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LA CUESTA DE CLAUDIO MOYANO O CUESTA DE LOS LIBREROS (MEMORIAS DE UN BIBLIÓFILO COMPULSIVO) Ricardo Hernández Megías Abril de 2012TRANSCRIPT
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LA CUESTA DE CLAUDIO MOYANO O CUESTA DE LOS LIBREROS
(MEMORIAS DE UN BIBLIÓFILO COMPULSIVO)
Ricardo Hernández Megías
Abril de 2012
Escultura de don Claudio Moyano en el comienzo de la Cuesta de los Libreros
Los que habitamos esta enorme ciudad en que se ha convertido
Madrid a partir de los años 50 y 60 del pasado siglo, podríamos decir que
es, o parece ser a primera vista, una ciudad deshumanizada, donde puedes
caminar durante horas por sus calles y plazas sin recibir un saludo o sin que
nadie ponga sus ojos en tu persona. Madrid te convierte en un ser invisible;
no existes como ente individual y pasas a ser un número más de la enorme
masa de ciudadanos que caminan por sus calles en su diario quehacer
laboral o, en estos últimos años, en su inusitada búsqueda turística.
Podríamos decir lo mismo del conjunto edificable y monumental de
la gran ciudad. El todo Madrid parece que ha ido borrando las
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peculiaridades características de los distintos barrios que como un
gigantesco puzle componen el enrevesado y apasionante conjunto de una
de las más bellas ciudades de Europa. Sin embargo, basta con pasear por
sus calles, sus plazas, sus numerosos y hermosos jardines, tapear en sus
bien surtidos bares o sentarse a disfrutar de su privilegiada temperatura en
una de sus numerosas terrazas, para discernir que Madrid sigue siendo una
ciudad acogedora tanto para el que la vive como para el que la visita,
siendo uno de sus máximos valores el agradable trato de sus habitantes,
siempre dispuestos a ayudarte en caso de necesidad o apuro.
El gigantesco Madrid tiene cientos de rincones merecedores de
conocerlos, de explorarlos y de disfrutarlos: el Madrid de los Austrias (con
su Plaza Mayor, el conjunto monumental del Palacio Real o la Catedral de
la Almudena), el popular barrio de Lavapiés (con su dominical Rastro), sus
grandes y monumentales avenidas adornadas de numerosos árboles
ornamentales; sus bellas fuentes; las fachadas de sus casas dieciochescas o
sus palacios; sus barrios “nobles” hoy reconvertidos en barrios comerciales
de super lujo (barrio de Salamanca y Chamberí); la plaza de los condes de
Baraja, mercado de pintores y artesanos; los pulmones verdes de Madrid,
como lo puedan ser El Retiro, el Parque del Oeste, la Casa de Campo, el
Parque de El Capricho, el Parque de Tierno Galván, el nuevo y magnífico
Parque de Entre Ríos, etc., que todos juntos y los que faltan por enumerar
forman un anillo verde que embellecen y limpian la atmósfera de la
ciudad…; y así podríamos seguir enumerando otros muchos lugares que
con su propia personalidad, hacen las delicias de los que la habitamos y
disfrutamos esta hermosa ciudad que es Madrid.
Pero Madrid también tiene otros muchos rincones recoletos,
magníficos, exclusivos, dispuestos sólo para el disfrute de los más
privilegiados degustadores de novedades, al margen de la gran masa. Hoy
queremos acercarnos (andando, después de la afortunada remodelación que
sufrió en los primeros años de este siglo que la hizo peatonal) a la Cuesta
de Claudio Moyano o Cuesta de los Libreros, permanente feria del libro de
viejo, que como una ofrenda del pasado, sigue activa y revitalizada para el
disfrute de los amantes de los libros, pegada a un lateral del Jardín
Botánico, y paso de entrada a una de las más concurridas puertas del
Parque del Retiro: la Puerta del Ángel Caído.
En sus muchos años de historia desde que el duque de T’Serclaes, el
marqués de Valero de Palma y otros escritores interesados que la Feria
Permanente de Libros se instale en lugar de fácil acceso público, según se
nos señala en el expediente que con distintas firmas se le envía al Excmo.
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Ayuntamiento de Madrid, con fecha 30 de enero de 1925, la Feria ha
sufrido distintos avatares e, incluso, ha tenido que cambiar de ubicación,
bien por obras de restauración, pasando sus casetas a la verja principal del
mencionado Jardín Botánico, o bien porque el Ayuntamiento de Madrid,
potenciando los valores culturales de la llamada Milla de oro cultural
(Museo del Prado, Museo Reina Sofía, Jardín Botánico, Iglesia de los
Jerónimos, Museo Thyssen-Bornemisza), incluyó la Feria del Libro en
dicha remodelación, haciendo peatonal la Cuesta de Moyano y lugar
permanente de paseo para un numeroso grupo de madrileños que de ella
disfrutan diariamente.
Copia del expediente del Ayuntamiento
Dicho expediente, que figura en el Archivo de la Villa de Madrid en
su Negociado de Gobierno Interior (Asuntos Generales) con el nº 23-158-
172 y matasellado en su registro de entrada el día 30 de enero de 1925,
lleva la siguiente introducción: Los que suscriben, amantes de todo cuanto
redunde en beneficio de la cultura y amor al libro, y enterados de la
iniciativa del Excmo. Ayuntamiento de construir una Feria Permanente,
por cuya idea, no solo de enaltecer la Capital de España, sino de cumplir
con un sacratísimo deber de iniciar en la instrucción a todos aquellos, que
a pesar de sus deseos, se ven privados de poderlo hacer, por sus escasos
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medios económicos, y que de esta forma verían colmados sus anhelos, a
mas de hacerles presente su más reconocida gratitud, verían con sumo
gusto que la instalación de dicha Feria, fuese en un sitio bien visible y de
fácil acceso, tanto a los que en los referidos puestos vemos pasar las
mejores horas de nuestra vida en busca de un libro deseado, como aquellos
otros, que sin pensar, van aficionándose a guardar y tratar con todo cariño
un libro.
La instalación presente hecha como prueba, a más de estar en sitio,
paso y propósito, hace su acceso sumamente difícil.
A continuación de esta entradilla, el documento viene firmado por
más de un centenar de escritores y bibliófilos, entre cuyas firmas podemos
distinguir, además de las ya mencionadas del marqués de T’Serclaes y la
del marqués de Valero de Palma, las de don Pío Baroja, Benjamín Jarnés,
Guillermo de Torres, Ricardo Blanco-Fombona, J. Albiñana Mompó, por
citar algunos de los más conocidos.
Recuerdo que llegué a Madrid desde mi tierra extremeña, allá por los
años 67 del pasado siglo, justo cuando se levantaba el horroroso mamotreto
llamado Scalextri que durante tantos años afeó la amplia y hermosa plaza
de Carlos V o plaza de Atocha, donde convergían, por aquellos años, los
servicios ferroviarios de toda España. Mi llegada a la capital, como la de
tantos otros muchachos de mi edad, estaba relacionada con mis
pretensiones de seguir estudiando en la Escuela de Ingenieros de ICAI, en
la que estaba matriculado, mientras que, por otra parte, me habían resuelto
el problema de mi supervivencia en la gran ciudad ingresando como
voluntario –dada mi corta edad– en la Escuela Superior del Ejército,
compatibles una y otra actividad, con el consiguiente permiso por parte de
mis superiores militares.
Con dieciocho años, los días son muy largos y parece que hay tiempo
para todo. Las facilidades con las que me encontré en la Escuela y el afecto
de mis superiores me facilitaba el que todo el tiempo lo dedicara a estudiar,
preferentemente por la mañana, y la tarde la dedicara a mis clases en el
Colegio de los jesuitas de la calle Ramírez de Arellano, o como todo el
mundo le llamaba en aquellos tiempos, Colegio de Areneros. Mis aficiones
de lector venían desde mucho antes, y no porque en mi casa los libros
fueran moneda corriente, que no lo eran, sino –quizás– porque mi timidez y
la falta de recursos económicos de mi familia me excluían de las reuniones
domingueras con los amigos y dedicara mi tiempo a encerrarme en la
biblioteca municipal de Badajoz, ciudad en la que habíamos recalado pocos
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años después de la muerte de mi padre, desde un pueblo cercano a la capital
de la Baja Extremadura.
Las casetas de libros viejos a primera hora de la mañana
Mi problema en Madrid era el que la beca del Ministerio de Cultura
solo alcanzaba para pagar la matrícula y los libros del curso, por lo que no
disponía de recursos económicos como para poder saciar mis juveniles
ansias lectoras, problema que resolvía pidiéndole a mis compañeros de mili
y de curso algunos libros prestados, que generosamente me proporcionaban
y que yo religiosamente devolvía, siempre agradecido.
Para un muchacho de provincias, la ciudad era tan inabarcable que
hasta tenía mis prevenciones a la hora de perderme por lo que yo
consideraba que eran los extrarradios de la misma, como lo podían ser, en
aquellos tiempos, la lejana plaza de Atocha o el Parque del Retiro. Esos
miedos e inseguridades se fueron amortiguando conforme fue pasando el
tiempo y los amigos me fueron llevando por numerosos lugares
desconocidos hasta esos momentos. Recuerdo con toda claridad mi primer
encuentro con la llamada Cuesta de Claudio Moyano, en donde se
encontraba desde los primeros años del siglo XX la feria permanente del
libro viejo, con sus numerosísimos y muy asequibles ejemplares, como
también me acuerdo de mis primeras incursiones en el dominical Rastro
madrileño, preferentemente en la llamada Plaza de Campillo del Mundo
Nuevo, antes de que el alcalde Álvarez del Manzano remodelase y definiera
definitivamente el cometido del mismo, eliminando los numerosos puestos
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callejeros en dicha plaza, en la que los mendigos, chamarileros y
cartoneros, tan numerosos en aquellos años de grandes necesidades,
llevaban al mercadillo el producto de sus búsquedas en los contenedores de
basura de la capital, entre cuyos productos sobrantes se encontraban los
despreciados libros que no merecían la atención de sus dueños y que por
pocas pesetas pasaban a nuestras ansiosas manos.
Desde el primer momento del descubrimiento del mercado de viejo y
hasta hoy, muchas décadas después, ha sido –y es– mi lugar preferido en
esta maravillosa ciudad que me acogió ya para siempre, en la que tengo mi
hogar, mi familia y mi trabajo, así como mis aficiones, siendo la literaria la
más arraigada, hasta el punto de haberme convertido en un bibliófilo
compulsivo.
Pero la Cuesta de Moyano es mucho más que un nombre
emblemático. Mucho más que una referencia romántica y atávica anclada
en tiempos pasados. La Cuesta de Moyano es el lugar de encuentro de una
masa de hombres y mujeres cuya finalidad última es el disfrute de la
cultura. Por sus 30 casetas (hoy remozadas, aunque conservando su
estructura inicial del pasado siglo) han pasado, y pasan, lo más granado de
nuestros hombres de Letras. Delante de sus casetas se reúnen amigos
literatos y lectores que en connivencia con los dueños de las casetas ejercen
un ministerio de difícil catalogación en otros ambientes más academicistas.
En mis muchos años de pulular por entre los tableros repletos de
novedades, descatalogadas hace muchos años, he visto, con los mismos
ojos codiciosos que los míos, a grandes escritores nacionales buscar y
rebuscar entre tan numerosos como incomprensibles fondos, y he
comprobado cómo disfrutan, como niños grandes, el haber conseguido
alguna pieza libresca digna de su agrado. Por sus tableros han desfilado
hombres tan importantes como don Julio Caro Baroja, a quien tuve el
placer de tener como contertulio y acompañante en el común peregrinar por
las casetas; a mi admirado y en mucho tiempo “enemigo” el Premio
Nacional de Poesia don Carlos Sahagún, implacable perseguidor de
novedades poéticas y, por lo tanto, competidor de quien esto les cuenta; a
mi querido amigo y admirado poeta, Premio Nacional de la Crítica y
Premio Nacional Literatura don Diego Jesús Jiménez, con el que tantas
horas he compartido en amenas charlas, tanto en Madrid como en Priego
(Cuenca), donde los dos tenemos casas, amigos, y afinidades literarias
(salvadas las diferencias); a Andrés Trapiello, magnífico cronista de la
actualidad madrileña y en un momento determinado de su vida, vendedor él
mismo de su propia biblioteca; a Juan Manuel de Prada, antes de que la
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fama y el éxito de sus libros le borrara de la nómina de los penitentes de
Moyano; a don Enrique Mújica Herzog, ex ministro de Justicia, quien
pasea su actual aburrimiento comprando Tebeos para niños…
Pero mucho más importante que los escritores que ocasionalmente
visitan la Cuesta de Moyano, sin ningún tipo de dudas para quien escribe,
son los propios libreros. En cerca de cuarenta años de asistencia casi
semanal, he visto cómo han ido desapareciendo una clase muy singular de
profesionales del libro viejo, repito: del libro viejo, muy distintos, para
desgracia de los bibliófilos penitentes, a los actuales dependientes,
seguramente muchos más entendidos en temas de letras, pero carentes de
aquel espíritu libresco de antaño donde todos nos conocíamos después de
muchos años de brega y a todos por igual se les trataba con la misma
deferencia.
Un tranquilo paseo por un lugar idílico de Madrid
Aquellos libreros de los años 60, 70 y 80, sin ser tan “técnicos” como
lo son los actuales dependientes e, incluso, podríamos decir que muchos de
ellos con un nivel cultural ínfimo, eran verdaderos comerciantes de papel
viejo que tenían el respeto y el cariño de los compradores. Sabedores de
que bibliófilos y poder adquisitivos eran dos términos contrapuestos,
muchas veces nos fiaban los libros que íbamos pagando religiosamente en
próximas semanas, sin que nadie se saltara la norma. Aquellos hombres,
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hoy han desaparecido dada su mucha edad, salvo alguna excepción a la que
después haremos especial referencia.
Entre mis recuerdos de libreros que han dejado huella en mi vida (y
en mi biblioteca personal), recuerdo al viejo Negueroles, en la caseta nº 1,
que nos ofrecía sus abundantes depósitos de libros de su almacén en la calle
Del León, esquina con la de Cervantes, en el llamado Barrio de las Letras;
las casetas números 5, 7 y 11 estaban regentadas directamente por los
hermanos Carmelo y Guillermo Blázquez, buenos conocedores del libro
viejo, pero comerciantes con precios fuera del alcance de nuestros bolsillos.
Carmelo desapareció de Moyano por culpa de una enfermedad que le
impedía moverse con facilidad y Guillermo se reconvertiría en un editor de
libros raros, y así sigue hasta el día de hoy; la caseta nº 12 la regentaba un
hombre grande y fuerte, Pepe Tormos, que encontró la muerte ahorcándose
en una viga de su almacén de libros; en la caseta nº 13, y hasta su muerte
no hace muchos años, el viejo Lucas, un hombre de ideas comunistas ponía
a nuestra disposición libros sobre temas políticos censurados años antes por
las autoridades civiles, principalmente los del Ruedo Ibérico; la nº 19 la
regentaba Germán, otro viejo y veterano librero que nos atendía siempre
amable y bonachón con su cigarrillo siempre encendido en su boca, a quien
la edad le obligó a retirarse; la caseta nº 22, también hasta su muerte el 2 de
agosto del pasado año de 2011, estaba regentada por Conchita,
seguramente la primera mujer que se hizo cargo de un puesto de libros en
Moyano (hubo otra mujer anteriormente, pero estuvo poco tiempo).
Conchita, aparentemente era una mujer “agria”, a quien no le gustaba
mucho que le tocaran sus libros, pero todo era fachada. Detrás de esa
primera actitud de defensa frente al cliente ocasional y “manoseador”
(como ella diría), había una mujer amable y cariñosa, dispuesta siempre a
atenderte si le demostrabas que eras un cliente serio y respetuoso con su
mercancía. Yo puedo dar testimonio de lo que digo, porque infinidad de
veces ha tenido conmigo detalles muy de agradecer. Desde su muerte, la
caseta sigue cerrada, desgraciadamente, y es como una pequeña herida
abierta en mitad de la Cuesta; la caseta nº 24 fue de las más visitadas por
mí durante muchos años, toda vez que hice amistad con Alfonso, un joven
y grueso dependiente (hoy también fallecido), buen conocedor de la
mercancía, que me permitía dejarle a deber algunos libros, sabedor de mi
rectitud y de mis pocos fondos. A dicha caseta se acercaban muchos
clientes, no para comprar, sino para vender, entre cuyos conocidos estaba el
escritor Michi Panero, hijo del poeta del 36 Leopoldo Panero, dueño de una
gran biblioteca que su hijo, con otras apetencias menos culturales se
encargaba de ir vendiendo poco a poco, según sus necesidades y coqueteos
con la droga. Viendo cómo se me escapaban algunas joyas del mencionado
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poeta por falta de recursos económicos, le hice trampas al librero y me puse
directamente en contacto con el propio Michi, ofreciéndole algo más de
dinero que el que le ofrecía sabiamente y conocedor de su problema el
librero, por lo que hasta su repentina muerte, pude hacerme de buena parte
de la biblioteca de su padre, que de otra manera iban a terminar en el
mismo sitio, devaluados más si cabe todavía y, lo que es peor –sobre todo
para mí– dispersos y en manos desconocidas; recordar la caseta nº 25, la de
la Música, como todos la conocíamos, donde ejercía sus grandes
conocimientos del tema un hombre joven y emprendedor, Enrique, que un
día se nos fue víctima de una rápida enfermedad dejándonos a todos un
poco desenfocados. Yo tengo dos hijos y los dos músicos, por lo que en el
ejercicio de mi responsabilidad paternal, fui, durante años, recuperando
partituras musicales que en aquellos años eran fáciles y baratas de
encontrar en tan peculiar caseta. Recuerdo el enorme disgusto de mi hija
mayor cuando le comuniqué la muerte de aquel amigo al que ella recurría
en tantas ocasiones y el agrado con la que era recibida por tan entrañable
personaje. Afortunadamente, hoy la caseta la sigue regentando su esposa
Carmen, una mujer joven y guapa que sigue manteniendo el mismo espíritu
comercial de su esposo. Mi recuerdo y mi gratitud, querido Enrique. Y para
finalizar este rápido recorrido por algunas de las casetas más visitadas por
quien esto escribe, recordar que la caseta nº 26 estuvo regentada, también
hasta su muerte, en la que aguantó estoicamente su degradación física y
mental, el querido librero Pepe Berchi, con quien he pasado muchas horas
de agradables charlas literarias y sociales, toda vez que fue durante muchos
años el Presidente del gremio de libreros y por su caseta fue/fuimos
pasando durante muchos años esa caterva de hombres de Letras, a la
búsqueda del ansiado trofeo, que él sabiamente ponía como cebo a sus
clientes. Cuando se fue achicando como una uva pasa y su cuerpo se
menguó de manera crítica, también su mente fue sufriendo las
consecuencias de los años. Sé que era poseedor de una magnífica biblioteca
particular, principalmente sobre escritores de la Generación del 27, y que
en la confianza que nos teníamos, en más de una ocasión me ofreció
quedarme con parte de ella. Su triste final, con la cabeza descompensada y
ajena ya completamente al tesoro que poesía, habrá hecho desaparecer unos
libros que yo, por honradez y por vergüenza, fui incapaz de llevarme.
Quede aquí mi testimonio de amistad y cariño a un hombre bueno que me
entregó lo más sagrado que un hombre pueda dar: la confianza.
He dejado para un lugar preferente –y aislado de las demás casetas–
la señalada con el número 15, donde ejerce su “dictadura comercial” don
Alfonso Riudavets, un personaje entrañable, querido por muchos
bibliófilos, sabedores de lo mucho que le debemos –yo entre ellos–, y por
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otros dueños de casetas criticados, pero para ninguno de nosotros
irrelevante. Don Alfonso, junto con su querida compañera Conchita, ya por
nosotros señalada anteriormente, eran, y es en solitario en estos momentos,
el último representante de aquella Feria del Libro viejo de principio de
siglo, donde se da más importancia al libro en sí mismo que al resultado
comercial de su venta, por muy digna, obligatoria y necesaria que ésta sea
para mantener el negocio.
El placer de expurgar en un gran tablero repleto de novedades
Don Alfonso Riudavets, yo así le llamo con todos mis respetos desde
que hace más de cuarenta años le visito, aparentemente se reviste con la
máscara de un viejo ogro de mal carácter que domina a conciencia el
mercado del libro viejo en donde no hay nadie que pueda rivalizar con él,
ni en precios ni en cantidad de libros ofertados. Pero don Alfonso, como le
pasaba a Conchita, su compañera de tantos años de profesión, estoy seguro
de ello, que no es lo que aparenta. Su frecuente mal humor, sus, a veces,
salidas de tono, encierran un profundo y asumido respeto hacia el ejercicio
de una respetable profesión, que sin restarle un ápice al asunto comercial,
le sobrepasa por completo y le dá esa pátina de ejercicio “sagrado”.
Pero es que Riudavets, además de ser el verdadero centro de la
Cuesta de Moyano, el librero que arremolina alrededor de su caseta a los
numerosos bibliófilos que de verdad sienten al libro como una obra
sagrada, es el librero que “alimenta”, por decirlo de forma coloquial, a
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cientos de pequeños libreros callejeros que se acercan a sus estantes para
comprar barato y después aumentar su precio y así poderse ganar la vida.
Señalábamos anteriormente que Riudavets, plenamente conocedor pero
ajeno por completo al posible malestar de los demás libreros de la Cuesta,
porque –dicen éstos– tira los precios por los suelos, esos mismos libreros
que le critican y ven con un mucho de envidia al numeroso público que
diariamente “luchamos” por llegar a sus tableros, son los primeros
beneficiados de sus precios y muchos de ellos han sobrevivido durante
bastante tiempo en sus negocios a base de las compras que le hacían al
mismo Riudavets, quien complaciente con sus vecinos de casetas, les
permitía ser los primeros y beneficiados compradores de su deseada
mercancía. Por no señalar, que durante la Feria del libro viejo de Recoletos,
allá por el otoño, libreros de Madrid y de otras ciudades españolas han
arramplado con todo lo que pudiera ser objeto de venta, a los que
amablemente ha consentido tan curioso como respetado personaje.
El éxito de Riudavets (lo ha comentado él mismo muchas veces) es
comprar barato, pero al contado, y vender también barato; no tener mucho
tiempo los libros en las estanterías y rotar permanentemente su oferta. Pero
es que además –y esto lo decimos nosotros, los bibliófilos– la pareja de
libreros formada por Riudavets y Conchita es –era– la más trabajadora de
la cuesta de Moyano. Haga frío o calor, sea día de diario o de fiesta, cuando
aún no han llegado y abierto sus casetas el resto de los libreros, ellos ya han
montado las suyas y tienen a su alrededor a los impenitentes compradores.
Pasear por la Cuesta de Moyano se ha convertido en un placer para los madrileños
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Don Alfonso Riudavets es actualmente un comerciante con mucho
oficio y detrás de esa aparente figura de mal genio con la que en algunos
momentos se reviste, hay un hombre bueno, enamorado de su profesión,
hasta el punto de haberse convertido con los años en otro gran bibliófilo,
con una importantísima biblioteca sobre bibliografía. Si en años pasados
fue un simple comerciante de libros, los años y la experiencia le han
convertido en un gran conocedor de la materia que pasa por sus manos.
Este conocimiento y este amor a los libros hacen que nos conozca uno a
uno a todos sus clientes y que sepa distinguir al bibliófilo que compra para
su propio placer, del librero que viene a “aprovecharse” de su mercancía
barata, y yo diría que hasta hay un trato preferente hacia los primeros,
como yo he podido comprobar personalmente en multitud de ocasiones en
los años que llevo acercándome a su caseta. Parte importantísima de mi
biblioteca sobre Extremadura (y en general) se la debo exclusivamente a su
trato de favor. Y yo desde aquí quiero agradecérselo públicamente.
Al margen de estas reflexiones sobre escritores y libreros, quiero
acercarme, con todo el amor que se merecen, al sujeto real de este trabajo:
el libro. Si a mí me preguntaran si yo creo en los milagros, con todos los
respetos que el concepto me merece, tendría que decir que sí, y que yo he
sido testigo, y sujeto, de más de un milagro en la querida Cuesta de
Moyano. Se dice que los bibliófilos perseguimos los libros que son de
nuestro agrado y que no descansamos hasta poseerlos. Es verdad. Esto
nadie puede dudarlo conociendo las biografías de bibliófilos ilustres como
lo puedan ser el marqués de T’Serclaes, Durán, Gayangos, o los
extremeños Rodríguez-Moñino, Gallardo o Vicente Barrantes, quienes
dedicaron toda su vida a ampliar sus magníficas bibliotecas que hoy forman
parte de la Biblioteca Nacional o de la Real Academia, para placer de los
lectores y orgullo de las Letras españolas. Pero lo que nadie dice, y hay
infinidad de testimonios que lo acreditan, es que también el libro persigue
al bibliófilo. Podrán sonreír al leer lo que parece una salida de tono por mi
parte, pero es que en los muchos años de búsqueda he tenido la ocasión de
comprobarlo. Voy a poner unos ejemplos de esta comunión o complicidad
bibliófilo-libro/libro-bibliófilo: en 2010 publiqué uno de mis libros titulado
Poetas de la extremadura exterior 1900-2010, que a modo de Guía o
Antología pretendía recoger los trabajos de los mejores poetas extremeños,
mi tierra, que habiendo nacido en aquellas latitudes, por problemas de
emigración habían publicado parte importante de su obra, cuando no toda,
fuera de Extremadura. Naturalmente, el trabajo me llevó muchos años de
trabajos y de consultas, pues eran muchos los poetas, muchísimos los libros
a consultar, toda vez que yo quería hacerlo directamente sobre los libros
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publicados. Recuerdo que al trabajar sobre un poeta amigo, le solicité me
prestara aquella obra que yo no tenía y que por estar descatalogada desde
hacía años, me era difícil su consulta; me prestó lo que pudo, pero me
señaló que desgraciadamente no podía hacer lo mismo con una de sus
primeras obras porque se habían publicado muy pocos ejemplares y él
había perdido el suyo. Pocos días más tarde llego a Moyano y compro
algunos libros que llevo a mi coche aparcado en la calle Alfonso XII. Mi
intención era marchar a casa, pero lo temprano de la hora me aconseja
volver a dar otra vuelta con el único fin de perder un poco de tiempo.
Cuando me acerco nuevamente a la caseta n1 15, la de Riudavets, don
Alfonso me llama y me dice; tenga, este libro me parece que también es de
su tierra. Solamente me entregó en esa ocasión un delgado libro: el libro
que necesitaba para seguir mi trabajo y que el propio autor carecía.
¿Casualidad?… bueno, puede ser… pero tantas veces repetido…
Hoy don Pío Baroja estaría satisfecho de estar entre libros
Otro ejemplo de lo que digo: durante el mismo trabajo, necesitaba
comprobar la poesía de una escritora extremeña que yo hasta esos
momentos no conocía personalmente; su obra poética era en aquellos
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momentos de cuatro libros, de los que sobre mi mesa de trabajo había dos,
faltando, por lo tanto otros dos, que tendría que solicitar a la Biblioteca
Nacional. Un sábado cualquiera llego a la feria, que por aquellas fechas y
mientras terminaban las nuevas casetas de Moyano estaba en el Paseo de El
Prado, y me acerco, como siempre hago a la caseta número 15. Don
Alfonso debía de estar esperándome pues nada más verme y conocedor de
mis aficiones me dice: tengo aquí un montón –así, un montón– de libros de
poesía que quisiera que usted, sin compromiso, los viera por si hay alguno
de su interés, antes de ponerlo en el tablero. Y nuevamente el milagro. En
el “montón”, más de cincuenta poemarios de distintos poetas y fechas;
cuando llegan a mis manos, veo que los dos primeros libros (he dicho bien,
los dos primeros libros), como si me estuvieran esperando, eran los libros
que me faltaban en mi trabajo. Bien (digo yo), pudieron estar dichos libros
metidos entre los numerosos poemarios a la espera de mi consulta, pero ¿no
les parece extraño que fueran los primeros? ¿Casualidad nuevamente?…
Bueno, bien, pero yo lo tomo, como en tantas otras ocasiones, como un
pequeño milagro. Y así lo seguiré considerando siempre: como mis
milagros de bibliófilo.
Para finalizar estos apuntes, quisiera recordar algunas anécdotas o a
algunos personajes que de una manera u otra han marcado mi trayectoria
personal y a los que quiero ofrecer un recuerdo agradecido por tantos años
de fructuosa búsqueda que dan el resultado de una buena y numerosa
biblioteca.
Durante tantos años, han ido pasando y desapareciendo hombres
singulares que hoy están ya en el olvido y que, curiosidades de la vida,
hemos visto cómo sus libros, sus queridos libros, aquellos que durante tanto
tiempo merecieron su atención y el gasto de sus, seguramente, escasos
ingresos, han vuelto a aparecer y ser saldados en su Cuesta de Moyano,
malvendidos por su propia familia.
Otras veces era la ruindad y la falta de ética por parte de algunos
personajillos lo que enturbiaba un lugar de placer y de descanso. Recuerdo
que uno de estos personajes, hoy con caseta en Moyano y con ínfulas de
gran conocedor del tema, era no hace tantos años un simple mercader de
libros de viejo en el todavía no reformado Campillo del Mundo Nuevo, en
el que ponía su modestísimo puesto formado por unas estanterías metálicas
que llevaba en un carrito de mano. No me acuerdo cómo fue mi primer
acercamiento a él, aunque creo que sería el que ofrecía algunos libros sobre
Felipe Trigo, el escritor de Villanueva de la Serena, personaje por entonces
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muy apreciado por mí y al que he seguido con mucha regularidad durante
muchos años después.
Otra vista de las casetas en el Paseo del Prado (2008)
Si no tenía mercancía vendible no conseguía un duro, por lo que en
más de una ocasión me pedía dinero adelantado, a cuenta de posibles
adquisiciones, para poder pasar el día. Señalo su ruindad, porque años
después, instalado ya en Moyano y con caseta propia, coincidíamos muy a
menudo frente a los tableros de la caseta de Riudavets, donde ejercía como
un verdadero depredador, no permitiendo que nadie se le adelantara en su
diaria cosecha de libros. Yo le había perdido ya hacía tiempo el respeto y
no tenía ningún tipo de contacto con él, dado su carácter y sus conocidas
rapiñas librescas, así como un carácter hosco y desabrido que no estaba
dispuesto a aguantar.
Riudavets debía de comprar, además de bibliotecas familiares,
algunos restos de edición que sacaba con frecuencia al tablero. Una mañana
cualquiera, después de llevar a mi hijo menor al colegio y como me cogía
de paso Moyano me acerqué a sus tableros con la agradable sorpresa de que
había puesto en ellos un número muy considerable de ejemplares de una
obra muy codiciada por los bibliófilos; concretamente La Casa encendida,
del poeta Luis Rosales, al precio de 25 pesetas ejemplar, de los que yo
rápidamente me hice dueño, pensando, como en tantas otras ocasiones, en
mis amigos poetas. Al poco tiempo llega el mencionado personaje y al ver
tan elevado número de ejemplares apartados, se me enfrenta groseramente
diciéndome que gente como yo le estábamos esquilmando el negocio y
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algunas groserías fuera de lugar que yo, ni tenía por qué sufrirlas ni estaba
dispuesto a aguantarla. Fue tan estúpida su protesta, tan desproporcionada
su pataleta, que no tuve el menor inconveniente en reaccionar
violentamente y poner las cosas en su sitio. La respuesta definitiva me la
dio cuando días después de la trifulca, veo en el tablero de su caseta que
oferta dicho libro (seguramente consiguió después algún ejemplar) a la
poco edificante cantidad de trescientas pesetas. No estaba mal el margen de
ganancias ¿verdad?
Fue la primera vez que me enfrenté personalmente con un
energúmeno de este calibre (la segunda, y por las mismas causas, fue con
otro librero colombiano que también se creía con derechos adquiridos) y
quien como en este primer caso tuve que enfrentarme físicamente y marcar,
como hacen otros animales, nuestro lugar de caza.
Cuento estos estúpidos detalles para demostrar que en cualquier sitio,
por muy idílico que éste sea, hay personajes (personajillos) que se
aprovechan a su favor de las circunstancias y de la pasividad de un público
que no quiere problemas.
Y volvieron a su antiguo lugar de Claudio Moyano
Pero quisiera finalizar estos apuntes sobre la cuesta de Moyano
recordando otros sucesos de mayor calado humano y que tienen, para quien
escribe, un mejor recuerdo que los ruines tejemanejes de comerciantes sin
escrúpulos. Y quiero hacerlo recordando a un personaje singular; a un
bibliófilo querido y respetado, tanto por libreros como por amigos de
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aficiones, quienes durante años le hemos tratado en su semanal peregrinar
por tan delicioso lugar: me estoy refiriendo a mi querido amigo Manolo
Bercero.
Ya no recuerdo en que año conocí a Manolo, pero mi memoria me
retrotrae a mis primeras visitas, allá por los finales de los años sesenta o
principio de los setenta. Manolo es ese hombre bueno, afable, que va
saludando a todo el mundo, porque todo el mundo le conoce y le aprecia.
Saben de su seriedad y es correspondido en su amabilidad. Seguramente, el
encontrarnos semanalmente en los mismos lugares, fuera lo que iniciara
una relación que dura desde aquellos años y que ha llegado a convertirse en
algo más que una relación de afinidades librescas.
Ni las inclemencias del tiempo pueden con los libreros
Solamente lo conocía de vista, pero su buen humor, su trato exquisito
y sus grandes conocimientos sobre libros me hicieron acercarme a él, del
cual recibía consejos y orientaciones sobre temas y libros para mí
desconocidos. Conocedor con los años de mis temas preferidos, Manolo
me guardaba amablemente ejemplares de Extremadura, que él sabiamente
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localizaba en las numerosas casetas de Moyano o en el Rastro. Los años
fueron pasando y nuestra amistad creciendo hasta que Manuel se fue
haciendo mayor y le surgiera la necesidad de vender su querida biblioteca,
que antes que a nadie puso a mi disposición. El problema era que Manuel
no tenía hijos y que quería habitar, con su bella esposa, el local en la planta
baja de una Corrala en la calle de Calatrava donde tenía su inmensa
biblioteca, lugar de recreo y charlas con sus amigos, y que yo visité en
numerosas ocasiones, toda vez que su actual piso era un tercero sin
ascensor y los años le iban pidiendo cuenta a sus rodillas.
Una vieja estampa de la Cuesta de Moyano
Hoy, querido Manuel, que seguimos queriéndonos y los dos
visitando asiduamente la Cuesta de Moyano, más sabios y mejores
conocedores del mundo del libro, pero más mayores –tú ya con algunos
achaques añadidos–, quiero rendirte mi pequeño homenaje de hombre
amante de los libros. Cuando miro las estanterías de mi casa repletas de
ellos y me acuerdo de las tuyas en tu covacha de la calle de Calatrava
rebosantes de bien cuidados ejemplares, me entra un escalofrío de nostalgia
recordando tus ojos apenados al ver cómo se iban esfumando, semana a
semana, mes a mes, algunas de las más queridas obras que tú había
recopilado durante años. Y me duele porque sé que más tarde o más
tempranos me puede suceder a mí lo mismo que te sucedió a ti y tenga que
buscar una solución que ya desde hace años me está pidiendo el espacio
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restringido de mi casa y las quejas, siempre apropiadas, de mi esposa. Pero
tú y yo sabemos, querido amigo, que mientras tengamos un hálito de vida
seguiremos firmes en el amor a los libros.