la gaceta del fce. noviembre de 2008 · transpira, a su vez, una geografía personal de lecturas....

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Noviembre 2008 Número 455 Carlos Fuentes ISSN: 0185-3716 Jorge F. Hernández Alberto Arriaga Mario Vargas Llosa Ana García Bergua Daniel Rodríguez Barrón Julio Ortega Leopoldo Lezama

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Noviembre 2008 Número 455

Carlos Fuentes

ISSN

: 018

5-37

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■ Jorge F. Hernández ■ Alberto Arriaga ■ Mario Vargas Llosa ■ Ana García Bergua ■ Daniel Rodríguez Barrón ■ Julio Ortega ■ Leopoldo Lezama

número 455, noviembre 2008 la Gaceta 1

SumarioCiudades en el tiempo 3

Jorge F. HernándezCarlos Fuentes: modisto de tusitalas 5

Alberto ArriagaAtavismos anglosajones 7

Carlos FuentesCarlos Fuentes en Londres 10

Mario Vargas LlosaEl aura de Aura 12

Ana García BerguaChac Mool 13

Carlos FuentesLa voluntad y la fortuna 18

Daniel Rodríguez BarrónPara recuperar la tradición de la Mancha 20

Julio OrtegaÉstos fueron los palacios 24

Carlos FuentesFuentes: Las serpientes, los animales con historias, dormitan en tus urnas 27

Leopoldo LezamaTres discursos para dos aldeas de Carlos Fuentes 29

Por Rafael G. Vargas PasayeEntre razón y religión. Dialéctica de la secularización de Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger 30

Por Xochitl MayorquínAntología personal de Marco Antonio Flores 31

Por Javier Ledezma

Fotografías interiores: Archivo del fce.Caricaturas de Carlos Fuentes, plumón sobre servilleta, tomadas del libro Aire de familia. Colección de Carlos Mon-siváis, inba, México, 1995.Fotografía de portada: Moramay Herrera Kuri.

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Fé-lix, Víctor Kuri.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

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Carlos Fuentes, más que un escritor, es un personaje que ha gravitado por décadas y décadas en el imaginario de México. No sólo es el literato vivo más reconocido inter-nacionalmente con el que contamos, sino que es uno de los pocos novelistas mexica-nos que habitan las vastas llanuras de la literatura universal. Fuentes puede ser que-rido u odiado, reconocido o vituperado, pero jamás negado. Pertenece a esa extraña raza de escritores que se confunden con la literatura misma, que se desdoblan en un yo físico y en un yo metamórfi co, hecho de palabras, de frases que han sido escritas a lo largo de los tiempos por otros grandes escritores. Parece que leyó todo, y que todo lo que ha leído nos lo regresa como una realidad que supera a aquella que vivi-mos cotidianamente. Por eso puede afi rmar que cuando escribió La región más trans-parente, no estaba escribiendo sobre la Ciudad de México, la nuestra, sino sobre otra ciudad, una que él inventaba a través de su escritura, y que, a fi n de cuentas, terminó por convertirse en la verdadera Ciudad…, la de todos nosotros. Ésta es la fascinante magia de la literatura, o —no lo olvidemos— del mito: encarnarse como algo más real que la burda realidad, perdiéndose en sus dobles y en sus múltiples bifurcaciones, en laberintos que desembocan en la tan anhelada identidad, extraña palabra que designa un espacio habitado por simples imágenes, imágenes que sólo un buen escritor sabe mostrar, sacar a la luz, volver mito, o simple literatura… fi nalmente palabra. El sen-tido está cifrado en la diversidad, en el texto que nunca termina de escribirse, que se reescribe y se reescribe ad infi nitum, y cuyo último creador es el propio lector. Fuen-tes es tan real o irreal como su propia literatura, dejándole siempre la última palabra al lector. Pero mejor que él nos lo explique: “… releyendo el ‘Pierre Menard’ me decía: claro que Pierre Menard puede reescribir el Quijote releyendo el Quijote porque es lo que hace al texto más rico, increíblemente incomparable en relación con el tex-to contemporáneo de Kafka y Borges. Entonces, concederle el lugar al lector es de-cisivo, porque es el único que puede escribir la novela fi nalmente; de allí la creación de un personaje fundamental en Cristóbal Nonato, que es el Elector, el lector que elige y que lee y que ocupa ese espacio. Que acepte la invitación a ocuparlo es otro proble-ma, pero mi deseo es reservarle ese espacio”.

Este número de la Gaceta festeja los 80 años de vida de tan inasible personaje… Carlos Fuentes. G

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Supongo que para muchas personas la confección de una auto-biografía supone de manera voluntaria, o bien involuntaria, la realización de una autogeografía. Aunque la evocación de una vida privilegia fechas y apellidos, nombres y hechos determi-nantes, anécdotas, logros o frustraciones por encima de mu-chos capítulos, por debajo de los párrafos, entre las líneas de esas páginas entrañables se asoman paisajes de memoria, ciuda-des en el tiempo.

Si de escritores se trata, apuntalemos la suposición de que su retrato biográfi co —aun con la exhaustiva nómina de fami-liares y amigos, curricula de estudios o laboral, etc.— no po-dría decirse terminado si no incluyese los lugares donde ha vivido, las ciudades que habitó y las que soñó con adoptar a lo largo de su vida y obra. En ese mismo ánimo podría agregar la valiosa necesidad de acompañar a las biografías de los escrito-res que nos interesan con una suerte de autobibliografía donde todo lector pudiera explorar sus andanzas en libros, compartir autores queridos o distinguir diferencias poéticas.

De contar con autobibliografías de nuestros escritores admi-rados podríamos mejorar la lectura que hemos hecho del Qui-jote de Cervantes precisamente por saber cuáles y cuántos li-bros hizo que enviaran a la hoguera el Cura y el Barbero, con sus porqués atados a los gustos y rencillas del propio autor; quien quisiera seguirle la ruta de su martirio a Oscar Wilde tendría el útil recurso de conocer que, aunada a la condena de cárcel, se le endilgó la majadera prohibición de libros para su celda y, luego, descubrir que poco a poco lo dejaron volver a leer… en la nómina de libros que Wilde pudo leer en el último trayecto de su vida hay claves de su biografía tanto o más va-liosas que las listas de los libros con los que se formó en su juventud. A estos dos ejemplos podríamos sumar muchos más: las lecturas de Simenon o Faulkner que tanto hipnotizaron a Gabriel García Márquez, el apego que sentía Borges por la prosa de Stevenson o lo mucho que signifi can hoy en día para tantas autobibliografías la fácil posibilidad de leer a Pessoa o sentirnos herederos de Alfonso Reyes. Es posible que en la cartografía que trazara Carlos Fuentes para una Geografía de la novela, como vehículo que multiplica al mundo, como prisma donde se prolongan todos los planos de la realidad, esté tam-bién implícito el conducto para afi rmar que todo novelista transpira, a su vez, una geografía personal de lecturas. Desde niños, llevados de la mano de Salgari o en las aventuras de Pinocchio, el lector que sueña con volverse novelista inicia los trazos de una geografía particular de lecturas con las que em-pieza a pintar el mapa más veraz de su biografía.

Por lo mismo, soy de la idea de que la literatura de Carlos

Fuentes ha sido leída, celebrada, complementada por inconta-bles estudios críticos, metaliterarios, tesis doctorales precisas, reseñas minuciosas y no pocas biografías, de fechas, apellidos, nombres, premios y hechos consustanciales a sus párrafos, mas falta una autogeografía donde se registren las coordenadas de sus ciudades en el tiempo. Ahora que muchos autores, estudio-sos, críticos, fi guras públicas y lectores en general se unen a festejarlo por sus ochenta años de vida y los cincuenta años que cumple La región más transparente, se me ocurre proponer, por ejemplo, un libro que podría titularse Ciudades en el tiempo. Una autogeografía de Carlos Fuentes.

Plagado de citas de sus propias obras, salpicado de párrafos donde él mismo ha evocado los lugares donde ha vivido, soña-do o escrito, ese libro podría ser una suerte de Atlas de Lugares Literarios, ciudades retratadas en el tiempo: así como eran pre-cisamente cuando Fuentes las vivió y así como son ahora, idénticas y diferentes, localizables y perdidas. Sobre un Índice cuyos capítulos fundamentales serían los retratos de la Ciudad de México, París, Washington, D.C., Santiago de Chile, Bue-nos Aires y Londres, se antoja iniciar el recorrido con pobla-ciones de indios yaquis en Sonora, Santander en España y Darmstadt en Renania (hoy Alemania) para complementar el mural biográfi co de donde provienen sus ancestros. Se me ocurre viajar a la Ciudad de Panamá, en viejas fotografías de blanco y negro y mañana mismo, para intentar la acuarela tro-pical del paisaje donde nació.

Ese libro tendría que incluir retratos de Ecuador, Uruguay y Brasil, postales en amplio formato de las ciudades universita-rias de los Estados Unidos donde Fuentes ha impartido clases, así como las calles y fachadas de Cambridge en Inglaterra… Barcelona y Madrid, por tantas cosas y calles que no caben ahora en párrafos… Praga desde aquel viaje legendario con Cortázar y García Márquez en busca de Kundera… Roma, Venecia, Florencia, toda la Italia de cine y de libros…Incluso, las buenas conciencias que queden en Guanajuato, fantasmas en Chinameca o cierta neblina que en Suiza rodeaba la trama de su relato “Una alma pura”, la playa específi ca donde duerme “Chac Mool” y la calle de Donceles, en la vieja casona donde todos los que nos hemos convertido en Felipe Montero busca-mos sin encontrarle el número a la puerta, para siempre encon-trarnos con Aura.

Me concentro en los capítulos y auguro que el retrato de Washington, D. C. durante los años del New Deal de F. D. Roosevelt, la calle de la primaria Henry D. Cooke o el mural de la vieja Embajada de México, quedarían refl ejados y refrac-tados con las digitales imágenes de hoy en día, donde a Barack

Ciudades en el tiempoJorge F. Hernández

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Obama le toca proponer un nuevo trato para salvar al mismo país de una depresión parecida, donde las primarias públicas privilegian ahora a la mayoría de la población que antiguamen-te llamábamos negra y ahora africana-americana y donde la vieja Embajada es ahora Instituto Cultural de México, con el intacto mural donde está retratado el niño Carlos Fuentes, de sombrero y de perfi l.

Que ese libro sea la autogeografía que viaje a la Ciudad de México de hoy, contrastando sus muchas caras, con la urbe que fue de transparencias ya perdidas. Que entre sus personajes se perfi len los nietos de Artemio Cruz, los recuerdos de Laura Díaz y todos los nuevos Ixca Cienfuegos que han cambiado de tonadita en sus voces, sobrevivientes de los tranvías, emisarios de los teléfonos celulares en cada puesto de jugos y en toda taquería. Pensar que en la Tenochtitlán de hace medio siglo hubo toreros mexicanos que llenaban la Monumental Plaza de Toros, domingo a domingo y que, hoy y con veintidós millones de villamelones potenciales, no se llenan sus tendidos salvo en milagrosas tardes cuando vienen de conquistadores irrebatibles los toreros españoles.

Ciudades en el tiempo, Buenos Aires que aún conserva cafés, librerías, teatros y parques en sepia, al fi lo del neón post-Me-nem o Santiago de Chile que vuelto a la democracia no olvida las bombas en La Moneda, como tampoco las calles por donde jugaba Fuentes con su compañero Torreti, los primeros cuen-tos en el Boletín del Instituto Nacional de Chile o los climas del Frente Popular. Ciudades en el tiempo, París visto desde la azotea de la Embajada de México o a la orilla del río Sena don-de la belleza se viste de blanco al viento, los niños se bañan con Luis Buñuel de testigo y Ciudades en el tiempo, Londres que Fuentes visitó cuando aún sus calles olían a pólvora y hambre, frescas las heridas de los bombardeos y Londres hoy mismo donde escribe Fuentes el incansable, con la crema de los ama-neceres, para luego caminar por la tarde entre cementerios de jóvenes caídos en la Primera Guerra Mundial…

Concluyo que quiero intentar la Autogeografía de Carlos Fuentes por pura deuda de gratitud. Son muchos párrafos los que le debo, cuentos inolvidables, novelas ejemplares, ensayos con luz, artículos pensantes, críticos, polémicos. Concluyo que, en realidad, el lector común no se contenta con los libros en cuanto el autor contagia admiración: le seguimos la biogra-fía, le buscamos la bibliografía y, conscientemente o sin querer, le trazamos rutas en los mapas, marcando con alfi leres las ciu-

dades donde sabemos que es leído, las universidades que lo honran, las bibliotecas que lo festejan y, sobre todo, los pue-blos, paisajes, parajes y ciudades donde ha escrito y escribe, donde descansa o visita de paso.

En realidad, parece antojo, pero se vuelve urgencia fácil: lo saben quienes han viajado a París por respirar lo que leímos en Balzac y hay una sutil diferencia entre quienes fotografían has-ta el hartazgo a la Mona Lisa en el Louvre y quienes nos acer-camos a la casa de Victor Hugo como quien visita un santuario; lo saben quienes aún tenemos pendiente pisar la torre de Mon-taigne y caminar las mismas calles que, en algún perdido ayer, inspiraron párrafos perfectos de Stendahl; lo saben quienes leen cada calle de Madrid como si los pasos fuesen dictados por Galdós y lo saben quienes no pueden evitar caminar Roma en versos, andar a ciegas por Buenos Aires o recorrer San Francis-co de acuerdo con el preciso recorrido que revelan las páginas de El Halcón Maltés. Lo hacemos por el afán de estar en los lugares leídos, pero también por la honrada fi liación de con-versar con los autores que nos llevaron allí, por primera vez, por obra y gracia de sus obras. Lo hacemos por el sortilegio de imaginar lugares imposibles, por el riesgo de verifi car que el Londres de Dickens sigue intacto mas invisible, por las ganas de regalarle en silencio, como quien corresponde un regalo, sincronicidad y coincidencia a quien nos escribió desde allí una novela como si fuese una carta, un cuento como postal, una crónica dirigida directamente a nuestra lectura.

Si pudiera, por cada uno de sus ochenta años de vida, le regalaría hoy a Carlos Fuentes ochenta vistas, con sus propias citas, de todos esos lugares y ciudades en el tiempo donde ha vivido y escrito. Intentaría fi lmar en película sin sonido, zoom-in desde el espacio, la calle, el edifi cio, el preciso instan-te en que vio por primera vez a Silvia, y le regalaría hologra-mas vividos de un atardecer en Princeton donde se escuchen las risas de sus hijos y la noche estrellada de su propia infancia donde se fi ltrara de fondo una conversación de sus padres entre paredes pobladas con libros. Intentaría en párrafos re-cuperar transparencias en blanco y negro de vistas aéreas de la Ciudad de México de hace medio siglo superpuestas al ca-leidoscopio actual de todos nuestros colores; pintaría el mural milimétrico de las calles de todas sus ciudades en el tiempo, una cartografía de sus novelas, mapas de sus cuentos, planos de sus ensayos, cartas de navegación de sus artículos y discur-sos… todo por leerlo. G

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“Carlos Fuentes, dos veces bueno”, dijo el admirador número uno del autor de Aura, Gabriel García Márquez, cuando evo-có la generosidad de su amigo, quien anhela o anhelaba un mundo habitado exclusivamente por escritores. Y es que des-de el complejo Ixca Cienfuegos de La región más transparente (1958) y el atribulado Jaime Ceballos de Las buenas conciencias (1959), hasta la memoriosa cabeza que recuerda la vida de Josué Nadal en La voluntad y la fortuna (2008), los héroes fuentesianos van ganando peso conforme pasa el tiempo mexicano, circular a pesar de sus habitantes. Ahora que Pepsicóatl parece más venerable que Quetzalcóatl, sepultan-do a su mimesis en la costura literaria al uso, Fuentes es dos veces bueno porque sus novelas, aunque las últimas seis o siete hayan sido más alardes de talento que novelas impres-cindibles, siguen siendo como un Blackjack abierto que pide la participación del lector: su semejante, su hermano. Dice el au-tor en Cervantes o la crítica de la lectura: “Los personajes son, como el vaso en el poema de Gorostiza, forma transparente, molde pasajero del agua verbal que apenas dicha, derramada, se convierte en palabras escritas: nadie sabe cuánto dice, cuánto evoca, cuánto escribe al hablar: una palabra dicha —dicha de la palabra— libera una constelación de palabras, de cifras, de ayuntamientos verbales nuevos y antiguos, laten-

tes, premonitorios u olvidados.” De otra forma sería imposi-ble sobrevivir a esa feroz confl uencia de tiempos en uno mismo que clausuró la discusión bizantina sobre la idea de México: es que hay varios Méxicos, dijo Fuentes hace 40 años, y los sabios del Hiperión mexicano enmudecieron.

Pero más allá de la discusión sobre la identidad nacional (que en estos años de conmemoraciones vendría traer a cuen-to a los héroes en mangas de camisa de Ibargüengoitia para confrontarlos ante el bronce deslustrado del aniversario ins-titucional), el Estado corrupto y represor, la gran familia mexicana o la Historia, Carlos Fuentes ha aprovechado las más distintas coyunturas políticas o temporales para dar otra vuelta de tuerca a la tradición y a la misma coyuntura de la realidad, haciendo valer sus poderes extraordinarios de Tusi-tala mayor. Si existe entre nosotros un ejemplo de la prueba superada de una angustia de las infl uencias (Harold Bloom dixit), ése es Carlos Fuentes. No hay en la literatura mexicana un novelista más astuto: transitó por el pantano de la nouveau roman, y salió indemne; se adentró no sin osadía por los mo-nólogos interiores y el psicologismo, y salió indemne; pisó el terreno fi rme de la novela histórica tomando por los cuernos al costumbrismo, y salió indemne; homenajeó a la Rayuela de Cortázar, y salió indemne; y tiempo después, comenzó a es-

Carlos Fuentes: modisto de tusitalasAlberto Arriaga

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cribir literatura a partir de la literatura misma o de la re-fl exión literaria, encarando así las infl uencias, y también aquí salió indemne, todo esto mientras era una moda escribir así, como Cervantes con las novelas de caballería. Porque más sabe el diablo por viejo que por diablo, publicó su más recien-te novela, La voluntad y la fortuna, en un momento clave de la historia de México, y la historia en esta ocasión trata sobre un Estado gobernado por el crimen organizado, cuyos tentácu-los manipulan las más altas esferas políticas. ¿El narrador? Una cabeza, la de Josué Nadal, de esas que tanto abundan en todo el país, que antes de llegar al mero meollo de la historia se permite trazar su educación sentimental, surgiendo así el efecto Fuentes: de tan localizables en el tiempo, los persona-jes parecen atemporales, presentándose como arquetipos. Es pertinente entonces recordar la geografía de la novela que trazó en La nueva novela hispanoamericana (1969) a propósito de Cien años de soledad:

“Como en Faulkner, en García Márquez la novela es auto-génesis: toda creación es un hechizo, y una fecundación andró-gina del creador y en consecuencia un mito, un acto funda-mental .[…] Auténtica revisión de la utopía, la épica y el mito latinoamericanos, Cien años de soledad domina, demonizándolo, el tiempo muerto de la historiografía a fi n de entrar, metafóri-ca, mítica, simultáneamente, al tiempo total del presente .[…] Uno de los aspectos extraordinarios de la novela de García Márquez es que su estructura corresponde a la de esa histori-cidad profunda de la América Española: la tensión entre uto-pía, epopeya y mito.”

El mito fuentesiano es el mito de sí mismo. Una de las ma-yores obras de tesis en nuestro idioma ofrece sus momentos estelares en algo así como la literatura intervenida. O en otras palabras: así como los artistas plásticos intervienen fachadas y plazas públicas, Carlos Fuentes interviene la literatura con la suya propia, y acaso hoy, a sus 80 primaveras, este truco haga verse a Fuentes más joven que nunca. Pin ups o covers, le dicen en el mundo discográfi co. Ejemplo reciente de ello es un cuen-to que publicó La revista de la Universidad de México (número 36, febrero 2007), “El prisionero del Castillo de If”, donde El conde de Montecristo, la novela de Dumas, se convierte en un falso diálogo en segunda persona a la manera de Aura. Algo parecido sucede con el relato “Vlad”, incluido en Inquieta com-pañía. Independientemente del enigma que plantean los hue-cos de “La edad del tiempo”, el título bajo el que el propio autor agrupó toda su obra, son los cuentos en donde encontra-mos mejor depurada la intervención literaria, la capacidad de superar al modelo. La división editorial de Cuentos naturales y Cuentos sobrenaturales, hecha por Alfaguara, efi caz para localizar el material cuentístico de Fuentes, sirve además para recordar-nos lo relativo de los géneros. No parece haber frontera entre los reinos imaginarios y los reales para Carlos Fuentes. A fi n de cuento, todo es fi cción. Mientras que en relatos como “Pante-ra en jazz” (acaso el mejor del volumen de Cuentos sobrenatura-les) se pone en práctica lo mejor de la tradición fantástica, en “Un robot sacramentado” y “Un fantasma tropical” se rein-ventan mitos, genealogías y cánones. Una vez más, Fuentes

sale indemne de la batalla contra la angustia de las infl uencias.¿Y por qué los cuentos de Fuentes resultan más sobrecoge-

dores que sus novelas, ahora, cuando Pepsicóatl y Quetzalcóatl renuevan su idilio por las calles del D.F.? Habría que recordar a otro de los amigos de Fuentes: durante el invierno de 1967, el autor de Los días enmascarados visitó Londres con la intención de quedarse ahí un buen rato. Venía de trotar por todo el mun-do, y el primer lugar al que llegó fue el departamento de Mario Vargas Llosa. Cambio de piel acababa de ver la luz, y la novela tenía maravillado al autor de Los cachorros:

“Cambio de piel me parece un testimonio asombroso, casi absoluto, de lo que constituye la moda presente, en la literatu-ra, la pintura, el cine, el teatro, la crítica. Le hablo de los capí-tulos que trasponen, mediante proezas verbales, películas, cuadros, dramas o teorías de mayor vigencia contemporánea. Yo pienso que él se ha propuesto convertir en fi cción todo aquello que, en cierto modo, ocupa la primera plana de la ac-tualidad en diversos dominios culturales y sociales: construir una novela que sea, al mismo tiempo, un manual de mitología moderna.”

Debido a esas ganas de intervenir la realidad cotidiana, de superar el fresco costumbrista, no sólo Cambio de piel, también La región más transparente deparan un efecto acaso distinto al que calculó su autor. En una y otra aparecen los lenguajes de la sociedad, pero no parecen tomados de la realidad, sino recrea-dos artifi ciosamente para que la realidad los imite. El “manual de mitología moderna” quiere aparecer nuevamente en La vo-luntad de la fortuna, donde un ama de casa de los albores del siglo xxi discrimina a la servidumbre con frases de los años 50. En estas novelas, Carlos Fuentes parece más un guionista que un reportero de ese fi lme llamado posmodernidad. O aún me-jor: Carlos Fuentes es como un sastre literario que exagera las convenciones para darles la vuelta, para superarlas, para ente-rrarlas de una vez por todas con una versión mejorada, provo-cadora, deslumbrante.

A sus 80 años, Carlos Fuentes promete más novelas. De acuerdo con su página de internet, en “La edad del tiempo”, el título que agrupa la totalidad de su obra, que a su vez se divide en 15 apartados, aparecen varios libros “en preparación”: La hueste inquieta (El mal del tiempo), La novia muerta; El baile del centenario (El tiempo romántico); Emiliano en Chinameca (El tiempo revolucionario); El camino de Texas (El tiempo Político); Aquiles, o el guerrillero y el asesino; Prometeo, o el precio de la liber-tad (Crónicas de nuestro tiempo). ¿Cuál será el siguiente dise-ño? Seguramente alguno que nos recuerde ciertas palabras de Chesterton: un heterodoxo y conservador, en medio de un mundo normado por la heterodoxia, será el verdadero rebelde. La nueva novela hispanoamericana es un libro que no ha envejecido:

“Pero si el lenguaje de la barbarie desea someternos al de-terminismo lineal del tiempo, el lenguaje de la imaginación desea romper esa fatalidad liberando los espacios simultáneos de lo real .[…] Escribir sobre América Latina, desde América Latina, para América Latina, ser testigo de América Latina en la acción o el lenguaje signifi ca ya, signifi cará cada vez más, un hecho revolucionario.” G

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Texto tomado de La Gaceta del fce, número 128, publicada en agosto de 1981.

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Apareció de improviso, en mi casa, un domingo a las diez de la mañana, el primer momento no lo reconocí: llevaba barba y un paraguas, botas, una larga casaca de terciopelo verde con cua-tro pares de botones, y una corbata que era una llamarada. No lo veía hacía seis meses y lo creía en Venecia, me habían dicho que vivía allá en el primer piso de un viejo palacio, que estaba encerrado a piedra y lodo, que terminaba una novela. Era cier-to, me dice, pero ya se despidió de Italia, acababa de llegar a Londres y venía a quedarse. ¿Cuánto tiempo? Se encogió de hombros y se rió: seis meses, un año, dos años, quién sabía. Pero pensaba que Londres era una ciudad ideal para trabajar y armaría aquí su tienda y su escritorio. Hace más de dos años que dejó México y desde entonces vive así, brincando de un lado a otro: París, España, Italia, Estados Unidos, ahora Lon-dres. Mientras yo me afeito, él hojea unas revistas, y conversa-mos sin vernos, a gritos: ¿no pensaba volver a México aún? No, de ninguna manera. Volvería más tarde, cuando le fuera indis-pensable verifi car ciertas cosas en las sierras de Veracruz: allí estaban ambientados los episodios fi nales de la novela sobre Zapata. Le pido que me cuente algo de ese libro y él se replie-ga: no era muy fácil, todavía era un simple proyecto lleno de cosas oscuras. Me habla, en cambio, de otra novela, que tiene ya muy avanzada y que lo exalta mucho: una novela muy larga y, en cierto modo, de anticipación histórica. El capítulo fi nal es un apocalipsis bélico, el enfrentamiento fi nal del imperialismo y la revolución en tierras mexicanas. Un incendio atroz de napalm y fósforo, una orgía de ruido y sangre. Tiene, me dice, una enorme documentación sobre las nuevas armas antiguerri-lleras que utilizan las tropas norteamericanas en Vietnam: artí-culos, libros, reportajes, fotos. Me habla de esas bombas de fragmentación que llaman “perros cansados”, bombas que al estallar propagan en torno una lluvia de pequeñas bombas que al estallar propagan otras lluvias de bombas más pequeñas y así sucesivamente. Él quiere testimoniar sobre esos horrores en su libro, mostrar que las visiones más sádicas de la ciencia fi cción son actualmente, en ciertas partes del mundo, realidad cotidiana.

Salimos a la calle, buscamos un café, y él sigue hablando. Está de muy buen humor, se le nota contento y pletórico de proyectos. Ha trabajado mucho estos últimos seis meses en Venecia, me dice. En varias cosas a la vez: retocando un libro de ensayos sobre literatura latinoamericana que publicará

Mortiz a fi n de año, en los primeros capítulos de esta nueva novela, y en dos obras de teatro. Aquí —señala la calle abarro-tada de hippies que se calientan al sol débil del otoño londi-nense—, trabajará bien: está seguro de que esta ciudad es tranquila y estimulante. Por eso, le precisa encontrar un depar-tamento de una vez. En el hotel no puede escribir y cuando él no hace esto —teclea con los diez dedos sobre la mesa del café, pero a mí no me engaña, yo sé que es un pésimo mecanógrafo, que escribe sólo con un dedo— se siente mal.

Le pido que me hable un poco de Venecia, esa ciudad de mercaderes inescrupulosos y aguas hediondas, y él cree que yo estoy bromeando: una de las más bellas del mundo, dice. Tra-bajó mucho hasta que comenzó el Festival de Cine (él fue ju-rado, junto con otros escritores: Moravia, Goytisolo, Susan Sontag), porque, claro, entonces la vida se convirtió en un vértigo desenfrenado. Él fue uno de los que defendió con más pasión la película de Buñuel, que se llevó el Gran Premio. Y a propósito: otro de sus proyectos en carpeta es un libro sobre Buñuel. Al terminar el Festival, hubo una fi esta. Se ríe a carca-jadas: una fi esta increíble, de disfraces. Marquesas, cortesanas, estrellas de cine aparecían enfundadas en atuendos inspirados en Levi-Strauss, en Roland Barthes, en Lacan y en Althusser. El estructuralismo, la antropología, el marxismo convertidos en bonetes, túnicas, prendedores, zapatos y corbatas: un caso de canibalismo extraordinario, dice. La moda se apodera de todo para sus fi nes, ahora la literatura, el arte y la ciencia tam-bién sirven de paso a esas fi eras voraces, les suministran mate-riales explosivos que ellas adulteran y asimilan y convierten en ceremonia, en oropel, en juego.

Hablemos un poco más de la moda, le digo, precisamente de la moda. ¿A él no lo provee, también, en los últimos tiem-pos, de materiales para sus libros? No lo digo como un repro-che, no estoy sugiriendo que en ellos la moda sea un fi n, sino un medio.

Pero me gustaría saber si él es consciente de ello. Ya en Zona Sagrada, pero, sobre todo, en su última novela, Cambio de piel (que acaba de ser editada en Italia con gran éxito de crítica), la moda es una presencia invasora y constante, en la ambienta-ción de los episodios, en la defi nición de los personajes, el punto de referencia más usado por el autor. Le digo que, en este aspecto, Cambio de piel me parece un testimonio asombro-so, casi absoluto, de lo que constituye la moda presente, en la literatura, la pintura, el cine, el teatro, la crítica. Le hablo de los capítulos que trasponen, mediante proezas verbales, pelícu-las, cuadros, dramas o teorías de mayor vigencia contemporá-nea. Yo pienso que él se ha propuesto convertir en fi cción todo

Carlos Fuentes en Londres*Mario Vargas Llosa

* Texto tomado de la revista Caretas, Lima N° 363, 8 al 17 de noviembre, 1967.

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aquello que, en cierto modo, ocupa la primera plana de la ac-tualidad en diversos dominios culturales y sociales: construir una novela que sea, al mismo tiempo, un manual de mitología moderna. Él me mira escéptico. Me habla de México, de esa sociedad dual en la que hay, de un lado, una burguesía indus-trial próspera, cuyas costumbres y modelos culturales corres-ponden a los de las grandes sociedades de consumo, y del otro, un sector rural anacrónico, esclavizado aún a una economía de mera subsistencia. Cambio de piel, me dice, parte de ese desga-rramiento, esa áspera dualidad mexicana es su supuesto. Las citas o “Pastiches” que en el transcurso del libro van aparecien-do, son imágenes que expresan el mundo de supercherías, disfraces y tabúes dentro del que se mueve el sector desarrolla-do, que imita a Europa o a los Estados Unidos. Pero su novela quiere ser, ante todo, literatura, realidad verbal, creación de lenguaje. Y es, también, una reacción contra el psicologismo que, a su juicio, distorsiona y hiela la captura de la realidad por la palabra. En Cambio de piel, en efecto, todo está mostrado a través del gesto y la máscara, la narración rehúsa sistemática-mente penetrar en la conciencia de los personajes y se concen-tra en sus movimientos, sus ademanes, sus diálogos y sus sue-ños. Tardó cuatro años en escribir este libro ambicioso y vasto, cosmopolita, y ya los organismos de censura lo han vetado por “inmoral y anticristiano”. Pero, al igual que en Italia, se está traduciendo ya en una docena de países.

Hemos salido a caminar, damos vueltas por las inmediacio-nes de Earl’s Court, y le pregunto sobre sus obras de teatro. ¿Se estrenarán pronto? Debe corregirlas, todavía no están aca-badas del todo. Pero ya tiene en la mente el tema de otro dra-ma, muy complejo y difícil, de índole histórica: las relaciones entre Moctezuma y Cortés. La idea nació del día que vio la obra de Pete Schaffer, The Royal Hunt of the Sun, situada en la época de la conquista del Perú, y cuyos personajes centrales

son Atahualpa y Pizarro (hay entre ellos una interminable discusión teológica). El drama de Schaffer le pareció frustra-do: pero en cambio le pareció muy válida la tentativa de des-cribir el choque de dos culturas, en territorio americano, a través de dos personajes históricos: uno indígena, el otro es-pañol. Trabajará en este proyecto, me dice, apenas se instale en Londres.

Habla de modo que resulta contagioso. Cuando habla de lo que está describiendo, o de lo que acaba de leer, o de lo que hará mañana, parece que estuviera diciendo me saqué la lo-tería. Con perversidad le cuento que oí a alguien, no hace mucho, decir que atacar a Carlos Fuentes se había convertido en el deporte nacional mexicano. Él se ríe, feliz: como chiste es excelente, dice. Él no tiene tiempo para atacar a nadie, en todo caso: con escribir, leer y viajar ya tiene de sobra. Pero la verdad es que se da tiempo para hablar de la gente que aprecia o ad-mira: Julio Cortázar, por ejemplo. Piensa que es, tal vez, el creador más alto de la lengua hoy en día, y también un ejemplo a seguir como hombre comprometido con su vocación, entre-gado a ella en cuerpo y alma. Me habla también con fervor de Octavio Paz, de su pensamiento penetrante, desmitifi cador y universal, y de su poesía, cada vez más despojada y esencial. Luego, habla de las últimas películas y piezas de teatro que ha visto. No lleva cuarenta y ocho horas en Londres y ya sabe cuáles son los mejores fi lms de la cartelera, las obras de teatro que es indispensable ver. ¿Cómo hace para estar en todo a la vez, para no ser tragado por la vorágine de la actualidad? Él se las arregla para leer todo lo que importa —libros, revistas y artículos de periódicos—, para ver todos los espectáculos de interés, viaja constantemente y mantiene una correspondencia amazónica, y nada de esto lo aparta de su trabajo de escritor, al que dedica cuatro o cinco horas diarias. ¿Cómo hace? Él, claro, se ríe: es un secreto profesional, dice. G

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Nos encontramos a 46 años de la aparición de Aura, la peque-ña novela con que en 1962 Carlos Fuentes desplegó ante los lectores mexicanos una de sus grandes lecciones de virtuosis-mo estilístico. Cuarenta y seis años, y el encantamiento de Aura persiste, de manera similar a aquel que su anciana pro-tagonista ejecuta para recuperar su juventud en una versión alterna y fantasmal, ese gólem de sí misma que invoca mez-clando de manera misteriosa mitos, hierbas y gestos de distin-tos países.

La casa oculta de la vecindad puede ser el mismo libro al que los lectores, eternos Felipes Monteros, retornamos de manera cíclica, en las a veces venerables y a la vez pasajeras construcciones de nuestros libreros. “Levantarás la mirada a los segundos pisos: allí nada cambia. Las sinfonolas no pertur-ban, las luces de mercurio no iluminan, las baratijas expuestas no adornan ese segundo rostro de los edifi cios. Unidad del tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palo-mas, la piedra labrada del barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Las ventanas ensombrecidas por largas cortinas ver-dosas: esa ventana de la cual se retira alguien en cuanto tú la miras, miras la portada de vides caprichosas, bajas la mirada del zaguán despintado y descubres 815, antes 69.”

Sinfonolas y tezontle, baratijas y gárgolas, cuarenta y seis años de literatura mexicana rodean a esa pequeña ventana de cortinas verdosas y apenas 61 páginas desde la que el libro nos llama y nos invita a entrar, una y otra vez, en su renovado en-cantamiento. La mezcla tan lograda de elementos conserva su carácter mágico y ritual. La anciana Consuelo invoca a Aura, y también la novela recobra la juventud en cada relectura de aquella prosa que se dirige a Montero y también a nosotros los lectores, ese tú que sigue salvando sus escollos y llega, certero, a sus destinatarios. Lectores cautivos, hechizados, transfi gura-dos por la lectura de esta pequeña joya que se hila a una tradi-ción sajona más antigua, desde los fantasmas de M. R. James hasta los de Henry James, pasando por Mary Shelley y Edgar Allan Poe y —ya se ha dicho hasta el hartazgo pero es cierto— la teje y la incorpora a una época renovadora y profundamente enriquecedora de la prosa mexicana.

“… ella levanta los puños y pega al aire sin fuerzas, como si librara una batalla contra las imágenes que, al acercarte, em-piezas a distinguir: Cristo, María, San Sebastián, Santa Lucia, el Arcángel Miguel, los demonios sonrientes en esta iconogra-

fía del dolor y la cólera: sonrientes porque, en el viejo grabado iluminado por las veladoras, ensartan los tridentes en la piel de los condenados, les vacían calderones de agua hirviente, violan a las mujeres, se embriagan, gozan de la libertad vedada a los santos. Te acercas a esa imagen central, rodeada por las lágri-mas de la Dolorosa, la sangre del crucifi cado, el gozo del Luz-bel, la cólera del Arcángel, las vísceras conservadas en frascos de cristal, los corazones de plata…”

En el altar de Aura, Carlos Fuentes mezcló toda clase de simbolismos: desde la demonología y las brujas perseguidas por la Inquisición hasta los dioses aztecas ávidos de sangre, tamizados por toda la imaginería cristiana que desde la con-quista ha producido aquella mezcla alucinada y furibunda —la del “dolor y la cólera”— que es nuestro raro país. Quizá no hizo sino poner en evidencia a aquellos fantasmas que estaban en el aire y siguen ahí, y tanto espantaron al antiguo secretario de Gobernación —célebre anécdota que se sumará por siem-pre al libro, al otorgarle un cierto prestigio numinoso y medie-val. Aquellos variados simbolismos, la trasposición de realida-des y fantasmas, la identidad que queda olvidada, abandonada junto con la ropa en alguna silla de la habitación, el erotismo y el amor —porque Aura es una novela de encantamientos, de fantasía, pero también es una gran novela romántica que aspira a la pervivencia del amor después de la muerte— se encuentran perfectamente imbricados en una de las más bellas y fl uidas prosas mexicanas, una prosa que lleva al lector a su propia y ritual entrega al libro: “También tú murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez más cerca del lecho; tú sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura…”.

Y terminamos la relectura de Aura, como siempre, transfi -gurados, convertidos en Consuelo y en el muerto general Llorente cuyo profundo y trágico amor induce a la posesión de cuerpos, a la posesión del lector:

“—¿Me querrás siempre?—Siempre, Aura, te amaré para siempre.—¿Siempre, me lo juras?—Te lo juro.—¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque

tenga el pelo blanco?…”.Y aquí los lectores hacemos nuestra fáustica promesa: siem-

pre, Aura, siempre te leeremos. G

El aura de AuraAna García Bergua

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Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Su-cedió en semana santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la playa de Hornos. Cla-ro, sabíamos que en su juventud había nadado bien, pero aho-ra, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no permitió que se velara —cliente tan antiguo— en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompa-ñado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Co-lorada nacieron el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo, abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día ante-rior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico viejo; cachos de la lotería; el pasaje de ida —¿sólo de ida?—, y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómi-to, y cierto sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría —sí, empezaba con eso— nues-tra cotidiana labor en la ofi cina; quizá, sabría por qué fue de-clinando, olvidando sus deberes, por qué dictaba ofi cios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo”. Por qué, en fi n, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.

“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabi-lísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nun-ca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con energía cual-

Chac Mool*Carlos Fuentes

*Sol piedra y sombras. Veinte cuentistas mexicanos de la primera mitad del siglo veinte, Edición de Jorge F. Hernandez, fce, México, 2008.

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quier opinión peyorativa hacia los compañeros —de hecho li-brábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían la baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos (quizá los más humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la escue-la, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, ama-bles tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, queda-mos a la mitad del camino, destripados en un examen extracu-rricular, aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fi n, hoy volví a sentarme en las sillas, modernizadas —también, como barricada de una inva-sión, la fuente de sodas—, y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, próspe-ros. Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida en el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfi laron los años de las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y tam-bién todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando, y al cabo, quién sabrá a dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera. Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo había habido constancia, disciplina, apego al de-ber. ¿No era sufi ciente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría que volver la vista a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”

“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos encamina-mos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta: en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si no fuera mexicano, no adoraría a Cristo, y —No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adores a un Dios, muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrifi ca-do. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural que aceptar un senti-miento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o mahometanos. No es concebible que nuestros in-dios veneraran a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifi quen por él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, san-griento, de sacrifi cio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos de caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder creer en ellos.

”Pepe conocía mi afi ción, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano. Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fi nes de semana los paso en Tlaxcala, o en Teo-tihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool desde hace tiempo,

y hoy Pepe me informa de un lugar en La Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el domin-go.

”Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la ofi ci-na, con la consiguiente perturbación de las labores. He debido consignarlo al director, a quien sólo le dio mucha risa. El cul-pable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. ¡Ch…!”

“Hoy, domingo, aproveché para ir a La Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante ase-gura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la ba-rriga para convencer a los turistas de la autenticidad sangrienta de la escultura.

”El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fi n de darle cabida. Estas fi guras necesi-tan sol, vertical y fogoso; ése fue su elemento y condición. Pierde mucho en la oscuridad del sótano, como simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco exactamente vertical a la escultu-ra, que recortaba todas las aristas, y le daba una expresión más amable a mi Chac Mool. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina, y se desbordó, corrió por el suelo y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron; y todo esto en día de labores, me ha obligado a llegar tarde a la ofi cina.”

“Vinieron, por fi n, a arreglar la tubería. Las maletas, torci-das. Y el Chac Mool, con lama en la base.”

“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”

“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuir-los, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el só-tano.”

“El plomero no viene, estoy desesperado. Del Departamen-to del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por otra.”

“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a un apartamento, y en el último piso, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero no puedo dejar este caserón, ciertamente muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfi -riana, pero que es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una casa de decoración en la planta baja.”

“Fui a raspar la lama del Chac Mool con una espátula. El musgo parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No era posible distinguir en la penumbra, y al dar fi n al trabajo, con la mano seguí los contornos de la piedra. Cada vez que repasaba el blo-que parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una

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pasta. Este mercader de La Lagunilla me ha timado. Su escul-tura precolombina es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he puesto encima unos trapos, y mañana la pa-saré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro to-tal.”

“Los trapos están en el suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido, pero no vuelve a la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, lo aprieto como goma, siento que algo corre por esa fi gura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”

“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la ofi cina; giré una orden de pago que no estaba autorizada, y el director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré has-ta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es imaginación, o delirio, o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”

Hasta aquí, la escritura de Filiberto era la vieja, la que tantas veces vi en memoranda y formas, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto parecía escrita por otra persona. A veces como

niño, separando trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el rela-to continúa:

“todo es tan natural; y luego, se cree en lo real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta de rojo el agua… Real bocanada de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y olvidados?… Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una fl or como prueba de que había estado allí, y si al despertar encon-trara esa fl or en su mano… ¿entonces, qué…? Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí, y nosotros no conocemos más que uno de los trozos des-prendidos de su gran cuerpo. Océano libre y fi cticio, sólo real cuando se le aprisiona en un caracol.

”Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy: era movimiento refl ejo, rutina, memoria, carta-pacio. Y luego, como la tierra que un día tiembla para que re-cordemos su poder, o la muerte que llegará, recriminando mi

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olvido de toda la vida, se presenta otra realidad que sabíamos estaba allí, mostrenca, y que debe sacudirnos para hacerse viva y presente. Creía, nuevamente, que era imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una no-che; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un Dios, por ahora laxo, con las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fi n, un despertar sobresalta-do, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orifi cios de luz parpadeante, en dos fl ámulas crueles y amarillas.

”Casi sin aliento encendí la luz.”Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su

barriga encarnada. Me paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados a la nariz triangular. Los dientes inferiores, mor-diendo el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia la cama; entonces empezó a llover.”

Recuerdo que a fi nes de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del director, y rumores de locura y aun robo. Esto no lo creí. Sí vi unos ofi cios descabellados, preguntando al ofi cial mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al secretario de Recursos Hi-dráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explica-ción darme; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, lo habían enervado. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fi nes de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere… un glu-glu de agua embelesada… Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales, el castigo de los desiertos; cada planta arranca su paternidad mítica: el sauce, su hija des-carriada; los lotos, sus mimados; su suegra: el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las chanclas fl amantes de ancianidad. Con risa estridente, el Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon, y puesto, físicamente, en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y la tempes-tad, natural; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado al es-condite es artifi cial y cruel. Creo que nunca lo perdonará el Chac Mool. Él sabe de la inminencia del hecho estético.

”He debido proporcionarle sapolio para que se lave el estó-mago que el mercader le untó de ketchup al creerlo azteca. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tláloc, y, cuando se enoja, sus dientes, de por sí repulsivos, se afi lan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, en mi cama.”

“Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala en que duermo ahora, comencé a oír los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí y entreabrí la puerta de la recámara: el Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; saltó hacia la puerta con las manos ara-ñadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al baño… Luego bajó jadeante y pidió agua; todo el día tiene corriendo las lla-

ves, no queda un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido no empapar la sala más.”*

“El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, dije que lo iba a devolver a La Lagunilla. Tan terrible como su risilla —horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o ani-mal— fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de brazaletes pesados. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era distinta: yo dominaría al Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi segu-ridad infantil; pero la niñez —¿quién lo dijo?— es fruto comi-do por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa, y se pone las batas cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, por siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo do-blegarme. Mientras no llueva —¿y su poder mágico?— vivirá colérico o irritable.”

“Hoy descubrí que en las noches el Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una canción chirriona y an-ciana, más vieja que el canto mismo. Luego, cesa. Toqué varias veces a su puerta, y cuando no me contestó, me atreví a entrar. La recámara, que no había vuelto a ver desde el día en que intentó atacarme la estatua, está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sus-tentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las ma-drugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; ha hecho que telefonee a una fonda para que me traigan diariamente arroz con pollo. Pero lo sustraído de la ofi cina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me fulminará; también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las es-camas de su piel renovada, y quise gritar.

”Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse en pie-dra otra vez. He notado su difi cultad reciente para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, y parece ser, de nue-vo, un ídolo. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiera arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables en que relataba viejos cuentos; creo notar un resentimiento con-centrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pen-sar: se está acabando mi bodega; acaricia la seda de las batas; quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Creo que el Chac Mool está cayendo en tentaciones humanas, incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se acumu-len en un instante y caiga fulminado. Pero también, aquí, pue-

* Filiberto no explica en qué lengua se entendía con el Chac Mool.

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de germinar mi muerte: el Chac no querrá que asista a su de-rrumbe, es posible que desee matarme.

”Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para adquirir trabajo, y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Necesito asolearme, nadar, recuperar fuerza. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se adueñe de todo el Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise volver a pen-sar en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de

trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la terminal, aún no podía concebir la locu-ra de mi amigo. Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y desde allí ordenar su entierro.

Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata; su cara, polveada, quería cubrir las arrugas; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.

—Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…—No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven

el cadáver al sótano. G

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Carlos Fuentes es deudor del gran aliento creador de los narra-dores-pensadores que concebían la novela como una impacien-cia del conocimiento: un intento de aprehender entre sus pági-nas el mundo entero. Fuentes pertenece a la tradición que fl uye sin descanso desde el siglo xix. Su ambición intelectual y narrativa no tiene parangón y por ello cada libro suyo es un ejercicio de descomedimiento y desmesura donde la cantidad es un ingrediente (sólo uno de los muchos) de la calidad. Así, cada una de sus novelas es una suma de voces, estilos, perspec-tivas, saberes y dudas.

La voluntad y la fortuna es un espléndido ejemplo: a través de las variadas circunstancias de los personajes, Fuentes no nos ahorra lo que piensa sobre Spinoza y Maquiavelo; sobre la manera en que comemos los mexicanos (“se come con verbali-dad ancestral que sería caníbal si no estuviese domesticada por una variedad de viandas que suman la riqueza de la pobreza”) y como vestimos (“los jóvenes se visten como antes se vestían los mendigos o los trabajadores del riel: vaqueros rotos, zapa-tos viejos, chamarras de mezclilla, camisas con anuncios y le-mas y gorras de béisbol puestas al revés… Más lastimero era el

La voluntad y la fortuna Daniel Rodríguez Barrón

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espectáculo de los hombres y mujeres maduros, por no decir ancianos que asumen una juventud prestada con las mismas gorras deportivas, calzones bermuda y zapatos Niké”); sobre putas y política.

El gran interés especulativo de la obra de Fuentes es inago-table y por lo mismo a veces cansa; pero ninguno de estos asuntos parece fuera de tono, porque Fuentes concibe al indi-viduo como una acumulación: no sólo de lo que han visto y hecho, ni de aquello que su familia y amigos les ha heredado; sino de todo lo que se puede decir sobre ellos.

Y precisamente por esta necesidad, a veces delirante, de abarcar la totalidad, no acaba de satisfacer por completo —¿cómo podría si quiere deletrear al mundo?— y se ve obli-gado a terminar, sólo por cortesía, una novela e iniciar de in-mediato otras.

No por casualidad, en La voluntad y la fortuna reencontra-mos a personajes de sus novelas anteriores. Es infl uencia de Balzac. Los personajes y las novelas de Fuentes son ya una comedia humana mexicana. Un escenario donde se discuten las condiciones sociales, los dramas políticos, y las vidas intelec-tuales de su tiempo.

Sin duda, algunas de sus obras son mejores que otras. No sé si La voluntad y la fortuna es de las mejores —es demasiado pronto para especular—, pero es muy representativa del estilo Fuentes: abarca muchos aspectos, corre riesgos, y levanta dis-cusiones que tienen ecos y ejemplos en otras de sus novelas. Hay que leer La voluntad y la fortuna a la sombra de Las buenas conciencias. Y a partir de ahora ya no se podrá entender del todo La región más transparente sin revisar La voluntad y la fortuna.

Como un nudo de serpientes que vuelve a formarse conti-nuamente, la vida de la familia narrada en La voluntad y la for-tuna, adopta todas las facetas de la codicia y el crimen. Allí está, en principio, la reelaboración del mito de Abel y Caín en la fi gura de los hermanos enemigos Josué y Jericó. Asimismo, se halla profusamente elaborada la fi gura del padre: su ausencia, el sucesivo espejismo que representan los maestros como Filó-pater y el abogado Sanginés; y fi nalmente el descubrimiento

del padre biológico en la fi gura de Max Monroy quien, como Dios, pone a prueba a sus hijos: “que se formen solos… sin las intolerables presiones y los deformantes afectos de una madre” (ese “cruce de la Coatlicue devoradora azteca y la Guadalupe protectora nacional”). Los hijos crecerán, no sin evadir con difi cultad la tentación del incesto, para luego convertirse en enemigos políticos.

Esta reelaboración de la familia criminal, se convierte en parábola de un país donde, en su pasado, se dibuja la paradoja de un gobierno corrupto “al que se le permitía robar” con el pretexto de que al hacerlo “construían, creaban”. Y en su pre-sente se cierne un gobierno, no menos paradójico, elegido democráticamente, pero impotente para construir y desarro-llar. Aunque también corrupto. El cambio en México consistió en pasar “de la burguesía dependiente del Estado al Estado dependiente de la burguesía”.

Así, el último drama ya no será el de los hijos, ni el de su familia maldita. Sino el de México, donde “el crimen ha susti-tuido al Estado”. En cada uno de los hijos muertos está el Es-tado fallido. La voluntad y la fortuna es un réquiem a la ciudad y sus obras.

Desde hace tiempo, a Carlos Fuentes se le da por desconta-do. La gente se sorprende de que saque un nuevo libro y algu-nas veces no lo quiere leer porque “ya se sabe de lo que habla Fuentes”. Incluso aquellos que nunca lo han leído, parecen saber de lo que habla y ya están hastiados de saberlo. Sin em-bargo, la sorpresa que da un libro como La voluntad y la fortuna realizado con tanta habilidad y fuerza que parece escrito por un Fuentes joven, consiste en confi rmar que aquello que damos por descontado —con la sorna del adolescente que se burla del maestro a sus espaldas— fue en su día una invención de Carlos Fuentes que ahora ya está en el imaginario de todos sus lecto-res: esa mirada crítica hacia la ciudad, el testimonio insoborna-ble de los acontecimientos políticos, y en suma, la construcción de una conciencia civil. Sus novelas son las obras morales de un polemista infatigable que ha hecho de la fe en la literatura la única posibilidad de redención. G

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JULIO ORTEGA: Carlos, podríamos empezar esta con-versación hablando del curso que estás dictando aquí en la Universidad de Harvard sobre las tradiciones culturales en América Latina. ¿Se relaciona este tema con el de historia y novela que discutiste el semestre pasado en Cambridge; y esto parte de una nueva refl exión tuya sobre los textos latinoameri-canos y la historicidad?

CARLOS FUENTES: Hablábamos hace un rato de Bajtín y su idea de la novela como un género inacabado, perpetua-mente abierto, que es por tanto testimonio de que la historia no ha terminado; precisamente, he querido reinterpretar algu-nos textos fundamentales de la cultura española e hispanoame-ricana a la luz de la fi losofía de Vico y de la crítica de Bajtín. Es decir, la historia como nuestra creación, y como la historia de la cultura, empezando por la historia del lenguaje y del mito, en que la historia y la poesía son documentos inseparables, como lo vio Croce en relación con la Ilíada, y a partir de la idea del texto inconcluso, en virtud de que la historia y la voz de los hombres y las mujeres no ha concluido. Desde estas dos pre-misas me he propuesto, con los estudiantes, ver a la América Latina como una región policultural y multirracial, que no puede reducirse a una sola interpretación, a un solo texto, a pesar de los tremendos esfuerzos que ha hecho el mundo polí-tico, el mundo del Estado, empezando por el Estado azteca, siguiendo con el Estado español, y luego los Estados republi-canos, de reducirnos a un solo texto, a una sola voz. Trato de interpretar en contra de la noción de Moctezuma como el tla-toani, el hombre de la gran voz, el hombre que ejerce el mo-nopolio de la palabra; también en oposición a la Contrarrefor-ma, que nos impone un texto único, dogmático y ortodoxo; y lo hago planteando una lectura pluralista, heterodoxa en la vocalización, y aun en la vociferación frente a estos poderes verticales, dogmáticos, que generalmente han regido los desti-nos del área latinoamericana.

JO: Evidentemente esa relectura que haces del texto histó-rico latinoamericano como un texto polifónico viene de tu propio trabajo sobre el texto literario desde la fi cción, y re-montándonos ahora al centro generador de la heteroglosia en español, que es Cervantes, podríamos discutir la apertura cer-vantina de tu trabajo creativo. Si resultas hoy el escritor más cervantino en español seguramente es porque eres también el

más novelesco, por defi nición. ¿Cómo has sentido esa evolu-ción cervantina después de tu libro sobre Cervantes, Joyce y la lectura, más allá de la coincidencia con el premio que lleva su nombre?

FUENTES: Bueno, más acá o más allá de esa coincidencia, para mí el texto del Quijote no sólo es un deleite permanente y renovable, la defi nición misma del texto bajtiniano, porque es un texto que leo casi todos los años y que leo como si fuese la primera vez, con una sorpresa y con un sentido de descubri-miento extraordinario, sino también el texto fundador de la modernidad. Para mí la modernidad empieza en el momento en que Don Quijote sale de su aldea, de su refugio de libros, y se lanza a ver el mundo; sale impulsado por la lectura y termi-na actuado su propio texto. Y la lectura de la cual sale es la lectura de la unidad, una lectura medieval donde todo tiene un sentido y las palabras indican la realidad de las cosas; pero quiere ir más allá de la visión foucaultiana, y ver que al salir del mundo de la unidad y la analogía se encuentra con un mundo de diversidad y diferencia. Y se crea un problema para el nove-lista moderno a partir de Cervantes, que es cómo mantener un cierto grado de unidad sin sacrifi car la diferencia que nos ro-dea, y cómo mantener esa diferencia sin sacrifi car la unidad que nos permita comprenderla. Pero tenemos también el tema de la pérdida de la ilusión, el tema de la diferencia entre la realidad e imaginación, porque todos los grandes temas de la novela contemporánea los plantea Cervantes. Para mí es el primer escritor moderno; y sin embargo alguien como Ian Watt hace venir la novela moderna de los escritores ingleses del siglo xviii, porque obedecían a una sociedad con capacidad adquisitiva de libros, a una situación política que permitía ma-yor libertad, el parlamento, la prensa, la clase media en ascen-so. O tienes a Malraux, quien creía que la primera novela mo-derna era La Princesse de Clèvesc de madame De La Fayette, porque es la primera novela construida en torno a problemas personales y la interioridad psicológica. Pero yo creo que es Cervantes la fuente de la polifonía de la fi cción, y que lo más interesante es que ninguna de estas realidades internas o psico-lógicas, sociales o políticas, juega en el caso de Cervantes; es-cribe en el centro de la Contrarreforma española y no precisa-mente como un ataque contra ella, sino como una afi rmación de otros valores; es una novela hecha a deshora, a contratiem-po, en oposición al Zeitgeist dominante; y eso también la hace una novela moderna. Es una novela crítica en el sentido más profundo, crítica y antiépica; porque si la épica, como dice Bajtín y lo vio Ortega y Gasset, es estar de acuerdo con la so-ciedad en la cual se escribe, fi nalmente, a pesar de sus elemen-

Para recuperar la tradición de la Mancha*Julio Ortega

*Calos Fuentes, Territorios del tiempo. Antología de entrevistas. Com-pilación en Introducción de Jorge F. Hernández. Tierra Firme/ fce, México, 1999.

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tos críticos, Fielding, Richardson, madame De La Fayette, están de acuerdo con el desarrollo crítico de esta sociedad. Pero oponer la imaginación a la realidad, como hace Cervan-tes, y convertir la imaginación misma en la crítica de la socie-dad, eso es extraordinario, es lo más moderno y revolucionario que ha ocurrido en la historia de la novela. Por eso soy cervan-tino.

JO: Hay, claro está, varias tradiciones de lectura del Quijote, desde el modelo de lectura del romanticismo alemán a la lec-tura fi losofante, entrañable y nacional de algunos españoles. Me parece que los latinoamericanos hemos añadido otra lectu-ra, que es la cernida por la risa. Seguramente todos recordamos nuestra primera lectura del Quijote casi como una señal de identidad. La mía está marcada por la risa. Y me cuesta aceptar, por ejemplo, la lectura de Nabokov, que detestaba la novela acusándola del libro más cruel. Guy Davenport ha tratado de descifrar ese mal humor del maestro en nombre de la comedia de la lectura. ¿Cómo has leído tú entre esas lecturas?

FUENTES: Bueno, estás hablando de una tradición rusa de leer el Quijote, porque lo que dice Nabokov viene de Dos-toievski, quien creía que era el libro más triste de todos porque es el libro de una desilusión. ¿Y cuál es la desilusión de Cer-vantes? Es la pérdida de la realidad de los libros que leyó Don Quijote. Don Quijote se creía instalado en el mundo de la realidad, donde la analogía permite decir que los molinos son gigantes; como la ciencia en tiempos de Aristóteles permite afi rmar que la salamandra o el centauro existen, y luego la

biología los niega; esto lo hace notar Ortega y Gasset. Esta pérdida de un realismo donde todo coincidía con todo, donde las palabras y las cosas coinciden, es lo que convierte al Quijote en una novela triste para los rusos. Nuestra visión es más bien de una novela de humor, y en eso coincidimos con Bajtín, quien al hablar de la carnavalización literaria de Rabelais, in-cluye también el Quijote, que pertenece a esta categoría del carnaval, que se basa en la diferenciación del discurso social, ya que hace notorios los distintos discursos en lugar de un discur-so homogénico y único. Cervantes hace patente el hecho de que la novela es un género de géneros en el que los protago-nistas no se entienden entre sí; en la época clásica los héroes se entienden, los doce pares de Francia o el Cid y sus compañeros se entienden perfectamente, pero en el Quijote los protagonis-tas hablan lenguajes dispares, heteroglósicos, Don Quijote y Sancho no se entienden, los Duques no entienden a Don Qui-jote, y estamos así en un mundo de diversifi cación verbal, lo que es otro elemento fundamental de la novela, y de allí en adelante los hermanos Shandy no se van a entender y Jaques y su amo tampoco, como tampoco Emma Bovary con su marido ni Anna Karenina con el suyo. Estamos así en el mundo del confl icto del lenguaje, que para mí es el mundo propio de la novela.

JO: Y en esa heteroglosia, ¿qué función le atribuyes a la risa?

FUENTES: Una función enorme. El otro causa risa, por-que habla distinto. La comedia se basa en eso, por eso nos

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reímos de Cantinfl as, ¿verdad? Hace la parodia de nuestra ló-gica verbal. Y gran parte de la comedia moderna se basa en eso mismo. El cómico es un juglar de la palabra que parodia las retóricas.

JO: Juan Goytisolo dijo hace un tiempo que en Madrid hasta los choferes de taxi hablan como Unamuno. Viendo la televisión uno diría que en México mucha gente habla como Cantinfl as, ¿no crees?

FUENTES: Algo hay de eso. Finalmente la realidad imita al arte. Cantinfl as, en verdad, hizo la parodia del político mexi-cano, del discurso político mexicano, y latinoamericano, por eso tuvo tanto éxito en toda América Latina. En cada país po-dían reconocer ese discurso; pero era tan simpático, tan cálido, tan abierto a la simpatía que mucha gente terminó por adap-tarlo olvidando que Cantinfl as hacía parodia del discurso polí-tico. Quizá el pri sea el único benefi ciario de todo esto.

JO: En México pude ver la destrucción que el terremoto hizo en el centro de la ciudad; y pensé que si uno no veía el grado de deterioro sería imposible tener una imagen real del sismo, ya que las palabras no podían representarlo cabalmente. Pero quizá el lenguaje sea insufi ciente para representar la mis-ma ciudad de México, una realidad que cambia todos los días, y que las palabras ya no pueden decir.

FUENTES: El lenguaje es insufi ciente, en efecto, y esto es algo que yo vengo viendo desde hace mucho; y de ahí el len-guaje de Cristóbal Nonato, precisamente, que es un intento de adaptarse a las mutaciones camaleónicas de una realidad que avanza con mucha más rapidez que la capacidad verbal para aprehenderla. En Cristóbal Nonato hay una acumulación de lenguajes, una búsqueda de conexiones con otros lenguajes, incluso extranjeros, una crítica del lenguaje propio, toda suerte de mutaciones carnavalescas del lenguaje, palabras porteman-teau a lo Joyce, la invención de lenguajes, la mezcla imposi-ble del inglés y el azteca, o la mezcla de francés y español, una serie de acoplamientos monstruosos, como puede ser el del águila y el toro. ¡O el águila y la serpiente!

JO: Yo encontré fascinante ese radicalismo de Cristóbal No-nato, que se plantea una suerte de mapa posible de las hablas de la ciudad de México. Por otro lado es también una novela que da un habla de la crisis, que es el nombre que damos a lo que a veces no entendemos, y en este sentido su crítica es también radical. En una entrevista dijiste que la ciudad de México está cubierta de mierda, y se podría decir lo mismo de varias ciuda-des nuestras, depredadas por todas las crisis ¿Cómo ves tu ciudad ahora?

FUENTES: Fíjate que yo, contra todo lo que se dice, soy bastante optimista sobre mi país y trato de exorcizar muchos de sus males, que es una manera de ser crítico y optimista. El silencio es pesimista, lo mismo que el elogio, porque signifi ca que no te importa un carajo nada, ¿verdad? A mí me importa. Pero quiero decirte que sobre todo hablo de la ciudad de Méxi-co, porque yo siento que la ciudad de México es mi invención, que a mí me toca mantenerla y me toca también exorcizar sus males. Como yo no crecí en la ciudad de México, y sin embar-go, la ciudad de México creció en mi vida de un millón a die-ciocho millones, entonces tengo que responder a esa ciudad que no habité de niño con una imaginación de la ciudad. De allí La región más transparente, que no es más que el testimonio de la divergencia entre mi imaginación de la ciudad de México y la realidad de la ciudad de México. Yo no soy un escritor

realista de la ciudad; yo soy un inventor de la ciudad para mi consumo personal. Siento que la ciudad de México es mi gran invención, se parezca o no se parezca realmente a lo que yo imagino. Por eso es un tema central de mi obra, como puede serlo la sociedad parisina en la obra de Balzac o Londres en la obra de Dickens. Yo creo que el Londres de Dickens nunca existió, es una invención de Dickens que acabó pareciéndose a lo que describió en Bleak House o Mutual Friend.

JO: La noción de que la ciudad de México es el eje de tu narrativa, y que el lenguaje novelesco es una invención parale-la a la ciudad, hace pensar en que la naturaleza misma de la novela es una forma de la experiencia urbana, como es eviden-te en Cristóbal Nonato. La novela es el discurso de la ciudad, y también seguramente una forma de relaciones humanas en la ciudad. ¿Cómo ha evolucionado tu diálogo con este tema?

FUENTES: Mucho tiempo antes de leer a Donald Fanger, que ha escrito un brillante estudio sobre la novela y la ciudad, simplemente a través de la lectura de tres textos fundamentales para mí, tres textos iniciáticos, que son la introducción a la Historia de los Trece de Balzac, que es la gran sinfonía de París; el capítulo inicial de Our Mutual Friend de Dickens, cuando el padre y la hija están en la noche en el Támesis, en una barcaza, pescando cadáveres para robarles; y el narrador de La avenida Nevski de Gógol, viendo la cuidad de San Petersburgo. Estos textos me abrieron la posibilidad de la ciudad. En seguida leí a Dos Passos, el Manhattan Transfer, leí Berlin Alexanderplatz, leí a Joyce; y luego leí a Fander, que dice que la ciudad es la pro-tagonista de la novela moderna porque ese lugar del artifi cio, es el antinatural, donde el género de la novela, que es el géne-ro en contra de la naturaleza, aunque tiene pactos, añadiría yo, que son pactos mortales, tiene que verse a sí misma como un artifi cio moderno, y a sus maestros de ceremonias, que son Vautrin, Raskólnikov, y también Ixca Cienfuegos. Yo leí de niño algo que me impresionó mucho, y es que en toda la crea-ción hay un solo ser que no duerme, nunca duerme; y uno puede pensar a priori que es Dios, pero no, Dios se la pasa en la siesta; es el diablo, que está condenado a no dormir, y que vive de la ciudad, del artifi cio; porque si se duerme el diablo, el artifi cio se desploma y volvemos a la naturaleza y nos invade la selva. En El recurso del método hay un momento memorable, cuando el dictador exiliado empieza a invadir su departamento parisino con monos, cacatúas, lianas, hamacas, lo empieza a convertir en San Salvador, ¿verdad?

JO: De la ciudad de México en La región más transparente al México de Cristóbal Nonato, evidentemente, la ciudad es otra; los agentes que construyen el espacio urbano son distintos y las imágenes de la ciudad en disputa dentro de cada novela son asimismo otras. La ciudad es también un espacio de democra-tización, de intercambio horizontal de información, como lo es la misma novela. Ahora bien, la ciudad de México ¿tiene futuro en Cristóbal Nonato o se consume en una imagen apocalíptica?

FUENTES: No. Yo creo que sí tiene futuro. Y al fi nal lo dice. Cuando Ángel y Ángeles se niegan a acompañar al Huér-fano Huerta y a su hermano a la nueva utopía, que es Pacífi ca, optan por la ciudad. Es una novela sobre el destino de las uto-pías también. Nosotros fuimos la utopía de Europa en el siglo xvi; en el siglo xix les devolvimos el favor y convertimos a Europa en la utopía de América Latina. Ahora yo creo que se abre una utopía nueva; la utopía del año 2000 va a ser Japón, China, el Pacífi co; el elemento no sólo de riqueza y avance

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tecnológico sino de redención moral frente a la corrupción de Occidente, y particularmente de los Estados Unidos; vamos a mirar hacia esa nueva utopía. Eso está pronosticado en Cristó-bal Nonato. Pero Ángel y Ángeles prefi eren quedarse en Méxi-co. Se dicen: vamos a terminar lo que hay que hacer aquí, va-mos a hacer no la utopía sino la posibilidad, simplemente. Somos hijos de Tomás Moro, de una utopía, de Maquiavelo, de la negación de la utopía, de la afi rmación del poder; pero tam-bién de Erasmo, que dice: intentemos esta posibilidad humana y tolerante. Yo quisiera que Cristóbal Nonato, a pesar de su apa-riencia, fuera una novela erasmista, al fi nal de cuentas, un elogio de la locura, ad usum año 2000.

JO: Cristóbal Nonato también produce una inquietud en el lector acerca de su papel o lugar en la lectura. También el lec-tor podría, a partir de la novela, cuestionar la tradición utópica, ya que la novela se alimenta de los restos de las utopías, en su gran apocalipsis urbano y discursivo. Me pregunto si ésta no es la suerte de los textos posmodernos, que es destruir la imagen de una totalidad, y dejarnos simplemente con una magnífi ca inquietud.

FUENTES: Por lo menos decir: aquí está la utopía, pero la utopía está enferma, ¿no? Pero me interesó lo que dices sobre el lugar del lector en la novela. Estaba releyendo en estos días a Borges, y en particular “Pierre Menard, autor del Quijote”, y veía en Borges esta increíble capacidad para construir arquetipos metafísicos, platónicos, como el tiem-po absoluto de “El jardín de senderos que se bifurcan”, el espacio de “El Aleph”, la bibliografía total de Babel; y luego destruirlos con humor, sacarnos de la prisión del absoluto con humor a través de la lectura; y releyendo el “Pierre Me-nard” me decía: claro que Pierre Menard puede reescribir el Quijote releyendo el Quijote porque es lo que hace al texto más rico, increíblemente incomparable en relación con el texto contemporáneo de Kafka y Borges. Entonces, conce-derle el lugar al lector es decisivo, porque es el único que puede escribir la novela fi nalmente; de allí la creación de un personaje fundamental en Cristóbal Nonato, que es el Elec-tor, el lector que elige y que lee y que ocupa ese espacio. Que acepte la invitación a ocuparlo es otro problema, pero mi deseo es reservarle ese espacio. G

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Texto tomado de La Gaceta del fce, número 125, publicada en mayo de 1981.

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En el amanecer de una poderosa novelística se asomaban las serpientes, los anuncios de las calles caían a pedazos, las plantas nocturnas de un viejo patio se iluminaban por un fósforo, los dedos acariciaban una muñequita horrorosa, un chivo era des-pedazado por unas manos tiernas, un vals a oscuras, un cuarto de edifi cio viejo y el lenguaje trazaba circunferencias vastas. Una poderosa novelística, un andamiaje narrativo con cimien-tos absolutos, porque si el mundo envejecía había que fabular-lo en grandiosos episodios: París, Londres, Venecia, el siglo xvi, la Grecia antigua, Latinoamérica, la Bastilla, Felipe Se-gundo, la América española, la ciudad de barro deambulando bajo un ambicioso proyecto literario parecido a la historia épi-ca de un lugar sagrado: México y la imaginación, México y Carlos Fuentes, una de esas escrituras que buscan contenerlo todo, como si el universo hubiera descargado toda la congestión de sus pulmones, la sensibilidad casi inasible de colectividades de tiem-

pos y lugares diversos, el día a día en las calles con sus ruidos, la gente, los mercados fl oridos, no te calientes granizo, y la pala-bra hilándose en el curso de un nuevo relato imaginario. Una escritura que impone, materia compleja, opaca, adiposa, tejida siempre con la otra, la impalpable, un hilo que se deshilvana y luego vuelve a tensarse pero ya no desde la historia ofi cial sino desde la oculta, la que impulsa la idea de que todo puede volver a construirse, la edifi cada con bloques de esferas de ojos grises junto al Sena, la hidratada con veneno, la concebida desde las pulsiones del vientre y de la carne, presa de la impotencia de tu espina helada, la que inventa una nueva materia para el devenir de un cuerpo, la que acaricia unos pies desnudos frente al Cris-to negro, una agua tibia, un agua que alivia la tentación de construir territorios magnífi cos. Por eso Fuentes se alivia en el deseo, para no sentirse obligado a contemplar toda la historia, toda la vida de un continente, ya que en la mente del cosmopoli-

Fuentes: Las serpientes, los animales con historias, dormitan en tus urnasLeopoldo Lezama

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ta no cabe la idea de cultura aislada, y el mundo es uno y tan diverso, es Terra Nostra, animal que soñó otro y muchos otros en distintos espacios, virgen congolesa, vigor londinense, gár-gola parisina, Victoria de Samotracia practicando el vuelo in-móvil con sus alas rotas, pero sobre todo la serpiente luminosa, la que avanza en silencio levantando fuego, ya que afrenta es sangre que me pulsa como espina de maguey. Novelar México era levantar una historia maravillosa y fúnebre, azúcar de los esque-letos, cántico frisado, para entrar de veras en la región del odio y de la fuerza, de la guerra fl orida, de la riña en la cantina, la región donde no cejan en la búsqueda de lo suave, la región de la plaza donde el tiempo tiene orillas secas por donde coagula lumbre, ciudad dolor inmóvil, ciudad cuyo pasado se pulverizó en bálsamo, osamenta, y fi ngido rostro. Y no cualquiera le canta a la ciudad sagrada, y Fuentes, rígido entre el aire y los gusanos lo hizo a fuego lento, palpando bien las hondas cica-trices de un ánimo milenario, escuchando el habla inaccesible de voces doloridas, agresivas, festivas, desdentadas, dormidas en su cuna de aves agoreras, entendiendo que no es sencillo en-redarse en el hilo que busca bordar el tiempo, a menos que la mente se entregue a las potencias de una muerte hacia atrás y hacia adentro: algo que se reproduce detrás de mis párpados cerrados en una fuerza de luces negras y círculos azules. Una muerte, la muerte del tiempo, de la voz y del espacio en el pensamiento de quien busca reconvertirlo todo, de quien ejecuta en cada obra una nueva tentativa, un nuevo esfuerzo en que el lengua-je, puesto en crisis, estará obligado a decir de otra manera: in-sistirás en recordar lo que pasará ayer.

Del sistema poético al diálogo coloquial, del recuento his-tórico a la crítica económica, del estudio de las ideologías a la política, está siempre al tanto de los movimientos del mundo. Fuentes, lector de la cultura occidental, personaje público, teórico de la novela, realista a destiempo, costumbrista novísi-mo, conferencista, elegante a los 15 años para su primer dis-curso, prehispánico de estirpe cervantina, europeo mestizo ejecutando su eterno salto mortal hacia mañana, hombre ligado a una generación de escritores en la que Latinoamérica, buscan-do una identidad lingüística, ideológica y literaria respondió al mundo con obras maestras. Erudito, políglota, ha sabido di-luirse en la complejidad de un cuento complejo llamado mo-dernidad: Soy este ojo surcado por las raíces de una cólera acumula-da, vieja, olvidada, siempre actual. Ha sabido condensar un universo literario que al paso de las décadas se ha reconciliado con todo lo que el tiempo ha destruido, ya que las cosas y sus sentimientos se han ido deshebrando, han caído deshebradas a lo largo del camino. Y si hubo un Rayuela, un Cien años de Soledad, un Paradiso, Fuentes respondió con Terra Nostra, sospecha inocen-te de una capacidad creativa inmensa, casa de cristales diversos, todos transparentes, humo ascendiendo en las chimeneas pari-sinas, día que ayer fue futuro, vapor disgregándose ya con la premisa de que es posible guardar en la memoria emocionada

la historia anímica de civilizaciones múltiples: nebulosa, verda-dero cuerpo que renace, proponiendo para las distintas eras un recién nacido con sabidurías frescas. Pero concebir un territo-rio nuevo al interior de la memoria cuesta caro, hay que volver sobre los mismos pasos al origen, hay que despedazar el len-guaje y las horas y los siglos para permitir que el lugar y el tiempo sucedan ahí, en la obra, al interior de un rumor univer-sal y circulante. Una obra que ha vencido los hierros de las formas, dibujando bellas geografías para que habite lo real y lo fantástico, todo bajo el torrente de un constante génesis verbal, reescribiendo en el tránsito la historia conocida y posible. Refl exión poética, exploración, pluralidad, arriesgue, aventura, libertad crítica, sentido de la actualidad y pasión por la raigambre cul-tural son apenas algunas fuerzas de esta obra que ha llevado a delicados límites el concepto de novela.

Su trazo es nervioso y la vez sensible, su respiración excitada, el deseo lo absolvió de todas las culpas menos de una: la de imaginar hasta la alucinación las posibilidades de la piel, dejó que el agua corriera entre sus labios, cerró la llave, se secó, pero el deseo lo invadió todo, el cuerpo careció de fuerzas, la voz de la agonía llegaba a Artemio Cruz y sin embargo su anhelo de contacto continuaba incólume: siento esa mano que me acaricia y quisiera desprenderme de su tacto. Pero el tacto palpita, se im-pregna hasta la raíz de todo movimiento, avanza como un himno, como una teoría de la salvación sin santos, como una fi losofía que cura, moldeada en una mente capaz de expandirse hacia todas las eras, abrácenme, me duele, ya que el deseo nos ubica en el centro vital, en la hoguera caótica donde se produ-ce toda idea y todo sentimiento. El deseo subsistiendo en un ambiente de ensueño, alejado de todo, cansado de sus propios pensamientos, ha sembrado ya el fi no temblor de la entrega.

En el jardín universal de Fuentes se alza un vuelo continuo, un viaje excepcional donde el tiempo ha ido adquiriendo la forma de la tensión imaginaria. Fuentes, serpiente reventada en un sueño en el que la historia de la cultura occidental exigió un instante poético para perpetuarse, no una nueva naturaleza, sino una forma reconocible y una ubicación reconfortante. Le pre-ocupa el silencio, por eso batalla con la expresión y el lenguaje volviéndolo fértil, juventud de los caballos negros… vejez de la playa abandonada. Hubo un momento en que fue preciso tomar una decisión para recuperar una era que moría y Carlos Fuen-tes pensó en la palabra, y pensó también en una celebración fantástica, una fi esta imposible pero ya resuelta, una fi esta que danza su imaginario vértigo en el vientre de una obra capital para el idioma; una obra mayor, abierta para todos los tiempo como el amor se abre para no cerrarse nunca, para volverlo a abrir en el posible de toda resurrección, porque la serpiente no dejará de buscar el hueco que la cubra, porque en medio de la noche solitaria Aura se abrirá como un altar:

—¿Me querrás siempre?—Siempre, Aura, te amaré para siempre. G

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El subrayado en los libros de Carlos Fuen-tes es un acto imprescindible. Las frases contundentes son el infaltable elemento de disfrute para el lector que atesora sus pala-bras. Premiado y leído (otro premio, quizá mejor) sobre todo como narrador, el Fuen-tes ensayista también ofrece un perfi l alto en el análisis de la realidad.

Uno de esos libros pequeños, extravia-do, que no esconden la paternidad, es el ti-tulado Tres discursos para dos aldeas, pertene-ciente a la Colección Popular en su número 489 del fce, y son, como bien lo dice el nombre, tres discursos que Carlos Fuentes leyó al recibir el Premio Cervantes en 1987; en París a expensas de la unesco, y en Ciudad Universitaria de México, DF, en un Coloquio de Invierno.

El primero de ellos, Mi patria es el idioma español, es un agradecimiento sincero y un homenaje al primer idioma que le ayudó a comunicarse. Un canto también al orgullo: “Mi pasaporte mexicano —el de ciudadano de México— he debido ganarlo, no con el pesimismo del silencio sino con el optimis-mo de la crítica. No he tenido más armas para hacerlo que las del escritor: la imagi-nación y el lenguaje”.

En esas líneas el autor de Aura habla de sus querencias, de los objetos y sentimien-tos que hallan acomodo en su mente y sentimientos tanto en México como en España. Al país del águila devorando la serpiente lo califi ca como herencia y por ello la indeferencia queda descartada. La historia no está allí para admirarla simple-mente sino para entender los motivos por los cuales estamos en una situación como la actual. Por eso comparte la idea de que la lengua de la conquista fue también la de la contraconquista, y todavía va más lejos: “sin la lengua de la colonia no existiría la lengua de la independencia”.

Pero no se queda allí, sino que conmina de manera directa para que el lenguaje uti-lizado en varios ámbitos suba su nivel, sea un canal de comunicación y entendimiento

y no de discordia e insultos, él lo afi rma así: “Nuestra imaginación política, moral, eco-nómica, tiene que estar a la altura de nues-tra imaginación verbal”. De allí su admira-ción por Cervantes, de allí su inclinación por lo escrito, de allí también que lea cada día, que ubique acomodo para la lectura en su apretada agenda.

El segundo discurso, Los próximos qui-nientos años comienzan hoy, fue leído en la sede de la unesco en la capital de Francia, como parte de los festejos por el descubrimiento del nuevo mundo (1492-1992). En él, sus líneas tuvieron un mayor acercamiento a la cultura y su vida alrededor. Como ejemplo baste una de sus defi niciones: “La cultura es la manera que cada cual tiene de dar respues-ta a los desafíos de la existencia”. O este otro apunte: “Sólo la cultura, que es amor y amis-tad, creación y crítica, eros y tánatos, asegura la continuidad de la vida a pesar de la inevi-tabilidad de la muerte”.

Ensaya con gran sigilo por las partes que nos exploraron hace tiempo y que en buena medida nos siguen explorando, pero ahora con un conocimiento mayor, aunque tam-bién con los problemas que trajo consigo el desarrollo: “Somos lo que somos porque juntos hicimos la cultura que nos une: in-dia, europea, africana y sobre todo, mestiza. Una cultura que predice la naturaleza y los problemas del mundo en el siglo xxi”. Los problemas que ahora ya en el nuevo siglo continúa analizando.

El último discurso de este pequeño ejemplar es Después de la guerra fría: los pro-blemas del nuevo orden mundial, pronunciado en el auditorio Alfonso Caso en CU de México DF, en 1992; y como su nombre lo indica versa sobre los acontecimientos que conlleva un reacomodo geopolítico, cultu-ral, económico, que través de las guerras, a veces con armamento de grueso calibre, cobran facturas de dimensiones inimagina-das, sacrifi cando vidas, y castigando el desa-rrollo, cortando de raíz con la certidumbre del mañana.

El reto es claro para Fuente desde ese entonces: “el verdadero desafío es el de una sociedad interna sana. Y es un desafío que coloca el tema social en el centro de la rela-ción de un país consigo mismo”. A la vuelta de los días podemos ver cuanta razón tenía y el poco caso que le han hecho a sus pala-bras. Allí los resultados, allí la acusación.

Y es que como señala el también autor de Terra nostra: “El problema no es más Estado o menos Estado, sino mejor Estado. Y el mercado no es fi n en sí mismo, sino medio para obtener mejores metas socia-les”. Sin embargo, pareciera que en la épo-ca actual estas ideas van separadas, cada una por su cuenta, cada cual con su cada quien.

Tomas Eloy Martínez en el prólogo a este volumen afi rma sobre Carlos Fuentes que “Cada uno en sus libros es un acto de fe en el hombre, una deslumbradora piedra en la interminable edifi cación del mundo”. Y con visiones como la siguiente del autor de La voluntad y la fortuna queda claro el porqué: “Mientras más y mejor entenda-mos y aceptemos nuestra pluralidad racial y cultural india, negra, europea, ibérica, me-diterránea, celta, griega, romana, árabe, ju-día, mestiza en todos los órdenes, mejor preparados estaremos para dirigirnos a las dos aldeas que habitamos: la global donde vivirán nuestros hijos y la local donde mu-rieron nuestros padres”.

Sumado a lo anterior queda la constan-cia del agradecimiento y reconocimiento de Carlos Fuentes pues cada discurso está dedicado a una personalidad que ha queri-do celebrar de alguna manera (Javier Sola-na, Federico Mayor y Bernardo Sepúlveda), demostrando así humildad y reconoci-miento. De tal suerte que Tres discursos para dos aldeas sea un ejemplar de esos extravia-dos en las gigantescas columnas de sabidu-ría de una librería o biblioteca, pero que de hallarlo se disfrutará porque el análisis inte-ligente y la sabiduría por compartirlo de Carlos Fuentes está en todas sus aportacio-nes, no sólo en la narrativa. G

Tres discursosRafael G. Vargas Pasaye

Carlos Fuentes. Tres discursos para dos aldeas, fce, México, 1993.

30 la Gaceta número 455, noviembre 2008

¿Cuáles son los fundamentos prepolíticos del Estado liberal? Es decir, ¿cuáles son las condiciones no escritas y deseables que permiten, e incluso fundamentan, el correcto funcionamiento del Estado laico y democrático? O bien, ¿cuáles son los presupuestos en los que, de hecho y de manera soberbia, se sostiene la máxima conquista del la razón occidental? A esta pregunta respondieron los representantes de dos de las tradiciones más infl uyentes del mundo moderno: Jürgen Habermas, el exponente más conocido de la visión laicisita del Estado, y Joseph Ratzinger, hoy papa Benedicto xvi y entonces carde-nal, representante de la tradición católica clásica, quienes, en un acontecimiento poco usual, sostuvieron un debate el 19 de enero de 2004; quizá lo más importante de este encuentro fue la disposición que hubo para un diálogo sin condiciones, esto to-mando en cuenta que hasta los años seten-ta del siglo pasado la Iglesia fue renuente al diálogo con otras tradiciones.

En su intervención, Habermas ratifi -ca su convicción en el liberalismo políti-co en tanto que ofrece una justifi cación racional, no religiosa y postmetafísica de sus principios, que la hacen compren-sible a todas las personas. Este fi lósofo centra su discurso en la motivación y solidaridad ciudadana en que debe apo-yarse la sociedad democrática del Estado liberal —algo que, reconoce, no se pue-de imponer por la vía legal— y rechaza que éste precise de la religión o algún poder sustentador independiente para garantizar el aspecto motivacional de la sociedad, pues el Estado cuenta con sus propios medios de autolegitimación que hacen posible que los ciudadanos pasen de ser sólo receptores del derecho a coautores del mismo. Ese “vínculo

unifi cador” lo produce el Estado libe-ral de manera autónoma a través del proceso democrático que crea “patrio-tismo constitucional”, por el cual los ciudadanos hacen suyos los principios que emanan de una Constitución que “se otorgan a sí mismos los ciudadanos asociados”. Ahora bien, ¿es abstracto este “vínculo unifi cador” y pierde su efi -cacia en tanto que poco o nada dice a la gente común? Habermas no lo cree así: existe una conciencia concreta por parte de los ciu dadanos de la importancia de una Constitución pues “basta con la evidencia y con un consenso mundial en lo que respecta a la indignación moral que provocan las violaciones masivas a los derechos humanos”. Sin embargo, Habermas advierte que no se trata de forzar a nadie a las leyes impuestas por la sociedad laica, pues una modernización “descarrilada” produce todo lo contra-rio: ciudadanos aislados, sin virtudes po-líticas, que ven sólo por el bien propio.

Finalmente, Habermas cree que si las posturas religiosa y laica conciben la secularización como “un proceso de aprendizaje complementario pueden to-mar en serio sus aportaciones en temas públicos controvertidos desde un punto de vista cognitivo”.

Por su parte, en su intervención Jo-seph Ratzinger da una muestra de su sólida formación teórica tanto teológica como fi losófi ca —Raztinger fue profe-sor de teología en varias universidades alemanas y es autor de cerca de una veintena de libros—, y va tejiendo un discurso nada ingenuo sobre la situación del cristianismo en el panorama mundial actual, para luego desencadenar hábil-mente una serie de cuestionamientos que ponen en entredicho muchos de los

considerados más grandes logros de la razón secularizada moderna; con esto busca aportar elementos para considerar que ni cristianismo ni razón occidental tienen la última palabra pues “no existe una fórmula universal o ética o religiosa en la que todos puedan estar de acuerdo y en la que todo pueda apoyarse”, y que los principios de la razón occidental no son aceptados e incluso comprensibles para toda ratio. Aunque reconoce la im-portancia de los derechos fundamentales del hombre, Ratzinger continúa con su crítica de la arrogante y eurocéntrica racionalidad occidental haciendo notar cómo en otras culturas y tradiciones se tiene una idea distinta de cuáles sean estos derechos fundamentales humanos. Sin olvidar las patologías que degeneran a las religiones, como el fanatismo, el entonces cardenal hace notar las pato-logías y riesgos de la razón occidental, que ha acumulado un poder destructivo capaz de acabar con la especie y el pla-neta, por lo que es necesario que surja la duda sobre su fi abilidad. Ratzinger da la impresión, al menos en teoría pues bien conocidas son muchas de sus posturas reaccionarias dentro de la Iglesia, de ser un religioso abierto y conciliador para quien es indispensable el diálogo inter-cultural a escala mundial que permita a razón y religión circunscribirse, mos-trarse sus respectivos límites y ayudarse a encontrar el camino.

¿Hubo un ganador del debate?, ¿ten-dría que haberlo? Independientemente de esto, sería conveniente otorgarle al mero diálogo un fi n más alto: acercar a los hombres de buena voluntad y de buena fe y buena esperanza, dignifi car la vida, serenar el ánimo y acercar la mente a la comprensión. G

Entre razón y religiónXochitl Mayorquín

Jürgen Habermas y Joseph Ratzinger, Entre razón y religión. Dialéctica de la secularización, fce, México, 2008.

número 455, noviembre 2008 la Gaceta 31

Si uno de los ofi cios de la poesía es re-unir lo dividido, ya sea mediante el ma-ridaje entre lo cercano, la unión insólita, la reconciliación de opuestos o cualquie-ra de sus misteriosos mecanismos, una edición de la naturaleza de la Antología personal de Marco Antonio Flores es en sí misma una creación poética, un acto de integración. El poeta, quien no había frecuentado sus obras luego de publicar-las, en este caso ha releído —con distan-cia y no sin cierta ajenidad— cuatro dé-cadas de producción poética y mediante su selección nos ofrece en estas páginas una lectura de sí mismo, de las distintas maneras de entender y decir el mundo por las que ha transitado su voz poética.

Los ocho poemarios de los que abre-va la antología, lejos de ser recopila-ciones de poemas dispersos, versan en torno a temas centrales y sintetizan dis-tintas épocas de la vida y el pensamiento de Flores, a la vez que dejan entrever los acontecimientos históricos que lo rodeaban en los momentos en los que se cristalizaba en palabra escrita “una intensa emoción que surgía empalabrada

de lo más hondo del inconsciente”. La sucesión de poemas obedece, pues, a una lógica que no es otra que la sintaxis de la vida del autor: las distintas épocas de las que emanan se revelan entonces como etapas sucesivas: a veces como devenir o como consecuencia, a veces como rup-turas de unas con otras. Las piezas así articuladas integran, en este sentido, un nuevo poemario de Flores, o bien —si se quiere leer así— un solo poema integra-do por ocho grandes estancias.

En medio del periplo que va de La voz acumulada a La estación del crepúsculo se atraviesan Muros de luz o se escuchan las Crónicas de los años de fuego; se visitan entretanto otras estancias —Viento norte, La derrota, Persistencia de la memoria, Un ciego fuego en el alma— donde asimismo anidan las preocupaciones y los asom-bros centrales de quien, siempre irreve-rente y controversial, ha sido una de las voces de mayor relevancia en las letras latinoamericanas de las últimas décadas.

A través de las suma de estas partes podrá acaso un lector tan avezado como intuitivo reconstruir el todo; sin embar-

go, no se propone esta antología suplir a los libros que recoge; antes bien, se trata de un destilado que traerá a la presencia de los viejos lectores de la obras de Flo-res pasajes quizá olvidados, versos que retumban aún en la memoria, y les ofrece una visión de conjunto, bajo una nueva luz; para los nuevos lectores, en cambio, se trata de una galería de ocho puertas entreabiertas que dan atisbos y permiten otear hacia los libros, en la ambición de llevarlos a trasponer el umbral y visitar in extenso esas estancias, individualmente.

De entre las múltiples facetas de Marco Antonio Flores —asimismo en-sayista, narrador e investigador—, el Fondo de Cultura Económica pone al alcance de los lectores de mundo de ha-bla hispana esta Antología personal de su obra poética; más que meramente una selección, es un recuento que condensa cuatro décadas de experiencia del mun-do y de la escritura de una vida que se ha vivido, que se ha soñado —según declara el poeta en su epígrafe/epitafi o— en “un acezar constante y peligroso, el ron y las mujeres”. G

AntologíaJavier Ledezma

Marco Antonio Flores, Antología personal, fce, México, 2008.

32 la Gaceta número 455, noviembre 2008