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Los Cuadernos Inéditos LA BALLENA Jesús Torbado L a Hacéldama estaba vacía: ni el mismo Judas hubiera ido a parar a un lugar semejante para buscar su perdición en la horca, un lugar tan desolado y ló- brego. El Pope había elegido un nombre muy apropiado para definir la desembocadura de la Rambla del Diablo, aunque resultaba demasiado inquietante comparar la sangre de aquel animalote delicado y tímido con la del apóstol codicioso y traidor. Pero quienes lo habían oído apenas mos- traban otra inquietud que la de lograr sus porcio- nes de repentina y gratuita riqueza. -Tenía que haberse muerto junto al pósito -ha- bía dicho uno de los hombres-. Aquello está más resguardado y con luz. Y bien a mano para pes- carla. Esto parece la boca del infierno. -Cada uno muere donde puede -le había res- pondido el Pope. Los nubarrones parecían obcecados en acom- pañar al cetáceo en su último y definitivo viaje; su manto negro estaba tendido ante las estrellas que habitualmente iluminaban, en toda estación, la so- ledad de aquel desierto. La Luna se había situado sobre los picachos de Poniente, pero apenas era un manchón de borrosa luz en medio de las tinie- blas. Había amainado el levante, aunque todavía arrastraba hasta la costa bradas densas de mar, pero las nubes parecían clavadas en la atmósfera, como si se sintieran atraídas por aquel cuerpo inmóvil y extraordinario. No se veía nada. El ancho valle por el que discurría la rambla reseca respiraba ronco entre las dos cadenas de montañas que se levantaban, cada vez más altas y negras, tierra adentro, antes de unirse en el hori- zonte invisible. El viento hundía sus dedos en los arbustos de hojas de acero, entre los bajos muros de piedra que fijaban las escasas tierras de cultivo, sobre los tejadillos de algunas construcciones campesinas en que se refugiaban cabras ágiles y cerdos adormilados, frugalmente alimentados con vegetales que ningún otro animal aceptaría. Más 80 hacia el interior aquel viento había suavizado su impulso y ventilaba las matas entretejidas de los tomates, agitaba los enormes tinglados de plástico de los invernaderos dentro de los cuales madura- ban silenciosamente los claveles, las esas y las verduras de una primavera eterna. En aquellos rincones el mar era sólo un susurro lano. Los hombres habían comenzado a moverse ayudados por las linternas de mano y faroles de gas asentados en las rocas y sobre montículos de arena. A la altura de la casa de Serín se veían ya dos pequeños barcos arrastreros que balanceaban los faros de pesca entre las olas; el ruido de los motores llegaba entrecortado y leve. Eran poco más de las doce de la noche. En un corrillo, a cierta distancia del agua, media docena de volun- tarios mantenían encendida una pequeña hoguera y se pasaban de mano en mano botellas de vino y latas de cerveza. Angelito el Pájaro pecía mal- humorado y doliente. Había llegado haciendo mu- cha pantomima alrededor de su ágil vientre, por- que justamente aquella mañana se le había presen- tado el mes, según contó a gritos a todo el mundo, nada sorendido ante la noticia, y hablaba ahora con voz chillona sobre lo absurdo de rescatar a un animal marino que había muerto en el mar. Agi- taba en el aire una vara de caña para apoyar su teoría. -Las ballenas eran animales terrestres hace se- tenta millones de años -decía el Pope, ente a él-. Seguramente ésta quiso volver a sus orígenes, a tierra firme. Quizás pa ver cómo andaban las cosas por aquí después de tanto tiempo. Muchas especies animales acuden a morir donde han na- cido. Incluso me han dicho que algunos hombres lo hacen. -Pero aquí nadie piensa ayudar a la ballena a cumplir sus deseos, me parece a mí -dijo el Pá- jaro. -Lo que queremos es quedarnos con la carne. Está bien claro. Hablaba un muchacho ertote, de pelo largo y revuelto por el viento. Tenía en las manos un pañuelo que continuamente se llevaba a la nariz. Algunos otros hombres hacían lo mismo. Escu- pían en las piedras y renegaban del olor asqueroso

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Los Cuadernos Inéditos

LA BALLENA

Jesús Torbado

La Hacéldama estaba vacía: ni el mismo Judas hubiera ido a parar a un lugar semejante para buscar su perdición en la horca, un lugar tan desolado y ló­

brego. El Pope había elegido un nombre muy apropiado para definir la desembocadura de la Rambla del Diablo, aunque resultaba demasiado inquietante comparar la sangre de aquel animalote delicado y tímido con la del apóstol codicioso y traidor. Pero quienes lo habían oído apenas mos­traban otra inquietud que la de lograr sus porcio­nes de repentina y gratuita riqueza.

-Tenía que haberse muerto junto al pósito -ha­bía dicho uno de los hombres-. Aquello está más resguardado y con luz. Y bien a mano para pes­carla. Esto parece la boca del infierno.

-Cada uno muere donde puede -le había res­pondido el Pope.

Los nubarrones parecían obcecados en acom­pañar al cetáceo en su último y definitivo viaje; su manto negro estaba tendido ante las estrellas que habitualmente iluminaban, en toda estación, la so­ledad de aquel desierto. La Luna se había situado sobre los picachos de Poniente, pero apenas era un manchón de borrosa luz en medio de las tinie­blas. Había amainado el levante, aunque todavía arrastraba hasta la costa brazadas densas de mar, pero las nubes parecían clavadas en la atmósfera, como si se sintieran atraídas por aquel cuerpo inmóvil y extraordinario. No se veía nada.

El ancho valle por el que discurría la rambla reseca respiraba ronco entre las dos cadenas de montañas que se levantaban, cada vez más altas y negras, tierra adentro, antes de unirse en el hori­zonte invisible. El viento hundía sus dedos en los arbustos de hojas de acero, entre los bajos muros de piedra que fijaban las escasas tierras de cultivo, sobre los tejadillos de algunas construcciones campesinas en que se refugiaban cabras ágiles y cerdos adormilados, frugalmente alimentados con vegetales que ningún otro animal aceptaría. Más

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hacia el interior aquel viento había suavizado su impulso y ventilaba las matas entretejidas de los tomates, agitaba los enormes tinglados de plástico de los invernaderos dentro de los cuales madura­ban silenciosamente los claveles, las fresas y las verduras de una primavera eterna. En aquellos rincones el mar era sólo un susurro lejano.

Los hombres habían comenzado a moverse ayudados por las linternas de mano y faroles de gas asentados en las rocas y sobre montículos de arena. A la altura de la casa de Serafín se veían ya dos pequeños barcos arrastreros que balanceaban los faros de pesca entre las olas; el ruido de los motores llegaba entrecortado y leve. Eran poco más de las doce de la noche. En un corrillo, a cierta distancia del agua, media docena de volun­tarios mantenían encendida una pequeña hoguera y se pasaban de mano en mano botellas de vino y latas de cerveza. Angelito el Pájaro parecía mal­humorado y doliente. Había llegado haciendo mu­cha pantomima alrededor de su frágil vientre, por­que justamente aquella mañana se le había presen­tado el mes, según contó a gritos a todo el mundo, nada sorprendido ante la noticia, y hablaba ahora con voz chillona sobre lo absurdo de rescatar a un animal marino que había muerto en el mar. Agi­taba en el aire una vara de caña para apoyar su teoría.

-Las ballenas eran animales terrestres hace se­tenta millones de años -decía el Pope, frente a él-. Seguramente ésta quiso volver a sus orígenes, a tierra firme. Quizás para ver cómo andaban las cosas por aquí después de tanto tiempo. Muchas especies animales acuden a morir donde han na­cido. Incluso me han dicho que algunos hombres lo hacen.

-Pero aquí nadie piensa ayudar a la ballena acumplir sus deseos, me parece a mí -dijo el Pá­jaro.

-Lo que queremos es quedarnos con la carne.Está bien claro.

Hablaba un muchacho fuertote, de pelo largo y revuelto por el viento. Tenía en las manos un pañuelo que continuamente se llevaba a la nariz. Algunos otros hombres hacían lo mismo. Escu­pían en las piedras y renegaban del olor asqueroso

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que los envolvía. Ni siquiera tan lejos de la ba­llena, casi al borde de la zona de rambla usada como carretera, se podía respirar libremente. Uno de los voluntarios había dicho nada más llegar que la ballena estaba empezando a pudrirse y que na­die iba a poder aprovechar nada de ella, pero Frank aseguró que ése era el olor natural de aque­llos animales. Lo mismo que las sardinas olían a sardinas y los elefantes olían a elefantes, las balle­nas olían a ballena. No se trataba de otra cosa. El había oído hablar de ese olor terrible, cuando es­taba en Escocia, a gentes que trabajaban en una fábrica costera a la que llegaban los balleneros del Mar del Norte. Aquella gente llevaba incluso el olor pegado a la piel y perdía a sus mujeres y los hijos huían de su lado y el blanco de los ojos se tornaba verdoso a causa del humo de la carne.

-Pues parece un rebaño de mulos muertos entreuna carga de peces podridos, todos corrompién­dose bajo el sol de verano -insistió el objetor-. Al lado de un montón de mierda seca, para más se­ñas. Y o no trabajaría en ese sitio que dice don Paco.

-Muchacho, la vida obliga a muchos sacrificios-dijo Frank-. No pienses que los hombres vivenen todas partes tan felices como aquí.

Aquel elogio de un extranjero a los campos de Cadima, aunque no del todo justo ni desintere­sado, fue suficiente para convencer al inquisidor insatisfecho. Claro que tampoco Frank sabía muy bien si la peste de que había oído hablar veinte años antes era exactamente la que ahora se le clavaba en todas las esquinas del cerebro o co­rrespondía a una entidad diferente. En todo caso, más valía esperar. Con las narices bien taponadas, a ser posible, como estaba haciendo.

Frank se había equipado concienzudamente para la ceremonia. Calzaba botas de goma que le cubrían hasta las rodillas y vestía una pelliza de cuero que probablemente nunca había usado desde que inauguró el Palacio: allí nunca hacía frío. Incluso el borde de la melenilla canosa que­daba protegido del viento. Dentro de su vieja fur­goneta, en la que había conducido hasta la Hacél­dama a media docena de elegidos, entre ellos al Pájaro, llevaba toda clase de herramientas que

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había juzgado útiles para el delicado menester de convertir a una ballena de cincuenta toneladas en hamburguesas de media libra. Si fracasaba el in­tento, no iba a ser por culpa suya.

Serafín Hernando intentaba desde la frontera del mar, con los pies mojados, dirigir los haces de una linterna casera hacia el cetáceo inmóvil. Ape­nas vislumbraba un promontorio sombrío y quieto en medio de la suave agitación del oleaje. Había recogido un puñado de hojillas de arrayán moruno y las mantenía cubriendo boca y nariz: su aroma suavizaba un poco la fetidez que le traía el le­vante. Sentía frío en los tobillos y el estómago lleno de náuseas, como si una manada de tiburo­nes se revolviera dentro de él, pero no se atrevía a alejarse de la playa. El silencio negro que flotaba en torno a la ballena hacía más audibles los cantos de la noche del naufragio. Serafín Hernando los recordaba como si aún se agitaran en el aire.

Al volverse hacia los hombres reunidos junto a la carretera vio luces que se movían desde Agua­negra hacia ellos. Eran cinco vehículos en una caravana lenta.

-Ya tenemos aquí los tractores -gritó al grupoprincipal, donde el Pope y Frank intentaban man­tener las esperanzas.

-A ver quién es el valiente que se acerca a esebicho.

-No va a morder a nadie -dijo el Pope-. Nisiquiera tiene dientes.

-No lo digo por eso -aseguró el muchacho convoz gangosa. Tenía la nariz envuelta en un pa­ñuelo.

-Pues en el siglo pasado -dijo el Pope muydespacio; intentaba entretener la maloliente es­pera de los hombres con sus sabidurías y recuer­dos-, en el siglo pasado, o hace doscientos años, más o menos, se cazaban las ballenas sobre todo para conseguir una especie de trozos de ámbar que tienen en las tripas y que es lo que peor huele del mundo. Se llama ámbar gris, aunque es casi negro, y dicen que ese olor nauseabundo desapa­rece cuando lleva rato al aire. Se pagaban precios fabulosos para utilizarlo en los perfumes, como fijador de los olores. Cuando yo estaba entre los curas, en el cincuenta y tantos, arrancaron uno de

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esos nódulos de medio kilo de peso. Les dieron por él diez millones de pesetas de las de entonces. Me acuerdo porque un vasco que estaba conmigo decía que aquello era mejor que estudiar teología. Su abuelo era ballenero. Además, decían los anti­guos que ese ámbar era afrodisíaco. En realidad, sólo lo tienen los cachalotes o ballenas blancas, las de dientes. Esas sí que puede partir a un tipo como tú por la mitad de un solo mordisco.

-Y a ti tragarte de un bocado -dijo Serafínriendo.

-Pequeño pero correoso, no creas.-¿Qué has dicho que era ese ámbar? ¿Afro qué?

-preguntó el muchacho grande de cabellera re-vuelta.

-Afrodisíaco. De Afrodita, la diosa del amor.Vamos -dijo el Pope-, que tomas un poquito y eres capaz de tumbar una después de otra a todo un rebaño de cabras en medio del campo. Lo usaban mucho los árabes para mantener en fun­cionamiento los harenes. Pócimas de amor, como suena. A ver cómo se las iban a arreglar con quinientas mujeres a mano.

-Pues a mí no me harían falta esas cosas.-¿ Y esta ballena no tiene de ese gris? -dijo un

hombre viejo que no soltaba de la mano la botella de vino.

Los demás se rieron con ganas. Estaban empe­zando a olvidar las tufaradas del animal.

-Me parece que no, pero lo buscaremos por siacaso. Claro que no te lo pensarás comer tú. Los sultanes del petróleo nos cubrirían de oro. Y nos darían una comisión en especie. Les sobran las mozas.

-Bueno, un poquillo para el abuelo, ¿no? Y si lepega fuerte -dijo el muchachote-, ya sabe: a las cabras, a las burras, a las cerdas y hasta a las gallinetas.

-Y al mismo don Ursicino si se pone a tiro -dijoel Pope.

Los hombres rieron furiosos aquella infamia. El muchacho grande tuvo que dejar libre la nariz porque se ahogaba y luego empezó a revolcarse por la playa entre los botes vacíos de cerveza y a dar puñetazos a la arena.

Iluminaron su cuerpo convulso los faros de la

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caravana que abandonaba el asfalto para meterse en la rambla. Llegaron primero dos camiones de pequeño tonelaje habitualmente dedicados a transportar la pesca hacia las ciudades del interior y luego dos tractores pequeños y una carretilla elevadora que se usaba para manejar las cajas de pescado en la lonja. Era prácticamente toda la fuerza motriz de que disponía Aguanegra, donde Emilio Soler vivía, aparte de los automóviles y motocicletas. Antes de que empezaran a situarse entre los ásperos arbustos de la rambla, procu­rando no atascar las ruedas en las zonas arenosas, apareció también Rafael con su furgoneta ambu­lante. Las fauces del altavoz atado a la baca esta­ban silenciosas. El cohetero tampoco traía consigo a sus hijos.

Saludó a los otros y sin detenerse caminó hasta el final de la playa con una bolsa en la mano. Se acurrucó en la oscuridad, prendió un fósforo y de pronto se iluminó todo el mar con una esplendo­rosa luz verde que se rompió en cien estrellas brillantes. El cuerpo inerte de la ballena emergió de las sombras como una montaña azotada por el estallido de un volcán. Brillaba la piel azulosa y un halo de vapor la rodeaba como una niebla. Los hombres de la playa no habían esperado aquel gesto repentino y tardaron en acercarse corriendo y voceando a Rafael. Un segundo cohete, que dejó en el aire una estela chisporroteante y amari­lla y luego se descompuso en un haz de efímeras bombillas blancas, alumbró con más fuerza aún el escenario. No muy lejos de la ballena, por la iz­quierda, brotaron del mar los dos arrastreros con sus lámparas dirigidas hacia abajo, escudriñando las aguas. El halo que rodeaba al cetáceo era como el vapor de una ebullición lenta. La hidróli­sis estaba descomponiendo su cuerpo.

Rafael se frotó las manos como hacía siempre que manipulaba sus fuegos de artificio y se volvió a los hombres.

-Bueno, tendremos que ponernos a trabajar.

Emilio Soler y su hijo se estaban aproximando ala ballena en dos botes de remos, como esquima­les en los umiak dispuestos a llenar las despensas. Desde la tierra, el Pope y Rafael organizaron en semicírculo todos los vehículos disponibles y fue-

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ron atando en sus traseras cabos, cadenas y cables que luego extendían en la playa. Se agruparon todos los extremos con una soga y el muchachote fuerte y Frank se la ataron a la cintura para con­ducirla hasta los botes. Comenzaron a caminar por la arena como condenados a galeras.

Se metieron en el agua guiados por las linternas de los demás. El joven lanzó un aullido cuando una ola le alcanzó el bajo vientre.

-Más despacio, don Paco.El escocés don Paco se mostraba dispuesto a

todo. El cuerpo combado hacia adelante, la calva defendida por un gorro de lana de auténtico balle­nero de opereta, braceando con dificultad para avanzar dentro del agua, quería ser el primero en tocar el animal, tomar posesión de su piel miste­riosa. Tal vez ningún ser humano la había tocado aún y eso era sin duda algún valioso signo de propiedad.

-Más despacio, don Paco. Que nadie nos persi­gue.

El muchacho había temido que le corresponde­ría remolcar no sólo las cuerdas y cadenas, sino también al escocés, pero Frank tiraba de él con una sorprendente energía. El hijo de Soler había rodeado la ballena y se aproximó remando. Desde la playa llegaban los destellos de las luces que los hombres dirigían hacia ellos. Sujetaron a popa el cabo y el muchacho comenzó a empujar el bote más adentro, mientras su único ocupante encogía la espalda para bogar. Tenían la ballena a dos metros, pero no sentían prisa por acercarse a ella.

-Súbase al bote, Frank. Que ya empieza a cu­brir -aconsejó el hijo de Emilio Soler.

-Adelante, Cristo. Yo nado como un rinoce­ronte.

-Pues échenos una mano, don Paco, que estopesa. A ver si se ahoga y nos da la noche.

-Ahora voy, ahora voy. Un momento. Quierotocar esto.

Caminó dentro del agua, que le llegaba a los sobacos, hacia su derecha, casi tumbado por el esfuerzo, hasta que rozó con la mano el carnoso labio inferior del animal. Tenía la consistencia de una esponja sin estrenar. Con la linterna iluminó la boca entreabierta en una sonrisa asustada, las

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ballenas azules que caían un poco sesgadas desde la parte superior del cráneo, como una cortina fijada por el viento en una posición inverosímil, la lengua blanquecina y apenas abultada, como el lomo de un cerdo descomunal recién lavado. Des­pués el haz luminoso se paró en el ojo izquierdo del cetáceo, de apenas cuatro dedos de longitud, fijo y casi oculto entre los pliegues de los párpa­dos. El ojo estaba abierto, mirando la noche; asus­tadizo y tierno como el de un buey, el color gris apenas destacaba de la tonalidad de la cabeza. Frank apoyó la mano amedrentada a unos centí­metros de aquel ojo. Le sorprendió el tacto blando y delicado de la piel, como si hubiese acariciado a un caballo que se acababa de bañar. U na ola lo empujó contra el animal y al sentirse tan cerca de él sintió que le temblaban las piernas congeladas. No podía abarcar con la mirada el tamaño de la ballena; le pareció que estaba a punto de caer en una sima blanca y mantecosa.

Gritó una blasfemia en inglés. -¿Qué pasa? ¿Se mueve? -gritaron desde uno

de los botes. -Casi me caigo dentro de la boca -dijo Frank.El cielo se iluminó nuevamente con un cohete

multicolor que sobrevoló a una decena de metros del agua, en una trayectoria ondulada, como un ovni pequeño y perezoso. Desde la playa, tanto Frank como los pescadores parecían hormigas descarriadas sobre los lomos de un elefante infi­nito. El escocés fue izado al bote de Emilio y las dos embarcaciones se aproximaron a la aleta cau­dal, tan grande como cada una de ellas. Los dos

· hombres más jóvenes se lanzaron al agua paraanudar el cabo en torno a la cola de la ballena, quepermanecía a flote entre dos aguas.

-Creo que voy a marearme -dijo el muchachogrande-. Apesta demasiado.

-Esto no huele a carne de pez, ¿ verdad? -pre­guntó Soler.

-Huele a pedo de hipopótamo con cáncer deestómago -dijo Frank-. Las ballenas de Escociaeran menos fuertes. No habrá quien la coma.

-¿Comer esto, don Paco? -preguntó el hijo deSoler-. Antes me meto en la boca una hoja dechumbera y un puñado de piedras. No nos serviráde nada.

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-Vamos a probar -dijo Frank-. Una cosa es elcolor y otra el sabor. Puede que se trate de algo normal.

-¡ Y tan normal! ¿ Cuánto tiempo lleva muerto este bicho? Pues eso es lo normal. Estará ya lleno de gusanos.

El muchacho grande se inclinó por la borda y se puso a vomitar. Tenía el pelo empapado, de agua o de sudor. Aquella conversación había terminadopor revolverle las tripas.

-¡Adelante! ¡Ya podéis tirar! -gritó el hijo de Soler. Su padre estaba remando con fuerza para alejarse de la ballena en dirección a la playa.

En la rambla, los conductores se pusieron a los mandos de los vehículos de arrastre. El Pope, de pie entre dos faroles de gas que multiplicaban su escuálida sombra, mantenía los brazos en cruz antes de dar la señal de avance. Serafín y el Pá­jaro, los dos con la nariz cubierta y con sendas linternas en las manos, vigilaban el tensado de aquella confusa red de cadenas, cables y sogas que se perdían sumergidas en el mar. Al grito del Pope, tan rotundo que no parecía nacido de un hombre como él, tan exiguo, comenzaron a mo­verse muy despacio los cinco vehículos; uno de los camiones lanzó una ráfaga de arena con las ruedas traseras y el olor a caucho quemado se mezcló un instante a la podredumbre de la ba­llena. Pero los otros consiguieron avanzar. Las amarras brillaron finalmente sobre el agua.

-Veamos cómo funciona esto -dijo Rafael mien­tras encendía una bengala de larga duración.

Durante un instante detenido pudieron ver bajo la luz blanquísima cómo el cetáceo empezaba a girar sobre sí mismo. El Pope ordenó continuar el avance y que los hombres libres empujaran al camión atascado. Abiertos en abanico, los remol­cadores acercaron sin mucho esfuerzo la ballena a la playa; cuando el cuerpo quedó completamente libre del colchón de agua, el progreso se hizo más difícil. Patinaron de nuevo los camiones y el mo­tor de los tractores bramó por la fatiga. Pero al fin aquella montaña de carne quedó sobre tierra firme, la cabeza hacia el mar; se había aplastado la masa fusiforme del cuerpo y ahora semejaba un besugo inmenso y oscuro. La hedentina aumentó con la próximidad y el Pájaro echó a correr hacia

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la carretera con una mano en el estómago. Otros cuatro corrieron detrás de él. El Pope se ató el pañuelo en la nuca.

-No podremos resistir esto mucho tiempo-dijo.Frank desembarcó con gran agilidad, fue hacia su

furgoneta y regresó con dos cuchillos de matarife. -No pretenderás descuartizar el animal. Está

podrido -dijo Serafín. Pero le molestaba la inten­ción por otras razones.

-Si lo hemos sacado, será por algo -dijo elescocés.

Solamente uno de los voluntarios se puso a su lado. Todos los demás, pescadores y conductores, se habían retirado a más de veinte metros, junto al furgón de Rafael. Volvieron a circular las botellas, pero cada ronda eran menos los que se atrevían a catarlas. La pestilencia era como un mazazo per­sistente rambla arriba; probablemente los lagartos también estaban vomitando dentro de sus aguje­ros. El levante arrastraba los miasmas hasta el otro lado de las Montañas Grises. Frank camina resuelto, chapoteando en el agua que lo empa­paba, con un cué'hillo enhiesto en la mano dere­cha. Tanteó con los ojos el cuerpo de la ballena, como si dudase de dónde dar el tajo definitivo. Al fin y al cabo él no era un matachín profesional ni un asesino de ballenas a sueldo. Si había pasado muchas horas amasando carne con las manos era porque Sybell, su mujer, le había engañado dema­siadas veces y cualquier hombre puede caer muy hondo bajo el peso de infidelidades tan largas y exageradas. Pero él ahora era el principal respon­sable de que la ballena estuviese en la playa: no podía volverse atrás. Era también una manera de redimirse.

Introdujo la punta del cuchillo, a la altura de su cintura, un par de metros detrás de la rígida aleta ventral. El hombre que lo acompañaba alumbró con la linterna. Frank clavó con fuerza la herra­mienta e hizo fuerza hacia arriba para desgarrar los tejidos. Surgió una herida pálida, con los plie­gues rígidos, como si se negaran a separarse, y luego brotó una masa grasienta y fofa que no se derramó por completo; parecía una pompa turbia de jabón, llena de ondulaciones, que tuviera difi­cultades para estallar. Pero el olor se hizo de pronto tan punzante, tan fuerte, que Frank y el

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hombre de la linterna tuvieron que retirarse. El cuchillo quedó clavado en el cuerpo de la ballena.

-¡Maldita sea mi alma! -bramó el escocés. No estaba enfadado: tenía ganas de llorar. Volvió para retirar el cuchillo y se apartó de la

ballena. Aquel monstruo sonriente era sólo un manantial de porquería.

-¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Emilio So­ler cuando el hombre de la linterna le contó lo que había ocurrido; Frank se había refugiado en su furgoneta.

-Tendríamos que devolverla al mar -dijo Sera­fín-. Esa es su patria. ,, -Ya, pero, ¿cómo?

-¿No se podría con los botes?-Imposible -dijo Soler-. Y no podemos meter

los tractores en el agua. Habrá que dejarla aquí. -Pero va a atufar hasta Madrid -dijo el mucha-

chote. -¿ Y qué culpá tenemos nosotros?-Nosotros la hemos sacado del agua -dijo Serafín.

Soler ofreció cigarrillos a sus vecinos.-Pero eso sólo lo sabemos nosotros, ¿no? Po­

demos borrar las huellas de los tractores y cuando mañana la vean pensarán que fue un golpe de mar -dijo el dueño de la carretilla-. Hay barcos másgrandes que se han ido a tierra por un golpe demar.

-Lorenzo no va a encontrarse el culo con lasmanos cuando se dé cuenta del problema -dijo

LA REINA ROJA de Gonzalo Suárez

Un escritor investiga. Un escritor escribe.

Una mujer sale de su casa. Alguien la fotografía con

una de esas cámaras instantáneas ...

Un libro para examinar a bibliotecarios: el que logre colocarlo en su sitio está

suspendido.

Soler-. Bueno, que llame a don Joaquín y se las arregle. El dijo que la ballena era suya.

-Pero en realidad es nuestra, quede claro -dijoel Pope-. Nosotros la hemos rescatado y nuestra es. Otra cosa es que de momento, y sic rebus stantibus, no queramos utilizarla.

-¿ Vendrás mañana a ver si se te ocurre algo?-preguntó Serafín-. Quizás con un buen desodo-rante puede servirnos para algo.

-Estoy hablando en términos legales -dijo elPope-. La propiedad es siempre sagrada, aunque esté corrompida.

-Así que vamos a borrar las huellas y nos lar­gamos, ¿no, padre? -preguntó el hijo de Soler-. Ya hemos hecho bastante el payaso.

-La intención era buena, muchacho.-Sic transit gloria mundi -dijo el Pope-. A la

mierda con las buenas intenciones. Si nos hubié­ramos dado un poco más de prisa no estaría todo perdido. El viejo Frank no aprecia mucho la ca­rroña, es una pena.

El viejo Frank, que tan próximo había estado a un triunfo definitivo, tan cercano a la salvación gracias a la ayuda de sus amigos, lloraba dentro de su furgoneta desvencijada, con la cabeza caída sobre el volante. Los demás no quisieron moles­tarlo.

(Fragmento de la novela del mismo título � que publicará próximamente la Editorial a..�Planeta.) �

Una nueva Novela Cátedra

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Léalas por su propio Interés

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