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LA IMAGEN DEL REY Y EL TEATRO DE LA ESPAÑA CLASICA
Alfredo Hermenegildo Université de Montréal
“Fray Luis [de León] y Felipe II son los dos arquitectos
ideales de nuestra grandeza moral y material. Fray Luis humaniza lo
divino; Felipe II espiritualiza lo humano. Idealismo y realismo se
conjugan así para darnos la fórmula perfecta y expresiva del ser de
España […]. Por distintos caminos vinieron a confluir el monarca y el
monje en la misma fuente original, en el mismo hontanar inspirador; es
decir, en Cristo, centro de la vida de España…”1.
Con estas palabras y otras parecidas pretende explicar el
padre Félix García dos maneras confluentes de concebir la sociedad
española. Sin compartir los puntos de vista del editor de fray Luis sobre
supuestos idealismos y realismos que a casi nada conducen, sí nos será
útil el triángulo Felipe II-Cristo-fray Luis de León, como punto de
partida para el presente estudio.
Felipe II sitúa a Cristo en el vértice del ordenamiento
político-teológico de la sociedad. También fray Luis de León pone a
Cristo como modelo de reyes. Sin embargo –y aquí diferimos 1 .- Fray Luis de León, Obras completas castellanas, Prólogos y notas del padre Félix García, 3ª edición, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1959, p. 350. (Desde ahora se identificará como LOC.)
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profundamente del padre Félix García– ni fray Luis considera al monarca
de su tiempo como ejemplo inspirado por el modelo que es Cristo, ni
Felipe II es un caso aislado en la serie de reyes que España tuvo por
aquellos siglos, ni Cristo es el camino único seguido por la sociedad
española para elaborar la imagen pública del rey.
“Todos los que reinan son reyes por mano de Dios”, dice fray
Luis en Los nombres de Cristo (LOC, 548). Pero de la teorización a la
realización práctica, de la imagen buscada a su plasmación en la vida
cotidiana, media un abismo que fray Luis no duda en franquear con paso
decidido y con una evidente amargura. Los años de cárcel fueron motivo
de difíciles experiencias y de profundas reflexiones para fray Luis.
Cuando sale de los calabozos inquisitoriales en 1576, lleva la firme idea
de acabar y publicar –lo hará en 1583– su obra magna, Los nombres de
Cristo. En ella encontraremos rastros de la preocupación de su autor por
el problema que engendró en la sociedad de su tiempo la segregación
racista de un grupo de españoles, el de los cristianos nuevos. Todos los
hombres son del mismo linaje, todos son hermanos entre sí en el reino de
Cristo. Fray Luis insiste continuamente en el carácter igualatorio de la
redención cristiana. Para el autor de Los nombres de Cristo –según se
desprende de una larga serie de afirmaciones incluidas en la obra citada–,
los súbditos del reino celestial reúnen unas cuantas condiciones. Y –
añade– “a la verdad, casi todas ellas se reducen a ésta, que es ser
generosos y nobles todos y de un mismo linaje” (LOC, 560). Los
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vasallos de Cristo “todos son hechura y nacimiento del cielo y hermanos
entre sí” (LOC, 561).
Fray Luis de León traza la imagen del reino de Cristo,
teniendo muy presentes los condicionamientos sociorreligiosos de la
España de la época. ¿De qué otra forma se puede escribir todo esto
cuando se vive en la más profunda de las amarguras? Fray Luis nos está
dando en estas líneas el negativo –muy positivo, habría que decir–, de la
idea que se fue haciendo de España durante sus años universitarios y,
sobre todo, en el período de sus desdichadas relaciones con la
Inquisición. El reino de Cristo es noble porque en él “ningún vasallo es
ni vil en linaje, ni afrentado por condición, ni menos bien nacido el uno
que el otro. Y paréceme a mí que esto es ser Rey propia y honradamente,
no tener vasallos viles y afrentados” (LOC, 561). Fray Luis va mucho
más lejos en la diatriba contra aquellos reyes que, aceptando la situación
deshonrosa en que viven muchos de sus vasallos, consienten que “vaya
cundiendo por muchas generaciones su afrenta y que nunca se acabe”
(LOC, 561).
Fray Luis no sólo denuncia la trágica situación de quienes
nunca pueden redimirse en la sociedad española, sino que pregona la
responsabilidad de los reyes que no quieren o no pueden modificar el
estado de envilecimiento de una parte de sus súbditos. La monarquía
española aparece, ante los ojos del intelectual converso que fue fray Luis
de León, como solidaria de la masa cristiana vieja y como
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corresponsable de la situación degradada en que los españoles “no
limpios” vivían. El rey que permite la infamia de sus vasallos se
deshonra a sí mismo. Y, en consecuencia, es cualquier cosa menos rey.
Fray Luis pone en tela de juicio incluso la legitimidad de un rey que
llega a ser “menos que rey” por el simple hecho de gobernar sobre un
cuerpo social alterado por la enfermedad de la segregación. En Los
nombres de Cristo, Sabino le pide a Juliano su opinión sobre los reyes
que afrentan a sus vasallos, consintiendo que la ignominia de unos pocos
se transmita, con carácter indeleble, de generación en generación.
“–¿Qué? –respondió Juliano. Que ninguna cosa son menos
que reyes. Lo uno, porque el fin adonde se endereza su oficio es hacer a
sus vasallos bienaventurados; con lo cual se encuentra por maravillosa
manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro, porque, cuando no
quieren mirar por ellos, a sí mismos se hacen daño y se apocan. Porque,
si son cabezas, ¿qué honra es ser cabeza de un cuerpo disforma y vil? Y,
si son pastores, ¿qué les vale un ganado roñoso? […]. Y no sólo dañan a
su honra propia, cuando buscan invenciones para mancharla [sic] de los
que son gobernados por ellos, mas dañan mucho sus intereses, y ponen
en manifiesto peligro la paz y la conservación de sus reinos. Porque, así
como dos cosas que son contrarias, aunque se junten, no se pueden
mezclar, así no es posible que se añude con paz el reino, cuyas partes
están tan opuestas entre sí y tan diferenciadas, unas con mucha honra y
otras con señalada afrenta. Y como el cuerpo que en sus partes está
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maltratado y cuyos humores se conciertan mal entre sí está muy
ocasionado y muy vecino a la enfermedad y a la muerte; así, por la
misma manera, el reino adonde muchas órdenes y suertes de hombres, y
muchas casas particulares están como sentidas y heridas y adonde la
diferencia que por estas causas pone la fortuna y las leyes, no permite
que se mezclen y se concierten bien unas con otras, está sujeto a
enfermar y a venir a las armas con cualquier razón que se ofrece” (LOC,
562).
Fray Luis señala el peligro grave a que un rey expone su reino
si favorece la discriminación de una parte de sus vasallos. El converso
agustino no puede reprimir una especie de amenaza velada: “Que la
propia lástima e injuria de cada uno encerrada en su pecho, y que vive en
él, los despierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la venganza”
(LOC, 562).
El rencor de fray Luis se manifiesta de forma patente. A pesar
de todo, la crítica se ha complacido en pasar silenciosamente junto a este
pasaje, en que fray Luis deja de manera muy palpable su opinión sobre el
conflicto de castas en la España de Felipe II y sobre la responsabilidad
del monarca llamado “el Prudente”. Muy entre paréntesis, hemos de
señalar una nota que el padre Félix García pone al pie del texto que
acabamos de transcribir. Dice así: “Es magnífica y cabal la concepción
que del orden social, resultante de la relación armoniosa entre
gobernantes y gobernados y de la equidad social en la distribución de los
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bienes, tiene fray Luis” (LOC, 562). La desigual distribución de bienes
no manchaba a una parte de las “casas españolas de generación en
generación”. Por muchos equilibrios que se quieran hacer para ocultar la
realidad. Fray Luis tiene una “magnífica y cabal concepción del orden
social”. Sí, pero es exactamente la concepción de un orden social
opuesto al que mantenía en España el rey Felipe II, en nombre de una
voluntad colectiva de ser impuesta por una mayoría de cristianos viejos.
Unas páginas antes de haber entrado en los detalles que
acabamos de señalar, fray Luis indica de manera inconfundible el
carácter injusto, egoísta y no cristiano de los reyes españoles, es decir, de
Felipe II. El abismo que media entre el reino de Cristo y el que “acogió”
a los conversos como fray Luis, se explica por la ausencia de bases
verdaderamente cristianas en este último. “Así que no es maravilla,
Sabino –dice fray Luis–, que los reyes de ahora no se precien para ser
reyes de lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes de
lo que se preció Jesucristo, porque no siguen en el ser reyes un mismo
fin […]. Estos que agora nos mandan, reinan para sí, y por la misma
causa no se disponen ellos para nuestro provecho, sino buscan sin
descanso en nuestro daño” (LOC, 558).
La defensa de la figura “sagrada” de Felipe II parece ser una
constante de cierta parte de la crítica. Y el padre Félix García no es
excepción. Para él, la invectiva de fray Luis es de orden general o está
dirigida contra la corte inglesa. “En la mente de fray Luis andaba
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Enrique VIII” (LOC, 559). Y, sin embargo, el mismo autor de Los
nombres de Cristo nos dice, al cerrar sus amargas reflexiones sobre todo
este tema: “Dejemos lo que en nuestros reyes o reinos, o pone la
necesidad o hace el mal gobierno y error” (LOC, 562). Así la
identificación no ofrece la menor duda. Fray Luis condena al rey Felipe
II, rey que nada tiene que ver con Cristo. La motivación última e íntima
de fray Luis, según esta pasaje, es el problema de los linajes.
Esta actitud leonina contra Felipe II muestra el ejemplo de un
intelectual converso que reacciona viva y amargamente contra un rey
comprometido en la situación social de los cristianos nuevos y
responsable de la degradación del cuerpo colectivo nacional.
Pero la reacción de fray Luis, que será necesario analizar con
más detalle en otro momento, no es única. Vamos a examinar
brevemente algunos rasgos de los utilizados por ciertos hombres de
teatro para trazar la figura del rey. Nos referimos, por ahora, al teatro
llamado prelopista y, más en concreto, al teatro trágico anterior al triunfo
total de la dramaturgia de Lope de Vega. Es necesario establecer una
línea muy clara entre el teatro prelopesco y el de Lope y su escuela. En
nuestro trabajo La tragedia en el Renacimiento español se lee lo
siguiente: “Cuando en el último tercio del siglo surge el grupo formado
por los Bermúdez, Virués, Cueva, Argensola, Artieda, Cervantes, etc…,
en todos ellos se notan unas inquietudes técnicas, temáticas e ideológicas
que, sin llegar a constituir una escuela, forman un entramado de obras
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que pueden y deben llamarse con toda propiedad tragedia española del
Renacimiento. En todos los autores, desde principios hasta finales del
siglo, hay un deseo de hacer tragedia. Las soluciones fueron variadas y
los resultados diversos”2. Cuando llega el triunfo de Lope de Vega y su
escuela, no puede decirse que se hayan arrinconado todos los
procedimientos técnicos puestos en marcha por los autores de tragedias.
Lope los supera. Pero es sobre todo en el arte de entrar en contacto con
las masas donde Lope consigue el gran éxito. Los trágicos prelopistas
hacen esfuerzos desesperados por conquistar la atención del público.
Pero son esfuerzos que podríamos llamar mecánicos, técnicos,
estilísticos, formales. El público no entraba en el juego de las tragedias
porque veía en ellas una manera de concebir la sociedad abiertamente
opuesta a la que la gran masa aceptaba y vivía. Y por muchas tentativas
que los autores hicieron, al no cambiar, porque no querían, su orientación
ideológica, aquéllas no fueron suficiente para conquistar al irreductible
espectador. Sin pretender haber resuelto todos los problemas que el tema
plantea, creemos poder afirmar que, en buena medida, el triunfo total y
devastador –el mismo Cervantes lo reconoció– de Lope de Vega se debe,
más que al perfeccionamiento formal del arte de hacer comedias, al
condicionamiento ideológico de su teatro por la opinión de la gran masa
española, coronada, en la cúspide del orden social establecido, por un
monarca prácticamente intocable. Lope de Vega triunfó porque 2 .- Alfredo Hermenegildo. La tragedia en el Renacimiento español, Barcelona, Planeta, 1973, p. 19.
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incorporó en su teatro la manera de pensar del grueso de los españoles.
El teatro prelopista fracasó, en su contacto con el público, porque era un
teatro de reivindicación, de reforma, de alteración del equilibrio
colectivo y, en consecuencia, contrario a los pareceres y a los intereses
de quienes controlaban la voluntad de la gran masa3.
Como ilustración de todo esto, vamos a presentar unos
rápidos trazos de la figura del rey, espejo y cumbre de la sociedad
española de la época llamada clásica, según aparece en las obras de los
trágicos anteriores a Lope de Vega. Y después, como vía opuesta,
analizaremos con detenimiento un aspecto de dicho personaje según se
manifiesta en el teatro lopesco. Nos importa menos, en este trabajo,
examinar el paralelo entre las dos versiones. Queremos presentar,
fundamentalmente, la de Lope y su escuela. Pero para comprenderla, nos
será útil un breve recuerdo de cómo consideraban al rey los trágicos
prelopistas.
En términos generales hay que constatar el parecido
asombroso de la figura del rey que nos trazaba fray Luis de León y de la
que hacen vivir los trágicos en sus obras. La no muy larga serie de
tragedias conservadas incluye de manera casi constante tipos de reyes 3 .- José Antonio Maravall, en su Teatro y literatura en la sociedad barroca (Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972), hace un agudo análisis de cómo la abierta sociedad renacentista del siglo XVI dio paso a una cerrada reacción señorial en el XVII. El rey absoluto, piedra clave en el difícil arco del equilibrio social, es presentado con carácter de intocable a través del teatro clásico, que debe calificarse, en este sentido, como literatura propagandística de las coordenadas de la sociedad barroca.
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cargados de trazos negativos. Sirva de ejemplo el recuerdo de algunos
personajes de Virués: Atila, de Atila furioso; Nino, Semíramis y Ninias,
de La gran Semíramis; el Príncipe, de La cruel Casandra. También
merecen una mención muy especial el protagonista de la Tragedia del
príncipe tirano, de Juan de la Cueva; el rey y el príncipe don Pedro en la
Nise lastimosa y la Nise laureada, de Jerónimo Bermúdez; los reyes
Acoreo y Alboacén, de Alejandra e Isabela del aragonés Lupercio
Leonardo de Argensola. Sin entrar en detalles precisos, diremos que en
toda la serie de tragedias escritas durante el reinado de Felipe II y que no
triunfaron entre el público, apenas se puede encontrar un rey digno de tal
nombre (excepción hecha de la protagonista de Elisa Dido, de Virués).
Todos ellos están muy lejos de ese monarca ideal con el que soñaba fray
Luis de León al ponerle en paralelo con el Rey, Cristo. Suelen ser
tiranos, asesinos, locos, soberbios, marionetas manejadas por la ambición
de los cortesanos, etc… Buscan su propia deificación, en ocasiones, y la
consecuente adoración de sus súbditos. Veamos algunos ejemplos.
El rey, según Acoreo en la Alejandra argensoliana, tiene
necesidad de ejercer su poder de una manera extremada y agresiva. El
monarca ha de imponer su autoridad por medio del terror y de la
violencia, no por la piedad y la compasión. Así habla Acoreo:
“La mano de los Reyes poderosa siempre debe mostrar rigor terrible: jamás mostrarse afable ni amorosa, mas siempre justiciera é invencible.
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El ser temido un Rey, es fácil cosa: el ser amado sí que es imposible; y así por estas cosas le conviene mostrar que más furor que piedad tiene”4.
Los reyes de la tragedia primitiva española, por regla general,
mueren de forma violenta después de haber provocado la ruina de la
corte por su crueldad, su locura o su incompetencia. Los personajes
viven en medios corrompidos en gran parte por la excentricidades del
monarca. Esta es, posiblemente, la constante más llamativa. El recuerdo
que queda del rey en la mente del espectador está cargado de notas
negativas contra la realeza. Es raro encontrar alabanzas a la institución
monárquica y, sobre todo, a la figura del soberano. Es frecuente hallar
situaciones y rasgos como los siguientes.
En La gran Semíramis, de Virués, el rey Nino ha ordenado al
general Menón que renuncie a su mujer, Semíramis. Nino quiere casarse
con ella. La negativa de Menón provoca la violenta reacción del
monarca:
“Juro por Dios de darte la más fiera, la más cruel, la más amarga muerte que puede dar un Rey…”5.
4 .- Lupercio Leonardo de Argensola, Obras sueltas, coleccionadas e ilustradas por el conde de la Viñaza, Madrid, Imprenta de M. Tello, 1889, vol. I, p. 247. 5 .- Poetas dramáticos valenciano. Observaciones preliminares de Eduardo Juliá Martínez, Madrid, Tipograqfía de la “Revista de Archivos”, 1929, vol. I, p. 32.
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Cuando Menón se queda solo, da su opinión sobre el
soberano:
“¡O[h], bárbaro, inhumano, ingrato a mis servicios, cruel, tirano, inico, injusto i fiero!”6.
El mismo Virués, en su Atila furioso, nos da una visión
desoladora de un rey asesino y sediento de sangre. Ha muerto Atila.
Ricardo hace el comentario póstumo:
“¡O[h], sangre, cuán claro dizes su sed de la sangre [h]umana! Que fue tan fiera y tan brava tan inorme i del infierno, que açote de Dios eterno todo el mundo le llamava. ¿Quién dirá las crueldades deste Rei sobervio i ciego; las bravas muertes, el fuego de gentes i de ciudades? ………………. ¡O[h], justa paga i castigo, i justo infierno al que vas, pues fuiste de Satanás tan grande secuaz i amigo!”7
6 .- Id., p. 33. 7 .- Id., p. 116.
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Juan de la Cueva, en su Tragedia del príncipe tirano, también
nos ofrece un personaje a quien no le preocupa el que los súbditos le
aborrezcan y que no tiene el menor inconveniente en publicar su decisión
de expulsar de los cielos al mismo Dios. El Príncipe llega a querer “quel
mundo todo muera”8.
La Isabela, de Lupercio Leonardo de Argensola, presenta
muchos ejemplos que iluminarían perfectamente este aspecto de la figura
del rey. En algún momento, Isabela habla del “rey tirano, rey molesto”9,
refiriéndose al monarca que ordena la expulsión de los cristianos de su
reino. Pero es en la Alejandra, del mismo Argensola, donde podemos
encontrar la alusión más clara e irónica al carácter feroz del rey y a su
identificación con el monarca que gobernaba en España por aquellos
años. Nos limitaremos a citar aquí, para cerrar este tema, unas líneas de
La tragedia en el Renacimiento español. “En la Alejandra, Ostilo y
Rémulo manifiestan una gran doblez en su manera de actuar y un gran
odio contra el rey. Y denuncian –otro rasgo filipino– el carácter divinal
que acompaña al monarca. El diálogo es altamente significativo:
“Rémulo: Entré con la lisonja. Ostilo: Buen camino es ese para Príncipes tiranos. Rémulo: Diciendo: Sacro Rey, pues eres dino de igualarte a los dioses soberano…
8 .- Juan de la Cueva, Comedias y tragedias, edición de Francisco A. de Icaza, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1917, vol. II, p. 251. 9 .- Argensola, Obras sueltas, vol. I, p. 72.
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Ostilo: ¡Cuán cierto es dar renombre de divino al que es escoria y hez de los humanos!”.
En el caso de Argensola resulta tentadora la idea de
identificar al tirano Acoreo y su corte con Felipe II y su palacio. Es
evidente que el paralelo no puede establecerse en el detalle de la acción
dramática. Hay que buscarlo en la manera de trazar los perfiles del rey y
los cortesanos. El mismo Argensola nos da pie para ello, adelantando en
la loa inicial una relación por el procedimiento, altamente irónico y
eficaz, de negarla. ¿Qué otro sentido puede tener, si no, el discurso de la
Tragedia al espectador?:
“Imagináis quizás que estáis ahora contentos en la noble y fuerte España, y en la insigne ciudad de Zaragoza, ribera del antiguo padre Ibero, debajo aquellas leyes tan benignas que los reyes famosos os dejaron, atando la clemencia y la justicia con tantas y tan grandes libertades. ¿Pensáis que estáis en tiempo de Filipo, segundo Rey invicto de este nombre? Y estáis (¡oh desdichados de vosotros!), ¿en dónde si pensáis? En medio Egipto, ribera del famoso y ancho Nilo, en la grande ciudad llamada Menfis, en donde reina y vive un Rey tirano, cuyo fuerte palacio veis presente”10.
10 .- Hermenegildo, La tragedia…, pp. 362-63.
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Remitimos al lector a nuestra obra ya citada, donde podrá
completar otros aspectos de la figura del rey según nos aparece en la
tragedia primitiva. Lo que debe quedarnos claro ahora es el carácter
repulsivo que tiene el monarca para los trágico prelopistas, para los
autores de un teatro que no triunfó porque no encontró la vena en la que
bebía el gran público, ese espectador medio que creía en otros dogmas
distintos de los predicados en las tragedias. Por eso, cuando Lope de
Vega descubre dichos dogmas –el del rey, entre otros–, y los incorpora a
su teatro, conseguirá que el público le siga de forma irremediable y
emocionada.
Vamos a ver a continuación cómo se hicieron materia
dramática en manos de Lope la figura del rey y los axiomas relativos a
ella. Esta será la segunda parte del presente estudio.
* * *
Américo Castro ha provocado con sus obras reacciones muy
diversas y, a veces, muy enconadas. Pero ninguna como la que se
produjo al afirmar la orientalización, la semitización de España, de la
España cristiana triunfante, tras el largo período de convivencia de los
cristianos con los árabes y los judíos en la Hispania medieval. Sin
embargo, cada vez se impone con más fuerza la necesidad de examinar
la historia de España desde esta perspectiva.
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La identificación del estado con una creencia religiosa precisa
y la prohibición o desprecio de las que no convienen a la fe “oficial”, son
de raíz oriental, árabe o judía; poco importa. Américo Castro dice que
“quienes habituaron a la sociedad española del siglo XVI a fundir, a
reforzar la confusión de la vida religiosa con la vida civil, no fueron los
Reyes Católicos, sino los numerosos conversos de origen judío, mucho
más en contacto con las instituciones eclesiásticas o estatales que los
moriscos”11. Es indudable que la presencia de conversos de estirpe judía
influyó mucho en la orientalización de la España del siglo XVI, pero hay
que convenir en que sin la larga preparación medieval a la organización
de una sociedad sobre bases religiosas –preparación hecha calcando en el
inconsciente colectivo las formas musulmanas de vida, principalmente–,
la simiente judía no habría germinado con tanto vigor.
Las dos presencias tienen su papel y su importancia. El
mismo Américo Castro insiste en ello en otros muchos lugares de su
magna obra. La sociedad española se semitizó después del largo contacto
de hispanocristianos e hispanomusulmanes. “El botín para el musulmán
–dice Castro– estaba santificado, y la quinta parte de él se dedicaba a
fines espirituales. Los españoles imitaban aquella costumbre y aplicaron
la quinta parte del botín de guerra –o del oro de América– para las
necesidades del rey”12.
11 .- Américo Castro, Sobre el nombre y el quién de los españoles, Madrid, Taurus, 1973, p. 36. 12 .- Id., pp. 265-66.
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La figura del monarca es la clave del arco que forma la
sociedad española. No es de extrañar, en consecuencia, que sea el
soberano el punto en que convergen buena parte de los elementos
constitutivos de la organización social de aire semítico. Los reyes
cristianos de la Hispania medieval –y sus herederos del Siglo de Oro, en
buena parte–, “mandaban sobre fieles creyentes y sobre territorios
conquistados; de ahí la necesidad de mencionar los nombres de sus
reinos y de estar fundida la potestad regia con la fe religiosa de sus
vasallos”13. La devoción al monarca, incluso en el momento de la
grandeza imperial española, es el elemento unificador del país, mucho
más que el compromiso político entre las distintas regiones o distintos
reinos.
Este carácter religioso del rey español –de su máxima
expresión, Felipe II–, ocupa la opinión de la gran masa de españoles.
Góngora le llama “el mayor rey de los fieles”, siguiendo enteramente la
línea esencial del emir musulmán, el amir-al-Muslimin, “el que gobierna
a los que siguen las leyes de Dios”14.
Otro escritor del XVII, fray Juan de Salazar, en su Política
española, de 1619, establece un paralelo riguroso entre el pueblo israelita
y el español y entre los gobernantes de aquél y los de éste. Para Salazar,
la base de la monarquía española no es la razón de estado, sino la
religión. Al pueblo español le conviene perfectamente el nombre de 13 .- Id., p. 94. 14 .- Id., p. 91.
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pueblo elegido, porque Dios le salvó de los moros igual que a Israel de
los egipcios; porque la Reconquista “española” fue el reflejo de la pelea
de Israel por asentarse en la tierra prometida; porque se parecen mucho
Bernardo del Carpio y Gedeón, el Cid y Sansón, Carlos V y David. Y
porque “hubo en el [pueblo] hebreo un Salomón, tan entendido en todas
las cosas [que] … es llamado comúnmente el Sabio. Y en el español
hubo Felipe II… que con razón es dicho y tiene por renombre el
Prudente, imitándole aun hasta en el insigne y portentoso edificio de San
Lorenzo el Real, que hizo fabricar en El Escorial, a imitación del famoso
templo que en Jerusalén edificó Salomón”15. Es imposible llegar a un
texto en el que la percepción de Felipe II como monarca “bíblico” sea
más clara. Y monarca bíblico, o semítico, quiere decir jefe de los
creyentes, rey cercano a la divinidad, representante de Dios, personaje
divinal o divinizado. Góngora y Salazar reflejan muy claramente la opinión general
y, ¡por qué no!, el estado subconsciente de creencia de la gran masa
española. El teatro clásico, en su deseo de reflejar el común sentir, será
un espejo fiel de lo que venimos diciendo. La imagen que observamos en
este espejo será completamente opuesta a la que veíamos en el teatro
prelopista, obra de unos intelectuales que quisieron modificar el
concepto español de monarquía, proponiendo en sus tragedias ciertas
15 .- Apud Castro, Sobre el nombre…, pp. 134-35.
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situaciones en las que se manifestaba la realeza con sus rasgos más
feroces y menos semejantes a los de la divinidad.
Es curioso observar cómo una sociedad que excluye de su
seno a todos aquellos que no pertenecen a la raíz cristiana vieja, lo hace
guiada por la mentalidad tradicional de aquellos a quienes segrega, los
descendientes de los judíos. Y parte de esa mentalidad era la concepción
de una sociedad jerarquizada bajo la mirada y el poder divinizado de un
rey intocable.
Lope de Vega nos dejó en El mejor mozo de España una
representación muy gráfica de este proceso de orientalización de España.
El camino que va de la inscripción grabada en la tumba de Fernando III a
la que se lee sobre el mausoleo de los Reyes Católicos, tantas veces
citadas por Américo Castro, tiene un paralelo muy sugestivo en la
comedia de Lope. La escena IV del acto I nos hace ver a “España,
vestida de luto, en el suelo, y un Moro por un lado a caballo, y un
Hebreo por el otro, teniéndola entre los pies”16. En la escena XXX del
tercer acto, sale “España (o Castilla), en el caballo en que estaba el Moro
que la tenía a sus pies, y están a los de ella Moros y Hebreos” (OE, II,
1064). Entre una escena y otra se ha desarrollado la obra, en la que se
dramatiza la llegada de los Reyes Católicos al poder. Ese caballo que
montaba el moro al principio y que al final está sometido a la brida de
16 .- Lope Félix de Vega Carpio, Obras escogidas, estudio preliminar, biografía, bibliografía, notas y apéndices de Federico Carlos Sainz de Robles, Madrid, Aguilar, 1962, vol. II, p. 1036. (En las notas futuras se identificará como OE, indicando el vol. I o II.)
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España, representa mejor que otras mucha páginas el contenido oriental
que correrá subterráneamente por la costumbrística y la mentalidad
españolas. Aunque Lope de Vega identifique como España algo que aún
era inexistente cuando el moro galopaba a lomos del caballo. Todo esto
forma parte del sueño de Isabel la Católica en la obra. España se asimila
al patrón con que hebreos y musulmanes conciben, entre otras cosas, la
monarquía.
La llegada del rey a España –en el caso concreto indicado por
Lope en Fuenteovejuna, es Fernando el Católico– nos es presentada por
el dramaturgo, como fruto del deseo divino. El regidor primero se dirige
al rey en estos términos:
“Católico rey Fernando, a quien ha enviado el Cielo, desde Aragón a Castilla, para bien y amparo nuestro” (OE, I, 833).
La identificación de Castilla con España la hemos visto ya en
el texto de El mejor mozo de España, que acabamos de citar.
En otras obras, esta intervención celestial hace que el
monarca sea visto como una imagen de la divinidad. La serie de textos
dramáticos que vamos a examinar a continuación indica una fluctuación
bastante grande en la consideración de la figura real. Desde la simple
idea de que el rey tiene el poder como delegado de Dios hasta la
deificación del soberano, hay matices que no siempre son fáciles de
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aislar. Una cosa es clara, sin embargo: la estrecha relación que el autor
establece entre Dios y el rey. Veamos algunos ejemplos.
En El mejor mozo de España, de Lope de Vega, el Duque de
Nájera se dirige al soberano de Castilla en estos términos:
“…………….. Los cielos, de quien eres imagen tan piadosa, tu vida aumenten, generoso Enrique” (OE, II, 1039).
El gracioso Mendo, de la comedia lopesca La mayor virtud de
un rey, dice que “el Rey fegura a mueso Señor”17 y don Sancho habla al
monarca como a la “generosa imagen del mismo Dios” (OE, XII, 642).
En el acto II de Querer la propia desdicha, de Lope de Vega,
el cochero Tello va a dirigirse al rey. Y antes de hacerlo, dice en un
aparte que los reyes alumbran como el sol:
“Mas, ¿por qué causa me admiran, si tanto a Dios se parecen?” (OE, XIII, 448-449).
El mejor alcalde el rey, obra clave para comprender el pensamiento monárquico de Lope, también ofrece algún rasgo semejante. Sancho viene a ver al rey para:
“……….. que justicia me hiciera la imagen de Dios, que en ella resplandece, pues la imita”18.
17 .- Lope Félix de Vega Carpio, Obras, Madrid, Real Academia Española, 1930, vol. XII, p. 639. (En las notas futuras se identificará como OL, indicando el número del volumen en números romanos.)
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En esta comedia, que llevará muy lejos la divinización real, se
establecen significativos paralelos entre Dios y el monarca. El mismo
Sancho compara el decreto del rey impreso en una carta con el mandato
divino grabado en las tablas mosaicas. La llamada a la tradición bíblica
es evidente:
“En una tabla su ley escribió Dios: ¿no es quebrar la tabla el no la guardar? Así el mandato del rey” (LC, vv. 1709-1712).
Don Tello, que no ha obedecido al monarca, al verse en su
presencia, confiesa su culpa y pone en orden jerárquico a Dios y al
soberano, entidades que caminan juntas con frecuencia por los vericuetos
sociorreligiosos de la España clásica. “A Dios y al Rey ofendí”, es la
frase pronunciada por Tello (LC, v. 2280).
La imitación de Dios por el rey es también objeto de las
reflexiones de Pérez de Montalbán. El discípulo de Lope, en su ser Ser
prudente y ser discreto, hace abundantes observaciones sobre el tema y
siempre llega a la conclusión del paralelismo existente entre Dios y el
rey. En el acto I, por ejemplo, hablan el monarca y Bermudo en torno a
la conveniencia de que el rey tenga privados. La distancia que va del
soberano al pueblo es demasiado grande para no necesitar un mediador.
18 .- Lope Félix de Vega Carpio, Comedias, edición, prólogo y notas de J. Gómez Ocerín y R. M. Tenreiro, Madrid, Espasa-Calpe, 1960, vol. I, versos 1.696-98. (En las notas futuras se identificará como LC, indicando los versos a continuación.)
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También se indica que el rey, el sol, envía sus rasgos celestiales con tal
rigor que es necesaria la presencia de “elementos interpuestos” –es decir,
de privados– para templar sus ardores. El paralelismo va mucho más
lejos. Y estamos tocando casi la total divinización del soberano”.
“que del modo que convino que por decreto divino mediase entre el hombre y Dios quien fuese Dios y hombre fuese, para que de esta manera, como Dios, con Dios pudiera, y como hombre padeciese; entre el pueblo y el rey hallo que un privado debe haber, que rey parezca en poder, siendo en escuchar vasallo”19.
Dios-rey y Cristo-privado. Hasta ahí llega Montalbán en su
idea de la imitación de Dios por el monarca.
Añadamos dos breves notas lopescas. En ambas se hace
alusión a los atributos divinos, adjudicándoselos, por vía de
comparación, al soberano. En uno y otro caso, hay un cierto tono de
zumba que no corresponde al aire perfectamente solemne observado
hasta ahora. Lo que muestra el grado de difusión que este concepto de
rey había alcanzado entre el espectador de las comedias. La familiaridad
19 .- Dramáticos contemporáneos de Lope de Vega, colección ordenada… por don Ramón de Mesonero Romanos, Madrid, Edics, Atlas, 1951, vol. II, p. 572. (En las notas futuras se identificará como DCLV.)
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social con el tema produce la posibilidad de tratarlo en tono
excesivamente desenvuelto. Así, por ejemplo, en Peribáñez, Lope de
Vega hace que Inés, Casilda y Constanza, al ver al rey, se extrañen de
que sea como es. No lo comparan con Dios, sino con las imágenes
milagreras. Y dice Inés:
“Los reyes son a la vista, Costanza, por el respeto, imágenes de milagros; porque siempre que los vemos de otra color nos parecen” (OE, I, 764).
El mismo Lope, en La mayor virtud de un rey, habla de la
imitación de Dios por el monarca. Este ha mandado a don Juan que se
case con Teodora, pero don Juan tiene los ojos puestos en Sol. Teodora,
en un largo aparte, comenta la imposición del rey, que quiere que don
Juan se case con ella sin amor. Y dice, aludiendo a la capacidad creadora
de Dios:
“Los reyes, que a Dios imitan en que de nada hacen algo” (OE, XII, 629).
Esta serie de citas sobre el paralelo Dios-rey termina con dos
alusiones. Una, a la piedad de Dios conmovido por el llanto, tal como
aparece en Los novios de Hornachuelos. Es la única comedia de las
comentadas en que se nos da esta imagen del rey vencido por el lloro,
igual que Dios. Y es curioso que, salvo en el caso de la obra de Pérez de
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Montalbán, ya citada, es la única estudiada fuera del repertorio lopesco,
si hemos de seguir la clasificación de Morley y Bruerton20. Allí se dice:
“que a los reyes, como a Dios, también les obliga el llanto” ((OE, I, 740).
Y un poco más adelante, es el personaje Lope el que se pone
de rodillas ante el rey y exclama:
“¡Perdón, Señor! Si obligaros con llanto y con rendimiento puedo, como a Dios, cruzados tenéis mis brazos, mi acero a vuestro pies, y mis labios” (OE, I, 741).
Nos parece necesario recordar algunos pasajes bíblicos al
final de esta enumeración. El libro del Éxodo narra el momento en que
Yahveh contesta a Moisés: “Mira, te he constituido como Dios respecto
al Faraón, y Aarón, tu hermano, será tu profeta. Tú le comunicarás
cuanto yo te ordene…” (Ex., 7, 1-2). El libro primero de las Crónicas
dice, a su vez (I, Cr., 17, 14: 28, 5), “que los reyes de la casa de David
son representantes del Señor y se sientan en el trono de Yahveh”.
La figura del monarca en las varias culturas del antiguo
Oriente tiene mucho en común. Todas proyectan una imagen en la que se
percibe la relación directa entre el rey y la divinidad. En algunos casos se 20 .- S. Griswold Morly y Courtney Bruerton, Cronología de las comedias de Lope de Vega, versión española de María Rosa Cartes, Madrid, Gredos, 1963.
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llega a la divinización del soberano. En otros es el representante de Dios
en la tierra, el que transmite a los hombres los deseos de Dios, el siervo
de Dios. En medio de estas distintas posibilidades se mueven, entre
otros, el pueblo de Israel y el musulmán. Y hay que decir que el
problema de la divinización del rey se les planteó a los israelitas. Al
comentar la coronación de Saúl como rey, el libro de los Jueces y el libro
primero de Samuel (Jue., 8, 22-23; I Sam., 8, 7), ponen de manifiesto la
contradicción existente entre la idea, ya aceptada, del gobierno directo de
Dios sobre su pueblo y el establecimiento de la monarquía. Por eso
tuvieron que convertirse los reyes en una especie de delegados de Dios,
del Todopoderoso, del Dios-auténtico-rey-de-Israel. Con ello se aclaraba
la dificultad, pero se abría una ambigüedad difícil de resolver. El rey
adquiría un estatuto en cierto modo divino –paradivino, diríamos–, al ser
el elegido, el ungido de Dios y el que tiene sobre la cabeza el espíritu de
Dios.
La Biblia no refleja una manera uniforme de concebir la
monarquía. Pero siempre hay, en la base de todos sus diferentes
momentos, la misma idea de la asistencia especial que Dios da al jefe de
su pueblo. Así, por ejemplo, en el Deuteronomio se cuenta que “Moisés
llamó a Josué y le dijo en presencia de todo Israel: «Esfuérzate y cobra
ánimo, pues tú conducirás a este pueblo […]. Y Yahveh mismo marchará
delante de ti. Él estará contigo; no te ha de dejar, ni te abandonará»” (Dt.,
31, 7-8).
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Nos llevaría muy lejos una búsqueda más detenida en la
Biblia. Creemos que estas breves referencias sirven para establecer más
de una comparación entre ellas y el sentir colectivo de los españoles tal
como se manifiesta en el teatro clásico.
Pasemos ahora a examinar otro aspecto de la figura del rey.
El monarca, no sólo imita a dios; es su representante, es un vice-Dios. Se
trata de una variante que deja bien clara la no-divinización del rey. Y,
curiosamente, es Juan Pérez de Montalbán21, de posible raíz conversa,
quien insiste en este rasgo, sin ceder a la ambigüedad en que muchas
veces cae Lope de Vega y que, sin lugar a dudas, alimentaba la imagen
que del rey se forjaban los españoles o se intentaba forjar en los ánimos
de los españoles.
En Ser prudente y ser sufrido, Montalbán introduce un grupo
de nobles que aspiran a ocupar la privanza real. El monarca ha colocado
un retrato suyo en el corredor y observa, debidamente escondido, la
reacción de sus cortesanos. Uno de ellos, don Fernando, se quita el
sombrero ante el cuadro y dice, en un monólogo:
“Este retrato, ¿no envía rayos del original, que es acá, en lo temporal, Vice-Dios?...” (DCLV, II, 575).
21 .- Todas las citas bíblicas del presente trabajo están tomadas de la Sagrada Biblia, versión crítica sobre los textos hebreo y griego por José María Bover y Francisco Cantera Burgos, 4ª edición, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1957.
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Mendo, que le ha observado sin que don Fernando se dé
cuenta, tacha de hipócritas las palabras de éste. En el fondo piensa que lo
único deseado por don Fernando es la privanza del rey. Se dirige a él
extrañándose de que don Fernando “adore” al soberano, cuando, en
realidad, tiene motivos para estar quejoso. Y añade, en un tono
maldiciente:
“Si no es ya, que, como vos Vice-Dios le habéis llamado, os tenéis por obligado en que os trate como Dios, que con trabajos regala” (DCLV, II, 575).
Mendo sigue insistiendo en el mismo tema. Le dice a don
Fernando, aludiendo al rey:
“Mas decís que es Vice-Dios, y como tal, sospecháis que asiste en todo lugar, y que aquí os ha de escuchar, y así le lisonjeáis” (DCLV, II, 576).
La lengua venenosa de Mendo está jugando con el tema de la
“omnipresencia divina” del rey, sin darse cuenta de que, en realidad, el
monarca le está oyendo oculto tras una celosía. Con lo que, a los ojos del
espectador, se hace efectiva la omnipresencia real.
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Tres temas se superponen en este pasaje: el rey como vice-
Dios, según la opinión de don Fernando; el carácter divino del rey a
causa de su omnipresencia, teniendo en cuenta la malévola insinuación
del cortesano Mendo; y constatación, por parte del espectador, de la
omnipresencia real de facto, ya que el monarca está observando
realmente lo que ocurre.
Y en el acto tercero, el soberano mismo viene a cerrar la
interrogante abierta por Mendo. Este y don Fernando van a batirse en
duelo por la noche. El rey ha oído la cita desde la celosía y acude al lugar
convenido. Se descubre y le dice al cortesano traidor:
“… Sí, Mendo, y en esto veréis que soy vice-Dios, y como tal, puedo ver y asistir a todo yo, si con mi presencia no, al menos con mi poder” (DCLV, II, 578).
Así queda bien claro el carácter vice-divino del monarca,
según Pérez de Montalbán.
También Los novios de Hornachuelos, de autor desconocido,
insiste en el mismo sentido. “Dios los llama –dice– vicedioses en la
tierra” (OE, I, 723). Aunque en otros pasajes señala de manera
inequívoca el carácter divinal del monarca. Más adelante comentaremos
esta dimensión.
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En Lope de Vega abunda mucho la ambigüedad
indirectamente divinizadora. Pero hay momentos en que se ve
claramente el aspecto vice-divino del monarca. En El duque de Viseo, el
Condestable se rebela y dice:
“Ansí a los reyes, en decretos suyos, el superior es Dios: ya tienen día en que darán a Dios su residencia” (OE, II, 1083).
Es decir, los reyes tendrán que rendir cuentas de su
“residencia”, de su gobierno, a Dios, igual que los virreyes lo hacen ante
su soberano. Hay variantes de esta carácter real. En Los novios de
Hornachuelos dice el mismo monarca:
“que soy, si humano en la tierra, teniente del Rey que es Dios” (OE, I, 733),
en que establece su propio papel de sustituto del Rey, con mayúscula.
Lope, en El duque de Viseo, hace decir a Guimaráns:
“… al Rey, en la paz o guerra, respetemos en la tierra, porque está en lugar de Dios. Los príncipes en el suelo somos en toda ocasión lo que los ángeles son delante del Rey del cielo” (OE, II, 1080).
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Y en La mayor virtud de un rey, el mismo Lope de Vega pone
en boca de don Sancho, al dirigirse este último al rey, las siguientes
palabras:
“Si vos sois Dios en la tierra, ¿quién no ha de fiar de Dios?” (OL, XII, 643).
En los tres ejemplos citados últimamente se introduce un
elemento ambiguo que hace pensar en la verdadera intención del autor.
Se establece el carácter “terrestre” del rey, pero se le sitúa en un dudoso
paralelo con Dios. Al llamar Rey del Cielo a Dios, es más fácil crear la
duda. ¿Cómo podemos no confiar en Dios?
De los textos estudiados, el único que deja bien claro el
carácter humano del rey es el de Como padre y como rey, de Pérez de
Montalbán:
“Dios de la tierra es el Rey, y en las pasiones que tiene con cualquier hombre conviene” (DCLV, II, 535).
Lope de Vega prefiere la ambigüedad o manifiesta una
tendencia muy marcada a poner al rey en situaciones que le asemejan, de
forma palpable, con el Dios de la Biblia o del Korán, o, por lo menos,
con sus profetas más característicos, Moisés y Mahoma. El rey cargará
de sentido divinal sus actos y los vasallos adoptarán, ante el monarca,
actitudes muy semejantes a las que ideó el pueblo judío en su tradicional
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manera de concebir sus relaciones con la divinidad. Esta es la maravilla
de la ósmosis espiritual que condicionó el nacimiento del pueblo
español. La larga convivencia –pacífica o bélica– entre las tres castas,
desembocó en el triunfo de una de ellas, la cristiana, y en la desaparición
de las otras dos. Pero esta aniquilación no se produjo sin haber marcado
la “morada vital” de los triunfadores.
Veamos ahora una de las supervivencias semíticas de la
sociedad española cristiana: la divinización o casi-divinización del
monarca, que se produce como consecuencia de la identificación del
estado con la fe religiosa de los seguidores de Cristo. La veremos
reflejada en el teatro de Lope de Vega, gran fresco de la vida española de
su época y fuente de inspiración para quienes desean conocer cómo
querían pensar y creer los españoles de aquellos siglos o, mejor aún,
cómo las clases dominantes imponían una cierta imagen a la gran masa.
Hay una serie de pasajes bíblicos (II, Sam., 7, 14; Sal., 89,
27-28; Sal., 2, 7-8; Sal., 110, 1, etc…), en los que el carácter divino del
rey queda definido en su calidad de hijo de Dios. La crítica ha oscilado
en la interpretación de estos textos. “Some have gone so far as to state
that the king participated in ritual acts which reflected his divine
status”22. El autor del artículo a que acabamos de hacer referencia,
llevado, sin duda, por el celo de la ortodoxia, huye de toda posibilidad de
interpretar los textos sagrados de esa manera. “Even de few texts –añade 22 .- Encyclopaedia Judaica, Jerusalem-New York, Keter Publishing House Ltd. Macmillan Co., 1971, vol. X, p. 1018.
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en el mismo lugar– in which the king is called son of God, etc…, do not
prove the king’s Glory, which the Israelite poet shared with his cultural
environment.”
No podemos entrar ahora a tratar con detalle el problema.
Pero nos parece útil señalar que la figura del rey en la Biblia está en el
límite entre su condición divina y su carácter puramente humano. El ser
hijo de Dios y el ser mortal parecen rasgos que dejan la puerta abierta a
varias interpretaciones. Y es curioso que el teatro español clásico oscile
también entre los dos extremos, marcando una serie de pasos intermedios
de profunda significación. Ya hemos visto el lado ”no-divino” de la
medalla real. Ahora vamos a observar su aspecto “más-divino”.
Empezaremos con unos cuantos textos de Lope de Vega, en
que se hace alusión, de uno u otro modo, al carácter deificado del
monarca.
El rey de Querer la propia desdicha, al dirigirse a Tello, se
sitúa en una órbita divina cuando compara su voluntad de ser rogado con
la de Dios:
“Pide, Tello, y no te impida la distancia de los dos; que el mismo Dios, con ser Dios, quiere que el hombre le pida” (OL, XIII, 450).
En Los prados de León, Nuño, nombrado caballero por el rey
Alfonso el Casto, es enviado a la aldea de donde salió, después de ser
acusado ante el soberano de haber pactado con el moro. Nuño se
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revuelve contra la decisión del rey y echa la culpa de su desgracia a los
cortesanos:
“El rey está disculpado; que es santo, y aquí me trujo para honrarme” (OE, I, 393).
En Fuenteovejuna, el Maestre de Calatrava le llama a
Fernando el Católico “Jerjes divino” (OE, I, 854). El duque de Viseo
presenta, en una de sus escenas, al rey enfrentándose con los
conspiradores. El Duque le pide que se calme y le dice:
“Muestra ahora la templanza divina de tu valor” (OE, II, 1076).
Unos versos antes, el Condestable le habla en estos términos
a Guimaráns:
“Cual es, le estimo y le adoro, la boca pongo a sus pies” (OE, II, 1074).
El Condestable se refiere al Rey.
En El mejor mozo de España, el marqués de Villena
menciona a la princesa Isabel al dirigirse al Rey. Y dice de ella que es
“tu divina hermana” (OE, II, 1039).
El mejor alcalde el rey ofrece una serie de trazos muy
característicos. En un caso se habla de que los reyes tienen que seguir el
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ejemplo de Dios, haciendo la “divina observación de santas leyes” (LC,
v. 1324). En otro momento, se menciona el tribunal del rey y el del cielo.
Sancho le cuenta al Soberano cómo don Tello le ha robado su novia:
“No deja desposarme, y aquella noche, con armada gente, la roba, sin dejarme vida que viva, protección que intente, fuera de vos y el cielo, a cuyo tribunal sagrado apelo” (LC, vv. 1379-1384)
En donde el carácter sagrado del tribunal del cielo corre
parejas con el del rey.
Un poco más lejos, Pelayo comenta que “los reyes castellanos
deben ser ángeles” (LC, vv. 1398-1399)23. En la misma obra, el Conde se
dirige al monarca con estas palabras:
“….. que en todo muestras valor divino y soberano” (LC, vv. 1621-1622).
El valor divinal, primero. La soberanía política, después.
Y, por fin, los únicos pasajes que no parecen de Lope. Son
dos textos pertenecientes a Los novios de Hornachuelos, en los que se
23 .- Es una curiosa coincidencia, tratando del tema presente, que inmediatamente después de estos dos versos, se haga alusión a tres personajes bíblicos muy relacionados con la figura del rey o del jefe religioso-político. Es Pelayo quien se acuerda de un tapiz que tenía don Tello en el que figuraba el rey Saúl (Pelayo dice “Baúl”). Sancho comenta que era yerno de David. Y se habla de una lágrima de Moisés. Todo ello después de afirmar el carácter celestial del monarca.
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habla de los reyes, “en quien tal deidad se encierra” (OE, I, 723), y de su
“desvelo eterno” (OE, I, 723) en la administración de la justicia.
En todas las citas presentadas se trata de afirmaciones del
carácter divino del rey o de sus actos, pero en ningún momento se rodea
al soberano del aparato o de las señales con que la Biblia o el Korán
presentan la figura de Dios o de sus profetas. Sobre este punto versará
precisamente la última parte del trabajo. Y la más significativa. No se
trata ahora de perfilar la imagen del rey con tal o cual adjetivo tomado de
los que suelen calificar a la divinidad, sino de plasmar ciertas actitudes
del hombre ante el rey con reflejos de las que adopta ante Dios. El autor
dramático irá hasta intentar identificar al monarca con palabras
equivalente o en actitudes similares a las que pueden descubrirse en la
Biblia o el Korán. El dramaturgo triunfante –reflejo, no lo olvidemos, del
común sentir de los cristianos viejos semitizados– llevará el paralelo rey-
Dios hasta situaciones límite que la Biblia o el Korán tendrían que
rechazar.
Con diferencias evidentes, el Dios de la Biblia y el del Korán
tienen algunos rasgos comunes. Tres de ellos podrían identificarse así: 1)
Dios y el rostro de Dios tienen valor semejante; 2) la visión del rostro de
Dios, la contemplación de la divinidad, asusta, atemoriza, aterra al
hombre, o le está, sencillamente, prohibida; 3) Dios es inasequible,
indefinible, inefable. Cada uno de estos tres aspectos del problemático
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Dios judeo-musulmán nos servirá para acercarnos al conocimiento del
semitizado rey de los cristianos españoles.
El Korán enseña que todo es caduco, todo fenece ante la faz
de Dios, todo desaparece a excepción del rostro de Dios (Korán XXVIII,
88; XXXIX, 68; LV, 26-27, etc…)24. Se identifica a Dios con la cara de
Dios. La Biblia también expresa de forma semejante la plasmación de la
percepción humana de Dios. Se lee en el libro de los Salmos: “¿Cuándo
iré a contemplar de Dios la cara?” (Sal., 41, 3), y “No escondas de mí tu
rostro en el día de mi angustia” (Sal., 101, 3). En uno y otro texto se
presenta la aspiración a la presencia de Dios por medio de esa necesidad
de ver la faz divina.
También el teatro clásico español recurre a la misma imagen,
pero aplicándola a la persona del rey. En Querer la propia desdicha, de
Lope de Vega, cuando el Rey llama al cochero Tello, este último le dice:
“… A mirar tu cara, como si el cielo mirara, que en tu grandeza se ve” (OL, XIII, 439).
Sancho, el héroe de El mejor alcalde el rey, se dirige al
Monarca para anunciarle que su carta no produjo en don Tello el efecto
que era de esperar. Y continúa:
24 .- Los textos koránicos están tomados de El Korán, edición, prólogo y notas de Juan B. Bergua, 8ª edición, Madrid, Edics. Ibéricas, 1963.
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“y así, vine a ver tu cara, y a que justicia me hiciera la imagen de Dios… “ (LC, vv. 1195-1197).
La resonancia bíblico-koránica es más que evidente. Lo
mismo que en El duque de Viseo, cuando el Duque le comenta a Elvira la
reacción violenta del Rey ante la negativa de un cortesano, Guimaráns, a
casarse según los deseos reales:
“Tal son los reyes airados; mas, los enojos pasados, vemos el sol de su cara” (OE, II, 1082).
Siguiendo el paralelo de la cara del rey con el sol, Querer la
propia desdicha da otra nota sobre el tema:
“Rayos, como el sol, ofrecen los reyes, cuando los miran” (OL, XIII, 448).
Un paso más. La visión del rostro de Dios, la contemplación
de la divinidad, asusta, atemoriza, aterra al hombre, o le está prohibida,
porque éste no puede atreverse a entrar en la intimidad de Dios. Los
textos sagrados judeo-musulmanes hablan de la prohibición que pesa
sobre el hombre de acercarse a la esencia divina, de lanzar miradas
inquisitivas en busca del secreto insondable de Dios. De ahí la magia que
rodea el acto de preguntarle a Dios su nombre. Es una osadía semejante a
la de Prometeo, intentando robar el fuego del Olimpo. Cuando el hombre
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conozca el nombre de Dios habrá descubierto el secreto de su esencia.
De ahí que el nombre y el rostro de Dios causen temor en el hombre,
porque éste se siente culpable de haber querido descifrar el misterio de la
divinidad.
Hay muchos pasajes en la Biblia donde se manifiesta el temor
producido por el rostro de Dios. En el Génesis, por ejemplo, Abraham se
postra e inclina la cabeza hacia la tierra cuando le habla Dios (Gén., 17,
3 y 17, 17). Otro momento de la misma obra cuenta que Jacob le dijo a
Yahveh:
“– Declárame, por favor, tu nombre. Y contestó: – ¿Por qué preguntas mi nombre? Y allí mismo le bendijo, despidiéndose. Jacob denominó al lugar Penuel, porque [se dijo]: «He visto a Dios cara a cara, y, sin embargo, mi vida ha quedado a salvo»” (Gén., 32, 29-30).
El libro del Éxodo también nos ofrece un pasaje semejante:
“Moisés se cubrió el rostro, pues temió fijar en Dios la vista” (Ex., 3, 6).
En los libros posteriores, la Biblia es pródiga en ejemplos del
temor humano. El primero de los Reyes, por ejemplo, ha variado el temor
a Dios y hace que también ante el rey haya que bajar la cara. El profeta
Natán fue a ver al rey David. “Entró a presencia del monarca y se
prosternó ante él, rostro entierra” (I Re., 1, 23).
Dos casos más, tomados del libro de los Jueces. El primero es
del tiempo de Gedeón:
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“Cuando Gedeón reconoció que era el ángel de Yahveh, exclamó: – ¡Ay, Señor mío Yahveh, que he visto el ángel de Yahveh cara a cara! Mas Yahveh le dijo: – ¡Salud a ti, no temas, no has de morir!” (Jue., 6, 22-23).
Cuando un ángel anuncia a los padres de Sansón el
nacimiento del hijo, Manoaj, el padre, reacciona de manera indebida:
“Pues no sabía Manoaj que era un ángel de Yahveh. Preguntóle aquél a éste: – ¿Cuál es tu nombre, para que cuando se cumpla tu promesa te honremos? Y el ángel de Yahveh le contestó: – ¿A qué viene eso de preguntar mi nombre, siendo él misterioso?” (Jue., 13, 16-18).
Y un poco más adelante:
“Y dijo Manoaj a su mujer: –Moriremos de cierto, pues hemos visto a Dios” (Jue., 13, 22).
En el mismo sentido se expresa el Korán (VI, 103) cuando
afirma que cada acto del Altísimo es la manifestación del misterio
insondable, porque las miradas no pueden alcanzar a Dios, mientras que
Él puede alcanzar las miradas.
Visión de Dios. Temor producido por la contemplación de
Dios. Prohibición de penetrar en el secreto del nombre, de la esencia de
Dios. Tales el sentir de la Biblia y el Korán. En el teatro clásico español
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encontramos ciertos pasajes en los que se manifiesta la impresión
producida por la visión del rey, con lo que el paralelo Dios-monarca, se
va concretando cada vez más.
Así, por ejemplo, en el acto III de Peribáñez, cuando el
protagonista llega ante el rey Enrique III, le dice:
“¿Cómo, señor, puedo hablar, si me ha faltado la habla y turbado los sentidos después que miré tu cara?” (OE, I, 788).
En El duque de Viseo, el rey es un personaje frío, distante y
de mal carácter. El Duque le indica a su prima doña Inés que le hable al
monarca, pues ella es la única capaz de atreverse a mirarle:
“Hablad al Rey, pues os tiene tanto amor, siendo tan grave, que tierno, blando y süave, prima, a requebraros viene. Y pues sola en Portugal miráis su rostro apacible, haced lo que es imposible; que esto es poder celestial” (OE, II, 1077).
Mirar al rey es poder celestial. Doña Inés es la única que tiene
fuerza para llegar al sancta sanctorum de la intimidad real.
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El mejor alcalde el rey. Acto segundo. Cuando llegan ante el
monarca Sancho y Pelayo, este último expresa así su temor a la presencia
del soberano:
“Mucho tienen los reyes del invierno que hacen temblar los hombres” (LC, vv. 1332-1333),
en que la potencia real se compara, por boca del gracioso, con las fuerzas
cósmicas.
La misma divinización de la energía de la naturaleza aplicada
a la ira del rey y a su posterior aplacamiento, se manifiesta en El duque
de Viseo. Hemos hecho alusión al pasaje líneas arriba. El Duque comenta
la reacción del rey a la negativa que un vasallo ha opuesto a su poderosa
voluntad:
“Que en los reyes suelen ser los enojos tempestad. Parece que todo el suelo han de acabar truenos y agua; pero luego se desagua la furia, serena el cielo, el sol se muestra y declara. Tal son los reyes airados; mas, los enojos pasados, vemos el sol de su cara” (OE, II, 1082).
El rey es el que no se puede mirar. El que no se debe tocar.
Esta es otra variante curiosa y altamente significativa de cómo el teatro
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de Lope aísla al monarca del contacto cotidiano con el hombre de la
calle. Aunque dicen que el rey nace para ser mirado, no contradice en
modo alguno la línea de pensamiento que hemos venido trazando. Es en
la escena inicial de El duque de Viseo, cuando hablan el Duque y el
Condestable sobre la condición real. Dice el Condestable:
“Los reyes son como nieve, que tratados, se deshacen. Para ser mirados nacen; nadie a tocarlos se atreve. Conservar esta blancura conviene a la majestad” (OE, II, 1067).
Hemos limitado nuestras lecturas al teatro de la órbita
lopesca. A una parte de él. Pero no queremos dejar pasar por alto dos
pasajes de El médico de su honra calderoniano, en que se presenta la
misma imagen del semblante real que turba al que se atreve a mirarlo. La
época de Calderón y el público a que se dirigían las comedias habían
cambiado. El carácter sacro del rey se manifiesta en Calderón con una
variante que hace pensar en la sonrisa desmitificadora del creador de
Segismundo. De la misma forma que en los dramas de la honra Calderón
lleva las situaciones hasta el extremo del absurdo en su afán de destruir
uno de los componentes del destino de la España clásica, así también hay
un cierto aire de burla en los momentos que vamos a citar. En ambos
casos es el rey mismo quien pregona la fuerza impresionante de su
figura. El sentido de adoración que hemos encontrado en Lope se pierde
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aquí, al ser impuesto no por la persona real y por su resplandor
intrínseco, sino por el deseo que el monarca tiene de predicar y exhibir
su propio valor mítico.
En el primer ejemplo nos encontramos ante un soldado que,
viendo llegar al rey, dice en un aparte:
“Soldado: ¡Turbado estoy! Mal el temor resisto. Rey: ¿De qué os turbáis? Soldado: ¿No basta haberos visto? Rey: Sí basta”25.
El segundo caso es el que surge cuando don Gutierre y don
Arias discuten entre sí en presencia del rey. Y el monarca interviene:
“…… ¿Qué es esto? ¿Cómo las manos tenéis en las espadas, delante de mí? ¿No tembláis de ver mi semblante?”26.
La sonrisa calderoniana parece tentarnos a responder a la
pregunta del rey con un rotundo y sonoro no. La intervención real suena
a forzado, a falso, a algo no sentido ni compartido por el autor de la
comedia ni por el público a que iba destinada. En el teatro calderoniano,
cuya dependencia de la gran masa es menos evidente que la aceptada por 25 .- Pedro Calderón de la Barca, Tragedias, edición e introducción de Francisco Ruiz Ramón, Madrid, Alianza Editorial, 1968, vol. II, p. 150. 26 .- Id., pp. 164-65.
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Lope de Vega, observamos una actitud crítica ante los temas de la
mitología sociorreligiosa española que coincide, en parte, con la que
hemos visto en los trágicos prelopescos. Pero este es tema que merece un
tratamiento más detenido. Sírvanos sólo de esbozo para una futura
incursión por el teatro del siglo XVII.
Acercándonos cada vez más a la esencia divina, llegamos, por
medio de los textos sagrados judeo-musulmanes, a situarnos ante el
misterio de Dios y descubrimos la imposibilidad de definir a Dios. Y, lo
que es más, la imposibilidad de definirse que el mismo Dios tiene, ya
que, en su infinitud, su propia definición alcanzaría el grado de persona
divina. La aparición o generación de toda “persona divina” va en contra
de la base misma del monoteísmo de las dos religiones mencionadas. Por
eso los textos sagrados judeo-musulmanes presentan a Dios
identificándose como “Yo”, como “El que soy”, que es la expresión
misma de la inefabilidad divina. Dios no puede ser definido. Incluso, ni
el nombre de Dios puede ser pronunciado.
La Biblia ofrece una serie de pasajes en que la identificación
de la individualidad de Dios se hace en términos de significado variable,
pero todos ellos motivados por ese hondo deseos de indicar la
inefabilidad del Todopoderoso. Citaremos algunos textos de los más
explícitos. En el Génesis, Yahveh se dirige a Abram con las siguientes
palabras:
“«Yo soy El-Sadday. camina delante de mí y sé perfecto, y yo estableceré mi alianza entre ambos y te multiplicaré muy mucho».
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Entonces Abram postróse rostro en tierra, y Dios le habló diciendo: «Soy yo; he aquí mi pacto contigo…»” (Gén., 17, 1-4).
El Éxodo ofrece un texto de increíble precisión:
“Contestó Moisés a Dios: – Supón que llego a los israelitas y les digo: «El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros», y ellos me preguntan: «¿Cuál es su nombre? ¿Qué les he de decir?» Respondió Dios a Moisés: – Yo soy el que soy. Y añadió: Así dirás a los israelitas: «Yo soy me ha enviado a vosotros»” (Éx., 3, 13-14)27.
El Deuteronomio, sin ser tan explícito, ofrece también un
contenido semejante. Habla Yahveh: “Ved ahora que soy yo, yo mismo,
y fuera de mí no existe otro Dios” (Dt., 32, 39).
La afirmación de la unicidad de la naturaleza divina como tal,
no revelada en su misterio intrínseco, inefable, es objeto de las
consideraciones koránicas. Citaremos, entre otras suras, la que se pone
en boca de Alá, dirigiéndose a Moisés: “Soy el Dios único. Adórame y
haz en mi nombre la plegaria” (Korán XX, 14).
Los textos judeo-musulmanes citados son la entrada oportuna
para poder observar en todo su significado tres pasajes de El mejor
27 .- Los editores de la Biblia, utilizada en este trabajo, añaden el comentario siguiente en nota a pie de la p. 97: “Yo soy el que soy: ésta es la interpretación más admitida de Yahveh: El que es, por esencia y naturaleza, Dios dícelo de sí en primera persona; trasponiendo de ésta a la tercera, resulta la expresión Yhwvh asher Yhwh, que significaría: «El saca a existencia lo que existe»”.
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alcalde el rey. La obras nos ofrece una visión deificadora del monarca.
Ya lo hemos observado en varias ocasiones. Pero las referencias que
traemos a colación sitúan mejor que las demás la verdadera dimensión
divinizadora del rey que el teatro lopesco tiene. El paralelo con los textos
bíblicos es tan patente que sobra todo comentario. El lector puede
reflexionar sobre el alcance de las palabras que siguen.
En el acto segundo, cuando Sancho y Pelayo llevan a don
Tello, el noble rebelde, la carta del rey, aquél reacciona violentamente.
Don Tello se dice igual al rey. Y para identificarse con él se expresa en
estos términos:
“Villanos, si os he quitado esa mujer, soy quien soy, y aquí reino en lo que mando, como el Rey en su castillo” (LC, vv. 1580-1584).
Y un poco más adelante repite:
“Yo soy quien soy” (LC, v. 1590).
El acto tercero presenta la réplica real. El monarca, que ha
llegado de incógnito al lugar donde don Tello impera, va a casa de éste a
buscarle. Y habla con Celio, el criado del noble. Obsérvese el paralelo
rey-Dios por medio de la identificación del monarca como “yo”:
“Rey: ……… Advertir
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a don Tello que he llegado de Castilla, y quiero hablalle. Celio: Y ¿quién diré que sois? Rey: Yo. Celio: ¿No tenéis más nombre? Rey: No. Celio: ¿Yo no más, y con buen talle? Puesto me habéis en cuidado. Yo voy a decir que Yo está a la puerta” (LC, vv. 2199-2207).
Celio vuelve poco después y dice:
“A don Tello, mi señor, dije cómo Yo os llamáis, y me dice que os volváis, que él sólo es Yo por rigor. Que quien dijo Yo por ley justa del cielo y del suelo, es sólo Dios en el cielo y en el suelo sólo el Rey” (LC, vv. 2213-2220).
Lope de Vega hace una evidente alusión a los pasajes
bíblicos28. El público aceptaba –es de suponer, puesto que aplaudía y
hacía triunfar al autor–, esta visión divinizadora del rey de las comedias,
transposición en la escena del monarca que presidía los destinos de 28 .- José Antonio Maravall, en su Teatro y sociedad en la sociedad barroca, arriba citado, indica de pasada la “manifiesta resonancia bíblica del Ego sum qui sum” (p. 101). Sin embargo, añade que dicha frase “no significa tanto ‘soy el que soy’, esto es, soy el que es, aquel que tiene como esencial atributo el ser, sino que se relativiza en estos términos: soy el que me corresponde ser. Es una afirmación de que no se faltará en ser aquel que se reconoce que se está obligado a ser, o que se asumirá aquella forma o modo de ser, que es la propia de uno dada su posición” (p. 101).
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España. La nación se había formado tras el triunfo de los hispano-
cristianos sobre los hispano-judíos e hispano-musulmanes de la Edad
Media, pero estaba fuertemente condicionada en sus bases mismas por
las ideologías sociorreligiosas tanto de vencedores como de vencidos.
Los cristianos viejos de la edad clásica que vivían pendientes de la
pureza del linaje, incluyeron dentro de su manera de concebir la vida en
común buen número de criterios –el del rey divinizado, jefe de los
creyentes, no es más que uno de los más importantes– salidos de las
tradiciones judías y musulmanas.
* * *
Concluiremos recordando cómo dibujaron al rey en sus
tragedias los autores prelopescos. Todos –Argensola, Bermúdez, Virués,
Cueva– pertenecían a zonas exteriores a la Castilla central y dominadora.
Todos hicieron un teatro intelectual que no logró franquear el muro de
indiferencia o de enemistad del espectador medio. Hicieron esfuerzos
“técnicos” para ganar el favor del gran público, pero sin resultado. El
problema era de orden ideológico. La imagen del rey que ellos
presentaban, además de atacar la del “mayor rey de los fieles”, Felipe II,
especie de califa cristiano, ofrecía unos rasgos muy alejados del modelo
sublimado, semideificado, divinizado, que el pueblo español cristiano
viejo había elaborado a lo largo de la secular lucha con los hispano-
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musulmanes. Cuando Lope de Vega integró en su teatro esa imagen del
rey-califa29, del monarca-dios-en-la-tierra, el espectador descubrió en él
al canalizador del común sentir nacional. Y Lope de Vega pudo alzarse
“con la monarquía cómica”, en frase de Cervantes, y crear el teatro
llamado nacional.
29 .- No entraremos por ahora en un tema apasionante: el del tiranicidio. Es asunto en el que van mezcladas la destrucción del rey-tirano y la del tirano-no-rey. Antonio Gómez-Moriana, en su Derecho de resistencia y tiranicidio. Estudio de una temática en las “comedias” de Lope de Vega (Santiago de Compostela, Porto, 1968), ha enfocado el problema tomándolo en su conjunto. Resume muy acertadamente (pp. 56-57) la doble filosofía que sobre el tiranicidio corría por España en los siglos XVI y XVII. De las obras de todo aquel conjunto de pensadores (Suárez, Mariana, Máiquez, Quevedo, Agustín de Castro, Saavedra Fajardo, etc…), se pueden sacar dos corrientes fundamentales: la de los que aprueban el tiranicidio y la de los que lo rechazan. Y comenta Gómez-Moriana: “Considerado en todo este contexto histórico, resulta Lope un ecléctico: un templado defensor de los derechos del pueblo frente al tirano”, posición media entre los dos extremos que acabamos de ver descritos por Maravall. En este sentido es tan falso hablar de un Lope revolucionario como (contra lo que hace Menéndez y Pelayo) de un Lope inconsciente (p. 58). Dejando de lado el problema de los tiranos-no-reyes, que no es el caso ahora, creemos que el rey que presenta Lope de Vega –salvo ejemplos muy particulares– está más alimentado por la filosofía de quienes no aceptaban el tiranicidio que por la de los que lo predicaban. De ahí que prefiramos hablar no del Lope inconsciente, sino del Lope integrador del sentir común de la gran masa de cristianos viejos y de los deseos de la clase dominadora.
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