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L a R e s i s t e n c i aG a l e m i t h

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L a R e s i s t e n c i aG a l e m i t h

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© 2019 Laura Campos© Ilustración de cubierta: Cecilia G. F. 2019Corrección: Iria Conde Romero

Primera edición: mayo 2019

Derechos de edición en español reservados para todo el mundo.

© 2019, Ayaxia Ediciones www.ayaxiaediciones.com

ISBN: 978-84-949661-5-6

Depósito Legal: M-18007-2019Impreso en España.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91702 19 70 / 93 272 04 47).

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Nota del editor:

El libro contiene escenas no aptas para menores de dieciséis años.

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Para Cristina, que siempre ha creído en mi trabajo. Galemith ahora también es tu mundo.

Para Thelma, que tu imaginación se llene con la magia de Galemith.

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Prólogo

La cordillera de los Titanes se extendía como una frontera natural entre lo que habían sido antiguamente dos reinos. Sus cumbres, eternamente níveas, quedaban eclipsadas por el más alto de sus montes: el Monte de los Titanes. Se decía que desde sus alturas se podía ver todo aquel continente y que incluso se podían divisar los demás. Por supuesto, aque-llo era una leyenda. Nadie había alcanzado la cima. Ninguna de las razas que habitaban las amplias tierras de Galemith hubiera podido soportar jamás sus extremas temperaturas, por no hablar de los monstruos.

Aquello también era una leyenda pero, como solían decir los ancianos, siempre había algo de verdad en las historias.

Era tal la extensión de aquella cordillera que desde la misma se podía ver un amplio bosque y, junto a este, una lla-nura que poblaba de verde todo cuanto alcanzaba la vista. El invierno llegaba y los cielos se iban preñando de nieve. Mien-tras, muy lejos de allí, un hombre lo observaba todo desde un sillón de terciopelo.

La imagen de la montaña se disipó en la vasija que tenía delante y simuló que se entretenía escribiendo su diario al escuchar los pasos de su fiel siervo acercándose a la puerta.

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Laura CamposLe gustaba fingir que no le escuchaba. Si algo hacía que Noah hiciera bien su trabajo, era que alimentaran su ego.

Entró como siempre, con su larga gabardina roja como el vino y esa cabellera tan blanca como los picos que Fershun acababa de ver. Los ojos violáceos del recién llegado chispea-ron divertidos, creyendo haber sorprendido nada más y nada menos que al rey del infierno.

Fershun fingió recuperar la compostura y cerró el diario con una sonrisa.

—¿Qué os traéis entre manos esta vez, mi querida male-volencia? —inquirió Noah, intentando consultar las notas de su superior.

—Nada relevante, anotando ideas, recuerdos… He esta-do observando los mundos… —Ladeó la cabeza y señaló las vasijas.

—Viejo cotilla… —Noah soltó una risita.—Últimamente Galemith tiene demasiada calma… Me he

estado fijando en algunas cositas que podrían hacerse más divertidas si…

—Por favor, Fershun…, luego dices que yo intervengo de-masiado.

—Ese es, precisamente, tu trabajo. —El rey alzó un dedo y se puso en pie.

Las cadenas que Noah llevaba anudadas en la cintura tin-tinearon mientras seguía a su majestad hacia las vasijas. El joven fingía estar decepcionado con él, pero nada le divertía más que jugar con aquellas criaturas. La eternidad podía ser muy aburrida en ocasiones, por muy deseable que fuera la idea.

—¿Me estás pidiendo que haga alguna… travesura?

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La Resistencia—Te pido que arregles las mías. —Fershun le guiñó un

ojo—. Ya sabes, ese es el juego… ¿no?—¿Y qué piensas hacer? —El súbdito alzó una ceja, con la

diversión impresa en su mirada.Fershun hizo aparecer de nuevo la imagen de la cordille-

ra y sopló suavemente sobre las aguas de la vasija. Al princi-pio la imagen se volvió menos nítida y por un momento Noah pensó que estaba burlándose de él. Entonces lo vio, casi pudo escuchar el viento helado azotando sin piedad el Monte de los Titanes, donde vivía él, que no parecía en absoluto alguien importante. Era más bien un hombre sin importancia. Noah sabía que ahí estaba la gracia y sonrió, negando con la cabeza.

—No tenemos remedio… —suspiró, contemplando cómo la ventisca azotaba la zona.

Fershun soltó una risotada a modo de respuesta y una copa de vino apareció en su mano, mientras se dirigía hacia su butaca de nuevo. El principio era siempre su parte favorita.

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D������o � l� ������

El Monte de los Titanes estaba siendo azotado sin piedad desde hacía dos días por aquella ventisca que no parecía te-ner intención de detenerse. El aspecto del bosque era total-mente desolador, aunque apenas se advertían los destrozos bajo la gran capa de nieve. El pico más alto de la cordillera era inhóspito para la vida y la poca que lograba sobrevivir debía enfrentarse a ese tipo de cosas. La primavera llegaba como un alivio, pero los meses cálidos duraban poco y el hielo nun-ca terminaba de deshacerse.

No era el punto más alto, pero tampoco estaba cerca de las faldas y, por ende, de la civilización, así que el muchacho que en ese momento avanzaba, cual yeti entre las nieves, en busca de alimento, estaba asumiendo que iba a pasar mucha hambre si se quedaba allí.

Su última comida había sido un conejo, tan blanco como aquellas nieves, que había llenado su estómago. Ahora este pedía más. Ataviado con un enorme abrigo, otrora marrón, ahora salpicado de nieve, unas botas de piel y un gorro que le cubría hasta los ojos, apenas parecía humano. Por otro lado estaba su porte, su tamaño demasiado grande, sus hombros

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Laura Camposanchos, una altura imponente. Tenía poca gracia en los movi-mientos y, en general, era demasiado bruto, pero era preciso con el arco, pese a que eso en ese momento le servía de más bien poco.

No había nada que cazar. Examinó el ambiente y suspiró con pesar. Sin nada que comer para esa noche, se dirigió a su casa antes de que se pusiera el sol y la oscuridad fuera completa.

Una vieja casa de madera, que aguantaba casi de forma milagrosa aquella tormenta que azotaba sin cesar el lugar, había sido su hogar desde que era un bebé. Lo primero que hizo al entrar fue encender la chimenea, para intentar en vano alejar ese frío helador que parecía estar en cada recodo de su hogar. Se quitó el gorro y lo depositó sobre una mesa alrededor de la cual se establecían tres sillas, las que había precisado la familia cuando todavía vivía allí. Ahora se había quedado solo. Se dejó caer sobre una silla y examinó el movi-miento del fuego en silencio.

Eber Odeyse no era un joven guapo, ni siquiera apuesto. Era casi un gigantón, con el cabello rubio enredado, una bar-ba demasiado poblada y mal cuidada. Tenía los ojos verdes, que en ese momento reflejaban el movimiento de las llamas. Arrugó la nariz y frunció los labios; su estómago rugía y no tenía nada que llevarse a la boca.

Aunque el muchacho no destacaba por su capacidad para pensar, intuyó que debía hacer algo si no quería perecer en ese monte aquel invierno. Aquello no era común; cuanto más ascendía uno la montaña, más comunes eran las ventiscas, pero en toda su vida solo había visto ese clima en la zona una vez, y era tan pequeño que le costaba recordarlo con exacti-tud.

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La ResistenciaLas opciones eran limitadas y recordó las ocasiones en

las que había ido con su padre a la ciudad. Al recordarle sus ojos se nublaron y el hombretón se limpió las lágrimas con la manga de su abrigo. Era un hombre, debía superarlo de una vez.

Su padre había muerto hacía unos años, cuando él toda-vía era un crío. Se había despeñado y no habían podido en-contrar su cuerpo. Este hecho hacía estremecer todavía al joven, pensando en cómo habrían devorado las alimañas a su progenitor. Así, había pasado el resto de años con su madre, hasta que esta había perecido ante sus atónitos ojos. Una caí-da, de lo más tonta en opinión de Eber, había hecho que la mujer se diera de bruces contra una piedra y su cráneo había sufrido las terribles consecuencias, con una herida que le ha-bía segado la vida.

De eso hacía menos de un año, aunque el tiempo se le an-tojaba impreciso a Eber desde que estaba solo. Siempre había tenido un buen dominio del arco, gracias a los esfuerzos de su padre y, aunque la caza no le apasionaba, había aprendido que era su único medio para sobrevivir.

Estaba solo. Normalmente no le importaba, no necesi-taba grandes cosas para vivir. Pero sí necesitaba comida, así que se puso en pie con determinación y decidió que al día siguiente, muy temprano, se dirigiría a la ciudad.

Había ido siempre con su padre y él se encargaba de todo, por lo que él no estaba muy familiarizado con las costumbres, pero lo que sí sabía era que, para conseguir algo, debías dar algo a cambio. Decidió llevar consigo cueros y pieles que te-nía almacenados.

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Laura CamposEl viaje era largo, pero esperaba poder llegar antes del

anochecer a Zatral, donde encontraría comida y otras cosas de las que no era nada consciente en ese momento.

Comió unas cuantas bayas, que apenas saciaron su ham-bre, y se puso a clasificar lo que se llevaría. Alzó la mirada, observando el altillo de la casa que había sido su habitación. Podría dormir en la cama de sus padres, que era más grande, pero seguía conservando la costumbre de subir al altillo, cuya resistencia empezaba a menguar dado el peso del muchacho, y tumbarse en la cama.

Su madre le había dibujado criaturas en el techo, que él se entretenía a mirar antes de irse a dormir. Cuando era pe-queño, su padre solía tumbarse con él y contarle historias de lo más variopintas. Le echaba de menos y sabía que nunca dejaría de hacerlo.

Cogió los mapas de su padre; algunos nunca podría en-tenderlos. Su progenitor hacía investigaciones muy extrañas en su tiempo libre que su hijo nunca había terminado de com-prender. El que buscaba era el que marcaba el camino más di-recto para llegar a Zatral. Lo que menos quería era perderse.

Mirándolo comprobó con alivio que recordaba con bas-tante acierto el camino, sin embargo, lo dejó doblado encima de la mesa, para no olvidarse al día siguiente de llevarlo con-sigo.

Satisfecho con los avances de ese día, dio un largo boste-zo y se dirigió hacia el altillo. El camastro apenas podía aco-ger su gran cuerpo, pero Eber estaba cómodo en él. Se tumbó y puso la multitud de mantas encima.

Podía escuchar la ventisca fuera, incansable, congelando el monte con fiereza. Suspiró y pensó en el modo en el que había cambiado su vida hasta ese momento. Esperaba que,

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La Resistenciapor lo menos, al regresar a su hogar la ventisca hubiera amai-nado.

Lo que él no podía siquiera intuir es que pasaría muchísi-mo tiempo hasta que volviera a aquella cordillera.