacuada. «Retiraos todos, gritaba, y dejadme aquí solo.» Un ataque horroroso se dio a aquella ciudadela: colocada sobre unas alturas que se elevan en forma de anfiteatro, el ejército francés miraba el combate desde abajo: cuando vio que los que la asaltaban se arrojaban por entre el fuego y la metralla, palmoteo como lo había hecho al mirar las ruinas de Tebas.

Durante la noche llamó la atención general un incendio, un sargento de Davoust escalo la muralla, y llegó a la ciudadela envuelto en una nube de humo: llegó a sus oídos el sonido de algunas voces lejanas: se dirigió hacia aquel lado, pistola en mano, y con gran asombro suyo se encontró con una patrulla de amigos. Los rusos habían abandonado la ciudad, y la habían ocupado los polacos de Poniatowski.

Murat, por su extraordinario traje, y por su intrepidez, excitaba el entusiasmo de los cosacos. Un día que daba a sus bandas una furiosa carga, su arrebata contra ellas, las reprende con aspereza y las manda: los cosacos no le entienden, pero adivinan, vuelven bridas y obedecen la orden del general enemigo.

Cuando vimos en París al helman Platoff, ignorábamos su aflicción paternal: en 1812 tenía un hijo hermoso como el Oriente, y montaba un soberbio caballo blanco de Ucrania: el guerrero de diez .y siete años combatía con la intrepidez de su florida juventud, pero le mató un hulano polaco. Tendiéronle en una piel de oso, y los cosacos fueron respetuosamente a besarle la mano. Rezaron oraciones fúnebres, y le enterraron en un cerrillo cubierto de pinos: en seguida desfilaron por delante de la tumba con los caballos de la brida, y a punta de la lanza vuelta hacia el suelo parecían los funerales descritos por el historiador de los godos, o a las cohortes pretorianas abatiendo las fasces ante las cenizas de Germánico: versi fasces. «El viento hace caer los copos de nieve que la primavera del Norte lleva en sus cabellos.» (Edda de Soenumd).

Retirada de los rusos.— El Borysthenes.— Mortificación de Bonaparte.— Kutuzoff sucede a Barclay en el mando del ejército ruso.— Batalla de Moscú o

de Borodino.— Boletín.— Aspecto del campo de batalla.

Bonaparte escribió a Francia desde Smolensko que era dueño de las salinas rusas, y que su ministro de Hacienda podía contar con 80.000.000 más.

La Rusia huía hacia el polo: los señores abandonaban sus palacios de madera, y se marchaban con sus familia», sus siervos y sus rebaños. El Dniéper o el antiguo Boritsthenes, cuyas aguas fueron en otro tiempo declaradas santas por Vladimiro, queda ya a la espalda: este rio había enviado a los pueblos civilizados las invasiones de los bárbaros, y entonces sufría las invasiones de los pueblos civilizados. Salvaje disfrazado con un nombre griego, no recordaba ni una las primeras emigraciones de los eslavos: continuaba corriendo desconocido por medio de los busques, y llevaba en sus barcas en vez de los hijos de Odín, chales y perfumes para las señoras de San Petersburgo y de Varsovia. Su historia no comienza para el mundo más que al orienté de las montañas en donde están los altares de Alejandro.

Desde Smolensko se podía igualmente dirigir un ejército a San Petersburgo y a Moscú. Smolensko debió advertir al vencedor que era tiempo de detenerse, y así lo deseó un momento.

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«El emperador, dice Mr. Fain, desalentado, habló del proyecto de detenerse en Smolensko.» En los hospitales comenzaba ya a carecerse de todo. El general Gourgand refiere que el general Lariboissierc se vio obligado a entregar la estopa de sus cañones para curar a los heridos. Pero Bonaparte no podía contenerse: deleitábase en contemplar en las dos extremidades de la Europa, las dos auroras que alumbraban a sus ejércitos en llanuras ardientes y en mesetas heladas.

Rolando, en su estrecho círculo de caballería, corría detrás de Angélica: los conquistadores de la primera raza perseguían a una soberana más elevada: no había reposo para ellos, hasta que lograsen estrechar en sus brazos a aquella divinidad coronada de torres, esposa del tiempo, hija del cielo y madre de los dioses. Poseído enteramente de su propia existencia, Bonaparte todo lo había reducido a su persona: Napoleón se había apoderado de Napoleón: en él no había nada roas que él. Hasta entonces no había explorado más que lugares célebres, más ahora recorría un camino sin sombre, a lo largo del cual Pedro apenas había bosquejado las futuras ciudades de un imperio que apenas contaba un siglo. Si los ejemplos instruyesen, Bonaparte se hubiera acordado con disgusto de Carlos XII, que atravesó a Smolensko buscando a Moscú.

En Kolodrina hubo una acción sangrienta: enterráronse apresuradamente los cadáveres de los franceses, de modo que Napoleón no pudo calcular exactamente su gran pérdida. En Dorogobouj se encontró un ruso cuya barba de deslumbrante blancura le caía sobre el pecho y que Siendo demasiado viejo para seguirá su familia, se había quedado solo en el hogar doméstico: había visto los prodigios del fin del reinado de Pedro el Grande, y presenciaba con silenciosa indignación la devastación de su país.

Una serie de batallas presentadas y no aceptadas, condujeron a los franceses al campo de la Moskowa. En cada vivac el emperador conferenciaba con sus generales, y escuchaba sus objeciones sentado sobre un haz de ramas de abeto o jugando con alguna bala rasa que movía con el pie.

Barclay, pastor de Livonia, y después general, era el autor de aquel sistema de retirada que permitía esperar la llegada del otoño: una intriga de corte le derribó. El anciano Kutuzoff batido en Austerlitz, por no haber seguido su opinión, que era el no aceptar el combate hasta la llegada del príncipe Carlos, reemplazó a Barclay. Los rusos veían en Kutuzoff un general de su nación, el discípulo de Souwaroff, el vencedor del gran visir en 1811, y el autor de la paz con la Puerta, tan necesaria entonces a la Rusia. Entretanto se presentó en los puestos avanzados de Davoust, un oficial moscovita, encargado de unas proposiciones bastante vagas, porque su verdadera misionera la de ver y examinar: enseñáronle todo, y los franceses curiosos y poco medrosos, le preguntaron qué población se encontraba entre Viazma y Moscú: «Pultava» contestó.

Al llegar a las alturas de Borodino, Bonaparte vio por fin al ejército ruso atrincherado en unas posiciones formidables. Se componía de ciento veinte mil hombres y seiscientas piezas de artillería: las fuerzas francesas eran iguales en número. Examinada la izquierda de los rusos, el general Davoust propuso a Napoleón el flanquear al enemigo: «Eso me haría perder demasiado tiempo, contestó el emperador.» Davoust insistió, y se comprometió a concluir su maniobra antes de las seis de la mañana. Napoleón, interrumpiendole bruscamente, le dijo: «Siempre estáis dispuesto a atacar por la espalda al enemigo.»

En el campo moscovita se observó gran movimiento: las tropas estaban sobre las armas, y Kutuzoff, rodeado de los papas y archimandritas, precedido de los emblemas de la religión y de una sagrada imagen que pudieron sacar de las ruinas de Smolensko, hablaba a sus soldados del cielo y de la patria, y llamaba a Napoleón el déspota universal.

En medio de aquellas canciones guerreras, de aquellos coros de triunfo, mezclados con gritos dolorosos, se oyó también en el campo francés una voz cristiana que se distinguía de todas las demás: el himno santo que sube por si solo a las bóvedas del templo. El soldado, cuya tranquila pero conmovida voz fue la última que resonó, era el ayudante de campo del mariscal que mandaba la caballería de la guardia. Aquel ayudante de campo se encontró en todos los combates de la campaña de Rusia, habla de Napoleón como uno de sus mayores admiradores, pero reconoce en él algunas flaquezas, que trata de disimular con mentidas narraciones, y declara que las faltas cometidas provinieron del orgullo del jefe, y de que los capitanes se olvidaron de Dios. «En el campo ruso, dice el teniente coronel Baudus, se santificó la víspera de

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un día que debía ser el último para tantos valientes.

El espectáculo ofrecido a mis ojos por la piedad del enemigo, y las burlas que de él hicieron muchos oficiales de nuestras filas, me recordó que el mayor de nuestros reyes, Carlo-Magno, se preparó también con ceremonias religiosas para comenzar la más peligrosa de sus empresas.... Ahí sin duda entre aquellos cristianos extraviados hubo un gran número cuya buena fe santificó las oraciones; porque silos rusos fueron vencidos en la Moskowa, nuestra completa destrucción, de que no pueden gloriarse en manera alguna, pues que fue obra palpable de la Providencia, vino a probar algunos meses después, que su súplica fue favorablemente acogida.»

Pero ¿en donde estaba el zar? Acababa de decir modestamente a madama de Staël fugitiva, que sentía no ser un gran general. En aquel momento se presentaba en nuestros vivaques Mr. de Beausset, empleado de palacio: salió de los tranquilos bosques de Saint-Cloud, y siguiendo las huellas horribles del ejército, llegó la víspera de los funerales a la Moskowa: llevaba el retrato del rey de Roma que María Luisa enviaba al emperador. Mr. Fain y Mr. de Segur nos pintan las sensaciones que aquella vista produjo en el ánimo de Bonaparte: según el general Gourgaud exclamó después de mirar el retrato: «Retiradle de ahí; bien pronto ve un campo de batalla.»

El día que precedió a la tempestad fue en extremo tranquilo. «Esa especie de sabiduría y previsión, dice Mr. de Randus, que se despliega para preparar tan crueles locuras, tiene algo de humillante para la razón humana cuando se piensa en ello a sangre fría en la edad a que yo he llegado; porque en mi juventud encontraba todo aquello muy hermoso.»

En la noche del 6, Bonaparte dictó esta proclama, que la mayor parte de los soldados no conocieron hasta después de la victoria.

«Soldados, he aquí la batalla que tanto habéis deseado. En adelante la victoria depende de vosotros: nos es necesaria: nos proporcionara la abundancia y el pronto regreso a la patria. Conducíos como en Austerlitz, Friedland, Witepsl y Smolensko, y que la posteridad más remota cite vuestro comportamiento en esta jornada, y diga de cada uno de vosotros: en aquella gran batalla se encontraba junto a las murallas de Moscú.

Bonaparte pasó la noche en la mayor ansiedad: creía unas veces que los enemigos se retiraban, y otras temia la desnudez y privaciones de los soldados, y él cansancio de sus oficiales. Sabia que decían en derredor suyo: «¿Con qué objeto se nos han hecho andar ochocientas leguas, para no encontrar más que una agua cenagosa, hambre, y vivacs sobre cenizas? Cada año va agravándose la guerra: nuevas conquistas obligan a ir en busca de nuevos enemigos. Bien pronto no le será ya suficiente la Europa y tendremos qua marchar al Asia.» Bon aparte no había, en electo, visto con indiferencia las corrientes que desaguan en el Volga. Detenido en Jaffa en la entrada occidental de Asia, detenido en Moscú en la parte septentrional de aquella misma Asia, fue a morir en los mares que limitan la parte del mundo en donde nacieron el hombre y el sol.

Napoleón hizo llamar a media noche a uno de sus ayudantes de campo, quien le encontró con la cabeza apoyada entre sus manos. «¿Qué es la guerra? decía, un oficio de bárbaros, cuyo arte consiste en ser el más fuerte en un punto dado.» Quejábase de la inconstancia de la fortuna: envió a reconocer la posición del enemigo: se le manifestó que las fogatas continuaban encendidas en igual número, y se tranquilizó. A las cinco de la mañana Ney le envió a pedir la orden de ataque: Bonaparte salió y dijo: «Vamos a abrir las puertas de Moscú.» Amaneció por fin, y Napoleón señalando al Oriente exclamó: ¡He ahí el sol de Austerlitz!:.,»

Mojaisk, 12 de setiembre de 1812.

Extracto del boletín número 18 del grande ejercito.

«El 6 a las dos de la mañana el emperador recorrió los puestos avanzados enemigos; el día se pasó en reconocimientos. La posición que ocupaba el enemigo

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era muy fuerte y ventajosa.

«Aquella posición pareció excelente. Era fácil maniobrar y obligar al enemigo a evacuarla; pero esto hubiera sido diferir la acción.

«El 7 a las seis de la mañana, el general conde Sorbier, que había armado la batería directa con la artillería de reserva de la guardia, rompió el fuego.

«A las seis y media fue herido el general Compans: a las siete perdió su caballo el príncipe de Eckmuhl…

«A las siete el mariscal duque de Elchingen se puso en movimiento, y protegido por sesenta piezas de artillería que el general Foucher había colocado la víspera contra el centro del enemigo, se dirigió hacia él. Mil cañones esparcen la muerte por todos lados.

«Alas ocho estaban ya tomadas las posiciones y reductos enemigos, y nuestra artillería coronaba sus trincheras.

«El enemigo conservaba aun las reductos de la derecha: el general conde Morand marchó contra ellos y los tomó: pero a las nueve de la mañana, atacado por todos lados, no pudo sostenerse y .tuvo que abandonarlos. Alentado el enemigo con aquella ventaja, hizo avanzar su reserva y sus últimas tropas para probar fortuna. La guardia imperial rusa formaba parte de ellas: atacó a nuestro centro sobre el cual se había replegado nuestra derecha. Por un momento se temió que se apoderase del lugar incendiado; la división Friant se dirigió allí: ochenta piezas de artillería detienen primero y destrozan después las columnas enemigas, que durante dos horas se mantuvieron compactas sufriendo el fuego de la metralla, sin atreverse a avanzar, sin querer retroceder, y renunciando a la esperanza de la victoria. El rey de Nápoles decidió su incertidumbre: mandó cargar al cuarto cuerpo de caballería, que penetró por las brechas que nuestra artillería había abierto en las masas de los rusos, y los escuadrones de sus coraceros y se desbandaron por todas partes.

«A las dos de la tarde no le queda al enemigo esperanza alguna: la batalla ha concluido y el cañoneo continua: el enemigo se bate en retirada, por su salvación más no por la victoria...

«Nuestra pérdida total puede calcularse en nueve o diez mil hombres, y la del enemigo en cuarenta o cincuenta mil. Para cada cadáver francés había cinco rusos. Cuarenta generales rusos quedaron muertos, heridos o prisioneros: entre los segundos se encontraba el general Bagration.

«Hemos perdido al general de división conde Montbrun, muerto de bala de cañón, y al general conde Caulimourl, enviado para reemplazarle, que murió también de tiró de cañón una hora después.

«Murieron además los generales de brigada Comperé, Planzonue, Marion y Huart: otros siete u ocho generales han sido heridos, aunque la mayor parte levemente. El príncipe de Eckmuhl ha recibido lesión alguna. Las tropas francesas se han cubierto de gloria, y han mostrado su gran superioridad sobre los soldados rusos.

«Tal es en pocas palabras el bosquejo de la batalla de la Moskowa dada a dos leguas a la espalda de Mojaisk, y a veinte y cinco de Moscú.

«El emperador no ha corrido el menor peligro: la guardia de infantería y caballería no ha perdido un solo hombre. La victoria no ha estado nunca indecisa. Si el enemigo, forzado en sus posiciones, no se hubiese obstinado en recobrarlas, nuestra pérdida habría sido mayor que la suya; pero ha destruido su ejército, teniéndole expuesto desde las ocho hasta las dos al fuego de nuestras baterías, y empeñándose en recuperar lo perdido. Esta ha sido la causa de sus inmensas bajas.»

Este boletín frío y lleno de reticencias, dista mucho de dar una idea exacta de la batalla de la

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Moskowa, y especialmente de la horrorosa matanza en el gran reducto: ochenta mil hombres quedaron fuera de combate, de los cuales treinta mil pertenecían a la Francia. Augusto de la Rochejaquelein recibió un sabíalo en la cara, y quedó prisionero de los moscovitas: recordaba otros combates y otra bandera. Bonaparte al pisar revista al regimiento número 61, casi enteramente destruido, dijo al coronel: «Coronel, ¿qué habéis hecho de uno de vuestros batallones? —Señor, está en el reducto.» Los rusos han sostenido, y sostienen todavía, que ganaron la batalla, y van a colocar una columna triunfal y fúnebre en las alturas de Borodino.

La narración de Mr. de Segur suplirá lo que falta al boletín de Bou aparte. «El emperador, dice, recorrió el campo de batalla: jamás otro alguno presentó tan horrible aspecto. Todo concurría a hacer aquel cuadro más desolador: un cielo oscuro, una lluvia muy fría, un viento violento, habitaciones reducidas a escombros, y una llanura enteramente cubierta de ruinas y destrozos: en el horizonte el triste y sombrío verdor de os árboles del Norte: por todas partes se veían soldados errantes entre los cadáveres buscar subsistencias hasta en los morrales de sus compañeros muertos: heridas horribles, por que las balas rusas son más gruesas que las nuestras: vivacs silenciosos: nada de canciones ni narraciones: por donde quiera reinaba el más profundo abatimiento.»

«Veíase en derredor de las águilas al resto de los oficiaies y sargentos y algunos soldados, pero en tan corto número que apenas eran suficientes a custodiar las banderas. Sus uniformes estaban desgarrados por el encarnizamiento del combate, ennegrecidos con la pólvora y manchados de sangre: y sin embargo, entre aquellos harapos, aquella miseria y aquel desastre, se observaba cierta fiereza, y aun a vista del emperador se oyeron algunos gritos de triunfo, aunque muy raros, no que en aquel ejército, capaz a un tiempo mismo de análisis y de entusiasmo, cada uno juzgaba de la posición de iodos los demás.

«El emperador no pudo calcular su victoria más que por los muertos. El suelo estaba de tal manera lleno de franceses tendidos sobre los reductos, que parecían pertenecerles más bien que a los que habían quedado de pie. Se veían allí más vencedores muertos que vivos.

«Entre aquella multitud de cadáveres, que era necesario pisar para seguir a Napoleón, el casco de un caballo tropezó con un herido y le arrancó el último signo de vida o de dolor. El emperador que hasta entonces había permanecido mudo como su victoria, y que tenía el corazón oprimido al ver tantas victimas, no pudo ya contenerse, prorrumpió en gritos de indignación, y mandó se asistiese con el mayor esmero a aquel desgraciado: después diseminó a los oficiales que le seguían para socorrer a los que por todas partes daban lastimeros gritos.

«Encontrábanse muchos en el fondo de los barrancos, en donde unos habían sido precipitados, y otros se habían deslizado para ponerse a cubierto de los fuegos del enemigo, o de la violencia del huracán. Los más jóvenes pronunciaban sollozando el nombre de su patria y de su madre: los de más edad esperaban la muerte con aire impasible o sardónico, sin suplicar ni quejarse; otros pedían que se les matase inmediatamente, pero se pasaba con rapidez junto a aquellos desdichados, con quienes no se tenía ni la inútil compasión de socorrerlos, ni la crueldad de acabar con ellos.»

Tal es la narración de Mr. de Segur. ¡Anatema contra las victorias que no se consigan en defensa de la patria, y que solo sirven para la vanidad de un conquistador!

La guardia, compuesta de veinte y cinco mil hombres escogidos, no lomó parte en la batalla de la Moskowa: Bonaparte se negó a ello bajo diversos pretextos. Contra su costumbre, se mantuvo alejado del fuego, y no pudo seguir con la vista las diferentes maniobras. Paseábase o se sentaba junto a un reducto que había sido tomado la víspera: cuando le traían la noticia de la muerte de alguno de sus generales, hacia un gesto de resignación. Todos miraban con asombro semejante impasibilidad: Ney decía: «¿Qué hace a espaldas del ejército? Allí no pueden alcanzarle más que los reveses pero de ningún modo los triunfos. Puesto que no hace ya la guerra por si mismo, que ya no es general, y que por todas partes quiere hacer el emperador, que se vuelva a las Tullerías y nos deje obrar como generales.» Murat confesaba que en aquella gran jornada no había reconocido el genio de Napoleón.

Los admiradores constantes de Napoleón han atribuido su inacción a los padecimientos, de que según aseguran se hallaba oprimido: afirman que a cada momento se veía precisada a bajar del caballo, y que solía quedarse inmóvil apoyada la frente sobre los cañones. Es cosa posible:

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una leve disposición pueda contribuir en aquel momento a postrar su energía; pero si se observa que volvió a recobrarla en la campaña de Sajonia ven la famosa de Francia, será preciso atribuir a otra cansa su conducta en Borodino. ¿Cómo?....

Confesáis en vuestro boletín que era fácil maniobrar y obligar al enemigo a evacuar su fuerte posición, pero que esto hubiera producido dilaciones; y vos que tenéis bastante actividad de ánimo para condenar a la muerte tantos millares de nuestros soldados, ¿no tenéis bastante fuerza corporal para mandar al menos a vuestra guardia que acuda a socorrerlos? Esto no puede explicarse de otro modo que por la naturaleza misma del hombre: se aproximaba el tiempo de la adversidad y su primer amago le dejó petrificado. La grandeza ele Napoleón no era de las que pertenecen al infortunio: solo la prosperidad le dejaba completamente expedito el uso de sus facultades: no estaba formado para la desgracia.

Los franceses continúan avanzando.— Rostopschine. — Bonaparte en el Monte de la Salud.— Vista de Moscú.— Entrada de Napoleón en el Kremlin.—

Incendio de Moscú.— Dimanarte consigue llegar con mucho trabajo a Petrowski.— Cartelón de Rostopschine.—Permanencia en las ruinas de

Moscú.— Ocupaciones de Bonaparte.

Entre Moskowa y Moscú, Murat empeñó una acción al frente de Mojaisk. Los franceses entraron en la ciudad y encontraron diez mil muertos y moribundos: para alojar a los vivos hubo que arrojar los muertos por las ventanas. Los rusos se replegaban en buen orden sobre Moscú.

En la noche del 13 de setiembre, Kutuzoff reunía un consejo de guerra, y todos los generales que asistieron a el, declararon que Moscú no era la patria. Buturlin, (Historia de la campaña de Rusia), el mismo oficial que Alejandro envió al cuartel del duque de Angulema en España, y Barclay, en su Memoria justificativa, exponen los motivos que decidieron la opinión del consejo. Kutuzoff propuso al rey de Nápoles una suspensión de armas hasta que los soldados rusos atravesasen la antigua capital de los zares. La suspensión fue aceptada parque los franceses querían conservar la ciudad. Murat únicamente estrechaba a la retaguardia enemiga, y los granaderos franceses iban pisando a los granaderos rusos que iban en retirada. Pero Napoleón estaba muy distante del triunfo que aguardaba. Kutuzoff estaba de acuerdo con Rostopschine.

El conde Rostopschine era gobernador de Moscú. La venganza debía bajar del cielo: construyose a mucha costa un monstruoso globo, el cual había de colocarse sobre el ejército francés, y caer sobre la .cabeza del emperador arrojando una lluvia de hierro y fuego. Aquella máquina aerostática se rompió en el ensayo, y fue necesario renunciar a aquel medio, pero quedaron aun otros a Rostopschine. La noticia del desastre de Borodino llegó a Moscú, cuando un boletín de Kutuzoff lisonjeaba con la esperanza de la victoria al resto del imperio. Rostopschine redactó algunas proclamas en prosa rimada en las cuales decía:

«¡Vamos, moscovitas amigos míos, marchemos también!.. Reuniremos cien mil hombres, tomaremos la imagen de la Santísima Virgen, ciento cincuenta piezas de artillería y todo lo concluiremos...»

Aconsejaba a los habitantes que se armasen únicamente de horquillas, porque un francés no pesaba más que un haz de mies.

Es bien sabido que Rostopschine ha declinado toda participación en el incendio de Moscú: lo es igualmente que Alejandro jamás se ha explicado sobre este particular. ¿Rostopschine quiso evitar la ojeriza y las quejas de los nobles y comerciantes cuya fortuna quedó arruinada? ¿Alejandro temió que le llamase bárbaro el Instituto? Este siglo es tan miserable, y Bonaparte había-monopolizado de tal modo todas las grandezas, que cuando ocurría alguna cosa digna de atención, cada uno procuraba descargarse de responsabilidad.

El incendio de Moscú será mirado siempre como una resolución heroica, que salvó la

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«dependencia de un pueblo, y contribuyo a la libertad de otros muchos. Numancia no ha perdido sus derechos a la admiración de los hombres. ¿Qué importa que Moscú fuese incendiado? ¿No lo había sido ya siete veces? ¿No se encuentra en el día brillante y rejuvenecido, aunque Napoleón predijo en su boletín número 21, que el incendio de aquella capital retrasaría a la Rusia cien años? «La desgracia de Moscú, dice admirablemente Mme. Staël, ha regenerado el imperio: esta ciudad religiosa pereció como un mártir, cuya sangre comunica nuevas fuerzas a los hermanos que le sobreviven.» (Diez años de destierro).

¿En donde estarían las naciones si Bonaparte desde lo alto del Kremlin hubiese cubierto al mundo con Su despotismo cual con un paño mortuorio? Los derechos de la especie humana son antes que todo. Por lo que a mí hace, si la tierra fuese un globo capaz de inflamarse, no titubearía en prenderla fuego, si se tratase de la libertad de mi país. Con todo, son necesarios los intereses supremos de la libertad humana para que un francés, cubierta la cabeza con un crespón funeral y los ojos llenos de lágrimas, pueda resolverse a referir una resolución que tan fatal debía ser a un gran número de sus compatriotas.

En París se ha visto al conde Rostopschine, hombre instruido y de talento: en sus escritos envuelve sus pensamientos en cierta bufonada: especie de bárbaro civilizado, de poeta irónico y aun de mal gusto capaz de generosas disposiciones, y que despreciaba a los pueblos y los reyes; las iglesias góticas admiten en su grandiosidad grotescos adornos.

Los habitantes de Moscú comenzaron a evacuar la población: los caminos de Cazan estaban cubiertos de fugitivos a pie y en carruajes, solos o acompañados de criados. Un presagio reanimó por un momento los unimos: un buitre se enredó en las cadenas que sostenían la cruz de la iglesia metropolitana: Roma hubiera visto como Moscú en aquel presagio el cautiverio de Napoleón.

Al aproximarse a las puertas los convoyes de heridos rusos, se desvaneció toda esperanza. Kutuzoff había prometido a Rostopschine defender la ciudad con noventa y un mil hombres que le quedaban: pero como acabamos de ver, el consejo de guerra le obligaba a retirarse, Rostopschine se quedó solo.

Cerró la noche, y varios emisarios fueron llamando misteriosamente a las puertas, anunciando que era necesario partir, y que Nínive estaba condenada. Colocáronse en los edificios públicos y en los bazares, en las tiendas y casas particulares materias inflamables: retiráronse las bombas. Entonces Rostopschine dio orden de que se abriesen las cárceles: de comedio de aquella inmunda gente se hizo salir a un ruso y un francés: el ruso, que pertenecía a una secta de iluminados alemanes, fue acusado de haber tratado de entregar su patria y de haber traducido la proclama de los franceses: acude su padre, y el gobernador le concede un momento para que eche su bendición al hijo. «¡Yo bendecir a un traidor!..» exclama el anciano moscovita, y le maldijo. Entonces fue entregado el preso al populacho; que le dio muerte.

«Por lo que hace a ti, dijo Rostopschine al francés, debías desear la llegada de tus compatriotas: quedas, pues, en libertad. Ve a decir a los tuyos que la Rusia no tenía más que un traidor y que ya queda castigado.»

Los demás malhechores recibieron con su indulto instrucciones para proceder al incendio en el momento oportuno. Rostopschine fue el último que salió de Moscú, como el capitán de un navío es el último que le abandona en un naufragio.

Napoleón montó a caballo y se incorporó a su vanguardia. Había que pasar una altura tan próxima a Moscú como Montmartre a París: llamábase el Monte de la Salud, porque los rusos oraban allí, como los peregrinos al descubrir a Jerusalén. Moscú con sus doradas cúpulas, dicen .los poetas eslavos, resplandecía con la luz del día con sus doscientas noventa y cinco iglesias, sus quinientos palacios, sus casas de piedra labrada, pintadas de color amarillo, verde y rosa; no la faltaban más que los cipreses y el Bósforo. El Kremlin formaba parte de aquella masa cubierta de hierro bruñido o pintado. Por entre elegantes quintas de ladrillo y de mármol, corría el Moskowa por parques adornados de abetos, que eran las palmeras de aquel cielo: Venecia en los días de su gloria, no se presentó tan brillante en las olas del Adriático. El 14 de setiembre a las dos de la tarde, fue cuando Bonaparte, con un sol adornado con los diamantes del polo, descubrió su nueva conquista. Moscú, como una princesa europea en los confines de su imperio, adornada con todas las riquezas del Asia, parecía conducida allí para desposarse con Napoleón.

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Al verla, fue general la exclamación de ¡Moscú! ¡Moscú..! y los soldados aplaudieron palmoteando: en tiempo de su antigua gloria, en los reveses o en las prosperidades, gritaban viva el rey!.... «Fue para mi sorprendente en extremo, dice el teniente coronel Bandus, el momento en que de repente se ofreció a mi vista el magnifico panorama que presentaba el conjunto de aquella ciudad inmensa. Siempre me acordaré de la emoción que se manifestó en las filas de la división polaca: emoción que me chocó tanto más, cuanto que fue producida por un movimiento en que tenía gran parte el pensamiento religioso. Al descubrir a Moscú, se arrodillaron los regimientos enteros, y dieron gracias al Dios de los ejércitos por haberlos concedido la victoria y conducíamos a la capital de su más encarnizado enemigo.»

Cesaron las aclamaciones, y se emprendió la marcha hacia la ciudad con el mayor silencio; ninguna diputación salió por las puertas para presentar las llaves en una fuente de plata. Habíanse suspendido en la gran ciudad el movimiento y la vida. Moscú permanecía taciturna a vista del extranjero, y tres días después ya había desaparecido: la circasiana del Norte, la hermosa desposada, se había acostado en su fúnebre pira.

Cuando la ciudad estaba aun en pie, y Napoleón» se dirigía hacia ella, decía: «Ved, pues, ahí la ciudad famosa» y la miraba con atención. Moscú abandonada, se asemejaba a la-ciudad llorada por el profeta de las lamentaciones. Ya Eugenio y Poniatowski habían pasado las murallas, y penetrado en la ciudad algunos oficiales, los cuales volvieron y dijeron a Napoleón: «La ciudad está desierta.—¿Moscú está desierta? no puede ser: que sean conducidos a mi presencia los boyardos.—No hay boyardos, no han quedado más que algunos pobres que se esconden. Las calles se encuentran abandonadas, la ventanas cerradas, ningún humo se ve salir por las chimeneas, y no se siente el más ligero ruido.—Bona parte se encogió de hombros.

Murat avanzó hasta el Kremlin, y fue recibido por los alaridos de los presos que habían sido puestos en libertad para coadyuvar a la independencia de su patria: fue preciso derribar las puertas a cañonazos.

Napoleón se trasladó a la barrera de Dorogoinilow; se detuvo en una de las primeras casas del arrabal, hizo una excursión por la orilla del Moskowa, y no encontró a nadie. Volvió a su alojamiento, nombró al mariscal Mortier gobernador de Moscú, comandante de la plaza al general Durosuet, y a Mr. de Lesseps jefe de la administración en clase de intendente. La guardia imperial y las demás tropas estaban de gala para presentarse a un pueblo ausente. Bonaparte supo bien pronto con certeza que amenazaba a la ciudad alguna catástrofe: a las dos de la mañana se le participó que comenzaba a observarse fuego. El vencedor dejó el arrabal de Dorogomilow y fue a guarecerse en el Kremlin la mañana del 15. Al penetrar en el palacio de Pedro el Grande experimentó cierta sensación de alegría: su orgullo satisfecho, escribió algunas palabras a Alejandro al resplandor del bazar que principiaba a arder, como en otro tiempo el vencido monarca le escribió un billete en el campo de Austerlitz.

En el bazar se veían largas filas de tiendas cerradas: atajose al pronto el incendio, pero la segunda noche estalló por todas partes; globos dirigidos por artífices, revientan y caen en partículas luminosas sobre los palacios e iglesias. Un impetuoso viento cierzo, arroja hacia el Kremlin las chispas y las llamas: en él había un almacén de pólvora, y debajo de los balcones de la habitación de Napoleón se había colocado un parque de artillería. Los soldados fueron arrojados por las llamas de uno en otro barrio. Gorgonas y Medusas, con la tea en la mano, recorren los callejones de aquel infierno, y otras atizan el fuego con madera embreada. Bonaparte, en los salones de la nueva Pérgamo, se precipita a los balcones, y grita: ¡Qué resolución tan extraordinaria..! ¡qué hombres..! ¡son escitas..!» Difúndese el rumor de que el Kremlin está minado: los de la servidumbre se encuentran mal, y los militares se resignan: las bocas de las diversas hogueras de lo exterior se ensanchan, se aproximan y se tocan: la torre del arsenal arde como un gran cirio en medio de un santuario abrasado. El Kremlin no es ya más que una isleta negra, contra la que se estrella un embrabecido mar de fuego, y el cielo en que reflejaba la iluminación, parecía atravesado por una claridad movible como la de una aurora boreal.

Íbase acercando la tercera noche, y apenas se podía respirar entre aquellos vapores sofocantes; por dos veces se aplicaron meabas al edificio que ocupaba Napoleón. La fuga iba haciéndose imposible poique las lamas bloqueaban las puertas de la ciudadela. Registrando por

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lodos lados, se descubrió una poterna que daba salida hacia el Moskowa. El vencedor con su guardia se evadió por aquel postigo salvador. En la ciudad, se hienden y crujen las bóvedas o techos en derredor suyo, y se desploman con horroroso estruendo los campanarios, de los cuales se desprenden torrentes de metal derretido. Las columnas, los maderos y las techumbres, chispean y se hunden en aquel Flegetonte, cuya ardiente superficie hacen saltar en mil pautas de oro. Bonaparte tuvo que pasar por encima de los carbones ya fríos, de un barrio reducido a cenizas, y pudo por fin llegará Petrowski, casa de campo del zar.

El general Gourgand, criticando la obra de Mr. de Segur, acusa al oficial de órdenes del emperador, de haberse equivocado: en efecto, se halla probado por la narración de Mr. de Bandus, ayudante de campo del mariscal Bessieres, y que sirvió de guía a Napoleón, que este no salió por una poterna, sino por la puerta principal del Kremlin. Desde las riberas de Santa Elena, le parecía a Bonaparte que veía arder la ciudad de los escitas.... «Jamás, dice, a despecho de la poesía, todas las ficciones del incendio de Troya, igualarán la realidad del de Moscú.»

Recordando anteriormente aquella catástrofe, escribió Napoleón: Mi genio maléfico se me apareció, y me anunció el fin que he encontrado en la isla de Elba. Kutuzoff tomó primero la dirección del Oriente; pero torció después hacia el Mediodía. Iluminaba por la noche su marcha el incendio de Moscú, de donde salía un sordo y lúgubre murmullo: hubiérase dicho que la campana que jamás se había podido colocar en el sitio que la estaba destinado por su enorme peso, so hallaba suspendida mágicamente en lo alto de una torre ardiendo para tocará muerto Kutuzoff llegó a Voronowo, posesión del conde Rostopschine: apenas vio la magnifica mansión, cuando se sumergió en el golfo de una nueva conflagración. Sobre la puerta de hierro de una iglesia se leía este cartel: la scritta morta, de mano del propietario: (Durante ocho años he embellecido esta-campiña y he vivido feliz en el seno de mi familia: los habitantes de esta tierra en número de mil setecientos veinte, la abandonan al aproximaros, y yo pongo fuego a mi casa para que no sea contaminada con vuestra presencia. Franceses, os he abandonado mis dos casas de Moscú con sus muebles, cuyo valor ascendía a medio millón de rublos. Aquí no encontrar reis más que cenizas.»

Arostopschine.

Bonaparte había admirado en los primeros momentos al fuego y a los escitas como una cosa que le alagaba la imaginación; más bien pronto el daño que le causaba aquella catástrofe le enfrió y le hizo volver a sus injuriosas diatribas. Al enviar el escrito de Rostopschine a Francia, añadió: «Parece que Rostopschine padece una enajenación mental: los rusos le miran como una especie de Marat.» El que no comprende que puede haber grandeza en los demás, no será tampoco capaz de tenerla cuando llegue el tiempo de los- sacrificios.

Alejandro supo su adversidad sin abatirse. «¿Retrocederemos, decía en sus circulares, cuando la Europa nos anima con sus miradas? Sirvámosla de ejemplo: saludemos la mano que nos elige para ser la primera nación que se sacrifique por la causa de la virtud y la libertad.» Después seguía una invocación al Todopoderoso.

Un estilo en que se encuentran las palabras Dios, virtud y libertad es muy convincente: adrada a los hombres, los tranquiliza y los consuela: ¡cuan superior es a esas frases afectadas, tristemente tomadas de las locuciones paganas, y fatalizadas a la turca: fue, han sido, la fatalidad los arrastra]... fraseología estéril, siempre vana, aun cuando esté apoyada en las mayores y más recomendables acciones.

Napoleón salió de Moscú la noche del 15 de setiembre y volvió a entrar el 18. Al regresar encontró hogueras formadas con muebles de caoba y pedazos de molduras doradas. En derredor de aquellas hogueras y al aire libre estaban los soldados ennegrecidos, llenos de lodo y con las prendes de vestuario hechas pedazos, tendidos sobre canapés de seda, o sentados en sillones de terciopelo, teniendo a sus pies extendidos por el barro a manera de alfombras, chales de

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Cachemira, pieles de la Siberia, y telas de oro de Persia, comiendo en vajilla de plata una pasta negruzca, o pedazos chorreando sangre de carne de caballo asada.

Como el saqueo comenzó con el mayor desorden se trató de regularizarle: cada regimiento fue tomando su ración por turno. Paisanos echados de sus chozas, cosacos, y desertores del enemigo, andaban al derredor de los franceses y acababan de comerse lo que sus escuadras habían ya roído. Cada uno tomaba lo que podía llevarse, pero cargado excesivamente con aquellos despojos los arrojaba en cuanto recordaba que se encontraba a seiscientas leguas de su país.

Las excursiones en busca de víveres producían escenas muy patéticas: una escuadra francesa se llevaba una vaca: púsose delante de ella una mujer acompañada de un hombre que llevaba en brazos un niño de pocos meses, y ambos señalaban con el dedo al animal que acababan de arrebatarles. La madre desgarró los miserables harapos que cubrían su pecho para manifestar que no tenía leche, y el padre hizo ademan de querer estrellar la cabeza del niño sobre una piedra. El oficial mandó que se les volviese la vaca, y dice: «El efecto que produjo en mis soldados aquella escena fue tal, que durante mucho tiempo no se oyó ni una sola palabra en las filas.»

Bonaparte había mudado de pensamiento y declaró que quería marchar a San Petersburgo: ya señalaba el camino en sus mapas, y explicaba la excelencia de su nuevo plan, y la certeza que tenía de entrar en la segunda capital del imperio: «¿Qué había de hacer ya metido entre ruinas? ¿No era suficiente para su gloria el haber subido al Kremlin?» Tales eran las nuevas quimeras de Napoleón: sus ideas rayaban en locura, pero sus sueños eran todavía los de una imaginación inmensa.

«No estamos más que a quince jornadas de San Petersburgo, dice Mr. Fain: Napoleón piensa dejarse caer sobre aquella capital.» En lugar de quince jornadas, en aquella época y circunstancias debiera haber dicho dos meses.

El general Gourgand añade que todas las noticias que se recibían de San Petersburgo anunciaban que allí se temía generalmente que Napoleón emprendiese aquel movimiento. Es cierto que en San Petersburgo nadie dudaba del buen éxito de la tentativa del emperador, si llegaba a realizarse, pero los habitantes estaban decididos a imitar el ejemplo de Moscú y a retirarse a Archaugel. No es posible someter a una nación cuya última fortaleza es el polo. Además, las escuadras inglesas, penetrando por la primavera en el Báltico, hubieran reducido la toma de San Petersburgo a una simple destrucción.

Pero en tanto que la desenfrenada imaginación de Bonaparte se regocijaba con la idea de un viaje a San Petersburgo, se ocupaba seriamente de la idea contraria: su esperanza no le había quitado enteramente su buen juicio. Su proyecto dominante era llevar a París un tratado de paz firmado en Moscú. Por este medio se habría desembarazado de los peligros de la retirada, llevando a cabo una asombrosa conquista, y vuelto a entrar en las Tullerías con la rama e olivó en la mano. Desde que escribió la .primera carta a Alejandro al llegar al Kremlin, no había desaprovechado ninguna ocasión de renovar sus proposiciones preliminares. En urja conversación amistosa con un oficial general ruso, Mr. de Toutelmine, subdirector de la casa de expósitos de Moscú, edificio que milagrosamente se libró del incendio, profirió palabras favorables a un acomodamiento. Por medio de Mr. Jacowieff, hermano del antiguo ministro ruso en Stuttgart, escribió directamente a Alejandro, y Mr. Jacowieff se comprometió a entregar aquella carta al zar en persona. Por último se envió a Kutuzoff al general Lauriston, y aquel prometió interponer sus buenos oficios para una negociación pacifica: más se negó a entregar al general Lauriston un salvo-conducto para San Petersburgo.

Napoleón estaba persuadido de que ejercía sobre Alejandro el mismo predominio que en Tilsit y en Erfurt, y sin embargo, Alejandro escribía el 21 de octubre al príncipe Miguel Larcanowitz. «He sabido con sumo disgusto que el general Beninasen ha tenido una entrevista con el rey de Nápoles.

«Todas las determinaciones contenidas en las órdenes que os he dirigido, deben convenceros de que mi resolución es irrevocable, y que en este momento, ninguna proposición del enemigo podría decidirme a concluir la guerra, ni a debilitar por este medio el deber sagrado de vengar a la patria.»

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Los generales rusos abusaban del amor propio y de la sencillez de Murat, comandante de la vanguardia: encantado siempre con la oficiosidad de los cosacos, pedía prestadas algunas alhajillas a sus oficiales para regalar a sus cortesanos del Don: pero los generales rusos, lejos de desear la paz, la temían. A pesar de la resolución de Alejandro, conocían la debilidad de su emperador, y temían la seducción de Bonaparte. Para conseguir la apetecida venganza no había necesidad más que de ganar un mes y esperar las primeras heladas: la cristiandad moscovita suplicaba al cielo que apresurase el tiempo de sus rigores.

El general Wilson llegó al cuartel general del ejército ruso en clase de comisionado inglés: ya también so había encontrado con Bonaparte en el camino de Egipto. Fabvier había regresado de nuestro ejército del Mediodía del Norte. El inglés incitaba a Kutuzoff al ataque, y se sabía que las noticias que había traído Fabvier no eran nada buenas. Desde las dos extremidades de Europa, los dos únicos pueblos que combatían por su libertad, se daban la mano por encima de la cabeza del vencedor en Moscú. La respuesta de Alejandro no llegaba, y los correos de Francia se retrasaban: la inquietud de Napoleón iba en aumento, y los paisanos decían a los soldados: «Vosotros no conocéis nuestro clima: dentro de un mes el frío os hará caer las uñas.» Miltori, cuyo gran nombre lo llena todo, se expresa así en su Moscovia: «Hace en este país tanto frío, que la savia de las famas que se echan en el fuego, se hiela en el extremo opuesto al que arde.

Conociendo Bonaparte que un paso retrógrado desvanecía su prestigio y el terror de su nombre, no podía resolverse a desistir: a pesar de la advertencia del próximo peligro, permanecía esperando por instantes respuesta de San Petersburgo: el que había mandado con tanta altanería, suspiraba por algunas palabras bondadosas del vencido. En el Kremlin se ocupó en formar un reglamento para la comedia francesa, e invirtió tres noches en tan majestuosa obra: discutió con sus ayudantes de campo acerca del mérito de algunos versos nuevos que acababa de recibir de París: los que le rodeaban admiraban la sangre fría del grande hombre, mientras que los heridos de los últimos combates espiraban entre atroces dolores, y entregaba a la muerte los cien mil hombres que le quedaban. La servil estupidez del siglo ha tratado de hacer pasar esta lamentable afectación, por el pensamiento de un talento inconmensurable.

Bonaparte visitó los edificios del Kremlin. Subió y bajó por la escalera en que Pedro el Grande hizo degollar a los strelitz: recorrió el salón de los festines a donde Pedro hacia que le llevasen los prisioneros, derribando una cabeza a cada brindis, e invitando a sus convidados, príncipes y embajadores, a que se divirtiesen de la misma manera: entonces se sacrificaron hombres y se enterraron mujeres vivas: además fueron ahorcados dos mil strelitz, cuyos cuerpos quedaron colgados de unos ganchos en las murallas.

En vez del decreto sobre los teatros, Bonaparte hubiera hecho mejoren escribir al Senado conservador, la carta que desde las orillas del Pruth escribió Pedro al senado de Moscú: «Os participo que engañado por noticias falsas, y contra mi voluntad, me encuentro encerrado en mi campo, por un ejército cuatro voces más fuerte que el mío. Si quedo prisionero, de debéis considerarme ya como vuestro zar y señor, ni obedecer ninguna orden que os lleven de mi parte, aun cuando conozcáis que está escrita por mi propia mano. Si perezco, elegiréis por mi sucesor al más digno entre vosotros.»

Una carta de Napoleón dirigida a Cambaceres contenía órdenes ininteligibles: se deliberó, y aunque la firma del pliego era un hombre añadido a otro antiguo, como se reconoció que la letra era de Bonaparte, se decidió que las órdenes ininteligibles debían cumplirse.

El Kremlin encerraba un doble trono para dos hermanos: Napoleón no dividía el suyo con nadie. Todavía se veía en aquellos salones la camilla destrozada por una bala de cañón, en que Carlos XII, que se encontraba herido, se hizo conducirá la batalla de Pultava. Vencido siempre en la esfera do-los instintos magnánimos, Bonaparte, al visitar el panteón de los zares, se acordó que en lo> días solemnes se cubrían sus sepulcros con magníficos paños mortuorios, y que cuando un súbdito tenía que solicitar alguna gracia, colocaba su súplica sobre uno de los sepulcros, de donde solo el zar tenía el derecho de retirarla.

Aquellos memoriales del infortunio presentados por la muerte al poder, no eran del gusto de Napoleón. Llamábanle la atención otros cuidados: parte por engañar, y parte porque lo deseaba, trataba, como al abandonar el Egipto, de que fuesen a Moscú cómicos de París, y aun aseguraba que no tardaría en llegar un cantante italiano. Despojó las iglesias del Kremlin; llenó los furgones

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de ornamentos sagrados y de imágenes de santos, con las medias lunas y colas de caballo conquistadas a los mahometanos. Quitó la inmensa cruz d”la torre del gran Iván, que pensaba colocar sobre la cúpula de los Inválidos, y que hubiera hecho juego con las obras maestras del Vaticano con que había adornado el Louvre. Mientras se desmontaba la cruz, volaban alrededor unas cornejas que graznaban: «¿Qué me quieren esas aves?» decía Bonaparte.

Acercábase el fatal momento: Daru ponía objeciones a diversos proyectos presentados por Napoleón. «¿Qué partido hemos de tomar? exclamó el emperador. —Permanecer aquí: hacer de Moscú un gran campo atrincherado: pasar en él el invierno: salarlos caballos que no se puedan mantener: aguardar la primavera: nuestros refuerzos y la Lituania armada vendrán a librarnos y a concluir la conquista. —Ese es un consejo de león, contestó Bonaparte: pero ¿qué diría París? La Francia no podría acostumbrarse a mi ausencia. —¿Qué se dice de mi en Atenas?» preguntaba Alejandro.

Volvieron las incertidumbres: ¿partirá o no? No lo sabe. Sucédense unas a otras las deliberaciones. Por fin una acción empeñada en Winkovo el 18 de octubre, le decidió repentinamente a salir con su ejército de las ruinas de Moscú: aquel misino día, sin aparato, sin ruido, sin volver la cabeza, y procurando apartarse del camino recto de Smolensko, se dirigió por uno de los dos que dirigen a Kaluga.

Durante treinta y cinco días lo olvidó todo, como esos formidables dragones del África, que se aletargan después de haberse nutrido: sin duda eran necesarios estos días para cambiar la suerte de un hombre semejante..En este tiempo declinaba el astro de su fortuna en fin, se despertó acosado por el invierno y uní ciudad incendiada: abandonó sus escombros, pero era demasiado tarde: cien mil hombres estaban ya condenados a perecer. El mariscal Mortier que mandaba la retaguardia, recibió orden de volar el Kremlin al tiempo de retirarse1.

Retirada.

Engañado Bonaparte, o queriendo engañar a los demás, escribió el 18 de octubre una carta al duque de Bassano, la cual refiere Mr. Fain: «En las primeras semanas de noviembre, volveré a llevar mis tropas al cuadro que forman Smolensko, Mohilow, Minsk y Witepsk. Me decido a este movimiento, porque Moscú no es ya una posición militar: voy a buscar otra más favorable para comenzar la campaña próxima. Las operaciones tendrán que dirigirse entonces sobre San Petersburgo y Kiow.» Miserable farfantonería, si no se tratase más que de una mentira; pero en Bonaparte, una idea de conquista, a pesar de la evidencia contraria de la razón, podía ser siempre una idea de buena fe.

Dirigíase la marcha a Malojaroslawetz: por el embarazo de los carruajes, y los malos tiros de la artillería, al tercer día no se habían andado más que diez leguas. Se trataba de ganar la delantera a Kutuzoff, y la vanguardia del príncipe Eugenio, llegó efectivamente antes que él a Fominskoi. Todavía quedaban cien mil hombres de infantería comenzándola retirada. La caballería era casi nula, a excepción de tres mil quinientos caballos de la guardia. Las tropas llegaron el 21 al nuevo camino de Kaluga, y entraron el 22 en Borowsk: el 23 la división Delzous ocupó a Malojaroslawetz. Napoleón estaba muy contento porque se creía ya libre.

El 23 de octubre a la una y media de la mañana so sintió un temblor de tierra: ciento ochenta

1 Acabando imprimirse en San Petersburgo los papeles oficiales sobre esta campaña, encontrados en el gabinete de

Alejandro después de su muerte. Estos documentos que forman cino o seis volúmenes, esparcirán sin duda gran luz sobre los curiosos acontecimientos de la historia de Francia. Bueno será leer con precaución las narraciones del enemigo, pero con todo, debe desconfiarse de ellas menos que de los documentos oficiales de Bonaparte. No es posible figurarse hasta qué punto alteraba éste la verdad: sus propias victorias las convertía en novelas su imaginación. Sin embargo, en sus fantasmagóricas relaciones se descubría una verdad, a saber, que Napoleón por una razón o por otra, era el dueño del mundo.

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y tres mil libras de pólvora colocadas en los sótanos del Kremlin destruyeron el palacio de los zares. Mortier que le hizo volar, estaba reservado para la maquina infernal de Fieschi. ¿Cuántos mundos han pasado entre estas dos explosiones tan diferentes por los tiempos y por los hombres?

Después de aquel sordo estruendo, un fuerte cañoneo vino a perturbar el silencio en dirección d”Malojaroslawetz: Napoleón que tanto deseaba oír aquel ruido al entrar en Rusia le temía en extremo a su salida. Un ayudante de campo del vi rey anuncio un ataque general de los rusos: por la noche los generales Compans y Gerard acudieron en auxilio del príncipe Eugenio. La pérdida fue de consideración por ambas partes: el enemigo logró apoderarse del camino de Kaluga y cerraba la entrada del que estaba intacto y se esperaba seguir. No quedaba más recurso que volver al camino de Mojaisk y entrar en Smolensko por los antiguos y calamitosos senderos: podía muy bien hacerse: las aves del cielo no habían todavía concluido de comer lo que habíamos sembrado para poder volver a encontrar nuestras huellas.

Napoleón se alojó aquella noche en Ghorodoia en una miserable casa, en que los oficiales adictos a los diversos generales, no partieron ponerse h cubierto. Reuniéronse todos debajo del balcón de Bonaparte que no tenía ni postigos ni cortinas: por ella se veía salir una luz, mientras que los oficiales estaban sumergidos en la más profunda oscuridad. Napoleón se hallaba sentado en la mezquina habitación con la cabeza entre las manos; Murat, Berthier y Bessieres estaban a su lado de pie inmóviles y silenciosos. No dio orden alguna, y el 25 por la mañana montó a caballo para reconocer la posición del ejército ruso.

Apenas había salido, llegó hasta cerca de él una partida de cosacos, que atravesando el Luja, pudo ocultarse a la vista por los linderos de los bosques. Todos, y aun el emperador mismo, echaron mano a las espadas. Si aquellos merodeadores hubiesen tenido más audacia, Bonaparte hubiera caído prisionero. En Malojaroslawetz incendiado, las calles estaban obstruidas con cuerpos medio asados, despedazados y mutilados por las ruedas de la artillería que había pasado por encima de ellos. Para continuar el movimiento sobre Kaluga, hubiera sido necesario dar una segunda batalla, y el emperador no lo juzgó conveniente. Sobre este particular se ha suscitado una acalorada discusión entre los partidarios de Bonaparte y los amigos de los mariscales. ¿Quién aconsejó que se emprendiese el primer camino que ya habían recorrido los franceses? Indudablemente fue Napoleón: el pronunciar la sentencia de muerte de un gran numero de hombres no le costaba nada: estaba ya bien habituado a ello.

Regresó a Borowsk el 26, y al día siguiente, cerca de Wercia se le presento el general Vitzingerode y su ayudante de campo el conde Nariskin, que se habían dejado sorprender entrando demasiado pronto en Moscú: Bonaparte se arrebató: «Que se fusile a ese general, gritó mera de si; es un desertor del reino Wurtemberg: pertenece a la confederación del Rin.» Enseguida prorrumpió en invectivas contra la nobleza rusa y concluyó con estas palabras: «Iré a San Petersburgo y arrojaré a esa ciudad en el Newa.» y de repente mandó incendiar una casa de campo que se divisaba en una altura: el león herido se arrojaba echando espumarajo sobre todo lo que le rodeaba.

Sin embargo, en medio de sus necios impulsos de cólera, cuando intimó a Mortier la orden de destruir el Kremlin, obraba en conformidad con su carácter falaz, pues al mismo tiempo escribía al duque de Treviso frases muy sentidas, y juzgando que sus cartas llegarían a ser conocidas, le recomendaba con paternal cuidado que procurase que los hospitales fuesen respetados: «¡Porque así, añadía, lo hice en San Juan de Acre.» Pues bien, en Palestina hizo fusilará los prisioneros turcos, y sin la oposición de Desgenettes hubiera envenenado a sus enfermos. Berthier y Murat salvaron al príncipe Vitzingerode.

La persecución que nos hacia Kutuzoff no era muy viva. Wilson apremiaba al general ruso a que obrase con más actividad, pero siempre le contestaba: «Aguardad que vengan los hielos.» El 29 de setiembre se llegó a las fatales colinas del Moskowa, y el ejército prorrumpió en un grito de dolor y de sorpresa. Presentábanse a la vista como espaciosas carnicerías que ponían de muestra cuarenta mil cadáveres consumidos dé diversos modos. Filas de esqueletos en perfecta alineación parecían observar todavía la disciplina militar: algunos colocados al frente, indicaban los comandantes, y dominaban a la multitud de los muertos. Por todas partes se veían armas y tambores rotos, pedazos de corazas y de uniformes, estandartes desgarrados esparcidos por

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entre los troncos de los árboles cortados por las balas a algunos pies del sucio: aquel era el gran reducto del Moskowa.

En medio de aquella inmóvil destrucción so veía moverse una cosa: un soldado francés que había perdido las dos piernas se abría paso por aquel inmenso cementerio, que parecía no quería recibir sus entrañas: el cuerpo de un caballo cuyo vientre había desocupado un tiro de obús; servía de garita a aquel soldado, que vivía royendo su habitación de carne: los restos podridos de los muertos que se hallaban al alcance de sus manos, le servían de hilas para curar sus heridas, y de yesca para rodearla en sus huesos. El espantoso remordimiento de la gloria se arrastraba hacia Napoleón: este no le esperó.

El silencio de los soldados acosados por el frío, el hambre y el enemigo, era muy profundo: pensaban en que bien pronto estarían como sus compañeros cuyos restos miraban. No se oía en aquel osario más que la agitada respiración y el ruido del involuntario estremecimiento de los batallones en retirada.

Mas adelante se volvió a encontrar la abadía de Kotloskoi trasformada en hospital, en el cual faltaban todos los auxilios, todavía quedaba bastante vida para sentir la muerte. Bonaparte se calentó allí con la madera de sus carros descompuestos. Cuando el ejército volvió a emprender la marcha, los enfermos que estaban agonizando se levantaron, llegaron al umbral de tu último asilo, se dejaron conducir hasta el camino; y tendían las manos hacia sus camaradas que los dejaban: parecía que los conjuraban y emplazaban.

A cada instante resonaba la detonación de las arcas de municiones que era preciso abandonar. Los vivanderos arrojaban a los enfermos en los fosos. Los prisioneros rusos que iban escoltados por extranjeros al servicio de la Francia, fueron muertos por los que los custodiaban: asesinados de un mismo modo, los sesos se veían desparramados junto a sus cabezas. Bonaparte había llevado a la Europa consigo: en su ejército se hablaban todas las lenguas, y se vetan todas las escarapelas y banderas. El italiano, obligado a combatir, se bahia batido como un francés: el español había sostenido su fama de valiente. Nápoles y la Andalucía M habían sido para ellos más que los recuerdos de un dulce sueño. Se ha dicho que Bonaparte fue vencido por la Europa entera, y es exacto: pero también lo es que Bonaparte había triunfado con auxilio de la Europa, aliada suya de grado o por fuerza.

La Rusia resistió sola a la Europa guiada por Napoleón; la Francia que había quedado sola y defendida por Bonaparte, sucumbió a los golpes de la Europa que se la había vuelto: pero es preciso confesar que la Rusia estaba defendida por su clima, y que la Europa marchaba con disgusto a las órdenes de su señor. Por el contrario, la Francia no estaba protegida ni por m clima, ni por su población diezmada: no tenía más que su valor, y el recuerdo de su gloria.

Indiferente a los padecimientos de sus soldados, Bonaparte no había cuidado más quede sus intereses; cuando acampaba su conversación recaía sobre los ministros que decía estaban vendidos a la Inglaterra, y que eran los que fomentaban aquella guerra; porque no quería confesar que él era quien únicamente tenía la culpa de ella. El duque de Vicenza, que se obstinaba en atenuar la desgracia con su noble conducta, exclamaba en el vivac en medio de los aduladores: «¡Que crueldades tas atroces!.. He aquí la civilización que traemos a la Rusia.» Cuando Bonaparte aventuraba expresiones increíbles, hacía un gesto de cólera e incredulidad, y se retiraba. El hombre a quien enfurecía la más leve contradicción, sufría las asperezas de Caulaincourl en expiación de la carta que en otro tiempo le mandó llevar a Ettenheim. Cuando se ha ejecutado una acción reprensible, el cielo en castigo pone siempre delante los testigos: en vano trataban de hacerlos desaparecer los antiguos tirados: cuando bajaban a los infiernos, aquellos testigos entraban en los cuerpos de las furias, y volvian a presentárseles.

Napoleón atravesó a Gjatsk, avanzó hasta Wiasma, y paso adelante porque no encontró al enemigo que esperaba allí. El 3 de noviembre llegó a Slawskowo: allí supo que a su espalda se había trabado un combate en Wiasma con las tropas de Miloratowich, que fue fatal para los franceses: tos soldados y los oficiales heridos, con los brazos y las cabezas vendadas, se arrojaron sobre los cañones enemigos e hicieron prodigios de valor.

Aquella serie de acciones en los mismos lugares, aquellas capas de muertos añadidas a otras capas de esqueletos, aquellas batallas a que sucedían otras batallas, hubieran inmortalizado dos veces aquellos funestos campos., si el olvido no pasase rápidamente sobre

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nuestro polvo. ¿Quién piensa en aquellos paisanos que quedaron en Rusia? ¡Aquellos rústicos están contentos con haber asistido a la gran batalla bajo las murallas de Moscú!... Quizá yo únicamente, al ver volar en la inmensidad del espacio a los pájaros del Norte, a la caída de las tardes del otoño, me acuerdo de que han visto la tumba de mis compatriotas. Compañías industriosas se han trasladado al desierto con sus hornillos y calderas: los huesos han sido convertidos en negro animal: que provenga del perro o del hombre, el barniz tiene el mismo precio, y tan brillante es sacándolo de la oscuridad como de la gloria. ¡He aquí el aprecio que hacemos en el día de los muertes!... ¡He aquí los ritos sagrados de la nueva religión!... Diis Manibus. Felices compañeros de Carlos XII, ¡vosotros no habéis sido visitados por esas hienas sacrílegas! Durante el invierno el armiño frecuenta las nieves virginales, y en el estío los floridos musgos de Pultava.

El 6 de noviembre (1812), el termómetro descendió 13 grados bajo 0: todo desaparecía bajo la blancura universal. Los soldados descalzos sentían helárseles los pies: sus dedos amoratados y crispados dejan escapar el fusil cuyo contacto abrasa: sus cabellos se erizan, su aliento se congela: sus vestidos estropeados se convierten en casacas de hielo; caen y los cubre la nieve: sús tumbas forman en el suelo unos surcos pequeños. Ya no se sabe porque parte correa los ríos, y es necesario romper el hielo para saber la dirección que se ha de seguir. Estraviados en aquellas estensas llanuras, los diferentes cuerpos hacen fuego por batallones pura llamarse y reconocerse, como los uques tiran el cañonazo de socorro en caso de peligro. Los abetos convertidos en cristales inmóviles so elevan por aquí y por allá, como candelabros de aquellas honras fúnebres. Los cuervos y las cuadrillas de perros blancos seguían a alguna distancia aquella retirada de cadáveres.

Era muy duro, después dé tan penosas marchas, en un campamento al aire libre, el tener que adoptar todas las precauciones que suelen tomarse en sitios sanos y bien provistos, ocupar puestos, colocar centinelas y grandes guardias. En unas noches de diez y seis horas, azotados por las ráfagas del viento norte, nadie sabia ni donde echarse, ni donde sentarse: los árboles derribados con sus carámbanos resistían la acción del fuego, y a penas podía conseguirse derretir un poco de nieve para mezclar con ella harina de centeno. Apenas las tropas se habían tendido a descansar sobre la desnuda tierra, cuando los alaridos de los cosacos resonaban en los bosques, y se oía el estruendo de la artillería volante del enemigo: el ayuno de los soldados franceses era saludado como el festín de los reyes cuando se ponen a la mesa, y las balas rodaban por entre los convidados hambrientos. Al rayar el alba, a que no seguía la aurora, se oía el redoble de un tambor cubierto de hielo, o el sonido enronquecido de una trompeta: nada hay tan triste como esta diana lúgubre, que llamaba a las armas a unos guerreros a quienes ya no despertaba. Cuando iba entrando el día, iluminaba círculos de infantes yertos y muertos en derredor de las apagadas hogueras.

Los que sobrevivían, volvían a emprender la marcha, y avanzaban hacia unos horizontes, que retrocediendo siempre, se desvanecían a cada paso entre la niebla. En aquel cielo triste y como cansado de las intemperies de la víspera, las disminuidas filas que atravesaban los paramos y los bosques seguidos de otros bosques, en que el Océano parecía haber dejado su espuma pegada a las ramas de los abedules. En aquellos bosques no se encontraba ni aun el triste pajarillo de invierno, que cantase como yo, en las zarzas desnudas de hoja. Si vuelvo a encontrarme por este recuerdo en presencia de mis antiguos días, ¡oh camaradas míos!... (los soldados son hermanos) vuestros padecimientos me traen a la memoria mis juveniles años, cuando retirándome delante de vosotros, atravesaba miserable y abandonado, los matorrales de las Arderns.

Los ejércitos rusos seguían al nuestro, que se compañía de muchas divisiones subdivididas en columnas: el príncipe Eugenio mandaba la vanguardia, Napoleón el centro, y la retaguardia el mariscal Ney. Retrasados por diferentes obstáculos y combates, aquellos cuerpos no conservaban una exacta disciplina: unas veces se adelantaban los unos a los otros, y con mucha frecuencia marchaban en línea horizontal sin Terse y aun sin tener comunicación entre si por falla de caballería. Los tauridenses, montados en unas jaquitas cuyas crines llegaban al suelo, no dejaban descansar de día ni de noche a nuestros soldados fatigados con los continuos copos de nieve. El paisaje había cambiado completamente: en donde antes se había visto un arroyuelo se

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encontraba entonces un torrente que cadenas de hielo suspendían en las escarpadas orillas de su rambla: «En una sola noche, dice Bonaparte (papeles de Santa Elena), se perdieron treinta mil caballos: fue necesario abandonar casi toda la artillería, que contaba entonces quinientas bocas de fuego, y no pudieron conservarse ni las municiones ni las provisiones. Por falta de caballería no podíamos hacer ningún reconocimiento, ni formar una vanguardia de aquella arma. Los soldados perdían el ánimo y la razón, y se confundían. La más leve circunstancia los alarmaba. Cuatro o cinco hombres tostaban para esparcir la consternación en un batallón. En vez de mantenerse reunidos se diseminaban para buscar lumbre. Los que se enviaban como exploradores abandonaban sus puestos, y se dirigían a los caseríos para buscar los medios de calentarse. Esparcíanse por todas partes, se alejaban de sus cuerpos, y caían fácilmente en manos del enemigo. Otros se cebaban en el suelo y se dormían; arrojaban un poco de sangre por las narices y no volvían a despertarse. Perecieron millares de soldados. Los polacos salvaron algunos caballos y artillería; pero los franceses y los soldados de las demás naciones, no eran ya los mismos hombres. La caballería sufrió mucho: de cuarenta mil hombres» creo que no se salvaron tres mil.»

¡Y vos, que referíais todo esto bajo el hermoso sol de otro hemisferio, no erais más que el testigo de tantos males!

El mismo día en que el termómetro bajó tanto (6 de noviembre) llegó de Francia, como una ave nocturna extraviada, el primer correo que se había visto ya hacia largo tiempo; llevaba la mala noticia de la conspiración de Mallet. Aquella conspiración tuvo algo de lo prodigioso de la estrella de Napoleón. Según cuenta el general Gourgand, lo que hizo más impresión en el emperador fue la prueba demasiado evidente «de que los principios monárquicos en la aplicación a su monarquía habían cebado raíces tan poco profundas, que algunos grandes funcionarios, al oír la noticia de la muerte del emperador olvidaron que muerto, el soberano tenían allí otro para sucederle.»

Bonaparte, en Santa Elena (Memorial de Las Cases), refiere que había dicho a su corte de las Tullerías, hablando de la conspiración de Mallet: «Pues bien, señores, suponíais concluid;» vuestra revolución: me creíais muerto; pero ¿y el rey de Roma, vuestros juramentos, vuestros principios, vuestras doctrinas..? ¡Me hacéis temer por el porvenir..!» Bonaparte raciocinaba lógicamente: tratábase de su dinastía: ¿hubiera encontrado el raciocinio tan exacto si se hubiese tratado de la raza de San Luis?

Bonaparte supo las ocurrencias de París en medio de un desierto, entre los restos de un ejército casi destruido, cuya sangre absorbía la nieve: los derechos de Napoleón, fundados en la fuerza, se aniquilaban con ella en Rusia: siendo así que un solo hombre había sido suficiente para ponerlos en duda en la capital: no hay derechos fuera de la religión, de la justicia y de la libertad.

Casi en el mismo momento en que Bonaparte sabia lo que había pasado en París, recibió un pliego del mariscal Ney, en que le participaba «que los mejores soldados preguntaban por qué se los hacia combatir a ellos solos para asegurar la fuga de los demás: por qué no los protegía ya el águila; por qué era preciso sucumbir por batallones, pues que ya no se trataba más que de huir..?»

Cuando el ayudante de campo del mariscal Ney guiso entrar en pormenores aflictivos, Bonaparte fe interrumpió. «Coronel, no os pregunto esos pormenores.» La expedición de Rusia era una verdadera extravagancia que todas las autoridades civiles y militares del imperio habían censurado: los triunfos y las desgracias que recordaba el camino de retirada, irritaban y desalentaban a los soldados: en aquel camino porque había sabido y bajado, Napoleón podía encontrar también la imagen de las dos partes de su vida.

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Smolensko.— Continuación de la retirada.

El 9 de noviembre llegó por fin el ejército a Smolensko. Una orden de Bonaparte prohibió que nadie entrase en la población hasta que la guardia imperial ocupase los puestos. Los soldados de afuera se agolparon a las murallas, y los de adentro se mantuvieron encerrados. El aire resonó con las imprecaciones de los desesperados excluidos, vestidos con sucias levitas de cosacos, capotes remendados, capas y uniformes hechos girones, mantas de cama y de caballo, cubiertas las cabezas con gorras, pañuelos arrollados, chacos rotos, cascos abollados, y todas aquellas prendas llenas de sangre, de nieve, y atravesadas de balazos o cuchilladas. Con el rostro flaco y macilento, los ojos hundidos y brillantes, miraban a lo alto de las murallas rechinando los dientes: asemejábanse a aquellos prisioneros mutilados que en tiempo de Luis el Gordo llevaban en la mano derecha la izquierda que les habían cortado: Se los hubiera tenido por máscaras disfrazadas de furias, o por enfermos locos escapados de los hospitales. Llegó la antigua y la nueva guardia, y entró en la plaza incendiada al pasar la primera vez.

Diéronse gritos contra la tropa privilegiada, (¡El ejército jamás tendría más que sus restos..!» Aquellas famélicas cohortes corrieron a los almacenes tumultuariamente como una insurrección de espectros: recházanlas y se baten: los muertos quedan en las calles, las mujeres, los niños y los moribundos en las carretas. El aire estaba infestado con la corrupción de una multitud de cadáveres antiguos: muchos militares estaban atacados de imbecilidad o de locura: algunos, cuyo cabello se había erizado y torcido, blasfemaban o se reían con una risa estúpida, y se caían muertos. Bonaparte desfogó su cólera con un miserable proveedor, cuyas órdenes no habían sido ejecutadas.

El ejército de cien mil hombres, reducido a treinta mil, iba seguido de cincuenta mil rezagados: la caballería no contaba más que con mil y ochocientas plazas montadas. Napoleón confirió el mando de ella a Mr. de Latour-Maubourg. Este oficial, que condujo los coraceros al asalto del gran reducto de Borodino, recibió varias cuchilladas en la cabeza: después perdió una pierna en Dresde. Observando que su criado lloraba le dijo: «¿Por qué te quejas? ya no tendrás que limpiar más que una bota.» Este general que se mantuvo fiel en la desgracia, llegó a ser el preceptor o ayo de Enrique V en los primeros años del destierro del joven príncipe: al pasar por delante de él, siempre me quito el sombrero, como si pasase por delante del honor.

Fue forzoso permanecer hasta el 14 en Smolensko. Napoleón mandó al mariscal Ney que se pusiese de acuerdo con Davoust y destruyese la plaza: él se trasladó a Krasnoi, en donde se estableció el 15, después de que los rusos saquearon aquel acantonamiento. Los moscovitas iban estrechando su círculo, y el grande ejército llamado de Moldavia se encontraba inmediato y se preparaba a cercarnos completamente y a arrojarnos al Berezina.

Los restos de nuestros batallones iban disminuyéndose de día en día. Kutuzoff sabedor de nuestras desgracias, apenas se movía. «Salid de vuestro cuartel general, aunque no sea más que un momento, le decía Wilson, avanzad Hasta las alturas, y veréis que ha llegado el último instante de Napoleón. La Rusia reclama esa victima; no hay más que descargar el golpe, un corto ataque será suficiente: en dos horas cambiará la faz de la Europa.»

Esto era cierto, pero en aquel caso solo Bonaparte hubiera padecido, y Dios quería castigar a la Francia.

Kutuzoff contestaba: «Cada tres días doy descanso a mis soldados: me avergonzaría, y me detendría al punto si les faltase el pan un solo instante. Voy escoltando al ejército francés quees mi prisionero; y le aplico una corrección en cuanto quiere detenerse o apartarse del camino real. El término del destino de Napoleón está irrevocablemente marcado: en los pantanos del Berezina, se extinguirá el meteoro a presencia de todo el ejército ruso. Le entregaré a Napoleón debilitado, desarmado y moribundo; esto basta para mi gloria.»

Bonaparte había hablado del viejo Kutuzoff con el insultante desprecio de que solía ser tan pródigo: el viejo Kutuzoff a su turno, le trataba de la misma manera.

El ejército de Kutuzoff tenía más impaciencia que su jefe. Hasta los cosacos decían: «¿Se

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dejará que esos esqueletos salgan de su sepulcro?» .

Sin embargo, no llegaba el cuarto cuerpo, que había debido salir de Smolensko el 15 y reunirse el 16 con Napoleón en Krasnoi: las comunicaciones estaban cortadas: el príncipe Eugenio trató infructuosamente de restablecerlas: todo lo que pudo hacer fue flanquear a los rusos, y efectuar su unión con la guardia más abajo de Krasnoi, pe/o los mariscales Davoust y Ney no parecían.

Entonces Napoleón recobró repentinamente su genio: salió de Krasnoi el 17 con el bastón en la mano u la cabeza de su guardia reducida a trece mil hombres, para arrostrar inmensos peligros, hacer frente a ¡numerables enemigos, despejar el camino de Smolensko y abrir paso a los dos mariscales. No deslució aquella acción más que con el recuerdo de una palabra poco proporcionada a su disfraz: «He hecho bastante el emperador, tiempo es ya de que haga el general.» Enrique IV al partir para el sitio de Amiens dijo: «He hecho bastante tiempo el rey de Francia, ya es tiempo de que represente el papel de rey de Navarra.» Las alturas inmediatas por cuyas faldas marchaba Napoleón estaban coronadas de artillería, y podían ametrallarle a cada momento: dirigió a ellas una mirada y dijo: «Qué un escuadrón de mis cazadores se apodere de esas posiciones...» Los rusos no tenían más que bajar y solo sus masas le hubieran arrollado: pero al ver a aquel gran hombre y a los restos de la guardia formando cuadro, permanecieron inmóviles y como fascinados: su mirada detuvo a cien mil hombres en las colinas.

Kutuzoff, por aquella maniobra de Krasnoi fue honrado en San Petersburgo con el sobrenombre de Smolensky: sin duda por no haber desesperado bajo el mando de Napoleón, de la salvación de la república.

Paso del Berezina.

Después de aquel esfuerzo inútil, Napoleón volvió a pasar el Dniéper el 19 y fue a acampar en Orcha: allí quemó los papeles que había llevado para escribir su vida durante el invierno, si permaneciendo Moscú, intacta, le hubiese permitido establecerse en ella. Se vio precisado a arrojar en el lago de Semlewo la enorme cruz de San Juan, que fue encontrada por los cosacos y colocada otra vez en la torre del gran [van.

En Orcha era grande la inquietud: a pesar de la tentativa de Napoleón para la reunión del mariscal Ney, todavía no se sabia de él. Por último se recibieron noticias suyas en Baranni. Eugenio consiguió incorporársele. El general Gourgand refiere el placer que Napoleón experimentó, aunque los boletines y los amigos del emperador se expresan en sus narraciones, con envidiosa reserva sobre todos los hechos que no su refieran directamente a él. La alegría del ejército fue de corta duración: los peligros se sucedían unos a otros. Bonaparte se dirigía desde Kokhanow a Toloscim, cuando un ayudante de campo le anuncio la pérdida de la cabeza del puente de Borisow, tomada por el ejército de Moldavia al general Dombroswki. El ejército de Moldavia, sorprendido a su vez por el duque de Reggio en Borisow se retiró al otro lado del Berezina después de destruir el puente. De este modo Tchitchakoff se encondraba enfrente de nosotros al otro lado del rio.

El general Corbineau, que mandaba una brigada de caballería ligera, guiado por un paisano, descubrió por más abajo de Borisow el vado de Veselovo. Con aquella noticia, Napoleón en la noche del 24 hizo que marchasen Bobre d Eblé y Chasseloup con los pontoneros y zapadores, los cuales llegaron a Stoudiauka a la orilla del Berezina, y junto al vado indicado.

Echáronse dos puentes: un ejército de cuarenta mil rusos estaba acampado en la orilla opuesta. ¡Cuál fu e la sorpresa» de los franoeses, cuando al romper el día vieron la ribera desierta, y la retaguardia de la división, Tchamplitz en completa retirada! No podían creer lo que estaban mirando. Una sola bala de cañón, el fuego de la pipa de un cosaco, hubieran bastado para destrozar o quemarlos débiles pontones de dEblé. Corrieron a avisarselo a Bonaparte, que levantándose con presteza salió, vio y exclamó: «He engañado al almirante.» La exclamación era

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muy natural: los rusos malograban la ocasión más ventajosa y decisiva, y cometían una falta que debía prolongar la guerra tres años: pero su jefe no había sido engañado. El almirante Tchitchakoff lo había visto todo, pero se dejó llevar de su carácter: aunque entendido y fogoso, amaba mucho su comodidad, temía al frío, se estuvo en la estufa, y creía que cuando se hubiese calentado bien tendría tiempo más que suficiente para exterminar a los franceses: cedió, pues, a su temperamento. Retirado en el día en Londres y habiendo abandonadlas bienes y renunciado a la Rusia, Tchitchakoff ha publicado en el Quartely-Review, artículos muy curiosos sobre la campaña de 1811: ha tratado de sincerarse, y sus compatriotas le han contestado: es una disputa puramente de rusos. ¡Ay! si Bonaparte, por la construcción de sus dos puentes y la incomprensible retirada de la división Tchaplitz, se había salvado, los franceses no lo estaban: otros dos ejércitos rusos se aglomeraban en las orillas del rio que Napoleón«se preparaba a abandonar. Aquí, el que no ha presenciado los hechos debe callar y dejar que hablen los testigos.

«En abnegación de los pontoneros dirigidos por d Eblé, vivirá en la memoria tanto como el recuerdo del paso del Berezina. Aunque debilitados, dice Chambray, por los males que sufrían tanto tiempo hacia, y aunque carecían de licores y de alimentos nutritivos y sustanciosos, se los vio, arrostrando el frío, que era muy intenso, meterse en el agua hasta el pecho: esto era exponerse a una muerte casi segura, pero lo miraba el ejército y se sacrificaron por su salud.»

«El mayor desorden reinaba entre los franceses, dice a su vez Mr. de Segur: habían faltado materiales para los dos puentes: en la noche del 26 al 27 se rompió dos veces el de los carruajes, y se retrasó el paso siete horas: el 27 volvió a romperse por tercera vez a cosa de las cuatro de la tarde. Por otra parte, los rezagados dispersos por los bosques y las aldeas inmediatas, no se habían aprovechado de la primera noche, y el día 27 al amanecer todos se presentaron aun tiempo para pasar los puentes.

«Pero la confusión se aumentó, cuando la guardia, por la cual se guiaban, comenzó a ponerse en movimiento. Su partida fue como una señal, y todos corrieron en tropel a la orilla. En un instante se vio una masa compacta, ancha y confusa, de hombres, caballos y carros, sitiar la estrecha entrada dedos puentes. Los primeros, empujados por los que les seguían, rechazados por los guardias y por los pontoneros, o detenidos por el rio, eran atropellados, pisoteados, o arrojados a los témpanos de hielo que acarreaba el Berezina. Aquella inmensa y horrible multitud lanzaba unas veces un sordo murmullo, y otros grandes alaridos mezclados de lamentos y espantosas imprecaciones

«El desorden era tan grande, que cuando el emperador se presentó a eso de las dos, fue necesario valerse de la fuerza para abrirle paso. Un cuerpo de granaderos de.la guardia y Latour-Maubourg, renunciaron por compasión a franquear aquel espacio y le dejaron libre a aquellos desgraciados.

«La inmensa multitud hacinada en la ribera, mezclada con los caballos y carros, formaba allí un obstáculo insuperable.

«Hacia el medio día cayeron las primeras balas enemigas fin medio de aquel caos, y fueron la seña! de la desesperación universal

«Muchos de aquellos frenéticos que querían entrar los primeros en el puente, no pudiendo conseguirlo, trataron de escalarle por los costados, pero la mayor parte cayeron en el rio. Entonces se vio a algunas mujeres en medio de los hielos flotantes, con sus niños en los brazos, elevándolos a medida que se iban sumergiendo, y aun después, los sostenían sobre la superficie con sus manos crispadas

«En medio de aquel horrible desorden, el puente de la artillería se rompió. La columna empeñada en aquel estrecho paso trató en vano de retroceder: la afluencia de hombres que iban detrás e ignoraban aquella desgracia, sin escuchar los gritos de los que les precedían, los empujaron hacia adelante y los arrojaron al agua, a la que también ellos fueron precipitados.

«Entonces todos se dirigieron al otro puente. Una multitud de arcas de municiones, de pesados carruajes y de piezas de artillería acudieron allí de todas partes. Dirigidas por sus conductores, y arrastradas rápidamente por una pendiente desigual, sobre aquel conjunto de hombres, atropellaron a cuantos infelices encontraron al paso, y chocando luego con gran violencia, volcaron la mayor parte de ellas, y causaron sumo daño a los que iban a su lado;

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cayeron al suelo filas enteras de hombres que tropezaban en aquellos obstáculos, y por encima de ellos pasaban masas de otros infelices, que se sucedían sin interrupción.

«Aquellas oleadas de desdichados rodaban unas sobre otras, y solo se oían gritos de dolor y de rabia. En tan horrorosa confusión, los hombres a quienes los demás pisaban y ahogaban, se asían a los pies de sus compañeros y los clavaban las uñas y los dientes: pero eran rechazados sin compasión como si fuesen enemigos. Entre el espantoso estruendo de un furioso huracán, de los cañonazos, el silbido de la tempestad, el de las balas, las explosiones de los obuses, las voces, los sollozos y los juramentos más terribles, aquella multitud desordenada, no oía los lamentos de las victimas que ella misma sacrificaba.»

Las demás narraciones convienen con la de Mr. de Segur: en prueba de ello, solo citaré este pasaje de las Memorias de Vaudancourt.

«La llanura bastante grande que se encuentra antes de Veselovo, presenta por la noche un espectáculo cuyo horror es muy difícil describir. Está cubierta de carruajes y furgones, la mayor parte volcados unos sobre otros, y hechos pedazos Hállase sembrada de cadáveres de individuos no militares, entre los que se veo un gran número de mujeres y niños, que habían seguido al ejército hasta Moscú, y que después huyeron de aquella ciudad con sus compatriotas. La suerte de estos desgraciados en el choque de los dos ejércitos, fue la de ser destrozados por las ruedas de los carruajes, y los cascos de los caballos, heridos por las balas de cañón y fusil de ambos partidos, ahogados al querer pasar los puentes con las tropas, o despojados por los soldados enemigos que los arrojaban desnudos sobre la nieve, en donde bien pronto concluían de padecer.»

¿Qué llanto ha derramado Bonaparte por semejante catástrofe, por ese doloroso acontecimiento, uno de los más grandes de la historia, y por unos desastres que exceden en mucho a los del ejército de Cambises?.. ¿Qué lamentos ha arrancado de su alma? Estas cuatro palabras de su boletín: El ejército efectuó el paso en los días 26 y 27. Ya acabamos de ver como Napoleón no se enterneció, ni aun con el espectáculo de aquellas desventuradas mujeres que veía elevar sus hijos sobre la superficie de las aguas. El otro gran hombre que por la Francia reinó en casi todo el mundo, Carlomagno, a pesar de ser un bárbaro, cantó y lloró (porque también era poeta) la muerte de un niño que cayó al Ebro jugando con el hielo:

Trux puer adstricto gracie dum ludit in Ilebro.

El duque de Bellune estaba encargado de proteger el paso. Dejó a retaguardia al general Partonneaux que se vio obligado a capitular. El duque de Reggio nuevamente herido, fue reemplazado en el mando por el mariscal Ney. Atravesáronse las lagunas del Gaina: la más leve previsión de los rusos hubiera puesto intransitables los caminos. En Molodeczno se encontraron detenidos el 3 de diciembre, todos los correos que estaban allí tres semanas hacia. Entonces fue cuando Napoleón pensó en separarse del ejército: «¿Puedo permanecer al frente de él, decía, después de una derrota? En Smorgoni el rey de Nápoles y el príncipe Eugenio le instaron que regresase o Francia. El duque de lstria llevaba la palabra: desde que principio a hablar, Napoleón se enfureció: «Solo mi más mortal enemigo puede proponerme que abandone al ejército en la situación en que se encuentra.» E hizo ademan de arrojarse sobre el duque con la espada desenvainada. Por la noche mandó llamar al duque de lstria y le dijo: «Puesto que todos lo queréis, es preciso que parta.»

La escena estaba ya preparada cuando se ¡representó y convenido el proyecto de marcha. Mr. Fain asegura en efecto, que el emperador se decidió a dejar el ejército, en la jornada del día 4 que le condujo desde Molodeczno a Biclitza. Tal fue el desenlace con que el consumado actor terminó su drama trágico.

En Smorgoni el emperador escribió su boletín número 29. El día 5 subió en un trineo con Mr. de Caulaincourt: eran las diez de la noche: atravesó la Alemania con el nombre de su compañero de fuga. Con su desaparición todo se hundió: cuando en una tempestad un coloso de granito se sepulta entre las arenas de la Tebaida, ninguna sombra queda en el desierto. Algunos soldados a quienes no quedaba vitalidad más que en la cabeza, concluyeron por comerse unos a otros en

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unos cobertizos formados con ramas de pinos. Los males que parecían no poder aumentarse, llegaron a su complemento: el invierno que todavía no había sido más que el otoño de aquellos climas, se hizo sentir con todo su rigor. Los rusos no tenían ya valor para tiraren aquellas regiones de hielo, a las escuálidas y vagabundas sombras que Napoleón dejaba detrás de si.

En Vilna no se encontraron más que judíos que arrojaban a los pies del enemigo los enfermos que en un principio habían recogido por avaricia. Una última derrota acabó de abismará los franceses, en la altura de Ponary. Por fin llegaron alas orillas del Niemen: de los tres puentes por los cuales habían desfilado las tropas, no existía ninguno: otro que era obra del enemigo, dominaba las aguas congeladas. De los quinientos mil hombres y la innumerable artillería que en el mes de agosto habían atravesado aquel rio, no volvieron a pasar por Kowno más que un millar de infantes de línea, algunos cañones y treinta mil miserables cubiertos de llagas. Ya no había música ni cantos de triunfó: la banda, con el rostro amoratado, y los ojos siempre abiertos, porque los párpados helados no permitían cerrarlos, marchaba en silencio por el puente, o se arrastraba por encima del hielo hasta la ribera polaca. Cuando llegaron a habitaciones calentadas por estufas, espiraron muchos de aquellos desgraciados: su vida se derritió con la nieve de que iban cubiertos. El general Gourgand asegura que ciento veinte y siete mil hombres volvieron a pasar el Niemen: aun cuando esta cuenta fuese exacta, siempre resaltaría una pérdida de trescientos trece mil hombres en una campaña de cuatro meses.

Cuando Murat llegó a Gumbinnen, reunió sus oficiales y les dijo: «No es ya posible servir a un insensato: su causa no puede salvarse: ningún príncipe de Europa cree ya ni sus palabras ni sus tratados.» Desde allí se trasladó a Posen, y el 16 de enero de 1813 desapareció. Veinte y tres días después, el príncipe de Schwartzenberg dejó el ejército, que pasó a mandar el príncipe Eugenio. El general York con quien estaba muy incomodado Federico Guillermo, pero que después se reconcilio con él, se retiró llevándose consigo los prusianos: comenzaba la defección europea.

Juicio sobre la campaña de Rusia.— Ultimo boletín del gran ejército.— Regreso de Bonaparte a París.— Arenga del Senado.

En toda aquella campaña, Bonaparte fue inferior a sus generales, y particularmente al general Ney. Las escusas que se han dado para justificar la necesidad de la fuga de Bonaparte son inadmisibles, y la prueba de ello es, que su partida, que debía salvarlo todo, no salvó nada. Aquella medida, lejos de reparar las desgracias, las aumentó y aceleró la disolución de la confederación del Rin.

El número 29 y último del boletín del grande ejército, fechado en Molodeczno el 3 de diciembre de 1812, llegó a París el 18, y no precedió a Napoleón más que dos días: llenó a la Francia de asombro, aunque no estaba escrito con la franqueza y veracidad que se le ha querido atribuir: obsérvense en él contradicciones muy chocantes, entre las cuales no puede menos de descubrirse la verdad. En Santa Elena se expresaba Bonaparte con más buena fe: sus revelaciones no podían comprometer ya una diadema que se le había caído de la cabeza. Sin embargo, preciso será escuchar todavía un momento al destructor:

«Este ejército, dice en el boletín del 3 de diciembre de 1812, tan hermoso el 6, presentaba un aspecto muy distinto desde el día 14. Casi sin caballería, sin artillería y sin trasportes, no podíamos dirigir nuestras exploraciones a más de un cuarto de legua de distancia…

«Los hombres a quienes la naturaleza no había concedido un temple de alma bastante fuerte para hacerse superiores a las vicisitudes de la fortuna, dieron muestras de abatimiento, perdieron su alegría, su buen humor, y no sonaron ya más que en desgracias y catástrofes: los que se hicieron superiores a todo, conservaron su alegría, sus maneras acostumbradas, y vieron una nueva gloria en las diferentes dificultades que tenían que superar.

«En todos estos movimientos, el emperador ha estado constantemente escoltado por su

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guardia: la de caballería la mandaba el mariscal duque de lstria, y la de infantería el duque de Dantzick. Su majestad ha quedado muy satisfecho del buen espíritu que ha manifestado: siempre ha estado pronta a marchar a donde las circunstancias lo exigiesen; pero estas han sido tales, que solo su simple presencia ha sido suficiente, y no ha llegado el caso de tener que obrar.

«El príncipe de Neuchatel, el gran mariscal, el caballerizo mayor, todos los ayudantes de campo y los domas empleados militares de la casa del emperador, han acompañado siempre a S. M.

«La caballería ha quedado casi enteramente desmontaba, por lo cual, ha sido necesario reunirá los oficiales que han podido conservar su caballo, para formar cuatro compañías de ciento cincuenta hombres cada una. Los generales desempeñaban en ellas las funciones de capitanes, y los coroneles las de sargentos. Este escuadrón sagrado, mandado por el general Grouchy, y a las órdenes del rey de Nápoles, no perdía de vista al emperador en todos sus movimientos. La salud de S. M. ha sido excelente....»

«¿Qué quedaba de tuntas victorias?... Bonaparte dijo a los directores: «¿Qué habéis hecho de cien mil franceses, todos ellos compañeros de mis glorias?.... ¡Han muerto!...» La Francia podía decir a Bonaparte: «¿Qué habéis hecho en una sola correrla, de los quinientos mil soldados del Niemen, todos ellos hijos o aliados míos? ¡Han muerto!...»

Después de la pérdida de aquellos cien mil soldados republicanos que tanto sentía Bonaparte, se salvó al menos la patria: los resultados de la campaña de Rusia fueron la invasión de la Francia y la pérdida de cuanto su gloria y sus sacrificios habían acumulado de veinte .años a aquella parte.

Napoleón estuvo constantemente custodiado por un escuadrón sagrado que no le perdió de vista en todos sus movimientos: indemnización de trescientas mil vidas sacrificadas: ¿mas por qué la naturaleza no las había dado un temple más fuerte! entonces hubieran conservado sus modales ordinarios. Aquella carne vil destinada a ser despedazada por las balas de cañón, ¿merecía acaso que sus movimientos fuesen tan cuidadosamente vigilados como los de S. M?

El boletín concluyó como otros muchos con estas palabras : Jamás ha sido mejor la salud de S. M.

Familias, enjugad vuestras lágrimas: Napoleón está bueno. A continuación de este relato se leía en los diarios la siguiente nota oficial: «Este es un documento histórico de primer orden. Jenofonte y César escribieron del mismo modo, el uno la retirada de los diez mil, y el otro sus comentarios.» ¡Qué comparacion académica tan estra vagante!... Empero dejando a un lado el benévolo dictamen de los literatos, todos debían estar muy satisfechos, porque las espantosas calamidades a que había dado margen Napoleón, le proporcionaron la ocasión de manifestar su talento como escritor!... Nerón puso fuego a Roma, y cantó el incendio de Troya. Habíamos llegado hasta a la feroz irrisión de una lisonja, que en sus recuerdos desenterraba a Jenofonte y César, para ultrajar el luto eterno de la Francia.

El Senado conservador fue el primero que se le presentó: «El senado, dijo Lacepede, se apresurad ofrecer a los pies del trono de V. M. I. y R. el homenaje de sus felicitaciones por la llegada de V: M. al seno de sus pueblos. El Senado, primer consejo del emperador, y cuya autoridad no existe sino cuando el monarca la reclama y la pone en movimiento, ha sido establecido para la conservación de esta monarquía, y la herencia de vuestro trono, en nuestra cuarta dinastía. La Francia y la posteridad le encontrarán, en todas circunstancias, fiel a este sagrado deber, y todos sus individuos se hallan dispuestos a sacrificarse en defensa de ese palladium de la seguridad y de la prosperidad nacional.» ¡Los miembros del Senado lo han probado maravillosamente decretando la destitución de Napoleón!...

El emperador contestó: «Senadores: los sentimientos que acabáis de manifestarme, me son muy gratos. Tengo gran interés en la Gloria y el Poder de la Francia, pero mi primer pensamiento se dirige a todo lo que puede perpetuar la tranquilidad interior... y a ese trono a que se hallan ya unidos para siempre los destinos de la patria... He pedirlo a la Providencia un número determinado de años .r lie reflexionado en lo que se ha hecho en las diferentes épocas, y pensaré todavía en ello.»

El historiador de los reptiles, al atreverse a congratular a Napoleón por las prosperidades

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públicas, se asustó de su mismo valor, tuyo miedo de ser, y con mucho cuidado dijo que la autoridad del Senado no existe sino cuando el monarca la reclama y la pone en movimiento. ¿Tan temible era la independencia del Senado..?

Bonaparte, procurando excusarse en Santa Elena, dice: «¿Son los rusos los que me han aniquilado? No; han sido falsos relatos, intrigas necias, la traición, la bestialidad, y en fin, otras muchas cosas que tal vez se sabrán algún día, y que podrán atenuar o justificar las dos groseras faltas que pueden imputárseme en diplomacia y en guerra.»

Faltas que no acarrean más que la pérdida de una batalla o de una provincia, permiten escusas o palabras misteriosas, cuya explicación se remite al porvenir; pero faltas que trastornan la sociedad y ponen el yugo a un pueblo independiente no se borran con los efugios del orgullo.

Después de tantas calamidades y hechos heroicos, es muy duro no poder, escoger entre las palabras del Senado más que el horror o el desprecio.

Desgracias de la Francia.— Festejos forzosos.— Permanencia en mi valle.— Esperanzas de la legitimidad.

Cuando llegó Bonaparte precedido de su boletín, fue general la consternación. «No se veían en el imperio, dice Mr. de Segur, más que hombres envejecidos por el tiempo o por la guerra, y niños, casi había hombres hechos: ¿en donde estaban? Bastante lo indicaban las lágrimas de las esposas y los lamentos de las madres. Inclinadas con sumo trabajo hacia la tierra que sin ellas hubiera permanecido inculta, maldecían la guerra.»

Al regreso del Berezina fue necesario bailar por orden superior: lo mismo hizo la reina Hortensia, según nos refieren los Recuerdos que pueden servir para la historia. fue forzoso asistir al baile con el luto en el corazón, llorando interiormente a los parientes y amigos. A tan deshonroso estado había conducido el despotismo a la Francia: en los salones se veía lo que por las calles, criaturas que pasaban su vida cantando su miseria para divertir a los transeúntes.

Hacía ya tres años que vivía yo retirado en Aunay: sobre mi collado cubierto de pinos en 1811, había seguido con la vista al cometa que durante la noche corría por el horizonte de los bosques: era hermoso y triste, y cual una reina llevaba arrastrando su largo velo. ¿Qué buscaba aquel extranjero en nuestro universo? ¿hacia quien dirigía sus pasos por el desierto del cielo?

El 23 de octubre de 1812, me encontraba accidentalmente en París en la calle de los Santos Padres, en la fonda Lavalette: mi patrona; que era muy sorda; entró en mi habitación con su desmesurada trompetilla, y me despertó diciendo: «Señor, señor, Bonaparte ha muerto: el general Mullet ha muerto a Hulin. Se han mudado todas las autoridades; la revolución está hecha.»

Bonaparte era tan querido, que durante algunos momentos París estuvo entregado al mayor jubiló, excepto las autoridades que habían sido presas. Un soplo casi había derribado el imperio. Fugado de una prisión a media noche, un soldado era dueño del mundo al rayar el día: un sueño estuvo muy próximo a producir una realidad formidable. Los más moderados decían: «Si Napoleón no ha muerto, volverá corregido por Sus faltas y por sus reveses: hará la paz con la Europa, y se salvará el resto de nuestros hijos.» Dos horas después que su mujer, entró en mi cuarto Mr. de Lavalette para participarme la prisión de Mallet: no se me ocultó (era. su frase favorita) que todo estaba concluido. La luz y las tinieblas se presentaron casi simultáneamente. Ya he referido que Bonaparte recibió aquella noticia en un campo cubierto de nieve cerca de Smolensko.

El senado-consulto del 12 de enero de 1813, puso a disposición de Napoleón doscientos cincuenta mil hombres: la inagotable Francia vio convertirse la sangre de sus heridas en nuevos soldados. Entonces se oyó una voz por largo tiempo olvidada, cuyo sonido creyeron reconocer los oídos de algunos franceses viejos: la: voz de Luis XVIII que se elevaba desde su destierro. El hermano de Luis XVI, anunciaba principios, que debían establecerse un día en una carta constitucional: primeras esperanzas de libertad que concedían los monarcas franceses.

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Alejandro entró en Varsovia y dirigió una proclama a la Europa.

«Si el Norte imita el noble ejemplo que están dando los castellanos, ha concluido la desolación del mundo. La Europa, próxima a ser presa de un monstruo, recobrará a un tiempo mismo su independencia y su tranquilidad. Plegue; en fin, al ciclo, que de ese coloso sangriento que amenazaba al continente con su criminal eternidad; no quede más que un recuerdo de horror y de compasión..!»

Aquel monstruo, aquel sangriento coloso que amenazaba al continente con sw crimina^ eternidad, estaba: tan poco amaestrado en la escuela del infoiaunio, que apenas pudo escapar de las garras de los cosacos, se precipitó sobre un anciano que tenía prisionero.

El papa en Fontainebleau.

Ya hemos visto de qué modo fue arrebatado el papa de Roma, su permanencia en Savona, y posteriormente su detención en Fontainebleau. Habíase introducido la discordia en el sacro colegio: unos cardenales querían que el papa resistiese espiritualmente, y recibieron de orden no llevar más medias que de color negro; algunos fueron desterrados a las provincias, y varios prelados del clero francés encerrados en Vincennes; otros cardenales opinaron por la completa sumisión del papa, y conservaron sus medias encarnadas: era la segunda representación de las velas de la Candelaria.

Cuando el papa obtenía en Fontainebleau alguna tregua de los ataques de los cardenales rojos, se paseaba solo por las galerías de Francisco I: en ellas contemplaba las huellas de las artes que le recordaban la ciudad sagrada, y desde sus balcones veía los pinos que Luis XVI había plantado en frente de las sombrías habitaciones en donde fue asesinado Monescalchi. Desde aquel desierto podía como Jesús, compadecerse de los reinos de la tierra. El septuagenario medio muerto a quien el mismo Bonaparte fue a atormentar, firmó maquinalmente el concordato de 1813, contra el cual protestó bien pronto en cuanto llegaron los cardenales Pacca y Gonsalvi.

Cuando Pacca se reunió con el cautivo, con quien había salido de Roma, creía encontrar una multitud inmensa en derredor de la cárcel real, pero no encontró en los patios más que unos cuantos criados, y un centinela colocado en lo alto de la escalera que tenía la forma de herradura. Las ventanas y las puertas del palacio estaban cerradas: en la primera antesala de las habitaciones estaba el cardenal Doria y en las demás salas algunos obispos franceses. Pacca fue introducid» en d cuarto de su santidad: estaba de pie, inmóvil, pálido, encorvado, flaco, y los ojos hundidos en el cráneo.

El cardenal le dijo que había acelerado su viaje para postrarse a sus plantas: el papa le contestó: «Esos cardenales nos han arrastrado a la mesa y nos han hecho firmar.» Pacca se retiró a la habitación que le tenían preparada, confundido a! ver la soledad de aquella mansión, la tristeza de los ojos, el abatimiento de tos semblantes, y el profundo pesar marcado en la frente del papa. «Cuando volvió al lado de su santidad, le encontró (habla él mismo) en un estado que movía a compasión y que hacia temer por su vida: al hablar de lo que había ocurrido, se apoderaba de él la más profunda tristeza: aquel roedor tormento ni le permitía dormir, ni tomar más alimento que el absolutamente necesario para no morirse: —Mi existencia, decía, terminará como la de Clemente XIV: temo volverme loco. r>

En aquellas galerías inhabitadas en donde ya no resonaban la voz de San Luis, de Francisco I, de Enrique IV y de Luis XIV, el santo padre pasó muchos días escribiendo la minuta de la carta que debía ponerse en manos del emperador. El cardenal Pacca se llevaba oculto entre su vestido el peligroso papel a medida que el papa añadía en él algunas líneas. Concluida ya la obra, el pontífice la entregó el 24 de mayo de 1813 al coronel Lagorce, y le encargó se la llevase al emperador. Al mismo tiempo hizo que se leyese una alocución a los cardenales que se encontraban cerca de su persona: en ella declaró nulo el breve que había expedido en Savona y el concordato de 25 de enero. «¡Bendito sea el Señor, dice la alocución, que no ha apartado de nos su misericordia!.. Ha querido humillarnos por medio de una saludable confusión. Sea, pues, para nos la humillación en bien de nuestra alma, y para él la exaltación, el honor y la gloria por los siglos de los siglos!»

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«Palacio de Fontainebleau, 24 de marzo de 1848.»

Jamás labia salido de aquel palacio un decreto tan hermoso. Tranquilizada la conciencia del papa, el rostro del mártir volvió a recobrar su serenidad habitual, su boca su Sonrisa y su gracia, y sus ojos se cerraron por fin al apacible y reparador sueño.

Napoleón amenazó al principio, con que haría saltar de los hombros las cabezas de algunos de los sacerdotes de Fontainebleau, y pensó declararse jefe de la religión del estado: más dominado en seguida por su carácter, fingió no haber tenido la menor noticia de la carta del papa. Empero su fortuna iba en decadencia: el pontífice que había salido de un pobre monasterio, y que por sus desgracias había vuelto a entrar en el seno de la multitud, parecía que estaba dispuesto a desempeñar el gran papel de tribuno de los pueblos, y que había dado la señal de la deposición del opresor de las libertades públicas.

Defecciones.— Muerte de LaGrange y de Delille.

La mala fortuna lleva consigo las traiciones y no las justifica: en marzo de 1813, la Prusia se alió con la Rusia en Kalisch. El 3 de marzo, la Suecia celebró un tratado con el gabinete de San James, y se obligó a aprontar un contingente de treinta mil hombres. Los franceses evacuaron a Hamburgo: los cosacos ocuparon a Berlín, y los rusos y prusianos tomaron a Dresde.

Prepárase la defección de la confederación del Rin. El Austria se adhiere a la alianza de la Rusia y de la Prusia. Vuelve a comenzar la guerra en Italia, y el príncipe Eugenio se traslada a aquel país.

En España, el ejército inglés derrota a José en Vitoria: los cuadros amaricados de las iglesias y los palacios caen en el libro: yo los había visto en Madrid y el Escorial, y los volví a ver cuando se restauraban en París: las aguas y Napoleón habían pasado por encima de las obras de Murillo y Rafael, velut umbra. Wellington avanzando siempre, bate al mariscal Soult en Roncesvalles: nuestros grandes recuerdos formaban el fondo de las escenas de nuestros nuevos destinos.

El 14 de febrero en la apertura del Cuerpo legislativo, Bonaparte declaró que siempre había apetecido la paz y que era necesaria al mundo. En los labios del que nos llamaba sus súbditos no había ninguna palabra de simpatía por los dolores de la Francia: Bonaparte nos exigía padecimientos como un tributo que le era debido.

El 3 de abril añadió el Senado conservador otros ciento ochenta mil hombres a los que tenía concedidos lo cual era una quinta extraordinaria sobre los cupos ordinarios. El día 10 de abril murió Lagrange, algunos días después expiró también el abate Doble. Si en el cielo se prefiere la nobleza del sentimiento a la elevación del pensamiento, el cantor de la Piedad, se encontrará colocado más cerca del trono de días que el autor de la Teoría de las funciones analíticas, Bonaparte salió de París el 14 de abril.

Batallas de Lutzen, de Bautzen y de Dresde.— Reveses en España.

Como los quintos de los alistamientos de 1812 marchaban en pos unos de otros, se detuvieron en Sajonia, hasta que llegó Napoleón. El honor del antiguo ejército fue confiado a doscientos mil conscriptos que se batieron como los granaderos de Marengo. El 2 e mayo se gané La batalla de tuteen: Bonaparte en aquellos nuevos combates casi no empleó más que la

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artillería. Cuando entró en Dresde dijo a los habitantes: «no ignoro a que extremos de júbilo os habéis entregado al ver penetrar en vuestro recinto al emperador Alejandro y al rey de Prusia. Todavía vemos en el pavimento de Las calles los residuos de las flores, que vuestras jóvenes esparcieron por la carrera que debían atravesar los monarcas.» ¿Se acordaba Napoleón de las jóvenes de Verdún? Aquel tiempo era Cl de sus mejores años.

En Bautzen se consiguió otro triunfo; pero murieron el general de ingenieros Kirgener, y Duroc, aposentador mayor o gran mariscal de Palacio. «Hay otra vida, dijo el emperador a Duroc, y en ella nos volveremos a ver.» ¿Se cuidada mucho Duroc de su vista?

El 26 y 27 de agosto se llegó al Elba cuyos campos ya eran famosos. Moreau que regresaba de América, después de haber visto a Bernadotte en Estocolmo y a Alejandro en Praga, perdió en Dresde las dos piernas, que le llevó una bala de cañón: antigua costumbre de la fortuna napoleónica. En el campo francés se supo la muerte del vencedor de Hohenlinden, por un perro perdido en cuyo collar se leía el nombre del nuevo Turena: el animal que se había quedado sin dueño, corría al azar por entre los muertos: Te janitor orci!

El príncipe de Suecia, que llegó a ser generalísimo del ejército del Norte de Alemania, dirigió el 15 de agosto una proclama a sus soldados:

«Soldados: el mismo sentimiento que guio a los franceses de 1792, y que los obligó a unirse para combatir los ejércitos que ocupaban su territorio, debe dirigir en el día vuestro valor contra el que después de haber invadido el suelo que os ha visto nacer, encadena a vuestros hermanos, vuestras mujeres, y vuestros hijos.»

Bonaparte, incurriendo en la reprobación universal, se lanzaba contra ti libertad que le atacaba por todas partes, y bajo todas las formas. Un senado-consulto de 28 de agosto anuló la declaración: de un jurado de Amberes: pequeña infracción sin duda de los derechos de los ciudadanos, después de la enorme arbitrariedad de que había hecho uso el emperador; pero en el fondo de las leyes hay una santa independencia cuyo grito siempre es atendido: aquella opresión de un jurado hizo más ruido que las diversas opresiones de que era victima la Francia.

En fin, por la parte del Mediodía, el enemigo había pisado ya nuestro suelo: los ingleses, pesadilla continua de Bonaparte, y causa de casi todas sus faltas, pasaron el Bidasoa el 7 de octubre: Wellington, el hombre fatal, fue el primero que puso el pie en el territorio francés.

A pesar de la toma de Vandamme, en Bohemia, y de la derrota de Ney por Bernadotte cerca de Berlín, Napoleón se obstinó en permanecer en Sajonia, y volvió a caer sobre Dresde. Entonces se levantó el landsturm, y se organizo una guerra nacional, semejante a la que salvó a la España.

Campaña de Sajonia, o de los poetas.

A los combates de 1813 se les ha dado el nombre de campaña de Sajonia: con más propiedad debieron llamarse la campaña de la joven Alemania o de los poetas. A que desesperación nos había reducido Bonaparte con su opresión, pues que al ver correr nuestra sangre, no podemos dejar de sentir un movimiento de interés por aquella generosa juventud que empuñaba la espada en nombre de la independencia... Cada uno de aquellos combates era una protesta en favor de los derechos de los pueblos.

En una de sus proclamas fechada en Kalisch el 25 de marzo de 1813: Alejandro llamaba a las armas a las poblaciones de la Alemania, prometiéndolas en nombre de los reyes, sus hermanos, instituciones libres. Aquella señal hizo que estallase el burschenschaft, que ya se había formado en secreto. Abriéronse las universidades alemanas, y depusieron a un lado el sentimiento para no pensar más que en la reparación de la injuria. «Que los lamentos y las lágrimas sean cortas, y la tristeza y el dolor largos, decían los antiguos germanos: a la mujer la sienta bien el llorar, al hombre el acordarse: Lamenta ac lacrymas cito dolorem et tristitiam tarde ponunt, Feminis lugere honestum est, mis meminisse.» Entonces la joven Alemania corrió a

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libertar a su patria: entonces se apresuraron aquellos germanos, aliados del imperio, de que la antigua Roma se sirvió a manera de armas y de venables: velut tela atque arma.

El profesor Fichte explicaba en 1813 en Berlín una lección sobre el deber: habló de las calamidades de la Alemania, y concluyó con estas palabras: «Queda suspendido el curso hasta el fin de la campaña. Volveremos a comenzarle en nuestra patria ya libre, o moriremos por reconquistar la libertad.» Los jóvenes oyentes se levantan dando gritos: Fichte baja de su cátedra, atraviesa por en medio de la multitud, y va a alistarse en un cuerpo que marchaba al ejército.

Lo que Bonaparte había despreciado e insultado se convierte para él en peligros: la inteligencia corre a la lid contra la fuerza brutal: Moscú es la antorcha a cuyo resplandor se ciñe su tahalí la Germania: «¡A las armas! grita la musa. El Fénix de la Rusia ha renacido de sus cenizas.» La reina de Prusia, tan débil como hermosa, a quien Napoleón había colmado de ultrajes con bien poca generosidad, se trasforma en una sombra suplicante e implorada. ¡Cuán dulcemente duerme!.. cantan los bardos. ¡Ah! plegue al cielo que puedas dormir hasta el día en que tu pueblo lave con sangre el moho de sus espadas!.. ¡Entonces despiértate!.. despierta! ¡sé el ángel de la libertad y de la venganza!....»

Koerner no tiene más que un temor, el de morir prosaicamente: «¡Poesía... poesía! ¡dame la muerte en la claridad del día!» exclamaba. En el vivac compuso el himno de la lira y de la espada:

El Caballero.

«Dime, espada mía, espada de mi costado, ¿porqué el brillo de tu mirada es en el día tan ardiente?.. Me miras con amorosos ojos, excelente espada mía, espada que formas mi alegría.»

La Espada

«Porque el que me lleva es un valiente caballero, y esto inflama mi mirada: constituyo la fuerza de un hombre libre, y eso produce mi alegría.»

El Caballero

«Sí, espada mía, si, yo soy un hombre libre, y te amo con todo mi corazón. Te amo como si fueses una querida que me estuviese prometida, te amo como a mi bien idolatrado.»

La Espada

«Y yo me he entregado a ti, tuya es mi vida, tuya mi alma acerada!... ¿Ah! si estamos prometidos el uno al otro, cuando me dirás ¡Ven, ven, dueño querido!... Parece que se está oyendo a uno de aquellos guerreros del Norte, a uno de aquellos hombre de batallas y soledades, de quien dice Saxo Gramático: Cayó, se sonrió y murió.»

Aquel no era el frío entusiasmo de un escalda que se encontraba en completa seguridad. Koerner tenía la espada al lado: hermoso, rubio, joven, parecía un Apolo a caballo, y cantaba por la noche como el árabe sobre su silla: su maouol al cargar al enemigo, iba acompañado del ruido del galope de su corcel de batalla. Herido en Lutzen, se arrastró hasta los bosques donde le encontraron unos aldeanos: volvió a presentarse, y murió en las llanuras de Leipsick, a la edad de 25 años escasos. Se había desprendido de los brazos de una mujer a quien amaba, y abandonado cuanto la vida tiene de más delicioso: «las mujeres se complacen, decía Tyrteo, en contemplar al resplandeciente joven de pie: no es menos hermoso cuando cae en la primera fila. »

Los nuevos Arminios educados en la escuela de la Grecia, tenían un canto general: cuando aquellos estudiantes abandonaron el pacífico retiro de la ciencia por los campos de batalla, y los silenciosos goces del estudio, por los estrepitosos peligros de la guerra, a Homero y a los Niebelungen por la espada, ¿qué fue lo que opusieron a nuestro himno de sangre, a nuestro cántico revolucionario? Estas estrofas llenas de religioso afecto y de la sinceridad de la naturaleza humana.

«¿Cuál es la patria del alemán? ¡Nombradme esa gran patria!... Tan lejos como resuene la

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lengua alemana, tan lejos como se hagan oír los cánticos alemanes para alabar a Dios debe extenderse la patria del alemán.

«La patria del alemán es el país en que un apretón de manos basta como si fuese un juramento, en que la buena fe brilla con toda su pureza en todas las miradas, y en que él mutuo afecto tiene su ardiente asiento en todos los corazones.»

«Oh Dios del cielo, dígnate echar tus miradas sobre nosotros, y danos ese espíritu puro, y verdaderamente alemán para que podamos vivir fieles y buenos. Allí está la patria del alemán: todo el mundo es su patria.»

Aquellos compañeros de colegio, y en la actualidad de armas, no se inscribían en las asociaciones en que los setembristas votaban los asesinatos con el puñal: fieles a la poesía de sus sueños, a las tradiciones de la historia, y al culto de lo pasado, hicieron de un castillo antiguo de Un bosque, los asilos conservadores del burschensckaft. La reina de Prusia había llegado a ser su patrona, en lugar de la reina de la noche.

Desde lo alto de una colina, desde en medio de las ruinas, los escolares soldados y los catedráticos capitanes, descubrían los tejados de sus universidades queridas: conmovidos con et recuerdo de su docta antigüedad, enternecidos a vista del santuario del estudio y de los juegos de su infancia, juraban librar a su país, como Melchthal, Furst y Stauffacher pronunciaron su triple juramento al aspecto de los Alpes, inmortalizados por ellos. El genio alemán tiene algo de misterioso: la Thécla de Schiller es todavía la joven teutónica, dotada de presciencia, y formada de un elemento divino. Los alemanes adoran en el día a la libertad en una región aérea indefinible, lo mismo que en otro tiempo llamaban a Dios el secreto de los bosques: Deorumque nominibus appellant secretum illud... El hombre cuya vida era un ditirambo en acción, no cayó hasta que los poetas de la joven Alemania entonaron su cántico y empuñaron la espada contra su rival Napoleón, el poeta armado.

Alejandro era digno de haber sido enviado como heraldo a los jóvenes alemanes: participaba de sus elevados sentimientos, y se hallaba en aquella posición de fuerza que hace posibles los proyectos: pero se dejó poseer del terror que animaba a los monarcas que le rodeaban. Aquellos monarcas no cumplieron sus promesas: no dieron a sus pueblos generosas instituciones: los hijos de las musas, (llama que inflamó a las inertes masas de los soldados) fueron encerrados en calabozos en recompensa de sus sacrificios y de su noble credulidad. ¡Ay! la generación que devolvió la libertad a los teutones ha desaparecido, y no han quedado en Germania más que gabinetes antiguos y gastados. Llaman lo más alto que pueden a Napoleón un grande hombre, para que su admiración presente pueda servir de escusa a su pasada bajeza. En su necio entusiasmo por el hombre que continua aplanando los gobiernos después de haberlos vapuleado, apenas se acuerdan de Koerner. «Arminio, libertador de la Germania, dice Tácito, fue desconocido de los griegos, que no admiran más que a sí mismos, y poco célebre entre los romanos a quienes había vencido: pero naciones bárbaras le cantan todavía caniturque bárbaras apud gentes.»

Batalla de Leipsick.— Regreso de Bonaparte a París.— Tratado de Valenzay.

El 18 y 19 de octubre se dio en los campos de Leipsick el combate que los alemanes han llamado la batalla de las naciones. Al concluirse el segundo día, los sajones y wurtembergeses se pasaron desde el campo de Napoleón a las filas de Bernadotte, y decidieron la acción: victoria nada gloriosa, pues que fue el resultado de la traición. El príncipe de Suecia, el emperador de Rusia, y el rey de Prusia, entraron en Leipsick por tres puertas diferentes. Napoleón sufrió una pérdida inmensa y se retiró. Como no entendía las retiradas de sargento, según decía, hizo volar los puentes en cuanto los pasaron sus tropas. El príncipe Poniatowski, herido por dos veces, se ahogó en el Elster: la Polonia se abismó con su último defensor.

Napoleón no se detuvo más que en Erfurt: desde allí su boletín anuncio que su ejército

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siempre victorioso, llegaba batido: Erfurt había visto a Napoleón poco tiempo antes en la cúspide de la fortuna y la prosperidad.

En fin los bávaros, desertores como los demás que habían abandonado a su jefe en la desgracia, intentaron exterminar en Hanau el resto de nuestros soldados. Wrede es derribado por los guardias de honor: algunos conscriptos, ya veteranos pasan por encima de su vientre, salvan a Bonaparte y toman posición detrás del Rin. Napoleón llegó a Maguncia como un fugitivo, y el 19 de noviembre se encontraba ya en Saint-Cloud. El infatigable Lacepede volvió a presentarse y le dijo: «V. M. lo h i superado iodo.» Lacepede había hablado muy bien de los ovíparos, pero no podía sostenerse.

La Holanda volvió a recobrar su independencia y llamó al príncipe de Orange. El 1º de diciembre las potencias aliadas declararon que no hacían la guerra a la Francia sino únicamente al emperador, o más bien a la preponderancia que por tanto tiempo había ejercido fuera de los límites de su imperio, por desgracia de la Europa y de la Francia.

Cuando vemos aproximarse el momento en que la Francia iba a quedar reducida a su antiguo territorio, no podemos menos de preguntar para qué había servido el trastornar a la Europa, y la matanza de tantos millones de hombres. El tiempo nos devora y continúa tranquilamente su curso.

Por el tratado de Valenzay del 11 de diciembre, quedó Fernando VII en libertad de volver a Madrid: así concluyó oscura y apresuradamente la criminal empresa de España, causa primordial de la ruina de Napoleón. Siempre se puede obrar mal y siempre se puede matar a un rey u oprimir» n o pueblo, perol» salida es muy difícil. Jacobo Clement arreglaba sus sandalias para el viaje de Saint-Cloud, y sus compañeros le preguntaron riéndose cuanto duraría su obra: «Bastante para el camino que tengo que andar, les contestó: debo ir, pero no volver.»

El Cuerpo legislativo es convocado y después prorrogado.— Los aliados pasan el Rin.—Cólera de Bonaparte.— El día 1° del año 1814.

El Cuerpo legislativo fue convocado para el día 19 de diciembre de 1813. Asombroso en e! campo de batalla, y notable en su consejo de estado, Bonaparte no tenía ya el mismo valor en política; ignoraba la lengua de la libertad: si quería expresar un afecto profundo y sentimientos paternales, se enternecía demasiado y aun extemporáneamente, y usaba palabras que se avenían muy mal con su insensibilidad. «Mi corazón, dijo al Cuerpo legislativo, necesita la presencia y el afecto de mis súbditos. Jamás me ha seducido la prosperidad; la adversidad siempre me encontrará superior a sus ataques. Había concebido y he ejecutado grandes proyectos para la felicidad y prosperidad del mundo: monarca y padre conozco que la paz alianza la seguridad de los tronos y de las familias.»

Un artículo oficial del Monitor, dijo en el mes de julio de 180 i que la Francia jamás pasaría el Rin, y que sus ejércitos ya no le pasarían.

Los aliados atravesaron aquel rio el 12 de diciembre de 1813, desde Basilea a Shaffouse, con más de cien mil hombres; el 31 del mismo mes, el ejército de Silesia mandado por Blucher, le atravesó también desde Manheim a Coblenza.

Por orden del emperador, el Senado y el Cuerpo legislativo nombraron dos comisiones encargadas de examinar los documentos relativos a las negociaciones con las potencias coaligadas; previsión de un poder que negándose A aceptar consecuencias inevitables, quería descargar la responsabilidad en otra autoridad.

La comisión del Cuerpo legislativo que presidia Mr. Lainé se atrevió a decir: «Que los medios pacíficos producirían efectos seguros y si los franceses estuviesen convencidos, de que solo derramarían su sangre en defensa de su patria y de unas leyes protectoras; y que debía suplicarse a S. M. mantuviese e hiciese ejecutar las leyes que garantizan a los franceses los derechos de la libertad, de la seguridad, de la propiedad, y a la nación, el libre ejercicio de sus

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derechos políticos...»

El ministro de la Policía, duque de Rovigo, hizo recoger las pruebas de aquel informe, y un decreto de 31 de diciembre prorrogó las sesiones del Cuerpo legislativo: en su consecuencia se cerraron las puertas del salón. Bonaparte trató a los individuos de la comisión legislativa de agentes pagados por la Inglaterra. «Lainé, decía, es un traidor que tiene correspondencia con el príncipe regente por medio de Desezé; Raynouard, Maine de Biran, y Flauguergues son facciosos.»

El soldado se asombraba de no ver ya a aquellos polacos a quienes había abandonado, y que ahogándose por obedecerle todavía gritaban. «¡Viva el emperador!..» Llamaba al informe da la comisión una moción de un club de jacobinos. No hay un solo discurso de Bonaparte en que no se descubra su aversión a la república de donde había salido: aborrecía a la libertad masque al crimen. Con respecto al informe, añadía: «¿Se quiere restablecer la soberanía del pueblo? Pues bien, en ese caso me hago pueblo, porque aspiro a encontrarme siempre en donde resida la soberanía.» Jamás déspota alguno ha manifestado más enérgicamente su naturaleza, aquellas palabras eran aunque tergiversadas, las de Luis XIV: «El estado soy yo.»

El día 1º del año 1814 se esperaba algún acontecimiento desagradable. Yo he conocido un hombre adicto a aquella corte, que se preparaba a empuñar la espada a todo trance. Napoleón no se excedió más que con la violencia de las palabras, pero se dejó arrebatar en términos, que sus mismos alabarderos se quedaron confusos. «Por qué decía, se ha de hablar a la faz de la Europa de estos debates domésticos. La ropa sucia debe lavarse en familia. ¿Qué es un trono? un pedazo de madera cubierto de otro de tela: todo depende del que se sien la en él. La Francia me necesita más que yo a ella. Soy uno de esos hombres a quienes se puede matar, pero no deshonrar. Dentro de tresmeses tendremos la paz; el enemigo será arrojado de nuestro territorio, o yo moriré.»

Bonaparte estaba acostumbrado a lavar con sangre la ropa de los franceses. Pasaron los tres meses, no se consiguió la paz, el enemigo no fue arrojado de nuestro territorio, ni Bonaparte perdió la vida: no pensaba en la muerte. Abrumada con tantas desgracias, y con la ingrata obstinación del dueño que ella misma se había elegido, la Francia se veía invadida con el inerte estupor que produce la desesperación.

Por un decreto imperial se mandaron movilizar 121 batallones de guardias nacionales: por otro decreto se creó un consejo de regencia presidido por Cambaceres, y compuesto de los ministros, a cuya cabeza se encontraba la emperatriz. José, monarca disponible, que había regresado de España con sus rapiñas, fue nombrado comandante general de París. El 25 de enero de 1814, Bonaparte salió de palacio para ir al ejército, y fue a resplandecer como una llama poco antes de extinguirse.

El papa fue puesto en libertad.

La antevíspera recobró el papa la independencia: la mano que a su turno iba a verse encadenada, tuvo necesidad de romper las esposas que ella colocará: la Providencia Labia cambiado la suerte, y el viento que azotaba el rostro de Napoleón, conducía los aliados a París.

En el momento en que Pio VII recibió la noticia de su libertad, se apresuró a hacer una corta oración en la capilla de Francisco I, subió en un coche, y atravesó el bosque en que, según la tradición popular, se aparece el montero mayor de la muerte, cuando un rey va a bajar al panteón de San Dionisio.

El papa viajaba custodiado por un oficial de la gendarmería que le acompañaba en otro carruaje. En Orleans, sopo el nombre de la ciudad en que entraba.

Siguió el camino del Mediodía, entre las aclamaciones de la multitud, por las mismas provincias que Napoleón no debía tardar mucho tiempo en atravesar con poca seguridad, aun cuando le escoltaban comisionados extranjeros. Su santidad sufría algún entorpecimiento en el viaje, por la caída de su opresor: las autoridades habían cesado en sus funciones, y no se obedecía a nadie: una orden escrita por Bonaparte, orden que veinte y cuatro horas antes hubiera derribado la cabeza más elevada y hecho caer un reino, era un papel sin curso: faltáronle a Napoleón algunos minutos para que pudiese proteger al cautivo que su poder había perseguido, fue necesario que un mandato provisional de los Borbones concluyese de devolver la libertad al

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pontífice, que había ceñido con su diadema una cabeza extranjera: ¡qué cambios y qué confusión en el destino!

Pio VII caminaba en medio de cánticos y de lágrimas: por todas partes se oía el sonido de las campanas, y los gritos de ¡viva el papa! ¡viva el jefe de la iglesia! No le presentaban las llaves de las ciudades, ni capitulaciones empapadas en sangre y obtenidas por el asesinato, sino enfermos, y esposos que le pedían su bendición. Decía a los primeros: «Dios os alivie.» Extendía sobre los segundos sus manos pacificas, y tocaba a los niños que tenían sus madres en los brazos. En las poblaciones no quedaban más que los que no podían andar. Los peregrinos pasaban la noche en campo raso pata aguardar la llegada del sumo pontífice. Los paisanos con su natural candor creían que el santo padre se asemejaba a Nuestro Señor: los protestantes enternecidos decían: «He ahí el hombre más grande de su siglo.» Tal es la excelencia y sublimidad de la verdadera sociedad cristiana, en que Dios se mezcla sin cesar con los hombres: tal es la superioridad del poder débil sobre la fuerza de la espada y del cetro, cuando aquel se encuentra sostenido por la religión y la desgracia.

Pio VII pasó por Carcasona, Beziers, Montpellier y Nimes para llegar a Italia. En las orillas del Ródano, parecía que los innumerables cruzados de Raymundo de Tolosa pasaban todavía revista en Saint-Remy. El papa volvió a ver a Niza, Savona, e Ímola, testigos de sus recientes aflicciones y de las primeras mortificaciones de su vida: se desea por lo común llorar en donde uno ha sido llorado. En las condiciones ordinarias, todos se acuerdan de los lugares y de los tiempos de felicidad. Pío VII volvía a pasar por los sitios de sus virtudes y padecimientos, como un hombre que recuerda sus apagadas pasiones.

En Bolonia, fue entregado el papa a las autoridades austriacas. Mural, Joaquín Napoleón, rey de Nápoles, le escribió el 5 de abril de I 814:

«Santísimo padre: habiéndome hecho la suerte de las armas, dueño de los estados que poseíais cuando os visteis obligado a salir de Roma, no titubeo en devolverlos a vuestra autoridad, renunciando en favor vuestro todos mis derechos de conquista sobre ese país.»

¿Qué les quedó a Napoleón y Joaquín al tiempo de morir?.. Apenas llegó a Roma el papa, ofreció un asilo a la madre de Bonaparte. Los legados habían vuelto a tomar posesión de La ciudad eterna, El 23 de mayo, en medio de la primavera. Pío VII diviso la cúpula de San Pedro, y según él mismo refirió después, no pudo contener las lágrimas. Al aproximarse a la puerta del Popolo, tuvo que detenerse el pontífice: veinte y dos huérfanas vestidas de blanco, y cuarenta y cinco jóvenes que llevaban palmas doradas, se adelantaron entonando armonioso> cánticos: la multitud gritaba: ¡Hosanna! Pignatelli, que mandaba las tropas en el Quirinal cuando Radet tomó por asalto el huerto de las olivas de Pío VII, dirigía entonces la marcha de las palmas. Al mismo tiempo que Pignatelli cambiaba de papel, unos nobles perjuros volvían a desempeñar en París sus funciones de empleados de la casa real de Luis XVIII: la prosperidad nos ha sido trasmitida con sus esclavos, como en otro tiempo se vendía un feudo con todos sus siervos.

Notas que llegaron a ser el libro de Bonaparte y de los Borbones.— Tomo una habitación en la calle de Rivoli.— Admirable campaña de Francia, 1814.

En el libro segundo de estas Memorias se lee (volvía yo entonces de mi primer destierro de Dieppe): «Se me ha permitido volver a mi valle. La tierra tiembla con las pisadas del soldado extranjero: escribo, como los últimos romanos, oyendo el ruido de la invasión de los bárbaros. Por el día formo páginas tan agitadas como él: por la noche, mientras que el estruendo producido por las ruedas de las piezas de artillería espira en mis solitarios bosques, vuelvo al silencio de los años que duermen en la tumba, y a la paz de mis más recientes recuerdos.»

Las agitadas páginas que trazaba por el día, eran notas relativas a los acontecimientos del momento, las cuales reunidas llegaron a ser mi folleto o libro De Bonaparte y de los Borbones. Tenía formada tan alta idea del genio de Napoleón y del valor de nuestros soldados, que no podía

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pensar ni aun remotamente en una invasión extranjera, feliz hasta en sus últimos resultados; pero creía que aquella invasión, haciendo conocer a la Francia el peligro a que la había conducido la ambicion de Napoleón produciria un movimiento interior, y que los franceses sabrian emanciparse por si mismos. Con esta idea escribí mis notas, para que si nuestras asambleas políticas detenían la marcha de los aliados, y se resolvían a separarse del gran hombre, que había llegado a ser una calamidad, supiesen a quien recurrir: parecíanle encontrar el único apoyo en la autoridad, modificada según los tiempos, bajo la cual habían vivido nuestros abuelos durante ocho siglos: cuando en una tempestad nó se encuentra más que un editicio, por arruinado que esté nadie duda guarecerse en él.

En el invierno de 1813 a 1814, tomé una habitación en la calle de Rivoli, enfrente de la primera verja del jardín de las Tullerías, delante de la cual había oído gritar pidiendo la muerte del duque de Enghien. Todavía no se veían en aquella calle más que los arcos mandados construir por el gobierno, y algunas casas esparcidas acá y allá con su dentellón lateral de piedras sillares.

Eran necesarios los males de que la Francia se veía acosada para mantenerse en la indiferencia que Napoleón inspiraba, y para precaverse al mismo tiempo de la admiración que inspiraba cuando obraba: era el genio más poderoso de acción que quizás haya existido: su primera campaña en Italia, y la última de Francia (no hablo de Waterloo), son sin disputa sus dos mejores campañas: Condé en la primera, Turena en la segunda, gran guerrero en aquella, y gran hombre en esta; pero fueron diferentes en sus resultados por la una ganó el imperio, y por la otra le perdió. Sus últimas horas de poder, aunque ya no tenían raíces, no pudieron serle arrancadas, como los dientes de un león, sino por los brazos de la Europa. El nombre de Napoleón era aun tan formidable que los ejércitos enemigos pasaron el Rin con el mayor terror: miraban continuamente a su espalda para asegurarse de que les seria posible la retirada, y dueños de París, temblaban todavía. Alejandro, al entraren Francia, volvía sus ojos hacia la Rusia, felicitaba a las personas que podían marcharse, y escribía a su madre su ansiedad y sus pesares.

Napoleón vatio a los rusos en Saint-Dizier y a los prusianos y rusos en Brienne, como para honrar los campos en que recibiera su educación. Arrolló el ejército de Silesia en Montmirail, en Chambaubert, y una parte del grande ejército en Monterreau. Hace frente por todas partes, va y vuelve, y rechaza a las columnas que le rodean. Los aliados proponen un armisticio: Bonaparte desgarra los preliminares de la paz ofrecida, y dice: «Yo estoy más cerca de Viena que el emperador de. Austria de París.»

La Rusia, el Austria, Prusia e Inglaterra, para ayudarse mutuamente, concluyeron en Chaumont un nuevo tratado de alianza; pero alarmadas por la resistencia de Bonaparte pensaban en retirarse. En Lyon se formaba un ejército a un lado de los austriacos: el mariscal Soult contenía a los ingleses en el Mediodía, y el congreso de Chatillon que no se disolvió hasta el 15 de marzo, negociaba todavía. Bonaparte arrojó a Blucher de las alturas de Craone: el gran ejército aliado no triunfó el 27 de febrero en Bar-sur-Aube, más que por la superioridad del número. Napoleón se multiplicaba, por decirlo así; recobró a Troyes, que volvieron a ocupar los aliados. Desde Craone se dirigió a Reims: «Esta noche, dijo, iré a sorprender a mi suegro en Troves.»

El 20 de marzo se trabó una acción cerca de Arcis sur-Aube. En medio de un fuego muy sostenido de artillería, una granada cayó enfrente de un cuadro de la guardia, que al parecer hizo un ligero movimiento. Bonaparte se precipitó sobre el proyectil cuya mecha estaba ardiendo, y se la hizo oler a su caballo, la granada reventó, y el emperador quedó ileso.

La batalla debía volver a comenzar al día siguiente; pero Bonaparte cediendo a la inspiración del genio; inspiración que, sin embargo, le fue funesta, se retiró para dirigirse por la espalda de las tropas confederadas, separarlas de sus almacenes, y aumentar su ejército con las guarniciones de las plazas fronterizas. Los extranjeros se preparaban a replegarse sobre el Rin, cuando Alejandro por uno de esos movimientos del cielo, que todo lo cambian en el mundo, tomo el partido de marchar a París cuyo camino quedaba libre 2. Napoleón creía arrastrar detrás de él la masa de los enemigos, pero solo le seguían diez mil hombres de caballería, que pensaba era la

2 He oído referir al general Pozzo, que él fue quien decidió al emperador Alejandro a marchar

hacia adelante.

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vanguardia de las tropas principales y le ocultaban el movimiento real de los prusianos y moscovitas. Dispersó aquellos diez mil caballos al frente de Saint-Dosier y Vitry, y entonces observó que el grande ejército no venia detrás: aquel ejército que se precipitaba sobre la capital, no tenía delante de si más que a los mariscales Marmont y Morder, con cerca de doce mil conscriptos.

Napoleón se dirigió aceleradamente sobre Fontainebleau: allí una victima santa había dejado al retirarse su remunerador y vengador. En la historia siempre se encuentran reunidas dos cosas: si un hombre emprende el camino de la injusticia se abre el de la perdición, al cual viene a parar el primero en una distancia marcada.

Principio a imprimir mi folleto.— Una nota de Mme. de Chateaubriand.

Los ánimos estaban muy agitados, la esperanza de ver concluida, costase lo que costase, una guerra cruel que pesaba hacia ya veinte años sobre la Francia, saciada de desgracias y de gloria, sobrepujaba en las masas al espíritu de nacionalidad. Cada uno pensaba el partido que debería tomar en la catástrofe próxima. Todas las noches venían mis amigos a visitará Mme. de Chateaubriand, y referían y comentaban los sucesos del día. Mres. de Fontanes, Clausel y Joubert, concurrían con la muchedumbre de esos amigos pasajeros que atraen y retiran los acontecimientos. Madama la duquesa de Levis, hermosa, apacible, y en extremo adicta y servicial, que volveremos a encontrar en Gante, era la compañera inseparable de Madama de Chateaubriand. La duquesa de Duras se encontraba también en París, y yo solía visitar con frecuencia a la marquesa de Montcalm, hermana del duque de Richelieu.

A pesar de la proximidad de los campos de batalla, continuaba en la persuasión de que los aliados no entrarían en París, y de que una insurrección nacional pondría fin a nuestros temores. Esta idea hacia que yo no sintiese tan vivamente, como en otro caso me hubiera sucedido, la presencia de los ejércitos extranjeros; pero no podía menos de reflexionar en las calamidades que habíamos hecho sufrir a la Europa, y que esta nos iba a su turno a hacer experimentar.

No cesaba de ocuparme en mi folleto, y le tenía preparado como un remedio para cuando llegase a estallar la anarquía. No sucede así en el día que escribimos desahogadamente y no tenemos que temer más guerra que la de los folletistas: por la noche me encerraba en mi alcoba, colocaba mis papeles debajo de la almohada, dos pistolas cargadas encima de la mesa, y me acostaba entre aquellas dos musas. Mi texto era doble; le había compuesto en forma de folleto, la cual ha conservado, y a manera de discurso diferente bajo algún aspecto del folleto. Suponía que en el alzamiento de la Francia habría reuniones en la casa de ayuntamiento, y me había preparado con dos temas.

Madama de Chateaubriand ha escrito algunas notas en diversas épocas de nuestra vida común: entre aquellas notas se lee el siguiente párrafo:

«Mr. de Chateaubriand escribía su folleto de Bonaparte y de los Borbones. Si este folleto hubiese sido ocupado, el juicio no era dudoso: la sentencia habría sido el cadalso! Sin embargo, el autor no se cuidaba mucho de ocultarle. Cuando salía se le dejaba muchas veces encima de la mesa: jamás se extendía su previsión más que a colocarle debajo de su almohada, lo cual ejecutaba a presencia de su ayuda de cámara, joven muy honrado, pero que podía muy bien caer en la tentación. Por lo que a mí hace, pasaba angustias mortales: así es que en cuanto se iba Mr. de Chateaubriand, tomaba yo el manuscrito y me lo guardaba. Un día, al atravesar las Tullerías, advertí que no le tenia, y bien segura de que le llevaba al salir, de dudé que le había perdido en el camino. Ya veía al fatal escrito en manos de la policía, y preso a Mr., de Chateaubriand: caí sin sentido en medio del jardín: algunas persogas compasivas me socorrieron y llevaron a mi casa que no estaba muy lejos. Al subir la escalera padecía un suplicio cruel, pues fluctuaba entre un temor que casi era una certidumbre, y la ligera esperanza de haber olvidado el tomar el manuscrito. Al aproximarme al cuarto de mi marido, sentí que me abandonaban otra vez las

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fuerzas: entro al fin, y no había nada sobre la mesa: me dirijo a la cama, toco la almohada, y no siento nada; la levanto y veo el rollo de papel...! Cada vez que pienso en ello, mi corazón late con violencia. En mi vida he experimentado tan gran júbilo. Ciertamente, puedo asegurarlo, no hubiese sido mayor si me hubieran arrancado del pie del cadalso, porque, en fin, veía libre de él al que amaba más que a mi misma.»

¡Cuan desgraciado sería si pudiese causar un momento de disgusto a Mme. de Chateaubriand..!

Sin embargo, me vi precisado a confiar mi secreto a un impresor: consintió en arriesgarse, y según las noticias que a cada instante circulaban me remitía o se llevaba las pruebas medio compuestas y corregidas, conforme el ruido del cañón se acercaba o se alejaba de París: durante más de quince días expuse de este modo mi vida. .

Establécese la guerra en las barreras de París.— Vista de París.— Combate de Belleville.— Fuga de María Luisa y de la regencia.— Mr. de Talleyrand se

queda en París.

Cada vez se iba estrechando más el círculo en derredor de la capital: a cada momento se sabía un adelanto del enemigo. Por las barreras entraban mezclados prisioneros rusos y heridos franceses conducidos en carretas: algunos medio muertos caían debajo y ensangrentaban las ruedas. Conscriptos que venían de lo interior, atravesaban las calles en largas hileras, y se dirigían al ejército. Por la noche se oían pasar por los baluartes exteriores, los trenes de artillería, y no se sabía si las lejanas detonaciones anunciaban la victoria decisiva o la última derrota. La guerra se estableció por fin en las barreras de París. Desde la torre de Nuestra Señora se veían las columnas rusas, como las primeras ondulaciones del flujo del mar en una playa. Entonces experimenté la misma sensación que debió sufrir un romano cuando desde lo alto del Capitolio descubrió a los soldados de Alarico, y a la antigua ciudad de los latinos a sus pies, como yo descubría a los soldados rusos, y a mis pies la antigua ciudad de los galos. Adiós; pues, paternos lares, hogares conservadores de las tradiciones del país, techos bajo los cuales han respirado esa Virginia sacrificada por su padre al pudor y a la libertad, y esa Eloísa dedicada por el amor a las letras y a la religión.

París hacia ya siglos que no había visto campamentos enemigos, y Bonaparte era quien de triunfo en triunfo conducía a los tebanos a la vista de las mujeres de Esparta. De París había él salido para recorrer la tierra, y volvía dejando detrás de si el enorme incendio de sus inútiles conquistas.

Acudíase al jardín de las Plantas, que en otro tiempo hubiera podido proteger la abadía fortificada de San Víctor: la paz eterna que nuestro poderío había prometido a los cisnes y plátanos estaba perturbada. Desde la cúspide del laberinto, por encima del gran cedro, y de los graneros de abundancia que Bonaparte no había tenido tiempo de concluir, al otro lado del sitio que ocupaba la Bastilla y del torreón de Vincennes (lugares que recordaban nuestra sucesiva historia), miraba la multitud el fuego de la infantería en el combate de Belleville. Montmartre es tomado, y las balas llegan hasta los baluartes del Temple. Salieron algunas compañías de la guardia nacional, y perdieron trescientos hombres junto a la tumba de los Mártires. Jamás brilló la Francia militar con tan vivo resplandor en medio de sus reveses: los últimos héroes fueron los ciento cincuenta jóvenes de la escuela politécnica, transformados en artilleros en los reductos del camino de Vincennes. Rodeados de enemigos se negaban a rendirse, y fue necesario arrancarlos de sus piezas: el granadero ruso se apoderaba de ellos ennegrecidos con la pólvora y cubiertos de heridas, y mientras que pugnaban en sus brazos, levantaba con gritos de victoria y de adoración a aquellas tiernas palmas francesas, y las entregaba ensangrentadas a sus madres.

Durante aquel tiempo, Cambaceres huía con María Luisa, el rey de Roma y la regencia. En las esquinas se leía esta proclama:

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El rey José, lugar teniente general del emperador, y comandante general en jefe ¿te la guardia nacional,

«Ciudadanos de París:

«El consejo de regencia ha provisto a la seguridad da la emperatriz y del rey de Roma: yo permanezco entre vosotros. Armémonos para defender esta ciudad, sus monumentos, sus riquezas, nuestras esposas, nuestros hijos, los objetos, en fin, queridos de nuestro corazón. Que esta capital se convierta por algunos instantes en un campamento, y que el enemigo encuentre su derrota y su ignominia en esas murallas que se promete atravesar triunfante.

Rostopschine no trató de defender a Moscú, la incendió: José anunciaba que no abandonaría a los parisienses, e iba retirándose poco a poco, dejando su valor pegado en las esquinas de las calles.

Mr.de Talleyrand formaba parte de la regencia nombra la por Napoleón. Desde el día en que, en tiempo del Imperio, el obispo de Aun dejó de ser ministro de Relaciones exteriores, no había pensado más que en una cosa, la desaparición de Bonaparte seguida de la regencia de María Luisa, regencia de que el príncipe de Benevento, hubiera sido jefe. Bonaparte, nombrándole miembro de una regencia provisional en 1814, parecía favorecer sus secretos deseos. Como la muerte de Napoleón no había aun llegado, Mr. de Talleyrand no pudo hacer más que andar medio a remolque a los pies del coloso, que no podía derribar, y sacar el partido posible de las circunstancias, lo cual sabia hacer muy bien aquel hombre venal. La posición se presentaba muy difícil: el permanecer en la capital era una cosa que estaba marcada; pero si volvía Bonaparte, el príncipe, que se había separado de la regencia fugitiva, corría riesgo de sor fusilado: por otra parte, ¿cómo dejará París en el momento mismo en que los aliados podían efectuar su entrada?¿No seria renunciar a las ventajas del buen resultado, y hacer traiciona unos acontecimientos, que tanto apetecía? Lejos de inclinarse a los Borbones, los temía por sus diversas apostasías. Sin embargo, puesto que tenían en su favor algunas probabilidades, Mr.de Vitrolles, con consentimiento del prelado casado, fue a hurtadillas al congreso de Chatillon, como defensor de la legitimidad. Tomada esta precaución, el príncipe para salir de embarazos en París, recurrió a uno de los ardides en que estaba tan amaestrado.

Mr. Laborie, que poco después, en tiempo de Mr. Dupont de Nemours, fue secretario particular del gobierno provisional, se dirigió en busca de Mr. de Laborde, agregado a la guardia nacional, y le reveló la partida de Mr. de Talleyrand: «Se dispone, le dijo, a seguir a la regencia: tal vez os parecerá necesario detenerle para que podamos negociar con los aliados si llega el caso.» La comedia se representó perfectamente. Cargárnosle con gran alboroto los carruajes del príncipe, y el 30 de marzo y a mitad del día se puso en marcha; pero al llegar a la barrera del Infierno, se le mandó volverse inexorablemente a pesar de sus protestas. En caso de que el emperador triunfase como por milagro, allí estaban las pruebas de que su antiguo ministro había tratado de reunirse con María Luisa, y que la fuerza armada le había cerrado el paso.

Proclama del príncipe generalísimo Schwartzenberg.— Discurso de Alejandro.— Capitulación de París.

Cuando se presentaron los aliados, el conde Alejandro de Laborde y Mr. Tourton, oficiales superiores de la guardia nacional, fueron enviados al generalísimo, príncipe de Schwaitzenberg, que había sido uno de los generales de Bonaparte durante la campaña de Rusia. La proclama del generalísimo circuló por París la noche del 30 de marzo, y decía: «Hace veinte años que la Europa se halla inundada en sangre y en lágrimas: todas las tentativas empleadas para poner término a tamaños males han sido inútiles, porque en los principios mismos del gobierno que os oprime, existe un obstáculo insuperable para la paz. Parisienses; bien conocéis la situación de

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vuestra patria: la conservación y la tranquilidad de vuestra ciudad serán objeto de los desvelos de los aliados. Con estos sentimientos se dirige a vosotros la Europa armada al pie de vuestros muros.»

¡Qué confesión tan magnifica de la grandeza de la Francia: la Europa armada al pie de vuestros muros se dirige a vosotros!

Nosotros que nada habíamos respetado, éramos tratados con la mayor consideración por aquellos a quienes saqueáramos las ciudades, y que a su vez habían llegado a ser los más fuertes: Nos miraban como a una nación sagrada: nuestras tierras les parecían las campiñas de la Elide, que excepto los dioses nadie podía pisar. más no obstante, si París hubiese creído necesario hacer una resistencia de veinte y cuatro horas, lo cual era muy fácil, los resultados habrían variado; pero nadie, excepto los entusiasmados y pundonorosos soldados, quería ya a Bonaparte, y temerosa de conservarle, la ciudad se apresuro a abrir las barreras.

París capituló el 31 de marzo: firmaron la capitulación militar los coroneles Denis y Fabvier, en nombre de los mariscales Mortier y Murmont: y la civil se extendió en nombre de los maires o alcaides de París. El consejo municipal y departamental, envió una diputación al cuartel general ruso para arreciar los diferentes artículos: mi compañero de destierro Cristian de Lamoignon, era uno de los individuos de aquella comisión, a quienes Alejandro dijo:

«Vuestro emperador, que era mi aliado, ha llegado hasta el corazón de mis estados, y causado en ellos males cuyas huellas durarán largo tiempo: una justa defensa me ha conducido hasta aquí. Estoy muy distante de querer devolver a la Francia los daños que de ella he recibido. Soy justo, y sé que los franceses no tienen la culpa. Los franceses son mis amigos, y vengo a probarles, que quiero devolverles bien por mal. Napoleón únicamente es mi enemigo. Prometo mi protección especial a la ciudad de París: conservaré todos los establecimientos públicos: mandaré que no entren más que tropas escogidas, y conservaré vuestra guardia nacional que se compone de lo mejor de vuestros ciudadanos. A vosotros os toca asegurar vuestra felicidad para el porvenir: es necesario daros un gobierno que os proporcione la tranquilidad y afiance la de la Europa. Vosotros sois los que debéis emitir vuestra opinión: siempre me encontrareis dispuesto a secundar vuestros esfuerzos.»

Palabras que fueron puntualmente cumplidas: la dicha de la victoria era superior para los aliados a los demás intereses. ¡Qué sensaciones debería experimentar Alejando cuando diviso las cúpula de aquella ciudad en donde el extranjero jamás había entrado sino para gozar de las maravillas de la civilización y de la inteligencia: de esa ciudad inviolable defendida durante doce siglos por sus grandes hombres: de esa capital de la gloria que parecía proteger toda vi a Luis XIV con su sombra y Bonaparte con su regreso!

Entrada de los aliados en París.— Bonaparte en Fontainebleau.

Dios había pronunciado una de esas palabras con que suele interrumpirse de tiempo en tiempo el silencio de la eternidad. Entonces se poso en movimiento el martillo que dio la hora que París no había oído sonar más que una sola vez: el 25 de diciembre de 496. Reims anuncio el bautismo de Clodoveo y se abrieron a los francos las puertas de Lutecia: el 30 de marzo de 1814, después del bautismo de sangre de Luis XVI, el antiguo martillo que había permanecido inmóvil, se levantó de nuevo en la campana de la antigua monarquía: resonó un segundo golpe, y los tártaros penetraron en París. En el intervalo de mil trescientos diez y ocho años, el extranjero había insultado varias veces las murallas de la capital de nuestro imperio, sin poder entrar jamás en su recinto excepto cuando se deslizó llamado por nuestras propias divisiones. Los normandos

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sitiaron la ciudad de los parisii: los parisii echaron a volar los gavilanes que llevaban en la mano: Eudo, hijo de París y rey futuro, rex futurus; dice Abbon, rechazó a los piratas del Norte: los parisienses soltaron sus águilas en 1814, y los aliados entraron en el Louvre.

Bonaparte había hecho la guerra injustamente a su admirador Alejandro que le pedía la paz de rodillas: Bonaparte había mandado la carnicería del Moskowa: había obligado a los rusos a que quemasen a Moscú: Bonaparte había despojado a Berlín, humillado a su rey, e insultando a su reina: ¿qué represalias debíamos, pues, esperar? Vamos a verlo.

Yo había andado errante por las Floridas al derredor de monumentos desconocidos, devastados en otro tiempo por conquistadores de que no queda rastro alguno, y me estaba reservado el espectáculo de las hordas circasianas acampadas junto al Louvre yen su patio. Al referir estos acontecimientos de la historia, que según Montaigne, «son débiles testigos de nuestro valor y capacidad,» se me pega la lengua al paladar:

Adhaeret lingua mea faucibus meis.

El ejército de los aliados entró en París en 31 de marzo de 1814 al mediodía, a los diez días del aniversario de la muerte del duque de Enghien, 24 de marzo de 1804. ¿Era castigo de Bonaparte por haber cometido una acción de tan largo recuerdo, para un reinado que debía durar tan poco? El emperador de Rusia y el rey de Prusia estaban a la cabeza de sus tropas Yo las vi desfilar por los baluartes.. Estupefacto y anonadado en mi interior, como si se me arrancase mi nombre de francés, para sustituirle con el número con que en adelante debía ser conocido en las minas de la Siberia, sentía al mismo tiempo aumentarse mi exasperación contra el hombre cuya gloria nos había reducido a tan ignominioso estado.

Sin embargo, esta primera invasión de los aliados no ha tenido ejemplo en los anales del mundo: el orden, la paz y la moderación reinaron por todas partes: volvieron á. abrirse las tiendas: los soldados rusos de la guardia, que tenían la talla de seis pies, sufrían los insultos de los pilluelos franceses que se burlaban de ellos como si fuesen máscaras de carnaval. Los vencidos podían ser hechos prisioneros por los vencedores, pero estos que temblaban por su triunfo, parecía que querían excusarse. La guardia nacional ocupaba solo lo interior de París, excepto los palacios en que estaban alojados los reyes y príncipes extranjeros. El 31 de marzo de 1814, innumerables ejércitos ocupaban la Francia: algunos meses después todas aquellas tropas volvieron a pasar las fronteras, sin disparar un fusil y sin derramar una gota de sangre desde la entrada de los Borbones. La antigua Francia había extendido alguna de sus fronteras: partiéronse con ella los navíos y los almacenes de Amberes: se la devolvieron trescientos mil prisioneros diseminados por los países en donde los había dejado la derrota o la victoria. Después de veinte y cinco años, cesó el ruido de las armas del uno al otro extremo de Europa: Alejandro marchó dejándonos muestras imperecederas de su moderación, y la libertad consignada en la Carta, libertad que debimos tanto a sus luces como a su influencia. Jefe de las dos autoridades supremas, doblemente autócrata por la espada y por la religión, fue el único soberano de Europa que comprendió que en la edad de civilización a que había llegado la Francia, no podía ser gobernada sino por medio de una constitución liberal.

En nuestra natural enemistad contra los extranjeros, hemos confundido la invasión de 1814 y la de 1815, que no se asemejan de modo alguno.

Alejandro no se consideraba más que como un instrumento de la Providencia y no se atribuía nada. Felicitándole Mme. Staël, porque sus súbditos privados de una constitución tenían la dicha de ser gobernados por él, la dio la contestación tan sabida, de «yo no soy más que una feliz casualidad.»

Un joven le manifestó en las calles de París su admiración por la afabilidad con que recibía aun a los más insignificantes ciudadanos, y le replicó: «Acaso los soberanos no están formados para eso?» No quiso habitar en el palacio de las Tullerías, acordándose de que Bonaparte lo había hecho en los de Viena, Berlín y Moscú.

Mirando la estatua de Napoleón en la columna de la plaza de Vendome, dijo: «Si yo estuviese tan alto, temería se me fuese la cabeza.» Recorriendo el palacio de las Tullerías le enseñaron el

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salón de la Paz: «¿De qué le servía, dijo sonriéndose, este salón a Bonaparte?

El día de la entrada de Luis XVIII en París, Alejandro se colocó detrás de una ventana, sin ninguna señal de distinción, para ver pasar la comitiva.

Algunas veces tenía maneras elegantemente afectuosas. Visitando una casa de locos, preguntó a una mujer, si era considerable el número de las locas por anuir: «Hasta ahora no lo es, le respondió, pero es de temor que se aumente desde el momento de la entrada de V. M. en París.»

Un gran dignatario de Napoleón decía al zar: «Hace largo tiempo, señor, que se aguardaba y deseaba aquí vuestra llegada. —Hubiera venido antes, pero no acuséis de mi tardanza más que al valor francés.» Es cierto que al pasar el Rin sentía no poderse retirar en paz al seno de su familia.

En los Inválidos encontró a los soldados mutilados que le habían vencido en Austerlitz: estaban tristes y silenciosos, no se oía más ruido que el que hacían sus piernas de madera en los patios y en su iglesia: Alejandro se enterneció al ver aquellos valientes, y mandó se les entregasen doce cañones rusos.

Proponiéndole variar el nombre del puente de Austerlitz: «No, dijo, basta que yo haya pasado por este puente con mi ejército;»

Alejandro se encontraba algo triste. Se paseaba por París a pie o a caballo sin servidumbre y sin afectación. Tenía el aspecto asombrado de su triunfo; sus miradas casi enternecidas se dirigían a una población que consideraba superior a él: hubiérase dicho que se encontraba como un bárbaro entre nosotros, y tan avergonzado como un romano en Atenas. Tal vez pensaba que, aquellos mismos franceses se habían presentado en su capital incendiada; que a su vez sus soldados eran dueños de aquel París, en donde hubiera podido encontrar algunas de las antorchas apagadas, que sirvieron para librar y consumir a Moscú. Aquel destino, aquella veleidosa fortuna, y aquella miseria común a los pueblos y a los reyes, debían hacer una impresión muy profunda en un ánimo tan religioso como el suyo.

Bonaparte en Fontainebleau.—La regencia en Blois.

¿Qué hacia el vencedor de Borodino? En cuanto supo la resolución de Alejandro, envió orden al mayor de artillería Maillard de Lescourt para que volase la fábrica de pólvora de Grenelle: Rostopschine prendió fuego a Moscú, pero mandó antes que saliesen sus habitantes. Desde Fontainebleau a donde había vuelto, Napoleón avanzó hasta Villejuif; desde allí dirigió una mirada a París: soldados extranjeros guardaban las barreras: el conquistador se acordaba de los días en que sus granaderos velaban en las fortificaciones de Viena, Berlín y Moscú.

Unos acontecimientos destruyen a otros: ¿qué pobre nos parece en el día el dolor de Enrique IV al saber en Villejuif la muerte de Gabriela y regresando a Fontainebleau?.. Bonaparte se volvió también a aquella soledad: no le esperaba allí más que el recuerdo de su augusto prisionero: el cautivo de la paz acababa de abandonar el palacio para dejarle librea! cautivo de la guerra: «Tao dispuesta se encuentra la desgrana a llenar sus huecos.»

La regencia se había retirado a Blois. Bonaparte había mandado que la emperatriz y el rey de Roma Saliesen de París, prefiriendo, según decía, verlos en el fondo del Sena, a que fuesen conducidos a Viena en triunfo; pero al mismo tiempo había prevenido a José que permaneciese en la capital. La retirada de su hermano le puso furioso, y acusó al ex-rey de España de haberlo perdido todo. Los ministros, los miembros de la regencia, los hermanos de Napoleón, su mujer y su hijo llegaron mezclados a Blois: furgones, bagajes, carruajes y hasta los coches de la casa real estaban allí, y fueron conducidos por los lodazales del Beance a Chambord, único pedazo de la Francia que se había dejado al heredero de Luis XIV. Algunos ministros pasaron más adelante, y fueron a esconderse hasta en Bretaña, mientras Kjue Gambaceres se hacia conducir en silla de manos por las pendientes calles de Blois. Circulaban diversos rumores: hablábase de dos

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campos y de una requisa general. Durante muchos días no se supo nada de París, y no cesó la incertidumbre hasta que llegó un carretero cuyo pasaporte estaba refrendado por Sacken. El general ruso Schouwaloff bajó a la posada de la Galera: los grandes le sitiaron entonces, por decirlo así, pidiéndole un salvo-conducto para dirigirse a donde tuviesen por conveniente. Sin embargo, antes de salir dé Blois, todos hicieron que se les abonase de los fondos de la regencia sus gastos de viaje, y los atrasos de sus sueldos: con una mano recibían sus pasaportes y con otra su dinero, procurando enviar al mismo tiempo su adhesión al gobierno provisional, para tener segura la cabeza. La madre de Bonaparte, su hermano el cardenal Fesch, partieron para Roma. El príncipe de Esterhazy fue a buscar a María Luisa y su hijo, de parte de Francisco II José y Gerónimo se remiraron a Suiza, después de haber hecho inútiles esfuerzos para decidir ala emperatriz a que corriese su misma suerte. María Luisa se apresuró a reunirse con su padre: como no amaba extremadamente a Bonaparte, no tardó mucho en consolarse, y se felicitó de verse libre de la doble tiranía de su esposo y su señor. Cuando Bonaparte al año siguiente hizo que los Borbones volviesen a emprender la fuga con el mismo desorden y confusión, estos que apenas comenzaban a verse libres de sus tribulaciones, no habían tenido catorce años de prosperidad inaudita para acostumbrarse a las dulzuras y comodidades del trono.

Publicación de mi folleto De Bonaparte y de los Borbones.

Sin embargo, Napoleón no estaba todavía destronado: le rodeaban y obedecían sus órdenes más de cuarenta mil de los mejores soldados de la tierra: podía retirarse detrás del Loira: los ejércitos franceses une regresaban de España, se encontraban en el Mediodía: la población militar podía muy bien difundir, por todas partes su belicoso ardor: aun entre los mismos jefes extranjeros se trataba de Napoleón o de su hijo, y durante (los días el mismo Alejandro titubeó. Como ya he dicho, Mr. de Talleyrand se inclinaba en secreto a la política que propendía a coronar al rey de Roma, porque temía a los Borbones y si no entraba de hecho en el plan de la regencia de María Luisa, era porque no habiendo muerto todavía Napoleón, temía no poder quedarse por dueño de una minoría, amenizada por un hombre inquieto, imprevisor, emprendedor, y que todavía se encontraba en todo el vigor de la edad 3.

Durante aquellos días críticos fue cuando hice aparecer mi folleto De Bonaparte y de los Borbones y para inclinar la balanza, y bien sabido es el efecto que produjo. Me arrojé a la lid a cuerpo descubierto para servir de escudo a la libertad renaciente contra la tiranía que todavía se sostenía, y cuyas fuerzas triplicaba la desesperación. Hablé en nombre de la legitimidad para añadir a mis palabras el interés de los negocios positivos. Manifesté a la Francia lo que era la antigua familia real, cuántos miembros de ella existían, y cuáles eran sus nombres y su carácter: era lo mismo que si hiciese la enumeración de los hijos del emperador de la China, de tal modo habían invadido lo presente la república y el imperio, y desterrado a los Borbones a lo pasado. Luis XVIII declaró, y lo he referido ya muchas veces, que mi folleto le había servido más que un ejército de cien mil hombres: hubiera podido añadir que había sido para él una fe de vida. Contribuí a que recobrase segunda vez la corona, por el feliz desenlace de la guerra de España.

Desde los principios de mi carrera política adquirí popularidad, pero desde entonces también perdí la benevolencia de los hombres poderosos: todos los esclavos de Bonaparte me odiaban, y era sospechoso a los que querían constituir a la Francia en vasallaje. Entre los soberanos no se dignó ocuparse de mi más que Bonaparte en el primer momento. El duque de Bassano llevó mi folleto, le leyó, le discutió con imparcialidad, y dijo: «Esto es exacto, aquello no loes: no tengo que dirigir cargo alguno a Chateaubriand; me ha resistido en mi poder; ¡pero esos canallas..?» y los fue nombrando...

Mi admiración a Bonaparte ha sido siempre grande y sincera, aun cuando le atacaba con más vigor.

La posteridad no es tan equitativa en sus fallos como suele decirse: hay en ella pasiones, preocupaciones y errores de distancia, como hay errores y pasiones de proximidad. Cuando la posteridad admira sin restricción, se escandaliza de que los contemporáneos del hombre admirado, no hayan formado de aquel hombre la misma idea que ella. Sin embargo, esto se

3 Véanse los Cien días en Gante, y el retrato de Mr. de Talleyrand, al fin de estas memorias.

(París, nota de 1839.)

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explica fácilmente, las cosas que ofendían en aquel personaje, ya han pasado: sus enfermedades han desaparecido con él, y de lo que fue no queda más que su vida imperecedera: empero el mal que ha causado, no por eso es menos real, mal en sí mismo y en su esencia, y sobre todo, mal para los que le han sufrido.

En la actualidad es una especie de moda el enaltecer las victorias de Bonaparte: los pacientes han desaparecido: ya no se oyen las imprecaciones, los gritos desgarradores, ni los lamentos de las victimas: no se ve a la Francia extenuada, labrando su suelo las mujeres: ya no se ve a los padres presos como caución o fianza de sus hijos, ni sufrir a los habitantes de una población mancomunadamente las penas aplicables a un refractario: ya no se ven aquellas órdenes o bandos de conscripción pegados en las esquinas de las calles, ni a las gentes agrupadas en derredor de aquellas sentencias de muerte, buscando consternados en ellas los nombres de sus hijos, de sus hermanos, de sus amigos o de sus vecinos. he olvida que todo el mundo lamentaba aquellos triunfos: se olvida que cualquier alusión contra Bonaparte en el teatro que se escapaba a la perspicacia de los censores era acogida con los mayores transportes de alegría: se olvida que el pueblo, la corte, los generales, los ministros y hasta los parientes de Napoleón, estaban cansados de su opresión y de sus conquistas, cansados de aquella partida de juego en que siempre se perdía, y de aquella existencia que cada mañana se veía nuevamente por la imposibilidad de reposo.

La realidad de nuestros padecimientos se halla demostrada por la misma catástrofe. ¿Si la Francia hubiese sido tan entusiasta por Bonaparte, le hubiera abandonado dos veces tan repentina y completamente, sin hacer un último esfuerzo para salvarle y conservarle? Si la Francia se lo debía todo a Bonaparte, gloria, libertad, orden, prosperidad, industria, comercio, manufacturas, monumentos, literatura, bellas artes; si antes de él la nación nada habrá hecho por si misma; si la república desprovista le talento y de valor, no había defendido ni ensanchado su territorio, la Francia ha sido bien ingrata y cobarde, dejando caer a Napoleón en manos de sus enemigos o por lo menos no protestando contra el cautiverio desemejante bienhechor.

Este cargo, que se nos podría dirigir, no nos le hacen: y por qué? Porque es evidente que en el momento de su caída, la Francia un trató de defender a Napoleón, antes por el contrario, le abandonó voluntariamente: en nuestros amargos disgustos no veíamos ya en él, más que al autor y despreciador de nuestras desgracias. Los aliados no nos vencieron: nosotros fuimos quienes eligiendo entre dos males, nos negamos a derramar nuestra sangre, que no iba a correr ya en defensa de nuestras libertades.

La república fue sin duda muy cruel, pero todos esperaban que pasaría, y que más pronto o más tarde, recobraríamos nuestros derechos, conservando las conquistas preservadoras que nos había dejado en los Alpes y en el Rin. Todas las victorias las conseguía en nuestro nombre: con él solo se trataba de la Francia: siempre era la Francia la que había triunfado, la que había vencido: nuestros soldados lo habían hecho todo, y en honor suyo se establecían fiestas triunfales o fúnebres. Los generales (y los había muy grandes) obtenían un lugar honroso pero modesto, en la memoria pública: tales fueron Marceau, Moreau, Hoche y Joubert: los dos últimos destinados a ocupar el lugar de Bonaparte, el cual naciendo para la gloria sobrepujó repentinamente al general Hoche e ilustró con su envidia a aquel guerrero pacificador que murió inmediatamente después de sus triunfos de Altenkirken, de Neuwied y de Kleiunister.

En tiempo del imperio desaparecimos: ya no se trató de nosotros: todo pertenecía a Bonaparte. He mandado, he vencido, he hablado; mis águilas, mi corona, mi sangre, mi familia, mis súbditos.

¿Qué sucedió, sin embargo, en estas dos posiciones simultáneamente tan semejantes y tan opuestas? No abandonamos a la república en sus reveses: nos sacrificaba, pero nos honraba: no teníamos la ignominia de ser propiedad de un hombre: merced a nuestros esfuerzos no fue invadida: los rusos, derrotados al otro lado de los montes, fueron a espirar en Zúrich.

En cuanto a Bonaparte, a pesar de sus enormes adquisiciones, sucumbió, no porque fuese vencido, sino porque la Francia ya no le quería. ¡Grande y dolorosa lección!... que nos recuerde siempre que no puedo menos de perecer miserablemente cuanto ofende a la dignidad del hombre.

Los hombres independientes de todos los matices y opiniones usaban un mismo lenguaje en

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la época de la publicación de mi folleto. La Fayette, Camilo Jordan, Ducis, Lemerner, Lanjuinais, Mme. de Staël, Chenier, Benjamin Constant, y Lebrun, pensaban y escribían como yo. Lanjuinais decía: «Hemos ido a buscar un señor entre hombres que los romanos no hubieran querido para esclavos.»

Chenier no hacia tampoco más favor a Bonaparte: «Un corso ha devorado la herencia o el patrimonio de los franceses Héroes que en gran número habéis perecido en los combates, mártires arrastrados con gloria al cadalso, exhalabais el postrer suspiro satisfechos con vuestra esperanza. Demasiada sangre y hartas lágrimas han inundado la Francia, y de ese llanto y de esa sangre un hombre ha sido el heredero.

Yo, largo tiempo crédulo, he celebrado sus conquistas, en el foro, en el senado, en nuestros juegos y en nuestras fiestas

Mas cuando volviendo fugitivo a sus hogares trocó sus laureles por el imperio, no he acariciado su brillante infamia: mi voz siempre ha sido enemiga de los opresores; y mientras que veía una turba de aduladores, prodigarle los versos más lisonjeros, el tirano notó mi ausencia de su corte, porque yo siempre ensalzo la gloria pero no el poder.»

Mme. Staël formaba un juicio no menos riguroso de Napoleón.

«¿No seria una grande lección para la especie humana, si esos directores (los cinco miembros del Directorio) hombres poco guerreros, se levantasen de sus sepulcros, y pidiesen cuenta a Napoleón de la barrera del Rin y de los Alpes, conquistada por la república; cuenta de los extranjeros que dos veces han llegado hasta París; cuenta de los tres millones de franceses que han perecido desde Cádiz hasta Moscú; y sobre todo, cuenta de la simpatía que las naciones tenían a la causa de la libertad en Francia, y que ahora se ha convertido en odio profundo e inveterado?...»

(Consideraciones sobre la revolución francesa).

Escuchemos a Benjamin Constant:

«El que por espacio de doce años se proclamaba destinado a conquistar el mundo, se ha retractado púbicamente de sus pretensiones... Aun antes de que su territorio fuese invadido, se apoderó de él una turbación que no podía disimular. Apenas tocaron a sus límites, se desentendió de sus conquistas. Exigió la abdicación de uno de sus hermanos, sancionó la expulsión de otro, y sin que se le exigiese declaró que renunciaba a todo.

«Mientras que los reyes, aunque vencidos, no abjuraban su dignidad, ¿por qué cede al primer contratiempo el vencedor de la tierra? Los gritos de su familia, nos dice, desgarran su corazón. ¿Acaso no eran de su familia los que perecían en Rusia en la triple agonla de las heridas, el hambre y el frío? Pero en tanto que espiraban abandonados por su jefe, este se creía en seguridad: ahora el peligro de que participa le comunica una sensibilidad súbita.

«El miedo es muy mal consejero, especialmente donde no hay conciencia: no hay en la adversidad como en la dicha, medida más que en lo moral. En donde la moral no gobierna, la felicidad se pierde por la demencia, y la adversidad por el envilecimiento.

«¿Qué efecto debe producir en una nación magnánima y generosa esa repentina pusilanimidad, sin ejemplo aun en medio de nuestras convulsiones políticas? El orgullo nacional (y esto era verdaderamente un mal) encontraba cierta compensación en no ser oprimido más que por un jefe invencible. Y en el día, ¿qué es lo que resta? Nada: desaparecieron el prestigio y los triunfos, y solo ha quedado un imperio mutilado, la execración del mundo, y un trono cuyo esplendor se halla empañado, cuyos trofeos han sido derribados, y que solo le rodean las sombras errantes del duque de Enghien, de Pichegrú, y de otros muchos que fueron degollados

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para fundarle.» 4.

¿He ido yo tan lejos en mi escrito De Bonaparte y de los Barbones? Las proclamas de las autoridades, ¿no han confirmado estas diversas opiniones? Si las autoridades que se expresan de este modo han sido cobardes, y se han degradado por su primera adulación, esto no perjudicará más que a los redactores de semejantes escritos; pero de modo alguno enervará la fuerza de sus argumentos.

Pudiera muy bien multiplicar las citas; pero no recordaré más que la opinión de dos hombres: Beranger, entusiasta y constante admirador de Bonaparte, no cree deber excusarle, como lo atestiguan estas palabras: «Mi admiración y esa especie de idolatría por el emperador, jamás me han ofuscado hasta tal punto que un viese el despotismo siempre creciente del imperio.»

Pablo Luis Courrier, hablando del advenimiento de Napoleón al trono, dice: «¿Qué significa que un nombre como Bonaparte, soldado, jefe del ejército, y el primer capitán del mundo, trate de que se le dé el dictado de majestad? Ser Bonaparte y querer convertirse en Señor. Aspira a descender; pero no cree elevarse igualándose a los reyes: apetece más un titulo que un nombre. ¡Pobre hombre..! sus ideas son inferiores a su fortuna. Cesar lo entendía mucho mejor y era otro hombre: no lomó títulos usados, sino que hizo a su asombre un titulo superior al de los reyes.» Los hombres de talento que viven en la actualidad, han adoptado la misma marcha independiente: Mr. de Lamartine en la tribuna, y Mr. de Latouche en su retiro. Mr. Víctor Hugo, en dos o tres de sus mejores odas, ha prolongado estos nobles acentos:

«En las tinieblas de las maldades, y en el esplendor de las victorias, ese hombre desconocía a Dios, que le había enviado, etc.»

Por último, en lo exterior era también muy severo c\ inicio europeo. Entre los ingleses no citaré más opinión que la de los hombres de la oposición, los cuales aplaudían y justificaban todos los actos de nuestra revolución: léase a Mackintosh en su defensa de Pelletier: Sheridan, hablando de la paz de Amiens, decía al parlamento: «El que sale de Francia y llega a Inglaterra, cree que se ha escapado de un encierro para respirare! aire y la vida de la independencia »

Lord Byron, en su oda a Napoleón, le trata de la manera más indigna:

T. is done but yesterday a king¡

Aud arni d’with kings to strive

And now thou a namless thing

So abject yet alive.

«Esto es hecho. ¡Ayer todavía un rey! y armado para combatir a los reyes! Y hoy eres una cosa sin nombre tan abyecta..! y sin embargo, vives..!»

Toda la oda es por este mismo estilo: cada estrofa es más fuerte que la que la precede, lo cual no le ha impedido a lord Byron celebrar el sepulcro de Santa Elena. Los poetas son como los pájaros; cantan con el ruido.

Cuando los mejores y más diversos talentos se encuentran de acuerdo en un juicio, ninguna admiración facticia o sincera, ninguna coordinación de los hechos, ni ningún sistema ideado después de los sucesos, pueden invalidar su sentencia. ¡Qué..! ¿se podría, como lo hizo Napoleón, substituir su voluntad a las leyes, perseguir a los nombres independientes, complacerse en deshonrar su carácter, perturbar la existencia de los demás, violentar las costumbres privadas y las libertades públicas, y declarar calumniosas y blasfemadoras a las oposiciones generosas que elevasen su voz contra esas enormidades..? ¿Quien querría defender la causa del débil contra el fuerte, si el valor, expuesto a la venganza de las vilezas de lo presente, debiese además esperar la censura del porvenir?

Aquella ilustre minoría, formada en su mayor parte de los hijos de las musas, llegó a ser gradualmente la mayoría nacional: a fines del imperio, todo el mundo aborrecía el despotismo imperial. Un cargo muy grave permanecerá siempre unido a la memoria de Bonaparte; hizo tan

4 Del Espíritu de Conquista. Edición de Alemania.

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pesado su yugo, que el sentimiento hostil contra el extranjero fue debilitándose, y una invasión, cuyo recuerdo todavía deploramos, tomó, en el acto de verificarse, el carácter de un acontecimiento salvador: esta es también la opinión republicana emitida por mi infortunado y bravo amigo Carrel: «El regreso de los Borbones, dijo Carnot, produjo en Francia un entusiasmo universal: fueron recibidos con una inexplicable efusión de corazón, y los antiguos republicanos participaron sinceramente del común regocijo. Napoleón los había oprimido tanto, y todas.las clases de la sociedad habían sufrido hasta tal punto, que no había nadie que no estuviese realmente contentísimo.»

Para la sanción de estas opiniones no falta más que una autoridad que las confirme: Bonaparte se encargó de patentizar la verdad. Al despedirse de sus soldados en Fontainebleau confesó en voz alta que la Francia le rechazaba. «La Francia, dijo, ha querido otros destinos.» Confesión inesperada y memorable, cuyo p: o no puede disminuirse ni aminorarse su valor.

Dios, en su paciente eternidad, hace resplandecer pronto o tarde la justicia: en los momentos de aparente sueño del cielo, siempre será bueno que la desaprobación de un hombre honrado aparezca y sirva como de freno al poder absoluto. La Francia no repudiará a las almas nobles que reclamaron contra su servidumbre, cuando todos se prosternaban, cuando tantas ventajas y mercedes producía la lisonja, y tantas persecuciones acarreaba la sinceridad. Honor, pues, a los La Fayette, Staël, Benjamín Constant, Camilo Jordán, Ducis, Lemercier, Lanjuinais y Chenier, que erguidos en medio de la rastrera multitud de los pueblos y los reyes, se han atrevido a despreciar la victoria, y a protestar contra la tiranía...

El Senado expide el decreto de destitución

El 2 de abril, los senadores a quienes no se debo masque un articulo de la Carta de 1814, el innoble articulo que les conservó sus pensiones, decretaron la destitución de Bonaparte. Si este decreto libertador para la Francia, e infame para los que le expidieron, hace una afrenta a la especie humana, enseña al mismo tiempo a la posteridad el valor de las grandezas y de la fortuna, cuando no se apoyan en las bases de la moral, de la justicia y de la libertad.

Decreto del Senado conservador.

«El Senado conservador, considerando que en una monarquía constitucional, el monarca no existe sino en virtud de la constitución y del pacto social:

«Que Napoleón Bonaparte durante algún tiempo de un gobierno firme y prudente, había dado a la nación motivos de contar para el porvenir con actos de sabiduría y de justicia, pero que después ha desgarrado el pacto que de unía al pueblo francés, especialmente levantando impuestos, estableciendo contribuciones que no podían exigirse sino en virtud de una ley, contra el tener expreso del juramento que prestó al tiempo de su advenimiento al trono, con arreglo al articulo 53 de las constituciones de 28 floreal año XII:

«Que ha cometido ese atentado contra los derechos, del pueblo, cuando acababa de prorrogar sin ninguna necesidad las sesiones del Cuerpo legislativo, y de suprimir como criminal un dictamen de aquel cuerpo a quien disputaba su titulo y su derecho de presentarle a la representación nacional:

«Que ha emprendido una larga serie de guerras, violando el articulo 50 del acta de las constituciones del año VIII, que exige que la declaración de guerra sea propuesta, discutida. decretada y promulgada como una ley:

«Que, inconstitucionalmente ha expedido decretos imponiendo la pena de muerte, especialmente los dos de 5 de marzo último que tienden a hacer que se considere como nacional una guerra que solo tenía por objeto el interés de su desmedida ambición:

«Que ha infringido las leyes constitucionales con sus decretos sobre las

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prisiones de estado:

«Que ha reducido a la nada la responsabilidad de los ministros, confundido to;!os los poderes, y destruido la independencia de los tribunales:

«Considerando que la libertad de la prensa, establecida y consagrada como uno de los derechos de la nación, ha estado constantemente sometida a la arbitraria censura de su policía, y que al mismo tiempo se ha servido siempre de la imprenta para difundir por la Francia y por la Europa hechos fingidos, máximas falsas, doctrinas favorables al despotismo, y ultrajes contra los gobiernos extranjeros:

«Que algunas actas e informes que se han leído al Senado han sufrido alteraciones en su publicación:

«Considerando que en lugar de reinar promoviendo los intereses, la felicidad y la gloria del pueblo francés, con arreglo a los términos de su juramento, napoleón ha llenado la medida de las calamidades de la patria, negándose a tratar con condiciones que el interés de la nación obligaba a aceptar y que no comprometían el honor francés: por el abuso que ha hecho de todos los medios que se le han confiado tanto de hombres como de dinero: por haber abandonado a los heridos sin curación, auxilios ni subsistencias: por diferentes medidas cuyas consecuencias eran la ruina de las ciudades, la despoblación de los campos, el hambre y las enfermedades contagiosas:

Considerando que por todas estas causas el gobierno imperial establecido por el senado-consulto del 28 floreal año XII o 18 de mayo de 1804, ha cesado de existir, y que el voto manifiesto de todos los franceses exige un orden de cosas, cuyo primer resaltado sea el restablecimiento de la paz general y la época de una reconciliación solemne entre todos los estados de la gran familia europea, el Senado declara y decreta lo que sigue: Napoleón queda destituido del trono, y abolido el derecho de sucesión en su familia: el pueblo y el ejército francés quedan absueltos del juramento que tienen prestado.»

El senado romano fue menos duro cuando declaró a Nerón enemigo público: la historia no es más que la repetición de los mismos hechos aplicados a hombres y tiempos diversos.

Supongamos al emperador leyendo aquel documento oficial en Fontainebleau. ¿Qué opinión debía formar de lo que había hecho y de los hombres cómplices de la opresión de nuestras libertades? Cuando publiqué mi folleto De Bonaparte y de los Borbones, ¿podía esperar verle amplificado, y convertido en decreto de destitución por el Senado? ¿Quién impidió a aquellos legisladores en los días de la prosperidad, descubrir los males de que acusaban de ser autor a Bonaparte y que la constitución había sido violada? ¿Qué celo tan repentino se había apoderado de aquellos personajes hasta entonces mudos, por la libertad de imprenta! Los que habían colmado de adulaciones a Napoleón al regreso de cada una de sus campañas, ¿cómo aseguraban entonces que solo las había emprendido por el interés de su desmedida ambición? ¿Los que le habían concedido tantos conscriptos para que los sacrificase, como se enternecían repentinamente por los soldados heridos, abandonados sin auxilios, curación ni subsistencias? Hay tiempos e”que debe hacerse uso del desprecio con suma economía, porque es muy grande el número de los que son acreedores a él: los compadezco porque le necesitarán todavía durante los cien días y aun después.

Cuando pregunto que pensaría Napoleón en Fontainebleau de los actos del Senado, ya estaba dada la respuesta: una orden del día 4 de abril de 1814 que no se ha publicado oficialmente pero que insertaron diferentes periódicos de fuera de la capital, daba gracias al ejército por su fidelidad y añadía:

«El Senado se ha permitido disponer del gobierno francés: ha olvidado que debe al emperador el poder de que ahora abusa: que él es el que ha salvado a una parte de sus miembros de las borrascas de la revolución, y sacado a la otra de la oscuridad y protegido la contra el odio de la nación. El Senado se funda en los artículos de la constitución para derribarla:

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no s”avergüenza de dirigir cargos al emperador, sin observar que como primer cuerpo del estado, ha tenido una parte muy principal en todos los acontecimientos. El Senado no se sonroja de hablar de los libelos publicados contra los gobiernos extranjeros; se olvida de que fueron redactados en su seno. En el largo tiempo que la fortuna se ha mostrado propicia con su soberano, esos hombres se han mantenido fieles, y ninguna queja han proferido sobre los abusos del poder. Si el emperador hubiese despreciado a los hombres como se supone, el mundo conocería ahora que había tenido mucha razón para menospreciarlos.»

Este es un homenaje rendido por el mismo Bonaparte a la libertad de imprenta: debía estar persuadido de que tenía algo bueno, pues que le ofrecía el último resguardo y asilo.

Y yo que me hallo luchando con el tiempo, yo que procuro hacer que me cuente lo que ha visto, yo que escribo esto tan lejos de los pasados acontecimientos en el reinado de Felipe, heredero no muy legitimo de tan grande herencia, ¿qué soy en manos de ese tiempo de ese gran devorador de los siglos que yo creía detenidos, de ese tiempo que me hace dar saltos con él en el espacio?...

La casa de la calle de San Florentino.— Mr. de Talleyrand.

Alejandro fue a casa de Mr. de Talleyrand. Yo no asistí a los conciliábulos: pueden leerse en las narraciones del abate de Pradt y en las de los escritorzuelos que manejaban con sus sucias y pequeñas manos la suerte de uno de los hombres más grandes de la historia, y el destino del mundo. Yo no contaba para nada con la política fuera de las masas; no había intrigante por subalterno que fuese que no tuviese en las antesalas muchos más derechos y favor que yo: hombre futuro de la restauración posible, aguardaba debajo de los balcones en la calle.

Por las maquinaciones de la casa de la calle de San Florentino, el Senado conservador nombró un gobierno provisional, compuesto del general Bournonville, el senador Jaucourt, el duque de Dalberg, el abate de Montesquieu, y de Dupont de Nemours: el príncipe de Benevento tomó posesión de la presidencia. y el abuso de la victoria. No ha sabido reinar conforme al interés nacional, ni aun al de su despotismo. Ha destruido cuanto quería edificar, y vuelto a crear lo que quería destruir. No creía más que en la fuerza,

Al pronunciar este nombre por la primera vez, debería hablar del personaje que tuvo una parte tan notable en los negocios de aquella época; pero reservo su retrato para el fin de mis. memorias.

La intriga que retuvo a Mr. de Talleyrand en París cuando la entrada de los aliados ha sido la causa de sus ventajas al principiar la restauración. El emperador de Rusia le conocía por haberle visto en Tilsit. En ausencia de las autoridades francesas Alejandro bajó al palacio del Infantado, que su dueño se apresuró a ofrecerle.

Desde entonces Mr. de Talleyrand pasó por el árbitro del mundo: sus salones eran el centro de las negociaciones. Componiendo el gobierno provisional a su manera, colocó en él a sus adeptos: el abate de Montesquieu figuró en él como un recuerdo de Ia legitimidad.

Al genio poco fecundo del obispo de Autun fueron confiadas las primeras obras de la restauración: la hizo estéril, y la comunicó el germen de la postración y de la muerte.

Actos del gobierno provisional.— Constitución propuesta por el Senado.

Los primeros actos del gobierno provisional colocado bajo la dictadura de su presidente, fueron proclamas dirigidas a los soldados y al pueblo.

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«Soldados, decía a los primeros, la Francia acaba de romper el yugo bajo el cual ha gemido con vosotros tanto años hace. Bien veis cuanto habéis sufrido con la tiranía. Soldados, ya es tiempo de poner término a los males de la patria: vosotros sois sus hijos más nobles: no podéis pertenecer al que la ha saqueado, que ha querido hacer odioso vuestro nombre a todas las naciones, y que tal vez hubiera comprometido vuestra gloria, sí un hombre que ni aun siquiera es francés, pudiese debilitar jamás el honor de nuestras armas, y la generosidad de nuestros soldados.»

De este modo, el que consiguió tantas victorias, no era ni aun francés a los ojos de los que habían sido sus más viles esclavos!.. Cuando en tiempo de la liga, Du Bourg entregó la Bastilla a Enrique IV, se negó a dejar la banda negra y a tomar el dinero que se le daba por la entrega de la plaza. Habiéndole exigido que reconociese al rey, respondió: «que era sin duda un príncipe muy bueno, pero que había prometido ser fiel a Mr. de Mayenne. Que Brissac era un traidor, y que le combatiría entre cuatro lanzas, a presencia del rey, y le arrancaría el corazón.» ¡Qué diferencia de tiempos y de hombres!

El 4 de abril el gobierno provisional dirigió una nueva proclama al pueblo francés, en la cual decía: «Al salir de vuestras discordias civiles, elegisteis por jefe a un hombre que se presentaba en la escena del mundo con todos los caracteres de la grandeza. Sobre las ruinas de la anarquía no ha fundado más que el despotismo: debía al menos por reconocimiento, haber sido francés con vosotros: jamás lo ha sido. Continuamente ha emprendido, sin objeto y sin motivo, guerras injustas, como un aventurero que quiere hacerse famoso. Tal vez puede que sueñe todavía con sus gigantescos proyectos, aunque reveses inauditos hayan castigado de un modo sorprendente el orgullo y el abuso de la victoria. No ha sabido reinar conforme al interés nacional, ni aun al de su despotismo. Ha destruido cuanto quería edificar, y vuelto a crear lo que quería destruir. No creía más que en la fuerza, y esta le abruma ahora: recompensa justa de una ambición insensata.»

Verdades incontestables, maldiciones bien merecidas; pero ¿quiénes eran los que las proferían? ¿Qué. llegaba a ser mi pobre folleto comparado con aquellas virulentas proclamas? ¿No desaparecía enteramente? El mismo día 4 de abril, el gobierno provisional proscribió los signos y los emblemas del gobierno imperial: si hubiese existido el Arco de Triunfo, le hubieran derribado. Mailhes, que fue el primero que votó la muerte de Luis XVI, y Cambaceres que fue el primero que saludó a Napoleón con el nombre de emperador, se apresuraron a reconocerlos actos del gobierno provisional.

El 6 el Senado extendió el proyecto de una constitución: sus bases eran poco mas o menos las de la futura Carta: conservábase en ella el senado como cámara alta: la dignidad de senador se declaraba inamovible y hereditaria, y la dotación senatorial estaba unida al titulo de mayorazgo: la constitución hacia aquellos títulos y mayorazgos trasmisibles a los descendientes del poseedor.

La sórdida avaricia de aquellos senadores, que, en medio de la invasión de su patria, no perdían de vista, ni un solo momento, sus intereses, llama extraordinariamente la atención aun en la inmensidad de los acontecimientos públicos.

¿No hubiera sido más cómodo a los Borbones adoptar a su llegada el gobierno establecido, un cuerpo legislativo mudo. un senado secreto y esclavo, y una prensa encadenada? Si se reflexiona parece imposible: las libertades naturales recobrando su elasticidad al faltar el brazo que las doblegaba, hubieran vuelto a tomar su posición vertical con la debilidad de la compresión. Si los príncipes legítimos hubiesen licenciado el ejército de Napoleón, como debieron haberlo hecho (y esta era la opinión de Bonaparte en la isla de Elba), y hubiesen conservado al. mismo tiempo el gobierno imperial: hubiera sido destrozar el instrumento de la gloria, para no conservar más que el de la tiranía: la Carta era el precio de la libertad de Luis XVIII.

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Llegada del conde de Artois.— Abdicación de Bonaparte en Fontainebleau.

El 12 de abril, el conde de Artois llegó en calidad de lugar-teniente general del reino. Salieron a esperarle trescientos o cuatrocientos hombres a caballo, y entre ellos me encontraba. yo. Agradaba por su afabilidad, muy diferente de las maneras del imperio. Los franceses reconocían en él con placer sus antiguas costumbres, su finura y su antiguo lenguaje: rodeábale la multitud y se agrupaba en derredor suyo: consoladora aparición de lo pasado, doble abrigo contra el extranjero vencedor y Bonaparte todavía amenazador. ¡Ay! aquel príncipe volvía a poner el pie en el suelo francés para ver asesinará su hijo, y para irá morir u la tierra de destierro de donde regresaba: hay hombres para quienes la vida es como si les pusiesen al cuello una pesada cadena.

Me presentaron al hermano del rey: le habían hecho leer mi folleto; de otro modo no hubiera sabido mi nombre: no se acordaba haberme visto ni en la corte de Luis XVI, ni en el campo de Thionville, y sin duda jamás oído hablar de El Genio del Cristianismo: estaba como alelado. Cuando se ha sufrido mucho y por largo tiempo, no se acuerda nadie más que de si mismo: el infortunio personal es una compañera un poco fría, pero exigente: nos asedia, no deja lugar a ningún otro sentimiento, no nos deja jamás, y nos sigue a nuestro lecho.

La víspera del día de la entrada del conde de Artois, Napoleón después de negociar inútilmente con Alejandro, por medio de Mr. de Caulaincourt, publicó su acta de abdicación.

«Habiendo proclamado las potencias aliadas que el emperador Napoleón era el único obstáculo para el restablecimiento de la paz en Europa, el emperador Napoleón fiel a su juramento, declara que renuncia para si y sus herederos s\ trono de Francia y de Italia, porque no hay sacrificio alguno persona!, incluso el de su misma vida, que no se halle dispuesto a hacer un beneficio de los franceses.»

El emperador no tardó en desmentir tan brillantes palabras con su regreso: permaneció en Fontainebleau hasta el 20 de abril.

Cuando llegó este día, Napoleón bajó la escalera de dos ramales que conduce al peristilo del desierto palacio de la monarquía de los Capetos. Algunos granaderos, resto de los soldados vencedores de la Europa, se formaron en línea, en el gran patio, como sobre su último campo de batalla: en derredor suyo se veían aquellos viejos árboles, compañeros mutilados de Francisco I y de Enrique IV. Bonaparte dirigió estas palabras a los últimos testigos de sus combates:

«Generales, oficiales, sargentos y soldados de mi antigua guardia, me despido de vosotros: durante veinte años he que lado satisfecho de vuestro comportamiento: siempre os he encontrado en el camino de la gloria. .

«Las potencias aliadas han armado a toda la Europa contra mí: una parte del ejército ha hecho traición a sus deberes, y la misma Francia ha querido otros destinos.

«Con vosotros y los valientes que me han permanecido fíeles, hubiera podido sostener ta guerra civil tres años; pero la Francia habría sido desgraciada, y esto era contrario a lo que yo me había propuesto.

«Sed fieles al nuevo rey que la Francia se ha elegido, no abandonéis a nuestra querida patria, por largo tiempo tan desdichada!.. Amadla mucho y siempre.

«No compadezcáis mi suerte: yo siempre vi viré feliz si vosotros lo sois.

«Hubiera podido morir: nada más fácil; poro siempre marcharé por el camino del honor. Tengo todavía que escribir lo que hemos hecho.

«No puedo abrazaros a todos, pero abrazaré a vuestro general... Venid general... (estrechó en sus brazos al general Petit). ¡Que me traigan el águila!., (la

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besó) (Querida águila! ¡Que estos besos resuenen en el corazón de todos los bravos! ¡Adiós, hijos míos!.. Mis votos os acompañarán siempre: conservad mi memoria.»

Dicho esto, Napoleón levantó su tienda que cubría todo el mundo.

Itinerario de Napoleón a la isla de Elba.

Bonaparte había pedido a la Alianza comisionados que le protegiesen hasta la isla que los soberanos le concedían en propiedad y con el derecho de trasmisión a sus descendientes. La Rusia nombró el conde Schouwaloff, el Austria al general Kohler, la Inglaterra al coronel Campbell, y la Prusia al conde Waldbourg Truchsess: este escribió el Itinerario de Napoleón desde Fontainebleau a la isla de Elba. Este librito y el del abate de Pradt sobre la embajada de Polonia, son los que causaron mayor sentimiento a Napoleón. Pesábale entonces sin duda que hubiese concluido el tiempo de su liberal censura, cuando hacia fusilar al infeliz librero alemán Palm, por haber expendido y distribuido en Núremberg el escrito de Mr. de Gentz: La Alemania en su profundo abatimiento. Núremberg, en la época de la publicación de aquel escrito, era todavía una ciudad libre y por consiguiente no pertenecía a la Francia: ¿Palm no debería haber adivinado aquella conquista?

El conde de Waldbourg refiere primero muchas conversaciones que precedieron a la partida de Fontainebleau. Cuenta que Bonaparte prodigaba los mayores elogios a lord Wellington, y se informaba de su carácter y de sus costumbres. Se excusaba de no haber hecho la paz en Praga, en Dresde y en Fráncfort: convenía en que había obrado mal, pero que entonces tenía otras mitas: »Yo no he sitio usurpador, añadía, porque no he aceptado la corona, sino después de convencerme de que era el voto unánime de la nación, siendo así que Luis XVIII la ha usurpado, porque no ha sido llamado al trono más que por un senado vil, del que más de diez miembros votaron la muerte de Luis XVI.»

El conde de Waldbourg prosigue así su narración:

«El emperador emprendió la marcha con sus cuatro carruajes, el 24 hacia el mediodía, después de haber tenido con el general Kohler una larga conferencia, cuyo resumen es el siguiente: Pues bien, ya habéis oído ayer mi discurso a la antigua guardia: os ha agradado y habéis visto el efecto que produjo. He ahí como se debe hablar y obrar con ellos, y si Luis XVIII no sigue este ejemplo, jamás conseguirá nada del soldado francés

«Los gritos de viva el emperador cesaron en cuanto las tropas francesas se separaron de nosotros. En Moulins vimos las primeras escarapelas blancas, y los habitantes nos recibieron con las aclamaciones de ¡vivan los aliados!... El coronel Campbell se adelantó desde Lyon para buscar en Tolón o en Marsella una fragata inglesa que pudiese conducir a Napoleón a su isla.

«En Lyon, por donde pasamos a las once de la noche, se reunieron algunos grupos y gritaron viva Napoleón. El 24 a medio día encontramos al mariscal Augereau cerca de Valence: el emperador y el mariscal bajaron de sus carruajes: Napoleón se quitó el sombrero y tendió los brazos a Augereau, que le abrazó pero sin saludarle. ¿Adonde vas de ese modo?... le dijo el emperador asiéndole del brazo, ¿vas a la cárcel? Augereau contestó que iba a Lyon: cerca de Un cuarto de hora caminaron reunidos por ta carretela de Valence. El emperador reconvino al mariscal por la conducta que con él había observado, y le dijo: Tu proclama es bien necia: ¿por qué profieres injurias contra mí? No había más que decir sencillamente: Habiéndose pronunciado la voluntad de la nación en favor de un nuevo soberano,

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el ejército debe conformarse a ella. ¡Viva ti rey!... ¡Viva Luis XVIII!... Augereau entonces comenzó a tutear también a Bonaparte, y le censuró a su vez su insaciable ambición, a la que todo lo había sacrificado, aun el honor de la Francia. Como este discurso disgustaba a Napoleón, se volvió bruscamente hacia el mariscal, le abrazó, se volvió a quitar el sombrero, y subió a su carruaje.

«Augereau, con las manos a la espalda no se descubrió la cabeza, y solo cuando el emperador volvió a entrar en su coche le hizo un gesto despreciador y le saludó con la mano.

«El 25 llegamos a Orange, y fuimos recibidos con los gritos de Viva el rey. Viva Luis XVIII.

«El mismo día por la mañana, poco antes de llegar a Aviñón y en el sitio en donde debíamos mudar caballos, el emperador se encontró con una multitud de pueblo que le estaba esperando, y que nos recibió con los gritos de ¡Viva el rey!.. ¡Vivan los aliados!... Abajo el tirano, el malvado, el bribón... Aquella muchedumbre prorrumpió además en mil imprecaciones contra él.

«Hicimos cuanto pudimos para evitar aquel escándalo, y separar a la multitud que rodeaba su coche; más no pudimos conseguir que aquellos obcecadas dejasen de insultar al hombre, que según ellos decían, los había hecho tan desgraciados, y no tenía más deseo que el de aumentar su miseria.

«Por todos los lugares que atravesábamos fue recibido del mismo modo: en Orgon, aldea en donde mudamos caballos, llegó a su colmo el furor popular: al frente de la posada en que debía descansar, habían levantado una especie de horca con un monigote, vestido con uniforme francés, manchado de sangre, y sobre el pecho un cartel que decía: Esta será pronto o tarde la suerte del tirano.

«El pueblo se agarraba al coche de Napoleón, y procuraba verle para dirigirle las mayores injurias. El emperador se ocultaba cuanto le era posible detrás del general Bertrand, estaba pálido y no hablaba una palabra. A fuerza de perorar a los amotinados pudimos sacarle de aquel peligro.

«El conde Schouwaloff que iba al lado del coche de Bonaparte arengó al populacho en estos términos: «¿No os avergonzáis de insultar de ese modo aun desgraciado sin defensa? Bastante humillado está con la situación en que se encuentra: creía imponer leyes al universo, y ahora se ve a merced de vuestra generosidad?... Abandonadle a si mismo: el desprecio es la única arma que debéis esgrimir contra ese hombre que ha cesado de ser peligroso. Seria indigno de la nación francesa tomar otra clase de venganza...» El pueblo aplaudía aquel discurso, y Bonaparte, viendo el electo que producía, hacia señas de aprobación a Schouwaloff, y después le dio gracias por el servicio que le había prestado.

«A un cuarto de legua antes de llegar a Orgon, creyó indispensable la precaución de disfrazarse: púsose un rendigote azul, un sombrero redondo con escarapela blanca, y montó en un caballo de posta para galopar delante de su coche como si fuese un correo. Como no podíamos seguirle, llegamos a Saint-Canat, mucho después que él. Ignorábamos el medio de que se había valido para sustraerse del furor del pueblo, y le creíamos en el más inminente riesgo, porque velamos su coche rodeado por gente enfurecida que abría las portezuelas; pero afortunadamente estaban muy bien cerradas, lo cual salvó al general Bertrand. Lo que más nos asombro, fue la tenacidad de las mujeres: nos suplicaban se le entregásemos y nos decían: lo tiene bien merecido; no os pedimos más que una cosa muy justa.

«A media legua de Saint-Canat alcanzamos el coche del emperador, que poco después entró en una mala posada situada en el camino real, titulada La Calade. Seguímosle a ella, y allí supimos el disfraz de que se había valido para llegar hasta aquel punto: no le acompañaba más que un correo: su servidumbre, desde el general hasta el cocinero, llevaban escarapelas blancas de que sin dudase habían

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provisto de antemano. Su ayuda de cámara se nos presentó y nos rogó que hiciésemos pasar al emperador por el coronel Campbell, porque al llegar se había anunciado como tal a la posadera. Prometimos conformarnos con su deseo, y yo fui el primero que entré en un mezquino cuarto, en donde me quedé asombrado al ver al que poco antes era soberano del mundo, entregado a profundas reflexiones, y con la cabeza apoyada entre sus manos. Al principio no le conocí, y me aproximé a él. Levantose apresuradamente al oír mis pasos, y me dejó ver su rostro, por el cual corrían algunas lágrimas. Me hizo seña de que nada dijese, me mandó sentará su lado, y todo el tiempo que la dueña de la posada permaneció en el cuarto, solo me habló de cosas indiferentes. Pero en cuanto salió volvió a tomar su primera posición: juzgué entonces conveniente dejarle solo, pero me rogó que pasásemos de cuando en cuando a su habitación, para no dar sospechas acerca de su presencia.

«Le participamos que se sabía que el coronel Campbell había pasado por allí el día anterior con dirección a Tolón, y al punto resolvió tomar el nombre de lord Burghors.

«Nos pusimos a la mesa, más como sus cocineros no habían preparado la comida, no se resolvía a tomar alimento alguno, temeroso de ser envenenado. Sin embargo, viéndonos comer con buen apetito, se avergonzó de dar a conocer los temores que le agitaban, y tomó cuanto se le ofreció: aparentaba que gustaba todos los manjares, pero los devolvía sin tocarlos: algunas veces arrojaba debajo de la mesa lo que se le daba para hacernos creer que lo había comido. Únicamente tomó un poco de pan y un frasco de vino que mandó sacar de su coche, y que partió con nosotros.

«Habló mucho, y su amabilidad llamaba la atención. Cuando quedamos solos por haberse marchado la huéspeda que nos servía, nos confesó que creía en peligro su vida: estaba persuadido de que el gobierno francés había lomado medidas para hacerle asesinar en aquel sitio.

«Cruzaban por su mente mil proyectos para combinar el modo de salvarse, pensaba también en los medios de engañar al pueblo de Aix porque se le había avisado que le esperaba gran muchedumbre en la casa de postas. Nos manifestó, pues, que lo más conveniente era torcer hacia Lyon, y desde aquel punto tomar otro camino para embarcarse en Italia. De ningún modo podíamos accederá semejante proyecto, y procuramos persuadirle que fuese directamente a Tolón o se encaminase por Digne a Frejus. Tratamos de Convencerle que era imposible que el gobierno francés pudiese abrigar intenciones tan pérfidas con respecto a él, sin que se nos hubiese instruido de ellas, y que el pueblo, a pesar de los excesos a que se entregaba, no se haría culpable de un crimen de aquella naturaleza.

«Para persuadirnos y probarnos hasta qué punto. eran fundados sus temores, nos refirió lo que había pasado entre él y la posadera que no le había conocido:—¿Habéis encontrado a Bonaparte? le dijo.—No; contestó.—Estoy impaciente por saber si podrá salvarse; creo que el pueblo leva a matar, y es preciso: convenir en que el bribón lo tiene bien merecido. ¿Decidme, pues, van a embarcarle para su isla?—Si. —¿Le ahogarán, no es verdad?—¡Así lo espero, respondió Napoleón. Va veis, pues, añadió a qué peligro me hallo expuesto.

«Entonces volvió a molestarnos con sus inquietudes e irresoluciones. Hasta nos rogó que examinásemos si había alguna puerta oculta por la cual pudiese, escaparse, o si las ventanas, cuyos postigos había mandado cerrar en cuanto llegó, no estaba demasiado elevada para poder saltar y evadirse.

«La ventana tenía reja, y aquella noticia le desconcertó en gran manera. El más leve ruido le hacia estremecer y mudar de color. Después de comer le dejamos entregado a sus reflexiones: y como de cuando en cuando entrábamos en su habitación, según el deseo que nos había manifestado, siempre le encontramos llorando…

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El ayudante de campo del general Schouwaloff fue a decirle que el pueblo, que estaba amotinado en la calle, se había retirado casi completamente. El emperador resolvió partir a media noche.

«Por una previsión exagerada, adoptó nuevos medios para no ser conocido.

«Con sus reiteradas instancias, obligó al ayudante de campo del general Schouwaloff a ponerse el redingote azul, y el sombrero redondo con que había llegado a la posada.

«Bonaparte, que entonces quiso pasar por un coronel austriaco, se puso el uniforme del general Kohler, se condecoró con la orden de Santa Teresa que llevaba el general, se puso una gorra de camino, y la capa del general Schouwaloff.

«Después que los comisionados. de las potencias aliadas le hubieron equipado de aquel modo, avanzaron los carruajes, pero antes de bajar para ponernos en marcha, repetimos en nuestro cuarto el orden en que debíamos emprenderla. El general Drouot precedía a la comitiva, en seguida iba el titulado emperador, el ayudante de campo del general Schouwarloff, en seguida el general Kohler, el emperador, el general Schouwaloff y yo, que tenía el honor de formar parte de la retaguardia, a la cual se agregó la servidumbre del emperador.

«De este modo atravesamos por entre la multitud embobada, que se afanaba por descubrir entre nosotros, al que llamaba su tirano.

«El ayudante de campo de Schouwaloff (el mayor Olewieff) ocupó el sitio de Napoleón en su coche, y Bonaparte se colocó con el general Kohler «n su birlocho

«Con todo, el emperador no.se tranquilizaba: permanecía siempre en el birlocho al lado del general austriaco, y mandó al cochero que fumase, para que aquella familiaridad disimulase más su presencia. Rogó al general Kohler que cantase, y como este le contestase que no sabia, Bonaparte le dijo que silbase. Así continuó su camino, oculto en uno de los rincones del birlocho, aparentando dormir arrullado por U agradable música del general, e incensado por el humo del cochero.

«En San Maximino se desayunó con nosotros. Como oyese decir que el subprefecto de Aix estaba allí, le hizo llamar y le apostrofó en estos términos: Debéis sonrojaros de verme con uniforme austríaco; he tenido que tomarle pata ponerme a cubierto de los insultos de los provenzales. Llegaba en medio de vosotros con entera confianza, cuando hubiera podido traer conmigo seis mil hombres de mi guardia. No encuentro aquí más que una porción de rabiosos que amenazan mi vida. Los provenzales son de mala ralea: han cometido toda clase de horrores y crímenes durante la revolución, y se hallan dispuestos a repetirlos; pero cuando se trata de batirse son unas cobardes. Jamás, me ha suministrado la Provenza un regimiento de que pudiera estar contento. Pero quizá mañana se mostrarán tan encarnizados contra Luis XVIII, como ahora lo están conmigo, etc.

«En seguida dirigiéndose a nosotros nos dijo que Luis XVIII no haría nunca nada de la nación francesa si la trataba con mucha consideración; y añadió: Es necesario que imponga contribuciones considerar bien, y esta medida le acarreará el odio de sus súbditos.

«Nos contó que hacia muchos años había sido enviado a aquel país con algunos miles de hombres para librar a dos realistas que debían ser ahorcados por llevar la escarapela blanca. Los salvé con mucho trabajo de las manos de estos rabiosos, y ahora, continuó, estos hombres, volverían a cometer los mismos excesos contra cualquiera que se negase a usar la escarapela blanca... [Tal es la inconstancia del pueblo francés]...

«Supimos que había en Luc dos escuadrones d”húsares austriacos, y a petición de Napoleón, enviamos orden a su comandante para que aguardase nuestra llegada y escoltase al emperador hasta Frejus...»

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Aquí concluye la narración del conde de Waldbourg, relación qua produce una sensación muy dolorosa. Qué .. ¿los comisionados no podían proteger mejor al que tenían el honor de custodiar?... ¿Quiénes eran ellos para darse tanta importancia con semejante hombre? Bonaparte dice con razón, que si hubiese querido, habría viajado acompañado por una parte de su guardia. Es evidente que se miraba con la mayor indiferencia su suerte: gozaban con su degradación, y consentían con placer en las señales de desprecio que la victima exigía para su seguridad ¡es tan dulce tener a los pies el destino del que pisaba las cabezas más erguidas, y vengarse del orgullo con el insulto!..así es que los comisionados no encuentran Tina palabra, ni una sola palabra de sensibilidad filosófica acerca de semejante mudanza de fortuna, para advertir al hombre su nulidad, y la grandeza de los juicios de Dios En las filas de los aliados habían sido muy numerosos los aduladores de Napoleón: cuando uno se ha arrodillado a presencia de la fuerza no se le admite a triunfar de la adversidad. Convengo en que la Prusia necesitaba un gran esfuerzo de virtud para olvidar sus sufrimientos, los de su rey y de su reina; pero debía hacerle. ¡Ay!.. Bonaparte no había tenido compasión de nadie, y todos los corazones se habían enfriado para con él. Donde se mostró más cruel fue en Jaffa, y más pequeño en el camino de la isla de Elba: en el primer caso le han servido de escusa lo apremiante de las necesidades militares: en el segundo la dureza de los comisionados extranjeros hace variar los sentimientos de los lectores y disminuye su abatimiento.

El gobierno provisional de Francia no me parece completamente irreprensible: rechazó las calumnias de Manbreuil; sin embargo, en el terror que todavía inspiraba Napoleón a sus antiguos criados, una catástrofe fortuita, hubiera podido presentarse a sus ojos como una calamidad.

Desearíamos dudar de la verdad de los hechos referidos por el conde de Waldbourg Truchsess; pero el general Kohler, en una prosecución del itinerario de Waldbourg, ha confirmado una parte de la narración de su colega: además, el general Schouwaloff me ha asegurado la exactitud de los hechos; sus reticencias y medias palabras decían más que la expansiva relación de Waldbourg. Por último, el Itinerario de Fabry ha sido compuesto con documentos franceses auténticos, suministrados por testigos oculares.

¿Ahora que ya he hecho justicia a los comisionados y a los aliados, es acaso el vencedor del mundo el que se ve en el Itinerario de Waldbourg? ¡El héroe reducido a disfrazarse y derramar abundantes lágrimas, llorando con traje de correo, en un miserable cuarto de una posada!... ¿Se presentó así Mario sobre las ruinas de Cartago, ni murió así Aníbal en Bithynia, y César en el Senado?.. ¿Cómo se disfrazó Pompeyo?.. cubriéndose la cabeza con su toga. El que había vestido la púrpura, se ponía a cubierto con la escarapela blanca, y gritaba ¡viva el rey!... ¡aquel rey de quien había hecho fusilar un heredero!.. ¿El dueño de los pueblos fomentando las humillaciones que le prodigaban los comisionados para ocultarle mejor, complaciéndose en que el general Kohler silbase en su presencia, y que un cochero fumase junto a su mismo rostro, obligando al ayudante de campo del general Schouwaloff a representar el papel de emperador, mientras que e vestía el uniforme de un coronel austríaco, y se cubría con la capa de un general ruso?... Era para esto necesario amar extremadamente la vida; esos inmortales no pueden resignarse a morir.

Moreau decía de Bonaparte: «Lo que le caracteriza es la mentira y el amor de la vida: le batiré y le veré pedir perdón postrado a mis pies.» Moreau pensaba de este modo porque no podía comprender la naturaleza de Bonaparte, e incurría en el mismo error que lord Byron. Por lo menos en Santa Elena, Napoleón engrandecido por las musas, aunque poco noble en sus disensiones con el gobernador inglés, no tuvo que soportar más que el peso de su inmensidad. En Francia el mal que había causado, se le apareció personificado en las viudas y huérfanos, y le hizo que temblase en presencia de algunas mujeres.

Todo esto es muy cierto; pero Bonaparte no debe ser juzgado por las reglas que se aplican a los grandes genios, porque le faltaba la magnanimidad. Hay hombres que tienen la facultad de subir, pero no la de descender. Napoleón poseía ambas facultades; como el ángel rebelde podía reducir su desmesurada talla para encerrarla en un corlo espacio; su ductilidad le suministraba los medios salvación y de renacimiento: con él no era todo finito cuando parecía haber concluido. Mudando a su voluntad de costumbres y de trago, tan consumado en el género cómico como en

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el trágico, aquel actor parecía tan natural con la túnica del esclavo, como con el manto real; en el papel de Atalo como en el de César. Esperad todavía un momento y veréis al enano desde el fondo de su degradación, levantar su cabeza de Briareo: Asmodeo saldrá esparciendo denso humo, del frasco en donde se encuentra comprimido. Napoleón apreciaba la vida por lo que te ofrecía: tenía el instinto de la perspectiva que todavía había de presentársele, y no quería que se le concluyese el lienzo antes de concluir de pintar sus cuadros.

Walter Scott, menos injusto que los comisionados acerca de los temores de Napoleón, observa con candor, que el furor del pueblo hizo mucha impresión en el ánimo de Bonaparte; que derramó lágrimas, y que manifestó más debilidad de la que convenía a su reconocido valor, pero añade: «El peligro era de una especie esencialmente horrible, y propia para intimidar aun a los más familiarizados con el terror de los campos de batalla: él soldado más intrépido, puede estremecerse con la muerte, de los de Witt.»

Napoleón se vio sujeto a aquellas angustias revolucionarias, en los mismos lugares en donde comenzó su carrera con el terror.

Al interrumpir su narración el general prusiano, se ha creído obligado a revelar un mal que el emperador no ocultaba: el conde de Waldbourg ha podido confundir lo que veía con los padecimientos de que Mr. de Segur fue testigo en la campaña de Rusia, cuando Bonaparte, obligado a bajarse del caballo, apoyaba su cabeza en los cañones. La historia no cuenta en el número de las enfermedades de los guerreros ilustres más que el puñal que atravesó el corazón de Enrique IV o la bala que se llevó a Turena.

Después de la relación de la llegada de Bonaparte a Frejus, Walter Scott, desembarazado de las grandes escenas, vuelve con júbilo a su habitual talento: concluye, como un charlatán, según dice madama de Sevigné; habla familiarmente del paso» de Napoleón a la isla de Elba, y de la seducción que ejerció con los marineros ingleses, excepto con Hinton, que no podía oír las alabanzas que se tributaban al emperador sin murmurar la palabra humbug. Cuando Napoleón partió, Hinton le deseó buena salud y mejor éxito en lo Sucesivo. Napoleón reunía en su persona todas las grandezas y miserias del hombre.

Luis XVIII en Compiegne.— Su entrada en París.— La antigua guardia.— Falta irreparable.— Declaración de Saint-Onen.— Tratado de París.— La Carta.—

Marcha de tos aliados.

Mientras Bonaparte, a quien conocía todo el universo, se escapaba de Francia rodeado de maldiciones, Luis XVIII en todas partes olvidado, salía de Londres por debajo de una bóveda de sombreros blancos y de coronas. Napoleón al desembarcar en la isla de Elba volvió a recobrar su fuerza. Luis XVIII al desembarcar en Calais, hubiera podido ver a Louvel: allí encontró al general Maison, encargado, diez y seis años después de embarcar a Carlos X en Cherburgo. Este monarca, sin duda para hacerle digno de su misión futura, dio después a Mr. Maison el bastón de mariscal de Francia, como un caballero, antes de batirse, confería la orden de caballería, al hombre plebeyo con quien se dignaba medir sus armas.

Yo temía el efecto de la aparición de Luis XVIII, y me apresuré a llegar antes que él a la residencia en donde Juana de Arco cayó en manos de los ingleses, y en donde me enseñaron un volumen al cual había tocado una de las balas de cañón lanzadas contra Bonaparte. ¿A qué pensamientos podía dar lugar la presencia del real inválido, reemplazando al caballero que podía decir como Atila, «ya no crece la yerba por donde quiera que ha pasado mi caballo!...» Sin inclinación y sin gusto, (me tocó por suerte) emprendí una tarea bastante difícil, la de describir la llegada a Compiegne, y la de hacer que apareciese el hijo de San Luis, como yo le había idealizado con auxilio de las musas. Me expresé, pues, en estos términos:

«Precedían a la carroza del rey los generales y mariscales de Francia, que

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habían salido al encuentro de S. M. Ya no se oían las voces de ¡Viva el rey! sino una gritería confusa, en que no se distinguía más que los acentos de la ternura y de la alegría. El rey vestía un traje azul, sin más distintivo que una placa y charreteras; en las piernas llevaba unos botines de terciopelo encarnado con un cordoncito de oro en sus extremidades. Cuando estaba sentado en su sillón con sus botines o polainas a la antigua, y su bastón entre las rodillas, se creería ver a Luis XIV a la edad de cincuenta años.

Los mariscales Macdonald, Ney, Moncey, Serrurier, Brune, el príncipe de Neuchatel, todos los generales y todas las personas que estaban presentes tuvieron la honra de que el rey les dirigiese las expresiones más afectuosas. Tal es en Francia la fuerza del soberano legítimo, esa magia que se halla unida al nombre del rey. Llega del destierro un hombre solo, desprovisto de todo, sin servidumbre, sin guardias y sin riquezas: nada tiene que dar, y casi nada que prometer. Baja de su carruaje apoyado en el brazo de una mujer joven, se presenta a unos capitanes que no le han visto jamás, y a granaderos que apenas saben su nombre. ¿Quién es ese hombre? ¡el rey!... y todo el mundo se postra a sus plantas.»

Lo que decía de los guerreros, para conseguir el objeto que me había propuesto, era cierto en cuanto a los jefes, pero mentía con respecto a los soldados. Me acuerdo todavía, como si lo estuviese viendo, del espectáculo que presencié cuando al entrar Luis XVlll en París el día 3 de mayo, fue a apearse en Nuestra Señora: se trató de evitar al rey el disgusto de ver tropas extranjeras, y un regimiento de la antigua guardia de infantería, cubría la carrera desde el Fuente Nuevo hasta la iglesia de Nuestra Señora, a lo largo del malecón de los Plateros. No creo que figuras humanas hayan tenido jamás un aspecto tan amenazador y tan terrible. Aquellos granaderos cubiertos de cicatrices, vencedores de la Europa, que habían visto pasar tantos millares de balas de cañón por encima de sus cabezas, y que sentían el calor del fuego y de la pólvora; aquellos mismos hombres privados de su capitán se veían obligados a saludar al antiguo rey, inválido por el tiempo, no por la guerra, vigilados por un ejército de rusos, de austriacos y prusianos, en la invadida capital de Napoleón. Unos arrugando su frente hacían bajar hasta sus ojos sus pobladas gorras de pelo, para no ver: otros se mordían los labios en señal de desprecio o de rabia, y la mayor parte dejaban ver los dientes a través de sus bigotes como los tigres. Cuando presentaban las armas era con un movimiento de furor, y et ruido de aquellas armas hacia temblar. Es preciso convenir e» que nunca han sufrido hombres algunos semejante prueba ni suplicio, Si en aquel momento se los hubiese excitado a la venganza hubiera sido necesario exterminar hasta el último de ellos, o se habrían tragado la tierra.

Al extremo de la línea había un joven húsar a caballo; tenía desenvainado su sable, y le movía con convulsiones de cólera. Estaba pálido y los ojos parecía que iban asaltársele de sus órbitas; abría y cerraba la boca alternativamente, rechinaba los dientes, y pronunciaba palabras de que no se percibía más que el primer sonido. Vio a un oficial ruso, y le dirigió una mirada que seria imposible pintar. Cuando pasó el coche del rey por delante de él, hizo botar su caballo, y seguramente tuvo la tentación de precipitarse sobre el monarca.

La restauración cometió en su principio una falla irreparable: debió licenciar el ejército, conservando a los mariscales, los generales, los gobernadores militares y oficiales sus sueldos, grados y honores; los soldados hubieran ido entrando sucesivamente en el ejército reconstituido, como lo hicieron después en la guardia real, la legitimidad no hubiera tenido en contra suya aquellos soldados del imperio organizados en brigadas, denominados como lo estaban en los dios de sus victorias, conversando sin cesar entre si del tiempo pasado, y abrigando resentimientos e ideas hostiles contra su nuevo señor.

La miserable resurrección de la Casa Roja, mezcla de militares de la antigua monarquía y de los soldados del nuevo imperio, aumentó el mal: creer que unos veteranos que se habían cubierto de gloria en mil campos de batalla, podrían mirar sin indignación a unos jóvenes, valientes sin duda, pero en su mayor parte nuevos en la carrera de las armas, llevar sin haberlos ganado los distintivos de un alto grado militar, era desconocer la naturaleza humana.

Durante la permanencia de Luis XVlll en Compiegne, fue a visitarle Alejandro. Luis XVII I le ofendió con su altanería: de aquella entrevista resultó la declaración de Saint-Ouen el 2 de mayo.

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El rey decía en ella, que estaba resuello a fijar por base de la constitución que pensaba dar a su pueblo, las garantías siguientes: el gobierno representativo dividido en dos cámaras, el impuesto libremente consentido, la libertad publica e individual, libertad de imprenta, libertad de cultos, la propiedad sagrada e inviolable, la venta de bienes nacionales irrevocable, responsabilidad ministerial, inamovilidad de los jueces e independencia del poder judicial, la admisión de los franceses a todos los destinos públicos, etc. etc.

Aunque esta declaración se ocurriese naturalmente al pensamiento de Luis XVIII, no le pertenecía sin embargo ni a él, ni a sus consejeros: el tiempo era el que iba saliendo de su letargo; había tenido plegadas sus alas y suspendido su vuelo desde 1792, y volvía a remontarse. Los excesos del terror y el despotismo de Bonaparte habían hecho retroceder las ideas; pero en cuanto desaparecieron los obstáculos que se las había opuesto, volvieron a seguir su curso. Tomáronse las cosas desde el punto en que se habían detenido, y lo pasado se consideró como si no hubiese acaecido: la especie humana conducida nuevamente al principio de la revolución, únicamente había perdido cuarenta años de vida: ¿y qué son cuarenta años en la vida general de la sociedad? Este vacio desaparece en cuanto se juntan otra vez los desunidos trozos del tiempo.

Él 30 de mayo de 1814 se concluyó el tratado de París entre los aliados y la Francia. Se convino en que en el término de dos meses todas las potencias que por una y otra parte habían sostenido la guerra, enviarían plenipotenciarios a Viena, para arreglaren un congreso general las condiciones definitivas.

El 4 de junio, Luis XVIII, celebró la sesión regia en una asamblea colectiva del Cuerpo legislativo, y de una fracción del Senado. Pronuncio un noble discurso, pero estos pormenores como antiguos, gastados y fastidiosos, solo pueden servir para el hilo de la historia.

La Carta, para la mayor parte de la nación tenía el inconveniente de ser otorgada: esta palabra inútil renovaba la delicada cuestión de la soberanía real y de la del pueblo. Luis XVIII ponía además la fecha de su beneficio en el año de su reinado, mirando a Bonaparte como si no hubiese existido, como Carlos II, saltó a pies juntos por encima de Cromwell; lo cual era un insulto a todos los soberanos que habían reconocido a Napoleón, y que en aquel momento se encontraban en París. Aquel lenguaje rancio y aquellas pretensiones de las antiguas monarquías, ninguna fuerza añadían a la legitimidad de derecho, y no eran más que unos anacronismos pueriles. Reemplazando la Carla al despotismo, y dándonos la libertad legal, era suficiente para satisfacer a los hombres de con ciencia. Sin embargo, los realistas que reportaban con ella tantas ventajas, y que saliendo de su aldea, de su mezquino hogar, o de los oscuros empleos con que habían vivido en tiempo del imperio, eran llamados a una existencia pública y elevada, recibieron el beneficio refunfuñando: los liberales que se habían acostumbrado con júbilo a la tiranía de Bonaparte, veían en la Carta un verdadero código de esclavos. Habíamos llegado a los tiempos de Babel; pero no se trabajaba ya en un monumento común de confusión: cada uno construía su torre a su propia altura, según su fuerza y su talla. Pero si la Carta pareció defectuosa, fue porque la revolución no había llegado a su término: hallábase inculcado en los ánimos el principio de la igualdad y de la democracia, y trabajaba en sentido contrario del orden monárquico.

Los príncipes aliados no lardaron en abandonar a París: Alejandro al retirarse, hizo celebrar un sacrificio religioso en la plaza de la Concordia: al efecto se elevó un altar en el mismo sitio en que se colocó el cadalso para Luis XVI. Siete sacerdotes moscovitas celebraron el oficio divino, y las tropas extranjeras desfilaron por delante del aliar. El Te Deum se cantó con una hermosa música griega. Los soldados y los soberanos se arrodillaron para recibir la bendición. Los franceses recordaban los años de 1793 y 1794, cuando los bueyes no querían pasar por el pavimento que el olor de la sangre les hacia repugnante. ¿Qué mano había conducido a la fiesta de las explicaciones a aquellos hombres de todos los paisas, a aquellos hijos de las antiguas invasiones bárbaras, y a aquellos tártaros, algunos de los cuales habitaban <;n tiendas cubiertas con pieles de carnero, al pie de la gran muralla de la China? Estos son unos espectáculos que ya no verán las débiles generaciones que seguirán a mi siglo.

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Primer año de la restauración.

En el primer año de la restauración asistí a la tercera transformación social: había visto pasar la antigua monarquía a constitucional, y convertirse esta en república: había visto a la república transformarse en despotismo militar, y veía al despotismo militar volver a formar una monarquía libre, y a las nuevas ideas y generaciones, abrazar los principios de los antiguos hombres. Los mariscales del imperio llegaron a ser mariscales de Francia: con los Uniformes de la guardia de Napoleón, se mezclaron los uniformes de los guardias de corps y de la Casa-Roja, cortados exactamente por los antiguos patrones: el anciano duque de Havre, con su peluca empolvada y su bastón negro, caminaba meneando la cabeza, como capitán de guardias de corps, al lado del mariscal Victor, cojo a la usanza de Bonaparte: el duque de Mouchy, que jamás había visto disparar un fusil, desfilaba en la misa al lado del mariscal Oudinot, acribillado de heridas: el palacio de las Tullerías tan aseado y tan militar en tiempo de Napoleón, en vez del olor de la pólvora, se llenaba del humo de los almuerzos que subía por todas partes: con los señores gentiles-hombres de cámara, y los encargados de la repostería y guarda-ropa, todo volvía a recobrar su antiguo aspecto de servidumbre. Por las calles se veían emigrados ya caducos, con los modales y vestidos de otros tiempos: hombres muy respetables sin duda, pero tan extraños entre la moderna multitud como lo eran los capitanes republicanos entre los soldados de Napoleón. Las damas de la corte imperial, introducían a las viudas del arrabal de San German, y las enseñaban todas las habitaciones y vueltas del palacio. Llegaban diputaciones de Burdeos adornadas con brazales o guantes de cuero, y capitanes de parroquia de la Vendée, con sombreros a la La Rochejaquelein. Estos diversos personajes conservaban la expresión de los sentimientos, de los pensamientos, maneras y costumbres que les eran familiares. La libertad, que formaba el fondo de aquella época, hacia que viviese reunido ¡o que al primer golpe de vista no parecía deber estarlo, pero costaba. sumo trabajo reconocer aquella libertad, porque llevaba los colores de la antigua monarquía y del despotismo imperial. Así es que todos hablaban mal el lenguaje constitucional: los realistas cometían fallas groseras: los imperialistas estaban mucho menos instruidos, y los convencionales que habían llegado a ser alternativamente condes, barones, senadores de Napoleón y pares de Luis XVIII, reincidían tan pronto en el dialecto republicano, que ya casi habían olvidado, como en el idioma del absolutismo que habían aprendido a fondo. Tenientes generales eran promovidos a la custodia de las liebres. Oíase a los ayudantes de campo del último tirano militar discutir sobre la inviolable libertad de los pueblos, y a los regicidas sostener el dogma sagrado de la legitimidad.

Estas metamorfosis serian odiosas, si no dependiesen en parte de la flexibilidad del carácter francés. El pueblo de Atenas se gobernaba a sí mismo: los oradores con sus arengas excitaban sus pasiones en la plaza pública: la multitud soberana se componía de escultores, pintores, obreros, espectadora de discursos, y oyentes de acciones o ademanes, dice Tucídides. Pero cuando ya se había dado el decreto bueno o malo. ¿quién salía a ejecutarlo de aquella masa incoherente e inexperta? Sócrates, Foción, Pendes, Alcibiades.

¿Debe atribuirse a los realistas la restauración?

¿Debe atribuirse la restauración a los realistas como se asegura en el día? De ningún modo: entonces se diría que treinta millones de hombres estaban consternados, mientras un puñado de legitimistas llevaban a cabo, contra la voluntad de todos, una restauración aborrecida, agitando sus pañuelos y poniendo en sus sombreros algunas cintas de sus mugeres. La inmensa mayoría de los franceses estaba sumamente regocijada, es cierto, pero aquella mayoría no era legitimista en la acepción rigorosa de esta palabra, que no puede aplicarse con exactitud, más que a los rígidos partidarios de la antigua monarquía. Aquella mayoría se componía de los diferentes matices de todas las opiniones, estaba gozosa por verse libre, y se encontraba poseída de una violenta animosidad contra el hombre a quien acusaba de ser el autor de todas sus desgracias: e estas circunstancias provenía la aceptación y el buen éxito de mi folleto. ¿Cuántos aristócratas reconocidos como tales proclamaban el nombre del rey? Mres. Mateo y Adriano de Montmorency, Mr. de Polignac, escapados de su encierro, Mr. Alejo de Noailles, y Mr. Sosthene de la

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Rochefoucauld. Estos siete u ocho hombres a quienes el pueblo desconocía y no seguía, ¿imponían la ley a toda una nación?

Madama de Montcalm me envió un taleguito con 1.200 francos para que los distribuyese entre los legitimistas puros, y se le devolví por no encontrar a quien repartir un solo escudo. Ataron una innoble cuerda al cuello de la estatua colocada sobre la columna de la plaza de Vendome, y había tan pocos realistas para atentar contra la gloria y tirar de la cuerda, que las autoridades, todas bonapartistas, fueron las que bajaron la estatua de su señor, con auxilio de un andamio: el coloso bajó por fuerza la cabeza, y cayó a los pies de los soberanos de Europa, que tantas veces se habían prosternado delante de él. Los hombres de la república y del imperio fueron los que saludaron con entusiasmo a la restauración. La conducta y la ingratitud de los personajes elevados por la revolución fueron abominables para con el que en el día aparenta echar de menos y admirar.

El poder había estado dividido entre los partidarios del imperio y los liberales, que habían doblado la rodilla delante de los hijos de Enrique IV. Era muy natural que los realistas se alegrasen al volver a ver a sus príncipes, y concluido el reinado del que miraban como usurpador; más vosotros, criaturas de aquel usurpador, excedisteis en exageración a los sentimientos de los realistas. Los ministros y los grandes dignatarios prestaron a porfía juramento a la legitimidad: todas las autoridades civiles y judiciales, se apresuraban a jurar odio a la nueva dinastía proscripta, y amor y fidelidad a la antigua raza, que cien y cien veces habían condenado. ¿Quién componía aquellas proclamas acusadoras e insultantes para Napoleón de que se hallaba inundada la Francia? ¿los realistas? No: los ministros, los generales, las autoridades elegidas y mantenidas por Bonaparte. ¿En dónde se confeccionaba la restauración? ¿en casa de los realistas? No: en casa de Mr. de Talleyrand. ¿Con quién? Con Mr. de Pradt, capellán del Dios Marte y saltimbanqui mitrado. ¿Con quién y en qué casa comió en cuanto llegó el lugar teniente general del reino? ¿con realistas, y en casa de realistas? No: en casa del obispo de Autunc on Mr. de Caulaincourt. ¿En dónde se daban festines a los infames príncipes extranjeros? ¿en los palacios de los realistas? No: en la Malmaison, en casa de la emperatriz Josefina..Los amigos más íntimos de Napoleón, como por ejemplo Berthier, ¿á quién manifestaban su ardiente adhesión? a la legitimidad. ¿Quién pasaba su vida en casa del autócrata Alejandro, de aquel tártaro brutal? las clases del Instituto, los sabios, los literatos, los filósofos filántropos, teofilántropos y otros: todos ellos salían de allí sumamente complacidos, colmados de elogios, y con buenas cajas de tabaco. En cuanto a nosotros pobres diablos legitimistas, ni se nos hacia el menor caso, ni éramos admitidos en ninguna parte: no se contaba con nosotros para nada. Unas veces nos mandaban que nos retirásemos a descansar, y otras nos recomendaban que no gritásemos demasiado alto viva el rey, porque otros se hallaban encargados de aquella comisión. Lejos de compeler a nadie a ser legitimista, los poderosos declaraban que a ninguno se le obligaría a mudar de papel ni de lenguaje, y que al obispo de Autun no se le apremiara a que dijese misa, como no se le había tampoco forzado en tiempo del imperio. Yo no he visto castellana alguna, ni ninguna Juana de Are, proclamar al soberano de derecho con un halcón o una lanza en la mano; pero madama de Talleyrand, que Bonaparte había unido a su marido como un cartel fijado en una esquina, recorría las calles en un carruaje cantando himnos en alabanza de la piadosa familia de los Borbones. Algunas colgaduras colocadas en los balcones de los empleados de la corte imperial, hacían creer a los buenos de los cosacos, que había tantas lises en los corazones de los bonapartistas convertidos, como trapos blancos en sus ventanas. La imitación es una especie de contagio en Francia, y no faltaría quien gritase abajo mi cabeza si se lo oyese decir a su vecino. Los imperialistas entraban en nuestras casas, y nos hacían que expusiésemos como bandera sin mancha, nuestra ropa blanca: esto sucedió conmigo, pero madama de Chateaubriand se desentendió y defendió con intrepidez sus muselinas.

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Primer ministerio.— Publico tas reflexiones políticas.— Madama la duquesa de Duras.— Soy nombrado embajador en Suecia.

El Cuerpo legislativo trasformado en Cámara de diputados, y la Cámara de los pares, compuesta deciento cincuenta y dos miembros vitalicios, entre los cuales se contaban más de sesenta senadores, formaron las dos primeras cámaras legislativas. Mr. de Talleyrand, instalado en el ministerio de Negocios extranjeros, partió para el congreso de Viena, cuya apertura estaba señalada para el día 3 de noviembre, con arreglo al articulo 32 del tratado de 30 de mayo: Mr. de Jaucourt obtuvo interinamente la cartera, en yo cargo desempeñó hasta la batalla de Waterloo. El abate de Montesquion fue nombrado ministro de lo Interior, y tuvo por secretario general a Mr. Guizot: Mr. Maloüet entró en el ministerio de Marina, falleció y le reemplazó Mr. Beugnot; el general Dupont obtuvo el departamento de la Guerra, y le sucedió Mr. Soult, que se distinguió par la erección del monumento fúnebre de Quiberon: el duque de Blacas fue ministro de la Casa real, Mr. Angles prefecto de policía, el canciller d'Ambray ministro de la Justicia. y el abate Luis, ministro de Hacienda.

El 21 de octubre, el abate de Montesquion, presento la primera ley sobre imprenta, que sujetaba a censura todo escrito que tuviese menos de veinte folios de impresión: Mr. Guizot redactó esta primera ley de libertad.

Carnot dirigió una carta al rey: confesaba que los Borbones habían sido recibidos con júbilo: más sin tener en cuenta la brevedad del tiempo, ni cuanto la Carta concedía, daba con atrevidos consejos, lecciones muy altaneras: todo esto nada vale cuando debe aceptarse el rango administro y el titulo de conde del imperio: no conviene mostrarse altivo con un príncipe débil y liberal, cuando se han dado muestras de sumisión con un príncipe violento y despótico, y cuando habiendo sido uno de los instrumentos del terror, se puso después en evidencia su insuficiencia para el cálculo de las proporciones de la guerra napoleónica. En respuesta suya, hice imprimir las reflexiones políticas, que contienen el resumen de la Monarquía según, la Curta. Mr. Lainé, presidente de la Cámara de diputados hizo al rey el elogio de aquella obra. El monarca se manifestaba siempre complacido de los servicios que yo le hacia: parecía que el ciclo me había vestido el traje de heraldo de la legitimidad: pero cuanta más aceptación tenía la obra, menos agradaba el autor a S. M. Las Reflexiones políticas divulgaron mis doctrinas constitucionales, e hicieron en la corte una impresión que mi fidelidad a los Borbones no ha podido borrar. Luis XVIII decía a los de su familia y servidumbre: «Guardaos de admitir jamás en vuestros asuntos a un poeta, porque todo lo echará a perder: esa gente no es buena para nada.»

Una fuerte y viva amistad llenaba entonces mi corazón: la duquesa de Duras tenía la imaginación y aun algo de la expresión del rostro de Mme. de Staël: puede juzgarse de su talento de autora por su Ourika. Acababa de regresar de la emigración, y había estado encerrada por espacio de muchos años en su quinta de Usé a orillas del Loira. En los hermosos jardines de Mereville, fue en donde oí hablar de ella por primera vez, después de haber pasado a su lado en Londres sin conocerla, fue a París para dedicarse a la educación de sus interesantes hijas Felicia y Clara. Relaciones de familia, de provincia, y de opiniones literarias y políticas, me abrieron las puertas de su sociedad. Su alma fogosa, la nobleza de su carácter, la elevación de su ánimo, y la generosidad de sus sentimientos, la constituían en una mujer superior. Al comenzar la restauración, me tomó bajo su protección; porque a pesar de cuanto yo había hecho por la monarquía legitima, y de los servicios que Luis XVIII confesaba haber recibido de mí, me encontraba tan desatendido, que pensaba retirarme a Suiza. Tal vez hubiera hecho ¿¡en: en aquellas soledades que Napoleón me había destinado como su embajador en las montañas, ¿no hubiera sido más feliz que en el palacio de las Tullerías? Cuando al regresar la legitimidad, entré en aquellos salones, me causaron una impresión casi tan penosa como el día en que vi en ellos a Bonaparte dispuesto a sacrificar al duque de Enghien. Mme. de Duras habló de mí a Mr. Blacas, y la contestó que era muy dueño de marchar a donde gustase. Mme. de Duras se irritó tanto, y era tan exigente en favor de sus amigos, que se desenterró una embajada vacante, la de Suecia. Luis XVlll cansado ya de oír mi nombre, se creyó muy feliz de poderme enviar como un regalo a su

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buen Hermano el rey Bernadotte. ¿No se figuraría este que me enviaban a Estocolmo para destronarle? ¡Buen Dios! príncipes de la tierra, yo no destrono a nadie: guardad vuestras coronas si podéis, y sobre todo no me las deis, porque no las quiero.

Mme. de Duras, excelente mujer que me permitía la llamase hermana, y a quien volví a ver en París durante muchos años, fue a morir a Niza. La duquesa de Duras conocía mucho a Mme. de Staël: no puedo comprender, como no seguí las huellas de Mme. Recamier, que había vuelto desde Italia a Francia: hubiera saludado al auxilio de mi vida: yo no pertenecía ya a esas mañanas que se consuelan a sí mismas, me aproximaba a las horas de la tarde que necesitan consuelo.

Exhumación de los restos de Luis XVI.— Primer 21 de enero en San Dionisio.

El 30 de diciembre de 1814, las cámaras legislativas fueron prorrogadas hasta el 1.° de mayo de 1813, como si se las convocase para la asamblea del campo de mayo de Bonaparte. El 18 de enero, fueron exhumados los restos de María Antonieta y de Luis XVI. Asistí a aquella operación en el cementerio en que Fontaine y Percier, han elevado después, a insinuación de Mme. la Delfina, y a imitación de una iglesia sepulcral de Rímini, el monumento quizá más notable de París. Aquel claustro formado de una hilera no interrumpida de sepulcros se apodera completamente de nuestra imaginación, y la llena de tristeza. En el libro IV de estas Memorias, he hablado ya. de las exhumaciones de 1813: entro los huesos reconocí la cabeza de la reina, por la sonrisa que me había dirigida en Versalles.

El 21 de enero se colocó la primera piedra del pedestal de la estatua que debía elevarse en la plaza de Luis XV, y que jamás ha llegado a efectuarse. Yo escribí la pompa fúnebre del 21 de enero, y entre otras cosas decía: «Los religiosos que salieron a esperar con el Oriflama el féretro de San Luis, no recibirán al descendiente del santo rey. En esas subterráneas mansiones en donde reposaban aquellos reyes y príncipes reducidos a lanada: ¿Luis XVI se encontrará sol»?... ¿Como se han levantado tantos muertos? ¿Por qué se halla desierto San Dionisio? Preguntemos más bien ¿porqué se ha compuesto su techo, y por qué se mantiene en pie su altar?.. ¿Que mano ha vuelto a construir la bóveda de aquellos sótanos, y preparado aquellos sepulcros vacios? La mano de ese mismo hombre que estaba sentado sobre el trono de los Borbones ¡oh Providencia divina!.. pensaba preparar sepulcros para su raza, y construía el de Luis XVI.

He deseado largo tiempo que el busto de Luis XVI fuese colocado en el mismo sitio en que el mártir derramó su sangre: ahora ya no pensaría de ese modo. Es preciso aplaudir a los Borbones el haber pensado en Luis XVI desde el primer momento de su regreso: debían tocar con la frente sus cenizas antes de ceñir sus sienes con la corona. En la actualidad creo que no debieron pasar a más. En París no fue una comisión la que juzgó al monarca, como sucedió en Londres, sino la Convención entera; y de aquí la recriminación que una ceremonia fúnebre y anual parecía dirigir a la nación representada, a lo menos en la apariencia, por una asamblea completa. Todos los pueblos han establecido aniversarios para celebrar sus triunfos, sus desórdenes, o sus desgracias, porque todos han querido igualmente conservar la memoria de unos y otros: nosotros hemos tenido solemnidades por las barricadas, cánticos por el día de San Bartolomé, y fiestas por la muerte de Capelo; pero ¿no es muy notable el que la ley sea impotente para crear días de recuerdo, mientras que la religión ha hecho vivir de edad en edad al santo más obscuro? Si todavía duran las oraciones y ayunos establecidos por el sacrificio de Carlos l, es porque en Inglaterra el estado reúne la supremacía religiosa a la política, y en virtud de esta supremacía, el día 30 de enero de 1649 ha llegado a ser día feriado. En Francia no sucede lo mismo: solo Roma puede imponer preceptos en materias de religión: ¿qué fuerza tiene un decreto publicado por un príncipe o promulgado por una asamblea, si otro soberano u otra asamblea posee el derecho de revocarle? Pienso, pues, en el día que el símbolo de una festividad que puede ser abolida, que el testimonio de una catástrofe no sancionada por el culto, no se halla convenientemente colocado en el camino por donde la multitud indiferente y distraída se dirige a sus placeres. En estos

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tiempos, pudiera temerse que un monumento elevado con objeto de imprimir horror a los excesos populares, produjese el deseo de imitarlos: el mal suele tentamos más que el bien, y queriendo perpetuar el sentimiento con harta frecuencia, solo se perpetúa el ejemplo. Los siglos no aceptan los legados de desolación; tienen bastantes motivos para llorar por lo presente, sin encargarse además de derramar lágrimas hereditarias.

Al ver partir los restos de la reina y del rey, del cementerio de Ducluzeau, sentí una fuerte opresión; los seguí con la vista, porque vagaba por mi mente un presentimiento funesto. Por último, Luis XVI fue colocado en San Dionisio, y Luis XVIII en el Louvre: ambos hermanos comenzaban otra era de reyes y de espectros legítimos: vana restauración del trono y de la tumba, cuyo doble polvo ha barrido ya el tiempo.

Puesto que he hablado de aquellas ceremonias fúnebres, que con tanta frecuencia se repetían, no os ocultaré la pesadilla que me oprimía cuando concluida por la noche la ceremonia, me paseaba por la basílica: que pensase, al verme entre aquellos sepulcros medio destruidos, en la vanidad de las cosas humanas, era consiguiente: moral demasiado vulgar producida por el espectáculo mismo: pero mi espíritu no se detenía allí, penetraba hasta la naturaleza del hombre. ¿Es todo vacío y ausencia en la región de los sepulcros? ¿No hay nada en esa nada? ¿No hay

existencia ni pensamiento entre el polvo? ¿Esos huesos no tienen modos de vida que nosotros

ignoramos? ¿Quién sabe las pasiones, los placeres y los abrazos de esos muertos? ¿Las cosas

que han soñado, creído o esperado, se han hundido mezcladas con ellos? ¿Sueños, porvenir,

alegrías, pesares, libertad y esclavitud, poderío y debilidades, crímenes y virtudes, honores e infamias, riquezas y miserias, talento, genio, inteligencia, gloria, ilusiones y amores, sois por ventura percepciones de un momento, percepciones que pasáis con los destruidos cráneos que os engendraron, y con el aniquilado pecho en que en otro tiempo palpitó un corazón? ¿En vuestro silencio eterno, oh sepulcros, no se oye nunca más que una sonrisa burlona? ¿Esa sonrisa, es el dios, la única realidad irrisoria que sobrevivirá a la impostura de este universo? Cerremos los ojos; llenemos el abismo desesperado de la vida, con estas grandes y misteriosas palabras del mártir: «Soy cristiano.»

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LA ISLA DE ELBA

Bonaparte se había opuesto a embarcarse en un buque francés, no haciendo entonces caso más que de la marina inglesa, porque era vencedora; había olvidado su odio, las calumnias y ultrajes de que había calmado a la pérfida Albión: no veía ya digno de su admiración más que al partido triunfante, y el Vudaunted fue el buque que le transportó al puerto de su primer destierro: no dejaba de inquietarle la manera con que seria recibido: ¿la guarnición francesa le entregaría el territorio que custodiaba? Los insulares italianos, unos querían llamar a los ingleses, y otro ser independientes: en algunos puntos de la isla ondeaban la bandera blanca y la tricolor: sin embargo, todo se arregló. Cuando se supo que Bonaparte llegaba con algunos millones, todas las opiniones se decidieron generosamente a recibir a la augusta víctima. Las autoridades civiles y eclesiásticas adquirieron la misma convicción. José Felipe Arrighi, vicario general, publicó un edicto en que decía: «La divina Providencia ha querido que seamos de hoy en adelante súbditos de Napoleón el Grande. La isla de Elba, elevada a tan sublime honor, recibe en su seno al ungido del Señor. Mandamos que se cante un solemne Te Deum en acción de gracias, etc.

El emperador escribió al general Dalesme, comandante de la guarnición francesa, que hiciese saber a los elbeses que había elegido su isla para su morada en consideración a la dulzura de sus costumbres y de su clima. Desembarcó en Porto-Ferrajo al estruendo de las salvas de la fragata inglesa que lo había conducido y de las baterías de la costa. Desde allí se dirigió bajo el palio a la iglesia en donde se canto un Tedeum. El maestro de ceremonias era un hombrecillo pequeño y grueso, que no podía cruzar las manos sobre su pecho. Napoleón fue en seguida conducido al corregimiento en donde tenía preparada su habitación. Desplegose el nuevo pabellón imperial, fondo blanco, atravesado con una banda encarnada sembrada de tres abejas de oro. Tres violines y dos bajos le seguían ejecutando piezas alegres, El trono construido a la ligera en el salón de los bailes públicos, estaba adornado con papel dorado y guarniciones o flecos de color de escarlata. El carácter cómico del prisionero se acomodaba muy bien a aquellos aparatos. Napoleón gozaba en la capilla, como divertía a su corte con jueguecillos en el interior de su palacio de las Tullerías, y después iba a matar hombres por pasatiempo. Arregló su casa y servidumbre, que se componía de cuatro chambelanes, tres oficiales de órdenes, y dos aposentadores: declaró que recibiría a las señoras dos veces por semana, a las ocho de la noche. Dio un baile: se apoderó del pabellón de los ingenieros para residir en él. Bonaparte encontraba sin cesar en su vida, las dos fuentes u orígenes de donde había salido, la democracia y el poder real: las masas ciudadanas le habían dado su poder, su rango le debía a su talento: así es que se le veía pasar sin violencia desde la plaza pública al trono, y desde la sociedad de los reyes y reinas que se agrupaban en derredor suyo en Erfurt, a la de los tahoneros y vendedores de aceite que bailaban en sus casas en Porto-Ferrajo. Había pueblo entre los príncipes, y príncipe entre los pueblos. A las cinco de la mañana con media de seda y zapatos de hebilla, iba a ver sus albañiles en la isla de Elba.

Establecido ya en su imperio, en que abundaba extraordinariamente el acero desde el tiempo de Virgilio,

Insula inexhausta chalybum generosa metallis.

Bonaparte no había olvidado los ultrajes. que acababa de sufrir, y no había renunciado a desgarrar su sudario, pero le convenía aparentar que estaba sepultado, y aparecer alguna vez como un fantasma al derredor de su monumento. Por esto, como si no hubiese pensado en otra cosa, se apresuró a bajar a sus minas de hierro cristalizado e imán, y cualquiera hubiera creído que era el inspector de ellas. Se arrepintió de haber consignado en otro tiempo las rentas de las fundiciones de il lua a la legión de honor; parecíale entonces que 500.000 francos valían más que una cruz bañada en sangre en el pecho de sus granaderos: «¿En donde tenía yo la cabeza? dijo: pero he dado otros muchos decretos tan estúpidos y de igual naturaleza.» Hizo un tratado de comercio con Liorna, y se proponía celebrar otro con Génova. Valiese lo que valiese emprendió

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algunas varas de carretera, y trazó el emplazamiento de cuatro grandes poblaciones, como Dido trazó los limites de Cartago. Como filósofo desengañado de las grandezas humanas, declaró que quería vivir como un juez de paz en un condado de Inglaterra, y sin embargo, al subir una colina que domina a Porto-Ferrajo, viendo que el mar se extendía por toda la ribera, se le escaparon estas palabras: «¡Diantre!... es preciso confesar que mi isla es muy pequeña.» en algunas liaras visitó sus dominios y quiso agregarles un peñasco llamado Pianosa. «La Europa va a acusarme, dijo riéndose, de haber hecho ya una conquista.» Las potencias aliadas se regocijaban de haberle dejado como por burla cuatrocientos soldados: no necesitaba más para reunirlos a todos bajo sus banderas. La presencia de Napoleón en las costas de Italia que había visto comenzar su gloria, y conservaba su recuerdo, lo agitaba todo. Murat estaba muy próximo: sus amigos, y algunos extranjeros llegaban a su retiro pública o secretamente: su madre y su hermana Paulina le visitaron, y se esperaba bien pronto a María Luisa y su hijo. En efecto, llegó una mujer con un niño, que fue recibida con gran misterio, y marchó a habitar en una casa de campo, en la parte más retirada de la isla, y en la costa de Ogygia. Calipso hablaba de su amor a Ulises, que en vez de escucharla pensaba en deshacerse de sus pretendientes. Después de dos días de descanso, el cisne del Norte volvió a hacerse al mar para abordar a los mirtos de Bayas llevándose su hijuelo.

Si hubiésemos sido menos confiados nos hubiera sido fácil descubrir la proximidad de una catástrofe. Bonaparte estaba demasiado cerca de su cuna y de sus conquistas: su fúnebre isla debía estar más alejada y más en el centro de fas aguas. No es fácil comprender como los aliados pudieron imaginar el confinar a Napoleón en los peñascos en donde debía hacer su aprendizaje del destierro; ¿podía creerse que a vista de los Apeninos, y percibiendo el olor de la pólvora de los campos de Montenotte, de Arcola y de Marengo, y que descubriendo a Venecia, Roma y Nápoles, sus tres hermosas esclavas, no se apoderasen de su corazón las tentaciones más irresistibles? ¿Habíase olvidado que tenía conmovida la tierra, y que por donde quiera existían admiradores suyos y hombres que le estaban reconocidos, y que unos y otros eran sus cómplices? Su ambición no estaba extinguida; reanimábanle el infortunio y la venganza; cuando el príncipe de las tinieblas vio al hombre y al mundo desde el borde del universo, resolvió perderlos.

Antes de dar el golpe, el cautivo se contuvo algunas semanas. Su ingenio procuraba adquirir fortuna o un reino; pululaban los Fouché y los Guzmanes de Alfarache. El gran actor hacia largo tiempo que había confiado el melodrama a su política, y se había reservado la ejecución de las piezas más elevadas y difíciles; divertíase con victimas vulgares que desaparecían entre los escotillones de su teatro.

El bonapartismo, en el primer año de la restauración pasó del simple deseo a la acción, a medida que fueron aumentándose sus esperanzas, y que fue conociendo el carácter débil de los Borbones. Cuando la intriga estuvo ya fraguada en lo exterior, se preparó en lo interior y la conspiración llegó a manifestarse de un modo ostensible. Bajo la hábil administración de Mr. Ferrand, Mr. de Lavaletle seguía la correspondencia; los correos de la monarquía llevaban los pliegos del imperio. Ya no se ocultaban las intenciones; las caricaturas anunciaban la deseada vuelta y veíanse entrar las águilas por los balcones del palacio de las Tullerías, por cuyas puertas salía una manada de pavos. De todas partes llegaban avisos y no se los quería dar crédito. El gobierno suizo se había apresurado inútilmente a poner en conocimiento del gobierno del rey, los manejos de José Bonaparte, que se había retirado al cantón de Vaud. Una mujer que acababa de llegar de la isla de Elba, refería los pormenores más minuciosos de cuanto pasaba en Porto-Ferrajo, y la policía la redujo a prisión. Teníase por cosa cierta que Napoleón no se atrevería a intentar nada antes de la disolución del congreso, y que en todo caso sus miras se dirigirían sobre la Italia. Otros más previsores, hacían votos poique d prisionero abordase a las costas de Francia: esto seria mucho mejor, porque así se concluiría con él de una vez. Mr. Pozzo di Borgo declaraba en Viena que el delincuente seria colgado de un árbol. Si se pudiesen examinar ciertos papeles, se encontraría en ellos la prueba de que desde 1814 se tra maba una conspiración militar, que caminaba paralelamente con la conspiración política que el príncipe de Talleyrand dirigía en Viena a instigación de Fouché. Los amigos de napoleón le escribieron que si no aceleraba su regreso encontraría ocupado su puesto en las Tullerías por el duque de Orleáns, y están persuadidos de que aquella revelación apresuró la vuelta del emperador. Estoy convencido de la

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existencia de aquellas maquinaciones, pero creo también que la causa determinante que impulsó a napoleón a obrar como lo hizo, fue la naturaleza de su carácter.

Acababa de estallar la conspiración de Drouet d’ Erlon y de Lefebre Desnouettes. Algunos días antes del levantamiento de aquellos dos generales, comía yo en casa del mariscal Soult, nombrado ministro de la Guerra el 3 de diciembre de 1814; un bobalicón refería el destierro de Luis XVIII en Hartwell: el mariscal escuchaba, y a cada circunstancia contestaba: «¡Eso es histórico!» —Hablábase de los pantuflos de S. M. —«¡Es histórico!»— El rey se sorbía los días de abstinencia de carne, tres huevos frescos antes de comer. —Es histórico!..» Esta respuesta me chocó en extremo. Cuando un gobierno no se halla sólidamente establecido, todo hombre que no es muy concienzudo, tiene una cuarta parte, una mitad, o tres cuartas partes de conspirador según la mayor o menor energía de su carácter, y aguarda la decisión de la fortuna; los acontecimientos hacen más traidores que las opiniones.

Principio de los cien días.—Regreso de la Isla de Elba.

De repente el telégrafo anuncio a los valientes y a los incrédulos el desembarco del hombre: Monsieur corrió a Lyon con el duque de Orleáns y el mariscal Macdonald, y se volvió al momento. El mariscal Soult denunciado a la Cámara de diputados cedió su puesto el 11 de marzo al duque de Feltre. Bonaparte volvió a encontrar de ministro de la Guerra de Luis XVIII en 1815, al general que había sido su último ministro en 1814.

La osadía de la empresa era inaudita: bajo el punto de vista político, pudiera mirársela como el crimen imperdonable y la falta capital de Napoleón. Sabia que los príncipes estaban todavía reunidos en el congreso, que la Europa se encontraba armada, y que no consentirían su restablecimiento: con su buen juicio, no podía menos de conocer que si obtenía un triunfo, seria muy efímero: que sacrificaba a su pasión de volver a presentarse en la escena, el reposo de un pueblo que le había prodigado su sangre y sus tesoros: y que exponía a una desmembración a la patria a la cual era deudor de cuanto poseía, de lo que había sido, y de lo que pudiera ser en lo sucesivo. En aquel pensamiento fantástico hubo un egoísmo feroz, y una Lita espantosa de reconocimiento y de generosidad para con la Francia.

Todo esto es cierto, según la razón práctica, para un hombre de más corazón que cabeza; más para los seres de la naturaleza de Napoleón existe una razón de otra especie: esas criaturas de alto renombre tienen una marcha diferente de la de los demás: los cometas describen curvas que se substraen al cálculo: no están enlazadas a nada ni parecen buenas para nada: si encuentran al paso un globo, le destruyen y vuelven a entrar en los abismos del cielo: solo Dios conoce sus leyes. Los individuos extraordinarios son los monumentos de la inteligencia humana, pero no son la regla.

Bonaparte, pues, se decidió a acometer su empresa, no por las falsas relaciones de sus amigos, sino por la necesidad de su genio: se cruzó en virtud de la fe que tenía en sí mismo. Para un gran hombre no es suficiente el nacer; es necesario morir. ¿La isla de Elba era un término para Napoleón? ¿Podía aceptar la soberbia de una era de legumbres como Diocleciano en Salona? ¿Si hubiese esperado más, habría tenido tantas probabilidades de buen éxito, cuando ya no causase tanta impresión su memoria, cuando sus antiguos soldados hubieran dejado de pertenecer al ejército, y se fuesen adquiriendo nuevas posiciones sociales?

Pues bien, dio una embestida al mundo, y en un principio debió creer que no se había equivocado en cuanto al prestigio de su poder.

En la noche del 25 al de febrero, al salir de un baile en que la princesa Borghese había hecho los honores, se fugó con la victoria, por largo tiempo su cómplice y compañera: atravesó un mar cubierto de nuestras escuadras, encontró dos fragatas, un navío de 74 cañones, y el brick de guerra el Zéfiro, que se le acercó e interrogó: él mismo contestó a las preguntas del capitán: el mar y las olas le saludan, y prosigue su rumbo. La cubierta del Inconstante a cuyo bordo iba, le

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servía de paseo y de gabinete: dicta en medio de los vientos, y hace copiar en aquella movible mesa, tres proclamas dirigidas a la Francia y al ejército: algunas falúas que conducían a sus compañeros de expedición, rodeaban su barca almirante y llevaban pabellón blanco sembrado de estrellas. El 1° de marzo a las tres de la mañana, llegó a la costa de Francia entre Cannes y Antibes, en el golfo Juan: saltó en tierra, recorrió la ribera, cogió violetas y vivaqueó en un olivar. La población estupefacta se retiró. Se apartó de Antibes y penetró en las montañas de Grasse: atravesó por Serauon, Barreme, Digne y Gap. En Sisteron, veinte hombres pudieron detenerle y no encontró a nadie. Avanzó sin obstáculo por entre aquellos habitantes que algunos meses antes habían querido degollarle. Si en el vacío que se formaba en derredor de su sombra gigantesca, encontraba algunos soldados, eran violentamente arrastrados por la atracción de sus águilas. Sus enemigos fascinados le buscan y no le ven: se oculta en su gloria como el león del Sanara se oculta a los rayos del sol, para sustraerse a las miradas de los deslumbrados cazadores. Envueltos en un ardiente torbellino los fantasmas sangrientos de Arcola, Marengo, Austerlitz, Jena, Friedland, Eylau, el Moscova, Lutzen y Bautzen, le acompañan con un millón de muertos. Del seno de aquella columna de nube y de fuego, salen al entrar en las ciudades, algunos sonidos de trompetas mezclados con el lábaro tricolor, y caen las puertas de las ciudades. Cuando Napoleón pasó el Niemen a la cabeza de cuatrocientos mil infantes y cien mil caballos, para volar el palacio de los zares en Moscú, fue mucho menos asombroso que cuando desgarrando su condena, y arrojando sus hierros al rostro de los monarcas, fue a acostarse pacíficamente en las Tullerías.

Entorpecimiento de la legitimidad.—Artículo de Benjamín Constant.— Orden del día del mariscal Soult.—Sesión regia.—Petición de la escuela de derecho

A la Cámara de diputados.

Al lado del prodigio de la invasión de un solo hombre, debe colocarse otro que fue como el rechazo del primero: la legitimidad cayó en un gran desfallecimiento: el parasismo del corazón delatado se comunicó a los miembros, y dejó a la Francia inmóvil. Durante veinte días Bonaparte marchó a jornadas regulares: sus águilas volaban de campanario en campanario, y en un camino de doscientas leguas, el gobierno, dueño de todo, y disponiendo de brazos y dinero, no encontró medio ni tiempo de cortar un puente, ni derribar un árbol, para retardar al menos una hora la marcha de un hombre, a quien las poblaciones no se oponían, pero tampoco seguían.

Aquel entorpecimiento del gobierno era tanto más deplorable, cuanto que se notaba en París mucha animación en la opinión pública, y se hubiera prestado a todo, a pesar de la defección del mariscal Ney. Benjamín Constant escribía en las gacetas:

«Ha abandonado el suelo de la Francia después de acumular todos los males sobre nuestra patria. ¿Quién no hubiera creído que la dejaba para siempre? Preséntase de repente y promete todavía a los franceses la libertad, la victoria y la paz. Autor de la constitución más tiránica que jamás ha regido a la Francia, habla en el día de libertad... El es quien por espacio de catorce años ha minado y destruido la libertad. No tenía ni aun la escusa de los recuerdos, ni la costumbre del poder, porque no había nacido con la púrpura. Ha oprimido a sus conciudadanos, ha encadenado a sus iguales; sin haber heredado el poder, ha deseado y meditado la tírenla: ¿qué libertad puede prometer? ¿No somos mil veces más libres que en tiempo de su imperio? Promete la victoria, y tres veces ha abandonado a sus tropas en Egipto, en España y en Rusia, entregando a sus compañeros de armas a la triple agonía del frío, de la miseria y de la desesperación. Ha atraído sobre la Francia la humillación de ser invadida, y ha perdido las conquistas que habíamos hecho antes de él. Promete la paz y su nombre es una señal. de guerra. El

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desgraciado pueblo que le sirviese llegaría a ser objeto del odio europeo: su triunfo seria el principio de un combate a muerte con el mundo civilizado No tiene, pues, que reclamar ni que ofrecer nada. ¿A quien podría convencer o seducir? La guerra intestina, la guerra exterior, he ahí los regalos que nos ofrece.»

La orden del día del mariscal Soult, fechada el 8 de marzo de 1815, repite poco más o menos las ideas de Benjamín Constant, con cierta efusión de lealtad.

«Soldados:

«Ese hombre que poco ha abdicó a la faz de la Europa un poder usurpado de que había hecho un uso tan fatal, ha vuelto a pisar el suelo francés que no debía ver ya nunca.

«¿Qué es lo que quiere? la guerra civil: ¿qué busca? traidores: ¿en dónde los encontrará? ¿Será acaso entre vosotros a quienes tantas veces ha engañado y sacrificado esterilizando vuestro valor? ¿Será en el seno de las familias, a quienes solo el oír su nombre infunde terror?

«Bonaparte nos conoce bastante para creer que podamos abandonar a un soberano legitimo y amado, para participar de la suerte de un hombre que no es más que un aventurero.

«¡Nos desprecia el insensato si lo cree así!.. su último acto de demencia .acaba de ponerle en evidencia.

«Soldados: el ejército francés es el más valiente de Europa, y también será el más fiel.

«Formemos un muro de bronce en derredor de la bandera de las uses, a la voz de ese padre del pueblo, de ese heredero de las virtudes del gran Enrique. El mismo os ha trazado los deberes que tenéis que cumplir. A vuestra cabeza coloca a ese príncipe, modelo de los caballeros franceses, cuyo feliz regreso ha arrojado ya de nuestra patria al usurpador, y que hoy día va a destruir con su presencia, su última y única esperanza.»

Luis XVIII se presentó el 16 de marzo en la Cámara de los diputados: tratábase del destino de la Francia y del mundo. Cuando entró S. M. los diputados y los que ocupaban las tribunas se levantaron y descubrieron, y una estrepitosa aclamación resonó por todo el ámbito del salón. Luis XVIII subió lentamente al trono: los príncipes, los mariscales, y los capitanes de guardias se colocaron a los lados del rey. Cesaron los gritos y todo quedó en el más profundo silencio: en aquel intervalo parecía que se oían a lo lejos los pasos de Napoleón. S. M. tomó asiento, miró un momento a la asamblea y pronuncio con voz firme este discurso.

«Señores:

«En estos momentos de crisis en que el enemigo público ha penetrado en una parte de mi reino y amenaza la libertad de todo él, vengo a estrechar con vosotros, los lazos, que uniéndoos conmigo constituyen la fuerza del estado: al dirigirme a vosotros, voy a exponer a toda la Francia mis sentimientos y mis votos.

«He vuelto a ver mi patria; la he reconciliado con las potencias extranjeras, que serán, no lo dudéis, fieles a los tratados que nos han restituido la paz: he trabajado por la ventura de mi pueblo, y he recibido y recibo todos los días las pruebas más inequívocas y tiernas de su amor; ¿podría yo a los sesenta años terminar mejor mi carrera que muriendo por su defensa?

«Nada temo por mi; pero temo por la Francia: el que viene a encender entre nosotros la tea de la civil discordia trae también el azote de la guerra extranjera: viene a colocar otra vez a nuestra patria bajo su yugo de hierro; viene en fin a destruir esa Carta constitucional que os he dado; esa Carta, mi más hermoso titulo

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a los ojos de la posteridad, esa Carta que aman todos los franceses, y que yo juro aquí mantener: agrupémonos, pues, en derredor suyo.

Todavía hablaba el rey, cuando una nube oscureció el salón, todas las miradas se dirigieron hacia el techo para descubrir la causa de noche tan repentina. Cuando el monarca legislador concluyó su discurso, volvieron a comenzar los gritos de viva el rey, mezclados can lágrimas. «La asamblea, dijo con verdad el Monitor, electrizada por las sublimes palabras del rey, estaba de pie, con las manos extendidas. hacia el trono. No se oían más que estas voces, «¿va el rey, \morir por el rey\... \él rey en la vida y en la muerte! repetidas con un entusiasmo de que participaban todos los corazones franceses.»

En efecto, el espectáculo era muy patético: un rey anciano y enfermo que en premio de la matanza de su familia y de veinte y tres años de destierro, había dado a la Francia la paz, la libertad y el olvido de todos los ultrajes y de todas las desgracias: ¡aquel patriarca de los soberanos que a su edad iba a declarar a los diputados de la nación, que después de haber vuelto a ver su patria, no podía terminar mejor su carrera que muriendo en defensa de su pueblo... ¡Los príncipes prestaron juramento de fidelidad a la Carta, al que siguieron el del príncipe de Condé, y la adhesión el padre del duque de Enghien. Aquella heroica raza próxima a extinguirse, aquella raza de alcurnia patricia que buscaba en la libertad un escudo contra una espada plebeya más joven, más larga y más cruel, ofrecía en razón de una multitud de recuerdos, alguna cosa en extremo triste.

El discurso de Luis XVIII produjo en lo exterior transportes inexplicables. París era enteramente realista y permaneció tal durante los cien días. Las mujeres particularmente eran borbonesas.

La juventud adora en el día la memoria de Bonaparte, porque se encuentra humillada con el papel que el gobierno actual hace representar a la Francia en Europa: la juventud, en 1814, saludaba a la restauración, porque abatía el despotismo, y establecía la libertad. En las filas de los voluntarios realistas se contaba a Mr. Odilon Barrot, a un gran número de alumnos de la escuela de medicina, y a toda la de derecho: esta dirigió el 13 de marzo la siguiente petición a la Cámara de diputados:

«Señores:

«Nos ofrecemos al rey y a la patria: la escuela de jurisprudencia solicita marchar. No abandonaremos ni a nuestro soberano ni nuestra constitución. Fieles al honor francés os pedimos armas. El sentimiento de amor que profesamos a Luis XVIII os responde de la constancia de nuestra adhesión. No queremos más cadenas; queremos la libertad. Ya la tenemos, y vienen a arrancárnosla: la defenderemos hasta la muerte. ¡Viva el rey!... ¡Viva la constitución!...»

En este lenguaje enérgico, natural y sincero, se descubre la generosidad de la juventud, y su amor a la libertad. Los que nos digan en el día que la restauración fue recibida con disgusto y sentimiento en Francia, son o unos ambiciosos que solo aspiran a hacer su negocio, u hombres nuevos que no han conocido la opresión de Bonaparte, o antiguos embusteros revolucionarios imperial izados, que después de haber aplaudido como los demás el regreso de los Borbones, insultan según su costumbre al que ven caído, y vuelven a sus instintos de muerte, de policía, y de servilismo.

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Provecto de defensa de París.

El discurso del rey me había llenado de esperanza. Eu casa de Mr. Lainé, presidente de la Cámara de diputados, se celebraban conferencias. Allí encontré a Mr. de La Fayette, a quien no había visto más que da lejos, en la época de la Asamblea constituyente. Varias eran las proposiciones, pero débiles en su mayor parte, como sucede en tiempo de peligro: unos querían que el rey saliese de París y se dirigiese al Havre; otros hablaban de trasladarle a la Vendee, algunos proferían frases que no concluían, y no faltaba tampoco quien opinase que era necesario aguardar y ver venir; sin embargo, lo que venia era bastante visible. Yo manifesté mi dictamen que era muy diferente, y oí con extrañeza que le apoyó Mr. de La Fayette con calor 5. Mr. Lainé y el mariscal Marmont pensaban también del mismo modo. He aquí lo que yo decía:

«Que cumpla el rey su palabra y permanezca en la capital. La guardia nacional es nuestra: apoderémonos de Vincennes. Tenemos armas y dinero: con el dinero nos atraeremos a los débiles y codiciosos. Si el rey abandona a París, Bonaparte entrará en él sin oposición; y dueño de París, lo es también de la Francia. No se ha pasado al enemigo el ejército entero; muchos regimientos, generales y oficiales no han hecho todavía traición a sus juramentos: mantengámonos firmes y permanecerán fieles. Diseminemos la familia real, y quedémonos solo con el rey. Que Monsieur vaya al Havre, el duque de Berry a Lila, el duque de Borbón a la Vendée, el duque de Orleáns a Metz: la duquesa y el duque de Angulema están ya en el Mediodía. Nuestros diversos puntos de resistencia impedirán a Bonaparte el poder concentrar sus fuerzas. Atrincherémonos en París: ya acuden a socorrernos los guardias nacionales de los departamentos inmediatos. En medio de este movimiento, nuestro anciano monarca permanecerá tranquilamente en las Tullerías sentado en su trono, con la Carta en la mano y bajo la protección del testamento de Luis XVI: el cuerpo diplomático se colocará en derredor suyo: las dos cámaras se reunirán en los dos pabellones de palacio, y los empleados y servidumbre de la real casa, acamparán sobre el Carroussel y en el jardín de las Tullerías: coronaremos con cañones los malecones; que Bonaparte nos ataque en esta posición; que vaya tomando una a una nuestras barricadas; que bombardee a París si quiere y tiene morteros para ello; que se haga odioso a la población, y veremos el resultado de la empresa. Con solo que resistamos tres días, la victoria es nuestra. El rey, defendiéndose en su palacio, producirá un entusiasmo universal. En fin, si debe morir, que sucumba dignamente conforme a su rango, y que la última proeza de Napoleón sea la degollación de un anciano. Sacrificando su vida Luis XVIII ganará la única batalla que ha dado, y la ganará en provecho de la libertad del género humano.»

Así hablé: jamás puede consentirse a nadie que diga que todo está perdido cuando nada se ha intentado. ¿Donde había cosa más hermosa que ver a un anciano, hijo de San Luis, derrocando con los franceses, en algunos momentos, a un hombre a quien todos los reyes de Europa coligados habían tardado tantos años en abatir?

Esta resolución desesperada en la apariencia, era en el fondo muy racional, y no ofrecía ningún peligro. Siempre estaré convencido de que si Bonaparte hubiese encontrado resistencia en París, y al rey dentro de su recinto, no hubiera intentado penetrar en él a viva fuerza. Sin artillería, sin víveres, sin dinero, sus tropas reunidas al azar, asombradas de su brusca mudanza de escarapela, y de sus juramentos prestados a la ligera en los caminos, se hubieran

5 Mr. de La Fayette confirma en unas Memorias muy preciosas por los hechos, publicadas

después de su muerte, la singular coincidencia de su opiniony la mia ul regrosar Bonaparte. Mr. La Fayette amaba sinceramente el honor y la libertad. (Nota de París 1840).

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prontamente dispersado. Algunas horas de retraso perdían a Napoleón, y bastaba con tener un poco de ánimo. Hasta se podía contar ya con una parte del ejército: los dos regimientos suizos se mantenían fieles: el mariscal Gouvion Saint-Cyr hizo que la guarnición de Orleans volviese a tomar la escarapela blanca dos días después de la entrada de Bonaparte en París. Desde Marsella a Burdeos todos reconocieron al rey en^ el mes de marzo: en esta última ciudad las tropas titubeaban, y hubieran sostenido a la duquesa de Angulema, si hubiesen sabido qua el rey permanecía en as Tullerías, y que París se defendía. Las ciudades de provincia habrían imitado a la capital. El 10 de línea se vatio muy bien a las órdenes del duque de Angulema: Masena se manifestaba cauteloso e incierto. En Lila la guarnición correspondió a la proclama del mariscal Mortier. Si había todas estas pruebas de fidelidad a pesar de temerse una fuga, ¿qué no se hubiera hecho en caso de una resistencia?

Si mi plan hubiese sido adoptado, los extranjeros no habrían asolado otra vez la Francia: nuestros príncipes no hubieran vuelto con los ejércitos enemigos, y la legitimidad se habría salvado por si misma. Solo debía temerse una cosa después del triunfo, la demasiada confianza de la corona en sus propias fuerzas, y por consiguiente los atentados contra los derechos de la nación.

¿Por qué he llegado a una época en que mi posición era tan poco favorable?¿Por qué he sido realista contra mi convencimiento, en un tiempo en que una miserable raza palaciega no podía ni oírme ni comprenderme? ¿Por qué he sido lanzado entre esas medianías que me calificaban de atolondrado cuando hablaba de valor, y de revolucionario cuando abogaba por la libertad?

Tratábase de defensa: el rey no tenía miedo y le gustaba mi plan porque tenía algo de grandioso a Luis XIV, pero al mismo tiempo se empaquetaban los diamantes de la corona (adquiridos antiguamente con el dinero particular de los soberanos), y se dejaban 33.000.000 de escudos en el tesoro, y cuarenta y dos millones en efectos. Estos 75.000,000 eran producto de las contribuciones: ¿por qué no se devolvían al pueblo más bien que dejárselos a la tírenla?

Por la escalera del pabellón de Flora subía y bajaba una multitud de gentes: todos preguntaban qué debía hacerse, y nadie contestaba. Dirigían se al capitán de guardias, y preguntaban 4 los capellanes y los cantores: todos guardaban el más profundo silencio. Yo vi llorar a algunos jóvenes pidiendo enfurecidos ordenes y armas, y ponerse malas las muge res de cólera y desprecio. Llegar hasta el rey, era imposible: la etiqueta cerraba la puerta.

La gran medida adoptada contra Bonaparte fue una orden para salirle al encuentro, y contenerle. Luis XVIII, que apenas podía hacer uso de sus piernas, ¿correr detrás del conquistador que había dominado la tierra?.. Esta fórmula de las antiguas leyes, renovada en aquella ocasión, basta para dar a conocer el talento de los hombres de estado de la época, ¿y a quién se le iba a tos alcances en 1815? ¿a un lobo? ¿a un jefe de bandoleros? ¿a un señor rebelde? no: ¡á Napoleón que había puesto en fuga a los reyes, que los había hecho prisioneros, y marcado en la espalda su N indeleble!

De este decreto, considerado de cerca, emanaba una verdad política que nadie veía: la raza legitima, extraña a la nación por espacio de veinte y tres años, había quedado en el lugar en que la revolución la había sorprendido, en vez de que la nación había marchado con el tiempo y por el espacio. De aquí la imposibilidad de entenderse y amalgamarse: religión, ideas, intereses, lenguaje, tierra y cielo, todo era diferente para el pueblo y para el rey, porque no se encontraban en el mismo punto de partida, y los separaba una cuarta parte de siglo que equivalía a algunos siglos.

Empero si la orden de ir a los alcances parece extraña por conservarse el antiguo idioma de la ley, ¿tuvo acaso Bonaparte en un principio la intención de obrar mejor, aunque usaba un lenguaje nuevo? Los papeles de Mr. de Hauterive, inventariados por Mr. Artaud, prueban que costó mucho trabajo disuadir a Napoleón de que hiciese fusilar al duque de angulema, a pesar del documento oficial del Monitor, porque le parecía insoportable que aquel príncipe se hubiese defendido. Y sin embargo, el prófugo de la isla de Elba, al despedirse de sus soldados en Fontainebleau, los encargó que fuesen /leles al monarca que la Francia se había elegido. La familia de Bonaparte había sido respetada: la reina Hortensia había aceptado de Luis XVIII el título de duquesa de Saint-Leu: y Murat, que todavía reinaba en Nápoles, solo perdió su reino por

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las instigaciones de Mr. de Talleyrand en el congreso de Viena.

Aquella época, en que ninguno tenía franqueza, nos oprimía el corazón: todos hacían su profesión de fe para salir de los apuros del día, y se encontraban dispuestos a variar de dirección, vencida ya la dificultad: solo la juventud era sincera, porque estaba aun muy próxima a su cuna. Bonaparte había declarado solemnemente que renunciaba la corona; partió, y volvió al cabo de nueve meses. Benjamín Constant imprimió una protesta enérgica contra el tirano, y cambió de opinión en veinte y cuatro horas. En otro libro de estas Memorias veremos quien le inspiró este noble movimiento a que la movilidad de su carácter no le permitió permanecer fiel. El mariscal Soult anima a las tropas contra su antiguo caudillo: algunos días después se reía a carcajadas de su proclama en el gabinete de Napoleón en las Tullerías, y llegó a ser mayor general del ejército en la batalla de Waterloo: el mariscal Ney besa las manos al rey, promete traerle a Napoleón encerrado en una jaula de hierro, y entrega a este todos los cuerpos que manda. ¡Ay!.. ¿Y el rey de Francia? declara que a los sesenta años, no puede terminar su carrera de otro modo mejor que muriendo en defensa de su pueblo... y huye a Gante... Al ver semejante falta de verdad en los sentimientos, y tal desacuerdo entre las palabras y las acciones, no puede menos de apoderarse de nosotros una fuerte impresión de disgusto hacia la especie humana.

Luis XVIII, el 20 de marzo pretendía morir en medio de la Francia; si hubiese cumplido su palabra, la legitimidad hubiera podido durar todavía un siglo: hasta la naturaleza parecía quitar al anciano rey la facultad de retirarse, encadenándole con enfermedades; pero los futuros destinos de la raza humana hubieran encontrado traba con el cumplimiento de la resolución del autor de la Carta. Bonaparte acudió presuroso en auxilio del porvenir: ese Cristo del poder maléfico tomó de la mano al nuevo paralitico, y le dijo: levántate y llévate tu lecho: surge tolle lectum tuum.

Fuga del rey.—Parto yo con Mme. de Chateaubriand.— Obstáculos en el camino»— El duque de Orleans y el príncipe de Condé.— Tournai, Bruselas.—

Recuerdos.— El duque de Richelieu.— El rey me llama a su lado en Gante.

Era evidente que se proyectaba la fuga: con el temor de no poderla efectuar, ni aun se les participaba a los que, como yo, hubieran sido fusilados una hora después de la entrada de Napoleón en París. En los campos Elíseos me encontré al duque de Richelieu: «Nos han engañado, me dijo: yo monto aquí la guardia, porque no cuento con esperar solo al emperador en las Tullerías.

Madama de Chateaubriand envió la tarde del 19 un criado al Carroussel con orden de que no volviese hasta que estuviese bien seguro de la fuga del rey. Como aquel criado no había vuelto aun a media noche, me acosté. Acababa de meterme en la cama, cuando entró Mr. Clausel de Coussergues y nos dio la noticia de que S. M. había marchado en dirección de Lila: venia a traerme aquella desagradable nueva de parte del canciller, que conceptuándome en peligro, violaba el secreto en mi obsequio, y me remitía doce mil francos a cuenta de mi sueldo como ministro en Suecia. Me obstiné en permanecer, porque no quería dejar a París, hasta que estuviese físicamente convencido de que el monarca había emprendido su movimiento. Volvió el criado enviado a la descubierta, y nos dijo que había visto destilar los carruajes de la corte. Madama de Chateaubriand me hizo entrar en su coche el 20 de marzo a las cuatro de la mañana, y me hallaba tau poseído de un acceso de rabia, que ni sabia donde estaba, ni lo que me hacia. Salimos por la barrera de S;»n Martin. Al rayar el alba, vi a los cuervos descender pacíficamente de los olmos del camino real en donde habían pasado la noche, para ir a hacer su primera comida en los campos, sin cuidarse en lo más mínimo de Luis XVIII, ni de Napoleón: no se veían obligados a abandonar su patria, y merced a sus alas se burlaban del mal camino quedaba a mi carruaje un movimiento muy incómodo. ¡Antiguos amigos de Combourg, más nos asemejábamos cuando en otro tiempo, al despuntar el día, nos desayunábamos con las zarzamoras de los espinos de la Bretaña!

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La carretera estaba malísima, el tiempo lluvioso, y Mme. de Chateaubriand sufría mucho: a cada momento miraba por la ventanilla del carruaje si éramos perseguidos. Pernoctamos en Amiens, en donde nació Du Cange, y después en Arras, patria de Robespierre: allí me conocieron. Habiendo enviado a pedir caballos el 22 por la mañana, el maestro de postas dijo que los tenía embargados por un general que llevaba a Lila la noticia de h entrada triunfante del emperador y rey en París. Mme. de Chateaubriand tenía mucho miedo, no por ella, sino por mí. Corrí a la casa de postas, y con dinero allané la dificultad.

Llegamos a Lila el 23 a las dos de la mañana y encontramos las puertas cerradas: había orden para no abrirlas a nadie. No pudieron o no quisieron decirnos si el rey había entrado en la ciudad. Decidí al postillón por medio de algunos luises, a que sacándonos de los glasis nos pusiese al otro lado de la plaza y nos condujese a Tournai: yo había andado a pie y de noche aquel mismo camino con mi hermano en 1792. Cuando llegué a Tournai supe que Luis XVIII había efectivamente entrado en Lila con el mariscal Mortier, y que pensaba hacerse fuerte y defenderse allí. Despaché un correo a Mr. de Blacas, rogándole me concediese el permiso de entrar en la plaza. Mi correo volvió con un permiso del comandante, pero sin una palabra de Mr. de Blacas. Dejaba a Mme. de Chateaubriand en Tournai e iba a volver a subir en el carruaje para trasladarme a Lila, cuando llegó el príncipe de Conde. Por él supimos que el rey había partido, y que el mariscal Mortier le había hecho escoltar hasta la frontera. Según sus espiraciones, Luis XVIII no estaba ya en Lila cuando llegó allí mi carta.

El duque de Orleans siguió al príncipe de Conde: aunque disgustado ¿a la apariencia, estaba muy satisfecho de verse fuera de la zambra: la ambigüedad de su declaración y de su conducta estaba marcada con el sello de su carácter. En cuanto al anciano príncipe de Conde las emigraciones eran sus dioses lares. No tenía miedo a monsieur de Bonaparte, y se batiría si querían, o marcharía si así se lo indicaban: las cosas estaban un poco embrolladas en su cerebro: no sabia si detenerse en Rocroy para dar la batalla, o si iría a comer al Gran Ciervo. Levantó sus tiendas algunas horas andes que nosotros, encargándome hiciese preparar el café para los de su servidumbre que venían detrás. Ignoraba que yo había hecho mi dimisión cuando murió su nieto, y aun no estaba muy seguro de si había tenido alguno: únicamente sentía en su nombre un acrecentamiento de gloria, que podía pertenecer muy bien a algún Conde de que ya no se acordaba.

¿Os acordáis de mi primer paso por Tournai con mi hermano, cuando mi primera emigración? ¿Os acordáis del hombre trasformado en asno, de la joven de cuyas orejas salían espigas de trigo, y de la lluvia de cuervos que todo lo incendiaban? En 1815 éramos nosotros una verdadera nube de cuervos; pero no aplicábamos el fuego a ninguna parte. ¡Ay! ¡ya no estaba yo con mi desgraciado hermano! Entre 1792 y 1815, habían pasado la república y el imperio: ¡cuantas revoluciones se habían efectuado también en mi vida! El tiempo había impreso en mí su huella destructora como en todo lo demás. Y vosotras jóvenes generaciones del momento, dejad pasar veinte y tres años, y diréis a mi tumba en donde están vuestros amores y vuestras ilusiones de hoy día.

A Tournai habían llegado los dos hermanos Bertin: Mr. Bertin de Vaux se volvió a París: Bertin el mayor era amigo mío: ya sabéis por estas Memorias los vínculos que me unían a 61.

Desde Tournai fuimos a Bruselas: allí ya no encontré ni al barón de Breteuil, ni a Rivarol, ni a aquellos jóvenes ayudantes de campo que habían muerto o envejecido, que todo viene a ser lo mismo. No pude adquirir ninguna noticia del barbero que me había dado asilo: no tomé el mosquete, pero si la pluma: de soldado me convertí en emborronador de papel. Buscaba a Luis XVIII, pero estaba en Gante, adonde le habían conducido Mres. de Blacas y Duras: su primera intención fue la de embarcar al rey para Inglaterra. Si el rey hubiese consentido en aquel proyecto, jamás hubiera vuelto a subir al trono.

Entré en una casa.de huéspedes con objeto de ver la habitación, y me encontré en ella al duque de Richelieu fumando, medio tendido en un sofá en un cuartito oscuro. Me habló de los príncipes de la maneta más brutal, manifestándome que se iba a Rusia, y que no quería volver a oír el nombre de semejante gente. Mme. la duquesa de Duras que acababa de llegar a Bruselas, tuvo el sentimiento de perder allí a su sobrina.

La capital del Brabante me horroriza: siempre ha servido de paso para mis destierros, y

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constantemente ha sido infausta para mí o para mis amigos!

Una orden del rey me llamó a Gante. Los voluntarios realistas y el pequeño ejército del duque de Berry habían sido licenciados en Bethune en medio del fango y de los accidentes de una disolución militar: allí se presenciaron las más tiernas despedidas. Quedaron doscientos hombres de la guardia real, y fueron acantonados en Alost. Mis dos sobrinos Luis y Cristian de Chateaubriand, formaban parte de aquel cuerpo.

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LOS CIEN DÍAS EN GANTE

El rey y su consejo.— Llego a ser ministro interino de lo Interior.— Mr. de Lally-Tolendal.— Mme. \¿. duquesa de Duras.—El mariscal Victor.—El abate Luis y el conde Beugnot.—El abate de Montesquieu.—Comidas de pescado:

convidados.

Se me había dado una boleta de alojamiento de que no quise aprovecharme: una baronesa cuyo nombre he olvidado, fue a visitar a Mme. de Chateaubriand a su posada, y nos ofreció una habitación en su casa; nos instaba con tanta gracia... «No hagáis caso, nos dijo, de lo que os cuente mi marido: tiene la cabeza... ¿comprendéis? Mi hija también es un poco extraordinaria: tiene momentos terribles, ¡pobre niña!... pero por lo demás es sumisa como una oveja. ¡Ay! no es ella la que me causa más pesar; es Luis, mi último hijo: si Dios no lo remedia será peor que su padre.» Mme. de Chateaubriand rehusó con delicadeza irá vivir entre personas tan razonables.

El rey que tenía buen hospedaje, su servidumbre Y su guardia, formó su consejo. El imperio de aquel gran monarca consistía en una casa del reino.de los Países Bajos, situada en una ciudad, que aun cuando había nacido en ella Carlos V, fue cabeza de una prefectura de Bonaparte; estos dos nombres forman un buen número de acontecimientos y de siglos.

El abate de Montesquion estaba en Londres, y Luis XVIII me nombró interinamente ministro de lo Interior. Mi correspondencia con los departamentos no me daba malos ratos: la ponía fácilmente en orden con los prefectos, subprefectos, maires y adjuntos de nuestras buenas ciudades de la parte interior de nuestras fronteras; no hacia reparaciones en los caminos, y dejaba que se hundiesen las torres: mi presupuesto no me enriquecía; no tenía fondos secretos; más por un abuso, que era en verdad escandaloso, acumulaba: yo era siempre ministro plenipotenciario de S. M. cerca del rey de Suecia, que como su compatriota Enrique IV reinaba por derecho de conquista, aunque no pudiese alegar el derecho de nacimiento. Discurríamos en el gabinete del rey, en derredor de una mesa cubierta con un tapete verde. Mr. de Lally-Tolendal, que si mal no recuerdo, era ministro de Instrucción pública, pronunciaba unos discursos más extensos y abultados que su persona: citaba a sus ilustres abuelos los reyes de Irlanda, y complicaba el proceso de su padre con el de Carlos I y Luis XVI: por la noche descansaba de sus lágrimas, sudores y palabras que había derramado en el consejo, con una dama que le había seguido desde París entusiasmada con su talento; procuraba caritativamente curarla de su pasión, pero su elocuencia hacía traición a su virtud, y profundizaba más el penetrante dardo.

Mme. la duquesa de Duras había ido a reunirse con Mr. el duque de Duras, que se encontraba con los desterrados. No quicio quejarme ya de la desgracia, pues he pasado tres meses al lado de aquella excelente señora, conversando acerca de cuanto los corazones y talentos rectos pueden encontrar grato, en una conformidad de gustos, ideas, principios y sentimientos. Mme. de Duras era ambiciosa por mi: ella sola conoció desde luego lo que yo podía valer en política, y siempre la desconsolaban la envidia y la ceguedad que me alejaban del consejo del rey; pero se desconsolaba aun mucho más con los obstáculos que mi carácter oponía a mi fortuna: me reprendía y me quería corregir de mi apatía, mi franqueza y naturalidad, y hacerme adquirir modales cortesanos que ella misma no podía sufrir. Nada hay quizá que incline más a la adhesión y el reconocimiento, que el encontrarse bajo la protección de una amistad superior, que en virtud de su ascendiente sobre la sociedad, hace pasar vuestros defectos por buenas cualidades, y vuestras imperfecciones por encantos. Un hombre os protege por lo que vale: una mujer os patrocina por lo que valéis: he aquí por qué de estos dos imperios, el uno es tan odioso y el otro tan dulce.

Desde que perdí una persona tan generosa, da alma tan noble, de un talento que reunía algo

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de la fuerza de pensamiento de Mme. Staël y de la gracia de Mme. de La Fayette, no he cesado de llorarla, y de reprenderme las desigualdades, con que algunas veces pude afligir a un corazón que me era tan adicto. ¡Velemos mucho sobre nuestro carácter!.. Pensemos que con el afecto más profundo, podemos no obstante envenenar una existencia que quisiéramos rescatar a precio de nuestra sangre. Cuando nuestros amigos han descendido al sepulcro, ¿qué medios nos quedan para reparar nuestros desaciertos? Nuestro inútil sentimiento, nuestro vano arrepentimiento, ¿son un remedio para las penas que las hemos ocasionado? Mus hubieran querido una sonrisa, que todas aquellas lágrimas después de su muerte.

La encantadora Clara (Mme. la duquesa de Rauzan) estaba en Gante con su madre. Ambos formábamos muy malas estrofas para la música de la Tirolesa. Yo he tenido en mis rodillas muchas hermosas nietas que en el día son jóvenes abuelas. Cuando os separáis de una mujer cuyo matrimonio habéis presenciado a los diez y seis años de su edad, si la volvéis a ver después de otros diez y seis años, la encontráis lo mismo. «Ah, señora, parece que no ha pasado para vos día alguno.» Sin duda; pero es a la hija a quien decís esto; a la hija a quien conduciréis también al altar. Pero vos, triste testigo de los dos himeneos, acumuláis los diez y seis años que habéis recibido en cada unión: regalo de boda que apresurará vuestro propio enlace con una señora pálida y flaca.

El mariscal Victor, se reunió con nosotros en Gante con una sencillez admirable: nada pedía, ni importunaba jamás al rey: apenas se le veía, y no sé si alguna vez se le dispenso el honor de convidarle & comer con S. M. Después he vuelto a encontrar al mariscal Victor, he sido su colega en el ministerio, y siempre he observado en él un carácter excelente. en París, en 1823, el del fin manifestó gran dureza con. este honrado militar: ¿debía pagarse con una ingratitud tan marcada, una adhesión tan modesta? El candor me arrebata y me conmueve aun cuando en ciertas ocasiones llegue a la última expresión de su ingenuidad. El mariscal me refirió la muerte de su espesa con el lenguaje de un soldado y me hizo llorar: pronunciaba algunas palabras un poco mal sonantes, pero lo hacia con tanta ligereza y pudor, que hubieran podido escribirse.

Reuniéronse también con nosotros Mr. de Vanblanc y Mr. Capelle. El primero decía que tenía de todo en su cartera. ¿Queréis fragmentos de Montesquieu o de Bossuet? pues helos ahí. A medida que nuestra situación iba mudando de aspecto, llegaban nuevos viajeros.

El abate Luis y Mr. el conde Beugnot fueron a parar a la misma casa en donde yo estaba hospedado. Mi esposa sentía una fuerte opresión y dificultad en la respiración y yo la velaba. Los dos nuevos huéspedes se colocaron en una habitación separada únicamente de la de Mme. de Chateaubriand por un tabique muy delgado, por manera que se oía cuanto se hablaba, a no ser que nos tapásemos los oídos: entre once y doce de la noche, los recién llegados comenzaron a conversar en voz alta, y el abate Luis decía a Mr. Beugnot: «¿Tú ministro? No lo serás; no has hecho masque necedades.» No entendí claramente la respuesta del conde, pero habló de que había dejado 33.000,000 en el real tesoro. El abate, sin duda, encolerizado, dio un empujón a una silla y la hizo rodar por el suelo: entre el ruido que aquel incidente produjo pude percibir estas palabras: «¿El duque de Angulema?.. es necesario que compre bienes nacionales en la barrera de París. Yo venderé el resto de los montes del estado: lo cortaré todo, los olmos del camino real, el bosque de Boulogne, los campos Elíseos: ¿para qué sirve todo eso?..» La brutalidad formaba el principal mérito d”Mr. Luis: su talento consistía en un desmedido apego a los intereses materiales. Si el ministro de Hacienda conseguía que los montes desapareciesen, tenía sin duda otro secreto que Orfeo, que hacia le siguiesen los árboles de los bosques, con los armoniosos sonidos de su lira. En el lenguaje de aquel tiempo llamaban a Mr. Luis un hombre especial: su especialidad rentística le había conducido a acumular el dinero de las contribuciones en el tesoro, para que se apoderase de él Bonaparte. Bueno, cuando más para el Directorio, Napoleón no quiso valerse de aquel hombre especial, que no era tampoco un hombre único.

El abate Luis había ido a Gante a reclamar su ministerio: estaba en buenas relaciones can Mr. de Talleyrand, con quien había oficiado solemnemente en la primera confederación del campo de Marte; el obispo hacia de preste, el abate Luis de diácono, y el abate d'Ernaud de subdiácono: Mr. de Talleyrand, recordando aquella admirable profanación, decía al barón Luis: «Ábate, estabas muy bien de diácono en el campo de Marte.» Hemos sufrido esta ignominia detrás de la tiranía de Bonaparte: ¿debíamos sufrirla después?..

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El rey Cristianísimo se había puesto a cubierto de toda censura de hipocresía: tenía en su consejo un obispo casado, Mr. de Talleyrand, un sacerdote concubinario, Mr. Luis, y un abate poco religioso, Mr. de Montesquion.

Este último, ardiente como un enfermo del pecho, y con cierta facilidad para expresarse, era de talento limitado, corazón rencoroso y carácter áspero. Un día en que yo había perorado en el Luxemburgo en favor de la libertad de imprenta, al pasar por delante de mi el descendiente de Clodoveo, sin duda porque yo solo procedía del bretón Mormoran, me dio un rodillazo en el muslo, lo cual no era de buen tono, y yo se lo devolví, aunque no era tampoco muy político: jugábamos al coadjutor y al duque de la Rochefoucauld. El abate de Montesquion llamaba chistosamente a Mr. de Lally-Tolendal «un animal a la inglesa.»

En Gante suele venderse un pescado blanco muy delicado, y esperando las batallas y el fin de los imperios, íbamos, tutti quanti, a comer tan excelente pescado en una especie de hostería situada fuera de la ciudad. Mr. Laborie no faltaba jamás al punto de reunión: le había encontrado por primera vez en Savigny, cuando huyendo de Bonaparte entró por un balcón en casa de Mme. de Beaumont, y se salvó por Otro. Infatigable para el trabajo. y aunque multiplicaba sus excursiones tanto como sus cartas, y deseaba hacer favores como otros anhelaban recibirlos, ha sido calumniado: la calumnia no es la acusación del calumniado, es la escusa del calumniador. Yo he visto fastidiarse de las promesas de que era pródigo Mr. Laborie: más ¿por qué? Las quimeras son como la tortura que siempre hace sufrir una hora o dos. Yo he llevado algunas veces con bridas de oro, rocines muy viejos, que inspiraban, es cierto. muchos recuerdos, pero que no podían tenerse en pie, y que yo lomaba como jóvenes y bulliciosas esperanzas.

VI también, en las comidas del pescado blanco, a Mr. Mounier, hombre de razón y probidad. Mr. Guizot se dignaba favorecernos con su presencia.

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CONTINUACIÓN DE LOS CIEN DÍAS EN GANTE

Monitor de Gante.— Mi informe al rey, y efecto que produjo en París.— Falsificación.

Habíase establecido en Gante un Monitor: mi informe al rey del 12 de mayo, inserto en aquel periódico, prueba que mis opiniones sobre libertad de imprenta y sobre la dominación extranjera, han sido siempre las mismas. En el día puedo citar aquellos pasajes, porque no desmienten mi vida.

«Señor, os aprestabais a concluir la obra de las instituciones de que habíais puesto la base... habíais señalado una época para que la dignidad de par comenzase a ser hereditaria: el ministerio habría adquirido más unidad; los ministros hubieran llegado a ser miembros de las dos cámaras, según el espíritu de la Carta: hubiérase presentado un proyecto de ley para que los ciudadanos pudieran ser elegidos individuos de la Cámara de diputados antes de la edad de cuarenta años, y para que tuviesen una verdadera carrera política. Iba a formarse un código penal para los delitos de imprenta, y adoptada aquella ley, la prensa hubiera sido enteramente libre, porque esta libertad es inseparable de todo gobierno representativo.

«Señor, esta es la ocasión de hacer la protesta solemne: todos vuestros ministros, todos los miembros de vuestro consejo, se adhieren inviolablemente a los principios de una prudente libertad: de vos sacan ese amor a las leyes, al orden y a la justicia, sin las cuales no puede haber felicidad para un pueblo. Señor, permitidnos decíroslo, estamos dispuestos a derramar por vos hasta la última gota de nuestra sangre, a seguiros hasta lo último de la tierra, y a participar de las tribulaciones que el Todopoderoso os envié, porque creemos delante de Dios que mantendréis la constitución que. habéis dado a vuestro pueblo, y que el deseo más sincero de vuestra alma real, es la libertad de los franceses. Si fuese de otro modo, señor, hubiéramos muerto a vuestros pies en defensa vuestra, pero no seriamos más que vuestros soldados, y habríamos cesado de ser vuestros consejeros y ministros.

«Señor, en este momento participamos de vuestra real tristeza: no hay un solo consejero y ministro vuestro que no diese con gusto su vida por evitar la invasión de la Francia. Señor, sois francés, y franceses somos nosotros... Sensibles al honor de nuestra patria, orgullosos con la gloria de nuestras armas, admiradores del valor de nuestros soldados, quisiéramos derramar toda nuestra sangre en medio de sus batallones, para reducirlos a su deber, o para participar con ellos de sus triunfos legítimos. Miramos con el más profundo dolor los males que amenazan a nuestra patria.».

De este modo proponía yo en Gante dar a la Carta lo que todavía le faltaba, y manifestaba mi sentimiento por la nueva invasión que amagaba a la Francia: sin embargo, no era más que un desterrado cuyos votos estaban en contradicción con los hechos que debían volverme a abrir las puertas de mi patria. Aquellas páginas habían sido escritas en los estados de los soberanos aliados, entre reyes y emigrados que aborrecían la libertad de imprenta, y en medio de los ejércitos que marchaban a la conquista, y de que éramos, . por decirlo así, los prisioneros: estas circunstancias quizás añadirán alguna fuerza a los sentimientos que me arriesgaba a manifestar.

Mi informe fue conocido en París y mereció gran aceptación; le reimprimió Mr. Le Normant, hijo, que expuso su vida, y para quien me costó el mayor trabajo obtener un estéril titulo de impresor del rey. Bonaparte obró o dejó obrar de una manera poco digna de él: con respecto a mi informe se hizo lo que el Directorio había hecho cuando aparecieron las Memorias de Clery, que se falsificaron muchos de sus trozos: figurose, pues, que yo había propuesto a Luis XVIII necedades acerca del restablecimiento de los derechos feudales, del diezmo, y la anulación de las ventas de bienes nacionales, como si la impresión del documento original en el Monitor de Gante, con fecha fija y conocida no confundiese la impostura, pero se necesitaba la mentira de

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una hora. El pseudónimo encargado de un folleto sin sinceridad, era un militar de un grado bastante elevado; después de los cien días fue destituido; se atribuyó su destitución a la conducta que conmigo había observado, y sus amigos me rogaron que interpusiese mi mediación para que un hombre de mérito no perdiese los únicos medios de subsistencia con que contaba: escribí al ministro de la Guerra, y obtuve una pensión de retiro para aquel oficial. Ya ha muerto, y su viuda ha permanecido siempre tan adicta a Mme. de Chateaubriand, que confieso estoy muy distante de tener ningún derecho a semejante reconocimiento. Aprécianse mucho ciertos procederes: las personas más vulgares son susceptibles de esas generosidades. Adquiérese renombre de virtud a bien poca costa: el alma superior no es la que perdona, lo es la que no tiene necesidad de perdón.

Yo no sé de dónde ha sacado Bonaparte en Santa Elena, que yo había prestado en Gante servicios esenciales: si juzgaba demasiado favorablemente mi papel, había por lo menos en su dictamen una apreciación de mi valor político.

El Beaterío.— Cómo era recibido.— Gran comida.— Viaje de Madama de Chateaubriand a Ostende.— Amberes.— Un tartamudo.— Muerte de una joven

inglesa.

En Gante me sustraía cuanto podía a las intrigas antipáticas a mi carácter y mezquinas a mis ojos; porque en el fondo, veía en nuestra catástrofe la de la sociedad. Mi refugio contra los ociosos y murmuradores era el recinto del Beaterio; recorría aquel pequeño universo de mujeres cubiertas con velos, que vivían en comunidad y estaban consagradas a las diferentes obras de caridad cristiana: región tranquila, colocada como las africanas syrtes al borde de las tempestades. Allí mis ideas eran exactas y rectas, porque el sentimiento religioso es tan elevado, que jamás es extraño a las más graves revoluciones: los solitarios de la Tebaida y los bárbaros destructores del mundo romano, no son hechos discordantes y existencias que se excluyen.

Era muy bien recibido en el Beaterio, como autor del Genio del Cristianismo: por donde quiera que voy, en los países católicos, me visitan los curas; en seguida las madres me presentan sus hijos, y estos me recitan mi capitulo sobre la primera comunión. Después las personas desgraciadas me refieren el bien que he tenido la dicha de hacerlas. Mi paso por una población cristiana se anuncia como el de un misionero o un médico. Esta doble reputación me enternece; es el único recuerdo agradable que conservo: todo lo demás concerniente a mi persona y nombradla me desagrada.

Con bastante frecuencia era convidado a los banquetes que celebraban Mr. y Mme. Ops, ancianos respetables rodeados.de una treintena de hijos, nietos y biznietos. Un convite que me vi precisado a aceptar en casa de Mr. Coppens, se prolongó desde la una de la tarde hasta las ocho de la noche. Conté nueve principios; se comenzó por los dulces y se concluyó con las chuletas. Solo los franceses saben comer con método, así como también saben componer un libro.

Mi ministerio me retenía en Gante: Mme. de Chateaubriand menos ocupada, fue a ver a Ostende, en donde me embarqué para Jersey en 1792. Había bajado desterrado y moribundo aquellos mismos canales, por cuyas orillas volvía a pasearme desterrado otra vez pero en buen estado de salud: ¡siempre fábulas en mi carrera!... Revivían en mi pensamiento las miserias y alegrías de mi primera emigración: volvía a ver la Inglaterra, a mis compañeros de infortunio, y a aquella Carlota a quien debía mirar todavía. Nadie se crea como yo una sociedad real evocando sombras: hay un punto en que la vida de mis recuerdos absorbe el sentimiento de mi vida real. Aun las personas de quienes nunca me he ocupado, si llegan a morir, invaden mi memoria: diríase que ninguno puede llegar a ser mi compañero, si no ha atravesado ya la tumba, lo cual me inclina a creer que soy un muerto. En donde los demás encuentran una separación eterna, veo yo una reunión perdurable: si uno de mis amigos desaparece de la tierra, es como si viniese a habitar en mi hogar; ya no me deja. A medida que se retira el mundo presente vuelve el mundo

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pasado. Si las generaciones actuales desprecian a las que han envejecido, pierden su menosprecio en lo que a mi toca; ni aun siquiera fijo la atención en su existencia.

Mi toisón de oro no estaba aun en Brujas, y madama de Chateaubriand no me le trajo. En Brujas había en 1426, un hombre llamado Juan, el cual inventó o perfeccionó la pintura al óleo: démosle las gracias a Juan de Brujas: sin la propagación de su método las obras maestras de Rafael hubieran ya desaparecido. ¿De donde han tomado los pintores flamencos la luz con que iluminan sus cuadros? ¿Qué rayo de la Grecia ha ido esparciéndose por las riberas de Batavia?

Después de su viaje a Ostende, Mme. de Chateaubriand hizo una excursión a Amberes. Allí vio en un cementerio pintadas las almas del purgatorio con colores negro y de fuego. En Lovaina me reclutó un tartamudo, sabio profesor que vino expresamente a Gante para contemplar a un hombre tan extraordinario como el marido de mi mujer. Me dijo: Illus...ttt..rr... faltole la palabra a su admiración, y le convidé a comer. Cuando el helenista bebió el licor de Turazao, se le desató la lengua. Pusímonos a conversar sobre el mérito de Tucídides, que el vino nos presentaba tan claro como el agua. A fuerza de hacer frente a mi convidado, concluí, según creo, por hablar holandés, o por lo menos yo mismo no me comprendía.

Mme. de Chateaubriand pasó muy mala noche en Amberes: moríase por momentos una joven inglesa que acababa de parir: quejose mucho durante dos horas, luego se debilitó su voz, y su último gemido que apenas percibió un oído extranjero, se perdió en un silencio «terno. Los gritos de aquella viajera solitaria y abandonada, parecían preludiar las mil voces de la muerte prontas a hacerse oír en Waterloo.

Movimiento desusado de Gante.— El duque de Wellington.— Monsieur.— Luis XVlll.

La acostumbrada soledad de Gante se había hecho más notable por la multitud de extranjeros que le animaba entonces y que pronto iba a desaparecer. Los reclutas belgas e ingleses hacían el ejercicio en las plazas, y debajo de los árboles de los paseos: los artilleros y dragones, bajaban atierra los trenes de artillería: rebaños de bueyes y caballos pataleaban en el aire suspendidos de las cinchas con que se los bajaba a tierra: las vivanderas desembarcaban los sacos, los niños, y los fusiles de sus maridos: todo esto se trasladaba sin saber porqué, y sin tener en ello el mayor interés, al punto de destrucción que les habla señalado Bonaparte. Veíanse gesticular a los políticos a lo largo de un canal junto a un pescador inmóvil: los emigrados corrían desde la residencia del rey, a la casa habitación de Monsieur, y desde esta a la del rey. El canciller de Francia, Mr. de Ambray, con vestido verde, sombrero redondo, y un libro debajo del brazo, se dirigía al consejo para enmendar la Carta: el duque de Levis iba a hacer la corte con unos zapatos viejos que se le salían de los pies, porque como otro nuevo y valiente Aquiles había sido herido en el talón. tenía mucho talento, como puede juzgarse por la colección de sus pensamientos.

El duque de Wellington pasaba algunas revistas. Luis XVlll salía todas las tardes después de comer en un coche con seis caballos, acompañado de su primer gentil hombre de cámara y sus guardias, y daba vuelta a iodo Gante, como si se encontrase en París. Si por casualidad hallaba al duque de Wellington, le hacia al pasar por delante una pequeña inclinación de cabeza, con cierto aire de protección.

Luis XVIII jamás olvidó la preeminencia de su cuna: era rey donde quiera que se encontrase, como Dios es Dios en todas partes, en un pesebre o en un templo, y en un altar de oro o de arcilla. Jamás le arrancó su infortunio la más pequeña concesión: su altanería crecía en razón de su abatimiento: su diadema era su nombre: parecía que decía, «Matadme, pero no liareis morir a los siglos escritos sobre mi frente...» Si se hubieran arrancado sus armas del Louvre, no le habría importado mucho: ¿no estaban grabadas en el globo? ¿Se habían enviado acaso comisionados para borrarlas de todas las partes del universo? ¿Se las había hecho desaparecer en las Indias,

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en Poudichery, en América, en Lima, en Méjico; en el Oriente, en Antioquia, Jerusalén, San Juan de Acre, Alejandría, en el Cairo, Constantinopla, Modas y Morca: en el Occidente sobre las murallas de Roma, en los cielos rasos de Casería y el Escorial, en las bóvedas de los salones de Ratisbona y de Westminster, y en el escudo de todos los reyes? ¿Se las había quitado de la aguja de la brújula, en donde parece que anuncian el reinado de las lises en las diversas regiones de la tierra?

La idea constante de la grandeza, de la antigüedad, de La dignidad, y de la majestad de su raza, daba a Luis XVlll un verdadero imperio. Sentíase su dominación: hasta los generales de Bonaparte la confesaban y se intimidaban más en presencia de aquel anciano inofensivo, que en la de su terrible señor que los había mandado en cien batallas. Cuando Luis XVIII concedía en París a los monarcas triunfantes el honor de comerá su mesa, pasaba el primero por delante de aquellos príncipes cuyos soldados acampaban en el patio del Louvre, y los trataba como a unos vasallos que no hablan hecho más que cumplir con su deber, llevando sus hombres de armas al señor feudal. en Europa no hay más que una monarquía, la de Francia; el destino de todas las demás está enlazado con «1 suyo. Todas las razas reales son de ayer, comparadas con la de Hugo Capeto, y casi todas son hijas suyas. Nuestro antiguo poder real, lo era en otro tiempo del mundo: desde el destierro de los Capetos, deberá comenzarse a contar la era de la expulsión de los reyes.

Cuanto más impolítica era aquella soberbia del descendiente de San Luis (que ha sido funesta para sus herederos) tanto más agradaba al orgullo nacional: los franceses se complacían al ver que unos soberanos, que vencidos habían arrastrado las cadenas de un hombre, tenían que sufrir, siendo vencedores, «I yugo de una raza.

La fe inalterable de Luis XVIII en su sangre, es la potencia real que le devolvió el cetro: esta fe hizo caer sobre su cabeza por dos veces una corona por la que la Europa ni creía, ni trataba tampoco de agotar sus poblaciones y sus tesoros. El desterrado sin soldados era en último resultado el que ganaba las batallas que no había dado. Luis XVlll era, por decirlo así, la encarnación de la legitimidad que cesó de ser visible en cuanto él desapareció.

Recuerdos históricos en Gante.— Mme. la duquesa de Angulema llega a Gante.— Mme. de Séze.— Mme. la duquesa de Levis.

Yo hacia en Gante, como hago en todas partes, mis correrías particulares. Las barcas que al deslizarse por unos estrechos canales, tenían que atravesar diez o doce leguas de praderas para llegar al mar, parecía que bogaban sobre la yerba, y me recordaban las canoas salvajes en las lagunas de bayuca del Misuri. Parado a orilla del agua mientras introducían en ella las piezas de lienzo crudo, mis ojos se fijaban en los campanarios de la ciudad: la historia se me aparecía en las nubes del cielo.

Los ganteses se insurreccionaron contra Enrique de Chatillon, gobernador por la Francia: la esposa de Eduardo III dio a luz a Juan de Gante, tronco de la casa de Lancaster: después vino el reinado popular de Artevelle: «Buenas gentes, ¿quién os engaña? ¿Por qué estáis tan alterados conmigo? ¿En qué puedo haberos irritado? —Es necesario haceros morir, gritaba el pueblo.» eso es lo que el tiempo se encarga de hacer con todos. más tarde veía a los duques de Borgoña, y llegar los españoles. Después la pacificación, los sitios y las tomas de Gante.

Cuando estaba soñando con los siglos, me despertaba el sonido de un clarinete o de una gaita escocesa. Veía a los soldados vivos que corrían a incorporarse con los sepultados batallones de la Batavia: siempre destrucción, potencias abatidas, y por último, algunas sombras desvanecidas y nombres pasados.

La Flandes marítima fue uno de los primeros acantonamientos de los compañeros de Clodion y de Clodoveo. Gante, Brujas y sus campiñas, suministraban más de una décima. parte de los granaderos de la antigua guardia: aquella terrible milicia fue sacada en parte de la cuna de

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nuestros padres, y vino a dejarse exterminar cerca de ella. ¡El Lirio ha dado su flor a las armas de nuestros reyes!

Las costumbres españolas imprimen su carácter: los edificios de Gante me recordaban los de Granada, menos el cielo de la Vega. Una gran ciudad casi sin habitantes, calles desiertas, canales tan desiertos como las calles... veinte y seis islas formadas por aquellos canales, que no eran los de Venecia, y una enorme pieza de artillería de la edad media, era lo que reemplazaba en Gante a la ciudad de los Zegríes, al Darro y al Genil, al Jeneralife y a la Alhambra: antiguos sueños míos, ¿os volveré yo a ver?...

Madama la duquesa de Angulema, que .se. había embarcado en la Gironda, llego por la vía de Inglaterra con el general Donnadieu y Mr. de Séze, que había atravesado el Océano con su cordón azul colocado sobre su chaleco. El duque y la duquesa de Levis vinieron en la comitiva de la princesa: habían logrado tomar asiento en la diligencia y salir de París por el camino de Burdeos. Sus compañeros de viaje hablaban de política. «Ese pícaro de Chateaubriand, decía uno de ellos, no es tan necio: hace tres días que tenía cargado su carruaje en su cochera, el pájaro ha volado de su nido. Si Napoleón le atrapa, le hubiera ahorrado ese trabajo.»

Mme. la duquesa de Levis era muy bella, muy buena y tan tranquila, como agitada estaba la duquesa de Duras. No dejaba un punto a Mme. de Chateaubriand, y fue en Gante nuestra asidua compañera. Nadie me ha comunicado en mi vida más quietud, cosa de que tenía gran necesidad. Los momentos menos turbulentos de mi existencia han sido los que pasé en Noisiel, en casa de aquella señora, cuyas palabras y sentimientos solo llegaban a vuestra alma para infundiros serenidad. ¡Con cuanta pesadumbre recuerdo los instantes que pasé debajo de los castaños de Noisiel!.. con el ánimo apacible y el corazón convaleciente; miraba las ruinas de la abadía de Cheles, y las lucecitas de las barcas detenidas entre los sauces del Mame.

El recuerdo de Mme. de Levis es para mí el de una silenciosa noche de otoño. Ha pasado en pocas horas, y se ha mezclado con la muerte como la fuente de todo reposo. La he visto descender sin ruido a su sepulcro en el cementerio del padre Lachaise: está colocado por encima del de Mr. Fontanes, y este duerme cerca de su hijo Saint-Marcellin, muerto en un desafío. Así es que postrándome en el monumento de Mme. de Levis, he tropezado con otro dos sepulcros: el hombre no puede despertar ningún dolor sin resucitar otro: durante la noche, se abren las diversas flores que necesitan sombra.

A la afectuosa bondad que me profesaba Mme. Levis, se agregaba la de su padre Mr. Levis: yo no debo contar más que por generaciones. El señor duque de Levis escribía bien: su imaginación era variada y fecunda, y tenía el sentimiento de su noble raza, como se la encontraba en Quiberon en su noble sangre derramada por las playas.

No debía concluir todo allí: aquel era el movimiento de una amistad que pasaba a la segunda generación. El duque de Levis, hijo, en el día unido al conde de Chambord, se ha acercado a mí: no le faltará mi afecto hereditario, como tampoco mi fidelidad a su augusto amo. Su esposa. la nueva y encantadora duquesa de Levis, reúne al gran nombre de d'Aubusson, las cualidades más brillantes del corazón y del talento: ¡puede muy bien vivirse cuando las gracias toman preciadas a la historia sus infatigables alas!..

Pabellon Marsan en Gante.— Mr. Gaillard consejero en el tribunal real de justicia.— Visita secreta de Mme. la baronesa de Vitrolles.— Billete escrito por

mano de monsieur Fouché.

En Gante existía, como en París, el pabellón Marsan. Cada día recibía Monsieur noticias de Francia, que creaba el interés o la imaginación,

Mr. Gaillard, antiguo oratoriano, consejero del tribunal de Justicia, y amigo íntimo de Fouché, se reunió también con nosotros, se dio a conocer, y se le puso en relaciones con Mr. Capelle.

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Cuando yo iba a casa de Monsieur, que era rara vez, los que le rodeaban me hablaban con palabras embozadas y muchos suspiros, de un hombre (era preciso convenir en ello), que se conducía maravillosamente; entorpecía todas las operaciones del emperador, defendía el arrabal de San German, etc. etc. etc. El fiel mariscal Soult, era también objeto de la predilección de Monsieur, y después de Fouché, el hombre más leal de Francia.

Un día se detuvo un coche a la puerta de mi posada y vi bajar de él a la señora baronesa de Vitrolles: venia encargada de los poderes del duque de Otranto. Traía además un billete escrito por mano de Monsieur, en el cual declaraba el príncipe que conservaría un reconocimiento eterno al que salvase a Mr. de Vitrolles: no quería más Fouché: provisto de aquel billete, estaba seguro de su porvenir si se llevaba acabó la restauración. Desde aquel momento ya no se trató en Gante más que de los inmensos favores que se debían a Mr. Fouché de Nantes, y de la imposibilidad de volver a entrar en Francia sin obtener la anuencia de aquel justo: lo dificultoso era hacer agradable al rey el nuevo redentor de la monarquía.

Después de los Cien días, Mme. de Custine me obligó a comer en su casa con Fouché. Ya le había visto una vez, cinco años antes, con motivo de la condenación de mi pobre primo Armando. El antiguo ministro sabia que yo me había opuesto a su nombramiento en Rolle, Gánese y Arnouvilie; y como me suponía poderoso, quería hacer las paces conmigo. Lo que mejor había en él, era la muerte de Luis XVI; el regicidio era su inocencia. Charlatán, como todos los revolucionarios, y profiriendo frases huecas, hacia uso de una porción de lugares comunes en que abundaban las palabras destino, necesidad, derecho de las cosas, mezclando con aquel contrasentido filosófico, y sobre el progreso y la marcha de la saciedad, máximas inmorales en provecho del fuerte contra el débil, sin avergonzarse de descaradas confesiones sobre la justicia de los sucesos, el poco valor de una cabeza que. cae, la equidad del que prospera, y la iniquidad del que sufre: al mismo tiempo aparentaba hablar con la mayor ligereza e indiferencia de los más espantosos desastres, como un genio superior a aquellas boberías. No se le escapó, fuese o no conducente, una idea escogida y una observación notable: salí de allí encogiéndome de hombros y volviendo la espalda al crimen.

Mr. Fouché no me ha perdonado jamás mi sequedad y el poco efecto que produjo sobre mí. Había creído fascinarme haciendo subir y bajar a mis ojos, como una gloria de Sinaí, el cuchillo del instrumento fatal: había pensado que yo tendría por coloso al energúmeno que hablando del terreno dcLyon había dicho: «Ese suclo«será destruido: sobre las ruinas de esa soberbia y rebelde ciudad, se elevarán chozas, que los amigos de la igualdad se apresurarán a venir a habitar Tendremos la energla y valor de atravesar los sepulcros de los conspiradores es necesario que precipitados al Ródano sus sangrientos cadáveres; ofrezcan en las los orillas y en su embocadura, la imágen terrible del poderdel pueblo Celebraremos la victoria de. Tolón, y esta tarde expondremos doscientos rebeldes al fuego y al hierro del cañón.»

Aquellas horribles fanfarronadas no me impusieron, por que Mr. de Nantes había mezclado atrocidades republicanas con el fango imperial, ni porque el sans-culotte, trasformado en duque, hubiese cubierto la cuerda de la linterna con el cordón de la legión de honor, no me parecía ni más hábil, ni más grande. Los jacobinos aborrecen a los hombres que no hacen caso alguno de sus atentados, y que desprecian sus asesinatos: irritase su orgullo como el de los autores a quienes se disputa su talento.

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ASUNTOS EN VIENA

Negociaciones de Mr.de Saint-Leon, enviado de Fouché.— Proposición relativa al señor duque de Orleans.— Mr. de Talleyrand.— Descontento de

Alejandro con Luis XVIII.— Diversos pretendientes.— Informe de La Besnardiere.— Proposición inesperada de Alejandro al congreso: lord

Clancarthy la hace desechar — Vuelvese Mr. de Talleyrand: sus pliegos a Luis XVIII.—Declaración de la alianza, truncada en el diario oficial de Fráncfort.—

Mr. de Talleyrand quiere que el rey vuelva a entrar en Francia por las provincias del Sud-este.— Diversos pasos del príncipe de Benevento en

Viena.— Me escribe a Gante: su carta.

Al mismo tiempo que Fouché enviaba a Gante a Mr. Gaillard para que negociase con el hermano de Luis XV[, sus agentes en Basilea, conferenciaban con los del príncipe de Metternich acerca de Napoleón II, y Mr. de Saint-Leon, enviado por Fouché, llegaba a Viena para tratar de la corona posible del duque de Orleans. Los amigos del duque de Otranto no podían contar ya con él más que sus enemigos: al regreso de los príncipes legítimos, mantuvo en la lista de los desterrados a su antiguo colega Mr. Thibaudeau, mientras que Mr. de Talleyrand, por su parte, eliminaba, de ella o añadía tal o cual proscripto, según se le antojaba. ¿El arrabal de San German no tenía razonen creer en Mr. Fouché?

Mr. de Saint Leon llevaba a Viena tres cartas, una de ellas dirigida a Mr. de Talleyrand: el duque de Otranto proponía al embajador ele Luis XVlll, que elevase al trono, si hallaba coyuntura para ello, al hijo de Igualdad. ¡Qué probidad en las negociaciones!.. jera una felicidad el tenerse que entender con semejantes gentes!.. Sin embargo, hemos admirado, incensado y bendecido a esos hombres honrados: los hemos hecho la corte, y los hemos llamado Monseñor... Esto explica el mundo actual. Mr. de Montaron llegó de refuerzo después de Mr. de Saint Leon.

El duque de Orleans no conspiraba de hecho, pero lo consentía: dejaba intrigar a las afinidades revolucionarias: ¡dulce sociedad!.. En el fondo de aquel laberinto; el plenipotenciario del rey de Francia, escuchaba las proposiciones (le Fouché.

Hablando de la detención de Mr. de Talleyrand en la barrera del Infierno, he dicho cual había sido hasta entonces su idea constante sobre la regencia de María Luisa: los acontecimientos le obligaron a inclinarse a la eventualidad de los Borbones, pero no se encontraba nunca muy satisfecho: parecíale que con los herederos de San Luis, un obispo casado no estaría nunca seguro en su puesto. La idea de sustituir la rama menor a la primogénita, le halagó tanto más, cuanto que tenía relaciones antiguas en el palacio real.

Tomó, pues, su partido, y sin descubrirse enteramente, se aventuró a decir algunas palabras del proyecto de Fouché a Alejandro. El zar ya no tenía interés en favorecer a Luis XVIII, que le había ofendido en París por su empeño en aparentar superioridad de raza: habíale también disgustado oponiéndose al matrimonio del duque de Berry con una hermana del emperador: fundaba su negativa en tres razones; en que era cismática, que no procedía de tan esclarecido tronco, y en que pertenecía a una familia de locos; razones que aun cuando no se manifestaban a las claras, no dejó de percibir Alejandro y le ofendieron triplemente. Además, como último motivo de queja contra el anciano monarca desterrado, el zar acusaba la proyectada alianza entre la Inglaterra, la Francia, y el Austria. Parecía también, que la sucesión estaba abierta, y todo el mundo pretendía heredar a los hijos de Luis XIV: Benjamín Constant, en nombre de Mme. Murat alegaba los derechos que la hermana de Napoleón creía tener al reino de Nápoles: Bernadotte dirigía una mirada aunque lejana sobre Versalles, sin duda porque el rey de Suecia provenía de Pau.

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La Besnardiere, jefe de sección en el ministerio de Relaciones exteriores, envió a Mr. de Caulaincourt una especie de informe o relación de los agravios y contradicciones o alegatos de la Francia en el asunto de la legitimidad. Mr. de Talleyrand encontró medio de comunicar aquel escrito a Alejandro, que descontento y dispuesto a acoger ciertas ideas, leyó con asombro e interés aquel folleto. De repente, en pleno congreso, y con general admiración, el zar preguntó sino seria materia que debería deliberarse, si el duque de Orleans convendría como rey a la Francia y a la Europa. Esta es quizá una de las cosas más sorprendentes de aquellos tiempos extraordinarios, y tal vez lo es todavía más, el queso baya hablado tan poco del particular 6. Lord Clancarthy hizo que se desechase la proposición rusa: su señoría declaró, que por su parte, no tenía poderes para tratar de cuestión tan grave. «Por lo que a mi toca, dijo, opinando como simple particular, pienso que colocar al señor duque de Orleáns en el trono de Francia, seria reemplazar una usurpación militar con una usurpación de familia, más peligrosa para los monarcas que todas las demás usurpaciones.» Los miembros del congreso se fueron a comer, y señalaron con electro de Sin Luis, como si fuese una pajita la hoja de los protocolos en donde habían quedado.

Mr.de Talleyrand, luego que vio los obstáculos que encontraba el zar, vario de rumbo, y previendo que aquel golpe produciría mucha sensación, se apresuró a dar cuenta a Luis XVIII (en un despacho que yo he visto y que tenía el número 25 ó 27) de la extraña sesión del congreso 7: creíase obligado a informar a S. M. de tan exorbitante paso, porque aquella noticia, decía, no tardaría en llegar a oídos del rey: candidez singular en el príncipe de Talleyrand.

Se había tratado de una declaración de alianza para hacer saber al mundo, que no se pretendía imponer a la Francia ninguna forma de gobierno determinada, y que era libre de elegir al soberano que gustase, aun cuando fuese el mismo Napoleón. Esta última parte de la declaración fue suprimida, pero fue efectivamente anunciada en el periódico oficial de Fráncfort. La Inglaterra, en sus negociaciones con los demás gabinetes, usa siembre ese lenguaje liberal, que no es más que una precaución contra la tribuna parlamentaria.

Se ve, pues, que en la segunda restauración, lo mismo que en la primera, los aliados no se cuidaban mucho del restablecimiento de la legitimidad: todo fue obra de los acontecimientos. ¿Qué les importaba a unos soberanos tan poco previsores, que fuese degollada la madre de las monarquías? ¿Les impediría esto celebrar festines y tener guardias? ¡En el día los monarcas se hallan tan sólidamente sentados, con el globo en una mano y la espada en la otra!

Mr. de Talleyrand, cuyos verdaderos intereses estaban entonces en Viena, temía que los ingleses, que no le tenían ya en tan favorable concepto, acelerasen las operaciones militares antes de que todos los ejércitos estuviesen en línea, y adquiriera de este modo la preponderancia el gabinete de San James: por esta razón trataba de persuadir al rey que volviese a entrar por las provincias del Sudeste. para que se encontrase bajo la tutela de las tropas del emperador, y del gabinete austriaco. El duque de Wellington tenía orden terminante de no comenzar las hostilidades, Napoleón fue quien presentó la batalla de Waterloo: no se pueden detener los destinos de semejante naturaleza.

Estos hechos históricos, los más curiosos del mundo, han sido generalmente ignora.los: también ha llegado a formarse una opinión muy confusa acerca de los tratados de Viena con relación a la Francia: se los ha mirado como la obra inicua de unos cuantos soberanos victoriosos y encarnizadnos en nuestra pérdida; pero desgraciadamente sí son duros, han sido envenenados por una mano francesa: cuando Mr. de Talleyrand no conspiraba, traficaba.

La Prusia deseaba poseer la Sajonia, que pronto o tarde será su presa: la Francia debía favorecer aquel deseo, porque obteniendo la Sajonia una indemnización en los círculos del Rin, nos quedaba Laudan con nuestras demás poblaciones dependientes: Coblenza y otras fortalezas

6 Un folleto que acaba de publicarse, titulado Cartas del extranjero, y que parece escrito por

un diplomático hábil y bien informado, indica aquella extraña negociación rusa en Viena. (París nota de 1840).

7 Se pretende que en 1830 Mr. de Talleyrand, hizo sustraer de los archivos particulares de la corona, su correspondencia con Luis XVIII. como hizo sacar de los archivos del imperio cuanto había escrito respecto a la muerte del duque de Enghien, y a los asuntos de España. (París, nota de 1840).

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pasaban a formar un estado amigo, que colocado entre nosotros y la Prusia, impedía los puntos de contacto: las llaves de la Francia no quedaban, pues, entregadas a la sombra de Federico. Por tres millones que le aprontó la Sajonia, Mr. de Talleyrand se opuso a las combinaciones del gabinete de Berlín: más para conseguir que Alejandro consintiese en la existencia de la antigua Sajonia, nuestro embajador se vio precisado a abandonar la Polonia al zar, aun cuando las demás potencias deseasen que una Polonia cualquiera dificultase los movimientos del moscovita en el Norte. Los Borbones de Nápoles rescataron su trono como e! soberano de Dresde, a peso de oro. Mr. de Talleyrand pretendía tener derecho a un subsidio extraordinario en cambio de su ducado de Benevento: vendía su librea abandonando a su señor. Cuando la Francia perdía tanto, ¿no debía perder algo Mr. de Talleyrand? Benevento, por otra parte, no pertenecía al gran chambelán: en virtud del restablecimiento de los antiguos tratados, aquel principado dependía de los estados de la iglesia. . Tales eran las transacciones diplomáticas de Viena, mientras permanecíamos en Gante: en esta ciudad recibí la siguiente carta de Mr. de Talleyrand

Viena 4 de mayo

«He sabido con mucho gusto, caballero, que os encontráis en Gante, porque las circunstancias exigen que el rey se halle rodeado de hombres fuertes e independientes.

«Seguramente habréis pensado que es conveniente refutar por medio de publicaciones bien razonadas, la nueva doctrina que se quiere establecer en los documentos oficiales que aparecen en Francia.

«Seria muy útil publicar algo con. objeto de establecer que la declaración de 31 de marzo, hecha en París por los aliados, que la destitución, y que la abdicación, y el tratado de abril, que fue su consecuencia, son otras tantas condiciones preliminares, indispensables y absolutas del tratado de 30 de mayor es decir, que sin aquellas condiciones previas, no se hubiera celebrado. Sentado esto, el que viole las referidas condiciones o favorezca la infracción rompe la paz establecida por el tratado. El y sus cómplices, serán, pues, los que declaran la guerra a la Europa.

«Una discusión en este sentido vendría muy bien al exterior y a lo interior: mas es preciso que esté bien escrita y dirigida, y así encargaos de ella.

«Recibid, caballero, el homenaje de mi sincero aprecio y de mi más alta consideración.

«Talleyrand.

«Espero tener el honor de veros a fines del mes.»

Nuestro ministro en Viena era fiel a su odio contra la gran quimera que había salido de las sombras: temía recibir un golpe de sus alas. Esta carta muestra además lo que Mr. de Talleyrand era capaz de hacer cuando escribía solo. Tratábase de algunas frases diplomáticas, sobre la destitución, la abdicación y los tratados de 11 de abril y 30 de mayo, para contener a Napoleón... Quedé muy reconocido alas instrucciones, en virtud de mi diploma de hombre fuerte, pero no las seguí: embajador in petto, no me mezclaba en aquel momento en los negocios extranjeros: no me ocupaba más que de mi ministerio interino de lo Interior.

Pero ¿qué sucedía en París?

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LOS CIEN DÍAS EN PARÍS

Efecto del paso de la legitimidad a Francia.— Asombro de Bonaparte.— Se ve obligado a capitular con las ideas que creía sofocadas.— Su nuevo sistema.—

Tres enormes jugadores.— Quimeras de los liberales.— Clubs y confederados.— Tramoya de la república: el acta adicional.— Convocación de

la cámara de los representantes.— Inútil campo de mayo.

Os hago ver el reverso de los acontecimientos que no manifiesta la historia: esta no presenta más que el parage. Las Memorias tienen la ventaja de ofrecer ambas caras del tejido: bajo este aspecto pintan mejor a la humanidad completa, exponiendo, como las tragedias de Shakespeare, las escenas altas y bajas. Por todas partes se encuentra una choza al lado de un palacio, un hombre que llora junto a otro que ríe, y un trapero con su costal al hombro, cerca de un rey que pierde su trono: ¿qué importaba a la esclava que presenciaba la batallado Arbela, la caída de Darío?

Gante no era, pues, más que un vestuario detrás de los bastidores del espectáculo qué se representaba en París. Todavía quedaban en Europa personajes muy famosos. Yo había principiado mi carrera en 1800 con Alejandro y Napoleón: ¿por qué no había seguido al gran teatro, a aquellos primeros actores contemporáneos míos? ¿Por qué estaba solo en Gante? Por qué el cielo nos envía donde quiere. De los pequeños cien días en Gante pasemos a los grandes cien días en París.

Ya he expuesto las razones que debieran haber detenido a Bonaparte en la isla de Elba, y las razones o más bien la necesidad de su carácter que le compelieron a salir de su destierro. Pero la marcha de Caunes a París concluyó con lo que quedaba del antiguo hombre: en París se rompió el talismán.

Los pocos momentos en que volvió a aparecer la legalidad, habían sido suficientes para hacer imposible el restablecimiento de la arbitrariedad. El despotismo enfrena a las masas, y deja libertad a los individuos hasta un cierto límite: la anarquía desencadena a las masas, y esclaviza la independencia individual. De aquí proviene el que el despotismo se asemeje a la libertad cuando sucede a la anarquía; y que aparezca lo que es realmente cuando reemplaza a la libertad: libertador después de la constitución directorial, Bonaparte era opresor después de la Caita. Lo conocía tan bien; que se creyó obligado a ir más lejos que Luis XVIII, y volver al origen de la soberanía nacional. El que había pisado al pueblo como un tirano, se vio reducido a volverse .á hacer tribuno del pueblo, a mendigar el favor de los arrabales, a parodiar la infancia revolucionaria, a balbucear un antiguo lenguaje de libertad que hacia contraer sus labios, y de que cada silaba hacia agitar de cólera a su espada.

Su destino como potencia se había en efecto cumplido tan bien, que durante los cien días, ya no se reconoció el genio de Napoleón. Aquel genio era el del triunfo y del orden, pero no el de la derrota y de la libertad: ahora bien, no podía nada por la victoria que le había vuelto .la espalda, ni tampoco por el orden, pues que existía sin él. En su asombro decía: «¡Cómo m variado la Francia los Borbones en algunos meses!. necesitaré años para rehacerla.» Lo que veía et conquistador no era obra de la legitimidad, lo era de la Carta: había dejado a la Francia muda y prosternada, y la encontraba de pie y con el uso de la palabra; con su espíritu absoluto confundía la libertad con el desorden.

Y sin embargo, Bonaparte se veía obligado a capitular con las ideas que no podía vencer»desde luego. A falta de popularidad real, algunos obreros pagados al efecto, iban todas las tardes a dar en el Carroussel las voces de ¡viva el emperador! Las proclamas anunciaron primero una maravilla de olvido y perdón: todo fue declarado libre, nación, imprenta e individuos:

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solo se deseaba la paz, la independencia y felicidad del pueblo, todo el sistema imperial había variado, 6 iba a renacer la edad de oro. Para poner a la práctica de acuerdo con la teoría, se distribuyó la Francia en siete grandes divisiones de policía: los siete lugartenientes fueron revestidos de los mismos poderes que tenían los directores generales en tiempo del consulado y del imperio: sabido es lo que fueron aquello^ protectores de la libertad individual en Lyon, Burdeos, Milán, Florencia, Lisboa, Hamburgo y Ámsterdam. Sobre aquellos lugartenientes, Bonaparte elevó en una jerarquía mucho más favorable a la libertad, comisarios extraordinarios,. a la manera de los representantes de! pueblo del tiempo de la Convención.

La policía dirigida por Fouché, anunció al mundo en proclamas solemnes, que ya no se ocuparía más que en propagar la filosofía, y que obraría con arreglo a los principios de virtud.

Bonaparte restableció por un decreto la guardia nacional del reino, cuyo solo nombre de causaba antes vértigos. Se veía obligado a anular el divorcio pronunciado en tiempo del imperio, entre el despotismo y la demagogia, y a favorecer su nueva alianza; de aquel himeneo debía nacer un campo de mayo, una libertad, el gorro encarnado y el turbante, el sable del mameluco a la cintura, y el hacha revolucionaria en la mano; libertad rodeada de las sombras de aquellos millares de victimas, sacrificadas en los cadalsos, en los ardientes campos de España, y en los helados desiertos de la Rusia. Antes del triunfo, los mamelucos son jacobinos, después, los jacobinos se convertirán en mamelucos: Esparta es para el momento del peligro, Constantinopla para el de la victoria.

Bonaparte hubiera querido reasumir en si solo toda la autoridad, pero no le era posible: encontraba hombres dispuestos a disputársela: los republicanos de buena fe, libres de las cadenas del despotismo y de las leyes de la monarquía, deseaban conservar una independencia que quizá no es más que un noble error: venían después los furiosos de la antigua facción de la Montaña; estos últimos, humillados por no haber sido durante el imperio más que los espías de la policía de un déspota, parecían dispuestos a volver a recobrar por su propia cuenta, la libertad de hacerlo todo, cuyo privilegio habían cedido a un amo por espacio de quince años.

Empero ni los republicanos, ni los revolucionarios, ni los satélites de Bonaparte, eran bastante fuertes para establecer un poder aislado, o para subyugarse mutuamente. Amenazados en lo estertor por una invasión y perseguidos dentro por la opinión pública, compren dieron que si se dividían eran perdidos: para conjurar el peligro, aplazaron sus quejas: los unos proponían para la común defensa sus sistemas y sus quimeras, y los otros su terror y perversidad. En aquel pacto ninguno procedía de buena fe: cada uno esperaba convertirle en provecho suyo, pasada la crisis: todos procuraban asegurarse de antemano los resultados de la victoria. En esta espantosa treinta y una, tres enormes jugadores llevaban alternativamente la banca: la libertad, la anarquía y el despotismo, y todos tres hacían trampas y se afanaban por ganar una partida que estaba perdida para ellos.

Llenos de aquel pensamiento, no adoptaban medidas severas contra algunos perdidos que apresuraban las disposiciones revolucionarias: habíanse formado confederaciones en los arrabales..y se organizaban otras con rigurosos juramentos en la Bretaña, el Anjou, el Lyonés y la Borgoña: oíase cantar la Marsellesa y la Carmañola: un club, establecido en París, seguía correspondencia con otros de las provincias: anunciábase también la reaparición del Diario de los patriotas. mas por esta parte, ¿qué confianza podían inspirar los resucitados de 1793? ¿No se sabia ya cómo explicaban la libertad, la igualdad y los derechos del hombre? ¿Eran acaso más morales, más sabios y sinceros, después que antes de sus enormidades? Porque se habían manchado con todos los vicios, ¿se habían llegado a hacer capaces de todas las virtudes? No se abdica el crimen tan fácilmente como una corona: la frente que ciñe la horrorosa venda, conserva siempre señales indelebles.

La idea de hacer descender a un ambicioso de talento desde el rango de emperador a la condición de generalísimo o presidente de la república, era una quimera: el gorro encarnado con que se cubría la cabeza de sus bustos durante los cien días, no hubiera anunciado a Bonaparte más que la recuperación de la diadema, si fuese dado a los atletas que recorren el mundo, hacer dos veces la misma carrera.

Sin embargo, los liberales de elección se prometían la victoria: hombres extraviados, como Benjamín Constant, y bobalicones como Simón de Sismondi hablaban de colocar al príncipe de

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Canino en el ministerio de lo Interior, al teniente general conde Carnot, en el ministerio de la Guerra, y al conde Merlín en el de Justicia. Abatido en la apariencia Bonaparte no se oponía a los movimientos democráticos, que en último resultado, proporcionaban conscriptos a su ejército. Dejábase atacar en los folletos: las caricaturas le repetían, Isla de Elba, como los papagayos gritaban a Luis XI, Peronne. Predicábase al fugado de la prisión, tuteándole, la libertad y la igualdad, y escuchaba aquellas advertencias con aire de compunción. De repente, rompiendo los lazos en que habían querido envolverle, proclamó por su propia autoridad, no una constitución plebeya, sino aristocrática, una acta adicional a las constituciones del imperio.

La soñada república se convirtió, por esta diestra tramoya, en el antiguo gobierno imperial, rejuvenecido con el feudalismo. Él acta .adicional quitó a Bonaparte el partido republicano, y neo muchos descontentos en los demás partidos. La licencia reinaba en París, y la anarquía en las provincias: combatíanse las autoridades civiles y militares: aquí se amenazaba con incendiar los palacios y degollar los sacerdotes, y allá se enarbolaba el pabellón blanco, y se gritaba viva el rey. Atacado Bonaparte, retrocede; retirad sus comisarios extraordinarios el nombramiento de alcaldes de los comunes, y se le devuelve al pueblo. Asustado de la multitud de votos contra el acta adicional, abandonó su dictadura de hecho, y convocó la Cámara de los representantes, en virtud de aquella acta que aun no estaba aceptada. Errante de escollo en escollo, apenas se libra de un peligro tropieza con otro: soberano de un día, ¿cómo había de establecer una dignidad de par hereditaria, que rechazaba el espíritu de igualdad? ¿Cómo gobernar las dos cámaras? ¿Mostrarían una obediencia pasiva? ¿Cuáles serian las relaciones de aquellas cámaras con la proyectada asamblea del campo de mayo, que no tenía verdadero objeto, pues que el acta adicional se puso en ejecución antes que se contasen los votos? ¿Aquella asamblea compuesta de treinta mil electores, no se conceptuaría la representación nacional?

El campo de mayo, tan pomposamente anunciado y celebrado el I. de junio, se redujo a un simple desfile de tropas, y a una distribución de banderas ante un altar despreciado. Napoleón, rodeado de sus hermanos, de los dignatarios del estado, de los mariscales, de las corporaciones civiles y judiciales, proclamó la soberanía del pueblo, en la cual no creía. Los ciudadanos pensaban que formarían por si mismos una constitución en aquel día solemne: los habitantes pacíficos aguardaban que se declarase en el la abdicación de Napoleón en favor de su hijo; abdicación preparada en Basilea, entre los agentes de Fouché y del príncipe de Metternich: pero no hubo nada más que un ridículo petardo político El acta adicional se presentaba como un homenaje a la legitimidad: con corta diferencia era la Carta, excepto la abolición de la confiscación.

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PROSECUCIÓN DE LOS CIEN DÍAS EN PARÍS

Inquietudes y amarguras de Bonaparte.

Aquellas mudanzas súbitas, y aquella confusión de todo anunciaban la agonía del despotismo. Con todo, el emperador no podía recibir de adentro el golpe mortal, porque el poder que le combatía estaba tan extenuado como él. El titán revolucionario que Napoleón derrocara en otro tiempo, no había recobrado su energía nativa: los dos gigantes se dirigían entonces inútiles golpes: aquella no era ya más que la lucha de dos sombras.

A estas imposibilidades generales, se le agregaban a Bonaparte disgustos domésticos y los cuidados de palacio; anuncio a la Francia la vuelta de la emperatriz y del rey de Roma, y ni una ni otro llegaban. Decía hablando de la reina de Holanda, que Luis XVIII había creado duquesa de Saint-Len: «Cuando se han aceptado las prosperidades de una familia, deben aceptarse también sus adversidades.» José que había acudido desde Suiza, solo le pedía dinero; Luciano le causaba zozobra por sus relaciones liberales. Murat, conjurado al principio contra su cuñado, al volver a reconciliarse con él, se había apresurado demasiado a atacar a los austriacos: despojado del reino de Nápoles y fugitivo sin esperanzas de recobrar lo perdido, aguardaba prevenido, cerca de Marsella, la catástrofe que referiré más adelante.

Y además, el emperador ¿podía fiarse en sus antiguos partidarios y supuestos amigos? ¿No le habían indignamente abandonado en el momento de su caída? Aquel Senado que se arrastraba a sus plantas, y que formaba ya parte de la Cámara de los pares, no había decretado la destitución de su bienhechor? ¿Podía creer a aquellos hombres cuando le decían: «El interés de la Francia es inseparable del vuestro. Si la fortuna no correspondiese a vuestros esfuerzos, los reveses, señor, no debilitarían nuestra perseverancia, y haría que redoblásemos nuestra adhesión y afecto hacia vos. ¡Vuestra perseverancia!... ¡Vuestra adhesión en la hura del infortunio! ¿Esto decíais el 11 de junio de 1815; ¿y qué dijisteis el 2 de abril de 1814? ¿y qué diréis algunas semanas después, el 19 de julio de 1815?

El ministro de la policía imperial, como ya hemos visto, mantenía correspondencia con Gante, Viena y Basilea: los mariscales, a quienes Bonaparte se veía obligado a confiar el mando de sus soldados, no hacia mucho tiempo que habían prestado juramento de fidelidad a Luis XVIII, y habían redactado contra él las proclamas más violentas 8: verdad es que desde aquel momento volvían a abrazar la causa de su sultán; pero si se hubiera detenido en Grenoble, ¿qué habrían hecho?¿Basta quebrantar un juramento para devolver toda su fuerza a otro olvidado? ¿Equivalen dos perjurios a la fidelidad?

Dejemos que trascurran algunos días, y veremos a los perjuros del campo de mayo volverá ofrecer sus homenajes a Luis XVIII en los salones de las Tullerías: acercarse a la sagrada mesa del Dios de paz, para hacerse nombrar ministros de los crueles banquetes de la guerra: a los mismos heraldos que llevaron las insignias reales en la consagración de Bonaparte, desempeñar las mismas funciones en la de Carlos X, y después, comisarios de otro poder, conducir a este rey preso a Cherburgo, sin encontrar apenas un rinconcito libre en su conciencia, para colocar en él la hoja de su nuevo juramento. Es muy duro nacer en épocas de inmoralidad, en este tiempo, en que si se encuentran en conversación dos individuos, estudian y escogen las palabras por temor de ofenderse y sonrojarse mutuamente.

Los que no habían podido mantenerse adictos a Napoleón por su gloria, y por reconocimiento al bienhechor de quien habían recibido sus honores, sus riquezas y hasta sus nombres, ¿se sacrificarían por él, cuando no veían aseguradas sus esperanzas? ¿Los ingratos a quienes no

8 Véase la del mariscal Soult.

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pudo fijar una fortuna consolidada por triunfos inauditos y por una posesión de diez y seis años de victorias, ¿unirían entonces su suerte a la precaria del emperador? Tantas crisálidas, que entre dos primaveras, se habían despojado y vuelto a vestir la piel de legitimistas y de revolucionarios, y de bonapartistas y borbonesas: tantas palabras empeñadas y no cumplidas; tantas cruces, que habían pasado desde el pecho del caballero a la cola del caballo, y desde esta, otra vez al pecho del caballero: tantos valientes mudando de banderas y faltando a su prometida fe: tantas nobles damas sirviendo alternativamente a María Luisa y a María Carolina, no debía producir en el alma de Napoleón más que desconfianza, horror y desprecio: aquel gran hombre envejecido, estaba solo en medio de todos aquellos traidores, de los hombres y de la suerte en una tierra poco firme, bajo un cielo enemigo, y frente a su destino que ya se había cumplido, y al juicio de Dios.

Resolución de Viena.— Movimiento en París.

Napoleón no halló fidelidad sino en los fantasmas de su gloria pasada, que como os he dicho, le escollaban desde el lugar de su desembarque hasta la capital de Francia. Pero las águilas, que de campanario en campanario habían volado de Cannes a París, se posaron cansadas sobre las chimeneas de las Tullerías, sin poder ir más lejos.

No se precipitó Napoleón con las poblaciones conmovidas sobre la Bélgica antes que se reuniera en este país un ejército anglo-prusiano, sino que se detiene e intenta negociar con la Europa y mantener humildemente los Tratados de la legitimidad. El congreso de Viena opone al duque de Vicence la abdicación de 11 de abril de 1814; abdicación por la cual Bonaparte reconocía ser él el único obstáculo para el restablecimiento de la paz en Europa, y en su consecuencia renunciaba para si y sus herederos a los tronos de Francia y de Italia, más una vez que vuelve a restablecer su poder, viola manifiestamente el tratado de París, y se coloca de nuevo en la situación política anterior al 31 de marzo de 1814: quedando probado de este modo que es Bonaparte quien declara la guerra a la Europa, y no la Europa a Bonaparte. Estas argucias lógicas de procuradores diplomáticos como ya he advertido a propósito de la carta de Mr. de Talleyrand, valían lo que podían antes del combate.

La noticia del arribo de Bonaparte a Cannes, llegó a Viena el 3 de marzo, estándose celebrando una fiesta en que se representaba la asamblea de las divinidades del Olimpo y del Parnaso. Acababa de recibir Alejandro el proyecto de alianza entre Francia, Austria e Inglaterra, y después de titubear un poco entre ambas nuevas, dijo: «No se trata de mi sino de la salvación del mundo.» Y un correo lleva a San Petersburgo la orden para que se ponga en marcha la guardia. Detiénense los ejércitos que se retiraban, y ochocientos mil enemigos vuelven el rostro hacia Francia. Bonaparte se prepara a la guerra, y le esperan en nuevos campos cataláunicos. Dios le ha aplazado para la batalla que debe terminar el reinado de las batallas.

El calor de las alas de la fama de Marengo y de Austerlitz bastó para hacer nacer ejércitos en esta Francia que no es otra cosa que un gran nido de soldados. Bonaparte devolvió a sus legiones sus sobrenombres de invencible, terrible, incomparable. Siete ejércitos volvían a tomar el titulo de ejército de los Pirineos, de los Alpes, del Jura, del Mosela y del Rin; grandes recuerdos que servían de perspectiva a tropas supuestas y a triunfos en esperanza. Un verdadero ejército se hallaba reunido en París y en Laon; ciento cincuenta baterías, diez mil soldados de preferencia ingresados en la guardia, diez y ocho mil marinos instruidos en Lutzen y en Bautzen; treinta mil veteranos, oficiales y sargentos de guarnición en las plazas fuertes; siete departamentos del Norte y del Este dispuestos a levantarse en masa; ciento ochenta mil hombres de la guardia nacional movilizada; cuerpos francos en la Lorena; la Alsacia y el Franco-Condado; los confederados ofreciendo sus piquetas y sus brazos; y París fabricando tres mil fusiles diarios, tales eran los recursos del emperador. Quizá hubiera trastornado otra vez el mundo si hubiera podido resolverse a llamar las naciones extranjeras a la independencia, dando la libertad a la patria. Era propicio el momento, los reyes que prometieron a sus súbditos gobiernos constitucionales, acababan de faltar vergonzosamente a su palabra: pero la libertad era antipática

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a Napoleón después que hubo bebido en la copa del poder; y quería mejor ser vencido con soldados que vencedor con el pueblo. Los cuerpos que envió sucesivamente a los Países Bajos ascendían a setenta mil hombres.

Lo que hacíamos en Gante.— Mr.de Blacas.

Los emigrados estábamos en la ciudad de Carlos V, como las mujeres de esta ciudad: sentadas detrás de sus celosías, veían en un espejillo inclinado los soldados que pasaban por la calle. Luis XVIII estaba allí en un rincón completamente olvidado, y apenas recibía de vez en cuando un billete del príncipe de Talleyrand, algunas líneas del cuerpo diplomático residentes cerca del duque de Wellington en calidad de comisarios, y al señor Pozzo di Horgo, Vicent y otros. Un hombre extraño a la política jamás hubiera creído que un impotente oculto a las orillas del Lys seria puesto sobre el trono por el choque de millares de soldados prontos a sacrificarse, y de quienes no era el rey ni general, ni pensaban en él, ni conocian siquiera su existencia. De dos puntos tan próximos, Gante y Waterloo, jamás uno pareció tan oscuro, tan brillante; la legitimidad yacía en un almacén como un carruaje desconcertado.

Sabíamos que las tropas de Bonaparte se acercaban, y solo teniamos para defendernos nuestras dos pequeñas compañlas a las ordenes del duque de Berry; príncipe cuya sangre no podía servirnos, porque ya estaba reclamada en otra parte. Mil caballos destacádos del ejército francés nos habrían copado en algunas horas. Las fortificaciones de Gante estaban demolidas, y el recinto hubiera sido tanto más facilmente forzado, cuanto que la población belga no nos era favorable. La escena de que había sido testigo se renovó, y se preparaban en secreto los carruajes de S. M. Monsieur salió para Bruselas encargado de vigilar de más cerca los movimientos.

Habíase vuelto Mr. de Blacas cuidadoso y triste; y yo, pobre de mí, le distraía. En Viena no había nadie que le fuera favorable, pues Mr. de Talleyrand se burlaba de él, y los realistas U; pensaban de ser la causa de la vuelta de Napoleón. Yo era su único apoyo, y encontrándole con bastante frecuencia en el mercado de los caballos, donde trotaba solo, me enganchaba a su lado y me conformaba con sus melancólicas ideas. Este hombre a quien he defendido en Gante, en Inglaterra; a quien defendí en Francia después de los cien días y hasta en el prefacio de la Monarquía según la Carta, este hombre me ha hecho siempre la guerra, lo cual a pesar de todo no hubiera importado cosa alguna a no haber sido un mal para la monarquía. Yo no me arrepiento de mi candidez pasada; pero debo consignar en estas Memorias las sorpresas hechas a mi juicio y a mi buen corazón.

Batalla de Waterloo.

El 18 de junio de 1813, a mediodía, salí de Gante por la puerta de Bruselas para terminar mi paseo por el camino real. Había llevado los Comentarios de César, y caminaba lentamente absorto en mi lectura, cuando a una legua de distancia de la ciudad, creí oír un ruido sordo; me detuve y miré al cielo, bastante cargado de nubes, deliberando entre mí si continuaría adelante o si volvería atrás por temor de la tempestad. Escuché de nuevo, mas como ya solo percibí el ruido del agua entre los juncos, y el compás de un reloj de aldea, proseguí mi camino; pero aun no había andado treinta pasos, cuando volvió a comenzar el rumor, unas veces breve; otras largo y a intervalos desiguales, y otras solo sensible por una trepidación del aire que se comunicaba a la tierra en aquellas inmensas llanuras. Estas detonaciones menos vastas, menos ondulosas y unidas que las del rayo, hicieron nacer en mi ánimo la idea del combate. Atravesé el camino, me

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apoyé de pie contra el tronco de un árbol, volviendo el rostro hacia Bruselas, y un viento Sur que se levantó de pronto me trajo más distintamente el rumor de la artillería. ¡Esta gran batalla, todavía sin nombre, cuyos ecos escuchaba yo al pie de un pino y cuyos funerales desconocidos acababa de tocar el reloj de una aldea, era la batalla de Waterloo!

Oyente silencioso y solitario de la formidable sentencia de los destinos, me habría conmovido menos si me hubiese encontrado en el combate: el peligro, el fuego, la confusión de la muerte, no me hubieran dejado tiempo para meditar; pero solo, debajo de un árbol en la campiña de Gante, como el pastor de los rebaños que pacían en mi alrededor, me anonadaba el peso de las reflexiones. ¿Qué combate era aquel? ¿Era definitivo? ¿Napoleón se hallaba allí en persona? El mundo como la túnica del Redentor, ¿era echado a la suerte? Triunfo o derrota del uno o del otro ejercito, ¿cuál sería la consecuencia de aquel acontecimiento para los pueblos; la libertad o la esclavitud? ¿Pero qué sangre corría? Cada rumor que llegaba a mis oidos, ¿no erael último suspiro de un francés? ¿En aquello un nuevo Grecy, un nuevo Poitiers, un nuevo Azincoart, de que iban a regocijarse los implacables enemigos de la Francia? ¿Si triunfaban, no se perdia nuestra gloria? Si Napoleón vencia, ¿qué era.de nuestra libertad? Aunque el triunfo de Napoleón me abría un destierro eterno, mi corazón se hallaba en aquel momento dispuesto en favor del opresor de la Francia, si debía salvando nuestro honor, arrancarnos ala dominación extranjera.

¿Triunfaba Wellington? ¡La legitimidad volvería a entrar en París detrás de aquellos uniformes rojos que acababan de reteñirse con sangre de franceses! La monarquía tendría por carroza de su consagración, las parihuelas de los hospitales llenas de nuestros mutilados granaderos! ¿Qué será una restauración llevada a cabo bajos tales auspicios?... Esta era una parte muy pequeña de las ideas que me atormentaban; cada cañonazo me causaba un sacudimiento y redoblaba los latidos de mi corazón. A algunas leguas de una catástrofe inmensa, yo no la veía: yo no podía tocar el vasto monumento fúnebre creciente de minuto en minuto en Waterloo, como desde la ribera de Boulag, a orillas del Nilo, extendía vanamente mis brazos hacia las pirámides.

No aparecía viajero alguno, y unas cuantas mujeres que sembraban tranquilamente sus legumbres, no parecían oír el ruido que yo escuchaba. Aparece de pronto un correo y abandonando mi posición, me coloco en medio de la calzada, le detengo y le interrogo. El .correo, que pertenecía al duque de Berry y venia de Alost, me dijo: «Bonaparte ha entrado ayer (17 de junio) en Bruselas, después de un combate sangriento. La batalla ha debido empezar hoy de nuevo (18 de junio). Se crecen la derrota definitiva de los aliados, se ha (lado la orden de retirada.» El correo prosiguió su camino.

Seguirle corriendo, y a pesar de todo fui alcanzado por un carruaje de un negociante que huía con su familia en una silla de posta, el cual me confirmó la relación del correo.

Confusión en Gante.— Cual fue la batalla de Waterloo.

Todo era confusión cuando entré en Gante: cerrábanse las puertas dejando solo entreabiertos los postigos, y los vecinos mal armados, y algunos soldados daban la guardia en ellas. En seguida fui a ver al rey.

Monsieur acababa de llegar por un camino extraviado, habiendo salido de Bruselas a la falsa noticia de que Bonaparte iba a entrar en la ciudad, y que una primera batalla perdida no dejaba la menor esperanza de ganar la segunda. Decíase que no habiendo estado en la línea los prusianos, habían sido destrozados los ingleses.

Con tales noticias, el sálvese quien pueda se hizo general, los que tenían algunos recursos se marcharon, y yo que acostumbro a no tener jamás nada, me encontraba como siempre listo y dispuesto. Quería, sin embargo, deshacerme antes de todo de Mme. Chateaubriand, bonapartista acérrima, pero a quien no agradaban los cañonazos; mas ella no quiso separarse de mi.

Por la tarde hubo consejo con S. M., donde oímos de nuevo las relaciones de Monsieur, y los

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se dice recogidos en casa del comandante de la plaza o del barón de Eckstein. El carro de los diamantes de la corona estaba enganchado; yo no tenía necesidad de carro para llevar mi tesoro. Metí el pañuelo de seda negro que me lío por las noches a la cabeza en mi cartera de ministro de lo Interior, y me puse a disposición del príncipe con este documento importante de los negocios de la legitimidad. Yo era más rico en mi primera emigración, cuando mi maletilla me servía de almohada y de baúl Atala; pero en 1815 era Atala una muchacha desmadejada, de trece a catorce años, que corría el mundo sola, y que para honor de su padre, había hecho hablar mucho de si.

El 19 de junio a la una de la mañana, una carta de Mr. Pozzo, trasmitida al rey por estafeta, restableció la verdad de los hechos. Bonaparte no había entrado en Bruselas y decididamente había perdido la batalla de Waterloo. Saliendo de París el 12 de junio, alcanzó a su ejército el 14, y el 15 forzó las líneas del enemigo sobre el Sambra. El 16 bate a los prusianos en sus campos de Fleurus, donde la victoria parece ser por siempre fiel a los franceses, e inmediatamente toman las aldeas de Ligny y de Saint-Amand. Nuevo triunfo en los Quatre-Bras; el duque de Brunswick queda entre los muertos, y Blucher en plena retirada, se repliega sobre una reserva de treinta mil hombres mandados por el general Bulow: el duque de Wellington, con los ingleses y holandeses, se dirige a Bruselas.

El 18 por la mañana, antes de los primeros cañonazos, el duque de Wellington declaró que podría sostenerse hasta las tres; pero que a esta hora sino parecían los prusianos, necesariamente tendría que ser derrotado, pues toda retirada le era imposible por su posición entre Planchenois y Bruselas. Sorprendido por Napoleón, su posición militar era detestable, y la había aceptado por la necesidad, pero no escogido.

Los franceses lomaron desde luego, en el ala izquierda del enemigo, las alturas que dominan el castillo de Hougoumon, hasta las quintas de la Haie-Sainte y de Papelotte; en el ala derecha atacaron la aldea de Monte-Saint-Jean. La quinta de la Haie-Sainte, es tomada en el centro por el príncipe Gerónimo; pero la reserva prusiana aparece hacia Saint-Lambert a las seis de la tarde, y un nuevo y furioso ataque se dirige contra la Haie-Sainte; Blucher llega con tropas frescas, y aísla del resto de las nuestras, ya rotas, los cuadros de la guardia imperial. En rededor de esta falange inmortal, el desbordamiento de los fugitivos todo lo arrastra entre torbellinos de polvo, entre el humo ardiente de la metralla, entre los tinieblas surcadas de cohetes a la congreve, en medio del ruido de trescientas piezas de artillería y del galope precipitado de veinte y cinco mil caballos; aquella era el sumario de todas las batallas del imperio. Dos veces han gritado los franceses ¡victoria! dos veces son sofocados sus gritos por la presión de las columnas enemigas. El fuego de nuestras líneas se apaga, los cartuchos se agotan, y algunos granaderos heridos, en medio de treinta mil muertos, de cien mil balas de cañón ensangrentadas a sus pies, quedan aun de pie apoyados en el fusil, rota la bayoneta y el cañón sin cargar. No lejos de ellos, el hombre de las batallas escuchaba el último cañonazo que debía oír en su vida. En estos campos de carnicería, su hermano Gerónimo combatía aun con sus batallones espirantes y anonadados por el número, pero su valor no pudo atraer la victoria.

El número de los muertos por parte de los aliados era estimado en diez y ocho mil hombres; doscientos oficiales ingleses habían perecido; casi todos los ayudantes de campo del duque de Wellington estaban muertos o heridos, y no hubo en Inglaterra una familia que no vistiese de luto. Los ingleses debieron el triunfo a los irlandeses y a la brigada de montañeses escoceses, que no pudieron romperlas cargas de nuestra caballería. No habiendo avanzado el cuerpo del general Grouchy, no se encontró en la acción. Am bus ejércitos arrostran el hierro y el fuego con una bravura y un encarnizamiento que animaba una enemistad nacional de diez siglos. Lord Castlereagh, dando cuenta de la batalla en la Cámara de los lores, decía: —«Los soldados ingleses y los franceses, después del combate, lavaban sus manos ensangrentadas en un mismo riachuelo, y de una orilla a la otra se congratulaban mutuamente por su valor.»— Wellington siempre había sido funesto a Bonaparte, o más bien el genio rival de la Francia, el genio inglés, obstruía el camino de la victoria. Hoy día los prusianos reclaman contra los ingleses el honor de este negocio decisivo, pero en la guerra no es la acción consumada lo que hace el triunfador, sino el nombre; no fue Bonaparte quien ganó la verdadera batalla de Jena.

Las faltas de los franceses fueron considerables, pues equivocaron los cuerpos enemigos

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con amigos y ocuparon demasiado tarde la posición de los Quatre-Bras: el mariscal Grouchy, que estaba encargado de contener á los prusianos con sus treinta y seis mil hombres, los dejó pasar sin verlos, y de aquí los cargos que nuestros generales se han dirigido mutuamente. Bonaparte atacó de frente, según su costumbre, en vez de envolver a los ingleses, y se ocupó con la presunción del maestro de cortar la retirada a un enemigo que no estaba vencido.

Muchas mentiras y algunas verdades bastante curiosas se han dicho sobre esta catástrofe. Las palabras: La guardia muere y no se rinde, es una invención que ya nadie se atreve a defender. Parece cierto que al principio de la acción hizo Soult algunas observaciones estratégicas al emperador. «Porque Wellington os ha batido, lo respondió secamente Bonaparte, creéis siempre que es un gran general.» Al fin del combate Mr. de Turena instó a Napoleón para que se retirase a fin de no caer en manos del enemigo.

Bonaparte se encolerizó al principio, pero de repente, y en medio de toda su cólera, salta sobre su caballo y huye.

Regreso del emperador.— Reaparición de La Fayette.— Nueva abdicación de Bonaparte.— Sesiones borrascosas en la Cámara de los pares.— Síntomas

amenazadores para la segunda Restauración.

El 19 de junio, cien cañonazos, de los Inválidos habían anunciado los triunfos de Ligny, de Charleroi, de Cuatre-Bras: se celebran victorias muertas la víspera en Waterloo. El primer correo que trasmitió a París la noticia de esta derrota, una de las más grandes de la historia por sus resultados, fue Napoleón mismo; él entró en la capital la noche del 21 como para hacer saber a sus amigos que aquel suceso no era más que lo que realmente era. Fijose en seguida en el Eliseo-Borbón: cuando llegó de la isla de Elba, descendió en las Tullerías; estos dos asilos, elegidos instintivamente, revelaban el cambio de su desatino.

Vencido en el extranjero en un noble combate, Napoleón fue a sufrir a París los ataques de los abogados que querían aprovecharse de sus desgracias; sintió entonces no haber disuelto la cámara antes de su marcha al ejército, y cada vez se lamentaba más de no haber mandado fusilar a Fouché y a Talleyrand. Pero lo cierto es que Bonaparte, después de Waterloo se abstuvo de toda violencia, sea que obedeciese a la calma habitual de su temperamento, sea que estuviese dominado por el destino; así no decía ya como en su primera abdicación: Ya se verá lo que es la muerte de un grande hombre. Esta frase ya no era oportuna. Antipático a la libertad, pensaba en disolver aquella cámara de representantes que presidia Lanjuinais, de ciudadano convertido en senador, de senador convertido en par, después vuelto a ciudadano, y de ciudadano otra vez vuelto a par. El general La Fayette, diputado, leyó en la tribuna una proposición que declaraba la cámara en permanencia; crimen de alta traición toda tentativa para disolverla; traidor a la patria y juzgado como tal cualquiera que se declarase culpable (21 de junio de 1815.)

El discurso del general empezaba por estas palabras:

«Señores: cuando por primera vez, después de tantos años, levanto una voz que los antiguos amigos de la libertad conocen todavía, me siento obligado a hablaros del peligro de la patria

He aquí el momento de agruparnos en rededor de la bandera tricolor, de la bandera de 89, la de la libertad, la de la igualdad, la del orden público.»

El anacronismo de este discurso produjo el efecto de una ilusión: creyose ver a la revolución, personificada en La Fayette, salir de su tumba y presentarse pálida y descarnada en la tribuna.

Pero estas mociones de orden, reminiscencias de Mirabeau, no eran sino armas ya

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enmohecidas sacadas de un viejo arsenal. Si La Fayette reunía noblemente el fin y el principio de su vida, no estaba seguramente en su poder soldar los dos eslabones de la cadena rola del tiempo. Benjamín Constant se dirigió a ver al emperador al Eliseo-Borbón, y le encontró en su jardín. La muchedumbre llenaba las avenidas de Marigny, y gritaba ¡Viva el emperador! grito palpitante salido de las entrañas populares, y que se dirigía a un vencido. Bonaparte dijo a Benjamín Constant: «¿Qué me deben esos hombres? Nada: yo los encontré pobres, y pobres los dejo.» Esta hubiera sido quizá la única palabra que le habría salido del corazón, si todavía la emoción del diputado no hubiera engañado su oído. Bonaparte previendo el suceso, se adelantó a la indicación que se preparaban a hacerle, y abdicó para no verse obligado a abdicar. «Mi vida política ha terminado, dijo: declaro a mi hijo, bajo el nombre de Napoleón II, emperador de los franceses.» Inútil disposición, semejante a la de Carlos X, en favor de Enrique V: no se dan coronas sino cuando se poseen, y los hombres anulan el testamento de la adversidad. Por otra parte el emperador no era más sincero ni descender del trono la segunda vez, que lo había sido en su primera retirada. Así, cuando los comisarios franceses fueron a anunciar al duque de Wellington que Napoleón había abdicado, les respondió: «Ya lo sabia hace un año.»

La Cámara de representantes, después de algunos debates en que Manuel tomó la palabra, aceptó la nueva abdicación de su soberano, pero vagamente y sin nombrar regencia.

Creose una comisión ejecutiva presidida por el duque de Otranto, y compuesta de tres ministros, un consejero de estado y un general del emperador, los cuales despojaban de nuevo a su señor; estos eran Fouché, Caulaincourt, Carnot, Quinette, y Grenier.

Durante estas transacciones, Bonaparte revolvía sus ideas en la mente: «Yo no tengo ya ejército, decía; no tengo más que fugitivos. La mayoría de la Cámara de los diputados es buena, yo no tengo contra mí más que a La Fayette, Lanjuinais y algunos otros.

Si la nación se levanta, el enemigo será vencido; si en vez de un levantamiento hay discordia, todo está perdido. La nación no ha enviado a los diputados para derribarme, sino para sostenerme. Yo no los temo, hagan lo que quieran; yo seré siempre el ídolo del pueblo y del ejército; si yo pronunciase una palabra, todos acudirían a mi voz; pero si nos querellamos en vez de entendernos, reproduciremos la suerte del bajo imperio.»

Una diputación de la Cámara de representantes vino a felicitarle por su nueva abdicación, y respondió: «Os doy las gracias; yo deseo que mi abdicación pueda hacer la felicidad de la Francia; pero no lo espero.»

Arrepintiose al punto de su resolución cuando supo que la Cámara de representantes había nombrado una comisión de gobierno, compuesta de cinco miembros.

Entonces dijo a sus ministros: «Yo no he abdicado en favor de un nuevo directorio: he abdicado en favor de mi hijo; sino se le proclama mi abdicación es nula y de ningún valor. No es por cierto presentándose ante los aliados con la cabeza inclinada y la rodilla en tierra como las cámaras les obligarán a reconocer la independencia nacional.»

Quejábase de que La Fayette, Sebastiani, Pontecoulant y Benjamín Constant habían conspirado contra él, y que por otro lado las cámaras no habían tenido energía. Añadía que él solo podía repararlo todo, pero que sus enemigos no lo consentirían jamás, pues preferían hundirse en el abismo, que unirse a él para apoyarle.

El 27 de junio, en la Malmaison, escribía esta carta sublime: «Al abdicar el poder, yo no he renunciado al derecho más noble del ciudadano; al derecho de defender a mi país. En estas graves circunstancias, yo ofrezco mis servicios como general, considerándome todavía como el primer soldado de la patria.«

El duque de Basano le manifestó que la Cámara no estaba e a su favor. «Entonces, bienio veo, es preciso todavía ceder. Ese infame Fouché os ha engañado: solo Caulaincourt y Carnot valen alguna cosa; pero ¡qué pueden hacer con un traidor como Fouché, dos nulidades como Quinette y Grenier, y dos cámaras que no saben lo que quieren; Creas todos, como imbéciles, las bellas promesas de los extranjeros, y os engañáis.» Los plenipotenciarios fueron enviados a los aliados. Napoleón se halló el 29 de junio con dos fragatas estacionadas en Rochefort, para trasportarle fuera de Francia; entre tanto se había retirado a Malmaison.

Las discusiones eran muy animadas en la Cámara de los pares. Antiguo enemigo de

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Bonaparte, Carnot, que firmaba las órdenes de los asesinatos de Aviñón sin haber tenido tiempo de leerlas, tuvo el suficiente durante los cien días para inmolar su republicanismo al titulo de conde. El 22 de junio había leído en el Luxemburgo una carta del ministro de la Guerra, conteniendo un informe exagerado sobre los recursos militares de la Francia. Ney, recientemente llegado, no pudo oír este informe sin cólera. Napoleón en sus boletines, había hablado del mariscal con desprecio mal disimulado, y Gourgand acusó a Ney de haber sido la causa de la pérdida de la batalla de Waterloo. Ney, se levantó y dijo: «Ese informe es falso, falso de todo punto: Grouchy no ha podido tener bajo sus ordenes más que veinte o veinte y cinco mil hombres todo lo mas. Ni un solo soldado de la guardia ha huido. Yo la mandaba; yo la he visto morir toda entera, antes que& abandonar el campo de batalla. El enemigo está en Nivelle con ochenta mil hombres, puede estar en París dentro de seis días: no tenéis otro medio de salvar la patria, que abrir negociaciones.»

El ayudante de campo Flahaut, quiso sostener la relación del ministro de la Guerra; pero Ney replicó con mayor vehemencia: «Lo repito, no tenéis otro medio de salvación que las negociaciones: es preciso que volváis a llamar a los Borbones; por lo que a mi hace, me retiraré a los Estados Unidos.»

Al acabar de pronunciar estas palabras, Lavalette y Carnot dirigieron al mariscal vivas y fuertes reconvenciones, a las que Ney respondió con desdén. «.Yo no soy de esos hombres que no miran mas que su interés. ¿Qué ganaré yo con la vuelta de Luis XVIII? ser fusilado por el crimen de deserción. Pero debo la verdad a mi país.»

En la sesión de la Cámara de los pares del 23 recordando esta escena el general Drouot, dijo: «He oído con pesar lo que se habló ayer para disminuir la gloria de nuestras armas, exagerar nuestros desastres, y disminuir nuestros recursos. Mi admiración ha sido tanto mayor, cuanto que estos discursos eran pronunciados por un general distinguido (Ney) quien por su gran valor y sus conocimientos militares, ha merecido tantas veces el agradecimiento de la nación.»

En la sesión del 22 estalló una nueva tempestad a consecuencia de la primera. Tratábase de la abdicación de Bonaparte, y Luciano insistía en que se reconociese a su sobrino por emperador. Mr. de Pontecoulant interrumpió al orador, y preguntó con qué derecho Luciano, extranjero y príncipe romano, se permitía dar un soberano a la Francia. «¿Cómo es posible, añadió, reconocer por emperador a un niño que reside en país extranjero?»

A esta pregunta, La Bedovere, agitándose delante de su asiento, respondió:

«Yo he oído voces alrededor del trono del soberano feliz, pero ellas se alejan hoy que está en desgracia. Hay gentes que no quieren reconocer a Napoleón II, porque prefieren recibir la ley de los extranjeros, a quienes dan nombre de aliados.

«La abdicación de Napoleón es inseparable del reconocimiento de su hijo. Si no se quiere reconocer a este, aquel debe empuñar de nuevo la espada rodeado de los franceses que han derramado su sangre por él, y que están aun cubiertos de heridas.

«Napoleón será abandonado por los viles generales que ya otra vez le han hecho traición; pero si se declara que todo francés que deserte de sus banderas quedará cubierto de infamia, que será arrasada su casa y proscripta su familia, entonces se acabarán las traiciones, los manejos que han ocasionado las últimas catástrofes, algunos de cuyos autores se sientan quizá entre nosotros.» Al oír esto, los pares se levantan con el mayor tumulto, y ofendidos gritan:—«¡Al orden, al orden!»

«Joven, os olvidáis del sitio en que estáis! exclamó Massena.

«¿Creéis estar aun en el cuerpo de guardia? decía Lametz.

Todos los presagios de la segunda restauración fueron siniestros y amenazadores. Bonaparte había vuelto a la cabeza de cuatrocientos franceses; Luis XVIII volvía detrás de cuatrocientos mil extranjeros. Aquel pasó cerca del mar de sangre de Waterloo para dirigirse a su

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sepultura de Saint-Denis.

Mientras que de este modo avanzaba la legitimidad resonaban las interpelaciones en la Cámara de los pares; había en ellas algo de las terribles escenas revolucionarias de los tremendos días de nuestras desgracias, cuando el puñal circulaba en el tribunal entre las manos de las victimas. Algunos militares cuya funesta fascinación había causado la ruina de la Francia decidiendo la segunda invasión del extranjero, debatían aun sus querellas en los umbrales del palacio, y su desesperación profética, sus gestos, sus palabras sepulcrales, parecían anunciar una triple muerte; muerte para ellos mismos; muerte para el hombre que habían bendecido; muerte para la raza que habían proscripto.

Partida de Gante.— Llegada a Morís.— Pierdo la primera ocasión de hacer fortuna en mi carrera política.— Mr. de Talleyrand en Mons.— Escena con el

rey.— Interesome neciamente por Mr. de Talleyrand.

Mientras que Bonaparte se retiraba a la Malmaison con el finado imperio, partimos nosotros de Gante con la renaciente monarquía. Pozzo que sabia bien la poca importancia que se daba a la legitimidad en altas regiones, se apresuró a escribir a Luis XVII I que partiese y llegase inmediatamente si quería reinar, antes que se ocupara el puesto: a este aviso debió Luis XVIII su corona en 1815.

En Mons perdí la primera ocasión de hacer fortuna en mi carrera política, siendo el obstáculo principal para ello y tropezando siempre en mi camino conmigo mismo. Esta vez mis méritos me jugaron la mala pasada que hubieran podido jugarme mis defectos.

Mr. de Talleyrand lleno de orgullo por una negociación que le había enriquecido, pretendía haber hecho a la legitimidad los mayores servicios, y quería dominar la situación. Estrenando que no se hubiese seguido para la vuelta a París el camino que él había trazado, su descontento fue mucho mayor al volver a hallar a Mr. de Blacas con el rey. Talleyrand consideraba a Mr. de Blacas como el azote de la monarquía; pero no era este el verdadero motivo de su aversión, sino que veía en él al favorito, y por consiguiente un rival: temía también Monsieur y se había indignado cuando quince días antes este le había hecho ofrecer su palacio sobre el Lys. Pedir el alojamiento de Mr. de Blacas era muy natural; exigirlo, era acordarse demasiado de Bonaparte.

Mr. de Talleyrand entró en Mons cerca de las seis de la tarde acompañado del abate Luis: Mr. de Ricé, Mr. de Jaucourt y algunos otros comensales volaron a su encuentro. Demostrando un mal humor que nunca se le había observado, el mal humor de un rey que juzga desconocida su autoridad, rehusó al principio ir a casa de Luis XVIII, contestando a los que le instaban a ello con su frase ampulosa: «Jamás tengo prisa, tiempo habrá mañana.» Fui a verle, y me hizo todos aquellos agasajos, con que seducía a los ambiciosos de poco más o menos, y a los necios de alguna importancia. Me cogió el brazo y apoyándose sobre él me habló largo rato; familiaridades de gran favor calculadas para trastornarme la cabeza, pero que eran completamente perdidas conmigo, porque ni tas comprendía siquiera. Yo le invité a ir a casa del rey, a donde me dirigía.

Luis XVIII estaba muy triste; tratábase de separarse de Mr. de Blacas, quien no podía volver a Francia, porque la opinión estaba pronunciada contra él. Aunque yo tuviese motivos de queja de la conducta observada conmigo en París por el favorito, no le manifesté en Gante ningún resentimiento. El rey había agradecido mi modo de conducirme y en su enternecimiento me trató admirablemente. Ya le habían referido lo que decía Mr. de Talleyrand: «Se jacta, me dijo, por haberme colocado por segunda vez la corona sobre la cabeza y me amenaza con volverse a Alemania. ¿Qué pensáis de ello, Chateaubriand? —Yo le respondí:— Creo que se ha informado mal a V. M. Lo único que tiene Mr. de Talleyrand es cansancio; pero si el rey consiente en ello, yo iré a casa del ministro a decirle que venga.» El rey pareció muy satisfecho de esta contestación, pues gastaba muy poco de intrigas, y deseaba su tranquilidad, aun a expensas de sus alecciones.

Mr. de Talleyrand, rodeado de aduladores; estaba más encolerizado que nunca. Hícele

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presente que en un momento tan critico no podía pensar en alejarse. Pozzo le habló eh el mismo sentido, y aunque no le tuviese la menor inclinación, gustaba entonces de verle metido en los negocios, como un antiguo conocimiento: además le suponía en favor con el zar. Yo no adelanté nada con Mr. de Talleyrand, poique los que rodeaban al príncipe combatían mis indicaciones, y hasta el mismo Mr. Mounier pensaba que Mr. de Talleyrand debía retirarse. El abate Luis que atacaba a todo el mundo, me dijo meneando tres veces sus quijadas: «Si yo fue.se el príncipe, no permanecería un cuarto de hora en Mons.» Yo le respondí: «Vos y yo, señor abate, podemos irnos cuando gustemos, sin que nadie lo note, pero no sucede lo mismo con Mr. de Talleyrand.» Insistí aun más, y dije al príncipe. «¿Sabéis que el rey continúa su viaje?» Mr. de Talleyrand pareció sorprendido; después me dijo con aire soberbio, como el Acuchillado a los que querían hacerle desconfiar de los designios de Enrique III: «No se atreverá a ello.»

Volvime, pues, cerca del rey, donde hallé a monsieur de Blacas, y dije a S. M. para excusar a su ministro, que estaba enfermo, pero que al día siguiente tendría regularmente el honor de hacer la corte al rey. «Que haga lo que guste, replicó Luis XVIII, a las tres me marcho.» Y en seguida añadió con tono afectuoso estas palabras: «Voy a separarme de Mr. Blacas, y su puesto queda vacio, Mr. de Chateaubriand.»

Esto era abrirme las puertas de la fortuna. Sin ocuparse mas de Mr. de Talleyrand. Un político diestro habría hecho enganchar sus caballos para seguir o preceder al rey. Yo cometí la torpeza de quedarme en mi posada.

Mr. de Talleyrand, no pudiendo persuadirse de que se fuese el rey, se había acostado; a las tres se le despertó para decirle que el rey iba a partir, y al pronto dudó de lo que oía. «He sido burlado, vendido» exclamó al fin. Levantose de la cama, y vedle aquí por la primera vez de su vida, en la calle a las tres de la mañana, apoyado en el brazo de Mr. de Rice. Llega así al palacio del rey, cuando los dos primeros caballos del tiro tenían ya la mitad del cuerpo fuera de la puerta cochera. Ve mandar detener al postillón, y preguntando el rey que es aquello; le contestan: «Señor es Mr. de Talleyrand. —Está durmiendo, dijo Luis XVIII.— Está aquí, señor.— ¡Vamos!» respondió el rey, Los caballos retroceden con el carruaje, ábrese la portezuela, baja el rey, y entra arrastrándose en su aposento, seguido del ministro, cojeando también. Una vez allí, Mr. de Talleyrand, lleno de cólera, comienza una explicación; S. M. le escucha y le responde: «Principe de Benevento nos dejáis, ¿no es esto? Las aguas os sentarán bien; no olvidéis darnos noticia vuestras.» El rey deja al príncipe desconcertado, se hace conducir de nuevo al carruaje, y parte.

Mr. de Talleyrand rabiaba de cólera, la sangre fría de Luis XVIII le había confundido. ¡Él, Talleyrand, que se preciaba de tener tanta sangre fría ser batido en su propio terreno, verse plantado en medio de la plaza de Mons, como el hombre más insignificante! No acertaba a volver en sí. Permanece mudo, Ve alejarse el carruaje, y en seguida cogiendo al duque de Levis por un botón de su gabán: «Id, señor duque; id a decir como se me trata. Yo he vuelto a colocar la corona sobre la frente del rey (Talleyrand hablaba siempre de esta corona) y me voy a Alemania a comenzar una nueva emigración.»

Mr. de Levis escuchaba distraído, y alzándose sobre las puntas de los pies, dijo: «Príncipe, voy a partir, es necesario que haya al menos un gran señor con el rey.»

Mr. de Levis subió a un carruaje de alquiler que conducía al canciller de Francia, y las dos grandezas de la monarquía Capeto, se reunieron así la una al lado de la otra, a partir gastos, en una especie de cuévano meroviagio.

Yo había rogado a Mr. Duras que trabajase en favor de una reconciliación y que me diese noticias de lo que adelantase. «¡Qué! me había dicho Duras; ¿permanecéis aquí después de lo que os dijo el rey?» Por su parte Mr. de Blacas al partir de Mons me dio gracias por el interés que yo le había manifestado.

Volví a ver a Mr. de Talleyrand, y lo hallé muy apesadumbrado de no haber seguido mis consejos, y de haberse negado con la terquedad de un subteniente calavera a irá casa del rey: temía que las negociaciones se llevasen a cabo sin su intervención, y no poder participar del poder político y de los manejos de dinero que se preparaban. Yo le dije que aunque difería de su opinión, quedaba tan afecto a él como un embajador a su ministro, y que por lo demás, yo tenía amigos cerca del rey y esperaba bien pronto saber algo bueno. Mr. de Talleyrand, inclinándose sobre mis hombros, me manifestó una verdadera ternura, y en aquel momento me creía él

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ciertamente un gran hombre.

No tarde en recibir una carta de Mr. de Duras, el cual me escribía desde Cambray que el negocio estaba arreglado, y que Mr. de Talleyrand iba a recibir la orden de ponerse en camino: esta vez no dejó de obedecer el príncipe.

¿Qué diablos me impulsaba en esta desacertada vía? Yo no había seguido al rey quien me había por decirlo así, ofrecido o más bien dado el ministerio de su casa, y a quien ofendió mi obstinación en permanecer en Mons: yo me cortaba la cabeza por monsieur de Talleyrand, a quien conocía apenas, a quien no estimaba siquiera; por Mr. de Talleyrand que iba a entrar en combinaciones que no eran las mías por cierto, que vivía en una atmósfera de corrupción en la que yo no podía respirar.

Del mismo Mons, y en medio de todas sus dificultades, fue de donde el príncipe de Benevento envió a Nápoles a Mr. de Duperey a percibir los millones de uno de sus tratos en Viena. Mr. de Blacas caminaba al mismo tiempo con la embajada de Nápoles en su bolsillo, y los millones que el generoso desterrado de Gante le había dado en Mons. Yo me había sostenido en buenas relaciones con Mr. de Blacas, precisamente porque todo el mundo le detestaba: yo había obtenido a amistad de Mr. de Talleyrand, por fidelidad a un capricho de mi carácter; Luis XVlll me había llamado positivamente cerca de su persona, y yo preferí la torpeza de un hombre sin fe al favor del rey: era, pues, muy justo que recibiese la recompensa de mi estupidez, y que fuese abandonado de todos por haberlos querido servir. Volví a Francia sin tener con qué pagar los gastos del viaje, mientras que llovían tesoros sobre los desgraciados. Bien merecía esta lección. Está muy bien convertirse en caballero pobre, cuando todo el mundo está repleto de oro; pero para ello, no es necesario cometer faltas tan enormes como las mías. Si yo hubiese seguido al lado del rey, la combinación del ministro Talleyrand y Fouché se habría hecho casi imposible, y comenzada la restauración por un ministro moral y honrado, todas las combinaciones del porvenir podían cambiar. La indiferencia con que yo consideraba mi persona, me engañaba sobre la importancia de los hechos: la mayor parte de los hombres tiene el defecto de creerse demasiado fuertes; yo tengo el de no considerarme lo bastante: me encerré, pues, en el desdén habitual de mi suerte: pero habría debido ver que la fortuna de la Francia se hallaba ligada en aquel momento a la de mi insignificante destino. Este fue uno de esos enredos históricos muy comunes.

De Mons a Gonesse.— Me opongo en unión del conde Benguot al nombramiento de Fouché como ministro.— Mis razones.— El duque de Wellington Arnouville.— Saint-Denis.— Ultima conversación con el rey.

Salí al fin de Mons, y llegué a Cateau-Cambresis, donde me alcanzó Mr. de Talleyrand. Teníamos el aspecto de ir a hacer de nuevo el tratado de paz de 1359 entre Enrique II de Francia y Felipe II de España.

En Cambray nos encontramos con el marqués de La Suza, mariscal aposentador del tiempo de Fenelon. Había dispuesto de los billetes de alojamiento de Mme. de Levis, de Mme. de Chateaubriand y del mío: nos quedamos en la calle, en medio de los fuegos de artificio y de la multitud circulante en derredor nuestro, y dé los habitantes que gritaban, ¡viva el rey! Habiendo sabido un estudiante que yo estaba allí, nos condujo a la casa de su madre.

Los amigos de las diversas monarquías de Francia comenzaban a aparecer: no venían a Cambray para la liga contra Venecia, sino para asociarse contra las nuevas constituciones, y acudían a poner a los pies del rey sus fidelidades sucesivas y su odio Ala Carta: salvo-conducto que juzgaban necesario para con Monsieur.

El 23 de junio apareció la declaración de Cambray, en la cual decía el rey: «Yo no quiero alejar de mi persona sino a esos hombres cuya fama es un objeta de dolor para la Francia, y de espanto para la Europa.»

¡Ya lo veis, el nombre de Fouché era pronunciado con gratitud por el pabellón Marsan! El rey

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se reía de la nueva pasion de su hermano, y decía: «No le ha venido por inspiracion divina.» Ya os he contado que atravesando a Cambray después de los cien días, en vano busqué la habitación en que vivía cuando estaba en el regimiento de Navarra, ni el café a que concurría con La Martiniere: todo había desaparecido con mi juventud.

De Cambray fuimos a dormir a Roye; la dueña de la posada tomó a Mme. Chateaubriand por la señora delfina, y fue llevada en triunfo a una sala donde había puesta una mesa de treinta cubiertos. La posadera no quería recibir paga alguna y decía: «Yo me miro con malos ojos por no haber sabido hacerme guillotinar por nuestros reyes.» ¡Ultima chispa de un fuego que había animado a los franceses durante tantos siglos!

El general Lamothe, cuñado de Mr. Laborie, vino enviado por las autoridades de la capital para imbuirnos de que nos seria imposible presentarnos en París sin la escarapela tricolor. Mr. de Lafayette y otros comisionados corrían de estado mayor en estado mayor, mendigando cerca de extranjeros un señor cualquiera para la Francia; según la elección de los cosacos, cualquier rey seria excelente, con tal de que no descendiese de San Luis ni de Luis XIV. En Roye se celebró consejo; Mr. de Talleyrand nos leyó un» memoria, en la que examinaba el partido que debería tomarse, y en la que aventuraba algunas palabras sobre la necesidad de admitir indistintamente a todo el mundo a todos los destinos; daba a entender que se podía llegar generosamente hasta los jueces de Luis XVI. S. M. se sofocó y exclamó golpeando con sus dos manos los brazos del sillón:—¡Jamás! jamás en veinte .y cuatro horas.

En Senlis nos presentamos en casa de un canónigo, cuya criada nos recibió como a perros. En cuanto al canónigo, que no era Saint-Rieul, patrón de la ciudad, ni siquiera quiso mirarnos. Su ama tenía orden de no prestarnos más servicio que el de comprarnos que comer por nuestro dinero. Sin embargo, Senlis hubiera debido sernos de buen agüero, pues en esta ciudad fue donde Enrique IV se salvó de manos de sus carceleros en 1576. «Solo siento, exclamaba al escaparse el rey, compatriota de Montaigne, dos cosas que he dejado en París, la misa y mi mujer.»

De Senlis nos trasladamos a la cuna de Felipe Augusto, de otro modo Gonesse. Al acercarnos a la aldea vimos dos personas que se adelantaban hacia nosotros, y eran el mariscal Macdonald y mi fiel amigo Hyde de Neuville, y que pararon nuestro coche y nos preguntaron donde estaba Mr. de Talleyrand; ninguna dificultad tuvieron en decirme que le buscaban a fin de informar al rey que S. M. no debía pensar en volver a París antes de haber tomado a Fouché por ministro. La inquietud me acometió, pues a pesar de la manera con que Luis XVIII se había pronunciado en Roye, yo no estaba muy tranquilo. «Cómo, señor mariscal, le pregunté: ¿es cierto que no podemos volver sino con tan duras combinaciones?—A fe mía, señor vizconde, me respondió el mariscal, que no estoy bien convencido de ello.»

El rey se detuvo dos horas en Gonesse, yo dejé a Mme. de Chateaubriand en medio del camino en su coche, y acudí a consejo ni corregimiento. Allí fue puesta a discusión una medida, de la que debía, depender la suerte futura de la monarquía. La discusión se entabló, y yo opiné, solo con Mme. de Bergnot, que en ningún caso debía admitir Luis XVIII en sus consejos a Fouché. El rey escuchaba, y yo veía que de buena gana hubiera cumplido la palabra de Roye, pero estaba dominado por Monsieur, y apremiado por el duque de Wellington.

En un capitulo de La monarquía según la Carta, reasumí las razones que hice valer en Gonesse. Estaba yo animado; y la palabra hablada tiene un poder que se debilita en la palabra escrita: «En todas partes donde hay abierta una tribuna, dije en este capitulo, nadie que pueda estar expuesto a que se le hagan cargos de cierta naturaleza, debe ser colocado a la cabeza del gobierno; pues un discurso, una palabra obligaría a semejante ministro a presentar su dimisión al salir de la cámara. Esta imposibilidad resultante del principio libre de los gobiernos representativos, fue la que no se conoció cuando todas las ilusiones se reunieron para elevar a un hombre famoso al ministerio, a pesar de la repugnancia demasiado fundada de la corona. La elevación de este hombre debía producir una de estas dos cosas, o la abolición de la Carta, o la caída del ministerio a la apertura de las sesiones. Representémonos al ministro de quien quiero hablar, escuchando en la Cámara de diputados la discusión sobre el 21 de enero, pudiendo ser apostrofado a cada instante por el gran diputado de Lyon, y siempre amenazado por el terrible Tu es ille vir! Los hombres de esta especie no pueden ser empleados ostensiblemente sino con los

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mudos del serrallo de Bayaceto o con los mudos del Cuerpo legislativo de Bonaparte. ¿Qué sería el ministro si un diputado su hiendo a la tribuna con un Monitor en la mano leyese el dictamen de la Convención de 9 de agosto de 1795? ¿Si pide la expulsión de Fouché como indigno en virtud de ese dictamen que le rechazaba (hablo textualmente), como ladrón y un terrorista, cuya conducta atroz y criminal comunicara la deshonra y el oprobio a toda asamblea de la cual llegase a ser miembro?»

¡He aquí |as cosas que se han olvidado!

Y después de todo, ¿se había tenido la desgracia de creer que un hombre de esta especie podía ser útil jamás? Era preciso dejarte detrás de la cortina, consultar su triste experiencia; ¿pero hacer violencia a la corona y a la opinión, llamar a cara descubierta a un ministro semejante, un hombre a quien Bonaparte en este momento mismo trataba de infame, no era declarar que se renunciaba a la libertad y a la virtud? ¿Una corona vale semejante sacrificio? ¿Ya no había facultad para alejar a nadie? ¿A quien podía excluirse después de haber admitido a Fouché?

Los partidos obraban sin pensar en la forma de gobierno que habían adoptado: todo el mundo hablaba de constitución, de libertad, de igualdad del derecho de los pueblos, y nadie quería nada de esto. Liberales y realistas se inclinaban al gobierno absoluto, mejorado por las costumbres: este es el temperamento de la Frauda. Dominaban los intereses materiales; no se quería renunciar a lo que se había hecho durante la revolución; el mal, aseguraban, había llegado a ser un elemento público, el cual debía en lo sucesivo combinarse con log gobiernos y entrar en la sociedad como principio vital.

Mi capricho relativo a una carta, puesto en movimiento por la acción religiosa y moral, ha sido causa de la mal querencia que ciertos partidos me han profesado; para los realistas yo amaba demasiado la libertad; para los revolucionarios yo despreciaba demasiado los crímenes. Si yo no me hubiese encontrado allí, con gran detrimento mío, para hacerme muestro de escuela de constitucionalismo, desde los primeros días los ultra y los jacobinos se habrían metido la constitución en el bolsillo de su frac con flores de lis, o de su carmañola a lo Casio.

Mr. de Talleyrand no gustaba de Fouché; Mr. de Fouché detestaba, y lo que es más extraño, despreciaba a Mr. de Talleyrand. Este, que al principio se hubiera contentado con no verse unido a Fouché, conociendo que esto era inevitable, secundó el proyecto sin advertir que con la Carta, él, unido al metrallador de Lyon, no era más posible que Fouché.

Pronto se verificó lo que yo había anunciado; no se tuvo el provecho de la admisión del duque de Otranto, sino únicamente el oprobio: acercándose la sombra de las cámaras, bastó para hacer desaparecer a ministros demasiado expuestos a la franqueza de la tribuna.

Mi oposición fue inútil: según costumbre de los caracteres débiles, el rey levantó la sesión sin determinar nada; el decreto debía darse en el castillo de Arnouville.

En esta última residencia no se celebró un consejo en regla, pues solo fueron reunidos los íntimos y afiliados en el secreto. Mr. de Talleyrand, que nos había adelantado, se confabuló con sus amigos, y luego llegó el duque de Wellington, a quien vi pasar en una carretela, ondeando en el aire las plumas de su sombrero: venia a otorgar a la Francia Mr. Fouché, y Mr. de Talleyrand, como el doble presente que la victoria de Waterloo hacia 4 nuestra patria. Cuando se le hacia ver que el regicidio del duque de Otranto podía ser un inconveniente respondía: —«¡Eso es una bagatela!» Un irlandés protestante, un general inglés extraño a nuestras costumbres y a nuestra historia, un genio que no veía en el año francés de 1793, más que el antecedente inglés de 1649, estaba encargado de arreglar nuestros destinos! ¡La ambición de Bonaparte nos había reducido a esta miseria! Para nada se contaba conmigo: las familiaridades del infortunio común habían cesado entre el soberano y el súbdito, y el rey se preparaba a volver a su palacio y yo a mi retiro. El vacio vuelve a formarse enrededor de los monarcas tan luego como reconquistan el poder, y rara vez he atravesado sin hacer reflexiones graves los salones silenciosos y deshabitados de las Tullerías que me conducían al gabinete del rey.

En Arnouville faltaba pan, y sin un oficial, llamado Dubourg, hubiéramos ayunado; este oficial salió al merodeo, y nos trajo medio carnero a la habitación del corregidor, que se había fugado. Si hubiera tenido armas la criada de este corregidor, nos habría recibido como Juana Hachette. En

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seguida nos trasladamos a Saint-Denis; por las dos orillas de la calzada se extendían los vivaques ingleses y prusianos, y desde lejos se percibían las torres de la abadía. En sus cimientos echó Dagoberto sus joyas, y en sus subterráneos las razas sucesivas sepultaron a sus reyes y a sus grandes hombres; cuatro meses antes habíamos depositado allí los huesos de Luis XVI. Cuando volví de mi primer destierro en 1800, atravesé esa misma llanura de Saint-Denis, y aun acampaban en ella soldados de Napoleón: todavía reemplazaban franceses a las antiguas bandas del condestable de Montmorency.

Un panadero nos alojó, y a las nueve de la noche fui a hacer mi visita al rey, que estaba hospedado en los edificios de la abadía. Primero entré en la iglesia, iluminada únicamente por una lámpara, y me pose de rodillas a orar a la entrada de la bóveda, donde había visto descender a Luis XVI. Lleno de temor por el porvenir, no sé si jamás he tenido el corazón anegado en una tristeza más profunda y más religiosa. Eu seguida me dirigí a los aposentos de S. M. e introducido en una de las salas que precedían a la del rey, como no vi a nadie, me senté en un rincón, y espere. De repente se abre una puerta, y entra silenciosamente el vicio apoyado en el brazo del crimen: Mr. de Talleyrand sostenido por Mr. Fouché. La visión infernal pasa lentamente, penetra en el gabinete del rey, y desaparece. Fouché iba a jurar fe y homenaje a su señor: arrodillado el regicida, puso las manos que hicieron caer la cabeza de Luis XVI entre las del hermano del rey mártir, y el obispo apóstata prestó caución del juramento.

Al día siguiente todo el mundo hablaba del nombramiento de Fouché, la virtud como el vicio, el realista como el revolucionario, el extranjero como el francés, y de todas partes gritaban: «Sin Fouché no hay seguridad para el rey; sin Fouché no hay salvación para la Francia; él solo ha salvado ya la patria, y él solo puede terminar su obra.» La anciana duquesa de Duras era una de las nobles damas más animadas en el himno, y el bailío de Crussol también hacia coro, declarando que si aun tenía su cabeza sobre los hombros, era porque lo había permitido Mr. Fouché. Los cobardes habían tenido tanto terror de Bonaparte, que habían tomado por un Tito al destructor de Lyon. Por espacio demás de tres meses los salones de Saint-Germain me miraron como un descreído, porque desaprobaba el nombramiento de sus ministros. Estas pobres gentes ya no hacían gran ruido con su nobleza, con su odio a los revolucionarios, con su fidelidad a toda prueba, con la inflexibilidad de sus principios, y adoraban a Fouché.

Este había conocido la incompatibilidad de su existencia ministerial con el juego de la monarquía representativa; como no podía amalgamarse con los elementos de un gobierno legal, intentó hacer los elementos políticos homogéneos a su propia naturaleza. Había creado un terror ficticio; suponiendo peligros imaginarios, pretendía obligar a la corona a reconocer las dos cámaras de Bonaparte, y aun se murmuraban algunas palabras sobre la necesidad de desterrar a Monsieur y a sus hijos: la obra maestra hubiera sido aislar al rey.

Entretanto continuaba e| engaño; en vano la guardia nacional de París llegaba a protestar de su adhesión y se aseguraba que esta guardia estaba mal dispuesta. La facción había hecho cerrar las barreras, a fin de impedir al pueblo, qua permaneció realista durante los cien días, que saliera de la ciudad, y se decía que este pueblo amenazaba degollar a Luis XVIII cuando pasara. La ceguedad era milagrosa, pues, el ejército francés se retiraba sobre el Loira; ciento cincuenta mil aliados ocupaban los puestos exteriores de la capital y se pretendía que el rey no era bastante fuerte para penetrar en una ciudad donde no había un soldado, y si solo habitantes muy capaces de contener a un puñado de federados si se hubieran atrevido a moverse. Desgraciadamente el rey, por un conjunto de coincidencias fatales, parecía el jefe de los ingleses y de los prusianos; creía estar rodeado de libertadores, y estaba acompañado de enemigos: parecía defendido por una escolta de honor, y esta escolta no era otra cosa en realidad más que los gendarmes que le conducían fuera de su reino y atravesaba a París en compañía de extranjeros cuyo recuerdo servía un día de protesto para el destierro de su raza.

El gobierno provisional, formado después de la abdicación de Bonaparte, fue disuelto por una especie da acta de acusación contra la corona: piedra sobre la cual se esperaba edificar un día una nueva revolución.

En la primera restauración era yo de parecer que se conservase la escarapela tricolor, pues brillaba con toda su gloria, y la blanca estaba olvidada: conservando colores que habían legitimado tantos triunfos, no se preparaba para una revolución prevista una señal de reunión. No

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tomar la escarapela blanca hubiera sido prudente; abandonarla después que había sido llevada por los mismos granaderos de Bonaparte, era una cobardía: no se pasa impunemente bajo las horcas Caudinas; lo que deshonra es funesto: una bofetada no os causa físicamente ningún daño, y sin embargo, os mata.

Antes de salir de Saint-Denis, fui recibido por el rey, y tuve la conversación siguiente:

—¡Y bien! me dijo Luis XVlll, abriendo el diálogo por esta exclamación.

—¡Con qué tomáis al duque de Otranto, señor!

—Ha sido preciso desde mi hermano hasta el bailío de Crussot (y aquel no es sospechoso) todos decían que no podíamos obrar de otro modo: ¿y qué pensáis e ello?

—Señor, la cosa está ya hecha, y pido a V. M. permiso para callarme.

—No, no, hablad: ya sabéis cuanto he resistido desde Gante.

—Señor, no hago más que obedecer vuestras órdenes; perdonad mi fidelidad: creo terminada la monarquía.

Él rey guardó silencio, y yo comenzaba a temblar de mi atrevimiento, cuando S. M. repuso:

—Pues bien, señor de Chateaubriand, soy de vuestro parecer.

Este diálogo termina mi relación de los Cien Días.

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REVISADO EN DICIEMBRE DE 1841

Bonaparte en la Malmaison.— Abandono general.

Si un hombre fuese trasportado repentinamente desde las escenas más ardientes de la vida a la orilla silenciosa del Océano helado, experimentaría lo que yo experimento cerca de la tumba de Napoleón; porque henos aquí llegados al borde de esa tumba.

Habiendo salido Napoleón de París el 29 de junio, esperaba en la Malmaison el instante de su marcha de Francia Vuelvo, pues, a él, para no abandonarle hasta después de su muerte.

El palacio de Malmaison estaba vacio; Josefina había muerto, y Bonaparte se encontraba solo en este retiro donde Habla comenzado su fortuna, donde había sido feliz, donde se había embriago con el incienso del mundo, donde había dictado las órdenes que trastornaban la tierra. En estos jardines, donde poco antes los pies de la multitud se imprimían en sus calles enarenadas, crecía ahora la yerba y los espinos: faltos de cuidado perecían los árboles exóticos en los cuales no bajaban ya los cisnes negros de la Oceanía; la pajarera no encerraba ya las aves del trópico, que habían volado para ir a esperar a su huésped en su patria.

Bonaparte pudo sin embargo, encontrar un motivo de consuelo volviendo los ojos hacia sus primeros días: los reyes caídos se afligen sobre todo porque no ven en el momento de su caída masque un esplendor hereditario y las pompas de su cuna; pero, ¿qué descubría Napoleón anteriormente a sus prosperidades? El establo de su nacimiento en una aldea de Córcega. Más magnánimo arrojando el manto de púrpura, debió revestir con orgullo el sayón del cabrero, pero los hombres no se vuelven a colocar en su origen cuando este fue humilde, y parece que el injusto cielo les priva de su patrimonio, cuando en la lotería de la suerte no hacen más que perder lo que habían ganado; sin embargo, la grandeza de Napoleón proviene de lo que habla salido de si mismo, pues, nada de su sangre le había precedido ni preparado su poder.

Al aspecto de estos jardines abandonados, de estos aposentos deshabitados, de estos salones donde habían cesado los cautos y la música, Napoleón podía repasar toda su carrera y preguntarse si con una poca más de moderación no habría conservado sus felicidades. Extranjeros, enemigos, no le desterraban ahora, ni se iba casi vencedor dejando a las naciones admiradas después de la prodigiosa campaña de 1814; sino que franceses, amigos, exigían su abdicación inmediata, apresuraban su marcha, no le querían ya ni por general, y le despachaban correos sobre correos para obligarle a abandonar el suelo sobre que había vertido tanta gloria como desgracias.

A esta lección tan dura se unían otras advertencias: los prusianos rodaban por las cercanías de la Malmaison, y Blucher, medio ebrio, ordenaba prender y ahorcar al conquistador que había puesto el pie sobre el cuello de los reyes. La rapidez de las fortunas, la vulgaridad de las costumbres, la prontitud de la elevación y caída de los personajes modernos, tema que quitará a nuestro tiempo una parte de la nobleza de la historia: Roma y Grecia no hablaron nunca de ahorcar a Alejandro ni a César.

Las escenas que habían tenido lugar en 1814, se renovaron en 181o; pero de una manera algo más chocante, porque los ingratos estaban estimulados por el miedo: era preciso deshacerse pronto de Napoleón, porque los aliados llegaban; Alejandro no estaba allí en el primer momento para templar el triunfo y contener la insolencia de la fortuna. París había cesado de estar adornado con su corona de inviolabilidad, pues una primera invasión le había manchado; ya no era la cólera de Dios la que caía sobre nosotros, sino e! desprecio del cielo: el rayo se había apagado.

Todas las miserias habían adquirido en los cien días un nuevo grado de indignidad; afectando elevarse por amor a la patria sobre las adhesiones personales, gritaban que Bonaparte había sido

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demasiado criminal en violar los tratados de 1814; pero los verdaderos culpables, ¿no eran aquellos que favorecieron sus designios? Si en 1813, en vez de proporcionarle ejércitos después de haberle abandonado una vez para abandonarle otra, le hubiesen dicho cuando llegó a las Tullerías: «Vuestro genio os ha engañado, y la opinión no es ya vuestra; tened lástima de la Francia. Retiraos después de esta última visita a la tierra y marchaos a vivir a la patria de Washington. ¿Quién sabe si los Borbones no cometerán fallas? ¿quién sabe si un día la Francia no volverá los ojos hacia vos, cuando en la escuela de la libertad hayáis aprendido el respeto a las leyes? Entonces volveréis no como raptor que cae sobre su presa, sino como gran ciudadano pacificador de su país.»

Pero no le hablaron este lenguaje: prestáronse a las pasiones de su jefe, y contribuyeron a cegarle, seguros como estaban de aprovecharse de su victoria o de su derrota. Solo el soldado murió por Napoleón con una sinceridad admirable. ¡Y si los visires del califa despojador se hubiesen contentado con volverle la espalda! Pero no; se aprovechaban de sus últimos momentos, le apuraban con sórdidas pretensiones y todos querían sacar dinero de su pobreza.

Bonaparte había dado lugar a este completo abandono: insensible a las penas de los demás, el mundo le devolvió indiferencia por indiferencia así como la mayor parte de los déspotas estaba bien con su domesticidad, aun cuando en el fondo, hombre solitario, se bastaba a si propio.

Cuando reconcentro mi memoria, cuando recuerdo haber visto a Washington en su pequeña casa de Filadelfia y a Bonaparte en sus palacios, me parece que Washington, retirado en su casa de la Virginia no debía experimentar las sindéresis de Bonaparte esperando el destierro en sus jardines de Malmaison. Nada había cambiado en la vida del primero que volvía a sus hábitos modestos, que no se había elevado sobre la felicidad de los colonos, a quienes había dado la libertad; pero todo estaba trastornado en la vida del segundo.

Salida de la Malmaison.— Rambonillet.— Rochefort.

Napoleón salió de la Malmaison acompañado de los generales Bertrand, Rovigo y Becher, este último en calidad de vigilante o de comisario. En el camino le entró gana de detenerse en Rambouillet, de donde salió para embarcarse en Rochefort, como Carlos X para embarcarse en Cherburgo. Rambouillet, retiro sin gloria, donde se eclipsó lo que hubo de más grande en raza y en hombre; lugar fatal donde murió Francisco I, donde Enrique III huyendo de las barricadas, se acostó con botas y todo; donde Luis XVI ha dejado su sombra. ¡Felices Luis, Napoleón y Carlos, sino hubiesen sido más que oscuros pastores de los rebaños de Rambouillet!

En Rochefort vacilaba Napoleón, pero la comisión ejecutiva enviaba ordenes sobre ordenes diciendo: «Las guarniciones de Rochefort y de la Rochela deben prestar auxilio para hacer embarcar a Napoleón.... Emplead la fuerza... hacedle marchar... sus servicios no pueden ser aceptados.»

¡Los servicios de Napoleón no podían ser aceptados! ¿Y no aceptasteis sus beneficios y sus cadenas? Napoleón no se iba sino era echado; ¿y por quién?

Bonaparte solo había creído en la fortuna, y ahora una justa pena del talión le hacia comparecer ante su sistema. Cuando el triunfo, cesando de animar su persona, se encarnó en otro individuo, los discípulos abandonaron el maestro por la escuela. Yo que creo en la legitimidad de los beneficios y en la soberanía de la desgracia, si hubiese servido a Bonaparte, no le habría abandonado, sino probado por mi fidelidad la falsedad de sus principios políticos; compartiendo sus desgracias, hubiera permanecido a su lado como un mentís vivo de sus estériles doctrinas y del poco valor del derecho de la prosperidad.

Desde el 1.° de julio le esperaban varias fragatas en la rada de Rochefort; pero esperanzas que no mueren jamás, recuerdos inseparables del último adiós, le detuvieron. ¡Cuánto debía echar de menos los días de su infancia, cuando sus ojos serenos aun no habían visto caer la primera lluvia! Dejó tiempo a que se acercase la escuadra inglesa, y además podía embarcarse

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aun en dos lugares que lo trasbordarían a un buque danés que se hallaba en alta mar, (este partido fue el que tomo su hermano José), pero le faltó resolución al mirar las costas de Francia. Tenía aversión a una república, y le repugnaban la igualdad y la libertad de los Estados Unidos. Inclinábase a pedir un asilo a los ingleses, y decía a los que le consultaban: «¿Qué inconveniente encontráis en esto? decía a las personas o quien consultaba. —El inconveniente de deshonraros le respondió un oficial de marina; ni siquiera muerto debéis caer en manos de los ingleses, pues os harán empalar para enseñaros a un schelling por cabeza.»

Bonaparte se refugia en la escuadra inglesa.—Escribe al príncipe regente.

A pesar de estas observaciones, el emperador resolvió entregarse a sus vencedores; el 13 de julio estando ya en París Luis XVIII hacia cinco días, Napoleón envió al capitán del navío inglés el Belerofonte, esta carta para el príncipe regente.

«Alteza real; blanco de las facciones que dividen mi país, y de la enemistad de las más grandes potencias de Europa, he terminado mi carrera política, y vengo como Temístocles, a sentarme al hogar del pueblo británico Yo me pongo bajo la protección de sus leyes, que reclamo de V. A. R., como del más poderoso, más constante y más generoso de mis enemigos.

«Rochefort 13 de julio de 1815.»

Si por espacio de veinte años no hubiera llenado Bonaparte de ultrajes al pueblo inglés, a su gobierno, a Su rey y al heredero de este rey, se habría podido encontrar alguna conveniencia en está carta; ¿pero cómo esta Alteza real tan insultada, tan despreciada de Napoleón, se convierte de pronto en el más poderoso, el más constante, el más generoso de sus enemigos, por la única razón de que es victorioso? El no podía estar persuadido de lo que decía, y lo que no es verdad no es elocuente.

Algo peor que una falta de sinceridad hay en el paso dado por Bonaparte; hay el olvido de la Francia: el emperador solo se ocupa de su catástrofe individual, y nada somos nosotros ante sus ojos. Sin pensar que al dar su preferencia a la Inglaterra sobre la América la elección era un ultraje al luto de la patria, solicitó un asilo del gobierno que hacia veinte años concitaba a la Europa contra nosotros, de ese gobierno cuyo comisionado en el ejército ruso, el general Wilson, excitaba a Kutuzoff en la retirada de Moscú, para que acabase de exterminarnos. Los ingleses afortunados en la batalla final, acampaban en el bosque de Boulogne; ¡id, pues, oh Temístocles, a sentaros tranquilamente en el hogar británico, mientras que la tierra no ha acabado de absorber aun la sangre francesa derramaba por vos en Waterloo! ¿Qué papel hubiera hecho el fugitivo, festejado tal vez a las orillas del Támesis, en frente de la Francia invadida, de Wellington hecho dictador en el Louvre? Pero los ingleses dejándose llevar de una política mezquina y rencorosa, perdieron su último triunfo; en vez de perder al suplicante, admitiéndolo en sus cárceles o en sus festines, le hicieron más brillante para la posteridad la corona que creian haberle arrebatado. En el cautiverio crecio con el enorme terror de las potencias, y en vano le encadenaba el Océano. La Europa armada acampaba a la orilla con los ojos fijos en el mar.

Bonaparte en el Belerofonte.— Torbay.— Acta que confina a Bonaparte a Santa Elena.— Pasa a bordo del Northumberland, y se hace a la vela.

El 15 de julio trasportó el Epervier a Napoleón al Belerofonte. La embarcación francesa era tan pequeña, que desde a bordo del buque inglés no se distinguía el gigante sobre las olas. Al

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acercarse el emperador al capitán Maitland, le dijo: «Vengo a ponerme bajo la protección de las leyes de Inglaterra.» Una vez al menos, el despreciador de las leyes confesaba su autoridad.

La escuadra hizo rumbo hacia Torbay: una multitud de barcas cruzaban alrededor del Belerofonte. El 30 de julio entregó lord Heith al requirente el decreto que le confinaba a Santa Elena. «Esto es peor que la jaula de Tamerlán,» dijo Napoleón.

Esta violación del derecho de gentes y del respeto a la hospitalidad era irritante. Bonaparte protestó y argumentó con leyes, y habló de traición y de perfidia y apeló al porvenir. ¿Le sentaba esto bien? ¿No había hollado en su fortuna las cosas santas, cuya garantía invocaba? ¿No había arrebatado a Toussaint-Louverture y al rey de España? ¿No había hecho prender y retener prisioneros por espacio de años a los viajeros ingleses que se hallaban en Francia en el momento de la rotura del tratado de Amiens? Permítase, pues, A la vendedora Inglaterra imitar lo que él mismo había hecho, y usar de innobles represalias!

Las querellas de Napoleón con los ingleses son deplorables e irritan a lord Byron. ¿Cómo se dignó honrar con una palabra a sus carceleros? Se padece mucho al verlo rebajarse a conflictos de palabras con lord Heith en Torbay, con sir Hudson Lowe en Santa Elena, y regatear sobre un titulo y sobre un poco más o menos de oro y de honores.

Reducido a si mismo, Bonaparte estaba reducido a su gloria, y esto debía bastarle: no trataba bastante despóticamente a la adversidad, y se le hubiera perdonado hacer de esta su último esclavo. Yo no encuentro nada notable en su protesta contra la violación de la hospitalidad, sino la firma que la terminaba: «A. bordo del Belerofonte, en la mar. Napoleón.» Estas son armonías de inmensidad.

Del Belerofonte se trasbordo Napoleón al Northumberland, que escoltaban dos fragatas que conducían la futura guarnición de Santa Elena: algunos oficiales de esta guarnición habían combatido en Waterloo. Por un articulo de las instrucciones del capitán, Bonaparte debía ser desarmado: ¡Napoleón, solo, prisionero en un navío, en medio del Océano desarmado¡ ¡Qué magnifico terror de su poder!; pero también ¡qué lección del cielo para los hombres que abusan de su poderío! El estúpido almirantazgo trataba como a un sentenciado de Botay-Bany al gran convicto de la raza humana: ¡el príncipe negro hizo desarmar al rey Juan! La escuadra levó anclas. Desde la barca que condujo a César, ningún buque estuvo cargado con un destino semejante. Bonaparte se acercaba a esa mar de los milagros, por donde le había visto pasar el árabe del Sinaí. La última tierra de Francia que descubrió Napoleón, fue el cabo la Hogue; otro trofeo de los ingleses.

Juicio sobre Bonaparte.

Eu el momento en que Bonaparte sale de Europa y abandona su vida para ir a buscar los destinos de su muerte, conviene examinar este hombreen sus dos existencias, pintar el falso y el verdadero Napoleón; ambos se confunden y forman un todo de la mezcla de su realidad y su mentira.

De esta reunión resulta que Bonaparte era un poeta en acción, un genio inmenso en la guerra, un espíritu infatigable, hábil y sensato en la administración, y un legislador laborioso y razonable. Por eso hiere tanto la imaginación de los pueblos, y tiene tanta autoridad sobre el juicio de los hombres positivos. Más como político, siempre será un hombre defectuoso a los ojos de los hombres de estado. Esta observación, que se ha escapado a la mayor parte de sus panegiristas, estoy convencido de que llegará a ser la opinión definitiva que explicará el contraste de sus acciones prodigiosas y de sus miserables resultados. En Santa Elena, él mismo condenó con severidad su conducta política sobre dos puntos: la guerra de España y la guerra de Rusia; y aun pudo extender su confesión a otras culpas. Sus entusiastas no sostendrán tal vez que al criticarse se ha engañado a si mismo. Recapitulemos:

Bonaparte obró contra toda prudencia, sin que hablemos otra vez de lo odioso de la acción,

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matando al duque de Enghien: A pesar de los pueriles apologistas, esta muerte, como ya hemos visto, fue la causa secreta de las discordias que estallaron en lo sucesivo entre Alejandro y Napoleón, como entre la Rusia y la Francia.

La empresa sobre España fue completamente impolítica ; la península era del emperador, y podía sacar de ella el partido más ventajoso; pero en lugar de esto, hizo de ella una escuela para los soldados ingleses, y el principio de su propia destrucción por el levantamiento de un pueblo.

La detención del papa y la reunión de los estados de la iglesia a la Francia, no fue más que el capricho de la tiranta, por el cual perdió la ventaja de pasar por el restaurador de la religión.

Bonaparte no se detuvo después de haberse desposado con la hija de los cesares, como debió hacerlo; la Rusia y la Inglaterra le pedían gracias.

No resucitó la Polonia, cuando del restablecimiento de este reino dependía la salvación de la Europa.

Se precipitó en fin, sobre la Rusia a pesar de las representaciones de sus generales y de sus consejeros.

Comenzada la locura, pasó más allá de Smolensk, cuando todo le decía que no debía ir más lejos; que su primera campaña del Norte estaba concluida, y que la segunda (él mismo lo conocía) le haría señor del imperio de los zares.

No supo ni computar los días, ni proveer el defecto de los climas, que todo el mundo en Moscú computaba y preveía. Véase en su lugar lo que he dicho del bloqueo continental y de la confederación del Rin: el primero, concepción gigantesca, pero maleada en la ejecución por el instinto de campamento y el espíritu de fiscalización. Napoleón recibió en don la vicia monarquía francesa, tal como la habían hecho los siglos, y una sucesión no interrumpida de grandes hombres, tal como la habían dejado la majestad de Luis XIV y las alianzas de Luis XV; tal como la había engrandecido la república. Sentose sobre este magnifico pedestal, extendió los brazos, se apoderó de los pueblos, y los reunió enrededor suyo; pero perdió la Europa con tanta prontitud como la había tomado, y llevó dos veces a París los aliados, a pesar de los milagros de su inteligencia militar. Tenía el mundo a sus pies, y de él solo sacó una cárcel para si mismo, un destierro para su familia, y la pérdida de todas sus conquistas y de una porción del antiguo suelo francés.

Ésta es la historia probada con los hechos que nadie podría negar ¿De donde nacían las faltas que acabo de indicar, seguidas de un desenlace tan pronto y tan funesto? Nacían de la imperfección de Bonaparte en política.

En sus alianzas no encadenaba a los gobiernos sino por concesiones de territorio, cuyos límites no tardaba en cambiar: descubierto sin cesar el pensamiento oculto de recoger lo que había dado; haciendo sentir siempre la opresión en sus invasiones, nada reorganizaba, excepto la Italia. En vez de detenerse después de cada paso para reedificar en otra forma lo que había destruido, jamás alteraba su movimiento de progresión entre las ruinas, y marchaba tan ligero, que apenas tenía tiempo para respirar por donde pasaba. Si por una especie de tratado de Westfalia hubiera arreglado y asegurado la existencia de los estados en Alemania, en Prusia, en Polonia, en su primera marcha retrógrada, se hubiera encontrado con poblaciones satisfechas que le proporcionaban abrigos. Pero su poético edificio de victorias, falto de bases y suspendido únicamente en el aire por su genio, cayó cuando este genio comenzó a retirarse. El macedonio fundaba sus imperios corriendo, corriendo Bonaparte, no sabia más que destruirlos; su único objeto era ser personalmente el señor del globo, sin ocuparse de los medios para conservarle.

Se ha querido hacer de Bonaparte un ser perfecto, un tipo de sentimiento, de delicadeza, de moral y de justicia; un escritor como César y Tucídides; un orador y un historiador como Demóstenes y Tácito. Los discursos públicos de Napoleón y sus frases de campamento son tanto menos inspirabas por el soplo profético, cuanto que anunciaban desgracias que no se cumplieron, Cd tanto que él si ha desaparecido. Bonaparte ha sido verdaderamente el destino durante diez y seis años: el destino es mudo, y Bonaparte hubiera debido serlo. Bonaparte no era César; su educación ni era sabia ni escogida, y medio extranjero, ignoraba las primeras reglas de nuestro idioma. ¿Qué importa eso, si daba la voz de mando al universo? Sus boletines tienen la elocuencia de la victoria, y algunas veces, en la embriaguez del triunfo, afectaba escribirlos sobre

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un tambor: de en medio de los más lúgubres acentos partían fatales carcajadas. Yo he leído con atención lo que ha escrito Bonaparte; los primeros manuscritos de su infancia, sus novelas, sus folletos a Buttafuoco, la Cena de Beaucaire, sus cartas particulares a Josefina, los cinco volúmenes de sus discursos, de sus órdenes y de sus boletines, y sus despachos inéditos, mejorados por la redacción de los escritorios de Mr. de Talleyrand; nada he encontrado entre ellos sino un autógrafo dejado en la isla de Elba, el cual contiene pensamientos que parecen propios del gran insular.

«Mi corazón se niega a las alegrías comunes como al dolor ordinario.»

«No habiéndome dado la vida, tampoco me la quitaré, en tanto que ella quiera residir en mi.»

«Mi ángel malo se me apareció, y me anuncio mi fin, que he encontrado en Leipsick.»

«Yo he conjurado el terrible espíritu de novedad que recorría el mundo.»

Esto es ciertamente del verdadero Napoleón. Si sus boletines, discursos, alocuciones y proclamas se distinguen por la energía, esta no le pertenecía en propiedad exclusiva, pues era de su tiempo y venia de la inspiración revolucionaria que se debilitó en Bonaparte, porque marchaba a la inversa de la tal inspiración. Danton decía: «El metal hierve, y si no cuidais del hornillo, todos os abrasareis. «Saint-Just decía: ¡Atreveos! Esta palabra contiene toda la política de nuestra revolución; los que hacen revoluciones a medias, solo cavan un sepulcro.

En cuanto a los numerosos volúmenes publicados con el titulo de Memorias de santa Elena, Napoleón en el destierro, etc. etc. etc.; estos documentos, recogidos de boca de Bonaparte, o dictados por él a diferentes personas, tienen algunos bellos pasajes sobre acciones de guerra, algunas apreciaciones notables sobre ciertos hombres; pero en definitiva napoleón solo se ha ocupado en ellos de hacer su apología, justificar su pasado, construir sobre ideas gastadas sucesos consumados, y cosas en las que jamás había pensado durante el curso de los acontecimientos. En esta compilación, donde el pro y el contra se suceden a cada paso, es difícil separar lo que corresponde a Napoleón de lo que pertenece a sus secretarios. El dictaba su historia tal como quería dejarla; era un autor escribiendo artículos sobre su propia obra. Nada, pues, más absurdo que extasiarse en repertorios de todas manos, que no son como los comentarios de César, una obra corta producto de una gran cabeza, redactada por un escritor superior; y sin embargo, estos comentarios, como pensaba Asinio Pollion, no eran ni exactos ni fieles. El Memorial de Santa Elena es bueno para el candor y para la sencillez de la admiración.

Una de las cosas que más ha contribuido a hacer odioso a Napoleón durante su vida, era su inclinación a recomponerlo todo; en una ciudad abrasada daba unos decretos sobre el restablecimiento de algunos cómicos, y otros que suprimían monarcas; parodia de la omnipotencia de Dios, que arregla desde la suerte del mundo, hasta la de una hormiga. A la caída de los imperios mezclaba insultos a mujeres; complacías en la humillación de lo que había abatido, y calumniaba y hería particularmente a lodo lo que había osado resistirle. Su arrogancia igualaba a su fortuna, y creía aparecer tanto más grande, cuanto más rebajaba a los otros. Envidioso de sus generales les acusaba de sus propias faltas porque él jamás había podido cometer las. Después del desastre de Ramilliers, jamás había dicho, como Luis XIV al mariscal Villeroy: —«Señor mariscal, a nuestra edad ya no es uno afortunado.» ¡Interesante magnanimidad que ignoraba Napoleón! El siglo de Luis XIV estaba hecho para Luis el grande y Bonaparte hizo el suyo.

La historia del emperador, trocada por tradiciones falsas, también será faldeada por el estado de la sociedad en la época imperial: Toda revolución escrita en presencia de la libertad de la prensa puede dejar que la vista penetre hasta los hechos, porque cada cual los refiere como los ha visto: el reinado de Cromwell es conocido, porque se decía al protector lo que se pensaba de sus actos y de su persona. En Francia, aun bajo la república, a pesar de la inexorable censura del verdugo, la verdad se traslucía; la facción triunfante no era siempre la misma; también sucumbía, y entonces la vencedora os enseñaba lo que os ocultara la anterior: había libertad de un cadalso

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a otro, entre dos cabezas cortadas. Pero cuando Bonaparte se apoderó del poder; cuando el pensamiento fue envalijado; cuando solo se oyó la voz de un despotismo que no habla sino para elogiarse y que no permitía hablar de otra cosa más que de él, la verdad desapareció.

Los documentos, llamados auténticos, de este tiempo están corrompidos; nada se publicaba, ni libros, ni periódicos, sino por orden del amo: Bonaparte corregía los artículos de El Monitor, y los prefectos remitían de los diversos departamentos las congratulaciones y felicitaciones, tales como las autoridades de París las habían dictado y trasmitido, tales como expresaban una opinión pública convenida enteramente diversa de la opinión real. ¡Escribid la historia con presencia de tales documentos! En prueba de vuestros imparciales estudios, cotejad los auténticos, y solo encontrareis una mentira en apoyo de otra.

Si pudiera ponerse en duda esta impostura universal; si hombres que no han visto los días del imperio se obstinasen en tener por sincero lo que hallasen en los documentos impresos, o lo que desenterrasen de ciertos legajos de los ministerios, bastaría apelar a un testimonio irrecusable, al Senado conservador: en el decreto que he citado más arriba, habéis visto sus propias palabras: —«Considerando que la libertad de la prensa ha estado constantemente sometida a la censura arbitraria de su policía, y que al mismo tiempo siempre se ha servido de la prensa para llenar la Francia y la Europa de hechos disputados y máximas falsas: que actas y dictámenes oídos por el Senado han sufrido alteraciones en la publicación que de ellos se ha hecho, etc.» ¿Hay algo que responder a esta declaración?

La vida de Bonaparte era una verdad incontestable, y que la impostura se había encargado de escribir.

Carácter de Bonaparte.

Un orgullo monstruoso y una afectación incesante formaban el carácter de Napoleón. En el tiempo de su dominación, ¿qué necesidad tenía de exagerar su estatura, cuando el Dios de los ejércitos le había suministrado ese carro cuyas ruedas están vivas?

Tenía sangre italiana, y su naturaleza era compleja; los grandes hombres, muy reducida familia sobre la tierra, no encontraron desgraciadamente más que a sí mismos para imitarse. A la vez modelo y copia, personaje real y actor representando este personaje, napoleón era su propio bufón: él no se hubiera creído un héroe, a no haberse disfrazado con los vestidos de ese héroe. Esta extraña debilidad dio a sus sorprendentes realidades alguna cosa de falso y de equivoco: témese tomar al rey de los reyes por Roscio, o a Roscio por el rey de los reyes.

Las cualidades de Napoleón están tan adulteradas en las gacetas, versos, folletos y hasta en las canciones en que invadió el imperialismo, que no es posible reconocerlas. Todo lo que se ha supuesto de interesante a Bonaparte en ciertas ocasiones, son habladurías que desmienten las acciones de su vida.

La Grand-mere de mi ilustre amigo Beranger, no es más que un admirable Pont-Neuf. Bonaparte no tenía nada de amable, pues, dominación personificada como era, tenía un aspecto seco, cuya frialdad hacia antídoto a su imaginación ardiente; él no encontraba jamás en si una palabra, sino un hecho dispuesto siempre a irritarse de la más pequeña independencia: una mosca que volase sin orden suya era a sus ojos un insecto rebelado.

Y no era todo el mentir a los oídos; era preciso mentir a los ojos. Aquí, en un grabado, se ve a Bonaparte que se descubre ante los heridos austriacos; allá toca Napoleón a los apestados de Jaffa, y jamás se acercó a ellos; y en otra parte atraviesa el San Bernardo sobre un caballo fogoso, y en medio de torbellinos de nieve, cuando hacia al tiempo más hermoso del mundo.

¿No se quiere trasformar hoy al emperador en un romano de los primeros días del Monte Aventino, en un misionero de la libertad, en un ciudadano que no instituía la esclavitud sino por amor a la virtud contraria? Juzgad por estos dos rasgos del gran fundador de la igualdad. Ordenó invalidar el matrimonio de su hermano Gerónimo con la señorita Paterson, porque el hermano de

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Napoleón no podía aliarse sino con sangre de príncipes; más tarde, a su vuelta de Elba, reviste la nueva constitución democrática con una cámara de pares y la corona del acta adicional.

Que Bonaparte, continuador de los triunfos de la república, sembrase por todas partes principios de independencia; que sus victorias ayudasen a la relajación de los lazos entre los pueblos y los reyes; y arrancasen estos pueblos al poder de las viejas costumbres y de las antiguas ideas; que en este sentido haya contribuido a la libertad social, son cosas que no pretendo poner en duda; pero que de propia voluntad haya trabajado a ciencia cierta en la independencia política y civil de las naciones; que haya establecido el despotismo más estrecho en la idea de dar a la Europa, y particularmente a la Francia, la constitución más lata; que no haya sido más que un tribuno disfrazado de tirano, estas son suposiciones que me es imposible adoptar.

Bonaparte, como la raza de los príncipes, solo ha querido y buscado el poder, llegando a él, sin embargo, al través de la libertad. La revolución, que era la nodriza de Bonaparte no tardó en presentársele como una enemiga; el emperador por lo demás, conocía muy bien el mal, cuando este no venía directamente del emperador, porque no estaba desprovisto de sentido moral. El sofisma, establecido hoy sobre el amor de Bonaparte a la libertad, no prueba más que una cosa; el abuso que se puede hacer de la razón, y que hoy se presta a todo. ¿No se dice hoy que la época del terror fue un tiempo de humanidad? En efecto, ¿no se pedía la abolición de la pena de muerte cuando a tanta gente se sacrificaba? ¿Los grandes civilizadores, como se les llama, no han inmolado siempre hombres, y no es por esto por lo que se prueba que Robespierre era el continuador de Jesucristo?

El emperador se ocupaba de todo, y jamás descansaba su inteligencia, pues tenía una especie de agitación perpetua de ideas. En la impetuosidad de su naturaleza, en vez de llevar un paso franco y continuo, avanzaba dando saltos sobre el universo, y nada quería de esto, si había de verse obligado a esmerarlo.

Ser incomprensible, que encontraba el secreto de rebajar, desdeñándolas, sus más culminantes acciones, y que alzaba hasta su altura sus acciones menos elevadas. Impaciente de voluntad, paciente de carácter, incompleto y como inacabado. Napoleón tenía vacios en su genio; su entendimiento se parecía al cielo de ese otro hemisferio, bajo el cual debía ir a morir; a ese cielo, cuyas estrellas están separadas por espacios vacios.

Pregúntase por qué prestigio Bonaparte, tan aristócrata y enemigo del pueblo, pudo llegar a la popularidad de que gozó; porque ciertamente este fabricante de yugos ha permanecido popular en un país cuya pretensión ha sido levantar altares a la independencia y a la igualdad: he aquí la solución del enigma. Una experiencia diaria hace reconocer que los franceses se inclinan instintivamente al poder; no aman la libertad, y solo la igualdad es su ídolo; pero la igualdad y el despotismo tienen alianzas secretas. Bajo estos dos aspectos, Napoleón tenía su origen en el corazón de los franceses, militarmente inclinados al poder, democráticamente adictos a la igualdad. Subido al trono, allí hizo sentarse al pueblo con él; rey proletario, humilló a los reyes y a los nobles en las antesalas, y niveló las clases, no rebajándolas, sino elevándolas. Otra causa de la popularidad de Bonaparte está en la aflicción de sus últimos días. Después de su muerte, y a la medida que se conoció mejor lo que había sufrido en Santa Elena, comenzaron a enternecerse, y se olvidó su tiranía para acordarse de que después de haber vencido a nuestros enemigos y en seguida haberlos traído a Francia, nos defendió contra ellos; su fama provino de su infortunio, su gloria se aprovechó de su desgracia.

En fin, los milagros de sus armas han encantado a la juventud, enseñándonos a adorar la tuerza brutal. Su inaudita fortuna ha dejado a cada ambición la esperanza de llegar a donde él había llegado.

Y sin embargo, este hombre tan popular por el cilindro que había rodado sobre la Francia, era el enemigo mortal de la igualdad, y el más grande organizador de la aristocracia en la democracia.

Yo no puedo convenir en los falsos elogios con quo se insulta a Bonaparte queriendo justificar su conducta; yo no puedo renunciar a mi razón, ni extasiarme ante lo que me causa lástima u horror.

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Si he conseguido expresar lo que he sentido, será mi retrato una de las primeras figuras de la historia; pera nada he adoptado de esa creación fantástica compuesta de mentiras; mentiras que yo he visto nacer, y que tenidas al principio por lo que eran, han pasado con el tiempo al estado de verdad por la infatuación y la imbécil credulidad humana. Yo gusto de pintar los personajes en conciencia, sin quitarles lo que tienen sin darles lo que no tienen.

Tal es el embarazo que causa al escritor imparcial una brillante fama: él la separa cuanto puede, a fin de ponerla en descubierto, pero viene la gloria como un vapor ardiente, y cubre al instante el cuadro.

Si Bonaparte nos ha dejado en fama lo que nos ha quitado en fuerza.

Por no confesar la a minoración de territorio y de poder que debemos a Bonaparte, la generación actual se consuela figurándose que lo que nos ha quitado en fuerza nos lo ha devuelto en ilustración: —¿No tenemos ahora fama, dice, en los cuatro ángulos de la tierra? ¿Un francés, no es temido, conocido y buscado en todas partes?

¿Pero estamos colocados entre estas dos condiciones a la inmortalidad sin poder, o el poder sin inmortalidad? Alejandro hizo conocer al universo el nombre de los griegos; la lengua y la civilización de los helenos se extendió del Nilo a Babilonia, y de Babilonia al Indo; y a su muerte, su reino patrimonial de Macedonia, lejos de estar disminuido, había centuplicado su fuerza. Bonaparte nos ha hecho conocer en todas las riberas: mandados por él, los franceses derribaron tanto la Europa a sus pies, que la Francia prevalece aun por su nombre, y el arco de la Estrella puede alzarse sin parecer un pueril trofeo; pero antes de nuestros reveses, este monumento hubiera sido un testigo en vez de no ser más que una crónica. ¿A caso Dumouriez no había dado al extranjero las primeras lecciones, Jourdan ganado la batalla de Fleurus, Pichegrú conquistado la Bélgica y la Holanda, Hoche pasado el Rin, Massena triunfado en Zúrich, Moreau en Hohenlinden, empresas todas las más difíciles de obtener, y que preparaban las otras? Bonaparte ha dado un cuerpo a estos triunfos esparcidos, los ha continuado y los ha hecho brillar; pero sin estas primeras maravillas, ¿hubiera obtenido las últimas?

La ilustración de nuestro soberano no nos ha costado más que doscientos o trescientos mil hombres al año, y solo le hemos pagado tres millones de nuestros soldados. ¿Valen ser contadas estas bagatelas? ¿No están resplandecientes las generaciones que han venido después? ¡Tanto peor para aquellos que han desaparecido! Las calamidades en tiempo de la república sirvieron para la salvación de todos; nuestras desgracias en tiempo del imperio han hecho más: .¡deificaron a Bonaparte! Esto nos basta.

Pero no me basta a mí, ni me rebajaré hasta ocultar mi nación detrás de Bonaparte: él no ha hecho la Francia; la Francia le ha hecho a él. Ningún talento, ninguna superioridad me llevará jamás a consentir en el poder que puede con una palabra privarme de mi independencia, de mis hogares y de mis amigos; si no digo de mi fortuna y de mi honor, es porque la fortuna no me parece valer la pena de que se la defienda, y en cuanto al honor, este se escapa de la tiranía, pues como el alma de los mártires, los lazos le rodean y no le encadenan.

El mal que la verdadera filosofía no perdonará jamás a Bonaparte, es haber acomodado la sociedad a la obediencia pasiva, rechazado la humanidad hacia los tiempos de degradación moral, y tal vez bastardeado los caracteres de manera que sea imposible decir cuando comenzarán a palpitar los corazones con sentimientos generosos. La debilidad en que estamos sumidos con respecto a nosotros mismos, y con respecto a la Europa, y nuestro decaimiento actual, son la consecuencia de la esclavitud Napoleónica; nada me sorprendería si se nos viese en el mal estar de nuestra impotencia parapetarnos contra la Europa en vez de salir a buscarla, soltar nuestras franquicias en lo interior para librarnos en lo exterior de un terror quimérico, y extraviarnos en innobles previsiones contrarias a nuestro genio y a los catorce siglos de que se componen nuestras costumbres nacionales. El despotismo que Bonaparte ha dejado en el aire, bajará sobre nosotros convertido en fortalezas.

Hoy es moda acoger la libertad con risa sardónica, y mirarla como anticualla caída en desuso con el honor. Yo no estoy a la moda, y pienso que sin la libertad no hay nada en el mundo: aunque deba ser el último en defenderla, nunca dejaré de proclamar sus derechos.

Asaltar a Napoleón en nombre de cosas pasadas, atacarlo con ideas muertas, es prepararle

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nuevos triunfos. Solo puede combatírsele con alguna cosa más grande que él; con la libertad; él se ha hecho culpable para con ella, y por consecuencia, para con el género humano.

Inutilidad de las verdades arriba expuestas.

¡Vanas palabras! Mejor que nadie conozco su inutilidad. Ahora toda observación, por moderada que sea, es reputada como profanadora; se necesita valor para desafiar los gritos del Vulgo, para no temer hacerse tratar de inteligencia limitada, incapaz de comprender y de sentir el genio de Napoleón, por el único motivo de que, en medio de la admiración viva y verdadera que se profesa hacia el, no se puede, sin embargo, incensar todas sus imperfecciones, El mundo pertenece a Bonaparte; lo que el destructor no había podido concluir de conquistar, su fama lo usurpa: vivo, le ha faltado el mundo; muerto lo posee. Mal hacéis en reclamar, pues las generaciones pasan sin escucharos. La antigüedad hace decir a la sombra del hijo de Príamo: «No juzguéis a Héctor según su miserable tumba; la Iliada, Homero, los griegos en fuga: he aquí mi sepulcro; yo estoy enterrado bajo todas estas grandes acciones.»

Bonaparte no es ya el verdadero Bonaparte, sino una figura de leyenda, compuesta de los estros del poeta, de las veladas del soldado, y de los cuentos del pueblo; es el Carlo Magno y el Alejandro de las épocas de la edad media que hoy vemos. Este héroe fantástico permanecerá siendo un personaje real, y desaparecerán los otros retratos. Bonaparte pertenecía tanto a la dominación absoluta, que después de haber sufrido el despotismo de su persona nos hace sufrir ahora el despotismo de su memoria. Este último despotismo es más dominador que el primero, porque si se combatió algunas veces a Napoleón cuando estaba sobre el trono, hay un consentimiento universal en aceptar los hierros que nos dejó por su muerte. El es un obstáculo a los triunfos futuros: ¿cómo un poder salido de los campamentos podría establecerse a su lado? ¿No ha concluido sobrepujándolo con toda la gloria militar? ¿Cómo podría nacer un gobierno libre, cuando ha corrompido en todos los corazones el principio de toda libertad? Ningún poder legitimo puede ya arrojar del espíritu del hombre el espectro usurpador: el soldado y el ciudadano, el republicano y el monárquico, el rico y el pobre colocan igualmente los bustos y los retratos de Napoleón en sus bogares, en sus palacios o en sus cabañas, los antiguos vencidos están de acuerdo con los antiguos vencedores, no puede darse un paso en Italia sin que se le vea: porque en este país, ¡a generación joven que le rechazo, ha pasado ya. Los siglos se sientan ordinariamente ante el retrato de un grande hombre y le concluyen por un trabajo largo y sucesivo. El género humano no ha querido esperar esta vez; pero ya es tiempo de colocar la parte defectuosa del ídolo enfrente de la acabada.

Bonaparte no es grande por sus palabras ni por sus discursos. ni por sus escritos, ni por su amor a las libertades, que jamás tuvo, ni jamás intentó establecer: es grande por haber creado un gobierno regular y poderoso, un código de leyes adoptado en diversos países, tribunales de justicia, escuelas, una administración fuerte, activa, inteligente, sobre la cual aun vivimos; es grande por haber resucitado, ilustrado y conducido superiormente la Italia; es grande por haber hecho renacer en Francia el orden del seno del caos; por haber reedificado los altares; por haber reducido a furiosos demagogos, a orgullosos sabio, a volterianos ateos, a oradores de plaza, a asesinos de cárceles y de calles, a clubs de cadalsos; es grande por haber encadenado una turba anárquica; por haber forzado a soldados sus iguales, a capitanes sus jefes o sus rivales, a doblegarse a su voluntad, y sobre todo, por haber nacido de sí propio; por haber sabido hacerse obedecer de treinta y seis millones de súbditos en época en que ningún prestigio rodeaba los tronos; por haber derrotado lodos los ejércitos, cualquiera que fuese la diferencia de su disciplina y de su valor; por haber hecho conocer su nombre así a los pueblos salvajes, como a los pueblos civilizados; por haber sobrepujado a todos los vencedores que le precedieron, y por haber ocupado diez años con tales prodigios, que apenas hoy se pueden comprender.

El famoso delincuente en materia triunfal ya no existe; los pocos hombres que todavía comprenden los sentimientos nobles pueden rendir homenaje a la gloria, sin temerla; pero sin

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arrepentirse de haber proclamado lo que esta gloria tuvo de funesta, sin reconocer al destructor de las independencias por el padre de las emancipaciones. Napoleón no tiene ninguna necesidad de queso le presten méritos, pues fue bastante dotado de ellos al nacer.

Vamos ahora a verle morir: ¡dejemos la Europa; sigámosle bajo el cielo de su apoteosis! El estremecimiento de los mares nos indicará el lugar de su desaparición. «En la extremidad de nuestro hemisferio se oye, dice Tácito, el ruido que hace el sol al sumergirse, sonum insuper inmergentis audiri.»

Isla de Santa Elena.— Bonaparte atraviesa el Atlántico.

Juan de Nova, navegante portugués, se había extraviado en las aguas que separan el África de la América. En su viaje de 1502, el 18 de agosto, día de Santa Elena, madre del primer emperador cristiano, encontró una isla a los 16 grados de latitud y 11 de longitud meridional; desembarcó en ella y la puso el nombre de la santa en cuyo día la descubrió. . Después de haber visitado esta isla algunos años los portugueses, se cansaron de ella, en la que se establecieron los holandeses, quienes también después la abandonaron por el Cabo de Buena Esperanza, dejando su posesión a la compañía inglesa de las Indias: volvieron los holandeses a tomarla en 1672, y por último ocupáronla otra vez los ingleses y se fijaron definitivamente en ella.

Cuando Juan de Nova fondeó en Santa Elena, el interior del país deshabitado no era más que un bosque. Fernando López, renegado portugués que fue deportado a la isla, la pobló de vacas, cabras, gallinas y otras aves de las cuatro partes del mundo, introduciendo en ella como Noé en el arca, animales de toda especie.

Quinientos blancos, mil quinientos negros y mulatos, javaneses y chinos, forman la población de la isla, cuyo puerto y ciudad principal es Jamestown, a donde arribaban de vuelta de las Indias los convoyes de la compañía antes que los ingleses se hiciesen dueños del Cabo de Buena Esperanza. Los marineros descargaban sus pacotillas a la sombra de las palmeras, y un bosque inmenso, mudo y solitario, se convertía una vez al año, en una feria animada y lucrativa.

El clima de la isla es sano aunque lluvioso, pues aquel escollo de Neptuno cuya circunferencia solo tiene de siete a ocho leguas, aspira sin cesar los húmedos vapores del Océano. El sol del Ecuador abrasa en las altas horas del día todo cuanto allí respira; obliga al silencio y al reposo basta a los mosquitos, y hace que los hombres y los animales se oculten de sus inflamados rayos. Las olas se iluminan durante la noche con los reflejos de la luz marina, producida por inmensas cohortes de insectos, cuyos amores electrizados por las tempestades, esparcen en la superficie del abismo los resplandores y el brillo de una boda universal. La sombra de la isla oscura y fija se destaca entonces en medio de aquella inquieta llanura de diamantes. No es menos magnifico el espectáculo que presenta la bóveda celeste según la expresión de mi sabio y célebre amigo Mr. de Humboldt 9: «Se experimenta, dice, no sé qué sentimiento desconocido, cuando al aproximarse al Ecuador, y particularmente en el paso de un hemisferio a otro, se ve como ba.jau progresivamente y al fin desaparecen las estrellas que conocemos desde nuestra infancia. Se conoce que hemos dejado la Europa al notar que se eleva en el horizonte la inmensa constelación del navío, o las fosforescentes nubes del Magallán.

«No vimos por primera vez claramente, continua diciendo, la cruz del Sud, hasta en la noche del 4 al 5 de julio, hallándonos en los 16 grados de latitud.

Entonces me acordé de aquel sublime pasaje del Dante que los más célebres comentadores han aplicado a esta constelación:

«Yo mi volsi a man destra, etc.

9 Viaje a las regiones equinocciales

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«Los españoles y portugueses conservan un sentimiento religioso hacia una estrella cuya figura les trae a la memoria ese signo de la fe, llevado por sus abuelos a las más apartadas regiones del Nuevo Mundo.»

Los poetas de Francia y de la Lusitania han colocado mil ficciones elegiacas en las orillas del Melinda y de las islas que le rodean. ¡Pero cuanto distan estos dolores ficticios de los tormentos reales de Napoleón bajo aquellos astros predichos por el cantor de Beatriz, y en aquellos mares de Eleonora y de Virginia! ¿Se acordaban por ventura los magnates de Roma deportados a las islas de Grecia, de los encantos de sus riberas y de las divinidades de Creta y de Naxos? Lo que extasiaba a Vasco de Gama y Camoens no podía conmover a Bonaparte; recostado en la popa del buque, no se cuidaba de que encima de su cabeza brillaban constelaciones desconocidas cuyos resplandores se cruzaban por la primera vez con sus miradas. ¿Qué le importaban aquellos astros que jamás había observado desde su vivac, ni habían iluminado su imperio? Y no obstante ninguna estrella ha faltado a su destino: la mitad del firmamento iluminó su cuna y la otra mitad quedó reservada para la pompa de su sepulcro.

La mar que Napoleón atravesaba no era aquel mar amigo que le condujo de las playas de Córcega, de los arenales de Abukir, de las rocas de la isla de Elba, a las costas de Provenza; era el Océano enemigo que después de haberle encerrado en Alemania, Francia, Portugal y España, solo le abría camino para volverse a cerrar después de su paso. Es probable que al contemplar la marcha del buque impulsado por las olas y por la fuerza del viento, no acudiesen a su imaginación, respecto a su propia catástrofe, las reflexiones que ella me inspira, porque todos los hombres examinan su vida de distinto modo, y aquel que ofrece al mundo un gran espectáculo de felicidad o desventura, queda al fin menos aleccionado que los testigos de su poder o de su miseria. Ocupándose del pasado como si pudiese volver de nuevo, esperando aun en sus recuerdos, apenas se apercibió Bonaparte de que atravesaba la línea equinoccial, y no preguntó qué mano había trazado aquellos círculos en que los globos se ven precisados a girar eternamente.

El 15 de agosto, la colonia errante celebró el día de San Napoleón a bordo del buque que iba a dejar al emperador en su última morada, y el 13 de octubre se bailaba el Northumberland a la altura de Santa Elena. El pasajero subió sobre cubierta y divisó con trabajo un punto negro imperceptible en la azulada inmensidad; tomó un anteojo y observó aquel pedazo de tierra, como hubiera observado en otro tiempo una fortaleza en un lago. Distinguió el solitario presidio de Saint James, encajonado entro dos escarpadas rocas y cubiertas de artillería por todas partes, como si se tratase de recibir al gran cautivo, según el espíritu guerrero que este había desplegado durante su vida.

El 16 de octubre de 1815, entró Bonaparte en el escollo que debía servirle de mausoleo, del mismo modo que Cristóbal Colon llegó el 12 de octubre de 1492 al Nuevo Mundo, que fue el monumento de su gloria. —«Allí, dice Walter Scott, en la entrada del Océano indio, Bonaparte carecía de los medios de verificar un secundo avalar o encarnación en la tierra.

Desembarca Napoleón en Santa Elena.— Se establece en Longwood.— Precauciones.— Su vida en Longwood.— Visitas.

Antes de que le condujesen a Longwood, ocupó Napoleón una casa en Briars, cerca de Balcomb's cottage. Hechas al fin en el primer punto las reparaciones precisas por los carpinteros de la escuadra inglesa, pasó a ocuparle su huésped el 9 de diciembre. La casa situada en una eminencia formada por montañas, se componía de una sala, comedor, biblioteca, gabinete de estudio y alcoba. Poco era esto a la verdad, aunque los que habitaron la torre del Temple y el pabellón de Vincennes se hallaban peor alojados, a lo menos obtuvieron la gracia de que se abreviase su cautiverio. El general Gourgand, el conde de Montholon con su esposa y sus hijos;

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Mr. de las Casas con el suyo, ge acamparon provisionalmente en tiendas: el mariscal Bertrand y su señora se establecieron en Hut's gale, especie de cabaña en los limites del terreno de Longwood.

Bonaparte tenía para sitio de paseo una extensión de doce millas; este espacio estaba siempre guardado por centinelas, habiéndose colocado asimismo vigías en todas las alturas. El león podía llevar más adelante sus excursiones, pero en este caso tenía que resignarse a que le acompañara un vigilante inglés. Dos puestos de guardias defendían el recinto del cautivo, y por la noche se estrechaban los centinelas alrededor de Longwood. A las nueve ya no podía salir Napoleón; rondaban incesantes patrullas y soldados de caballería e infantería apostados a corta distancia unos de otros, en la llanura y en el bosque, guardaban todas las sendas que conducían al campo. Dos bergantines de guerra, cruzaban constantemente uno por barlovento y otro por sotavento de la isla. ¡Cuántas precauciones para custodiar a un hombre solo en medio de los mares! Después de puesto el sol, ninguna embarcación podía salir del puerto; contábamos las barcas de los pescadores, y se las hacia permanecer toda la noche amarradas al muelle, bajo la responsabilidad de un oficial de marina. El soberano generalísimo que había tenido a la Europa sujeta a su voluntad, recibió la orden de comparecer dos veces al día ante un insignificante jefe; pero Bonaparte no se sometía a esta humillación, y cuando por casualidad no podía evitar las miradas del espía de servicio, este no hubiera acertado a decir donde y cómo había visto al hombre, cuya ausencia era más difícil hacer constar al universo que probarle su presencia.

Sir Georges Cockburn, autor de aquellas severas precauciones, fue reemplazado por sir Hadson Lowe, empezando desde entonces la serie de tormentos y de miserias que leemos en todas las Memorias, en todos los recuerdos de Santa Elena. Si hemos de dar crédito a las primeras, el nuevo gobernador pertenecía a la familia de las enormes arañas de la isla, a la del más inmundo reptil de aquellos bosques donde son desconocidas las serpientes. A la Inglaterra faltó elevación en su política, y a Napoleón dignidad en su desgracia. A fin de poner término a unas exigencias de etiqueta que herían su orgullo, parecía decidido a veces Bonaparte a ocultarse bajo el pseudónimo, como un monarca en país extranjero, y aun imaginó tomar el nombre de uno de sus ayudantes de campo, muerto en la batalla de Areola. La Francia, el Austria y la Rusia nombraron comisarios para la residenciare Santa Elena, cuyo cautivo estaba acostumbrado a recibir a los embajadoras de las dos últimas potencias; pero la legitimidad que nunca había reconocido a Napoleón como emperador, hubiera obrado con más nobleza si no le hubiera reconocido tampoco como prisionero.

Construyose en Londres una espaciosa casa, que fue trasportada a Santa Elena, pero Napoleón, cuya salud no era buena, no pudo habitarla. Su vida en Longwood era la siguiente: se levantaba sin hora fija, y antes de hacerlo le leía con voz alta Mr. Marchand, su ayuda de cámara, alguno de sus autores favoritos: después de levantarse dictaba a los generales Gourgaud y Montholon, y al hijo del conde de las Casas. Almorzaba a las diez; se paseaba a caballo o en carruaje hasta las tres, volvía a casa a las seis, y se acostaba a las once. Afectaba vestirse del mismo modo que se advierte en el retrato de Isabey, y por las mañanas se envolvía en su bata, cubriéndose la cabeza con un pañuelo de la India.

Santa Hiena se halla situada entre los dos polos. Los navegantes que pasan de un lado a otro saludan esta primera estación, donde la tierra distrae las miradas fatigadas del espectáculo del Océano, y brinda frutas, y la frescura del agua dulce a bocas irritadas por la sal. La presencia de Bonaparte había convertido esta isla de promisión en una roca apestada: los buques extranjeros ya no abordaban allí, y apenas los divisaban a veinte leguas de distancia, salía un crucero a reconocerlos, intimándoles pasasen de largo; no admitiéndose a puerto, a menos de un temporal, sino a los buques de la marina británica.

Algunos de los viajeros ingleses que venían de admirar o que iban a ver las maravillas del Ganges, visitaban en el camino otra maravilla. La India acostumbrada a los conquistadores, tenía uno encadenado a sus puertas.

Napoleón admitía con trabajo estas visitas; pero consintió en recibir a lord Amherst al volver de su embajada de China. El almirante sir Pultney-Malcolm le agradó y le dijo un día: —«¿Tiene vuestro gobierno la intención de tenerme en esta roca hasta mi muerte?— El almirante respondió que así lo temía.—Entonces viviré poco.—Espero que no, caballero, pues viviréis bastante tiempo

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para escribir vuestras grandes acciones, y como estas son tan numerosas, la tarea os asegura una larga vida.»

No chocó a Bonaparte el que le hubiese llamado simplemente caballero: en este momento se reconoció por su verdadera grandeza. Felizmente para él, no ha escrito su vida, pues lo hubiese hecho mal; los hombres de su naturaleza deben dejar que refiera sus Memorias esa voz desconocida que no pertenece a nadie, y que sale de los pueblos y de los siglos. Solo a nosotros, que pertenecemos al vulgo, es permitido hablar de nosotros mismos, porque de otro modo nadie hablaría.

El capitán Basil-Hall se presentó en Longwood y acordándose Bonaparte de haber visto al padre del capitán en Brienne, le dijo:—«Vuestro padre era el primer ingles a quien había visto, y por eso he conservado su recuerdo toda mi vida.» En seguida conversó con el capitán sobre el reciente descubrimiento de la isla de Lou-Tchou: —«Los habitantes, dijo el capitán, no tienen ninguna clase de armas.— ¡Cómo! exclamó Bonaparte.— Ni cañones ni fusiles.— Pero a lo menos ¿tendrán lanzas, arcos y flechas?— Nada de eso.— ¿Ni puñales? —Ni puñales.— Pues ¿cómo se baten? —Ignoran cuanto pasa en el mundo; no saben que existen Francia e Inglaterra, y jamás han oído hablar de V. M.» Bonaparte se sonrió de un modo que chocó al capitán: mientras más serio es el rostro es más hermosa la sonrisa.

Estos diferentes viajeros notaban que no se presentaba color alguno en el rostro de Bonaparte; su cabeza se asemejaba a su busto de mármol, cuya blancura hubiera amarilleado ligeramente por el tiempo. Ni la frente arrugada, ni las mejillas hundidas, su alma parecía estar tranquila, y esta calma aparente hizo creer que se había apagado la llama de su genio. Hablaba con lentitud; su expresión era afectuosa y casi tierna, y a veces lanzaba miradas deslumbradoras, pero tal estado duraba poco, y sus ojos se velaban y entristecían.

¡Ah! en estas riberas habían comparecido en otro tiempo viajeros conocidos de Napoleón.

Después de la explosiona de la máquina infernal, un senado-consulto de 5 de enero de 1801 decretó, sin formar proceso, por simple medida de policía, el destierro a Ultramar de ciento treinta republicanos; embarcados en la fragata Chiffonne y en la corbeta Fleche, fueron conducidos a las islas Sechelles y dispersados poco después en el archipiélago de los Comores, entre el África y Madagascar; donde murieron casi todos. Dos de los deportados, Lefrarn y Saunois, habiendo logrado fugarse en un buque americano; tocaron en Santa Elena en 1803: allí fue donde doce años después debía encerrar la Providencia a su gran opresor.

El famoso general Rossignol; su compañero de infortunio, un cuarto de hora antes de exhalar su último suspiro, exclamó: «Muero martirizado por los más horribles dolores; pero moriría contento, si pudiera saber que el tirano de mi patria, experimentaba los mismos sufrimientos. He aquí como llegaban al otro hemisferio las imprecaciones de la libertad, contra el que la había vendido.

Manzoni.— Enfermedad de Bonaparte.— Ossian.— Meditaciones de Napoleón a vista del mar.— Proyectos.— Ultima ocupación de Bonaparte.— Se acuesta y no vuelve a levantarse.— Dicta su testamento.— Sentimientos religiosos de

Napoleón.— El limosnero Vignali.— Napoleón apostrofa a Antormachi, su medico.— Recibe los últimos Sacramentos. —Espira.

La Italia, arrancada a su largo sueño por Napoleón volvió los ojos hacia el ilustre hijo que la quiso devolver a su gloria y con el cual volvió a caer bajo el yugo. Los hijos de las musas, los más nobles y más agradecidos de los hombres, cuando no son los más viles y más ingratos, miraban a Santa Elena. El ultimo poeta de la patria de Virgilio, cantaba el último guerrero de la patria de César:

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Tutto'ei provó, la gloria

Maggior dopo il periglio,

La fuga e la vittoria

La reggio e il triste exiguo:

Due volte nella polvere,

Due volte sugli altar.

Ei si nomo: due secoli,

L'un contro l'altro armato,

Sommessi a lui si volsero,

Come aspettando il falso.

Ei fé silenzio ed arbitro

S'assise in mezzo á lor.

Bonaparte se acercaba a su fin; devorado por una llaga oculta, envenenada por las penas, había llevado esa llaga en medio de la prosperidad: única herencia que recibió de su padre; el resto le provenía de la munificencia de Dios.

Contaba ya seis años de destierro; menos había necesitado para conquistar la Europa. Casi siempre estaba encerrado y leía a Ossian de la traducción italiana de Cesarolti: todo le entristecía bajo un cielo donde la vida le parecía más corta, durando el sol tres días menos en aquel hemisferio que en el nuestro. Cuando salía Bonaparte, recorría los senderos escabrosos rodeados de aloes y de árboles odoríferos, y se paseaba entre los bosquecillos de flores extrañas que los vientos generales hacían inclinar hacia el mismo sitio en que él se ocultaba. Veíasele sentado sobre las bases del Pico de Diana, del Flay Staff, del Leader Hill, contemplando el mar por las brechas de las montañas. Ante él se extendía ese Océano que por un a parte baña las costas de África, por otra las playas americanas, y que va, como un rio sin márgenes, a perderse en los mares australes. Ninguna tierra civil izada más vecina que el cabo de las Tempestades. ¿Quién dirá los pensamientos de este Prometeo desgarrado vivo por la muerte, cuando apoyada su mano sobre el dolorido pecho, paseaba sus miradas sobre las olas? El cristo fue trasportado a la cima de una montaña, desde donde vio los reinos del mundo, más para el Cristo estaba escrito al seductor del hombre: «Tú no tentarás al Hijo de Dios.»

Olvidando Bonaparte un pensamiento suyo, que ya he citado [No habiéndome yo dado la vida, no me la quitaré jamás,) hablaba de matarse, y tampoco se acordaba de su orden del día, con motivo del suicidio de uno de sus soldados. Esperaba bastante en la adhesión de sus compañeros de cautiverio, para creer que consentirían en asfixiarse con él al vapor de un brasero: la ilusión era grande. Tal es la embriaguez de una larga dominación, pero en las impaciencias de Napoleón, no debe considerarse más que el grado de sufrimiento a que había llegado. Habiendo escrito Mr. de Las Casas a Luciano sobre un pedazo de seda blanca, en contravención a los reglamentos, recibió la orden de salir de Santa Elena; su ausencia aumentó el vacio enrededor del desterrado.

El 18 de mayo de 1817, lord Holland hizo una interpelación en la cámara de los pares con motivo de las quejas trasmitidas a Inglaterra por el general Montholon: «La posteridad, dijo, no examinará si Napoleón ha sido justamente castigado de sus crímenes, sino si la Inglaterra ha mostrado la generosidad que convenía a una gran nación.» Lord Bathurst combatió la moción.

El cardenal Fecha despachó desde Italia dos sacerdotes a su sobrino. La princesa Borghese solicitaba el favor de reunirse a su hermano. «No, dijo Napoleón; no quiero que sea testigo de mi humillación y de los insultos a que estoy expuesto.» Esta hermana amada, germana Jovis, no atravesó los mares, y murió en los lugares en que Bonaparte había dejado su fama.

Formáronse proyectos de rapto: un coronel nombrado Latapie, a la cabeza de una banda de aventureros americanos, meditaba un desembarco en Santa Elena: Jhonston, atrevido contrabandista, intentó robar a Napoleón por medio de un buque submarino. Algunos lores jóvenes entraban en estos planes y se conspiraba por romper las cadenas del opresor. Bonaparte

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esperaba su libertad de los movimientos políticos de la Europa, y a haber vivido hasta 1830, tal vez hubiera vuelto a reinar: ¿pero qué hubiera hecho entre nosotros? habría parecido caduco y atrasado en medio de las suevas ideas. Su tiranía en otro tiempo parecía libertar a nuestra servidumbre; ahora su grandeza parecería despotismo a nuestra pequeñez. En la época actual todo se hace decrépito en un día; el que vive demasiado muere viviendo. Avanzando en la vida, dejamos tres o cuatro imágenes nuestras diferentes unas de otras, las cuales volvemos a ver después en las sombras del pasado como retratos de nuestras diferentes edades.

Bonaparte debilitado, solo se ocupaba ya como un niño, divirtiéndose en cavar en su jardín un pequeño estanque. Puso en él algunos peces, pero habiendo alguna parte de cobre en el revestido del estanque, se murieron todos, y dijo el emperador: «Todo cuanto mees adicto recibe una herida de muerte.»

Hacia fines de febrero de 1821, Napoleón se vio precisado a meterse en cama para no levantarse más. «Bastante caído estoy, murmuraba, antes removía el mundo y ahora no puedo levantarlos párpados.» Bonaparte no creía en la medicina y se oponía a una consulta de Antomarchi con médicos de Jamestown; mas sin embargo, admitió junto a su lecho de muerte al doctor Arnold. Del 15 al 20 de abril dictó su testamento, y el 28 ordenó se enviase su corazón a María Luisa, prohibiendo que cirujano alguno inglés tocase a su cadáver. Persuadido de que sucumbía a la enfermedad de que muriera su padre, encargó entregasen al duque de Rechistad el acta de la autopsia. Esta voluntad paternal ha sido inútil, pues Napoleón II ha ido a unirse con Napoleón I.

En esta hora postrera se despertó el sentimiento religioso de que siempre estuvo penetrado Bonaparte. Thibaudeau cuenta en sus Memorias sobre el Consulado que el primer cónsul le había dicho, con motivo del restablecimiento de! culto: «El domingo último en medio del silencio de la naturaleza, me paseaba yo en estos jardines (la Malmaison); el sonido de la campana de Ruel vino a herir de repente en mi oído, y renovó todas las impresiones de mi juventud: me conmoví en extremo, y dije: si esto sucede en mi ¿qué efectos de producirán semejantes recuerdos en nombres sencillos y crédulos? ¡Que vuestros filósofos respondan a esto! y alzando las manos hacia el cielo exclamó: ¿Quién es el que ha hecho todo esto?»

En 1797, por manifiesto de Macerata, autoriza Bonaparte la residencia de los sacerdotes franceses refugiados en los estados del papa, prohíbe se les inquiete, y manda a los conventos que les alimenten, asignándoles una pensión en dinero.

Sus variaciones en Egipto, sus ímpetus contra la iglesia, de quien era el restaurador, demuestran que un instinto de espiritualismo le dominaba, aun en medio de sus extravíos.

Dando a Vignali los detalles de la capilla mortuoria en que quería se colocasen sus despojos, creyó notar que su encargo desagradaba a Antomarchi, y explicándose con el doctor le dijo: «Vos estáis por cima de estas debilidades; pero ¿qué queréis? yo no soy ni filósofo ni médico; creo en Dios; pertenezco a la religión de mi padre. No es ateo quien quiere ¿Podéis no creer en Dios? porque al fin todo proclama su existencia y los más grandes genios lo han creído… Sois médico esas gentes no entienden más que de la materia, y jamás creen en nada.

Grandes inteligencias del día, no os admire Napoleón; nada tenéis que decir de este pobre hombre: ¿no se figuraba él que había venido a buscarle un cometa, a la manera que en otro tiempo arrebató a César? Además, él creía en Dios, pertenecía a la religión de su padre; no era filósofo; no era ateo; no había como vosotros desafiado al Eterno, a pesar de que había vencido gran número de reyes; el veía que todo proclamaba la existencia del Ser Supremo; declaraba que los más grandes genios habían creído en esta existencia, y quería creer como sus padres. Por último, cosa estupenda; este primer hombre de los tiempos modernos, este hombre de todos los siglos, era cristiano en el siglo XIX. Su testamento empieza por esta cláusula.

«MUERO EN LA RELIGIÓN APOSTÓLICA Y ROMANA, EN CUYO SENO HE NACIDO HACE MÁS DE CINCUENTA AÑOS.»

En el párrafo tercero del testamento de Luis XVI se lee:

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«MUERO EN LA COMUNIÓN DE NUESTRA SANTA MADRE LA IGLESIA CATÓLICA APOSTÓLICA Y ROMANA.»

La revolución nos ha dado muchas lecciones; ¿pero hay una sola comparable a esta? Napoleón y Luis XVI haciendo la misma profesión de fe! ¿Queréis saber el premio de la cruz? Buscad en el mundo entero lo que más conviene a la virtud desgraciada, o al hombre de genio moribundo.

El 3 de mayo, Napoleón se hizo administrar la Extremaunción, y recibió el Santo Viático. El silencio del aposento solo era interrumpido por el estertor de la muerte mezclado al acompasado ruido de una péndola. El 4 estalló la tempestad de la agonía de Cromwell y casi todos los árboles de Longwood fueron desarraigados; el 5 en fio, a las seis menos once minutos de la tarde, en medio de los vientos, de la lluvia y del estruendo de las olas, Bonaparte entregó a Dios el más poderoso soplo de vida que jamás haya animado al barro humano. Las últimas palabras que pudieron recogerse de los labios del conquistador, fueron: «Cabeza... ejércitos o cabeza de ejércitos.» Su pensamiento vagaba aun por en medio de los combates. Cuando cerró para siempre los ojos, su espada, muerta con él, estaba tendida a su izquierda, un crucifijo descansaba sobre su pecho; el símbolo pacifico aplicado al corazón de Napoleón, calmó las palpitaciones de este corazón, como un rayo del cielo precipita las embravecidas olas.

Funerales.

Bonaparte deseó primero ser enterrado en la catedral de Ajaccio, más después por un codicilo de 16 de abril de 1821, legó sus huesos a la Francia; el cielo le había servido mejor, su verdadero mausoleo es la roca donde espiró: leed de nuevo mi narración de la muerte del duque de Enghien. Previendo Bonaparte la oposición del gobierno inglés a sus últimas voluntades eligió eventualmente una sepultura en Santa Elena.

En un valle estrecho, llamado de Slame o de Geranium, ahora del Sepulcro, corre un manantial, donde los domésticos chinos de Napoleón, fieles como los javaneses de Camoens, habían acostumbrado a llenar sus cántaros; dos árboles del desmayo se inclinan sobre este manantial, y una yerba fresca, mezclada de tchampas, crece en su alrededor: «el tchampas, a pesar de su brillo y de su perfume, no es una planta que se busca, porque florece sobre las tumbas,» dicen las poesías sánscritas.

Complacíase Bonaparte en ir a aquel sitio, y pedía la paz al valle de Slame, como Dante desterrado pedía la paz al claustro de Corvo. En agradecimiento al reposo pasajero de que allí gozó en los últimos días de su vida, indicó este valle pura abrigo de su descanso eterno. Decía él hablando del manantial: «Si Dios quisiera que me restableciese, elevaría un monumento en el sitio donde brota.» Este monumento fue su tumba. En tiempo de Plutarco, en un lugar consagrado alas ninfas a orillas del Strymon, aun se veía un asiento de piedra en el cual descansaba Alejandro.

Napoleón con botas y espuelas, en uniforme de coronel de la guardia, y condecorado con la Legión de Honor fue expuesto muerto en su lecho de hierro; sobre este rostro que jamás se asustó, el alma al retirarse había dejado un estupor sublime. Los plomeros y carpinteros clavaron y encerraron a Napoleón en un cuádruple féretro, pareciendo temer aun no estuviese bastante aprisionado. La capa que el vencedor de otros tiempos llevaba en los prolongados funerales de Marengo, sirvió de paño mortuorio del ataúd.

Las exequias se celebraron el 28 de mayo. El tiempo estaba hermoso; cuatro caballos conducidos por palafreneros a pie, tiraban del carro fúnebre; le rodeaban veinte y cuatro granaderos ingleses, sin armas, y seguía detrás el caballo de Napoleón. La guarnición de la isla estaba formada en los precipicios del camino: tres escuadrones de dragones precedían al féretro; el regimiento de infantería número 20, los soldados de marina, los voluntarios de Santa Elena, y

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la artillera real con quince piezas, cerraba la marcha. Grupos de músicos colocados de trecho en trecho, sobre las rocas se respondían con aires lúgubres. Detúvose el carro fúnebre en un desfiladero, y los veinte y cuatro granaderos tuvieron el honor de llevar el cuerpo en sus hombros hasta la sepultura. Tres salvas de artillería saludaron los restos de Napoleón en el momento de bajar a la fosa: todo el ruido que había hecho sobre la tierra no penetraba dos líneas debajo de ella.

Una piedra que debía ser empleada en la construcción de otra casa para el desterrado, sirve entonces para cerrar su último calabozo.

Recitáronse los versículos del salmo 87: «He sido pobre y pasado mil trabajos en mi juventud; he sido ensalzado y después humillado... He sido herido por vuestra cólera.» De minuto en minuto, disparaba el navío almirante, y esta armonía de la guerra, perdida en la inmensidad del Océano, respondía al requiescant in pace. El emperador, enterrado por sus vencedores de Waterloo, que había oído el último cañonazo de esta batalla, no oía la última detonación con que la Inglaterra turbaba y honraba su sueño en Santa Elena. Retiráronse al fin todos los acompañantes, llevando cada cual en la mano una rama de llorón como al volver de la función de las palmas.

Lord Byron creyó que el dictador de los reyes había abdicado su fama, y que iba a extinguirse olvidado. El poeta hubiera debido saber que el destino de Napoleón era una musa, como todos los otros destinos. La soledad del destierro y de la tumba de Napoleón, ha derramado sobre una memoria brillante otra especie de prestigio. Alejandro no murió a los ojos de la Grecia, sino que desapareció en las soberbias lontananzas de Babilonia. Bonaparte no ha muerto a los ojos de la Francia, sino que se ha perdido en los fastuosos horizontes de las Zonas Tórridas. Duerme como un ermitaño o como un paria en un valle, en el extremo de un sendero desierto. La grandeza del silencio que le oprime, iguala a la inmensidad del ruido que le circunda. Las naciones están ausentes de él, su multitud se ha retirado; el pájaro de los trópicos unido, dice Buffon, al carro del sol, se precipita desde el astro de la luz; ¿donde descansa hoy? descansa sobre las cenizas cuyo peso ha hecho inclinar el globo.

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DESTRUCCIÓN DEL MUNDO NAPOLEÓNICO

Imponerunt omnes sibi diademata, post mortem eius... et multiplicata sunt mata in terra (Machad).

«Todos quisieron para si la diadema después de su muerte... y se multiplicaron los males sobre la tierra.»

Estas palabras de los macabeos respecto de Alejandro, parece haberse escrito para Napoleón. «Se han repartido sus coronas, y se han multiplicado los males sobre la tierra.» Veinte años han trascurrido apenas desde la muerte de Bonaparte, y ya no existen ni la monarquía francesa, ni la española. El mapa mundo ha cambiado, habiendo sido preciso estudiar una nueva geografía; separados de sus soberanos legítimos, los pueblos se han echado en brazos de reyes aventureros, actores de nombradla han desaparecido de la escena, reemplazándoles en ella cómicos desconocidos, las águilas se han remontado hasta el espacio invisible desde de la copa del alto pino sumido en el mar, mientras que las débiles conchas se agarran todavía ron fuerza a la corteza del tronco protector.

Como en último resultado todo marcha a su fin, el terrible espíritu de innovación que recorría el inundo, que decía el emperador, y al cual había opuesto el dique de, su genio, ha vuelto a emprender su carrera; las instituciones del conquistador se debilitan; porque la última de las grandes existencias individuales será la suya, porque nadie dominará ya en las sociedades ínfimas niveladas, porque la sombra de Napoleón se levantará solitaria en la extremidad del antiguo mundo destruido, como el fantasma del diluvio al borde de su abismo: la posteridad más remota descubrirá esta sombra a través de la nada en que desaparecen los siglos desconocidos, hasta el día señalado para el renacimiento social.

Mis últimas relaciones con Bonaparte.

Supuesto que escribo mi propia vida al ocuparme de otras ajenas, grandes o pequeñas, me veo precisado a mezclarla con los hombres y con los acontecimientos, cuando por casualidad lo requiere mi propósito. ¿He olvidado acaso completamente, sin detenerme alguna vez en su recuerdo, al ilustre deportado que en su prisión colonial esperaba la ejecución de la sentencia de Dios? No.

Napoleón hizo conmigo la paz, que nunca firmó con sus carceleros, coronados; también yo soy como él hijo de las olas, como él naci en una roca, y me precio de haber conocido mucho mejor a Napoleón que los que le han visto más a menudo y han permanecido más tiempo a su lado.

No teniendo Napoleón ya en Santa Elena motivo para seguir irritado contra mí, renunció a la enemiga que me había profesado; más justo yo a mi vez después de su caída escribí en El Conservador el siguiente articulo:

«Los pueblos han llamado a Bonaparte un azote; pero los azotes que Dios envía conservan algo de la grandeza y de la expresión eterna que revela su origen divino: Ossa arida... dabo vobis spiritum et viveris. Huesos áridos, os enviaré mi aliento y viviréis. Nacido en una isla para morir en otra situada en los limites de tres continentes; arrojado en medio de los mares en que Camoens profetizó tal vez su presencia al colocar en ellos el genio de las tempestades, Bonaparte no puede moverse en su roca sin que su sacudimiento nos lo advierta, poique un paso dado

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en el otro polo por el nuevo Adamastor, se hará sentir en el nuestro. Si Napoleón, libre de sus cadenas, se retirase a los Estados Unidos, sus miradas fijas en el Océano, bastarían para turbar a los pueblos del antiguo mundo, y su existencia en las playas americanas del Atlántico haría que la Europa se viese obligada a establecer su campamento general en la ribera opuesta.»

Bonaparte leyó este artículo en Santa Elena; una mano que él creía enemiga derramaba el último bálsamo sobre sus heridas, y en su consecuencia dijo a Mr. de Montholon:

«Si en 1814 y en 1815 no se hubiese depositado la confianza real en hombres inferiores a las circunstancias, o que renegando de su patria solo ven la salvación y la gloria del trono en el yugo de la Santa alianza; si el duque de Richelieu cuya ambición tuvo el objeto de libertar a su país de !a presencia de bayonetas extranjeras, o Chateaubriand que ha prestado eminentes servicios en Gante, hubiesen tenido a su cargo la dirección de los negocios, la Francia seria hoy poderosa y temida, después de las dos últimas crisis nacionales. Chateaubriand ha recibido de la naturaleza el fuego sagrado de la inspiración; sus obras lo acreditan: en ellas no predomina el estilo de Racine, sino el del profeta. Si algún día llega Chateaubriand a empuñar el timón del estado podrá extraviarse: ¡Tantos otros se han perdido al hacer la prueba! Pero lo cierto es que todo lo grande y nacional debe convenir a su genio, y que hubiera rechazado con indignación esos actos infamantes de la administración de aquella época 10.»

Tales han sido mis últimas relaciones con Bonaparte. ¿Por qué no he de convenir en que sus palaras ¡halagan la orgullosa debilidad de mi corazón? Muchos hombres pigmeos a quienes he hecho grandes servicios, no me han juzgado tan favorablemente como el gigante cuyo poder me había atrevido a combatir.

Santa Elena después de la muerte de Napoleón.

Mientras desaparecía el mundo Napoleónico, procuraba yo informarme de los sitios en que su estrella se había eclipsado. El sepulcro de Santa Elena ha gastado ya uno de sus contemporáneos sauces, y aquel árbol decrépito y caído se ve mutilado continuamente por los peregrinos. El sepulcro está cercado de una verja de hierro fundido, y tres losas se vea colocadas trasversalmente sobre la fosa, en cuyos extremos crecen algunos iris; la fuente del valle destila aun sus aguas en aquellos prados que han visto pasar tantos días prodigiosos. Los viajeros arrojados a la isla por las tempestades creen deber consignar la oscuridad de sus nombres en aquella ilustre tumba. Una anciana se ha establecido allí cerca para vivir con la sombra de sus recuerdos, y un inválido hace la centinela en una garita.

El antiguo Longwood situado a doscientos pasos del nuevo, está abandonado. Después de atravesar un cercado lleno de estiércol, se entra en una caballeriza que servía de alcoba a Bonaparte. Un negro enseña a los viajeros un pasillo ocupado hoy por un molino de mano, y les dice: Here he dead: aquí murió. El aposento en que nació Napoleón no seria probablemente ni más espacioso ni más rico.

En el nuevo Longwood o sea Plantalion-house, en casa del gobernador, se ven por todas partes retratos del duque de Wellington y cuadros que representan sus batallas. Un anuario con puertas de cristales, encierra un pedazo del árbol a cuyo lado estuvo el general inglés durante la

10 Memorias para servir a la historia de Francia en tiempo de Napoleón, por Mr. de

Montholon. Tomo IV, página 243.

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batalla de Waterloo; esta reliquia se halla colocada entre una rama de olivo cogido en el jardín del monte Olivete y varios adornos de los salvajes de la mar del Sur: peregrina asociación hecha por los que tanto abusan de las olas. Inútilmente trata aquí el vencedor de sustituir al vencido, bajo la protección de un recuerdo de la Tierra Santa, y otro de Cook: bastan para Santa Elena la soledad, el Océano y Napoleón.

Si se inquiriese la historia de las trasformaciones que han sufrido muchos terrenos ocupados por sepulcros ilustres, por soberbios palacios; cuanta variedad de destinos descubriríamos, ya que se operan continuamente tan extrañas metamorfosis en las oscuras viviendas que sirven de encierro a nuestra pobre existencia! ¿En qué choza nació Clodoveo? ¿En qué carreta vio Atila por vez primera la luz del día? ¿Qué torrente oculta el sepulcro de Alarico? ¿Qué chacal ocupa el sitio de la tumba de oro o de cristal que encierra los restos mortales de Alejandro? ¿Cuántas veces han cambiado de sitio estas cenizas? ¿A quién pertenecen los grandes mausoleos de Egipto y de las Indias? Dios solo conoce las causas de tantas mudanzas íntimamente ligadas con los misterios del porvenir, porque la profundidad del tiempo oculta a los hombres grandes verdades, qué solo se manifiestan con el trascurso de los siglos, así como hay a inmensa distancia de la tierra multitud de estrellas cuya luz no ha Iterado aun hasta nosotros.

Exhumación de Bonaparte.

Mientras que yo escribía las anteriores líneas, el tiempo ha corrido con velocidad, produciendo un acontecimiento que pudiera llamarse grande, si los sucesos del día mereciesen otra calificación que la miseria en que vienen a parar. Se han reclamado a Londres los despojos mortales de Bonaparte, y se ha concedido la demanda. ¿Para que quería la Inglaterra aquellos huesos? pronta está a darnos iodos los presentes mortuorios que apetezcamos. Hemos recibido las cenizas del que fue emperador en los momentos de nuestra mayor humillación: han estado expuestos al registro concedido por el derecho de visita; pero el extranjero se ha mostrado geueroso dando un salvo conducto para el trasporte de los grandes restos. Su trasladación a Francia es una falta cometida contra la celebridad, porque nunca reemplazará al valle de Slame una tumba en París. ¿Quién desea ver a Pompeyo fuera del curso de arena trazado por un pobre liberto con la ayuda de un anciano legionario? ¿Qué haremos de tan magnificas reliquias en medio de nuestras miserias? ¿Representará el más duro granito la eternidad de las obras de Bonaparte? ¿Si a lo menos contásemos con un Miguel Ángel que esculpiese su estatua fúnebre! ¿Cómo se levantará el monumento? Para los hombres pequeños suntuosos mausoleos; para los grandes una piedra y un nombre. Si se hubiese, a lo menos, colocado el féretro en el coronamiento del Arco del Triunfo para que las naciones contemplasen al que fue su señor sobre aquellas victorias que lo inmortalizaron. ¿No se veía en Roma la urna de Trajano sobre su columna? Napoleón se confundirá entre vosotros con las cenizas de oscuros cadáveres que nada significan. Dios quiera que no esté expuesto a las vicisitudes de nuestros trastornos públicos, por muy defendido que hoy se encuentre entre Luis XIV, Vauban y Turena, ¡Ay de esas sacrílegas violaciones tan comunes en nuestra patria! Si triunfa cierto partido de la revolución no será extraño que el polvo del conquistador se mezcle con los demás despojos que nuestras pasiones han dispersado: entonces se olvidará al vencedor de los pueblos, para acordarse únicamente del opresor de las libertades. Los huesos de Napoleón no reproducirán su genio, pero darán lecciones de despotismo a soldados medianos.

Sea de esto lo que fuere se puso a disposición de un hijo de Luis Felipe una fragata, cuyo nombre célebre en los fastos de nuestras victorias navales la ha protegido en el Océano. Desde Tolón, puerto en que se embarcara también Bonaparte para conquistar el Egipto, hizo rumbo el nuevo Argos hacia Santa Elena para apoderarse de la nada. El sepulcro se elevaba todavía silencioso en el valle Slame o del Geranio, uno de los dos sauces llorones había ya caído, pero ladi Dalias, mujer de cierto gobernador de la isla, había plantado otros diez y ocho, y treinta y cuatro cipreses; el manantial refrescaba el valle, como cuando Napoleón bebía sus aguas: se

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trabajó para abrir el monumento una noche entera bajo la inspección del capitán inglés Alejandro, y se encontraron intactas las cuatro cajas embutidas unas en otras; a saber, las dos de caoba, la de plomo, y la de hoja de lata, y en seguida se procedió en una tienda de campaña al examen de la momia, en presencia de muchos oficiales y entre ellos de algunos que habían conocido a Bonaparte.

Cuando se abrió el último ataúd todas las miradas se dirigieron a su fondo, y «encontraron, según el abad Coquereau, una masa blanquecina que cubría el cuerpo en toda su extensión, al tocarla el doctor Gaillar, se conoció una almohada forrada de seda blanca que guarnecía interiormente la parte superior de la caja, de la cual se había desprendido, y que cubría el cuerpo como si fuese un sudario. Todo el cadáver aparecía sembrado de una ligera espuma, y cualquiera hubiese dicho que se distinguía a través de una diáfana nube. Aquella era en efecto su cabeza, que la almohada levantaba un poco, con su ancha frente y con sus ojos, cuyas orbitas se dibujaban bajo los párpados, guarnecidos aun de algunas pestañas; las mejillas estaban hinchadas, la nariz había padecido bastante, y la boca entreabierta dejaba ver tres dientes de extremada blancura; en todo el rostro se distinguía perfectamente las señales de la barba; las manos sobre todo, parecían animadas por el soplo de la vida, pues conservaban la tersura y el color naturales; una de ellas, la izquierda, se notaba más gruesa que la otra; las uñas habían crecido después de la muerte; las tenía largas y blancas; también una de las botas estaba descosida y mostraba por su abertura cuatro dedos del pie de una blancura mate.»

El astro eclipsado de Santa Elena ha vuelto a parecer en el mundo; el universo ha contemplado por segunda vez a Napoleón, p»ro éste no ha visto ya el universo. Las errantes conizas del conquistador se han iluminado con las mismas estrellas que le guiaron a su destierro; pero Bonaparte ha pasarlo por el sepulcro como por todas partes, sin detenerse. Desembarcado en el Havre, ha llegado al Arco del Triunfo, dosel que refleja los rayos del sol en ciertos días del año; desde el arco hasta los Inválidos solo hemos visto columnas de madera, bustos de yeso, una estatua del gran Condé y obeliscos de pino representando la vida del vencedor. Un frío glacial hacia remolinarse a los generales junto a el carro fúnebre, como en la retirada de Moscú. Nada era allí bello, a excepción de la embarcación enlutada que acababa de conducir silenciosamente por el Sena a Napoleón, y un crucifijo.

Privado de su catafalco de rocas, Napoleón ha venido a sepultarse entre las inmundicias de París. En vez de navíos que saluden al nuevo Hércules consumido en el monte Oeta, las lavanderas de Vaugirard darán vueltas al recinto en que yace, acompañadas de algunos inválidos desconocidos en el ejército grande. Para preludiar tanta impotencia de miras, los hombres del día no han sabido imaginar más que un salón de Curcio al aire libre; así que después de algunos días de lluvia, nada ha quedado de aquellas ridículas decoraciones. Por más que se haga, siempre aparecerá en medio de los mares la verdadera tumba del triunfador; nosotros poseemos el cuerpo, y Santa Elena su fama imperecedera.

Napoleón es el fin de la pasada era; ha hecho la guerra demasiado en grande para que vuelva a interesarse por ella la especie humana: ha arrastrado impetuosamente con sus pies las puertas del templo de Jano, y amontonado delante de ellas pirámides de cadáveres para que no vuelvan a abrirse.

Mi visita a Canas.

He pasado por todos los sitios que sirvieron de tránsito a Napoleón después de haberse fugado de la isla de Elba. Entré en la posada de Canas al mismo tiempo que se celebraba a cañonazos la conmemoración del 29 de julio, de los resultados de la incursión del emperador que este sin duda no había previsto. Cuando llegué al golfo Juan era ya de noche; eché pie a tierra en una casa solitaria inmediata al camino real: Jacquemin, alfarero y huésped mío, me condujo a las orillas del mar, y allí nos extraviamos por sendas desiguales, entre los olivares bajo cuya sombra había vivaqueado Bonaparte. El mismo Jacquemin había sido también su patrón, y entonces era

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mi guía. A la izquierda del ancho sendero de travesía se encontraba una especie de tinglado en donde Napoleón, que invadía solo la Francia, depositó los efectos de su desembarco.

Desde la playa contemplé el mar en calma; el débil suspiro del viento no rizaba una sola espuma, y las trasparentes olas, semejantes a una finísima gasa, besaban las arenas sin estrépito ni precipitación. El cielo sereno, ostentando todo el brillo de sus constelaciones, coronaba mi cabeza, pero no tardó la luna en descender y ocultarse detrás de los vecinos montes. En el golfo solo se divisaba una barca anclada y dos botecillos; a la izquierda se distinguía el faro de Antibes, y a la derecha las islas de Lerius; en frente de mí se abría el mar del Sur hacia Roma, a donde Bonaparte me había enviado en otro tiempo.

Las islas llamadas hoy de Santa Margarita, sirvieron antiguamente de refugio a algunos cristianos que huían de los bárbaros. San Honorato, escapado e Hungría, arribó a uno de sus escollos, subió a una palmera, hizo la señal de la cruz, y murieron todas las serpientes, es decir, espiró el paganismo, y la nueva civilización nació en Oriente.

Mil cuatrocientos años después llegó Bonaparte a terminar esta civilización en los mismos sitios en que el santo la había comenzado. El último solitario de aquellas islas fue el hombre de la máscara de hierro, si es que realmente ha existido; pero del silencio del golfo Juan y de la paz ofrecida por las rocas a los antiguos anacoretas, salió el estruendo de la batalla de Waterloo, que atravesó el Atlántico y fue a morir en Santa Elena.

Ya puede suponerse lo que yo sentiría entre los recuerdos de dos sociedades, cutre un mundo extinguido y otro próximo a extinguirse en aquellas playas abandonadas. Abandoné la costa lleno de consternación religiosa, dejando pasar y repasar las olas que hasta ahora no han podido borrar el penúltimo paso de Napoleón.

Al fin de todas las grandes épocas se escucha alguna voz doliente que llora las desventuras pasadas; así gimieron los que vieron desaparecerá Carlo-Magno, San Luis, Francisco I, Enrique IV y Luis XIV. ¿Cuánto pudiera yo decir, como testigo ocular de las modernas vicisitudes? ¿Después de haber encontrado, como yo a Washington y a Bonaparte, que me resta detrás del Cincinato americano y del sepulcro de Santa Elena? ¿Por qué no he muerto como mis contemporáneos, último restos de una raza extinguida? ¿Por que he quedado solo para buscar sus huesos en las tinieblas y el polvo de una inmensa catacumba? ¡Mi Valor desfallece porque duro tanto! ¡Ah, si al menos contase con la indiferencia de un anciano árabe, a quien encontré en África!

Sentados con las piernas cruzadas en una estera, envueltas sus cabezas entre lienzos, ocupan los habitantes del desierto las últimas horas de su vida en seguir con la vista, entre él azul del firmamento, al hermoso plenicóptero que vuela hacia las ruinas de Cartago; mecidos por el murmullo de las ondas, olvidan su propia existencia y entonan en voz baja la triste canción que precede a su muerte.

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PARÍS 1839

Revisado el 23 de febrero de 1845.

Cambio del mundo.

Descender de Bonaparte y del imperio a lo que le ha seguido, es descender de la realidad a la nada, de la cima de una montaña a un precipicio. ¿No ha terminado todo con Napoleón? ¿He debido hablar de otra cosa? ¿qué personaje puede interesar fuera de él? ¿De quién y de qué puede tratarse después de semejante hombre? Solo Dante ha tenido el derecho de asociarse a los grandes poetas que encuentra en las regiones de otra vida ¿Cómo nombra a Luis XVIII en lugar del emperador?

Los mismos bonapartistas se habían replegado: el alma faltó al nuevo universo tan pronto como Bonaparte retiró su aliento, y los objetos se borraron desde que ya no fueron iluminados por la luz que les había dado el relieve y el color. Al principio de estas Memorias solo tuve que hablar de mi, pues hay siempre una especie de primacía en la soledad individual del hombre, en seguida me vi rodeado de milagros, milagros que sostuvieron mi voz; pero ahora ya no hay conquista de Egipto, ni batallas de Marengo, de Austerlitz y de Jena, ni retirada de la Rusia, ni invasión de la Francia, ni toma de París, ni vuelta de la isla de Elba, ni batalla de Waterloo, ni funerales de Santa Elena; ¿qué queda pues? ¡Retratos a quienes solo el genio de Moliere podría dar la gravedad de lo cómico!

Al expresarme sobre nuestro poco valor, he estrechado de cerca mi conciencia, y me he preguntado si no me había incorporado por cálculo a la nulidad de estos tiempos para adquirir el derecho de condenar a los otros, persuadido como estaba, in petto de que mi nombre se leería en medio de todas estas cosas borradas. No: estoy convencido de que todos desapareceremos: primero, porque no tenemos en nosotros de que vivir; segundo, porque en el siglo en el cual comenzamos o terminamos nuestros días, no tienen tampoco con qué hacernos vivir. Generaciones mutiladas, desdeñosas, sin fe, adictas a la nada a quien aman, no sabrían darnos la inmortalidad ni tienen poder alguno para crear una fama: cuando acerquéis vuestro oído a su boca, nada diréis, pues ningún sonido sale del corazón de los muertos.

Una cosa, sin embargo, me llama la atención: el pequeño mundo en el cual entro ahora, era superior al mundo que le ha sucedido en 1830: nosotros éramos gigantes en comparación de la sociedad de insectos que se ha engendrado.

La restauración ofrece al menos un punto en el que puede encontrarse importancia: después de la dignidad de un solo hombre, pasado este renació la dignidad de los hombres. Si el despotismo ha sido reemplazado por la libertad; si entendemos alguna cosa de independa; si hemos perdido la costumbre de arrastrarnos; si los derechos de la naturaleza humana no son ya desconocidos, a la restauración somos deudores de ello.

¡Prosigamos, pues, nuestra tarea! Bajemos gimiendo hasta mí, y hasta mis colegas. Ya me habéis visto en medio de mis sueños, ahora vais a verme en mis realidades, y si el interés disminuye, si decaigo, suplico al lector que sea justo.

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Años de mi vida 1815 y 1816.— Soy nombrado par de Francia.— Mi primera aparición en la tribuna.— Diferentes discursos.

Después de la segunda entrada del.roy y de la desaparición final de Bonaparte, estando el ministerio en manos del duque de Otranto y del príncipe de Talleyrand, fui nombrado presidente del colegio electoral del departamento del Loira. Las elecciones de 1815 dieron al rey la cámara imposible. Todos los votos me favorecían en Orleáns, cuando llegó a mis manos el decreto que me llamaba a la cámara de los pares. Mi carrera de acción, apenas comenzaba; cambio súbitamente de dirección ¿cual habría sido, a estar colocado en la cámara electiva? Es probable que hubiese terminado en caso de éxito, en el ministerio.de lo Interior, en vez de conducirme al ministerio de Negocios extranjeros. Mis hábitos y mis costumbres estaban más en relación con la dignidad de par, y aunque esta se me hizo hostil desde el primer momento a causa de mis opiniones liberales, es sin embargo cierto que mis doctrinas sobre la libertad de la prensa y contra el vasallaje de los extranjeros, dieron a la noble cámara esa popularidad de que ha gozado mientras que participó de mis opiniones.

Al llegar recibí el único honor que me hayan hecho mis colegas durante mis quince años de residencia en medio de ellos, pues fui nombrado uno de los cuatro secretarios para la legislatura de 1816. Lord Byron no tuvo más favor cuando apareció en la cámara de los lores, y se alejó de ella para siempre; yo hubiera debido volver a mis desiertos.

Mi estreno en la tribuna fue un discurso sobre la inamovilidad de los jueces: elogié el principio, pero ataqué su aplicación inmediata. En la revolución de 1830, los hombres de la izquierda más adictos a esta revolución, querían suspender por algún tiempo la inamovilidad.

El 22 de febrero de 1816, el duque de Richelieu, nos presentó el testamento autógrafo de la reina: subí a la tribuna y dijo:

«El que nos ha conservado el testamento de María Antonieta, habla comprado las tierras de Montboissier: Juez de Luis XVI, había elevado en medio de esa propiedad un monumento a la memoria de Luis XVI, y grabado él mismo sobre ese monumento en versos franceses un elogio de Mr. de Malesherbes. Esta sorprendente imparcialidad anuncia que todo está fuera de su sitio en el mundo moral.»

El 12 de marzo de 1816 se agitó la cuestión de las pensiones eclesiásticas, y dije: «¿Negareis alimentos al pobre vicario que consagra a los altares el resto de sus días, y concederéis pensiones a José Lebon, que hizo caer tantas cabras: a Francisco Chabot, que pedía para los emigrados una ley tan sencilla qua un niño pudiese conducirlos a la guillotina: a Santiago Boux, que negándose en el Temple a recibir el testamento de Luis XVI, respondió al infortunado monarca.—Yo no tengo más encargo que el de conducirte a la muerte^

Habían llevado a la cámara hereditaria un proyecto de ley relativo a las elecciones: yo me pronuncié por la renovación integra de la cámara de los diputados, pero solo en 1824, siendo ministro, fue cuando la hice entrar en la ley.

También fue en este primer discurso sobre la ley electoral cuando respondí a un adversario «Yo no realzo lo que se ha dicho de la Europa, relativamente a nuestras discusiones. En cuanto a mí, señores, sin duda debo a la sangre francesa que corre por mis venas, esa impaciencia que experimento cuando para determinar mi voto se me habla de las opiniones colocadas fuera de mi patria; y si la Europa civilizada quisiera imponerme la Carta, me iría a vivir a Constantinopla.»

El 9 de abril de 1817 presenté en la cámara una proposición relativa a las potencias berberiscas, y la cámara decidió que había lugar a ocuparse de ella. Ya pensaba yo en combatir la esclavitud antes de haber obtenido esa decisión favorable de los pares, que fue la primera intervención política de una gran potencia en favor de los griegos.—«Yo he visto, decía, a mis colegas, las ruinas de Cartago, y he encontrado entre esas ruinas los sucesores de aquellos

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infelices cristianos, por cuya libertad hizo San Luis el sacrificio de su vida. La filosofía podrá tomar su parte en la gloria unida al éxito de mi proposición, y envanecerse de haber obtenido en un siglo de luces, lo que la religión intentó inútilmente en un siglo de tinieblas.»

Yo estaba colocado en una cámara donde mi palabra se volvía contra mí las tres cuartas partes del tiempo. Una cámara popular puede conmoverse, una cámara aristocrática es sorda: sin tribunas, a puerta cerrada; ante ancianos, restos disecados de la antigua monarquía, de la revolución y del imperio, lo que salía del tono más común parecía locura. Un día, la primera fila de sillones más inmediata de la tribuna, estaba llena de respetables pares, más sordos los unos que los otros, con la cabeza inclinada y teniendo en el oído una trompetilla acústica, cuya embocadura dirigían hacia la tribuna; conseguí dormirlos, lo cual es muy natural. Uno de ellos dejó caer su trompetilla y despertando su vecino, quiso recogérsela urbanamente; pero se cayó. El mal estuvo en que me eche a reír, a pesar de estar hablando patéticamente sobre no se qué objeto.de humanidad.

Los oradores que triunfaban en esta cámara, eran los que hablaban sin ideas, con tono igual y monótono, o que solo encontraban sensibilidad para enternecerse sobre los pobres ministros. Mr. de Lally-Tolendal, tronaba en favor de las libertades públicas, y hacía resonar las bóvedas de nuestra soledad con el elogio de tres o cuatro lores de la cancillería inglesa, abuelos suyos, según decía. Cuando estaba terminado su panegírico sobre la libertad de la prensa, llegaba, un sin embargo, fundado en circunstancias, el cual, sin embargo, nos dejaba salvo el honor bajo la útil vigilancia de la censura.

La restauración dio un movimiento a las inteligencias y libertó el pensamiento comprimido por Bonaparte; el ingenio como una cariátide descargada de la arquitectura que se encorbaba la frente, alzó la cabeza. El imperio había vuelto muda a la Francia; la libertad restaurada la devolvió la palabra; encontráronse talentos en la tribuna que tomaron las cosas donde los Mirabeau y los Cázales las habían dejado y la revolución continuó su curso.

Monarquía según la Carta.

Mis trabajos no se limitaban a la tribuna, tan nueva para mí. Espantado de los sistemas que se abrazaban y de la ignorancia de la Francia sobre los principios del gobierno representativo, escribía y hacia escribir La Monarquía según la Carta. Esta publicación ha sido una de las grandes épocas de mi vida política; ella me hizo tomar puesto entre los publicistas, y sirvió para fijar la opinión sobre la naturaleza de nuestro gobierno. Los diarios ingleses ensalzaron este escrito hasta las nubes, y entre nosotros, el mismo abate Morellet no cesaba de hablar de la metamorfosis de mi estilo y de la precisión dogmática de las verdades.

La Monarquía según la Carta es un catecismo constitucional, y de ella se han tomado la mayor parte de las proposiciones que hoy se presentan como nuevas. El principio de que el rey reina y no gobierna, se encuentra todo entero en los capítulos cuarto, quinto, sexto y sétimo sobre la prerrogativa real.

Exponiendo los principios constitucionales en la primera parte de la obra, examinó en la segunda los sistemas de los tres ministerios que hasta entonces se habían sucedido desde 1814 a 1816: en esta parte se encuentran predicaciones verificadas después y exposiciones de doctrinas entonces ocultas. En el capitulo diez y seis, parte segunda, se leen estas palabras: «Pasa por constante, en cierto partido, que una revolución de la naturaleza de la nuestra no puede terminar sino por un cambio de dinastía; otros más moderados, dicen por un cambio en el orden de sucesión de la corona.»

Cuando terminaba mi obra, apareció el decreto de 5 de setiembre de 1816; esta medida dispersaba los pocos realistas reunidos para reconstruir la monarquía legítima y me apresuré a escribir la Postdata, que hizo estallar la cólera del duque de Richelieu y del favorito de Luis XVIII, Mr. de Decazes.

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Añadiría la Postdata, corro a casa de mi librero, Mr. Le-Normant, y al llegar encuentro unos alguaciles y un comisario de policía que se habían apoderado de los paquetes y puesto los sellos. Yo no había desafiado a Bonaparte paca dejarme intimidar por Mr. Decazes: me opuse al secuestro, y declaré como francés libre y como par de Francia, que no cederla sino a la fuerza. Vino esta, y me retiré entonces. El 18 fui a casa de Mr.: Luis Marthe Mesnier y su colega, notarios reales, y protestando ante ellos, hice consignar mi declaración sobre el secuestro de mi obra, queriendo asegurar de este modo los derechos de los ciudadanos franceses. Mr. Baude me ha imitado en 1830.

En seguida me encontré, enredado en una correspondencia bastante larga con Mr. el canciller, el ministro de Policía y el procurador general Bellard, hasta el 9 de noviembre, día en que el canciller me anuncio la sentencia dictada en mi favor por el tribunal de primera instancia, la cual me puso en posesión de mi obra. En una de sus cartas me decía que había tenido un gran disgusto al ver el descontento del rey sobre mi obra. Este descontento provenía de los capítulos en que me pronunciaba contra la creación de un ministro de policía general en un país constitucional.

Luis XVIII.

En mi relación del viaje de Gante ya habéis visto lo que Luis XVIII valía como hijo de Hugo Capeto: en mi escrito: ¡El rey ha muerto: viva el rey! anoté las cualidades reales de este príncipe: pero el hombre no es siempre uno: ¿por qué hay tan pocos retratos fieles? porque se ha hecho el modelo en cierta época de su vida, y diez años después el retrato ya no se parece.

Luis XVIII veía todos los objetos y todo le parecía bello o feo, según el ángulo de su mirada. Atacado por las ideas de un siglo, es de temer que la religión no fuese para el rey cristianísimo más que un elixir propio para la amalgama de las drogas de que se componía la monarquía.

La imaginación libertina que había recibido de su abuelo pudo inspirar alguna desconfianza sobre sus costumbres; pero él se conocía, y cuando hablaba de una manera positiva, se alababa de ello y se burlaba tic si mismo. Un día le hablaba yo de la necesidad de un nuevo matrimonio del duque de Borbón, a fin de volver a la vida la raza de los Condé: el rey aprobó mucho la idea, aunque se cuidaba muy poco de la dicha resurrección: pero a este propósito me habló del conde Artois, y me dijo: —«Mi hermano podría volverse a casar sin cambiar en nada la sucesión a la corona, pues nunca tendría más que segundones: yo nunca tendré sino primogénitos, no quiero tampoco desheredar al duque de Angulema.»

Egoísta, y sin preocupaciones, Luis XVIII quería su tranquilidad a todo precio; sostenía a sus ministros en tanto que tenían la mayoría; pero los despedía cuando esta faltaba y podía ser incomodado en su reposo, y nunca vacilaba en retirarse cuando para obtener la victoria le hubiera sido preciso dar un paso adelante. Su grandeza era la paciencia, y jamás buscaba él a los sucesos, sino que los sucesos le buscaban a él.

Sin ser cruel, este rey no era humano, pues no le sorprendían ni conmovían las catástrofes trágicas: Excusándose el duque de Berry por haber tenido la desgracia de turbar con su muerte el sueño del rey, este se contentó con decirle: «He dormido bien.» Y sin embargo, este hombre tranquilo se encolerizaba terriblemente cuando era contrariado; este príncipe frío, tan insensible, tenía amistades que parecían pasiones, y así se sucedieron en su intimidad el conde de Avarai, Mr. de Blacas, Mr. Decazes, Mme. de Balvi, y Mme. de Cayla: todas estas personas amadas eran favoritos.

Luis XVIII se nos apareció en toda la profundidad de las tradiciones históricas, y se mostró con el favoritismo de las antiguas monarquías. ¿Se producía en el corazón de los monarcas aislados un vacio que llenan con el primer objeto que eucuentran? ¿Es esta simpatía, amistad de una naturaleza análoga a la suya? ¿Es una amistad que les cae del cielo para consolar sus grandezas? ¿Es una inclinación hacia un esclavo que se da en cuerpo y alma, ante el cual no se

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oculta nada, esclavo que se hace una idea fija unida a todos los sentimientos, a todos los gustos, a lodos los caprichos de aquel a quien ha sometido y a quien tiene bajo el imperio de una fascinación invencible? Mientras más bajo e ínfimo ha sido el favorito, menos se le puede despedir porque está en posesión de secretos que harían ruborizar si fuesen divulgados: este preferido tiene una doble fuerza en su infamia y en la debilidad de su Señor.

Cuando el favorito es por casualidad un grande hombre como Richelieu o Mazarme, detestándole las; naciones, se aprovechan de su gloria o de su poder: entonces no hacen más que cambiar un miserable rey de derecho por un rey ilustre de hecho.

Mr. Decazes

Tan pronto como Mr. Decazes fue nombrado ministro, los carruajes invadieron el muelle Malaguais para depositar en el salón del afortunado todo lo que habla de más noble en el barrio de Saint-German; por más que haga el francés nunca será más que un cortesano, no importa de quien, con tal que sea un poderoso del día.

Pronto se formó en favor del nuevo favorito una coalición formidable de necios. En la sociedad democrática, charlad de libertades, declarad que veis la marcha del género humano y el porvenir de las cosas, añadiendo a vuestros discursos alguna cruz de honor, y estas seguro de vuestra plaza: en la sociedad aristocrática, jugad al wist, presentad con un aire grave y profundo lugares comunes, y buenas palabras arregladas de antemano, y está asegurada la fortuna de vuestro genio.

Compatriota de Murat, pero de Murat sin reino, Mr. Decazes nos había venido de la madre de Napoleón. Era familiar, urbano, jamás insolente, y aunque me quería bien, no se porqué vino con él el principio de mis desgracias.

El rey le colmó de beneficios y de influjo, y se casó más tarde con una persona bien nacida, hija de Mr. de Saint-Aulaire; verdad es que Mr. Decazes servía demasiado bien a la monarquía; él fue quien desenterró al mariscal Ney de las montañas de Auvernia, donde se había ocultado.

Fiel a las inspiraciones de su trono, Luis XVIII, decía de Mr. Decazes: «Yo lo elevaré tan alto., quedará envidia a los más grandes señores.» Estas palabras tomadas de otro rey, eran un anacronismo; para elevará los otros, es preciso estar uno seguro de no descender, y en el tiempo a que Luis XVIII había llegado ¿qué eran los monarcas? Si aun podían hacer la fortuna de un hombre, no podían hacer su grandeza, ya no eran más que los banqueros de sus favoritos.

Mme. de Princeteau, hermana de Mr. de Decazes era una persona agradable, modesta y excelente: el rey se había enamorado de ella en perspectiva. Mr. Decazes, padre, a quien vi en la sala del trono con casacón, espada ceñida y sombrero debajo del brazo, no tuvo sin embargo éxito alguno.

En fin, la muerte del duque de Berry acreció las enemistades de una parte y otra, y produjo la caída del favorito. Ya he dicho que sus pies se le deslizaron en la sangre; lo cual no significa, no lo permita Dios, que fuese culpable del asesinato, sino que cayó en la mar enrojecida que produjo el cuchillo de Louvel.

Se me borra de la lista de los ministros de Estado.— Vendo mis libros y mi posesión.

Me había opuesto al secuestro de La Monarquía según la Carta, para ilustrar a los realistas engañados, y para sostener la libertad del pensamiento y de la prensa, y abracé francamente

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unas instituciones a las cuales siempre he permanecido fiel.

Después de estas bastardías, me resentí de las heridas sangrientas que se me habían hecho al aparecer mi folleto; y no me fue posible tomar posesión de mi carrera política sin llevar a ella las cicatrices de los golpes que se me asestaron al emprenderla; me encontraba mal, y no me era dado respirar.

Poco tiempo después, un decreto que tenía la firma de Richelieu, me borró de la lista de los ministros de Estado, privándome de una plaza reputada hasta entonces como inamovible; dicha plaza se me había concedido en Gante, y con ella desapareció también para mí la pensión que disfrutaba; me hirió la misma mano que había asido a Fouché.

He tenido el honor de ser arruinado tres veces por la legitimidad: la primera por haber seguido al hijo de San Luis a su destierro: la segunda por haber escrito en favor de los príncipes de la monarquía otorgada, y la tercera por haber guardado silencio respecto a una ley funesta, cuando precisamente hacia que triunfasen nuestras armas: la guerra de España reunió las tropas a la bandera blanca, y a haberme sostenido en el poder hubiera lijado nuestras fronteras en las orillas del Rin.

Mi naturaleza me hizo completamente insensible a la pérdida de mis pensiones: todo se desquitó con andar a pie, y con ir en fiacre cuando llovía, a la cámara de los pares. Con mi traje popular, y bajo la protección de la gente baja que me rodeaba, entré a disfrutar de los derechos de la clase proletaria, de la cual formaba parte, y desde mi carro desafiaba el soberbio tren de los reyes.

Me vi precisado a vender los libros, y Mr. Merlín los puso a pública subasta en la sala Silvestre. Solo conservé un Homero griego, en cuyas márgenes había algunas traducciones y notas de mi puño. No tardé mucho en tocar la parte más sensible, pidiendo al ministro del Interior permiso para rifar mi casa de campo, abriéndose el despacho de números en casa del escribano Mr. Denis. La rifa constaba de noventa billetes, de mil francos cada uno, y los realistas no los tomaron; la señora duquesa de Orleans pidió tres, y uno mi amigo, Mr. de Laine, ministro del Interior, que había firmado el decreto de 5 de setiembre, y consentido en el consejo que se me borrase de la lista, valiéndose para verificarlo de un nombre supuesto. Las sumas se devolvieron a los compradores, mas no por eso quiso retirar Mr. Laine sus 1.000 francos, y se los dejó al escribano para los pobres.

Poco tiempo después se vendió asimismo mi posesión de Aulnay, en la plaza de Chatelet, como se venden los muebles del pueblo bajo. Mucho sentí entonces este suceso, porque tenía una afición decidida a aquellos árboles que se habían desarrollado y engrandecido por decirlo así, en medio de mis recuerdos. El tipo era de 30.000 francos, y fue cubierto por el vizconde de Montmorency, que solo se atrevió a pujar 100 francos, quedó, pues, por suya la finca, y la ha habitado después: pero no es bueno mezclarse con mi suerte.

Continuación de mis discursos en 1817 y 1818.

En el mes de noviembre de 1816, continué mis trabajos, después de la publicación de la Monarquía según la Carta, y a la apertura de la nueva asamblea en la sesión del 2 J del mismo mes, presenté a la cámara una proposición reducida a que se suplicase al rey tuviese a bien mandar que se examinase cuanto había pasado en las últimas elecciones. La corrupción y la violencia del ministro fueron palpables en ellos;

El 21 de marzo de 1817 me levanté contra el titulo XI del proyecto de ley de hacienda. Tratábase de los bosques del estado, que se querían afectar a la caja de amortización, y de los cuales se querían vender al momento ciento cincuenta mil hectáreas. Aquellos bosques se componían de tres clases de propiedades, a saber: de los antiguos dominios de la corona, algunas encomiendas de la orden de Malta, y el resto de bienes de la iglesia. No sé por qué encuentro hoy un triste interés en mis propias palabras de aquella época: tal vez sea por la

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analogía que guardan con mis Memorias.

«A pesar de las teorías de los que solo han administrado las rentas públicas en tiempos de revueltas, el crédito no es una prueba material, sino la consecuencia de la moralidad de una nación. ¿Harán valer esos nuevos propietarios los títulos de sus recientes propiedades? O se les citarán para despojarles herencias de nueve siglos robadas a sus antiguos dueños. En voz de los bienes y muebles, patrimonio en que las familias sobrevivían a los mismos ancianos, tendréis propiedades movibles en que las plantas tendrán apenas el tiempo necesario para nacer y morir antes que cambien de amo. Los pacíficos hogares cesarán de ser los guardianes de las costumbres domésticas, y perderán su venerable autoridad; tampoco se verán consagrados los caminos de travesía por la presencia del abuelo y la cuna de su nieto.

«Pares de Francia, no defiendo mi causa, sino la vuestra; os hablo, en interés de vuestros hijos; en cuanto a mí, nada tendré que disputar con la posteridad, porque no tengo heredero, he perdido cuanto dejó mi padre, y pronto cesarán de ser míos algunos árboles que he pintado.»

Reunión Piet.

Por la semejanza de opiniones, a la sazón muy vivas, se había establecido una especie de amistad entre las minorías de ambas cámaras. La Francia aprendía entonces el gobierno representativo, y, como yo, cometía la necedad de entenderlo al pie de la letra y de apasionarme a él, sostenía a los que lo adoptaban, sin cuidarme de investigar si no encontraban en su oposición más motivos humanos que amor patrio, tan puro como el que yo sentía por la Carta. No me tenía ciertamente por un simple, pero idolatraba el objeto de mi opinión, y hubiera atravesado una hoguera a fin de salvarlo entonces. En 1810, y en medio de aquel acceso constitucional fue cuando conocí a Mr. de Villele. Estaba más tranquilo, se sobreponía a su mismo ardor, y pretendía conquistar así la libertad, pero ponía el sitio en regla y abría metódicamente la brecha; yo, por el contrario, no me empeñaba en tomar la plaza de un solo golpe de mano; subía a la brecha, y continuamente me veía arrojado en el foso.

Encontré por primera vez a Mr. de Villele en casa de la señora de Levis, pues había llegado a ser jefe de la oposición realista en la Cámara electiva, así como yo era en la hereditaria. Conservaba la amistad de su colega Mr. de Corbiere, que siempre estaba unido a él, y se decía Villele y Corbiere, como se dice Pilades y Orestes o Niso y Curialo.

Me parece propio de una vanidad ridícula entrar en pormenores fastidiosos acerca de personas cuyos nombres nadie pronunciará mañana: creo, pues, que los oscuros movimientos que afectan un grave interés, al paso que a nadie interesan, y el baturrillo de opiniones que no han determinado suceso alguno de consecuencia, deben ocupar únicamente a los dichosos inocentes, que se figuran ser o haber sido objeto de la atención de sus semejantes.

Había con todo momentos de orgullo en que mis polémicas con Mr. de Villele me parecían como los altercados de Sila con Mario, o de César con Pompeyo. Continuamente íbamos con los demás miembros de la oposición a la calle de Teresa a pasar la noche deliberando en casa de Mr. de Piet. Llegábamos de cualquiera manera, y nos sentábamos en un salón iluminado por una lámpara que goteaba. En aquel centro legislativo hablábamos de la ley presentada, de la moción que debía ponerse en tela de juicio, y del amigo a quien convenía nombrar secretario o hacerle entrar en tal o cual comisión. Todos discutíamos a un tiempo, y nos parecíamos bastante a los que formaban las reuniones de los primeros fieles, según la pintura que de ellas nos hacen los enemigos del cristianismo. Allí se difundían las malas noticias, se aseguraba un cambio en los negocios públicos, trastornos en Roma y desastres en nuestros ejércitos.

Mr. de Villele escuchaba, reasumía y no cerraba las deliberaciones: era allí el verdadero

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hombre político, y a fuer de marino prudente, nunca daba a la vela durante la tempestad. Noté muchas veces, con motivo de nuestra polémica acerca de la venta de los bienes del clero, que los más religiosos eran aquellos que con más ardor defendían las doctrinas constitucionales. La religión es la fuente de la libertad: en Roma el flamen dialis solo llevaba en el dedo un anillo hueco, porque a haber sido macizo hubiera parecido formar parte de una cadena: tampoco debía tener ningún nudo el pontífice de Júpiter en sus vestiduras ni en su cabeza.

Después de concluidas las sesiones, se retiraba Mr. de Villele acompañado de Mr. de Corbiere. Yo examinaba a muchos individuos, me enteraba de muchas cosas, y hacia infinitas observaciones interesantes en aquellas reuniones, y así aprendía lo relativo a hacienda, que ya sabia, todo lo concerniente al ejército, a la administración de justicia y al gobierno general del país: salía de ellas algo más hombre de estado, o tal vez más convencido de la pobreza e inutilidad de tan hermosas teorías científicas.

El Conservador.

Conocía yo que mis combates de tribuna en una Cámara cerrada y en medio de una asamblea que me era poco favorable serian inútiles para alcanzar la victoria, y que por lo mismo necesitaba otras armas. Establecida ya la censura para los periódicos diarios, solo podía conseguir mi intento por medio de otro semicotidiano, en el cual me proponia combatir el sistema del ministerio y las opiniones de la extrema izquierda que defendía Mr. Esteban en La Minerva. Hallándome en Noissel, en casa de la señora duquesa de Levis, en la primavera de 1818, cuando fue a verme mi librero Mr. de Lenormant, a quien di noticia del pensamiento que me ocupaba. Lo apoyó con entusiasmo, y ofreciose a correr el riesgo y a sufragar todos los gastos: hablé en seguida con mis amigos, les pregunté si querían asociarse, y consintieron, y no tardó en aparecer el periódico con el titulo de El Conservador.

La revolución que obró este periódico fue inaudita; en Francia cambio la mayoría de las dos Cámaras, y en el extranjero trasformó el espíritu de los gobiernos.

Los realistas me debieron la ventaja de hacerles salir de la nada en que yacían a vista de los pueblos y de los reyes, y puse la pluma en las manos de las principales familias de la nación. Convertí en periodistas a los Montmorency y a los Levis; convoqué a la nobleza, e hice que el feudalismo marchase a defender la libertad de la prensa reuniendo a los hombres más señalados del partido realista, como Villele, Corbiere, Vitrolles, Castelbajac y otros muchos. Bendecía a la Providencia siempre quo veía protegidas la páginas de El Conservador por algún príncipe de la iglesia, y cuando llegaba a mis manos un articulo con la firma de el Cardenal de la Luzerne. Sucedió que después de haber conducido a mis héroes a la cruzada constitucional, no bien conquistaron el poder y llegaron a llamarse príncipes de Edeso, de Antioquia y de Damasco, cuando se encerraron en sus nuevos estados con Leonor de Aquitania, y me dejaron abandonado y confundido al pie de los muros de Jerusalén cuyo sepulcro volvieron a tomar los infieles.

Mi polémica dio principio en El Conservador y duró desde 1818 hasta 1820: es decir, hasta el restablecimiento de la censura a la cual sirvió de pretexto la muerte del duque de Berry. En aquella primera época hice caer el antiguo ministro, y abrí a Mr. de Villele las regiones del poder.

Después de 1824, cuando volví a publicar algunos folletos y a escribir en él Diario de los Debates, habían cambiado mucho las respectivas posiciones. Pero ¿qué me importaban aquellas miserias supuesto que jamás he creído que pertenezco a otra época, que no tengo fe en los reyes ni convicción en los pueblos, que de nada me cuido, a excepción de los sueños de mi fantasía, a condición de que solo duren una noche?

El primer articulo de El Conservador pinta la situación de las cosas cuando yo me presenté en la palestra. Tuve ocasión de conocer a fondo la infamia de aquella correspondencia privada que la policía de París publicaba en Londres. Ese género de escritos puede calumniar más no deshonrar: lo que es vil no tiene el poder de envilecer; solo al honor está reservada la ventaja de

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castigar a los hombres, con la animadversión pública. «Calumniadores anónimos, les dije: tened valor para decir quienes sois: la vergüenza pasa pronto para vosotros; añadid vuestros nombres a vuestros artículos, y solo tendremos que despreciar una palabra más en cada uno de ellos.»

Algunas veces me burlaba de los ministros, y cedí a la propensión irónica que siempre me he echado en cara. En fin, el número de El Conservador del 5 de diciembre de 1818, contenía un articulo serio acerca de la moral de los intereses y la de los deberes: de él nació la fraseología intereses morales intereses materiales, que yo adopté, y que después han adoptado todos los escritores. Lo público hoy algo abreviado porque se eleva sobre las proporciones de un articulo de periódico, y porque mi razón le concede cierto valor. No ha envejecido porque las ideas que encierra corresponden a todas las edades.

De la moral de los intereses materiales y de la de los deberes.

«El ministerio ha inventado una moral nueva: la moral de los intereses; la de los deberes se abandona a los imbéciles. Pues bien, la primera sobre la cual se pretende fundar el gobierno, ha corrompido más al pueblo en tres años, que la revolución en la cuarta parte de un siglo.

«Lo que hace desaparecer la moralidad en las naciones, lo que hace desaparecer a las mismas naciones con la moralidad, no es la violencia sino la seducción, entendiéndose por esta todo lo que tienen de halagüeño y es precioso las falsas doctrinas. Los hombres equivocan muchas veces el error con la verdad, porque cada facultad del corazón o del entendimiento posee una falsa imagen.

«El siglo XVIII fue un siglo destructor; todos fuimos seducidos; desnaturalizamos la política; nos perdimos en novedades culpables buscando la existencia social entre la corrupción de nuestras costumbres. La revolución vino a despertarnos, a arrebatar a los franceses de sus lechos y a convertir estos en cadalsos. Y sin embargo, de todas las épocas de la revolución, la del terror fue tal vez la menos peligrosa para la moralidad, porque las conciencias eran libres, y el crimen aparecía en su desnudez. Orgías entre torrentes de sangre; escándalos que ya no merecían este nombre por el horror que inspiraban, a esto se reducía todo. Las mujeres del pueblo se establecían para sus trabajos alrededor de la guillotina, lo mismo que en sus hogares; el cadalso reasumía las costumbres públicas y la muerte el pensamiento del gobierno. Todas las situaciones eran claras y no se hablaba de especialidades, de cosas positivas, ni de sistemas de intereses. Se decía a un hombre. «Tu eres realista, noble, y rico, pues muere,» y en efecto moría. Antonelle escribía que aunque no encontraba pruebas contra los presos los había condenado como aristócratas. Monstruosa franqueza, que no obstante deja subsistente el orden moral, porque no perturba la sociedad el inocente cuando muere como tal sino cuando se le inmola como culpable.

«La moralidad bajo el régimen del Directorio, tuvo que combatir más bien la corrupción de las costumbres, que la de las doctrinas. Los placeres ocuparon el lugar de las cárceles y se quería obligar al tiempo presente a que adelantase goces para el porvenir, por temor de eme volviesen las desdichas pasadas. Como nadie había tenido tiempo para crearse ocupaciones interiores, todos Vivian en las calles, en los paseos, en las grandes tertulias. Familiarizado el pueblo con los cadalsos, nada malo esperaba como consecuencia de su disposición. Solo se trataba de bailes, de artes, de modas, y se mudaba de adornos y de trajes, del mismo modo que se hubiera dejado quitar la vida.

«Mandando Bonaparte comenzó la seducción, pero su remedio se encerraba en si misma: Bonaparte seducía por el prestigio de la gloria y todo lo que es

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grande, lleva consigo un prestigio de legislación. Conocía además la utilidad de permitir que se enseñase la doctrina de todos los pueblos, la moral de todos los tiempos, y la religión de toda la eternidad.

«No hubiera extrañado que se me contestase: Fundar la sociedad sobre un deber, es elevarla sobre una ficción; colocarla en un interés, es establecerla sobre una realidad; deber que tiene un origen divino desciende hasta la familia, en la cual establece relaciones entre padres e hijos; desde allí se divide en dos ramas; arregla en el orden político las relaciones del rey y el súbdito, y organiza el orden moral, la cadena de los servicios y de las protecciones, de los beneficios, y del reconocimiento.

«El deber por lo tanto, es un hecho positivo, supuesto que proporciona a la sociedad la única existencia durable a que puede aspirar.

«El interés, por el contrario, es una ficción cuando se la toma, como hoy se hace en su sentido físico y riguroso; por lo mismo que no es por la mañana lo que es por la noche; por lo mismo que a todos momentos cambia de naturaleza; por lo mismo que tiene toda la movilidad de la fortuna.

«Por medio de la moral de los intereses, cada ciudadano se encuentra en estado de hostilidad con las leyes y el gobierno, porque en la sociedad siempre sufre el mayor número. Ya no se baten los hombres por ideas abstractas de orden, de paz, y de patria, o si lo hacen, es porque en ello pueden encontrar sacrificios, un cuyo caso abandonan la moral de los intereses, y abrazan la de los deberes. ¡Tan cierto es que fuera de estos limites no hay existencia para la sociedad!

«El que cumple con sus deberes conquista la estimación pública: el que cede a sus intereses, es poco estimado. Haced que los hombres políticos solo piensen en la que les atañe, y solo tendréis ministros corrompidos y avaros, semejantes a aquellos mutilados esclavos que gobernaban el bajo imperio, y que todo lo vendían al acordarse que ellos también habían sido vendidos.

«Reflexionad bien que los intereses solo son poderosos cuando prosperan; si la ocasión no les es propicia, se debilitan. Los deberes nunca son tan enérgicos, como cuando cuesta cumplirlos. Yo quiero un principio de gobierno que se engrandezcan en la desgracia, porque tendrá mucha semejanza con la virtud.

«¡Qué cosa más absurda que gritar a los pueblos: no os sacrifiquéis; no tengáis entusiasmo; no penséis más que en vuestros intereses!» Esto seria lo mismo que decirles: «No acudáis a nuestro auxilio; abandonadnos, si así conviene a vuestros intereses.» Con semejante política, llegado que sea el instante del peligro, cada cual cerrará su pueda, se asomará a la ventana, y verá morir a la monarquía.»

El 3 de diciembre de 1819, volví a subir a la tribuna de la Cámara de los pares, y hablé contra los malos franceses que pedían acarrearnos por motivos de tranquilidad, la vigilancia de los ejércitos extranjeros. «¿Tenemos por ventura necesidad de tutores? ¿Por qué se nos habla de circunstancias? Estamos en el caso de recibir, por medio de notas diplomáticas, certificados de buena conducta? ¿Habremos admitido en relevo de una guarnición de cosacos, otra guarnición de embajadores?

Desde entonces he hablado de los extranjeros como hablé después de la guerra de España. Yo soñaba con nuestra independencia, hasta un punto en que los mismos liberales me combatían. Los nombres opuestos en opiniones meten mucho ruido para llegar hasta el silencio. Dejad que transcurran algunos años, y los actores se retirarán de la escena sin contar con espectadores que los silben o aplaudan.

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Año de mi vida 1820.—Muerte del duque de Berry.

Acababa de acostarme el 13 de febrero, cuando entró en mi cuarto el marqués de Vibraye para noticiarme el asesinato del duque de Berry. En medio de su agitación no me dijo el lugar en donde había pasado el suceso, y levantándome precipitadamente, me metí con él en su coche. Quedé sorprendido al ver al cochero que tomaba la calle de Richelieu, y más admirado aun, cuando paramos en la Opera, en cuyos alrededores era inmensa la multitud: subimos por entre dos filas de soldados que nos dejaron pasar porque llevábamos los uniformes de pares. Llegamos a una especie de antesala pequeña, en la cual estaba toda la servidumbre de palacio, y deslizándome hasta la puerta de una habitación; me encontré frente a frente con el duque de Orleans. Me sorprendió ver en sus ojos una expresión mal comprimida de júbilo, al través del aire compungido que sabía afectar cuando era necesario; ya veía desde más cerca el trono: mis miradas le embarazaron, y dejando el puesto, me volvió la espalda. En derredor mío contaban los detalles del crimen, el nombre del sujeto, las conjeturas de los diversos participes en el arresto, y todos estaban agitados, porque los hombres gustan de todo lo que es espectáculo, sobre todo del de la muerte, cuando esta muerte es la de un grande. A cada persona que salía del laboratorio ensangrentado, se pedían noticias, y se escuchaba al general A. de Girardin, que habiendo sido dejado por muerto en el campo de batalla, no por eso había dejado de curar de sus heridas: unos esperaban y se consolaban, otros se afligían, y pronto quedó la multitud en silencio. De lo interior de la sala, salió un rumor sordo, y aplicando mi oído a la puerta, distinguí claramente el estertor: cesó el ruido; ¡la familia real, acababa de recibir el último suspiro de un nieto de San Luis! Yo entré inmediatamente.

Figúrese un salón de teatro vacio, después de la catástrofe de una tragedia, el telón levantado, la orquesta desierta, las luces apagadas, la tramoya inmóvil las decoraciones fijas y ahumadas, los cómicos, los cantantes, las bailarinas desapareciendo por entre bastidores y pasillos.

En una obra aparte, he publicado la vida y muerte del duque de Berry. Mis reflexiones de entonces son aun hoy día verdaderas.

«Un hijo de San Luis, último vástago de la rama primogénita, se libra de las vicisitudes de un largo destierro, y vuelve a su patria, donde empieza a gustar de la felicidad, y se congratula por ver renacer la monarquía en los hijos que Dios le promete. De repente es herido en medio de sus esperanzas, casi en los brazos de su esposa. ¡Va a morir! ¿No podría acusar al cielo, y preguntarle por qué le trata con tanto rigor? jAh, muy perdonable le hubiera sido quejarse de su destino! Porque en fin, ¿qué mal hacia? vivia familiarmente en medio de nosotros en una sensillez perfecta, y se mezclaba en nuestros placeres y consolaba nuestros dolores: ya han perecido seis de sus parientes ¿por qué matarlo también ár él inocente, tan Jejos del trono y veinte y siete años después de la muerte de Luis XVI? ¡Conozcamos mejor el corazón de unBorbon! Este corazón partido por el puñal, jamás ha murmurado lo más mínimo contra nosotros, ni jamás ha expresado un sentimiento de la vida, ni una palabra amarga. ¡Esposo, hijo, padre y hermano, presa de todas las angustias del alma, de todos los padecimientos del cuerpo, no cesa de pedir gracia para el hombre a quien no llama siquiera su asesino! El carácter más impetuoso, se convierte de repente en el carácter más dulce. Es un hombre apegado a la existencia por todos los lazos del corazón; es un príncipe en la flor de su edad, es el heredero del más hermoso reino de la tierra el que espira, y sin embargo, dirían al verle que es un desgraciado que nada pierde aquí en el mundo.»

El asesino Louvel era un hombrecillo de aspecto sucio y asqueroso, como se ven millares de ellos en las calles de París. Es probable que Louvel no formase parte de ninguna sociedad, era

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de una secta pero no de un complot; pertenecía a una de esas conjuraciones de ideas, cuyos miembros se pueden reunir algunas veces, pero que obran más frecuentemente uno a uno, según su impulso individual. Su cerebro nutria un solo pensamiento como un corazón que alimenta una sola pasión. Su acción era consecuente con sus principios, y hubiera querido matar la raza entera de un solo golpe. Louvel tiene admiradores lo mismo que Robespierre. Nuestra sociedad material, cómplice de toda empresa material, ha destruido pronto la capilla alzada en expiación de un crimen. Tenemos el horror del sentimiento moral, porque en él se ve el enemigo y el acusador: las lágrimas habrían parecido una recriminación, y habíanse apresurado a quitará algunos cristianos una cruz para llorar.

El 18 de febrero de 1820, el Conservador pagó el tributo de su sentimiento a la memoria del duque de Berry. El artículo terminaba con este verso de Racine:

Si du sang de nos Rois quelque goutte echapée.

¡Ay, esta gota de sangre se consume en tierra extranjera!

Mr. Decazes cayó: la censura llegó y a pesar del asesinato del duque de Berry, voté contra ella y no queriendo que el Conservador se manchase con ella, este diario terminó por este apostrofe al duque de Berry:

«Príncipe cristiano, digno hijo de San Luis, ¡vástago ilustre de tantos monarcas, antes que hayas bajado a la última morada, recibid nuestro último homenaje! Gustabais y leíais una obra, que la censura va a destruir, y algunas veces nos habéis dicho que esa obra salvaba el trono; ¡ay! ¡No hemos podido salvar vuestros días! Vamos a dejar de escribir, en el momento en que vos dejáis de existir, y así tendremos el doloroso consuelo de unir el 6a de nuestros trabajos al fin de vuestra vida.»

Nacimiento del duque de Burdeos.—Las mujeres del mercado de Burdeos.

El duque de Burdeos vino al mundo el 29 de setiembre de 1820. El recién nacido fue llamado el hijo de Europa y el hijo del milagro, en tanto que llegaba a ser el hijo del destierro.

Algún tiempo antes del parto de la princesa, tres mujeres del mercado de Burdeos, en nombre de todas sus compañeras, quisieron regalarle una cuna, y me eligieron a mí para que las presentase, a ellas y a su cuna, a la señora duquesa de Berry. Las señoras Dasté, Duranton y Aniche me hablaron del caso, y yo me apresuré a pedirles a los gentiles hombres de servicio la audiencia de etiqueta. Pero Mr. de Séze creyó que le correspondía semejante honor. Estaba decidido que yo no baria jamás negocio alguno en la corte, y como aun no estaba reconciliado con el ministro, no parecí digno del cargo de introductor de mis humildes embajadoras.

Todo esto se convirtió en un negocio de estado del cual se ocuparon los diarios: las damas bordalesas tuvieron conocimiento de ello y me escribieron con este motivo la caria siguiente:

Burdeos 24 de octubre de 1820.

«Señor vizconde: os debemos mil gracias por la hondad que habéis tenido deponer a los pies de la señora duquesa de Berry nuestra alegría y nuestros respetos; por esta vez a lo menos no se os habrá impedido el ser nuestro intérprete. Hemos sabido con la mayor pena el escándalo que el señor conde de Séze ha dado en los periódicos; y si hemos guardado silencio, es porque hemos temido causaros disgusto. Sin embargo, señor vizconde, nadie mejor que vos puede rendir homenaje a la verdad, y sacar de error al señor de Séze sobre vuestras verdaderas intenciones en la elección de un introductor cerca de S. A. R., os prometemos declarar en el periódico que digáis, todo lo que ha pasado; como

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nadie tenía el derecho de elegirnos un guía, como hasta el último momento nos felicitábamos de que seríais vos ese guía, y en fin, declararemos sobre este punto, lo necesario para hacer callar a todo el mundo.

«A eso estamos decidas, señor vizconde, pero hemos creído que era deber nuestro no hacer nada sin vuestro parecer. Contad con que publicaríamos de todo corazón los buenos procederes que habéis usado con todo el mundo sobre el asunto de nuestra presentación Si nosotros somos la causa del mal, aquí estamos dispuestas a repararlo.

«Somos y seremos señor vizconde, vuestras humildes y respetuosas servidoras.

Daste, Doranton, Aniche.»

A estas generosas mujeres que tan poco se parecían a las grandes señoras, responden estos términos:

«Os doy las gracias por la oferta que me hacéis de publicar en un periódico todo lo que ha pasado relativamente a Mr. de Séze; sois unas excelentes realistas, y yo lo soy también: pero debemos acordarnos antes de todo que Mr. Séze es un hombre respetable, y que ha sido el defensor de nuestro rey: esta bella acción no se borra por un leve impulso de vanidad: así pues, guardemos silencio, pues, me basta vuestro buen testimonio para con mis amigos. Ya os he dado gracias por vuestros excelentes fruto? Mme. de Chateaubriand y yo comemos todos los días vuestras castañas hablando de vosotras.

«Mi mujer os hace presentes sus recuerdos, y yo soy vuestro servidor y amigo:

Chateaubriand.»

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PARÍS, 2 DE NOVIEMBRE DE 1820.

Pero ¿quién piensa hoy en estos fútiles debates? Las alegrías y las tiestas del bautismo, están lejos después de nosotros. Cuando nació Enrique el día de san Miguel, ¿no se decía que el arcángel iba a poner el dragón a sus pies? es de temer, por el contrario que la ardiente espada se haya desenvainado para hacer salir al inocente del paraíso terrenal y para guardar sus puertas contra él.

Hago entrar a Mr. de Villele, y a Mr. de Corbiere en su primer ministerio.— Mi carta al duque de Richelieu.— Esquela del duque de Richelieu, y mi

respuesta.— Billetes de Mr. de Polignac.— Cartas de Mr. de Montmorency y de Mr.Pasquier.— Soy nombrado embajador en Berlín.— Salgo para esta

embajada.

Entretanto los sucesos que se complicaban, nada decidían aun. El asesinato del duque de Berry había producido la caída de Mr. Decazes; lo cual no sucedió sin disgustos. El duque de Richelieu no consintió en afligir a su señor, sino después de una promesa de Mr. Mole de dar a Mr. Decazes una misión lejana. Salió para la embajada en Londres, en que yo debía reemplazarle. Pero nada estaba concluido; Mr. de Villele permanecía retirado con su fatal sombra Mr. de Corbiere. Yo también por mi parte, ofrecía un gran obstáculo; Mme. de Montcalm no cesaba de comprometerme a la paz, a la cual estaba yo muy dispuesto, queriendo sinceramente salir de los negocios que me acosaban, y hacia los cuales tenía un soberano desprecio. Mr. de Villele, aunque más dócil, no era fácil de manejar.

Dos maneras hay de ser ministro: una bruscamente y a la fuerza, y otra en virtud del tiempo y de la astucia; la primera no estaba al uso de Mr. de Villele, pues lo cauteloso excluye lo enérgico, aunque so está más seguro, y menos expuesto a perder la plaza que se ha ganado. En general se llega a los negocios en virtud de lo que se tiene de mediano, y se permanece en ellos por lo que se tiene de superior. Esta reunión de elementos comisarios es la cosa más rara, y por esa hay tan pocos hombres de estado.

Mr. de Villele tenía precisamente las cualidades que le presentaban abierto el camino, y dejaba hacer ruido en rededor suyo, para recoger el fruto del espanto que se apoderaba en la corte. Algunas veces pronunciaba discursos belicosos, pero en los que algunas frases dejaban traslucir la esperanza. Yo pensaba que un hombre de su especie debía comenzar por entrar en los negocios de cualquier modo que fuera. Parecíame que le era necesario primero ser ministro sin cartera, a fin de poder obtener un día la presidencia misma del consejo. Esto le daría fama de moderación, y se haría evidente que el jefe parlamentario de la oposición realista no era un ambicioso, toda vez que consentía, por amor a la paz en hacerse tan pequeño. Todo hombre que ha sido ministro, no importa como lo vuelva a ser; pues su primer ministerio es el escalón del segundo, y queda sobre el individuo que ha vestido el uniforme bordado un olor a cartera, que tarde o temprano le hace encontrarle de nuevo.

Mme. de Montcalm me había dicho de parte de su hermano que no había ministerio vacante; pero que si mis dos amigos querían entrar en el consejo como ministros de listado sin cartera, el rey quedaría muy satisfecho, prometiendo más para lo sucesivo: la ilustre dama añadía que si no me contrariaba el ir algo lejos, seria enviado a Berlín. Yo le respondí que en cuanto a mi, siempre estaba dispuesto a marchar; pero que no aceptaría un destino, si Mr. de Villele no aceptaba su entrada en el consejo. También hubiera querido colocar a Mr. Lainé cerca de mis dos amigos, y me encargué de la triple negociación. Yo me había hecho el señor de la Francia política por mis propias fuerzas, y nadie duda que fui yo quien procuró el primer ministerio a Mr. de Villele y el que

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empujó al corregidor de Tolosa en la carrera.

Encontraba yo en el carácter de Mr. Lainé una obstinación invencible. Mr. de Corbiere no quería entrar simplemente en el concejo; pero yo le contemplaba, con la esperanza de que conseguiría la carrera de Instrucción pública. He aquí las pruebas, irrecusables de lo que acabo de contar; documentos fastidiosos sobre hechos justamente pasados en el olvido, pero muy útiles a mi propia historia:

20 de diciembre, a las tres .y media.»

Al señor duque de Richelieu.

«He tenido el honor de pasar a vuestra casa, señor duque, para daros cuenta del estado de las cosas: todo marcha a las mil maravillas. He visto a los dos amigos, Villele consiente al fin en ser ministro secretario de Estado sin cartera, si Corbiere consiente en entrar con el mismo titulo en la dirección de Instrucción pública. Corbiere por su parte, quiere entrar con estas condiciones, mediante la aprobación de Villele. Así ya no hay dificultades: acabad vuestra obra señor duque; ved a los dos amigos, y cuando hayáis oído de su propia boca lo que os escribo, daréis a la Francia la paz en el interior, como ya se la habéis dado en el exterior.

«Permitid que os someta una idea: ¿encontrarlas un grande inconveniente en dar a Villele la dirección vacante por la retirada de Mr. de Barante? de ese modo seria colocado en una posición más igual a la de su amigo. Sin embargo, me ha dicho positivamente que consentiría en entrar en el consejo sin cartera, si se daba a Corbiere la instrucción pública. Solo digo esto como un medio de satisfacer completamente a los realistas, y de asegurarnos una mayoría inmensa y fuerte.

«Tendré el honor de haceros observar que mañana por la noche se verificará encasa de Piet la gran reunión realista, y que seria muy útil que los dos amigos pudiesen decir alguna cosa que calmase todas las efervescencias e impidiese todas las divisiones.

«Como yo estoy señor duque, fuera de todo este movimiento, espero que solo veréis en mi la lealtad de un hombre que desea el bien de su país y vuestros triunfos.

«Recibid señor duque, la seguridad de mi distinguida consideración:

Chateaubriand.»

Miércoles.

«Acabo de escribir, caballero, a Mres. de Villele y de Corbiere, invitándoles a pasar esta noche a mi casa, porque en una obra tan útil, no debe perderse un momento. Os doy gracias por haber hecho marchar el negocio tan pronto, y espero que llegaremos a un feliz término. Estad persuadido, caballero, de! placer que longo en deberos esta obligación, y recibid la seguridad de mi afta consideración.

Richelieu.»

«Permitidme, señor duque, facilitaros por la feliz conclusión de este gran negocio, y aplaudidme por haber tenido en él alguna parte. Es muy conveniente que los decretos aparezcan mañana, pues harán cesar todas fas oposiciones.

«Tengo el honor, señor duque, de renovaros la seguridad de mi mayor consideración.

Chateaubriand:»

Viernes.

«He recibido con gran placer el billete que el señor vizconde de Chateaubriand

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me ha hecho el honor de escribirme, y creo no tendrá que arrepentirse de haber contado con la bondad del rey y con mi deseo de contribuir a lo que puede serle agradable. Le suplico reciba la seguridad de mi alta consideración.

Richelieu.»

Hoy jueves.

«Sin duda sabéis mi noble colega, que el negocio ha sido concluido ayer noche a las once, y que todo se ha arreglado sobre las bases convenidas entre vos y el duque de Richelieu: vuestra intervención nos ha sido muy útil; gracias os sean dadas por la dichosa marcha hacia el feliz desenlace que desde este momento puede contarse como seguro. «Vuestro afectísimo

J. DE POLIGNAC.»

París, miércoles 20 de noviembre a las once y media de la noche.

«Acabo de pasar por vuestra casa, y ya estabais recogido, noble vizconde, llegó de casa de Villele que también se ha retirado tarde de la conferencia que le habíais preparado y anunciado. Me ha encargado, como más próximo vecino vuestro, comunicaros lo que Corbiere quería también haceros saber por su parte, que el negocio que realmente habéis conducido y manejado, en el día está decidido de la manera más sencilla y breve: el sin cartera, su amigo con la Instrucción pública. Vos sois quien seguramente les ha abierto la entrada en esta nueva carrera y cuentan con vos para allanar sus dificultades. Por vuestra parte, durante el poco tiempo que tengamos la ventaja de conservaros entre nosotros; hablad a vuestros mejores amigos en el sentido de secundar, o a lo menos de no combatir los proyectos de unión. Buenas noches. Aun os felicito de nuevo por la prontitud con que habéis manejado las negociaciones. Así debéis arreglar la Alemania para volver pronto al lado de vuestros amigos.

«Os renuevo todos mis sentimientos.

Mr. de Montmorency.»

«Adjunta va, caballeros una petición dirigida por un guardia de corps el rey al rey de Prusia: me ha sido remitida y recomendada por un oficial superior, y os suplico que hagáis uso de ella, si os parece; cuando hayáis examinado un poco el terreno en Berlín, que puede obtener algún éxito.

«Me aprovecho de esta ocasión para felicitarme con vos de El Monitor de esta mañana, y para daros gracias por la parte que habéis tenido en esta feliz conclusión, que espero tendrá sobre los negocios de nuestra Francia la más dichosa influencia.

«Tened a bien recibir la seguridad de mi alta y sincera consideración.

Pasquier.»

Esta serie de billetes muestra bastante que no he exagerado la parte que tuve en estas negociaciones.

Revisado en diciembre de 1846.

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Año de mi vida 1821.— Embajada de Berlín.— Llego a Berlín.— Mr. Ancillon.— Familia Real.— Fiestas por el matrimonio del gran duque Nicolás.— Sociedad

de Berlín.— El conde de Humboldt.— Mr. Chamiso.

Salí de Francia dejando a mis amigos en posesión de una autoridad que les había comprado a precio de mi ausencia; fui un Licurgo en pequeño. Lo que había de mejor, era que el primer ensayo de mi fuerza política me devolvía mi libertad. En el fondo de esta posición, nueva para mi, vela no sé que novelas confusas entre realidades. ¿No había nada en las cortes? ¿No eran soledades de otra especie? Tal vez eran Campos Elíseos con sus sombras.

Salí de París el 1º de enero de 1821. El Sena estaba helado, y por la primera vez de mi vida viajaba con los refuerzos del dinero. Poco a poco renegaba de mi desprecio hacia las riquezas, y sentía que era bastante dulce caminar en un buen carruaje, ser bien servido, no tener que ocuparse de nada y ser precedido de un buen cazador de Varsovia, siempre hambriento, y que, a falta de los zares, él solo hubiera devorado la Polonia. Pero pronto me habitué a mi dicha; tenía el presentimiento de que duraría poco, y que pronto sería apeado como era conveniente. Antes e haber llegado a mi destino solo me quedaba del viaje mi gusto primitivo por el viaje mismo; gusto de independencia, satisfacción de haber roto los lazos de la sociedad. Ya veréis cuando vuelva de Praga en 1833, lo que digo de mis recuerdos del Rin; a causa de los hielos me v| obligado a subir sus orillas y a atravesarlo más arriba de Maguncia. No me ocupé ni un momento de Maguncia ni de su arzobispado, ni de la imprenta, por quien sin embargo, reinaba yo. Fráncfort, ciudad de los judíos, solo me detiene para uno de sus negocios, un cambio de moneda.

El viaje fue triste, el camino estaba lleno de nieve y de escarcha colgada en las ramas de los pinos. Jena se me apareció a lo lejos con los vestigios de su doble batalla, y atravesé a Erfurt y a Weimar. En Erfurt faltaba el emperador, en Weimar habitaba Goethe a quien tanto había yo admirado, y a quien admiro mucho menos; el cantor de la materia viva, y su antiguo polvo se modelaba aun alrededor de su genio. Hubiera podido ver a Goethe, pero no le vi; dejando así un vacío en la procesión de personajes célebres que han desfilado ante mis ojos.

El sepulcro de Lutero en Wurtemberg tampoco me llamó la atención; el protestantismo solo es en religión una herejía ilógica, y en política una resolución abortada. Después de haber comido, pasando el Elba, un panecillo negro petrificado, hubiera tenido necesidad de beber en el gran vaso de Lutero conservado como una reliquia. Atravesando luego a Postdam y el Spree, río de tinta sobre el cual se arrastran barcos guardados por un perro blanco, lleguen Berlín, allí vivió como he dicho el falso Julian en su falso Atenas, y en vano busqué el sol del monte Himeto. En Berlín he escrito el libro de estas Memorias, en el cual habéis encontrado la descripción de esta ciudad, mi excursión en Postdam, mis recuerdos del gran Federico, de su caballo, de sus lebreles y de Voltaire.

El día 11, en el cual llegué, fui a vivir en seguida bajo los tilos, en la casa, que había dejado el marqués de Bonnay, y que pertenecía a la duquesa de Dino; allí fui recibido por Mr. Decaux, de Flavigny y de Cussy secretarios de legación. El 17 de enero tuve el honor de presentar al rey la carta de llamamiento del marqués de Bonnay y mis credenciales. El rey alojado en una simple casa, tenía por toda distinción dos centinelas a la puerta, y entraba quien quería, y se le hablaba en su cuarto. Esta sencillez de los príncipes alemanes contribuye a hacer menos sensibles a los pequeños el nombre y las prerrogativas de los grandes, Federico Guillermo iba todos los días a la misma hora a fumar un cigarro al parque en un cabriolé descubierto que él mismo guiaba, y yo le encontré muchas veces, siguiendo cada cual nuestro camino. Cuando volvía a Berlín, el centinela de la puerta de Brandeburgo gritaba a más no poder, la guardia tomaba las armas, el rey pasaba, y todo quedaba concluido.

En el mismo día hice mi visita al príncipe real y sus hermanos, militares jóvenes muy alegres. Vi al gran duque Nicolás y a la gran duquesa recientemente casados, en obsequio de los cuales se estaban celebrando tiestas. También vi al duque y a la duquesa de Cumberland, al príncipe

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Guillermo, hermano del rey, y el príncipe Augusto de Prusia, por largo tiempo nuestro prisionero. Había querido casarse con madame de Recamier, y poseía el admirable retrato que Gerad había hecho de ella y que ella había cambiado con el príncipe por el cuadro de Cerina.

En seguida me di prisa a buscar a Mr. Ancillon, ya nos conocíamos mutuamente por nuestras obras, n París lo había encontrado con el príncipe real, su discípulo, y en Berlín estaba encargado interinamente de la cartera de Negocios extranjeros durante la ausencia del conde de Bernotorff. Su vida era muy interesante; su mujer había perdido la vista; todas las puertas de su casa estaban abiertas, y la pobre ciega se paseaba de sala en sala entre las llores y descansaba a la ventura, como un ruiseñor aprisionado; cantaba muy bien, y murió pronto.

Mr. Ancillon, lo mismo que Mr. de Humboldt era de origen francés; ministro protestante, sus opiniones habían sido al principio muy liberales. En 1828, estando en Roma, había vuelto a la monarquía templada, y luego retrogradó hasta la monarquía absoluta. Con un amor casi frenético a los sentimientos generosos, tenía el miedo y el odio de los revolucionarios, y esté odio es el que le ha llevado hasta el despotismo, a fin de pedir en él un asilo. Hubo una fiesta en la corte y allí empezaron para mí los honores de que era bien poco digno. Juan Bart se había puesto para ir á Versalles un vestido de tela de plata, el cual le incomodaba mucho. La gran duquesa, hoy emperatriz de Rusia, y la duquesa de Cumberland, eligieron mi brazo para una marcha polaca. El aire de esta era una especie de potpurrí compuesto de muchos trozos, entre los cuales, con gran satisfacción mía, reconocí la canción del rey Dagoberto; esto me alentó y vino en auxilio de mi timidez. Estas fiestas se repitieron, y una de ellas, sobre todo, se celebró en el gran palacio del rey. No queriendo tomar a mi cargo la relación, la doy tal como está consignada en el Morgen Blatt de Berlín por la baronesa de Hohenhausen.

«Berlín, 22 de marzo de 1821.

Morgen-Blatt (diario de la mañana) número 70.

«Uno de los personajes notables que concurrían a la fiesta era el vizconde de Chateaubriand, ministro de Francia, y cualquiera que fuese el esplendor del espectáculo que se desenvolvía ante sus ojos, las bellas berlinesas aun tenían miradas para el autor de Atala, soberbia y melancólica novela donde el amor más ardiente sucumbe en el combate contra la. religión. La muerte de Atala y la hora de felicidad de Chactas durante una tempestad en los antiguos bosques de la América, pintada con los colores de Milton, permanecerán para siempre grabadas en la memoria de los lectores de este libro, Mr. de Chateaubriand escribió la Atala en su juventud y en el destierro de su patria: de aquí esa profunda melancolía y esa pasión ardiente que respira en toda la obra. Ahora, este hombre de estada consumado dedica únicamente su pluma a la política. Su última obra, La vida y la muerte del duque de Berry, está escrita en el mismo tono que empleaban los panegiristas de Luis XIV.

«Mr. de Chateaubriand es de una estatura menos que mediana, y sin embargo, esbelta. Su rostro ovalado, tiene una expresión de piedad y de melancolía; sus cabellos y sus ojos son negros, y estos brillan con el fuego de su talento.»

Pero ya tengo los cabellos blancos; perdonad, pues, a la baronesa de Hohenhausen por haberme bosquejado en mi buen tiempo. El retrato es muy bonito, pero debo a mi sinceridad el decir que no se parece.

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Ministros y embajadores.—La corte y la sociedad.

El palacio bajo los tilos (unten dem lindem), era demasiado grande para mi; frío y medio ruinoso, solo ocupaba de él una pequeña parte.

Entre mis colegas, ministros y embajadores, el único notable era Mr. de Alopeus: después he encontrado a su mujer y a su hija en Roma al lado de la gran duquesa Elena. Si esta hubiese estado en Berlín en vez de la gran duquesa Nicolás, su cuñada, más feliz habría sido yo.

Mr. Alopeus, mi colega, tenía la dulce manta de creerse adorado, y de que se veía perseguido por las pasiones que inspiraba: «A fe mía, exclamaba, que no se lo que yo tengo. Por todas partes donde voy me siguen las mujeres; pero Mme. de Alopeus se ha adherido obstinadamente a mi.» En la sociedad privada, sucede lo mismo que en la sociedad pública; en la primera siempre hay adhesiones formadas y rotas, negocios de familia, muertes, nacimientos, penas y placeres particulares; en la otra siempre cambios de ministros, batallas perdidas o ganadas, negociaciones con las cortes, reyes que se van y monarquías que caen.

En la época de Federico II, elector de Brandeburgo, apellidado Diente de hierro; en la de Joaquín II, aprisionado por el judío Lippold; en la de Juan Segismundo, que reunió a su electorado el ducado de Prusia; en la de Jorge Guillermo el Irresoluto, que, perdiendo sus fortalezas, dejaba a Gustavo Adolfo entretenerse con las damas, de su corte, y decía «¡Qué hacer! ellos tienen cañones.» En tiempo del gran elector, que solo encontró en sus estados montones de ceniza, que dio una audiencia a la embajada tártara, cuyo interprete tenía una. nariz de madera y cortadas las orejas; en tiempo de su hijo, primer rey de Prusia, que despertado una noche de repente por su mujer, le atacó una calentura y se murió de miedo; bajo todos estos reinados, todas las memorias no son más que una repetición de las mismas aventuras en la sociedad privada.

Federico Guillermo I, padre del gran Federico, hombre duro y bizarro, fue educado por Mme. de Rocoules la refugiada; amó a una joven que no pudo dulcificarlo; nombró al bufón Gundiling presidente de la academia real de Berlín; hizo encerrar a su hijo en la ciudadela de Custrin, y delante del joven príncipe fue cortada a Quatt la cabeza; esta era la vida privada de aquellos tiempos. El gran Federico ya en el trono, tuvo una intriga con una bailarina italiana, la Barbarini, única mujer a quien se acercó en su vida: cuando se casó con la princesa Isabel de Brunswick, se contentó con pasar la primera noche de sus bodas, tocando la flauta al pie de las ventanas de la princesa. Federico tenía el gusto de la música y la manía de los versos. Las intrigas y los epigramas de los dos poetas, Federico y Voltaire, turbaron a Mme. de Pompadour, al abate Bernis y a Luis XV: la margrave de Bayreuth estaba mezclada en todo esto. Reuniones literarias en el cuarto del rey; luego conciertos ante las estatuas de Antínoo, y grandes comilonas; más tarde mucha filosofía, libertad de prensa y bastonazos, y por último, cierto pastel de anguilas que puso fin a los días de un anciano, gran hombre que quería vivir: he aquí de lo que se ocupo la sociedad privada de aquellos tiempos de letras y batallas. Y sin embargo, Federico ha renovado la Alemania, establecido un contrapeso al Austria, y cambiado todas las relaciones y todos los intereses políticos de la Germania.

En los nuevos reinados, encontramos el palacio de mármol; Mme. de Rietz, con su hijo Alejandro, conde de la Marche; la baronesa de Stoltzemberg, querida del margrave Schwed en otro tiempo cómica, el príncipe Enrique y sus sospechosos amigos; la señorita Voss, rival de Mme. de Rietz; una intriga de baile de máscaras entre un joven francés y la mujer de un general prusiano, y en fin, Mme. de H... cuya aventura puede leerse en la historia secreta de la cortado Berlín; ¡quién sabe todos estos nombres! ¡quién se acordará de los nuestros! Hoy día apenas si los octogenarios de la capital de Prusia conservan la memoria de esta generación pasada.

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Guillermo de Humboldt.—Adalberto de Chamiso.

La sociedad de Berlín me convenía por sus hábitos; entre cinco y seis se iba a las tertulias; a las nueve estaba todo concluido, y en seguida me acostaba, como si no hubiese sido embajador. El sueño devora la existencia, y esto es lo que tiene de bueno. «Las horas largas y la vida corta, dice Fenelon.» Mr. Guillermo de Humboldt, hermano de mi ilustre amigo el barón Alejandro, estaba en Berlín. Yo le había conocido de ministro en Roma, y sospechoso al gobierno a causa de sus opiniones, hacia una vida retirada, aprendiendo p ira matar el tiempo todas las lenguas, y aun todos los dialectos de la tierra. El encontraba los pueblos, habitantes antiguos de un ciclo, por denominaciones geográficas del país, y una de sus hijas hablaba indiferentemente el griego antiguo y el griego moderno; si hubiera venido a cuento, comiendo un día se habría hablado en sanscrito.

Adalberto de Chamiso vivía en el jardín de las Plantas, a alguna distancia de Berlín, y yo le visité en esta soledad, donde las plantas se helaban en sus invernaderos. Era alto y de un rostro bastante agradable, y sentía yo cierto atractivo por este desterrado, viajero como yo, pues él había visto aquellos mares del polo, donde yo me había envanecido de penetrar. Emigrado como yo, había sido educado en Berlín en calidad de page. Recorriendo Adalberto la Suiza, se encontró sobre el lago, donde pensó perecer. Este mismo día escribía: «Ya veo que necesito buscar mi salvación en los grandes mares.»

Chamiso había sido nombrado por Mr. de Fontanes profesor en Napoleónville, y después de griego en Estrasburgo; pero él rechazó la oferta con estas nobles palabras: «La primera condición para trabajar en la instrucción de la juventud, es la independencia, y aunque yo admire el genio de Bonaparte, no puede convenirme.» Del mismo modo rehusó las ventajas que le ofrecía la restauración diciendo. «Yo no he hecho nada por los Borbones, y no puedo recibir el premio por los servicios y la sangre de mis padres: en esto siglo cada hombre debe proveer a su existencia.» En la familia de Mr. de Chamiso se conserva este billete escrito en el Temple de mano de Luis XVI: Recomiendo a Mr. de Chamiso, unos de mis fieles servidores, a mis hermanos.» El rey mártir había ocultado este billete en su seno para hacerlo entregar a su primer page, Chamiso, tío de Adalberto.

La obra más interesante tal vez de este hijo de las musas, oculto bajo las armas extranjeras, y adoptado por los bardos de la Germania, son estos versos que escribió primero en alemán, y luego tradujo al francés en el castillo de Boncours, su residencia paterna.

Jo reve encoreámon jeune áge

Sous le poids de mes cheveux blancs,

Tu me poursuis, fidele image.

Et renais sous la faux du temps.

Du sein d'une mer de verdure

Si eleve ce noble chateau;

Je reconnais et sa toiture,

Et ses tours avec ses crenaux;

Ces lions de nos armoiries

Ont encoré leurs regards d'amour;

Je vous souris, gardes cheries,

Et je m'elance dans la cour,

Voila le sphinx á la fontaine,

Voila le figuier verdoyant;

La s'epanouit l'hombre vaine

Des premiers songes de l'enfant.

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De mon aieul, dans la chapelle

Je cherche et revois le tombeau:

Voila la colonne á laquelle

Pendent ses armes en faisceau.

Ce marbre que le soleil dore,

Et ces caracteres pieux,

Non, je ne puis les lire encore,

Un voile humide est sur mes yeux.

Fidele chateau de mes peres,

Je te retrouve tout en moi!

Tu n'es plus, superbe nagueres,

.La charrue á passe sur toi!...

Sol que je cheris sois fertile.

Je te benis d'un coeur verein;

Benis, quel qu'il soit, l'homme utile

Dont le soc villonne ton sein.

Chamiso bendice al trabajador que labra la tierra de que ha sido despojado. Yo echo de menos a Combourg; pero con menos resignación, aunque no haya salido de mi familia. Embarcado en el buque armado por el conde de Romanzoff Mr. de Chamiso descubrió con el capitán Kotzebue, el estrecho al Este del de Bering, y dio su nombre a una de las islas desde donde Cook había entrevisto la costa de América, en el Kamtschatka encontró el retrato de Mme. Recamier, bocho en Porcelana, y el cuentecillo Peter Schlemill, traducido en holandés. El héroe de Adalberto, Peter Schlemill, había vendido su sombra al diablo; mejor hubiera querido yo venderle mi cuerpo.

Me acuerdo de Chamiso como de la brisa insensible que hacia encorvar ligeramente los trigos que yo atravesaba al volver a Berlín.

La princesa Guillerma.— La ópera.— Reunión musical.

Conforme a un reglamento de Federico II, los príncipes y las princesas de la sangre no veían en Berlín al cuerpo diplomático; pero gracias al carnaval, al matrimonio del duque de Cumberland con la princesa Federica de Prusia, hermana de la difunta reina, y gracias también a cierta infracción de etiqueta que se me permitía a causa de mi persona, según decían, tuve ocasión de encontrarme con más frecuencia que mis colegas con la familia real. Como yo visitaba de vez en cuando el gran palacio, allí encontró a la princesa Guillerma que se complacía en llevarme a sus aposentos. Jamás he visto una mirada más triste que la suya; en los salones inhabitados del castillo que caían sobre el Spree, me mostraba un aposento habitado en ciertos días por una dama blanca, y estrechándose contra mi con cierto terror, tenía todo el Aspecto de esa dama blanca. Por su parte, la duquesa de Cumberland me contaba que ella y su hermana, la reina de Prusia, siendo ambas muy jóvenes, habían oído a su madre, que acababa de morir, hablarles detrás de las cortinas corridas de su lecho.

El rey, en cuya presencia me veía yo al salir de mis visitas de curioso, me llevaba a sus oratorios; me hacia notar el crucifijo y los cuadros, y me pedía parecer sobre ellos, porque habiendo leído, decía en El Genio del cristianismo que los protestantes habían despojado demasiado su culto, había encontrado justa mi advertencia. Aun no había caído en el exceso su fanatismo luterano.

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En el teatro de la Opera tenía yo un palco al lado del de la familia real, enfrente del escenario. Yo charlaba con las princesas, y el rey salía en los entreactos y me lo encontraba en los corredores: mirando entonces si alguna persona podía oírnos me confesaba en voz muy baja su animadversión a Rosini y su amor a Gluch, extendiéndose en lamentaciones sobre la decadencia del arte y sobre las notas destructoras del canto dramático, me confesaba que no se atrevía a decir esto a nadie más que a mi a causa de las personas que lo rodeaban, y cuando veía venir a alguien se metía apresuradamente en el palco.

Allí vi representar la Juana de Arco de Schiller: la catedral de Reims estaba perfectamente imitada. El rey, que era formalmente religioso, no soportaba sino con disgusto, la representación del culto católico en el teatro. Mr. Spontini, el autor de la Vestal, era el director de la ópera. Su esposa, hija de Mr. de Erard, era una mujer agradable, más parecia espiar la volubilidad del lenguagede las mujeres por la lentitud que ponia en hablar: cada palabra, dividida en silabas, espiraba en sus lábios y si hubiera querido deciros: os amo, el amor de un francés hubiera podido estinguirse entre el principio y el fin de estas dos palabras. Ella no podía terminar mi nombre; y jamás llegaba al fin sin cierta gracia.

Dos o tres veces por semana se verificaba una reunión lirica: al volver por las tardes de su tarea, las obreras y los trabajadores jóvenes, aquellas con sus canastillas debajo del brazo, estos con las herramientas de sus oficios, entraban mezclados en una sala, y distribuyéndoles un papel de música, se unían en coro general con una precisión sorprendente. Concluida el coro, cada cual tomaba el camino de su morada. Muy lejos estamos nosotros de este sentimiento de la armonía, medio poderoso de la civilización que ha introducido en las cabañas de los campesinos de Alemania una educación que falta a nuestros hombres rústicos: donde hay un piano no existe la grosería;

Mis primeros despachos.— Mr. de Bonnay.

El 17 de enero empecé mis relaciones diplomáticas con el ministro de Negocios extranjeros. Mi ingenio se pliega fácilmente a este género de trabajo: ¿porqué no? Dante, Ariosto y Milton, ¿no han sido tan buenos políticos como poetas? Sin duda que yo no soy Dante, ni Ariosto, ni Milton; la Europa y la Francia han visto sin embargo, por el Congreso de Varona, lo que yo podía hacer.

Mi predecesor en Berlín me trataba en 1810 como trataba a Mr. de Lameth en sus miserables versos al principio de la revolución. Cuando uno es tan amable no conviene dejar detrás de si registros, ni tener la rectitud de un oficinista, cuando no se tiene la capacidad de un diplomático. Sucede en los tiempos en que vivimos que una ráfaga de viento envía a vuestro puesto a aquel sobre quien os habíais elevado; y como el deber de un embajador es conocer primero los archivos de la embajada, acontece que se encuentra con notas en que es tratado por mano de maestro. ¿Qué queréis? Estos talentos profundos, que trabajaban en el triunfo de la buena causa, no podían pensar en todo.

Extracto de los registros de Mr. de Bonnay.

Número 64.

23 de noviembre de 1816.

«Las palabras que el rey ha dirigido a la secretaria nuevamente formada de la Cámara de los pares han sido conocidas y aprobadas por toda Europa. Me han preguntado si era posible que hombres adictos al rey, personas de su servidumbre y que ocupan empleos en palacio o en los cuartos de los príncipes huyesen podido, en efecto, dar sus votos para llevar a monsieur de Chateaubriand a la secretarla.

«Mi respuesta ha sido, que siendo secreto el escrutinio, nadie podía conocer los votos particulares. —¡Ah! exclamó un hombre importante: si el rey pudiese

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cerciorarse de ello, creo que la entrada en las Tullerías seria cerrada al instante a esos servidores infieles.» —He creído que nada debía responder, y nada he respondido.»

13 de octubre de 1816.

«Lo mismo sucedería, señor duque, con las medidas de 5 y 20 de setiembre, pues una y otra solo encuentran en Europa aprobadores. Pero lo que sorprende es que muy puros y dignos realistas continúen apasionándose por Mr. de Chateaubriand, a pesar de la publicación de un libro que establece en principio que el rey de Francia en virtud de la Carta, no es más que un ser moral, esencialmente nulo y sin voluntad propia. Si otro cualquiera hubiese aventurado semejante máxima, los mismos hombres, no sin apariencia de razón, le habrían calificado de jacobino.»

Por los despachas de Mr. de Bonnay y par los de algunos otros embajadores del antiguo régimen, me ha parecido que estos despachos trataban menos de negocios diplomáticos que de anécdotas relativas a personajes de la sociedad y de la corte. Así es que Luis XVIII y Carlos X gustaban mucho más de las cartas divertidas de mis colegas que de mi seria correspondencia. Yo hubiera podido reírme y burlarme como mis antecesores; pero había pasado el tiempo en que las aventuras escandalosas y las intrigas se ligaban en los negocios, ¿qué bien habría resultado a mi país del retrato de Mr. Hardemberg, hermoso viejo, blanco como un cisne, sordo como una tapia, que iba a Roma sin licencia, divirtiendose de todo, creyendo en toda clase de sueños, y entregado al magnetismo en manos del doctor Koreff, a quien encontré a caballo galopando por lugares extraviados entre el diablo, la medicina y las musas?

Este desprecio hacia una correspondencia frívola, me hacia decir a Mr. Pasquier en mi carta del 13 de febrero de 1821.

Número 13.

«No os he hablado, señor barón, según costumbre, de recepciones, bailes, ni espectáculos, ni os he hecho retratos ni sátiras inútiles, pues he intentado sacar a la diplomacia de los chismes de comadres. El reinado de lo común volverá cuando pase el tiempo extraordinario: hoy día solo se debe pintar lo que ha de vivir, y no atacar más que lo que amenaza.»

El parque.—La duquesa de Cumberland,

Berlín me ha dejado un recuerdo durable, porqué la naturaleza.de los recreos que allí encontraba me trasportaba a los tiempos de mi infancia y de mi juventud; solo que unas princesas muy reales reemplazaban el lugar de mi sílfide. Viejos cuervos, eternos amigos míos, venían a posarse en los tilos que estaban delante de mi ventana, y yo les echaba ele comer; cuando habían agarrado un pedazo grande de pan, lo soltaban con una destreza inimitable para pillar otro más pequeño, de modo que pudiesen coger otro un poco más grueso, y así sucesivamente hasta el trozo capital, que en la punta de su pico, impedía que pudiesen caerse los que tenía dentro. Terminada la comida, el pájaro cantaba a su manera: cantus cornicum ut secla vetusta.

Un día dando vuelta a la muralla del recinto, Hyacinthe y yo nos dimos de cara con un viento. Este era tan penetrante, que nos vimos obligados a correr más que deprisa para llegar a la ciudad medio muertos. Como íbamos atravesando terrenos acotados, todos los perros de guarda nos

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saltaban a las piernas persiguiéndonos. El termómetro descendió este día a veinte y dos grados bajo cero, y en Postdam se helaron algunos centinelas.

Lo que se llama el parque en Berlín, es un bosque de encinas, hayas y tilos de Holanda, que está situado en la puerta de Charlottembourg, y atravesado por el camino que conduce a esta morada real. A la derecha del parque hay un campo de Marte, y a la izquierda una porción de tabernas.

En el interior del parque, que entonces no estaba abierto en avenidas regulares, se encontraban praderas y sitios salvajes con bancos de piedra, sobre los cuales la joven Alemania había grabado con un cuchillo corazones atravesados con puñales: sobre uno de estos se leia el nombre de Sand. La naturaleza vegetal, y una mulütud de ramas negras eran devoradas por ánades en.las aguas medio desheladas: estos ruiseñores abrian la primavera en los bosques de Berlín. Sin embargo de esto, el parque no dejaba de tener algunos lindos animales: las ardillas circulaban sobre las ramas, o jugueteaban en tierra haciendo pabellones con sus colas; y cuando yo me acercaba a la fiesta, los actores se encaramaban al tronco de las encinas, y gruñian viendome pasar por debajo de ellos. Pocos paseantes frecuentaban el bosque, cuyo suelo desigual estaba cortado con canales. Algunas veces me encontraba un viejo oficial gotoso, que me decía muy contentó hablándome del pálido rayo de sol, bajo el cual yo tiritaba:—¡Cómo pica el sol! de cuando en cuando me encontraba al duque de Cumberland a caballo, y casi ciego, detenido ante una haya de Holanda, contra la cual acababa de tropezar. También pasaban algunos coches tirados por seis caballos, que conducían a la embajadora de Austria, a la princesa de Radziwill con su hija de quince años, encantadora como una de esas nubes con rostro de virgen, que rodean la luna de Osian. La duquesa de Cumberland daba casi todos los días el mismo paseo que yo, volviendo unas veces de socorrer en su cabaña a una pobre mujer de Spandau, deteniéndose otras, y diciéndome que había tratado de encontrarme: ¡amable hija de los tronos, que había bajado de su carro, como la diosa de la noche, para andar errante por los bosques!

La princesa Federica ha pasado después sus días a orillas del Támesis, en sus jardines de Kew, que en otro tiempo me vieron vagar entre mis dos acólitos, la ilusión y la miseria. Después de mi salida de Berlín, me ha honrado con una correspondencia, donde describe hora por hora la vida de un habitante de esas malezas donde pasó Voltaire, donde murió Federico y donde se ocultó ese Mirabeau que debía comenzar la revolución de que yo fui victima.

He aquí algunos extractos de la correspondencia que entabló conmigo la duquesa de Cumberland.

«Jueves 19 de abril.

Esta mañana al despertar, me han entregado el último testimonio de vuestro recuerdo, más tarde he pasado por vuestra casa, y he visto sus ventanas abiertas como de costumbre; ¡todo estaba en el mismo sitio excepto vos! ¡No puedo deciros lo que esto me ha hecho experimentar! Ya no sé ahora donde encontraros, pues, cada instante os aleja más; el único punto, fijo, es el 25, día en que contáis llegar, y el recuerdo que os conservo.

¡Dios quiera que todo lo encontréis cambiado para vuestro bien, y para bien general! Acostumbrada a los sacrificios, sabré soportar este de no volveros a ver, si es por vuestra dicha y por la de la Francia:

Desde el jueves he pasado todos los días por vuestra casa para ir a la iglesia, donde he orado mucho por vos. Vuestras ventanas siguen constantemente abiertas, y esto me conmueve. ¡Quién tiene la atención de seguir vuestros gustos, y vuestras órdenes, a pesar de estar ausente! Algunas veces me ocurre la idea de que no os habéis marchado, sino que ocupado con negocios, habéis querido deshaceros de ese modo de los importunos para terminarlos cómodamente. No creáis que esto sea una reconvención.»

«23.

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«Hace hoy un calor tan extremado, aun en la iglesia, que no puedo dar mi paseo a la hora ordinaria; esto me es indiferente ahora. ¡El amado bosquecillo ya no tiene encantos para mí y lodo me fastidia en él! Este cambio súbito de lo frío a lo caliente es común en el Norte.»

«La naturaleza está muy bella; todas las hojas han nacido después de vuestra marcha; hubiera deseado que apareciesen dos días antes, para que hubieseis podido llevar en vuestro recuerdo una imagen más risueña de vuestra permanencia aquí.»

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BERLÍN, 12 DE MAYO DE 1821.

Revisado en diciembre de 1846.

Año de mi vida 1821.— Embajada de Berlín.— Llego a Berlín.— Mr. Ancillon.— Familia Real.— Fiestas por el matrimonio del gran duque Nicolás.— Sociedad

de Berlín.— El conde de Humboldt.— Mr. Chamiso.

¡Gracias a Dios he recibido una carta vuestra! Bien sabia que no podíais escribirme más pronto; más a pesar de lodos los cálculos que hacia mi razón, tres semanas, o por mejor decir, veinte y tres días, son muy largos para la amistad en la privación, y carecer de noticias se parece al más triste destierro; me quedaba sin embargo, el recuerdo de la esperanza.

«15 de mayo.

«No es desde mi estribo, como el gran turco, sino desde mi lecho, desde donde os escribo; pero este retiro me ha dado todo el tiempo para reflexionar en el nuevo régimen que queréis hacer guardar a Enrique V, del cual estoy muy contenta; únicamente os aconsejo que comencéis por el corazón, y que hagáis participe de vuestras lecciones al otro discípulo vuestro (Jorge), para que no haga demasiado el calavera. Es preciso absolutamente que este plan de educación se realice, y que Jorge y Enrique V sean buenos amigos y buenos aliados.»

La duquesa de Cumberland continuó escribiéndome desde las aguas de Ems, luego desde las de Schwalbach, y después desde Berlín, adonde volvió el 22 de setiembre de 1821. Desde Ems une decía: «La coronación en Inglaterra se hará sin mi; tengo una gran pena en que el rey haya fijado para hacerse coronar el día más triste de mi vida, aquel en que vi morir aquella hermana adorada (la reina de Prusia). La muerte de Bonaparte también me ha hecho pensar en los sufrimientos que le causó.»

Berlín 22 de setiembre.

«Ya he vuelto a ver estas grandes avenidas solitarias. ¡Cuánto os debería si me enviaseis, como me habéis prometido, los versos que escribisteis para Charlottembourg. También he vuelto a andar el camino de la casa en que tuvisteis la bondad de ayudarme a socorrer a la pobre mujer de Spandau; ¡qué bueno sois en acordarnos de este nombre! Todo me recuerda los tiempos felices, porque no es nuevo echar de menos la felicidad.

«En el momento en que iba a enviar esta carta, sé que el rey ha sido detenido en la mar por tempestades, y probablemente rechazado sobre las costas de Irlanda, de modo que el 14 aun no había llegado a Londres.

«La pobre princesa Guillerma ha recibido hoy la triste noticia de la muerte de su madre, la landgrave viuda de Hesse-Hombourg. Ya veis como os hablo de todo lo que concierne a nuestra familia: ¡quiera el cielo que vos tengáis mejores noticias que darme!»

¿No parece que la hermana de la bella reina de Prusia me habla de nuestra familia como si

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tuviese la hondad de tratar de mi abuela, de mi tía y de mis oscuros parientes en Plancouet? La familia real de Francia, ¿me ha honrado jamás con una sonrisa semejante a la de esta familia real extranjera, que apenas me conocía y que no me debía nada? Suprimo otras muchas cartas afectuosas, cartas llenas de resignación y de nobleza, de familiaridad y de elevación, que sirven de contrapeso a lo que he dicho, demasiado severo tal vez sobre las razas soberanas. Mil anos antes, siendo la princesa Federica, hija de Carlo-Magno, hubiera llevado a Eginhard sobre sus hombres durante la noche, a fin de que no dejase ninguna huella sobre la nieve.

He vuelto a leer este libro en 1840, y a admirarme otra vez de las peripecias que contiene la novela mi mi vida. Si hubiese yo regresado a Inglaterra con Jorge, heredero presunto de aquella cotona, hubiera visto desvanecerse el sueño que me ofrecía un camino de patria, al paso que, a no haberme casado, hubiera permanecido desde luego en la patria de Shakespeare y de Milton. El joven duque de Cumberland, que perdió la vista, no se casó con su prima la reina de Inglaterra. Por otra parte, la duquesa de Cumberland ha llegado a ser reina de Hannover; pero ¿Dónde está? ¿es dichosa? Y yo ¿dónde estoy? Dentro de poco no tendréis, por fortuna, que examinar mi vida pasada, ni dirigirme estas preguntas sin embargo, me es imposible dejar de pedir al cielo que colme de ventura los últimos años de la princesa Federica.

Solo fui enviado a Berlín con un ramo de oliva, y porque mi presencia embarazaba la marcha administrativa; pero conociendo la veleidad de la fortuna, y seguro de que no había terminado mi papel político, espiaba los acontecimientos, y no quería abandonar a mis amigos. Pronto noté que la reconciliación entre el partido realista y el ministerial no había sido sincera, pues reinaban desconfianzas y preocupaciones, no se me cumplía lo ofrecido, y hasta comenzaban los ataques contra mí. La entrada en el consejo de Mres, de Villele y de Corbiere había suscitado celos en la extrema derecha, la cual no reconocía ya por su jefe al primero, y, este, cuya ambición era impaciente, empezaba a cansarse. Nos escribimos algunas cartas, y Mr. de Villele me manifestaba su pesar de haber aceptado su plaza; pero se equivocaba, y la prueba de que yo había previsto los acontecimientos, es que antes de trascurrir el año llegó a ser ministro de Hacienda así como Mr. de Corbiere de lo Interior.

También me expliqué en 1821 con el barón Pasquier del modo siguiente:

«Me dicen de París, señor barón, en correspondencia recibida esta mañana, 9 de febrero, que ha parecido mal el que yo baya escrito desde Maguncia al príncipe de Hardemberg, o que le haya enviado un correo. No es cierto lo primero, y mucho menos lo segundo, y por lo tanto, deseo que se me eviten disgustos parecidos al que me ha ocasionado este despacho. Cuando llegue el caso en que no agraden mis servicios, el mayor gusto que se me puede dar es el manifestármelo terminantemente. Ni he pedido ni deseado la misión que se ha puesto a mi cargo, pues ni mi gusto ni mi elección podían aconsejarme que aceptase un destierro honroso, que he venido, a cumplir por el bien de mi país. Si los realistas se han unido al ministerio, este no ignora que yo he tenido la dicha de contribuir a esta amalgama, y que por lo tanto me asiste algún derecho para quejarme. ¿Qué se ha hecho en favor de los realistas desde mi salida? No ceso de interesarme por ellos; pero ¿se me escucha? Señor barón; yo tengo, gracias a Dios, más cosas de que ocuparme en este mundo que el asistir a bailes; mi país me reclama; mi esposa enferma necesita mis cuidados, mis amigos tampoco pueden estar sin su guía. No os pueden faltar hombres más hábiles que yo pura conducir con acierto los negocios diplomáticos, y por tanto es inútil buscar protestos para manifestarme desagrado. Entenderé con media palabra, y me veréis dispuesto para volver a mi oscuridad.»

Estas palabras eran sinceras, y esta facilidad de abandonarlo todo sin echar nada de menos, hubiera sido mi mayor fuerza, aun cuando hubiese abrigado alguna ambición.

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Continuación de mis despachos.

Mi correspondencia diplomática con Mr. Pasquier seguía su curso, y volviendo a hablar del asunto de Nápoles, me explicaba así:

20 de febrero de 1821.

Núm. 15.

«El Austria hace un servicio a las monarquías destruyendo el edificio jacobino de las Dos Sicilias, pero perderá a aquellas si el resultado de una expedición saludable y forzosa llega a ser la conquista de una provincia o la opresión de un pueblo. Es necesario librar a Nápoles de la independencia demagógica, y establecer allí la libertad monárquica, rompiendo su esclavitud sin presentarle otras cadenas. El Austria, sin embargo, no quiere constitución en Nápoles. Y ¿qué pondrá en su lugar? ¿Hombres? ¿Donde están? Le bastarán sin duda para dar principio un cura liberal y doscientos soldados

«Después de la ocupación voluntaria o forzosa es cuando debéis interponeros para que se establezca en Nápoles un gobierno constitucional, bajo el cual sean una verdad las garantías y los derechos sociales.»

«Siempre había yo conservado en Francia una preponderancia de opinión que me obligaba a dirigir mis miradas hacia lo interior; por lo tanto, me determiné a presentar mi plan al ministro bajo las siguientes bases:

«Adoptar francamente el gobierno constitucional.

«Presentar la renovación septenal sin empeñarse en conservar una parte de la cámara existente, lo cual haría renacer las sospechas, ni en sostenerla por completo, lo que seria sumamente peligroso.

«Renunciar desde luego a las leyes excepcionales, origen de la arbitrariedad, objeto eterno de quejas y de calumnias.

«Libertar ala Cámara de diputados del despotismo ministerial.»

En mi comunicación del 3 de marzo, número 18, volvía a ocuparme de España, y decía así:

«No seria imposible que España cambiase repentinamente su monarquía en república, porque su constitución debe producir su fruto. El rey huirá o será depuesto, sino muere asesinado, pues no es hombre bastante enérgico para apoderarse de la revolución También pudiera suceder que España subsistiese durante algún tiempo regida por instituciones populares, si se dividiese en repúblicas federativas, segregación para la cual es más propia que ningún otro país, por la diversidad de sus reinos, de sus costumbres, de sus leyes y aun de sus idiomas.»

Los negocios de Nápoles volvieron a ocuparme otras tres o cuatro veces, y en 6 de marzo, número 19, escribía lo que sigue:

«La legitimidad no ha podido echar profundas raíces en un estado que ha cambiado tan continuamente de señores, y cuyas costumbres han sufrido tanta alteración con las revoluciones. Los intereses comunes no han tenido aun el tiempo necesario para desarrollarse, ni los hábitos para recibir el sello uniforme de las instituciones y de los siglos. En la nación napolitana existen muchos hombres corrompidos o salvajes, que no conservan relaciones entre si ni apenas con la

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corona; el trono está muy cerca del lazzarone, y muy lejos del catabres para que sea respetado; los franceses poseyeron muchas virtudes militares al establecer la libertad democrática; pero si lo intentan los napolitanos no tendrán las necesarias.»

Por último escribí algo acerca de Portugal, y volví a mi tema sobre España.

Corría la voz de que Juan VI se había embarrado en Rio Janeiro con dirección a Lisboa, y no dejaba de ver un azar de la fortuna, propio de nuestro siglo, la perspectiva de un rey de Portugal buscando en una revolución europea, refugio contra una revolución americana, y viéndose obligado a pasar junto a la roca que aprisionaba al conquistador que le había lanzado al Nuevo Mundo.

«Todo es de temer en España (decía yo en 17 de marzo, número 21): la revolución de la península recorrerá sus periodos naturales sino se levanta un brazo capaz de detenerla. Pero ¿dónde está ese brazo? He aquí la cuestión.»

En 1823 tuve la fortuna de encontrarlo; fue el brazo de la Francia.

Leo con placer en un párrafo de mi comunicación de 10 de abril, número 26, mi suspicaz antipatía para con los aliados, y mi celo por los intereses de la Francia. Así me explicaba respecto al Piamonte:

«No temo de modo alguno la prolongación de las turbulencias del Piamonte en sus resultados inmediatos; pero puede producir un mal lejano, motivando la intervención militar del Austria y de la Rusia; el ejército de esta última potencia está siempre moviéndose, y no ha recibido contraorden.

«Ya podéis considerar si en tal caso, no seria digno y seguro para la Francia el hacer ocupar la Sabaya por veinte y cinco mil hombres, durante el tiempo en que aquellas dos naciones se mantengan en el Piamonte. Estoy persuadido de que este acto de vigor y de alta política, p ¡r lo misino que halagarla el orgullo francés, seria muy popular y sobremanera honroso para los ministros. Diez mil hombres de la guardia real, y un contingente elegido entre todos los demás cuerpos del ejército, compondrían fácilmente una fuerza de veinte y cinco mil soldados excelentes y fieles; la escarapela blanca se verá asegurada en presencia del enemigo.

«No ignoro, señor barón, que debemos evitar el herir al amor propio francés, y que la dominación de los rusos y de los austriacos en Italia, puede sublevar el orgullo militar; así, pues, el medio de contentarlo es la ocupación de la Saboya. Los realistas se alegrarán de este paso, y los liberales no podrán menos de aplaudirlo al vernos tomar una actitud digna de nuestra fuerza. Tendremos de este modo la fortuna de apagar una revolución demagógica y e! honor de restablecerla preponderancia de nuestras armas. Seria conocer muy mal el espíritu francés dar a entender que tememos la reunión de veinte y cinco mil hombres, para dirigirlos a un país extranjero, e igualarlos a las fuerzas del Austria y de la Rusia. Responderla del buen éxito con mi cabeza. Además, si hemos podido permanecer neutrales en cuanto a Nápoles, ¿nos será dado hacer lo mismo, cuando e trata de nuestra seguridad, y de nuestra gloria, comprometidas por los trastornos del Piamente?»

Aquí se descubre todo mi sistema, y era francés; tenía un sistema político, asegurado mucho antes de la guerra de España, y no se me ocultaba la responsabilidad que mis propios triunfos, caso de obtenerlos, harían recaer sobre mi cabeza,

A nadie interesarán sin duda estos recuerdos; pero tal es el inconveniente de las Memorias: cuando carecen de hechos históricos que referir se ocupan de la persona del autor, y fastidian. Dejemos en paz a estas sombras olvidadas; por mi parte, más quiero recordar que Mirabeau desconocido, llenaba en Berlín en 1786 una misión ignorada, y que se vio precisado a despachar

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un pichón-correo, para anunciar al rey de Francia, el último suspiro del terrible Federico.

«Me encontré bastante apurado, dice Mi rabean, pues, era cosa segura que las puertas de la ciudad se cerrarían, y aun todo hacia presumir que los puentes de la isla de Postdam se levantaren al momento de ocurrir el suceso; en tal caso podía dorar la incertidumbre todo el tiempo que quisiese el nuevo rey. En la primera suposición, ¿como despachar un correo? No había medio de escalar los muros a saltarlas empalizadas sin exponerse a un conflicto; pues los centinelas formaban una cadena de cuarenta pasos detrás de las segundas, y de sesenta en sesenta detrás de la muralla. A ser yo ministro, la seguridad de los síntomas mortales, me hubiera decidido a escribir antes que el monarca prusiano sucumbiese; porque ¿qué más podía añadir la palabra muerto! Pero en mi posición ¿debía yo hacerlo? De todos modos, lo más importante era cumplir bien, para lo cual envié a un hombre seguro con un caballo ligero y vigoroso a cierta granja, distante cuatro millas de Berlín, y en la cual me cuidaban dos pares de pichones bien ensayados, de modo que sino se levantaban los puentes de Postdam, estaba seguro de salir con mi intento.

«Esto me ha probado que no somos bastante ricos para desprendernos de cien luises; he renunciado, pues, a todas las ventajas de mi posición oficial, y he despachado mis correos aéreos con la cláusula, volved. ¿He hecho bien? ¿He obrado mal? Lo ignoro: pero al fin mi misión no era expresa, y por lo regular suelen probar mal las subrogaciones.»

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BERLÍN, 1821.

Memoria comenzada sobre la Alemania.

Se había dado a todos los embajadores el encargo de escribir, durante su permanencia en el extranjero, una memoria sobre el estado respectivo de los pueblos y gobiernos cerca de los cuales se hallaban acreditados. Estos trabajos podían ser con el tiempo muy útiles para la historia, pero muy pocos funcionarios los emprendieron: de mi sé decir que aunque poco tiempo en mis embajadas para poder concluir estudios largos en aquel género, di sin embargo, principio a ellos, escribiendo lo siguiente, entre otras cosas, sobre la situación de Alemania.

«La introducción de gobiernos representativos en la confederación germánica después de la caída de Napoleón ha despertado en Alemania las primeras ideas innovadoras llevadas con el soplo de la revolución. Allí han fermentado por mucho tiempo, y habiendo sido llamada la juventud para la defensa de la patria bajo una promesa de libertad, fue esta recibida con entusiasmo por los estudiantes que veían propensos a sus maestros a defender con las armas de la ciencia las teorías liberales. Este amor a la libertad se convirtió en una especie de fanatismo sombrío y misterioso propagado por las sociedades secretas. Sand asustó a la Europa, aunque solo era un entusiasta vulgar, y se equivocó en sus cálculos, perdiéndose su crimen atacando a un publicista cuyo genio no podía aspirar al imperio ni merecía una puñalada.

«Una especie de tribunal de inquisición política y la supresión de la libertad de imprenta han detenido el movimiento sin haber destruido los resortes de la imaginación. La Alemania lo mismo que la Italia, desea hoy la unidad política, y con esta idea, que permanecerá muda más o menos tiempo, según los acontecimientos y los hombres, se podrán conmoverlos pueblos de la antigua Germania siempre que sé quiera.

«Los príncipes o los ministros que figuren en las filas de la confederación germánica apresurarán o retardarán la revolución del país, pero no impedirán su desarrollo en las ideas. La Baviera por su parte, merced a los trabajos de Mr. de Montgelas, tiende a las nuevas instituciones, aunque detenida en su carrera, al paso que el landgraviato de Hesse no admite la posibilidad de una revolución en Europa. El príncipe que acaba de fallecer quería que sus soldados, en otro tiempo a las órdenes de Napoleón, llevasen coletos y polvos en el pelo, prefiriendo las antiguas costumbres a las nuevas, sin conocer que pueden copiarse las primeras, pero jamás restablecerse las segundas.»

Charlottembourg.

Los monumentos son en Berlín y en todo el Norte verdaderas fortalezas, cuyo aspecto entristece el corazón. Cuando vemos plazas de guerra en regiones habitadas y fértiles, las consideramos como defensas legítimas; pero en un desierto, al pie de rocas inaccesibles, solo presentan la idea de la cólera del hombre. ¿Contra quién, en efecto, se levantan sus formidables muros sino contra la miseria y la independencia? Solo yo puedo recrear el ánimo vagando por esos sitios solitarios, oyendo mugir el viento al través de las troneras, contemplando la altura de esas fortificaciones que desafían a un enemigo imaginario. Laberintos militares, cañones unidos y cruzados, caminos cubiertos, escarpas y contra-escarpas: todo es allí siniestro, todo lúgubre, como la última idea que mata la esperanza del hombre. Espectáculo triste es sin duda alguna recorrer los castillos feudales del centro de Italia sin encontrar más que algún rebaño de cabras; considerar desde las murallas de la edad media, que rodean a Jerusalén, el valle de Cedrón, por donde trepaban entre rocas las mujeres árabes; pero la historia me hablaba en aquellos sitios pintorescos y el silencio presente recordaba a la imaginación los grandes acontecimientos pasados.

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Con motivo del nacimiento del duque de Burdeos había pedido licencia, y habiéndoseme concedido, me disponía a marchar. En una carta a su sobrina, dice Voltaire, que está viendo serpentear el Spree, que el Spree se arroja en el Elba, el Elba en el mar y que por último, el mar recibe al Sena: de este modo viajaba con el pensamiento hasta París. Antes de abandonar a Berlín quise ver por última vez a Charlottembourg, que en nada se parece a Windsor, ni a Aranjuez, ni a Caserta, ni a Fontainebleau. La reina de Prusia disfrutaba de una paz que jamás turbará la memoria de Bonaparte. ¡Cuánto ruido hizo en otro tiempo el conquistador en aquel asilo de silencio, cuando .llegó con sus legiones ensangrentadas desde los campos de Jena! Después de haber borrado del mapa el reino de Federico Guillermo, denuncio desde Berlín el bloqueo continental, y preparó en su mente la campaña de Moscú: sus palabras desesperaron el corazón de una gran princesa, que yace dormida en Charlottembourg en su sepulcro monumental: una magnifica estatua de mármol la representa: al examinar el sepulcro escribí lo siguiente a instancias de la duquesa de Cumberland:

Viajero.

Guardián, ¿qué monumento es ese que se eleva entre los altos pinos, bañados por tan humilde riachuelo?

Guardián.

Algún día será el término de tus viajes: extranjero, es una tumba.

Viajero.

¿Quién descansa en ella?

Guardián.

Un objeto lleno de encantos.

Viajero.

¿Fue amada en c! mundo?

Guardián

Hasta la adoracion

Viajero.

Déjame contemplar sus cenizas.

Guardián.

Si temes llorar no entres, porque llorarás mucho.

Viajero.

He derramado ya bastantes lágrimas. Pero dime si ha venido de Grecia o de Italia este sepulcro robado. ¿Quién lo ha cedido para hermosear esta comarca? ¿Es la tumba de Antígona o la de Cornelia?

Guardián.

La beldad que encierra vivió siempre entre nosotros.

Viajero.

¿Quien ha colgado esas coronas marchitas en los festones del mármol?

Guardián.

Sus hijos, cuyas virtudes fueron coronadas en la tierra.

viajero.

Alguien se acerca.

Guardián.

Es el esposo que alimenta en esta soledad un funesto recuerdo.

Viajero.

¡Pues que! ¿Lo ha perdido lodo?

Guardián.

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No, le queda un trono aun.

Viajero.

¡Ah! un trono no puede consolar a un corazón desesperado.

Intervalo entre la embajada de Berlín y la de Londres.— Bautizo del duque de Burdeos.— Carta a Mr. Pasquier.— Carta de Mr. de Bernstorff.— Carta de Mr.

de Ancillon.— Última carta de la duquesa de Cumberland.

Llegué a París cuando se celebraban las fiestas del bautizo del duque de Burdeos. La cuna del nieto de Luis XIV, cuyo porte tuve la honra de pagar, ha desaparecido, como la del rey de Roma. En otra época el atentado de Louvre hubiera asegurado el cetro a Enrique V; pero el crimen solo es un derecho para el hombre que lo comete.

Después de las fiestas a que dio motivo la ceremonia bautismal, me reinstalaron por fin, en mi ministerio de Estado. Mr. de Richelieu que me lo había quitado me lo devolvió; pero la reparación no me fue más agradable que me había sido enojoso el desaire.

Cuando yo me lisonjeaba con la idea de visitar mis terrones, se embrolló el juego político; Mr. de Villele se retiró, y fiel a la amistad y a mis principios, creí deber hacer lo mismo. Con este motivo dirigí a Mr. Pasquier la siguiente carta:

París, 30 de julio de 1821.

«Señor barón: El día 14 me invitasteis a que pasara a veros para declararme que mi presencia era necesaria en Berlín, a lo cual tuve el honor de contestaros, que retirándose, al parecer, del ministerio Mres. de Corbiere y de Villele, mi deber me aconsejaba imitar su conducta. En la práctica del gobierno representativo es costumbre que los hombres de igual opinión participen de una misma suerte, y esta costumbre me obliga hoy con mayor motivo, supuesto que se trata, no de un favor, sino de una desgracia. Por lo tanto os reitero por escrito la oferta verbal de mi dimisión del cargo de ministro plenipotenciario en la corte de Berlín, y espero que la someteréis a la aceptación del rey. Suplico a S. M. que apruebe la causa que la motiva, y que crea en la profunda y respetuosa gratitud que me anima por las infinitas bondades con que me ha honrado.

«Soy señor barón, etc.

«Chateaubriand.»

Anuncié en seguida al señor conde de Bernstorff el suceso que interrumpía nuestras relaciones diplomáticas, y me contestó lo que sigue:

«Señor vizconde: aunque esperaba hace tiempo la noticia que acabáis de comunicarme, me ha afectado sensiblemente. Conozco y respeto los motivos que tan delicadas circunstancias han determinado vuestra resolución; pero al paso que ellos aumentan los títulos que os han conquistado la estimación de todo el país, dejan también a este la triste seguridad de una pérdida harto tiempo temida, y de hoy más irreparable. Estos son asimismo los sentimientos del rey y de la real familia, y yo solo aguardo el momento en que seáis llamado para decíroslo oficialmente.

«Conservadme un lugar en vuestros recuerdos, y recibid el testimonio de mi sincera adhesión, y de la alta consideración con la cual tengo el honor de ser, etc.

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etc.

«Berlín, 2o de agosto de 1821,

«Bernstorff.»

También me apresuré a expresar mi amistad y mis verdaderos sentimientos a Mr. Ancillon: su carta (descartando el elogio que de mi hace) merece ocupar un lugar en este libro.

«Berlín, 22 de setiembre de 1821.

«Es decir, ilustre amigo, ¿que os hemos perdido irrevocablemente? Desgracia es esta que yo hubiera previsto; pero que me ha afectado como si no la hubiese esperado. Merecíamos por cierto poseeros y conservaros, porque a falta de otro mérito, teníamos el de sentir, reconocer y admirar vuestra superioridad. Deciros que el rey, los príncipes, la corle, la ciudad entera os echan de menos, es más bien hacer su elogio que el vuestro: añadiros que me envanezco de ese sentimiento que honra a mi patria, y que participo de él, seria presentaros la verdad muy pálida, y ofreceros una débil idea de mis sensaciones; así, pues, dejadme creer que me conocéis bastante para leer lo que pasa en mi corazón. Si este os acusa, mi sentimiento no solo os absuelve, sino que también rinde homenaje a vuestra noble conducta, y a los principios que la han dictado. Debíais a la Francia una gran lección y un magnifico ejemplo, y se lo habéis dado renunciando a servir a un ministerio que no sabe juzgar su propia situación, y que carece de la energía y del talento necesario para salir de ella. En una monarquía representativa, los ministros y aquellos a quienes ellos confieran los primeros cargos deben formar un todo homogéneo. En esto, menos que en cualquiera otra circunstancia, se han de separar los amigos, deben subir y caer al mismo tiempo. Habéis probado a la Francia la verdad de esta máxima, retirándoos con los ministros Mres. de Villele y Corbiere, declarando igualmente, que la conveniencia propia nada es ante los principios; aun cuando los vuestros no se fundasen en la conciencia, en la razón, en la historia de todos los siglos, bastarían todos los sacrificios que imponen a un hombre como vos, para establecer en favor suyo una presunción poderosa a los ojos de todos los hombres probos y dignos.

«Espero con impaciencia el resultado de las próximas elecciones, para sacar el horóscopo de la Francia, pues ellas decidirán su porvenir.

«Adiós, ilustre amigo mío; derramad desde esas alturas en que moráis algunas gotas de roció en este corazón que solo dejará de admiraros y de quereros cuando cese de latir.

«Ancillon.»

Atento al bien de la Francia sin ocuparme de mis amigos, dirigí en aquel tiempo a Monsieur la nota siguiente:

«Si el rey me hiciere el honor de consultarme, he aquí lo que yo propondría para bien de su servicio, y para la tranquilidad del país:

«El centro izquierdo de la cámara electiva, desea el nombramiento de Mr. Royer-Collard; pero en mi opinión quedaría la paz más asegurada si entrase en el consejo un hombre de mérito cie los mismos principios, elegido entre los miembros de las dos cámaras.

«Colocar también en el consejo un diputado independiente de la del lado derecho.

«Acabar de distribuir las direcciones en el mismo sentido.

«En cuanto a las cosas, presentaren tiempo oportuno una ley completa de

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libertad de imprenta, de la cual no formen parte la persecución en perspectiva ni la censura facultativa; preparar una ley comunal, completar la septenal, fijando la edad elegible a los treinta años, y defender ardientemente la religión contra la impiedad, poniéndola al mismo tiempo al abrigo del fanatismo y de las imprudencias de un celo que le perjudica.

«En cuanto a los negocios extranjeros, tres cosas deben tener presentes los ministros del rey: el honor, la independencia y el interés de la Francia.

«La nueva Francia es enteramente realista, pero puede convertirse en revolucionaria; respétense las instituciones y yo respondo con mi cabeza de un porvenir pacifico; viólense, y no soy capaz de garantir la tranquilidad pública para muchos meses.

«Tanto yo como mis amigos, estamos prontos a apoyar con todo nuestro influjo a una administración formada bajo las bases expuestas.

Chateaubriand.»

Una voz en que la mujer dominaba a la princesa, llegó a consolar lo que podía llamarse el tedio de una vida sin cesar errante La letra de la señora duquesa de Cumberland estaba tan alterada, que me costó trabajo reconocerla. La fecha de la caria era 28 de setiembre de 1821, y fue la última que recibí de su real mano 11. ¡Ah! Los nobles amigos que en aquella época me sostenían en París, también han desaparecido de la tierra, ¡Felices aquellos a quienes la edad embriaga como el vino, y que pierden la memoria u fuerza de años!

Mr. de Villele ministro de Hacienda.— Me nombran embajador de Londres.

Las dimisiones de Mres. de Villele y Corbiere, produjeron muy pronto la disolución del gabinete, haciendo entrar a mis amigos en el consejo según yo lo había previsto. El vizconde de Montmorency fue nombrado ministro de Negocios extranjeros, Mr. de Villele de Hacienda, y Mr. de Corbiere del Interior. Yo había tenido demasiada parte en los últimos movimientos políticos y ejercía bastante influencia en la oposición para quedar olvidado. Se resolvió que fuese a reemplazar a Mr. Decazes en la embajada de Londres, pues Luis XVIII siempre consentía en tenerme alejado. Fui a darle las gracias, y me habló de su favorito con un afecto constante, muy raro en los príncipes, pidiéndome que borrase de la imaginación de Jorge IV, las prevenciones que este abrigaba contra el duque de Decazes y que yo también diese al olvido las diferencias que había tenido con el antiguo ministro de la Policía. Aquel monarca que nunca derramó una lágrima por sus propias desgracias, estaba conmovido al recordar las penas que podían haber afligido al hombre a quien distinguía con su amistad.

Mi nombramiento despertó mis recuerdos: Carlota, mi juventud, mi emigración, todo, acudió a mi mente con sus alegarlas y sus dolores. Mi esposa que tenía mucho miedo al mar, no se atrevía á. pasar el estrecho, y marché solo, pues los secretarios de la embajada me habían precedido.

Revisado en diciembre de 1846.

11 La princesa Federica, reina de Hannover, acababa de morir después de una larga

enfermedad. Siempre se encuentra la muerte en las notas que acompañan a mi testo. (Nota de París, julio, 1841).

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Año de 1822.—Primeros despachos en Londres.

En Londres escribí en 1822 la mayor parte de estas Memorias, que contienen mi viaje a América, mi vuelta a Francia, mi matrimonio, mi viaje a París, mi emigración a Alemania en compañía de mi hermano, mi residencia y mis desgracias en Inglaterra desde 4793 hasta 1800. Ahora en 1839, estoy escribiendo entre los muertos de 1832, y los que tuvieron igual suerte en 1793.

En el mes de abril de 1822 me hallaba en Londres a cincuenta leguas de Mme. Sutton. Paseábame en el parque de Hensington con mis nuevas impresiones y el recuerdo de los años transcurridos: confusión de tiempos que produce en mí una confusión de pensamientos.

Continuaban las vacaciones parlamentarias a mi arribo, y el subsecretario de estado Mr. Planta, me propuso de parte del marqués de Londonderry, que fuese a comer a North-Cray, posesión del noble lord. Aquella villa tenía varias praderas: la marquesa de Londonderry estaba muy en moda, tanto como mujer de la alta aristocracia, cómo por ser esposa del primer ministro.

Mi comunicación del 12 de abril número 4, refiere mi primera entrevista con lord Londonderry en los siguientes términos.

Londres, 11 de abril de1832.

«Señor vizconde: antes de ayer miércoles 10 del corriente, me presenté en North-Cray, y voy a exponeros mi conversación con el marqués de Londonderry, la cual duró hora y media antes de comer, pues, aunque la proseguimos después, fue con menos desembarazo, porque no estábamos solos.

«Lord Londonderry se informó ante todo de la salud del rey, pero con tal empeño, que sus palabras descubrían visiblemente un interés político. Tranquilo ya sobre este punto, me habló del ministro diciendo: —Se va afirmado.— Hasta ahora, le contesté, no se ha encontrado débil, y como pertenece a una opinión, será el árbitro de todas las medidas, en tanto que dicha opinión prevalezca en las cámaras. De aquí pasamos a las elecciones, y luego a la guerra entre la Rusia y la Turquía. Al citarme lord Londonderry soldados y ejércitos, me ha parecido que es de la misma opinión que nuestro antiguo ministerio, respecto al peligro de reunir un gran cuerpo militar, idea que fie combatido sosteniendo que nada hay que temer del soldado francés, colocado en frente del enemigo; que nuestro ejército se ha aumentado; que tal vez mañana, si es necesario, tendrá tres veces más fuerza, sin el menor inconveniente, y por último, que algunos oficiales podrán gritar estando de guarnición: viva la Carta, pero que nuestros soldados siempre gritarán viva el rey, en los campos de batalla.

«Ignoro si esto hizo olvidar al marqués la trata de negros; pero lo cierto es que no me habló de este asunto, y si del mensaje del presidente de los Estados Unidos, por el cual invita al congreso a que reconozca la independencia de las colonias españolas. —Los intereses mercantiles, le dije, podrán sacar alguna ventaja de esa disposición, más no sucederá lo mismo con el interés político. Bastantes ideas republicanas vuelan esparcidas por el mundo, y aumentar su masa, es comprometer más y más, la suerte de las monarquías europeas.—Lord Londonderry piensa lo mismo que yo, y ha pronunciado estas notables palabras:—En cuanto a nosotros (los ingleses), de ningún modo estamos dispuestos a reconocer esos gobiernos revolucionarios. ¿Hablaba con sinceridad?

«Debo, señor vizconde, recordaros textualmente una conversación importante. No debemos dudar de que tarde o temprano reconocerá la Inglaterra la independencia de las colonias españolas, pues le obligarán a ello la opinión pública y el interés de su comercio. Lo único que por lo demás puedo aseguraros, es que he encontrado en el marqués de Londonderry un hombre de talento, de dudosa

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franqueza y de opiniones que se rozan con el antiguo sistema ministerial; un político acostumbrado a una diplomacia sumisa, y sorprendido, aunque no irritado, del lenguaje digno de la Francia; un ministro, en fin, que no podía dejar de admirarse al hablar con uno de esos realistas, a quienes hace siete años está considerando como locos o imbéciles.

«Tengo el honor, etc.»

A estos asuntos generales se unían, como en todas las embajadas, transacciones particulares que me ocuparon un tiempo precioso: las reclamaciones eran interminables, y no me dejaban dedicarme a ocupaciones útiles. Habiendo muerto en América un tal Bonet, todos los Bonet de Francia me escribieron pidiendo su herencia. ¡Esos verdugos me escriben todavía! Tiempo es, sin embargo de que me dejen en paz; pero por más que les contesto asegurándoles que desde el hundimiento del trono de nada me ocupo, ellos quieren heredar a toda costa, y nada basta a sosegarlos.

En cuanto a Oriente, se trató de que fuesen llamados todos los embajadores; pero conocí que la Inglaterra no seguiría el movimiento de la alianza continental, y así lo dije al vizconde de Montmorency. La ruptura temida entre la Rusia y la Puerta, no tuvo lugar porque la moderación de Alejandro retardó aquel acontecimiento. Mucho fue lo que escribí respecto a este asunto; trabajo perdido, que ha quedado muerto en nuestros archivos, como las ideas inútiles de los hombres se sepultan en el olvido sin dejar rastro en la memoria.

El parlamento abrió de nuevo sus sesiones el 17 de abril; el rey volvió el 18, y me recibió el 19.

Con la misma fecha noticié al ministerio mi presentación; mi carta terminaba así:

«S. M. B., con su variada y seguida conversación, no me ha dado tiempo para hacerle presente una cosa que el rey me recomendó especialmente; pero muy pronto va a ofrecerse la ocasión favorable de una nueva audiencia.»

Conversación con Jorge IV respecto a Mr. Decazes.— Nobleza de nuestra diplomacia durante la legitimidad.—Sesión del parlamento.

Lo que el rey me había encargado muy particularmente para Jorge IV, se refería al señor duque de Decazes, y llené sus deseos más tarde, diciéndole que Luis XVIII estaba afligido por la frialdad con que había sido recibido el embajador de S. M. cristianísima, Jorge IV me respondió:

—Os confieso, Mr. de Chateaubriand, que la misión de Mr. Decazes no me agradaba, porque se portaba conmigo de una manera poco conveniente. Tan solo mi afecto hacia el rey de Francia me ha hecho sufrir a un favorito, cuyo único mérito estriba en la adhesión que profesa a su señor. Luis XVIII ha contado mucho con mi buena voluntad, y no se ha engañada; pero no he podido llevar la indulgencia hasta el punto de tratar a Mr. Decazes con una distinción que hubiera herido el orgullo de la Inglaterra. Decid, no obstante, a vuestro rey que me ha conmovido lo que de su parte me habéis manifestado, y que me consideraré feliz siempre que pueda probarle mi cariño verdadero.»

Alentado por estas palabras, expuse a Jorge IV todo cuanto me ocurrió en favor de Mr. Decazes; pero me contestó mitad en francés, mitad en inglés: «Perfectamente; sois un buen

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caballero.» De vuelta a París réferi a Luis XVIII esta conversación, y me pareció que se manifestaba agradecido. Jorge IV me había hablado como príncipe bien educado, aunque de espíritu ligero; se expresó sin acritud, porque pensaba en otra cosa. No convenía, sin embargo, jugar con él a todo trance, pues cierto día apostó uno de los grandes que le acompañaban a la mesa a que suplicaría al rey que tirase del cordón de la campanilla, y que Jorge IV obedecería. En efecto, obedeció; pero dijo al gentleman de servicio: «Echad fuera de aquí a este caballero.»

El pensamiento de proporcionar esplendor y fuerza a nuestras tropas, me dominaba sin cesar, y el 13 de abril escribí lo que sigue a Mr. de Montmorency: «Voy a someter, señor vizconde, una idea a vuestro juicio. ¿Desaprobaríais que sin salir de los límites de una conversación casual hiciese yo comprender al príncipe de Esterhazy, que si el Austria tuviese necesidad de retirar parte de sus tropas, podríamos reemplazarlas en el Piamonte?

«Algunos rumores esparcidos acerca de una reunión de fuerzas en el Delfinado, me ofrecerían un texto favorable. Ya propuse al anterior ministerio poner una guarnición en Saboya con motivo de la asonada del mes de junio de 1821; (véase uno de mis despachos desde Berlín) pero desechó esta medida, y creo que al hacerlo cometió una falta muy grave. Persisto en pensar que la presencia de algunas tropas en Italia produciría un efecto notable en la opinión, y que este paso seria muy honroso para el gobierno.»

Existen abundantes pruebas de la nobleza de nuestra diplomacia durante la restauración; pero esto ¿qué importa a los partidos? ¿No he leído hoy mismo en un periódico de la izquierda que la Santa Alianza nos ha obligado a ser sus esbirros y a declarar la guerra a España, cuando está ahí el congreso de Verona, y cuando los documentos diplomáticos atestiguan de un modo irrecusable que toda la Europa, a excepción de la Rusia, se negaba a aquella guerra, que la Inglaterra la rechazaba abiertamente, y que el Austria nos contrariaba en secreto adoptando medidas muy poco nobles? Esto no se opondrá a que mañana vuelva a mentirse de nuevo sin examinar la cuestión. Toda mentira mil y mil veces propalada, se convierte en verdad.

Lord J. Russell presentó el 25 de abril en la Cámara de los comunes una moción sobre la representación nacional en el parlamento, y Mr. Canning la combatió, proponiendo a su vez un bill para anular una parte del acta que priva a los pares católicos de su derecho a votar y sentarse en la Cámara. Monsieur Canning asistía en 1822 a la sesión de la Cámara de los pares en que fue desechado su bill, y se incomodó por una frase del anciano canciller; este dijo hablando el primero: «Me han asegurado que se marcha a la India; vaya con Dios el lindo gentleman (this fine gentleman), buen viaje.» Míster Canning me dijo al salir: «Ya lo volveré a encontrar.»

Lord Holland discurría muy bien; aunque no llegaba nunca a contestará Mr. Fox. Daba vueltas entorno de su asiento, hablando muchas veces de espaldas a la asamblea y dirigiendo sus palabras a las paredes. Le gritaban: Hear, hear, y a nadie le chocaba aquella originalidad.

En Inglaterra cada cual se expresa como puede; todos escuchan con paciencia, y nadie extraña que un orador carezca de facilidad, y con tal que pronuncie algunas frases de buen sentido, se le considera como hombre a fine speech. Aquella variedad de políticos sin pulir, acaba por ser agradable, aunque a decir verdad solo unos cuantos lores y otros tantos miembros de la Cámara de los comunes son los que hablan.

Sociedad inglesa.

La llegada del rey, la apertura del parlamento, la época de las fiestas constituían una amalgama de obligaciones, de negocios y de placeres, y solo se encontraba a los ministros en la corte, en un baile o en las cámaras. Para celebrar el aniversario del nacimiento de S. M. comí en casa de lord Londonderry; también comí otro día en la galera del lord corregidor, que subía el rio hasta Richemond; pero más me gusta el Bucentauro en miniatura del arsenal de Venecia, que solo conserva el recuerdo del dux y un nombre debido a la pluma de Virgilio.

También estuve convidado al Este de la ciudad en «casa de Mr. Rothschild, de Londres, de la

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rama segunda de Salomón; pero ¿en donde no me hicieron comer? El roastbeef tenía la planta de la torre de Londres; los pescados eran tan largos que no mostraban la cola; damas, que solo allí he visto, cantaban como Abigail. Yo sorbía el tokai no lejos de los sitios que me vieron beber agua de bruces y casi desfallecer de hambre: recostado en el fondo de mi cómodo carruaje, veía a Westminster, donde había pasado una noche encerrado y paseándome por sus contornos con Hingant y Fontanes; por último, mi gran hotel, cuyo alquiler me costaba 30.000 francos, estaba en frente del granero que habitó mi primo La Bouetardais.

No se trataba ya de aquellas humildes fiestas de emigrados en que bailábamos al son del violín de un consejero del parlamento de Bretaña; era nada menos que Almack's dirigido por Colinet lo que me deleitaba; esto es, un baile público favorecido por las más encopetadas señoras del West-end. En él se encontraban los viejos y los jóvenes dandys, brillando entre los primeros el vencedor deWateiioo, y entre los segundos lord Clamwillam, hijo, segun se decia, del duque de Richelieu. Emprendía cosas admirables; corría a caballo hasta Richemond, y volvía a Almack's después de caerse dos veces, y pronunciaba el inglés a la moda de Alcibíades, de un modo que encantaba. En 1822 el fashionable debía presentarse al primer golpe de vista bajo un aspecto desgraciado y enfermizo; era de rigor el descuido en la persona, las uñas largas, la barba a medio afeitar, los cabellos esparcidos y mal peinados, la mirada profunda, sublime, extraviada y fatal, los labios contraídos y el corazón a lo lord Byron, empapado en disgusto y sumido entre los misterios de la existencia.

Hoy ya no sucede lo mismo; el dandy tiene un aspecto conquistador, ligero e insolente; se esmera en su compostura, lleva bigote o barba ovalada como la fresa de la reina Isabel o como el radiante disco del sol; revela la fiera independencia de su carácter, conservando siempre encasquetado el sombrero, arrojándose sobre los sofás y estirando las piernas hasta tocar con las botas las narices de las damas, absortas de admiración. Es preciso que la salud del dandy sea .perfecta y que su alma esté envuelta entre cinco o seis felicidades; algunos gastan pipa.

Sin duda todo habrá cambiado mientras yo escribo, y ya se dice que el dandy actual no debe saber si existe, si hay mundo, si hay mujeres, y si debe saladar al prójimo. Lo que puede asegurarse es que todos los ingleses son locos por naturaleza o por moda.

Lord Clamwillam se ha eclipsado pronto; le he encontrado en Verona, y ha sido embajador de Inglaterra en Berlín; hemos seguido algún tiempo el mismo rumbo, aunque no hemos caminado al mismo paso.

Nada era tan favorecido en Londres como la insolencia, según lo atestigua Dorset, hermano de la duquesa de Guiche, galopaba en Hyde-Park, saltaba las barreras, jugaba como un desesperado y tuteaba sin cumplimiento a todo el mundo; su triunfo fue completo, y para que nada le faltase, acabó por hacer desaparecer a una familia entera.

Las damas de más boga me agradaban poco, pero entre ellas había una encantadora; era lady Gwidir: por su tono y maneras parecía francesa. Lady Jersey se mantenía aun bonita, y en su casa encontré a la oposición. Lady Cuninghan pertenecía también a esta, y el mismo rey conservaba un secreto afecto a sus antiguos amigos. Entre las que honraban y protegían el baile de Almack's figuraba la embajadora de Rusia.

La condesa de Lieven se había hecho de moda por sus ridiculas diferencias con Mme. de Osmond y Jorge IV. Corrio era atrevida y pasaba por estar bien relacionada en la corte, se había convertido en fashionable hasta el esceso. La suponian muger de talento, porque pensaban que su marido no lo tenia, lo cual no era cierto, pues Mr. de Lieven era muy superior a su esposa. Esta es una mujer comun, pesada, árida, que solo sabe hablar de politica vulgar; por lo demas, todo lo ignora, y oculta la falta de ideas con abundancia de palabras. Cuando se halla entre personas de mérito, calla y reviste su nulidad con ua aire superior de fastidió, como si tuviese el derecho de fastidiarse de lodo lo bueno y útil. Ahora se ocupa en escribir cartas y en arreglar bodas; nuestros novicios acuden a sus salones para conocer el mundo y el arte de sus secretos; los ministros y los que aspiran a serlo se muestran orgullosos al verse favorecidos par una dama que ha tenido el honor de ver a Mr. de Metternich, cuando este gran político, para descansar del peso de los negocios, se entretiene en deshacer seda. El ridículo esperaba en París a esa dama a cuyos pies ha caído un doctrinario sesudo: «¡Amor, tú perdiste a Troya!»

El día se distribuía en Londres del modo siguiente: concurríase a una partida, o sea primer

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desayuno en el campo, a las seis de la mañana, después volvíamos a almorzar a la capital; nos vestíamos para el paseo de Bond-Street o de Hyde-Park; volvíamos a hacer lo mismo para comer a las siete y media; nos mudábamos otra vez para ir a la ópera, y a media noche nos poníamos el último traje para la soiré o el raout: ¡qué vida tan deliciosa! Mil veces hubiera preferido estar en galeras. El gran tono era no poder penetrar en los reducidos salones de un baile particular; en permanecer en la escalera obstruida por la multitud, y en encontrarse cara a cara con el duque de Somerset, felicidad que he disfrutado una vez. Los ingleses de la nueva raza son muchísima más frívolos que nosotros, se vuelven locos por un shaw, y si el verdugo de París se presentase en Londres, reuniría a su lado a toda la Inglaterra. ¿No ha entusiasmado el mariscal Soult a las damas, lo mismo que Blucher, cuyos bigotes besaban? Nuestro mariscal, que no es ni Antipatro, ni Antígona, ni Se leuco, ni Antíoco, ni Ptolomeo, ni otro de los capitanes-reyes de Alejandro, es un soldado distinguido que ha saqueado la España haciéndose derrotar, y que ha perdonado la vida a muchos frailes por los cuadros de sus conventos. Pero también es cierto que en 1814 publicó una furiosa proclama contra Bonaparte, a quien recibió en triunfo pocos días después. Por un shilling enseñan en Londres un par de botas suyas muy viejas, porque la orilla del Támesis es el almacén general de los recuerdos de la fama, los cuales no tardan en desaparecer.

En 1822 estaba la ciudad atestada de memorias de Bonaparte, su busto adornaba todas las chimeneas, y su estatua colosal, obra de Canova, se veía en la escalera del duque de Wellington. ¿No se hubiera podido consagrar otro santuario en aquel tiempo para el Marte encadenado? Semejante deificación parece más bien propia de la vanidad de un conserje que del honor de un guerrero. —«General, no vencisteis a Napoleón en Waterloo; no hicisteis más que torcer el último eslabón de un destino despedazado.»

Prosiguen mis despachos.

Después de mi presentación oficial a Jorge IV, volví a verle muchas veces. El reconocimiento de las colonias españolas por la Inglaterra era asunto casi decidido y en mi comunicación de 7 de mayo se leen la conversación que tuve con lord Londonderry y las ideas de este ministro, cuyos pormenores, interesantes entonces, no producirían hoy el menor efecto. Dos cosas debían llamar la atención en el estado de las colonias españolan respecto a Inglaterra y Francia; los intereses mercantiles y los políticos, acerca de los cuales y del lord ministro me expresaba así: «Cuanto más trato al marqués de Londonderry, más astuto le encuentro: es hombre lleno de recursos, que nunca dice más que lo que quiere decir, de modo que parece en muchas ocasiones un hombre sencillo. Tiene la voz, la sonrisa, la mirada y otras cosas de Mr. Pozo di Borgo, pero no inspira confianza.»

Mi despacho terminaba de este modo; «Si la Europa se ve obligada a reconocer los gobiernos americanos de hecho, toda su politiza debe tener por objeto establecer monarquías en el Nuevo Mundo en lugar de esas repúblicas revolucionarias que nos enviarán sus principios con los productos de su suelo.

«Al leer esta comunicación, señor vizconde, experimentaréis sin duda como yo, un movimiento de satisfacción, porque es haber adelantado un gran paso en política el obligar a la Inglaterra a asociarse con nosotros respecto a intereses sobre los cuales no nos hubiera consultado hace seis meses. Me felicito, como buen francés, de todo cuanto se dirija a colocar a nuestra patria en el rango que debe ocupar entre las naciones extranjeras.»

Esta carta era la base de todas mis ideas y de todas las negociaciones acerca de los negocios coloniales, de los cuales me ocupé durante la guerra de España, y un año antes que esta se declarase.

Vuelven a anudarse los trabajos parlamentarios.— Baile a beneficio de los

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irlandeses.— Desafío entre el duque de Belfort y el de Buckingham.— Comida en Royal-Lodre.— La marquesa de Cuninghan y su secreto.

El 17 de mayo fui al teatro de Covent-Garden, al palco del duque de York. El rey asistió, y a pesar de haber sido aborrecido en otra tiempo, fue saludado con entusiastas aclamaciones. El 19 comió el duque de York en la embajada francesa, y aunque Jorge IV deseaba dispensarme el mismo honor, tuvo miedo a los celos diplomáticos de mis colegas.

El vizconde de Montmorency se negó a entraren negociaciones acerca del reconocimiento de las colonias españolas con el gabinete británico, y el día 19 al medio día supe la muerte del duque de Richelieu. Este hombre honrado había soportado con paciencia su primera separación del ministerio; pero faltando a su espíritu la actividad de los negocios, languideció. El gran nombre de Richelieu solo nos ha sido trasmitido por mujeres.

Las revoluciones proseguían en América; con este motivo escribí a Mr. de Montmorency lo que sigue:

Londres, 28 de mayo de 1822.

Núm. 26.

«El Perú acaba de adoptar una constitución monárquica, y la política europea debiera esmerarse en obtener igual resultado para las demás colonias que se declaran independientes. Los Estados Unidos temen sobremanera que en Méjico se establezca un imperio: lo que yo creo es que si todo el Nuevo Mundo se convierte en republicano, perecerán las monarquías del antiguo.»

Hablábase mucho de la miseria de los aldeanos irlandeses, y se bailaba para su consuelo. En efecto, en la ópera ocupaba el baile a las almas sensibles; el rey me encontró en uno de los corredores, y habiéndome preguntado qué era lo que allí hacia, me llevó a su palco.

El parterre inglés era, en mis días de destierro, turbulento y grosero; los marineros bebían allí cerveza, comían naranjas y apostrofaban a los palcos. Cierta noche me encontré al lado de un marinero que estaba completamente borracho, y habiéndome preguntado donde nos hallábamos, le dije que en Covent-Garden.—¡Pretty garden indeed! (¡bonito jardín por cierto!), exclamó, poseído, como los dioses de Homero, de una risa inextinguible.

Convidado últimamente a una soirée en casa de lord Lansdow, me presento su señoría a una dama de severo continente, que tenía setenta y tres años: vestía un traje de crespón, y cubría sus cabellos blancos un velo negro, de modo que parecía una reina destronada. Me saludó con tono solemne, pronunciando tres frases estropeadas de El Genio del Cristianismo, y añadió gravemente: «Yo soy mistriss Siddons.» Si me hubiera dicho: «Yo soy lady Macbeth,» la hubiera creído. En otro tiempo la conocí, cuando estaba en la fuerza de su talento; pero basta vivir para encontrar esos restos de un siglo arrojados por las olas del tiempo a las orillas de otro siglo.

Mis visitas de Francia en Londres fueron el duque y la duquesa de Guisa, de quienes hablaré cuando me ocupe de Praga: el marqués de Custine, cuya infancia conocí en Fervaques, y la vizcondesa de Noailles, tan amable y graciosa como si juguetease a la edad de catorce años por los hermosos jardines de Mereville.

Todos estábamos causados de tiestas, y los embajadores deseaban marcharse con licencia; preparándose el príncipe de Esterhazy a partir para Viena, donde esperaba ser llamado a un congreso, del cual se hablaba mucho. Mr. Rothschild se volvía a Francia después de haber concluido con su hermano el empréstito ruso de veinte y tres millones de rublos. El duque. de Belfort se había batido con el de Buckingham en el fondo de una quebrada de Hyde-Park, en tanto que una canción injuriosa contra el rey de Francia, enviada de París, e impresa en los papeluchos de Londres, entretenla a la canalla radical inglesa, que se reía al leerla, sin saber por qué.

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El 6 de junio marché a Royal-Lodge, en donde ya estaba el rey, que me había convidado a comer y a pasar la noche.

Volvi a ver a Jorge IV el 12, el 13 y el 14 en Drauing-room y en el baile de S. M. El 24 di una fiesta al príncipe y a la princesa de Dinamarca, a la cual se convidó el duque de York.

Hubiera parecido asunto importante en otro tiempo la amabilidad con que me trataba la marquesa de Cuninghan, y por ella supe que no se había abandonado la idea del viaje de S. M. B. al continente, secreto que guardé religiosamente en mi pecho. Por lo demás, en vano me hubiera empeñado en conocer algunos pormenores en la corte, respecto a este negocio, porque allí se oía, pero no se contestaba.

Retratos de los ministros.

Lord Londonderry era un hombre impasible, que desconcertaba a cualquiera con su sinceridad de ministro y su reserva de caballero. Explicaba franca y glacialmente su política, guardando profundo silencio sobre los hechos. Nadie sabia lo que debía creer de lo que manifestaba o de lo que pretendía ocultar.

Poseía un género de elocuencia irlandesa que continuamente excitaba la hilaridad de la cámara de los lores, y el contento de! público; sus blunders eran célebres, pero también tenía arranques de elocuencia que entusiasmaban a la multitud, como lo prueban sus palabras que ya he consignado, acerca de la batalla de Waterloo.

Lord Harrowby, era presidente del consejo, y hablaba con propiedad, con lucidez y conocimiento de los hechos. Era además un perfecto gentleman. Cierto día me anunciaron en Génova un inglés, y se me presentó lord Harrowby, a quien reconocí con mucho trabajo; había perdido a su último rey, y el mío estaba desterrado.

Ya he hablado de Mr. Peel y de lord Westmoreland, al ocuparme del congreso de Verona.

Ignoro si lord Bathurst descendia del conde de Bathurst, de quien escribía Sterne: «liste señor es un prodigio, pues a los ochenta años conserva el despejo y la viveza de un hombre de treinta, una disposición extraordinaria para matar el tiempo y el poder de agradar.» El ministro era instruido y tratable, notándosele bastante apego a las antiguas maneras francesas del mundo elegante. Tenía tres o cuatro hijas que corrían, o mejor dicho, volaban como las golondrinas del mar ¿qué se han hecho? ¿Cayeron al Tíber con la joven inglesa que llevaba su mismo nombre?

Lord Liwerpool, no era como lord Londonderry, el principal ministro, pero si el más influyente y respetado. Se le tenía por hombre religioso y honrado; reputación en alto grado poderosa para quien la posee: se acude a él con la misma confianza que a un padre, y ninguna acción parece buena si antes no recibe la sanción de ese personaje santo, investido de una autoridad muy superior a la del talento. Lord Liverpool, era hijo de Carlos Fenkinson, barón de Hawkesbury, conde de Liverpool, favorito de lord Bute. Casi todos los hombres de estado ingleses han comenzado por la carrera literaria componiendo versos más o menos buenos, y artículos excelentes en general, que publicaban los periódicos. Se conserva un retrato del primer conde de Liverpool, de cuando era secretario particular de lord Bute: su familia se ve hoy muy afligida, pero esta vanidad pueril en todo tiempo, loes hoy mucho más porque no debemos olvidar que los más ardientes revolucionarios, mamaron su odio contra la sociedad en desgracias de familia, o en inferioridades sociales. Es, pues, muy posible que lord Liverpool, inclinado a las reformas, y a quien Mr. Canning debió su primer ministerio, haya sufrido, a pesar de la rigidez de sus principios, las influencias de algunos recuerdos desagradables.

En la época en que conocí a lord Liverpool, había llegado casi a la iluminación puritana. Por lo regular vivía solo, en compañía de una hermana ya anciana, a algunas millas de Londres: hablaba poco; su rostro era melancólico; se había acostumbrado a inclinar la cabeza, y parecía que escuchaba siempre alguna triste noticia: cualquiera hubiera dicho que veía caer sus últimos años, como si fuesen gotas de agua helada. Por lo demás no se le conocía ninguna pasión, y

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vivía según Dios.

Mr. Crocker, miembro del almirantazgo, célebre como orador y como escritor, pertenecía a la escuela de Mr. Pit como Mr. Canning, aunque más despreocupado que este. Ocupaba en White-Hall uno de aquellos aposentos sombríos, de donde Carlos l había salido por una ventana para ir al cadalso. Se admira uno cuando entra en las habitaciones de los directores de esos establecimientos, cuyas operaciones se sienten de polo a polo. Algunos hombres con carrick negro, he aquí lo que se encuentra: y sin embargo, ellos son los jefes de la marina inglesa, o los de esa compañía de comerciantes, sucesores de los emperadores del Mogol, y que cuentan en las Indias con doscientos millones de súbditos.

Mr. Crocker fue hace dos años a visitarme a la enfermarla de María Teresa, y me hizo observar la semejanza de nuestras opiniones y de nuestra suerte.

Los acontecimientos nos han separado del mundo, pues la política produce solitarios, como la religión hace anacoretas. Cuando el hombre habita en el desierto, encuentra en sí mismo una lejana imagen del ser infinito, que viviendo solo en la inmensidad, ve sucederse unas a otras las revoluciones de los mundos.

Prosiguen mis comunicaciones.

Durante los meses de junio y julio, los asuntos de España empezaron a ocupar seriamente al gabinete de Londres. Lord Londonderry y la mayor parte de los ministros, manifestaban al tratar de este negocio, una inquietud y un temor risibles. El ministerio se figuraba que en caso de ruptura, tal vez no quedaríamos airosos con los españoles, y en cuanto los embajadores de las demás potencias, temblaban al imaginar que podíamos ser batidos, pues siempre veían a nuestro ejército pronto a engalanarse con la escarapela tricolor.

En mi comunicación de 28 de junio, número 35, expresaba del modo siguiente las disposiciones de la Inglaterra:

«Londres, 28 de junio de 1822.

«Señor vizconde: Me ha sido más difícil poder deciros lo que piensa lord Londonderry respecto a la España, que fácil me será penetrar el secreto de las instrucciones dadas a sir W. A Court; nada, sin embargo, omitiré para procurarme los pormenores que me pedís en vuestro último despacho, número 18. Si no he juzgado mal la política del gabinete inglés y el carácter de lord Londonderry, estoy persuadido de que sir W. A Court no ha llevado la menor orden escrita. Se le habrá recomendado observar a las partes, sin mezclarse entre ellas, porque el gobierno inglés no quiere las cortes, y desprecia a Fernando, pudiéndose asegurar que nada hará en favor de los realistas.

Por otra parte, nuestra creciente prosperidad inspira mucha envidia, y aunque aquí entre los hombres de estado hay un vagó temor a las pasiones revolucionarias de España, se halla subordinado a intereses particulares/de modo que el mismo principio que impide a la Inglaterra retirar a su embajador de Constantinopla, se lo hace conservar en Madrid, pues siempre se separa de las reglas comunes y solo atiende al partido que puede sacar del trastorno de las naciones.

«Tengo el honor, etc.»

El 16 de julio volví a escribir a Mr.de Montmorency lo que sigue:

Núm. 40.

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«Londres, 16 de julio de 1822.

«Los periódicos ingleses, refiriéndose a los franceses, nos dan hoy noticias de Madrid hasta el 8 del corriente inclusive.

«Nada más he esperado nunca del rey de España, por lo cual no me han sorprendido los sucesos. Si debe perecer ese desgraciado príncipe, el género de su catástrofe no puede ser indiferente al resto del mundo, pues al paso que el puñal solo mataría al monarca, pudiera tal vez e! cadalso matar la monarquía. Bastan ya para juicios los de Carlos I y Luis XVI, y el cielo nos preserve de un tercero, que sancionaría una especie de derecho en los pueblos y un cuerpo de jurisprudencia contra los reyes. Todo podemos esperar al presente, y la declaración de guerra del gobierno español es una de las eventualidades que el francés ha debido prever. De lodos modos, tendrá que desaparecer el cordón sanitario por falta de pretextos para que subsista: será, pues, preciso confesar que se convierte en un cuerpo de ejército, y exponer tos motivos de su conservación, lo cual equivaldrá a una declaración de guerra. ¿Disolveremos, pues, el cordón sanitario? Semejante acto de debilidad comprometería a la Francia, humillaría al ministerio, y reanimaría entre nosotros las esperanzas de la facción revolucionaria.

«Tengo el honor, etc. Etc.»

Dos palabras respecto al congreso de Verana.— Carta a Monsieur de Montmorency.— Su contestación, que me deja traslucir una negativa.— Carta más favorable de Mr. de Villele.— Escribo a Mme. de Duras.— Billete de Mr. de

Villele a la misma.

Desde el congreso de Viena y el de Aquisgrán, los príncipes de Europa no pensaban más que en celebrar otros, pues en ellos se divertían repartiéndose los pueblos. No bien se terminó en Troppau el congreso empezado en Laibach, cuando ya se dispuso convocar otro en Viena, en Ferrara o en Verona, porque los asuntos de España ofrecían la ocasión de apresurar el momento. Cada corte había ya designado su embajador.

En Londres se preparaba lodo el mundo para marchar a Verona, y como siempre han sido las cuestiones españolas mi principal estudio; como también tenía yo formado mi plan para el honor de la Francia, creía ser de alguna utilidad en el nuevo congreso, haciéndome al paso conocer bajo un aspecto en que no se pensaba. Escribí ya el 24 de mayo a Mr. de Montmorency, pero no obtuve su favor, pues su larga contestación fue evasiva, y concluía con este párrafo:

«Si he de deciros lo que siento, noble vizconde, mis observaciones y las de personas que conocen bien el terreno que pisáis, me han hecho pensar que el ministerio inglés siempre esta dispuesto a recelar de aquellos hombres a quienes distingue el favor directo del rey y el crédito de la sociedad. ¿No habéis hecho alto respecto a vos, en esta circunstancia?»

¿Por donde habían llegado a noticia del vizconde de Montmorency mi favor con el rey de Inglaterra y crédito en la alta sociedad inglesa, que supongo seria el que me dispensaba la marquesa de Cuninghan? Lo ignoro.

Previendo, pues, que iba a perder la partida con el ministro de Negocios extranjeros, me dirigí a Monsieur de Villele, amigo mío entonces, y poco inclinado a ser colega. He aquí parte de su contestación.

París, 5 de mayo de 1822.

«Os doy las gracias por todo cuanto trabajáis en nuestro favor, y os aseguro que la determinación de esa corte respecto a las colonias españolas no influirá en

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la nuestra.

«No permitiremos que se deshonre el gobierno francés por su falta de participación en los sucesos que pueden seguirse del estado actual de la Europa, y creemos que los gabinetes se equivocan mucho acerca de los medios reales con que podemos contar y del poder que ejerce el gobierno en los limites que ha prescrito, pues nos ofrecen más recursos que los que se creen, y espero que sabremos probarlo cuando llegue la ocasión.

«Vos nos ayudareis en esa grande circunstancia, si se presenta: lo sabemos positivamente, y contamos con vuestro esfuerzo, pues el honor será para todos, y aunque ahora no se trata de esto, cada cual obtendrá lo que sus servicios reclamen; rivalicemos, pues, para prestarlos muy señalados.

«No sé si esto terminará en un congreso, más en todo caso no olvidaré lo que me habéis dicho.

JH. De Villele.»

En vista de estas primeras palabras de buena inteligencia, hice apurar al ministro de Hacienda por medio de Mme. de Duras, la cual me había ya prestado el apoyo de su amistad contra el olvido de la corte en 1814. He aquí la contestación que recibió esta señora.

«Nada tenemos que hablar, porque estoy dispuesto a hacer por el bien público y por mi amigo todo cuanto me inspire mi rolo. Os repito, por lo tanto, que no necesito estímulos, pues obro por convicción y por sentimiento propio.

«Recibid, señora, mis más respetuosos afectos.»

Muerte de lord Londonderry.

Mi última comunicación, de fecha de 9 de agosto, anunciaba a Mr. de Montmorency que lord Londonderry partiría para Viena del 15 al 20; pero el destino iba a darme un solemne mentís, pues muy pronto tuve que despachar a mi gobierno el aviso siguiente:

Londres 12 de agosto de 1822. (a las cuatro de la tarde.)

Comunicación trasmitida a París por el telégrafo de Calais.

«El marqués de Londonderry ha muerto repentinamente hoy 12 del corriente a

las nueve de la mañana, en su quinta de North-Cray.»

Londres, 13 de agosto de 1822.

Núm. 49.

«Señor vizconde: si la atmósfera no ha opuesto algún obstáculo a mi comunicación telegráfica, espero que seréis el primero que haya recibido en el continente la noticia de la repentina muerte de lord Londonderry.

«Esta muerte ha sido sumamente trágica. El noble marqués se hallaba en Londres el viernes, y sintiéndose con la cabeza algo pesada, se hizo sangrar, después de lo cual se fue a North-Cray, donde la marquesa se encontraba hacía un

mes. El sábado 10 se le declaró una calentura, que siguió el domingo 11; pero

pareció ceder durante la noche, y el lunes 12 por la mañana seguía tan bien el

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enfermo, que su esposa creyó que podría separarse de él un momento. Lord Londonderry, cuya cabeza estaba trastornada, al verse solo, se levantó, pasó a un gabinete, cogió una navaja de afeitar, y de un golpe se cortó la vena yugular: al momento cayó bañado en sangre a los pies de un médico que acudía a su socorro.

«Se oculta en cuanto es posible este accidente deplorable; pero ha llegado ya desfigurado a conocimiento de público, dando lugar a mil especies absurdas.

«¿Por qué habrá atentado lord Londonderry a sus días? No tenía pasiones ni era desgraciado, y estaba más seguro que nunca en su puesto, se proponia marchar el jueves próximo, y estar de vuelta el 15 de octubre para asistir a las cacerías dispuestas de antemano, a las cuales me había convidado. La Providencia ha ordenado otra cosa, y lord Londonderry ha seguido al duque de Richelieu.»

He aquí algunos pormenores que no se leen en mis comunicaciones:

A su vuelta de Londres me contó Jorge IV que había ido lord Londonderry a llevarle el proyecto de instrucción que había redactado para sí mismo y que debía seguir en el congreso. Jorge IV tomó el manuscrito, y empezó la lectura en alta voz; pero notando que el marqués no le escuchaba y que dirigía la vista hacia el techo de la cámara, le preguntó: «¿Qué tenéis, milord?—Señor, contestó el marqués: es ese insufrible John (un jockey),que está en la puerta y no se quiere marchar, aunque no ceso de mandárselo.» Admirado el rey, cerró el manuscrito y dijo: «Estáis enfermo, milord; volved a casa, y disponed que os sangren.» Lord Londonderry salió, y compró en un almacén la navaja con la cual se suicidó.

El 15 proseguí diciendo a Mr. de Montmorency:

«Se han enviado correos a todas partes para llamar a los ministros ausentes, pues ninguno de ellos se hallaba en Londres el día del acontecimiento. Se les aguarda hoy o mañana, y celebrarán un consejo; pero nada decidirán, porque en último resultado el rey será quien les nombre un colega, y ahora está en Edimburgo; siendo probable que no se apresure a hacer la elección en medio de las fiestas. La muerte del marqués es funesta para la Inglaterra; no era amado, pero si temido; los radicales le odiaban, pero le tenían mucho miedo. Imponía a la oposición, la cual no se atrevía contra él en la tribuna y en los periódicos; su imperturbable sangre fría, su profunda indiferencia hacia los hombres y las cosas, su instinto de despotismo y su desprecio secreto a la libertad constitucional, hacían de él un ministro para luchar ventajosamente contra las exigencias del siglo. Sus defectos eran nobles cualidades, en una época en que la exageración y la democracia amenazan al mundo.

«Tengo el honor de ser, etc.»

Londres, lo de agosto de 1822.

«Señor vizconde: las noticias ulteriores han confirmado lo que os he comunicado acerca de la muerte del marqués de Londonderry; parece, sin embargo, que el instrumento con que el infortunado ministro se cortó la vena yugular, fue, no una navaja de afeitar, sino un cortaplumas. El informe del coroner os instruirá del todo.

«Al presente ya debéis saber que lord Londonderry había dado pruebas de enajenación mental algunos días antes de su suicidio, y que el rey se había apercibido de ello. Ahora me llama la atención una circunstancia en que antes no había reparado, y que merece referirse. Hace unos doce o quince días que fui a ver

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al marqués de Londonderry, y contra su costumbre y la del país, me recibió con familiaridad en su gabinete de vestir. Iba a afeitarse, y me hizo riéndose sarcásticamente un pomposo elogio de las navajas inglesas; y habiéndole yo felicitado por la clausura de tanto la atención, que varios amigos me han dicho: si Mr. de Chateaubriand hubiese venido ya a París, sería para él muy fastidioso tener que volverse precipitadamente a Londres. Esperemos, pues, ese nombramiento importante cuando el rey vuelva de Edimburgo. El caballero Stuart decía ayer que el duque de Wellington irá probablemente al congreso, y esto nos importa mucho saberlo cuanto antes. Mr. Hyde de Neuville llegó ayer en completa salud, y me alegré mucho al verle. Os renuevo, noble vizconde, la seguridad de mis inviolables sentimientos.

Montmorency.»

Esta nueva carta de Mr. de Montmorency, salpicada de algunas frases irónicas, me confirmó en la idea de que no quería que fuese yo al congreso.

El día de San Luis di una comida en honor de Luis XVlll, y fui a Hartwell en memoria del destierro de este rey, cumpliendo un deber más bien que satisfaciendo un capricho: los infortunios reales son al presente tan comunes, que nadie se interesa por los sitios en que no han habitado el genio o la virtud. Solo vi en el triste parque de Hartwell a la hija de Luis XVI.

Por último, recibí la siguiente inesperada esquela de Mr. de Villele, que puso fin a mi incertidumbre:

27 de agosto de 1822.

«Mi querido Chateaubriand: Se ha dispuesto que en cuanto la conveniencia relativa a la vuelta del rey a Londres os lo permita, se os autorizará para venir a París a fin de que partáis en seguida a Viena o Verona, como uno de los tres plenipotenciarios encargados de representará la Francia en el congreso; los otros dos serán Mres. de Caraman y de La Ferronnays, lo cual no impide que Mr. de Montmorency marche pasado mañana a Viena, con el objeto de asistir a las conferencias que en dicha ciud.id puedan celebrarse antes de que se instale el congreso. Volverá a París cuando partan los soberanos para Verona.

«Me felicito de que este asunto haya terminado a medida de vuestro deseo.»

En vista del contenido de esta carta, me preparé a marchar.

Fin de la vieja Inglaterra.—Carlota.—Reflexiones.—Salgo de Londres.

Con lord Londonderry espiró la vieja Inglaterra, que hasta entonces había fachado-en medio de crecientes innovaciones. Sucediole Mr. Canning, cuyo amor propio le hizo hablar en la tribuna el idioma de la propaganda. Apareció después el duque de Wellington, conservador que se presentaba a destruir, porque cuando la sociedad pronuncia una sentencia, la mano que debe edificar solo sabe demoler. Lord Gray, O'Connell, todos estos trabajadores de ruinas contribuyeron sucesivamente a la destrucción de las antiguas instituciones. Reforma parlamentaria, emancipaciones de la Irlanda, cosas buenas en si mismas, se convirtieron, por los malos tiempos, en principio de desorden. El temor acrecentó los males, porque si se hubiesen perturbado los ánimos con las amenazas, se hubiera podido resistir con esperanzas de algún éxito.

¿Qué necesidad tenía la Inglaterra de consentir nuestras últimas turbulencias? ¡Ella se encontraba al abrigo encerrada en su isla y en medio de sus enemistades nacionales. ¿Qué

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necesidad tenía el gabinete de Saint-James de temer la separación de la Irlanda? Esta nación no es más que la lancha de la Inglaterra; cortad la amarra, y la lancha separada del navío, irá a perderse entre las olas. Lord Liverpool tenía tristes presentimientos. Comí un día en su casa, y después nos pusimos a hablar al lado de una ventana que. daba al Támesis; no pude menos de elogiar la solidez de la monarquía inglesa, ponderada por el equilibrio exacto de la libertad y del poder; pero el venerable lord, extendiendo el brazo hacia los edificios que se divisaban, me dijo: «¿Qué es lo que conserva solidez en una ciudad tan vasta? Una insurrección seria en Londres, y todo está perdido.»

Me parece que acabo de estudiar a la Inglaterra, como estudié en otro tiempo en las ruinas de Atenas, de Jerusalén, de Menfis y de Cartago.

Repasando los siglos ele Albión, viéndolos abismarse uno tras otro, experimento una especie de vértigo doloroso. ¿Qué se han hecho aquellos brillantes y tumultuosos días en que vivieron Shakespeare y Milton, Enrique VIII e Isabel, Cromwell y Guillermo, Pitt y Burke? Todo ha concluido; superioridades y medianías, odios y amores, felicidades y miserias, opresores y oprimidos, verdugos y victimas, reyes y pueblos; todo duerme en el mismo silencio, y en el mismo polvo.

¡Cuántas veces ha sido destruida la Inglaterra en el espacio de algunos centenares de años! ¡Por cuántas revoluciones ha pasado para llegar a una revolución más grande, más profunda, que comprenderá a la posteridad! Yo he visto en todo su poderío los famosos parlamentos británicos. ¿En qué se convertirán? He vista la Inglaterra con sus antiguas costumbres y su antigua prosperidad; en todas partes la iglesia solitaria con su torrecilla, prados llenos de vacas, el cementerio de Gray, caminos estrechos y arenosos, parques, palacios y ciudades: pocos bosques, pocas aves, y el viento del mar. No eran los campos de la Andalucía donde solía encontrar a los cristianos viejos, y los jóvenes amores entre las voluptuosas ruinas de los palacios moriscos, entre los aloes y las palmeras.

¿Quid dignum memorare tuis, Hispania, terris vox humana valel?

«¿Qué voz humana, oh España, merece el alto honor de recordarnos tus praderas?»

Tampoco era aquella la campiña romana, cuyo irresistible encanto jamás puedo olvidar; aquellas olas y aquel sol, no eran los que bañan e iluminan el promontorio sobre el cual ensenaba Platón a sus discípulos: pero en fin, tal cual era aquella Inglaterra, rodeada por el mar, cubierta de buques, y profesando el culto de sus grandes hombres, era hermosa y temible.

Hoy se ven oscurecidas sus praderas por el humo de sus inmensas fraguas; sus colegios y sus capillas góticas medio abandonadas, contristan la vista, y en sus claustros, al lado de las piedras sepulcrales de la edad media, descansan olvidados los anales de mármol de los antiguos pueblos de la Grecia, como ruinas guardadas por otras ruinas.

Me separé por segunda vez de mi juventud, en la misma ribera donde la había abandonado la vez primera. Carlota había vuelto a reaparecer como ese astro, contento de las sombras, que se levanta entre las tinieblas de la noche. Si no estáis fatigados, buscad en estas Memorias el efecto que produjo en mi ánimo en 1822, la presenciado esta mujer. Cuando me divisó en otro tiempo, yo no conocía a esas inglesas que me rodeaban en tropel cuando me veían conocido y poderoso; sus homenajes tuvieron toda la versatilidad y ligereza de mi suerte. Hoy, después que han pasado seis años desde que cesé de ser embajador en Londres, mis miradas se dirigen todavía a la hija del país de Desdémona y de Julieta: su inesperada presencia avivó la llama de mis recuerdos. Nuevo Epiménides, despierto después de un largo sueño, fijo la vista en u a faro tanto más radiante, cuanto que los otros se han eclipsado ya; uno solo brillará para mí durante mucho tiempo.

No he concluido de escribir en las páginas anteriores todo lo que concierne a Carlota: fue a verme a Francia con parte de su familia, cuando era ministro en 1823. Por una de esas miserias inexplicables del hombre, hallándome enteramente absorto en una guerra, de la cual dependía la suerte de la monarquía francesa, alguna expresión faltaría sin duda a mi voz, pues Carlota al

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volverá Inglaterra, me dejó una carta, en la cual se manifiesta herida por mi recepción. Yo no me he. atrevido a escribirle ni a enviarle los fragmentos literarios que me había entregado y que le había prometido devolver aumentados. Si es cierto que ella tuviese un motivo verdadero para quejarse, arrojaría al fuego cuanto he referido de mi primera residencia en ultramar.

Muchas veces he tenido el pensamiento de ir a aclarar mis dudas; pero ¿podría volver ti Inglaterra, yo que no me atrevo a visitar la roca paterna, en la cual he trazado mi sepulcro? Ahora, tengo miedo de las sensaciones, pues, robándome el tiempo mis mejores años, me parezco a esos soldados, cuyos miembros han quedado en el campo de batalla; como mi sangre tiene un camino menos largo que recorrer, se precipita en mi corazón con una influencia tan rápida, que este viejo órgano de mis placeres y de mis dolores palpita como si fuese a quebrarse. El deseo de quemar lo que se refiere a Carlota, aun cuando la trato con religioso respeto, se mezcla al deseo que tengo de inutilizar estas Memorias: si hoy me perteneciesen; si pudiera volver a comprarlas, sucumbiría a la tentación. Me acosa tan gran disgusto de lodo, siento tanto desprecio por el presente y por el porvenir inmediato, que me avergüenzo de emplear mis últimos momentos en referir cosas pasadas, en pintar un mundo gastado, cuyo nombre e idioma nunca se comprenderán.

El hombre se engaña tanto por el logro de sus deseos como por el desengaño; yo había deseado contra mi instinto natural, ir al congreso, y aprovechando una prevención de Mr. de Villele, le conduje hasta obtener la firma de Mr. de Montmorency. Y sin embargo, no me inclinaba yo verdaderamente a lo que había obtenido: sin duda, me hubiera picado si se me hubiera hecho quedar en Inglaterra, pero la idea de ver a Mme. Hutton, y la de viajar por los tres reinos hubieran triunfado de una ambición que no es inherente a mi naturaleza. Dios lo dispuso de otro modo, y partí para Verona: de aquí dimanan el cambio de mi vida, la guerra de España, mi triunfo, mí caida, y la de la monarquía.

Uno de los dos lindos niños que me recomendó Carlota en 1822 acaba de verme en París: hoy es el capitán Sulton, y está casado con una hermosa joven: me ha dicho que su padre, muy enfermo, ha pasado últimamente un invierno en Londres.

Me embarqué en Douvres el 8 de setiembre de 1822, desde donde veinte y dos años antes se dio a la vela Mr. Lassagne.

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AÑOS 1824, 1825, 1826 y 1827.

Revisado en diciembre de 1846.

Libertad del rey de España.— Mi destitución.

Aquí viene a colocarse por orden de fechas el Congreso de Verona, que he publicado en dos tomos separados. Mi guerra de España, el gran acontecimiento político de mi vida, era una empresa gigantesca. La legitimidad iba a combatir por la vez primera bajo la bandera blanca, y a hacer el primer disparo después de esos cañonazos del imperio que resonarán en la posteridad. Ocupar de un golpe la España; triunfar en el mismo suelo en que un conquistador había sufrido reveses en otro tiempo; hacer en seis meses lo que él no pudo hacer en siete años: ¿quién hubiera podido aspirar a semejante prodigio? Yo lo pretendí, ¡pero cuántas maldiciones han caído sobre mi cabeza en la mesa de juego en que la restauración me había colocado! tenía delante de mi una Francia enemiga de los Borbones, y a dos grandes ministros extranjeros, el príncipe de Metternich y Mr. Canning. No pasaba día sin que recibiese cartas en que se me anunciaba una catástrofe, porque la guerra con. España no era popular en Francia ni en Europa. No tardó, ciertamente, en verificarse mi caída poco después de mi triunfo en la península.

Después. del despacho telegráfico que anunciaba la libertad del rey de España, fuimos los ministros a palacio muy entusiasmados, y allí tuve el presentimiento de mi caída. El rey y Monsieur nos divisaron: la duquesa de Angulema, absorta con el triunfo de su esposo, a nadie veía. Esta victima inmortal escribió acerca de la libertad de Fernando una carta que concluía con esta exclamación, sublime en boca de la hija de Luis XVIII: «¡Quede ya fuera de duda que puede salvarse a un rey desgraciado!»

El domingo, antes de asistir al consejo, fui a visitar a la familia real; la augusta princesa dirigió a mis colegas algunos cumplidos, no mereciendo yo sin duda semejante honor. El silencio de la huérfana del Temple, no puede ser jamás ingrato: el cielo tiene derecho a las adoraciones de la tierra y a nadie debe la menor cosa.

Así continuamos hasta la pascua de Pentecostés, y sin embargo, mis amigos no cesaban de estar inquietos, y me decían continuamente: seréis destituido mañana. Si quieren contestaba yo, que lo hagan ahora mismo. El día de pascua 6 de junio de 1824, entré en el salón de Monsieur y un ujier vino a decirme que me llamaban. Era mi secretario Jacinto, el cual me dijo que ya no era yo ministro; abrí el pliego que me entregó y me encontré con este billete de Mr. de Villele:

«Señor vizconde: obedezco las órdenes del rey al trasmitir a V. E. un decreto que acaba de firmar S. M.

«El señor conde de Villele presidente de nuestro consejo de Ministros, queda encargado interinamente del ministerio de Negocios extranjeros, en reemplazo del señor vizconde de Chateaubriand.»

El decreto estaba escrito por Mr. de Renneville, que tuvo por conveniente abochornarse en mi presencia. ¿Conozco yo por ventura a Mr. de Renneville? ¿He pensado alguna vez en él? Le encuentro a menudo, ¿pero ha sospechado quizá que soy sabedor de que el decreto que me ha borrado de la lista de los ministros estaba escrito de su puño?

¿Y qué era lo que yo había hecho? ¿En donde estaba mi intriga y mi ambición? ¿Había deseado la plaza de Mr. de Villele yendo solo y de incógnito a pasearme por el bosque de Boloña? Esta conducta extraña me perdió, pues tuve la simpleza de mostrarme como la

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naturaleza me había hecho; y por lo mismo que nada envidiaba se creyó que lo quería todo. Ahora conozco que la vida que yo llevaba era una falta. ¡Cómo! ¿Nada queréis ser? Marchad de aquí. No queremos que un hombre desprecie lo que nosotros adoramos, y que se crea facultado para insultar nuestra medianía.

El embarazo de la riqueza y los inconvenientes de la miseria me siguieron a mi casa de la calle de la Universidad. El día de mi destitución tenía convite en el ministerio, y me fue preciso pasar aviso a los convidados y volver a guardar. el servicio dispuesto para cuarenta personas. Un antiguo amigo participó de la comida del es ministro.. La ciudad y la corte se admiraron del suceso, pues todos convinieron en que no era oportuna mi caída después del servicio que acababa de prestar; creían que mi desgracia seria de corta duración, y se daban muchos gran importancia consolando un infortunio de pocos días, al cabo de los cuales suponían que yo volvería al ministerio.

Se engañaban; contaron con mi pusilanimidad, llegaron a figurarse que besaría los pies de los que me habían arrojado, y esto era no conocerme. Me retiré sin reclamar lo que se me debía, sin recibir el más pequeño favor de la corte; cerré la puerta a los que me habían hecho traición, rehusé todo consuelo, y eché mano a las armas.

¿No hubiera obrado mejor callando después de mi destitución? El proceder que se había tenido conmigo ¿me hubiera conquistado el favor público? Mr. de Villele me ha repetido que su billete se había retrasado, por lo cual me fue entregado en palacio. Tal vez seria así, pero cuando se juega se debe calcular todo; y por último, no se escribe a un amigo que vale algo una carta semejante. Pero la irritación del partido Villele era grande contra mí, porque quería apropiarse mi obra, y porque yo había manifestado entender ciertas materias que suponían ignoraba completamente.

Sin duda alguna con silencio y moderación, según decían, me hubiera ganado el amor de los que siempre adoran al que es ministro, y haciendo sufrir a mi mocencia, tal vez hubiera vuelto a entrar en el consejo, listo estaba en el orden comunde las cosas; pero era hacerme parecer como no soy, y suponerme capaz de querer apoderarme del timón del estado.

La idea que tenía del gobierno representativo me condujo a la oposición: la oposición sistemática es la única propia de esta clase de gobierno, porque la de conciencia es impotente. Es indispensable elegir un jefe, justo apreciador de las buenas y de las malas leyes: si esto no se hace, cada diputado equivoca su ignorancia con su conciencia, y la pone en la urna. La oposición de conciencia consiste en flotar entre los partidos, en tascar el freno, o votar según las circunstancias. Mientras la Inglaterra ha permanecido grande, solo ha conocido la oposición sistemática: los ministros entraban y salían con sus amigos, y al dejar las carteras se sentaban en el banco de los que hacían la guerra. El que descendia por no haber querido defender un sistema, debía combatirlo desde la tribuna si dicho sistema prevalecía en el gobierno, porque los hombres solo representaban principios, y la oposición sistemática los ataca cuando presenta la batalla al ministerio cuyos principios se oponen a los suyos.

La oposición me sigue.

Mi caída hizo gran ruido: los que se mostraban más satisfechos de ella censuraban la forma. Después he sabido que Mr. de Villele titubeó: Mr. de Corbiere decidió la cuestión: «Si entra por una puerta en el consejo, debió decir, salgo por la otra.» Dejáronme salir: era cosa muy sencilla que Mr. de Corbiere fuese preferido a mí. No por eso le quise mal: yo le incomodaba y me hizo despedir: hizo bien.

El día después de mi caída y los siguiente, se leían en el Diario de los Debates estas palabras tan honrosas para Mr. Bertui.

«Por segunda veza sufrido Mr. de Chateaubriand la prueba de una destitución

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solemne.

«En 1816, fue destituido como ministro de Estado, por haber atacado en su inmortal obra la Monarquía según la Carta, el famoso decreto de 5 de setiembre, que ordenaba la disolución de la Cámara sin igual e 1815. Mres. de Villele y Corbiere eran a la sazón simples diputados, jefes de la oposición realista, y a haber abrazado su defensa debió Mr. de Chateaubriand el ser victima de la cólera ministerial.

«En 1824 ha vuelto a ser destituido Mr. de Chateaubriand, siendo sacrificado por Mres. de Villele y Corbiere, ahora ministros. ¡Cosa extraña! En 1816 fue castigado por hablar; en 1824 se le castiga por callar: su crimen ni sido haber guardado silencio en la discusión de la ley de rentas. Todos los disfavores no son desgracias: la opinión pública, supremo juez, nos dirá donde debe colocarse a Mr. de Chateaubriand, y a quien ha sido más fatal el decreto de este día, si al vencedor o al vencido.

«¿Quién nos hubiese dicho al abrirse la sesión, que echaríamos a perder de tal manera todos los resultados de la empresa de España? ¿Qué necesitábamos este año? Nada más que la ley sobre la septenualidad (pero la ley completa) y los presupuestos. Los asuntos de España, de Oriente y de las Américas, conducidos como lo estaban, prudentemente y en silencio, se habrían aclarado: teníamos la perspectiva del más bello porvenir: base querido coger un fruto verde, no se ha caído, y se ha creído que se podría acelerar la precipitación con la violencia.

«La cólera y la envidia son malos consejeros; no es con las pasiones ni caminando asaltos, como se gobiernan los estados.

«(P. D. En la Cámara de los diputados ha sido aprobada esta tarde la ley sobre la septenualidad. Puede decirse que las doctrinas de Mr. de Chateaubriand triunfan después de su salida del ministerio. Esa ley que él había concebido hace mucho tiempo como complemento de nuestras instituciones, señalará para siempre con la guerra de España, su época de mando. Mucho se ha sentido que Mr. de Corbiere, privase el Sábado del uso de la palabra al que entonces era su colega. La Cámara de los pares habría oído, a lo menos, el canto del cisne.

«Por lo que toca a nosotros, entramos con un pesar profundo en una senda de combates, de la que esperábamos haber salido para siempre con la unión de os realistas; pero el honor, la fidelidad política, el bien de la Francia, no nos han permitido vacilar acerca del partido que debíamos abrazar.»

Así quedó dada la señal de la reacción. Mr. de Villele no se alarmó mucho en un principio, pues ignoraba la fuerza de las opiniones. Muchos años fueron necesarios para derribarle, pero al fin cayó.

Últimos billetes diplomáticos.

Recibí del presidente del consejo una carta que lo arreglaba todo, y probaba que con mucha sencillez no había adquirido nada de lo que constituye un hombre respetado y respetable.

París, 19 de junio de 1824.

«Señor vizconde: me he apresurado a someter a S.M. el decreto, por el que se os da un pleno resguardo por las sumas que habéis recibido del real tesoro para los gastos secretos durante todo el tiempo de vuestro misterio.

«El rey ha aprobado todas las disposiciones de este decreto que tengo el honor de trasmitiros adjunto original.

«Recibid señor vizconde, etc.»

Mis amigos y yo, entablamos una pronta correspondencia:

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Mr. de Chateaubriand a Mr. de Talaru.

París, y junio de 1824.

«Ya no soy ministro, querido amigo; dícese que vos lo seréis. Cuando os saqué de la embajada de Madrid dije a muchas personas que lo recuerdan todavía: «Acabo de nombrar a mi sucesor.» Deseo haber sido profeta. Mr. de Villele es el encardado de la cartera interinamente.

Mr. de Chateaubriand a Mr. de Rayneva.

París, 16 de junio de 1824.

«Yo he concluido, caballero, y espero que vos tengáis para largo tiempo. He procurado que no tuvieseis motivos de queja contra mí.

«Es posible que me retire a Neuchatel, en Suiza; si esto sucede, pedid por mí de antemano a S. M. prusiana su protección y sus bondades; ofreced mis respetos al conde de Bernstorff, mis afectos a Mr. de Ancillon, y mis recuerdos a todos vuestros secretarios. Vos, caballero, os ruego creáis en la estimación y afectos sinceros que os profesa,

Chateaubriand.»

Mr. de Chateaubriand a Mr. de Caraman.

París, 22 de junio de 1824.

«He recibido, señor marqués, vuestras cartas del 14 del corriente: otros que yo os enseñarán el camino que habréis de seguir en lo sucesivo; si es él conforme a lo que habéis oído, os conducirá lejos. Es probable que mi destitución agrade mucho a Mr. de Metternich durante unos quince días.

«Recibid señor marqués, mis respetos, y la nueva seguridad de mi afecto y de mi alta consideración.

Chateaubriand.»

Mr. de Chateaubriand a Mr. Hyde de Neuville.

París, 22 de junio de 1824.

«Habréis sabido sin duda mi destitución. Solo me resta deciros cuan feliz era yo en mantener con vos las relaciones que acaban de romperse. Continuad, estimado y antiguo amigo, prestando servicios a vuestro país, pero no contéis demasiado con el reconocimiento y no creáis que vuestros triunfos sean una razón para manteneros en el puesto que tanto sabéis honrar.

«Os deseo, caballero, toda la felicidad que merecéis y os saludo.

«P. D. Recibo en este momento vuestra carta de 5 del corriente, en que me anuncias la llegada de monsieur de Mérona. Os doy gracias por vuestra amistad, y estad seguro de que no he buscado otra cosa en vuestras cartas.

Chateaubriand.»

Mr. de Chateaubriand al conde de Serre.

«Mi destitución os habrá probado, señor conde, que no puedo serviros; solo mees dado hacer votos por veros en el puesto debido a vuestro talento. Yo me retiro, considerándome dichoso por haber contribuido a devolver a la Francia su independencia militar y política, y por haber introducido la septenualidad en el

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sistema electoral; no es tal como yo la habría querido, pues la variación de edad era en él una consecuencia necesaria; pero en fin, el principio queda establecido; el tiempo hará lo demás, si es que no deshace lo hecho. Me atrevo a lisonjearme, señor conde, de que no os habrán sido desagradables nuestras relaciones, y por mi parte me felicitaré siempre de haber encontrado en el servicio público un hombre de vuestro mérito.

«Recibid etc.

Chateaubriand.»

Mr. de Chateaubriand a Mr. de La Ferronnays.

París, 10 de junio de 1824.

«Si por casualidad os hallaseis aun en San Petersburgo, señor conde, no quiero terminar nuestra correspondencia sin expresaros toda la estimación y toda la amistad que me habéis inspirado. Conservaos bien, sed más feliz que yo y contad conmigo en cualquier circunstancia. Escribo una palabra al emperador.

Chateaubriand.»

En los primeros días de agosto, recibí la respuesta a esta despedida. Mr. de La Ferronays habla consentido en aceptar el cargo de embajador siendo yo ministro; más adelante y a mi vez fui yo embajador durante el ministerio de Mr. de La Ferronnays, ni el uno ni el otro creímos elevarnos ni descender. Compatriotas y amigos, nos hemos hecho justicia mutuamente. Mr. de La Ferronnays ha sufrido las más rudas pruebas sin quejarse, y ha permanecido fiel en medio de los sufrimientos y de su noble pobreza. Después de mi caída ha hecho por mí en San Petersburgo, lo quo yo hubiera hecho por él: un hombre honrado está siempre seguro de ser entendido por otro que también loes. Me complazco en consignar este testimonio del valor, de la lealtad y de la elevación de alma de Mr. de La Ferronnays. En el momento en que recibí su carta tuve una compensación muy superior a los favores efímeros y caprichosos de la fortuna. Solo en este lugar me creo autorizado para violar por la primera vez el honroso secreto que la amistad me recomendaba guardar.

Mr. de La Ferronnays a Mr. de Chateaubriand.

San Petersburgo, 4 de julio de 1824.

«El correo ruso, llegado antes de ayer me ha traído vuestra esquela del 16, ella es para mi el más precioso testimonio de todos los que he tenido el honor de recibir de vos; la conservo, pues, como un titulo de honor, y tengo la firme esperanza y la intima convicción de que muy pronto podré presentárosla en circunstancias menos tristes. Imitaré, señor vizconde, el ejemplo que me dais y no me permitiré ninguna reflexión sobre el suceso que acaba de romper de una manera tan brusca como inesperada, las relaciones que el servicio había establecido entre nosotros. La naturaleza misma de estas relaciones, la confianza con que me honráis, y en fin, consideraciones mucho más graves, toda vez que no son exclusivamente personales, os explicarán suficientemente los motivos y toda la extensión de mi sentimiento. Lo que acaba de pasar es aun enteramente inexplicable para mí; ignoro absolutamente las causas de ello, pero veo los efectos; era tan fácil, tan natural preverlos, que estoy admirado de que no se haya temido arrostrarlos. Conozco, sin embargo, demasiado la nobleza de vuestros sentimientos, la pureza de vuestro patriotismo, para no estar bien seguro de que aprobaréis la conducta que he creído deber seguir en estas circunstancias; me la exigía mi deber, mi afecto a mi país, y aun el interés de vuestra gloria, y vos sois demasiado buen francés, para aceptar en vuestra actual situación, la protección y el apoyo de los extranjeros. Yos habéis adquirido para siempre el derecho al aprecio y a la

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confianza de leí. Europa, para solo servir a la Francia solo a ella pertenecéis, ella puede ser injusta, pero ni vos ni vuestros verdaderos amigos permitirán jamás que se considere menos pura y menos bella vuestra causa confiando su defensa a los extranjeros. He hecho, pues, callar toda especie de sentimientos y consideraciones particulares ante el interés general; al intento he evitado algunos pasos cuyo primer efecto debía ser suscitar entre nosotros divisiones peligrosas y atacar la dignidad del trono. Este es el último servicio que he hecho aquí antes de mi partida; vos solo, señor vizconde, tendréis conocimiento de él; os debo confianza y conozco demasiado la nobleza de vuestro carácter para no estar bien seguro de que vos guardareis el secreto, y que hallareis la conducta observada por mi, en esta circunstancia, conforme con los sentimientos que tenéis derecho a exigir, de aquellos a quienes honráis con vuestra estimación y amistad.

«Adiós, señor vizconde, si las relaciones que he tenido el honor de sostener con vos han podido daros una idea exacta de mi carácter, debéis conocer que los cambios de posición no pueden influir en mis sentimientos, y no dudareis jamás de la adhesión del que en las circunstancias actuales se considera muy dichoso en ser colocado por la opinión en el número de vuestros amigos.

LA FERRONNAYS

«M. M. de Fontenay y de Pontcarré aprecian sobre manera el recuerdo que conserváis de ellos: testigos como yo del aumento de consideración que la Francia había adquirido desde vuestra entrada en el ministerio, es muy natural que participen de mis sentimientos.»

Neuchatel en Suiza.

Inmediatamente después de mi caída empecé el combate de mi nueva oposición; pero fue interrumpida por la muerte de Luis XVIII, y no prosiguió hasta después de la consagración de Carlos X. En el mes de julio me reuní en Neuchatel con madama de Chateaubriand que había ido allí a esperarme. Había alquilado una casita en la orilla del lago, al Norte y Sur de la cual se extendía muy distante la cordillera de los Alpes. La casita estaba situada en la misma falda del Jura, cuyos flancos ennegrecidos por los pinos que vegetaban en ellos parecían iban a caer a plomo sobre nuestras cabezas. El lago estaba desierto y una calle natural de bosques me servía de paseo. Acordábame allí de milord Marechal. Cuando subía a la cima del Jura, distinguía el lago, el lago de Bienne a cuyas ondas agitadas por las brisas, debió J. J. Rousseau una de sus más felices inspiraciones. Madama de Chateaubriand fue a visitar a Friburgo una casa de campo que nos habían pintado encantadora, y que halló poco atractiva y casi desierta, a pesar de llevar el sobrenombre de la Pequeña Provenía. Un flacucho gato negro, semisalvaje, que pescaba pececillos metiendo sus patas en un gran charco de agua del lago, era toda mi distracción. Una vieja calmosa que hacia constantemente calceta, nos disponía la comida en un hornillo sin moverse de su silla. Yo no había perdido la costumbre al plato de ratones campestres.

Neuchatel había tenido sus buenos días; perteneció a la duquesa de Longueville; J. J. Rousseau se había paseado por sus montes en traje de armenio, y madama de Charriere, tan delicadamente observada por Mr. de Sainte Beuve, había descrito la sociedad en las cartas Neuchatelesas; pero Juliana, la señorita de La Prise, Henrique Meyer, no estaban ya allí; yo no veía más que al pobre Fauche Borel, antiguo emigrado, el mismo que de allí a poco tiempo se arrojó por su ventana. Los jardines de Mr. de Pourtalés, arreglados a tijera, no me agradaban más que una roca inglesa, colocada por la mano del hombre en una viña cercana frente al Jura. Berthier, último príncipe de Neuchatel, en nombre de Bonaparte, estaba olvidado a pesar de su pequeño Simplón del Val de Travers, y nadie habría hecho caso de él aunque se hubiera roto el

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cráneo del mismo modo que Fauche-Borel.

Muerte de Luis XVlll.— Consagración de Carlos X.

La enfermedad del rey me hizo volver. a París. El rey murió el 16 de setiembre, cerca de cuatro meses después de mi destitución. Mi folleto titulado El rey ha muerto ¡Viva el rey! en el que saludaba al nuevo soberano, produjo el mismo efecto en favor.de Carlos X, que el que había producido en favor de Luis XVII I el otro mío de Bonaparte y los Borbones. Fui a Neuchatel a buscará Mme. de Chateaubriand, y nos vinimos a aposentar en París, calle de Regard, Carlos X popularizó el principio de su reinado con la abolición de la censura de la imprenta. La consagración se verificó en la primavera de 1825. «Ya comenzaban las abejas a zumbar, las pájaros a cantar, y los corderillos a triscar.»

Entre mis papeles hallo las páginas siguientes, escritas en Reims.

Reims, 26 de marzo de 1823.

El rey llega pasado mañana: el domingo 29 será consagrado. Yo le veré poner sobre la cabeza una corona en que nadie pensaba en 1814, cuando alcé la voz en su favor. Yo he contribuido a abrirlo las puertas de la Francia; yo le he proporcionado defensores, llevando a buen término los asuntos de España; yo ha hecho adoptar la Carta, y he sabido buscar un ejército, las dos únicas cosas con que el rey puede reinar, así en el interior como en el exterior. ¿Y qué papel me está reservado en su consagración? El de un proscripto. Vengo a recibir entre la muchedumbre un cordón, antes de honor y raro, prodigado hoy, y que ni aun lo debo a Carlos X. Las personas a quienes he servido y colocado en posición, me vuelven la espalda. El rey tendrá mis manos entre las suyas, y cuando preste mi juramento, me verá a sus pies sin conmoverse, como ve sin interés mi situación. Pero ¿qué me importa? Nada. Libre de la obligación de ir a las Tullerías, todo me lo compensa la independencia. Escribo esta página de mis memorias en el gabinete en que estoy olvidado, en medio de la agitación y del movimiento que me rodean. Esta mañana he visitado a Saint-Remy, y la catedral adornada de papel pintado. Habíame formado una idea clara de este último edificio, sin las decoraciones de la Juana de Arco de Schiller, que vi representar en Berlín; la maquinaria de un teatro, me ha hecho ver a la orilla del Spree, lo que el papel me ocultaba a la orilla del Vesle. Por lo demás, yo he hallado mi diversión entre las antiguas razas donde Clovis con sus francos y su pichón bajado del cielo, basta Carlos VII y Juana de Arco.

Te nui venu de mon pays

Pas plus haut qu’une botte,

Avecque mi, avecque mi

Avecque ma marmotte.

«Un sueldo, caballero, que Dios os lo pagará.»

«Ved aquí lo que me ha cantado un chico saboyano que acaba de llegar a Reims:—¿Y a qué has venido aquí? le ha preguntado.— He venido a la consagración, caballero.—¿Con tu marmota?—Si, caballero; conmigo, conmigo, conmigo mi marmota, me ha respondido bailando y dando vueltas.—Pues bien lo mismo que yo, chico mío. Esto no es exacto. Yo había venido a ta consagración sin marmota, y una marmota es gran recurso: yo no tenía en mi jaula más que una mona vieja, a la que por ver dar vueltas alrededor de un palo, no me habría dado ni un sueldo ningún pasajero.

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«Luis XVII y Luis XVIII no fueron consagrados; la consagración de Carlos X es la primera después de la de Luis XVI. Carlos X asistió a la coronación de su hermano, representaba al duque de Normandía Guillermo el Conquistador. ¡Bajo qué felices auspicios subió al trono Luis XVI! ¡Cuan popular era al suceder a Luis XV! ¿Qué le sucedió sin embargo? La consagración actual, será la Imagen de una consagración; no una verdadera consagración. Veremos al mariscal Moncey, actor en la consagración de Napoleón, y que en otro tiempo celebró en medio de su ejército, la muerte del tirano Luis XVI; veremos a ese mariscal blandir la espada real en Reims, en calidad de conde de Flandes o de duque de Aquitania. ¿A quién causará ilusión todo este aparato? Yo no hubiera querido ver hoy ninguna pompa, solamente el rey a caballo, la iglesia sin colgaduras, adornada solamente con sus antiguas bóvedas y sus viejos sepulcros, las dos cámaras presentes y el juramento de fidelidad a la Carta, pronunciado en alta voz sobre los santos evangelios. Este acto era la renovación de la monarquía, y hubiese podido inaugurarse con la libertad, y la religión. Desgraciadamente se amaba poco a la libertad. ¡Si al menos se hubiera tenido afición a la gloria!

¡Ah! ¿Que diront la bas sous le tombes poudrenses,

De taut de vaillants rois les ombres genereuses?

¿Que diroat Pharamond, Clodion et Clovis,

Nos Pepins, nos Martels, nos Charles, nos Louis,

Qui, de leur propre sang, a tous perils de guerre

Ont acquis a leurs fils une si belle terre?

«En fin, la reciente consagración en que el papa ha venido a ungir a un hombre tan grande como el jefe de la segunda raza, cambiando las cabezas, ¿no ha destruido el efecto de la antigua ceremonia de nuestra historia? El pueblo ha podido pensar que una ceremonia religiosa no consagraba a nadie al trono, o hacia indiferente la elección de la frente a que se aplicase el óleo santo.

«Los figurantes de Nuestra Señora de París, representando el mismo papel en la catedral de Reims, solo serán los personajes obligados de una escena ya vulgar: en todo caso la ventaja será de Napoleón, que ha dejado sus comparsas a Carlos X. La sombra del emperador lo dominó todo en adelante. Ella se aparece en el fondo de los acontecimientos y de las ideas: los papeles de los míseros tiempos a que hemos llegado se encojen a las miradas de sus águilas.»

Reims, sábado víspera de la consagración.

He visto entrar al rey; he visto pasar las carrozas doradas del monarca que en otro tiempo no tenía un caballo; he visto rodar esos carruajes atestados de cortesanos que no han sabido defender a su señor. Esta turba ha ido a la iglesia a cantar el Te Deum, y yo he ido a ver una antigüedad romana, y a pasearme solo en un bosque de olmos llamado el bosque del Amor. Yo ola desde lejos los repiques de las campanas y miraba las torres de la catedral, testigos seculares de esta ceremonia, siempre la misma, y tan diversa, sin embargo. por la historia, los tiempos, las ideas, las costumbres, los usos, y los trajes. Esa monarquía pereció y la catedral se convirtió durante algunos años en caballeriza. Carlos X que la vuelve a ver hoy ¿se acuerda de que ha visto a Luis XVI recibir la Santa Unción; en el mismo lugar en que a su vez va a recibirla?¿Creerá que una palabra basta para ponerse a cubierto de la desgracia? No hay mano que tenga bastante virtud para curar las escrófulas; no hay ampolla santa bastante saludable, para hacer inviolables a los reyes.»

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Recibimiento de los caballeros de las órdenes.

Escribo apresuradamente lo que acabo de leer en las páginas de un folleto titulado La consagración por Bernage de Reims, abogado, y en una carta impresa de Mr. De Semonville, que dice: «El gran refrandatario tiene el honor de informar a su señoría, el señor vizconde de Chateaubriand, que hay asientos reservados en la catedral de Reims para aquellos señores pares que quieran asistir al día siguiente de la consagración y coronación de S. M. a la ceremonia del recibimiento del jefe y soberano, gran maestre de las órdenes del Espíritu Santo y de San Miguel, y a la de los señores caballeros y comendadores de las mismas órdenes.

Carlos X había tenido, sin embargo, la intención de reconciliarme con él. Hablándole en Reims el arzobispo de París, de los hombres de la oposición, le había dicho el rey: «Aquellos que no me quieran, los abandono.» El arzobispo replicó: «Pero señor, ¿y Mr. de Chateaubriand?—En cuanto a ese lo siento.» El arzobispo pregunto al rey si podía decírmelo, el rey vaciló, dio dos o tres vueltas por la cámara y después respondió: «Bien sí, decídselo,» pero el arzobispo se olvidó de ello.

En la ceremonia de los caballeros de las órdenes, yo me hallé de rodillas a los pies del rey en el momento en que Mr. de Villele prestaba juramento. Crucé dos o tres palabras políticas con mis compañeros de caballería, con motivo de una pluma que se había desprendido de mi sombrero. Levantémonos de los pies del príncipe y todo quedó terminado. El rey habiendo tenido alguna dificultad para quitarse sus guantes a fin de coger mis mimos entre las suyas, me dijo riéndose: «Gato con guantes no caza ratones.» Se creyó que me había hablado mucho, e instantáneamente circuló la noticia de que empezaba yo a recobrar el favor real. Es probable que pensando Carlos X que el arzobispo me había hablado de su buena voluntad, esperaba de mi alguna palabra de gracias, y que le chocó mi silencio.

Así he asistido a la última consagración de los sucesores de Clovis; yo la había determinado con las páginas en que había solicitado esta consagración, y pintado en mi folleto El rey ha muerto: ¡viva el rey! no porque yo tuviese la menor le en la ceremonia, sino porque faltándole todo a la legitimidad, era menester para sostenerla, emplear todos los medios cualquiera que fuesen el valor y la importancia de estos. Yo recordaba en él esta definición de Adalberon: «La coronación de un rey de Francia, es un interés público, no un negocio particular: Publica sunt, haec negotia, non privata,» y citaba la admirable oración reservada para el acto de la consagración: «¡Dios, que por tus virtudes aconsejas a tus pueblos, comunica a este, tu servidor, el espíritu de tu sabiduría! ¡Qué este día sea el primero de una nueva era de equidad y de justicia para todos, de socorro para tos amigos, de obstáculos para los enemigos, de consuelo para los afligidos, de corrección para los altivos, de enseñanza para los ricos, de compasión para los indigentes, de hospitalidad para los peregrinos, y de paz y de seguridad en la patria para los vasallos! Que aprenda (el rey) a dominarse a si mismo, a gobernar moderadamente a cada uno según su estado, a fin ¡oh Señor! de que pueda dar a todo el pueblo el ejemplo de una vida para ti agradable.»

Antes de haber reproducido en mi folleto El rey ha muerto; ¡Viva el rey! esta oración conservada por Tillet, había yo dicho: «Suplicamos humildemente a Carlos X que imite a sus abuelos: treinta y dos soberanos de la tercera raza han recibido la unción real.»

Habiendo llenado todos mis deberes, dejé a Reims, y pude decir como Juana de Arco: «Mi misión está acabada.»

Reúno en torno mío a mis antiguos adversarios.— Mi público cambia.

París había visto sus últimas fiestas: había pasado la época de indulgencia, de reconciliación, de favor, y la triste realidad quedaba solo ante nosotros.

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Cuando en 1820 la censura puso fin a El Conservador, yo no esperaba volver a emprender siete años después la misma polémica, bajo otra forma y por medio de otra prensa. Los hombres que combatían conmigo en El Conservador reclamaban como yo la libertad de pensar y de escribir; estaban en la oposición y en desgracia como yo, y sé llamaban mis amigos. Llegado» al poder en 1820, aun más por mis trabajos que por los suyos, atacaron la libertad de la prensa; de perseguidos se convirtieron en perseguidores, dejaron de ser y de llamarse mis amigos, y sostuvieron que la licencia de la prensa, no había empezado hasta el 6 de junio de 1821, día de mi salida del ministerio. Tenían poca memoria: si hubiesen vuelto a leer las opiniones que habían emitido, los artículos que escribieron contra otro ministerio y en favor de la libertad de la prensa se habrían visto obligados a convenir en que 1811 y 1819 eran, cuando menos, los segundos jefes de la licencia.

Por otro lado, mis antiguos adversarios se me unieron. Intenté atraer los partidarios de la independencia al trono legítimo, con más éxito que adherí a la Carta a los servidores del trono y del altar. Mi público había cambiado. Estaba yo obligado a advertir al gobierno los peligros del absolutismo, después de haberle precavido contra «1 desencadenamiento popular. Acostumbrado a respetar a mis lectores, no les di una línea que no estuviese escrita con lodo el cuidado de que yo era capaz : alguno de estos opúsculos de un día, me ha costado más trabajo en proporción, que las más prolijas obras salidas de mi pluma. Mi vida era sumamente ocupada; el honor y mi país me llamaron de nuevo al campo de batalla. había yo llegado a la edad en que los hombres tienen necesidad de descanso; pero si hubiese juzgado mis años por el odio cada vez mayor que me inspiraban la opresión y la bajeza, hubiera podido creerme rejuvenecido.

Para dar forma y conjunto a mis combates, reuní a mí alrededor una sociedad de escritores, entre los que había algunos pares, diputados, magistrados y jóvenes autores que comenzaban su cabera. Vinieron entonces a mi casa Mres. de Montalivet, Salvandy, Duvergier, de Aurama, y otros muchos que fueron mis discípulos, y hoy proclaman bajo la monarquía, como cosas nuevas, las que yo les había enseñado, y se hallan en todas las paginas de mis escritos. Mr. de Montalivet ha llegado a ser ministro de lo Interior, y favorito de Luis Felipe: los hombres que gustan de seguir las variaciones dé. la suerte, encontrarán bastante curioso el siguiente billete:

«Señor vizconde: Tengo el honor de enviaros la nota de los errores que he hallado en el cuadro de sentencias del tribunal real que os ha sido comunicado. Yo las he comprobado de nuevo, y creo poder responder de la exactitud de la lista adjunta.

«Dignaos, señor vizconde, recibir el homenaje del profundo respeto con que tiene el honor de ser vuestro muy adicto colega y sincero admirador

Montalivet.»

Esto no ha impedido a mi muy adicto colega y sincero admirador, el señor conde de Montalivet, en su tiempo tan gran partidario de la prensa, haberme hecho encerrar como autor de esta libertad en la cárcel de Mr. Gisquet.

Un resumen de mi nueva polémica, que duró cinco años, pero que acabó por triunfar, hará conocer la fuerza de ¡as ideas, aun contra los hechos apoyados por el poder. Mi caída fue el 6 de junio de 1824; el 21 estaba yo en la arena, en la que permanecí hasta el 18 de diciembre de 1826: entré solo en ella despojado y desnudo, y salí victorioso. Esta es la. historia que formo aquí haciendo un estrado de los argumentos que empleé.

Extracto de mi polémica después de mi caída.

«Hemos tenido el honor y el valor de hacer una guerra peligrosa en medio de la libertad de la prensa, y era la primera vez que la monarquía disfrutaba de este noble espectáculo. Pero bien pronto nos hemos arrepentido de nuestra lealtad. Se habían permitido los diarios cuando solo podían perjudicar al triunfo de nuestros soldados y de nuestros capitanes, y ha sido necesario sujetarlos cuando han osado hablar de los gobernantes y de los ministros.

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«Si los que dirigen el estado parecen ignorar completamente el genio de la Francia en las cosas formales, no son menos extraños a las gracias y adornos que se mezclan para embellecerla, a la vida de las naciones civilizadas.

«Las liberalidades que el gobierno legitimo hace a las artes, exceden a los socorros que les otorgaba el gobierno usurpador: pero ¿cómo se reparten? Consagrados al olvido por carácter y por afición, los dispensadores de esas liberalidades parecen tener antipatías por la fama; su oscuridad es tan invencible, que aproximándose a las luces, las anublan: diríase que derraman el dinero sobre las artes para acabar con ellas, como sobre nuestras libertades para ahogarlas.

«Pero si aun la estrecha máquina en que se oprime a la Francia, se pareciese a esos perfectos modelos que se examinan con cristales de aumento en el gabinete de los aficionados, la delicadeza de esta curiosidad podría interesar un momento; pero nada: es simplemente una cosa muy pequeña y peor hecha.

«Hemos dicho que el sistema que sigue hoy la administración, mortifica el genio de la Francia: vamos a demostrar que desconoce igualmente el espíritu de nuestras instituciones.

«La monarquía se ha restablecido sin esfuerzo en Francia, porque es fuerte en toda nuestra historia; porque lleva la corona una familia que casi ha visto nacer a la nación, que la ha formado, civilizado, que le ha dado todas sus libertades, que la ha hecho inmortal; pero el tiempo ha reducido esta monarquía a lo que en sí tiene de positivo. La edad de las ficciones ha pasado en política, ya no es posible un gobierno de adoración, de culto y de misterio: todos conocen sus derechos; nada es posible fuera de los límites de la razón, y hasta el favor, última ilusión de las monarquías absolutas, todo es pesado, todo apreciado hoy.

«No nos engañemos; comienza una nueva era para las naciones: ¿será más feliz? solo la Providencia lo sabe. En cuanto a nosotros no nos es concedido más que prepararnos para los acontecimientos del porvenir. No nos figuremos que podemos retrogradar; solo hay salvación para nosotros en la Carta.

«La monarquía constitucional no ha nacido entre nosotros de un sistema escrito, aunque tenga un código impreso; es hija del tiempo y de los acontecimientos, como la antigua monarquía de nuestros padres.

«¿Por qué la libertad no se mantiene en el edificio levantado por el despotismo, ven el que ha dejado huellas? La victoria, adornada aun de los tres colores, se ha refugiado en la tienda del duque de Angulema: la legitimidad habita el Louvre, aunque vea aun en él las águilas.

«En una monarquía constitucional se respetan las libertades públicas, y se las considera como la salvaguardia del monarca, del pueblo y de las leyes.

«Nosotros entendemos de otra manera el gobierno representativo; Se forma una compañía (y hasta se dice dos compañías rivales, porque la competencia es necesaria) para corromper diarios a peso de oro. No se teme sostener procesos escandalosos contra propietarios que no han querido venderse, y a quienes quiere obligarse a que se vendan por sentencia de los tribunales. Los nombres de honor repugnan el oficio de sostener aun ministerio realista, y se echa mano para ello de liberales que han perseguido con sus calumnias a la familia real. Reclútase a cuantos sirvieron en la antigua policía y en las antesalas imperiales, al modo que cuando entre nuestros vecinos se quiere recoger marineros, se hace una leva en las tabernas y en los lugares sospechosos. La chusma de escritores libres se embarca en cinco o seis diarios, y lo que ellos dicen se llama la opinión pública entre los ministros.»

Ved aquí un resumen muy abreviado de mi polémica en mis folletos y en el Diario de los Debates: en él se hallan todos los principios que se proclaman hoy.

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Rehúso la pensión de ministro de estado que me quieren devolver.— Comité griego.— Billete de Mr. Mole.— Carla de Canaris a su hijo.— Mme. Recamier

me envía el extracto de otra carta.— Mis obras completas.

Cuando me lanzaron del ministerio no se me devolvió la pensión, ni la reclamé; pero Mr. de Villele, en vista de una observación del rey, se acordó de expedir una nueva orden relativa a este objeto: yo la rehusé, pues tenía o no derecho a disfrutar mi primera pensión: en el primer caso no era necesario el que se me diese nuevo despacho; y en el segundo no que.ria yo convertirme en pensionista del presidente del consejo.

Los griegos sacudieron el yugo que los oprimía, y se formó en París un comité, del cual formé parte, y que se reunía en casa de Mr. Ternaux, plaza de las Victorias: los miembros de él llegaban sucesivamente al sitio de las discusiones, y el general Sebastiani declaraba, después de sentarse, que se iba a tratar de M» gran negocio: lo cierto era que el negocio se prolongaba demasiado, cosa que desagradaba en extremo a nuestro verdadero presidente Mr. Fernaud, quien deseaba regalar un schal a Aspasia, pero sin perder el tiempo con ella. Las comunicaciones de Mr. Fabvier molestaban mucho al comité, porque en ellas nos regañaba fuertemente, haciéndonos responsables de todo lo que no se resolvía con arreglo a sus miras, aunque bien sabia él que nosotros no habíamos ganado la batalla de Maratón. Por mi parte me dediqué con ardor a la libertad de la Grecia, pues al hacerlo creía llenar un deber filial: escribí, pues, una nota, y me dirigí a los sucesores del emperador de Rusia, como me había dirigido a él mismo en Verona: dicha nota se imprimió y reimprimió después al frente del Itinerario.

En el mismo sentido trabajé en la Cámara de los pares para poner en movimiento un cuerpo político. x La siguiente carta de Mr., Molé patentiza los obstáculos que yo encontraba, y los medios indirectos de que tenía que valerme:

«Mañana en la apertura nos tendréis a todos dispuestos a seguir vuestros pasos, y voy a escribir a Lainé, si antes no le veo. Es preciso no dejar que trasluzca, sino que se trate de pronunciar algunas frases respecto a los griegos; pero tened cuidado con que no opongan los limites en quo debe encerrarse una enmienda, a fin de que no puedan rechazar la vuestra con el reglamento en la nano. Tal vez os dirán que dejéis la proposición en la mesa, lo cual podréis hacer sin inconveniente después de decir todo cuanto os parezca oportuno. Pasquier ha estado bastante enfermo, y quizá no pueda levantarse mañana En cuanto al escrutinio, lo ganaremos; pero lo que vale más que esto es el arreglo que habéis hecho con vuestros editores. Verdaderamente es magnifico y consolador encontrar por medio del talento todo lo que la injusticia y la ingratitud de los hombres nos había quitado.

«Siempre vuestro,

Mole.»

La Grecia ha quedado al fin libre del yugo del islamismo; pero en vez de una república federativa, como yo deseaba, se ha establecido en Atenas una monarquía bárbara. Y como los reyes no tienen memoria, yo, que creo haber servido algo a la causa de los argivos, solo he oído hablar de ellos en las otras de Homero. La Grecia libertada ni aun me ha dicho: «Te doy las gracias» e ignora mi nombre tanto o más que cuando lloraba sobre sus ruinas al atravesar el desierto.

La Grecia, aun no monárquica, fue más desgraciada: entre algunos niños que hacia educar el comité se encontraba el joven Canaris: su padre, digno rival de los marinos de Mycale, le escribió un billete que el joven tradujo en francés en el blanco que quedaba debajo de lo escrito.

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«Mi querido hijo: ningún griego ha tenido tanta dicha como tú;. la de ser escogido por la sociedad bienhechora, que se interesa por nosotros, para que aprendas los deberes del hombre. Yo te he dado la vida; pero esas personas recomendables te darán la educación que te hará ser hombre. Muéstrate dócil a los consejos de esos nuevos padres, si quieres servir de consuelo en sus últimos momentos al que te dio el ser. Tu padre.

«Napoli de Romania 5 de setiembre de 1825.

C. Canaris.

He conservado el doble testo de esta carta, como la recompensa del comité griego.

La Grecia republicana había ya manifestado su sentimiento. particular cuando salí del ministerio, y Mme. Recamier me escribió desde Nápoles el 29 de octubre de 1824 lo que sigue:

«He recibido de Grecia una carta que ha dado un largo rodeo antes de llegar a mi poder. En ella hay algunas líneas que os conciernen, y que voy a trascribiros. Dicen así:

«Ha llegado aquí el decreto del 6 de junio, y ha producido entre los jefes la más viva sensación, pues habiendo puesto sus esperanzas en la generosidad de la Francia, se preguntan con inquietud lo que significa, y presagia la destitución de un hombre cuyo carácter les prometía seguro apoyo.»

«O yo me engaño mucho, o este homenaje debe agradaros.»

Pronto se leerá la vida de Mme. Recamier, y se conocerá cuan lisonjero debía serme recibir este recuerdo de la patria de las Musas, por conducto de una mujer que la hubiera embellecido.

En cuanto a la carta de Mr. Mole, que ya he copiado, se refería al contrato que hice respecto a la publicación de mis Obras completas. Este contrata hubiera debido, en electo, asegurar la tranquilidad de mi vida; pero me ha salido mal, aunque ha sido ventajoso para los editores, a quienes ha dejado mis obras Mr. Ladvocat después de su quiebra. En tratándose de Pluto o de Plutón, pues los confunden los mitólogos, soy como Alcestes y siempre estoy viendo la barca fatal; soy como Pitt, y sírvame este nombre de escusa, un canasto lleno de agujeros; pero estos agujeros no soy yo quien los ha hecho.

Mansión en Lausanna.

Hallándose enferma Mme. de Chateaubriand, hizo un viaje al Mediodía de la Francia, pero no le probó bien, y volvió a Lyon, donde la confinó el doctor Prunelle. Fui a reunirme con ella, y la llevé a Lausana, quedando desmentidos allí los pronósticos del facultativa. Me alojé unas veces en casa de Mr. de Siory, y otras en casa de Mme. de Corteus, mujer afectuosa, instruida y desgraciada, y vi a Mme. de Montolieu, que vivía retirada en una elevada colina debilitándose entre novelescas ilusiones, como Mme. de Genlis, su contemporánea. Gibbon escribió en mi puerta su historia del imperio romano.

Entre los escombros del Capitolio, decía, el 27 de junio de 1787 formé el proyecto de una obra, cuyos incidentes han ocupado y divertido más de veinte años de mi vida.

Mme. Staël se había presentado en Lausana con Mme. Recamier, y toda la emigración, todo un mundo pasado se había detenido algunos instantes en aquella ciudad risueña y triste, especie de imitación de Granada. Mme. de Dura ha dejado el recuerdo de ella en sus Memorias, y la siguiente carta me informó de la nueva pérdida a que estaba condenado.

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«Bex, 13 de julio de 1826.

«Todo ha concluido, y vuestra amiga ya no existe, habiendo entregado su alma a Dios sin agonía, esta mañana a las once menos cuarto. Ayer por la tarde paseó en carruaje, y nada anunciaba un fin tan próximo. ¿Qué digo? Nadie pensaba que así debía terminar su enfermedad. Mr. de Custine, a quien el dolor no permite escribiros, estuvo ayer por la mañana en una de las montañas que rodean a Bex, a fin de encargar leche de vacas para su querida enferma.

«Me es imposible entrar hoy en más largos pormenores: nos estamos disponiendo para volver a Francia con los restos preciosos de la mejor de las madres . y de las amigas. Enguerrando descansará entre sus dos madres.

«Pasaremos por Lausana, Mr. de Custine irá a buscaros en cuanto lleguemos.

«Recibid, etc.,

Berstecher.»

Las Cartas escritas en Lausana, obra de Mme., de Charriere, pintan bien la escena que se me representaba todos los días, y los sentimientos de grandeza que inspiraba. Descanso solitario, dice la madre de Cecilia, enfrente de una ventana situada sobre el laso; montaña, nieve y sol, os doy gracias por todos los placeres que me proporcionáis. Yo te saludo, autor de lodo cuanto veo, por haber creado tan agradables magnificencias. ¡Bellezas sublimes de la naturaleza! ¡Todos los días os admiran mis ojos; todos los días suspira por vuestros encantos mi corazón agradecido!»

Eu Lausana empecé las Observaciones sobre la primera obra que había escrito: Ensayo acerca de las revoluciones antiguas y modernas. Desde mis ventanas veía las rocas de Meillerie. «Rousseau, escribía yo, solo se muestra superior a los demás autores de sus tiempos en unas sesenta cartas de La Nueva Eloísa, y en algunas páginas de sus Confesiones. Colocado en la verdadera naturaleza de su talento, se remonta en ellas a una elocuencia de pasión, desconocida antes de él. Voltaire y Montesquieu encontraron modelos de estilo entre los escritores del siglo de Luis XIV: Rousseau y también Buffon; aunque en otro género han creado un idioma que ignoró el gran siglo.

Vuelta a París.— Los jesuitas.— Carta de Mr. de Montlosier y mi contestación.

De vuelta a París pasé el tiempo en establecerme en la calle del Infierno, y en mis incesantes combates de la Cámara de los pares: también publiqué varios folletos contra algunos proyectos de ley contrarios a las libertades públicas, dedicándome a escribir igualmente en favor de los griegos; y en el arreglo de mis obras completas. El emperador murió y con él la única amistad de testa coronada que me quedaba. El duque de Montmorency había llegado a ser ayo del duque de Burdeos, pero no disfrutó mucho tiempo de este fastidioso honor, pues murió el Viernes Santo de 1826, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino, a la hora misma en que el hijo de Dios espiró en la cruz.

Había comenzado el ataque contra los jesuitas, y se oyeron fútiles declamaciones contra esta orden célebre, en la cual preciso es confesarlo, existe alguna cosa que inquieta los ánimos, supuesto que un velo misterioso cubre siempre sus operaciones.

A propósito du los jesuitas, recibí la siguiente carta de Mr. de Montlosier, a la cual contesté como se verá después:

Ne derelinquas amicum antiquum

Novus enim non erit similis illi. (Eccles.)

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«Mi querido amigo: las anteriores palabras solo pertenecen a una antigüedad remota; no solo contienen mucha sabiduría, sino que son sagradas para el cristiano. Invoco, pues, toda la autoridad que encierran, por lo mismo que nunca ha sido tan necesaria como hoy la unión entre los amigos sinceros y los buenos ciudadanos. Estrechar las filas, estrechar entre nosotros lodos los lazos, excitar con emulación todos los votos, todos los esfuerzos, todos los sentimientos, es un deber exigido imperiosamente por la situación deplorable del rey y de la patria. Bien sé que la ingratitud y la injusticia han lacerado vuestro corazón; pero os dirijo mis palabras con confianza poique estoy seguro de que serán bien acogidas. Al tratar de tan delicado punto, no sé, amigo mío, si estáis contenta conmigo; pero en medio de vuestras tribulaciones, si por casualidad lie oído acusaros, no me he detenido á. defenderos ni aun he escuchado lo que otros han dicho. Ignoro si Aníbal dejó de obrar con demasiada violencia, cuando arrojó de su asiento al senador que hablaba contra su dictamen, y tal vez no hubiera aprobado que Aquiles se separase del ejército de los griegos por haberle sido robada una doncella; pero cuando se pronuncian esos nombres termina toda discusión, y lo mismo sucede hoy con el iracundo e inexorable Chateaubriand, pues al oír su nombre todo enmudece; Cuando dicen se queja, se conmueve mi ternura: si añaden la Francia le debe, me siento penetrado de profundo respiro. Si, amigo mío; la Francia os debe, y es preciso que todavía os deba más; por vos ha recobrado el amor a la religión de sus padres, y es necesario conservarle este beneficio: para esto es indispensable preservarla del error de sus sacerdotes, y librar a estos de la pendiente fatal a que se encaminan.

«Muchos años hace, amigo mío, que los dos no hemos cesado de combatir; ahora nos resta librar al rey y al estado de la preponderancia eclesiástica llamada religiosa. En las anteriores situaciones teníamos el mal dentro de nosotros con sus raíces; podíamos por lo tanto cercarlo y apoderarnos de él: hoy esas ramas que nos cobijan tienen raíces exteriores. Las doctrinas cubiertas con la sangre de Luis XVI y Carlos I han dejado en su lugar otras empapadas con la de Enrique III y Enrique IV. Vos ni yo sufriremos semejante estado de cosas, y os escribo para unirme a vos, a fin de recibir de vuestra pluma una aprobación que me aliente, y para ofreceros como soldado mi aprobación y mis armas.

«Con estos sentimientos de admiración hacia vos y de una adhesión verdadera, os imploro con ternura y respeto.

Raudane 28 de noviembre de 1825.

«El Conde de Montlosier.»

París, 3 de diciembre de 1825.

«Vuestra carta, querido y antiguo amigo, es muy seria, y no obstante me ha hecho reír en lo que a mí se refiere. ¡Aníbal! ¡Aquiles! Es imposible que me habléis así con formalidad. Si se trata de mi cartera, puedo aseguraros que no he amado tres días a la infiel y que no la he echado de menos un cuarto de hora; en cuanto a mi resentimiento es negocio aparte. Mr. de Villele a quien quería sincera y cordialmente, no solo ha faltado a los deberes de la amistad, a las públicas señales de afecto que le tengo dadas y a los sacrificios que he hecho en su obsequio, sino a las reglas usuales del más sencillo y recto proceder.

«El rey no tenía ya necesidad de mis servicios, y así nada más natural que alejarme de sus consejos; pero el modo de hacerlo constituye aquí lo principal del caso para un hombre de honor, y como yo no había robado al rey su reloj de la chimenea, resulta que no debí ser echado como lo he sido. Yo había llevado a cabo, solo, la guerra de España, y mantenido la paz europea en aquel periodo peligroso, y por este solo hecho procuré e luce que la legitimidad tuviese un ejército; también de todos los ministros de la restauración he sido el único separado, sin la menor prueba de un recuerdo por parte de la corona, como si

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hubiese hecho traición al príncipe y a la patria. Mr. de Villele ha creído que yo aceptaría ese comportamiento, y se ha equivocado: he sido amigo sincero y por lo mismo seré enemigo irreconciliable. He nacido con la desgracia, pues las heridas que recibo nunca se cierran.

«Ya he hablado mucho de mi; ocupémonos de otra cosa más importante, aunque temo que no nos entendamos acerca de objetos graves, lo Cual sentiré sobremanera. Yo quiero la Carta, toda la Carta, es decir, las libertades públicas en toda su extensión. ¿Las queréis vos?

«Quiero también la religión como vos; como vos aborrezco la congregación y esas asociaciones de hipócritas que convierten a mis criados en espías y que en el altar solo buscan el poder; pero juzgo que el clero, desembarazado de esas plantas parásitas, puede entrar muy bien en un régimen constitucional y ser el sostén de las nuevas instituciones. ¿No queréis separarlo demasiado del orden político? Pues voy a daros una prueba de mi imparcialidad. El clero que tanto me debe, no me ama, nunca me ha defendido, nada ha hecho por mí. Pero ¿qué importa? Se trata de ser justos y de ver lo que conviene a la religión y a la monarquía.

«Nunca he dudado de vuestro valor, amigo mío, y estoy convencido de que liareis todo cuanto os parezca útil: vuestro talento es una segura garantía del triunfo. Espero, pues, vuestras comunicaciones, y abrazo con todo mi corazón a mi fiel compañero de destierro.

«Chateaubriand »

Continuación de mi polémica.

Volvía mi polémica, y todos los días empeñaba escaramuzas y ataques de vanguardia con los soldados del ejército ministerial, los cuales no se servían siempre de buenas armas. En los dos primeros siglos de Roma se castigaba a los jinetes que se presentaban mal para dar una carga, y bien fuesen gordos o flacos tenían que sufrir una sangría. Yo me encargué del castigo.

«El universo, decía, cambia en nuestro alrededor y aparecen nuevos pueblos en la escena del mundo, así como los antiguos resucitan en medio de las ruinas: descubrimientos sorprendentes anuncian una revolución próxima en las artes de la paz y de la guerra, religión, política, costumbres, todo va tomando nuevo carácter. ¿Nos apercibimos de este movimiento? ¿Marchamos con la sociedad? ¿Seguimos el curso del tiempo? ¿Nos preparamos a conservar nuestro rango en la civilización trasformada y creciente? No: los hombres que nos dirigen son tan extraños al estado de cosas de la Europa como si perteneciesen a esos pueblos últimamente descubiertos en el interior del África. ¿De qué entienden pues? De la bolsa, y aun esto lo hacen mal. ¿Estamos condenados a soportar el peso de la oscuridad en castigo de haber sufrido el yugo de la gloria?»

La transacción relativa a Santo Domingo me proporcionó la ocasión de ventilar algunos puntos de nuestro derecho público, en el cual nadie pensaba.

Después de exponer importantes consideraciones, conteste a los que decían: «¿Cómo llegaremos a ser republicanos algún día? ¿Quién sueña hoy con la república?

«Adicto al orden monárquico por razón, les repliqué, miro la monarquía constitucional como el mejor gobierno posible en esta época de la sociedad.

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«Pero si se pretende reducir todo a intereses personales; si se supone que en cuanto a mi persona pudiera yo temer en un estado republicano, se engañan mucho los que tal piensan.

«¿Me tratará peor que lo ha hecho la monarquía? He sido dos o tres veces despojado por ella o por su causa, y ahora pregunto: ¿me hubiera arrojado de si con más rudeza el imperio, que me hubiera colmado de favores si yo los hubiese querido?

«Aborrezco la esclavitud, y la libertad agrada a mi natural independencia; la prefiero en el orden monárquico. pero la concibo también en el orden popular. ¿Quién puede temer menos que yo del porvenir? Yo poseo lo que ninguna revolución puede quitarme: sin empleos, sin honores, sin fortuna, todo gobierno que no sea bastante estúpido para despreciar la opinión pública, debe tenerme en algo. Los gobiernos populares se componen sobre todo de existencias individuales, y los valores particulares de los ciudadanos constituyen el valor general. Yo obtendría, pues, la estimación pública porque jamás obraré de modo que pueda perderla, y tal vez me harían mis enemigos más justicia que los que se dicen mis amigos.

«Así, pues, no me asustan las repúblicas ni su libertad; ni soy rey ni espero heredar una corona; no es por consiguiente mi causa la que yo defiendo.

«Hablando a otro ministerio, he dicho terminante mente que había de llegar época en que nos pondríamos todos a la ventana para ver pasar por la calle la monarquía.,

«A los actuales ministros, he dicho: Si seguís marchando como hasta aquí, toda la revolución podrá reducirse en un tiempo dado, a una nueva edición de la Carta, en la cual bastará cambiar dos o tres palabras.»

He subrayado estas últimas palabras para llamar la atención del lector sobre tan asombrosa predicción. Hoy mismo cuando las opiniones se convierten tanto, cuando todos pueden hablar como quieren, son aun demasiado atrevidas estas ideas republicanas emitidas por un realista. Por lo que respecta al porvenir, en nada llevan la iniciativa los supuestos espíritus progresivos.

Carta del general Sebastiani.

Mis últimos artículos reanimaron hasta a Mr. de La Fayette, quien por toda fineza se contentó con cederme una hoja de laurel. El efecto producido por mis opiniones, con grande admiración de aquellos que no las habían creído, lo sintieron desde los libreros que llegaron en diputación a mi casa, hasta los hombres parlamentarios cuya política se hallaba más distante de la mía. La carta que sigue, en prueba de mis anticipados juicios, causa cierta especie de asombro por su firma; Para comprender bien el sentido de esta carta es preciso tener en cuenta el cambio ocurrido en las ideas, en la posición del que la escribe y en la del que la recibe.

«Señor vizconde: permitid que me asocie a la admiración universal: hace mucho tiempo que estoy poseído de este sentimiento, para que pueda ya resistir a la necesidad de expresárosle.

«Reunís la elevación de Bossuet a la profundidad de Montesquieu: habéis encontrado su pluma y su genio. Vuestros artículos son de gran interés para todos los que aspiran a ser hombres de estado.

«Con el nuevo género de guerra que habéis creado, traéis a la imaginación la potente mano de aquel que en combates de otra especie ha llenado el mundo de

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su gloria. Ojalá sean más duraderos vuestros triunfos, pues que interesan a la patria y a la humanidad.

«Todos aquellos que como yo profesan los principios de la monarquía constitucional, están orgullosos de tener en vos su más noble intérprete.

«Recibid, señor vizconde, nuevas seguridades de mi mayor consideración.

«Horacio Sebastiani.

«Domingo, 30 de octubre.»

De este modo se postraban ante mí en el momento de la victoria, amigos, enemigos y adversarios. Todos los pusilánimes y ambiciosos que me habían conceptuado perdido empezaban a verme salir radiante de entre los torbellinos de polvo del combate. lira esta mi segunda guerra de España, triunfaba de todos los partidos interiores, como había triunfado en el exterior de los enemigos de la Francia; y me había sido necesario satisfacer una deuda personal, lo mismo que con mis despachos había paralizado e inutilizado los de Mr. de Metternich y los de Mr. de Canning.

Muerte del general Foy.— Ley de justicia y de amor.— Carta de Mr. Benjamín Constant.— Llego al colmo de mi importancia política.— Articulo con motivo

del cumpleaños del rey.— Retirase la ley sobre la policía de la prensa.— París iluminado.—Billete de Mr. Michaud.

Con la muerte del general Foy y la del diputado Manuel, quedó privada la oposición izquierda de sus primeros oradores. Murieron asimismo Mr. de Serre y Camilo Jordan Hasta en los bancos de la academia me vi obligado a defender la libertad de la prensa contra las llorosas súplicas de Mr. de Lally-Tolendal. La ley sobre la policía de la prensa que se llamó ley de justicia y de amor, debió principalmente su caída a mis ataques. Mi opinión sobre este proyecto de ley es un trabajo históricamente curioso, por el cual recibí felicitaciones, suscritas dos de ellas por nombres que no debo pasar en silencio.

«Señor vizconde: no puedo ser insensible al agradecimiento que os dignáis demostrarme: llamáis galantería a lo que yo miro como una deuda, la cual me considero dichoso en pagar al elocuente escritor. Todos los verdaderos amigos de las letras se asocian a vuestro triunfo, y yo contribuiré a él con todas mis fuerzas, si cabe que necesitéis de cooperación tan débil como la mía.

«En un siglo ilustrado como el nuestro, el genio es el único poder que se halla fuera del alcance de los tiros de la desgracia; & vos os loca, caballero, suministrar ejemplos vivos de ello, así a los que se alegran, como a los que tienen la desgracia de entristecerse.

«Tengo el honor de ofrecerme con la mayor consideración, vuestro, etc., etc.

«París, 5 de abril de 1827.

«Esteban.»

«Mucho he tardado, caballero, en felicitaros por vuestro admirable discurso, y creo que me servirán de escusa una fuerte fluxión a los ojos, mis trabajos para la Cámara, y más que todo las borrascosas sesiones de la misma. Ya conocéis desde luego que mi espíritu y mi alma se asocian a cuanto vos decís, y simpatizan con todo el bien que intentáis hacer a nuestro desgraciado país. Me considero dichoso en unir mis débiles esfuerzos a vuestro poderoso influjo, y el delirio de un ministerio

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que atormenta la Francia y querría degradarla, al paso que me inquieta acerca de sus inmediatos resultados, me ofrece la consoladora seguridad de que no puede prolongarse semejante estado de cosas. Vos habréis contribuido poderosamente a ponerle un término, y si yo merezco que algún día se coloque mi nombre. Después del vuestro en la lucha que debe sostenerse necesariamente contra tantos desvaríos y tantas maldades, me juzgaré recompensado con exceso. «Recibid; caballero, el testimonio de una sincera admiración, y del más profundo aprecio.

«París, 21 de mayo de 1829.

«Benjamín Constant.»

Este fue el momento en que yo llegué al más alto grado de mi importancia política. Había dominado la Europa con la guerra de España; pero me combatía en mi país una oposición violenta: después de mi caída llegué a ser en lo interior el explicito dominador de la opinión pública. Los que me habían acusado de haber cometido una falta irreparable en volver a tomar la pluma, se veían obligados a reconocer que yo me había formado un imperio más poderoso que el primero: La joven Francia se puso entonces toda entera de mi parte, y no me ha abandonado después. Los trabajadores de diferentes clases industriales estaban siempre a mis órdenes, y no podía andar por las calles sin verme a cada paso rodeado de ellos. ¿De qué me provenía esta popularidad? de que yo había conocido el verdadero espíritu de la Francia. Habíame lanzado a la palestra con un solo periódico y llegué a tenerlos todos a mi disposición. Mi audacia procedía de mi indiferencia: como me hubiera importado lo mismo el fracasar caminaba al triunfo sin cuidarme de mi caída. Esta es la única satisfacción que me ha quedado de mi mismo, por que ¿de qué sirve hoy a nadie una popularidad pasada, y que se ha borrado justamente del recuerdo de todos?

Con motivo del día del cumpleaños del rey, aproveché aquella ocasión para hacer alarde de una lealtad que mis opiniones liberales jamás han alterado, y publiqué e! articulo siguiente:

«¡Todavía una tregua del rey!

«¡Por hoy paz a los ministros!

«¡Gloria, honor, larga felicidad y larga vida a Carlos X! ¡hoy es San Carlos!

«¡A nosotros, antiguos compañeros de destierro de nuestro monarca, esa quienes deben pedirnos la historia de Carlos X.

«Vosotros, franceses, que no os habéis visto obligados a abandonar vuestra patria; vosotros que solo habéis recibido un francés más para sustraeros al despotismo imperial y al yugo del extranjero, habitantes de la vasta ciudad, vosotros no habéis visto sino al príncipe dichoso; cuando os agrupabais en derredor de él el 12 de abril de 1814; cuando tocabais llorando de ternura las manos consagradas, cuando veis de nuevo sobre una frente ennoblecida por la edad y el infortunio todas las gracias de la juventud, como se descubre la belleza a través de un velo, solo distinguís la virtud triunfante, y conducís al hijo de tos reyes al lecho real de sus padres.

«Pero nosotros, nosotros le hemos visto dormir en el suelo, sin asilo como nosotros, como nosotros proscrito y despojado. No obstante, esa bondad que os encanta era la misma; soportaba la desgracia del mismo modo que hoy ciñe la corona, sin encontrar la carga demasiado pesada, con esa benignidad cristiana, que así atemperaba el brillo de su desgracia como el de su prosperidad.

«Auméntanse los beneficios de Carlos X con todos los de que nos colmaron sus abuelos; el cumpleaños de un rey cristianísimo es para los franceses el día del reconocimiento: entreguémonos, pues, a los transportes de gratitud que debe inspirarnos ¡No dejemos penetrar en nuestra alma nada que pueda hacer por un momento menos puro nuestro gozo! ¡Desgraciados los hombres..., !¡Quebrantemos la tregua! ¡Viva el rey!»

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Mis ojos se inundan de lágrimas al copiar esta página de mi polémica, y no tengo valor para proseguir el estrado. ¡Oh rey mío! ¡Yo os vi en tierra extraña, y volví a veros en esta misma tierra en que ibais a morir! Cuando combatía yo con tanto ardor por sustraeros a las manos de aquellos que empezaban a labrar vuestra perdición, juzgad, por las palabras que acabo de trascribir, si era yo vuestro enemigo, o el más afectuoso y el más sincero de vuestros servidores. ¡Mas ay! ¡os hablo y no me oís ya!

París se iluminó, repentinamente a consecuencia de haber sida retirado el proyecto de ley sobre la policía de la prensa, y me sorprendió esta manifestación pública, pronóstico nada bueno para la monarquía: la oposición se había trasladado al pueblo, y este por su carácter particular, transforma la oposición en revolución.

El odio contra Mr. de Villele iba en aumento; los realistas, como en tiempo del Conservador, se habían convertido de nuevo en constitucionales a imitación mía; y he aquí lo que me escribía Mr. Michaud:

«Respetable señor: ayer he hecho imprimir el anuncio de vuestra obra sobre la censura; pero el articulito de dos líneas ha sido tachado por los censores. Mr. Capel os explicará de palabra otras cosas.

«Si no acude Dios en nuestro auxilio, todo se ha perdido; la monarquía se halla como la desventurada Jerusalén en poder de los turcos; apenas pueden acercarse a ella sus hijos; ¡por qué causa nos hemos sacrificado!

«Michaud.»

Irritación de Mr. de Villele.— Carlos X quiere pasar revista a la guardia nacional en el campo de Marte.— Le escribo: mi carta.

La oposición irritó al fin el frío temperamento de Mr. de Villele, y convirtió en déspota el maligno espíritu de Mr. de Corbiere. Había este destituido al duque de Liancourt, de diez y sirte destinos que desempeñaba gratuitamente. No era, en efecto, un santo el duque de Liancourt, pero se encontraba en él un ser benéfico a quien la filantropía había adjudicado él titulo de venerable. Con motivo del escándalo ocurrido en el cortejo fúnebre de Mr. de Liancourt, Mr. de Semonville nos dijo en la Cámara de los pares: «Tranquilizaos, señores, eso no volverá a suceder; yo mismo os conduciré al cementerio.»

En abril de 1827 quiso el rey pasar revista a la guardia nacional en el campo de Marte. Dos días antes de esta fatal revista, impulsado por mi celo y no pidiendo otra cosa que la deposición de las armas, dirigí a Carlos X una carta que le fue entregada por Mr. de Blacas, quien me acusó su recibo en estos términos:

«No he perdido un instante, señor vizconde, en entregar al rey la carta que me habéis hecho el honor de dirigirme para S. M.; y si se digna encargarme enviaros alguna respuesta, estad seguro de que no emplearé menos actividad en hacerla llegará vuestras manos.

«Recibid, señor vizconde, mis más sinceros afectos,

«Blacas Daulps.

«27 de abril de 1827, a la una de la tarde.»

Al rey.

«Señor:

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«Permitid a un fiel súbdito, que siempre se hallará a los pies del trono en los momentos de agitación, dirigir a V. M. algunas reflexiones que juzga útiles para la gloria de la corona, así como para la dicha y seguridad del rey.

«Señor, es sobrado cierto que el estado se halla en peligro; pero lo es asimismo, que esto peligro es insignificante, si no se contrarían los principios del gobierno.

«Se ha revelado un grao secreto, señor; vuestros ministros han tenido la desgracia de enseñar a la Francia, que este pueblo, a quien se consideraba muerto, vive aun. París ha eludido la autoridad por dos veces, durante veinte y cuatro horas. Las mismas escenas se repiten en toda la Francia, y las facciones no olvidaran esta tentativa.

«Pero las reuniones populares, tan peligrosas en las monarquías absoluta, porque se verifican en presencia del soberano, no lo son en la monarquía representativa, porque solo están en contacto con los ministros o con las leyes. Entre el monarca y los súbditos existe una barrera insuperable: las dos cámaras y las instituciones públicas. Fuera de los casos de estos movimientos, el rey ve siempre resguardada su autoridad y su sagrada persona.

«Pero, señor, hay una condición indispensable a la seguridad general, que es la de obrar según el espíritu de las instituciones; cualquiera oposición por parte de vuestro consejo a este espíritu, haría los movimientos populares tan peligrosos en la monarquía representativa, como lo son en la monarquía absoluta.

«Paso de la teoría a la aplicación:

«V. M. va a presentarse en la revista; allí será acogido debidamente; pero es posible que oiga en medio de los gritos de ¡viva el rey! otros gritos que le darán a conocer la opinión pública acerca de sus ministros.

«Además, señor, es falso que haya en el día, como se dice, una facción republicana; pero es cierto que hay partidarios de una monarquía ilegitima: ahora bien, estos son demasiado diestros para no aprovechar la ocasión y unir sus voces a la de la Francia el día 29, a fin de conseguir un cambio.

«¿Qué hará el rey? ¿Cederá sus ministros a las aclamaciones populares? Esto seria matar el poder. ¿Conservará sus ministros? Estos harán recaer sobre la cabeza de su soberano toda la impopularidad que les persigue. Sé muy bien que el rey tendría valor de echar sobre si un dolor personal para evitar un mal a la monarquía; mas se puede, por un medio más sencillo, evitar estas calamidades; permitidme, señor, decíroslo; puede hacerse no saliéndose del espíritu de nuestras instituciones: los ministros han perdido la mayarla en la cámara de los pares y en la nación: la consecuencia natural de esta posición critica es su retirada. ¿Cómo con el sentimiento de su deber, podrán obstinarse, permaneciendo en el poder, en comprometer a la corona? Haciendo su dimisión a los pies de V. M. calmarán todo y terminarán todas las diferencias: de este modo no es el rey quien cede, son los ministros que se retiran según todos los usos y principios del gobierno representativo. El rey podrá en seguida tomar de entre ellos los que juzgue oportuno» conservar: dos hay que no han perdido aun la opinión pública, el duque de Doudeauville y el conde de Chabrol.

«De este modo no tendría ningún inconveniente la celebración de la revista, y la sesión terminará en paz en medio de las bendiciones que recaerían sobre la cabeza de mi rey.

«Señor, para haberme atrevido a escribiros semejante carta, necesario es que haya estado bien persuadido de la necesidad de tomar una resolución; necesario es que un deber bien imperioso me haya impulsado a hacerlo. Los ministros son enemigos míos; yo lo soy suyo; les perdono como cristiano.; pero jamás les perdonaré como hombre: en esta situación jamás baria hablado al rey de su retirada, si en ello no fuera la salvación de la monarquía.

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«Soy etc.

«Chateaubriand.»

La revista.— Licenciamiento de la guardia nacional.— Disolución de la cámara electiva.— La nueva cámara.— Caída del ministerio Villele.— Contribuyo a

formar el nuevo ministerio y acepto la embajada de Roma.

Mme. la delfina y la duquesa de Berry fueron insultadas al ir a la revista; el rey fue generalmente bien acogido; pero una de las dos compañías de la sexta legión, gritaron: «¡Abajo los ministros! ¡abajo los jesuitas!» Carlos X ofendido replicó: «He venido aquí para ser respetado, no a recibir lecciones.» Empleaba con frecuencia palabras generosas que no siempre estaba dispuesto a sostener el vigor de su acción. Su genio era atrevido, su carácter tímido. Carlos X, al volver a palacio, dijo al mariscal Oudinot: «El efecto que ha producido la revista ha sido satisfactorio en la totalidad. Si hay algunos descontentos, ¡a mayarla de la guardia nacional es buena; aseguradla mi satisfacción. i. Llegó Mr. de Villele. Al volver las legiones gritaron al pasar por delante del ministerio de Hacienda: «¡Abajo Villele!» El ministro irritado por todos los ataques anteriores, no se bailaba ya al abrigo de los movimientos de una fría cólera; y en su consecuencia propuso al consejo licenciar la guardia nacional; siendo apoyado por Mres. de Corbiere, de Peyronnet, de Damas y de Clermont-Tonnerre, y combatido por Mr. de Chabrol, el obispo de Hermópolis y el duque de Doudeauville El decreto del rey ordenando el licenciamiento fue el golpe más funesto dado a la monarquía antes del último de las jomadas de julio. Si en este momento no hubiera estado disuelta la guardia nacional, no se habrían formado las barricadas. El duque de Doudeauville presentó su dimisión y escribió al rey una carta motivada, en la que anunciaba lo que había de suceder, cosa que por cierto preveía todo el mundo.

El gobierno empezó a temer; redoblan su audacia los periódicos, a los que se oponía por costumbre un proyecto de censura, y se hablaba al mismo tiempo de un ministerio La Bourdonnaie, en el que debería figurar Mr. de Polignac. Había yo tenido la desgracia de hacer nombrar a este embajador en Londres, a pesar de lo que pudo decirme Mr. de Villele: en esta ocasión vio mejor y más lejos que yo. Al entraren el ministerio me apresuré a agradar en lo posible a Monsieur. El presidente del consejo había conseguido reconciliar a os dos hermanos, previendo un cambio próximo de reinado, y acertó en ello; Yo, ocurriéndoseme una vez en mi vida el querer ser astuto, fui un majadero. Si Mr. de Polignac no hubiera sido embajador, no hubiera llegado a ministro de Negocios extranjeros.

Mr. de Villele, sitiado de una parte por la oposición realista liberal, importunado de otra por las exigencias de los obispos, y engañado por los prefectos a quienes consultó, que estaban engañados ellos mismos, resolvió disolver la cámara electiva a pesar de contar aun en ella con trescientos votos. El restablecimiento de la censura precedió a la disolución. Mis ataques fueron más vivos que nunca; unirnos las oposiciones; las elecciones de los pequeños colegios fueron todas contrarias al ministerio; en París triunfó la izquierda; siete colegios nombraron a Mr. Royer-Collard, y los dos en que se presentó el ministro Mr. de Peyronnet le desecharon. París se iluminó de nuevo: hubo escenas sangrientas, se formaron barricadas, y las tropas que se enviaron para restablecer el orden, se vieron obligadas a hacer fuego: de este modo se preparaban las últimas y fatales jornadas. Entretanto se recibió la noticia del combate de Navarino, de cuyo suceso podría yo vindicarla parte que me tocaba. Las grandes desgracias de la restauración fueron anunciadas con victorias, que a duras penas podían desprenderse de los herederos de Luis el Grande.

La Cámara de los pares gozaba del favor público, por su resistencia a las leyes opresivas; pero no sabia defenderse a si misma, pues se dejó abrumar por un sinnúmero de nombramientos contra los que yo fui el solo a reclamar. Yo la vaticiné que semejantes nombramientos viciarían su principio y la harían perder con el tiempo toda la fuerza en la opinión: ¿me he engañado? Esa

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infinidad de nombramientos con objeto de echar abajo una mayoría, no solo han destruido la aristocracia en Francia, sino que también han llegado a ser el medio de que se servirá contra la aristocracia inglesa.

Mr. de Chabrol, encargado de formar el nuevo ministerio, me puso ala cabeza de la candidatura; pero fui borrado de ella con indignación por Carlos X. Mr. de Portalis, el hombre de carácter más miserable que ha existido, federado durante los Cien Días, arrastrándose a los pies de la legitimidad, de la cual habló de un modo que se hubiera avergonzado de hacerlo el más ardiente realista, y prodigando hoy su venal adulación a Felipe, fue quien recibió los sellos. Mr. de Caux reemplazó a Mr. de Clermont-Tonnerre en el ministerio de la Guerra. El conde Roy, que se había labrado hábilmente su inmensa fortuna, fue encargado de la hacienda. Mi amigo el conde de la Ferronnays obtuvo la cartera de Negocios extranjeros. Mr. de Martignac, que entró en el ministerio de lo Interior, no tardó en ser aborrecido por el rey. Carlos X siguió más bien sus gustos que sus principios; y si rechazaba a Mr. de Martignac, a causa de su inclinación a los placeres, amaba a Mres. de Corbiere y de Villele que no iban a misa.

Mr. de Chabrol y el obispo de Hermópolis quedaron interinamente en el ministerio. El obispo antes de retirarse, vino a verme, y me preguntó si quería reemplazarle en Instrucción Pública: «Mirad, Mr. Royer-Collard, le dije, no tengo ningún deseo de ser ministro; pero si el rey quiere absolutamente que entre en el consejo, solo lo haré en el ministerio de Negocios extranjeros, en reparación de la afrenta que he recibido; por lo demás, no tengo ningún empeño en obtener una cartera tan dignamente confiada a mi noble amigo.»

Después de la muerte de Mr. Matthieu de Montmorency, entró de gobernador del duque de Burdeos Mr. de Riviere, quien trabajó desde entonces en la caída de Mr. de Villele, porque la parte devota de la corte se confabuló contra el ministro de Hacienda. Mr. de Riviere me dio una cita en la calle de Taranne, en casa de Mr. de Marcellus para hacerme inútilmente la misma proposición que más tarde me hizo el abate Frayssinous. Habiendo fallecido Mr. de Riviere, le sucedió en el destino el barón de Damas. Continuaba tratándose de la sucesión de Mr. de Chabrol y del obispo de Hermópolis. El abate Feutrier, obispo de Beauvais, fue instalado en el ministerio de Cultos, que se segregó del de Instrucción pública, el cual recayó a su vez en Mr. de Vatimesnil. Solo faltaba proveer el ministerio de Marina, y me le ofrecieron; pero no quise aceptarle. El conde Roy me suplico le indicase alguno que me agradase, eligiéndole de mi mismo color político, y yo indiqué a Mr. Hyde de Neuville. Era necesario además hallar un preceptor para el duque de Burdeos, y habiéndome hablado de ello el conde Roy, me ocurrió enseguida Mr. de Cheverús. El ministro de Hacienda fue inmediatamente a ver a Carlos X, y el rey lo dijo: «Está bien, Hyde para Marina; ¿mas por qué Chateaubriand no acepta este ministerio? Por lo que respecta a Mr. de Cheverús, la elección será excelente; siento no haber pensado en ello: dos horas antes hubiera sido tiempo; di a Chateaubriand que está bien; pero que Mr. Thariu ha recibido ya su nombramiento.»

Mr. Roy vino a darme cuenta del éxito de su negociación y añadió: «El rey desea que aceptéis una embajada, si os parece iréis a Roma.» Esta palabra Roma produjo en mí un efecto mágico, y me hizo experimentar la tentación a que se hallan expuestos los anacoretas en el desierto. Al aceptar Carlos X para el ministerio de Marina al amigo que yole había designado, me daba una prueba de deferencia, y yo no podía rehusar a lo que de mi esperaba; por lo cual consentí en alejarme de nuevo. Esta vez, a lo menos, me agradaba el destierro: Pontificum veneranda sedes sacrum solium. Sentí apoderarse de mí el deseo de fijar mi existencia, y de desaparecer (hasta por cálculo de gloria) a la ciudad de los funerales en el momento de mi triunfo político. Jamás hubiera alzado la voz sino como el fatídico pájaro de Plinio, para decir todas las mañanas ave al Capitolio y a la aurora. Puede que quizá fuese útil a mi país el verse desembarazado de mi; pues según el peso que yo mismo me siento, adivino la carga que debo ser para lo demás.

El duque de Laval a quien yo iba a reemplazar en Roma, fue nombrado para la embajada de Viena.

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Examen de un cargo.

Antes de variar de asunto, permítaseme volver atrás y aliviarme de un poso que me abruma. No he entrado sin pena en los pormenores de mi larga contienda con Mr. de Villele. Se me ha acusado de haber contribuido a la caída de la monarquía legítima y me conviene examinar este cargo.

Los sucesos acaecidos en tiempo del ministerio de que yo formé parte son de una importancia inmensa; no hay un solo francesa quien no hayan alcanzado los beneficios que yo pueda haber hecho o el mal que yo he experimentado. Por coincidencias extrañas e inexplicables, por relaciones secretas que enlazan alguna a veces los más altos con los más vulgares destinos, prosperaron los Barbones mientras tuvieron la atención de escucharme; aun cuando estoy muy distante de creer, como el poeta, que, mi elocuencia ha dado limosna a la majestad. Tan luego como se creyó deber destrozar el tallo que creció a los pies del trono, vaciló la corona e inmediatamente vino a tierra: sucede con frecuencia que arrancando una sola mata de yerba se desploma un vasto edificio.

Cada cual se explicará a su modo estos hechos incontestables, y si conceden a mi carrera política no valor relativo que no tiene en si misma, no me envaneceré por ello. Por distintos que hayan sido los accidentes de mi arriesgada carrera, o a donde quiera que los hombres y los hechos me hayan conducido, el ultimo horizonte del cuadro se presenta siempre triste y amenazador.

Fuga caepta moveri

Silvarum visaeque canes salutare per umbram.

Empero si la escena ha cambiado de una manera deplorable, no debo, según dicen. acusar más que a mi mismo; para vengar esto que me ha parecido una injuria, lo he dividido todo, y esta división produce en último resultado la ruina del trono. Veamos de que modo.

Mr. de Villele declaró que no se podía gobernar conmigo ni sin mí. Lo primero era un error, lo segundo, en los momentos en que Mr. de Villele decía, era cierto, pues contaba yo entonces con una gran mayarla entre los hombres de opiniones más diferentes.

Jamás me ha conocido el presidente del consejo; profes abale yo un sincero afecto, y yo fui quien le ice entrar por primera vez en el ministerio, como lo atestiguan la carta de gracias del duque de Richelieu, y las demás que dejo citadas. Había yo presentado ya mi dimisión de ministro plenipotenciario en Berlín cuando se retiró Mr. de Villele, y después lograron persuadirle que cuando volvió de nuevo a los negocios deseaba yo su puesto. No pertenezco yo ciertamente a esa raza atrevida, sorda a la voz de la amistad y de la razón; no tengo ambición ninguna, y en prueba de ello, confieso con ingenuidad que es otra bien distinta la pasión que me domina; Mr. de Villele hubiera debido tranquilizarse con respeto a mi ambición, y juzgar mejor de mi candor pueril y de mi excesiva indiferencia, solo con haber tenido presente las veces que le supliqué llevase al rey algún despacho importante, para evitarme el perder tiempo en ir a palacio y poder entre tanto visitar una capilla gótica de la calle de Saint-Julieu-le-Pauvre.

Nada me agradaba en la vida positiva, excepto quizá el ministerio de Negocios extranjeros. No era yo insensible a la idea de que la patria me debiera la libertad en el interior, la independencia en lo esterior.Lejos de intentar derribar a Mr.de Villele, había yo dicho al rey: «Señor, Mr. de Villele es un presidente lleno de inteligencia, y V.M. debe conservarle siempre a la cabeza de vuestros consejeros.»

Mr. de Villele no lo advirtió; mi genio podía tener algunas tendencias a la dominación, pero estaba sometido a mi carácter; encontraba placer en mi obediencia porque me libertaba de mi voluntad. Mi defecto capital es el fastidio, el disgusto de todo, la duda continua. Si se hubiera hallado un príncipe que, comprendiéndome, me hubiese obligado a trabajar, quizá habría sacado de mi algún parido, pero el cielo reúne raras veces al hombre que quiere y al hombre que puede.

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Por último ¿existe hoy alguna cosa que merezca la pena de que el hombre abandone su lecho? Se duerme uno al ruido de las coronas que caen durante la noche y que se barren a la mañana siguiente en las calles.

Además, desde que Mr. de Villele se separó de mí, la política había variado, desbordada por el ultracismo contra el cual luchaba aun la sabiduría del presidente del consejo. La contrariedad que experimentaba por las opiniones interiores y por el movimiento de las exteriores, le irritaba, y de todo esto resultó poner trabas a la prensa y licenciar la guardia nacional de París: ¿debía yo dejar perecer ala monarquía por adquirir la fama ríe una moderación hipócrita? Llamábanme el peligro que preveía por un lado, y sin inquietarme por. los escollos que el otro me presentaba, creí sinceramente cumplir con mi deber combatiendo al frente de la oposición. Cuando cayó Mr. de Villele me consultaron acerca del nombramiento de otro ministerio; y si como yo lo proponia hubieran entrado en él Mr. Casimiro Perrier, el general Sebastiani y Mr. Royer-Collard, se hubiera conjurado el daño. Por mi parte no quise aceptar el ministerio de Marina que recabó en Mr. Hyde de Neuville; y también rehusé por dos veces el de Instrucción pública, porque no quería entrar en el consejo sin ser su presidente. Fui, pues, a Roma a buscar entre las ruinas mi propia imagen, porque hay en mi persona dos seres distintos que no tienen ninguna relación entre sí.

Confieso francamente, sin embargo, que el exceso del resentimiento no me justifica según los preceptos de la virtud; pero mi vida entera me sirve de escusa.

Oficial del regimiento de Navarra volví de las selvas americanas al lado de la legitimidad fugitiva, para combatir en sus filas contra mis propias ideas, aunque sin convicción y solo por cumplir con el deber militar. Permanecí ocho años en tierra extranjera, en donde padecí grandes miserias.

Después de pagar este tributo volví a Francia en 1800: Bonaparte me buscó y me dio colocación; pero después de la muerte del duque de Enghien me sacrifiqué a la memoria de los Borbones, y mis palabras sobre el sepulcro de Mesdames, en Trieste, reanimaron la cólera del dispensador de imperios, hasta tal punto, que me amenazó con hacerme acuchillar en las gradas de las Tullerías. El folleto De Bonaparte y de los Borbones, valió a Luis XVIII, por confesión propia, tanto como cien mil hombres.

Por medio de la popularidad de que yo gozaba entonces, la Francia anticonstitucional comprendió las instituciones del absolutismo. Durante los Cien días la monarquía me tuvo a su lado durante su segundo destierro; y en fin, por medio de la guerra de España, contribuí a sofocar las conspiraciones, a reunir todas las opiniones bajo una misma bandera, y a inspirar el respeto debido a nuestras armas. Ya son conocidos mis demás proyectos, ensanchar nuestras fronteras, y proporcionar en el Nuevo Mundo, nuevas .coronas a la familia de San Luis.

Esta larga perseverancia en los mismos sentimientos merecía sin duda algunas consideraciones; sensible a la afrenta me era imposible olvidar lo que yo podía valer, y que al fin era el restaurador de la religión, el autor de El Genio del cristianismo.

Mi agitación crecía al pensar que una mezquina querella privaba a nuestra patria de la ocasión de mostrarse grande. Si me hubiesen dicho «se seguirán vuestros planes, se ejecutará sin vos lo que habéis emprendido,» todo lo hubiera olvidado por la Francia; pero yo sabia que no se adoptarían mis ideas. y los hechos lo han probado.

Hallábame además persuadido, tal vez equivocadamente, de que el conde de Villele no conocía la sociedad francesa, y que sus grandes cualidades no convenían a la época. Mr. de Villele quería disponer de una opinión que no era la suya, y se negaba a adoptar la que le pertenecía: comprendía perfectamente el movimiento; veía crecer los elementos que lanzaban a la nación al espacio y a la inmensidad de su porvenir; pero quería retener a esa nación en la tierra y fijarla en el suelo, sin tener la fuerza necesaria para conseguirlo. Yo por el contrario deseaba ocupar a los franceses en adquirir gloria, me empeñaba en conducirlos a la realidad por medio de sueños; esto es lo que ellos apetecen.

Hubiérame abstenido de pensar así si hubiese adivinado el desenlace; por lo demás nadie deseaba seriamente una catástrofe, a excepción de algunos hombres de poco valer. Tampoco hubo más que un motín, y en el momento dado le falló prudencia, tacto y resolución para triunfar. Cayó la monarquía; también caerán otras muchas: yo le debía mi fidelidad y la tendrá siempre.

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Adicto a sus primeros contratiempos me he consagrado a sus últimos infortunios, porque la desgracia me encontrará siempre a su lado. Todo lo he dimitido, cargos, pensiones, honores, y para no deber nada a nadie he comprado mi sepultura.

Jueces rígidos y austeros, virtuosos e infalibles realistas que habéis ganado con un juramento vuestras riquezas, tened indulgencia de mis amarguras, pasadas; hoy las espío a mi modo, que ciertamente no es el vuestro. Sin embargo, no olvidéis que he podido tener otra suerte, que he visto a Felipe en su palacio en 1830, y que solo en mí ha consistido no escuchar sus palabras generosas.

A haberme arrepentido más tarde de mi conducta me hubiera sido posible variarla, pues Mr. de Benjamín Constant me escribía en 20 de setiembre: «Quisiera hablaros de vos más bien que de mi, quisiera hablaros de la pérdida que hacéis experimentar a la Francia retirándoos de los negocios, después de haber ejercido en ellos una influencia tan noble y saludable. Pero seria indiscreción tratar de este modo cuestiones personales y debo respetar vuestros escrúpulos.»

Mis deberes no estaban concluidos; defendí a la viuda y al huérfano, sufrí un proceso y un encarcelamiento, que Bonaparte en medio de su mayor irritación me había evitado. Me presento entre mi dimisión al saber la muerte del duque de Enghien, y mi grito en defensa del niño despojado.

Libre ahora de todo compromiso, aprecio a los gobiernos en lo que valen. ¿Podemos tener fe en los reyes futuros? ¿Podemos creer en los pueblos? El hombre sabio y desconsolado de este siglo, el hombre sin convicciones, solo en el ateísmo político encuentra un miserable reposo. Aliméntense de esperanzas las jóvenes generaciones, porque mucho tendrán que esperar antes que logren su objeto: las edades caminan hacia la nivelación general, pero no apresuran su marcha con arreglo a nuestros deseos; poique el tiempo es una especie de extremidad apropiada a las cosas mortales.

Resulta, pues, que si se hubiera hecho lo que había aconsejado, si miserables envidias no hubiesen hecho olvidar los intereses de la Francia, si el poder hubiera apreciado mejor las capacidades relativas, si los gabinetes extranjeros hubiesen juzgado con Alejandro que las instituciones liberales podían salvar a la monarquía francesa, la legitimidad ocuparía el trono. ¡Ah! ¡lo que ha pasado ha pasado! En vano volvemos la vista atrás; en vano pretendemos los puestos que ya hemos ocupado: nada encontraremos de lo que allá queda; hombres, ideas, circunstancias; todo ha desaparecido.

FIN DEL TOMO TERCERO.