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    Insolación[Historia Amorosa]

  • Primera edición en REINO DE CORDELIA, noviembre de 2020Basada en la primera edición, publicada por Sucesores de N. Ramírez y C.ª en Barcelona, en 1889

    Edita: Reino de Cordeliawww.reinodecordelia.esN P @reinodecordelia M facebook.com/reinodecordelia

    Derechos exclusivos de esta edición en lengua española© Reino de Cordelia, S.L.Avda. Alberto Alcocer, 46 - 3º B28016 Madrid

    El papel utilizado para la impresión de este libro, fabricado a partir de madera procedente de bosques y plantaciones sostenibles, es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable

    Dibujos: © Javier de Juan, 2020Prólogo: © Luis Alberto de Cuenca y Prado, 2020

    Edición y notas: © Sergio Casquet y Jesús Egido, 2020

    Esta obra ha recibido una ayudaa la edición de la Comunidad de Madrid

    IBIC: FRDISBN: 978-84-18141-24-9Depósito legal: M-27048-2020

    Diseño y maquetación: Jesús EgidoCorrección de pruebas: Pepa Rebollo

    Imprime: Técnica Digital PressImpreso en la Unión EuropeaPrinted in E. U.Encuadernación: Felipe Méndez

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

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    Insolación #001-224.e$S_Maquetación 1 20/10/20 17:39 Página 4

  • Insolación[Historia Amorosa]

    Emilia Pardo BazánDibujos de Javier de JuanPrólogo de Luis Alberto de Cuenca

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    Prólogo / La gallega y el andaluz

    INSOLACIÓNIIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIVXVXVIXVIIXVIIIXIXXXXXI

    XXII Epílogo

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    151525395563778597

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    Índice

  • EMILIA PARDO-BAZÁN y de la Rúa-Figueroa (1851-1921) erapequeñita de estatura, pero enorme, descomunal, como escrito-ra. Nos legó algunas de las mejores novelas que se han escrito encastellano. Como cuentista, encabeza la nómina de narradoresbreves en nuestra lengua. Como ensayista saludó en La cuestiónpalpitante (1882) la aportación de Émile Zola y del naturalismo ala nueva narrativa europea (lo que en la España de la Restaura-ción alfonsina tenía un mérito bárbaro, voto a bríos, porque leeral homónimo francés de doña Emilia y adherirse a su doctrinaliteraria implicaba pecado mortal para la burguesía española delmomento). Fue una mujer ejemplar, libérrima y desinhibida enuna época que propiciaba un modelo femenino completamenteopuesto al que ella representó. Amó y fue amada por don BenitoPérez Galdós. ¿Qué más se le puede pedir a una dama como doña

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    Prólogo

    La gallega y el andaluzLuis Alberto de Cuenca

    Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo(CCHA, CSIC)

  • Emilia? Pues un título nobiliario. Lo tenía: condesa de PardoBazán. Nada, pues, le faltaba a la criatura.

    El mejor homenaje que puede tributarse a una persona tancompleta en todos los sentidos —aprovechando, además, que secelebra el centenario de su muerte en 2021, un año después delcentenario del fallecimiento de su enamorado Benito— es leersus obras. Yo lo hice desde que los dinosaurios poblaban la tie-rra: todavía recuerdo la impresión que me produjo la lectura delgenial díptico formado por Los pazos de Ulloa (1886) y La madrenaturaleza (1887) cuando mi edad andaba iniciándose en el sufi-jo inglés -teen. Fue un verano apasionado y doloroso, como todoslos de la adolescencia. Ahora los veranos son simple y alarman-temente cortos, lo que es mucho peor, si cabe.

    La novela Insolación de doña Emilia, cuya editio princeps ten-go a la vista, se imprimió en Barcelona, Imprenta de los Suce-sores de N. Ramírez y C.ª, 1889. Desarrolla un argumento tansugestivo como valiente: un girl meets boy con claro y evidenteprotagonismo de ella sobre él, en el ambiente recatado, pudi-bundo y asfixiante que reinaba en España durante las décadasfinales del siglo XIX. Una historia amorosa en la que Franciscade Asís Taboada, marquesa de Andrade (llamada Asís a secas alo largo de la novela), una gallega treintañera y viuda que pade-ció un matrimonio de conveniencia, se tropieza en casa de unaamiga con Diego Pacheco, un apuesto gaditano con ribetes don-juanescos, y a partir de ese encuentro, y de una serie de idas yvenidas a lugares de esparcimiento popular madrileño —comola Pradera de San Isidro o los merenderos que pululaban por

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  • aquel entonces en las Ventas del Espíritu Santo—, ambas mita-des de la misma naranja van a soldarse en un único ser por obray gracia del dios Eros.

    La novela de doña Emilia, quedisfrutó de una erudita ediciónuniversitaria a cargo de ErmitasPenas Varela (Madrid, Cátedra,2005), no tiene desperdicio. Perosí tiene algunas cosas que ahorano digerimos tan fácilmente, co-mo ese espantoso remedo delhabla popular andaluza que laescritora coruñesa transfiere aPacheco, con lo que convierte algalán en gañán en un periquete ylo transforma en un donjuán hor-tera e insufrible que nunca hubie-ra llamado la atención de una delicada aristócrata norteña comoAsís Taboada. El joven dramaturgo albaceteño Pedro ManuelVíllora llevó a cabo hace un lustro una excelente dramatizaciónde la novela pardobazanesca, contribuyendo con su adaptaciónteatral al aggiornamento de la acción y al reforzamiento de la ideo-logía igualitaria entre hombres y mujeres. Una igualdad de sexosque, defendida ya en su tiempo ardorosamente por doña Emilia,aún necesita apoyo en este año del Señor de 2020, pues sigue sien-do un desideratum, por mucho que el trecho caminado en esa direc-ción haya sido considerable.

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    La condesa de Pardo Bazán retratada en La Esfera por Gamonal en 1921.

  • Los magníficos y originalísimos dibujos del pintor y dibujan-te Javier de Juan contribuyen también a ese aggiornamento deInsolación, borrando de un plumazo lo que de costumbrismocaduco pueda haber en la novela. Una novela, en cualquier caso,muy moderna tanto en el momento en que se escribió como hoy.Una delicia narrativa que se pone de largo en esta nueva edi-ción ilustrada de Reino de Cordelia, imprescindible a partir deahora en el historial bibliográfico de una de las obras más auda-ces y entretenidas de la rompedora condesa.

    Madrid, 8 de julio de 2020LUISALBERTODECUENCA

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  • A José Lázaro Galdianoen prenda de amistad

    LA AUTORA

  • LA PRIMERA SEÑAL por donde Asís Taboada se hizo cargo deque había salido de los limbos del sueño fue un dolor como si lebarrenasen las sienes de parte a parte con un barreno finísimo;luego le pareció que las raíces del pelo se le convertían en milla-res de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. Tambiénnotó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua,hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desafo-radamente las arterias; y el cuerpo declaraba a gritos que, si eraya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba él paravalentías tales.

    Suspiró la señora; dio una vuelta, convenciéndose de que teníamolidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tirócon garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió lasmaderas del cuarto tocador. Una flecha de luz se coló en la alco-ba y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:

    —Menos abierto… Muy poco… Así.

    15

    I

  • —¿Cómo le va, señorita?—preguntó muy solícita laÁngela (por mal nombre Diabla)—. ¿Se encuentra algomás aliviada ahora?

    —Sí, hija…, pero se me abre la cabeza en dos. —¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona? —Clavada… A ver si me traes una taza de tila…—¿Muy cargada, señorita ? —Regular…—Voy volando.

    Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Suama, vuelta de cara a la pared, subía las sábanas hasta cubrirsela cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batis-ta en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.

    De tiempo en tiempo, se percibía un gemido sordo. En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria

    de la Casa de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como elpresente, sino el que había experimentado al visitar la fábrica dedinero y salir medio loca de las salas de acuñación.

    Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legiónde enemigos se divertía en pegarle tenazazos en los sesos y deva-narle con argadillos1 candentes la masa encefálica.

    Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que sila cama fuese una hamaca, y a cada balance se le amontonaseel estómago y le metiesen en prensa el corazón.

    La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, suje-tando la cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acer-car la cucharilla a los labios, náuseas reales y efectivas.

    1 Armazón para

    dar forma a las madejas.

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  • —Hija… está hirviendo… Abrasa ¡Ay! Sostenme un poco,por los hombros. ¡Así!

    Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimien-ta: una luguesa que no le cedía el paso a la andaluza más ladina.Miró a su ama guiñando un poco los ojos y dijo, compungidísimaal parecer:

    —Señorita… Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tie-ne no es sino eso que le dicen allá en nuestra tierra un soleado…Ayer se caían los pájaros de calor, y usted fuera todo el santo día…

    —Eso será… —afirmó la dama. —¿Quiere que vaya enseguidita a avisar al señor de Sánchez

    del Abrojo? —No seas tonta… No es cosa para andar fastidiando al médi-

    co. Un meneo a la taza. Múdala a ese vaso… Con un par de trasegaduras de vaso a taza y viceversa, que-

    dó potable la tila. Asís se la embocó, y al punto se volvió haciala pared.

    —Quiero dormir… No almuerzo… Almorzad vosotros… Sivienen visitas, que he salido… Atenderás por si llamo.

    Hablaba la dama sorda y opacamente, de mal talante, comoaquel que no está para bromas y tiene igualmente desazonadosel cuerpo y el espíritu.

    Se retiró por fin la doncella y, al verse sola, Asís suspiró másprofundo y alzó otra vez las sábanas, quedándose acurrucada enuna concha de tela. Se arregló los pliegues del camisón, procu-rando que la cubriese hasta los pies; echó atrás la madeja delpelo revuelto, empapado en sudor y áspero de polvo, y luego per-

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  • maneció quietecita, con síntomas de alivio y aun de bienestarfísico producido por la infusión calmante.

    La jaqueca, que ya se sabe cómo es de caprichosa y maniá-tica, se había marchado por la posta desde que llegara al estó-mago la taza de tila; la calentura cedía y las bascas2 ibanaplacándose… Sí, lo que es el cuerpo se encontraba mejor, infi-nitamente mejor; pero, ¿y el alma? ¿Qué procesión le andabapor dentro a la señora?

    No cabe duda: si hay una hora del día en que la concienciagoza todos sus fueros, es la del despertar. Se distingue muy biende colores después del descanso nocturno y el paréntesis delsueño. Ambiciones y deseos, afectos y rencores se han desvane-cido entre una especie de niebla; faltan las excitaciones de lavida exterior; y así como después de un largo viaje parece quela ciudad de donde salimos hace tiempo no existe realmente, aldespertar suele figurársenos que las fiebres y cuidados de la vís-pera se han ido en humo y ya no volverán a acosarnos nunca. Esla cama una especie de celda donde se medita y hace examende conciencia, tanto mejor cuanto que se está muy a gusto, y nila luz ni el ruido distraen. Grandes dolores de corazón y propó-sitos de la enmienda suelen quedarse entre las mantas.

    Unas miajas de todo esto sentía la señora; solo que a susdemás impresiones sobrepujaba la del asombro. «¿Pero es deveras? ¿Pero me ha pasado eso? Señor Dios de los ejércitos, ¿lohe soñado o no? Sácame de esta duda». Y aunque Dios no setomaba el trabajo de responder negando o afirmando, aquelloque reside en algún rincón de nuestro ser moral y nos habla tan

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    2Desazón quese experimentaantes de vomitar.

  • categóricamente como pudiera hacerlo una voz divina contesta-ba: «Grandísima hipócrita, bien sabes tú cómo fue: no me pre-guntes, que te diré algo que te escueza».

    —Tiene razón la Diabla: ayer atrapé un soleado, y para mí,el sol…, matarme. ¡Este chicharrero de Madrid! ¡El veranito ysu alma! Bien empleado, por meterme en avisperos. A estas horasdebía yo andar por mi tierra…

    Doña Francisca Taboada se quedó un poquitín más tranqui-la desde que pudo echarle la culpa al sol. A buen seguro que elastro rey dijese esta boca es mía protestando, pues, aunque estámenos acostumbrado a las acusaciones de galeotismo que la luna,es de presumir que las acoja con igual impasibilidad e indife-rencia.

    —De todos modos —arguyó la voz inflexible— confiesa, Asís,que si no hubieses tomado más que sol… Vamos, a mí no me ven-

    gas tú con historias, que ya sabes que nos conoce-mos… ¡Como que andamos juntos hace la friolerade treinta y dos abriles! Nada, aquí no valen sub-terfugios… Y tampoco sirve alegar que si fue ines-perado, que si parece mentira, que si patatín, que

    si patatán… Hija de mi corazón, lo que no sucede enun año sucede en un día. No hay que darle vueltas.Tú has sido hasta la presente una señora intacha-ble; bien: una perfecta viuda; conformes: te has lle-vado en peso tus dos añitos de luto (cosa tanto másmeritoria cuanto que, seamos francos, última-mente ya necesitabas alguna virtud para que-

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  • rer a tu tío, esposo y señor natural, el insigne marqués de Andra-de, con sus bigotes pintados y sus alifafes3, fístulas o lo que fue-sen); a pesar de tu genio animado y tu afición a las diversiones,en veinticuatro meses no se te ha visto el pelo, sino en la iglesiao en casa de tus amigas íntimas; convenido: has consagrado lar-gas horas al cuidado de tu niña y eres madre cariñosa; nadie loniega: te has propuesto siempre portarte como una señora, dis-frutar de tu posición y tu independencia, no meterte en líos nihacer contrabando; lo reconozco; pero… ¿qué quieres, mujer? Tedescuidaste un minuto, incurriste en una chiquillada (porque fueuna chiquillada, pero chiquillada del género atroz, convéncetede ello) y por cuanto viene el demonio y la enreda y te encuen-tras de patitas en la gran trapisonda… No andemos con sol poraquí y calor por allá. Disculpas de mal pagador. Te falta hasta laexcusa vulgar, la del cariñito y la pasioncilla… Nada, chica, nada.Un pecado gordo en frío, sin circunstancias atenuantes y con ribe-tes de desliz chabacano. ¡Te luciste!

    Ante estos argumentos irrefutables menguaba la acción bien-hechora de la tila y Asís iba experimentando otra vez terrible des-asosiego y sofoco. El barreno que antes le taladraba la sien sehabía vuelto sacacorchos, y haciendo hincapié en el occipucio,parecía que enganchaba los sesos a fin de arrancarlos igual queel tapón de una botella. Ardía la cama y también el cuerpo de laculpable, que, como un San Lorenzo en sus parrillas, daba vuel-tas y más vueltas en busca de rincones frescos, al borde del col-chón. Convencida de que todo abrasaba igualmente. Asís brincóde la cama abajo, y blanca y silenciosa como un fantasma entre

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    3Achaques.

  • la penumbra de la alcoba, se dirigió al lava-bo, torció el grifo del depósito y, con lasyemas de los dedos empapadas en agua, sehumedeció frente, mejillas y nariz; luego serefrescó la boca, y por último sebañó los párpados larga-mente, con fruición; he-cho lo cual, creyó sentirque se le despejaban lasideas y que la punta delbarreno se retiraba poqui-to a poco de los sesos. ¡Ay,

    qué alivio tan rico! A la cama,a la cama otra vez, a cerrar los

    ojos, a estarse quietecita y callada y sin pensaren cosa ninguna…

    Sí, a buena parte. ¿No pensar, dijiste? Cuanto más se aquie-taban los zumbidos y los latidos y la jaqueca y la calentura, másnítidos y agudos eran los recuerdos, más activas y endiabladaslas cavilaciones.

    —Si yo pudiese rezar —discurrió Asís—. No hay para estode conciliar el sueño como repetir una misma oración de carre-tilla.

    Lo intentó, en efecto; mas si por un lado era soporífera laoperación, por otro agravaba las inquietudes y resquemazonesmorales de la señora. Bonito se pondría el padre Urdax cuandotocasen a confesarse de aquella cosa inaudita y estupenda. ¡Él,

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  • que tanto se atufaba por menudencias de escotes, infraccionesde ayuno, asistencia a saraos en cuaresma, mermas de misa yotros pecadillos que trae consigo la vida mundana en la corte!¿Qué circunloquios serían más adecuados para atenuar la pri-mer impresión de espanto y la primer filípica? Sí, sí ¡circunlo-quios al padre Urdax! ¡Él, que lo preguntaba todo derecho yclaro, sin pararse en vergüenzas ni en reticencias! ¡Con aquelgeniazo de pólvora y aquella manga estrechita que gastaba! Sial menos permitiese explicar la cosa desde un principio, bienexplicada, con todas las aclaraciones y notas precisas para quese viese la fatalidad, la serie de circunstancias que… ¿Pero,quién se atreve a hacer mérito de ciertas disculpas ante un jesui-ta tan duro de pelar y tan largo de entendederas? Esos señoresquieren que todo sea virtud a raja tabla y no entienden de com-ponendas, ni de excusas. Antes parece que se les tachaba detolerantísimos: no, pues lo que es ahora…

    No obstante el triste convencimiento de que con el padreUrdax sería perder tiempo y derrochar saliva todo lo que no fue-se decir «me acuso, me acuso», Asís, en la penumbra del dor-mitorio, entre el silencio, componía mentalmente el relato quesigue, donde claro está que no había de colocarse en el peorlugar, sino paliar el caso: aunque, señores, ello admitía bienpocos paliativos.

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  • HAY QUE TOMARLO desde algo atrás y contar lo que pasó, opor mejor decir, lo que se charló anteayer en la tertulia semanalde la duquesa de Sahagún, a la cual soy asidua concurrente. Tam-bién la frecuenta mi paisano, el comandante de artillería donGabriel Pardo de la Lage, cumplido caballero, aunque un poqui-llo inocentón, y sobre todo muy estrafalario y bastante perniciosoen sus ideas, que a veces sostiene con gran calor y terquedad, sibien las más noches le da por acoquinarse y callar o jugar al tre-sillo, sin importarle lo que pasa en nuestro corro. No obstante, des-de que yo soy obligada todos los miércoles, notan que don Gabrielse acerca más al círculo de las señoras y gusta de armar penden-cia conmigo y con la dueña de la casa; por lo cual hay quien ase-gura que no le parezco saco de paja a mi paisano, aun cuandootros afirman que está enamorado de una prima o sobrina suya,acerca de quien se refieren no sé qué historias raras. En fin, elcaso es que disputando y peleándonos siempre, no hacemos malas

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    II

  • migas el comandante y yo. ¡Qué malas migas! A cada polémicaque armamos, parece aumentar nuestra simpatía, como si sus mis-mas genialidades morales (no sé darles otro nombre) me fuesencayendo en gracia y pareciéndome indicio de cierta bondad inte-rior… Ello va mal expresado…, pero yo me entiendo.

    Pues anteayer (para venir al asunto) estuvo el comandantedesde los primeros momentos muy decidor y muy alborotado,haciéndonos reír con sus manías. Le sopló la ventolera de sos-tener una vulgaridad: que España es un país tan salvaje comoel África central, que todos tenemos sangre africana, beduina,árabe o qué sé yo, y que todas esas músicas de ferrocarriles, telé-grafos, fábricas, escuelas, ateneos, libertad política y periódicosson en nosotros postizas y como pegadas con goma, por lo cualestán siempre despegándose, mientras lo verdaderamente nacio-nal y genuino, la barbarie, subsiste, prometiendo durar por lossiglos de los siglos. Sobre esto se levantó el caramillo que es desuponer. Lo primero que le repliqué fue compararlo a los fran-ceses, que creen que solo servimos para bailar el bolero y repi-car las castañuelas; y añadí que la gente bien educada era igual,idéntica, en todos los países del mundo.

    —Pues mire usted, eso empiezo por negarlo —saltó Pardocon grandísima fogosidad—. De los Pirineos acá, todos, sinexcepción, somos salvajes, lo mismo las personas finas que lostíos; lo que pasa es que nosotros lo disimulamos un poquillo más,por vergüenza, por convención social, por conveniencia propia;pero que nos pongan el plano inclinado, y ya resbalaremos. Elprimer rayito de sol de España —este sol con que tanto nos mue-

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  • len los extranjeros y que casi nunca está en casa, porque aquíllueve lo propio que en París, que ese es el chiste…

    Le interrumpí: —Hombre, solo falta que también

    niegue usted el sol. —No lo niego, ¡qué he de negar-

    lo! Por lo mismo que suele embozar-se bien en invierno, de miedo a laspulmonías, en verano lo tienen uste-des convirtiendo a Madrid en sarténo caldera infernal, donde nos achi-charramos todos…Y claro, no bienasoma, produce una fiebre y una exci-tación endiabladas… Se nos sube a la cabeza, y entonces escuando se nivelan las clases ante la ordinariez y la ferocidadgeneral…

    —Vamos, ya pareció aquello. Usted lo dice por las corridasde toros.

    En efecto, a Pardo le da muy fuerte eso de las corridas. Es uno de sus principales y frecuentes asuntos de sermón. En

    tomando la ampolleta4 sobre los toros, hay que oírle poner comodigan dueñas a los partidarios de tal espectáculo, que él conside-ra tan pecaminoso como el padre Urdax los bailes de Piñata y lasrepresentaciones del Demi-monde y Divorciémonos. Sale a reluciraquello de las tres fieras, toro, torero y público; la primera, que sedeja matar porque no tiene más remedio; la segunda, que cobrapor matar; la tercera, que paga para que maten, de modo que vie-

    27

    4Hablar enexceso, sin darcuartel al otro.

  • ne a resultar la más feroz de las tres; y también aquello de la suer-te de pica, y de las tripas colgando, y de las excomuniones delPapa contra los católicos que asisten a corridas, y de los perjui-cios a la agricultura… Lo que es la cuenta de perjuicios la sacade un modo imponente. Hasta viene a resultar que por culpa delos toros hay déficit en la Hacienda y hemos tenido las dos gue-rras civiles… (Verdad que esto lo soltó en un instante de acalo-ramiento, y como vio la greguería y la chacota que armamos, mediose desdijo). Por todo lo cual, yo pensé que al nombrar ferocidady barbarie, vendrían los toros detrás. No era eso. Pardo contestó:

    —Dejemos a un lado los toros, aunque bien revelan el influ-jo barbarizante o barbarizador (como ustedes gusten) del sol, yaque es axiomático que sin sol no hay corrida buena. Pero pres-cindamos de ellos; no quiero que digan ustedes que ya es maníaen mí la de sacar a relucir la gente cornúpeta. Tomemos cual-quiera otra manifestación bien genuina de la vida nacional…,algo muy español y muy característico… ¿No estamos en tiem-po de ferias? ¿No es mañana San Isidro Labrador? ¿No va lagente estos días a solazarse por la pradera y el cerro?

    —Bueno: ¿y qué? ¿También criticará usted las ferias y elSanto? Este señor no perdona ni a la corte celestial.

    —Bueno está el Santo, y valiente saturnal asquerosa la quesus devotos le ofrecen. Si San Isidro la ve, él, que era un hon-rado y pacífico agricultor, convierte en piedras los garbanzos tos-tados, y desde el cielo descalabra a sus admiradores. Aquello esun aquelarre, una zahúrda5 de Pintón. Los instintos españolesmás típicos corren allí desbocados, luciendo su belleza. Borra-

    28

    5 Pocilga.

  • cheras, pendencias, navajazos, gula, libertinaje grosero, blasfe-mias, robos, desacatos y bestialidades de toda calaña… Bonitotableau, señoras mías… Eso es el pueblo español cuando le dansuelta. Lo mismito que los potros al salir a la dehesa, que su feli-cidad consiste en hartarse de relinchos y coces.

    —Si me habla usted de la gente ordinaria…—No, es que insisto: todos iguales en siendo españoles; el

    instinto vive allá en el fondo del alma; el problema es de oca-sión y lugar, de poder o no sacudir ciertos miramientos que laeducación impone: cosa externa, cáscara y nada más.

    —¡Qué teorías, Dios misericordioso! Ni siquiera admite ustedexcepciones a favor de las señoras? ¿Somos salvajes también?

    —También, y acaso más que los hombres, que al fin ustedesse educan menos y peor… No se de usted por resentida, amigaAsís. Concederé que usted sea la menor cantidad de salvaje posi-ble, porque al fin nuestra tierra es la porción más apacible y sen-sata de España.

    Aquí la duquesa volvió la cabeza con sobresalto. Desde el prin-cipio de la disputa estaba entretenida dando conversación a un ter-tuliano nuevo, muchacho andaluz, de buena presencia, hijo de unantiguo amigo del duque, el cual, según me dijeron, era un ricohacendado residente en Cádiz. La duquesa no admite presentados,y solo por circunstancias así pueden encontrarse caras desconoci-das en su tertulia. En cambio, a las relaciones ya antiguas las aga-saja muchísimo, y es tan consecuente y cariñosa en el trato, quetodos se hacen lenguas alabando su perseverancia, virtud que, segúnhe notado, abunda en la corte más de lo que se cree. Advertía yo

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  • que, sin dejar de atender al forastero, la duquesa aplicaba el oídoa nuestra disputa y rabiaba por mezclarse en ella: la proporción levino rodada para hacerlo, metiendo en danza al gaditano.

    —Muchas gracias, señor de Pardo, por la parte que nos tocaa los andaluces. Estos galleguitos siempre arriman el ascua a susardina. ¡Más aprovechados son! De salvajes nos ha puesto, asícomo quien no quiere la cosa.

    —¡Oh duquesa, duquesa, duquesa! —respondió Pardo conmucha guasa— ¡Darse por aludida usted, usted, que es una seño-ra tan inteligente, protectora de las bellas artes! ¡Usted, queentiende de pucheros mudéjares y barreñones asirios! ¡Usted,que posee colecciones mineralógicas que dejan con la boca abier-ta al embajador de Alemania! ¡Usted, señora, que sabe lo quesignifica fósil! ¡Pues si hasta miedo le han cobrado a usted cier-tos pedantes que yo conozco!

    —Haga usted el favor de no quedarse conmigo suavemente.No parece sino que soy alguna literata o alguna marisabidilla…Porque le guste a uno un cuadro o una porcelana… Si cree ustedque así vamos a correr un velo sobre aquello del salvajismo…¿Qué opina usted de eso, Pacheco? Según este caballero, que hanacido en Galicia, es salvaje toda España y más los andaluces.Asís, el señor don Diego Pacheco… Pacheco, la señora marque-sa viuda de Andrade… el señor don Gabriel Pardo…

    El gaditano, sin pronunciar palabra, se levantó y vino a apre-tarme la mano haciendo una cortesía; yo murmuré entre dienteseso que se murmura en casos análogos. Llena la fórmula, nosmiramos con la curiosidad fría del primer momento, sin fijarnos

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  • en detalles. Pacheco, que llevaba con soltura el frac, me pareciódistinguido, y aunque andaluz, le encontré más bien trazas ingle-sas: se me figuró serio y no muy locuaz ni disputador. Haciéndo-se cargo de la indicación de la duquesa, dijo con acento cerradoy frase perezosa:

    —A cada país le cae bien lo suyo… Nuestra tierra no hadado pruebas de ser nada ruda; tenemos allá de too; poetas, pin-tores, escritores… Cabalmente en Andalucía la gente pobre esmu fina y mu despabilás. Protesto contra lo que se refiere a lasseñoras. Este cabayero convendrá en que toítas son unos ánge-les del cielo.

    —Si me llama usted al terreno de la galantería —respondióPardo— convendré en lo que usted guste… Solo que esas gene-ralidades no prueban nada. En las unidades nacionales no veohombres ni mujeres: veo una raza, que se determina histórica-mente en esta o en aquella dirección…

    —¡Ay, Pardo! —suplicó la duquesa con mucha gracia—.Nada de palabras retorcidas, ni de filosofías intrincadas. Hableusted clarito y en cristiano. Mire usted que no hemos llegado asabios y que nos vamos a quedar en ayunas.

    —Bueno: pues hablando en cristiano, digo que ellos y ellasson de la misma pasta, porque no hay más remedio, y que en Espa-ña (allá va, ustedes se empeñan en que ponga los puntos sobre lasíes) también las señoras pagan tributo a la barbarie —lo cual pue-de no advertirse a primera vista porque su sexo las obliga a adop-tar formas menos toscas, y las condena al papel de ángeles, comoles ha llamado este caballero—. Aquí está nuestra amiga Asís,

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  • que a pesar de haber nacido en el Noroeste, donde las mujeresson reposadas, dulces y cariñosas, sería capaz, al darle un rayo desol en la mollera, de las mismas atrocidades que cualquier hijadel barrio de Triana o del Avapiés…

    —¡Ay, paisano! Ya digo que está usted tocado, incurable. Conel sol tiene la tema. ¿Qué le hizo a usted el sol, para que así lotraiga al retortero?

    —Serán aprensiones, pero yo creo que lo llevamos disueltoen la sangre y que a lo mejor nos trastorna.

    —No lo dirá usted por nuestra tierra. Allá no le vemos lacara sino unos cuantos días del año.

    —Pues no lo achaquemos al sol; será el aire ibérico; el casoes que los gallegos, en ese punto, solo aparentemente nos distin-guimos del resto de la Península. ¿Ha visto usted qué bien nosacostumbramos a las corridas de toros? En Marineda ya se llenala plaza y se calientan los cascos igual que en Sevilla o Córdoba.Los cafés flamencos hacen furor; las cantaoras traen revuelto alsexo masculino; se han comprado cientos de navajas, y lo peor esque se hace uso de ellas; hasta los chicos de la calle se han apren-dido de memoria el tecnicismo taurómaco; la manzanilla corre amares en los tabernáculos marinedinos; hay sus cañitas y todo;una parodia ridícula; corriente; pero parodia que sería imposibledonde no hubiese materia dispuesta para semejantes aficiones.Convénzanse ustedes: aquí en España, desde la Restauración, mal-dito si hacemos otra cosa más que jalearnos a nosotros mismos.Empezó la broma por todas aquellas demostraciones contra donAmadeo: lo de las peinetas y mantillas, los trajecitos a medio paso

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  • y los caireles; siguió con las barbianerías del difunto rey, que lehabía dado por lo chulo, y claro, la gente elegante le imitó; y aho-ra es ya una epidemia, y entre patriotismo y flamenquería, guita-rreo y cante jondo, panderetas con madroños colorados y amarillos,y abanicos con las hazañas y los retratos de Frascuelo y Mazzan-tini, hemos hecho una Españita bufa, de tapiz de Coya o sainetede don Ramón de la Cruz. Nada, es moda y a seguirla. Aquí tie-ne usted a nuestra amiga la duquesa, con su cultura, y su finura,y sus mil dotes de dama: ¿pues no se pone tan contenta cuandole dicen que es la chula más salada de Madrid?

    —Hombre, si fuese verdad, ¡ya se ve que me pondría! —excla-mó la duquesa con la viveza donosa que la distingue—. ¡A muchahonra! Más vale una chula que treinta gringas. Lo gringo me apes-ta. Soy yo muy españolaza: ¿se entera usted‚ no? Se me figuraque más vale ser como Dios nos hizo, que no que andemos imi-tando todo lo de extranjis… Estas manías de vivir a la inglesa, ala francesa… ¿Habrá ridiculez mayor? De Francia los perifollos;bueno; no ha de salir uno por ahí espantando a la gente, vestidocomo en el año de la nanita… De Inglaterra los asados…, y seacabó. Y diga usted, muy señor mío de mi mayor aprecio, ¿cómoes eso de que somos salvajes los españoles y no lo es el resto delgénero humano? En primer lugar, ¿se puede saber a qué llama ustedsalvajadas? En segundo: ¿qué hace nuestro pueblo, pobre infeliz,que no hagan también los demás de Europa? Conteste.

    —¡Ay!… ¡Si me aplasta usted!… ¡Si ya no sé por dónde ando!Pietá, Signor. Vamos, duquesa, insisto en el ejemplo de antes:¿ha visto usted la romería de San Isidro?

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  • —Vaya si la he visto. Por cierto que es de lo más entreteni-do y pintoresco. Tipos se encuentran allí que… Tipos de oro. ¿Ylos columpios? ¿Y los tiovivos? ¿Y aquella animación, aquel hor-migueo de la gente? Le digo a usted que, para mí, hay poco tansalado como esas fiestas populares. ¿Que abundan borracherasy broncas? Pues eso pasa aquí y en Flandes: ¿o se ha creídousted que allá, por la Ingalaterra, la gente no se pone nunca amedios pelos, ni se arma quimera, ni hace barbaridad ninguna?

    —Señora… —exclamó Pardo desalentado—, usted es paramí un enigma. Gustos tan refinados en ciertas cosas, y tal indul-gencia para lo brutal y lo feroz en otras, no me lo explico sinoconsiderando que, con un corazón y un ingenio de primera, per-tenece usted a una generación bizantina y decadente, que ha per-dido los ideales…Y no digo más, porque se reirá usted de mí.

    —Es muy saludable ese temor; así no me hablará usted decosazas filosóficas que yo no entiendo —respondió la duquesasoltando una de sus carcajadas argentinas, aunque reprimidassiempre—. No haga usted caso de este hombre. marquesa —mur-muró volviéndose a mí—. Si se guía usted por él la convertirá enuna cuáquera. Vaya usted al Santo, y verá como tengo razón yaquello es muy original y muy famoso. Este señor ha descubier-to que solo se achispan los españoles: lo que es los ingleses, ¡ange-litos de mi vida! ¡Qué habían de ajumarse nunca!

    —Señora —replicó el comandante riendo, pero sofocadoya—, los ingleses se achispan; conformes: pero se achispan consherry, con cerveza o con esos alcoholes endiablados que ellosusan; no como nosotros, con el aire, el agua, el ruido, la música

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  • y la luz del cielo; ellos se volverán unos cepos así que trincan,pero nosotros nos volvemos fieras; nos entra en el cuerpo un espí-ritu maligno de bravata y fanfarronería, y por gusto nos ponemosa cometer las mayores ordinarieces, empeñándonos en imitar alpopulacho. Y esto lo mismo las damas que los caballeros, si amano viene, como dicen en mi país. Transijamos con todo, excep-to con la ordinariez, duquesa.

    —Hasta la presente —declaró con gentil confusión ladama— no hemos salido ni la marquesa de Andrade ni yo a tras-tear ningún novillo.

    —Pues todo se andará, señoras mías, si les dan paño —res-pondió el comandante.

    —A este señor le arañamos nosotras —afirmó la duquesa fin-giendo con chiste un enfado descomunal.

    —¿Y el señor Pacheco, que no nos ayuda?—murmuré vol-viéndome hacia el silencioso gaditano.

    Este tenía los ojos fijos en mí, y sin apartarlos, disculpó suneutralidad declarando que ya nos defendíamos muy bien y mal-dita la falta que nos hacían auxilios ajenos: al poco rato miró elreloj, se levantó, se despidió con igual laconismo y fuese. Sumarcha varió por completo el giro de la conversación. Se hablóde él, claro está: la Sahagún refirió que lo había tenido a su mesa,por ser hijo de persona a quien estimaba mucho, y añadió queahí donde lo veíamos, hecho un moro por la indolencia y uninglés por la sosería, no era sino un calaverón de tomo y lomo,decente y caballero, sí, pero aventurero y gracioso como nadie,muy gastador y muy tronera, de quien su padre no podía hacer

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  • bueno, ni traerle al camino de la formalidad y del sentido prác-tico, pues lo único para que hasta la fecha servía era para tras-tornar la cabeza a las mujeres. Y entonces el comandante (henotado que a todos los hombres les molesta un poquillo quedelante de ellos se diga de otros que nos trastornan la cabeza)murmuró, como hablando consigo mismo:

    —Buen ejemplar de raza española.

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  • BIEN SABE DIOS que cuando alsiguiente día, de mañana, salí a oír misaa San Pascual, por ser la festividad delPatrón de Madrid, iba yo con mi euco-

    logio6 y mi mantillita hecha una santa, sinpensar en nada inesperado y novelesco, y a quien me profe-

    tizase lo que sucedió después, creo que le llevo a los tribunalespor embustero e insolente. Antes de entrar en la iglesia, como eratemprano, me estiré a dar un borde por la calle de Alcalá, y recuer-do que, pasando frente al Suizo, dos o tres de esos chulos de pan-talón estrecho y chaquetilla corta que se están siempre plantados

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    6Devocionariocon los oficiosdominicales ylas fiestas principales del año.

    III

  • allí en la acera me echaron una sarta de requiebros de lo más des-atinado; verbigracia: «Ole, ¡viva la purificación de la canela! Uyu-yuy, ¡vaya unos ojos que se trae usted, hermosa! Soniche7, ¡vivahasta el cura que bautiza a estas hembras con mansanilla e lofino!». Trabajo me costó contener la risa al entreoír estos dispa-rates; pero logré mantenerme seria y apreté el paso a fin de per-der de vista a los ociosos.

    Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nuncahe visto aire más ligero, ni cielo más claro; la flor de las acaciasdel paseo de Recoletos olía a gloria, y los árboles parecía queestrenaban vestido nuevo de tafetán verde. Ganas me entraron decorrer y brincar como a los quince, y hasta se me figuraba queen mis tiempos de chiquilla no había sentido nunca tal excesode vitalidad, tales impulsos de hacer extravagancias, de arrancarramas de árbol y de chapuzarme en el pilón presidido por aque-lla buena señora de los leones… Nada menos que estas tonteríasme estaba pidiendo el cuerpo a mí.

    Seguí bajando hacia las Pascualas, con la devoción de la misamedio evaporada y distraído el espíritu. Poco distaba ya de laiglesia, cuando distinguí a un caballero que, parado al pie decorpulento plátano, arrojaba a los jardines un puro enterito y sedirigía luego a saludarme. Y oí una voz simpática y ceceosa, queme decía:

    —A los pies… ¿Adónde bueno tan de mañana y tan sola?—Calle… Pacheco… ¿Y usted? Usted sí que de fijo no vie-

    ne a misa. —¿Y usted qué sabe? ¿Por qué no he de venir a misa yo?

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    7 Silencio,

    abstenerse de hablar.