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LA TEXTUALIZACIÓN DEL PODER POLÍTICO Y LA TRAGEDIA DEL SIGLO XVI : CUEVA Y LASSO DE LA VEGA
Alfredo Hermenegildo Université de Montréal
«La autoridad real no deue / andar fingida entre la humilde
plebe»1. Esta es una de las dos explicaciones que Lope de Vega apunta
para explicar el enfado que Felipe II manifestaba al ver la figura de un
monarca en el tablado teatral2. Pero resulta imposible reducir la
presencia escénica del rey a un modelo único, o significativamente
único. De hecho hay una diferencia abismal entre el monarca
semidivinizado que presentan ciertas obras de la comedia nueva –
Fuenteovejuna, El mejor mozo de España, La mayor virtud de un rey, El
mejor alcalde el rey, etc3– y el que se manifiesta en la serie de tragedias
del horror durante los finales del siglo XVI, tragedias que parecen ser los
signos fieles del estado de la conciencia política con que un grupo de
intelectuales españoles, desde lugares distintos y con armas diferentes,
1 .-‐ Lope de Vega. El arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Edición y estudio preliminar de Juana de José Prades, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1971, p. 291. 2 .-‐ Nos parece muy arriesgada la afirmación de que «Carlos I and Felipe II were not interested in theatre» (Margaret Rich Greer, The Play of Power. Mythological Court Dramas of Calderón de la Barca, Princeton, Princeton University Press, 1991, p. 12). La corte peregrina de Carlos no fue lugar adecuado para desarrollar la práctica teatral, pero no ocurrió lo mismo durante los años de estabilidad palaciega de Felipe II. Teresa Ferrer, en La práctica escénica cortesana: de la época del Emperador a la de Felipe III (Londres, Tamesis Books, 1991), ha puesto de manifiesto la presencia de una interesante actividad teatral en la época de Felipe II. 3 .-‐ Véase nuestro trabajo «La imagen del rey y el teatro de la España clásica», Segismundo, 23-‐24, 1965.
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pretendió hacer frente a la realidad pública que le rodeaba, es decir, a la
concepción del poder vigente durante el reinado de Felipe II4.
Señalemos, de paso, una curiosa coincidencia. En un
momento político de evidente centralismo absolutista – las Alpujarras,
los sucesos de Aragón, la invasión de Portugal, etc. -, son escritores de la
periferia peninsular, de los reinos que rodean a Castilla –Galicia,
Aragón, Valencia y Andalucía– los que abren sus obras a la
problemática del abuso del poder y de sus consiguientes y catastróficas
consecuencias. Jerónimo Bermúdez, Lupercio Leonardo de Argensola,
Cristóbal de Virués y Juan de la Cueva construyen un corpus dramático
en que se manifiestan las líneas convergentes de una misma y terrible
concepción del ejercicio de la autoridad. Los dos escritores identificados
con Madrid, Diego López de Castro y Gabriel Lobo Lasso de la Vega,
son los únicos que dramatizan el problema del poder político desde una
perspectiva diferente.
La elaboración de la imagen del rey para provocar la
identificación del pueblo con el poder dominante fue obra de
humanistas, de escritores, de artistas de todo género5. Pero, en estos
finales del siglo XVI español, son también los artistas, los escritores, los
humanistas, quienes proponen un modelo de soberano con el que 4 .-‐ El hecho de que el teatro clásico español empezara en la corte y terminara en los salones palaciegos, entre Encina y Calderón, como apunta Robert Ter Horst (The Secular Plays, Lexington, Kentucky, University Press of Kentucky, 1971), no quiere decir que haya sufrido una influencia unidireccional por la presencia del entorno cortesano. 5 .-‐ Roy Strong, Splendour at Court : Renaissance Spectacle and Illusion, Boston, Houghton Mifflin, 1973, p. 19.
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intentan crear una distancia, un rechazo del poder tiránico por parte del
pueblo. En otro trabajo6, hemos analizado cómo articuló Virués, uno de
los valencianos de fin de siglo, los signos dramáticos del poder político.
Dábamos allí una visión del problema. En esta ocasión vamos a describir
y poner en paralelo un aspecto de dos distintas y contrapuestas maneras
de dramatizar el ejercicio del poder, la que ofrece Gabriel Lobo Lasso de
la Vega en su Tragedia de la honra de Dido restaurada7 y la que
despliega Juan de la Cueva en la Tragedia del príncipe tirano8. Una y
otra se publican casi al mismo tiempo, en 1587 la THDR y en 1588 la
TPT.
* *
*
Las dos obras de nuestro corpus surgen como expresión de
dos discursos políticos opuestos. Y la resolución de las dos anécdotas
deja al descubierto dos realidades contradictorias. El ejercicio del poder,
el ejercicio degradado del poder, es un factor de destrucción del tejido
social, según la obra de Cueva, mientras que la tragedia de Lasso
escenifica todo el proceso de elaboración y construcción de un orden
social, de una estructura política útil, rentable y justa. Se trata en este 6 .-‐ «La semiosis del poder y la tragedia del siglo XVI: Cristóbal de Virués», Crítica Hispánica, 16, 1994, 1, p. 11-‐30. 7 .-‐ Citaremos los distintos pasajes de la obra según Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Tragedia de la honra de Dido restaurada (introducción, edición y notas de Alfredo Hermenegildo, Kassel, Ed. Reichenberger, 1986). Nos referiremos a la tragedia usando la sigla THDR. 8 .-‐ Utilizaremos el texto de la tragedia según aparece en Comedias y tragedias, de Juan de la Cueva (edición de Francisco A. de Icaza, Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1917, tomo 2, p. 209-‐269). Nos referiremos a la pieza por medio de la sigla TPT.
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segundo caso del ejercicio dignificado del poder político. Y todo ello se
hace «realidad teatral» contando con la tela de fondo, con el referente
histórico que envuelve la escritura y la representación, es decir, teniendo
en cuenta el uso del poder vigente en la España contextual, la de Felipe
II. Vamos a describir, a continuación, cómo se textualiza, cómo se
organizan los signos del poder en las dos piezas del corpus.
En TPT se dramatiza la anécdota de una falta colectiva
cometida por los poseedores del poder. El rey Agelao de Colcos, su hijo
el príncipe Licímaco y los cortesanos que les rodean cometen el triple
pecado de la irresponsabilidad política, del ejercicio tiránico del poder y
de la condescendencia con el soberano que rompe todas las normas de la
convivencia con los súbditos. Este triple pecado queda reducido a una
falta única en THDR, la que comete el rey Pigmalión abusando de su
poder y ordenando el asesinato de su cuñado Siqueo. Lo cual marca ya la
diferencia profunda que separa las dos tragedias. TPT distribuye la
connotación negativa entre todos los poderosos. THDR concentra dicha
connotación en la persona de un «mal rey» (v. 914), del tirano
Pigmalión. Cueva da paso a la aparición del tirano Licímaco por medio
de la denuncia de la irresponsabilidad política de Agelao, que se empeña
en renunciar al trono y en dejarlo en manos de su hijo, yendo así en
contra de la opinión de todos sus consejeros. Lasso parte de la presencia
de un tirano que rompe el ambiente paradisíaco existente en su reino y se
deja llevar por la codicia de las riquezas de Siqueo. Las crisis de las dos
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tragedias se resuelven de modos radicalmente opuestos. En TPT, con la
muerte del rey Licímaco, se va a destruir la organización del estado y a
crear un vacío de poder; en THDR se asiste a la construcción de un
nuevo orden político y social, bendito de los dioses y consagrado por la
muerte redentora de la reina Dido. Las dos tragedias ocultan estructuras
invertidas –destrucción/construcción– propicias para dar dos imágenes
contrapuestas de la figura real. Si Licímaco congrega en su persona una
extremada abundancia de signos y connotaciones negativos–
connotaciones y signos compartidos con el Pigmalión de THDR–, Dido
ofrece la imagen de la soberana dignificada, mesiánica, divinizada,
perfecta, digna de imitación.
Las dos obras ponen en escena una amplia muestra de las
sociedades gobernadas por sus respectivos reyes. El caso de THDR es
casi enteramente coincidente con el de TPT. Lasso ha construido su obra
con los personajes reales (Pigmalión, Dido, Yarbas, Ana), los nobles y
cortesanos (Siqueo, Marcio, Embajador de Dido), los servidores (Dorina,
Bridano, Paje, Justino, Sergio, Casiano, Denato, Firmio, Lestio, Adrano,
Corino, Marinero, Curio), el pueblo (Dino, Curio, ciudadano de Cartago,
Dalia, Casina, cuatro viejos y viejas de Chipre, Pulvio) y el mundo
divinal (Neptuno, los tritones, Proteo, Portuno, Nereo, Mercurio, Venus
y Diana). La presencia de los poderes sobrenaturales es un signo que
caracteriza la tragedia lassiana. Más tarde volveremos a tratar de dicha
presencia. En TPT está representada la monarquía (el Príncipe y el rey
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Agelao), la nobleza cortesana (Calcedio, Gracildo, Cratilo, Beraldo,
Ligurino, Leutonio, Ericipo, Teodosia y Doriclea), el pueblo (Aranto,
Lucila, Licedio y Emilio), los servidores reales (Paje, Mastresala,
Secretario, Arganto), el Reino en forma de figura moral y un personaje
Mudo, construido con rasgos cercanos a la alegoría y que se suicida en
escena transformándose en signo de la desgracia colectiva. La nómina de
personajes representa bien el universo dramático dentro del que se
despliega el ejercicio de la autoridad política.
La doble galería de personajes es utilizada y manipulada al
servicio de una doble concepción del poder. La primera, la de THDR, se
construye con signos dignificadores de la figura, gestos y acciones de la
soberana y del espacio dramático en que se mueve. La segunda, la de
TPT, surge a través de un conjunto de signos que podemos calificar
como degradantes. Esta serie de signos se manifiesta fundamentalmente
en diversos niveles de la dramatización. Vamos a estudiar, en este
trabajo, la dimensión discursiva. La utilización de iconos escénicos y la
elaboración de la diégesis misma será objeto de otro análisis. Los tres
niveles marcan el abismo que separa la elaboración de una y otra
tragedia y, en consecuencia, la doble y opuesta concepción del poder
político latente en ambas.
Lasso de la Vega abre su tragedia con la presentación de dos
espacios antagónicos, el del tirano, Pigmalión y el de la reina Dido,
futura fundadora de Cartago. El primero está alimentado por el mismo
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discurso del poder que encontraremos en Licímaco, es decir, la
necesidad del abuso de autoridad para mantenerse en el trono y la
perpetración del crimen con el fin de alcanzar los objetivos del personaje
real. Hay que señalar, sin embargo, la diferencia considerable que media
entre el primero y el segundo, Si Pigmalión invoca las mudanzas de
fortuna para explicar el asesinato de Siqueo (v. 339-400, 405-407, 409,
411, 413 y 420), lo que de algún modo está denunciando la
irresponsabilidad de un rey, de un «mal rey», la tragedia trata de evitar la
condenación radical y frontal del tirano. Prefiere burlarse de él en el
episodio de las cajas, supuestamente cargadas de riquezas y abandonadas
a las profundidades marinas por la Dido fugitiva en los barcos. El rey,
tradicionalmente protegido por los dioses, ve cómo su poder pierde el
respaldo celeste cuando se comporta como tirano («que Iúpiter no pueda
ya ampararte», v. 656). Y cuando Pigmalión se enfrenta con la divinidad
(«al cielo moueré sangrienta guerra», v. 660), la oposición [tirano /vs/
Dido + dioses] es el signo evidente de cómo se trata en la tragedia el
poder desdignificado, el poder degradado que ha dejado de gozar de la
protección celestial. Los dioses han cambiado de bando porque el rey ha
dejado de ser rey para convertirse en tirano. Y es el propio Mercurio
quien recomienda a Pigmalión el abandono de la persecución de Dido y
quien le señala la amenaza sobrenatural:
No impidas, Pigmalión, tan gran jornada [la de Dido], que ansí por los dioses te es mandado, […] será tu yerro castigado,
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que ha Dido ya le está predestinada suerte felice del dichoso hado, lo qual ordenó el cielo […]. (v. 661-665)
Y Pigmalión renuncia a la persecución. Su castigo es ver
cómo desaparecen del reino personas principales, riquezas y protección
divina. Y el texto abandona a su suerte al tirano para ir en busca de la
elaboración de un espacio político nuevo, justo, rico y bendito de los
dioses, el reino creado por la mítica Dido en Cartago. Pero aquel paraíso
destruido en Tiro por la injusta intervención de Pigmalión, va a ser
recreado en Cartago por la justa operación de la reina. Y las leyes serán
las mesmas que hasta aquí. Declárense, Puluio, ansí, qual las de Tiro y Sidón. Estas solas se pratiquen porque de suyo son buenas. (v. 1171-1176)
Es decir, la organización del estado en Tiro y Sidón era
perfecta. Por eso la mantiene Dido. Lo que era nocivo era el «mal rey»,
el monarca transformado en tirano. Cambiando la perversa encarnación
del poder y remplazándola por una figura adecuada, el poder quedará
dignificado. Dido, protegida de los dioses y obediente a su mandato,
puede reconstruir un espacio político paradisíaco en que se ejerce un
poder bueno, justo, perfecto, infinitamente perfecto puesto que será
inmortalizado y fijado eternamente por el sacrificio de la reina sin par. El
discurso latente en THDR prevé la inmanencia del poder político y de la
figura del rey perfecto y divinizado. Si el rey se convierte en tirano, su
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gesto no pasa de ser una anécdota superficial que hay que contrarrestar
arrinconándole en un país abandonado. Y surgirá después, con la
bendición celeste, el mismo espacio político animado por la autoridad
perfecta de la nueva soberana.
En TPT se invierte el camino examinado en THDR. Hay un
rey, Agelao, que cede voluntariamente el trono a su hijo, el príncipe
Licímaco. La diégesis pasa de un estado «normal» de ejercicio del poder
a una catástrofe en que todas las bases del buen gobernar han
desaparecido, arrastrando en su final la destrucción de toda estructura
política y provocando un auténtico vacío de poder. Y todo surge por la
irresponsabilidad del rey Agelao renunciando al trono («sirva mi
flaqueza de disculpa / y el verme inútil para paz y guerra», p. 220) y
entregándolo al príncipe contra la opinión de los cortesanos. Así habla,
entre otros, Cratilo:
oy quiere el rey del reyno desistirse y entregárselo al príncipe inhumano; oy quiere el rey del reyno despedirse y entregárselo al príncipe tirano. (p. 224)
El Mastresala considera que el príncipe es el enemigo del
país de Colcos (p. 225) y cuenta los horrores cometidos por Licímaco
durante la noche (ha sacado los ojos a un paje, le ha quemado el rostro a
otro y los ha arrojado a los dos del mirador abajo). La anécdota es dura.
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Pero más terrible es la intervención de Agelao, según cuenta uno de los
cortesanos:
El rey los mando enterrar y quel caso se encubriesse, so pena de que muriesse quien lo osasse divulgar. (p. 226)
La pasiva complicidad del rey es, tal vez, más dura y feroz
que la monstruosidad del príncipe. Y a partir de ahí, el Mastresala
descubre al espectador el fondo de su pensamiento:
Oy damos la libertad a vn tirano; oy nos ponemos al yugo; oy nos sometemos a toda inhumanidad; oy la patria es assolada. (p. 227)
La figura alegórica del Reino y la del Mudo confirman las
terribles predicciones de los cortesanos. Todo ha sido desencadenado por
la incompetencia y la irresponsabilidad de un rey inicuo, de Agelao. De
modo que el paralelo con THDR sólo es estructural. La diégesis parte en
TPT de un ejercicio degradado del poder. Pero aquí no se reconstruirá un
espacio político paradisíaco. El paraíso nunca existió en Colcos. Y el
resultado, con la llegada del monarca sucesor, llevará a la destrucción de
toda la red de relaciones sociales, políticas, etc.
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El espectador ha observado desde el principio ciertos rasgos
definidores de la personalidad de Licímaco. Su parlamento inicial (p.
212) deja expuesto claramente su concepto del poder:
- una viva centella le abrasa - desea reprimir «a quien mi braço espanta» - «mi nombre / se honore qual deydad» - que mi nombre «qual furia assombre» - «que me aborrezcan no me da cuydado» - «témanme a mí qu´es lo que yo pretendo; / y esté en
odio perpetuo de mi tierra» - «está en mi pecho horrendo / crueldad eterna y que
piedad no encierra» - «no avrá en tomando el ceptro en esta mano / sossiego
que no turbe, / hombre que no perturbe / ni dios en todo el coro soberano / a quien el poder mío / dexe en quietud gozar su señorío».
El discurso del poder tiránico es el que envuelve la figura del
príncipe. Los cortesanos lo conocen. El rey Agelao también. Este último
oculta, pérfidamente, la crueldad de su hijo. Y los cortesanos, aunque
ven el tenebroso futuro, se callan y aceptan «complacidos» la coronación
del nuevo monarca. Después de que Licímaco ha jurado («assi lo pido al
cielo, y si excediere / del juramento vn punto por engaños, / muera en
poder del mal estrecho amigo, / o en opresión del bárbaro enemigo» (p.
228), Cratilo, Beraldo y Gracildo, los nobles palaciegos, manifiestan
toda la doblez política y el radical oportunismo vigente en los círculos
del poder de un estado condenado a la destrucción colectiva. Sirvan de
ejemplo estas tres intervenciones:
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CRATILO: ¿Qual será, rey, al cielo tan ingrato, que viendo la virtud qu´en el florece, le pueda ser avaro y contradiga lo que razón le fuerça y ley le obliga? BERALDO: De todo el ancho reyno a sido acepto qual parece en las cortes acabadas. GRACILDO: Nadie repugna tu real decreto [...] […] todos lo demandan y pidiéndolo a vozes por rey, andan. (p. 229)
Solamente dos figuras se alzan públicamente contra la
llegada de Licímaco al poder. Y son dos personajes salidos de la galería
de lo alegórico, del paradigma de lo moral. El Mudo es una extraña
figura que debe analizarse a partir de la configuración modélica de
dicho paradigma. Aparece con «vna hoce y vn libro» (p. 222). Rompe el
libro, se enfurece, da gritos, se hiere en la cabeza y se corta el cuello con
la hoz (ibid.). Su muerte en escena cierra la primera jornada, cuando
todavía no se ha presentado ninguno de los horrores que el príncipe
cometerá. De algún modo, la muerte del Mudo es el signo catafórico que
adelanta las diversas anécdotas de la catástrofe. La presencia del Mudo
suicida es la expresión y el símbolo del pueblo que no puede hablar. Es
uno de los momentos terribles de la tragedia y una de las claves para
comprender el discurso del poder que envuelve la pieza. Agelao ha
dejado al pueblo hablar durante el juicio público que ha presidido (p.
218), pero el Mudo, el pueblo de Colcos, no puede expresarse sobre las
cuestiones fundamentales de la convivencia pública. Esta encarnación
presente de los futuros habitantes de Colcos amordazados por la tiranía,
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se suicida ante los ojos de Licímaco. Su reacción es la característica de
quien sólo mide la realidad con los criterios de su propio interés:
No es este caso agora tan terrible, que turbar haga esse animo [el de Agelao] excelente, que al vil temor no dio jamas entrada ni le movio la ciega diosa airada. (p. 222)
Junto al Mudo –y explicando posteriormente el sentido de su
gesto–, sólo la «Figura del Reyno» (p. 231) es la otra voz que clama en
este desierto de profunda inmoralidad política. Se presenta en la escena
final de la segunda jornada explicando quién es y dando las razones de
su impresionante aspecto:
Vengo atravessado el pecho desta rigurosa espada, y el alma en fuego abrassada por la elecion que aveys hecho. (p. 231)
El Reino explica la figura del Mudo y los gestos realizados
anteriormente (p. 232). Sus gemidos significan «vuestro llanto [el del
pueblo de Colcos]»; sus vestidos hechos jirones «la miseria y quebranto
del reino»; el libro rasgado y tirado a los pies del rey la violación de las
leyes del país.
No deja de ser significativo que solamente estas dos figuras
del paradigma moral son las que abren el gran interrogante de la
inmoralidad política y anuncian la destrucción del reino. El resto de los
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personajes, Agelao, Licímaco, los cortesanos, viven hipócritamente la
definitiva aniquilación del espacio político de Colcos.
Uno de los signos más característicos del concepto
monárquico vigente en la época que estudiamos, es la estrecha
vinculación de la figura del soberano con la divinidad. El caso de THDR
nos parece altamente significativo. Y en el siglo XVII podrían invocarse
muchos más. Juan de la Cueva, en cambio, y con él la mayoría de los
trágicos de este final de siglo, los dramaturgos de la España periférica
del segundo de los Felipes, ha destruido los lazos que unen al monarca
con los poderes sobrenaturales. Si Dido recibió el apoyo incondicional y
la protección de los dioses (la presencia en escena de Mercurio,
Neptuno, Proteo, Portuno, Diana, Venus, etc., es bien significativa), el
príncipe Licímaco rompe abiertamente con el espacio celeste y se alza
como signo perturbador de las relaciones regio-divinas. Si el Pigmalión
de THDR es conminado por los dioses a renunciar al tesoro de Siqueo y,
en consecuencia, a la persecución de Dido, en TPT es Licímaco quien
corta las relaciones con el cielo y se autoproclama digno rival del
poderío divinal. «No avra […] dios en todo el coro soberano / a quien el
poder mio / dexe en quietud / gozar su señorio» (p. 212).
Ya en la tercera jornada, cuando Licímaco ha sido coronado
rey, el espectador asiste a la autoproclamación del rey como divinidad.
El nuevo monarca pregona su concepto de la realeza: «Entienda el
mundo que á de ser mi nombre / no menos que deydad reverenciado» (p.
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243). La deificación de TPT no tiene nada que ver con la que dramatiza
Lasso. En THDR se trata del resultado «natural» de un gesto redentor, el
que realiza Dido suicidándose para que las tropas del mauritano Yarbas
levanten el cerco de la nueva ciudad, de Cartago. Los versos que el texto
pone en boca de Dido, contaminados por la tradición de Garcilaso de la
Vega, son bien explícitos en este sentido:
No que viuáys mi vida os quite, hermanos. Yo quiero restaurar todas con vna que muere ya por ver el bien que vía ¡ay, dulces prendas! quando Dios quería. (v. 1771– 1774).
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Las dos tragedias se construyen a partir de dos discursos
opuestos. El del poder tiránico y sus efectos devastadores, en el caso de
la tragedia de Juan de la Cueva. El del remplazamiento de un poder
degradado por un concepto del estado en que el monarca, la soberana,
ejerce la autoridad para dar cumplida respuesta al mandato y protección
de los dioses. La reina Dido se alza así como símbolo de un estado en
cuya cúspide está instalada la concepción de un poder dignificado y
apoyado en las leyes justas y en el ejercicio de la autoridad siguiendo los
consejos celestiales. Cuando se pone en marcha la comedia nueva, habrá
una clara tendencia a continuar por la línea seguida en la tragedia
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