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Instituto Diocesano de Teología «Beato Narciso Estenaga» Lección de clausura del curso académico 2010-2011 La historia redimida Sobre el sentido de la Historia de la Iglesia Por Francisco M. Jiménez Gómez

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Instituto Diocesano de Teología «Beato Narciso Estenaga»Lección de clausura del curso académico 2010-2011

La historia redimidaSobre el sentido de la Historia de la Iglesia

Por Francisco M. Jiménez Gómez

Con las debidas licencias eclesiásticas

Introducción

Benedicto XVI, en la homilía de la ceremonia de beatificación de Juan Pablo II, citaba el testamento del mismo Papa: «Cuando el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales eligió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, me dijo: «La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio»1. ¡El tercer milenio de la Iglesia! Pocas insti-tuciones en la historia de la humanidad han perdurado tanto. ¿Por qué? Éste es el misterio de la acción de Dios. Y ante él sólo cabe la acción de gracias. Pero, como interesado en su historia, debo intentar comprender su sentido. Es lo que pretendo hacer en esta lección de clausura del curso académico del Instituto Diocesano de Teología «Beato Narciso Estenaga». Para este objetivo, el amplísi-mo magisterio del Papa recientemente beatificado1, nos permitirá ir entresacando sus líneas maestras. También nos va a servir de hilo conductor la imagen que Juan Pablo II utilizó cuando invitó a la Iglesia a introducirse con esperanza en el tercer milenio:

1 La Santa Sede lo ha publicado en 55 gruesos volúmenes

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Toda la historia cristiana aparece como un único río, al que mu-chos afluentes vierten sus aguas. El año 2000 nos invita a encon-tramos con renovada fidelidad y profunda comunión en las orillas de este gran río: el río de la revelación, del cristianismo y de la Iglesia, que corre a través de la historia de la humanidad a partir de lo ocurrido en Nazaret y después en Belén hace dos mil años. Es verdaderamente el «río» que con sus afluentes, según la expresión del salmo, «recrea la ciudad de Dios» (Sal 46,5)2.

Pienso que con esta imagen se expresa muy bien el sentido de la historia de la Iglesia: la historia de la libertad humana recrea-da, es decir, redimida, en esa colaboración profunda entre sus dos grandes protagonistas: el Espíritu y el hombre. Desde que por vo-luntad divina fue implantada en la humanidad, la Iglesia ha sido –y es– como ese gran río, cuyas aguas brotan del templo y van purifi-cando todo lo pútrido, hasta desembocar en el mar de la humanidad redimida (cf. Ez 47,1-9).

Sí, el sentido de la historia de la Iglesia es el de la historia de la redención. Es la historia de las personas ligadas a su origen divino, o dicho de otra manera: es la historia de la comunidad de los san-tos, como la llama san Pablo; la historia de ese río que se inicia en el costado abierto de Cristo y que desembocará, una vez purificada la ciudad que es el mundo, cuando Cristo la ofrezca al Padre. Por eso, las claves para comprenderla no son ni el progreso ni la evolución, categorías éstas muy problemáticas en su comprensión: ¿en qué hemos progresado?, ¿hacia dónde evolucionamos? No estamos, en muchos aspectos hoy, moralmente más evolucionados que en el pasado ni somos mejores que los que nos han precedido. En nues-tra sociedad globalizada, junto a nosotros, conviven la tortura y el hambre; las guerras, el desprecio a la vida humana y las intoleran-cias, es decir, el pecado. Por eso, la historia de la Iglesia no puede comprenderse como una evolución o un progreso. El verdadero

2 Tertio millennio adveniente, San Pablo, Madrid 1997, n. 25.

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sujeto de su historia es la acción del Espíritu en el Cuerpo Místico de Cristo, y en este sentido como muy bien advertía el historiador alemán Leopold Ranke: «cada época está inmediatamente ligada a Dios, cada generación está equidistante de la eternidad».

No pretendo ofrecer una mirada apologética de la historia de la Iglesia. Pero sí presentar la historia de su testimonio de servicio, de amor y humanización que ella ha venido dando a través de los siglos y que ineludiblemente ha de seguir dando hasta el fin de los tiem-pos. Parece como si, actualmente, la sociedad occidental tuviese poca memoria y, que en algunos sectores, esta memoria fuese muy selectiva. Por eso pienso que, recordar este testimonio, será la me-jor defensa agradecida que podemos hacer hoy de esta obra de Dios a la que, por otro lado, podemos considerar, en cierto modo, la madre del alma de Occidente3. No olvido tampoco que es una lección de clausura de un curso al que asisten diferentes tipos de alumnos. Para los que han concluido el ciclo de tres años, les podrá ser útil como síntesis de lo estudiado anteriormente; para los que están en los cursos 2º y 1º les proporcionará una visión de conjunto en la que ir integrando los temas que ya se les han presentado; y para los alumnos de la enseñanza «reglada» les podrá servir como hilo conductor de los temas que se ofrecen en los manuales.

Pues bien, para no perdernos en la acumulación de datos ni hacer un simple registro de los acontecimientos, voy a reseñar –si-guiendo el magisterio de Juan Pablo II y la imagen del río a la que anteriormente hacía referencia–, los tres afluentes característicos que alimentan esta corriente: 1) la obediencia al mandato de Cristo de evangelizar a todas las naciones; 2) la defensa del fundamento sobrenatural de la vida y 3) la fecundidad del testimonio martirial.

3 No es una exageración mía. Ya lo afirmó en 1942 Benedetto Croce en un artículo titulado Por qué no podemos no llamarnos cristianos, en Discorsi di filosofia, vol. I, La Locusta, Vicenza 1996, 5-27.

I. Id y evangelizad a todos los pueblos4

La obediencia al mandato del Señor –«Id y evangelizad a todos los pueblos»– es el primero de esos afluentes sobresalientes que constituyen la historia de la Iglesia, escribiendo sus más hermo-sas páginas. La evangelización –ya lo sabemos– es una dimensión esencial del cristianismo: «Anunciar el evangelio no es para mí un motivo de gloria; es una obligación que tengo, ¡y pobre de mí si no anunciara el evangelio!» (1Cor 9,16). Estas palabras de san Pablo pueden ser las de cualquier cristiano consecuente con su fe a lo largo de los siglos. En cierto modo, la historia de la Iglesia es la historia de la evangelización.

Mucho sentido tenía la teología primitiva cuando aplicaba el tér-

mino misión a las «misiones divinas»: es decir, al envío del Hijo por el Padre, y al envío del Espíritu por el Padre y el Hijo. Porque ese es el hontanar desde donde Cristo envía a sus discípulos al mun-

4 Un libro muy sencillo, pero con información suficiente, que podéis leer sobre este particular es: Comby, Jean, Para comprender dos mil años de evangelización. Historia de la expansión cristiana, Verbo Divino, Estella 1994.

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do. Unos hombres y unas mujeres, comisionados por una comuni-dad apostólica, son enviados para propagar la fe y organizar unas instituciones eclesiales. De Palestina se extienden por el Imperio romano, e incluso más allá del limes, y llegan a Europa y después, generalmente parten de Europa para ir más allá de los mares. Es la historia de la dilatación de la Iglesia. La historia de cómo los hom-bres y mujeres se dejaron tocar en su voluntad y en su inteligencia por la gracia del Espíritu y se hicieron cristianos en el curso de los siglos. Es la historia del paso del evangelio de una cultura a otra, su adaptación o su «inculturación», según las expresiones empleadas sucesivamente. Es la historia que se esfuerza en comprender las razones de la acogida o del rechazo del cristianismo a través del mundo. Es verdad que la evangelización no puede disociarse de una confrontación, a veces violenta, con los pueblos y con las culturas, pero también lo es que sus mejores frutos se dieron siempre en libertades purificadas por la gracia.

¡Qué esfuerzo de creatividad! ¡Qué variedad de modalidades y qué fidelidad en el anuncio! A lo largo de los seis primeros siglos, la evangelización se lleva a cabo entre gentes cercanas, como una mancha de aceite que se extiende, como por ósmosis y por el testi-monio («¡mirad cómo se aman…!»). San Pablo es un buen ejemplo, que se encargarán de seguir otros muchos. El cristianismo penetra lentamente en las culturas, en las antiguas tradiciones religiosas y en el mundo político. Y cuando, en los comienzos del medievo, esta evangelización quiere imponerse a los «pueblos bárbaros» por la espada, se deja oír al gran Papa Gregorio que, con la Regla pastoral del «siervo de los siervos de Dios», ha visto en ellos al hijo pequeño alejado y, con corazón de padre, recomienda:

Que se derribe el menor número posible de templos paganos

[…], que se cambie simplemente su objetivo para que en adelante se adore allí al verdadero Dios. […] No hay que cambiar en nada

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sus costumbres de los días de fiesta: así en los aniversarios de la dedicación o en las fiestas de los santos, permitiéndoseles exte-riorizar su alegría del mismo modo, se les llevará más fácilmente a conocer el gozo interior, pues no cabe duda de que es imposible quitarlo todo de un solo golpe a unas almas tan frágiles. No se sube a una montaña saltando, sino a pasos lentos5.

A partir del siglo XIII, de manera limitada, y con mucha mayor intensidad a partir del siglo XVI, comienza un nuevo período que podríamos llamar «el tiempo de las misiones». Europa ha elaborado una civilización original basada en el cristianismo. La cristiandad se lanza entonces a la conquista del mundo, y, convencida de la universalidad del evangelio y de su cultura, quiere al mismo tiempo transmitir la fe a los países lejanos. La misión se hace entonces tarea de toda la cristiandad, por eso se convierte en un programa común para los cristianos, los poderes políticos, los Estados, y las viejas Iglesias de Europa.

Pero por uno de esos espejismos que sufren los adolescen-tes, algunas personas quisieron olvidar la matriz en la que habían sido gestados y se rebelaron contra la madre, y pomposamente se autotitularon ilustrados, ridiculizando la fecundidad materna6. Y se produjo la crisis. Sin embargo, a la crisis de la misión a finales del siglo XVIII siguió a comienzos del siglo XIX un nuevo despertar del espíritu misionero, fruto del compromiso del pueblo cristiano y de las intervenciones de los papas. Este renacimiento, que se

5 S. GreGorio maGno, Cartas, XL, 56

6 Basta con recordar cómo se hizo un género literario muy común en esta época escribir Cartas que supuestamente provenían de lugares de misión, que ridiculiza-ban la misión cristiana entre los «buenos salvajes» y que sirvieron para implantar la idea de tolerancia o de «indiferencia dogmática» como la llama el historiador J. Lortz.

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percibe también en el gran número de fundaciones misioneras7 y en el ingreso de la mujer en la misión, tuvo que pagar un fuerte tributo a los condicionamientos políticos del tiempo, haciendo que la «misión» –entendida como el nacimiento de la Iglesia como co-munidad articulada con diversos ministerios y carismas, en el seno de la vida de un pueblo– necesitase un largo período de tiempo para madurar. Con la descolonización de la segunda mitad del siglo XX, vemos comenzar una nueva etapa de la evangelización, distinta de las precedentes.

Hubo también en los viejos países cristianos, desde el siglo XV hasta un período reciente, misiones interiores que consistían en una predicación excepcional más intensa en una región o en una parroquia para despertar a los cristianos tibios o poco instruidos8. Estas misiones interiores y las exteriores no dejaban de estar vin-culadas entre sí: varias sociedades de sacerdotes ofrecieron misio-neros para los dos tipos de misión.

Y hoy se habla de una Iglesia toda ella en estado de misión. Y es que «evangelización» no se refiere sólo a los pueblos que no han tenido conocimiento de Jesucristo, sino también a las realidades particulares de nuestro tiempo: la cultura, la técnica, el ocio, etc.. Además, desde hace algunos años, se afirma la necesidad de una «nueva» o segunda evangelización de los viejos países cristianos, marcados por la secularización y la indiferencia religiosa. ¿Cómo no mencionar las intervenciones de los papas en la primera mitad del

7 En 1805, los padres de los Sagrados Corazones; en 1814 se restablecen los jesuitas; en 1816, los oblatos de María Inmaculada; en 1817, los maristas; en 1835, los palotinos; en 1841, los espiritanos; en 1849, los claretianos; en 1854, los misioneros del Sagrado Corazón; en 1859, los salesianos de don Bosco; en 1867, los combonianos; en 1868, los padres blancos.

8 Cómo no evocar los nombres de Bernardino de Siena, Juan de Ávila en Anda-lucía, Pedro Canisio en la Alemania reformada…Las grandes misiones populares del XIX y del XX.

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siglo XX, o los decretos Ad gentes y Nostra Aetate (que unieron el problema de la evangelización con la cuestión del diálogo con las otras religiones y el respeto a todo hombre)9; y que han abierto nuevos horizontes al compromiso y a la espiritualidad misionera y, por consiguiente, a la marcha de la Iglesia?

Éste es el afluente que nunca ha dejado de correr y que continúa manando, porque «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, des-de el final del concilio, casi se ha duplicado. Para esta humanidad inmensa, tan amada por el Padre que por ella envió a su propio Hijo, es patente la urgencia de la misión»9. Y la Tertio millennio advenien-te, n. 57: «La Iglesia también en el futuro seguirá siendo misionera: el carácter misionero forma parte de su naturaleza. Con la caída de los grandes sistemas anticristianos del continente europeo, del nazismo primero y después del comunismo, se impone la urgente tarea de ofrecer nuevamente a los hombres y mujeres de Europa el mensaje liberador del evangelio». Es sugestiva la imagen de la encíclica Redemptorís missio, al afirmar que se repite en el mundo la situación del areópago de Atenas, donde habló san Pablo. Hoy son muchos los areópagos, y bastante diversos: son los grandes campos de la civilización contemporánea y de la cultura, de la polí-tica y de la economía. Cuanto más se aleja Occidente de sus raíces cristianas, más se convierte en terreno de misión, en la forma de variados areópagos.9 Alentadora en esta orientación conciliar fue la intervención de Pablo VI: «Nos agrada sobre todo el que constantemente se exprese en el texto el deseo de que toda la Iglesia sea misionera, de que todos los fieles –en la medida de lo posible–, en espíritu y en obras, se conviertan en misioneros. Que todos los que han sido enriquecidos por el inefable don de la fe, cuantos han sido iluminados por el es-plendor del evangelio, cuantos participan en el sacerdocio real del pueblo santo de Dios, den siempre gracias al Altísimo por tanto don, y ofrezcan sus oraciones, sus obras de piedad y su ayuda material como ayuda generosa y apoyo a los heraldos del evangelio» (discurso pronunciado en la 116 Congregación General del concilio, 6 noviembre 1964).

II. El fundamento sobrenatural de la vida

Desde el primer libro que en la tradición cristiana se escribe sobre el sentido de la historia, La ciudad de Dios (ca. 400-410), de san Agustín, se muestra al mundo, y sobre todo al hombre, en gue-rra civil consigo mismo, dividido entre dos amores: el amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios y el amor a Dios hasta el olvido de uno mismo. Esta guerra, que se libra en el interior del hombre, también se expresa en su exterior, objetivándose en estructuras, instituciones, cultura… Y es que una libertad que se deja guiar por el Espíritu, realizará las obras del Espíritu; mientras que una libertad esclavizada al mal, realizará las obras del maligno. De esta manera, interioridad y exterioridad se condicionan mutuamente en relación dialéctica.

Pues bien, desde su nacimiento, la Iglesia ha testimoniado que

la posibilidad de reconciliación del hombre consigo mismo, que su pacificación interior, la conjunción del amor, su redención está en la primacía de su relación constitutiva con Dios y que desde ella se

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tienen que comprender y vivir las demás relaciones. Dios es el úni-co absoluto: ni la patria, ni el Estado, ni la familia, ni la profesión… tienen la precedencia.

Me interesa subrayar que esta absolutez de la relación con Dios ha sido muy fecunda en la historia de la humanidad, porque es la que le ha proporcionado una nueva idea de libertad, en la que se fundamentarían después los derechos humanos. Su origen es neta-mente cristiano, basándose en dos ideas: 1) todos los hombres son hijos de Dios, por tanto iguales («no hay griego ni judío…»); y 2) la verdadera libertad no es algo externo a la persona, es decir, algo que establezca una ley, sino que consiste en la libertad interior, en la libertad de su conciencia. Dicho de otra manera, fue la Iglesia, el pueblo de los redimidos, quien planteó un problema que no había conocido el mundo antiguo cual fue el de la libertad interior de la persona, desvinculado de la competencia del Estado. Se observa perfectamente en el enfrentamiento cristiano con el imperio roma-no. Es ahí donde saltó en forma de libertad religiosa y de libertad de conciencia por boca de muchos mártires ante los gobernadores romanos, al afirmar que es necesario obedecer antes a Dios que al emperador, y que de una manera espléndida formularía Tertuliano: «Díganme si no es un crimen de impiedad quitar a los hombres la libertad de religión y prohibirles la elección de su divinidad»10.

El río de la humanidad ha sido continuamente alimentado por este afluente de la historia de la Iglesia. Ya lo señaló con rotundidad desde el inicio de su pontificado el Papa Juan Pablo II, cuando ha-blaba de la dimensión humana del misterio de la Redención como uno de los aspectos principales de su primera encíclica Redemptor hominis (cf. n. 10). Al considerar al hombre como «el camino prime-ro y fundamental de la Iglesia» (n. 14), exponía el significado de los «derechos objetivos e inviolables del hombre» (n. 17).

10 Apologeticus, 24, PL, I, 476-478.

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Mirando la historia, observamos cómo cada vez que el hombre ha tenido la tentación de renunciar a su verdad última y la pre-tensión de crear un mundo a medida de cada cual; cada vez que ha creído erróneamente poder colmar su espíritu con la idea del progreso y con gotas de bienestar material; cada vez que su alma se vaciaba y su vida espiritual se aplanaba, el Espíritu ha suscitado cristianos que, con libertad redimida, han recordado al hombre su desnudez en los vacuos paraísos artificiales que se le ofrecían. (Me gusta recordar la letanía de los santos que la Iglesia invoca en sus grandes celebraciones, hombres y mujeres plenos que surgen del seno de la Iglesia en todas las épocas: Antonio Abad, Benito de Nursia, Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Vicente de Paul, Juan Bosco, Teresa de Calcuta…).

Sí, la Iglesia da testimonio a lo largo de los siglos del auténti-co fundamento de la vida del hombre, no solo en su doctrina, sino también en sus obras. Por ejemplo, ¿qué sería de la formación del «alma» europea sin esa belleza de la dignidad humana que supie-ron plasmar tantas obras de arte? ¿Os habéis parado a pensar el alto valor antropológico que tienen, por ejemplo, esos campanarios románicos, con sus serenos y majestuosos pantorcratos en los áb-sides de sus iglesias? En una época especialmente dramática, el sentido cristiano afirmaba con rotundidad que el mundo visible es sólo comprensible en referencia al mundo invisible. Es el Cristo de la historia quien precede, domina y explica el mundo de los hom-bres como vía de acceso a ese Dios Absoluto. Sus bellas formas son un símbolo de la perfección divina, un signo e imagen de la belleza invisible de Dios. El hombre que creó este arte, y el que lo contempló concibió su vida como unidad de lo visible y lo invisible, y expresó como pocos el estupor ante el misterio que le transciende y le salva al mismo tiempo.

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Y qué decir, cuando en época de pestes y de guerras, se levanta el arte gótico y transmite una hermosa y esperanzada visión lumi-nosa del universo, que fue como el patrimonio común del acervo cultural del siglo XIII. Esa visión en que la luz, símbolo e imagen de la divinidad, constituye la esencia misma de las cosas y es la fuente de toda belleza, en la que los mismos cuerpos están constituidos por la luz y por eso son metafísicamente buenos y bellos. El góti-co es la serenidad de esta certeza luminosa11. ¿No constituye esta visión la magnífica predicación que el más hábil predicador jamás podría pronunciar?

Escuchad lo que les decía Juan Pablo II en su carta a los artistas (4 de abril de 1999), n.º 9:

Al escribiros desde este Palacio Apostólico, que es también como un tesoro de obras maestras acaso único en el mundo, qui-siera hacerme voz de los grandes artistas que prodigaron aquí las riquezas de su ingenio, impregnado con frecuencia de gran hondura espiritual. Desde aquí habla Miguel Ángel, que en la Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio Universal, ha recogido en cierto modo el drama y el misterio del mundo, dando rostro a Dios Padre, a Cristo juez y al hombre en su fatigoso camino desde los orígenes hasta el final de la historia. Desde aquí habla el genio delicado y profundo de Rafael, mostrando en la variedad de sus pinturas, y especialmente en la Disputa del Apartamento de la Signatura, el misterio de la revelación del Dios Trinitario, que en la Eucaristía se hace compañía del hombre y proyecta luz sobre las preguntas y las expectativas de la inteligencia humana. Desde aquí, desde la majestuosa Basí-lica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde la columnata que arranca de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a la humanidad, siguen hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno, por citar sólo los más grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del misterio que hace de la Iglesia una comunidad univer-

11 Cf. Colomer Ferrándiz, Fernando, La mujer vestida del sol. Reflexiones sobre el cristianismo y el arte, Encuentro, Madrid 1992, p. 152-153

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sal, hospitalaria, madre y compañera de viaje de cada hombre en la búsqueda de Dios.

Y en otro orden de cosas, es la comprensión del fundamento sobrenatural de la vida y su defensa la que da origen a los primeros hospitales de occidente, los primeros hospicios, las enormes obras de caridad y de beneficencia, la oposición al aborto y a la exposición de niños, a la atención respetuosa al enfermo y al anciano; la que se opone, en fin, a toda clase injusta de muerte. Esto ha sido, es y será una constante en el ejercicio práctico de la caridad. ¡Cuando dolor aliviado!, ¡cuánto consuelo derramado! Es la convicción pro-funda del sentido sobrenatural de la persona lo que constituye el fundamento de la oposición de la Iglesia a todo absolutismo, a la «indiferencia dogmática» de la Ilustración, a los regímenes liberales del siglo XIX, a los totalitarios y los comunistas del siglo XX y a los sistemas filosóficos antihumanistas que los sostienen.

La Iglesia, tanto por su origen como con su mismo modo de vivir los acontecimientos, ha puesto siempre de manifiesto el fun-damento sobrenatural de la vida. Y no puede ser de otra manera, porque ella misma es signo vivo de lo sobrenatural. La vida de la Iglesia a lo largo de sus veinte siglos, aparentemente vinculada de un modo muy terreno a los acontecimientos políticos y sociales, desemboca de hecho en una orientación profundamente espiritual. Siempre ha sido así, pero se observa con toda claridad especial-mente en los últimos siglos. En mi opinión, lo que más hondamente ha caracterizado la vida de la Iglesia ha sido el proceso de «espiri-tualización» en el que continuamente se ha visto envuelta y que le ha servido de orientación. Es algo que puede constatarse en la lar-ga pervivencia del modelo de cristiandad, y especialmente durante los pontificados del siglo XIX, en los trabajos del Vaticano I, en la acción reformadora de Pío X, en el proyecto de Pío XI frente a los Estados totalitarios, en la imponente obra doctrinal de Pío XII, en la

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orientación de Juan XXIII al diálogo, en la apertura del Vaticano II y de Pablo VI y en el ingente esfuerzo llevado a cabo por Juan Pablo II. Al proponer y defender los valores espirituales de la vida, sin los cuales el hombre acaba perdido en el ciego azar, la Iglesia ha hecho una aportación insustituible, no sólo para el ámbito cristiano, sino para la historia de la humanidad12.

Hay quien confunde lo manifiesto con lo esencial y sólo sabe ver lo primero. Y eso mismo es lo que le incapacita para observar con rigor la historia de la Iglesia. Para percibir esta huella profunda de la historia de la Iglesia es menester mirar, sí, los acontecimientos políticos y sociales, lo manifiesto, pero sin detenerse sin embargo en ellos, como si constituyeran el verdadero nervio de la vida de la Iglesia; es necesario captar, su corriente profunda, esa referen-cia continua y honda de la Iglesia a su fundamento, esa corriente viva que, a pesar de apoyarse en los hombres y en sus proyectos (y, por consiguiente, de estar humanamente comprometida), está fundamentalmente orientada y guiada por Cristo que la ha querido en la historia.

Para concluir este apartado, citemos una intervención muy sig-nificativa –por el lugar donde se produjo–, de Juan Pablo II en la Asamblea de las Naciones Unidas, el 5 de octubre de 1995. Des-pués de afirmar que el futuro del mundo pasaba por la constitu-ción de la «familia de las naciones», y tras recordar la necesidad de vencer el miedo al futuro para construir la «civilización del amor», el Papa precisaba que este objetivo sólo se puede conseguir defen-diendo y salvaguardando la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana:

12 Cf. zaGheni, Guido, Curso de Historia de la Iglesia, IV. La Edad Contemporánea, San Pablo, Madrid 1998, 415-419.

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La respuesta al miedo que atenaza la existencia humana al tér-mino del siglo XX es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, la solidari-dad, la justicia y la libertad. Y el alma de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y una responsabilidad generosas. No de-bemos tener miedo al futuro. No debemos tener miedo al hombre. No es casualidad el que nos encontremos aquí. Toda persona ha sido creada a imagen y semejanza de Quien es el origen de todo lo que existe. Hay en nosotros capacidad para la sabiduría y la virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está a punto de llegar y en el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerla! Y al hacerlo, podremos damos cuenta de que las lágrimas de este siglo han pre-parado el terreno a una nueva primavera del espíritu humano13.

13 Tertio millennio adveniente, San Pablo, Madrid 1997, n. 18. Y todavía más ro-tundamente, en carta dirigida al Director de la UNESCO, escribía el 14 de octubre de 1995: «Si toda cultura representa un intento de reflexionar sobre el misterio del mundo, y del hombre en particular, y un modo de expresar la dimensión trascen-dental de la vida del hombre, entonces la religión, es decir la aproximación al mis-terio de Dios, es el corazón de toda cultura. Podemos afirmar que la religión, con su profunda concepción del hombre, representa el fundamento mismo de la cultura».

III. El testimonio del martirio. El espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad

En el prefacio de la Misa de los mártires, la Iglesia da gracias a Dios con estas palabras: «La sangre del glorioso mártir, derramada como la de Cristo para confesar tu nombre, manifiesta las maravi-llas de tu poder; pues en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio». ¡La fragilidad humana como testimonio de la fuerza de Dios! Tenemos aquí el tercer afluente fundamental para ver y comprender la historia de la Iglesia, en el que de una manera evidente se conjuntan la fragilidad humana y la fuerza del Espíritu: si la catecúmena Felicidad tiembla al dar a luz en la cárcel de Cartago, conducida al lugar del testimo-nio martirial habla con la fuerza del Espíritu Santo14. Por eso, más tarde dirá Orígenes: «El valor demostrativo de los mártires está en

14 Cf. Actas de los mártires, daniel ruiz bueno (ed.), BAC, Madrid 2002, 434.

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la presencia del Espíritu Santo que obra maravillas que sobrepasan todo esfuerzo humano»14.

Pero el martirio no es un episodio cerrado que acaece en un mo-mento determinado de la historia de la Iglesia, sino que pertenece a su identidad misma. Juan Pablo II, en la homilía de la celebración jubilar del Coliseo (7 de mayo de 2000) afirmaba:

La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que marca también todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de la fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo también derramando su sangre. Sufrie-ron formas de persecución, antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Muchos países de antigua tradición cristiana volvieron a ser tierras donde la fidelidad al Evangelio se pagó con un precio muy alto. ¡Y son tantos!... Bajo terribles sistemas opresores, que desfiguraban al hombre, en los lugares del dolor, entre durísimas privaciones, a lo largo de marchas insensatas, expuestos al frío, al hambre, torturados, sufriendo de tantos modos, ellos manifestaron admirablemente su adhesión a Cristo muerto y resucitado15.

Tal vez en ninguna otra dimensión de la existencia cristiana como en la del martirio se puede observar cómo la cruz es el cen-tro dinámico de toda redención. San Pablo exhortaba a los filipen-ses, y lo hacía «con lágrimas en los ojos...» porque «hay muchos que andan como enemigos de la Cruz de Cristo». Estoy casi por decir –y no estaría muy descaminado–, que la mayor tentación que han tenido los cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia ha sido la de la pérdida de su identidad, debido precisamente al olvido

15 No es este el único texto en que Juan Pablo II habló de martirio. Casi en todas sus encíclicas puede encontrarse una referencia al mismo: cito Evangelium Vitae, n. 47; Veritatis splendor, n. 90-94; Ut unum sint, n. 84, Fides et ratio, n. 32…

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o el rechazo de la Cruz. No hay cristiano sin cruz, sin participar del martirio de Cristo. «Nosotros hemos de gloriamos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gal 6,14)16.

En la historia de la Iglesia, es verdad que no siempre los cristia-nos han aceptado perder su vida por el Reino de Dios en este mun-do; ni han entendido con facilidad que no era posible ser discípulos de Jesús sin tomar su cruz cada día; que algunos abandonaban la Iglesia al verla rechazada y perseguida; otros tal vez pensaban, ante la alternativa de sufrir marginación, sufrimiento y muerte, que podría ser lícito omitir o negar aquellos principios o conductas que vinieran exigidos por el Evangelio. Y es que no siempre el cristiano ha estado dispuesto a perder valores como el prestigio, la familia, la situación social y económica o la misma vida con tal de seguir unido a su Señor. Por desgracia, no es una realidad sólo de ayer. También hoy, muchísimos cristianos, antes de ser mártires, prefie-ren ser apóstatas. Ceden, no se enfrentan con el mundo, sacrifican a los ídolos, cualesquiera que éstos sean. Tal vez la peculiaridad de los contemporáneos sea la de que, poco a poco, han ido perdiendo su fe sin darse cuenta, sin renegar a ella conscientemente, simple-mente. Y con una suave gradualidad se han ido paganizando de tal modo en sus pensamientos y costumbres que, sin apenas notarlo, han dejado la fe, han abandonado la Iglesia de Cristo. Son los lapsi, caídos, vencidos, cristianos infieles de todos los tiempos.

Pero junto a ello, no es menor el testimonio de los mártires que nos habla de amor a una Iglesia centrada en la Cruz, que confiesa a Cristo –aunque con «temor y temblor»–, sin miedo ni complejos ante el mundo. Y por eso es fuerte, pero también alegre; clara y, a la vez, firme; unida y, por eso, fecunda. Y es que no hay duda: los 16 El teólogo H. U. von Balthasar habló en cierta ocasión de la realidad del martirio como «caso serio» de la fe cristiana, señalando polémicamente la antítesis de muchos cristianos contemporáneos. Su principal cargo contra ellos era que habían dejado de considerar el cristianismo como un «caso serio», es decir, que habían olvidado el misterio de Cristo, que es cruz y resurrección.

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mártires acreditan con su vida la realidad de lo que creen y esperan, desenmascarando la tentación de convertir las realidades creídas en palabras, interpretaciones, ideas, símbolos o proyecciones17.

Llamo la atención sobre tres realidades fundamentales del mar-tirio a lo largo de la historia:

1) El martirio como prolongación de la Eucaristía: «Diariamente beben la sangre de Cristo, para que puedan también ellos verter la sangre por Cristo» (San Cipriano, Epist. 58,1,2). Por su parte, comen-tando Jn 15,13 («nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»), escribe san Agustín: «Esto hicieron los mártires con amor ferviente [siguieron las huellas de Jesús], con cuyo ejemplo debemos animarnos a preparar, como ellos, cosas semejantes, si es que no celebramos su memoria de un modo vano y no nos acerca-mos inútilmente a la mesa del Señor, en cuyo convite ellos quedaron saciados». «Cuando los mártires derraman su sangre por los herma-nos, no hicieron más que dar lo que recibieron de la mesa del Señor» (Tract. in Jo., 84,1-2). ¿Cómo no pensar en monseñor Óscar Romero que muere celebrando la Eucaristía, o en esa treintena de cristianos que, en un ambiente tan hostil como el del actual Irak, son asesinados mientras celebraban la Misa de la pasada Navidad, o por traer una imagen plástica, en la conmovedora secuencia del vino de la película De Dioses y de hombres? «¡Y son tantos…!».

2) Testimonio de perdón: Cuando los mártires mueren perdonando a sus enemigos y pidiendo a Dios por ellos, siguen los pasos de Je-sús, su Maestro y Señor, su luz y su fuerza. Si la sangre de Abel (cf. Gén 4,10) clamaba venganza, la de Jesús y la de sus seguidores es más elocuente, ya que implora perdón para los perseguidores. Es de advertir cómo desde el protomártir cristiano, Esteban (Hch 7,51-59), la narración del martirio se hace casi en paralelo con la pasión de Cristo.

17 Merecería la pena estudiar cómo en todas las encíclicas que Juan Pablo II dedica al tema de la verdad, hace referencia al martirio.

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Y es que el mártir cristiano no se retuerce en el suplicio gritando ven-ganza, sino que muere perdonando. Lo que, en mi opinión, es signo de alma grande y de corazón redimido, porque rompe del ciclo del odio.

3) Proyección misionera. Ya antes de la famosa frase de Tertulia-no, escribió san Justino: «Yo mismo, cuando seguía las enseñanzas de Platón, oía repetir todo linaje de calumnias contra los cristianos; sin embargo, al contemplar cómo iban intrépidos a la muerte y so-portaban todo lo que se tiene por más temible, empecé a considerar ser imposible que hombres de ese temple vivieran en la maldad y en el amor del placer. Y, efectivamente, ¿quién, dominado por ese amor de los placeres, puede recibir alegremente la muerte que ha de privarle de todos los bienes, y no tratará más bien por todos los medios de prolongar indefinidamente su vida presente?» (Apol., II,12,1-2). Y para cerrar el arco temporal, recordemos cómo el hom-bre polaco, liberado de la muerte por el ofrecimiento generoso del P. Maximiliano Kolbe, se convirtió del judaísmo al cristianismo, re-conociendo así que la fe en Cristo era autentificada por el gesto he-roico del martirio y, consiguientemente, merecía ser compartida. En estas situaciones-límite la verdad desnuda desenmascara cualquier ocultamiento detrás de las ideas o las palabras.

¿Qué sería de la Iglesia sin esa nube de mártires que permane-cieron fieles a Cristo hasta la muerte? ¿No son ellos los que suscitan heroísmo frente a vulgaridad, generosidad frente a egoísmo, ilusión frente a desencanto? Si es cierto que la vida humana tiene su sentido y su plenitud en la entrega, entonces el martirio es la suprema rea-lización de la persona. Hay muchas páginas bellas e impresionantes en la historia martirial. Voy a recordar sólo la escrita por san Ignacio de Antioquia cuando era conducido desde Siria a Roma, suspirando por conformarse con Jesucristo a través del martirio. Así escribe en la carta a los Romanos: «Si vosotros calláis respecto de mí, yo me convertiré en palabra de Dios; mas si os dejáis llevar del amor a mi carne, seré otra vez mera voz humana» (Carta a los romanos, II, 1).

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Es ya clásica la expresión de Tertuliano referida a que la sangre de los mártires es semilla de cristianos. Si esto es así, es entonces motivo de esperanza que la Iglesia haya vuelto a ser de nuevo y abundantemente Iglesia de mártires. Por lo que respecta a la Igle-sia católica, entre 1955 y 1995 han sido asesinados más de 800 sacerdotes, religiosos y laicos católicos con alguna significación. No se cuentan los simples creyentes que han dado su vida por la fe, porque el número sería incalculable. Baste pensar en la persecu-ción de los cristianos en la URSS, que por su intensidad y duración (1917-1989) y por los métodos aplicados, se puede comparar con las persecuciones de la Iglesia durante los primeros siglos del cris-tianismo, afectando no sólo a los católicos y a los ortodoxos, sino a todos los creyentes en general.18.

18 Estos datos, necesariamente incompletos, se refieren a todos los continentes: Asia (China, Corea, Vietnam, Laos, Camboya, India, Paquistán), África (Zaire, Uganda, An-gola, Zimbabue, Mozambique, Ruanda) y América (Nicaragua, Bolivia, México, El Sal-vador, Colombia, Guatemala, Perú). Datos más pormenorizados se pueden encontrar en Semi di redenzione. Martirologio 1955-1995, Roma 1996. Para una visión general cf. H. Jedin (dir.), La Iglesia mundial del siglo XX. Manual de Historia de la Iglesia, X, Herder, Barcelona 1984. Habría que referirse en particular a la persecución en México (iniciada como consecuencia de la instauración de los regímenes anticatólicos que siguieron a la Constitución de Querétaro de 1917 y que causó no menos de 5.300 mártires, entre ellos 300 sacerdotes); también a la persecución en España entre 1931 y 1939; sólo en el primer año de la guerra civil española se destruyeron 2.000 iglesias y fueron asesi-nados casi 6.000 sacerdotes; a la que llevó a cabo el Tercer Reich. Mención especial merece la aniquilación de la Iglesia católica en China, después de la instauración del régimen comunista en 1949, que se hace manifiesta en las siguientes cifras, también necesariamente incompletas: 6.000 misioneros extranjeros fueron asesinados, encar-celados o expulsados del país; unos 3.000 sacerdotes, religiosos y laicos católicos chinos fueron ejecutados o deportados; las iglesias, los conventos y todas las infraes-tructuras religiosas fueron confiscados o destruidos. El régimen trató de crear además una Iglesia católica nacional separada de Roma. En 1949, la Iglesia católica de China contaba con unos 3.500.000 fieles, organizados en 137 diócesis, hoy apenas si son unos centenares de miles en un país con más de mil millones de habitantes. ¿Y qué decir de los demás países del Este? ¡No quiero abrumaros con tantos datos!

IV. Conclusión

Gregorio Marañón decía que hay dos maneras muy diferentes de mirar al pasado: hay un pasado que es sólo cementerio de la historia. Hay otro pasado del que brota, en su hondura viva, el ma-nantial del futuro. Lo grave es que el hombre comete el error de con-fundirlos y abominarlos a la vez19. Y no puede ser de otra manera, si miramos a nuestro caso, porque la Iglesia –y por tanto su his-toria– ha sido siempre signo de contradicción. Sirvió al principio de escándalo para los judíos y necedad la han considerado los gentiles de todos los tiempos. Perseguida y a la vez privilegiada, denostada por intelectuales y poderosos y a la vez en alianza con el Poder. Hay también quien entre nosotros –los católicos– reniega públicamente de toda la historia de la Iglesia desde Constantino para acá, porque la consideran enfeudada por el Estado. Pero no valoran la transmi-sión fidelísima, a lo largo de veinte siglos, del depósito de la fe que ha permanecido inalterado, a pesar de que a veces nos haya llega-do en los vasos quebradizos de la debilidad humana.19 Cf. martín hernández, FranCiSCo, Iniciación a la Historia de la Iglesia, II, Edad Contemporánea, Sígueme, Salamanca 2008, 461-462.

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Ése es precisamente su misterio. La Iglesia ha irrumpido en la historia del hombre, siempre fiel a sí misma, procurando adaptarse al ambiente cultural y a las mentalidades de cada tiempo: como el amo de la casa, que de su tesoro saca lo nuevo y lo añejo (Mt 13,52). Y, aunque le duele, ni le asusta ni esconde el pecado de sus hijos. Fue impresionante la llamada a la purificación de su me-moria que hizo Juan Pablo II con motivo del Jubileo del año 2000, en «un acto de coraje y de humildad en el reconocimiento de las deficiencias realizadas por cuantos han llevado y llevan el nombre de cristianos», en la convicción de que «por aquel vínculo que, en el Cuerpo místico, nos une los unos a los otros, todos nosotros lleva-mos el peso de los errores y de las culpas de quienes nos han pre-cedido, aun no teniendo responsabilidad personal y sin pretender sustituir aquí al juicio de Dios». Y añadía: «Como sucesor de Pedro pido que en este año de misericordia la Iglesia, fuerte por la santi-dad que recibe de su Señor, se ponga de rodillas ante Dios e implore el perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos»20. Y al reafirmar después que «los cristianos están invitados a asumir, ante Dios y ante los hombres ofendidos por sus comportamientos, las deficiencias por ellos cometidas», el Papa concluía: «Lo hacemos sin pedir nada a cambio, fuertes sólo por el amor de Dios, que ha sido derramado en nuestros corazones (Rom 5,5)»20.

Concluyo. En la historia de la Iglesia no hay punto y final, porque lo que empezó en Pentecostés continúa. La Iglesia «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anun-ciando la cruz del Señor hasta que venga. Está fortalecida, con la virtud del Señor resucitado, para triunfar con paciencia y caridad de sus aflicciones y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio»21.

20 Bula Incarnationis mysterium (29-XI-1998), 11.

21 Lumen Gentium, 8d.

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Es muy expresiva la imagen de la Iglesia que, a mediados del siglo II, nos transmitía Hermas: «Una anciana, pero joven, hermo-sa y alegre, cuyo talle irradia belleza y solo los cabellos los tiene encanecidos»22. Es la Iglesia de antes y de ahora, como su fundador Jesucristo, Principio y Fin de todos los tiempos.

Ciudad Real, primero de junio de 2011

22 El Pastor, I,2; II,4; III,11,12.