[la paginaci n no coincide con la publicaci n] 1 - uqtr.ca · pero quiero dedicar unas líneas a un...
TRANSCRIPT
1
LA ANDADURA TEATRAL DE FRANCISCO PORTES. NOTAS SOBRE LA VIDA DEL TABLADO
Alfredo Hermenegildo Université de Montréal
Saludo en la distancia esta iniciativa de Ysla Campbell. Con su
esfuerzo nos permite reunir unas cuantas reflexiones dedicadas a la memoria de
Paco Portes, de Francisco Portes, de Francisco Portes Orta, de Francisco …, aquel
gran hombre de teatro que nos dejó prematuramente.
No voy a trazar ahora la biografía de Portes. Otros la presentarán en
este mismo volumen. Sí quiero, en cambio, describir cómo se acercó nuestro autor,
nuestro comediante, nuestro poeta, nuestro director escénico, nuestro hombre, al
fenómeno teatral. Y este intento lo vamos a llevar a cabo partiendo de los versos
que Portes dejó grabados hondamente en las páginas de su En el tablado insomne,
ese espléndido libro de poemas aparecido el año 1991 en Ediciones Endymion.
Entre el nacimiento de Paco en Sevilla y su muerte, pasaron sesenta
años de una vida activa y comprometida, dejando un reguero de premios y
galardones. Todos ellos hablan de la actividad incansable del actor, poeta, director,
hombre de teatro, autor dramático e intelectual formado en la Facultad de Ciencias
de la Información de la Universidad Complutense madrileña. Desde los premios al
mejor actor (1985 y 1986), al mejor director (1991) y el Premio Extraordinario
(1992), obtenidos en el Festival de Teatro Clásico de El Paso, hasta los «Rafael
Morales» (1984), «Francisco de Quevedo» (1988), «Ciudad de San Sebastián»
(1996), «Tirso de Molina» (1996) y «Fray Luis de León» (1999), todos ellos
forman la espléndida estela del quehacer lírico, dramático, escénico y empresarial
del recordado Portes.
[La paginación no coincide con la publicación]
2
Quizás lo que más llama la atención en la historia portesina es la
superposición de lo lírico, lo dramático, lo teatral, lo actoral e, incluso, lo relativo a
la organización y dirección de una compañía de comedias consagrada
fundamentalmente al teatro clásico de España. Sus obras dramáticas (La soga de
cáñamo, La trompeta de cristal veteado, Los colores del fuego) y sus colecciones
de poemas (Bestiarios del teatro, Desde el corazón de la batalla, La música en la
tierra, La muerte iluminada y En el tablado insomne), están impregnadas de un
amor a la escena, de una dedicación profunda y sin cortapisas a la búsqueda del
diablillo que se oculta tras los ropajes teatrales y los convierte en versiones
metafóricas de la existencia real. Esa fue la gran aventura del hombre de teatro
Francisco Portes: tratar de delimitar las fronteras existentes entre lo fingido y lo
real y de analizar, amorosamente, los contradictorios y luminosos rasgos del teatro
y de la vida. ¿Qué es vida y qué es teatro? O mejor. ¿Es la vida humana teatro y
ficción? ¿Es el teatro la expresión real de la ficción de la vida?
Portes, hijo del comediante Emilio Portes y hermano del escritor
Álvaro Portes –insisto machaconamente en el apellido Portes-, fue un gran hombre
de teatro, en las tablas y en la dirección escénica. Sirvan de recuerdo sus
espléndidas actuaciones como actor en dos montajes estelares: El lindo don Diego
y Antes que todo es mi dama. Entre las hábiles manos de grandes directores
(Tamayo, Osuna, Marsillach, Luca de Tena, etc…), Paco Portes fue dando
distintos y diversificados frutos a todo lo largo y ancho de la escena nacional.
Pero quiero dedicar unas líneas a un ejercicio de dirección que abrió
nuevas perspectivas para la consideración de lo teatral como acto creador. El
Volpone, de Ben Jonson, fue la ocasión para que el personaje Mosca recorriera a
oscuras el eje central del patio de butacas hasta llegar al tablado, sin luz y con el
telón subido. La negrura del espacio, en el que coexistían la ficción teatral y la
comunidad humana presente en el local, era atravesada por la figura de Mosca.
[La paginación no coincide con la publicación]
3
Cuando el personaje, metáfora de un dios o de un demiurgo creador, ordenó que se
hiciera la luz y la luz se hizo, se abría un nuevo espacio del existir, un mundo en el
que podían convivir las figuras y el escenario, el espectador instalado en las
butacas y el local que acogía la representación, es decir, el mundo y sus habitantes.
Aunque se asistiera a un acto de ficción, detrás de todo ello latía la realidad,
aunque fuera fingida; surgía la ficción, aunque fuera real. Los límites entre una y
otra quedaban borrados por la presencia física del yo/espectador, salido también a
la luz tras la intervención creadora del personaje Mosca, el parásito de Volpone.
Todo un acto creador, toda una réplica del surgimiento del mundo de entre las
tinieblas de la nada, tras la intervención «creadora» de Mosca. Cuando intervino
«divinalmente» un personaje dramático, y no precisamente el protagonista -el
actante principal de Volpone es el ser humano, y no Dios, el creador-, el teatro
apareció en aquella ocasión como un lugar de encuentro entre lo real y lo
inexistente, entre la nada y el ser.
A pesar de que toda representación dramática es única e irrepetible,
nos han quedado testimonios de aquella puesta en escena que marcó, así lo creo, la
consideración del teatro como metáfora de la creación, del estallido de la luz y de
la manifestación de la energía divina.
Francisco Portes fue un defensor de La paradoja del comediante, obra
del enciclopedista francés Denis Diderot, sobre la que ha habido, y hay, opiniones
muy enfrentadas. Diderot oponía el comediante reflexivo, estudioso y consciente,
al actor instintivo, que se hace dueño del papel e integra en su persona,
provisionalmente, la vida del personaje. Este segundo modelo de actor es el que
tiene en cuenta constantemente el carácter lúdico, fingido, de sus gestos e
inflexiones. Para Diderot, el auténtico comediante «no vive su papel», sino que «lo
representa». El resultado de su actuación reflexiva será más veraz, más
comunicativa, más capaz de provocar la emoción del espectador. Cuanto más frío y
[La paginación no coincide con la publicación]
4
reflexivo es el desempeño de la tarea del actor, más eficaz resulta a la hora de
despertar la pasión del público. Esa es la paradoja del comediante según Diderot,
autor por el que Portes sintió una auténtica devoción. Y en esa paradoja diderotiana
vivió y actuó Portes al construir sus personajes y hacerlos respirar en el tablado. Lo
real y lo fingido, la racionalización del gesto y su eficacia escénica, la asunción de
la palabra prestada por el escritor y el fuego que la reflexión del actor debe dar al
texto que dice y vive… Las claves actorales de la verosimilitud deben quedar
controladas por la inteligencia y por la razón, no por el sentimiento, la
espontaneidad o la sensibilidad. Aunque el sentimiento, la espontaneidad y la
sensibilidad sean elementos constantes en el quehacer teatral. En esa paradoja situó
Portes, repito, su trayectoria actoral.
Tal vez el mejor testimonio sobre su visión del teatro, de la ceremonia
teatral, se pueda encontrar en el libro de poemas En el tablado insomne, que vamos
a comentar a continuación.
«El teatro no es mirar, / es ver, iluminación y fiebre»1 (p. 13), es la luz
que ilumina nuestra caverna interior y que llega hasta nosotros cuando vemos a
través del texto, cuando comprendemos y razonamos la realidad con la actitud
febril que provoca la escena en el espectador. El autor Portes refleja y ofrece en sus
poemas sus experiencias interiores provocadas por el fenómeno teatral durante su
efímera vida escénica. El teatro es «burlón y nómada, / mariposa de agua /
desatándose inasible / ante mis manos ávidas» (p. 14). No en vano la mariposa de
agua evoca la transitoriedad de la experiencia teatral y el desencadenamiento de la
pasión por tocarla, por aprehenderla. Pero creo que los versos clave para
comprender la realidad fingida, la ficción real y peregrina, inestable, que es el
teatro, la apasionada búsqueda del Teatro –con mayúscula-, son los siguientes.
1 .- Francisco Portes En el tablado insomne, Madrid, Ediciones Endimion, 1991. Señalamos en el texto las páginas de este libro de poemas.
[La paginación no coincide con la publicación]
5
Ellos cantan, en el prólogo de En el tablado insomne, la pasión portesina por
buscar, descubrir y tocar la esencia misma del ejercicio teatral:
«Busco tu voz, tu cuerpo, el hechizo de tu materia
como un moribundo busca el aire y se alza enardecido,
apoyándome en barandillas métricas
te busco,
con sílabas dictadas por la necesidad,
aliado a los verbos, agazapado en los tonos,
tiritando en la cresta de los encabalgamientos
asciendo, entre peligros de dispersión,
por esta escalera de polimetría,
al encuentro de tu cuerpo,
no pozo sino río
de los tesoros del olvido.» (p. 14)
Y el poeta parte en busca de la esencia del tablado insomne, de ese
tablado que no duerme y escruta constantemente todos los cruces imaginables e
inimaginables de la realidad y de la ficción, del hombre y de sus sueños. En esa
búsqueda, el creador Portes va acompañado por un grupo de grandes dramaturgos,
personajes y actores del mundo occidental: Eurípides, Aristófanes, Rita Villalobos,
Lope de Vega, Shakespeare, Calderón de la Barca, Juan Rana, el sátiro de la farsa,
Molière, Brecht, Arlequín, Isidoro Márquez, la Venus del melodrama, Strindberg,
Alfred Jarry, Beckett, Ionesco, Nuria Espert, Tadeusz Cantor, Buero Vallejo, Peter
Brook y Francisco Nieva. Esta es una gloriosa galería del saber y del sentir el
teatro, iluminada y observada en la páginas de En el tablado insomne.
La lírica peregrinación parte de un poema titulado Máscara, en el que
se fijan las bases de la esencia teatral. El tablado que no duerme está poblado por
máscaras, por la máscara que no es «disfraz» (p. 17), porque «el griego no concibe
[La paginación no coincide con la publicación]
6
/ la burda inmediatez del maquillaje» (p. 17). El gesto del agonista, con su
máscara, queda «clavado en los horrores de la noche» (p. 17). Es un icono
petrificado que deja al descubierto un «ignorado y fantasmal trasmundo» (p. 17),
una realidad fingida que viajará a través del tiempo, lejos de la inmediatez de la
anécdota, iluminando el ser y el existir de la humanidad.
Quien lleva la máscara que perpetúa el gesto del personaje es el actor,
la «figura transgresora / que juega con nosotros» (p. 24). La gran pregunta que se
hace Portes, más allá de la máscara, pone en tela de juicio la condición esencial del
cómico: «¿Es el actor un médium? ¿Es un farsante? / ¿Es el deseo de otredad que
puebla / las más íntimas fibras? ¿Qué sabemos…?» (p. 25). En todo caso, Saturno,
el dios que destruía a sus hijos, lo devora. Y el actor «regresa a diario de la
muerte» (p. 25), como inmortal ave fénix que mantiene viva la necesidad humana
de ver la máscara repetida delante de las facciones íntimas del actor. Esa condición
del comediante, que se renueva más allá de la muerte que el tiempo le procura al
final de cada representación, es el instrumento que «quema superficies, veladuras, /
corrupciones de oficio y de costumbre / hasta llegar al nudo elemental: / allí donde
se crea o se recrea / el ser o el existir del personaje» (p. 24).
El actor, eternamente muerto con el paso saturniano del tiempo y
siempre renovado tras la máscara, llega al momento sublime en que su figura se
hace personaje y se manifiesta de modo único e irrepetible en la representación del
aquí y del ahora. Y mañana será otro día, con una nueva representación, con un
actor que vuelve de la muerte, una vez más, y que asume el feroz desafío de
encarnar en otro intento, nuevo y distinto, la figura del personaje que transporta
sobre sus espaldas. Y así eternamente. Hasta que a los sesenta años, Saturno lo
devore definitivamente. Pero otros actores tomarán el testigo y el ejercicio seguirá
de modo recurrente hasta…
[La paginación no coincide con la publicación]
7
Un dato viene a mi memoria. Esa condición del actor, esa máscara del
actor, se hizo realidad en la vida de Francisco Portes. Sus actuaciones públicas, sus
libros, se hicieron con el nombre de Francisco Portes. A veces con dos apellidos,
Portes Orta. Y sin embargo, su verdadero nombre, si hemos de fiarnos de la
Agencia Española del ISBN, era Francisco Amézaga Orta. Es cierto que su padre y
su hermano han llevado públicamente el nombre Portes. Y sin embargo, la realidad
onomástica es otra. No importa que unos y otros usaran identificaciones familiares
no concordantes plenamente con la realidad. Lo significativo es que Paco Portes se
dotó de una doble máscara, la del seudónimo que ocultaba el nombre real, y la que
asumía cada vez que se encaramaba al tablado para hacer eficaz el carácter
insomne del mismo. El complejo y punzante oficio actoral se hallaba multiplicado
en su esencia misma por esa doble cubierta en que se perpetuaban los gestos
continuamente renovados por el paso del tiempo. El hecho de llevar un seudónimo
fue la máscara que se integró en el hombre, haciendo del actor, del poeta, del
escritor, del ser humano en suma, una figura alzada y visible en las tablas de la
vida cotidiana.
La compañía de distintos dramaturgos y actores es factor esencial en
el libro de poemas de Portes. El viejo Eurípides, en el bosque de Aretusa, va
recordando «claras luces amigas» (p. 19) (Sófocles, Protágoras) y «conserva esa
rara inocencia / del hombre que no abdica» (p. 19), aunque «nunca le perdonaron /
colocar la razón enfrente de los dioses» (p. 19). Esa búsqueda de la inocencia
plasmada en Eurípides, se convierte en una máscara integrada en el ser definitivo
del dramaturgo. Es la racionalización del hecho religioso, el intento de
comprensión de los dioses, la razón enfrentada a la divinidad y curiosa por
descubrir la esencia de esta última. Ese enfrentamiento hace que nos acompañe
eternamente el ángel trágico, «cercándonos, maniatándonos a la inmensa
desmesura» (p. 20). Porque el teatro es un ejercicio prometeico que nos empuja a
[La paginación no coincide con la publicación]
8
robar el fuego sagrado del conocimiento poseído en exclusiva por los dioses. El
ángel de la tragedia es el «morbo de abismo» (p. 21) que ata al hombre a su
necesaria búsqueda del más allá, del ser infinito y, al mismo tiempo,
necesariamente racionalizable. Esa es la maravilla de la ficción teatral, enfrentada
al problema de un más allá eternamente puesto en cuestión. Eurípides, antes de
morir, señala cómo ha transitado por el camino de la razón en su observación de lo
divino.
Siguen poemas sobre Rita Villalobos, intérprete de jácaras en el
barroco siglo XVII, figura a la que Portes llama «querubín / de la grasienta
cazuela» (p. 26). También sobre Lope de Vega («El rincón de Lope» (pp. 27-29),
donde «todo es Lope» (p. 29) -la boda, la noche, el estilo, el entierro, la vida
madrileña y cortesana-, como «el más arrebatado jinete de la vida» (p. 28).
La «Noticia de Shakespeare en la duodécima carta que el médico y
astrólogo Simon Forman dirigió a Francis Bacon el 25 de junio de 1609» (pp. 30-
32), es una alabanza de Shakespeare y de su obra, en la que «lo trágico y lo cómico
se enhebran en el mismo / laberinto de acciones, acciones monstruosas, / sencillas,
inquietantes, inocentes, absurdas como exacta escritura de la naturaleza» (pp. 31-
32). Esa es la verdadera consistencia del teatro: ser, por medio de sus anécdotas
variadas, una «exacta escritura» –que no necesariamente copia de la naturaleza, a
pesar de los consejos y decretos aristotélicos-. Es una versión, trágica o cómica, de
lo que la naturaleza es o de lo que nos ofrece, obligándonos a ir en contra de la
asunción de nuestra libertad personal.
Hay un leve contacto, como el que produce el ala de la golondrina,
con el autor de La vida es sueño en «Calderón o la cueva prodigiosa» (pp. 33-34).
¿Le atrae Calderón a Francisco Portes?... En el poema falta la pasión que late en
las presencias líricas de Eurípides, Lope o Shakespeare. Y sigue «Juan Rana,
eminencia cómica. Siglo XVII» (pp. 35-36), el «testigo de cargo / de esa bicéfala
[La paginación no coincide con la publicación]
9
España / de hambre, Imperio y telaraña, / y que ríe, sin embargo» (p. 36). ¿De
quién reía España viéndose retratada en las presencias, acciones y disparates del
gran Cosme?
Las huellas líricas de Juan Rana dan paso a la figura del sátiro de la
farsa en las «Sombras de la chácena» (pp. 37-38), ese espacio situado al fondo del
escenario, tras el foro, que se usa como almacén de decorados. Es el sátiro quien
habla a quien escribe el poema. Y el sátiro es «el coco rebelde» que ha «perdido la
inocencia», que clava «agujas en los ojos / del fantoche» e introduce «sones de
marimorena» «en las orejas del político», que pone «guindilla al sexo del obispo»,
que hace florecer «platillos y cornamentas» «en la cabeza del magistrado» (p. 37).
El sátiro, convertido en criatura autónoma, ¡oh, prodigio de la metaliteratura!, le
dice al escritor: «no me pongas en el libro, / que sólo soy una brecha, / un hueco en
el orden, una / heterodoxia en la escena» (p. 38). El sátiro es inaprehensible -«soy
el agua en la cesta» (p.37)- y actúa como el loco de la fiesta popular, como el
gracioso del teatro clásico de España, como la memoria colectiva y profunda «que
excava, fija y espera / que un esplendor de agua limpia / limpie o siegue las
cabezas» (p. 38). El fin moralizador de la figura del sátiro, la corrección de las
costumbres o la eliminación del mal dominante –políticos, obispos, magistrados-,
es algo así como la perpetuación creadora de la memoria popular hecha carne y
sangre, verso y ficción, en los locos del ejercicio carnavalesco y sus múltiples
encarnaciones.
«Molière en el estreno definitivo de Tartufo» (pp. 39-40) inicia el fin
de la primera parte de esta serie antes de que aparezca y caiga el telón (p. 41).
Molière «dejó una familia honorable, un destino / mediocre pero firme, por esa
cosa insomne / que se llama teatro» (p. 39). El teatro no duerme nunca. En ningún
momento debe dormir. Y cuando se apoltrona en brazos de los poderosos, deja de
ser teatro para ser otra realidad. Tal vez un instrumento del poder. La escena, el
[La paginación no coincide con la publicación]
10
tablado insomne y vigilante, sensible antena de las vibraciones colectivas, es el
lugar donde el escritor, el actor Molière, esperó «dejar su última gota de luz sobre
la escena» (P. 40). Y así sucedió cuando aquel día del «estreno definitivo» de su
Tartufo cerró para siempre el ciclo de su vida escénica y de su vida humana,
superpuestas e identificadas indefectiblemente. El teatro no duerme nunca. Y
cuando Molière cayó dormido para la eternidad, su obra resurgió insolente y
despierta, asegurando así una perpetuación de la constante y creadora vigilia del
tablado.
Los dos últimos poemas que preceden el entreacto del libro van
consagrados al telón y a Arlequín y sus compañeros de la comedia del arte. El
primero, «Geografía de la penumbra: Telón» (p. 41), es un soneto en que la gran
cortina, el telón, aparece como la puerta que nos introduce «bruscamente en la
divina / caverna de los sueños y la historia». Y es, al mismo tiempo, quien «abre la
gran ventana de la vida». ¿Es que lo que aparece y vive detrás del telón es la gran
ventana de la vida? ¿En qué parte está la vida? ¿Dentro o fuera del telón? ¿Qué es
dentro y qué es fuera? ¿Está la vida parte allá o parte acá del telón? ¿Quién decide
cuál es el acá o el allá? El público ve el suelo de la vida desde su propio existir,
desde su particular experiencia personal. El telón le enseña al espectador a «Edipo
y su noche» y «la gloria / de una madre que arrastra su cantina» -la madre Coraje-.
El telón es el gran encubridor y el gran descubridor de la vida y de la ficción que
pueblan el tablado insomne. Y también la vida o la ensoñación que laten en el patio
de butacas.
Un guiño al ocaso de la improvisación característica de Arlequín y sus
compañeros de la comedia del arte es lo que el poeta hace en «De cuando Arlequín
y sus compañeros perdieron los papeles» (pp. 42-44). «Después del vendaval todo
ha cambiado» (p. 42). Grita Arlequín que todo despareció: «nos dejaron sin patria»
(p. 43), »nos han expulsado arguyendo que el arte / es orden y equilibrio, mesura y
[La paginación no coincide con la publicación]
11
simetría» (p. 44). Arlequín protesta porque «alguien bajó el telón
inesperadamente» (p. 43) y han perdido, él y los suyos, la capacidad y la
posibilidad de la improvisación, de la locura, de la libertad, tan propias de su
teatro. Arlequín se ha quedado sin tablado. Todo ha quedado destruido. Nada
pervive más allá de la racionalidad de lo previsto y de lo previsible. Hay otro
modelo de teatro que subyace como objeto de reflexión de este grito desesperado
de Arlequín. ¿Y de Portes?
El «Entreacto» considera la vida escénica como un teatro, con su
propio espacio dedicado a romper el tiempo, a recuperar por unos momentos el
contacto con la otra realidad, la no fingida, aunque el ejercicio del tablado sea
invocado como «racimo de espejismos más reales que la realidad» (p. 48). Este es
el gran tema del libro de Portes y, posiblemente, de la vida artística de Portes. Su
visión del teatro es una ficción, un espejismo más real que la vida. La vida es teatro
y el teatro es vida. Todos llevamos nuestra propia máscara en un deseo
inconsciente de perpetuar, de fijar, nuestro monólogo y nuestro gesto. La vida es
sueño y se hace realidad en la ficción teatral, realidad transcendente, metafísica.
Siguen alusiones directas a figuras clave del mundo teatral, de
Márquez a Valle Inclán, de Pirandello a Brecht, de Nuria Espert a Peter Brook, de
Ionesco a Beckett, de Tadeusz Cantor a Nieva, de Strindberg a Jarry. Resulta
extraña la ausencia de García Lorca.
Y el libro termina con unos acercamientos a la esencia del camerino,
del autor, del sitio del apuntador, del duende de la tragicomedia. Y de las voces
(John Gielgud, Fernando Fernán Gómez, Margarita Xirgu, Vittorio Gassman, José
María Rodero, Gérard Philipe, Carlos Lemos) (pp. 74-76). Ahí está todo. O casi
todo. El teatro hecho vida en las voces, en el soplo del apuntador, en el autor, en el
camerino… y en las plasmaciones de la vida hecha ficción en ciertas actitudes.
Gestos, obras, dolores y alegrías de los autores que han desfilado por el quehacer
[La paginación no coincide con la publicación]
12
poético de Francisco Portes. Es un intento de explorar la intimidad del hecho
teatral, de la locura teatral, de la irracionalidad teatral que alienta en tantas obras.
Portes retrata en ellas su propia pasión de hombre a caballo entre la
realidad fingida y la ficción real. Eso es el ser hombre de teatro. Poeta y habitante
de escena, de tablado insomne. Si el camerino es «la cueva donde guarda el brujo /
sus viejos talismanes» (p. 51), el autor es dueño del «manantial… / del río oscuro
que en la escena fluye» (p. 58). Y en el difícil ejercicio teatral, la figura del
humilde apuntador, del desconocido apuntador, es quien va «delante / desbrozando
la noche» (p. 73); es ese «fantasma necesario» (p. 73) en el juego de luz y sombra,
de palabra y silencio, de memoria y olvido, de movimiento y reposo que alimenta
el ejercicio teatral.
Y todo está hecho de provisionalidad, de algo no acabado, de lo
irrepetible. Un fallo de la voz, una distracción del apuntador, un quiebro de la
memoria, una crisis en la relación entre actores… Todo ello le da al hecho teatral
un carácter etéreo, inestable e incapaz de hacerse realidad escénica de modo
enteramente idéntico. Por ello, el teatro está anclado en la esencia misma de la
vida, que es etérea, inestable, irrepetible.
Este es el testamento escénico, la voz insomne de Francisco Portes.
[La paginación no coincide con la publicación]