la jornada semanal

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Suplemento Cultural de La Jornada Domingo 5 de mayo de 2013 Núm. 948 Directora General: Carmen Lira Saade Director Fundador: Carlos Payán Velver Sergio Pitol el autor y los personajes Un ensayo inédito de S ERGIO P ITOL y un texto de HUGO GUTIÉRREZ VEGA ELENA PONIATOWSKA: Adiós al arquitecto PEDRO RAMÍREZ VÁZQUEZ

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La Jornada Semanal

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el autor y los

personajes

Un ensayo inédito de

Sergio P

itol y un texto

de Hugo g

utiérrez Vega

elena PoniatowSka: Adiós al arquitecto Pedro ramírez Vázquez

Page 2: La Jornada Semanal

Hugo Gutiérrez Vega

Directora General: C a r m e n L i r a S a a d e , Director : H u g o g u t i é r r e z V e g a , Je fe de Redacción: L u i S t o Va r , Edic ión : FranCiSCo torreS CórdoVa, Corrección: aLeyda aguirre, Coordinador de arte y diseño: FranCiSCo garCía noriega, Diseño Original: marga Peña, Diseño: Juan gabrieL Puga, Iconografía: arturo Fuerte, Relaciones públicas: VeróniCa SiLVa; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: aLeJandro PaVón, Publicidad: eVa VargaS y rubén HinoJoSa, 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: [email protected], Página web: www.jornada.unam.mx

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui­tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jor nada Semanal núm. 04­2003­081318015900­107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores.

La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

[email protected] y opiniones:

[email protected]

25 de mayo de 2013 • Número 948 • Jornada Semanal

Portada: En el principio fue la letraIlustración de José Hernández

bazar de asombros

LA MUERTE DEL TÍO

Para el doctor Marco Antonio Torres Ibarra

El tío Miguel, hermano de mi abuela, tenía unas ganas de vivir que, de una manera despiadada, le contradecía una salud débil y caprichosa. Le gus­taba beber un par de caballitos de tequila, con una copa de sangrita y un montoncito de charales tos­tados, pero un hígado errático y delicado obligaba a su médico, el doctor Camarena, a decirle, con cautela y piedad, que debía mantenerse lejos del tequila y de sus virtudes en materia de aperitivos. El doctor Camarena fue el médico familiar y de ca­becera de miles de habitantes de Lagos de Moreno. Era un clínico a la francesa que, preguntando con habilidad y palpando con sabiduría y concentra­ción, entregaba diagnósticos que, al poco tiempo, confirmaban los rudimentarios laboratorios de León. Era un hombre alto y fuerte, y tenía unas ma­nos enormes que al auscultar al paciente se vol­vían de seda. Atendía con la misma seria bonhomía a pacientes de todas las clases sociales. Cobraba a los que podían pagar y llegaba al extremo de regalar la medicina a los menesterosos. Guiaba una ca­rretela muy pequeña para su estatura. Algunos pa­cientes le pagaban con una gallina, un puerquito o una canasta de huevos. Aceptaba todo con su ama­ble seriedad y, como buen médico a la antigua, acompañaba a los moribundos, buscaba todos los métodos para combatir el dolor y rezaba un credo con la familia de los difuntos.

El tío Miguel se resignó, acató las órdenes del médico y buscó en los amores de todos los tipos, sabores y colores, la compensación indispensable para mantener el equilibrio emocional. Se enamo­raba con facilidad y se desenamoraba sin mayor tragedia. Los amores van y vienen, decía y, cuando uno se acababa, se ponía en marcha para encontrar otro. Los regalos a sus damas eran esplendorosos y, poco a poco, fueron deteriorando su situación fi­nanciera. Temeroso de la pobreza replegó velas y regresó al pueblo natal y a la pequeña casa que cons­tituía toda su fortuna. Le quedaba, además, un pe­dazo de tierra labrantía, sujeta a los cambios de cli­ma y afectada por la sequía. Con la ayuda de un

mediero sembró maíz, chiles y calabazas. Estos productos, junto con la extensa variedad de ge­nerosas plantas comestibles, formaban su milpa, nuestra unidad agrícola por antonomasia. El tío se vistió de campesino y decidió comer “lo que el pue­blo come”: frijoles, tortillas, quelites, chile, ver­dolagas, quintoniles... La equilibrada dieta que, desafortunadamente, ha sido substituida por los da­ñinos refrescos y por los siniestros pastelitos relle­nos de inmundicias químicas.

Ignoro si el tío Miguel fue feliz o desdichado en su nueva vida. De la anterior sólo guardaba algunas corbatas, un fistol con una buena perla y el retrato de su gran amor, la vedette cubana Rosita Fornés. En él brillaban su sonrisa pícara y unos muslos per­fectos que mi tío, más bien redicho, llamaba “naca­rados”. Le bastaba esa mínima memorabilia para sentir que había sido feliz y, como decía Nervo, estaba en paz con la vida.

Murió discretamente, más bien dicho, elegan­temente. Era el fin de una tacaña temporada de llu­vias y los familiares estábamos reunidos en la te­rraza del viejo casco de la hacienda ruinosa. Se charlaba sobre todo y nada, los adultos fumaban y los chicos queríamos fumar. De repente, el tío Mi­guel se levantó y se fue caminando hacia los corra­les. Pasó el tiempo y no regresó. Fui comisionado para buscarlo. Recorrí los macheros y, al final de uno de ellos, vi una sombra tendida en el suelo. Me acerqué, me puse de rodillas, sentí un temblor in­controlable, toqué el pecho del tío Miguel y grité pidiendo ayuda.

El tío había sentido la cercanía de la muerte y, en un acto de suprema elegancia, se ocultó para que nadie viera el triunfo de la postrera humillación. Su vida fue nada más eso, una vida. Nada de adjetivos o de explicaciones. Su silenciosa muerte fue un ejemplo de dignidad y de repugnancia por el melo­drama barato. Esta historia no es para Televisa y no le interesaría en lo absoluto a don Ernesto Alonso.

Como resulta obvio, el prestigio

de un escritor notable se debe a

su obra, lo cual suele hacer que

se soslaye que todo gran escritor

es, antes que cualquier otra cosa,

un gran lector. Como pocos, el

narrador y ensayista mexicano

Sergio Pitol posee ambas cualida­

des, que se traducen en el hecho

de ser, a sus ochenta años, uno de

los máximos autores contempo­

ráneos de la lengua hispana. Para

festejar las primeras ocho dé­

cadas de nuestro amigo y colabo­

rador, publicamos un texto de

Hugo Gutiérrez Vega sobre la

novelística pitoliana, en particu­

lar su magnífico Tríptico de

carnaval, así como un ensayo

hasta hoy inédito del propio

Pitol, en torno a la novela poli­

cial, en el que una vez más se

revela –lo ha hecho en otros

ensayos y en su prolífica labor de

traducción– como lo que también

es: todo un maestro lector.

Completa el número un artículo­

entrevista de Elena Poniatowska

en donde habla de y con

el recientemente fallecido

arquitecto mexicano Pedro

Ramírez Vázquez.

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yo entonces me llevé un tapón: El título del documental rodado para celebrar los cin­cuenta años de En el balcón vacío viene del momento en que la madre le dice a la hija

–cuando la familia está a punto de iniciar el periplo del exilio‒ que no se puede llevar más que lo que quepa en la mano. La frase es, en su sentido rotun­do también algo múltiple: se puede uno llevar un puñado de tierra, por ejemplo, como se vio hacerlo a muchos exiliados, o se puede llevar la mano misma para sa­ludar y trabajar en la nueva patria. La mano es la posibilidad de la caricia, del cariño. El hecho de que queramos documentar ‒lo quisieron Alicia Al­ted, María Luisa Capella y Dolores Fernández‒ los avatares de la película En el balcón vacío es muy sintomático. Esa niña de la ficción imaginada por la pareja María Luisa Elío/ Jomí García Ascot, artífices de la película, es (y no sólo simboliza) la realidad de muchos de los exiliados. La mirada –presen­cia dice con tino José de la Colina en una entrevista‒ de la niña (interpreta­da por Nuri Pereña) lleva la semilla de esa película, como en la mano se lleva­ron muchos las innumerables me­morias, diarios, testimonios, novelas, pinturas, imágenes, sonidos que cons­tituyen la memoria del exilio.

Documentar es, en efecto, un asunto de memoria. Un asunto, agregaría, de lucidez. Recordar es una de las formas más necesarias de pensar el presente. No me detendré aquí en ennumerar las muchas obras literarias que se hicieron –se empezaron a hacer‒ el mismo día que se inició el periplo del exilio español a Francia, a México y a otros países. Muchos exiliados se incorporaron a la entonces pujante industria cinematográfica mexi­cana, misma que por circunstancias que provocaría la Guerra civil española, el largo régimen franquis­ta y la segunda guerra mundial, entraría en una bonanza enorme y –también en parte, hay que de­cirlo‒ en una etapa muy creativa, que se conocería como la Época de Oro del cine mexicano.

Buñuel, Carlos Velo, Luis Alcoriza son algunos de los directores que se integraron y dieron otra personalidad al celuloide nacional. En el balcón vacío quiere dar cuenta de esa fractura, de esa he­rida, y no le importa estar filmada sin dinero, sin medios, incluso sin oficio, pero con mucha inten­sidad. De la misma manera Y yo entonces me llevé un tapón lo que quiere es rendir testimonio de la vigen­

cia de ese gesto. Mostrar en cine lo que el exilio era como sentimiento, atmósfera, vivencia, sólo lo po­día hacer esa generación de los llegados niños o jóvenes a México, que además habían vivido a la vez un proceso de arraigo y de desarraigo que les constituyó el carácter. En el documental, Alicia Gar­cía Bergua habla de que a esos jóvenes el exilio les robó la infancia. No estoy del todo de acuerdo con

José María Espinasa

En el balcón vacío*A 50 años de

obliga ante la incomprensión a dejar de lado, como un pasmo, la mirada infantil. ¿Podemos decir que la mirada de la protagonista de la película es la de una niña? Sí y no. Tiene la inocencia y la incompren­sión que se traduce en condena, pero también tiene el dolor y la antigüedad de ese dolor.

Jomí García Ascot y Emilio García Riera, director y guionista del filme, fueron factores esenciales del

grupo Nuevo Cine y de la renovación no sólo de la crítica cinematográfica, sino también de la concepción de un nuevo cine que se desarrollaría, con altibajos, en los años setenta. Jomí, ade­más, fue un poeta relevante y un crítico literario de primera línea. A nadie se le escapa que el tono literario de la pelí­cula no sólo se le debe a él, sino a María Luisa Elío, pues el guión está escrito a partir de un relato fuertemente auto­biográfico de quien entonces era la es­posa de García Ascot. Y yo creo que en efecto el exilio fue mejor mirado por ojos femeninos, los que miran desde la trastienda pero captan todo, menos obnubilada la vista por la acción y el compromiso. Por eso no me extraña que sean tres mujeres las autoras de Y yo entonces me llevé un tapón. Y que la mirada femenina esté muy presente en Visa al paraíso, de Lilian Liberman, el documental sobre Gilberto Bosques y su participación en el exilio español, o incluso en el documental sobre la maternidad de Elme.

Hay un momento en que, durante la entrevista a José de la Colina, el más joven integrante de Nuevo Cine, él

dice que En el balcón vacío fue filmada con una cá­mara de cuerda, algo impensable hoy, desde las cámaras de tecnología digital. No sé si por mi sor­dera, por el mal sonido del aparato en que vi el do­cumental o los defectos naturales de la filmación, yo escucho “En el balcón vacío fue filmada con una cámara de cuerdo.” En efecto, es cierto, películas como ésta, en su dolorosa evidencia (se hizo legen­dario el llanto de todo el público en la sala de cine cuando fue su estreno), salvan de la locura, del re­sentimiento, de la tristeza, o nos hacen tomar con­ciencia de ella y aprender a vivirla, a permanecer lúcidos en medio de la locura. No cabe duda: se filmó con una cámara de cuerdo •

*Fragmento del texto leído en la presentación de Y yo entonces me llevé un tapón en el Ateneo Español de México.

Y

la idea, pero la intuición detrás de esas palabras deja claro que esa infancia, la de los llamados his­panomexicanos, fue totalmente distinta de la de los niños mexicanos y de la de los no exiliados (los que habían permanecido en España). No mejor o peor, sino distinta. La diferencia consiste en el dolor que

“ “Documentar es, en efecto, un asunto de memoria. Un asunto, agregaría, de lucidez. Recordar es una de las formas más necesa-rias de pensar el presente.

Escena de rodaje de En el balcón vacío Foto: Espacio Off Limits Madrid

Escena de En el balcón vacío Foto: Espacio Off Limits Madrid

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Elena Poniatowska

Adiós al arquitectoPedro Ramírez Vázquez

uién hizo el Estadio Azteca?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién el Museo de Antropología?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién el Museo de Arte Moderno en el

bosque de Chapultepec?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién la Basílica de Guadalupe?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién hizo el Palacio Legislativo?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién el Centro Cultural de Tijuana?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién la Escuela Nacional de Medicina en Ciudad

Universitaria?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién fundó la uam (Universidad Autónoma Me-

tropolitana?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién la Secretaría del Trabajo?–Pedro Ramírez Vázquez.–¿Quién el Museo Amparo en Puebla?–Pedro Ramírez Vázquez.Cuando lo entrevisté hace más de veinte años, para

defenderse, Pedro Ramírez Vázquez, el arquitecto faraó-nico a quienes todos los presidentes y los empresarios recurrían, se defendió en contra de las goteras. Las go­teras, Elena, son muy frecuentes en México. Aquí las tengo yo en mi casa (se reía muy contento, contentísimo) y de vez en cuando necesito poner mis cubetas. Mire, uno de los problemas más serios que tenemos los ar­quitectos son las filtraciones que se deben a proble­mas de tipo climático que muchas veces el cliente no capta. En Ciudad de México tenemos cambios de temperatura hasta de veinte grados del día a la noche y estos cambios provocan dilatación en los materiales que muchas veces no puede absorber el impermea­bilizante y provoca una pequeña grieta que le abre paso a la gotera. Esta es una razón técnica muy cono­cida por los constructores, arquitectos e ingenieros, pero que padecen los clientes y también sufrimos los arquitectos porque en la cubierta de un techo perfec­tamente hermético y bien impermeabilizado es difí­cil ver la fisura.

Mire usted, a la construcción se le exige mucho. Si usted compra un Ford y a la mañana siguiente se le descompone usted dice: “¡Caray, qué mal salió el Ford!” Lo lleva usted al taller, se lo componen, lo pa­ga, pero nunca dice usted de Henry Ford: “¡Es un ratero y un ignorante!” Pero si a los cuatro años se le forma una gotera en su llave de agua usted exclama:

“¡Pero qué ingeniero sinvergüenza!” En una obra, si se truena un tubo, nadie culpa al plomero sino al ingeniero, al arquitecto. El constructor en México es responsable de lo que hace el ochenta por ciento de mano de obra analfabeta que tenemos que formar e instruir durante el desarrollo de una obra. Muchos años de pres tigio se ponen todos los días en manos de un conjunto de trabajadores y de colaboradores por los cuales el arquitecto tiene que responder íntegra­mente porque en la construcción sólo hay un respon­sable: el que firma.

–Pero también el que recibe el crédito, la fama, el dinero…

–La construcción del Museo de Antropología fue un trabajo de más de setenta arquitectos dentro de 45 mil metros cuadrados de terreno y 5 mil metros de bodegas llenas con toda la riqueza arqueológica de México. Nuestra intención fue enaltecer la cultura mexicana, desde la prehispánica hasta la contempo­ránea, por eso hay fragmentos de la filosofía náhuatl en los muros seleccionados por el padre Ángel María Garibay k, y frases del poeta Jaime Torres Bodet.

En la entrevista hecha en 1973, le pregunté a Ra­mírez Vázquez si la Sala Mexica la había concebido como una capilla, un centro de veneración.

“En cuanto a la Sala Mexica, tiene usted razón. Me propuse deliberadamente que el público, como los fieles, viera las piezas con un sentimiento de reve­rencia, de verdadera y auténtica veneración… Para un arquitecto, hacer un museo como el de An tro­pología es una empresa por demás exaltante y her­mosa y sobrecogedora… A todos nos emocionó mu­cho trabajar en la edificación del Museo.”

–Como arquitecto, obviamente sabe aglutinar y or­ganizar a la gente: usted es un promotor, un hacedor profesional. ¿Es un rasgo de su carácter o algo que ha desarrollado a lo largo de los años?

–Mire, cuando tengo que hacer algo, me pongo a hacerlo, llueva o truene; he ahí el secreto. Llamo ade­más a todas las personas que me pueden ser útiles y me pueden enseñar, compruebo su eficacia y me pon­go a trabajar con ellos. Aquí en esta avenida del Pe­dregal número 170 tenemos un taller de carpintería, uno de vidrio, uno de herrería y todos trabajamos con las manos, absolutamente todos… Esta mesa frente a la cual me siento, fue hecha aquí –me dicen que tengo complejo de primaria, porque mire usted, en realidad es un pupitre; levanto la tapa y ahí están mis lápices y mis apuntes–; es una simple mesa de pino…

El techo también es de ocote. Algún amigo me dijo: “¿Cómo vas a trabajar una madera tan corriente?” Y repuse: “No hay materiales corrientes; lo corriente puede ser la forma de tratarlos.

Y así es. Luis Barragán tiene en su casa una es­calera preciosa hecha con tablones de pino, que ha sido reproducida –y con mucha razón– por todas las revistas técnicas del mundo… “Para que vea usted, Elena, Luis Barragán es uno de los grandes maestros de la arquitectura auténticamente mexicana. Con­sidero que las enseñanzas más positivas de los últi­mos años en arquitectura se las debemos a Barragán, porque nos enseñó a ennoblecer los materiales y la mano de obra artesanal; sus texturas en los apla­nados, su forma de usar el tabique, las maderas que abundan en México, el pino, son lecciones que no tenemos con qué pagar. Luis Barragán es un maestro de la arquitectura mexicana; nos ha enseñado a en­tender los espacios, la nobleza de los grandes paños lisos, el uso del color en esos grandes paños lisos que él maneja en forma magistral.”

Entrevisté a Pedro Ramírez Vásquez una primera vez, el 19 de marzo de 1967, año y medio antes de la masacre del 2 de octubre en Tlatelolco y una segun­da vez el 22 de noviembre de 1973. En esa ocasión me dijo que Carlos Pellicer, quien fuera su maestro de Historia General, decidió su vocación “al relatarnos un día en clase la vida de la gente sobre el gran espa­cio de la Acrópolis. Me fascinó en tal forma que le pedí permiso para ir a verlo en la tarde a su casa en las Lomas. Fue tan generoso con su tiempo que to­da la tarde habló conmigo y esto fue definitivo para mí, porque en ese momento decidí ser arquitecto.

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Foto: caracteres.com

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5 Jornada Semanal • Número 948 • 5 de mayo de 2013

Adónde, adondeEduardo Hurtado

Mi hermano mayor, Mariano también actuó como un padre –porque yo estaba pequeño cuando murió mi padre y hay una gran diferencia de edad entre Mariano y yo–, y me ayudó en mi formación norman­do mis lecturas y encauzando mis entusiasmos. Por esto le decía yo que además de las formas arquitec­tónicas que captamos los arquitectos hay valores más profundos que son intangibles y nos enseñan a enten­der la arquitectura. En mí han ejercido su influencia Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, Gropius, Van der Rohe y Constantino Dioxadis, quien ha estado varias veces en México y es uno de los grandes urbanis­tas. […] También han salido de México notables in­fluencias al mundo internacional de la arquitectura. Pienso en Félix Candela, con sus soluciones de cas­carones de concreto y sus cubiertas que vuelan […]y en Luis Barragán, otro gran maestro.

–¿Y a quién considera usted el mejor arquitecto me xicano?

–A quien más le debemos todos los arquitectos es al maestro José Villagrán García. Personalmente, le debo muchísimo al arquitecto José Luis Cuevas, con quien me formé y que fue un gran urbanista. Creo que mi manera de trabajar y mi forma de concebir la arquitectura se la debo a él, al menos espero habér­sela heredado; él valía mucho. Decía el arquitecto Mies van der Rohe que en la arquitectura no hay ni pasado ni futuro. Sólo al presente se le puede dar forma. Es difícil crear una manera de hablar de arqui­tectura exclusivamente desde el punto de vista for­mal, porque la arquitectura es esencialmente una disciplina de carácter utilitario: tiene que servir…

–Usted, arquitecto Ramírez Vázquez ¿se propuso enaltecer nuestros materiales?

–Siempre; este es un principio básico de la arqui­tectura que nos enseñó a toda una generación de arquitectos el maestro José Villagrán García: debe­mos utilizar nuestros materiales para que nuestra arquitectura tenga características propias. Si tene­mos mármoles extraordinarios y los sabemos usar, le estamos dando automáticamente a las formas que creamos, características locales. Nosotros los arqui­tectos nos expresamos mejor en nuestro propio len­guaje y con nuestras propias palabras por eso me inclino y me inclinaré siempre por utilizar materia­les nacionales.

El Estadio Azteca que Ramírez Vázquez ganó por concurso es un gran espacio vivo que acuna las pa­siones de los aficionados al futbol que lo mecen a gritos desgarrados o exaltados. De la afición nace la amistad, la convivencia, la apertura, la democra­cia, la solidaridad con los jugadores, porque final­mente en el estadio todos corremos en la cancha tras la pelota. Un estadio es la vida, el estallido, las voces que suben al cielo, el cohete amarillo que estalla. Cantar en el Estadio Azteca es un triunfo, un punto de encuentro de jóvenes y viejos. El Azteca es un emblema, como lo fue Ramírez Vázquez, fallecido el pasado 16 de abril, a los noventa y cuatro años de edad. Deberíamos haberlo velado bajo el “para­guas” –así conocido– del Museo de Antropología, que Octavio Paz criticó en su momento. “No soy el arquitecto oficial de México”, le dijo Ramírez Váz­quez a Raquel Peguero, y a él le debemos una frase ilustrativa, la de que un museo tiene una función: la enseñanza. El Calendario azteca roba cámara, pero en la mente de muchos visitantes se quedan los pe­rritos que sonríen en su cara en el Museo Arqueoló­gico de Tabasco •

Adónde sigue ayer,ayer con todo.Y adónde tanto yermoque se colma de ti,de tu vacío.

Lo lleno que de ti se fue cubriendo abre hacia ti,rompe unos clarosdonde la angustiasiembra su hueso oscuro,su nada pródiga.

Fértil es lo que hubimosy su morada en tierra,la patria de buscartedonde lo habido cae,

donde la luz revela el perfil de tu cuerpo.

Y aluego qué:buscarte adonde adiós,adonde ayer y un resto;descifrarte con más,en la techumbre parda,en jeroglífico de estrellas.

Aquí vuelves a ser:bajo lo bruno.El alba es porvenircon cielo raso.

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ondres en los sesenta era una fiesta. Por ahí an­dábamos un grupo de latinoamericanos des­lumbrados por todos los emblemas neo­rrománticos y por una serie de pequeñas

esperanzas. A nuestro alcance estaba ir a concier­tos de Janis Joplin, Jimi Hendrix y los Stones; ir al N ational Film Theater para quedarnos noches ente­ras viendo películas de los Marx, de Peter Lorre (La máscara de Dimitrios, Las manos de Orlak, homenaje al cónsul y a Lowry en el cinito de Cuahnáhuac) o de Busby Berkeley; ir al teatro para ver la última come­dia de Harold Pinter, gozar de nuevo los diálogos de Nöel Coward o cumplir los ritos del Old Vic y de la Royal Shakespeare Company (empezaba ya el Young Vic con toda su irreverencia subsidiada por el wel fare state. Este sueño sería aniquilado unos años más tar­de por la Thatcher y su feroz neoliberalismo ‒veja­men al canto a Reagan, Bush, Salinas, Zedillo, Me­nem y más y más). La Mama andaba por Picadilly Circus, y en los teatrotes brillaban Hair y la Era de Acuario, y persistía Camelot. El poco dinero nos ren­día en los restaurantes indios (pilaos, chapatis, curry de Madrás para pensar en Oaxaca, yogures y chut­

neys) y, a veces, en el enorme comedero polaco con fotos de Pilsudsky en las pa­redes y patos con manzanas, grandes bors-cht, vigos y más y más combinaciones agri­

dulces. Sergio Pitol estaba en Bristol, pero iba constantemente a Londres, esperaba la apari­

ción de El tañido de una flauta, sus cuentos circu­laban por Barcelona, Jalapa y México, y sus traduc­ciones crecían en número y en inteligencia. En sus tiempos libres, hacía streaptease para mis hijas al compás de “Falling in love again”, sostenía largas sesiones de parodias delirantes con su amigo y cóm­plice Carlos Monsiváis, y leía, leía y volvía a leer, pues, sobre todas las cosas, es un lector constante y deslumbrado, un entusiasta de las tramas, las fugas, las palabras, los silencios y de todos los momentos dorados que nos otorga la Galaxia Gutenberg. Se­guiría hablando sin parar sobre mi amigo Sergio, sus días europeos, sus entusiasmos, viajes, dudas, júbi­los y momentos de reflexión y hasta de duda, pero Miguel del Solar, profesor de Historia latinoameri­cana en Bristol y ávido por conocer los detalles del crimen del Edificio Minerva; Pepe Brozas, esperpen­to profesional y ramplón sin fisuras; el Sr. Licenciado Dante C. de la Estrella, atiplado mamarracho; Ma­rietta Karapetiz, fraude viviente en el hervidero tur­co y mejor conocida como Pelagra Pelandrujovna; así como doña Jacqueline Cascorró y sus vaivenes conyugales, dramas y melodramas rosáceos, me es­tán llamando para que me olvide de su creador trá­gico y lúcido, y me concentre en sus vidas de entes de ficción. Augusto Pérez, el personaje de la nivo-la de Unamuno, al visitar a su creador y al ver cómo rechazaba su petición de un poco más de vida, enun­ciada por don Miguel de la siguiente manera: “Yo te soñé un día y ahora dejo de soñarte”, ya en la puerta y a punto de enfrentarse al final, replicó: “Ah, Don Miguel, algún día Dios dejará de soñarlo.”

Vayamos, pues, al Edificio Minerva y a los extran­jeros que en él vivían luchando por obtener los ba­rrocos permisos de residencia de la laberíntica Secre­taría de Gobernación; fingiendo, inventándose vidas en salones exclusivos de Europa o posando perso­najes de película de Curtiz. Todos habían escapado de la inmensa hoguera y vivían en México sus sobre­vivencias con esa avidez con que los náufragos beben la primera taza de té caliente en la cubierta del bar­co salvador.

El México de esos años (Sergio nos entrega en las primeras páginas de su novela unos datos históricos para situar la ciudad, la colonia, las calles, la arqui­tectura y el momento histórico) era transitable; tenía una clase media en crecimiento, unos cabarets con­sagratorios y el arrabal con sus amenazas ‒pocas en comparación con las de ahora‒, sus placeres y un

estilo inimitable, producto de todas las mezclas y de la unión entre lo candoroso y lo canalla. Los refugia­dos europeos se acomodaban en los edificios art nou-veau o art déco de las colonias Roma, Condesa, An­zures y Polanco que ya empezaban a crecer y a levantar casitas que copiaban las casotas del colonial cali forniano de Las Lomas. Entre ellos figuraba un rey, Carol de Rumania, acompañado de su amante, la exfiguranta bucarestina Madame Lupescu, que deslumbró a los ricos rastacueros, fascinados ante la posibilidad de tener un monarca en su “mansión” de Las Lomas. Una frase de la dama tapatía casada con un líder obrero prosperísimo nos da un chispazo de lo que sucedía en aquellos tiempos. Esta es la frase: “No quiere más pozolito, mi rey?” Se ignora la res­puesta. En su prodigioso prólogo al Tríptico del Car-naval, Tabucchi riza el rizo pirandelliano, unamunia­no y pitolesco del autor y sus personajes. Los de Pitol, al igual que los de Cardoso Pires, no son obedientes y, sin más, se les ocurre ponerse a vivir sus vidas y a echar a andar sus pasos por terrenos no previstos por el autor. Esto no le molesta a Sergio, pues no es un titiritero despótico y, como todo padre inteligen­te y de verdad amoroso, permite con gusto que sus criaturas escojan sus caminos y definan sus priori­dades. Además, esta especie de libertad fue conce­dida a Pitol desde su primera novela. Recuerdo a Ra­tazuki y a la falsa tortuga, personajes construidos con fragmentos de varios seres humanos que recibieron el aliento vital de su irónico y generoso creador. No fueron ni mucho menos los trágicos engendros del Doctor Frankenstein. Por el contrario, al ser dotados de vida verdadera, adquirieron, por una parte, una credibilidad radical y, por la otra, la fuerza necesaria

Hugo Gutiérrez Vega

Sergio Pitol

L “

Crear los personajes, dotarlos de libertad y seguir el plan narrativo con sutileza, sin violentar las vidas de estos seres ficticios que representan a esa realidad fragmentaria que es la vida humana, ha sido el propósito principal de Pitol.

Ilustración de José Hernández

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75 de mayo de 2013 • Número 948 • Jornada Semanal

para escoger sus destinos. Eran “personajes en busca de un autor”: lo encontraron y, al mismo tiempo, ga­naron su libertad, esa precaria, limitadísima liber­tad de los seres humanos y de los entes de ficción. Sin embargo, tiene razón Tabucchi: esta libertad es ad­ministrada cautelosamente por el autor que descon­fía de sus personajes. Ellos, a su vez, desconfían del autor y, de esta manera, se crea un prudente aleja­miento garantizado por el humor, el sentido de la caricatura y la tensión espiritual que caracteriza a las grandes obras de la narrativa. No olvidemos que Ser­gio Pitol admira sin restricciones y de una manera candorosa y aguda a Gogol, Chéjov, Turguéniev, Con­ rad, Hardy, Henry James, Pirandello, Gombrowicz y Tabucchi, el Tabucchi creador de Pereira, periodista anciano y enfermo que preparaba notas necrológi­cas anticipadas para su pequeño suplemento cultural amenazado por la dictadura. Crear los personajes, dotarlos de libertad y seguir el plan narrativo con sutileza, sin violentar las vidas de estos seres ficti­cios que representan a esa realidad fragmentaria que es la vida humana, ha sido el propósito principal de Pitol. Nunca nos ha sido dada la totalidad. Te­nemos ‒nosotros y los personajes‒ que contentarnos con los momentos dorados que, si somos sinceros, nos dejan permanecer en el mundo. Ya Canetti afir­maba, poco antes de morir, que lo único que no se nos puede perdonar es no haber sido felices.

EL CARNAVAL DE PITOL

No es casual que los personajes de El desfile del amor sean extranjeros que huyeron de sus países en llamas y que intentaban reconstruir sus vidas en una nueva realidad. La estructura de esta novela con crímenes sin solución, historias paralelas y personajes auxilia­res (attendant lords en el lenguaje shakespeariano) es, a la vez, sólida y volandera. En ella, la caricatura y el esperpento agregan fuerza expresiva a las biogra­fías de los aristócratas arruinados y aferrados a la hacienda perdida; arribistas del nuevo aparato lleno de prestigiosa retórica revolucionaria; toda clase de seres danzantes, pintantes, escriturantes y musican­tes y, para completar el cuadro renacentista, el cas­trato mexicano y sus gorgoritos. Todo esto exigía una estructura ágil y ajena a las convenciones al uso. Ser­gio escogió la chocarrería, la descripción de las inep­titudes que inútilmente tratan de ocultar la retórica, el lenguaje hecho de rupturas y el desenfreno actoral de esos personajes que arma con cuidado y que aban­dona para que se descoyunten y vivan sus fracasos con una especie de ebriedad y una carga de irónica desesperanza.

Domar a la divina garza, dice Sergio, es “un buen remedo del caldero fáustico’”. Es una ópera del ab­

surdo, una flatulencia sonora en la mesa del banque­te, un conjunto de impecables diálogos de comedia inglesa, un exceso pantagruélico, la dispepsia infla­mada del Ubu Roi, la maestría para sobrevivir hasta el desayuno de mañana de los genios de la picares­ca y, sobre todo, las desmesuras gogolianas y los re­flejos en el espejo convexo del esperpento del señor Marqués de Bradomín.

Es todo eso, es cierto, pero es algo más. Es el nuevo estilo regocijado de la fiesta que nos propone el autor. Fiesta que pierde los pies y la cabeza, y explota en humoradas carcelarias y en una orgía coprofágica que convierte a los personajes en la materia que los ensucia y los lle­na. En esta obra genial (uso la palabra con cui­dado y no a tontas y a locas, no para alabar sin medida sino para justipreciar a una de las novelas fundamentales de nuestro tiempo), el fracaso del escritor de sesenta y cinco años que aspira a escribir un libro lleno de “estruendo y de furia” se torna dis­parate, ridículo de mala retórica y lugar común des­mesurado. En él, Fabrizio del Dongo, Lord Jim o Aliocha Karamazov son los modelos que iluminan un momento fugaz de los personajes pitolianos que a la brevedad terrible se convierten en marionetas gesticulantes. En esta obra implacable, el autor no perdona y hunde en el ridículo a las estereotipa­das personillas producto de nuestras contradiccio­nes sociales, de la corrupción generalizada y del autoritarismo de la clase política. Su retórica campa­nuda queda al desnudo, su incultura se manifiesta en plenitud y, debajo de los ropajes ceremoniales, se retuerce el gusano sin seso, la salmonela oratoria, el productor incansable de lugares comunes.

La casa de campo en Cuernavaca y el salón de té del “Pera Palace” de Estambul (Constantinópoli, por favor) con sus meseros de frac bien remendadito y los músicos jurásicos del cuarteto que toca sin parar “Plaisir d’amour”, son algunos de los escenarios de esta novela que va desembocando aceleradamente en el absurdo total.

La vida conyugal nos muestra los entretelones de la institución del matrimonio y de la “primera cé­lula” de la sociedad, esa forma máxima ‒ya lo de­cían los antipsiquiatras ingleses‒ de neurotización de sus miembros. Mostrar las inepcias, crueldades y tonterías de la respetabilísima y sacralizada institu­ción es el propósito ‒nada solemne, más bien burlón y compasivo‒ de esta tercera parte de nuestro car­naval. Los born loosers y los gesticuladores (¿por qué tenemos tan olvidada la obra de Usigli? Sería útil para analizar las actuales y pésimas farsas del poder que no quiere dejar de serlo) de esta novela muestran sus entresijos gracias al minucioso mecanismo na­rrativo utilizado por nuestro miglior fabbro.

Sergio Pitolel autor y los personajes

Este tríptico (Sergio habla de lo carnavalesco, lo delirante, lo grotesco) nos entrega una baraja de per­sonajes contrahechos por su entorno y por sus con­ciencias naufragantes. Los retratos tienen la justicie­ra precisión crítica de las caricaturas de Daumier o de Orozco y, en su fondo, late esa forma del amor que es la compasión. Las tres novelas nos proporcionan los deleites de la claridad narrativa, la erudición sin pomposidad y su belleza estructural. Recordemos que su autor vive una fiel pasión por la trama y prac­tica el difícil arte de la fuga.

En este momento todos los de nuestra generación hacemos muecas en el espejo del baño para ocultar las arrugas de nuestros rostros cruzados por los años. Este es un buen ejercicio, sobre todo después de leer el tríptico y los nuevos libros de su autor, y de darse cuenta de que queda mucho por decir y sigue el work in progress de otras muchas novelas y ensayos. “El novelista ‒decía Virginia Woolf‒ se encuentra terri­blemente expuesto a la vida.” Estas tres novelas son el producto de años y años de lecturas y de una car­ga de vida bien asimilada. Hay ‒debe haber siempre‒ un preciso artificio, pero sobre todo un amor por la literatura que ocupa todos los momentos de la vida de este hombre de letras que mira al mundo con la burla y la compasión que saben mezclar con justicia los no­velistas “humanos, demasiado humanos” •

Foto: editorial ERA

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N UN ENCUENTRO DE ESCRITORES franceses y mexicanos, organizado en agosto de 1977 por el Instituto Francés de la América Latina, sobre las literaturas del se creto, observé que todas las se­siones, salvo una, mencionaban en sus títulos a la novela policial. Confieso de inmediato mi abso­luta debilidad por ese género que no sólo me ha

proporcionado momentos memorables, sino que como escritor mi deuda es inmensa. Pienso que si un día tuviese que dirigir un taller de narrativa, sugeri­ría a los alumnos estudiar con atención los proce­dimientos específicos inventados por los autores de ese género, con la seguridad de que eso les ayudaría a construir una novela con más eficacia que todos los libros de narratología.

En la primera edición del Diccionario de la lengua castellana publicado por la Real Academia Española, una acepción de secreto es: “ lo que cuidadosamente se tiene reservado y oculto”, o “cosa arcana que no se puede concretar o explicar”. Misterio es, pues, en terrenos literarios una palabra fundamental, una re­ferencia obligatoria. No por nada aparece de modo tan abundante en los títulos de novelas policiales: El misterio de Edwin Drood, de Charles Dickens; El misterio de la carretera de Cintra, de Eça de Queiroz; El misterio de Glenith, de Wilkie Collins; El misterio de Cloomber, de Arthur Conan Doyle; El misterio del tren azul, de Agatha Christie y varios más.

Los estudiosos que han rastreado con minucia las fuentes y trazado el árbol genealógico de la litera­tura policial, han encontrado remotos antepasados de asombroso prestigio; algunas historias bíblicas, el Edipo rey de Sófocles, entre otros.

Durante el siglo xix, el período de mayor esplen­dor de la novela, surge el género policial con sus pro­pios atributos y sus procedimientos esenciales. Y desde su nacimiento, apenas desprendido del seno materno, su potencia fue tal que empezó a establecer una presión sobre la novela madre, la oficial, para usar ese adjetivo que alude exclusivamente a la na­rración no policial. Al hurgar en los orígenes descu­brimos que ya antes de La piedra lunar, de Wilkie Co­llins, considerada por todos como la primera novela del género, hay tramas que contienen los elementos esenciales del relato policial: un crimen, una inves­tigación, el descubrimiento y la captura del criminal, sin afiliarse ortodoxamente al tipo de novela que nos ocupa. Son claros antecedentes del género, sí, pero su intención, sus metas, su atmósfera, se orientan hacia regiones que rebasan con mucho lo policial. El crimen resulta un accidente para transportarnos a reflexiones éticas surgidas del corazón de la nove­la. Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov son los ejemplos que de inmediato acuden a la memoria.

Hay una novela anterior a las de Dostoievsky, sin crímenes aparatosos, que me parece ya un preludio de lo que está por venir: Las almas muertas, de otro ruso genial, Nikolai Gogol. En ella, un extraño per­sonaje, de nombre Chíchikov, hace su aparición en una pequeña ciudad de la Rusia profunda. Los pri­meros días de estancia en aquel lugar los emplea en enterarse del carácter, costumbres, fortuna y circuns­tancias de los terratenientes más opulentos de la re­gión. Poco después, inicia una ronda de visitas. La descripción de esos encuentros constituye la parte magistral de la novela. Gogol nos sitúa frente a un mundo gris, degradado, y a la vez inmensamente paródico. El humor es siempre desbordante y es­perpéntico; el lenguaje portentoso y la trama de una

originalidad absoluta. El propósito de Chíchikov al visitar a los hacendados es el de comprar almas muertas. En el lenguaje administrativo de la vieja Rusia un alma significaba un siervo. Una propiedad comprendía el número de decietinas de bosques o de tierras cultivables, de animales de tiro o de pastoreo, y también el preciso y detallado de almas con que contaba el propietario. Desde la llegada del fascinan­te Chíchikov a la región se genera un misterio que va en aumento a medida que proceden sus visitas. ¿Por qué razón invierte su dinero en la compra de siervos ya fenecidos?, ¿qué provecho podría alguien obtener de aquellos difuntos?, ¿cómo podría transportarse ese ejército de seres inexistentes a las propiedades del comprador? No es menester señalar que los pri­meros sorprendidos fueran los propietarios. La tran­sacción los tienta y a la vez los atemoriza. ¿No había en el hecho de contar a los siervos muertos a partir del último censo, de hacer listas pormenorizadas con sus nombres, sus fechas de nacimiento, estado de salud, tipo de trabajo realizado en la hacienda, un tufillo diabólico? Sin embargo, las artes del melifluo Chíchikov logran siempre estimular la codicia de los terratenientes, quienes terminan irremisiblemente por vender a sus muertos.

La sucesiva intensificación del misterio y de la demora por aclararlo es el procedimiento que se con­vertirá más tarde en esencial para estructurar una novela policial. Ante el avance del misterio, el lector tratará de asirse a cualquier detalle para descifrar los designios de los protagonistas, para orientarse un poco, al menos. Por más caricaturescos que sean los

retratos de los personajes, el planteamiento de las situaciones, el avance preciso y detallado de la na­rración y lo disparatado de los diálogos, Gogol nos coloca siempre en la realidad, aunque se trate de una realidad deformada, estilizada, martirizada; una realidad enemiga de lo que conocemos como tal; na­da en esa estructura nos hace pensar que nos mo­vemos en los dominios de la literatura fantástica. Al final, nos enteramos de que Chíchikov es un impos­tor con antecedentes delictuosos que pretende hacer una magna estafa hipotecando como seres vivientes las almas muertas que ha comprado.

Más cercano a la literatura policial se encuentra Dickens. En efecto, el inglés tiene un pie clavado en esa novedosa forma narrativa. Su último libro, por desgracia inconcluso, El misterio de Edwin Drood, desarrolla una trama tenebrosa estructurada de acuerdo con las novedosas reglas creadas por el gé­nero policial. Víktor Sklovsky señala en Teoría de la prosa, ese libro capital del formalismo ruso, que bue­na parte de sus novelas, en especial La pequeña Do-rrit, están compuestas a base de varias líneas temá­ticas que contienen uno o varios misterios, para luego, antes de llegar al final, hacerlas convergir en un cauce general, llegar a una apoteosis y resolver todos los enigmas.

Según Sklovski, los dos procedimientos funda­mentales de la novela de misterio consisten en un re­tardamiento voluntario de las soluciones y en un

Sergio Pitol

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La siguiente transfiguración del género desemboca en la novela negra estadunidense. En ella los términos se han invertido: la sociedad es en esencia culpable; está enraizada en el crimen y en el crimen prospera.

Foto: Saúl Ramírez

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“extrañamiento” radical que al distanciarnos de los acontecimientos narrados atenúa cualquier emoción. El pathos desmedido que había devastado zonas in­mensas del Dickens juvenil aparece en su último pe­ríodo siempre contenido. Lo asesinatos no nos alte­ran, sino que sólo acrecientan nuestro interés en la lectura; sus crímenes, como los de Las mil y una no-ches, carecen de sangre verdadera, al grado que una novela policial con un único asesinato no resulta tan apetecible como la que contiene dos o más crímenes subsidiarios. Por otra parte, la voluntaria deten­ción de la acción, su parsimonia, derivará en un re­fuerzo de la atención, en esa espera nerviosa de so­luciones que se conoce con el nombre de suspense.

DECIMONÓNICA DE ORIGEN

Las dos fechas fundacionales de esta literatura son: 1841, año en que Edgar Allan Poe publicó Los crímenes de la calle Morgue, donde aparecen con toda precisión algunos mecanismos del género, y 1868, en que se publicó La piedra lunar, de Wilkie Collins, la primera novela policial reconocida como tal, la más extraor­

dinaria según t. S. Elliot, Chesterton y Borges, donde el enigma es resuelto por un inspector, personaje que iba a constituirse en un elemento distintivo e indis­pensable a estas narraciones.

Poe, lo sabemos todos, fue un escritor genial. El relato de investigación policial no habría podido sur­gir de mejores manos. El autor estadunidense aprove­cha el vasto acervo de misterios madurado y di fuso en la literatura anterior y los somete a un deslumbran­te método de investigación especulativa. El género nace, pues, con una aureola de alta intelectualidad. Poe crea los mecanismos adecuados para detectar las motivaciones que han llevado a alguien a cometer un crimen y descubrir al culpable por medio de razona­mientos meramente intelectuales. Con él nace un mé­todo y también una figura esencial para la literatu­ra del futuro: el investigador privado. El protagonista de los relatos de Poe es el elegante caballero Auguste Dupin, un dandy refinado, que a sus diversos place­res añade el estudio de la mentalidad criminal. Dupin es el primero de una larga fila de gentlemen necesarios para la investigación del crimen. Durante cien años o más permanecerá viva esa estirpe de personajes ex­

cepcionalmente bien vestidos, refinados gourmets, conocedores de la buena literatura, coleccionistas de obras de arte. Su educación perfecta los aleja de la vulgaridad del entorno policíaco y les permite, en cambio, acceder al humor, ese don que los dioses ad­ministran sólo a sus predilectos. Algunos poseen tí­tulos de nobleza y se mueven como peces en el agua en los salones más inaccesibles, como Lord Whimsey, el detective de Dorothy L. Sayers; otros proceden de la vida académica –Ox ford o Cambridge–, como Nigel Strangeweays, el de Nicholas Blake, o son poseedores de fortunas familiares como Sherlock Holmes, el de Conan Doyle; Poirot, el de la Christie, o Nero Wolfe, el de Rex Stout. De un modo u otro todos ellos se sola­zan en la excentricidad, les deleita derrotar a los ins­pectores de la policía, ponerlos en ridículo, demostrar la ineficacia de sus métodos, su carencia de imagi­nación, la falta tanto de cultura como de maneras; parecería que se empeñan en su labor detectivesca sólo para poner en evidencia a aquellos pobres diablos a sueldo del Estado.

En ese punto –pero sólo en ése–, puesto que en lo demás son del todo antitéticos, coinciden con una

novela policial

Fsigue

Sergio Pitol en su casa en Xalapa. Foto: Marco Peláez/ archivo La Jornada

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corriente de detectives privados, surgidos, varias décadas después de las experiencias del refinado Auguste Dupin, de los estratos más desapacibles de la sociedad estadunidense, representados, sobre todo, por el Sam Spade de Dashiell Hammett, o el Philip Marlowe de Raymond Chandler, los héroes duros de los años treinta o cuarenta.

En la escena es frecuente que un cómico famoso emplee a un personaje de aspecto por lo general in­significante, cuya única función consiste en hacer preguntas un tanto extravagantes o comentarios insensatos para darle pie a la estrella de contrade­cirlo y así realzar su talento. A más boba o absurda la pregunta, más brillante y sarcástica será la res­puesta del cómico. En México a esa figura escénica secundaria se le llama “patiño”. Dupin, el persona­

je de Poe, nace a las letras con un patiño cuya fun­ción es narrar con exaltada admiración las hazañas de su maestro. Sherlock Holmes cuenta con el suyo, el Dr. Watson, el más famoso y querible de esos pa­panatas, nacidos sólo para el mayor lustre de sus superiores. Poirot cuenta con Hastings; Nero Wolfe con Archie Goodwing. Son parejas que repiten la del caballero del teatro clásico español y su leal y soca­rrón escudero. Son también la encarnación de todos nosotros, los lectores, que ante los enigmas de la trama hacemos las mismas preguntas, y al igual que ellos deseamos con ansiedad conocer los secretos que el detective nos oculta.

El género policial surgió bajo los mejores auspi­cios. Algunos narradores de inmenso prestigio se sintieron tentados por los atractivos de esa nueva narrativa, sobre todo los ingleses: Charles Dickens, amigo cercano de Wilkie Collins, emprendió El mis-terio de Edwin Drood, que aun inconclusa resultó una novela magistral; Joseph Conrad, Bajo las mi-radas de Occidente y El agente secreto; Stevenson, La caja equivocada, la primera parodia de este género. Henry James, por su parte, empleó los recursos de la novela policial para escribir relatos soberbios: La vuelta de tuerca y Los papeles de Aspern, entre otros. Y aun en países donde las corrientes literarias lle­gaban con evidente parsimonia el género logró abrirse paso. El joven Anton Chéjov escribió en Rusia Un drama de caza y Benito Pérez Galdós, en España, una de las más insólitas novelas de la lite­

ratura de nuestra lengua: La incógnita. Se trata de una historia en torno a un crimen donde al final no conocemos nada preciso; somos testigos de un abundante movimiento de influencias, dinero y presiones de toda especie para que el misterio ja­más llegue a esclarecerse. Nada se logra saber so­bre el asesino, si acaso se trata de un asesinato y no un suicidio, mucho menos sobre las virtuales mo­tivaciones del crimen. El lector cuenta con infini­dad de indicios; con ellos puede armar un rompe­cabezas, cuyo resultado será sólo conjetural.

LA MULTIPLICACIÓN DEL MISTERIO

La novela policial se hizo inmensamente popular. Los autores se multiplicaron por centenares. En la

mayoría de los casos los resultados fueron medio­cres: meras adivinanzas encapsuladas en tediosos volúmenes.

En el mundo anglosajón dos corrientes sobrevi­vieron al marasmo, la novela culta inglesa y el gé­nero negro de Estados Unidos. En la tradicional novela inglesa todo deberá ocurrir como en un jue­go de ajedrez, los contendientes son el criminal y su perseguidor (detective privado, inspector oficial o mero aficionado), quien a la postre descubrirá al culpable y lo conducirá hasta los tribunales. Su mar­co suele ser una casa de campo señorial, un presti­gioso club londinense, un hotel elegante y respeta­ble, los dormitorios de una acreditada universidad, un sanatorio, un yate, un vagón de ferrocarril, es decir, círculos cerrados donde suelen moverse da­mas y caballeros de amplios recursos económicos, modales excelentes y acento perfecto. Los autores dan por supuesto que la sociedad es por naturaleza buena. De pronto, en su seno se produce una ano­malía: un acto irregular, un robo, un asesinato y el consecuente clima de zozobra. Aparecen varios pre­suntos culpables, casi todos con un pasado que ocul­ta circunstancias oprobiosas: los sepulcros blan­queados de siempre. El investigador se pierde en una maraña de pistas falsas. Al final, el criminal por un instante se descuida y es atrapado y castiga­do. Una tormenta contenida en un vaso; se reman­san las aguas, la vida puede seguir su ritmo. Sus mayores culti vadores fueron ingleses. Nicholas

Blake, Anthony Berkeley, Michell Innes, entre los cultos; Agatha Christie, con un registro popular.

La siguiente transfiguración del género desem­boca en la novela negra estadunidense. En ella los términos se han invertido: la sociedad es en esencia culpable; está enraizada en el crimen y en el crimen prospera. El investigador se interna en una obscura selva donde dominan los rapaces, los inescrupulo­sos, los corruptos. A lo largo de una acción que des­conoce por entero el reposo, el héroe recibe y asesta golpes a granel. Tiene poca o ninguna confianza en la ley, a la que oficialmente apoya. Su mayor triunfo consiste en lograr que los malvados entren en con­flicto entre sí, se combatan y terminen destru­yéndose unos a otros. En las últimas páginas nos quedamos con la convicción de que esa vez el mal ha sido derrotado, pero de ningún modo erradicado; nuevas alimañas aparecerán en el horizonte. En la mente del lector queda flotando la convicción de que la enfermedad que corroe al organismo social es endémica. Si no se transforma volverá a repetirse una y otra vez con sordidez creciente el ciclo de la violencia. Los notables expositores de esa corriente fueron Dashiell Hammett y Raymond Chandler.

En los últimos años han surgido nuevas corrien­tes: el thriller, la novela de espionaje, cuya figura más notoria es John Le Carré; más otras sobre la vio­lencia étnica, religiosa y sexual.

La más clara prueba de la vitalidad de esta lite­ratura nos la proporciona la intensa presión que ha ejercido sobre la otra novela, la canónicamente culta. De igual modo que la policial se ha nutrido y enrique­cido con las técnicas antiguas y modernas que le pro­porcionó la tradición narrativa, ella también ha lo­grado penetrar en el corazón de cuerpos y entidades que en rigor parecerían no pertenecerle. Si contem­plamos el panorama narrativo de nuestro siglo nos resulta asombrosa la simbiosis producida. Citaré algunos casos en los que el canon de excelencia ha decidido renovarse aprovechando los recursos, at­mósferas y personajes que en el pasado parecían per­tenecer exclusivamente al campo policial. Veamos:

Chesterton en El hombre que fue jueves y en las historias del Padre Brown, Graham Greene en El factor humano, además de sus novelas estrictamente policiales, entre los ingleses. Carlo Emilio Gadda en Aquel horrible escándalo de la Via Merulana, Umberto Eco en El nombre de la rosa, Leonardo Sciacia en Todo modo y Una historia sencilla y Antonio Tabucchi en La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, entre los ita­lianos. Witold Gombrowicz en Cosmos, Andrzej Kus­niewicz en El rey de las dos Sicilias, entre los polacos. Ernest Jünger en Un encuentro peligroso, entre los alemanes. Y una buena parte de la obra de Leo Pe­rutz y Alexander Lernet­Olenia, entre los austría­cos. Flann O’Brien en El tercer policía, entre los ir­landeses. William Faulkner en Gambito de caballo e Intruso en el polvo y Paul Auster en Leviatán, entre los estadunidenses. Rubem Fonseca en Octubre y El gran arte, entre los brasileños. Rodolfo Usigli en Ensayo de un crimen, Jorge Ibargüengoitia en Dos crímenes y Fernando del Paso en Linda sesenta y siete, entre los mexicanos. Jorge Luis Borges en una docena de re­latos perdurables, entre los argentinos.

La lista no pretende ser exhaustiva. Registra sólo unos cuantos títulos de obras admirables. La influen­cia que el género policial tuvo en ellas comprueba su intensa contribución a la literatura universal •

Xalapa, agosto de 1997.

Sergio Pitol en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 6 de diciembre de 2003. Foto: Carlos Cisneros/ archivo La Jornada

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Jornada Semanal • Número 948 • 5 de mayo de 2013

El Crack-Up,Francis Scott Fitzgerald,Capitán Swing,España, 2012.

Las caricaturas me hacen llorar,Enrique Serna,Editorial Terracota,México, 2012.

CONTRA EL MELODRAMA

EDGAR AGUILAR

EL TRUENE DE FITZGERALD

CUAUHTÉMOC ARISTA

USOS Y ABUSOS DE LA MÚSICAAlonso Arreola y Xabier F. Coronado

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No sé si existen las literaturas nacionales y, en caso de que sí, no conozco la medida en que una puede

aprender de la otra más allá de las apropiaciones indi-viduales de sus poco gregarios escritores. De todas for-mas, extraño en el catálogo actual de traducciones li-terarias estadunidenses, la lección de Francis Scott Fitzgerald.

Contrario a la escuela Hemingway, que degeneró en cierta sencilla asertividad y en un periodismo que no alcanza a comerse lo que muerde, Fitzgerald dejó como descendencia un virtuosismo verbal y un escep-ticismo incurable de los que sólo autores del talante trágico de John Cheever –o agudas inteligencias que fracasan al narrar, como Edmund Wilson–pueden re-clamarse herederos.

Ya se notaba lo difícil de esa asimilación desde que Edmund Wilson, a quien Fitzgerald llamaba Conejito, reunió ensayos, notas y cartas en el volumen póstumo El Crack-Up, publicado en español recientemente por la editorial Capitán Swing.

Para Cioran, este libro “es la ‘temporada en el infier-no’ de un novelista”. En la crónica del derrumbe del brillante porvenir nacional inexplicablemente unido al del joven fsf, él lee la simple trama: “Un novelista que desea ser únicamente novelista sufre una crisis que du-rante cierto tiempo lo proyecta fuera de las mentiras de la literatura. Despierta a algunas verdades que hacen vacilar sus evidencias, el reposo de su espíritu. Aconte-cimiento poco frecuente en el mundo de las letras, en el que el sueño es de rigor, y que en el caso de Fitzgerald no ha sido siempre comprendido en su verdadero sig-nificado.”

Con tino crítico Wilson incluyó un homenaje de John Peale Bishop y artículos necrológicos del novelista John Dos Passos, el crítico Rosenfeld y la novelista de éxito Glenway Wescott. Los dos últimos tienen en co-mún la autoimpuesta obligación de defender la buena intención artística de fsf, pero en general parecen de acuerdo con el señalamiento contra el escritor por atri-buirle a él la invención, o al menos la propagación, de la frivolidad que anestesió a su país en los años veinte del siglo pasado, antes de la gran depresión de Estados Unidos la aguda depresión de f sf y de Zelda. Am-bos admiran a Fitzgerald por su estilo iridiscente –co-mo decir: el arte de la bisutería–, pero lo condenan por no encarnar una estética que justifique formalmente una ética “americana”.

Al contrario, los ensayos y las anotaciones en los cua-dernos de Fitzgerald demuestran su profunda seriedad, los dolorosos procesos de aprehensión y transfor-mación poética, inevitablemente crítica, de su entorno real pero también del ficticio. ¿Cómo leyeron El gran Gatsby esos consumados “americanos” que también

escribían literatura? Como un alarde estilístico. Wilson, desde entonces reconocido como crítico, intentó enros-trar el trágico error a sus paisanos al llamarles la aten-ción hacia la última novela de Fitzgerald, El último mag-nate, suficiente para mostrarle a Estados Unidos en qué mierda consistía la materia de sus sobrios sueños ya desde los “locos” años veinte •

Publicado por primera vez en 1996, el volumen de ensayos que ahora se reedita posee la virtud de

adentrarnos de nueva cuenta, y en palabras del autor, a una “complicidad renovada” en materia de crítica so-cial, literaria, y aun extraliteraria. Enrique Serna –ase-gura él mismo– se granjeó “ataques bastante rudos” y pequeños altercados a raíz de esta serie de escritos (ar-tículos que aparecieron originalmente en el suplemen-to Sábado del periódico Unomásuno, así como textos leídos en distintos encuentros de narrativa, durante las décadas de los ochenta y noventa) en los que, en algu-nos casos, ciertamente, puso el dedo en la llaga, esto es, en donde más pudo doler a algunos: en su vanidad de escritores.

Con razón o sin ella, lo realmente destacable es que Enrique Serna supo desmarañar con pulso firme y vi-goroso, quizá más propio de su juventud que de su ex-periencia, una trama que se avizoraba ya desde hacía mucho cual farragoso vicio nacional empeñado en per-mear todo lo que tocara: política, cultura y sociedad. A lo que los más sesudos intentaron dilucidar por medio de su apacible y hasta cómoda intelectualidad, Serna le hizo frente a través de un lenguaje desenfadado (nunca burdo y sí ricamente estético) y anticonvencional, mas no por ello menos riguroso ni menos inteligente, valién-dose de la sátira y el humor.

La inmersión de Serna en el mundo de la fa-rándula (recuérdese que fue publicista de cine y guionista de telenovelas) debió otorgarle las herramientas necesarias para realizar y refor-zar esa rara combinación de literatura “híbri-da” escasamente transitada en nuestro país: abordar tanto temas y personalidades consi-derados de gusto “menor” como la revisión de obras y autores con un carácter meramente lite-rario, pero también como una férrea oposición a lo que Serna denomina “alta cultura” o califi-ca sin tapujos de medianía creativa (véase si no los textos que dedica a Amado Nervo, Homero Aridjis o Fernando del Paso). “Risas y desvíos”, primera parte del libro, retoma a personajes emblemáticos de la cultura popular mexicana (Agustín Lara, Sara García o Pedro Infante), no a la manera de un Monsiváis, por ejemplo, a modo de crónica sentimental, sino formulando atrevidas afirmaciones: “Lara fue un gran cursi porque se detuvo a sollozar de impotencia en el umbral de los grandes crímenes y en el umbral de la gran poesía.” La segunda parte, “Ruta crí-tica”, deviene en su mayoría en un análisis pro-fundo y a veces exhaustivo de las obras de Ma-nuel Puig, Carlos Olmos, Luis Arturo Ramos, Virgilio Piñera, Inés Arredondo, Patricia Highs-mith o José Agustín.

La actitud crítica de Enrique Serna parece girar en torno a un leitmotiv que por su recurren-cia en el mundo contemporáneo –pero con ma-ligna notoriedad en México– raya en un delez-nable melodrama: la función decorativa y perversa de quienes se apropian de las Bellas Artes. Pues al igual que su personaje del Mino-tauro tatuado en su pecho, Serna bien puede exclamar: “¡Basta de tolerar crímenes en nom-bre de la cultura!” •

Más allá de la música

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Enrique López [email protected]@gmail.com

Naief Yehya

5 de mayo de 2013 • Número 948 • Jornada Semanalarte y pensamiento ........

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ALLiteratura y redacción (iii de iv)

“HOMBRE DE LA ESQUINA rosada” es uno de los cuentos de quien ha sido consi-derado el mejor prosista de lengua castellana en español del siglo xx: Jorge Luis

Borges. No hace falta señalar que expresiones como “A mí, tan luego”, “tallar”, “rancho”, “paquete”, “quilombo”, “oscuro”, “chinas”, “chambergo”, y formas dialectales como “laos”, “acreditao” e “inoraba”, ya van pareciendo inadecuadas para un curso de redacción, no sólo por las notas a pie de página que cada una de ellas merece, sino porque el tono del cuento, tan marcadamente argentino y de compadritos, lo excluiría, de inme-diato, de un proyecto redaccional mexicano. Así, la aparente universalidad de la litera-

tura comienza a apuntar, para efectos de la literatura metida a ejemplo en la redac-ción, a una más confortable búsqueda de ejemplos mexicanos; en el caso contrario, la ejemplaridad sólo parecería ser sus-tentable en el caso de que el escritor se mantuviera en el prudente medio tono, en la sabia norma culta necesaria para que pudiera aspirar al rango de modelo en la lengua escrita. Sin embargo, ¿no re-sulta extraño que se requiera de muchas condiciones para que un texto pueda ser considerado “modelo redaccional”? Pa-ra el caso mexicano, necesitaría pertene-cer, desde luego, a México; de preferencia, a la segunda mitad del siglo xx, para que-dar más cerca del español escrito de quienes padecerán el curso de redac-ción; si no es demasiado experimental, mejor; si no utiliza groserías, obscenida-des o malas palabras, miel sobre hojue-las; si tampoco…

Ante tantas objeciones, ¿cuál es exac-tamente el modelo literario que se bus-ca? ¿No valdría más, dada la cantidad de cosas por desbrozar, que se selecciona-ran ejemplos prosaicos de otros contex-tos escritos, aunque no fueran literarios? El periodismo, cartas comunes, oficios bien redactados, informes laborales co-rrectos, ¿no ofrecerían fuentes más valio-sas para ejemplificar el quehacer de la lengua escrita metido a operaciones fun-cionales y pragmáticas? Tal vez la litera-tura que busca parodiar el lenguaje co-tidiano escrito y las cartas cursis, serían mejor referente para el caso, como esa deliciosa y desternillante novela, Boqui-tas pintadas, de Manuel Puig, aunque no deja de haber una búsqueda paródica, un ejercicio de estilo que supone una con-ciencia en el escritor que no siempre exis-te en el redactor de cartas amorosas, o de informes laborales (por no mencionar el hecho de que se trata de otro escritor argentino).

Me parece que la literatura ha entra-do a la oferta de cursos de redacción co-mo una nostalgia formativa de quienes enseñan esa materia en las universida-

des: muchos de ellos han egresado de carreras de letras, o aman la literatura, o creen que la suya es la última oportuni-dad para ofrecer a los alumnos un acerca-miento al mundo cultural, o piensan sin-ceramente que no hay mejor manera de escribir que como lo hacen los escritores y, por tanto, que esas arquitecturas ver-bales podrán sostener la ardua ingenie-ría escrita de los alumnos de bachillera-to y las licenciaturas. Doy paso a uno de los meollos del asunto: si sólo son buenos algunos de los textos posibles, eso quiere decir que se reconoce en la literatura una capacidad de transgresión que no con-viene a la más bien normativa didáctica de la redacción; por si fuera poco, si se necesita que no sean más antiguos de cincuenta años, que no sean demasiado coloquiales ni regionalistas, que no sean muy experimentales ni cultistas… y, ade-más, dependiendo del maestro, que los temas sean “correctos”, poco escandali-zadores y muy propios, ¿cuál es el univer-so posible ante tantas condiciones di-dácticas? Seguramente, las páginas más planitas de Alfonso Reyes, o Agustín Yá-ñez; casi nada de Fernando del Paso, José Agustín, Juan Rulfo, Juan García Ponce; muy poco de verdadera literatura y mu-cho de aburrimiento para el alumnado.

Regresemos a la realidad de los cursos de redacción: ¿quiénes son los alumnos?, ¿qué nivel formativo poseen?, ¿cuál es su competencia lingüística en el canal escri-to?, ¿qué leen?, ¿qué hábitos culturales tienen?, ¿qué nivel redaccional pretende ofrecérseles?, ¿para qué?, ¿para escribir qué?, ¿cuál es su futuro profesional?, ¿se pretende que posean un estilo bello? Sólo para responder a la última pregunta, debe insistirse en que la belleza de la ex-presión tiende a buscarse cuando la ma-teria prima de la redacción ya es lo sufi-cientemente sól ida en el usuario, lo demás es buscarle tres pies al gato, com-plicar la vida del estudiante de tal mane-ra que se le haga detestar al modelo y al ins-trumento del que pretende dotársele •

(Continuará.)

El dilema de la guerra de los drones (ii de iii)

Lo que se sabe

Cuando esto se escribe ha pasado más de una semana desde que dos bombas si-tuadas cerca de la línea final del maratón de Boston del 15 de abril estallaron con un intervalo de 12 segundos provocando la muerte de tres personas y casi trescien-tos heridos. Con velocidad asombrosa la policía, el fbi y las agencias de inteligencia identificaron a los sospechosos en los videos de las cámaras de vigilancia callejera. Los pudieron rastrear después de que éstos asesinaron a un policía para quitarle su arma y secuestraron brevemente a una persona con su auto para obligarlo a

sacar dinero de cajeros automáticos. Tuvieron una confrontación a tiros con la policía donde uno de ellos murió y el otro huyó y se escondió durante 19 ho-ras, hasta que fue localizado y arresta-do, en estado grave, oculto en un yate en tierra firme. Los presuntos responsa-bles fueron los hermanos Tamerlán y Dzhokhar Tsarnaev, inmigrantes de ori-gen checheno de veintiséis y diecinue-ve años, respectivamente, que llegaron a Estados Unidos hace más de una déca-da, que no estaban asociados con nin-gún grupo fundamentalista ni militante y llevaban vidas comunes y corrientes en la región de Boston. Tamerlán, apa-rentemente, nunca logró adaptarse a la vida en eu, abandonó los estudios, fue un exitoso boxeador amateur pero no logró clasificarse para el equipo olímpi-co. Aunque la familia no era muy religio-sa, el hermano mayor adoptó una ver-s ión fundamental ista del is lam. La familia Tsarnaev, como tantas otras de esa atribulada región de Cáucaso, fue desterrada por Stalin, de manera que los hermanos nacieron en el exilio y más tarde encontraron asilo en Estados Uni-dos. Nunca vivieron en Chechenia ni padecieron en carne propia el sufri-miento de las guerras de agresión rusas.

Lo que no se sabe

No se sabe cómo consiguieron los re-cursos para fabricar varias bombas, pero Dzhokhar en el hospital declaró que él y su hermano actuaron solos, sin ayuda de nadie más. No se sabe cuál fue su motivación. No se sabe cuál fue su objetivo y si realmente tenían pensa-dos otros atentados. No se sabe cómo influenció su ascendencia chechena en sus acciones.

Lo que se cree

La versión oficial presume que Tamer-lán viajó a Rusia en 2012, donde proba-blemente recibió entrenamiento y se radicalizó. Se cree que Tamerlán con-venció a su hermano de participar en el atentado, quizás en represalia por las acciones estadunidenses en Irak y Afga-nistán, y por la percepción de que eu ha

lanzado una cruzada en contra el mun-do islámico, en gran medida mediante el uso de drones a control remoto, usa-dos incluso para cazar ciudadanos es-tadunidenses como el clérigo Anwar al Awlaki, asesinado con su hijo en Ye-men. Con el asesinato de Bin Laden y de otros líderes de Al Qaeda, se anunciaba hace poco el inminente fin de esa orga-nización. Este atentado, así como el pre-sunto intento frustrado de volar trenes en Canadá, sólo ponen en evidencia que la campaña bélica en Afganistán, la destrucción dejada por la guerra en Irak y otras partes del mundo, y los asesina-tos mediante drones no han eliminado a los grupos extremistas que desean atacar las capitales de Occidente y, en especial, a Estados Unidos, sino que por el contrario podríamos anticipar que han generado aún más odio, deseos de venganza y terroristas potenciales.

Lo que se siente

Las instrucciones para las bombas he-chas con ollas de presión son fáciles de obtener en internet; en particular la re-vista Inspire (en la que colaboraba Al Awlaki y que es el portavoz de Al Qaeda en Yemen) las publicó en inglés en 2010. Esta revista sigue apareciendo y pro-moviendo la noción de que la violencia contra eu es una forma de legítima de-fensa. Es imposible saber si un atentado como el de Boston hubiera tenido lugar en una atmósfera distinta a la que pre-valece en la era de los drones, pero una campaña de asesinatos a control remo-to desde las alturas presentada como una limpieza de indeseables y a bajo costo, es una poderosa motivación para la venganza. La noción de que es legíti-mo aplastar al enemigo en su casa, sin necesidad de confrontarlo o de recurrir a la ley, pudo inspirar a estos jóvenes a cometer un acto criminal que en su ima-ginación es moralmente equivalente a disparar un misil en contra de un sospe-choso sin preocuparse del “daño cola-teral”. Ya lo dijo el mismo Obama poco después del atentado: “Siempre que se usan bombas contra civiles inocentes se trata de un acto de terrorismo.” •

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Germaine GómezHaro Alonso Arreola@LabAlonso

........ arte y pensamientoJornada Semanal • Número 948 • 5 de mayo de 2013

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OMaribel Portela: la belleza de lo efímero

MARIBEL PORTELA (México, df, 1960) es reconocida como uno de los máximos expo-nentes de la escultura en cerámica contemporánea. En 2008 impactó su exposición

Jardín onírico en el Museo del Antiguo Palacio del Arzobispado, donde construyó un bos-que fantástico conformado por varias decenas de plantas y flores de gran y mediano formato elaboradas en barro. A partir de entonces comenzó a explorar otros materiales –es una creadora audaz que no conoce límites ni fronteras– y su arrojo la llevó a trabajar con guajes, fieltro, papel, botones y otros materiales no convencionales. En 2012 fue me-recedora de una residencia del Fonca y la Universidad de Tsinghua (China) para viajar a

ese país y explorar técnicas diversas que los artistas chinos de hoy han sabido reciclar en la creación de inusitadas obras contem-poráneas. Ahí comenzó a apasionarse con los papeles, material de tradición ancestral en Oriente y que hoy juega un papel impor-tante en el arte contemporáneo; el año pa-sado fue invitada a dar un taller en la misma universidad y a exhibir su trabajo en la vii Bienal Internacional de Arte en Fibras que se lleva a cabo en Jiangsu Nantong, en la que participan alrededor de trescientos ar-tistas que despliegan un abanico de crea-ciones inusitadas, realizadas con los mate-riales más diversos e inverosímiles. La pieza

de Portela que formó parte de esta Bienal se titula Paisaje azul y es una obra mural de 420 ×100 cm realizada en una malla de fibra sin-tética (de textura similar a las fibras para la-var trastes) finamente recortada a la mane-ra del papel picado con motivos vegetales. La naturaleza siempre ha estado latente en el trabajo de esta evocadora artista.

Maribel Portela ha explorado con curio-sidad infinita el universo vegetal y mine-ral para la realización de su obra escultóri-ca, creando un lenguaje orgánico de gran atractivo y sensualidad. Su trabajo reciente ha dado una sorprendente vuelta de tuerca y sus extravagantes flores y plantas mode-ladas en arcilla y madera, que conformaron su jardín onírico, han devenido delicadas metáforas en papel que nos hablan más de un mundo posible que de una realidad pal-pable. Partiendo del discurso curatorial que viene promoviendo este museo entre artistas contemporáneos y la obra de su acervo, Portela toma como piedra de toque una serie de estampas realizadas en el siglo xviii en Roma por Giovanni Volpato, Giovan-ni Ottaviani y Pietro Camporesi que forman parte de un volumen sobre la decoración de las Estancias del Vaticano pintadas por Rafael Sanzio. En estos grabados de exube-rante riqueza barroca destaca el delirio decorativo de frutos y flores que se engar-zan en sensuales guirnaldas orgánicas. Maribel reimprime digitalmente estos gra-bados en finos papeles orientales y los re-cicla como simple artificio lúdico en sus nuevas construcciones escultóricas.

En la naturaleza, combinaciones de co-lores y formas geométricas se repiten una y otra vez creando universos inimagina-bles. Maribel Portela toma como leitmotiv esa repetición de formas y con millares de hojas de papel de China decolorado, teñido y manipulado crea asombrosas esculturas que evocan árboles, flores, capullos o nu-bes. A simple vista, las obras de Portela se antojan no figurativas, porque la represen-tación de la naturaleza en ellas es sutil y velada, apenas esbozada. Hay una sublec-tura de estas piezas que es totalmente or-gánica, y por lo tanto, vital: las esculturas de Portela se perciben vivas, como la natura-

leza que emulan. En sus esculturas vegetales en arcilla, la artista evoca lo telúrico, mientras que el efecto en estas delicadas piezas en papel es puramente etéreo. La variadísi-ma morfología del mundo vegetal se repite en patrones simétricos y asimétricos que configuran una ar-monía en el aparente desorden.

Cúmulo reúne diez esculturas en papel que invitan a la contempla-ción porque encierran un misterio que rebasa la realidad evidente. En una de las salas recién remozada

que se inauguró hace unos meses con una escultura en petate de Francisco Toledo, Portela instaló una soberbia nube que pen-de del plafón, construida con 13 mil ho-jas de papel de China blanco que el espec-tador puede disfrutar en todo su volumen y perspectiva tirado en el suelo sobre un tapete de petate. El visitante se adentra en terra incognita y deambula más allá de las apariencias ficticias de la objetividad física. Lo representado dice más que lo que repre-senta. La belleza del mundo natural se ocul-ta en la diafanidad de estas evanescentes esculturas de papel que estimulan la ima-ginación y avivan los sentidos •

Buscando a Pop Hessarg

HOY QUERÍAMOS RESEÑAR VARIOS discos de un jalón, pero lo de Pop Hes-sarg es tan bueno que nos vimos obligados a cederles el espacio entero. ¿Quié-

nes son? No lo sabemos a ciencia cierta. Tienen poca información en la red. Avecin-dados en el df (son mexicanos), cuentan pocos seguidores en Twitter, pocos en Facebook, pocos en Soundcloud. Además, el archivo pdf que nos mandaron es muy parco. Todo eso, no lo malentienda quien nos lee este domingo, nos gusta. Es el fiel reflejo de una música que, créalo, va a ser bastante conocida en el futuro, pero sin morderse las uñas por la angustiosa espera. ¿A qué se parece? A muchas cosas,

pero también a nada. Es una banda ori-ginal que, como las de veras buenas, deja ver sus influencias sin pudor pues está segura de sus hallazgos. De Hanne Hukkelberg a Imogen Heap pasando por Regina Spektor, Tori Amos y otras cantantes-pianistas (sí, teclados y voces femeninas son el corazón del conjunto), el folk, el jazz y hasta algunos toques psicodélicos caminan por los dedos y gargantas del quinteto invitando a la relajación. Ellos, curiosamente, se des-criben como trip-hop.

Otro dato que nos atrae es que su nombre, Pop Hessarg, sea un anagrama de ese famoso y extravagante poe-ma visual del escritor estadunidense e.e. cummings, dedicado al grasshopper (saltamontes). De ahí que la portada del álbum sea la imagen de este insecto bajo el sol. Así se autodefinen: “Música con letras en inglés; con un estilo senci-llo y limpio; con una intención de llevar a lugares nuevos los elementos de una canción, pero siempre buscando no so-nar rebuscados; con el uso de varias voces para entretejer una melodía en otra melodía, una voz en otra voz.” Y aciertan con humildad. Sólo que ahora les toca recibir algo de eco a propósito de lo que también son cuando alguien los escucha. Vayamos desde el principio.

Hace varias semanas, por vías que no recordamos, nos hicieron llegar su primer disco, The Kendrick Effect . Lo sonamos y, desde entonces, lo mantu-vimos al alcance de la vista pues que-ríamos reservar nuestras palabras para el día indicado. Hoy. Tal vez sea el canto de los pájaros que se cuela por la ven-tana. O los cambios en esta luz vesper-tina que pasó de la fuerza al arrepenti-miento en un par de horas. O el viento agorero. No sabemos. Pero nos parece que la naturaleza juega con carácter en este momento, tal como el trabajo del quinteto. Desde que lo escuchamos nos pareció bello, maduro. Nos invitó a repetirlo y dejarlo en reposo. Nos hizo pensar en él de cuando en cuando pa-ra, inevitablemente, volverlo a poner. Se trata de un ep con cinco temas llenos de aire, ajenos a la prisa y al fingimien-to. Una obra diáfana que, sin embargo,

no renuncia a la sofisticación y la bús-queda comprometidas. Paulina Fuen-tes, Alba Rosas, Daniel Rosas, Rodrigo Tinajero y Manuel Velázquez han con-seguido a la primera lo que a otros les toma una vida encontrar: sentido.

“Find Me”, pieza que abre el disco, podría haber sido la última. De hecho, algo que nos gusta es que parece un álbum al revés. En ella se muestran de inmediato las virtudes y apuestas de Pop Hessarg: la persecución de las voces, las caídas de piano solo, el sonido acústico. “Break Me”, en métrica de seis por ocho, integra la voz masculina con resultados afortunados, tipo “musical”. Por su lado, “Silver” propone una cuidada base rít-mica con esqueletos bien pulidos. El bajo borda obsesivo cada golpe de la batería suavizando las síncopas. En el tremor de su teclado flotan, una vez más, las palabras de Paulina y Alba que si algo saben hacer es cambiar dinámi-cas. La fuerza no está en la suma sino en la resta. “Magic Tricks” sustenta su inicio en un piano que anticipa tensiones do-tando al tema con sabores agridulces. Los tresi l los que se pegan a la voz, así como el ostinato de la batería –casi campanazos– nos regalan arreglos cocinados con cariño, lentitud y ensa-yos. Aplaudimos el amplificador que queda al final.

Ellos lo saben. El tema que da título al disco es excepcional: “The Kendrick Effect”. La guitarra es notable, sea por ausencia o presencia. La resonancia del piano, los lentos vibratos del bajo, el canon vocal… las pausas… todo. En esta banda nadie sufre por guardar si-lencio. Saben que cuando se deba so-nar se tendrá un lugar necesario y bri-l lante en el cuadro f inal . Ojalá más músicos entendieran eso. Tocar también es callar. O, por qué no, cederle el micró-fono a un grillo. Así termina el disco, con el sampleo de un grasshopper que du-rante muchos minutos se despide atemperando lo que ha quedado en el espíritu. Es por ello que los invitamos a la búsqueda de Pop Hessarg. Está oculto en la tupida hierba de internet. Hay que aproximarse, ponerse de rodillas y acer-car el oído a la tierra. Vale la pena •

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Ana García Bergua Jorge Moch

5 de mayo de 2013 • Número 948 • Jornada Semanalarte y pensamiento ........

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Los enigmas de Hipólita Thompson

DANIELA TARAZONA ESCRIBE SIN prisa. En 2008 publicó su primera novela, El animal sobre la piedra (Almadía), una novela muy enigmática sobre una mujer que

se va convirtiendo paulatinamente en un reptil. Ahora, cinco flaubertianos años des-pués, nos regala El beso de la liebre (Alfaguara), la cual también guarda en sus páginas la calma de la observadora que avanza paso a paso en los entresijos de su propia trama.

El beso de la liebre trata de una heroína inmortal, Hipólita Thompson, enviada al mundo para hacer justicia. Pero este personaje es verdaderamente curioso: tiene un lado muy humanitario y busca con ahínco cumplir su misión, incluso cuando se distrae.

Pero a la vez es una heroína de cómic, de plástico, de teatro guignol. Su propia na-turaleza es una mezcla intrigante de ór-ganos artificiales inventados por Dios y saboteados por su curiosísima Némesis −la cirujana Madame Nöelle−, carne ver-dadera y pieles superpuestas. “Dios le pi-dió al emisario que preparara un corazón poderoso para Hipólita. El emisario tomó la carne de dos aves celestiales y siguió las instrucciones al pie de la letra. Metió la carne fresca de las aves dentro de un bol-so de fieltro que anudó con una cinta brillante otorgada por Dios. Luego, Dios juntó las palmas y permaneció así duran-te algunos minutos.”

Sin embargo, Hipólita no logra contro-lar sus sentimientos y cumplir su misión porque sufre de debilidades humanas que traicionan su cuerpo superdotado. Entre otras cosas, se enamora del emisa-rio de Dios. La naturaleza de Hipólita Thompson es una naturaleza endeble: pone todo de su parte para aprender, pa-ra defender a quien lo necesita y hacer justicia, pero el mundo en el que debe cumplir con este mandato es un caos ab-soluto en el que lo alto y lo bajo, lo natural y lo artificial, el pasado y el futuro, están mezclados por completo; por lo tanto, no hay manera de discernir qué es lo impor-tante: Hipólita Thompson evita robos, ayuda a los ancianos y le enseña sobre la carestía a los consumidores, pero también pelea en la guerra con su espada y mata a los seres monstruosos creados por Mada-me Nöelle. Heroica y al mismo tiempo hacendosa, cose su propio y extravagan-te uniforme y fabrica pan. Lo importante para los demás es la naturaleza heroica de Hipólita Thompson; su atributo de in-mortalidad despierta envidia y admira-ción, pero ella, que a lo largo de la novela muere y resucita muchas veces de mane-ras sorprendentes, no lo aprecia. Sus sen-timientos interrumpen constantemente sus misiones y la hacen fracasar. Tampo-co a su creador (el Dios de la novela) pare-

ce interesarle: “En lo alto, Dios despertaba de un sueño vespertino. Su semblante estaba abotagado por la edad. Dios sentía tedio de ser quien era. Además, no conta-ba con la destreza de sus antepasados. La divinidad heredada era agobiante. No le interesaba la vida en el mundo. Miraba a los hombres con envidia: de probar ali-mento, envidia de amar, envidia de ale-grarse. Porque Dios no era alegre, apenas tenía emociones. Hacía su trabajo con desdén. Sin embargo, la vida de Hipólita le parecía distinta a la de las mujeres an-teriores y eso lo fastidiaba, ella era un error de cálculo que no podría remediar.”

Al igual que en El animal sobre la pie-dra, en El beso de la liebre, Daniela Tara-zona da muestra de su obsesión por la naturaleza de la mujer y por el cuerpo biológico; a todo lo largo del libro los cuerpos se destruyen y se recomponen de maneras sorprendentes. Como si fue-ran de trapo, las pieles se cosen, los órga-nos se operan natural o artificialmente, la carne se quema, se desgarra o se reinte-gra, como el cuerpo de Hipólita después de sus muertes sucesivas, luego de las cuales los fragmentos vuelven a unirse, a veces muy imperfectamente. Al igual que en El animal sobre la piedra, la animalidad acecha a los humanos, como el triple la-bio de Hipólita Thompson, labio de lie-bre. En ese sentido, la novela tiene mu-cho de ciencia ficción, pero también hay mucho humor y sentido del absurdo en los fragmentos que se suceden con apa-rente calma y orden, cuando lo que se cuenta es la historia de un mundo com-pletamente desquiciado, un mundo de cabeza que en realidad se parece bastan-te al nuestro, en el que los grandes ade-lantos conviven con las realidades más sencillas y cotidianas. Hacía mucho que no leía una novela como El beso de la lie-bre. Esta imagen del fracaso ante el ab-surdo es tal vez uno de los retratos más originales y sorprendentes de nuestro mundo actual •

¿Reporteros o halcones?

D ICTA EL CANON QUE no debo empezar una columna haciendo preguntas, pero ¿no están ustedes hartos de que Televisa y t v Azteca en su quehacer

malsano de vocería gubernamental inviertan tanto dinero, tiempo y esfuerzo en manejarnos la opinión?, ¿no estamos muchísimos mexicanos hasta el cepillo de tanta omisión tramposa, de tanta ruinosa mentira siempre con el sesgo de la disculpa a la pandilla de rateros que dicen gobernar este país? Tratando de poner generosamente aparte elencos y equipos de producción de bazofias como telenovelas y programas de concursos o telerrealidad, aunque allí también ex-

hiben las televisoras su desprecio por el libre albedrío del público mexicano (para muestra de manipulación del ideario colectivo, este video donde dos actricillas pretenden, en diálogo acartonado y sobreactuado, dejarnos claro lo beneficiosas que nos han de re-sultar las privatizaciones a lo pendejo: http://www.youtube. comwatch?feature=player_embedded&v=AFDfcR608u4) cada vez queda más claro –si alguna duda hubo– que las grandes testas del duopolio televisivo están habitadas por verdaderos patanes. Quién sabe si las cúpulas sean igual, pero por lo pron-to sus contingentes de informadores, conductores y seudorreporteros suelen ser auténticos gañanes que con el ga-fete de periodista y una constante exhi-bición de prepotencia –y su consecuen-te dosis de impunidad– recuerdan a los insufribles judiciales de los años seten-ta, arbitrarios hasta el carajo, siem-pre con la charola en ristre y el despre-cio a flor de hocico.

Es absurdo y vergonzante que un periodista se comporte como si fuera policía o soldado de dictadura. Televi-sa y sus empleados e imitadores llevan décadas retorciendo el concepto de periodismo televisivo porque eran due-ños únicos de cámaras y espectro ra-dioeléctrico (que al menos en la teoría sigue siendo tan tuyo o mío como de Azcárraga…) pero hoy que todos tene-mos en la calle una cámara y una co-nexión a internet, la herramienta de que se valen las televisoras para construir esa complicidad imbécil con el poder, el video, se vuelve en su contra para des-nudar la tesitura moral de sus propios alecuijes. Y me refiero en concreto a esa panda de infelices que se apersonaron el 26 de abril, presuntamente para cu-brir el conflicto provocado en la torre de la Rectoría de la unam, “tomada” por un grupo de supuestos estudiantes pa-ra exigir cumplimiento a un pliego de demandas. Se trata del momento en que un camarógrafo de Televisa, despo-jado del uniforme de la empresa, se dis-frazó de presunto activista: camisola de tipo militar con camuflaje, pasamonta-ñas, pañuelo y lentes oscuros para ocul-

tar el rostro, y que, ahora dicen que de manera juguetona, uno de sus contla-paches, ese sí con la chamarra y el logo de Televisa, condujera una presunta-mente falsa entrevista en la que, ha-ciendo mofa de los activistas, pide ci-garros y cervezas como condición para desalojar Rectoría. A cuadro se ve que otros reporteros de otras casas –desta-ca un risueño gordo con chamarra de tv Azteca– celebran sus gracejadas… has-ta que los sorprenden los verdaderos activistas y se arma la rebambaramba (aquí el video de la secuencia comple-ta publicado en internet por Aristegui Noticias: http://aristeguinoticias.com/2604/mexico/video-la-otra-version-del-camarografo-encapu-chado-de-televisa-en-cu/?utm_source=&utm_medium=&utm_campaign=kiosko). Luego los mismos patanes, al verse ro-deados por activistas francamente en-cabronados, se ponen altaneros (acá otro segmento: http://www.youtube.com/watch?v=p8bF7lgYWxo&feature=youtu.be), sólo para ser presionados, insultados y finalmente, luego de algunos manota-zos, largarse de allí con gesto digno y la soberbia machucada. Imagino que des-pués, en los noticieros de la empresa, se dijeron atacados por una turba (ha-ce mucho que no los sintonizo porque me vomito).

Al margen de si están aburridos es-perando la nota o si están en desacuer-do con los paristas que tienen tomadas las instalaciones, no es ni su deber ni virtud ninguna mofarse o tratar de infil-trarse en las filas de los activistas. Quizá esa era la idea, defenestrar la imagen de los activistas, hacer el juego sucio al po-der que ve con asco y temor las mani-festaciones de exasperación, que sue-len ser poco tersas, de la sociedad.

O quizá se trataba de simples miño-nes de Gobernación que cobran paga en doble ventanilla y fueron descubiertos.

Mientras, el país se desmorona y pu-dre, y las televisoras siguen metiendo impunemente quintales de mierda a las casas de la gran familia mexicana •

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Orlando Ortiz Luis Tovar

........ arte y pensamientoJornada Semanal • Número 948 • 5 de mayo de 2013

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El alcalde

Riviera Maya II (i de ii)

APENAS VA EN SU SEGUNDA edición, pero el Festival de Cine de la Riviera Maya –su nombre oficial es Riviera Maya Film Fest– pareciera tener lo nece-

sario para diferenciarse de la proliferación festivalera que, de manera cíclica, hace aparecer y desaparecer certámenes fílmicos iguales a la flordeundía. El primero y más importante de sus haberes consiste en una programación interesante por amplia y diversa, hecha de una sección llamada Plataforma Mexicana –largome-trajes mexicanos en competencia, documental y ficción juntos–, otra denomina-da Gran Público, y una más a la que bautizaron como Panorama Autoral.

En la primera están los documenta-les El alcalde (Emiliano Altuna/Carlos f. Rossini/Diego Osorno, 2012), Calle Ló-pez (Lisa Till inger/Gerardo Barroso, 2013), El cuar to desnudo (Nuria Ibá-ñez, 2013), Mitote (Eugenio Polgovsky, 2012), Palabras mágicas (para romper un encantamiento) (Mercedes Monca-da, 2012), Carmita (Laura Amelia Guz-mán/Israel Cárdenas, 2013), e Inori (Pe-dro González Rubio, 2012), así como las ficciones Las búsquedas (José Luis Valle, 2013), Despertar el polvo (Hari Sama, 2012), Halley (Sebastián Hoff-man, 2012), Las lágrimas (Pablo Delga-do, 2012), Panorama (Juan Patricio Ri-ve ro l l , 2 0 1 3 ) , Pe n u m b ra ( Ed u a rd o Villanueva, 2013), y Rezeta (Fernan-do Frías, 2012).

una mirada rápida

Altuna, Rossini y Osorno debieron ser conscientes de que El alcalde sería igual de polémico que el personaje a quien alude, pues se trata de Mauricio Fernández, el agridulce expresidente municipal de San Pedro Garza García que cobrara notoriedad a causa de sus métodos poco ortodoxos para enfren-tar, en la demarcación a su cargo, al crimen organizado. En el contexto de violencia generalizada que seguimos padeciendo, las decisiones –pero tam-bién la personalidad y el estilo– de Fer-nández han sido vistos lo mismo como un exceso cuestionable que como una medida extrema a la cual recurrir, no por gusto sino porque ninguna otra medida parece funcionar. En El alcal-de se echa de menos un trabajo más a fondo en torno a tales cuestiones, a favor de algo que, si no lo es, tiene de-masiado parecido con el lucimiento del personaje.

Tillinger y Barroso se propusieron la sencillez formal en Calle López, para que el contenido se hiciera cargo de lo profundo y lo complejo. A la manera de un enorme fresco de imágenes y soni-dos captados tal cual se dan en la coti-dianidad, el documental da cuenta de los actos pequeños, inadvertidos, diría-se inconscientes, maquinales, rutina-rios, pero fundamentales todos ellos en tanto son los que dan cuerpo a la vida de a diario, la del trabajo y la búsque-

da del sustento, en un sector del Centro Histórico de Ciudad de México, en tor-no precisamente a la calle que da nom-bre al filme. Desde que la chamba em-pieza hasta que acaba, Calle López presenta una jornada completa de los comerciantes, barrenderos, prestado-res de servicios y demás fauna urbana, dueña absoluta de las calles que habita.

Polgovsky salió, cámara en mano, al mismo Centro Histórico de Ciudad de México para recolectar el testimonio visual de rituales postmodernos con-trastantes, como pueden serlo un cam-pamento de protesta social del Sindi-cato Mexicano de Electr icistas y la transmisión masiva del partido inau-gural del mundial de futbol en Sudáfri-ca, en 2010, sucesos que tuvieron lugar simultáneamente en el Zócalo capitali-no. A Polgovsky le pareció pertinente hacer un reiterado paralelismo entre los iconos contemporáneos –rostros pintados, atavíos disparatados o de-lirantes o meramente mercadotécni-cos– y la plástica prehispánica que, de esta manera, puede ser vista como antecedente antropológico de las ex-presiones populares actuales. El resul-tado se l lama Mitote , y es el trabajo más reciente de un documentalista que hace las veces de hombre orques-ta al escribir, dirigir, fotografiar, produ-cir y editar sus propios filmes.

Moncada nació en España pero toda su minoría de edad la vivió en Nicara-gua, y a sus siete años de edad le tocó vivir el triunfo de la Revolución sandi-nista, que puso al entonces aplaudido y luego inefable Daniel Ortega al frente de un poder entonces apoyado hasta la aclamación y luego corrompido hasta el tuétano. La traición al espíritu de César Augusto Sandino, quien seguramente no deja de revolverse en su tumba, lle-vó a Moncada a elaborar esta narra-ción directa y sin ambages acerca del deterioro sin remedio del sueño revo-lucionario nicaragüense. Hábil para el apunte estético, Moncada hace del la-go de Managua el depositario metafó-rico de lo bueno y lo malo que ha vivi-do, desde los primeros Somoza, un país que sigue sabiéndose quebrado a me-dio espinazo •

(Continuará.)

Para no creerlo

EN EL ANDÉN DE una estación del Metro vi algo y el recuerdo fue inmediato, automático.Primeramente llegó esa crónica de Altamirano titulada “Una visita a la Candelaria

de los Patos” (recogida por don Luis González en Galería de la Reforma, con el nombre de “La cara sucia de la capital”), también en un cuento de Ramón Rubín, “El indizuelo Choriri”. ¿El motivo?: un afiche a cuatro tintas y en cartulina couché de gramaje considerable –pa-ra soportar sin deterioro el manejo y la exposición. El cartel invita a contribuir para acabar con el hambre y la pobreza. Esto me remitió a la imagen de espectaculares colocados en vías importantes de la ciudad con la misma exhortación. Como no estoy enterado de los

costos publicitarios actuales, no pude cal-cular cuántos millones de pesos andaban rodando por ahí, no para ayudar a los po-bres, sino para aliviar las conciencias de ri-cos, gobernantes y políticos.

“El indiezuelo Choriri” es, quizá, el texto más cruel –hasta trágico– que he leído con el tema del hambre. En la crónica de Altami-rano me detendré un poco, pues el motivo de estas líneas es la llamada Cruzada Nacio-nal contra el Hambre.

Don Ignacio Manuel Altamirano relata lo que vio en la Candelaria de los Patos, que ”no está alumbrado ni siquiera con los pá-lidos rayos de la esperanza” y era parte del cinturón de miseria y fango que rodeaba, en aquel entonces, a Ciudad de México. Consigna en el texto que conoció ape-nas una parte muy reducida de dicho cin-turón de “infelicidad”, pero con eso le bastó. Hambre, miseria, enfermedades, más ham-bre, insalubridad, frío, más enfermedades y, como ya dije: desesperanza; los más de los habitantes de aquel lugar parecían estar esperando resignadamente la muerte. Un pequeño, delirando por la fiebre, repetía sin cesar algo sobre la existencia de Dios, una anciana agonizaba tirada en un peta-te, unos “niñitos tísicos y moribundos que, tendidos en el suelo y mirando fijamen-te con ojos tristes al cielo, esperan sin que-jarse la vuelta de la pobre madre...” Mencio-na que aquellos olvidados deben ser entre “cuatro y cinco mil moribundos que se arras-tran allí...” Eso era en 1869, y en un espacio reducido del país. Ahora, en pobreza ex-trema comparable, quizá, con la que alude Altamirano, tenemos más de siete millones.

Altamirano menciona con ironía a las sociedades caritativas, a las Conferencias de señoras (piadosas) y todos esos benefac-tores, políticos y filántropos que procuran ejercer su bonhomía por el centro de la ciu-dad, o por donde no corran el riesgo de manchar sus polainas. En la actualidad existen, desde hace varias décadas, pro-gramas de ayuda a los pobres y hambrien-

tos; sin embargo, todos han sido un fraca-so absoluto, pues, para no ir tan lejos, en 1970 había 31 millones 450 mil pobres, y el año pasado se tenían registrados 54 millo-nes de pobres, de los cuales, más de 7 mi-llones se encuentran en pobreza extrema. Y, para no creerlo: en ese período se gasta-ron en el combate a la pobreza miles de mi-llones de pesos.

Luis Echeverría destinó 50 mil millones a los pobres en 1970 y Felipe Calderón casi 900 mil millones. No obstante, la cantidad de pobres no disminuyó, todo lo contrario. ¿Por qué? Se me ocurre una respuesta muy simple: primero: el aparato gubernamental que se crea, en cada sexenio, con ese fin, no acaba con la pobreza porque incrementa el número de burócratas e infraestructura necesaria para ellos. Segundo: lo que que-de de ese gasto se destina a los pobres con un criterio de señoras filántropas y piado-sas que para no aburrirse llevan a los infeli-ces ropita usada y algunos paquetes de frijol y maíz. Nunca se elabora un programa integral que contemple el hambre como un síntoma, producto del desempleo, la explo-tación, la ignorancia (falta de educación), insalubridad, etcétera.

Corrijo. Ahora sí hay, según parece, un programa integral, pero... me reservo mis dudas en cuanto a los resultados. Rosario Robles, titular del programa, ha firmado varios convenios (dejaré a un lado los que hizo con empresas trasnacionales) para que los jóvenes participen en esta cruzada por solidaridad o cumpliendo su servicio social. Idea que seguramente nació de las brigadas de alfabetización y de trabajo co-munitario en Cuba y Nicaragua, pero... ¿ten-drán nuestros jóvenes las ideas, conviccio-nes e ideología necesarias para esta tarea? Para terminar, mencionaré que hace algu-nos años, cuando se inició la Preparatoria Popular, le platiqué a Emmanuel Carballo de qué se trataba y él me comentó: “No pier-dan su tiempo, eso es jugar al socialismo en un país capitalista.” •

Page 16: La Jornada Semanal

5 de mayo de 2013 • Número 948 • Jornada Semanal 16

E l árbol de la vida es muchas cosas y ninguna de ellas por separado. Verda-dero experimento fílmico, destilado hasta sus componentes más esencia-

les, más puros desde el punto de vista de la imagen en movimiento, la llamada motion pictu-re anglosajona. En The Tree of Life (2011) el cineas-ta texano Terrence Malick (1943) evoca la atmós-fera de su niñez, transcurrida en Waco. Auxiliado por dos colaboradores de excepción, David Crank en la dirección de arte y Emmanuel Lubezki (judío mexicano) en la cinematografía, Malick logra con fascinante naturalidad recrear los ambientes de su infancia y de una América del deep South, el sur profundo, que hacia finales de los cincuenta aún vivía inmersa en la segregación racial. Los negros habitaban a las afueras de la ciudad en pequeñas comunidades o guetos. De la huella del pasado colonial español en Tejas apenas se presentan fugaces destellos en una escena casi onírica hacia el final, que funciona a manera de epílogo, donde Sean Penn contempla un caserío de muros amplios, de mampostería, algún torreón del que fuera el casco de una hacienda, traspasando un zaguán con portón de madera claveteado de ornamentos de hierro. Una manera de construir las casas habitación que contrasta crudamente con la habitual en el mundo anglosajón, que supone un profuso empleo de la madera, los revestimientos de los muros en colo-res claros y vivos, tantas veces empapelados, y los siempre correctos muebles de madera, todos salidos de fábricas especializadas con un corte característico y uniforme. Hasta los coloridos vasos de tóxico aluminio en que beben Kool-Aid los niños están ahí. Es casi un chiste fílmi-co que al rociar ddt los pequeños se envuelvan adrede entre las nubes del insecticida. El mensa-je es claro: tantas cosas en el pasado parecían saludables e inocuas y eran justamente lo contra-rio. Más que crítica o ácida, la rememoración que realiza Malick es soñadoramente nostá lg ica y sentimental. El relumbrar de las bombillas eléctricas al caer de la tarde, las viejas casas con

nes no difundidas hasta ahora de planetas y asteroides, hasta la recreación de un bosque prehistórico con las milenarias secoyas califor-nianas, esos enormes cipreses, sequoia sempervi-rens, con dinosaurios pastando bajo su sombra y otros más, heridos cerca de un arroyo en garras de sus depredadores. Este regreso al origen trae a la memoria dos filmes cósmicos, 2001: A Space Odyssey (1958), de Stanley Kubrick y Solaris, (1972) de Andrei Tarkovski. En el gran aliento y la ambición de ofrecer una explicación teleológi-ca, para no mencionar el término teológica, por parte del director, se hace patente el anhelo de dejar un legado perdurable. La América pietista y panteísta que busca a Dios afanosamente en las prácticas devotas (ir la iglesia, citar el Libro de Job, invocar el nombre de Dios) y el increíble milagro que representa la vida, la naturaleza, el bien mismo de la creación.

En tanto que tentativa cinematográfica, El árbol de la vida, cuenta con egregios precedentes, pero es un filme tan personal y tan íntimo que no puede compararse con ningún otro. Obtu-vo la Palma de Oro en Cannes. El asunto, la histo-ria propiamente dicha, es lo que menos intere-sa. Es la música, y no precisamente la elegida por Alexandre Desplat y el realizador, sino más bien ese ritmo interno y fluido de las imágenes, la armonía de las formas en movimiento, el logro más destacable del trabajo. Si durante 2011 alguien se empeñó en Estados Unidos en realizar un filme puro, cualquier cosa que eso signifique, ése fue Terrence Malick, a quien le llevaría varios años recabar el material nece-sario, del cual sólo aparecen fragmentos, meros atisbos; un prodigio la edición de tan vasta y tan variada cantidad de cinta. Toda una expe-riencia, visual, auditiva, casi táctil es ver esta película. El séptimo arte recobra con ella un carácter si no perdido, sí un tanto empolvado, de puridad, de proprium, de per se. Desde Kubrick y, por supuesto, Tarkovsky, no se había visto un intento comparable, bastante sobrio, sincero y –en esa medida– logrado •

Raúl Olvera Mijares

Terrence Malick y el sentido del Universo

desvanes y amplios jardines, los discos de aceta-to con grabaciones del legendario Arturo Tosca-nini; todo rezuma cariño por el ayer. La historia de los tres hermanos, la madre abnegada y, si bien católica, de un pietismo extremo, el padre siempre estricto, obsesivo con el orden y la perfección, músico frustrado e inventor al que no le reconocen patentes que prometían ser jugosas. “Nunca traiciones tu sueño o lo que te hayas propuesto hacer de grande en la vida”, parece ser el consejo que le da a ese hijo suyo, niño, de nombre Jack (Hunter McCracken), quien adulto llegará a ser un famoso arquitecto inter-pretado por el sobrio y medido Sean Penn.

El padre, Mr. O’ Brien (Brad Pitt), en contras-te , es un persona je con muchos ángulos , cambiante, dinámico. Hasta hace un viaje por el mundo que culmina en China, en una época en que hacerlo era casi anatema. Típico Einzelgän-ger , el padre saca de la cama a los chicos el domingo muy temprano para que lo oigan inter-pretar al órgano la Tocata y fuga en re menor de Bach. La música que constituye por sí misma toda, una rareza en esta cinta, estuvo al cuidado de Alexandre Desplat, quien con gusto tan fran-cés incluyó fragmentos del Réquiem de Berlioz y una pieza compuesta originalmente para clavecín de François Couperin, Les barricades mistérieuses, hasta partes del poema sinfónico Má vlast , mi patria, en particular Vltava , el Moldava, de Bedřich Smetana. En resumen, desde cosas muy conocidas hasta otras que no lo son tanto. Desde la primera sinfonía Titán de Mahler, el Concierto para piano de Schu-mann, una Sonata en do mayor de Mozart hasta música de Ottorino Respighi, Gustav Holst, Zbigniew Preisner; menos conocidos aún resul-tan Klaus Wiese, Henryk Górecki, Patrick Cassi-dy o John Tavener.

Los 139 minutos que componen este largo-metraje se reparten en grandes preámbulos, digresiones fotográficas y recreaciones de los más variados ambientes naturales, desde erup-ciones volcánicas junto al litoral marino, imáge-

ensayo