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KROPOTKIN, Piotr A.: La moral anarquista

Biblioteca Mateo Morral, 2015Carrer de Sant Marià, 72 08840 Viladecans

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11La historia del pensamiento humano recuerda el balanceo de unpéndulo que tardase siglos en pasar de un extremo a otro. Tras unlargo período de adormilamiento, llega el momento del despertar.Entonces el pensamiento se libera de las cadenas con que le habí-an atado cuidadosamente los interesados: gobernantes, abogados,clérigos.

Rompe las cadenas. Somete a severa crítica todo lo que le han en-señado, y deja al descubierto el vacío de los prejuicios religiosos,políticos, legales y sociales en que ha vegetado. Empieza a inves-tigar por nuevas vías, enriquece nuestro conocimiento con nue-vos hallazgos, crea nuevas ciencias.

Pero los inveterados enemigos del pensamiento (el gobernante, ellegislador y el sacerdote) se recobran pronto de su derrota. Gra-dualmente integran sus fuerzas desperdigadas y reestructuran su fey su código de leyes para adaptarlos a las nuevas necesidades.Luego, aprovechando el servilismo de pensamiento y de carácter,que ellos mismos han cultivado tan eficazmente; aprovechandotambién la momentánea desorganización de la sociedad, aprove-chando la pereza de algunos, la codicia de otros, las mejores espe-ranzas de muchos, vuelven subrepticiamente a su trabajo, toman-do en primer lugar posesión de la infancia, através de la educa-ción.

El espíritu del niño es débil. Es fácil moldearle mediante el miedo.Esto hacen ellos. Hacen al niño tímido, le hablan de los tormentosdel infierno. Conjuran ante él los sufrimientos de los condenados,la venganza de un dios implacable. Al minuto siguiente le habla-rán de los horrores de la revolución, utilizando algún exceso delos revolucionarios para hacer al niño «un amigo del orden». Elsacerdote le acostumbra a la noción de ley, para hacerle obedecermejor lo que él llama «ley divina», y el legislador perora sobre la

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ley divina para que la ley civil se obedezca mejor.

Y por ese hábito de sumisión, con el que tan familiarizados esta-mos, el pensamiento de la siguiente generación retiene este conte-nido religioso, que es al mismo tiempo servil y autoritario; puesautoridad y servilismo van siempre de la mano.

Durante estos intermedios de adormecimiento, raras veces se ana-liza la moral. Las prácticas religiosas y la hipocresía judicial ocu-pan su sitio. La gente no critica, se deja arrastrar por el hábito opor la indiferencia. No se apartan de la moral establecida ni seoponen a ella. Hacen lo posible porque sus acciones parezcan deacuerdo con sus profesiones.

Todo lo que era bueno, grande, generoso o independiente en elhombre se enmohece poco a poco; se oxida como un cuchillo de-sechado. La mentira se hace virtud, la rutina deber. Enriquecerse,aprovechar las oportunidades propias, agotar la propia inteligen-cia, el celo y la energía no importa cómo, se convierten en lemasde las clases acomodadas, así como de las masas de pobres cuyoideal es parecer burgueses. Luego la degradación del gobernante ydel juez, del clérigo y de las clases más o menos acomodadas sehace tan repugnante que el péndulo empieza a oscilar hacia el otrolado.

Poco a poco, la juventud se libera. Arroja por la borda sus prejui-cios y empieza a criticar. Despierta otra vez el pensamiento, alprincipio entre unos cuantos: pero insensiblemente el despertar al-canza a la mayoría. El impulso está dado, la revolución sigue.

Y en todos estos casos se plantea de nuevo la cuestión moral.«¿Por qué he de seguir los principios de esta moral hipócrita?»pregunta la inteligencia, liberada de los terrores religiosos. «¿Porqué ha de haber una moral obligatoria?»

Luego los hombres intentan dar razón de ese sentimiento moralque les asalta de forma continua inexplicablemente. E inexplicableserá mientras lo crean privilegio de la naturaleza humana, mien-tras no desciendan para comprenderlo a animales, plantas y pie-

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dras. Buscan la respuesta, sin embargo, en la ciencia del día.

Y si es que podemos aventurarnos a decirlo así, cuanto más sehunde la base de la moral convencional, o más bien de la hipocre-sía que ocupa su puesto, más se eleva el nivel moral de la socie-dad. Es sobre todo en estos períodos precisamente cuando loshombres lo critican y niegan, cuando más progresa el sentimientomoral. Es entonces cuando crece, cuando se eleva y perfecciona.

Hace años, la juventud de Rusia se hallaba apasionadamente agi-tada por esta misma cuestión. «¡Seré inmoral!» decía un jovennihilista a su amigo, traduciendo así en acción los pensamientosque no le daban descanso. «Seré inmoral. ¿Por qué no habría deserlo? ¿Porque así lo quiere la Biblia? La Biblia no es más queuna colección de tradiciones babilónicas y hebreas, tradiciones re-cogidas y ordenadas como los poemas homéricos, o como se haceaún con poemas vascos y leyendas mongoles. ¿Debo retrocederpues a la condición mental de unos pueblos semicivilizados delOriente?»

«¿He de ser moral porque Kant me hable de un imperativo categó-rico, de una orden misteriosa que llega a mí de las profundidadesde mi propio ser y me obliga a ser moral? ¿Por qué este ‘imperati-vo categórico’ ha de ejercer más autoridad sobre mis acciones queotros imperativos, que a veces pueden ordenarme que me embo-rrache? Se trata sólo de una palabra, nada más; como las palabras‘Providencia’ o ‘Destino’, inventadas para ocultar nuestra igno-rancia.»

«¿O quizás deba ser moral porque lo diga Bentham, que quiereconvencerme de que seré más feliz si me ahogo para salvar a untranseúnte que se ha caído al río que si me limito a ver cómo seahoga?»

«¿O quizás porque ésa ha sido mi educación? ¿Porque mi madreme enseñó moral? ¿Debo entonces ir a una iglesia y arrodillarme,honrar a la reina, inclinarme ante el juez que sé que es un bribón,simplemente porque nuestras madres, nuestras buenas madres ig-norantes, nos han enseñado esos absurdos?»

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«Tengo prejuicios, como todo el mundo. ¡Intentaré librarme demis prejuicios! Aunque la inmoralidad sea detestable, me obligaréa ser inmoral, como de niño me obligué a superar el miedo a la os-curidad, al cementerio, a los fantasmas y a los muertos... cosas to-das ellas que me habían enseñado a temer.»

«Seré inmoral para destruir ese arma de la que ha abusado la reli-gión, haré, aunque sólo sea para protegerme contra la hipocresíaque nos han impuesto en nombre de esa palabra hueca llamadamoral.»

Así razonaba la juventud de Rusia al romper con los antiguos pre-juicios, y desplegar esta bandera de filosofía nihilista, o más bienanarquista: no doblar la rodilla ante ninguna autoridad sea la quefuere, por muy respetada que sea; no aceptar ningún principio queno esté avalado por la razón.

Hemos de añadir que, después de tirar a la papelera las enseñanzasde sus padres, y de quemar todos los sistemas morales, la juventudnihilista desarrolló en su seno un núcleo de costumbres morales,infinitamente superior a todo lo que habían practicado sus padresbajo el control del «Evangelio», de la «Conciencia», del «Impera-tivo Categórico» o de la «Ventaja Reconocida» de los utilitarios.Pero antes de contestar a la pregunta «¿Por qué he de ser moral?»veamos si la cuestión está bien planteada; analicemos los motivosde la acción humana.

22Cuando nuestros antepasados deseaban contabilizar lo que llevabaa los hombres a actuar de un modo u otro, lo hacían de un modomuy simple. Aún en nuestros días, pueden verse ciertas imágenescatólicas que representan esta explicación. Un hombre va por sucamino y, sin que se dé la menor cuenta de ello, lleva un demonioen el hombro izquierdo y un ángel en el derecho. El demonio lemueve a hacer el mal, el ángel intenta impedirlo. Y si el ángel

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gana y el hombre se mantiene virtuoso, otros tres ángeles lo cogeny lo llevan al cielo. De este modo, todo se explica maravillosa-mente bien.

Las viejas ayas rusas, imbuidas de estas ideas, te dirán que jamásacuestes a un niño en la cama sin desabrocharle el cuello de la ca-misa. Hay que dejar al descubierto una cálida zona de la base delcuello para que pueda anidar allí el ángel guardián. De otro modo,el demonio molestaría al niño hasta en su sueño.

Estas ingenuas concepciones van desapareciendo. Pero aunque de-saparezcan las viejas palabras, la idea esencial sigue siendo lamisma.

La gente instruida no cree ya en el demonio, pero como sus ideasno son más racionales que las de nuestras ayas, no hacen sino dis-frazar demonio y ángel de una palabrería pedante a la que honrancon el nombre de filosofía. Hoy no dicen «demonio», sino «la car-ne» o «las pasiones». Substituyen «ángel» por «conciencia» o«alma», por «reflejo del pensamiento de un creador divino» o «delGran Arquitecto», como dicen los masones. Pero aún hoy día senos presenta la acción del hombre como resultado de una luchaentre dos elementos hostiles. Y se considera siempre virtuoso a unhombre exactamente en la medida en que uno de estos dos ele-mentos (el alma o conciencia) vence al otro (la carne o las pasio-nes).

Es muy comprensible el asombro de nuestros bisabuelos cuandolos filósofos ingleses, los enciclopedistas, empezaron a oponerse aestas ideas primitivas y a afirmar que ni demonio ni ángel teníannada que ver con las acciones humanas, que todos los actos delhombre, buenos o malos, útiles o perjudiciales, surgían de un mo-tivo único: el ansia de placer.

Toda la cofradía religiosa y, sobre todo, las numerosas sectas fari-seas gritaron: «Inmoralidad». Cubrieron de insultos a los pensado-res, les excomulgaron. y cuando luego, en cl transcurso del siglo,Bentham, John Stuart Mill, Tchernischevsky, y muchos más,adoptaron las mismas ideas, y cuando estos pensadores empezaron

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a afirmar y demostrar que el egoísmo, o la búsqueda del placer, esla auténtica motivación de todos nuestros actos, las maldiciones seredoblaron. Los libros quedaron cercados por una conspiración desilencio; se tachó a sus autores de estúpidos.

Y, sin embargo, ¿qué mayor verdad que la afirmación que formu-laron?

Pensad en un hombre que arrebate a un niño su último mendrugode pan. Todo el mundo dirá que es un horrible egoísta, que única-mente se guía por el amor a sí mismo.

Pensemos luego en otro hombre, al que todos aceptarán virtuoso.Comparte su último mendrugo de pan con el hambriento, y se qui-ta el abrigo para vestir al desnudo. Y los moralistas, utilizando sujerga religiosa, se apresuran a decir que este hombre lleva el amora sus semejantes hasta el punto de la abnegación, que obedece auna pasión totalmente distinta a la del egoísta. Y sin embargo, sireflexionamos un poco, descubriremos en seguida que aunque seamuy grande la diferencia entre las dos acciones en sus resultadospara la humanidad, el motivo ha sido el mismo. La búsqueda deplacer.

Si el hombre que entregase su última camisa no experimentaseplacer alguno haciéndolo, no lo haría. Si hallase placer en quitarleel pan a un niño, lo haría, pero le resulta desagradable y repugnan-te. Obtiene placer dando, por eso da. Si no fuese impropio provo-car confusión empleando en un sentido nuevo términos que tienensignificado reconocido, podría decirse que los hombres actuabanen ambos casos a impulsos de su egoísmo. Algunos han dichoconcretamente esto, para destacar el pensamiento y precisar laidea presentándola de forma que conmueva a la imaginación ydestruir al tiempo el mito que afirma que estos dos actos tienenmotivaciones distintas. El motivo es el mismo, la búsqueda de pla-cer, o el huir del dolor, que viene a ser la misma cosa.

Pensemos, por ejemplo, en el peor de los truhanes, en un Thiersque masacra a treinta y cinco mil parisinos, y en un asesino quedegüella a una familia entera para poder revolcarse en el libertina-

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je. Lo hacen porque en el momento el deseo de gloria o de dinerogana la partida en su interior a todos los demás deseos. Hasta lapiedad y la compasión se extinguen en el momento en virtud deese otro deseo, esa otra sed. Actúan casi automáticamente para sa-tisfacer un ansia de su naturaleza. O también, prescindiendo de laspasiones más intensas, consideremos al mezquino que engaña asus amigos, que miente a cada paso para que alguien le convide auna cerveza, o por puro afán de presumir, o por burlarse. Pense-mos en el patrono que engaña a sus empleados para comprar joyasa su esposa o a su amante. Pensemos en cualquier bribón insignifi-cante. Sólo obedece también a un impulso. Busca la satisfacciónde un anhelo, pretende eludir lo que podría afligirle.

Casi da vergüenza comparar a estos bribones insignificantes conel individuo que sacrifica toda su existencia para liberar a los opri-midos y, como un nihilista ruso, acaba en el patíbulo. Tan inmen-samente distintos son los resultados de estas dos vidas para la hu-manidad: hasta tal punto no sentimos atraídos hacia el uno y repe-lidos por los otros.

Sin embargo, si hablásemos con un mártir así, con la mujer a laque están a punto de ahorcar, incluso en el momento antes deacercarse a la horca, nos diría que no cambiaría su vida ni sumuerte por la vida de ese bribón que vive del dinero que roba asus obreros. En su propia vida, en la lucha contra el monstruo delpoder, halla ella sus mayores gozos. Todo lo que no sea esa lucha,todos los pequeños goces del burgués y sus pequeños problemas,le parecen a ella tan despreciables, tan aburridos, tan lastimosos.«Tú no vives, vegetas», contestaría; «yo he vivido».

Hablamos, por supuesto, de los actos conscientes y deliberados delos hombres, reservándonos de momento lo que tengamos que de-cir sobre esa inmensa serie de actos inconscientes, casi mecánicos,que ocupan una porción tan notable de nuestra vida. El hombrebusca siempre en sus actos conscientes y deliberados lo que puedaproporcionarle placer.

Un individuo se emborracha, y se rebaja diariamente a la condi-

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ción de animal porque busca en el licor la excitación nerviosa quesu propio sistema nervioso no puede proporcionarle. Otro no seemborracha; no toma ningún licor, aunque lo considera agradable,porque quiere mantener la frescura de sus pensamientos y la pleni-tud de sus potencias, para poder saborear otros placeres que consi-dera preferibles al de la bebida. Pero no actúa sino como el sibari-ta que, tras echar una ojeada al menú de una cena selecta, rechazaun plato que le gusta mucho para substituirlo por otro que le gustaaún más.

Cuando una mujer se priva de su último mendrugo de pan paradárselo al primero que llega, cuando prescinde de parte de sus es-casas ropas para cubrir a otra que tiene frío, mientras ella mismatirita en la cubierta de una embarcación, lo hace porque sufriría in-finitamente más viendo a un hombre hambriento, o a una mujerdestrozada por el frío, que tiritando o sintiendo hambre ella mis-ma. Elude un dolor cuya intensidad sólo conocen quienes lo hansentido.

Cuando el australiano, según Guyau, se consume bajo el peso dela idea de que aún no ha vengado la muerte de su pariente, cuandopalidece y enflaquece, presa de la conciencia de su cobardía, y novuelve a vivir plenamente hasta que ha ejecutado su venganza, re-aliza esta acción, heroica a veces, para librarse de un sentimientoque lo domina, para recuperar esa paz interior que es el mayor delos placeres.

Cuando un grupo de monos ve caer a uno de sus miembros vícti-ma del disparo de un cazador, y acude a asediar su tienda y recla-mar el cuerpo pese al rifle amenazador; cuando luego el más viejodel grupo entra en ella, amenaza primero al cazador, le imploraluego, y le induce por fin con sus lamentos a entregar el cadáver,que el gimiente grupo se lleva a la selva, obedecen los monos a unsentimiento de compasión más fuerte que cualquier consideraciónde seguridad personal. Este sentimiento excede en ellos a todoslos demás. La vida misma pierde para ellos su atractivo mientrasno sepan seguro si pueden restaurar o no la vida de su camarada.

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Este sentimiento se hace tan opresivo que los pobres animales hande hacer todo lo posible por librarse de él.

Cuando las hormigas irrumpen a miles en las llamas del hormi-guero ardiendo, que ese animal maligno, el hombre, ha incendia-do, y perecen a centenares por rescatar sus larvas, obedecen tam-bién al ansia de salvar a sus vástagos. Lo arriesgan todo para sacara esas larvas que han criado con más dedicación y cuidados de losque muchas mujeres consagran a sus hijos.

Buscar el placer, evitar el dolor, es la vía general de acción (algu-nos dirían ley) del mundo orgánico.

Sin esta búsqueda de lo agradable, la vida misma sería imposible.Los organismos se desintegrarían, cesaría la vida.

Así, cualquiera que pueda ser la línea de conducta de un hombre ysus acciones, hace lo que hace obedeciendo a un ansia de su natu-raleza. Los actos más repugnantes, al igual que los indiferentes olos más atractivos, vienen todos igualmente dictados por una ne-cesidad del individuo que los ejecuta. Si le dejan actuar a su gusto,el individuo actuará de un modo determinado porque encuentra enello un placer o evita, o cree evitar, un dolor.

Tenemos aquí pues un hecho bien fundado. Aquí tenemos la esen-cia de lo que se ha llamado la teoría egoísta.

Muy bien, ¿estamos en mejor situación tras haber llegado a estaconclusión general?

Sí, claro que sí. Hemos conquistado una verdad y destruido unprejuicio que se halla en la raíz de todos los prejuicios. Esta con-clusión implica en sí misma toda la filosofía materialista en su re-lación con el hombre. Pero ¿hemos de deducir de ella que todaslas acciones del individuo son indiferentes, tal como se han apre-surado a concluir algunos? Esto lo veremos ahora.

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3 3 Hemos visto ya que todas las acciones de los hombres (sus accio-nes conscientes y deliberadas; ya hablaremos después de los hábi-tos inconscientes) tienen un mismo origen. Las que se califican devirtuosas y las que se tachan de malvadas, la gran abnegación y lapequeña bellaquería, los actos que atraen y los que repugnan, to-dos brotan de una fuente común. Todos se ejecutan respondiendoa una necesidad de la naturaleza del individuo. Todas tienen comofin la búsqueda del placer, el deseo de eludir el dolor.

Hemos visto esto en la última sección, que no es más que un su-cinto sumario de una masa de datos que podrían exponerse conmás amplitud para apoyar este punto de vista.

Es fácil de entender que esta explicación despierte la indignaciónde los que aún siguen imbuidos de los principios religiosos. Nodeja espacio a lo sobrenatural. Rechaza la idea de un alma inmor-tal. Si el hombre actúa únicamente obedeciendo a las necesidadesde su naturaleza, si es, digamos sólo un «autómata consciente»,¿qué quedará del alma inmortal? ¿Y de la inmortalidad, ese últimorefugio de los que han conocido demasiados pocos placeres y de-masiados sufrimientos, y que sueñan con encontrar alguna com-pensación en otro mundo?

Es fácil comprender que los que se han educado en los prejuiciosy tienen escasa confianza en una ciencia que tan a menudo les haengañado, aquellos a quienes guía el sentimiento más que el pen-samiento, rechacen una explicación que les arrebata su última es-peranza.

44Los teólogos mosaicos, budistas, cristianos y musulmanes han re-currido a la inspiración divina para diferenciar bien y mal. Han

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visto que el hombre, salvaje o civilizado, ignorante o culto, per-verso o bondadoso y honrado, sabe siempre si actúa bien o mal,sabe sobre todo siempre si está actuando mal. Y como no han ha-llado explicación alguna a este hecho general, han recurrido a ladivina inspiración. Los filósofos metafísicos, por su parte, nos hanhablado de la conciencia, de un «imperativo» místico, y no hanhecho más, en definitiva, que cambiar de palabras.

Pero no han sabido calibrar el hecho tan simple y tan conmovedorde que los animales que viven en sociedades son también capacesde distinguir entre bien y mal, lo mismo que el hombre. Además,sus ideas de bien y mal son de la misma naturaleza que las delhombre. Entre los representantes mejor desarrollados de cada es-pecie independiente (peces, insectos, aves, mamíferos) son inclusoidénticas.

Forel, el inimitable observador de las hormigas, ha demostrado,mediante una serie de observaciones y datos, que cuando una hor-miga que tiene el buche bien lleno de miel se encuentra con otrashormigas que tienen el estómago vacío, estas últimas le piden in-mediatamente alimento. Y, entre estos pequeños insectos, la hor-miga satisfecha tiene el deber de devolver la miel para que sushambrientas amigas también queden satisfechas. Podríamos pre-guntar a las hormigas si sería justo negar alimento a otras hormi-gas del mismo hormiguero cuando una ha recibido su propia cuo-ta. Contestarían, y lo hacen mediante acciones inconfundibles, quesería sumamente injusto. Una hormiga tan egoísta sería tratadacon mayor dureza que enemigos de otras especies. Si tal cosa su-cediese durante un combate entre dos especies distintas, las hor-migas dejarían de luchar para arrojarse sobre la egoísta. Este he-cho se ha demostrado mediante experimentos que excluyen cual-quier duda.

O preguntemos también a los gorriones de nuestro jardín si es jus-to no comunicar a toda la pequeña sociedad la noticia de que hantirado migas de pan, para que todos vengan y participen del festín.Preguntadles si ese gorrión ruín ha hecho bien robando del nido de

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su vecino las pajas que éste había recogido, pajas que el ladrón fuedemasiado perezoso para ir él mismo a recoger. Los gorrionescontestarán que la acción es injusta, y lo demostrarán persiguien-do al ladrón y picoteándole.

O preguntad a las marmotas si es justo que una niegue acceso a sualmacén subterráneo a otras de la misma colonia. Contestarán quees una mala acción, atacando de todos los modos posibles al mi-serable.

Por último, preguntadle a un hombre primitivo si es justo tomaralimentos de la tienda de un miembro de la tribu durante su ausen-cia. Contestará que si el individuo podía conseguir su alimento porsí mismo, la acción es absolutamente injusta. Por otra parte, si es-taba cansado o necesitado, podría tomar los alimentos de dondelos hallase; pero, en tal caso, hará bien en dejar su capa o su cu-chillo, o incluso un trozo de cuerda anudada, para que el cazadorausente pueda saber cuando regrese que ha estado allí un amigo,no un ladrón. Tal precaución le ahorrará la inquietud provocadapor la posible presencia de un merodeador cerca de su tienda.

Podrían citarse miles de hechos similares, podrían escribirse librosenteros que demostrarían hasta qué punto son idénticas las ideasde bien y mal entre los hombres y el resto de los animales.

La hormiga, el gorrión, la marmota, el salvaje no han leído a Kantni a los Padres de la Iglesia, ni siquiera a Moisés. Y, sin embargo,todos tienen la misma idea de bien y mal. Y si reflexionamos uninstante sobre lo que hay en el fondo de esta idea, veremos direc-tamente que lo que hormigas, marmotas y moralistas cristianos oateos consideran bueno es lo que es útil para la preservación de laespecie, y lo que se considera malo es lo que es perjudicial para supreservación. Pero no para el individuo, como decían Bentham yMill, sino lo que es justo y bueno para toda la especie.

La idea de bien y mal no tiene pues nada que ver con la religión ocon una mística conciencia. Es una necesidad natural de las espe-cies animales. Y cuando fundadores de religiones, filósofos y mo-ralistas nos hablan de entidades divinas o metafísicas, no hacen

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sino refundir lo que hormigas y gorriones practican en su pequeñasociedad.

¿Es esto útil para la sociedad? Entonces es bueno. ¿Es perjudicial?Entonces es malo.

La idea puede ser extremadamente limitada entre animales infe-riores, puede ampliarse entre los animales más avanzados; pero suesencia es siempre la misma.

Entre las hormigas no va más allá del hormiguero. Las costumbressociales, las normas de buena conducta sólo son aplicables a losindividuos de aquel hormiguero, no a los demás. Un hormiguerono considerará a otro perteneciente a la misma familia, salvo cir-cunstancias excepcionales, como una enfermedad común queafecte a ambos. Así mismo, los gorriones de los Jardines de Lu-xemburgo de París, aunque se ayudarán mutuamente de formaconmovedora, lucharán hasta la muerte con otro gorrión de la Pla-za Monge que se atreviera a aventurarse en su territorio. Y el sal-vaje considerará a un salvaje de otra tribu como un individuo alque no se aplican los usos de la propia. Es incluso admisible ven-derle, y vender es siempre robar más o menos al comprador; com-prador o vendedor, uno u otro está siempre «vendido». Un tchout-che consideraría un crimen vender a los miernbros de su propiatribu: a ellos les dará sin nada a cambio. Y cuando el hombre civi-lizado comprenda al fin las relaciones que existen entre él mismoy el más simple papú, relaciones estrechas, aunque imperceptiblesa primera vista, ampliará sus principios solidarios a todo el génerohumano, e incluso a los animales. La idea se amplía, pero el fun-damento sigue siendo el mismo .

Por otra parte, la idea de bien y mal varía según el grado de inteli-gencia o de conocimientos adquiridos No hay nada invariable alrespecto.

El hombre primitivo puede haber considerado muy correcto (esdecir, útil para la especie) devorar a sus parientes ancianos cuandose convierten en una carga para la comunidad, carga en generalmuy pesada. Puede haber considerado también útil para la comu-

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nidad matar a sus hijos recién nacidos y dejar sólo dos o tres encada familia, para que pueda la madre amamantarlos hasta los tresaños y prodigarles más atenciones.

Las ideas han variado en nuestros días, pero los medios de subsis-tencia no son ya los que eran en la Edad de Piedra. El hombre ci-vilizado no se encuentra en la situación de la familia salvaje quetiene que elegir entre dos males: devorar a los parientes viejos oresignarse a una alimentación insuficiente que traería como conse-cuencia el que pronto fuesen todos incapaces de alimentar tanto alos parientes viejos como a los niños pequeños. Debemos trasla-darnos a aquellos tiempos, que apenas si podemos conjurar ennuestro pensamiento, para comprender que, en las circunstanciasde entonces, el hombre semisalvaje quizás razonase con bastantejusteza.

La forma de pensar puede cambiar. La consideración de lo que esútil o perjudicial para la especie cambia, pero el fundamento novaría. Y si queremos resumir toda la filosofía del reino animal enuna sola frase, veremos que hormigas, pájaros, marmotas y hom-bres están de acuerdo en un punto.

La moral que se deriva de la observación del conjunto del reinoanimal puede resumirse en estas palabras: «trata a los demás comote gustaría que ellos te tratasen a ti en las mismas circunstancias».

Y esto significa: «ten en cuenta que esto es sólo un consejo; peroun consejo que es fruto de la larga experiencia social de los ani-males. Y entre la gran masa de animales sociales, incluido el hom-bre, se ha hecho habitual actuar de acuerdo con este principio. Enrealidad, ninguna sociedad podría existir sin él, ninguna especiepodría haber superado los obstáculos naturales contra los que debeluchar».

¿Es realmente este mismo principio el que surge de la observaciónde los animales sociales y de las sociedades humanas? ¿Es aplica-ble? ¿Cómo se convierte este principio en hábito y se desarrollacontinuamente? Lo veremos ahora.

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55La idea de bien y mal existe dentro de la propia humanidad. Elhombre, sea cual sea su nivel de desarrollo intelectual, por muyoscurecidas que puedan estar sus ideas por los prejuicios y el inte-rés personal considera en general bueno lo que es útil para la so-ciedad en que vive, y malo lo que para ella es perjudicial.

Pero, ¿de dónde viene esta idea, a menudo tan vaga que apenas sipuede diferenciarse de un sentimiento? Hay millones y millonesde personas que no han reflexionado jamás sobre el género huma-no. En general conocen sólo el clan o la familia, pocas veces lanación, y aún menos el género. ¿Cómo es posible que puedan con-siderar bueno lo que es útil para el género o alcanzar incluso unsentimiento de solidaridad con su clan, pese a todos sus interesesmezquinos y egoístas?

Este hecho ha llamado mucho la atención a pensadores de todoslos tiempos, y aún sigue haciéndolo. Expondremos nuestro puntode vista, pero subrayemos de pasada que, aunque las explicacionesdel hecho puedan variar, no por ello deja de ser indiscutible el he-cho mismo. Y aunque nuestra explicación no sea la verdadera, osea incompleta, el hecho y sus consecuencias para la humanidadpersistirán de todos modos. Quizás no logremos explicar plena-mente el origen de los planetas que orbitan el sol, pero no por esodejan hacerlo, y uno de ellos nos lleva en sí por el espacio.

Hemos expuesto ya la explicación religiosa. Si el hombre distin-gue entre bien y mal, dicen los teólogos, es Dios quien le ha inspi-rado esta idea. Lo útil o lo perjudicial no es el hombre quién paradescubrirlo; debe simplemente obedecer el fiat de su creador. Nonos detendremos en esta explicación, fruto de la ignorancia y elmiedo del salvaje. Sigamos adelante.

Otros han intentado explicar el hecho por la ley. Tuvo que ser laley la que desarrolló en el hombre el sentido de lo justo y lo injus-to, de lo bueno y lo malo. Nuestros lectores pueden juzgar esta ex-

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plicación por sí mismos. Saben que la ley se ha limitado a utilizarlos sentimientos sociales del hombre, para introducir subrepticia-mente, entre los preceptos morales que el hombre acepta, diversasimposiciones útiles a una minoría explotadora, a la que su natura-leza niega obediencia. La ley ha pervertido el sentimiento de justi-cia en vez de desarrollarlo. Sigamos adelante.

Tampoco nos detendremos en la explicación de los utilitarios. Se-gún ellos, el hombre actúa moralmente por interés propio; olvidanpues estos pensadores los sentimientos de solidaridad del indivi-duo con toda la especie, que existe, sea cual sea su origen. Hay enla explicación utilitaria cierta verdad. Pero no es toda la verdad.Sigamos adelante.

Es con los pensadores del siglo dieciocho de nuevo con los queestamos en deuda por haber vislumbrado, en parte, el origen delsentimiento moral.

En una obra excelente, La teoría del sentimiento moral, a la quelos prejuicios religiosos redujeron al silencio, y en realidad muypoco conocida incluso entre los pensadores antirreligiosos, nos in-dica Adam Smith el auténtico origen del sentimiento moral. No lobusca en místicos sentimientos religiosos; lo encuentra simple-mente en el sentimiento de simpatía.

Piensa, por ejemplo, que ves a un hombre pegar a un niño. Sabesque el niño sufre. Tu imaginación te hace sentir el dolor que pade-ce; o quizás sus lágrimas y su carita de sufrimiento te lo indiquen.Y si no eres un cobarde, te abalanzarás sobre el bruto que le estápegando y lo rescatarás.

Este ejemplo explica por sí mismo casi todos los sentimientos mo-rales. Cuanto más vigorosa sea tu imaginación, mejor podrás ima-ginar lo que siente cualquier ser cuando se le hace sufrir, y más in-tenso y delicado será tu sentido moral. Cuanto más impulsado teveas a ponerte en el lugar de la otra persona, más sentirás el dolorque se le causa, el insulto que se le dirige, la injusticia de que se lehace víctima; más impulsado te verás a actuar para impedir el do-lor, el insulto o la injusticia. Cuanto más te hayan acostumbrado

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las circunstancias, los que te rodean o la intensidad de tu propiopensamiento o tu propia imaginación, a actuar a impulsos de esepensamiento y esa imaginación, más crecerá en ti el sentimientomoral, más se convertirá en hábito.

Esto fue lo que expuso Adam Smith con gran riqueza de ejemplos.Era joven cuando escribió este libro, muy superior a la obra deeconomía política que escribió en su vejez. Libre de los prejuiciosreligiosos, buscó la explicación de la moral en un hecho físico dela naturaleza humana, y por eso el prejuicio teológico, oficial y nooficial, puso su tratado en la lista negra durante un siglo.

El único error de Adam Smith fue no entender que este mismosentimiento de simpatía, en su estadio de hábito, lo tienen los ani-males lo mismo que los hombres.

El sentimiento de solidaridad es la característica principal de todoslos animales que viven en sociedad. El águila devora al gorrión, ellobo a la marmota. Pero las águilas y los lobos se ayudan entre sí acazar, el gorrión y la marmota se unen entre ellos contra los ani-males y las aves de presa con tal eficacia que sólo los más torpesresultan capturados. La solidaridad es en todas las sociedades ani-males una ley natural de mucha mayor importancia que la luchapor la vida, cuyas virtudes cantan las clases dominantes en todoslos tonos que puedan servir mejor para embrutecernos.

Cuando estudiamos el mundo animal e intentamos explicarnos lalucha por la vida que mantienen todos los seres contra las circuns-tancias adversas y contra sus enemigos, comprendemos que cuan-to más se desarrollan los principios de solidaridad y equidad enuna sociedad animal y más se hacen un hábito, mayores posibili-dades tiene dicha sociedad de sobrevivir y de salir triunfante en lalucha contra dificultades y enemigos. Cuanto más intensamentesiente cada miembro de la sociedad su solidaridad con el resto delos miembros, más plenamente se desarrollan en todos ellos esasdos cualidades que son los principales factores de todo progreso:el valor por un lado y la libre iniciativa individual por el otro. Y, alcontrario, cuanto más pierda una sociedad animal o un pequeño

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grupo de animales este sentimiento de solidaridad (como resulta-do, por ejemplo, de una excepcional escasez o de una abundanciaexcepcional) más se reducen los otros dos factores de progreso, elvalor y la iniciativa individual. Al final desaparecen y la sociedadse precipita en la decadencia y se derrumba ante sus enemigos.Sin confianza mutua no es posible la lucha; si no hay valor ni ini-ciativa ni solidaridad... ¡ no hay victoria!, la derrota es segura.

Podemos demostrar con gran riqueza de ejemplos cómo en elmundo animal y en el humano la ley de ayuda mutua es la ley delprogreso, y cómo la ayuda mutua con el valor y la iniciativa indi-viduales que de ella se derivan, asegura la victoria de la especiemás capaz de practicarla.

Imaginemos ahora este sentimiento de solidaridad actuando du-rante los millones de siglos que se han sucedido uno tras otro des-de que aparecieron sobre el globo terrestre los primeros indiciosde vida animal. Imaginemos cómo se convirtió este sentimientopoco a poco en hábito y se transmitió por herencia del organismomicroscópico más simple a sus descendientes (insectos, aves, rep-tiles, mamíferos, hombres) y comprenderemos así el origen delsentimiento moral, que es una necesidad para el animal, como losalimentos o el órgano que los dirige.

Sin retroceder más, para citar los animales complejos que surgende colonias de pequeños seres sumamente simples, aquí está elorigen del sentimiento moral. Nos hemos visto obligados a ser ex-tremadamente breves para condensar este gran tema en los límitesde unas cuantas páginas, pero se ha dicho ya lo suficiente paramostrar que no hay en ello nada misterioso ni romántico. Sin estasolidaridad del individuo con la especie, el reino animal jamás sehabría desarrollado o alcanzado su perfección actual. El ser másavanzado de la tierra aún sería una de esas pequeñas partículasque nadan en el agua y apenas son perceptibles al microscopio.¿Existiría esto incluso? ¿No son las más primitivas agrupacionesde células en sí mismas un ejemplo de asociación en la lucha?

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66 Llegamos así, por una observación sin prejuicios del reino ani-mal, a la conclusión de que para que exista sociedad debe darseeste principio: trata a los demás como te gustaría que ellos te tra-tasen a ti en las mismas circunstancias.

Y cuando estudiamos detenidamente la evolución del mundo ani-mal, descubrimos que el principio antes citado, traducido en la pa-labra Solidaridad, ha jugado un papel infinitamente mayor en eldesarrollo del reino animal que todas las adaptaciones derivadasde una lucha entre individuos por adquirir ventajas personales.

Es evidente que tiene que alcanzarse un grado de solidaridad mu-cho mayor aún en las sociedades humanas. Incluso las sociedadesde monos más elevadas en la escala animal ofrecen un ejemploconmovedor de solidaridad práctica, y el hombre ha dado un pasomás en la misma dirección. Esto, y sólo esto, le ha permitido pre-servar su débil especie en medio de los obstáculos que la naturale-za interpuso en su camino, y desarrollar su inteligencia.

Un examen cuidadoso de las sociedades primitivas que siguen aúnal nivel de la Edad de Piedra muestra hasta qué punto los miem-bros de la misma comunidad practican la solidaridad mutua.

Este es el motivo de que nunca cese la solidaridad práctica; ni si-quiera durante los peores períodos de la historia. Incluso cuandocircunstancias temporales de dominación, servidumbre y explota-ción hacen que el principio se repudie, aún vive enraizado en lomás profundo de los pensamientos de la mayoría, dispuesto a al-zarse de nuevo contra las instituciones injustas en forma de revo-lución. De no ser así la sociedad perecería.

En la inmensa mayoría de los hombres y de los animales, persisteeste sentimiento, y debe mantenerse, como un hábito adquirido,un principio presente siempre en el pensamiento aunque en la ac-ción se ignore a cada paso.

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Es la evolución entera del reino animal que habla en nosotros. Yesa evolución se ha prolongado durante mucho, muchísimo tiem-po. Cientos de millones de años.

Aunque quisiésemos librarnos de ella no podríamos. Sería más fá-cil para un hombre acostumbrarse a caminar a cuatro patas que li-brarse del sentimiento moral. Es anterior a la evolución del animala la postura erecta del hombre.

El sentido moral es en nosotros una facultad natural como el senti-do del olfato o el del tacto.

En cuanto a la ley y la religión, que también han predicado esteprincipio, lo han utilizado simplemente para enmascarar sus pro-pios objetivos, sus decretos en beneficio del conquistador, del ex-plotador, del sacerdote. Sin este principio de solidaridad, cuya jus-ticia es tan universalmente reconocida, ¿cómo podrían ley y reli-gión haberse apoderado del pensamiento de los hombres?

Ambas se cubrieron con él como ropaje; como la autoridad, quejustifica su posición declarándose protectora del débil contra elfuerte.

Echando por la borda la ley, la religión y la autoridad, podrá el gé-nero humano recuperar la posesión del principio moral que ellas lehan arrebatado. Recuperar lo que puede depurarlo y purgarlo delas adulteraciones con que el sacerdote, el juez y el gobernante loenvenenaron y continúan envenenándolo.

Además, este principio de tratar a los demás como uno desea quele traten, ¿ qué es sino el mismo principio de igualdad, el principiofundamental del anarquismo? ¿Y cómo puede uno creerse anar-quista si no lo practica?

Nosotros no queremos que nos gobiernen. Y, ¿no decimos por lomismo que tampoco deseamos gobernar a nadie? No deseamosque nos engañen, deseamos que nos digan siempre sólo la verdad.Y, ¿no declaramos por lo mismo que nosotros no deseamos enga-ñar a nadie, que prometemos decir siempre la verdad, sólo la ver-dad, toda la verdad? No queremos que nos roben los frutos de

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nuestro trabajo. Y, ¿no declaramos precisamente por eso que res-petamos los frutos del trabajo ajeno?

¿Con qué derecho podemos exigir que nos traten de un modo,mientras nosotros tratamos a los demás de modo totalmente distin-to? Nuestro sentido de la igualdad se rebela ante tal idea.

La igualdad en las relaciones mutuas, con la solidaridad que brotade ella, es el arma más poderosa del mundo animal en la lucha porla existencia. E igualdad es equidad.

Proclamándonos anarquistas, proclamamos ante todo que rechaza-mos cualquier forma de tratar a los demás que rechazaríamos si senos aplicase; que no toleraremos más la desigualdad que ha per-mitido a algunos de entre nosotros utilizar su fuerza, su astucia osu habilidad de modo tal que nos ofendería que esas cualidades seutilizasen contra nosotros mismos. Igualdad en todas las cosas,que es sinónimo de equidad, he ahí lo que es en esencia el anar-quismo. No sólo declaramos la guerra a la trinidad abstracta de laley, la religión y la autoridad. Al hacernos anarquistas declaramosla guerra a toda esta ola de engaño, astucia, explotación, deprava-ción, vicio (desigualdad en una palabra) que han vertido en todosnuestros corazones. Declaramos la guerra a su forma de actuar, asu modo de pensar. Los gobernados, los engañados, los explota-dos, la prostituta, despiertan ante todo nuestro sentido de la igual-dad. Y, en nombre de la igualdad, estamos decididos a que no hayamás hombres y mujeres prostituidos, explotados, engañados y go-bernados.

Quizás pueda decirse (y se ha dicho a veces): «pero si creéis quedebéis tratar siempre a los demás como os gustaría que os tratarana vosotros, ¿qué derecho podéis tener a utilizar la fuerza en ningu-na circunstancia? ¿Qué derecho tenéis a enfilar el cañón contra losinvasores, bárbaros o civilizados, de vuestro país? ¿Qué derechotenéis a desposeer al explotador? ¿Qué derecho tenéis a matar noya a un tirano sino a una simple víbora?

¿Qué derecho? ¿Qué queréis decir con esa palabra singular, toma-da de la ley? ¿Queréis saber si tendré conciencia de haber actuado

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bien al hacer eso? ¿Si aquellos a los que estimo pensarán que hehecho bien? ¿Es eso lo que preguntáis? Si es así, la respuesta essimple.

¡Sí, desde luego! Porque nosotros mismos deberíamos pedir quenos matasen como a animales ponzoñosos si fuésemos a invadir alos birmanos o a los zulús que no nos han hecho mal alguno. De-beríamos decir al hijo o al amigo: «¡Mátame, si llego a tomar par-te en la invasión!».

¡Sí, desde luego! Porque nosotros mismos deberíamos pedir quenos desposeyesen, si, traicionando nuestros principios, aceptáse-mos una herencia, que cayese del cielo, para utilizarla explotandoal prójimo.

¡Sí, desde luego! Porque cualquier hombre de corazón pide de an-temano que le ejecuten si alguna vez se convierte en un animalponzoñoso; que le hundan un puñal en el corazón, si alguna vezpretendiese ocupar el puesto del tirano destronado.

El noventa y nueve por ciento de los hombres que tienen mujer ehijos intentarían suicidarse por miedo a perjudicar a los que aman,si creyesen que están volviéndose locos. Siempre que un hombrede buen corazón considera que se está convirtiendo en un peligropara aquellos que ama, desea morir antes que llegue a serlo.

Perovskaya y sus camaradas mataron al zar ruso. Y la humanidadtoda, pese a la repugnancia por el derramamiento de sangre, pese ala simpatía hacia quien permitió que se liberasen los siervos, reco-noció su derecho a obrar como obraban. ¿Por qué? No porque elacto se reconociese de forma general como útil; dos de cada tresaún siguen dudando que lo fuese. Sino porque era evidente que nipor todo el oro del mundo habrían consentido Perovskaya y suscamaradas convertirse ellos mismos en tiranos. Hasta los que nosaben nada del drama están seguros de que no fue ninguna bravatajuvenil, ninguna conspiración palaciega, ningún intento de obtenerpoder. Lo que les impulsó fue el odio a la tiranía, aun a despechode sus propios intereses personales, aun a riesgo de su propiamuerte.

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«Esos hombres y mujeres», se dijo, «habían conquistado el dere-cho a matar»; lo mismo que se decía de Louise Michel: «tenía de-recho a robar». Y se dijo también: «ellos tienen derecho a robar»,de aquellos terroristas que, cansados de vivir de pan seco, robaronun millón o dos del tesoro de Kishineff.

La especie humana nunca ha rechazado el derecho a utilizar lafuerza de los que han conquistado ese derecho, ejerciésenlo en lasbarricadas o en las sombras de un cruce de caminos. Pero si unacto tal ha de producir una profunda impresión en el pensamien-to de los hombres, el derecho debe ser conquistado. Sin esto, talacto, útil o no, seguirá siendo sólo un hecho brutal, de ninguna im-portancia para el progreso de las ideas. Las gentes sólo verán en élun desplazamiento de fuerza, la simple substitución de un explota-dor por otro.

77Hemos hablado hasta aquí de las acciones conscientes y delibera-das del hombre, las que éste realiza de modo intencional. Perojunto a nuestra vida consciente, tenemos una vida inconscientemuchísimo más amplia. Sin embargo, basta que nos fijemos encuando nos vestimos por la mañana e intentamos abrochar un bo-tón que sabemos que perdimos la noche anterior o estiramos lamano para coger algo que nosotros mismos quitamos de allí, parahacernos idea de esa vida inconsciente y advertir el enorme papelque juega en nuestra existencia.

Abarca las tres cuartas partes de nuestras relaciones con los otros.Nuestro modo de hablar, sonreír, fruncir el ceño, acalorarnos opermanecer indiferentes en una discusión, no son intencionales,son resultado de hábitos, heredados de nuestros ancestros huma-nos o prehumanos (basta ver la semejanza entre la expresión de unhombre airado y la de un animal enfurecido), o también conscien-te o inconscientemente adquiridos.

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Nuestra forma de actuar con los demás tiende a hacerse habitual.El tratar a otros como desearíamos que nos tratasen a nosotros seconvierte en el hombre y en todos los animales sociales en simplehábito. Hasta tal punto que un individuo no suele preguntarse si-quiera cómo debe actuar en determinadas circunstancias. Sólocuando las circunstancias son excepcionales, en alguna situacióncompleja o a impulsos de una fuerte pasión, vacila el hombre, y seproduce una lucha entre las diversas partes de su cerebro (pues elcerebro es un órgano muy complejo, cuyas diversas partes actúanhasta cierto grado independientemente). Cuando sucede esto, elhombre se coloca con su imaginación en el lugar de la otra perso-na; se pregunta a sí mismo si le gustaría que le trataran de aquelmodo, y cuanto más se identifique con la persona cuya dignidad ointereses ha estado a punto de perjudicar, más moral será su de-cisión. O quizás un amigo intervenga y le diga: «Ponte en su lu-gar; ¿no sufrirías si te tratase él como le has tratado tú?». Y estobasta.

Sólo apelamos así al principio de igualdad en momentos de duda,y, en un noventa y nueve por ciento de los casos, actuamos moral-mente por hábito.

Supongo que es evidente por todo lo que llevamos dicho que nohemos intentado imponer nada. Nos hemos limitado a exponercómo suceden las cosas en e] mundo animal y entre el género hu-mano.

Antiguamente, amenazaba la Iglesia a los hombres con el infiernopara moralizarles, y en vez de ello sólo lograba desmoralizarles.El juez amenaza con la cárcel, los azotes, la horca, en nombre deaquellos principios sociales que hurtó a la sociedad; y les desmo-raliza. Y sin embargo, la idea misma de que puedan desaparecerdel mundo los jueces, igual que los sacerdotes, hace que los auto-ritarios de todas las tendencias proclamen que sería un peligropara la sociedad.

Pero nosotros no tenemos miedo a rechazar a los jueces ni a re-chazar sus sentencias. Rechazamos todo género de sanciones, e in-

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cluso de obligaciones morales. No nos da miedo decir: «Haz loque quieras; actúa como quieras». Porque estamos convencidos deque la gran mayoría de los seres humanos, en proporción a su gra-do de instrucción y a la medida en que se hayan liberado de lastrabas existentes, se comportarán y actuarán siempre en un sentidoútil para la sociedad, igual que estamos convencidos de antemanode que el niño andará un día sobre dos pies y no a cuatro patas,simplemente porque ha nacido de padres que pertenecen al génerohomo.

Lo único que podemos hacer es aconsejar. Y, de nuevo, cuandoaconsejamos añadimos: «Este consejo carecerá de valor si tu pro-pia experiencia y tus propias observaciones no te llevan a admitirque merece la pena seguirlo».

Cuando vemos a un joven que se encorva, contrayendo así el pe-cho y los pulmones, le aconsejamos que se enderece, que alce lacabeza y ensanche el pecho. Le aconsejamos que llene sus pulmo-nes y respire profundo, porque ésta será su mejor salvaguardiacontra el agotamiento. Pero le enseñamos al tiempo fisiología paraque entienda la función de los pulmones, y elija él mismo la pos-tura que juegue mejor.

Y esto es cuanto podemos hacer en el caso de la moral. Sólo tene-mos derecho a aconsejar, y a añadir: «Sigue este consejo si te pa-rece bueno para ti».

Pero, si bien dejamos a cada uno el derecho a actuar como consi-dere mejor, si bien negamos por completo a la sociedad derecho acastigar a nadie del modo que sea por cualquier acto antisocial quepueda haber cometido, no rechazamos nuestra propia capacidad deamar lo que nos parece bueno y odiar lo que nos parece malo.Amor y odio; sólo los que saben odiar saben amar. Conservamosesta capacidad; y al igual que esto sirve para mantener y desarro-llar los sentimientos morales en toda sociedad animal, también hade ser suficiente para la especie humana.

Sólo pedimos una cosa; que se elimine cuanto impida el desarrollolibre de esos dos sentimientos en la sociedad actual, todo lo que

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pervierte nuestro juicio: el Estado, la Iglesia, la explotación; jue-ces, sacerdotes, gobernantes, explotadores.

Cuando vemos hoy a un Jack el Destripador asesinar una tras otraa unas mujeres de las más pobres y míseras, nuestro primer senti-miento es de odio.

Si nos hubiésemos encontrado con él el día en que mató a aquellamujer que le pidió que le pagase su mísero alojamiento, le habría-mos metido una bala en la cabeza, sin pensar que esa bala hubieseestado mucho mejor empleada en la cabeza del propietario deaquel antro inmundo.

Pero cuando recordamos y consideramos todas las infamias que lehan llevado a esto; cuando pensamos en la oscuridad en que mero-dea, acosado por imágenes extraídas de libros indecentes o pensa-mientos sugeridos por libros estúpidos, nuestros sentimientos sedividen. Y si algún día oímos que Jack está en manos de algúnjuez que ha ejecutado a sangre fría a mucho mayor número dehombres, mujeres y niños que todos los Jacks juntos; si le vemosen manos de uno de esos maníacos deliberados, entonces, todonuestro odio hacia Jack el Destripador se desvanecerá. Se trans-formará en odio hacia una sociedad hipócrita y cobarde y haciasus representantes reconocidos. Todas las infamias de un Jack elDestripador se esfuman ante la larga serie de infamias cometidasen nombre de la ley. Esas son las que odiamos.

En la actualidad, nuestros sentimientos se ven divididos así conti-nuamente. Sentimos que todos nosotros somos más o menos, vo-luntaria o involuntariamente, cómplices de esa sociedad. No nosatrevemos a odiar. ¿Nos atrevemos incluso a amar? En una socie-dad basada en la explotación y en la servidumbre, la naturalezahumana se degrada.

Pero cuando la servidumbre desaparezca, recuperaremos nuestraauténtica condición. Sentiremos dentro de nosotros mismos fuerzapara el amor y para el odio, incluso en casos tan complicadoscomo los que acabamos de citar.

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En nuestra vida diaria damos rienda suelta a nuestros sentimientosde simpatía o antipatía; y lo hacemos a cada momento. Todosamamos el vigor moral, todos despreciamos la debilidad moral yla cobardía. A cada momento nuestras palabras, nuestras miradas,nuestras sonrisas expresan nuestro gozo por acciones útiles al gé-nero humano, por las acciones que consideramos buenas. A cadamomento nuestras miradas y nuestras palabras reflejan la repug-nancia que sentimos hacia la cobardía, el engaño, la intriga, la fal-ta de valor moral. Revelamos nuestro disgusto, aun cuando bajo lainfluencia de una educación mundana intentemos ocultar nuestrodesprecio bajo esas falsas apariencias que se esfumarán en cuantose establezcan entre nosotros relaciones iguales.

Sólo esto basta para mantener la concepción de bueno y malo has-ta un cierto nivel y para que nos la comuniquemos mutuamente.Será aún más eficaz cuando en la sociedad no haya ya jueces nisacerdotes, cuando los principios morales hayan perdido su carác-ter obligatorio y se consideren sólo relaciones de iguales.

Además, en proporción al establecimiento de estas relaciones, sur-girá en la sociedad una concepción moral más elevada. Es esaconcepción la que vamos a analizar.

88Hasta ahora se ha limitado nuestro análisis a la exposición de lossimples principios de igualdad. Nos hemos rebelado, y hemos in-vitado a otros a rebelarse, contra quienes se arrogan el derecho atratar a sus semejantes de modo distinto a como les gustaría queles tratasen a ellos; contra los que, no deseando que les engañen,exploten, prostituyan o ultrajen a ellos, hacen sin embargo todoesto a otros. Hemos dicho que la mentira y la brutalidad son re-pugnantes, no porque las condenen códigos morales sino porquetal conducta repugna al sentido igualitario de todo aquel paraquien igualdad no es una palabra vacía. Y sobre todo le repugna a

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quien es un auténtico anarquista en su modo de pensar y actuar.

Si se aplicase sólo este simple principio, natural y evidente, deforma general en la vida, el resultado sería una moral mucho máselevada; una moral que incluiría cuanto han enseñado los moralis-tas.

Porque el principio de igualdad resume las enseñanzas de los mo-ralistas. Pero contiene también algo más. Este algo más es el res-peto al individuo. Proclamando nuestra moral de igualdad, o anar-quismo, nos negamos a asumir un derecho que los moralistassiempre se han arrogado: el de mutilar al individuo en nombre dealgún ideal. Nosotros no reconocemos en absoluto este derecho, nipara nosotros mismos ni para ningún otro.

Reconocemos la libertad plena y completa del individuo; desea-mos para él vida plena, libre desarrollo de todas sus facultades. Nodeseamos imponerle nada, volviendo así al principio que Fourieropuso a la moral religiosa cuando dijo: «Dejad a los hombres ab-solutamente libres. No les mutiléis como ya han hecho abundante-mente las religiones. No temáis sus pasiones. En una sociedad li-bre, no son peligrosas».

Si no abdicas tú mismo de tu libertad; si no permites que otros teesclavicen; si a las pasiones violentas y antisociales de este indivi-duo o aquél opones tus pasiones sociales igualmente vigorosas,nada tendrás que temer de la libertad.

Rechazamos la idea de mutilar al individuo en nombre de un ide-al, sea el que sea. Lo único que reservamos para nosotros es la ex-presión franca de nuestras simpatías y antipatías hacia lo que nosparezca bueno o malo. Un hombre engaña a sus amigos. Son susinclinaciones, su carácter, lo que le empuja a hacerlo. Muy bien,es nuestro carácter, nuestra inclinación, despreciar a los mentiro-sos. Y como éste es nuestro carácter, seamos francos. No le demosla mano cordialmente ni le acojamos como se acostumbra a hacerhoy. Opongamos vigorosamente nuestra activa pasión a la suya.

Esto es todo lo que tenemos derecho a hacer, éste es el único de-

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ber que tenemos que cumplir para mantener el principio de igual-dad social. Este es el principio de igualdad en la práctica.

Pero, ¿y el asesino, el individuo que corrompe a un niño? El asesi-no que mata por pura sed de sangre es sumamente raro. Es un locoal que hay que curar o eludir. En cuanto al libertino, procuremosante todo que la sociedad no pervierta los sentimientos de nues-tros hijos, tendremos poco que temer entonces de tales sujetos.

Debe entenderse que todo esto no es completamente aplicablemientras no dejen de existir las grandes fuentes de depravaciónmoral: capitalismo, religión, leyes y jueces, gobierno. Pero la ma-yor parte puede aplicarse hoy mismo. Se aplica ya.

Y, sin embargo, si las necesidades sólo supiesen de este principiode igualdad; si cada hombre practicase solamente la equidad delcomercio, cuidándose siempre de no dar a otros más que lo que re-cibe de ellos, la sociedad perecería. Hasta el mismo principio deigualdad desaparecía de las relaciones humanas. Porque, para quese mantenga, debe ocupar perpetuamente un lugar en la vida algomás grande, más hermoso, más vigoroso que la mera equidad.

Algo más grande que la justicia.

Hasta ahora la humanidad no ha carecido nunca de grandes perso-nalidades desbordantes de ternura, de inteligencia, de buena vo-luntad, que ponen su sentimiento, su talento, su fuerza activa alservicio del género humano sin pedir nada a cambio.

Esta fertilidad intelectual, esta fertilidad de sentimientos o de bue-na voluntad adopta todas las formas posibles. Está en el que buscacon pasión la verdad y renuncia a todos los demás placeres paraconsagrar su energía a perseguir lo que cree cierto y verdadero encontra de las afirmaciones de los ignorantes que le rodean. Está enel inventor que, olvidándose incluso de comer, sin apenas tocar losalimentos con que quizás alguna mujer que le ama le nutre como aun niño, persigue la idea que cree destinada a cambiar la faz delmundo. Está en el ardoroso revolucionario al que los goces delarte y de la ciencia, e incluso la vida familiar, le parecen desabri-

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dos y amargos mientras no puedan compartirlos todos, y que labo-ra, pese a la miseria y la persecución, por la regeneración delmundo. Está en el joven que, tras oír las atrocidades de la inva-sión, y tomando al pie de la letra las leyendas heroicas de patrio-tismo, se enrola en una fuerza de voluntarios y marcha valerosoarrastrando la nieve y el hambre, a caer bajo las balas enemigas.Estuvo en aquel pilluelo de París que, con su viva inteligencia y suclarividente elección de aversiones y simpatías, acudió a las barri-cadas con su hermano pequeño, permaneció firme en medio de lalluvia de balas, y que murió murmurando: «¡Viva la Comuna!».

Está en el hombre que se rebela ante una injusticia sin pararse aanalizar cuáles serán las consecuencias para él, que cuando todaslas espaldas se doblan, se yergue a desenmascarar la iniquidad ydenunciar al explotador, al pequeño déspota de una fábrica o algran tirano de un imperio. Está, por último, en todos los innume-rables actos de abnegación, menos conmovedores y en consecuen-cia desconocidos y casi siempre menospreciados, que podemosobservar continuamente, sobre todo entre las mujeres, si nos mo-lestamos en abrir los ojos y ver lo que hay en los cimientos mis-mos de la vida humana, lo que la permite desplegarse de un modou otro pese a la explotación y la opresión.

Hombres y mujeres como éstos, en la oscuridad unos, en un esce-nario público mayor otros, crean el progreso del género humano.Y la humanidad es consciente de ello. Por eso rodea tales vidas dereverencia, de mitos. Las adorna, las hace tema de sus narracio-nes, sus cantos, sus romances. Adora en ellas el valor, la bondad,el amor y ]a abnegación de que carecemos la mayoría de nosotros.Transmite su recuerdo a los jóvenes. Recuerda incluso a los quehan actuado sólo en el estrecho círculo del hogar y los amigos, yreverencia su recuerdo en la tradición familiar.

Hombres y mujeres como éstos hacen auténtica moral, la únicamoral que merece tal nombre. El resto es sólo igualdad de relacio-nes. Sin su valor, sin su abnegación, la humanidad permaneceríaembrutecida en el cenagal del cálculo mezquino. Son hombres y

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mujeres como éstos los que preparan la moral del futuro, la quellegará cuando nuestros hijos hayan dejado a un lado tales cálcu-los, y se hayan educado en la idea de que el mejor uso que puedadarse a toda la energía, el coraje y el amor es el de aplicarlos don-de se sienta de modo más acuciante la necesidad de tales fuerzas.

Este valor, esta abnegación, han existido en toda época. Lo encon-tramos también entre los animales sociales. Se dan en la especiehumana hasta en sus épocas de mayor decadencia.

Y las religiones han intentado siempre apropiárselos, convertirlosen cuenta corriente en beneficio propio. De hecho, si la religiónaún sigue viva, se debe a que (ignorancia aparte) ha apelado siem-pre a esta abnegación y a este valor. Y a ellos apelan también losrevolucionarios.

El sentimiento moral del deber que todo hombre ha sentido en suvida, y que se ha intentado explicar por todo tipo de misticismos,según Guyau, anarquista inconsciente, «es sólo una superabundan-cia de vida, que exige ser ejercitada, entregarse: y es al mismotiempo, conciencia de un poder».

Toda fuerza acumulada ejerce una presión sobre los obstáculosque se le oponen. Poder para actuar es deber de actuar. Y toda esta«obligación» moral de la que tanto se ha dicho y escrito se reducea esta idea: la condición para el mantenimiento de la vida es su ex-pansión.

«La planta no puede evitar florecer. A veces florecer significa mo-rir. No importa, la savia asciende de todos modos», concluye el jo-ven filósofo anarquista.

Lo mismo sucede con el ser humano cuando está lleno de fuerza yenergía. La fuerza se acumula en él. El expande su vida. El da sincálculos, si no, no podría vivir. Si ha de morir como la flor al flo-recer, no importa. Si hay savia, la savia asciende.

Sed fuertes. ¡Desbordad energía emocional e intelectual y amplia-réis vuestra inteligencia, vuestro amor, y vuestra energía de acciónse extenderá entre otros! A esto se reduce toda doctrina moral.

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99Lo que el género humano admira en un hombre auténticamentemoral es su energía, la exuberancia de vida que le empuja a entre-gar su inteligencia, su sentimiento, su acción, sin pedir nada acambio.

El vigoroso pensador, el hombre que desborda vida intelectual,busca naturalmente difundir sus ideas. No hay ningún placer en elpensamiento a menos que el pensamiento se comunique a otro.Sólo el hombre asolado por la pobreza mental, tras cazar laborio-samente una idea procura por todos los medios ocultarla para po-der luego etiquetarla con su propio nombre. El hombre de vigoro-sa inteligencia expande sus ideas; las derrama a puñados. Se sientedestrozado si no puede compartirlas con otros, si no puede espar-cirlas por todas partes: en ello está su vida.

Lo mismo respecto al sentimiento. «No somos bastante por noso-tros mismos: tenemos más lágrimas de las que exigen nuestrospropios sufrimientos, más capacidad de gozo de lo que nuestrapropia existencia pueda justificar», dice Guyau, resumiendo asítoda la cuestión de la moral en unas cuantas líneas admirables,captadas en la naturaleza. El ser solitario es desdichado, está in-quieto, porque no puede compartir con otros sus pensamientos ysentimientos. Cuando experimentamos algún gran placer, desea-mos que los otros sepan que existimos, que sentimos, que ama-mos, que vivimos, que luchamos, que combatimos.

Al mismo tiempo, sentimos la necesidad de ejercitar nuestra vo-luntad, nuestra activa energía. Para la inmensa mayoría del génerohumano actuar, trabajar, se ha convertido en una necesidad. Hastael punto de que cuando condiciones absurdas divorcian a un hom-bre o una mujer del trabajo útil, inventan algo que hacer, inventanalguna obligación inútil y sin sentido para abrir un campo a suenergía activa. Inventan una teoría, una religión, un «deber social»para convencerse de que hacen algo útil. Cuando bailan, es con fi-

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nes benéficos. Cuando se arruinan, con caros vestidos, es paramantener la posición de la aristocracia. Cuando no hacen nada, espor principios.

«Necesitamos ayudar a nuestros semejantes, echar una mano paraempujar el carro que laboriosamente arrastra la humanidad; encualquier caso giramos alrededor de él», dice Guyau. Esta necesi-dad de aportar el propio esfuerzo es tal que se encuentra entre to-dos los animales sociales, por muy bajo que sea su nivel en la es-cala. Qué es todo ese enorme volumen de actividad que se derro-cha inútilmente en la política, día a día, sino expresión de la nece-sidad de echar una mano para empujar el carro de la humanidad, oal menos de girar a su alrededor.

Por supuesto, si esta «fecundidad del deseo», esta sed de la ac-ción, va acompañada de una pobreza de sentimiento y una inteli-gencia incapaz de crear, produce sólo un Napoleón o un Bismarck,sabihondos que intentan obligar al mundo a ir hacia atrás. Mien-tras que por otra parte, la fertilidad mental carente de sensibilidadbien desarrollada, produce frutos tan estériles como esos literatosy científicos pedantes que sólo obstaculizan el progreso del cono-cimiento. Por último, la sensibilidad no guiada por una gran inteli-gencia producirá individuos como la mujer dispuesta a sacrificarlotodo por algún hombre bestial, en el que vierte todo su amor.

Para que la vida sea realmente fructífera, debe serlo a la vez en in-teligencia, en sentimiento y en voluntad. Esta fertilidad en todasdirecciones es vida; la única cosa digna de tal nombre. Por un mo-mento de esta vida, dan los que han tenido un vislumbre de ella,años de existencia vegetativa. Sin esta vida desbordante, el hom-bre envejece antes de tiempo, es un ser impotente, una planta quese marchita sin haber florecido.

«Dejemos para la corrupción del último día esta vida que no esvida», grita el joven, el verdadero joven lleno de savia que anhelavivir y que a su alrededor esparce vida. Siempre que una sociedadse hunde en la decadencia, el empuje de jóvenes como éste de-rrumba la antigua economía y las antiguas formas políticas y mo-

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rales para dejar sitio al crecimiento de una nueva vida. ¡Qué im-porta que algunos caigan en la lucha! Aun así, la savia sube. ¡Parala juventud vivir es florecer, sean cuales sean las consecuencias!No las lamenta.

Pero dejando a un lado los períodos heroicos de la especie huma-na, considerando sólo la existencia diaria, ¿es vida vivir en desa-cuerdo con el ideal propio?

Hoy en día se dice a menudo que los hombres se burlan del ideal.Es fácil entender por qué. La palabra se ha usado tantas veces paraengañar a los simples de corazón que es inevitable, y saludable,una reacción. Nos gustaría también substituir la palabra «ideal»,tan a menudo manchada y degradada, por una nueva palabra másen consonancia con las nuevas ideas.

Pero sea cual sea la palabra, el hecho es el mismo; todo ser huma-no tiene su ideal. Bismarck tuvo el suyo, aunque extraño: un go-bierno de sangre y de hierro. Hasta los filisteos, todos ellos, tienensu ideal, por mezquino que sea.

Pero junto a éstos, está el ser humano que ha concebido un idealmás alto. No puede satisfacerle la pura vida animal. El servilismo,la mentira, la mala fe, la intriga, la desigualdad en las relacioneshumanas, la sublevan. ¿Cómo puede él a su vez hacerse servil, sermentiroso, intrigante, tratar despóticamente a los otros? Vislumbralo hermosa que podría ser la vida si fuesen mejores las relacionesde los hombres; siente en su interior la capacidad de lograr esta-blecer esas mejores relaciones con los que puedan cruzarse en sucamino. Concibe lo que se llama un ideal.

¿De dónde viene este ideal? ¿Cómo lo forman la herencia por unlado y las impresiones de la vida por otro? No lo sabemos. Pode-mos explicar como mucho su historia, con mayor o menor veraci-dad, en nuestras propias biografías. Pero es un hecho real: varia-ble, progresivo, abierto a influencias externas, pero siempre vivo.Es un sentimiento en gran medida inconsciente de lo que propor-cionaría el mayor acopio de vitalidad, de la alegría de vivir.

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La vida es vigorosa, fértil, rica en sensaciones, sólo si se respondea este sentimiento del ideal. Si actúa contra él, sentirás que tu vidase encoge en sí misma. No es ya para uno, pierde su vigor. Si trai-cionas a menudo tu ideal acabarás paralizando tu voluntad, tuenergía activa. Pronto te verás incapaz de recuperar el vigor, la es-pontaneidad de decisión que antes tenías. Serás un hombre roto.

No hay secreto en esto, si consideramos que el ser humano es uncompuesto de centros nerviosos y cerebrales que actúan indepen-dientemente. Si vacilas entre los diversos sentimientos que se de-baten dentro de ti, pronto acabarás quebrando la armonía del or-ganismo; serás un individuo enfermo, sin voluntad. Disminuirá laintensidad de tu vida. Buscarás compromisos en vano. No serás yael ser completo, fuerte, vigoroso que eran cuando tus actos esta-ban de acuerdo con las concepciones ideales de tu pensamiento.

Hay épocas en que las concepciones morales cambian por comple-to. El hombre se da cuenta de que lo que había considerado morales la inmoralidad más profunda. En algunos casos es una costum-bre, una tradición venerada, que es fundamentalmente inmoral. Enotros, encontramos un sistema moral adaptado a los intereses deuna sola clase. Nosotros los arrojamos por la borda y elevamos elgrito de «¡Abajo la moral!». Actuar «inmoralmente» se convierteen deber.

Demos la bienvenida a tales épocas porque son épocas de crítica.Son signo infalible de que el pensamiento trabaja en la sociedad.De que empieza a alumbrar una moral más alta.

Hemos intentado formular lo que será esa moral, basándonos en elestudio de los hombres y los animales.

Hemos visto el tipo de moralidad que hoy incluso va tomando for-ma en las ideas de las masas y de los pensadores. Esta moral noimpondrá mandatos. Rechazará de una vez por todas la idea demodelar a los individuos de acuerdo con una idea abstracta, lomismo que rechazará mutilarlos con la religión, la ley o el gobier-no. Dejará al hombre individual plena y perfecta libertad. Serásólo un simple registro de datos y hechos, una ciencia. Y esta cien-

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cia dirá al hombre: «Si no eres consciente de la fuerza que haydentro de ti, si tus energías sólo son las suficientes para manteneruna vida incolora y gris, sin impresiones fuertes, sin alegrías pro-fundas, pero también sin profundos pesares, entonces, atente a lossimples principios de una justa igualdad. En las relaciones deigualdad hallarás probablemente el máximo de felicidad posiblepara tus débiles impulsos.

»Pero si sientes en su interior el vigor juvenil, si quieres vivir, siquieres gozar de una vida plena, perfecta y desbordante, es decir,conocer el supremo gozo que pueda desear un ser vivo, sé fuerte,sé grande, sé vigoroso en todo cuanto hagas.

»Siembra vida a tu alrededor. Ten en cuenta que si engañas, simientes, si intrigas, si estafas y defraudas, te rebajarás a ti mismo,te degradarás, confesarás de antemano tu propia flaqueza, jugarásel papel del esclavo del harén que se siente inferior a su amo. Hazesto si quieres, pero has de saber que la humanidad te considerarámezquino, despreciable y débil Y te tratará como tal. Sin pruebasde tu fuerza, actuará contigo como si fueses un ser digno de lásti-ma... y sólo de lástima. No acuses a la humanidad si tú mismo, portu propia decisión, paralizas tus energías. Sé por el contrario fuer-te, y cuando veas la injusticia y la hayas identificado como tal (de-sigualdad en la vida, una mentira en la ciencia, un sufrimientocausado por otro) rebélate contra lo mismo, lo falso y lo injusto.

»¡Lucha! Luchar es vivir, y cuanto más encarniazada la lucha, másintensa la vida. Entonces habrás vivido; y unas horas de esa vidavalen años gastados vegetando.

»Lucha para que todo pueda vivir esa vida rica y desbordante. Yno dudes de que en esta lucha hallarás un gozo superior al quepueda proporcionarte cualquier otra cosa.»

Esto es cuanto puede decirte la ciencia de la moral. La elección estuya.

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