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LA EVOLUCION DEL ESTADO I Por el Dr. Nelson SOUSA SAMPAIO. Trad. de la Lic. Helena Pereña de Ma- lagón. La evolución del Estado es un problema que puede enfocarse desde el punto de vista sociológico o desde el punto de vista filosófico. En otras palabras : pertenece tanto al campo de la sociología como al de la filosofía de la historia, o, de un modo más general, al de la filosofía social. Puesto que el Estado es la organización de un grupo total, las teorías acerca de su evolución prácticamente se confunden con las de la sociedad en general. También debemos señalar que estas teorías casi nunca han cuidado de distinguir entre la investigación rigurosamente sociológica, y las especulaciones de la filosofía social. Desde Comte, que dió el nom- bre de "Dinámica social" al estudio de los cambios sociales, en general, se han venido llamando teorías sociológicas de la evolución del Estado, a investigaciones pertenecientes a la filosofía social. La investigación sociológica tiene -por lo menos en la situación actual- ambiciones modestas. Se considera todavía incapaz de propor- cionarnos una ley general de la evolución del Estado, equiparable a las generalizaciones de las ciencias naturales. Encuentra que su labor debe limitarse a explicar las transformaciones políticas que han ocurrido en períodos individualizados de la historia, investigando los factores que con- currieron en un determinado cambio político ele un ciclo cultural determi- nado, o procurando señalar cuales han sido las tendencias que han estado en juego en cierta época. De esta manera podemos, por ejemplo, hacer un análisis sociológico de las fuerzas que concurrieron en la transfor- Esta revista forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx DR © 1950. Universidad Nacional Autónoma de México Escuela Nacional de Jurisprudencia

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LA EVOLUCION DEL ESTADO

I

Por el Dr. Nelson SOUSA SAMPAIO. Trad. de la Lic. Helena Pereña de Ma­lagón.

La evolución del Estado es un problema que puede enfocarse desde el punto de vista sociológico o desde el punto de vista filosófico. En otras palabras : pertenece tanto al campo de la sociología como al de la filosofía de la historia, o, de un modo más general, al de la filosofía social.

Puesto que el Estado es la organización de un grupo total, las teorías acerca de su evolución prácticamente se confunden con las de la sociedad en general. También debemos señalar que estas teorías casi nunca han cuidado de distinguir entre la investigación rigurosamente sociológica, y las especulaciones de la filosofía social. Desde Comte, que dió el nom­bre de "Dinámica social" al estudio de los cambios sociales, en general, se han venido llamando teorías sociológicas de la evolución del Estado, a investigaciones pertenecientes a la filosofía social.

La investigación sociológica tiene -por lo menos en la situación

actual- ambiciones modestas. Se considera todavía incapaz de propor­cionarnos una ley general de la evolución del Estado, equiparable a las generalizaciones de las ciencias naturales. Encuentra que su labor debe limitarse a explicar las transformaciones políticas que han ocurrido en períodos individualizados de la historia, investigando los factores que con­currieron en un determinado cambio político ele un ciclo cultural determi­nado, o procurando señalar cuales han sido las tendencias que han estado en juego en cierta época. De esta manera podemos, por ejemplo, hacer un análisis sociológico de las fuerzas que concurrieron en la transfor-

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mación del Estado feudal al Estado moderno occidental. Para el sociólogo es todavía prematuro el fijar una ley de evolución que abarque todos los Estados existentes o por existir, en los más diversos círculos culturales. Siente una cierta desconfianza, o por lo menos pone en reserva algunas teorías evolutivas que, según sus diferentes autores, se adaptarían tanto a los Estados de la antigüedad como a los del mundo moderno. Otra aé­titud que el sociólogo procura evitar es la de valorar las transformaciones de Estado; es decir, de juzgar si ellas son beneficiosas o, aún más, si se justifican o no. Su trabajo se limita a descubrir correlaciones entre los hechos, sin emitir juicio de valor sobre ellos. Puede hacer referencia a valores determinados como elementos de los cambios políticos, objeto de su estudio; pero no se preocupa de esos valores en sí. Busca los valores sustentados o expuestos por los hombres o sociedades que investiga, y no los valores que él mismo defendería como moralista, estadista, artista, religioso, etc. N o cabe aquí indagar si le atañerá, o incluso si es posible, esta heroica disciplina intelectual, sino simplemente señalar cuál es el ideal que la ciencia sociológica le exige.

La actitud filosófica es ya más ambiciosa. Busca una ley general de evolución, y no se priva de la apreciación de valor sobre su tema. Se permi­te formular todas las preguntas siempre que queden comprendidas en el campo de la filosofía. "¿Podemos saber algo acerca de la evolución del Estado?" es una pregunta que podríamos decir pertenece a la "teoría del conocimiento político", como un capítulo de la teoría del conocimiento en general. ¿"Cuál es la naturaleza de la evolución general del Estado"? ¿"Cómo se sitúa dentro de la evolución general del Universo? ¿"Esta evo­lución obedece a un verdadero determinismo, cuya suprema ley se puede descubrir?", son preguntas que pertenecen a una metafísica social. Pero al espíritu humano no le basta, en ese aspecto, plantear sólo estas pre­guntas. Junto a la 'necesidad de conocer, experimenta una necesidad inelu­dible de juzgar. En otras palabras, junto a la actitud explicativa, mantiene una actitud valorativa. En una emite juicios de realidades, en la otra jui­cios de valor. De ahí surgen preguntas tales como: "¿Se transforma el Estado para bien o para mal?" "¿Se justifica la evolución del Estado?"

En relación a la primera cuestión -de si es posible conocer la evo­lución del Estado- aunque no faltan respuestas escépticas, son numerosos los escritores que nos dan implícitamente una contestación positiva, pre­sentándonos en consecuencia su teoría sobre la evolución del Estado. N o faltan tampoco posiciones que podríamos llamar intermedias entre el escep-

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ticismo y el dogmatismo. La de Hegel puede servir de ejemplo. Para él el Estado se desenvuelve según una dialéctica racional ineludible. Pode­mos conocer las fases anteriores de esta dialéctica lo mismo que su tér­mino final - la idea absoluta. Pero no podemos comprender el juego dia­léctico de la fase en que participamos, ni prever la solución -la síntesis­que de ella resultará. En otros términos : no podemos tener un conoci­miento verdadero del presente, ni prever las fases subsecuentes. Partici­pamos del proceso de la evolución histórica sin poder modificarlo, ni tan sólo comprenderlo en cuanto nos arrástra la corriente dialéctica, del espíritu objetivo. "Cnicamente cuando ya se cierra una fase dialéctica, y por consiguiente no podemos tener ninguna influencia sobre ella, es cuan­do somos capaces de comprenderla. La ciencia social puede tan sólo ex­plicarnos el pasado, pero no puede facilitar una clave para comprender el verdadero significado del presente o para prever el futuro. Fué una idea que Hegel expresó en su conocida imagen: "La lechuza de Minerva inicia el vuelo en el crepúsculo". Realmente para Hegel, ya en su tiempo era incluso innecesario prever el futuro, toda vez que la dialéctica de la his­toria tenía terminada su obra, como una consecuencia de su síntesis su­prema, representada por el Estado prusiano.

Pero ni aún los autores que lanzaron afirmaciones relativistas sobre las posibilidades de la ciencia política, resistieron la tentación de formular una ley general de la evolución del Estado, con validez universal. El mejor ejemplo respecto a este particular es el de Carlos Marx y de Engels. El marxismo sostu;vo, como teoría de su ideología, que el pensamiento po­lítico era el reflejo de la infraestructura económica. Es cierto que sus propios autores no parecen haber dado expresión definitiva a esa teoría de la relación entre la economía y determinados productos culturales, como el arte y el conocimiento. Se ven en ellos algunas dudas en cuanto a los términos del problema; dudas que aparecen más claras en esta frase de Marx sobre el arte : '' ... la dificultad no consiste en comprender que el arte y la épica griega están vinculados a ciertas formas de la evolución social. Lo difícil está en el hecho de que ellas guarden aún para nosotros goce artístico y, en cierto modo, valgan como norma y modelo inasequible."1

Lo cierto es que el marxismo, después de acentuar que el pensamiento político está sujeto a una determinada estructura económica y por tanto preso en los límites de las clases sociales, no se mantiene subordinado a ese relativismo histórico, heredado de Hegel, sino por el contrario lo

"Crítica de la Economía Política'', citado en Hermann Heller: Teoría del Estado, Fondo de Cultura Económica, México, 1942, p. 27.

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superó en su pretensión de descubrir, observando las contingencias de clase y época, una ley general de la evolución, por la cual no sólo podría­mos explicar, sino también prever las transformaciones del Estado desde el comunismo primitivo hasta el comunismo final.

La segunda pregunta anteriormente planteada es la de la naturaleza de la evolución del Estado. Los autores que nos presentan una teoría sobre el problema, a modo de norma, sustentan, o dan como supuesto, que se trata de una verdadera ley -como las de las ciencias naturales- expresando el determinismo que regiría la evolución social.

Pero las mayores dificultades de la cuestión surgen porque el hombre no se contenta con sólo comprender esta evolución. Tan legítima e irrepri­mibie como la pregunta de cómo el Estado se transforma, es la de si esta transformación se justifica. Hay quien niega este problema, en general aquellos que equiparan el Estado a los fenómenos del mundo físico. Duguit, para quien el Estado no es más que nn hecho, niega que exista el proble­ma de su justificación. Llega incluso a afirmar que en la antigüedad no se planteó la cuestión, y no vacila en escribir que "ninguno de los escritores políticos de Grecia y Roma, ni Platón, ni Aristóteles, ni Polibio, ni Cicerón, se preguntaron si el poder político era legítimo, ni cual era su origen". 2

Pero la verdad parece ser todo lo contrario pues la justificación del Estado fué uno de los temas invariables de la filosofía política griega, desde los sofistas hasta los estoicos. Es que en ese campo -como un sector de la cultura humana- el problema valorativo surge como exigen­cia ineludible de nuestro espíritu. Y esa exigencia crea' por tanto la in­tuición de que estamos ante hechos que se diferencian de los fenómenos naturales. En efecto, no sentimos la necesidad, o, mejor dicho, notamos que no tiene sentido, la pregunta de si un eclipse de sol -o cualquier otro fenómeno natural- se justifica o no. Pero en la esfera de la conducta humana -a la que pertenecen los hechos políticos-, sentimos la necesidad de juzgar determinada realidad de acuerdo con los ideales tipo. Pisamos un terreno en que el hombre confronta los hechos con los valores, y por eso no se contenta con sólo saber lo que es la realidad, sino que indaga también lo que ella debe ser. Ante estas transformaciones del Estado, nos inclinamos naturalmente a plantear el problema de su justificación moral; es decir, de si encarnan o no determinados valores. Topamos por tanto con las sombras metafísicas de estas dos esfinges en eterna pugna : deter­minismo y libre albedrío.

2 Traité de Droit Constitutionnel, 3• ed,, 1927, t. r, Ancienne Librairie Fonte­moing & Cie. p. 572.

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Está tan arraigada esta actitud valorativa, que ni siquiera se libran de ella los que postulan el carácter determinista de la evolución del Estado. Vienen obligados a hacer una identificación del ser con el deber ser, y su teoría sobre la transformación del Estado implica, al mismo tiempo, un orden natural de los hechos y un orden del deber ser. Unos afirman que el Estado, en su evolución, se va alejando de ciertos valores positivos, en una degradación constante. Son los partidarios de la tesis de la deca­dencia o corrupción política, partiendo de una presunta edad de oro primi­tiva. En posición opuesta se colocan todos los que sostienen una teoría optimista sobre la evolución política; como, por ejemplo, algunos repre­sentantes del iluminismo, del hegelianismo y del marxismo. Para ellos el Estado sigue su marcha natural en sentido de sus ideales. El desarrollo de los acontecimientos o la dialéctica se encarga de crear un mundo cada vez mejor. Su ley de evolución al mismo tiempo que nos dice cuales son las transformaciones del Estado, nos asegura que tales transformacio-. nes son las que deben ser de acuerdo con un ideal de justicia. El roman­ticismo mantiene, al respecto, una posición vacilante. Tiende a justificar todas las transformaciones políticas como producto del lento, irracional e inconsciente desenvolvimiento del espíritu del pueblo, pero muchas veces no puede evitar una cierta nostalgia del pasado.

II

Otro problema en el cual divergen las opmwnes es el de las fuentes utilizables para fundamentar una teoría de la evolución del Estado. Unos son de la opinión de que debemos remontarnos hasta las fuentes etnoló­gicas, para de ahí emerger a los hechos actuales. Es lo que hace, por ejem­plo, la escuela de Durkheim, procurando estudiar la evolución desde el clan hasta las formas modernas de la organización política; de ello tene­mos una interesante demostración en el precioso libro de Moret et Davy, Des Clans aux Empires. Otros, en cambio, rechazan los datos de la etno­logía, juzgando difícil y dudosa la relación entre ésta y la historia. Algunos van todaYÍa más lejos en su restricción, considerando inútiles, no sólo los datos de la etnología, sino incluso el estudio mismo de ciertas fases históricas. J ellinek, tomando en cuenta la imposibilidad -a su modo de ver, tal vez permanente- ele determinar la génesis del Estado y su evolución a partir de ella, excluye ele la Doctrina del Estado las investigaciones pre­históricas. Pero su prevención va más lejos, aconsejando: "Conviene res­tringir todavía nuestros estudios a los estudios modernos ele Occidente, y

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sólo examinar su pasado en la medida en que eso nos sea absolutamente necesario para la perfecta comprensión de los tiempos presentes." 3 Una semejante prevención mantiene Hermann Heller, considerando que la ciencia política debe limitarse al estudio de los hechos políticos de un mis­mo círculo cultural. Esto justifica el que no denominase a su gran obra, "teoría general" del Estado --cosa que no considera posible- sino que le diese el título de "teoría del Estado", puesto que se limita al mundo polí­tico del círculo cultural de Occidente. 4 Consideramos que esta limitación de los estudios políticos a períodos definidos de la historia no puede acep­tarse totaln:ente, so pena de perjudicar la fecundidad de la investigación, al reducir previamente sus horizontes. Si debemos condenar la obsesión de incluir todos los pueblos dentro del esquema de una evolución única y rectilínea o la preocupación de ver en todas partes analogías en las trans­formaciones políticas de los más distantes círculos culturales, también debemos, por otro lado, evitar la exageración de vedar a la Ciencia política la investigación de ciertas uniformidades entre instituciones per­tenecientes a épocas, pueblos y culturas diferentes. La legitimidad de ese objetivo de la Ciencia política encuentra apoyo en afirmaciones del pro­pio Heller, en la obra citada, las cuales no parecen conciliarse con el problema restricto que aboga en las palabras antes citadas. A su modo de ver, la legalidad peculiar del espíritu no se manifiesta sólo en el campo del arte --como Marx presintiera en las palabras transcritas por él-, sino que se verifica en otros campos de la cultura, inclusive la política. Recono­ce que hay constantes idénticas en el mundo político, siendo la más subs­tancial de ellas la naturaleza humana. Son sus palabras : "Si podemos aprender aún algo de Bodino, si la historia es algo más que un conglome­rado confuso de situaciones momentáneas sin conexión entre sí, se debe a que existen, de hecho, constantes idénticas en el acontecer político, subs­traídas por la razón práctica a la relatividad histórico-sociológica. La más substancial de estas constantes es la naturaleza humana, que no hay que con­cebir, ciertamente, a la manera del Derecho natural racional, como algo anterior a la sociedad y a la historia sino, al contrario, como una natura­leza que lleva su impronta." 5 Esa constancia de la naturaleza humana ha

3 George J ellinek: L' Etat M oderne et son Droit, V. Giard & E. Briére, París, 1911, t. I, pp. 31-33.

4 Las razones de esta limitación de Heller son de otra naturaleza de las que señalan los autores precedentes. Se basan en la "perspectividad sociológica de nuestro conocimiento", realzada por la Sociología del saber. Véase su obra citada en la nota 1, pp. 43 y sgs.

5 Hermann Heller: O p. cit., p. 28.

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de reflejarse en algunos rasgos de las instituóones políticas, justificando la investigación de los mismos entre pueblos y culturas históricas diver­sas. Admitir, con Heller, que esa naturaleza humana traza la impronta de la historia, no significa que ella se transforme tanto de un período a otro, o de un ciclo cultural a otro, al punto de volverse irreconciliable. Por eso es que, aun cuando sean evidentes las grandes transformaciones, sobre todo en el orden técnico, sufridas por el Estado en el curso de la historia, po­demos dar razón a la frase de Bryce: " ... la humanidad en nada es menos inventiva y más esclava-de la costumbre que en materia de estructura social." 6 Son en estos aspectos de las instituciones políticas donde se mani­fiestan las constantes de la naturaleza humana, que hacen que mantenga mterés y significación para nosotros el pensamiento político surgido en épocas distantes, y bajo el estímulo de las más div,ergentes estructuras sociales. Es una observación muy común entre los publicistas la actualidad de la obra política de los filósofos griegos, surgida como réplica al ambien­te social, tan diverso del nuestro. De hecho la confrontación de las teorías políticas de la Grecia antigua, como las de la moderna Ciencia política hace que se sienta, con Kelsen, "la impresión de que el espíritu humano, a diferencia de lo que sucede en la investigación de la naturaleza y en el dominio de la técnica, se está moviendo -en filosofía y en política­dentro de un círculo de hierro del cual no hay medio de salir". 7 A una conclusión parecida llega Raymond Gettell en su obra Historia de las ideas políticas, cuando nos dice que, "los problemas fundamentales del pensa­miento político son, esencialmente, idénticos a los de hace dos mil años". 8

El número de opiniones de esta naturaleza, puede aumentarse, sin du­da, consultando a muchos otros escritores, desde Giddings que nos afirma que la Política de Aristóteles es la obra más importante, escrita hasta hoy sobre la sociedad humana hasta la advertencia de H. A. L. Fisher que, .a pesar de reconocer la íntima dependencia de las teorías políticas en rela­ción a los acontecimientos de la época de cada autor, proclama que existe un cuerpo de sabiduría eterna y que "el mundo moderno encuentra más fórmulas para remediar sus males actuales en Aristóteles que en Ricardo o en Spencer, Sorel o Rosembeerg". 9 Nitti extiende a períodos todavía

6 Bryce: M odem Denzocracies, Macmillan, N ew York, 1921, vol. r, p. 25. 7 Kelsen: "Forma de Estado y Filosofía", en el volumen Esencia y Valor de

la Democracia, Ed. Labor, pp. 133-134. 8 Raymond Gettell: Historia de las Ideas Po!iticas, Labor. 2• ed., vol. rr,

p. 403. 9 Prefacio al libro de R. H. S. Crossman: Biografía del Estado Moderno,

Fondo de Cultura Económica, México, 1941.

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más amplios afirmación semejante: "En la Universidad de Nápoles, cuando hacía un curso de tres años sobre los sistemas tributarios y la orga­nización financi~ra de Grecia y de los Imperios de Roma y de Bizancio, pUr­de observar que los grandes problemas y pasiones de aquellos tiempos son aún los mismos de hoy, no habiendo cambiado más que la forma." 10

III

Ciertamente que esa tendencia de la investigación cuando llega al extremo de presuponer una identidad en la evolución política de ciclos históricos diversos, se hace merecedora de crítica. Una observación que se ajusta a la mayoría de las teorías propuestas para la evolución del Esta­do, es la de que el campo de estudio por excelencia ha sido el mundo greco­romano y su comparación con la civilización occidental (medieval y mo­derna). N o cabe duda que muchas de las analogías presentadas entre am­bos son en algunos casos más o menos forzadas o imperfectas.

Otro reparo a hacer, es el de la insllJficiencia de datos para funda­mentar una rigurosa teoría sociológica en la evolución del Estado. Las instituciones políticas tardan siglos en asumir nuevos aspectos, y en tres mil años el estudio de la Ciencia política no tiene la cantidad de datos que puede tener el naturalista. El genetista, por ejemplo, puede acumular, en el corto espacio de una vida humana, gran número de observaciones sobre la transmisión de los caracteres hereditarios en seres cuyas genera­ciones, como la de las moscas, se suceden en cortos intervalos. Además, debemos tener en cuenta la imposibilidad de aplicar la experiencia directa en la sociología política, y podemos decir que el campo de la investiga­ción, cuyos datos históricos han sido explorados con más seguridad, se re­sume en dos grandes ciclos: el mundo greco-romano y el mundo occiden­tal después de la caída de Roma. Sin duda, es posible hacer comparaciones entre ambos y encontrar algunas uniformidades; pero nada nos asegura que la evolución política de Occidente tenga un curso análogo a la evolu­ción griega o romana. Y aún en el caso de que ese paralelismo pudiese ser afirmado, no tendríamos derecho, partiendo de él -de un estudio limitado a dos o tres ciclos-, a generalizar una ley de evolución válida para todos los ciclos que ya existen o llegarán a existir.

Podemos tomar como objeto para el estudio de la evolución del Esta­do cualquiera de esos aspectos: su ámbito, la forma o características gene­rales de sus instituciones, o todos esos aspectos en conjunto.

10 Francesco Nitti: La Democracia, Ed. José Olympo, Río, 1937, p. 17.

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En relación al ámbito del Estado, se suele afirmar como ley de la mor­fología social, el crecimiento constante del círculo de organización polí­tica. La base geográfica y demográfica se amplía desde el Estado-ciudad a los grandes Estados nacionales actuales, y hasta el Estado universal del futuro después de conocer los Estados continentales, cuyos indicios vemos en proyectos tales como el de los "Estados Unidos de Europa", o en mo­vimientos como los de Pan-América, Pan-Asia o Pan-Europa. Para los que descienden hasta la etnología, la línea evolutiva se extendería desde el clan hasta el hipotético Estado universal.

N o hay duda que la organización política ha comenzado por abarcar un pequeño círculo social, y sólo posteriormente ha aumentado su ámbito de territorio y población. Pero debemos tener la precaución de no tomar este hecho como producto de una evolución rectilínea, ni como un orden de sucesión inmutable, o como no sieQdo posible, en una misma época, diferentes tipos de Estados en cuanto a su ámbito. El mundo griego y romano evolucionó de la Polis hasta el imperio macedónico y romano. El gran Imperio romano fué sucedido por la fragmentación política del feu­dalismo, que otros grandes reinos, Egipto, Babilonia, China, etc., también conocieron después de haber alcanzado un alto nivel de centralización so­bre una extensa área. El Estado-ciudad resurge en el mundo medieval habiendo alcanzado un notable florecimiento en las repúblicas italianas del Renacimiento y aún hoy coexiste al lado de grandes estados modernos, en ejemplos como el del Estado del Vaticano o la ciudad de Danzig. El mapamundi de nuestros días tiene, junto a gigantes como los Estados Unidos la U. R. S. S. o la Commonwealth británica, enanos como las repúblicas de la América Central y otros Estados, para no hablar de los liliputienses Andorra, Mónaco y San Marino. Después de la Gran Guerra surgen pequeños Estados del seno de grandes imperios, y la segmentación política europea aún habría ido más lejos si el principio de las naciona­lidades hubiese sido llevado hasta sus últimas consecuencias.

Aunque las condiciones técnicas y económicas actuales parecen indicar que las tendencias se dirigen a una ampliación del ámbito territorial del Estado, no podemos garantizar que una evolución necesaria nos traerá el Estado mundial, ni prever cuáles serán sus características. Pueden surgir nuevos factores imprevistos de modo que alteren ese esquema de la evolu­ción. Así, por más improbables que nos parezcan en el estado actual de 1as cosas otras formas de organización política como, por ejemplo, un federalismo de pequeñas asociaciones parecidas a las ideadas por los sin­dicalistas, no podemos afirmar que sean imposibles.

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No podemos tampoco señalar correlaciones necesarias entre las dimen­siones del Estado y su forma política. Muchos autores señalaron que la democracia sólo sería posible en pequeñas áreas, e incluso después de la independencia de los Estados U nidos esa creencia continuó por algún tiempo, haciendo dudar acerca del futuro de las instituciones norteame­ricanas. Esta opinión era justa para la época, en la cual predominaba la noción de democracia directa, y aún no se conocían los recursos de la téc­nica mecánica y política (perfeccionamiento de los transportes y medios de comunicación del pensamiento, progresos de los métodos representati­vos y de consulta en la opinión pública, etc.), que harían posible la apli­cación del gobierno democrático a grandes Estados. Positivamente, las dificultades de gobierno de un gran Estado serán mayores que las de uno pequeño, como en éste será más fácil la participación del pueblo. Por eso mismo, el federalismo ha sido hasta hoy imprescindible a los grandes países para mantener la forma democrática, dándoles el aspecto de una asociación de pequeñas democracias. 11 Lo más que podemos decir es que, en igualdad de circunstancias, los pequeños Estados serán más democrá­ticos que los grandés ; porque la forma política depende de otros factores más importantes que las simples dimensiones del Estado, tales como las tradiciones políticas, las condiciones económicas y sociales.

Muchas han sido las tentativas de encontrar una ley de evolución de la forma política, Platón nos dejó una clasificación de los regímenes en: aristocracia (gobierno de los mejores), timocracia (gobierno de los gue­rreros), oligarquía (gobierno de los ricos), democracia (gobierno de la mayoría, que está formada por los pobres), tiranía (gobierno de la volun­tad arbitraria de uno solo) . En ella tenemos al mismo tiempo, una clasi­ficación de las formas de gobierno, un orden de la sucesión histórica y una gradación valorativa que se inicia con el regimen mejor para Platón -la aristocracia-, y termina con el peor de todos - la tiranía. La evolu­ción histórica del Estado, era, pues, para Platón, una marcha hacia la corrupción siempre mayor. Después de la democracia la aplícación de ésta al extremo daría origen a una fase de anarquía, cuya consecuenci~ sería la implantación de la tiranía. Realmente, fué esa la evolución de las formas políticas en gran parte de los Estados-ciudad griegos : desde las formas aristocráticas hasta la democracia extrema, conociendo después los frecuentes disturbios de las luchas de facciones y de clases,. que origi-

11 "De las grandes democracias los Estados Unidos es la más antigua, y contie­ne muchas pequefias democracias en su vasto cuerpo." Bryce: M odern Democracies vol. I, p. 7. ·

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nan la aparición de las tiranías. Ese orden de sucesión no se verificó en las comunidades predominantemente agrícolas de Tesalia y del Peloponeso, que, más resguardadas de los contactos comerciales, mantuvieron un espí­ritu conservador. Por esa misma razón es que, en la principal de ellas -Esparta-, Platón va a buscar el modelo para su República ideal, que es al mismo tiempo una prédica para el retorno a las antiguas formas aristocráticas del mundo griego.

Esa clasificación de Platón es, con algunas variantes, aproximada a la de Polibio: monarquía-realeza-tiranía; aristocracia-oligarquía-democra­cia; tiranía. La sucesión de las fases descritas por Platón se asemeja a la historia de Roma, que habiendo comenzado por ser un Estado-ciudad alcan­zó la forma del Imperio sin liberarse de muchQs rasgos de aquel tipo primitivo. N o falta quien crea que la misma línea de evolución se pueda aplicar a los 2,000 de civilización cristiana. Los Estados modernos partie­ron de la aristocracia hacia la democracia. Algunos no llevan el esquema más lejos. Entre ellos se encuen"tran los optimistas, según los cuales iríamos siempre subiendo hacia formas más perfeccionadas de democracia. Pero hay también quien considera que ese ciclo evolutivo es inevitable, como el camino del nacimiento hacia la muerte, e incluso aunque no se condene la democracia habrá que reconocer en ella un síntoma de que se acercan los últimos actos del drama histórico de un pueblo. Algunos partidarios de la energética social se consideran con el derecho de extender, a las formas políticas, el principio de la degradación de la energía. Así como el mundo físico por fuerza de la segunda ley de la termo-dinámica, tiende hacia la nivelación de la energía, del mismo modo los pueblos, por esa misma ley, se encaminan en dirección a la democracia.

Otros son del parecer de que la evolución moderna agotaría nueva­mente todas aquellas formas de Platón, que abocan en la tiranía. Hauriou cree que las democracias van a desembocar en un imperio burocrático que ahoga las libertades populares, aunque nos consuele con la posibilidad de una vida más larga para las democracias modernas que la que tuvieron las antiguas. Pero esa evolución la considera como un "axioma de diná­mica social" : "Decimos que los pueblos van en un movimiento irreversible, de la aristocracia a la democracia; en la realidad esta evolución se ob­serva en los pueblos que crearon la civilización antigua y la civilización moderna llamada mediterránea u occidental ... Así, el período de libertad democrática de los Estados antiguos dura sólo algunos siglos intercalados entre una realeza aristocrática en el principio, y un impeiro administrativo al fin. Este imperio administrativo es aún democrático bajo el punto de

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vista igualitario, si bien no del poder del pueblo y de la libertad·~. Ocurre con los pueblos lo mismo que con los individuos: empiezan con un cierto capital de energía que deben a sus prácticas morales primitivas, y que gas­tan a medida que se refinan y civilizan ... Podemos aplicar este axioma de dinámica social: lo que se gana en justicia igualitaria, se pierde en energía política." 12 Para Hauriou los prin<!ipales factores que podrían hacer du­raderas las democracias modernas en comparación con las antiguas, son: 1) la renovación de las energías morales de los pueblos modernos, por el cristianismo; 2) el substrato económico de las democracias modernas que fué completamente renovado por el advenimiento de la era del trabajo universal ; 3) el gran crecimiento demográfico moderno que puede asegurar el reclutamiento de élites para los puestos importantes, en tanto que la extensión del sufragio electoral tiende a dar estabilidad a las instituciones políticas; 4) los recursos educativos de las democracias modernas, como la escuela y la imprenta ; 5) la imposibilidad técnica de la democracia di­recta, a no ser bajo la forma atenuada del referendum, cooperando a la estabilización de la democracia moderna.

Recientemente, la aparición de" dictaduras totalitarias después de la Gran Guerra, ha acrecentado la creencia en un estricto paralelismo entre la evolución política moderna y la fórmula legada por Platón. Por tanto, nada nos puede dar una certeza científica de que las fases posteriores se desenvolverán según aquella fórmula. En cuanto a las fases pasadas del mundo occidental la analogía apenas ·existe, en algunos rasgos muy genera­les con el mundo de la antigüedad clásica. Hauriou, enumera varios factores que separan el cuadro político moderno de las condiciones griegas o romanas. Según su modo de ver la presencia 'de esos nuevos factores aunque podrá prolongar la fase democrática, no podrá evitar que se complete el ciclo irreversible que nos trazó. Mientras tanto, no podemos dar como imposible la hipótesis contraria, es decir, la de una evolución divergente del mo­delo antiguo.

En los escritores medievales, no encontramos como preocupación notable el problema de la evolución del Estado. Aún en ese particular, parece confirmarse la sospecha de 'que la idea de evolución fué extraña al mundo medieval.

Solamente en el mundo moderno se nos ofrecerán nuevas teorías importantes sobre la evolución del Estado. Bodino hace alguna modifi­cación en las fases sucesivas de Pla~n, pero no logra acercarse más a los

12 Hauriou: Précis de Droit Constitutionnel, Sirey, París, 1929, pp. 141-145.

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hechos que éste. Para el autor de los "Six Livres de la Republique" los gobiernos comenzarían con la monarquía, pasarían a la tiranía, después a la democracia y, por fin, a la ari~tocracia. Si bien menos frecuente, no podemos decir que el paso de la democracia hacia la aristocracia se dé sólo en el campo de la doctrina, como en Nietzsche, sino que también lo encontramos en ensayos prácticos, como en el caso del fascismo y, más visiblemente en el del nazismo, con su programa de la dominación del H errenvolk en un nuevo feudalismo universal.

En las teorías posteriores el número tres va a gozar de gran preferen­cia en la discriminación de las fases evolutivas del Estado. La "ley de los tres Estados", que Comte consagró, se anuncia ya en Vico. Pero, al con­trario de Comte, repele la idea de una evolución en línea recta, y defiende la teoría de los ciclos --ricorsi- o de un desenvolvimiento en que la última fase conduce a la primera, aunque bajo una forma superior, dando a la curva descrita la forma de espiral. Las fases por las que pasan los pueblos, según el filósofo italiano, son la religiosa-teocrática, la heroica-aristocrá­tica y la humanitaria. Desde el punto de vista político aunque Vico aplica el nombre de gobiernos humanos a todos aquéllos que reconocen la igual­dad civil, y dejan vivir en paz a los hombres, también es cierto que la monarquía tiene más relación con el gobierno divino, y la aristocracia con el gobierno heroico, los gobiernos humanos propiamente dichos son, pues, principalmente, los gobiernos populares ; y las tres formas ( monar­quía, aristocracia y democracia) se suceden como las tres edades y se ligan a la ley de trilogía de la que acabamos de dar estos ejemplos." 13

En unos cursos dados en la Sorbona en 1740, Turgot ya formuló la "ley de los tres Estados", idéntica a la de Comte. Otro de sus antece­sores es Saint Simon, precursor también de varias corrientes del pensa­miento social y político, como por ejemplo el socialismo y la tecnocracia. Según Saint Simon las fases se reducen a dos, por la fusión de las dos primeras en una sola : el Estado militar y el Estado industrial. El Estado militar se funda en el predominio de la fuerza por las castas privilegiadas, y está organizado para la conquista, en tanto que el Estado industrial tiene por finalidad la producción y la paz, y sólo se reconocen como dirige'ntes a los más hábiles y competentes. Para Comte las edades se clasifican en : teología, metafísica y positiva. A cada una de ellas corresponde determinada característica política. La forma política

13 Paul Janet: Histoire de la Science Politique dans ses Rapports avec la Mora/e, Felix Alean, París, 1913, 2~ vol. p. 517.

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de la edad teológica es una teocracia; la edad metafísica es un período de transición revolucionaria, donde predominan las ideas del contrato social y derechos naturales, siendo los legisladores la clase gobernante; a la edad positiva corresponde el gobierno fuerte de los sabios, regulando científi~ camente todos los problemas sociales. Las fases bien definidas se reducen a las dos de Saint Simon, pues la correspondencia entre la fase interme~ dia y el gobierno de los legistas no aparece tan bien establecida. El carác­ter intelectualista de la dinámica social de Comte es evidente. Son las trans­formaciones originadas en la vida intelectual de los pueblos las que ocasio­nan sus características políticas y sociales en general. La herencia optimis­ta de la época de la "ilustración" aún está viva en la creencia de Comte en un constante avance del período positivo. La diferencia está, apenas, en los medios y en la dirección del progreso humano. En tanto que para los racionalistas del siglo xvm, esos medios proporcionados por la razón pura y el curso de la historia eran para un Estado liberal, Comte pone su esperanza en el creciente poder del método positivo ("saber para prever, prever para proveer") para descifrar los problemas del universo y de la sociedad, mas aboga, como consecuencia, por un Estado autoritario dirigido por los hombres de ciencia. El carácter autoritario del Estado de Comte supera incluso al de Saint Simon. Este, a pesar de haber dejado una apo­logía de la dictadura de los técnicos y capitanes de la producción, también nos legó una promesa de atenuación de las funciones de mando, en su fórmula de que Engels hiciera una de las divisas del socialismo : " ... la sustitución del gobierno de los hombres, por la administración de las cosas." En líneas muy generales, la teoría de los tres Estados se ajusta al desenvol­vimiento histórico de Occidente; pero tomada al pie de la letra se hace merecedora de reparos. Comte no parece haberse dado cuenta de la especia­lidad irreductible de cada una de esas expresiones culturales : la religión, la metafísica y la ciencia. Sobre todo no parece aceptable la concepción de la metafísica como una forma superior de la religión. Por eso mismo una no puede ser sustituida plenamente por la otra, y una fase de sucesión, no excluye los rasgos de la anterior o posterior. La creencia en un ilumi­nismo científico cuyo desenvolvimiento en línea recta excluyera definiti­vamente la religión y. la metafísica, no se basaría en una investigación de la realidad. Igualmente, si señalamos en Comte el inicio del Estado posi­tivo, no podemos profetizar la muerte del espíritu religioso, ni tampoco la decadencia de la metafísica, que, a partir del último cuarto del siglo XIX,

tiene una especie de renacimiento después de un breve período de abando­no, más aparente que real.

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A pesar de eso, las fases evolutivas de la vida social que Ortega y Gasset propone, son casi una reedición de la ley de los tres Estados, con terminología nueva. N o decimos que sea completamente igual, porque la última fase de la evolución diverge profundamente en los dos autores. Mas la coincidencia de ambos, en cuanto a los dos primeros períodos evo­lutivos es perfecta. Según Ortega y Gasset los pueblos pasan por tres pe­ríodos: el tradicionalista, el racionalista revolucionario y el místico del alma desilusionada. Solamente este último necesita definición, porque a los dos primeros se ajustan, con pequeñas variantes de matices, las caracterís­ticas que Comte señala al período religioso y al metafísico. Estos períodos aparecen para Ortega y Gasset con carácter de una ley fatal, como las del mundo físico. "Adquiere, entonces, el fenómeno espiritual de la re­volución un carácter de ley cósmica, de Estado universal, por el que pasa todo el cuerpo nacional y el tránsito del tradicionalismo al radicalismo apa­rece como un ritmo biológico que pulsase en la historia inexorablemente, a la manera que el ritmo de las estaciones en la vida vegetal." 14 Pasada la fase revolucionaria, en la que el hombre depositó una confianza tan ili­mitada en la razón que esperaba con sus fórmulas reconstruir el mundo social, los pueblos entran en un período de desilusión. Sin la guía de la tradición, ni la luz de la razón, el hombre entra en un ocaso sombrío, don­de pierde la conciencia de la libertad, en tanto su cobardía. -rasgos salien­tes de esa fase en que impera la violencia- trata de conseguir seguridad bajo la protección del señor más fuerte. En esa etapa, el hombre "quiere servir ante todo: a otro hombre, a un emperador, a un brujo, a un ídolo". 15

Es el período en que las masas se dejan arrebatar por jefes rodeados de aureola de hombres providenciales, o dotados de la influencia personal que Max Weber expresó con el término de carisma. Hay además, una comple­ta coincidencia, hasta de palabras (con excepción del último período), en­tre las fases evolutivas de Ortega Gasset y la clasificación de las formas de dominación según Max Weber, a pesar de que el escritor español no hace referencia a este último: dominación tradicional, dominación racional, y dominación carismática. La mayor parte de los hechos con que Ortega y Gasset ilustra su tesis pertenecen a la historia griega y romana, confron­tada con la evolución medieval y moderna. En la época en que escribe to­davía no se habían multiplicado los nuevos césares totalitarios en la Europa

14 Ortega Ga~set: El Tema de Nuestro Tiempo, 2• ed. Espasa-Calpe Argenti­na, Buenos Aires, 1939. La frase citada es del ensayo "El Ocaso de las Revolucio­nes", que va en el apéndice de ese volumen, p. 120.

15 Idem, p. 135.

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de la post guerra mundial de 1914. Hoy podría incluirlos para aumentar la fuerza persuasiva de su esquema, en el que se refiere al "período del alma desilusionada". Las mismas observaciones a las otras teorías se ajus­tan más o menos a la de Ortega y Gasset. Las analogías están bien selec­cionadas, pero nada nos asegura que ellas agotan la realidad de los hechos, del mismo modo que no podemos prestar certeza científica en su vago pronóstico de decadencia, ni a su profecía sobre el "ocaso de las revolu­ciones,".

En Spencer volvemos a encontrar los dos tipos evolutivos de Saint Simon : el Estado militar y el Estado industrial. Es un orden de suce­sión y de perfeccionamiento creciente. En Saint Simon, Comte y Spencer la evolución va en el mismo sentido de preferencia de cada una de ellas. El Estado industrial es no sólo el que llegará, sino el que debe llegar, según el ideal de Spencer. En el positivismo, el ideal sigue el mismo ca­mino de la realidad, como hermanos siameses, o mejor dicho, como una sola cosa, pues ser y deber ser se confunden ante sus ojos, que en este punto tienen la misma visión de hegelianismo. La divergencia entre el filósofo inglés y sus dos antecesores franceses, sólo comienza en la caracterización del Estado industrial. En todos ellos, el Estado industrial pondrá fin al orden político implantado por la guerra e inaugurará el reino definitivo de la paz. Pero en tanto que el Estado industrial de Saint Simon y de Comte tiene una estructura autoritaria, Spencer considera aquél que será

- cada vez más liberal y menos intervencionista, asegurando el má~imo de expansión a los derechos individuales. Desgraciadamente no es posible tomar en nuestra época como dos términos que se excluyan, el avance industrial y el militar. "En el presente vemos, por el contrario, un au­mento de las tareas del Estado, rearme militar, una tendencia permanente a la sustitución del derecho contractual por la compulsión del derecho público, y, en suma, una serie de fenómenos que se encuentran en contra­dicción éon la definición que del tipo industrial nos hace Spencer." 16

Muy popularizada está la teoría de la evolÚción del Estado defendida por el marxismo. En contraposición a las teorías intelectualistas como la de Comte, o idealistas como la de Hegel, la teoría de Marx se basa en el ma­terialismo, ya que el motor de las transformaciones del Estado son los cambios operados en la vida económica. El cambio en las opiniones y en las ideas es escasamente un reflejo de las modificaciones económicas. El

16 Adolfo M-enzel: Introducción a la Sociología, Fondo de Cultura Económi­ca, México, 1940, p. 40.

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idealismo toma el efecto por la causa, y por eso Marx transportó el com­pás dialéctico, que señala la pauta del "espíritu objetivo" según Hegel, para regir el rumbo necesario de la evolución económica. Estamos ante una de las grandes teorías donde se refleja con fuerza suprema el sentido de la evolución, cuyo despertar coincide con un mundo moderno para alcanzar su apogeo en el siglo xrx, siglo que presenció los más desarrollados sis­temas de evolución espiritual, cósmica, biológica y económica: hegelianis­mo, evolucionismo spenceriano, darwinismo y marxismo.

De acuerdo con Marx y Engels, en la primera fase de la humanidad, que fué la del comunismo primitivo, el Estado no existía. Solamente cuando surgió la propiedad privada aparece el Estado como instrumento para asegurar a una o más clases su dominio sobre las otras. Todo Estado es un Estado de clase, y, en consecuencia, cuando se acaben las distinciones de clases se extinguirá el Estado también. En líneas generales el rumbo de la evolución política es el siguiente: Anarquismo primitivo, Estado aristocrático o de la nobleza poseedora de la tierra, Estado burgués, Es­tado proletario, Sociedad anárquica final. Este orden es también un orden valorativo creciente. Lo que viene es lo que debe venir. La dialéctica mate­rialista traza un desenvolvimiento inmanente de la justicia. Ser y deber ser están nuevamente identificados, como en el hegelianismo y el positivismo. Todas las formas de Estado existentes y por existir estarían justificadas, pues ellas son reflejos de las condiciones económicas. Aquí es donde el marxismo se aparta del anarquismo puro, al cual aparece unido en la prédica del aniquilamiento del Estado. Para el anarquismo el Estado es siempre un producto artificial, nocivo, de violencia y de corrupción, y, por eso, jamás se justifica.

En la práctica, el marxismo contradice esa creencia en una evolución necesaria cuya consecuencia lógica sería la actitud de cruzarse de brazos, una vez la dialéctica materialista se encargaría de construir un mundo ideal para nosotros. Pero el impulso de acción, el deseo de reforma, es incapaz de ser extirpado en el hombre, y por eso ninguna doctrina relativa al curso predeterminado de los hechos puede impedir a sus creyentes juzgar la realidad según ciertos modelos ideales y obrar de acuerdo con los imperativos que les dictan a su conciencia. A ese drama humano no esca­pan estoicos, musulmanes, ni calvinistas, de la más aferrada doctrina de la predestinación. Del mismo modo, el marxismo no es sólo una explicación de los hechos tal y como son, construida para el mundo glacial del cono­cimiento puro, es también un evangelio de reforma, una llamada a un ideal

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de justicia, apelando a la intervención activa del hombre en la historia. 17

A cada paso el marxista condena la injusticia burguesa, en nombre de los principios morales que no se limitan a ser sólo un simple reflejo de las condiciones económicas, como pretende la teoría del materialismo histórico. La tabla de valores que nos presenta, es la de una sociedad sin clases, que posee una estructura comunista, y el simple hecho de que podamos cono­cer esos valores y preferirlos es una demostración suficiente de que no son un mero producto de las condiciones económicas. En este caso, tendríamos un cierto número de ideas morales ·precediendo a la base económica -la sociedad sin clases- que debería inspirarlas. Su prédica no siempre se contenta cop representar el ideal de una clase, sino que quiere ser también el portavoz de toda la humanidad, afirmándose así que tiene valores jurí­dicos y morales que trascienden a las clases. Son precisamente estos valo­res los que pueden ser defendidos por todos, proletarios o burgueses como representando los ideales humanos en un determinado grado de la civili­zación. Por otra parte, si el marxismo no hablase en nombre de un prin­cipio ideal perdería el elan revolucionario, que surge siempre asociado a una doctrina de derecho natural -sea cual fuera su versión-, es decir, de un principio jurídico que se contrapone al derecho positivo, y justifica su caída. El marxismo puede pasar como versión del derecho natural del proletariado, y no fué sin razón que Heller "ha creído ver en la obra de Marx una nueva manifestación camuflada de la creencia en un derecho natural, en dinámica transformación, entendido como un orden inmanente a la sociedad, orden que no sólo sería un hecho, sino que además sería va­lorado como algo bueno y justo". 18 Las revoluciones no pueden vivir sin la palabra justicia." Nos advierte Crane Briton 19 y en ellas parece residir el principal signo de que el derecho natural no tenía sólo un simple carác­ter de principio moral en el sentido estricto, sino también un evidente carácter jurídico, es decir, el de un valor que pueda ser realizado con el auxilio de la fuerza. Es lo que pondera Recaséns Siches: "Efectivamente, las revoluciones resultarían inexplicables si no las entendiéramos como

17 Por eso mismo el ideal comunista no es exclusivo de la explicación mate­rialista de la historia. Esta no es la única teoría asociada a un programa comunista que se puede conciliar con una concepción idealista, cristiana, budista, etc. En otras palabras, se pueden admitir todas las reivindicaciones de justicia social del marxismo, y rechazar su concepción del mundo y de la sociedad.

18 Recaséns Siches: Vida Humana, Sociedad y Derecho, Fondo de Cultura Económica, México, 1' ed., 1939, p. 320.

19 Anatomía de la Revolución, Fondo de Cultura Económica, México, 1942. p. 42.

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apelación a algo que se estima que debe ser el Derecho futuro - y que, a fuer de tal, ofrece estribO para una imposición violenta. En cambio, el tra­tar de imponer una moral o una convicción científica o una creencia reli­giosa por la fuerza, siempre constituirá, aparte de una abominable mons­truosidad, también un contrasentido." 20

La misma identificación entre ser y deber ser, vemos en el carácter optimista de la filosofía de la historia marxista, que en ese particular mues­tra la herencia del "iluminismo" pasando por Hegel. La dialéctica de la historia se encamina siempre hacia síntesis más elevadas, cada conflicto de fuerza nos conduce a una fase superior a la de las etapas precedentes. Los que no se convenzan de un constante progreso rectilíneo de la huma­nidad, no pueden dejar, por tanto, de creer en la posibilidad de retrocesos y decadencias de los que la historia nos ha hablado, y que dan a la vida so­cial su aspecto dramático.

Merecen también atención las fases por que atraviesa el Estado, se­gún el marxismo. Sólo podríamos tomarlas como una descripción literal de la realidad, si estuviésemos de acuerdo con la categórica afirmación de Engels de que el Estado "es, en todos los casos, esencialmente, una má­quina para dominar la clase oprimida y expoliada''.

Hermann Heller, nos advierte que Engels, en uno de sus últimos tra­bajos, mitiga el tono de esas palabras. "Al decir ahora, muy cautelosamente, que el Estado es "por lo general", el Estado de la clase dominadora y, con su ayuda, expoliadora" llega, por lo demás, a la siguiente declaración sor­prendente. "Por excepción sobrevienen períodos en que las clases en lucha se hallan tan cercanas al equilibrio que el poder del Estado, como apa­rente mediador, adquiere momentáneamente cierta autonomía respecto a una y otra." Las frases que siguen desvanecen, además, toda duda respec­to a que el Estado puede cumplir ese papel mediador no sólo en apariencia, y de que ello acontece no con carácter excepcional sino de un modo regu­lar desde que existe el Estado moderno. Pues Engels señala sumariamen­te, como ejemplo, la monarquía absoluta de las siglos XVII y XVIII, el bonapartismo del primero y segundo imperio y, finalmente, también el Estado bismarckiano. 21

Max Scheler nos ofrece una nueva tríade de las fases de la evolución social. La historia resulta del juego de factores reales (raza, política, eco­nomía) y de factores ideales (religión, arte, conocimiento, moral, derecho). Unicamente en el campo de los factores reales podríamos encontrar una

20 Vida Humana, Sociedad y Derecho, op. cit., p. 89.

21 Hermann Heller: Op. cit., p. 195.

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ley de sucesión, pues en el dominio de los factores unidos bajo el nombre de cultura, impera el principio de libertad. Las fases de la evolución social se distinguen según el predominio de determinado factor real, y su orden sería el siguiente: supremacía de las relaciones de sangre, supremacía de lo político, supremacía de lo económico. La supremacía de las relaciones de sangre, sería aquella fase caracterizada por el principio del parentesco, donde la sociedad familiar ejerce su predominio, como lo hallamos en los pueblos naturales y en los orígenes de la historia. El Estado aparecería en la segunda etapa evolutiva, como la organización militar del grupo más amplio, que tiene que luchar contra el orden estricto de las sociedades familiares y sus formas culturales. La supremacía de lo económico es el estado que se implanta con la llegada del capitalismo.

Esta fórmula tiende a corregir la generalización de Marx, que admite la supremacía de un solo factor -el económico- durante todo el trans­curso de la evolución social. Según Max Scheler, la economía marxista no sirve para toda la historia de la humanidad, y ni siquiera para toda la his­toria occidental, sino únicamente para un período de esta última: la época capitalista. Difícilmente, por tanto, podemos trazar los límites claros de una fase a otra, y aun en nuestros días nos encontramos con una tentativa -la del nazismo- de colocar el principio de la sangre como piedra an­gular de la organización social. Si bien no falta quien caracteriza el mundo moderno occidental por el predominio del factor económico, tampoco fal­ta quien esté convencido de la supremacía del político, ya sea para todo el curso de la historia (Maquiavelo, Rousseau, 22 Hauriou, 28 Rudolf Rocker,-2' Bertrand Russell 211 ), ya sea para los tiempos actuales (Julien Bren­da, 26 Oskar von Wertheimer, 27 Norman Angell, 28 Ortega y Gasset). 29

Incluso el ensayo de aplicación práctica del marxismo, que es la Rusia soviética, parece indicar más bien un predominio de lo político que de lo económico, pues, en lugar de ser la economía la que forme la organiza­ción del poder es más bien un nuevo Estado que está implantanklo la nueva estructura económica.

22 Confesiones.

23 Précis de Droit C onstitutionnel.

24 Nacionalismo y Cultura.

25 El poder.

26 La Trahison des Clercs.

27 M aquiavelo.

28 El Pueblo debe saber.

29 La Rebelión de las Masas.

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En Summer Maine vamos a encontrar nuevamente la bipartición de las fases evolutivas: La fase del status y la del "contrato". En las socieda­des de status las relaciones son más espontáneas, menos calculadas y como preestablecidas por las posiciones que la sangre y la situación social fijan para los individuos. Las sociedades a que se refiere el período del contrato, aparecen con carácter individualista, viniendo a basarse en el valor perso­nal y en la voluntad autónoma de cada uno. En otras palabras : la distin­ción se acerca a lo que se puede llamar, respectivamente, una sociedad de castas y una sociedad de clases, o; como dice Hans Freyer, sociedad esta­mental y sociedad clasista. Corresponde más o menos a la división de Spencer entre Estado militar y Estado industrial. Deberíamos notar que hoy la influencia del principio contractual en las relaciones sociales no parece ir en escala progresiva, sino más bien demuestra una tendencia al aumento de las relaciones estatutarias, con la proliferación de los grupos de toda especie, funcionando como intermediarios· entre el Estado y los individuos. Fórmula parecida es la de Tonnies, para quien la evolución social presenta las fases de "comunidad" ( Gemeinschaft), y de "asocia­ción" ( Gessellschaft). Hay aquí también distinciones valorativas, dando preferencia, Tonnies, a la forma comunitaria, donde las relaciones son más espontáneas y poseen el carácter de solidaridad orgánica, en tanto que en la "asociación" prepondera el individualismo y la solidaridad mecánica. Son las mismas formas de solidaridad descritas por Durkheim: solidari­dad por semejanza, o mecánica y solidaridad por diferencia, u orgánica. Durkheim prefiere la última etapa de la evolución, es decir, las socieda­des de gran división del trabajo, que él caracterizó con el mismo término que Tonnies emplea para la forma opuesta, dándose un curioso ejemplo de la imprecisión de la terminología en la Ciencia social.

Si las teorías hasta aquí examinadas no satisfacen nuestra exigencia de certeza sobre cuál es el curso de las instituciones políticas, por lo menos podríamos tratar de ver si responden a un aspecto de las transformacio­nes del Estado -el más importante, además- como el de saber si ellas se dirigen en el sentido de la libertad o no.

N o falta una respuesta negativa, en aristócratas como Nietzsche, en positivistas como Comte, en varios pensadores nazis y fascistas. Los hay que así piensan basándose en una interpretación de las tendencias de la época, asegurando que ellas se dirigen hacia el mundo de estatismo cre­ciente, bajo la forma de inmensos imperios burocráticos, con una dirección total o una planificación de todos los aspectos de la vida humana. Los re­cursos técnicos de dirección de los hombres harían posible una sociedad

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regida en todos sus movimientos por un cerebro central inspirado por fórmulas científicas. O, en otro aspecto, la sociedad se estabilizaría en un paraíso mecánico, funciomndo como una máquina de precisión infa­lible.

Hay todavía los profetas opuestos, que dicen que la trayectoria de la evolución conduce a la libertad. Estos, generalmente, afirman que el Estado decrecerá y hasta se extinguirá. Existen excepciones como Durkheim, para quien el Estado se hipertrofia, pero como el principio del contrato crece paralelamente, la libertad individual también se prolonga. Otros que admiten la terillencia a la prol<>ngación de las funciones del Estado, hallan que la libertad no sufrirá perjuicio. La intervención cre­ciente del Estado tendrá por fin asegurar los derechos de la personalidad, y se ha de limitar a aquellas esferas como la económica, cuya ausencia de control acarrearía la esclavitud de la mayoría por una minoría de privi­legiados de la riqueza, únicos beneficiarios de tal libertad. La hipertrofia del Estado sería sólo de naturaleza administrativa, sin que significase la anulación de la libertad política, o la intervención en la vida del espíritu.

Para gran número de escritores demócratas, la libertad al mismo tiempo que es un programa ideal, se presenta también como un punto ha­cia donde se orientan las tendencias de la civilización. Piensan como Rudolf Laun que "la evolución hacia una democracia a través de la historia, es la evolución de la aristocracia de la fuerza hacia la aristocracia del pen­samiento", 80 o concluyen como A. J. Carlyle, para quien "es evidente que la historia del desenvolvimiento de la cultura en los últimos dos mil años es primordialmente la historia del desenvolvimiento de la libertad". 81 Mu­chos de ellos encuentran que el Estado declina, como Spencer, Summer Maine, Maxime Leroy, Duguit, Cruet, Morin, Manoilesco, Gurvitch y varios otros escritores considerados como pluralistas, incluyendo a los adeptos a la descentralización de los servicios públicos, socialistas guil­distas y corporativistas puros (que estarían en el polo opuesto de la ver­sión fascista del corporativismo).

Encontramos también pluralistas extremos, como los sindicalistas revolucionarios, que consideran al pronóstico sobre el Estado de ma­yor gravedad que la de un simple debilitamiento, pues los síntomas son mortales. En este punto están de acuerdo con los anarquistas de diversos matices. Entre estos últimos se suele catalogar a los marxistas, que tam-

30 La Democracia, Editora Nacional, S. Paulo, 1936, p. 366.

31 La Libertad Política, Fondo de Cultura Económica, México, 1942, p. 7.

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bién creen en la futura extinción del Estado, cuando se implante la socie­dad sin clases. Es preciso señalar, que hay controversia sobre palabras, debido al hecho de que el marxismo ha dado al término "Estado" un sentido particular - la dominación de una clase sobre otra. Un escri­tor marxista Max Alciler, después de destacar "ese sentido fijo y determi­nado" que tiene la palabra "Estado", a partir de Marx, pondera que "nin­guna forma de sociedad puede existir sin cierto poder". 32 Distingue entre "poder" y "dominio", y sólo este último desaparecerá en la sociedad co­munista futura. Como vemos el marxismo parece sólo admitir la desapa­rición de una forma particular de Estado, pero no el Estado en sí, pues aquel "poder" de la sociedad comunista merecería aún la definición de Estado que da la ciencia política. Heller hace la misma observación en las siguientes palabras: "El propio Engels hubo de admitir una función re­presiva y representativa del Estado, específicamente política, cuya pecu­liar legalidad es independiente de la existencia de una sociedad económica dividida en clases. Sólo le es posible negar, al menos provisionalmente, la autonomía de lo político, aunque ciertamente al precio de una interna contradicción, reduciendo a lo económico, de manera unilateral, la uni­versalidad potencial de las funciones estatales." 33

Nada, pues, nos garantiza que la libertad viene por una evolución natural. Ella permanece como un principio ideal, una llamada del deber ser a las conciencias y no como una ley derivada del estudio empírico del mundo social.

En la relativamente corta historia de Occidente, la observación de los hechos nos demuestra la existencia de eclipses y retrocesos de la libertad. Por otro lado, quedaría sin sentido toda prédica de libertad, cualquier pro­grama de lucha a su favor, si una providencia o una ley natural se encar­gase incondicionalmente de ofrecer a los hombres un paraíso libre. Como dice Karl Mannheim, prever el futuro es tarea de profeta, y toda profecía nos quita facultad de decidir, porque transforma la historia en un estricto sistema determinado. 34 Realmente no tendríamos necesidad de decidir si supiésemos que las aguas de la historia sólo podrán correr por un canal determinado. Cuando sólo existe un camino, no hay posibilidad de elección

32 Democracia Política y Social, Imprenta Cóndor, Santiago de Chile, 1936, pp. 95-103.

33 Hermann Heller: Op. cit., p. 194.

34 Karl Mannheim: Ideología y Utop·ía, Fondo de Cultura Económica, México, 1941, p. 227.

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para aquéllos que tienen que seguir andando. Unicamente cuando tenemos ante nosotros varios caminos posibles es cuando podemos ejercer la facul­tad de elegir. Para nuestra intuición moral la imagen de la historia se pare­ce a la de una serie de encrucijadas, la investigación sociológica aun no puede llegar a la conclusión de que se reduce a un único medio de trán­sito inevitable

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