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Ficción

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Walter KappacherFlechas de plataTítulo original: SiberpfeileTraducción: Claudia BariccoAdriana Hidalgo EditoraPrimer edición: junio de 2014Ciudad Autónoma de Buenos Aires – ArgentinaISBN: 978-987-1923-80-9Digitalizado por Mr. Pond

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Sólo hay dos caminos posiblesArder o pudrirse

Joseph Conrad

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Lunes 9 de junio

Temí precisamente encontrarme con usted, o con alguna

de sus colegas o quizás hasta con la jefa de enfermeras cuando

llevé de regreso al ingeniero, hace una semana. Mi intención era

llamarla al día siguiente para explicarle todo. Yo esperaba poder

sentarlo en una silla de ruedas afuera del edificio, pasar la doble

puerta automática de cristal; mi idea era simplemente dejarlo allí.

Seguramente en el hall alguna de las enfermeras o algún

enfermero lo vería enseguida y se encargaría de él. Pero entonces

fue cuando la vi a usted, la reconocí enseguida cuando miraba

buscando una silla de ruedas. Estaba sentada entre dos frágiles

ancianas en el banco que hay enfrente del ascensor. Cuando lo

estaba entrando a Windisch, usted ya se encontraba de pie entre

las hojas abiertas de la puerta de cristal; sacudiendo la cabeza

alzó los brazos y apretó los puños contra su boca como

sorprendida, pero al mismo tiempo aliviada y yo pensé: Ahora ya

no tiene remedio, y dije con voz temblorosa: "Windisch se sentía

demasiado débil como para traerlo de vuelta; ayer hicimos una

excursión, no había teléfono en la casa...", y como para confirmar

lo que yo había dicho, apenas entrar al hall, repentinamente el

viejo sufrió un colapso; yo reculé con la silla de ruedas y volví a

cruzar el umbral a trompicones lo que hizo que él se sacudiera

entero. Como no estaba sujetado a la silla, temí que se fuera a

caer. Usted le preguntó a una colega que llevaba del brazo a una

anciana si estaba el médico, controló el pulso de Windisch.

Yo dije que tenía que correr el auto que había dejado en la

entrada y llevarlo al estacionamiento, y mientras daba la vuelta

delante de la residencia geriátrica pensé: ¡Me largo! Seguro que

nadie se ha fijado en el número de la placa, me tomo las de

Villadiego, Windisch no dirá nada. Pero regresé al hall. Ustedes

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habían recostado a Windisch en los asientos, eran dos que se

ocupaban de él. Yo sentí que estaba de más. Volví a pensar en

largarme disimuladamente, pero en ese instante llegó un vehículo

de la Cruz Roja, la puerta corrediza de este se abrió hasta el tope

con estruendo, dos hombres de chaquetas rojas aparecieron con

una camilla en el hall. La forma en que me miró usted al pasar

mientras acompañaba a los hombres de la Cruz Roja al vehículo

hizo que el temor se desvaneciera, no así la excitación: miré sus

manos, no llevaba anillo. Usted ya me había llamado la atención

la primera vez que fui a la residencia, cuando entró a la

habitación de Windisch en el momento en que el enfermero lo

estaba alzando de su cama y terminando de vestir. Su flequillo, su

rostro pecoso, su gesto: como si bastara el más mínimo motivo

para que se echara a reír. Ya sentado en el hall, a mí ya se me

habían pasado las ganas de huir. Usted me había pedido que

esperara un momento. Quería hablar conmigo, debía contarle qué

había ocurrido, dónde había estado el ingeniero. Tenía que elevar

un informe, pero antes debía vestir a algunos pacientes y llevarlos

al comedor. Yo me paré delante de la pajarera y me quedé

observando a los canarios que iban dando brincos por las ramas y

con sus garras y picos subían y bajaban por las rejas de la jaula.

Cuando usted regresó finalmente en compañía de otra enfermera

y se disculpó por la tardanza, dijo que lo sentía, pero que debía

regresar enseguida al sector de internación porque una paciente

había sufrido un colapso; ya se había comunicado

telefónicamente con el Hospital Regional, el ingeniero ya estaba

mejor. Yo prometí llamarla al día siguiente. Pero luego todo

cambió. Esa noche mi novia llamó desde los Estados Unidos

anunciando su regreso y yo comprendí claramente algo que en

realidad ya sabía desde hacía mucho tiempo; llamé por teléfono a

mi padre y al día siguiente cargué un par de cosas en el auto y

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partí por unos días a Linz.

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Sábado 31 de mayo

El eco de las campanadas de la iglesia de Eggelsberg se va

desvaneciendo. Mitsuko no ha llamado tampoco hoy. Me he

quedado dormido sobre el escritorio —la antigua pequeña mesa

de la cocina de la casa de mis padres—. Grandes y pequeños

anotadores con preguntas que quería hacerle al ingeniero,

anotaciones para la investigación de mi proyecto del libro sobre

los Flechas de plata. A un costado, la Car Graphic, una revista

japonesa; en la tapa, un coche deportivo rojo sobre el cual se

inclina, apoyada sobre ambos brazos, una joven en bikini de

cuero negro. A su lado, el manual de la máquina de lavar que

tendré que poner en funcionamiento dentro de poco. El plan de

Mitsuko —Mitsi, como a veces la llamo— era un viaje de dos

semanas. Desde que se fue hace casi cuatro a Portland, de donde

ella es oriunda, no he limpiado nunca la casa. Hay pelusas por

todo el piso de madera. Cada vez que las veo, me viene a la

mente la imagen de ella pasando la aspiradora con un barbijo

unos días antes de volar a los Estados Unidos. En la radio habían

dicho que era necesario usarlo, eran los días después del

accidente de la central nuclear de Chernobyl.

Desde hace unos días ya no me saco más los zapatos al

entrar. ¡Cómo se ponía ella los primeros días después de

mudarme cuando me olvidaba de sacármelos en la angosta

veranda que rodea la casa, o cuando en su ausencia fumaba un

cigarrillo! Por amor a ella —por su olfato tan sensible— finalmente

dejé de fumar; y sin embargo ayer, en la veranda, de haber

tenido cigarrillos, hubiera fumado.

El estado de euforia que —aunque no se pueda calificar

precisamente de exitosa— me dejó la visita que le realicé por la

tarde al ingeniero Windisch en la residencia geriátrica de las

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afueras de Salzburgo, en las últimas horas, desde que estoy de

vuelta en casa en Eggelsberg, se ha ido disipando más y más.

Mañana es un día importante, pienso, tengo que irme a la cama,

tengo que dormir bien.

"Algún día", había dicho Windisch en la cafetería de la

residencia geriátrica, y de esto ya habían pasado ocho horas,

"leerá quizás en el periódico que el ingeniero de autos de carrera

de la empresa Auto Unión Paul Windisch, quien se hiciera

conocido en los años treinta, ha fallecido. Entonces se acordará

de mí. Quizás algún que otro periódico escriba algo sobre mis

patentes, por ejemplo sobre la tapa de cilindros de cuatro

válvulas", él entonces había vuelto a toser en una servilleta, "con

válvulas dispuestas en cruz. Pero no sé si el administrador de la

residencia pasará los datos que anoté en un papel y coloqué en

un sobre con la referencia correspondiente. A veces tengo la

impresión de que me tienen por un buscapleitos, porque no soy

como la mayoría de los internos que se callan la boca y aceptan

como algo inevitable las deficiencias del sector de internación, los

rudos tonos que a veces emplean las enfermeras y los

enfermeros..."

De regreso a casa, mientras atravesaba el tránsito del

centro con sus incesantes atascos, había ido escuchando en la

radio un concierto de Händel, golpeteando el volante al ritmo de

la música. Hacía tiempo que no estaba tan alegre, aunque el

pensar en el sector de internación del geriátrico aún me daba

asco. En casa lo primero que hice fue lavarme bien las manos. En

las dos horas y media que había pasado en la cafetería del

geriátrico y luego en el banco del parque no había llegado a

entrevistar a Windisch, pero al día siguiente lo pasaría a recoger

para hacer una excursión.

Apenas entré, sonó el teléfono. ¡Por fin!, pensé, ¡Mitsi!

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Pero antes de llegar a la cómoda del vestíbulo y de atender me di

cuenta de que en ese momento en Oregon eran las tres de la

mañana (lentamente ya calculaba de forma automática la

diferencia horaria, como calculaba el cambio entre las distintas

monedas cuando viajaba por los Grand Prix). Era mi amigo Max

Viehbock, el editor del semanario de carreras Rennsport—Woche.

Aún no le había contado la situación con Mitsuko, interiormente

temía despertar en él malos recuerdos de su luna de miel en

Apulia durante cuya segunda semana su esposa Silvia había

conocido a un camarero con el que se había largado del hotel

para regresar a su casa cuatro semanas después. No me animaba

a preguntarle a Max cómo estaban las cosas actualmente.

Mitsuko no escribía, no llamaba; hacía unos diez días más

o menos yo había comenzado a dudar sobre si alguna vez

regresaría a Austria.

"¿Y cómo fue?", preguntó Max, "¿en qué estado está el

viejo? ¿Valió la pena?".

"La mano helada", dije, "como cuando sacas una cerveza

de la heladera".

Conduciendo de regreso a casa en algún punto entre

Oberndorf y Laprechthausen, me había dado cuenta de que no

llevaba nada de vuelta, ninguna nota que me pudiera servir de

algo, ninguna grabación.

"No importa, olvídate entonces, vuelve a escribir los

artículos sobre los Grand Prix", había dicho Max, "a Novak lo

despediremos, no funciona, recibimos cartas de lectores

quejándose. ¿Y las semblanzas?"

No me daré por vencido, pensé una vez finalizada la

llamada, pediré a la redacción postergar la fecha de la primera

entrega de las semblanzas de pilotos famosos que aún viven,

necesito más tiempo. De no haber sido por los reproches de

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Mitsuko de que siempre me encontraba de viaje, sobre todo los

fines de semana, no se me hubiese ocurrido dejar de escribir

artículos por un tiempo. Tenía las notas para las semblanzas

sobre el escritorio. Con los Anuarios del Deporte Motor 1984 y

1985 había confeccionado una lista de todos los pilotos. Max

había propuesto comenzar con cinco; Niki Lauda lo quería hacer

él. Pensé que en realidad también debíamos incluir a los

corredores que ya no estaban, que como Mike Hawthorn habían

fallecido en un accidente de auto o (¿quién era?, ¿Carlos Pace?)

en un accidente aéreo.

Una toma en diagonal, desde adelante, de cuatro

relucientes coches de carrera blancos colocados en fila (dos de

Mercedes, dos de Auto Unión). Blancos, los trajes de carrera de

los cuatro pilotos de pie junto a sus autos. En el tercio superior de

la imagen, la planta baja de la fachada de un edificio delante del

cual corre una estrecha acera. Varias ventanas cerradas,

rectángulos negros cuya parte superior aparece recortada en la

fotografía; entre las ventanas, oscura y sombría, la abertura de

una puerta donde se apiñan varios hombres, entre ellos también

policías, como si buscaran refugio de la lluvia. De hecho el asfalto

del patio parece brillar mojado, las partes delanteras de los dos

últimos autos (los de Auto Unión) se reflejan claras sobre el

oscuro asfalto u hormigón. Grises parecen los uniformes de los

mecánicos que están parados junto a las ruedas traseras

derechas (los mecánicos en jefe, como dijo Windisch); gris, la

fachada del edificio que está detrás. (Es el día de la inauguración

del Salón del Automóvil, en febrero de 1937.) Negros son los

cascos de los hombres de las SS que se ven en primer plano en la

parte inferior de la imagen; negros, sus uniformes; sólo se

alcanzan a ver los cascos, sobre los que se refleja una débil luz, y

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los hombros, vistos desde arriba, quizás desde la superficie de

carga de un camión o desde el techo de una furgoneta de la

policía. En el centro de la imagen —de espaldas— un grupo de

policías; abrigos oscuros, bandoleras, botas negras. Delante del

grupo, el Führer conversando con un hombre de abrigo oscuro.

Los dos últimos policías aún están avanzando en dirección a él

(uno tiene la sensación de que avanzaran para efectuar una

detención). Hitler parece conversar también con el piloto de

carrera (Rudolf Caracciola), quien se encuentra apostado junto a

la rueda delantera derecha de su auto. En el lateral del auto de

Caracciola, a la altura de! asiento del conductor, se observa

pintado e! número de orden de salida, un uno, mientras que e!

primer auto de la fila —en la fotografía a la izquierda (se ve a

Manfred von Brauchitsch como conductor)— lleva el número dos.

Brauchitsch está en posición de firme, lo mismo e! mecánico

detrás de él. El mecánico de Caracciola, al igual que los

mecánicos ubicados junto a la parte trasera de los coches de Auto

Unión, y al igual que sus respectivos pilotos (se ve a Bernd

Rosemeyer y, al fondo bien a la derecha, a Hans Stuck), tiene el

brazo derecho extendido en alto haciendo e! saludo alemán;

llama la atención que Rosemeyer tiene e! brazo alzado apenas

hasta la mitad de la altura de los otros y algo doblado en ángulo;

casi pareciera que llevara e! brazo en cabestrillo. Caracciola es el

único piloto que ya ha bajado el brazo, su mirada se dirige al,

Führer. Todos los pilotos y los mecánicos miran como

embelesados al grupo reunido en torno a Hitler.

Esta foto del catálogo del Museo Tazio Nuvolari de Mantua

tiene algo que siempre me atrae. Ya la conocía de antes, de un

libro de la biblioteca de mi padre, quien heredó del suyo la

biografía de Bernd Rosemeyer.

Si estuvieras aquí, Mitsuko, pensé, podríamos volver a

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mirar juntos e! catálogo. Siempre me ha impresionado todo lo que

puedes ver en una fotografía, una pintura o una gráfica

publicitaria en una revista. No puedes haberlo aprendido de Joshi,

tu hermano predilecto, menor que tú, que trabaja como fotógrafo

en una agencia de prensa en Seattle; ya a los diecisiete, dieciocho

años, tú te viniste a Europa. Cuando mirabas una fotografía, la

mayoría de las veces también podías decir algo sobre aquel que

no se encuentra en ninguna fotografía (a menos que se vea su

reflejo en un espejo): el fotógrafo. Pero este catálogo del museo

del piloto de carreras, recuerdo, no te interesó; quizás no querías

recordar nuestro fallido viaje a Italia. Mañana será la entrevista

con el ingeniero Windisch, en su casa de Oberndorf, no muy lejos

de aquí (cuando mencionó Oberndorf no se me ocurrió pensar en

Oberndorf an der Salzach). De nuevo se ha vuelto a hacer tarde

en la noche, y aunque sé que a esta hora aún no te has

levantado, estoy sentado aquí, pensando en ti, me imagino cómo

sería vivir contigo en California como nos lo habíamos imaginado

una vez el invierno pasado. Espero que el viejo me dé algún

material de su archivo: documentos, revistas, fotografías de los

años treinta; me lo imagino de gran importancia para el libro que

planeo escribir.

"¿Cómo me encontró?", preguntó Windisch cuando

estábamos sentados en la cafetería del primer piso de la

residencia geriátrica. Yo le enseñé el catálogo del Museo Nuvolari

en la esperanza de que esto lo moviera a hablar. Cuando se lo

acerqué y lo fui hojeando y le mostré algunas fotos debajo de las

cuales había textos en italiano donde figuraba su nombre, me

contó que él había estado en aquella presentación de los coches

de carrera en el Salón del Automóvil de Berlín en abril de 1937.

No me había equivocado al suponer que el hombre de abrigo y

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sombrero de arriba a la derecha era él y no, como figuraba

erróneamente allí, el jefe del equipo de carreras Feuereissen.

"¿No podría traernos un café como es debido?, ¿como una

excepción? ¡Por favor!", le pidió Windisch a la camarera, una

mujer asiática cuando esta apareció. Imposible decir si entendía

lo que decía el anciano, limpió la mesa con un trapo maloliente.

Yo me preparé para tener que hacerme probablemente de una

hora de tiempo para hablar con él. Se fue del tema, me contó que

desde hacía cuatro días tenía una habitación del lado del sol;

durante meses había estado en una del lado de la sombra, con

vista al parque; la diferencia era que ahora, a la madrugada,

cuando él se despertaba, esta tenía más luz. Ya desde de la

mañana en adelante no entraba un solo rayo de sol más al sector

de internación. Su compañero de cuarto no se encontraba muy

bien; como seguramente yo ya había observado, estaba bajo

carpa de oxígeno. Actualmente la tercera cama estaba

desocupada. Unos días atrás, cuando él, Windisch, se había

mudado a la habitación catorce, el señor Giebisch todavía se

encontraba bastante bien.

El señor Scharnagel, su anterior vecino de cama del otro

lado del edificio, en el lado de la sombra, se pasaba todo el

tiempo con la radio encendida escuchando música tradicional. De

las enfermeras Windisch contó que a menudo recién entraban a

los pacientes de la terraza del comedor cuando hacía rato que ya

no había más sol. En mayo había estado resfriado durante

semanas.

"Las enfermeras se quieren ahorrar tener que llevarnos a

nuestros cuartos porque ya después a las cinco en la misma sala

se sirve la cena. Por otro lado, siempre me echan en cara que yo

abro la puerta de la terraza sin autorización; pero necesito aire,

me ahogo con las emanaciones de mi compañero de cuarto."

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Windisch volvió a acercar hacia sí el catálogo abierto.

"El que está ahí adelante es Hitler, ¿no? Siempre

compartió mucho nuestros éxitos, aunque sentía mayor simpatía

por la gente de Mercedes... A los franceses y a los ingleses lo

único que les quedaba era hacer que la Comisión Deportiva

Internacional siempre volviera a introducir nuevos cambios en las

especificaciones técnicas para la fórmula de carrera; pero cuando

daban a conocer los nuevos requisitos en otoño, por lo general

una modificación de la cilindrada o del peso, ya para el inicio de la

temporada nosotros teníamos construido un nuevo auto y las

victorias en los Grand Prix volvían a dirimirse entre Auto Unión y

Mercedes... Sí, Hitler también conversó conmigo, pero no me

pregunte de qué. Lo único que recuerdo es que hablaba de forma

absolutamente normal, no se percibía ni una pizca de esa cosa

histérica que si no tenía su voz y que impactó tanto en las masas

reunidas en las plazas o cuando lo escuchaban por la radio.

Probablemente Hitler, quien para ese entonces había

comprendido antes que otros políticos la importancia del

automovilismo de carrera, y aún más, la importancia de la

motorización del pueblo, debe haberme preguntado sobre las

modificaciones que se habían introducido en los coches de

carrera para la temporada 1937, y seguramente también sobre

los avances que se habían hecho en el desarrollo del auto para las

pruebas por el récord mundial de velocidad. Para él era muy

importante que los coches alemanes, daba igual que fueran

Mercedes o de Auto Unión, batieron los récords mundiales

obtenidos por pilotos extranjeros con coches extranjeros.

Probablemente el Führer también me preguntó sobre las pruebas

que habíamos realizado con maquetas en el túnel de vientos; por

aquel entonces en una revista de deportes había salido una nota

con fotos del nuevo revestimiento aerodinámico del coche para el

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récord mundial. En la primavera, cuando se inauguró el Salón del

Automóvil, nosotros no sospechábamos aún que los grandes

éxitos de 1936, las victorias —si mal no recuerdo, fueron siete

Grand Prix y casi todos los ganó Rosemeyer— no se volverían a

repetir en la temporada siguiente. Mercedes también había

desarrollado un nuevo coche de carrera y 1937 fue el año de

Mercedes. ¡Pero Rosemeyer ganó la carrera más importante, la

Copa Vanderbilt en Nueva York!"

Windisch hizo a un lado el catálogo. Este café era mejor

que el que servían en el comedor, pero no era café.

"Desde el año pasado ya sólo conozco el mundo por la

televisión, y desde que estoy en esta residencia, ya ni siquiera

por la televisión. En el salón hay un televisor, colocado bien alto

sobre un soporte; el canal lo ponen las enfermeras o los

enfermeros con el control remoto. Como los internos por lo

general no miran (a uno le queda el cuello duro), ponen un

programa de música tradicional que le gusta a un enfermero, o

una carrera de esquí que quieren ver las enfermeras mientras les

toman la presión o les cortan las uñas a los pacientes que están

en el salón sentados o reposando en las tumbonas con ruedas

que hay. Del accidente del reactor nuclear en Rusia me contó

Bruno, uno de los enfermeros. En las primeras semanas aquí a

veces miré las noticias. A menudo era el único que estaba en el

salón, la mayoría de los demás internos hacen que los lleven a

sus habitaciones después de la cena."

Le conté que había leído en el periódico que en los días

que siguieron a la catástrofe nuclear, Rudolf Hess, que tenía

noventa y dos años y estaba detenido en la prisión de Spandau en

Berlín, se había negado a comer verduras de hoja de la huerta de

la cárcel.

"Dicen que en la vejez vuelven los recuerdos de la

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infancia. No podría afirmar eso de mí. Sin embargo, tan pronto

pienso en ello, mis recuerdos de la época que trabajé en Auto

Unión regresan muy vívidos. Hace poco, por ejemplo, Bruno me

llevó a dar un paseo por el parque. Cada vez que pasábamos por

la entrada trasera, por el estacionamiento para los proveedores y

los vehículos de la Cruz Roja, un espacio grande, quizás usted lo

haya visto, teníamos que esperar hasta que el portero que estaba

lavando la explanada de cemento con una manguera se diera

cuenta de que estábamos allí y apartara el chorro hacia otro lado.

Aquello me recordó el patio que había delante del edificio del

Departamento de Pruebas en la planta de Zwickau y que yo veía

cuando abría una ventana de mi despacho y me asomaba. Todos

los sábados por la tarde un aprendiz lavaba el patio echando agua

con una manguera y fregaba luego con una escoba... Hoy en día

resulta casi imposible imaginarse el clima que reinaba en aquel

entonces en Alemania. Un clima de esperanza, de tremendo auge

en todos los ámbitos. Normalmente mi jornada laboral era de

doce horas. A menudo dormí en la litera que tenía en mi oficina

técnica. Casi nunca tenía tiempo de leer el periódico. En el

semestre de invierno viajaba mucho. Mientras duró el contrato del

doctor Porsche con Auto Unión, yo viajaba regularmente a

Stuttgart, la mayoría de las veces tomaba el tren nocturno. A

Porsche cada vez se lo fue viendo menos en Zwickau y en

Chemnitz; estaba abocado fundamentalmente al desarrollo de su

Volkswagen, una de las ideas predilectas de Hitler, como usted

quizás sabrá. Casi nunca pude tomarme vacaciones. Hasta en el

tren enseguida dejaba a un lado el periódico y me ponía a

esbozar una idea, a redactar un memorándum para el

Departamento de Motores o a hacer algún cálculo. A menudo

durante los largos viajes, mientras iba mirando por la ventanilla,

se me ocurrían ideas."

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Cuando regresé de Salzburgo y ya estuve en casa, comí

algo, bebí una cerveza y luego puse uno de los casetes de

Mitsuko en mi pequeño grabador (Haydn/Sonatas, había escrito

ella en la etiqueta), pero escuchando la música me di cuenta de

que el estar solo era lo que me generaba tanta inquietud, y oírla

tocar el piano me recordó cómo me gustaba escucharla cuando

tocaba breves piezas de Schubert. Desde que dejé Linz no tengo

más amigos, una vez concluidos los estudios se instalaron en

Viena o en Alemania. Hace años que no sé nada de Hans Paul,

que era oriundo de Wels y estudió conmigo y luego obtuvo un

empleo en el Departamento de Publicidad de la Ford Company en

la Fürbergstrasse; su nombre no figura en la guía telefónica. ¿Por

qué hace tanto tiempo que Mitsuko y yo no vamos más al Zum

fidelen Affen o al Theaterkeller como en los primeros meses de

nuestra relación? Sobre todo en invierno, a menudo por las

noches no teníamos más ganas de ir a la ciudad en auto: yo no

tenía neumáticos de invierno para mi Austin y con temperaturas

bajo cero el Opel de Mitsuko tenía problemas para arrancar.

Pensé: ¿por qué mañana a la noche no voy en el auto a la ciudad

y me doy una vuelta por un par de locales? Seguro que

encontraré alguien con quien conversar. A los estudiantes del

Mozarteum que conocí por medio de Mitsuko les encanta ir al

Zum fidelen Affen.

De pronto me vino a la mente la mujer que me había

atendido en la taberna de Pietole.

Cuando el Austin estuvo listo después del arreglo, yo había

pasado por el hotel para recoger un pulóver y la biografía de

Nuvolari y había salido a probar el auto. Según el plano de la

ciudad que tenía a mi lado en el asiento del acompañante no era

difícil hallar la salida sur de Mantua. De camino del taller al hotel

había tomado por error una calle de sentido único; sudando y

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maldiciendo había llegado luego por angostas calles laterales al

Hotel Broletto delante del cual había buscado infructuosamente

aparcamiento, por lo que había vuelto a retomar el Corso y había

dejado el Austin en un sitio donde estaba prohibido aparcar, tal

como lo hacía la gente del lugar. Tras el cruce del Bosco Virgiliano

la carretera transcurría entre prados y campos. Bajé la ventanilla,

un aire fresco revitalizador, un largo tramo todo recto, pisé a

fondo el acelerador, el motor rugió, el viento parecía multiplicar

como en un eco el ruido del caño de escape. En ese momento

deseé que Mitsuko estuviera a mi lado. A la salida de Pietole, tal

como me lo había descripto el portero del hotel en seguida

encontré la bifurcación y el camino que iba a Andes, una ruta

estrecha, precariamente asfaltada que pasaba por delante de

campos y pequeñas casas y desembocaba en una callecita de

arena. Al encontrarme de frente con un tractor, frené; el

conductor, con el torso desnudo y sombrero de fieltro, se volvió

para mirar mi auto. El camino terminaba en el terraplén de la

orilla. Como no hallé sitio para aparcar e! aura, lo dejé sobre un

prado donde habían segado la hierba. Un camino arenoso

conducía a lo largo del terraplén. A través de las copas de los

álamos de la orilla, en la otra banda del ancho río, se veía la

silueta de la ciudad; más adelante a la derecha, la estructura de

acero de una instalación portuaria y más allá todavía, siguiendo el

curso del Mincio, una planta industrial, probablemente una

refinería: siete u ocho chimeneas, algunas lanzando humo, otras,

encendidas como antorchas.

Llevando en la mano la biografía de Nuvolari que había

descubierto en una librería de Mantua fui paseando por el camino

mientras buscaba el local que me había recomendado el portero.

Un hombre en moto vino a mi encuentro, llevaba dos cañas de

pescar sujetas al portaequipajes. A la altura donde se encontraba

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el Austin se detuvo y retrocedió impulsándose con ambas piernas

hasta donde me encontraba yo. Chapurreando un poco de italiano

intenté decir algo sobre el Austin. El hombre me indicó el camino

a la taberna, allí también podía dejar el auto. Era famosa por sus

especialidades de pescado; lo mismo había dicho el portero del

hotel. Todavía era temprano para comer.

Al cabo de un par de cientos de metros un sendero

polvoriento donde crecían altos pastos se bifurcaba bajando hacia

el río. Había tiradas latas de conserva oxidadas, paquetes de

cigarrillos, preservativos. En la orilla hallé un sitio a la sombra de

un álamo.

El autor de! prefacio tendía a cargar las tintas, usaba

expresiones como: el laurel jamás marchito, el impetuoso

progreso, el héroe de la Nación. Me gustaba más cuando

describía e! origen del piloto, procedente de una antigua estirpe

de campesinos de las afueras de Mantua. Ya el padre de Nuvolari

había desantendido el terrón; junto a su hermano había sido un

apasionado ciclista de carrera. Menos exitoso que su hermano,

empero, al final el padre de Nuvolari se había dedicado más al

campo y se había casado. Cuando el dieciséis de noviembre de

1892 su esposa había dado a luz a un hijo, un soplo de velocidad

se había mecido sobre su cuna. El tío de Nuvolari había abierto en

Mantua una agencia de la marca Bianchi, con taller mecánico

incluido; el joven Tazio no había aguantado en el colegio y se

había formado como mecánico de motores; su mayor placer era

andar en moto por los accidentados caminos de los alrededores

de Mantua. Si bien ya en aquella época antes de la Primera

Guerra Mundial se organizaban carreras de motos, aún deberían

pasar años antes de que Nuvolari participara por primera vez en

una: esto había sido después de la guerra, en una carrera de

circuito en Cremona. Nuvolari había debido abandonar a causa de

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una ruptura de cadena en su Della Ferrera 600 cc. Su primera

victoria la había obtenido en 1921 en una carrera menor. En 1925

había llamado la atención de los ingenieros de Alfa Romeo

quienes a fines de la temporada lo habían hecho probar uno de

sus coches de carrera en la pista de Monza. Tras dar primero un

par de vueltas a baja velocidad, había acelerado y en una curva

había salido despedido de la pista. Fracturas, contusiones. No

obstante, una semana más tarde había corrido con su Bianchi en

el Gran Premio de las Naciones. Finalizada la carrera, los

asistentes habían tenido que alzar de su moto al triunfador

Nuvolari y llevarlo cargando. En la carrera de circuito de Livorno,

cada vez que pasaba, tomaba una curva de forma tan cerrada

que con el codo rozaba el muro de la casa; en una de las últimas

vueltas había golpeado contra un mojón de piedra, el auto había

salido volando por los aires y el piloto despedido contra las balas

de paja que había al borde de la pista; lo habían tenido que llevar

al hospital con las costillas fracturadas. Una semana más tarde

había corrido con corset torácico en la Copa Ciano y al cabo de

tres horas de carrera había obtenido el cuarto puesto... ¡Qué

energía debía tener aquel pequeño y delgado muchachito! La

fotografía que más me gustaba era aquella en la que se lo veía

sentado leyendo una carta en su cama de hospital, con su esposa

a su lado. Se lo veía más joven y más relajado que en las

fotografías de años anteriores.

Los cubículos de muros cubiertos de parra que había para

aparcar los coches eran tan angostos que apenas logre entrar con

mi Austin, y al apearme del vehículo tuve que comprimirme para

poder pasar por la rendija de la puerta abierta. ¡Sólo piensan en

los Fiat 500!, pensé. Al oeste, sobre el horizonte, el sol

centelleaba a través de los troncos de la hilera de álamos. Me

hubiera gustado sentarme afuera, pero las pocas mesitas de

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oxidado hierro que había en la terraza de piso de cemento

delante de la entrada del local se hallaban sobre la polvorienta

calle. No podía imaginarme en absoluto que aquel fuera un

restaurante gourmet como decían. Abrí la cortina de perlas y

entré. Una mujer joven, algo regordeta, me miró curiosa desde

detrás de la barra. Le pregunté si era demasiado temprano para

comer. Ella me hizo un gesto con la mano de que la siguiera y con

sus zuecos de madera fue dando pasitos por un corredor pasando

por delante de la puerta semiabierta de un salón donde lugareños

jugaban a las cartas; al final del pasillo abrió la puerta que daba al

salón comedor inmerso en penumbras, me condujo hasta una

mesa y me sonrió. Le pedí la carta. No entendí casi nada de lo

que me respondió, comprendí sólo que me enumeraba una lista

de platos; al final, pescado. Sí, quería comer pescado. De entrada

pedí gnocchi alla Andes. Me trajo una jarra de barro con vino

blanco, un vaso y una canasta de pan. Me sentí algo incómodo

sentado solo en el centro de la sala vacía. Las persianas de la

vidriera del frente estaban bajas; junto a la entrada había una

ancha vitrina de aluminio de más de dos metros de altura. Arriba

había dispuestos zorros embalsamados; en su interior, en los

estantes del otro lado de la puerta de cristal, botellas de vino

acostadas y aves disecadas, en su mayoría gansos y patos de

vivos colores; como atracción especial, un ave de largas patas,

similar a una garza, y cómico penacho. Las sencillas mesas y

sillas de! salón daban la impresión de ser muy antiguas. En la

pared había pequeños letreros con inscripciones y dichos y

sentencias; junto a la ventana, un dibujo enmarcado: el torso

desnudo de una mujer muy joven, un dibujo de tal fineza y

precisión que casi parecía una fotografía. La muchacha tenía la

cabeza inclinada hacia un lado con los párpados bajos como si la

estuvieran besando en un lugar íntimo. ¿La camarera se había

Page 25: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

olvidado de mí? Me levanté y me puse a mirar los dichos y

sentencias de los cuadritos de marcos rojos que había colgados

en la pared.

E sorgere misfa di sangue Latino e Troiano una stirpe

vedrai.

Sangre latina y troyana, eso es todo lo que entendí.

Finalmente apareció la camarera trayendo el primer plato,

permaneció de pie a mi lado, sonriéndome. Una sonrisa tan

simple y cándida cuanto conmovedora. Le pregunté cómo se

llamaba el ave de las extrañas plumas en la cabeza. No sabía,

pero averiguaría enseguida; en e! salón contiguo había

cazadores. Los gnocchi resultaron ser exquisitos trocitos de

polenta asada servidos con poco sugo. ¿La mujer, que tendría

unos veintipocos años, sería hija de! dueño del local? Al cabo de

un rato regresó y retiró el plato vacío.

"Lei parla molto bene italiano..." "No, no", repliqué riendo.

¿Vivía en Mamua o estaba visitando la ciudad? Mantua era muy

bella, ¿no? Yo asentí. Hacía un año que ella no iba a la ciudad,

tenía tanto que hacer... Enseguida me servía e! pescado. De

algún lado de la casa llegó la voz de un hombre echando pestes a

todo volumen. En la mesa de servicio junto a la puerta había tres

botellas de largos cuellos y base de mimbre desde cuyo interior el

vino tinto emitía sus destellos. Detrás de la camarera que ahora

venía trayendo el plato principal entraron dos hombres de traje

oscuro, el más joven llevaba un bolso de viaje colgado al hombro.

Se sentaron a unas mesas de distancia de mí. Luego de servir el

plato, la mujer volvió a permanecer de pie a mi lado como si

quisiera esperar hasta que yo tomara el primer bocado. Los

hombres hablaban sobre Virgilio. Al historiador, escuché que

decía el más joven, el presente lo irritaba; muchos años debían

pasar hasta que se revelara el sentido de las cosas.

Page 26: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

A principios de los años treinta Nuvolari se había

convertido en Italia en héroe nacional. En medio de una

catastrófica situación económica, escribía su biógrafo, con un

Estado nacional convulsionado, había gran necesidad de héroes y

estrellas. El escritor Gabriele D'Annunzio, él mismo un héroe —

con una tropa de voluntarios había reconquistado la ciudad de

Fiume— le había enviado a Nuvolari cartas y telegramas, lo había

recibido en su mansión en el Lago de Garda, le había regalado un

prendedor de oro con la forma de una tortuga que a partir de ese

momento el piloto llevó siempre prendido en su pulóver amarillo

de carrera. Nuvolari no había sabido muy bien qué hacer con el

famoso autor; no entendía los intereses nacionalistas de

D'Annunzio. Su relación con él, no obstante, había hecho que la

fama del piloto se extendiera mucho más allá de los círculos de

entusiastas del deporte.

Indolente, como si no fuera dueño de mis miembros, había

perdido toda la tarde anterior echado en la cama del hotel, me

había quedado dormido hasta que me había despertado una

fuerte tormenta. El trágico accidente de Rosemeyer, había leído

hojeando por la mitad del volumen, había conmocionado

profundamente a Nuvolari. Aún no había llegado al capítulo

"Nuvolari y el Flecha de plata" que era el que más me interesaba.

Tomé un café con grapa en el salón del Bar Righi —aún

caían unas gotas, las mesas y sillas de la terraza estaban

colocadas inclinadas para que se escurriera el agua— y pensé en

mi regreso a casa a la mañana siguiente, en el reencuentro con

Mitsuko. En el Corso Umberto el paso se angostaba en un tramo

por una aglomeración de muchachos y muchachas que habían

aparcado allí sus grandes y pequeñas motocicletas y fumaban y

conversaban sentados en ellas. Un coche de policía iba pasando

Page 27: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

al volante como con aire casual, con el codo apoyado en la

ventanilla, el cigarrillo en la boca, igual que su colega en el

asiento del acompañante.

Fui paseando por la pérgola mirando las vidrieras de las

elegantes tiendas. En una de ellas había modelos en miniatura de

coches de carrera; el que más me fascinó fue el Mercedes del año

1936. En el interior de la tienda el vendedor les enseñaba a dos

niños cómo funcionaba un curioso vehículo, una especie de coche

acorazado con mando a distancia que iba echando chispas y

lanzando estallidos. Cuando le pregunté por los modelos en

miniatura de los coches de carrera, el vendedor me dijo que se

trataba de una serie nueva. Lo mejor que había en ese momento

en el mercado. Las piezas completamente de metal. No plástico!

Buscó la caja del Mercedes y la depositó sobre el mostrador.

Cuando me dijo lo que costaba, sacudí la cabeza sin poder

creerlo. Un buen precio si se tiene en cuenta la calidad, dijo el

hombre. Abrió la caja. En su interior, envueltas en celofán, había

innumerables pequeñas piezas: relucientes cárteres, chapas de

carrocería, neumáticos, ruedas, mangueras, tubos. De pronto me

imaginé dedicándole una hora por día.

¡Con qué facilidad me habían salido en el último año y

medio los artículos sobre las carreras del Grand Prix! Con mis

notas y el dictáfono sobre el escritorio, la pequeña Olivetti al

alcance de la mano, cerraba los ojos, me transportaba a mi sitio

en el sector de prensa, me sumergía en el ajetreo de los boxes,

iba tipeando las frases y al cabo de una hora tenía listo el

borrador. La mayoría de mis colegas escribían sus notas durante

la carrera y las transmitían a sus redacciones durante la

ceremonia de entrega de premios; como la Rennsport—Woche

salía los jueves, yo tenía que entregar mi artículo recién el lunes

Page 28: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

por la noche. Pensé en el último Grand Prix de Río de Janeiro, a

fines de marzo. Max sólo había autorizado dos noches de

alojamiento y yo no había visto casi nada de la ciudad, de su

famosa playa. Ahora, cuando a veces hojeaba algún número viejo

de la revista y me topaba con uno de mis artículos y leía un

párrafo, me asustaba ver la negligencia con la que estaba escrito

y me preguntaba: ¿Max no se dio cuenta?

Afuera hacía rato que había oscurecido. Desde que

Mitsuko se había ido de viaje, yo no había vuelto a cerrar los

postigos. La casa estaba tan apartada, al borde del bosque, que

quién miraría adentro. Yo nunca había entendido demasiado su

temor a ser observada. A veces, en el crepúsculo, corzos

cruzaban con ágiles saltos por el prado delante de la casa.

El ingeniero Windisch había notado que yo volvía a mirar la

hora una y otra vez. De nada servía saber conscientemente que si

ella llamaba, lo haría recién a partir de las seis de la tarde.

Aunque había puesto el volumen al máximo y de noche oiría el

teléfono hasta en la cama, desde hacía una semana me iba a

acostar recién alrededor de las dos de la mañana. Volviendo a

casa desde Salzburgo, tras la visita a la residencia geriátrica,

había pensado: Siempre que sucede algo bueno en mi vida,

también sucede algo malo. Dos años antes, cuando había

heredado una suma importante de mi tía Else, un par de días

después había recibido un llamado de Willi Baumer de Múnich: la

revista Ludwigs Magazin, de la que él era vicejefe de redacción,

iba a cerrar al cabo de sólo siete números, no había logrado

imponerse en el mercado. Nos habíamos conocido años atrás en

la residencia estudiantil, él recordaba mi monografía sobre el

viaje de Alfred Kerr a Argel en el año 1928 y me había pedido que

escribiera una nota. Le había encantado mi artículo sobre

Zeppelin, el constructor del globo dirigible, y yo me había hecho

Page 29: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

ilusiones de una cooperación en forma regular.

Ayer mismo me había imaginado que con Paul Windisch

había dado con una veta de oro; de pronto me había sentido

convencido de poder escribir el libro sobre Bernd Rosemeyer.

Ahora tenía delante de mí el dictáfono, aún no había escuchado la

grabación. Fuera como fuera aquello no se podía denominar una

entrevista. Windisch había hablado sobre las pruebas para batir el

récord mundial de velocidad en las que había participado Auto

Unión, no sobre las carreras del Grand Prix ni sobre los

campeonatos de Europa (lo que hubiera sido importante para mí).

Por lo menos cuando en la cafetería había empezado a contar que

durante la guerra había trabajado en el desarrollo de los cohetes

V2 yo lo había interrumpido y le había preguntado si había

conocido personalmente al piloto italiano Tazio Nuvolari.

Si Mitsuko llamara ahora, pensé, podría contarle acerca de

Windisch, que al día siguiente lo pasaría a buscar por la

residencia geriátrica para llevarlo unas horas allí, a Eggelsberg, y

luego a su casa de Oberndorf. Que mi proyecto de libro

lentamente iba cobrando forma en mi cabeza y que eso

significaba ya un primer paso para ganarme la vida escribiendo

sin tener que estar de mayo a octubre viajando casi cada dos o

tres semanas por mes por toda Europa cubriendo las más

diversas carreras, algo que ya hada mucho tiempo que a ella la

hacía sufrir. Incluso se imaginaba que cuando volvía de un Grand

Prix yo todavía olía a gasolina durante dos días. No quería estar

sola en casa, algo que yo podía comprender; si bien cuando se

había separado de Roggisch, con quien se había mudado a esa

casa hacía unos cinco años, había vivido más de un año sola allí.

Pero en aquella época ella aún iba todos los días a la ciudad para

dar clases en el Mozarteum. Desde que ella había partido ya no

había más empleados de la empresa Lackner — Servicio de Corte

Page 30: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

y Perforado de Hormigón dando vueltas por la casa con sus

uniformes rojos. Yo no les interesaba, no les ofrecería cerveza

como Mitsuko ni los invitaría a beberla afuera sentados en el

banco. Pero podía entender que antes de que yo me mudara allí,

ella se alegrara de que esos hombres de la vecindad cada tanto

se aparecieran por la casa. Apenas se habían dado cuenta de que

ella no dejaría entrar a ninguno, habían dejado de flirtear.

La mañana del día anterior, como todos los días, yo había

esperado hasta oír el ruido de la motocicleta del cartero, había

corrido a la calle hasta el buzón y luego había vuelto a casa

caminando decepcionado. Había ido pateando las piedras del

camino. Sólo una carta de intimación del abogado Leobacher. Yo

nunca me había ocupado de hacer la transferencia del alquiler, de

eso siempre se había encargado Mitsuko. Me pregunté si ya no

querría tener nada más que ver conmigo, si querría quedarse en

los Estados Unidos. Por primera vez abrí los cajones del secreter

de su cuarto y busqué algún documento donde se dispusiese algo

en relación con el pago del alquiler. Yo no estaba en condiciones

de hacer un giro mensual de ocho mil chelines y a eso sumarle las

expensas. También pensé en cómo contactar a su amiga Vera; no

sabía mucho de ella, sólo que antes Mitsuko la había acompañado

al piano en sus conciertos —ella también había estudiado en el

Mozarteum— y que ahora estaba tan solicitada (en especial como

intérprete de Schumann) que había hallado una excelente agente

y hacía giras internacionales. Por lo que sabía, aún conservaba su

pequeño apartamento del cuarto piso de un edificio de la

Getreidegasse. Antes de que yo me mudara a casa de Mitsuko,

cuando a veces nos citábamos los tres delante del cine Central,

las dos me desconcertaban presentándose vestidas como

gemelas; aunque Vera era oriunda de una provincia del sudeste

de la Unión Soviética, ambas se parecían mucho: cabello negro

Page 31: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

azabache corto, rostro pálido; ambas, esa mirada levemente

asombrada o incrédula, como si a priori no pudieran creer lo que

uno les contara. Quizás Vera tuviera la dirección de Mitsuko. Lo

encontré al ingeniero Windisch, pensé, ¿por que no voy a

encontrar también el nombre de la agente en Múnich? Todavía

quedaba algo en la libreta de ahorro; dos, tres meses podría

pagar el alquiler, ¿pero luego? En la columna "Lunes" de mi

calendario anoté: Llamar a Max. Pensé en otros pequeños

encargos, una carrera de motocross en Estiria o una carrera de

montaña.

En la residencia geriátrica de las afueras de Salzburgo, en

la habitación de los bajos del edificio en el sector de internación

primero, luego en la cafetería del primer piso y finalmente en el

banco en el parque no había pensado ni una sola vez en Mitsuko;

aquello de mirar la hora a veces había sido más bien un reflejo.

¡Cuántas veces había mirado en los últimos días las fotos

del catálogo del museo de Mantua con los coches de carrera

alemanes (en 1938—1939 Nuvolari había corrido para Auto

Unión)!, en especial la de los coches expuestos en la entrada del

edificio del Salón del Automóvil; a veces había pensado que

detrás de aquella fotografía se escondía algún secreto. No podía

enseñársela a Mitsuko para preguntarle qué opinaba.

Las veces que había entrado a su cuarto para regar las

plantas o para ventilar, no había percibido indicio alguno de que

hubiera podido tener la intención de no volver más. No tenía

muchos vestidos, por lo general llevaba jeans y un pulóver, pero

jeans caros y los pulóveres más bonitos. ¿La discusión que

habíamos tenido durante nuestro viaje a Italia en Pascua había

sido algo tan determinante para ella? ¿Ya había algo de mí —

aparte de mis viajes por las carreras— que le molestaba tanto

como para pensar en separarse? Algún motivo debe tener para no

Page 32: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

llamar siquiera, pensé; probablemente su padre enfermo de

cáncer quien, tras años de estar estable, en los últimos tiempos

había empeorado. Pero quizás había llamado cuando yo no estaba

en casa. Pensé en comprar un contestador automático. Desde que

Mitsuko había comenzado a tener más y más contacto con

agencias fotográficas, a veces habíamos considerado la

posibilidad de comprar uno.

¿Y si efectivamente no regresaba nunca más, si no sabía

nunca más nada de ella? Me vino a la mente el Grand Prix de

Detroit, el veintidós de junio. ¿Max ya habría contratado a alguien

para que viajara a Detroit? Anoté en un papel: casetes para el

dictáfono. Esta vez, durante la charla con Windisch, dejaría el

aparato encendido.

"¿Pero cómo hizo para encontrarme? Espero que usted no

pretenda fastidiarme también", había dicho Windisch cuando lo

llevaba al parque. En el empinado camino yo había tenido que

poner toda mi fuerza para sostener la silla de ruedas.

"Como un periodista, en 1938. El periodista —eran los días

después del terrible accidente— se presentó de un modo muy

cordial. Nos sentamos en la pequeña sala de reuniones del

Departamento de Pruebas y él me hizo preguntas acerca de la

carrocería, del nuevo revestimiento del coche para el récord

mundial, y luego, un par de días después, leí la basura de artículo

que escribió. Como si fueran sus propias observaciones había

vuelto en mi contra un par de comentarios críticos respecto al

revestimiento aerodinámico que yo le había hecho en forma

confidencial."

Yo quería contarle a Windisch sobre mi viaje a Italia nueve

semanas atrás; cómo habíamos tenido que hacer una parada

camino a Mantua por una avería en el viejo Austin—Healey, cómo

había visto por primera vez el nombre Paul Windisch en un panel

Page 33: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

del Museo Nuvolari.

"¿Qué lleva en el bolso?", me había interrumpido él, "en

una época yo también tuve un bolso como ese".

Yo quería contarle cómo había encontrado el otoño

anterior, en una granja del Waldviertel, al campeón nacional de

speedway Schneiderhahn.

"¿Qué revista es?"

Le señalé la minúscula foto que había en la tapa arriba del

titular de mi artículo sobre el Museo Nuvolari.

"Ese soy yo, en esa época aún llevaba barba..." "Podemos

ir al parque", sugirió. "¿Qué es lo que quiere saber de mí? Mi

nombre no figura en ninguna enciclopedia, ni siquiera en la

Enciclopedia Austríaca de Personas. ¿Alguna vez la ha hojeado?

¡No se puede creer todos los que están allí!"

Jamás se le hubiera ocurrido que hoy en día aún alguien

pudiera interesarse por Bernd Rosemeyer. A Bruno, el enfermero

que lo atendía generalmente, le había contado sobre Rosemeyer

y Caracciola. Bruno conducía un Ducati rojo fuego, y a Johanna,

una de las enfermeras, le gustaba ver las carreras de

automovilismo en televisión.

"Si abre mi armario", había dicho mientras yo le hacía una

seña a la camarera para pagar, "encontrará una pila de pañales

azules del señor Giebisch, porque yo no uso. Para mis cosas, mis

libros, un par de objetos de recuerdo no hay lugar... A partir del

primero de agosto podría tener una habitación individual, pero

cuesta unos cuatro mil ochocientos chelines por mes más."

Él había calculado que con el importe de la venta de su

pequeño apartamento de Múnich podría pagar su estancia allí

durante unos cinco años, había dicho ante un banco vacío. Es que

apenas cobraba una ínfima jubilación, durante muchos años había

trabajado para BMW como autónomo, sin hacer aportes. Si se

Page 34: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

mudaba a una habitación individual, ese tiempo se acortaba un

año. Qué vendría después, eso no lo sabía, y tampoco quería

pensar en ello. Al ingresar a la residencia no había declarado que

poseía otros bienes aparte del apartamento de Múnich.

"Pero qué estoy diciendo", había exclamado y me había

mirado a los ojos. Aún no había perdido totalmente la esperanza

de que un día sus piernas se recuperaran y pudiera regresar a su

casa y valerse por sí mismo. Había postergado una operación de

cataratas para el otoño.

"Pero todavía no me ha dicho cómo es que llegó hasta mí,

cómo es que supo que dentro de poco cumpliré mis ochenta y

cinco años."

Yo había colocado la silla de ruedas junto al banco, la

había trabado y me había sentado a su lado.

"Como ha podido ver, mi mundo es un mundo de ancianos

quejosos, gritones, que no pueden caminar, que esperan todos

visita pero con los que ya es imposible conversar. Y si finalmente

llega la visita, se quedan ahí apáticos con la mirada fija puesta

más allá de sus parientes o apenas balbucean algo. La mayoría se

olvida de lo que preguntaron o de lo que oyeron hace dos

segundos. Supongo que mi capacidad de percepción ya también

es limitada. ¡Qué bueno es que uno mismo no lo note! Como sea,

tengo la sensación de que he envejecido diez años en estos ocho

meses... De mis dos maletas las enfermeras sólo sacaron ropa

interior, calcetines, pulóveres y mis objetos de toilette y luego

guardaron las maletas en algún lado del sótano. Ahora mis

prendas de vestir más importantes y casi las únicas son mi bata

de baño y este traje de jogging. Después de la caída no me

hubiera podido quedar de ninguna manera en Birnham, sin

personal de atención, sin ascensor. Busque un sitio en una

residencia geriátrica, me dijo el médico en jefe del Hospital de

Page 35: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

Urgencias donde estuve internado dos semanas el verano pasado.

Yo no le creí, estaba convencido de que podría volver a caminar y

a subir escaleras. A las dos de la tarde las enfermeras arrancan

de sus camas a todos los que no son enfermos agudos como mi

compañero de cuarto, ponen a los que no pueden caminar en las

sillas de ruedas y llevan a cada uno a su sitio en el salón, y luego

nos sirven café o té en esos jarros de plástico con boquilla y, si

usted mira, ve que enseguida las mesas cubiertas con plásticos

están todas salpicadas. Es realmente insoportable, creo que

dentro de poco le pediré al administrador que me reserve una

habitación individual. No me sirve de mucho pensar que tarde o

temprano probablemente me babearé o estaré en ese mismo

estado catatónico, como ausente, exactamente igual que ellos. El

invierno pasado, estar en la cama al lado del señor Scharnagel

(del lado de la sombra), su tos asquerosa, sus esputos, su

parloteo insoportable, su filosofía de vida fueron todavía peor que

estar sentado en el salón... ¡Y uno de los enfermeros me dijo que

la enfermera en jefe me había querido hacer un favor

poniéndome junto a una persona culta! Las enfermeras jóvenes lo

escuchaban atentamente a ese señor cuando se explayaba

exponiéndoles sus ideas y consejos sobre cómo hay que vivir,

sobre astrología y Paracelso... Ya en esa época, cuando estaba del

lado de la sombra, cada vez que el enfermero me sacaba de la

cama y me ponía en la silla de ruedas, yo lo primero que hacía

era ir a abrir la puerta que daba a la terraza: ¡aire, aire!"

"¿Se cortó al afeitarse?", pregunté, "¿se afeita también en

húmedo?". En la barbilla y en el cuello se le veían restos de

sangre seca. A veces el anciano se inclinaba en la silla de ruedas

hacia adelante y hacía trompa con la boca, de pronto parecía un

animal que olisqueaba para orientarse por el olfato. Su ralo bigote

y esa cosa constante de sorberse la nariz como si padeciera de

Page 36: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

fiebre del heno hacían aún más fuerte esta impresión.

"¿Sabe por qué el campeón nacional Schneiderhahn se fue

de Viena y se retiró a la casa paterna", pregunté, "una granja en

las afueras de Drosendorf donde ahora se dedica a restaurar

autos antiguos? Me dijo que su madre aún sigue haciendo los

mejores milanesas del mundo."

Mientras Windisch hablaba sobre la comida en la

residencia geriátrica, yo recordé mi viaje a Drosendorf, en la

frontera con la República Checa; cómo me había perdido varias

veces, kilómetros y kilómetros ni un alma a quien poder

preguntar; cómo al principio Schneiderhahn no había querido

decir una palabra porque, como había dicho, contra los

periodistas tenía algo. Yo había encendido el dictáfono que

llevaba en e! bolsillo de! abrigo, pero nada de lo que me había

contado Schneiderhahn en su taller donde con un taladro le

quitaba las tuercas oxidadas al guardabarros delantero de un

antiquísimo Jaguar, y donde finalmente terminó tolerando mi

presencia por un rato como si lo que hubiera buscado fuera

alguien con quien poder conversar, nada de todo aquello había

resultado utilizable, ni siquiera para un breve artículo.

"¿Conoce a Dirk Steinitz, e! que publicó el libro de

fotografía La leyenda Porsche donde se habla de las carreras de

los años treinta y en dos oportunidades se menciona su nombre?

Lo llamé a Steinitz a Hannover y él me dio el dato de Dieter

Eigner, e! antiguo director de! Departamento de Competición de

BMW; y él sabía que usted estaba en una residencia geriátrica en

Salzburgo..."

Veintiocho de enero de 1938: de pronto no me podía sacar

esa fecha de la cabeza. ¿Era descabellado pensar que en un año

podía escribir un libro sobre las flechas de plata, sobre Bernd

Rosemeyer y, como me imaginaba, publicarlo para el

Page 37: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

quincuagésimo aniversario de aquella fecha?

"¿Qué es lo que quiere saber de mí?", volvió a preguntar

Windisch.

"En realidad la idea inicial del proyecto surgió en e! museo

de Mantua", dije. "Le puedo dejar el artículo que escribí sobre el

Museo Nuvolari si le interesa. Ahora quiero escribir un artículo,

quizás incluso un libro, sobre la era de los Flechas de plata, sobre

Bernd Rosemeyer... Me interesaría mucho ver los documentos de

los que usted me habló, su archivo. Como usted sabe, pronto se

cumplirán cincuenta años del fatal accidente en la prueba para el

récord mundial."

Windisch se sonó la nariz en su inmenso pañuelo y dijo que

años atrás, en Múnich, él había comenzado a escribir un libro

sobre el desarrollo de los coches de carrera en la época de la

preguerra y su utilización en los Grand Prix, pero que al cabo de

unas cien páginas había debido aceptar que la escritura no era lo

suyo. Pero un par de artículos había escrito.

"¿Usted escribe bien?"

"Mi abuelo era escritor", dije, "era maestro de enseñanza

primaria en Linz y paralelamente escribía literatura juvenil,

novelas para niñas, algunas llegaron a ser bestseller..." "Ah, sí,

Dieter Eigner", dijo Windisch tras unos momentos en los que

había mantenido los ojos cerrados.

"Lo llamé para Navidad. Nos conocimos hace un par de

años en Nürburgring cuando presentaron el coche de carrera

restaurado, el de 1937, antes de la carrera de Formula 1...

Paul Pietsch, uno de los pocos pilotos de carrera de aquella

época que aún viven, dio una vuelta con el auto."

Yo había mirado la hora: las tres y media. De golpe me

había dado cuenta de que no me quedaba mucho tiempo,

transcurría la tarde y yo no conseguía hablar con Windisch sobre

Page 38: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

e! tema por e! cual había ido hasta allí: Bernd Rosemeyer y la

época de las carreras de! Grand Prix entre 1935 y 1939. Allí

estaba yo sentado junto a un hombre que había vivido todo

aquello bien de cerca y había jugado un papel importante y yo no

era capaz de llevar la conversación por el rumbo correcto.

Subestimé la situación, pensé, no me preparé lo suficiente. Me vi

nuevamente con mi bolso de viaje en medio del gentío en un

aeropuerto camino a una carrera del Grand Prix.

Las doce y media. Afuera el bosque inmerso en absoluto

silencio. ¡El proyecto del libro! Vuelvo a verme sentado en el

parque de la residencia geriátrica, Windisch frente a mí

contándome —el sol ya se había escondido detrás de los árboles

— que a veces se imaginaba que alguien lo llevaba por un día o al

menos por una tarde a Birnham, la propiedad familiar que ahora

estaba abandonada, sentarse allí en el jardín a tomar un café, un

verdadero café, y comer un trozo de pastel de manzanas de la

soberbia confitería de Oberndorf. Desde e! jardín se podía ver

Baviera, la iglesia de Laufen. Ya había pensado en pagarle algo a

Bruno, que era quien lo atendía por lo general en la residencia,

para que, si no había otra posibilidad, lo llevara en taxi a

Oberndorf. Pero así quizás se enterarían... Ese era ahora su mayor

deseo en la vida. La idea, en cambio, de celebrar su próximo

cumpleaños allí, en la residencia, le resultaba intolerable. ¡Lo que

daría por ahorrarse eso!

"Todos los internos en condiciones, ¿se imagina?, reunidos

en la sala, un grupo que da la impresión que lo dejaron plantado

en una cita, manteles en lugar de plásticos en las mesas, velas,

pasteles y un par de muchachos de la Juventud Católica tocando

la guitarra y cantando. Ya lo viví tres o cuatro veces, la última vez

cuando la señora Jessner, la del turbante azul, cumplió ochenta

Page 39: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

años... ¿Usted lo haría?"

La forma en que me había mirado y se había sorbido la

nariz cuando me lo preguntó...

"¡Pero, mamá!", había exclamado una mujer de traje

amarillo que pasó llevando a una anciana dama —con una manta

escocesa sobre las rodillas— en su silla de ruedas: "¡Siempre que

puedo vengo!"

"Tendríamos que hablar con el administrador", dijo

Windisch, "¡yo ya, señor, no soy más dueño y señor de mis

propios actos!" De pronto podía sonreír.

"Se lo ve fuerte, señor Mai... ¿Mautner? Subirme a un auto

aquí no sería ningún problema, Bruno o una de las enfermeras lo

ayudarían. ¿Pero qué hacemos luego en casa? Necesitaríamos

una silla de ruedas plegable. Aquí hay, en el hall al lado de los

ascensores siempre hay algunas."

Me vino a la mente el anciano de la silla de ruedas que

casi me había atropellado cuando iba a tomar el ascensor para

bajar al sector de internación y que apretaba el botón del

ascensor con un cucharón dado vuelta, porque probablemente de

otro modo no llegaba.

"¿Cómo se llama su revista?", preguntó Windisch.

Le conté que la Rennsport—Woche era la única revista de

deporte motor que salía semanalmente y que más de la mitad de

la edición iba a Baviera. Al editor lo conocía desde la escuela

primaria. Max Viehböck era oriundo de Leonding, cerca de Linz.

Tras concluir mis estudios de Periodismo en Salzburgo, había

estado mucho tiempo sin conseguir empleo, en la agencia de

publicidad de un conocido apenas había aguantado unas

semanas, y Max, mi antiguo compañero de escuela, con el que

me había encontrado por casualidad en Linz, me había invitado a

escribir un artículo sobre la carrera de motociclismo de

Page 40: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

Schwanenstadt, donde se corría por el Campeonato Nacional y

donde siempre participaban algunas de las famosas estrellas

europeas. Hasta aquel momento Max se había encargado

personalmente del tema, pero la semana siguiente tenía que

viajar a Monte Carlo a entrevistar a Nigel Mansell.

"Así fue como comencé", dije, "desde niño siempre me

había interesado por las carreras de autos. Mi abuelo me contó

que en los años treinta él seguía las carreras de Alemania y

Austria por la radio."

Luego de pronto Windisch comenzó a dudar. La escalera

de la casa. Y seguramente en la cocina ya no había nada

utilizable. Yo insistí en que antes me haría cargo de proveer todo

lo necesario y le propuse ir primero a mi casa, a Eggelsberg,

quedaba en la misma dirección y no estaba lejos de Oberndorf;

allí podríamos tomar café y luego, si él quería volver una vez más

a su casa (yo pensé sobre todo en el archivo), lo llevaría a

Oberndorf. Confiaba en que podría subido por la escalera.

Page 41: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

Ya temía que usted no hubiera podido esperar más, que

hubiera tardado demasiado. Como verá, ahora estoy solo. Las

camas recién hechas con sábanas limpias y bien estiradas como

si allí nunca hubiera dormido nadie. Cuando usted entró —a eso

de las dos de la tarde, ¿no?— el señor Giebisch aún estaba en su

cama, respiraba con un poco de dificultad... La enfermera dice

que tuvo una muerte tranquila. ¡Parece que no le traje buena

suerte a mi nuevo compañero de cuarto! Antes de mudarme a

esta habitación, a Giebisch lo veía casi todos los días sentado en

el salón o en el parque, parecía que estaba mucho mejor que yo.

¿Quiere quedarse un rato más hasta que me vengan a

buscar para ir a comer? En el edificio hay un sitio, supongo que en

el sótano, adonde llevan a los fallecidos. También en mi caso un

día no habrá nadie que se ocupe de mÍ. La enfermera Johanna me

contó que el administrador aún no ha podido contactar al médico

de la residencia que es quien expide los certificados de defunción.

Supongo que luego una casa de sepelios recogerá el cadáver. Si

es tan amable, por favor, bájeme la barandilla, no me caeré de la

cama. Y súbame la cabecera. ¡No soporto esta barandilla! Me

pregunto a quién me traerán ahora, ¿quizás a alguien del lado de

la sombra? Espero que ahora me dejen un poco más de lugar en

el armarito. Fíjese si encuentra un sobre, en el cajón, en el

compartimiento de la izquierda.

Usted no es de Salzburgo, me parece ... ¿Es de

Vöcklamarkt, cerca de Zipf? Ahí volveríamos al tema de la Parca.

¿Oyó hablar del monumento que se inauguró en Zipf el año

pasado, creo que en mayo, el monumento en conmemoración del

campo de concentración que hubo allí durante la guerra? Yo

quería ir a verlo pero más adelante, no quería encontrarme con

nadie, durante años viví cerca de Zipf y durante la guerra trabajé

allí, pero no quería encontrarme con nadie, pensé: en otoño voy

Page 42: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

un día a Zipf y voy a visitar el monumento y después voy al

cementerio de Vöcklabruck para ver si aún siguen estando las

tumbas de mis colegas. Pero luego acabé en el Hospital de

Urgencias y desde entonces ya no fui a ningún lado, salvo de este

cuarto al comedor o arriba, al hall, a mirar a los canarios de

colores en la enorme pajarera ...

¿No podría descolgar el calendario que está ahí sobre la

mesa? Se lo agradecería. Cuando estoy así en la cama, con la

cabecera levantada, lo único que veo es ese calendario, esos

campesinos con el arado... Les voy a pedir a las enfermeras que

cuelguen un calendario sin ilustraciones; yo preferiría que no

hubiera nada en la pared, así podría hacer como antes, en mi

cuarto del lado de la sombra y a la tardecita, cuando dormito

después del baño, podría proyectar mis recuerdos sobre la pared.

Odio el baño, odio que me desnuden y me sienten en esa

reluciente grúa cromada.

Los periodistas son esa gente que tergiversa lo que uno

dijo, eso lo sostuve siempre. Desde la primavera de 1938 que no

hablé más con ninguno. Igualmente después de la guerra ya

nadie se interesó por mí. Ya había pasado la época de los coches

de carrera de Auto Unión, pero en los años cincuenta Mercedes

Benz volvió a entrar en el mundo de las carreras con enorme

éxito; la gente de Mercedes se hizo famosa, el Jefe del equipo—de

carreras Neubauer y el ingeniero Uhlenhaut. En un principio se

dijo que los bombardeos en Zwickau habían sido devastadores,

que todos los coches de carrera habían sido destruidos; después

se supo que la planta de Horch había sobrevivido la guerra, pero

allí no había ni un solo coche de carrera. Años más tarde

encontraron uno en Checoslovaquia y luego otro cerca de Dresde.

Dicen que actualmente en la Unión Soviética hay dos.

Cuando tenía un problema difícil de resolver —yo estaba

Page 43: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

dibujando las curvas de las válvulas para el nuevo motor de tres

litros— dejaba el tablero, me llevaba un café a la ventana y me

quedaba mirando. El café siempre estaba tibio. Abajo los

mecánicos ensayaban antes de la temporada el cambio de

neumáticos. Hartmann, el segundo jefe del equipo de carreras,

animaba a su gente con un cigarrillo en una mano y un

cronómetro en la otra. En mis recuerdos es siempre invierno

cuando ensayaban el cambio de neumáticos y la carga de

gasolina, los mecánicos tienen que haberse congelado

terriblemente con sus livianos uniformes, pero el que más se

debe haber congelado es el colega que iba al volante del coche y

que, después de la simulación de la parada en boxes, avanzaba

un pequeño tramo con el auto, Hartmann lo empujaba de vuelta

hacia atrás y luego volvía a empezar todo de nuevo y de nuevo...

Yo miraba el patio abajo, donde en el semestre de invierno

casi no penetraba nunca un rayo de sol, pero en realidad no

registraba nada; yo iba de aquí para allá por mi oficina

concentrado pensando en los resultados de las pruebas de viento,

en el revestimiento de las cajas de las ruedas o en las curvas de

elevación de las válvulas en relación con el nuevo árbol de leva,

miraba afuera por la ventana donde a una señal de Hartmann uno

de los mecánicos salía corriendo con un gato hacia la parte

trasera del coche y lo levantaba pero realmente no registraba

nada de lo que ocurría allí abajo en el patio, sabe, yo iba de aquí

para allá por mi oficina sin poder sacarme de la cabeza las

absurdas sospechas que se habían difundido en la prensa. La que

comenzó con aquello fue una revista deportiva de Stuttgart: bien

grande en la portada, la foto de nuestro coche para el récord

mundial con el que acababa de largar Rosemeyer la prueba

crucial. Los otros periódicos lo levantaron de allí. Cuando lo vi,

enseguida dije: ¡Un reflejo de luz! Yo estaba presente en el

Page 44: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

momento en que los mecánicos empujaron el auto y este salió

acelerado como un cohete. No había ninguna abolladura en el

lateral de la carrocería.

Aún hoy puedo oír el ruido que hacían los latoneros

construyendo la copia de la carrocería del coche del récord, día y

noche martilleando y soldando. En un segundo se había acabado

todo, pensamos después del accidente de Bernd Rosemeyer.

¿Para qué seguir? Yo sentía gran afecto por el muchacho, por más

rudamente que pudiera comportarse a veces. Jamás perdió el

humor. Antes de la prueba crucial discutimos, cuando le pedí que

esperara hasta que amainara el viento para hacer la prueba por el

récord. Para qué seguir fue algo que no sólo yo me pregunté en

febrero de 1938. Pero seguimos adelante. En sus talleres los

latoneros martilleaban trabajando en la carrocería. Mi plan

consistía en hacer fotografiar el auto bajo las mismas condiciones

lumínicas y desde el mismo ángulo de modo de demostrarle a la

prensa que no se trataba más que de un reflejo luminoso. No

podíamos dejar que se creyera aquella absolutamente

descabellada sospecha, que habían expresado los periodistas y

que la prensa había difundido, de que lo habíamos enviado a

Rosemeyer a correr por el récord con un auto averiado y que esto

había sido la causa del accidente. Al mismo tiempo en los otros

pabellones de la fábrica se trabajaba a toda máquina en el nuevo

coche de carrera, el tipo D, con motor de tres litros y doble

compresor, un modelo que habíamos desarrollado a partir de mis

planos en sólo tres meses. En ese momento, sin embargo, ya ese

tema no me preocupaba más. Una vez el jefe de taller Woerndl

subió a mi oficina, me contó que ya habían vuelto a poner el

motor con el nuevo árbol de leva en el banco de prueba y la

medición había dado más de cuatrocientos cincuenta caballos de

fuerza. Muy bien, Woerndl, le dije, después bajo. En 1937, con

Page 45: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

seis litros de cilindrada, ese motor había llegado a dar finalmente

quinientos veinte. La nueva fórmula de carrera había limitado la

cilindrada a tres litros y, con todo, el pequeño motor ya había

vuelto a dar en el banco de prueba apenas poco menos de

quinientos caballos de fuerza, pero yo en ese momento no estaba

como para festejar nada.

De pie junto a la ventana, yo miraba el patio desierto,

donde había gatos y bidones de gasolina, y escuchaba el

martilleo. Cinco de nuestros mejores latoneros de carrocería

estaban trabajando en el revestimiento aerodinámico en las

partes de madera sobre las cuales posteriormente se colocaban

las piezas de aluminio que luego se terminaban; yo siempre les

daba ánimos para que siguieran. El director van Oertzen me había

llamado a su despacho y me había informado lo que yo ya sabía,

que todas las partes del auto del accidente fatal habían sido

llevadas a Berlín y que habría una investigación judicial. No

podíamos permitir que recayeran sobre nosotros las sospechas de

la prensa —¡yo ya no podía oír hablar más del tema!—. Van

Oertzen me enseñó un telegrama del Führer. Quiera el

pensamiento de que Rosemeyer cayera en acción por Alemania

mitigar el dolor de la pérdida... Idénticas cartas hizo enviar, entre

otros, también a la viuda.

El Dr. Porsche llamó por teléfono desde Stuttgart, se

preguntaba cómo es que habíamos dejado que Rosemeyer

largara con ese viento... Yo no estaba en condiciones de replicar

nada...

¡Hoy en día ya no existen más latoneros como aquellos! En

tres días y tres noches terminaron el revestimiento. Algunas

partes se pudieron tomar de otras carrocerías, del modelo de

1937 con el que en octubre de ese año Rosemeyer había batido el

récord mundial. Cada tanto yo bajaba al pabellón donde estaba el

Page 46: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

sector de latonería, acariciaba la curva de las cajas de las ruedas

y preguntaba si llegarían a terminar a tiempo.

"Convoque a los periodistas para el viernes aquí en la

fábrica", le dije a van Oertzen, "y exíjales que se retracten de sus

sospechas. ¡Espero que el viernes tengamos condiciones de luz

similares a las del veintiocho de enero! El viernes por la mañana

montaremos la carrocería aerodinámica en el chasis y entonces

veremos dónde colocamos el auto para que los periodistas

puedan ver que no fueron más que meros reflejos en la superficie

del revestimiento, lustrosa como un espejo".

Del pabellón uno llegaba el resonante martilleo de los

latoneros de carrocería, en el pabellón tres los mecánicos tenían

una vez más el nuevo motor en el banco de prueba, se oía el

quejido del compresor, y el patio se llenaba de las humaredas de

los gases de escape que se extraían del Departamento de

Pruebas por medio de mangueras.

Sabe, yo no estaba absolutamente seguro de que los

cálculos que había hecho después de las pruebas en el túnel de

viento, y de acuerdo a los cuales se había modificado en especial

el sector lateral del revestimiento, no hubieran sido

efectivamente erróneos. En el periódico BZ am Míttag había

salido que el delgado revestimiento de aluminio había soportado

una presión de mil doscientos kilos por metro cuadrado de

carrocería. Y a partir de una fotografía del lugar del accidente,

donde se veían huellas de frenado que describían un arco que iba

desde el borde exterior de la autopista hacia la franja divisoria

central, una revista de deportes inglesa había desarrollado una

teoría según la cual lo que había sucedido es que los pistones se

habían bloqueado, ya que un corredor como Rosemeyer habría

sabido que una maniobra de frenado a esa velocidad sería fatal.

Hülhnlein, el jefe del NSKK, el Cuerpo Motorizado

Page 47: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

Nacionalsocialista, me había pedido que redactara un informe

sobre el accidente desde mi punto de vista.

¡Me voy! ¡Listo, me voy!, pensé, renuncio, en el verano,

pasados los tres meses de preaviso, me voy por fin de vacaciones

al Mar Báltico y en el otoño me incorporo como docente en la

Escuela Politécnica de la Universidad de Dresde, que ya me lo ha

ofrecido varias veces. En aquellos días no pensé en absoluto en

los muchos triunfos que habíamos obtenido, sobre todo en 1936 y

1937. El Dr. Porsche estaba ocupado con su proyecto Volkswagen,

yo sostenía apenas un esporádico contacto con la Oficina Técnica

de Stuttgart. Hablé con van Oertzen por mi sueldo, en dos años

no me habían concedido ningún aumento. El contrato de Auto

Unión con el Dr. Porsche ya había expirado, ahora querían que yo

me hiciera cargo de la dirección general de la Oficina Técnica. El

nuevo contrato me parecía una vergüenza; no obstante lo acepté.

Aunque estaba absolutamente seguro de que eso que

habían dicho que era una abolladura en realidad había sido un

reflejo luminoso, una y otra vez volví a mirar con la lupa la foto de

la portada de la revista de deportes que tenía sobre mi escritorio,

observé el sitio en cuestión, ese aparente pliegue en la chapa del

revestimiento del lado derecho de la carrocería, y lo examiné.

Pensé también que aquel último otoño, después de la exitosa

Semana del Récord Mundial de Velocidad que se había realizado

en la autopista del Reich de Fráncfort, cuando se había hecho

público que Mercedes Benz había solicitado autorización ante la

ONS, la Suprema Comisión Nacional de Deporte Automovilístico

Alemán, para efectuar pruebas para batir el récord y nosotros

habíamos tenido que ponernos a pensar cómo nos enfrentaríamos

a este hecho, yo estaba muy ido en mis pensamientos. ¡Yo estaba

loco por una mujer! ¡Ni más ni menos que yo! Y era un caso

imposible, ella era la novia de nuestro especialista en carrocería,

Page 48: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

Petzold... En la fábrica creían que a mí no me interesaban las

mujeres. En todo el tiempo que pasé en Zwickau jamás me vieron

con una mujer. Yo no tenía tiempo para ello, y ni siquiera tiempo

para lamentarme por ello.

Estaba bien claro, habíamos entrado en un terreno límite,

no contábamos con valores empíricos en los que poder

apoyarnos, el motor del coche de Mercedes para el récord

mundial tenía unos cien caballos de fuerza más y no obstante no

lograban mayor velocidad que nosotros, eso quería decir que

aerodinámicamente íbamos por el camino correcto; yo es el día

de hoy que aún estoy convencido de que, si Rosemeyer no

hubiera sufrido el accidente fatal, el veintiocho de enero

hubiéramos superado los cuatrocientos treinta y dos kilómetros

por hora (en el promedio de la ida y la vuelta) que había

alcanzado Caracciola; en el tramo de ida Rosemeyer pasó los

cuatrocientos veintinueve. Y con todo en el punto de giro, donde

se daba vuelta el auto, se quejó diciéndome que el motor nunca

había llegado verdaderamente a dar el máximo de revoluciones.

Nosotros habíamos usado la mejor chapa que se podía conseguir,

chapa Dural, hecha de una resistente aleación de aluminio que

también se usaba para aviones. Para la carrocería aerodinámica

que se fabricó para las pruebas del récord que se realizaron en el

otoño de 1937 el Dr. Porsche había decidido que se usara una

chapa de 0,5 mm de espesor; para el revestimiento del nuevo

modelo 1938 optamos incluso por una chapa de 0,7 mm de

espesor.

La junta directiva de Auto Unión me encargó que redactara

un memorándum sobre los hechos acaecidos el veintiocho de

enero. Todos redactaron memorándums: el jefe de! equipo de

carrera Feuereissen, los cronometristas, los mecánicos en jefe

que estaban presentes. No se pudo establecer la causa exacta

Page 49: Kappacher, Walter-Flechas de Plata

de! accidente. En las pruebas en e! túnel de viento en Berlín—

Adlershof el nuevo revestimiento aerodinámico había logrado

mejores valores, los cuales, sin embargo, lo sabíamos claramente,

se obtenían a costa de una mayor susceptibilidad lateral al viento.

Rosemeyer y Rudolf Hasse, que fue el primero que probó este

modelo en la autopista Halle—Leipzig el veintitrés de enero, se

mostraron muy satisfechos con la calidad de conducción del

coche. Me devolvieron mi memorándum diciendo que había

olvidado poner un Sieg Heil! o por lo menos un Heil Hitler!1, así

que volví a desdoblar la hoja y completé lo que faltaba. No estaba

de ánimo para un Sieg Heil, y pensando en la próxima temporada

de carreras me pregunté: ¿y ahora quién llevará nuestros coches

a la victoria?

Mi padre me llamó por teléfono para cancelar la visita que

iba a hacerme en Zwickau; esquiando en el Untersberg se había

quebrado una pierna.

Fui hasta el tablero donde ya estaba trabajando en el motor de cilindros V12; para 1939 la Comisión Deportiva Internacional había reducido nuevamente la cilindrada a la mitad con el pretexto de que los autos eran demasiado rápidos, que había demasiados accidentes graves. Hans Stuck ya no obtenía tantas victorias como aún lo hacía en 1935; donde aún tenía chances de ganar era en su especialidad, las carreras de montaña. De la generación de corredores jóvenes, Hasse y Müller no tenían experiencia, no eran lo suficientemente rápidos; Ernst van Delius, el mejor de todos, había muerto en 1937 en Nürburgring. En Mercedes, Hermann Lang se había ido convirtiendo en uno de los favoritos; con él Mercedes contaba con tres ganadores: Caracciola, van Brauchitsch y Lang, esto sin contar al inglés Seaman que también tuvo luego un accidente fatal en Nürburgring. No era mi tarea preocuparme por el compromiso que ponían los pilotos, pero igual era un tema sobre el que pensaba. Apenas hubiera pasado todo aquel maldito asunto del accidente en la prueba del récord, redactaría un memorándum para la junta directiva y entre otras cosas

1 ¡Salve la victoria! [N. de la T.].

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propondría probar a Tazio Nuvolari para el nuevo coche de carrera. Por lo que sabía Nuvolari no tenía un contrato fijo con Alfa Romeo para 1939.

Dejé el tablero y volví al ventanal; no podía abrir la ventana, abajo aún se oían los gritos, las palabrotas de Hartmann; en la temporada que ahora había concluido los mecánicos de Mercedes habían cambiado los neumáticos más rápido que los nuestros. En el pequeño antepecho de la ventana yo tenía dispuestas piezas de motores, por ejemplo dos válvulas que se habían doblado; el acoplamiento de resorte del actuador del árbol de leva se había roto durante una prueba de funcionamiento del motor de tres litros. Cuando prendí un cigarrillo, la mano me temblaba tanto que pronto lo apagué; pensé que en dos días nos esperaba un día importante, el fin de semana podría dormir por fin. A un costado de mi escritorio, al lado del secafirmas, tenía la reproducción del coche del récord de 1937, hecha por aprendices del taller escuela de Chemnitz, un trabajo excelente. La reproducción me la había entregado una delegación de aprendices antes de Navidad, para mi cumpleaños; como casi todo lo que tenía se quemó luego en Dresde en 1945; también se quemaron entonces unos zapatos de Bernd Rosemeyer que él me había pedido que le guardara hasta después de la prueba por el récord; a diferencia de lo habitual, para aquella prueba usó unos zapatos deportivos ceñidos al pie que le cubrían hasta el tobillo; realmente no sé por qué conservé aquellos zapatos.

Un momento antes de que se montara en el coche para hacer el primer trayecto de calentamiento aquel consabido día, discutimos: en la tienda que hacía de taller mecánico junto a la largada, los mecánicos estaban desatornillando los revestimientos adicionales superiores y Rosemeyer, ya con la gorra y sus antiparras de piloto puestas y los guantes en la mano, preguntó por qué los estaban quitando, a lo que yo respondí que los revestimientos de la parte trasera del coche lo hacían muy sensible a los vientos laterales, que una semana antes, cuando Rudolf Hasse había conducido el coche, aún no estaban listos, y que la noche anterior antes de cenar, mientras me cambiaba en mi habitación del hotel, yo le había propuesto a él mismo que sacáramos los revestimientos y fuéramos aumentando poco a poco la velocidad...

Él me interrumpió bruscamente: no tenía ninguna intención de hacer primero pruebas, él quería ir acercándose lo

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más rápidamente posible a la velocidad máxima. Ante mi reiterada objeción respecto al viento, volvió a interrumpirme diciendo que él no era ningún principiante, que él sabía lo que hacía. En sí el pronóstico del tiempo para el veintiocho de enero era bueno, soplaría el Foehn —un viento cálido del sur proveniente de las montañas del que en ese momento, aproximadamente las diez y quince de la mañana, no se percibía aún nada—, no obstante soplaría un viento considerable. Así pues, di la orden para que volvieran a colocar los revestimientos. Yo estaba enfadado por su tono, a menudo había presenciado cómo trataba rudamente a sus mecánicos cuando estaba tenso antes de una carrera, pero conmigo siempre se había comportado amablemente; a ese joven ocho años menor yo lo sentía casi un amigo. Él sabía perfectamente todo lo que yo hacía para que él siempre tuviera a su disposición el mejor material posible, y que yo desconocía lo que era tener una vida privada.

En el pasillo, al lado de la puerta de mi oficina, había un afiche del Gran Premio de Alemania, con la imagen del perfil de un piloto. En realidad el perfil resultaba desagradable, más que el de un sensible piloto, era el de un tipo belicoso, un pendenciero. La gorra de cuero parecía un casco de acero. Alrededor del cuello, aparte de las antiparras de piloto, el luchador llevaba una amarilla corona de espigas. En el fondo se veía una representación estilizada del castillo Nürburg y un tramo de la pista. Veintiséis de julio de 1936. Hora de largada: once horas, decía allí en angulosas letras de molde. No fui capaz de quitar el afiche. En aquella carrera nuestro equipo logró la primera gran victoria: ¡Rosemeyer primero, Stuck segundo y Hasse cuarto!

Recuerdo cuando Rosemeyer me fue a recoger a mi casa en Zwickau. Yo le alquilaba una espaciosa habitación a la familia Niemeyer, en la Lessingstrasse; era la noche de la cena anual de cierre de la temporada de carreras y yo estaba trabajando de lleno en los preparativos para las pruebas por el récord mundial; Rosemeyer enseguida me preguntó cómo íbamos con el nuevo revestimiento aerodinámico, a cuántas revoluciones llegaba ahora el motor y me contó que su esposa daría a luz en unas seis semanas. En los años treinta, su esposa, Elly Beinhorn, era la más famosa aviadora alemana. Por influencia de ella Rosemeyer también sacó el brevet de piloto, para gran pesar de los directores de Auto Unión, pues temían que su corredor más importante pudiera sufrir un accidente fatal.

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Me sorprende cómo retornan los recuerdos mientras le voy contando... Cuando me senté a escribir sobre aquella época en Múnich hace años, no se me ocurrió casi nada. ¡Cómo crujían las tablas del piso de madera de mi habitación en Zwickau! Sobre la cómoda había una foto del Baile de las Bellas Artes en Dresde donde se me veía bailando con Elfriede, la novia de mi colega Petzold, un paisano; Rosemeyer tomó la fotografía y exclamó: ¡No me lo hubiera imaginado de usted! ¡La mujer es muy bonita! ¡Qué calladito! En ese momento pensé en aquella piloto de Sudáfrica que Rosemeyer había conocido durante el Grand Prix de Ciudad del Cabo, una muchacha atractiva; en una revista deportiva habían sacado una fotografía en la que estaban juntos y yo me había preguntado si Elly no estaría celosa. Como fuera, ella incluyó esa foto en el libro que publicó tras la muerte de su esposo.

Por las noches Elfriede se ponía un sombrero ridículo, una especie de tocado como el que usaban las monjas holandesas. Lo mejor de Zwickau, aparte del Departamento de Competición, era que con el auto rápidamente estaba en Dresde. Incluso a veces hasta iba un domingo a la ópera. ¡A la dama la impresioné con mi automóvil Horch! ¿Pero si no? No sé si hubiera tenido alguna chance. Después del veintiocho de enero otros temas ocupaban mi mente, durante semanas estuve concentrado en el diseño del nuevo motor de doce cilindros, y no me animaba a llamarla. Ella era secretaria en el Departamento de Prensa; entusiasmada hablaba de Goebbels quien, al final de la temporada de carreras 1936, había pronunciado un discurso en el patio de la fábrica, en un podio rodeado de macetas con plantas ornamentales, a su lado el coche de Rosemeyer con el número de largada "4" y una corona de laureles sobre el capó, una enorme muchedumbre...

En una ocasión, a raíz del accidente de Rosemeyer, había hablado con la señorita Elfriede; en realidad yo quería informarle al Jefe de Prensa la fecha en la que podríamos mostrarles a los periodistas la copia del revestimiento aerodinámico, pero en lugar de comunicarme con el Sr. Wuttke me habían pasado con Elfriede May; ella había sonado tan fría al teléfono que yo luego había postergado el llamado que quería hacerle para volver a invitarla a comer al Reichskanzler o para hacer una excursión a Dresde. Como dije, ella era la amante de mi colega Hermann Petzold, el que había diseñado la amortiguación de torsión del coche de carrera; no podía encontrarse muy seguido con la señorita May

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porque su esposa desconfiaba. ¡Petzold tenía miedo de perder a su amante! A ella le gustaba mucho divertirse, le gustaba salir, Petzold me la confió a mí, tenía que llevarla a cenar, a ver una película, ocuparme de ella; no se le ocurrió en absoluto que yo pudiera enamorarme. Cuando me había trasladado a Stuttgart siguiendo el llamado del Dr. Porsche, yo en Graz había dejado una novia; nos habíamos escrito cartas, nos habíamos visto una, dos veces por año, pero luego ella había conocido a otro.

El rugido de los motores de carrera en los talleres llegaba hasta nuestro sector, hasta mi oficina y me ponía nervioso; a veces no podía continuar trabajando en el tablero, me levantaba, iba hasta la ventana y me quedaba mirando. Fue mi idea cerrar la abertura del radiador en la estructura frontal de la carrocería aerodinámica; aquello permitía, según lo había comprobado en las pruebas realizadas en el túnel de viento, alcanzar una velocidad un poco mayor. Aquello hacía que tuviéramos que colocar un tanque de agua adicional o utilizar para ello el tanque de combustible. Para el trayecto de prueba que corrimos a mediados de enero, sin embargo, dejamos la abertura del radiador, que estaba ubicada en la parte inferior del revestimiento delantero, puesto que de todas formas era sólo una estrecha abertura; en esa ocasión había periodistas presentes y probablemente también observadores de Mercedes Benz. Otra posibilidad habría sido cerrar la cúpula de plexiglás de la cabina del piloto. Pero descartamos esta opción porque Rosemeyer se opuso: en una cabina cerrada le daría un ataque. Contó que en las pruebas de octubre el más mínimo ruido lo había irritado muchísimo, le había causado zozobra; yendo a una velocidad de casi cuatrocientos kilómetros por hora el silbido que había hecho una válvula de seguridad al abrirse lo había aterrado, creyó que iba a estallar el motor. No insistimos en la cúpula de plexiglás con la que hubiéramos podido ganar algunos kilómetros más por hora, alegando, por ejemplo, que Rudolf Caracciola había hecho recorridos de prueba para el récord en el coche de Mercedes que tenía una cabina cerrada con una cúpula como la que nos imaginábamos y que no se había quejado de molestias ni impedimentos.

La mayor sensibilidad lateral al viento que presentaba este coche del récord en comparación con el modelo del otoño de 1937 no me dejó dormir durante noches. Ya en octubre el coche aerodinámico de Rosemeyer había coleado durante un tramo de

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prueba a más de trescientos kilómetros por hora y se había atravesado en la pista; maniobrando con el volante Rosemeyer había logrado mantener el coche en el carril. Pero cuando se bajó del vehículo en el punto de giro, estaba completamente exhausto.

Jamás olvidaré cómo me miró brevemente aquel aciago día mientras los mecánicos giraban el coche del récord. Sabe, ese coche aerodinámico era sumamente difícil de conducir, en el punto de giro o cuando lo sacaban de la tienda había que ir empujándolo hacia adelante y hacia atrás mientras al mismo tiempo se maniobraba con el volante. Era un día frío y ventoso, yo me había subido el cuello del abrigo. Rosemeyer ya había conducido un primer tramo de prueba en el que había superado los cuatrocientos kilómetros por hora.

¡Hombre, Manfred, cómo tuve que maniobrar a la altura del puente Morfelder Schneisel, le comentó a Brauchitsch, el piloto sustituto de Mercedes que se las había arreglado para pasar la barrera, mezclarse entre los técnicos que estaban junto al auto de Rosemeyer y preguntarle cómo había sido la vuelta.

Aquellos intentos de batir el récord habían sido una locura desde el principio, pensé muchas veces en las semanas que siguieron, un delirio, me decía de pie junto a una de las ventanas de mi oficina con la mirada perdida, a veces en tal estado de sopor que ya no oía ni el martilleo de los latoneros de carrocería ni el rugido de los motores en los talleres.

¡Cómo me había mirado Rosemeyer! ¿Estaba enojado conmigo porque suponía que yo no lo creía capaz de dominar las dificultades que planteaba una prueba tal? Mientras avanzaban y retrocedían con el auto por el carril de la autopista que iba en dirección a Darmstadt para darlo vuelta, él todavía tenía las antiparras alzadas sobre la frente. Afilado se iba estrechando el cinturón de la autopista para fundirse con el cielo en el horizonte en medio de una clara, casi enceguecedora nube vaporosa. Parado delante de la estructura frontal del revestimiento del coche, el cual ya se encontraba dispuesto en la dirección de largada, había un hombre; no sé por qué, a contraluz, tuve la sensación de que con frac y sombrero de hongo, y me pregunté: ¿Quién es? ¿Qué busca aquí?

Sabíamos perfectamente que Mercedes no aceptaría como si nada el fracaso del otoño, pero la forma en que intentaron burlamos no fue nada sutil. Sí o sí querían superar nuestros récords antes del Salón Internacional del Automóvil que tendría

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lugar en Berlín en febrero. Debe usted saber que la Suprema Comisión Nacional de Deporte Automovilístico Alemán había establecido que las pruebas para el récord sólo podían efectuarse una vez por año. Pero en lo posible Mercedes quería batir nuestros récords de octubre de 1937 antes de fin de año. Con la ayuda de Hühnlein, el Jefe del Cuerpo Motorizado Nacionalsocialista, consiguieron un permiso especial. La primera fecha, a fines de noviembre, empero, la tuvieron que dejar pasar porque no llegaron a tener listo el auto y en la segunda fecha que les concedieron, una semana antes de Navidad, no pudieron correr por mal tiempo, la autopista estaba congelada.

Como sea nosotros preparamos nuestro coche para una nueva prueba por el récord a principios de 1938. ¡Contraatacar de inmediato!, había sido la respuesta de Rosemeyer cuando una vez Feuereissen le había preguntado que debíamos hacer si Mercedes batía nuestra marca. Como Mercedes estaba haciendo pruebas en el túnel de viento del Centro de Experimentación Aeronáutico en Berlín—Adlersdorf y nosotros recién hubiéramos obtenido fecha para marzo, antes de Navidad efectuamos más pruebas con la maqueta en el túnel de viento de la fábrica Dornier, en Manzell, en Friedrichshafen; examinamos los nuevos conductos de aireación sobre y debajo de las cajas de las ruedas y también cómo funcionaba la variante de cerrar la abertura del radiador. No obstante no podíamos contentarnos del todo con los resultados de estas pruebas, ya que la maqueta a escala del coche aerodinámico no era completamente fiel al original. Como la empresa de neumáticos Continental había propuesto utilizar neumáticos de 24 pulgadas, habíamos tenido que agrandar las cajas de las ruedas.

El Dr. Porsche ya no participó en estas pruebas. Después del accidente nos echó en cara haber modificado la carrocería sin su conocimiento. Aproximadamente una semana antes del veintiocho de enero hicimos que Hasse probara el auto con la nueva carrocería aerodinámica en la autopista Halle—Leipzig. Hasse se expresó muy satisfecho con los revestimientos adicionales, pero reportó efectos adversos ante fuertes vientos laterales. En realidad se le tendría que haber dado vacaciones a todo el equipo; durante las pruebas en Manzell, por ejemplo, habían trabajado desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche; en otoño, una vez finalizada la temporada, ninguno de nosotros había tenido vacaciones. La Comisión Deportiva

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Internacional había vuelto a establecer nuevas fórmulas de carrera para el período 1938—1940. Como ya le mencioné, el volumen de los motores se redujo a tres litros. Los ingleses y los franceses creyeron que con ello podrían poner fin a la serie de triunfos alemanes. Pero el motor con compresor de dos tiempos que diseñamos logró alcanzar ya de entrada nuevamente cuatrocientos ochenta y cinco caballos de fuerza, quiero decir, no mucho menos que el viejo coche de doble cilindrada. Simultáneamente preparamos el coche aerodinámico para las pruebas por el récord que tendrían lugar en octubre y además hubo que diseñar una carrocería totalmente nueva para el coche del Grand Prix 1938. Queríamos tener listo este coche para cuando, como en varias oportunidades lo había anunciado la junta directiva de Auto Unión, el Führer visitara nuestro Departamento de Competición. Pero bueno, como usted sabe, luego en la primavera de 1938 tuvo otra cosa que hacer.

El Dr. Porsche y el piloto Hans Stuck así como algunos caballeros de la junta directiva tenían buenos contactos con el Führer, ya desde antes de que los nacionalsocialistas llegaran al poder. El discurso con el que Hitler inauguró el Salón del Automóvil de 1933 en Berlín fue una clara declaración en favor de la motorización de Alemania. Hasta ese momento, en comparación con otros países europeos, Alemania se hallaba poco motorizada, una desastrosa consecuencia de la crisis económica, y por eso Hitler veía con gran simpatía los planes de Mercedes y Auto Unión de construir autos competitivos para el Grand Prix. Hitler destacó el valor de propaganda del automovilismo; dijo que la participación de coches de carrera alemanes en las carreras internacionales del Grand Prix constituía una prioridad nacional. "Tan pronto acceda al poner, tendrán el dinero", les había dicho en repetidas ocasiones a los caballeros de Mercedes, y después de que el Dr. Porsche fue a la Cancillería del Reich para exponer sus planes para el coche de carrera, el Führer dispuso que la suma que estaba prevista para la subvención de la construcción de un coche de carrera alemán, si mal no recuerdo, seiscientos mil marcos del Reich, se dividiera entre Mercedes y Auto Unión.

Ahora recuerdo cómo fue: Hans Stuck, que por entonces ya era un piloto famoso, conoció en Múnich al chofer de Hitler, quien en aquel entonces era jefe de su partido. Stuck le contó al chofer los problemas que tenían los pilotos alemanes y el chofer de Hitler le sugirió que hablara con su jefe. Hitler lo recibió y

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Stuck lo puso al tanto de la catastrófica situación en la que se encontraba el automovilismo alemán y convenció a Hitler de que había que hacer algo. "Espere un poco", me contó Hans Stuck que le había dicho Hitler, "espere, no falta mucho hasta que estemos en el poder y entonces lo ayudaré". El Dr. Porsche creía fervientemente en el auge de la industria alemana. Yo por ese entonces ya formaba parte de su equipo en Stuttgart; a la mayor parte de la gente la había llevado de Austria, entre otros a mis amigos Kampits y Eisenteich. En el otoño de 1932 la Comisión Internacional de Deporte en París estableció la fórmula de carrera de 750 kilos. Ningún auto de peso superior a ese podía participar en una carrera del Grand Prix. En tiempo récord Porsche construyó un coche de carrera con motor de 4,4 litros con dieciséis cilindros y aproximadamente trescientos caballos de fuerza. La novedad eran el motor trasero y la suspensión por barras de torsión. Pero parecía que los planes de Porsche fracasarían por el tema de la financiación. Auto Unión estaba interesada, el grupo consideraba que participando en las carreras de automovilismo ganaría mayor prestigio. Van Oertzen, el Director General de Auto Unión, empresa que se fundó en aquella época, escuchó hablar del proyecto de Porsche y viajó a Stuttgart. Los planos técnicos de Porsche le gustaron. "Construya entonces este auto", le dijo Porsche, "usted posee las fábricas necesarias para ello". Pero los directores de Auto Unión aún se sentían acobardados ante los incalculables costos que podía llegar a tener una escudería para el Grand Prix.

Así fue que en junio de 1933 me trasladé a Zwickau; muy a mi pesar, pues me gustaba estar cerca de Ferdinand Porsche; pero él quería tener un hombre de confianza en Zwickau, y así pues yo pasé a ser ingeniero de pruebas del Departamento de Competición y durante el primer año estuve en permanente contacto, generalmente telefónico, con la Oficina Técnica de Stuttgart. A veces Porsche viajaba, siempre en tren, y miraba las piezas. Las teníamos distribuidas sobre una larga mesa, él las examinaba a todas en detalle y expresaba su crítica o su elogio. En mayo de 1933 comenzamos a trabajar en el coche de carrera y en noviembre, imagínese, ya corrimos los primeros trayectos de prueba en Nürburgring. Hacía un frío tremendo, algunos observadores invitados buscaron refugio de los vientos helados en los boxes. Cuando el auto no regresó después de la segunda vuelta, Porsche y yo, y en otro auto dos mecánicos, fuimos

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recorriendo el circuito y encontramos el coche con Hans Stuck al volante al borde de la pista, en Schwalbenschwanz, una parte del bucle norte. Permanecimos allí parados alrededor del auto con nuestros abrigos de invierno y las solapas levantadas —Stuck se rodeaba el cuerpo con los brazos— hasta que los mecánicos repararon el problema en el encendido. Luego cayó una niebla tan espesa que cuando seguimos camino hasta la meta ni siquiera llegábamos a ver el final del capó. En enero de 1934, en los tramos de prueba que hizo Hans Stuck en la pista del AVUS en Berlín, llegó a superar los doscientos cuarenta kilómetros por hora. El Dr. Porsche estaba tan entusiasmado que lo abrazó a Stuck cuando este bajó del auto. Pocas veces fui testigo de tal reacción emocional de parte de Porsche.

Aquel coche de carrera, el P (P de Porsche), como se lo denominó al principio, era extremadamente difícil de gobernar. Los pilotos que no sabían dosificar correctamente el uso del acelerador enseguida salían disparados de la pista, la parte trasera del auto entraba en erupción, comenzaba a derrapar. Rosemeyer era quizás el piloto que mejor se las apañaba. Después del trágico accidente del joven piloto Heydel, que había fallecido durante recorridos de prueba en Monza, Rosemeyer me contó que él había comenzado en carreras de motocicleta en pistas de pasto y que allí se aprendía el arte de derrapar y de recuperar el control del vehículo. Los primeros pilotos que corrieron con este auto fueron Stuck... Prinz Leiningen, August Momberger; también el futuro técnico en jefe Wilhelm Sebastian corrió algunas carreras. En otoño se invitó luego a jóvenes pilotos, entre ellos a Bernd Rosemeyer, a conducir trayectos de prueba en el circuito de Nürburgring, y si no me equivoco, Rosemeyer fue el más rápido y firmó contrato para 1935. Alquiló, como yo, un cuarto en Zwickau, y luego también un apartamento en Berlín; en la primavera, antes de su primera carrera, solía ir a menudo a visitarme a mi oficina; mientras yo trabajaba en el tablero, él prendía un cigarrillo y se repantigaba en una silla; luego bajaba a los talleres y se quedaba observando cómo trabajaban los mecánicos en los motores y les hacía bromas. Era el único de los pilotos que se interesaba realmente por complicadas cuestiones técnicas, que entendía algo de motores; me contó que desde niño había trabajado en el taller de autos de su padre en Lingen an der Ems. Estaba ansioso por correr su primera carrera. El jefe del equipo de carreras Walb no quería dejarlo correr aún en el AVUS,

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el joven piloto debía ir acostumbrándose lentamente a las altas velocidades. Pero él no cedía, volvía a llamar una y otra vez, insistió en que lo dejaran correr hasta que Walb transigió y le permitió que en el entrenamiento diera algunas vueltas de prueba. En 1935 empleamos por primera vez en el AVUS un auto con revestimiento aerodinámico. Y en el entrenamiento este muchacho logró el cuarto mejor tiempo y en las pruebas de clasificación quedó en la primera fila junto a Hans Stuck. Cientos de miles de espectadores se apiñaron todo a lo largo del recorrido en Grunewald. Lo que más nos impresionó a la gente de Auto Unión fue ver cómo Rosemeyer —a quien al intentar pasar al italiano Fagioli que iba al volante del coche de Mercedes, en la empinada curva norte se le había pinchado un neumático—, logró mantener bajo control a esa velocidad el auto que iba coleando fuertemente y logró hacer que se detuviera indemne. Luego pareció que ganaría la carrera del Eifel, en el circuito de Nürburgring, pero un par de cientos de metros antes de la meta lo pasó Caracciola. La última carrera de la temporada en el circuito de Masaryk en Brünn la ganó Rosemeyer. Fue su primer triunfo con un coche de carrera.

Realmente no me gusta ver estas fotos. ¡Siempre esa risa tonta! Un fotógrafo berlinés, Laske, siempre me enviaba fotos; yo le conseguí la autorización para que pudiera tomar fotografías en nuestros boxes. Tiene razón, parte de los mecánicos y los asistentes llevan corbata debajo de sus overoles ... En los años veinte, cuando corrían, los pilotos llevaban corbata o incluso hasta moñito; muchos de los pilotos eran gentlemen y, a la noche, en las entregas de premios, iban acompañados de damas y vestidos con frac. Pero esta fotografía se tomó durante las pruebas por el récord mundial que se realizaron en octubre de 1937, no es de Laske, y todos los mecánicos y miembros del equipo sabían que aquel día estarían en el centro de las miradas de toda la opinión pública.

Conserve las fotografías, ¿qué voy a hacer con ellas? Una vez le enseñé un par a Bruno, el enfermero. En una maleta en Oberndorf debe haber más. Corre el rumor de que Bruno tuvo romances con algunas de las enfermeras, a veces con varias al mismo tiempo. Me hubiera gustado tener de joven la seguridad que tiene este Bruno con las mujeres. A veces me recuerda de

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algún modo a Rosemeyer. Ese tipo del triunfador de cabellos rubios como el trigo. ¿Cuánto cuesta el mundo?, escribieron una vez en una revista sobre una foto suya. Rosemeyer, de no haber tenido el trágico accidente, con toda seguridad se hubiera alistado en la Fuerza Aérea y no hubiera sobrevivido la guerra. En el Más Allá los muertos conservan la edad que tenían cuando fallecieron, leí una vez, así que algo tiene eso de morir joven. A fines de los años sesenta en una carrera en Nürburgring me volví a encontrar con Hermann Lang; él se me acercó, yo no lo hubiera reconocido, un hombre regordete de cara fofa, lo habían invitado para que antes de la carrera diera una vuelta por el circuito con un Mercedes restaurado. Quizás no era peor piloto que Rosemeyer, que era de su misma edad, y debutó el mismo año en Mercedes, pero no arriesgó tanto y jamás llegó a tener la misma popularidad. El buen humor de Rosemeyer, su chispa, como se dice, lo contagiaba a uno cuando aparecía en la zona de pilotos o en el comedor del Hotel Eifeler Hof; cuando lo veían, de pronto los agotados mecánicos recuperaban las energías. Me viene a la mente su imagen en la autopista, al lado de la tienda que nos había dejado la gente de Mercedes, bajando de un Audi que probablemente había puesto a su disposición nuestra filial de Fráncfort; como era habitual con su sombrero tirolés, su traje deportivo, corbata; se dirigió directamente hacia donde se encontraba Caracciola aún rodeado de periodistas y lo felicitó.

Feuereissen, Walb, algunos caballeros de la junta directiva y yo nos reunimos brevemente después de que se dieron a conocer los resultados que había obtenido Caracciola en las pruebas por el récord. A la pregunta de los caballeros de si estábamos en condiciones de mejorar los tiempos que había logrado Mercedes pude responder afirmativamente. Dije que con el nuevo motor yo había calculado una velocidad máxima de hasta cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora a cuatro mil ochocientas revoluciones. A continuación llamamos por teléfono a nuestra filial de la Frankenallee donde se encontraba la caravana de nuestros transportes y dimos la orden de que los coches y todo el equipo se dirigieran a la pista de pruebas.

Nosotros, Feuereissen, los hermanos Sebastian, los ingenieros Knopf y Jacob y yo, ya estábamos desde las ocho de la mañana en la autopista para asistir a los intentos de batir el récord de la competencia. Se habían cerrado al tránsito diez kilómetros de la recta entre Fráncfort y Darmstadt. Una ligera

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neblina matinal envolvía la autopista, en partes del trayecto había escarcha. La plantilla de Mercedes ya estaba reunida, tenían su coche en la tienda. Nosotros discutimos cómo nos distribuiríamos a lo largo del tramo de cronometraje: Feuereissen y yo en la largada, Wilhelm Sebastian en la pista junto a un puesto telefónico, Ludwig Sebastian, Knopf y Maletzke a la altura del punto de giro, donde también se había instalado una tienda.

A las ocho y cuarto sacaron empujando el auto de la tienda, Caracciola se subió y salió en dirección a Darmstadt. Ahora la cúpula de plexiglás era parecida a la nuestra, esférica. Caracciola alcanzó ya enseguida en esta primera vuelta un promedio de cuatrocientos treinta kilómetros por hora. Nos sorprendió que sin dar una vuelta de prueba y con escarcha en la pista ya condujera directamente a toda velocidad. Tardó un rato hasta que el auto regresó al punto de largada. Según escuchamos decir después, como la pista estaba resbaladiza, Caracciola no había podido hacer que el auto se detuviera y en la frenada se había dañado un neumático. A las ocho y media regresó a mayor velocidad aún, a cuatrocientos treinta y seis kilómetros por hora, y acto seguido oímos que Mercedes interrumpía las pruebas por ese día. Se dijo que eventualmente querían volver a realizar otros intentos para batir el récord el treinta y uno de enero. Los frenos largaban humo, debían haberse recalentado mucho, un olor desagradable.

Dos días antes, el veintiséis, cuando nos enteramos de que Mercedes quería hacer pruebas por el récord el veintisiete de enero, cargamos nuestro auto aerodinámico y lo enviamos a Fráncfort junto con los dos camiones con nuestros equipos. Yo fui en auto a Erfurt con Wilhelm Sebastian y el Dr. Feuereissen y a la tardecita tomé allí el tren expreso a Fráncfort. En el hotel ya nos aguardaba un telegrama de Zwickau: las pruebas se habían postergado veinticuatro horas por mal tiempo. El veintisiete en Fráncfort hacía un día lluvioso, frío y ventoso. En la Frankenallee los mecánicos estaban ocupados montando neumáticos y distribuyendo los equipos entre los dos camiones, uno de los cuales se ubicaba en la largada y el otro a la altura del punto de giro. Rosemeyer había volado desde Berlín en su avión particular y había tenido que aterrizar de emergencia en Wertheim porque comenzaba a oscurecer. La mañana del veintisiete me llamó desde el aeropuerto a la filial de la Frankenallee y me pidió que pasáramos a recogerlo. Yo estaba allí en una oficina ocupado

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haciendo cálculos de velocidad, por lo que le encargué a Ludwig Sebastian, su mecánico en jefe, que se ocupara él. Luego fuimos todos juntos a la autopista para determinar dónde ubicaríamos los camiones y las tiendas. Después de comer, con Feuereissen nos dirigimos a la empresa Motorgruppe Hessen para discutir los detalles de las pruebas por el récord con su director, el príncipe de Hessen, y con el señor Dienemann, de la Suprema Comisión Nacional de Deporte Automovilístico Alemán.

Entretanto el tiempo había mejorado. Queríamos proponer un tramo de cronometraje adicional entre el kilómetro siete y el ocho, ya que el recorrido del antiguo tramo de aceleración de la autopista Fráncfort—Darmstadt nos parecía demasiado corto para que nuestro coche lograra el envión necesario para alcanzar la velocidad máxima. Entonces nos enteramos de que a pedido de Mercedes el tramo de cronometraje ya se había extendido hasta el kilómetro nueve coma dos. El observatorio meteorológico anunció buen tiempo para el veintiocho, para el veintinueve se pronosticaban nevadas. Luego se discutió el tema de la ubicación de los puestos telefónicos a lo largo del recorrido y el señor Dienemann nos entregó las identificaciones para los autos y los miembros del equipo. A la tardecita Rosemeyer fue a verme a mi habitación del hotel para que lo pusiera al tanto de los trabajos preliminares que habíamos realizado y de qué incremento de velocidad se podía esperar. En el hall del hotel se le había acercado un periodista y le había preguntado por el nuevo motor de seis litros del coche del récord y él casi había hecho el ridículo. Resultó que no estaba informado del reciente aumento de la cilindrada. Obviamente todas estas modificaciones se manejaban en forma estrictamente confidencial. Le respondí riñendo en broma preguntándole si es que desde que había nacido su hijito en noviembre ya no le interesaban más los avances y actividades del Departamento de Competición, ya que en los últimos tiempos casi no se lo veía por Zwickau... Pero por otra parte nos pusimos a pensar cómo podía ser que ese periodista —que luego a un año del accidente publicó un libro sobre Rosemeyer— hubiera tenido acceso a aquella información: ¿eventualmente por alguna indiscreción de un proveedor? Rosemeyer insistió en que él no le había dicho nada al periodista, ni siquiera si en ese momento Auto Unión iba a efectuar pruebas para batir el récord.

A la noche asistimos a la cena de gala en el Hotel Frankfurter Hof a la que nos había invitado uno de nuestros

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proveedores, se celebraba un aniversario de la empresa; Rosemeyer se despidió a eso de las once. Era una noche estrellada, la temperatura había descendido.

El veintiocho, como dije antes, alrededor de las ocho de la mañana ya nos encontrábamos nuevamente en la autopista del Reich. No soplaba una gota de viento y en partes se veía resplandecer el cielo azul a través de la neblina matinal. Aunque no se había informado a la prensa sobre las pruebas para batir el récord, observamos que había numerosos periodistas y espectadores presentes ubicados alrededor del depósito del equipo de Mercedes.

A Rosemeyer yo le envidiaba su vida familiar. Cuando lo había conocido durante los entrenamientos para la carrera en el AVUS en 1935, en su vida no había lugar para las mujeres; su novia era su coche de carrera, me había dicho en una oportunidad; a Elly la conoció recién después de la última carrera de la temporada, en Brünn, durante la celebración del triunfo. Poco después del nacimiento de su hijo me invitó a su casa, cuando yo me encontraba en Berlín haciendo mediciones en el túnel de viento con la maqueta del coche del récord. Aquella intimidad con su Elly, ocupada con su bebé de apenas pocas semanas... yo no conocía aquel costado de Bernd. El tema favorito de ambos era volar. El apartamento estaba lleno de trofeos y recuerdos que la aviadora había traído de sus vuelos a África, había una vitrina de cristal con las copas de él, estaba su colección de autos en miniatura. Desde 1936 en adelante Elly Beinhorn estuvo presente en la mayoría de las carreras, sentada sobre el muro del box junto a Paula Stuck con cronómetro y listas de vueltas en la mano; con ella Bernd podía hablar sobre su profesión; él, por su parte, había aprendido a volar. Él me regaló un libro —el mismo que siempre había llevado consigo durante el viaje en barco a Nueva York, pero que no había leído—, me dijo que no había avanzado mucho en la lectura, que él prefería las biografías. Era la novela El túnel, de Bernhard Kellermann, un bestseller.

Me imagino que usted querrá escribir un artículo en ocasión de mi aniversario. Hace muchos años, un par de veces intenté escribir un libro sobre mi época de ingeniero de competición. Cada vez que leía esos novelones sobre Bernd

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Rosemeyer pensaba: tú puedes hacerla mejor, tú sabes cómo fueron las cosas realmente; en mi apartamento de Múnich tenía un gran archivo. Siempre que lo intenté, sin embargo, al cabo de un par de días, me ti cuenta de que escribir un libro era algo diferente a escribir un artículo para una revista científica. Siempre me dio la impresión de que mis frases y mis palabras apenas si reflejaban de modo insulso aquellos sucesos que habían tenido lugar en las pistas y en los boxes y que habían contagiado a todos de una febril emoción; ni siquiera la fotografía puede transmitir realmente algo del clima que se vive en las carreras, quizás el cine podría hacerla. Una vez escribí sobre la mano de Rosemeyer: su mano enguantada saliendo de la cúpula de plexiglás, apoyada sobre el reluciente revestimiento aerodinámico. Y de pronto sentí: así es como tiene que ser. Hace poco la mano de mi pobre compañero de cuarto, sobresaliendo por debajo de la blanca manta, me recordó aquella escena de hace cincuenta años. Parecía como si el señor Giebisch estuviera rascando con el dedo en el edredón porque lo hubiera ensuciado. También en aquella oportunidad Rosemeyer pasaba el dedo por una parte del reluciente y pulido revestimiento aerodinámico como si allí hubiera una parte despareja, una rugosidad, y luego incluso hizo un gesto con la boca como si quisiera soplar una pelusilla de la carrocería; probablemente no hiciera más que espirar fuertemente; hasta para él aquellos minutos antes de la crucial prueba por el récord mundial deben haber sido sumamente estresantes.

Aquello fue después de la vuelta de calentamiento que dio Rosemeyer aquel fatídico veintiocho de enero. Habían sacado el auto de la tienda donde Sebastian, el mecánico en jefe, y yo revisamos los parámetros del motor. Rosemeyer había alcanzado los cuatrocientos veintinueve kilómetros por hora, pero cuando entramos el auto a la tienda y yo me incliné sobre él, se quejó de que el motor no había alcanzado el máximo de revoluciones, sólo había llegado a las cuatro mil trescientas. Yo controlé las bujías y la temperatura del agua. Cuando entró Feuereissen a la tienda y nos informó la medición de la velocidad, le dije a Rosemeyer que se tenía que haber confundido, que se tenía que haber equivocado al mirar el cuentarrevoluciones, porque esa velocidad correspondía a cuatro mil seiscientas. Lo llamativo eran las bujías húmedas, pero eso se aclaró cuando Rosemeyer dijo que no había apagado el motor después de pasar la meta, que lo había usado

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para frenar, porque de lo contrario no hubiera llegado a detener el coche a tiempo en el punto de giro. Le pregunté si había tenido problemas con el viento, él sacudió la cabeza diciendo que no y pidió un té caliente. Eran aproximadamente las once de la mañana y casi no había subido la temperatura.

Los mecánicos volvieron a sacar el auto de la tienda, abrieron los revestimientos de las cajas de las ruedas y revisaron los neumáticos. Sobre el revestimiento lateral se reflejaba el entorno. Usamos una pintura especial que hacía que las porosas chapas de aluminio quedaran completamente lisas y de esa manera aumentábamos en algunos kilómetros por hora la velocidad máxima. Yo aproveché la oportunidad y bebí un café. De hecho no estaba más que tibio; habíamos hecho llenar los termos en el hotel a las seis de la mañana. Los vapores neblinosos que antes habían cubierto la autopista se habían despejado a tal punto que en el horizonte ya se alcanzaba a ver el paso a desnivel; más tarde, cuando seguía la largada de Rosemeyer, llegué incluso a distinguir vagamente siluetas de figuras arriba del puente. Al menos nosotros no habíamos informado públicamente fecha y hora de estas pruebas por el récord. Sin embargo, aparte de los funcionarios del NSKK, el Cuerpo Motorizado Nacionalsocialista, y de la ONS, la Suprema Comisión Nacional de Deporte Automovilístico Alemán, en el punto de largada se habían reunido policías, militares, reporteros, muchos curiosos, y también junto a la tienda ubicada en el punto de giro; demasiada gente, dificultaba la maniobra para dar vuelta el auto. Se tenía que haber filtrado información, quizás también debido a la postergación de la fecha de las pruebas. Fuera como fuera, en octubre de 1937 cientos de espectadores habían bordeado la autopista, había habido gente en los pasos elevados, en los terraplenes, algo demasiado peligroso para el piloto: ¿qué hubiera sucedido si alguno pateaba una piedra y esta iba a parar debajo las ruedas del coche que se aproximaba a más de cuatrocientos kilómetros por hora?, ¿o si alguien se patinaba en ese momento y caía sobre la pista?

Estupefacto me había quedado a la mañana temprano cuando la gente de Mercedes había vuelto a guardar rápidamente el coche aerodinámico en la tienda después de la exitosa vuelta de Caracciola y yo había visto que ellos también habían desistido de la abertura frontal del radiador —sólo habían dejado dos pequeñas bocas de succión para el carburador— y que también

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enfriaban el agua de refrigeración con un bloque de hielo; nosotros habíamos colocado este bloque de hielo adelante, en un recipiente, en lugar del radiador, y yo me pregunté si a otra persona se le había ocurrido lo mismo que a mí o si alguien había presenciado la primera prueba de entrenamiento que habíamos realizado con aquel auto el veintitrés de enero en un tramo de la autopista Halle—Leipzig que a tal efecto se había cerrado al tránsito en una dirección: ¿quizás algún periodista especializado cercano a Mercedes que había sacado sus conclusiones al observar que faltaba la abertura del radiador? Pero probablemente el jefe del equipo de carreras de Mercedes, Neubauer, dijera la verdad cuando unos meses después, durante los entrenamientos en Monte Carlo, me contó que habían probado muchas diferentes opciones para reducir la fricción del aire. En octubre de 1937 nosotros les llevábamos mucha ventaja en lo que hacía a la carrocería, aquella había sido también la razón por la cual, en vista de las velocidades que había alcanzado Rosemeyer, ellos habían decidido suspender sus intentos para batir el récord. Dijo que habían hecho pruebas en el túnel de viento y que a uno de sus ingenieros se le había ocurrido la idea genial de probar sin la abertura del radiador. Como estos recorridos para batir el récord apenas duraban unos pocos minutos, dijo, no había peligro de que el hielo se pudiera derretir durante la prueba. Este Neubauer, sobre todo después de la muerte de nuestro mejor piloto, se había vuelto una persona más accesible; el trágico accidente de Rosemeyer también le había impactado mucho, pero, sobre todo, en ese momento tenía detrás la temporada de carreras 1937, que había sido muy exitosa para Mercedes Benz, y con toda seguridad se hallaba en ese momento convencido de que con sus pilotos Caracciola, Lang, von Brauchitsch y Seaman dominarían la temporada 1938. A Manfred von Brauchitsch lo encontré hace un par de años en Nürburgring, cuando se hizo la presentación de un coche de carrera de Auto Unión que había sido restaurado para el Museo Alemán. Aquel día él había estado en la autopista como piloto sustituto de Mercedes; cuando la caravana de Mercedes ya había partido, se mezcló entre nuestra gente y conversó con Rosemeyer mientras en la tienda preparaban el coche. Yo estaba con Feuereissen delante de la tienda, Rosemeyer y Brauchitsch estaban apoyados sobre el capó del Horch de Feuereissen, que estaba aparcado en el carril izquierdo, fumando un cigarrillo. Cuando Feuereissen lo vio a von

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Brauchitsch, saltó diciendo que no le causaba ninguna gracia que estuviera allí espiando.

Bernd Rosemeyer comenzó corriendo carreras de motociclismo y bastante rápidamente logró convertirse en piloto de la empresa NSU y luego de DKW Nunca lo vi en una carrera de motos, sólo vi fotos suyas en revistas; en ellas se podía percibir claramente su carácter temerario, cada fibra de ese hombre inclinado sobre el tanque, recostado sobre el tanque, estaba llena de su inquebrantable voluntad de triunfo. Por entonces no se podía hablar aún de un estilo de conducción, eso es algo que recién desarrollaron después de la guerra pilotos ingleses como Geoffrey Duke o Fegus Anderson. Una vez que Rosemeyer ya comenzó a correr para una empresa del grupo Auto Unión, que en 1934 necesitó urgentemente nuevos pilotos jóvenes para sus coches de carrera, ya sólo fue una cuestión de tiempo hasta que se lo invitó a hacer una prueba... Usted me preguntaba antes cómo eran las cosas entonces: un piloto de motociclismo, de veinticinco años, efectúa algunas pruebas con un coche de carrera y unos meses más tarde ya participa en una carrera del Grand Prix en el AVUS, un circuito de alta velocidad. Hoy en día algo impensable, actualmente los jóvenes pilotos van ascendiendo poco a poco, tienen que correr gran turismo, sport prototipo, Fórmula 3... Por otro lado, hoy en día un piloto de veinticinco o veintiséis años ya casi sería demasiado viejo para comenzar recién con los Grand Prix, quiero decir que uno tiene que comenzar a los diecinueve, veinte años. A propósito, para esa carrera en el AVUS Auto Unión hizo que a uno de los cuatro autos le pusieran el revestimiento aerodinámico para la parte trasera que yo había diseñado —uno de mis primeros trabajos en el Departamento de Competición— y que se había utilizado por primera vez en las pruebas por el récord que había corrido Hans Stuck en la autopista de Florencia en febrero de 1935. Luego, empero, durante los entrenamientos en el AVUS, Stuck optó por correr sin el revestimiento, ya que la visión en ambas curvas era bastante mala. Rosemeyer corrió con el coche con el revestimiento y lo hizo notablemente bien, hasta que quedó fuera de carrera por un problema en un neumático.

A ese coche hasta yo mismo le tenía gran respeto y nunca comprendí cómo es que Rosemeyer con la pista mojada casi corría a la misma velocidad que con la pista seca. Por aquella época Manfred von Brachitsch me dijo una vez, mientras

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desayunábamos en el hotel de Adenau, cerca de Nürburgring, que esperaba que un día Bernd se diera bien de cabeza para que así meditara por fin sobre los riesgos que corría siempre. Recuerdo una escena durante la Semana del Récord en octubre de 1937, no, fue en junio, cuando Rosemeyer hizo los primeros intentos de batir el récord mundial. La autopista Fráncfort—Darmstadt sólo se había cerrado al tránsito en un sentido. Al cabo de una vuelta de calentamiento Rosemeyer había frenado demasiado tarde o no había quitado el pie del acelerador. Así es como, yendo aún por lo menos a unos ciento cincuenta kilómetros por hora, había visto cómo iba directamente y acercándose cada vez más hacia la tranquera ubicada al final del tramo de cronometraje con la que se desviaba el tránsito al carril contrario; más tarde contó que ya había calculado cómo evitarla pasándose al otro lado por la franja central cuando había visto que uno de nuestros asistentes la retiraba a la velocidad del rayo; Rosemeyer siguió de largo unos doscientos metros. Afortunadamente en ese momento casi no había tránsito en la autopista. Nosotros nos habíamos quedado todos pálidos del susto, habíamos saltado todos a un lado. Para poder girar, Rosemeyer tuvo que seguir por el carril a contramano hasta Darmstadt. Ni idea cómo logró dar vuelta allí para llegar luego adonde estaba nuestra caravana. Cuando se bajó del auto —nosotros seguíamos paralizados del susto—, él reía: "¡Pero no tengan miedo!, ¡tenía todo bajo control!". En torno suyo se creó un aura de invulnerabilidad que probablemente contribuyó a que se lo considerara como uno de los más grandes héroes de aquella época, como un ídolo no sólo de la juventud. Cuando pienso en Caracciola que antes de la era de los Flechas de plata había sufrido un grave accidente en Monte Carlo y que durante años se montó en sus coches de carrera con insoportables dolores en una pierna...

Aquella mañana no se me cruzó la idea de un accidente. Cuando Rosemeyer llegó a la autopista, se lo veía seguro y de buen humor. En octubre del año anterior y antes, en junio, ya había reunido experiencia corriendo a altas velocidades con el coche aerodinámico. ¿Las advertencias respecto al viento...?, sí, pero se trataba simplemente de ocho segundos de ida, en dirección a Darmstadt, y ocho segundos de vuelta. En los minutos previos a la largada de Rosemeyer, me vinieron a la mente los

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planes del gobierno —sobre los que en octubre nos había informado Fritz Todt, el Inspector General de Vialidad— de construir en las afueras de Dessau un tramo de autopista de diez o quince kilómetros y de veinticinco metros de ancho para que Alemania pudiera batir también los récords mundiales absolutos, no sólo aquellos en carreteras comunes.

¿Mencioné ya que el veintiocho Rosemeyer tenía planeado volar con su avión, al que tenía cerca, en el aeropuerto de Fráncfort, para observar desde arriba cómo corría Caracciola? Gracias a Dios no llegó a tiempo, Caracciola se bajó de su auto a eso de las nueve. Una vez que se estableció que en el primer intento, y conduciendo a un promedio de cuatrocientos treinta y dos kilómetros por hora, había batido un nuevo récord mundial, decidieron no hacer ningún intento más.

Caracciola dijo que con una transmisión más directa probablemente pudiera alcanzar aún una mayor velocidad, pero que con el viento que se estaba levantando ese día no quería conducir más. Mercedes levantó su puesto, la ONS nos avisó que la pista estaba libre para Auto Unión; yo fui en el auto hasta la salida a Fráncfort y desde allí llamé por teléfono a nuestra filial, ordené que el equipo y los transportes se dirigieran al kilómetro dos, lo llamé a Rosemeyer al Hotel Frankfurter Hof y allí me enteré de que él ya se encontraba en camino. Cuando regresé al kilómetro dos, Feuereissen ya había llegado allí con su Horch. El jefe del equipo de carreras de Mercedes puso a nuestra disposición su tienda y cuando llegó el transporte con el coche del récord, hicimos que retrocediera bien hasta la entrada de la misma, queríamos tener la menor cantidad de espectadores posibles; desde el momento en que yo había ido a llamar por teléfono, ya había una veintena más. Luego llegó también Rosemeyer y se quedó conversando con Caracciola delante de la tienda. Yo escuché que Caracciola le advertía sobre las ráfagas de viento y sobre escarcha en los últimos quinientos metros previos al punto de giro.

En la tienda los mecánicos siguieron trabajando en el auto: cambiaron los neumáticos, destornillaron y quitaron las partes laterales del revestimiento, y yo le dije a Rosemeyer: ¡"Vamos, hagamos el recorrido en mi Horsh, veamos las marcaciones!". En realidad yo también quería ver si era cierto que en la curva de frenado había partes que estaban congeladas, como le había oído decir a Caracciola. Le avisé a Feuereissen y nos dirigimos a mi

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coche que estaba estacionado en el carril izquierdo junto a otros autos. Un hombre joven de impermeable, cara alargada, gafas, sombrero inclinado sobre el rostro —yo pensé: un inglés, ¿qué hace aquí?— le pidió efectivamente en inglés a Rosemeyer que le firmara un autógrafo en el margen de un periódico que llevaba.

Dos semanas antes yo le había informado a Rosemeyer sobre la serie de pruebas que habíamos efectuado con la maqueta del auto del récord en el túnel de viento de Friedrichshafen, sobre cómo habíamos logrado reducir casi un ocho por ciento la fricción del aire, comparado con el coche del récord que habíamos usado en octubre, recurriendo a la variante de colocar en las ruedas un revestimiento superior y otro inferior, pero que con esto, al aumentar las superficies laterales, se había incrementado la sensibilidad del auto al viento. Rosemeyer no había notado que para enfriar el líquido refrigerante usábamos hielo; yendo a toda máquina podía andar dos minutos sin sistema de refrigeración, lo cual alcanzaba para el arranque y un tramo de cronometraje de hasta una milla, dije. Le expliqué que las dos pequeñas aberturas frontales servían para la aireación de la cabina del piloto y le conté mis planes de ponerles a nuestros autos un revestimiento especial para la carrera de Trípoli en mayo, de modo de poder seguirle el paso a Mercedes y de darle a él una chance frente a Hermann Lang. Trípoli, debe saber, era la carrera más rápida de aquella época, se llegaban a medir vueltas con un promedio de más de doscientos kilómetros por hora. Hermann Lang había ganado la carrera en 1937 y luego también ese año, en 1938.

Nosotros estábamos delante de la tienda. A diez metros de donde nos encontrábamos, en el carril de enfrente, algunos oficiales conversaban junto a un Mercedes sedán, entre ellos el Comandante Hühnlein que ya hacía años que nos tenía hartos con sus aires de importancia; nos vio y vino hacia a nosotros. Yo dije: "¡viene Hühnlein!", apuramos el paso y le pasé la llave del auto a Rosemeyer.

"¡Vamos a recorrer el trayecto!", exclamé y Hühnlein se rascó la barbilla y se volvió. Rosemeyer se sentó al volante de mi coche y arrancó. Una vez que dejamos atrás el tramo que estaba bordeado por la derecha por estacas unidas con sogas, yo miré el taquímetro y vi que íbamos a ciento diez kilómetros por hora. En circunstancias normales no me hubiera causado mucha gracia ver conducir mi auto nuevo a su máxima potencia. En el tramo de

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aceleración observé partes mojadas en el carril de enfrente; a la derecha, los puestos de control junto a los teléfonos de campaña; al principio, campos, arbustos. Después del primer paso a desnivel, a ambos lados, bosque, una espesura de troncos de abetos interrumpida por altos terraplenes, pero a diferencia de octubre, ningún espectador. Hoy se hubieran congelado los traseros, le dije a Rosemeyer. En la franja divisoria central crecían matas o pequeños árboles. Me asusté cuando lo vi maniobrar violentamente con el volante varias veces, pero el coche no se salió de la huella. Aproximadamente a la altura de la mitad del tramo de cronometraje nos detuvimos, examinamos las partes mojadas; no era hielo, sino más bien como una especie de exudado del pavimento y yo pensé que Caracciola había exagerado, eventualmente para hacer que Rosemeyer desistiera de largar. En un corredor abierto en el bosque unos cientos de metros más adelante ardía un fuego, con satisfacción observamos que el humo ascendía en forma vertical. Rosemeyer dijo que, por las partes mojadas que había en la mitad izquierda de la pista, en la primera vuelta de calentamiento se iba a mantener más bien un poco a la derecha de la línea central. Le pedí que cuidara el motor nuevo. A lo cual él preguntó a cuántas revoluciones podía llegar. "Hasta cuatro mil ochocientas no hay problema", dije, y él replicó que a eso ya había llegado en octubre, en la Semana del Récord, ante lo cual respondí que ahora teníamos una mayor transmisión. En el punto de giro nos quedamos adentro del auto, yo saqué la mano por la ventanilla y les hice una señal a los mecánicos que en ese momento estaban entrando cajas de herramientas y neumáticos a la tienda. Rosemeyer dio la vuelta pasando por sobre la franja divisoria central; cuando regresábamos vi que el taquímetro indicaba ya ciento quince kilómetros por hora.

Le pregunté a Rosemeyer si cuando corría por el récord no le molestaban las grietas en el pavimento. Él dijo que de eso no sentía absolutamente nada. Aquello me sorprendió, porque en los automóviles comunes uno sentía estas grietas claramente. Le conté lo que había hablado con un alto funcionario de la ONS: si ese día no se batía ningún récord, antes de la inauguración del Salón del Automóvil de Berlín, si se quería, se podía hacer otra prueba; sólo había que asegurarse de que, en caso de que se batiera un récord, el Führer estuviera informado antes de su discurso inaugural. Rosemeyer dijo que lamentaba que el tío

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Porsche no estuviera presente aquel día, que no lo tuviera a mal, pero que su presencia durante las pruebas por el récord de octubre había sido una especie de talismán para él. Me contó la terrible tensión que se vivía en aquellos recorridos a más de trescientos kilómetros por hora. En esa pista de sólo dos carriles era casi imposible corregir la dirección. De todos modos a esas velocidades casi había que sostener el volante apenas con la punta de los dedos, ya que la más mínima sacudida del cuerpo se trasladaba al volante; un movimiento de un milímetro podía hacer que el auto se saliera de la pista. En una oportunidad, en las pruebas por el récord con largada lanzada o en movimiento, al pasar por debajo de un puente —siempre antes de pasar por un paso a desnivel este le parecía el estrecho agujero de una aguja— el auto se había desplazado aproximadamente un metro, de modo tal que con las ruedas del lado izquierdo había pisado la franja verde. Cualquier cosa menos frenar, había pensado en aquel momento y después ni él mismo había sido capaz de decir cómo es que había logrado volver a llevar el coche al centro de la pista. Pareció divertirle cuando le dije asustado que nunca me había enterado de eso. En un recorrido de prueba en junio, allí, en la autopista, debajo de la carrocería se había formado un colchón de aire y por unos instantes el aura se había elevado y él incluso había pensado: Pero si no estoy en mi avión, sino en el coche de carrera... La vibración del motor se transmitía a la palanca de cambios aún con mayor intensidad que en los Grand Prix. Por lo demás, las altas velocidades, superiores a los cuatrocientos kilómetros por hora, casi no se sentían; por lo general el coche iba tranquilo por la pista. Aproximadamente a las cuatro mil revoluciones las fugas del pavimento se sentían como golpes que sacudían ligeramente el auto; a mayores velocidades ese temblor desaparecía. Al pasar por debajo de los puentes, seguramente por el desplazamiento del aire que producía el coche, se sentía una fuerte presión en el pecho. Lograr gobernar a tiempo el auto en caso de vientos laterales exigía tal máximo de concentración, de una intuitiva, velocísima y al mismo tiempo sumamente cuidadosa capacidad de reacción antes de que el viento o cualquier otro elemento incidiera de pleno, que como máximo al cabo de unos minutos uno quedaba totalmente agotado. Aunque el recorrido no llegara a durar siquiera tres minutos, la sobrecarga que se vivía en una prueba de diez millas por el récord era mayor que la que se vivía en una carrera del Grand Prix que duraba

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varias horas. Rosemeyer se había montado en el coche dentro de la

tienda, no le gustaba que lo vieran en ese momento, tenía la sensación de que se veía ridículo. Los mecánicos estaban realizando los últimos ajustes para la vuelta de calentamiento, Rosemeyer probaba el asiento y la posición del volante y el pedal para accionar las correderas del sistema de refrigeración por aíre. Yo aún le pedí que en cuarta no pasara de las cuatro mil revoluciones y luego salí de la tienda para verificar cómo estaba el tiempo. Subido encima de una pila de neumáticos, un fotógrafo intentaba mirar en el interior de la tienda a través de una hendidura. Las copas de las altas y espesas filas de árboles que bordeaban el lado izquierdo de aquel tramo de autopista se mecían hacia un lado y hacia otro llevadas por el viento.

¿Pero le interesa esto? Toda Alemania se vio conmocionada por el trágico accidente de Bernd Rosemeyer, algo similar a lo que había sucedido el año anterior cuando se había producido la caída del zeppelin Hindenburg en los Estados Unidos. La impresión que produjo aquella tragedia en mayo de 1937 fue tremenda, porque el aterrizaje del dirigible en Lakehurst se estaba transmitiendo en vivo por radio. Si en aquel momento ya hubiera habido televisión en todos los hogares, los alemanes hubieran podido ver a los pasajeros del dirigible saltando y cayendo a los gritos como antorchas vivientes. Yo no escuché esta transmisión, pues estábamos de viaje camino al Grand Prix de Trípoli; pero la noticia de la caída del zeppelin Hindenburg ya se difundió rápidamente en el barco con el que hicimos el trayecto Nápoles—Trípoli.

En aquellos años las carreras de automovilismo eran muy populares. La gente hacía cientos de kilómetros en bicicleta para ver el Grand Prix en el circuito de Nürburgring o una carrera en Hockenheim, en el circuito de Sachsen o en Feldberg.

Mientras usted estaba afuera, estuve pensando en escribir algo sobre aquella época, tiempo tendría suficiente. A veces cuando a la noche no puedo conciliar el sueño, se me ocurren cosas, una variante del sistema de control de válvulas que diseñé... Cuando miro mis anotaciones a la mañana siguiente, no

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sirven para nada. Tendría que conseguir un dictáfono y luego hacer que alguien transcribiera lo que grabé. Hace años, cuando vivía en Múnich, quería escribir todo sobre los sucesos de aquel veintiocho de enero. En aquel momento no me llegaron a acusar de sabotaje, pero como nunca se llegó a aclarar cien por ciento cuál había sido la causa del accidente, corrieron rumores; finalmente las investigaciones dieron como resultado que probablemente había sido una fuerte ráfaga de viento la que había sacado al auto de la pista. Hühnlein, el Jefe del Cuerpo Motorizado Nacionalsocialista, me evitó luego cada vez que me vio en el Grand Prix de Berna y en los boxes en Nürburgring; lo más duro para mí fueron los reproches del Dr. Porsche, a quien yo tanto respetaba, de que habíamos hecho las modificaciones en el revestimiento aerodinámico sin su conocimiento. Aquello se podía interpretar absolutamente como si las mejoras que yo había probado en el túnel de viento hubieran sido responsables de la catástrofe, como si la carrocería, como escribió una revista, se hubiese deformado por la presión del aire. Tanto el Dr. Feuereissen como el jefe de mecánicos Sebastian le habían pedido a Rosemeyer que desistiera de hacer un intento de batir el récord ese día. Él no tomó en serio aquellas advertencias, y menos las de su rival Caracciola. Un día antes, el veintisiete, hacía tan mal tiempo, ese tramo de la autopista estaba congelado, que yo no podía imaginarme que en los próximos dos, tres días se pudieran realizar pruebas por el récord; el pronóstico del tiempo para la llanura del Rin era malo.

¿No pensará usted que éramos todos nazis? Por supuesto que éramos conscientes de qué importancia tenían para el gobierno los récords mundiales, las victorias en los Grand Prix. Tras cada triunfo nuestro o de Mercedes en un Grand Prix se podía leer en los periódicos cuánto había aumentado el prestigio mundial de Alemania. Yo era miembro del Club de Deporte Automotor de Chemnitz y con ello automáticamente Teniente de las SS.

Para poder trabajar necesitaría tener un cuarto para mí solo, tener lugar para mis carpetas y mis libros que están guardados en algún sitio en el sótano o en algún desván. Aquí en esta habitación todo es estéril, cada periódico que leo en la mesa sentado en mi silla de ruedas, cada vaso del que bebo, cada pulóver que me saco, todo, cuando entra una enfermera, es vuelto a poner de inmediato en su sitio. Entiendo que debe ser

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así, pero no me acostumbro a ello. Hablaré con el administrador y me anotaré para tener una habitación individual. Debería estar agradecido de que me atiendan así, sin embargo la sensación de no ser más dueño de hacer las cosas como quiero es lo que más me genera inquietud.

En el instante en que lo enviamos a Rosemeyer a dar la vuelta de calentamiento pensé que en realidad nuestro auto parecía un pez gigantesco, un pez raya como los que había visto una vez en el Acuario de Berlín, y de pronto me llené de orgullo: este revestimiento es mucho más bonito que el del auto del récord de Mercedes, pensé, con esa parte trasera de afilada forma cuneiforme semejante a un cincel extra ancho. Yo todavía le dije algo a Rosemeyer sobre la presión del agua, tenía que observar la temperatura e informamos en el punto de giro. Acto seguido con Sebastian nos adelantamos en mi coche por el carril izquierdo en dirección a Darmstadt; habíamos convenido con los mecánicos que le dieran la orden de largada a Rosemeyer siete minutos después de nuestra partida para así poder verlo llegar desde el punto de giro. Rosemeyer nos pasó en la zona de frenado por el carril contrario. Yo les hice una seña a los mecánicos que estaban en el punto de giro para que empujaran el auto dentro de la tienda de modo de hacer los controles necesarios.

"Todo en orden", dijo Rosemeyer, y ya quería volver al punto de largada. Sebastian descubrió en la parte posterior de la carrocería un rastro de combustible. Abrimos el capó, no se observaba ninguna manguera que perdiera ni ninguna junta deteriorada; Sebastian controló la tapa del tanque. Levantamos los revestimientos de las ruedas para poder revisar los neumáticos.

Le dije que ahora a la vuelta debía intentar alcanzar la velocidad máxima. Los mecánicos dieron vuelta el auto. Cuando nosotros salimos, ya estaba colocado en dirección a Fráncfort. Aproximadamente a un kilómetro de la largada Rosemeyer nos pasó disparado como un rayo haciendo un rebaje. Cuando nos apeamos del auto, el coche del récord ya estaba dentro de la tienda; Rosemeyer estaba sentado arriba del coche, fumando un cigarrillo y hablando con Sebastian. Cuando le pregunté por el viento, actuó como si fuera algo secundario, lo cual me

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sorprendió, pues en todas las pruebas por el récord y en los recorridos de prueba, ya fuera con Hasse, con Stuck o con Rosemeyer, siempre habíamos hablado sobre la influencia del viento. En el auto se controlaron las bujías, se midió la temperatura del agua. Yo supuse que se habría tapado la ventilación del tanque, pero Sebastian comprobó que funcionaba perfectamente. Feuereissen comunicó la velocidad alcanzada en la vuelta de calentamiento: cuatrocientos veintinueve kilómetros por hora. "Se debe haber equivocado al mirar el contador de revoluciones", le dije a Rosemeyer. Ahora las cosas pintaban mejor: las temperaturas del agua y del aceite habían sido demasiado bajas como para que el auto hubiera podido alcanzar la velocidad máxima. El maestro mecánico Dietrich de la empresa Continental, a quien a causa de su bigote todos llamaban Bigotes—Castor, estaba revisando los neumáticos. Yo le indiqué a uno de los mecánicos que ahora tapara completamente la abertura del radiador.

Rosemeyer se metió en la cabina del piloto y yo todavía lo saludé con la mano. Los mecánicos dieron vuelta el auto maniobrando con el volante hacia un lado y hacia otro y empujándolo hacia adelante y hacia atrás, uno limpió aún el revestimiento lateral con un paño; todos esperaban la señal del Dr. Feuereissen.

Cuando los mecánicos y los ayudantes le dieron el envión inicial al coche para largar para la prueba decisiva, miré la hora: las once y media; prácticamente no había subido casi nada la temperatura, pero la visibilidad era algo más clara, cada tanto salía un pálido sol, el paso a desnivel a aproximadamente un kilómetro de distancia se veía más claramente que una hora antes, y yo pensé: ahora ya no podemos cambiar más nada, ahora ya depende de él. En lo que hada al rendimiento del motor estábamos en inferioridad de condiciones, nuestras chances estaban en el revestimiento aerodinámico que yo había diseñado, con sus flancos elevados que unían a cada lado las cajas de las ruedas. Cuando se baje del auto, pensé, irá, como en octubre, hasta el teléfono más próximo y llamará a su esposa en Berlín para comunicarle el logro. Y yo ya disfrutaba pensando en el hotel, en un té caliente con ron. Recordé lo agotado que había quedado Rosemeyer en octubre tras el trayecto de cinco

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kilómetros por el récord; aquel tramo de cronometraje tenía dos curvas que Rosemeyer había tomado a una velocidad superior a los trescientos kilómetros por hora. Tan exhausto quedó después de aquel trayecto que durante unos minutos no pudo ni bajar del auto. Al médico que lo atendió le dijo que no recordaba el último tramo de la vuelta. Las mediciones dieron un promedio entre ida y vuelta de más de cuatrocientos kilómetros por hora. Luego se verificó que por un defecto habían entrado vapores de aceite en la cabina del piloto; Rosemeyer dijo que había temido que a tanta velocidad se pudiera bloquear el motor.

Rosemeyer alzó la mano y los mecánicos dieron envión al auto; al principio pareció que sólo se movía muy lentamente, pero luego se oyó resonar ese chirrido del compresor para mí siempre tan emocionante, se oyó la precisión al subir la marcha, el auto salió disparado, en dirección al primer paso a desnivel que se recortaba sobre el horizonte; la luz que se colaba como concentrada por la abertura delimitada por el travesaño y la pista era tan enceguecedora que debí apartar la vista. Esperé que esto no lo perjudicara y que ahora, después de los dos recorridos de calentamiento, las temperaturas del agua y del aceite del motor fueran lo suficientemente altas como para poder alcanzar el máximo rendimiento.

Con Feuereissen nos apresuramos para llegar al vehículo donde estaba el teléfono, cautivados escuchábamos las voces metálicas que salían del altavoz: Kilómetro cinco: pasado. Kilómetro seis: pasado. Kilómetro siete coma seis: pasado. Kilómetro ocho coma seis: pasado. Kilómetro nueve coma dos ... ¡el coche sufrió un accidente!

"¡Windisch, Dios mío!", exclamó Feuereissen, "¡venga!". Corrimos a mi auto y volamos al lugar de la tragedia. El cronometrista Carlo Wiedmann, que se encontraba a unos quinientos metros del lugar del accidente, contó después que ya durante el primer recorrido había tenido la impresión de que el coche de Rosemeyer andaba de un modo más irregular que el de Caracciola. Él estaba apostado en el kilómetro nueve. Tras salir a toda velocidad del paso a desnivel del kilómetro ocho, el coche se había corrido un poco hacia la derecha de la franja divisoria central. Aproximadamente en el kilómetro ocho coma siete, a la altura del claro de Morfelden, de pronto había cambiado la dirección y había salido en dirección a la franja verde divisoria. Luego había vuelto a ir hacia la derecha y patinando se había

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atravesado en la pista. Había dado una vuelta campana y había quedado volcado con las ruedas para arriba, y luego había vuelto a dar otra vuelta campana y entonces Wiedmann había podido observar una explosión. La carrocería había volado por los aires y los restos se habían desperdigado por la pista no lejos de donde se encontraba él. El chasis luego había vuelto a dar otra vuelta campana hacia adelante y, llegando al bosque, se había levantado —en su opinión, recién en ese momento tenía que haber salido despedido el piloto—, había chocado contra árboles, había cambiado de dirección y había pasado volando por encima de él para caer finalmente en la pendiente del terraplén en el kilómetro nueve coma dos, volcado con las ruedas para arriba. Aunque el accidente había sucedido en sólo décimas de segundo, él había tenido la impresión de que cuando había pisado la franja verde divisoria, al ver que a sólo cuatrocientos metros estaba el puente, Rosemeyer había intentado con toda su fuerza maniobrar con volante y frenos para intentar pasar con el coche por debajo del paso a desnivel.

En mi Horch pisé a fondo el acelerador. ¡Ese par de kilómetros hasta el lugar de la tragedia se hicieron tan largos! Feuereissen iba mudo. En un momento pensé: el auto seguro que está destruido, pero él vendrá caminando a nuestro encuentro, sonriendo, con el volante en la mano...

Cuando vimos restos y pedazos de chapa desperdigados por todos lados en los dos carriles, perdí la esperanza. Fuimos los primeros en llegar a donde estaba Rosemeyer, después de nosotros llegó el médico, el Dr. Glaser. Bernd Rosemeyer yacía bajo un árbol, como si durmiera con los ojos abiertos, su rostro tranquilo, ni una gota de sangre. Cuando llegó Sebastian, se arrodilló junto a él.

Bernd! Bernd, ¿qué tienes?". El doctor Gläser sacudió la cabeza. Dos guardias forestales llegaron corriendo, con los rostros desencajados; habían estado cerca del claro y habían visto el accidente. ¡No puede ser!, pensaba yo. Hace un momento, mientras daban vuelta el auto en la largada, se volvió en la cabina y me miró y pasó la mano por el revestimiento.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por toda Alemania; suplementos extras, las emisoras de radio interrumpieron su programación para informar que el ídolo Rosemeyer había perdido la vida en acción por la patria. Lo velaron en las dependencias de las SS en Fráncfort, multitud de

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flores y antorchas junto a su féretro, hombres de uniformes negros haciendo la guardia.

Miles de personas bordearon las calles de Fráncfort cuando al día siguiente se trasladó el féretro hasta la estación para embarcarlo allí en un vagón especial de los Ferrocarriles del Reich con destino a Berlín.

"¿Y entonces vendrá usted mañana a recogerme?" La esposa de Rosemeyer daba pena. Para ella Hühnlein, el

Jefe del Cuerpo Motorizado Nacionalsocialista, era responsable del accidente porque había autorizado que se efectuaran pruebas para batir el récord bajo tales condiciones climáticas. Sus colegas pilotos estuvieron todos presentes, con sus blancos overoles de carrera, en su entierro en el Cementerio del Bosque.

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Domingo 1 de junio

Una carretera en alta montaña: "Grossglockner, agosto de 1938", dice escrito con lápiz de tinta en el dorso. Un coche de carrera de Auto Unión, reconocible por su parte trasera, acaba de pasar en powerslide la curva hacia la derecha que se observa en la parte inferior de la imagen; se ven huellas de frenado y derrape. En la ascendente pista el piloto tiene por delante, a unos veinte metros, una curva hacia la izquierda; la carretera desaparece detrás de la ladera, acaba en una cima inclinada hacia la izquierda; la escarpada ladera cubierta de grandes bloques de piedra se extiende y va ascendiendo por el margen izquierdo de la foto, con una ancha hondonada que va siguiendo la curva. La fotografía del coche pasando a toda velocidad está tomada desde un punto elevado. En el fondo, la pista se pierde en otro pliegue del escarpado terreno, en una curva hacia la izquierda que va bordeando la empinada cuesta. Parece como si en el borde derecho de la pista la ladera cayera en una quebrada. Allí donde la pista acaba en un agudo ángulo hacia la izquierda se ve a un hombre parado, apenas un trazo que se distingue sobre un campo nevado que se encuentra más allá, del otro lado de una ancha quebrada. A un par de metros a un lado de la cresta de la curva, una señal de tránsito; apenas si se distingue el caño, un triángulo con el vértice hacia arriba. En el fondo, parcialmente cubiertas de niebla, cimas y paredes montañosas nevadas que se alzan verticales. A la derecha, del lado del precipicio, la pista está bordeada por piedras que sobresalen inclinadas a modo de mojones, ubicadas a unos metros de distancia entre sí. El coche se encuentra saliendo de la curva, perpendicular a la pista. En la fotografía no se puede percibir si la parte trasera del auto derrapará aún más hacia la izquierda de modo que la rueda trasera de ese lado dé contra la ladera bordeada de piedras y placas rocosas similares a tejas donde aquí y allí se observan aún restos de nieve.

¿A qué fotos de las que Mitsuko había tomado el invierno anterior en Salzburgo, la mayoría en el parque y en el aparcamiento del Castillo Klessheim, me hacía acordar la fotografía en blanco y negro que había hallado en el salón de la casa de Paul Windisch mientras buscaba medicamentos en los cajones del secreter y que me había guardado junto con otras

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dos?

Había cesado de llover, aún se oía el canto de los mochuelos en el bosque, esos pájaros de mal agüero. Yo estaba aún demasiado agitado como para poder dormir. Cuando había vuelto a casa, me había acostado en la esperanza de que el endiablado lumbago cediera, pero sentado sentía menos el dolor que acostado. Con mucho cuidado me había trasladado al sillón. Tenía la sensación de que en el vestíbulo había oído crujir el piso de madera. Pensé cómo extrañaba a Mitsuko deslizándose descalza o con medias por la casa. Apenas un descuido al hacer un movimiento y ya se disparaba de nuevo el dolor en la región lumbar. El día anterior a esa hora había apostado todo a la tarde del día de hoy; ahora, en lo que hacía al ingeniero Windisch, ya no esperaba nada más. Me vino a la mente que había olvidado dejarle un orinal al lado de la cama. Él casi me había echado. Que se haga encima y se pudra en su casa, pensé. Nadie sabe que a las dos de la tarde pasé a recogerlo por la residencia geriátrica.

Cuando había regresado a casa a eso de las seis y me había sentado a la mesa, me había sentido incapaz de escribir algo. No estaba en condiciones de empezar siquiera una frase. ¡Y todo lo que había esperado de esas horas en las que tendría a Windisch para mí solo! Me acerqué a la cómoda sobre la cual había una foto de Mitsuko que había tomado el último otoño no lejos de la casa: Mitsuko sentada sobre un enorme tronco; la única foto que conozco de ella en la que está sonriendo.

Si estuvieras aquí, pensé, te podría contar todo, como antes cuando por las noches, cuando tú volvías de la ciudad, nos contábamos cómo había sido nuestro día. Antes, cuando a la vuelta de un Grand Prix, te interesaba que te contara cómo había sido una carrera, que te contara sobre los pilotos con los que había hablado, sobre el ajetreo en el Centro de Prensa durante las horas previas a la largada.

Me seguía inquietando no haber podido llevar de regreso a Windisch a la residencia geriátrica a la tardecita tal como lo habíamos acordado, no haberme podido imponer. El viejo quería quedarse solo en su antigua casa y yo había cedido. Por otro lado, con el lumbago que me había dado subiéndolo por la escalera, difícilmente lo hubiese podido bajar. Desde ese instante no había dejado de imaginarme lo que pensarían las enfermeras, lo que

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harían cuando notaran la ausencia del ingeniero. Sobre todo estaba decepcionado porque aquel día, en el

apartamento de Windisch en Oberndorf, salvo por un par de fotografías, no había encontrado nada, ni documentos ni libros ni recortes de periódicos. Cuando estaba volviendo y había hecho una parada en una fonda a mitad de camino a Eggelsberg para comer salchichas con chucrut, me había dicho: "¡olvídate del proyecto del libro!". Al día siguiente lo metería de algún modo al viejo en el auto, después en el estacionamiento de la residencia geriátrica lo sentaría en una silla de ruedas y me largaría. Pero al instante había pensado de nuevo: todavía no me daré por vencido, mañana temprano apenas me levante iré a Oberndorf, compraré todo lo necesario para el desayuno y pasaré el día con el ingeniero en su casa. Había dejado una ventana abierta para que se fuera un poco el olor a moho. Él tenía que hablar, contarme, tenía que recordar. Llevaría todos los casetes que tenía para el dictáfono, con eso tendría cuatro horas, y revisaría toda la casa desde el sótano hasta el desván buscando su archivo, y a la tarde lo llevaría de vuelta... Un poco de temor me daba llegar hasta Birnham, hasta la propiedad misma. Dejaría el auto en la estación y haría ese par de cientos de metros a pie.

Hasta hada un par de horas Windisch había estado allí, en mi casa. Al lado, en el salón, donde había estado sentado a la mesa en su silla de ruedas, las alfombras de rafia estaban corridas. Sobre la mesa aún estaba la vajilla del café y la servilleta arrugada que había usado Windisch. Cuando había vuelto a casa, me había dado asco la idea de levantar la mesa; el viejo había tosido y escupido en la servilleta. Por la ventana abierta de mi cuarto entraba un ruido de golpes sordos que llegaba de más abajo, de los parlantes del nuevo y palaciego edificio de la empresa Lackner & Hijos.

Alzar al ingeniero del asiento del acompañante allí en Eggelsberg, sentarlo en la silla de ruedas y luego subir con esta los tres escalones que hay hasta la veranda de madera que rodea la casa no había sido difícil. Luego no había tenido más que cruzar el umbral y ya estaba adentro; al hacerla me había dado cuenta de que al mediodía, cuando había ido a la ciudad, había olvidado cerrar la puerta con llave. La casa estilo cabaña le había gustado. "Mi novia la decoró", dije, y también que probablemente después de su separación ella se había quedado en aquella casa porque tenía mucho de estilo japonés. Las puertas permanecían siempre

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todas abiertas, me gustaba poder moverme por la casa sin tener que abrir ninguna. En realidad yo seguía sintiéndome como un huésped, mis cosas cabían en dos maletas y dos bolsos de viaje. "Habíamos planeado", agregué, "en algún momento mudamos a la ciudad, a un apartamento de tres ambientes". La casa la había construido el hijo de nuestro vecino, un campesino; su hijo era arquitecto y ahora vivía desde hacía unos años en Viena.

"Lo único que no encaja verdaderamente en esta casa", dije mientras llevaba al anciano en su silla de ruedas al salón, "es el piano de mi novia, su habitación es demasiado pequeña para él. Como puede ver, sólo hay muebles de ratán, eso me gustan.

Windisch comentó, como ya lo había hecho el día anterior, que en su habitación de la residencia no tenía sitio donde guardar sus cosas. En el estrecho armario apenas si cabía algo de ropa. De pronto yo no había sabido qué decir, había mirado el pergamino que estaba colgado entre las dos ventanas, un rollo de caligrafía japonesa contemporáneo, y había pensado que había sido un error llevar allí al anciano. Le había alcanzado algunas de las últimas ediciones de la Rennsport—Woche y había dicho que iría a preparar el café. En la cocina había reflexionado sobre cómo podía hacerlo hablar; mi experiencia con pilotos de carrera, jefes de equipos o mecánicos me decía que era más fácil conseguir que alguien dijera algo ante el micrófono si antes de la charla yo contaba con toda franqueza algo sobre mí, mis impresiones sobre el entrenamiento, sobre las actividades en boxes, sobre las carreras que se habían corrido esa temporada o sobre los dolores de cabeza que padecía.

En la Sterneckstrasse, en el camino de Salzburgo a Eggelsberg, había guardado distancia de un escarabajo Volkswagen que iba adelante remolcado por un viejo Mercedes. El conductor del Volkswagen no le prestaba la atención suficiente a mantener tensa la soga de remolque. Cada vez que el Mercedes aceleraba, pegaba un tirón en el otro auto, y yo había comentado: "No saben cómo se hace para remolcar".

"Cuando uno tiene mi edad, ya no se siente en su hogar en ningún lado", había dicho Windisch mientras estábamos detenidos frente a un semáforo.

"Hubiera debido quedarme viviendo en Múnich, así hubiera ido a Nápoles en Otro momento, a lo mejor hubiera elegido otro hotel, no me hubiera caído... Sé que no tiene mucho sentido, ¿pero en qué iba a pensar si no en todas esas noches en las que

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mi vecino de cama no hacía más que roncar tan terriblemente?" En un momento yo casi había tocado su rodilla, por lo visto

estaba acostumbrado a deslizar la mano cuando iba en el auto con Mitsuko.

Él no hubiera querido acabar como Rosemeyer a los veintinueve años, había dicho Windisch, o como la mayoría de sus colegas de la fábrica o sus amigos y conocidos de Dresde y Berlín en algún lado en Rusia o en el Frente Occidental o durante un bombardeo. ¡Pero llegar a tan viejo! A él ya hacía tiempo que la vida no le causaba ningún placer. Oberndorf, Birnham había sido para él de pronto un rayo de luz cuando había muerto su hermano, diez años atrás. En algún sitio entre sus cosas debía haber una fotografía de Birnham, del taller y arriba la vivienda, una fotografía que él había tomado antes de la guerra, probablemente en 1938 cuando, después de la anexión de Austria a Alemania, él se había tomado un par de días de vacaciones en la casa paterna.

"Jamás hubiera pensado que volvería a hablar con un periodista! Los periodistas, esa gente que tergiversa lo que uno dijo..."

En el trayecto entre Salzburgo y Lamprechtshausen no había habido mucho tránsito, pese a todo siempre nos habían pasado otros autos. Aunque a mí me hubiera gustado conducir el Opel de Mitsuko a su máxima potencia, me había mantenido por debajo de los ochenta kilómetros por hora. Tienes que llevar sano y salvo al viejo a Oberndorf y luego de vuelta a la ciudad, había pensado.

Cuando íbamos cruzando el centro, me había preguntado si era correcto llevar a Windisch a Eggelsberg y a Oberndorf. Windisch había insistido para que saliéramos enseguida, mucho tiempo no teníamos, los domingos y feriados por lo general el portero pasaba horas fuera de su oficina y en ese momento las enfermeras tenían su hora de descanso.

"¿A qué huele en su auto?", había preguntado el anciano mientras estábamos detenidos frente al semáforo en el cruce donde se abría el camino a Maria Plain.

"Hace unas semanas a mi novia se le rompió una botella de vino", dije. Yo había pensado usar el Austin—Healey para impresionar al anciano, pero estaba contento de haber salido en el Opel; con lo bajo que era el Austin no hubiera podido sentar al ingeniero sin la ayuda de una enfermera o un enfermero. Pensé

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que lo hubiera tenido que meter a presión en el auto. Al principio reprimí el comentario de que mi novia era japonesa, sólo agregué que en ese momento se encontraba en Oregon con su familia, que era fotógrafa y que estaba preparando una exposición y su primer libro de fotografía. En realidad había ido a Austria para ser pianista, dije, había estudiado en el Mozarteum, pero no había tenido éxito en la música.

"Esta calle es una locura", había comentado yo, "casi todos los días hay accidentes. La gente que va al trabajo, muchos de ellos pilotos de carrera frustrados, conducen a toda velocidad por la mañana de las comunas rurales a la ciudad y por la tarde de regreso, a ello hay que sumarle las amas de casa que van a hacer las compras a Salzburgo o llevan a sus hijos al colegio o a la clase de flauta..."

Acto seguido nos había pasado un Renault con un hombre de mediana edad y de sombrero al volante; como por el carril contrario venía un auto a toda velocidad, el conductor del Renault había tenido que maniobrar con el volante y había pasado casi rozando el paragolpes delantero de mi coche, tanto que yo había temido que chocáramos.

"No se asuste si mi casa es un desastre." Windisch parecía no haber percibido la arriesgada maniobra del conductor del Renault. Recién se había mudado de Múnich el año anterior. Desde hacía años en junio o en octubre iba a Ischia. Ni siquiera había llegado a desempacar su maleta y todas las cajas de la mudanza, sino que directamente había volado a Nápoles, esta vez en mayo. ¡Cómo había cambiado en un año Sant'Angelo! Donde antes estaba la pensión en la que había parado muchas veces, ahora había una gigantesca obra en construcción; sólo había hallado habitación en un hotel arriba, en la montaña, en un sitio al que se accedía tras un trayecto de varios kilómetros por una carretera o desde el pueblo de Sant'Angelo subiendo muchas escalinatas. Y en un tramo de esas escalinatas que iba bajando la empinada cuesta en zigzag es donde había tropezado y se había caído, una mañana, cuando había querido ir al pueblo para, como todos los días, tomar un espresso y comprar el periódico Süddeutsche Zeitung.

Aquel había sido el comienzo del fin. El médico del centro termal no había tratado correctamente su rodilla lastimada, simplemente le habían hecho una cura con fango. Ese médico le había parecido un chapucero de cuidado y en general había

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tenido la sensación de que el complejo hotelero pertenecía a miembros de la mafia. En el vuelo de regreso había tenido que ir sentado en la primera fila con la pierna extendida, desde entonces no había podido volver a mover su rodilla izquierda. Desde el aeropuerto de Salzburgo había ido directamente al Hospital de Urgencias. Allí, al cabo de unos días, el médico en jefe le había preguntado: "Ingeniero, ¿tiene usted parientes?" Y le había dicho: "Su problema para caminar no mejorará mucho, debe ir a una residencia donde tenga atención".

Un par de años atrás había tenido un accidente yendo con el auto de Múnich al Lago Starnberg, no había visto un camión, y se había lastimado ambas rodillas.

"Allí dejé de conducir, igualmente el auto estaba destruido. Yo me dije: a partir de los ochenta, ya uno no debería conducir más." El apartamento de Múnich lo había vendido después de mudarse en el verano a la residencia. Con ese dinero cubría ahora los costos que eran increíblemente elevados.

Mucho tiempo no tendría, en casa, en Eggelsberg, y luego en Oberndorf, para dejarlo hablar al anciano, para hacerla hablar, había pensado mientras iba conduciendo, quizás unas dos, tres horas. No era por altruismo que cumpliría el deseo del viejo de hacer una excursión. No me podía sacar de la cabeza lo que había dicho sobre sus carpetas con documentos, fotos, recortes de diarios o sobre su biblioteca de Múnich.

"No se preocupe", había dicho él cuando nos habíamos detenido en el semáforo del puente Staatsbrücke en medio del atasco. Los internos de la residencia, había contado, desaparecían una y otra vez durante horas, a veces incluso días enteros. Había habido una época en que uno al que llamaban Karli cada dos o tres días desaparecía, disimuladamente salía con gente que iba de visita a la residencia, se iba caminando paseando hasta la estación de autobuses, allí tomaba un autobús e iba a la casa de la hermana que vivía en la otra punta de la ciudad y que luego lo enviaba de regreso en taxi. Había una mujer que se pasaba las tardes en el salón diciendo que tenía que ir a tomar el tren, que tenía que ir urgentemente a su casa, en Golling, para hacer un strudel de manzanas para su esposo que ese día volvía de un viaje de negocios. Pero su esposo hacía ya tres años que había fallecido, le explicaban sus vecinas de mesa, tan chifladas como ella.

"Por lo general", había dicho, "las enfermeras se dan

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cuenta, conocen a sus pacientes y los traen de regreso antes de que lleguen a cruzar la doble puerta de cristal y a salir afuera y luego durante algunos días, cuando están sentados en el salón, en su silla de ruedas o en una silla común, los vuelven a atar con el odiado cinturón, ese ancho cinturón de material sintético que impide que uno se pueda levantar del asiento."

Después de la salida de Anthering un Toyota había ido detrás tan pegado a nosotros —venían tantos autos en sentido contrario que me fue imposible pasar a un par de vehículos que iban muy lentos— que … Recordé cómo me había llamado la atención Max un par de veces respecto a expresiones que no le gustaban: El piloto X condujo en la curva Shell tan pegado al piloto Y que le metió la trompa en la caja de cambios... Yo me había dado cuenta de que había tomado esas expresiones de los comentaristas televisivos. Quizás miraba demasiados videos de las carreras del Grand Prix.

De pronto —Windisch había tosido en su pañuelo— había notado que la aguja del indicador de combustible marcaba que ya quedaba casi sólo la reserva y enseguida sentí cómo me volvía a invadir el mal humor. Ya a la mañana —pese a la perspectiva de la charla con el ingeniero por la tarde— había estado malhumorado aparentemente sin razón, no hubiera querido levantarme de la cama hasta el mediodía, hasta que saliera a recoger al viejo en Salzburgo. Tenía que comprar café y pasteles y en todo a la redonda no conocía ninguna buena confitería que estuviera abierta los domingos. Y ahora —desde hacía un par de minutos delante de mí iba un tractor al que no podía pasar— me preguntaba si llevaba dinero suficiente para cargar combustible. Volví a ver mi imagen sentado en la cama con mis últimos resúmenes de cuenta delante y Mitsuko a mi lado, una mañana de principios de abril, cuando de repente me había amenazado conque ella ya no estaba más dispuesta a hacerse cargo de la mayor parte de los gastos de nuestra vida en común... Yo tenía que postularme a un puesto en un periódico en Salzburgo; ante mi reproche de que todas las redacciones tenían todos los puestos tomados, ella había replicado que siempre había que volver a intentar, probablemente también en la radio tenía posibilidades. No creía mucho en mis planes de escribir un libro. Por unos míseros honorarios, había dicho también o esta siempre de viaje yendo a alguna carrera, sobre todo los fines de semana.

Durante aquel viaje a Italia para Pascuas nuestra relación

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había sufrido un quiebre, pensé; no era yo, mis sentimientos hacia ella no habían cambiado. En las semanas que siguieron ella ya no me abrazó de pronto, espontáneamente como antes a veces lo hacía. Pero al mismo tiempo los días solo en Mantua, el descubrimiento del Museo Nuvolari, la idea de un nuevo proyecto eran lo mejor que me había sucedido en mucho tiempo. ¡Esta vez se convertiría en un libro! ¿Y no tenía sentado a mi lado —estábamos llegando a Oberndorf— a un hombre que no sólo había vivido aquella época de los Flechas de plata alemanes, sino que también había jugado un papel importante en esa época?

"Ya pronto estaremos en Oberndorf", dije, "hasta Eggelsberg son sólo quince, veinte minutos más, nuestra casa está algo en las afueras."

El traje gris oscuro, bien conservado que llevaba Windisch, su polo azul marino: recién en ese momento me di cuenta de que las enfermeras lo habían vestido para salir; le pregunté si les había contado adónde iba. Por supuesto que no, sólo había dicho que lo pasarían a recoger para hacer una excursión. Al menos daba la sensación de que nadie se había preocupado por el ingeniero cuando yo lo había alzado con gran esfuerzo de la silla de ruedas delante de la entrada de la residencia y lo había pasado al asiento del acompañante. Nadie de la residencia sabía mi nombre. Ni Bruno ni la guapa enfermera que una vez había entrado brevemente en la habitación y había abierto un poco la ventana se acordarían de mí, aunque probablemente había sido la primera vez que Windisch recibía visita. Ni siquiera el mismo ingeniero parecía haber retenido realmente mi nombre: dos veces le había dicho que me llamaba Mautner, pero él seguía llamándome Maurer. ("¿Pero cómo es que llegó hasta mí, señor Maurer?, ¿cómo me localizó?").

Me había conmovido. cuando estaba llegando con el auto a la entrada, a eso de las dos, y ya desde lejos lo había visto al anciano sentado en su silla de ruedas junto al muro del edificio, a un costado de la doble puerta de cristal, saludando. Me había alegrado no tener que ir a recogerlo a su habitación en el sector de internación, de sólo pensar en esa mezcla de olor a excrementos y medicamentos del día anterior ya me daban náuseas.

"¡El señor Giebisch!", había susurrado Windisch (mientras el enfermero buscaba en el armarito y sacaba un pantalón de jogging azul y blanco), "la cama junto a la ventana", como si

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quisiera dejar en claro que el percance no le había ocurrido a él. Con su camisa de dormir blanca el anciano me había hecho pensar en un niño; al principio me había sentido incómodo, me había vuelto, había mirado el calendario en la pared, luego, mientras el enfermero vestía al ingeniero, había mirado por el gran ventanal y la puerta de cristal que daba a la terraza como si estuviera observando algo afuera en el parque. En el camino del parque distinguí entonces a una anciana de abrigo y pañuelo en la cabeza que me recordó a mi madre; alimentaba a las palomas y le tambaleaban tanto las piernas que cada vez que esparcía alimento o migajas de pan parecía que iba a perder el equilibrio. Después me di cuenta de que Windisch estaba acostumbrado a que dispusieran lo que debía hacer, dependía de la ayuda de los demás. Yo había notado que del lado del brazo derecho llevaba una prótesis.

Ya hacía medio año que estaba en la residencia, había dicho cuando lo había entrado con la silla de ruedas al amplio ascensor para subir a la cafetería. Hasta hacía dos meses había podido desplazarse con ayuda de un andador de ruedas, pero después se había caído en uno de los senderos del parque y se había torcido el tobillo.

En las afueras del centro de Oberndorf Windisch señaló hacia la izquierda y al hacerla rozó mi mejilla: allí teníamos que doblar cuando luego volviéramos de Lamprechtshausen.

"En estos momentos estoy un poco en el aire", dije después de servirle en la sala al ingeniero café y una porción de strudel de crema de leche. "Hace semanas que no escribo más artículos sobre los Grand Prix... No gano un centavo... El padre de mi novia está muy enfermo, tiene una cadena de zapaterías... La conocí en una celebración de Adviento en casa de amigos en Salzburgo, ella estaba tocando el piano, en el acto me enamoré de ella. Ella ya hacía más de un año que vivía sola en Eggelsberg, yo le caía bien, la visitaba con frecuencia... Hace dos años me mudé aquí. El amigo con el que yo vivía en aquella época se mudó a Viena."

Corrí un poco hacia un lado, apartándolo, el dictáfono que estaba sobre la mesa miré la hora.

"A la mañana temprano", dije, "a eso de las cuatro y media, de golpe se oye el canto de los pájaros en el bosque...". "¿Qué es lo que quiere saber...? Windisch tosió fuertemente como si le hubiesen entrado algunas migas en la vía respiratoria.

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Había vuelto a llover más fuertemente, se oía el ruido del agua cayendo por el deteriorado desagüe de la canaleta, yo comencé a percibir el cansancio. Quién sabe si mañana Windisch cuenta algo, pensé, ojalá que por lo menos pueda llevarlo de regreso a la residencia sin llamar la atención. Ya tomando café a la tarde me había quedado en claro —hasta que lo interrumpí con una pregunta sobre las velocidades máximas que llegaban a alcanzar los coches de carrera de la preguerra— que el anciano prefería hablar sobre la época de la guerra en la que él había trabajado en una fábrica de armamento en algún lugar de Alemania y luego de Zipf, un sitio en la Alta Austria del que yo sólo sabía que allí había una famosa fábrica de cerveza, pero nunca había oído que en el predio de esta cervecería se hubiera trabajado en el desarrollo del cohete V2, el arma milagrosa de los nazis. Hasta que cumplí los cinco años vivimos en Vöcklamarkt, pero no recuerdo que mis padres hablaran sobre ello. Me imaginaba cómo lo sentaría a Windisch a la tardecita en la silla de ruedas en el estacionamiento delante de la residencia y lo dejaría allí en la entrada. No tenía ganas de tener que explicarle eventualmente nada a ninguna enfermera o a alguien de la administración.

¿No hubiera podido entrevistado también?, pensé, ¿en el parque de la residencia, durante varios días consecutivos? Que se beba todo el café, no le ofrezco otro trozo de pastel y salimos rápidamente para Oberndorf, el tiempo es cada vez más justo. Una tonta ocurrencia, eso de traerlo aquí al ingeniero, había pensado, pero también que Oberndorf, aquel lugar familiar para él, su archivo lo moverían a hablar.

"Me he vuelto tan olvidadizo...", dijo Windisch, "deme un momento, déjeme pensar..."

Cuando llegamos a Oberndorf a eso de las cuatro, él me guió hasta la propiedad que estaba ubicada en las afueras del pueblo, y luego de casi agotar todas mis fuerzas subiéndolo por la escalera, quiso irse enseguida a la cama. Estaba exhausto, su corazón latía como loco, tenía que acostarse; sacó unas píldoras que llevaba envueltas en un pañuelo de papel. Me preguntó si volvería al día siguiente, si podía comprarle algunos alimentos, luego podríamos conversar sobre su trabajo en Auto Unión como yo le había pedido. Yo protesté: a más tardar a la tardecita ya

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notarían su ausencia en la residencia. Que por lo menos llamara por teléfono, le pedí subiendo un poco demasiado el tono.

¡La forma en que me miró el viejo! "Sí, ya sé, no. Quédese tranquilo que no le contaré a nadie

sobre su casa aquí..." "No hay teléfono, lo di de baja el año pasado." Al día siguiente le harían falta sus medicamentos, había

dicho él, sobre todo el Sibelium. En el cajón superior de la cómoda que había en la sala tenía que haber algunas píldoras, me pidió que por favor se las alcanzara, quizás había algo que pudiera tomar.

En las fotografías que había en el cajón junto con documentos, extractos de cuenta del Bayerische Hypotheken— und Wechselbank, antiguas gafas y cajas de remedios, enseguida reconocí a Windisch por su característica postura cargada de espaldas; en una pequeña foto estaba con otros dos hombres, todos de sombrero y abrigo liviano, delante del palacio Zwinger de Dresde. A toda prisa había echado yo un vistazo en la maloliente habitación.

No le pregunté si quería comer algo. El dolor en la región lumbar que me había atacado subiéndolo por la escalera había empeorado luego aún más cuando de regreso a casa, en la gasolinera del centro que funcionaba como autoservicio, yo había tirado para sacar de la bomba de gasolina la pesada manguera surtidora que estaba trabada. Había vuelto a casa conduciendo demasiado rápido, lleno de reproches por no haber hecho las cosas como debía. ¿Y qué sucedería si ahora se moría en su casa?

El manuscrito sobre los Flechas de plata sobre el que había hablado Windisch en el parque de la residencia estaba, según había dicho, en una caja en el salón o en el sótano. Aún cuando me hallara en condiciones de cargado de algún modo a caballito y bajado contra su voluntad y meterlo en el auto y llevarlo de regreso a la residencia, había pensado mientras echaba un vistazo en esa sala con olor a moho, no podría echar ninguna ojeada a su archivo, ni podría revisar su colección de fotografías.

Me paré delante de los dos estantes que había en la pared y contemplé las dos fotografías que había tomado Mitsuko en Roma y de las que me había hecho ampliaciones.

Villa Borghese: un andamio sobre el muro del edificio; en

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primer plano una especie de podio hecho de tablones. El podio iluminado, el muro de la Villa bajo sombra. La puerta bajo sombra en el centro de la imagen, semiabierta; en una ventana enrejada se refleja la luz del sol, como si el espacio detrás hubiera sido iluminado por un rayo.

Mi fotografía preferida era La Puerta de la Sibila. Mitsuko había contado que había tomado la fotografía en un palazzo que recién habían comenzado a demoler, en las afueras de la ciudad, cerca del Circo Máximo; ella había convencido a los trabajadores para que hicieran una pausa.

La mirada está puesta en una esquina de una sala donde hay una abertura de una puerta, una elevada abertura sin puerta; el marco, de una piedra similar al granito; la terminación superior, ligeramente abombada. Detrás, todo inmerso en la oscuridad; una escalera que desciende hacia un jardín, quizás hacia el agua. Arbustos, grandes hojas de árboles refuerzan la sensación de penumbra y melancolía. Pero lo más impresionante es el juego de sombras sobre el muro, a la izquierda de la abertura de la puerta. Las líneas que descienden en diagonal hacia el marco son como gruesas lanzas que llegan exactamente hasta allí donde se abre una grieta que surca de arriba abajo el espacio entre la pared y el marco de la puerta; pareciera que las lanzas estuvieran clavadas en la grieta. Sobre el patio de baldosas, y hasta el borde inferior de la imagen, se proyecta la sombra del lado derecho del marco de la puerta, sin que quede claro de dónde proviene la luz que echa esta sombra.

Contemplando esta fotografía a veces sentía que perdía el suelo bajo los pies, como si una fuerza misteriosa me arrastrara a través de aquel portal, hacia abajo, hacia el jardín.

¿Cómo se llamaba el hotel de Mantua? Yo estaba sentado en la cama, con la colcha naranja, hablando por teléfono con Mitsuko; me había llamado desde Roma. ¡Qué contento me había puesto poder hablar nuevamente con ella! Arriba de la cama, los libros que llevaba en su bolso de viaje; justo antes de que sonara el teléfono, los había sacado y los había estado hojeando. El carro de guerra en la antigua Roma (con un sello de la Biblioteca de la Universidad de Salzburgo). Mitsuko ya me había leído un fragmento del libro sobre una pintura donde se representaba una carrera de carros. Si no recordaba mal, se trataba de un fresco de

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una cripta en Tarquinia. El carro de carrera en los etruscos (ilustraciones de monedas antiguas con bigas, carros tirados por dos caballos). En el interior del libro, una lámina desplegable del Circo Máximo, dibujado a partir de las medidas tomadas de los fundamentos y ruinas existentes... Un plano del Campo de Marte; dos rectas y dos curvas: pistas para carreras al trote, pensé. Los primeros Juegos Olímpicos fueron una forma perfeccionada de los Juegos Cretenses que el rey Minas mandó realizar periódicamente en honor de sus difuntos parientes junto a sus necrópolis... Durante los gobiernos de Julio César y de Augusto el Circo Máximo ya podía albergar a ciento cincuenta mil espectadores...

Me preguntaba a qué velocidad habrían corrido aquellos tiros cuando sonó el teléfono. Ella había estado recién en el Circo Máximo, no había casi nada para ver: un descampado verde, pedregoso; la pista marcada con arena, todo decorado con carteles y banderas, un par de puestos, coloridas bandas de acordonamiento. Algunos carros habían dado unas vueltas, los conductores con ridículas copias de cascos antiguos, como en las películas de Hollywood; los caballos, desganados.

"No te pierdes nada", había dicho ella, pero le hacían falta los libros, le hubiera gustado escribir un breve resumen histórico. ¿Yo no podía ir?

"Andi, no tienes más que subirte al tren, el fin de semana el taller está cerrado. En el hotel podemos escribir juntos los textos para mis fotos..." No, yo quería quedarme allí y supervisar los arreglos del Austin.

"Mañana sábado trabajan todo el día, quizás hoy mismo encuentran un tanque de gasolina adecuado y mañana puedo ir con el auto... Pero aquí descubrí un tema para un libro, ya comencé a hacer algunos apuntes. Il mantovano volante, seguro que no has oído jamás hablar de él: Nuvolari, un piloto de carreras de los años treinta, héroe nacional italiano."

No le dije que ya había visto el cartel indicador del museo desde el remolque, cuando nos acercábamos al centro de la ciudad rodeando el lago que allí forma el río Mincio.

"Sí... tenías absoluta razón", reconocí, "fue una estupidez hacer un viaje así con el Austin; pero ya sabes, no tiene siquiera ochenta mil kilómetros."

Y no le había recordado que en la autopista entre Bolzano y Verona habíamos visto algunos autos más nuevos en la banquina con el capó levantado. Mientras ella me contaba sobre

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un belga, un vecino de habitación del hotel que le hacía la corte, que la había invitado a comer, tuve la imagen del interior del taller donde casi exclusivamente había botes a motor, casi ningún auto, razón por la cual cuando el conductor del remolque nos había dejado apearnos, al principio yo había pensado que se había equivocado.

Una vez que ya habíamos llevado el Austin al taller, y en vista de que el próximo tren a Roma recién salía en dos horas, Mitsuko había propuesto que la acompañara a dar un paseo por el centro de Mantua. De pronto podía o quería de nuevo hablar conmigo. Desde el instante en que yo había corrido el Austin a la banquina de la autopista, unos doce kilómetros antes de llegar a Mantua y no lejos de un teléfono para emergencias hasta que había llegado el remolque, ella no había hablado conmigo ni una sola palabra. Era alrededor del mediodía y habíamos buscado refugio del sol a unos cincuenta metros del auto, en la franja de sombra de un paso a nivel. ¿Por qué se ponía así por una avería? Este trabajo era importante para ella, ya lo había percibido en casa. Cuando le había propuesto el viaje unido a algo de trabajo, más un artículo fotográfico que escrito, ella había estado de acuerdo de inmediato; la idea de ir a Roma, que ella aún no conocía, la había entusiasmado.

Para evitar las horas de gran calor en el camino, habíamos salido de Eggelsberg a las seis de la mañana. Ahora —así lo creía ella— se había adelantado sola a Roma. Como no había podido dejar su equipo en la consigna de equipajes, yo me había colgado al hombro el amorfo bolso de su cámara; la perspectiva de que en dos horas podría estar solo me había ayudado a soportar fácilmente que al andar el duro borde de uno de los pesados aparatos me golpeara una y otra vez contra la cadera.

Apenas el tren comenzó a moverse y, cuando antes de sentarse, ella me saludó por la ventanilla, la que no había podido bajar del todo, yo sentí como una liberación; al mismo tiempo la separación me hizo poner melancólico. Cuando regresaba al centro de la ciudad vieja, me tropecé con algo en la acera, el corazón me latió agitado. Sentí temor del regreso a casa la semana siguiente, tenía que lograr estar de vuelta antes que ella. Como fuera, debía llamar a Max para decirle que Mitsuko había viajado sola a Roma y que no se preocupara, que con toda seguridad ella podría redactar un breve texto para acompañar sus fotos.

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Vi mi imagen sentado en la Piazza Ducale, en una parte frente al Museo Nuvolari iluminada por el sol de la tarde donde el dueño del bar había colocado sus pocas mesas y sillas, me vi, un hombre que pronto cumpliría los treinta años que de golpe gozaba de encontrarse en esa ciudad desconocida, sin prisas, sin su novia... Al hacerlo me di cuenta de que a medida que pasaba el tiempo cada vez deseaba con más fuerza que ella estuviese allí a mi lado. De repente me había parecido oler su perfume.

Me vi entrando desde la pequeña antesala, donde se encontraba la boletería y había un puesto donde vendían llaveros, banderines, libros y revistas, a la sala iluminada por tubos de neón. Ya antes de llegar a ver la mitad de las compartimentos ordenados cronológicamente, las fotos expuestas, los recortes de periódicos ampliados y en parte ya amarillentos, las copas de bronce y de plata y las medallas y diplomas expuestos en las vitrinas de cristal, sentí un cierto interés; enseguida pensé en escribir un artículo para la revista y tomé notas en mi agenda. Y más aún, en el panel donde se documentaban los años 1935—1937 estaba Nuvolari con su Alfa Romeo, el cual parecía muy anticuado comparado con los coches de carrera alemanes. Mi mirada —eran tantas las fotos que ya me resultaba demasiado— se desplazó rauda al siguiente panel que cerraba en ángulo recto el compartimiento. Al ver la fotografía que estaba arriba en el centro fue como si se alzara un telón y me transportara a los días de mi niñez: cinco coches de carrera de Auto Unión dispuestos en línea en diagonal delante de la alargada planta de los boxes de alguna pista de carrera; los volantes, sobre los capós. Yo debía tener unos doce o trece años cuando mi padre me había regalado un libro sobre el automovilismo en los años treinta entre cuyas fotos se encontraba también esta. Recordé a mi padre explicándome que los asientos de los coches de carrera eran tan estrechos que los volantes se colocaban recién después de que los pilotos se habían montado en los autos. La belleza de las formas de aquellos coches de carrera temporada 1938 me dejó maravillado.

"¡Todo esto lo conozco!", exclamé cuando se acercó el joven guardia.

"Bello, eh!", comentó este impasible; no podía tener más de dieciocho años.

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¿Ya se me cruzó por la mente en ese momento, en mi primera visita al Museo Nuvolari, la idea de escribir un libro sobre los Flechas de plata en lugar de hacerla sobre la época de la Fórmula 1 de los años cincuenta —Mike Hawthorn, Grahann Hill, Jim Clark, Jack Brabharn—? Otro proyecto que tenía, una especie de biografía de Rupert Hollaus, el piloto austríaco de la firma NSU y múltiple Campeón Mundial fallecido en un accidente en Monza en 1954, aún me seguía pareciendo atractivo, simplemente lo dejaría para más adelante. Aquello requería que alguna vez fuera a Traiskirchen y viera quiénes de sus padres, hermanos y amigos vivían aún y si me podían contar algo sobre él.

¿Pedí el llamado a Linz apenas regresé al hotel? Hotel Broletto, ahora recuerdo el nombre, y me viene a la

mente la calle, la Via Bandiera, esa curva incomparable que hacían la calle y las fachadas de las casas, como trazadas con un compás. Me pasaron rápidamente la llamada. Max no se sorprendió cuando le conté la avería que habíamos tenido con el auto. Con una carcasa vieja como esa él no iría ni a Viena.

"La bomba de gasolina. Ahora tengo que esperar aquí hasta que en el taller consigan una que sirva. Mitsuko hará sola el artículo sobre el espectáculo en el Circo Máximo. Pero yo también tengo algo para ustedes, la palabra clave es: Nuvolari, el mantuano volador, como lo llaman. Hace poco inauguraron el museo."

El domingo se realizó la carrera de carros al estilo antiguo. Ella tenía razón, pensé, tendríamos que haber ido en su Opel, ahora estaríamos los dos juntos en la habitación del hotel de Roma.

Había oscurecido en la habitación del Hotel Broletto, oí el sonido de las gotas de lluvia cayendo sobre un techo colgadizo de chapa del patio interior. «Una bella macchina!", había exclamado uno de los dos mecánicos que habían entrado el Austin al taller.

Al día siguiente, mi segunda visita al museo, con el dictáfono. Tras una fuerte lluvia matinal el asfalto de las calles ya estaba seco de nuevo. El lunes tendrían una nueva bomba de gasolina, había dicho el mecánico en jefe, quien llevaba un parche negro en el ojo derecho; esperaba que funcionara. Al doblar la esquina y llegar a la Piazza del Broletto, el sol iluminó la fuente y un sector detrás de esta. Delante de mí se alzaba en sombras la elevada fachada del palazzo, con aquel pétreo altorrelieve que parecía muy antiguo y representaba a un santo o un monje

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sentado escribiendo. En el borde izquierdo de la fachada, la entrada al museo. Sobre el portal de piedra medieval, una banda de tela de bordes dentados color azul marino con letras amarillas que decían: Tazio Nuvolari, y abajo: Museo. Yo había mirado por la puerta de cristal para ver si estaba abierto y había visto adentro, en la boletería, al joven que me hacía un gesto con la mano.

No, ningún biglietto, para ellos era un honor. Cuando había comprado el catálogo el día anterior, había mencionado que era periodista. El guardia llevaba una chaqueta azul de jean y, después de encender las luces, me siguió a la sala y me puso en la mano una hoja amarilla: Nuvolari, la historia de un mito. Tazio Nuvolari nació en Casteldario el 16.11.1892 y falleció el 11.08.1953 en Mantua. Vivió 60 años. Corrió 227 veces, 80 de ellas en competencias de motociclismo. 107 veces obtuvo el primer puesto... Cuando vi el cubículo junto a la entrada y el televisor y la reproductora de video en el alto estante, pregunté si ese día podía ver la película. "Certo, certo!" El joven introdujo un casete y me señaló las tres hileras de sillas negras de plástico. En la pantalla aparecieron franjas titilantes, luego imágenes fijas, las mismas fotografías que había visto el día anterior en las vitrinas ahora comentadas por un locutor que ponía demasiado celo en su tarea. La casa natal en las cercanías de Mantua, Nuvolari de traje deportivo (con pantalón bombacho) y corbata en una motocicleta de carrera alrededor del año 1912. Nuvolari en una bicicleta de carrera, luego en un coche de carrera que parecía una pequeña locomotora a vapor; en una curva el piloto se inclina tanto fuera del coche que uno teme que pueda caerse. Luego seguían recortes de periódicos de los años veinte, Nuvolari en un Alfa Romeo, en un Bugatti, y en un momento —las temblorosas imágenes mostraban ya los años treinta— vi aparecer, excitado, los plateados coches de carrera de Mercedes y Auto Unión seguidos por Bugattis y Alfa Romeos que a su lado parecían muy anticuados. Un primer plano del rostro de Nuvolari, en el coche de carrera, en los boxes, mecánicos trabajando a toda prisa cambiando los neumáticos; Nuvolari bebiendo el fondo de un vaso de plástico y arrojándolo a los boxes, luego con corona de laureles, rodeado de gente; su rostro a medida que avanzaba la película, cada vez más curtido, más contrariado, más endurecido. Y al final Nuvolari en Auto Unión: entrenamiento en Nürburgring, el gran vencedor de Monza, vencedor en Donington, en Inglaterra.

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Referencias a la Segunda Guerra Mundial, luego la posguerra: Nuvolari, claramente envejecido, sigue corriendo carreras en los autos de la preguerra de Ferrari y Alfa Romeo, finalmente en un nuevo Ferrari y acto seguido su entierro, una inmensa cantidad de gente, su viuda doliente. Todo aquello en un total de diez minutos como máximo.

El sinfín de macizas copas de bronce, muchas de ellas parecidas a urnas y de aspecto descolorido y otros trofeos que estaban expuestos en los estantes detrás de los cristales me hicieron sentir como si estuviera en un cementerio. Algunas secas coronas de laureles de las vitrinas hacían aún más intensa la sensación de una vida ya pasada, de tiempos muy lejanos.

Volví a comenzar por la primera vitrina donde estaban expuestos los overoles de carrera (el amarillo parecía haber sido el color preferido de Nuvolari), gastadas gorras de cuero, antiparras, deshilachados guantes de cuero; incluso había gastados zapatos abotinados absolutamente comunes y corrientes. En la segunda vitrina (1920—1930) había fotos en blanco y negro de carreras en polvorientas carreteras de provincia, coches de carrera más bien extraños que iban pasando por las estrechas callejuelas de ciudades medievales. Grupos de entusiastas espectadores envueltos en la nube de polvo que dejaba a su paso el auto de Nuvolari, inclinados sobre la calle a ambos lados de esta. Fotografías de accidentes. En una se veía el coche de Nuvolari volcado con las ruedas para arriba aplastado contra un árbol; en el fondo se veía a tres carabineros conteniendo a los espectadores detrás del acordonamiento. Parecía imposible que el conductor hubiera sobrevivido el accidente. Cuatro vitrinas estaban dedicadas a los años treinta. Esta vez me atrajeron algunas fotografías que no había visto en mi primera visita al museo. En una se veía el bucle Hatzenbach del circuito de Nürburgring, como indicaba en la fotografía una inscripción en alemán como si fuera una postal. Rosemeyer va adelante, Nuvolari lo sigue en su Alfa, detrás de ellos no se ve ningún otro auto. Ambos conducen al milímetro exactamente al borde de la pista, ya casi sobre el pasto del terraplén sobre cuya valla la muchedumbre de espectadores apiñada detrás se inclina tanto hacia adelante que parece que el cerco de alambre fuera a romperse en cualquier momento. Carrera del Eifel — 1936, decía en la etiqueta que había debajo de la foto. En otra, una fotografía borrosa, se veía a cuatro hombres sacando a Nuvolari de la pista

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cargándolo sobre un lienzo. Luego una foto de uno de los boxes, un entrenamiento en Nürburgring en 1937: Rosemeyer, en un coche de carrera que aparentemente acaba de detenerse, se alza las antiparras; sobre él se inclina un hombre de chaleco de lana a cuadros y gorra deportiva. En la inscripción decía: Bernd Rosemeyer, Paul Windisch. Recordé que ya había visto al hombre de la gorra en otra foto. Recién cuando regresé y busqué en el archivo de la redacción en Linz, me enteré de más datos sobre Windisch: nacido en 1901 en Oberndorf, desde 1935 ingeniero de pruebas en Auto Unión.

"El hombre es demasiado joven", le dije al muchachito, "es imposible que sea Porsche", y le señalé una fotografía del año 1937 en la Paul Windisch estaba sentado sobre el muto de uno de los boxes al lado de Hans Stuck y anotaba algo en una libreta. En el extremo inferior decía: Bernd Rosemeyer — Dr. Ferdinand Porsche. Se oyeron voces que venían del hall. Al joven guardia lo llamaron Tazio (¡qué origina!!, pensé) y acto seguido aparecieron dos caballeros de unos cincuenta años y de trajes oscuros. Tazio le susurró algo al más bajo. Este se me acercó asintiendo amistosamente y me dijo algo, yo creí entender que me preguntaba si me gustaba la exposición. Al joven guardia le había entendido mejor. Al museo le podía venir bien algo de publicidad en Alemania, dijo el hombre, recién se había inaugurado la primavera anterior. Cuando se alejó junto con el otro individuo, Tazio me explicó que era su padre; era el presidente del Automóvil Club de Mantua.

En el hall me puse a mirar las vitrinas donde se exponían libros sobre Nuvolari. Los dos caballeros se encontraban delante de otra vitrina en la que había bufandas rojas con el emblema de Ferrari, coloridas gorras, banderas. Cuando le pregunté al padre de Tazio, que estaba conversando con el otro caballero en la entrada de la sala y no dejaba de mirarme una y otra vez, si tenían alguna biografía en alemán, me respondió chapurreando esta lengua y mencionó una librería en la Via Consolazione que también tenía libros en alemán, era una tienda especializada en libros sobre automovilismo. ¿Me había gustado la colección? ¿En mi opinión, había algo que mejorar?

Roberta se llamaba la joven camarera; varias veces la había llamado así el hombre que estaba sentado detrás de la caja

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registradora al lado de la entrada. La pizzería, que era como una cueva con macizas mesas y bancos y que olía a papas fritas, estaba llena cuando entré y así seguía. Delante de mí tenía la segunda jarra de vino tinto y disimuladamente observaba a la camarera. Era mayor de lo que había creído al mediodía, tenía por lo menos dieciocho años. Me divertía ver que atendía a los clientes del lugar tan mal como a mí. Cuando le pedí que me trajera un vino que no estuviera frío (el del mediodía parecía que lo habían sacado de la heladera), me respondió con un estridente aluvión de palabras de las que no entendí ni una. Al cabo de una eternidad, trajo la jarra de vino y la depositó sobre la mesa de modo tan brusco que algo se volcó. El vino tinto me había gustado, pero ahora sentía una aspereza en las mucosas. La lasagna estaba dura y yo había visto cómo un joven italiano, que mientras comía miraba más la Gazzetta dello Sport que estaba leyendo que su plato y que había embocado el tenedor en la boca por casualidad, había hecho a un lado la mitad de la pizza arrojando arriba el tenedor. Yo parecía ser el único que bebía vino, los muchachos y las muchachas preferían Coca—Cola o cerveza.

Me volvió a la mente una frase del folleto del museo: Corrió 277 veces: Me di cuenta de que yo tampoco me expresaba con mayor propiedad. Carrera, piloto de carrera, coche de carrera, carrera por el Campeonato Mundial. Ya pronto se cumplirían cien años y aún no se había formado el vocabulario correspondiente. Compitió sobre ruedas 277 veces; eso sonaba igual de mal. Deporte de ruedas, patinaje sobre ruedas, campeón de mesita rodante... En la biografía de Nuvolari había visto, y me había llamado la atención, que siempre volvía a aparecer el término mito. El mito de la pasión por la técnica era el título de un capítulo.

En la librería también había comprado una pequeña guía de la ciudad, en su interior descubrí una ilustración con el oscuro relieve de piedra de la fachada del Palazzo Brolerto; leí que se trataba de una representación de Virgilio que databa del siglo XIII. Virgilio; aquello me despertó un vívido recuerdo de mis años de estudiante secundario en Linz, del profesor Baudisch, quien nos había torturado en las clases de latín, sobre todo con mi odiada Eneida. Pero de hecho no me había imaginado así a Virgilio; con su casquete con forma de tazón parecía más bien un religioso. Allí en Mantua, entonces, había nacido el escritor, en una granja fuori

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le porte. Los escritores no nos interesaban mucho en la escuela; durante las clases nos pasábamos folletos de autos y pequeñas imágenes coleccionables de motocicletas por debajo de los bancos.

Si la camarera me hubiera preguntado, hubiera pedido otra jarra de vino tinto. Disfruté de poder entregarme al ocio, de no tener nada que hacer, arrullado por la música que salía de un invisible parlante. Entonces había pensado en el Grand Prix de España, ya volaría el jueves siguiente; las entrevistas a los corredores famosos era posible hacerlas sólo el día del entrenamiento libre, a partir del sábado todo era un gran ajetreo y los pilotos y los jefes de los equipos estaban nerviosos.

Ridículo eso de correr o competir sobre ruedas con tiros de dos caballos, imitaciones de carros de la Antigüedad, un espectáculo para turistas; yo había aceptado el trabajo para poder pasar dos días con Mitsuko en Roma, donde ella no había estado nunca, con los gastos pagos por la revista. Me imaginé al esmirriado Nuvolari de pie en una biga, golpeando con las riendas los lomos de los caballos, y no pude evitar reír. La camarera que estaba adelante, en la caja, se inclinó sobre el mostrador y me miró.

Mientras Mitsuko me contaba por teléfono sobre la carrera de carros en el Circo Máximo, yo fui clasificando las tarjetas postales con motivos artísticos que había comprado en la Piazza Ducale. En un sarcófago de alabastro se veía un tiro de cuatro caballos; los animales, con las patas delanteras alzadas alargando el paso. El conductor de la cuadriga semicircular tomaba impulso con la mano derecha agitando un látigo o una vara.

"Un largo camino", dije, "de agitar el látigo a pisar el pedal del acelerador."

Ella dijo que quería mostrarme sí o sí el texto que había escrito la noche anterior, ¿pero cuándo y dónde? Su voz había sonado ahora vacilante.

"When can you pick up your car from the garage?"2 "Mañana", respondí automáticamente y me di cuenta de

que si ella hubiera preguntado: ¿Ya tienes el auto?, hubiera contestado que sí. La idea de que ella hubiera vivido cuatro años con Roggisch, el profesor de música del Mozarteum, volvía a ocupar mi mente ahora que ella había contado cómo la noche

2 "¿Cuándo puedes ir a recoger tu auto del taller?" [N. de la T.].

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anterior aquel hombre mayor, el belga, de pronto fogoso, la había tomado del brazo en el corredor del hotel y la había atraído hacia sí. Ella se había soltado y lo había insultado. Podía imaginarme bien la enérgica reacción de ella, a menudo había sentido lo que eran sus fuertes manos y brazos cuando habíamos jugado a pelear en la angosta cocina. "¡Como niños pequeños!", había exclamado ella en esos momentos casi en tono de reproche. Lo que al principio me había inquietado a veces de Mitsuko, pero luego cada vez me había gustado más, era que —a diferencia de mis novias anteriores— yo nunca podía prever exactamente sus reacciones, sus sentimientos. Recién estaba refunfuñando porque me había olvidado de comprar leche y al momento siguiente me estaba rodeando del cuello con sus brazos y me besaba.

"Tú puedes escribir directamente la versión definitiva, estoy seguro de que será un buen texto", había dicho yo al final. "Lo siento por Roma y Tarquinia, pero ya tendremos oportunidad de volver, en algún otro momento en el otoño."

Cuando sonó el teléfono, temí que a Windisch le hubiera ocurrido algo, que alguien lo hubiera encontrado o que una enfermera de la residencia... ¿Cómo es que me…?, pensé, ¿qué es lo que no calculé bien? Dejé que sonara seis o siete veces.

Con las primeras frases de Mitsuko mi pulso se aceleró aún más, fui con el teléfono todo lo que alcanzaba el cable hasta la cocina a oscuras y miré en el letrero luminoso del horno qué hora era: aún no eran las doce de la noche.

"Hace mucho que espero noticias de ti", exclamé. Cuando finalizó la llamada, demasiado rápido, yo casi no había podido decir una palabra, aún seguí sintiéndola, cerca de mí, como si estuviera sentada en su sitio del otro lado de la mesa de la cocina.

Había escuchado su voz como si viniera de otro mundo; yo no podía hablar, no podía decir nada, ni siquiera le había dado mi pésame. Me vino a la mente la primera charla que habíamos tenido después del viaje a Italia; yo había llegado a casa antes que ella y había temido el momento en el que ella bajara del tren en Salzburgo. Pero luego ella me había abrazado en el andén como si no hubiera pasado nada. Ese día entonces había tenido lugar el entierro de su padre. Aunque era ella la que había llamado y no alguien de la residencia geriátrica, el pánico que

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había sentido al oír sonar el teléfono persistió aún un buen rato. Al final lo único que supe fue que ella regresaría la semana siguiente, pero que no sabía si se quedaría en Austria. Lo que más me asustó fue cuando ella exclamó: "How dare you bring these people to my house!"3 ¡Estoy muy decepcionada de ti, Andreas!"

"Creí que te alegrarías de que trabajara en mi proyecto del libro, que avanzara en esto", había respondido yo, "a mí me inquieta mucho más tu conducta, te vas por una semana, como máximo diez días, como habías dicho, y luego durante más de tres semanas no tengo noticias tuyas, facturas por pagar, el alquiler... ¿Por qué te molesta tanto que el viejo haya estado aquí, en la casa?"

Ella había dicho que yo le había mostrado fotos. Yo repliqué que el ingeniero Windisch no era ningún nazi, que era probable que simplemente hubiera sido de esos que habían apoyado al régimen pero sin una participación activa, como la mayoría en aquella época. ¿Te refieres a las fotos con Hitler delante de los coches de carrera?, hubiera querido preguntar, pero Mitsuko ya me estaba interrogando sobre las radiaciones radioactivas en Austria.

"Sí, tienes razón", había dicho ella, "I’m sorry, vuelvo pronto y allí arreglo todo".

Pero no sabía si se quedaría. Cuando era joven, se había querido ir de la casa, sobre todo cuando el hermano se había ido de la empresa familiar, pero ahora, aunque no había recorrido tanto el mundo, poco a poco había vuelto a descubrir el amor por su patria. Ya tenía bastante organizada una exposición de sus fotos en Seattle.

"No es por ti... Cuando estuve en Eggelsberg, siempre estuve muy bien. Pero desde que estoy aquí y veo todo desde la distancia, tengo sensaciones encontradas..."

¿Qué más había dicho? Que escribiera sobre otro tema, sobre otros pilotos de carrera, que eso les interesaría más a los lectores que la época de la preguerra. El décimo libro sobre Jochen Rindt, sobre Jim Clark o sobre Graham Hill... ¿también aquella era una época pasada?

3 ¿Cómo te atreves a llevar a gente como esa a mi casa? [N. de la T.].

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Lunes 2 de junio

Antes de salir para Oberndorf, pasé por el almacén de Eggelsberg. En el periódico Kronen Zeitung que hojeé en el auto no había nada, ninguna noticia sobre la desaparición de un interno de ochenta y cuatro años de una residencia geriátrica de Salzburgo. Mientras iba conduciendo comenzó a caer una lluvia suave; el vidrio se empañó como cubierto por una rara película; el gastado limpiaparabrisas lo puso todo aún peor. Cuando dejé el auto en el aparcamiento detrás de la estación de trenes de Oberndorf, ya había cesado la lluvia. Fui andando, con una bolsa de alimentos en la mano, por la breve senda que conducía en ligera cuesta a la propiedad, siempre por la mano izquierda de ese giboso camino bordeado de arbustos. Sobre la mano derecha se extendía un terreno bien delimitado cercado con una alambrada y con un granero ladeado por el viento; por una abertura que había en la pared de tablones del frente se asomaba la cabeza de un caballo. Sentí cómo me latía el corazón al llegar a la explanada de cemento delante del antiguo taller mecánico. Ningún coche delante del edificio, todo parecía abandonado desde hacía mucho tiempo. Cuando me acerqué más y observé las ventanas y las cortinas del piso superior de la casa, arriba del taller, me asusté al ver dos ventanas abiertas. ¿El día anterior, antes de irme, no había abierto sólo una? Camino hacia allí me había vuelto a imaginar que Windisch había fallecido esa noche y me había preguntado si podrían llegar a averiguar quién había llevado al anciano hasta allí. Pasé por delante de la camioneta sin ruedas con su gastada inscripción Peugeot—Windisch, de la pirámide de oxidadas latas de aceite marca Valvoline, de los restos de una gasolinera abandonada. Entre el alargado taller mecánico y la vivienda superior había un ancho techo colgadizo de chapa.

Abrí la modesta puerta de hierro que había entre el portón del taller y las ventanas de la planta baja y subí por la escalera, que no estaba iluminada. De nuevo ese olor a taller mecánico, mezclado con el olor a moho de las casas viejas sin ventilar. Probablemente ya es demasiado tarde, pensé, tendría que haberme encontrado con Windisch diez años antes, es de suponer que en aquella época aún habrá tenido la mente clara. Ya no lo necesito más para tener acceso a sus cosas, pensé también,

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tengo la llave de su casa; insistió en que me quedara con el otro juego de llaves. Cuando llegué arriba, escuché voces; con gran cautela abrí la puerta del dormitorio. Debía ser una radio que se oía desde el salón contiguo. Windisch parecía dormir, estaba dado vuelta del lado que daba a la ventana. Había un televisor encendido en la sala cuya puerta estaba abierta, voces de una película, una voz de mujer, una de hombre; en el frío apartamento no había nadie más que Windisch.

" ¡Ingeniero!" En la sombría habitación se oyó crujir la cama. "Ya creía que no volvería más." Windisch se dio vuelta, al

hacerlo se meció el colchón. Durante la noche se había levantado solo de la cama y, apoyándose en la silla de ruedas, había ido hasta el baño; allí había hecho un desastre.

"¡Si se enterara la enfermera Johanna!", exclamó sonriendo pícaro. Se había mareado un poco. Había intentado sentarse en la cama pero todo le había dado vueltas... Las píldoras...

Los hirsutos pelitos canos de su barba crecida. Tengo que poner fin a esto, pensé, ¿qué hago si hoy se vuelve a negar a que lo lleve de regreso a la residencia? ¿Qué si hay un llamado telefónico anónimo a la gendarmería, si alguien ha visto en la casa cómo un intruso...? De no haber dado el anciano su dirección de Múnich como su último domicilio, probablemente haría mucho que la gendarmería ya se hubiese presentado allí.

"Justo recién estaba pensando pedirle que me llevara hoy a Vocklabruck... Me siento mejor, hoy lo podríamos hacer. Me gustaría ver si aún están las tumbas de mis antiguos colegas. Obviamente yo me hago cargo de todos los gastos, y usted recibirá también su recompensa."

"Esta tarde lo llevo de vuelta a la residencia", dije. Al mismo tiempo pensé que cualquier pretexto, cualquier circunstancia me vendría bien para bajado y meterlo en el auto...

"¿Qué quiere a cambio?", preguntó incorporándose en la cama.

Para despistarlo le dije que lo pensaría y que ahora iría a preparar café.

"¡Cómo me hubiera gustado ver también una vez más la granja de los Walcher!", prosiguió Windisch. "En las semanas en las que intenté instalarme aquí, en Birnham, o mejor dicho, en las que dudé... no subí ni una vez a Bühl. No pude decidirme cómo

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instalarme aquí en el apartamento, qué habitación ocupar, caí en una abulia total y al final no hice nada... Usted ya vio, los muebles que hay no sirven para nada, por lo visto mi hermano —en realidad debería decir, mi medio hermano— vendió todos los muebles de valor. Si usted piensa que cuando me mudé de Múnich ni siquiera desempaqué mis maletas ni vacié las cajas de la mudanza... Directamente me fui a Ischia. Ischia, un viejo amor mío, la primera vez que fui fue en 1963, por mi artritis. Ischia, donde comenzó mi desgracia... El hotel en el que me había alojado durante treinta años de pronto ya no existía más, ahora en su lugar había un gigantesco centro termal. Eso ya me lo habían dicho en la agencia de viajes de Múnich. El hotel que me recomendaron estaba sobre una colina, había que subir infinitas escalinatas, imagínese, ¡pretenden que un hombre de ochenta y cuatro años las suba! Pero antes de caerme mis piernas estaban bien, todos los días bajaba a Sant'Angelo. Quizás la culpa la tuvo el calor. Por primera vez en mi vida no fui a Ischia en junio o en octubre sino en mayo. No aguanté más aquí en el apartamento vacío donde al cabo de semanas ventilando aún seguía oliendo mal. Ni siquiera pude decidirme a vaciarlo y hacerlo pintar, lo postergué todo para el otoño. De niño siempre prefería estar arriba, en Bühl, en la granja de los Walcher. A mi madre eso le molestó toda la vida. En la sala de la casa de los Walcher me sentía más en casa que aquí, en Birnham. Antes, como aún se puede observar, nuestra propiedad también había sido una granja, y una de las más espléndidas. El fresco piso de mármol del vestíbulo de la casa de los Walcher, las coloridas alfombrillas de retazos de la sala... En el aparador de la espaciosa cocina siempre había una fuente con strudel de manzana recién hecho. Sobre todo la cordialidad de esa mujer campesina, la madre de Rosa, fue algo que me marcó. Obviamente el taller de mi padre también era algo interesante para un muchacho. Después de la escuela pasaba por el taller, visitaba a mi padre, que estaba sentado en su despacho sin ventanas trabajando en las listas de pedidos de repuestos. Yo molestaba a los mecánicos, por ejemplo, me colgaba como un mono de la soga del sistema de poleas que usaban para levantar y sacar los motores del chasis y colocarlos sobre los bancos de trabajo e iba bamboleándome de un banco a otro hasta que Lettner, el jefe del taller, con su overol manchado de aceite, me sacaba volando. Este Lettner era una autoridad en casa. Cuántas veces habré oído decir: "Lettner

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dice..." o "Eso hay que preguntárselo a Lettner..." Mi padre, como le comenté, se volvió a casar. A su segunda esposa ya la había conocido antes de que falleciera mi madre, en una "cacería del zorro", uno de los eventos de motorismo que solían organizarse en aquella época. Mi hermano Franz era doce años menor que yo; cuando nació, mi madre aún vivía. Los mecánicos no me querían. "Jefecito, fuera de mi vista!", me gritaban o me llamaban mocoso cuando me quedaba en el taller.

A los dieciocho años, cuando terminé el secundario, primero quería ser campesino, no maestro mecánico en el taller de mi padre como se suponía que debía ser. Por sobre todas las cosas yo estaba enamorado de Rosa, la hija de Walcher que en esa época era el alcalde de Oberndorf. Durante todo el verano ayudé, en el campo y en el establo, y tenía la sensación de que Walcher no veía con malos ojos que yo estuviera tanto con Rosa. Pero me equivocaba: ella ya estaba prometida al secretario comunal que era quien tomaba en realidad todas las decisiones importantes del pueblo. Mi padre me envió a Graz a estudiar ingeniería mecánica. Eso fue después de la guerra, en esa época la gente se moría de hambre en las ciudades, el dinero no valía nada y cada vez menos, los campesinos ya sólo aceptaban zapatos, joyas o un servicio de café de plata cuando la gente de la ciudad venía al campo. En el entierro de mi madre volví a encontrarme con Rosa Sonnleitner, así se llamaba ahora, y yo ya no me podía imaginar más lo enamorado que había estado de ella."

¿Ir a Bühl?, me pregunté. ¿No sería una buena oportunidad para conseguir bajarlo de algún modo por la escalera, subido al auto y luego partir rumbo a Salzburgo, a la residencia geriátrica...?

Una vista en diagonal desde la izquierda de la serie de boxes de una pista de carrera. La persiana enrollable está levantada, sobre la balaustrada del muro están sentadas cinco mujeres con faldas hasta la rodilla, las piernas cruzadas; sobre los muslos, anotadores de tapa dura o carpetas abiertas, cronómetros. Entre las dos primeras está sentado un piloto de overol blanco, gafas de sol, cabello castaño engominado peinado hacia atrás, del cuello del overol le sobresalen la camisa y el nudo de la corbata. Está leyendo una hoja de papel que sostiene en la

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mano. Sobre el box hay un gastado cartel de publicidad en el que ya sólo se lee la palabra Bianco.

La mujer de la izquierda era la secretaria de Hans Stuck, explicó Windisch, la segunda, Paula, su esposa; la tercera, Elly, la esposa de Rosemeyer; a las otras (de las cuales una se ha vuelto y sólo se le ve el cabello) no las reconocía. En ese entonces Rudolf Hasse aún era piloto de reserva. El que estaba bien al fondo, de sombrero, ese podía ser el Dr. Porsche.

Antes tenía muchas fotos como esas, de los boxes, dijo, una parte la había tirado cuando había hecho la mudanza de Múnich. Yo era el primero que me mostraba interesado por sus cosas. ¿Pero cómo lo había encontrado?, volvió a preguntar. En Múnich había comenzado a escribir un libro sobre la época de los Flechas de plata, unas cien páginas, la carpeta también tenía que estar en una de las maletas sin desempacar que había en la sala. La mayoría de los libros se los había llevado el dueño de una librería de ocasión que tenía un local en la Schellingstrasse; algunos aún los tenía él, en algún lado tenía que estar el libro de Elly Beinhorn—Rosemeyer, Mi esposo, el piloto de carreras, que en aquella época había sido un bestseller.

"Mire en las maletas, no tienen candado, quizás encuentre el libro."

Hacía unos años le había ofrecido su archivo a la Universidad Técnica de Graz, pero nunca había recibido respuesta.

Una cabina para el piloto más amplia que la de los coches del Grand Prix, el piloto (Rosemeyer, pulóver sin mangas a la moda, corbata, gorra de tela, las antiparras sobre la frente) está sentado en el medio de la cabina, la boca en una mueca de risa sarcástica, las manos sobre el volante. A su espalda, un voluminoso depósito alargado con los picos para llenado justo detrás de la nuca del conductor. Detrás se ven detalles del motor, mangueras, tuberías de metal, las costillas del compresor. Sobre el piloto, la cubierta levantada del motor y de la cabina. El espacio de la cabina del piloto ahora está delimitado por una parte elevada del chasis que constituye una especie de tabique; detrás, el voluminoso conjunto del motor y el tanque de gasolina. Del lado derecho un hombre de abrigo y gorra deportiva se inclina por debajo de la cubierta levantada, tiene el brazo extendido, los

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dedos de la mano izquierda parecen señalar algo en el tablero de mandos. En el fondo a la derecha, en el estrecho ángulo que queda abierto a la vista entre la carrocería y la cubierta levantada y que permite que se llegue a distinguir la comba del revestimiento de la rueda trasera izquierda, se observa gente merodeando, mecánicos y miembros del equipo. Pero lo único que se ven en realidad son pantalones y partes de abajo de abrigos, entre ellos se distingue un abrigo de mujer que llega hasta por debajo de la rodilla.

Como si hubiera leído mis pensamientos, Windisch había aclarado que Elly Beinhorn había estado presente algunas horas durante las pruebas para batir el récord realizadas en octubre de 1937. Pero también podía ser una fotografía sacada durante las pruebas en el AVUS, en la foto no se podía distinguir bien qué variante del revestimiento aerodinámico se había probado allí. Entre las fotografías también debía estar otra de 1937, una que había tomado él, Windisch, cuando Rosemeyer se estaba bajando del coche aerodinámico, aunque si se lo describía más exactamente había que decir cuando estaba girando para salir del auto, con una rodilla sobre la carrocería y agarrándose con una mano del lateral del coche como si bajara trepando por un muro.

Comimos leberkäs4 y puré envasado. "Senna, ¿es un buen piloto?", preguntó Windisch y se

inclinó bien sobre su plato. Yo pensé en mi padre que hacía cuatro años que vivía solo

y al que mi hermana, bastante mayor que yo y que vivía en Steyr, visitaba cada tanto. De golpe me di cuenta de lo poco que sabía de él. Pronto cumpliría sesenta y ocho años... ¿acabaría también algún día en una residencia geriátrica como aquella?

"Una vez, el otoño pasado, uno de los enfermeros encendió el televisor en el salón y miré. Ya no sé qué Grand Prix era el que estaban transmitiendo. Como sea, en los años treinta no tuvimos un piloto de carreras austríaco como Jochen Rindt o Nicki Lauda. Sacando a Caracciola, von Brauchitsch y Stuck, en 1934, cuando los Flechas de plata hicieron su primera temporada, en Alemania no teníamos ningún campeón y así fue que las dos empresas contrataron a pilotos extranjeros: Mercedes a los

4 Especie de embutido [N. de la T.].

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italianos Fagioli y Farina, Auto Unión a Achille Varzi. Nos hubiera gustado contratar también a Nuvolari, pero Hans Stuck se opuso. Muy rápidamente lograron pasar al primer plano jóvenes pilotos alemanes: Hermann Lang en Mercedes, Rosemeyer en Auto Unión; los corredores extranjeros no lo pudieron resistir. Varzi se fue debilitando cada vez más, un año más tarde el doctor Gläser constató su adicción a las drogas. Su amante alemana, la esposa del piloto Paul Pietsch, le había hecho conocer la cocaína; su rendimiento bajó absolutamente, como máximo conseguía un cuarto, un quinto lugar."

Mejor no interrumpirlo, pensé, quizás cada tanto una palabra, una frase para ir guiándolo en la dirección que me interesa, dos horas, dos horas y media tenemos todavía hasta que lo lleve de regreso a la ciudad, a la residencia; quizás también lo puedo llevar un poco más tarde, cuando ya esté atardeciendo... Y pensé qué haría si él insistía en que lo llevara a Vocklabruck o en quedarse allí en Oberndorf. ¿Bajarlo a la fuerza con mi lumbalgia? ¿No daba ya lo mismo si volvía ese día o al día siguiente?

Apenas tenga delante el portal de la residencia geriátrica, pensé, ya está. Un edificio antiguo al que un arquitecto le había agregado balcones dispuestos en diagonal, con uno de sus ángulos sobresaliendo del edificio y un techo colgante plano de plexiglás sostenido por caños de hierro laqueados color rojo cereza. A primera vista daba la sensación de un edificio moderno. Los sábados, en algunos de los balcones, se veía a mujeres sentadas con abrigos de invierno y pañuelos en la cabeza. Yo me imaginé: voy con el auto hasta la entrada, lo siento a Windisch en una silla de ruedas, lo entro al hall o —si aparece alguien del personal— me despido rápidamente y lo dejo en el camino pavimentado que hay delante de la entrada.

"Esta tarde lo llevo a la residencia", dije mientras lo conducía de regreso al dormitorio.

"Yo pensaba que estaba interesado en Rosemeyer...", dijo él una vez que ya lo había pasado de la silla de ruedas a la cama.

"¿Qué es lo que quiere escribir sobre mí? Tenemos que limitarnos a unas pocas preguntas. Y usted tiene que buscar mis cosas. Sin los planos de mis diseños, sin mis cálculos no puedo explicarle de qué se trataba. Siempre que me preguntaban, respondía: Dibujo curvas de elevación de válvulas. Punto muerto superior, punto muerto inferior, ese es mi oficio... ¿Podría

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afeitarme después? Ahora necesito dormir..." Se pasó la mano por la barba crecida.

"No sé si en el baño hay una máquina de afeitar." Se oyó la bocina de un autobús, pensé que probablemente

venía del estacionamiento que había delante de la capilla Noche de Paz.

"¿Por qué se rasuró la barba?", preguntó Windisch. Yo le había llevado un ejemplar de la Rennsport—Woche donde había un artículo mío sobre el Grand Prix de Monte Carlo. Encabezando la página con mi nota, una pequeña foto mía. Por nada del mundo tenía que olvidarme la revista allí.

Él debería hablar, pensé, ¡y el que habla más soy yo! Mientras cocinaba, una y otra vez me había escabullido

hasta el cuarto que estaba al final del corredor; lo primero que había hecho era abrir una ventana que daba al jardín. La mitad de la habitación estaba llena de altos armarios, sillas, un sofá, todo amontonado. Una alta cama de madera, un inflado edredón de plumas de tela basta. En los alféizares, entre las dos ventanas de doble vidrio, cientos de moscas muertas; en la pared, grabados con motivos del Lago de Garda; en un rinconero vitrina, botellas de licor, delicadas tazas de té chinas; colgado en la pared entre ambas ventanas, un viejo calendario de Bosch abierto en el mes de julio y con una fotografía en sepia de la montaña Zugspitze.

Revisando las tres maletas que estaban en el piso encontré el libro Tras los rugientes motores de Ludwig Sebastian, y cuando empecé a hojearlo, descubrí allí una fotografía que recordé que ya había visto en uno de los paneles en el Museo Tazio Nuvolari: el coche de carrera temporada 1938 de Auto Unión con Nuvolari al volante. Tras perder a Rosemeyer, su mejor piloto, Auto Unión había contratado al italiano. Recordé entonces otra fotografía que había visto en el museo de Mantua en tamaño afiche: Nürburgring, 1934: Hitler, rodeado de una masa de gente, felicita a Nuvolari que ha ganado con un Alfa Romeo. El rostro avinagrado de Hitler, el brazo en alto de Nuvolari... Y de pronto, en cuclillas ante ambas maletas abiertas, me volvieron a la mente recuerdos de Mantua, de la discusión con Mitsuko.

Mientras el viejo duerme, pensé, seguiré buscando documentos sobre Auto Unión y Rosemeyer. Si no deja que lo lleve hoy, ¡que se pudra aquí! Si encuentro algo útil, me lo llevo. Una vez que el ingeniero regresara a la residencia, seguramente ya no volvería nunca más allí. Un día moriría, la propiedad se

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vendería y echarían a la basura sus cosas. ¿Habría redactado un testamento? A Mitsuko le diría que el anciano me había dejado todo. Recordé cuando era niño y a veces estaba sentado en el regazo de mi abuelo frente al escritorio y él me dejaba que tipeara en la máquina de escribir.

Windisch se había despertado. Le pregunté si quería que hiciera café y si podía encender la calefacción y cómo se hacía.

"¿Tiene frío?" Windisch se había incorporado en la cama, el colchón se

hundía bajo su peso. Me devolvió la fotografía; ahora estaba un poco arrugada, había quedado debajo del cobertor. La bata azul marino con la que por lo visto había dormido se le había corrido, el cinturón se le había soltado, yo me esforcé por no mirar los desnudos muslos fuertemente velludos de Windisch.

"El televisor aún está registrado, lo pago por débito automático de la cuenta que tengo en el banco de Laufen. Es que aún tengo ingresos", dijo pícaro, "por el pago de derechos por algunas patentes, ¡pero no diga nada!".

Me dijo que mirara por la ventana. Del otro lado del puente estaba Baviera. Veinte metros más allá del taller mecánico comenzaba el terraplén por el que corría el paseo que iba bordeando la orilla del río Salzach, estábamos cerca de la frontera.

"Ya sé", dije. De niño, una vez había hecho una excursión con mis padres, un peregrinaje a Maria Bühl. Almuerzo de domingo en la cervecería, luego la subida al santuario y por la tarde refresco y bocadillos de salchicha en la casa de una tía que se había casado con un carnicero de Ach an der Salzach.

La posada de la cervecería lamentablemente ya no era la misma, dijo Windisch, no se podía comparar con lo que había sido antes, estaba venida abajo como tantas otras cosas. Yo me imaginé que antes de la caída el anciano habría pasado la mayor parte de su tiempo allí frente al televisor, recostado en su sillón extensible. Después de la comida prepararía un café bien fuerte para que permaneciera despierto y yo pudiera aprovechar para hacerla hablar.

"Mi hermano era un playboy", dijo Windisch y rió. "En un año destruyó dos Porsche. Cuando ocurrió la desgracia de su hija Anna, comenzó a beber, casi se convirtió en un borracho y dejó que el taller se viniera abajo. A mí también me afectó mucho, aunque yo veía a la niña muy raramente, la última vez fue en

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1948 cuando pasé unos días en Oberndorf. No llegó siquiera a cumplir los dieciséis años. Estaba ayudando en el taller, sacando gasolina de un tanque con una manguera como a menudo había visto que hacían los mecánicos, no prestó atención y del miedo se tragó todo lo que tenía en la boca. Sufrió casi todo un año hasta que falleció."

Extendí sobre la mesa de la cocina un par de fotografías que había hallado en la habitación contigua y pensé cómo podría llevarlas abajo sin llamar la atención. Aparte de eso no había encontrado nada; en los estantes de libros, ninguno sobre el automovilismo en los años treinta.

Parece que una hora por día, por la tarde, el anciano se pone conversador, pensé. No tengo que dejar pasar esa hora, por esa hora tengo que sacrificar cinco o más.

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¿Usted es de Vöklamarkt? Durante la guerra yo iba a menudo a Vocklabruck, por lo general al cine. Era un adicto a las películas; a veces también iba al cine a Vöcklamarkt.

En el hospital de Vocklabruck estuve internado, semanas, pero, como usted sabe, el hospital está en las afueras de la ciudad, o por lo menos antes de la guerra estaba en las afueras de la ciudad. Un par de meses después de la tragedia de Zipf, la explosión en la que murieron más de veinte personas, cuando volví de Dresde de mi licencia por convalecencia, viajé en tren de Zipf a Vocklabruck y visité las tumbas de mis colegas.

En Zipf no tenía auto, igual no hubiera podido usarlo; desde 1940, salvo para el ejército, sólo había gasolina con cartilla de racionamiento. Algunos reformaban sus autos y los convertían en "carburadores a leña", quiere decir que en la parte posterior del coche se instalaba un monstruo de una caldera a gas (ninguna carrocería actual lo soportaría); era un tonto invento que venía de Inglaterra, pero con todo, tras laboriosos preparativos antes de cada viaje y tras cargar una gran cantidad de leña de madera dura cortada pequeña, la gente podía andar a sesenta kilómetros por hora. En aquella época comencé a salir a caminar, algo que nunca en mi vida había hecho. Andaba por los senderos que cruzaban los campos y por el bosque que había en los alrededores de Zipf, la mayoría de las veces solo. Cuando usted pasa seis días por semana en un túnel bajo tierra, aprende a valorar el aire libre. Aparte, por lo menos los domingos, yo quería alejarme de la esfera de influencia de los guardianes; al cabo de un par de semanas me di cuenta de que aquello era imposible, los funcionarios de la Gestapo sabían siempre exactamente dónde estaba y registraban cuando hablaba con un campesino. En más de una oportunidad noté que por detrás de un árbol o por la ventana del edificio anexo de la fábrica de cerveza había unos prismáticos dirigidos hacia mí. Dos veces me advirtieron que no hablara con la gente del lugar, aunque con los lugareños yo nunca hablé más que sobre el tiempo.

La fábrica estaba vigilada por la Wehrmacht; el campo de concentración, al que, como quizás sepa, habían llevado prisioneros de Wiener Neustadt y de Mathausen, por las SS. A su vez los hombres de las SS eran vigilados por la Gestapo y luego aparentemente había otro servicio secreto especial más de la Wehrmacht. Tras los bombardeos en Wiener Neustadt y Peenemünde nuestro trabajo en la fábrica Schlier —en el banco

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de prueba de los motores de los cohetes V2 y en la planta de producción del combustible para los cohetes— fue declarado de vital importancia para la guerra. Un punto problemático en el programa de cohetes de la Wehrmacht era la producción de oxígeno líquido. Zipf no quedaba lejos del nudo ferroviario de Attnang—Puchheim. Durante el verano y el otoño de 1943 la Air Force bombardeó la fábrica Rax de Wiener Neustadt adonde me habían destinado originalmente. Para aquella época yo me estaba formando en la que se denominó fábrica Mittelbau, una antigua mina ubicada cerca de Nordhausen en Turingia; yo trabajaba en una galería subterránea ocupándome entre otras cosas del calibraje de piezas para los motores de cohete de los V2. A partir de mayo de 1944 me hubiera tocado hacer la misma tarea en la fábrica Rax. Tras los bombardeos en Peenemünde y Wiener Neustadt se dispuso que el montaje de los aparatos y los bancos de ensayo se trasladaran a sitios a prueba de bombardeos.

A fines de febrero, un par de días antes de la fecha en que debía entrar en funcionamiento el banco de ensayo en Schlier —oculto en el bosque, en la colina ubicada sobre las galerías subterráneas de la fábrica de cerveza; visto desde afuera, un gigantesco bloque de cemento— en una de las galerías se produjo una fuerte explosión que provocó la muerte de quince o dieciséis operarios e ingenieros. Todavía estaban soldando, cuando se produjo un derrame de la mezcla de combustible de uno de los motores. Afortunadamente yo en ese instante me encontraba arriba, en el bosque, en el Monte Saurüssel,5 como le decían los lugareños, donde estaba el búnker de pruebas, ocupado con instalaciones que debíamos hacer en la recién terminada barraca nueva donde se efectuaba la evaluación de los resultados de las pruebas de los motores. Se sospechó que aquel había sido un acto de sabotaje perpetrado por un trabajador yugoslavo o polaco del campo de trabajos forzados; en aquel momento aún había prisioneros trabajando en las galerías subterráneas y en la colina. No sé si la desgracia se produjo por negligencia o si fue un atentado; probablemente con encender un fósforo hubiera bastado. Dicen que poco tiempo después a ese prisionero lo torturaron en Mauthausen hasta matarlo. ¡Mi Dios, cómo nos congelábamos en la barraca pese a la pequeña salamandra!; pero yo a esa altura ya era consciente de la situación en el campo de 5 Es una expresión que se usa popularmente para referirse a "nariz" con una connotación despectiva [N. de la T.].

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concentración y, comparado con los prisioneros del campo, los ingenieros llevábamos una vida de príncipes en Zipf: alojamiento calefaccionado en el edificio de la cervecería o en casas de los lugareños en el mismo pueblo o en los alrededores de este o en granjas; teníamos qué comer, después del trabajo podíamos movernos bastante libremente. Cuántas veces fui andando por el camino de grava que iba hasta Timelkan bordeando ese tendido de 110 kilovatios que habían instalado prisioneros de guerra italianos desde la central energética de vapor Timelkan hasta Zipf, con postes bajos que asemejaban horcas, a tal punto que los lugareños lo llamaban el tendido de la horca.

Para producir el oxígeno líquido para los motores de los cohetes, como se imaginará, se requerían grandes cantidades de energía eléctrica. Solía suceder que alguna campesina que no prestaba atención mientras cargaba el heno en el tractor tocaba con la vara que sostenía el heno el tendido eléctrico. Este era tan poco llamativo que el reconocimiento aéreo inglés no lo notó. Cerca de Zipf se incautó una gran pradera y allí se instaló la caseta de un transformador, con gruesas paredes de hormigón. Sobre ese búnker de hormigón colocaron una armadura y sobre esta, un techo; en los muros pintaron ventanas. Visto desde el aire el edificio parecía una granja. Cuando llegué allí por primera vez una tarde de febrero aquel parecía un pueblo fantasma, la mayoría de las casas estaban pintadas con una pintura de camuflaje color gris negruzca. Con los lugareños no se podía hablar. Cuando los hombres de las SS amenazaron a dos campesinas con enviarlas a Mauthausen, la gente de Zipf ya se abstuvo también de dejarles en algunos sitios ropa y comida a los prisioneros del campo de concentración; un par de detenciones en el pueblo consiguieron intimidarlos a todos por completo. El peor momento fue el invierno 1943—44 cuando los prisioneros levantaron la fábrica Schlier (oficialmente Sociedad de Explotación de Canteras S.L.): se ampliaron las galerías subterráneas de la cervecería, se excavaron nuevas en la colina; se abrió un hueco para un ascensor que subía y conectaba con la planta de ensayos que estaba ubicada en la cuesta del bosque y también se construyeron varios búnkers.

Antes de probar las cámaras de combustión de los motores, los tubos, como les decíamos nosotros en el banco de ensayo, se los controlaba en la nave de montaje subterránea. Cuando llegué a Zipf en febrero después de pasar unos días con

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mi familia en Oberndorf, todas estas instalaciones ya estaban listas. Pero la explosión que mencioné retrasó el inicio de las pruebas de los cohetes, ya mí me volvieron a enviar por tres semanas a la fábrica Mittelwerk en Turingia para que me familiarizara con la máquina de expansión que, junto a los compresores, constituía parte del dispositivo para producir el oxígeno líquido y que no se lograba terminar de calibrar. Siete de los ingenieros y mecánicos de sistemas que se ocupaban del tema habían muerto en la explosión a fines de febrero; caídos por la Patria, como se decía.

Durante las primeras semanas no supe nada de las terribles condiciones en las que se vivía en el campo de concentración, cuyas barracas habían sido levantadas por los mismos prisioneros en un prado que había detrás de la cervecería, bordeando la carretera a Frankenburg. Después de la guerra leí que en aquel invierno en la construcción de la fábrica de armamento Schlier en Zipf habían muerto más de quinientos prisioneros, en parte también en Mauthausen adonde habían sido llevados en estado grave.

Naturalmente yo había leído los libros de Hermann Oberth. Pero obviamente en el momento en que lo hice jamás hubiera imaginado que algún día trabajaría con su hija. Obviamente de joven me habían interesado las tempranas pruebas realizadas por Max Valier, quien alrededor de 1930 había construido un coche de carrera propulsado por cohetes. Había visto la película La muja en la luna y sabía quién era Wernher von Braun. Él, sin embargo, no reaccionó cuando me presentaron junto con otros ingenieros en Nordhausen y yo le dije mi nombre; probablemente no le interesaba el automovilismo. A partir de 1933 ya no se supo casi nada más sobre el desarrollo de cohetes con combustible líquido. La Wehrmacht había incorporado a los ingenieros pertinentes y se había hecho cargo de las plantas de ensayos, aunque para Hitler, así me comentó un colega durante mi etapa preparatoria en Nordhausen, aquello era algo que no tenía ningún valor, una locura inútil, dicen que dijo alguna vez. Recién a fines de 1942, después del exitoso lanzamiento de un V2 en Peenemünde, el cual cayó tal como estaba previsto en el Mar Báltico, a una distancia de casi doscientos kilómetros, cambió de opinión y entonces los trabajos de desarrollo que se realizaban en Peenemünde fueron declarados de máxima prioridad. A propósito, sobre Peenemünde recién me enteré más en detalle después de

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1945. Puede ser que en Mittelwerk y en Schlier se hablara de Peenemünde: que Wernher von Braun trabajaba allí, que se fabricaban cohetes, las llamadas armas de represalia, pero yo no sabía de qué se trataba concretamente. Durante el verano de 1943 tanto la planta de Peenemünde como las viviendas de los empleados y de los prisioneros sufrieron bombardeos nocturnos por parte de la fuerza aérea inglesa, se dice que fueron más de seiscientos bombarderos. La mayor parte de los impactos fueron en las barracas de los trabajadores forzados rusos y polacos y en el sector de las viviendas de los ingenieros y los científicos. Dicen que las naves de montaje y los bancos de ensayo sufrieron daños menores. Al parecer los ingleses no sospechaban en lo más mínimo que cuando habían bombardeado la fábrica de aviones en Wiener Neustadt también habían destruido una planta donde se fabricaban cohetes para el ejército, cohetes que un año más tarde se lanzarían contra Londres e Ipswich.

En Mittelwerk un ingeniero austríaco me contó que él había formado parte de una delegación que en septiembre de 1943 había emprendido un viaje exploratorio por el Ostmark.6

Pero ya antes de partir estaba decidido que en Zipf (fábrica Schlier) y en Ebensee (fábrica Zement) se utilizarían las galerías subterráneas existentes para instalar plantas de fabricación de cohetes. No habían encontrado otras galerías subterráneas, cuevas o minas adecuadas que estuvieran fuera de funcionamiento y que se hallaran cerca de una conexión ferroviaria.

Es increíble lo poco que sabía la gente de Zipf y de los pueblos de los alrededores sobre la fábrica de armamento. La dirección de la fábrica había hecho difundir la información de que tanto los prisioneros del campo de concentración como también los ingenieros y todos los demás empleados de la planta se encontraban en Zipf para su restablecimiento y reposo. Todos los días mandaban a pasear a grupos de prisioneros del campo de concentración por caminos preestablecidos y seguidos disimuladamente por sus guardias SS vestidos de civil. Durante mis paseos me crucé con esos grupos de treinta a cuarenta personas, hombres demacrados, aunque para ello se elegían los prisioneros que se encontraban más o menos en buenas condiciones. Y así fue como una noche en la casa de la familia 6 Ostmark (Frontera del Este) fue la denominación que recibió Austria tras ser anexionada por la Alemania nazi en 1938 [N. de la T.].

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Kinast una pariente de la dueña de casa me preguntó de qué lesión me estaba restableciendo allí en Zipf. Sólo durante mis paseos vi cada tanto a prisioneros del campo de concentración; en la fábrica los ingenieros y los técnicos no teníamos ningún tipo de contacto con ellos; a partir de la primavera, una vez completada la instalación de la fábrica, ya permanecieron casi invisibles. A diferencia de lo que sucedía en Mittelwerk donde, en largas mesas ubicadas en galerías subterránes y bajo malas condiciones lumínicas, los técnicos civiles del Ejército y los científicos de la industria privada trabajaban en forma conjunta con prisioneros del campo de concentración Dora en la fabricación de piezas para los cohetes. El aire en las galerías que estaban más al fondo era tan sofocante que me contaron que prisioneros que pernoctaban en dormitorios subterráneos murieron asfixiados.

Yo percibí que mis anfitriones, los Kinast, que hasta ese momento nunca me habían preguntado nada sobre mi actividad en Zipf, cuando comenzaron aquellas pruebas de los motores tan inquietantes para ellos, hubieran deseado hablar conmigo sobre el tema. Los campesinos que segaban o volteaban el heno en los prados de las laderas de enfrente veían lo que sucedía allí, además el ruido no se podía obviar. La locomotora llamaban los lugareños a ese puf puf que comenzaba tras una estridente señal sonora. Estas pruebas de presión en las que en el banco de ensayo de hormigón del motor del cohete salía disparada una Rama de fuego se podían oír en veinte kilómetros a la redonda. Los árboles de los alrededores se doblaban, a veces gruesos troncos de abetos se partían, pájaros caían desplomándose al suelo. Al principio se hacían cuatro pruebas de este tipo por día.

Al comienzo obviamente sentí que era una desconsideración que me hubieran enviado a trabajar a Zipf. Con los conocimientos que tenía en construcción de motores, en Zipf me hacían ocupar del mantenimiento y la reparación de las máquinas de la planta subterránea donde se producía el combustible, máquinas que constantemente tenían desperfectos y que hacían que hubiera que interrumpir todo el proceso. Se puede imaginar cómo me sentía. Por otro lado tenía que aceptar que como ingeniero tenía un puesto privilegiado. En Dresde, en la Escuela Técnica Superior, casi todos los días había escuchado contar historias de colegas o de hijos de colegas que no habían regresado nunca más de algún frente en Rusia. Como en principio

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los problemas con la máquina de expansión parecían no tener solución —la constante rotura de los pistones hacía que el cigüeñal no generara un movimiento circular provocando a su vez problemas de lubricación en los rodamientos— yo me hacía pasar por más tonto de lo que era. Volver a construir la máquina de cero era algo que se descartaba totalmente, el mismo modelo había funcionado perfectamente en la fábrica Rax en Wiener Neustadt; yo propuse revisar la colocación de la máquina y la base sobre la que se hallaba ubicada en la galería subterránea.

Al principio yo tenía un pequeño apartamento en el edificio de la cervecería, la que había sido confiscada parcialmente. No es que tuviera nada que ocultar, pero no obstante me molestaba que vigilaran cada uno de mis pasos en mi tiempo libre. Al cabo de un par de semanas necesitaron el apartamento para un prominente químico de Múnich y a mí me asignaron un cuarto en una casa particular que quedaba sobre el camino que iba a la estación de Redl—Zipf y en la cual, un par de semanas luego de que yo me mudara allí, también alojaron a Hermann Petzold, mi colega del Departamento de Pruebas en Zwickau. "Eje oscilante—Hermann" lo llamaban los demás. Era oriundo de Viena, durante la guerra había trabajado con el profesor Porsche en la fabricación de su tanque Maus, lo que casi le había costado la vida. En una prueba en un terreno escarpado se había producido un derrame del tanque de gasolina, había caído combustible sobre los tubos de escape calientes y en un instante el interior del tanque ardió en llamas. Petzold sufrió graves quemaduras y pasó muchos meses en hospitales antes de que lo convocaran para trabajar en Zipf. Después del bombardeo en Wiener Neustadt y de la misteriosa explosión en la fábrica Schlier en febrero de 1944, en la planta ya no se admitieron más ingenieros extranjeros salidos de las filas de los prisioneros de guerra. Aunque pronto Petzold formó parte del equipo directivo a cargo de las pruebas de presión de los motores, se le permitió, como a mí, alojarse fuera de la fábrica; se lo consideraba cien por ciento leal. A menudo nos encontrábamos en el desayuno, durante meses de lo único que hablamos fue del tiempo o en general sobre el curso de la guerra, o sobre películas que queríamos ver en los cines de Vöcklamarkt o Vocklabruck. Después comenzamos a jugar al ajedrez y lentamente fuimos tomando confianza el uno en el otro, salíamos a dar paseos, hablábamos de nuestros problemas en la fábrica. Una y otra vez volvía a contarme sobre su trabajo con el profesor Porsche en los

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proyectos de los tanques, sobre todo sobre el proyecto Tigery sobre el Maus, ese monstruo de ciento noventa toneladas que se construyó en Berlín. Ya sólo la torreta pesaba unas cincuenta toneladas. Como hubiera destruido cualquier carretera, se tuvo que diseñar un transporte ferroviario especial para trasladar el prototipo a Boblingen donde se hacían los recorridos de prueba, y donde durante una de aquellas pruebas se produjo el incendio que mencioné antes.

En el verano de 1944, cuando llegó Kiefer, el nuevo director, un protegido de Rickhey, el director de Mittelwerk, ya Petzold no temía más confiar en mí. Me contó que obviamente ante la presión de arriba, de Mittelwerk y Peenemünde, el nuevo había ordenado que se aumentaran las cuotas de producción de modo tal que, de allí en adelante, iba a haber que hacer entre doce y catorce pruebas de presión por día, algo totalmente imposible, dijo Petzold una noche que salimos a dar un paseo, Mittelwerk y Breslau no podrían llegar a proveer en absoluto de los motores suficientes. Y yo le conté sobre las terribles condiciones que se vivían en aquellas galerías subterráneas que apestaban a alcohol, sobre las tuberías averiadas y los deficientes arreglos de los compresores que se realizaban en la planta Hermann Goring de Linz; y que a veces estaba tan abombado por el efecto de los vapores que había en la galería que no podía concentrarme en el trabajo. También le conté que un colega mío había dicho que en una de las galerías del fondo había almacenadas gigantescas cantidades de explosivos. Una vez que yo estaba dibujando en un papel unas curvas de elevación de válvulas, unas curvas que se superponían, Petzold dijo que eso eran pechos de mujeres recostadas y entonces yo le repliqué: "¡No puedes pensar en otra cosa!".

Mi querido joven: ¿Qué hubiera debido hacer el doctor Porsche? ¿Negarse a poner sus conocimientos técnicos al servicio de la Wehrmacht? Como fuera, desde 1939 ya no había más ni automovilismo ni pruebas por el récord mundial de velocidad.

Lo más impresionante que viví durante el tiempo en el que me alojé en el edificio de la cervecería fue la alarma de la Gestapo, eran disparos de ametralladora sin fin que significaban que había desaparecido algún prisionero del campo de concentración, que había huido, por lo general al bosque... ¿Aún queda café en la cafetera? Una vez íbamos paseando con Petzold, bordeando el arroyo de Redl, cuando nos cruzamos con un

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ciclista. Al cabo de un rato me volví, el ciclista había dado la vuelta y se había detenido, desde su bicicleta nos observaba con unos prismáticos, pero en ese mismo instante dejó de hacerlo y se puso a mirar el paisaje.

Zipf… ¿Alguna vez estuvo en Zipf? El pueblo debe haber cambiado, como todo. La última vez que estuve allí fue en 1955. Después de la guerra, a la fábrica de cerveza le llevó unos cuantos años hasta que volvió a funcionar en forma total. Hubo que volver a poner en condiciones los sótanos en parte destruidos o modificados. Siempre me gustó esa cerveza, con su regusto amargo. En 1944 y 1945, a nosotros, los técnicos de la planta Schlier, hasta nos daban una pequeña ración; cerveza de la fuerza aérea la llamaban, una cerveza un poco más fuerte.

Zipf... En las primeras semanas luego de mi incorporación a la planta Schlier tres veces le pedí al director de la empresa que me trasladara a trabajar con el grupo de ingenieros que estaba a cargo de las pruebas de los motores de los cohetes. En realidad después de la explosión de febrero, la cual postergó semanas el inicio de las pruebas, estaban dedicados temporariamente a ver el sistema de la zona de pruebas, los distintos aparatos y sobre todo las tuberías de combustible y oxígeno que subían desde la galería principal hasta el búnker de pruebas. El jefe de ingenieros Breuer me consoló: si la máquina de expansión y los compresores funcionaban a la perfección y yo entrenaba a los mecánicos de sistemas como correspondía, ya vería qué podía hacer. Dos semanas más tarde me nombraron Jefe de Mecánicos de la Planta de Oxígeno Líquido.

Más tarde, después de la terrible explosión, una y otra vez me pregunté: ¿Qué hubiera pasado si el veintinueve de agosto me hubiera tocado estar de servicio en aquella instalación en la galería principal? Hubiera muerto carbonizado en ese infierno de fuego. Aunque desde mediados de agosto trabajábamos en turnos, no habíamos conseguido alcanzar la cifra diaria de doce a catorce pruebas de motores que había ordenado el nuevo jefe Erik Kiefer. Sobre todo Wernher von Braun y el General de las SS Hans Kammler, que ahora era el comandante en jefe del programa de cohetes, eran los que presionaban para que impulsáramos la producción. Lo que yo en ese momento no sabía era que incluso había planes secretos para atacar con cohetes de largo alcance la ciudad de Nueva York. Las pruebas de los motores no eran el problema, arriba en el banco de ensayo

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estaba todo perfectamente dispuesto y organizado, sin inconveniente hubiéramos podido realizar diez pruebas diarias, pero en las galerías de montaje, donde, antes de efectuar la prueba de presión, se controlaban las cámaras de combustión que nos enviaban, teníamos demasiado pocos ingenieros y mecánicos y siempre pasaba que las tuberías comenzaban a perder o estallaban, lo que hacía que se retrasara toda la serie de pruebas. Desde la explosión de febrero ya no se admitió más mano de obra extranjera en las galerías, en su lugar se buscó a técnicos inválidos de las formaciones de la Wehrmacht o del cuerpo de combate de las SS. Las cámaras de combustión que nos llegaban de Peenemünde y de Mittelwerk en su mayor parte no tenían ningún defecto. Los daños se producían con el transporte, por lo general eran caños de bronce que llegaban doblados o aplastados. Pero los tubos que se fabricaban en Linke—Hoffmann en Breslau esos sí a menudo eran defectuosos, había que recortar las roscas de empalme de la cabeza de la cámara de combustión, había que volver a limar las bridas de las tuberías para escape de vapor. Cada pieza llevaba una marca de sello, un número de cuatro cifras, y uno podía saber en qué planta había sido fabricada.

A partir de julio me hubieran tocado cuatro días de vacaciones. Yo tenía planeado ir a Dresde, el sólo pensar en ello hacía que me fuera más fácil tolerar muchas cosas en Schlier. Mi apartamento, mis libros, mi Horch que había dejado en un garaje. Mis amigos cumpliendo servicio en algún sitio. La atmósfera en la ciudad estaría apagada, los teatros, cerrados, pero aún seguirían allí —así me lo imaginaba— los elegantes cafés, las calles y las plazas... Fui postergando mis vacaciones, porque los dueños de la casa donde me alojaba decían siempre que pronto volvería Friedl, su hija, cuya habitación yo ocupaba. Ella era cocinera en el hospital de Vocklabruck, siempre le corrían la fecha de vacaciones. Yo quería conocerla a toda costa. A través de sus cosas, básicamente un par de libros y revistas y una carpeta con imágenes (recortadas de revistas de arte) que estaban en una pequeña cómoda que había quedado junto a un armario, yo me había hecho una imagen de esta joven mujer, pero básicamente había sido a partir de una fotografía suya que estaba enmarcada y colgada junto a la del Führer en la sala donde tomábamos el desayuno y la cena. ¿Puede usted imaginarse enamorarse de una mujer sólo por una fotografía? Lo que más me había causado

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impresión era un libro bastante gastado con dibujos de Leonardo da Vinci. Hasta aquel momento yo no había tomado conciencia de que Leonardo también había sido un grandioso científico e inventor, un ingeniero, de algún modo un colega; su Mona Lisa nunca me había impresionado demasiado, pero sus bocetos de diseños de aparatos y máquinas me resultaron fascinantes. Así pues, yo iba postergando mis vacaciones y a veces como al pasar le preguntaba a la señora Kinast cuando me servía el desayuno: "¿Y cuándo viene Friedl?"

¿Sabe cómo huele cerca de una fábrica de cerveza? El olor del bagazo, de la malta cocida hasta a un amante de la cerveza le resulta desagradable. En Zipf, durante la guerra, no me molestó ese olor, en realidad la producción de cerveza estaba bastante reducida. Pero el hedor del aguardiente de papa en las galerías subterráneas de la fábrica Schlier me resultaba insoportable. Cuando la planta estaba en funcionamiento, las pesadas máquinas compresoras producían de cinco a seis toneladas de oxígeno líquido por hora. Para las pruebas de los motores además necesitábamos grandes cantidades de alcohol etílico. En las cabezas de los motores se inyectaba a alta presión una mezcla del producto A, como lo denominábamos, el oxígeno líquido, el oxidante, y el producto B, una mezcla de alcohol y agua. Las instalaciones funcionaban continuamente durante tres semanas, luego se hacía una pausa de tres a cuatro días para descongelar las máquinas; la temperatura extremadamente baja del oxígeno líquido, ciento ochenta grados bajo cero, provocaba el congelamiento de válvulas y tuberías. Tres cuartas partes del oxígeno líquido que se producía en Schlier se enviaba en vagones especiales a los diversos puntos de lanzamiento de cohetes ubicados en Normandía, en Bélgica y en Polonia, y obviamente también a Peenemünde. Los problemas que provocaban las extremas temperaturas del oxígeno líquido en las tuberías en las que se transportaba el producto A hasta el punto de llenado junto a las vías, y sobre todo en las tuberías que subían al búnker de pruebas, jamás pudimos solucionarlos en Zipf. En primer lugar yo no era la persona indicada para ello, en segundo lugar, los directivos no escuchaban a los jefes de ingenieros, quienes, en una demostración de gran coraje y tras un par de explosiones que hubo a partir de julio de 1944, incluso habían llegado a proponer

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un cierre temporario de la planta, pero sus superiores de Minelwerk y Peenemünde los presionaron para que continuaran.

A mí me interesaba el sistema de inyección de los cohetes, me hubiera gustado adquirir más experiencia en ese tema. Obviamente el sistema que había en el búnker de pruebas no era exactamente igual al sistema de inyección que tenían los cohetes y que se montaba a través del motor. Piense que el V2 tenía un diámetro máximo de aproximadamente un metro y medio; dentro de ese tubo —de un modo no muy diferente a lo que sucedía con la carrocería de un coche del Grand Prix— había que meter todo lo necesario. En las galerías de la fábrica Mittelwerk yo había visto, colocados sobre soportes sobre rieles, cohetes sin la cubierta de chapa. La forma en que se debían adecuar a ese limitado espacio los diversos componentes y los diferentes tubos me recordaba cuando una vez la dueña de la casa donde me alojaba en Dresde me había pedido que la ayudara a cambiar de maceta un enorme rododendro; cuando sacamos la tierra y las raíces de la maceta que ya había quedado demasiado pequeña, quedé asombrado al ver de qué modo tan perfecto se habían adaptado las raíces al limitado espacio curvo de la maceta... El potente generador del V2, que tenía un rendimiento de aproximadamente quinientos mil caballos de fuerza, me impresionaba mucho y a la tardecita, cuando iba de regreso a mi casa, a veces jugaba con la idea de un motor de coches de carrera a reacción. Si me hubieran ofrecido la oportunidad de formarme y me hubieran permitido dedicarme al tema, seguramente hubiera podido aportar algo para el perfeccionamiento del motor o de la unidad de inyección de combustible. A veces en Zipf en aquellas hediondas galerías subterráneas me imaginé que después de la guerra podría dedicarme al desarrollo de cohetes. El potencial del motor Otto, así me parecía, prácticamente había llegado a su fin.

Durante mis paseos por los alrededores de Zipf, en mis horas libres, empero, y a diferencia de lo que había sido antes de la guerra, yo pensaba más en mujeres, en las bonitas jóvenes ayudantes de laboratorio que evaluaban los resultados de las pruebas de los motores y a las que por lo general yo sólo veía de lejos. Ahora que me había aclimatado a la vida en Zipf, tenía la esperanza de encontrarme alguna vez con aquellas muchachas que se movían por el predio de la fábrica o por la calle casi siempre en grupos de tres o cuatro, en el hall del cine de

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Vöcklabruck. Yo ya promediaba los cuarenta, mis cabellos se teñían de gris y me di cuenta de que estaba descuidando mi aspecto. Las tardes que tenía libres por lo general iba en bicicleta a Vöcklabruck con algún colega. ¡Cuántas películas de Zarah Leander, Brigitte Horney, Marianne Hoppe, Paul Dahlke, Paula Wessely, etcétera vi en aquella época tres o cuatro veces! También en Zipf había un pequeño cine; casi sólo iban hombres uniformados de la Wehrmachty de las SS. En una oportunidad, en el cine de Vöcklabruck estaba anunciada una película del año 1938 o 1939 que yo ya había visto en Dresde, una historia de pilotos de carreras para la que habían utilizado imágenes tomadas en Nürburgring. El equipo de filmación también había filmado nuestros boxes, pero en la película que, al menos en lo que hacía a las carreras de automovilismo, tenía un carácter absolutamente diletante, no mostraban nada de aquello.

"¿Sabes que hace poco trasladaron a la hija de Hermann Oberth de Wiener Neustadt a Zipf?", me preguntó en un cambio de turno un colega cuyo nombre ya no recuerdo y que también había venido de la fábrica Rax. y luego, cuando, en ocasión de una visita de Heinrich Himmler, todo el personal de la fábrica Schlier se formó en el patio de la cervecería, me mostró quién era, una alegre muchacha algo regordeta de guardapolvo blanco, y, tras el saludo y el breve discurso, cuando cada uno fue por su lado, me la presentó. Ella subió en el montacargas junto con dos colegas que cumplían servicio en la barraca que había arriba en el bosque, cerca del búnker de pruebas, analizando los diagramas resultantes. Ese montacargas se utilizaba para subir al búnker los motores de los cohetes, que pesaban media tonelada. Yo, como todos los que no estaban directamente relacionados con las pruebas de motores, tenía prohibido el acceso al montacargas. Nosotros nos habíamos ido con las muchachas a la galería de entrada; entre ellas siempre reinaba un clima jocoso y fuera de la planta las colegas femeninas siempre eran muy abiertas y tenían buena predisposición hacia el flirteo, quizás para compensar con ello de algún modo lo espantoso de su actividad en las galerías subterráneas y en el banco de ensayo... Nos quedamos conversando brevemente en la intersección de las galerías sobre nuestros horarios de trabajo y Petzold, que se había unido al grupo, dijo que ojalá pronto nos encontráramos nuevamente los cinco en el cine; nosotros, les contó a las muchachas, íbamos como fuera dos, tres veces por semana al cine, era la única

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oportunidad de entretenimiento que había en todo a la redonda. Yo luego me fui solo, debía andar unos cien metros hasta mi oficina que era como yo llamaba a esa celda con un banco de trabajo y un escritorio. Era un corto túnel lateral que había en la galería donde estaban las máquinas de expansión, de aproximadamente tres por cuatro metros; al principio me costó mucho acostumbrarme al aire asfixiante y a la escasa iluminación que había allí dentro.

Recuerdo cuando una vez, a poco de mi llegada a Zipf, una tardecita fui a la cervecería del pueblo, lo cual no nos estaba prohibido a los ingenieros, y bastó que entrara y me sentara a una mesa para que se hiciera silencio en la conversación de los parroquianos, la mayoría de ellos ancianos; recuerdo cómo se congeló el ambiente, el que ya de por sí no era demasiado alegre. Pronto comprendí que no podía ser de otra manera. La población de Zipf y sus alrededores era de hecho, como me quedó en dato recién después de terminada la guerra cuando vivía en Zipf, en su mayoría nacionalsocialista, pero no tenía mucho de qué alegrarse de esa fábrica de armamento que le habían plantado frente a sus narices. Habían debido desalojar casas y apartamentos para los ingenieros y los científicos. La patética imagen de los prisioneros del campo de concentración, la presencia de los miembros de la Wehrmacht, de los numerosos hombres de las SS y otros extraños, aproximadamente mil quinientos, que por las noches ocupaban las posadas, el secreto y los espías, el control de las calles de acceso por medio de la Wehrmacht, el vehículo del crematorio que aparecía casi todos los días para llevar a los prisioneros muertos a Mauthausen, todo aquello lo vivían seguramente como algo terriblemente amenazador, y a eso hay que agregarle el ruido de las máquinas, el ulular de las sirenas, las llamas y las sacudidas durante las pruebas de los cohetes...

Ilse Oberth sabía mucho más que evaluar resultados de mediciones: Hinrichs, el jefe de ingenieros del sistema de pruebas, hablaba maravillas de sus conocimientos sobre técnica de cohetes. A veces, cuando se detenía el funcionamiento del sistema de descongelación o cuando se producía algún defecto en alguna máquina y la cantidad de oxígeno líquido que quedaba era escasa —estaba establecido exactamente qué cantidades se enviaban y qué cantidades se utilizaban para las pruebas en Zipf—, ella me llamaba por encargo de Hinrichs y hablábamos sobre la nueva puesta en marcha del sistema, sobre el

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descongelamiento de válvulas congeladas o sobre diferentes medidas a tomar en caso de repentino congelamiento de algún sector de la instalación.

Yo me había imaginado de otra manera cómo conocería a Friedl. Como le dije antes, ella era cocinera en el hospital de Vocklabruck; también vivía allí, aproximadamente a unos doce kilómetros de Zipf; sólo iba a su casa cada tanto, cuando tenía un día de franco, y sólo por un par de horas, y aparentemente yo siempre estaba de servicio cuando ella iba a visitar a sus padres y sacaba algo del armario que estaba en el cuarto donde yo dormía; a Friedl, la única hija del matrimonio Kinast y que luego sería mi esposa, entre abril y agosto no la vi nunca; sólo su fotografía enmarcada en el comedor, con su vestido oscuro de cuello blanco, su cabello rubio ondeado, su sonrisa confiada. Leonardo da Vinci no tenía nada que ver con ella, el libro le había quedado de su hermano. Por lo visto aquel Alois Kinast había sido un pequeño genio. Entre otras cosas, supuestamente había construido una especie de bicicleta de madera inspirándose en un dibujo de Leonardo da Vinci que estaba en ese libro. Friedl me contó después que en ese momento tenía dieciocho años y que él mismo había construido la rueda, incluida la cadena; la cadena de madera no le había salido demasiado bien, al cabo de unos pocos giros se salía, si bien él, a diferencia de lo que se podía observar en los bocetos de Leonardo, había redondeado las ruedas dentadas en las que se encastraba. Finalmente había terminado destruyendo su obra en un arranque de ira. En 1941 lo habían llamado a filas, primero lo habían enviado a Francia y luego a... creo que a Bélgica o a Holanda. Él deseaba que lo enviaran a Italia, pero después de que una bala le perforara un pulmón y de un período de convalecencia lo habían enviado a África del Norte. Su última señal de vida había sido una carta datada en el verano de 1943.

A veces pensaba que me había enamorado de una persona que no conocía en absoluto sólo porque vivía en su habitación y me imaginaba qué podía sentir su ser, una mujer a la que, como yo creía, le interesaba el pensamiento de Leonardo da Vinci; a veces, mientras desayunaba y contemplaba su fotografía en la pared revestida de madera, me había imaginado besar esos labios carnosos. Pero en realidad yo estaba más apasionado por Ilse Oberth, hasta que en el verano, una noche cuando volvíamos en grupo de cuatro de Vöcklamarkt a Zipf (Petzold iba con una

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colega de ella), ella me contó que prácticamente estaba comprometida; su novio trabajaba en la fábrica Hermann Goring en Linz y ella ya había solicitado su traslado a esa ciudad. Los fines de semana a veces viajaba a Viena a casa de su hermana. Pese a todo en aquella época yo no perdí la esperanza de que Ilse Oberth y yo pudiéramos llegar a formar una pareja: en aquellos tiempos, pensaba probablemente, todo podía cambiar tan rápidamente, la gente desaparecía, moría en bombardeos. En la oscuridad del cine de Vöcklamarkt había dejado que tomara su mano. Una vez, después del cine en Vocklabruck, al despedirnos delante de la casa del peluquero donde ella tenía un cuarto, me había besado fugazmente. Estaba muy bella con su vaporoso y colorido vestido de verano. Ya no hacía más que pensar en curvas y cifras, había dicho camino a su casa; apenas concluida una prueba los ingenieros ya le arrancaban literalmente el protocolo de registro de las manos...

Fue bueno que, luego de la pequeña explosión en la que resulté gravemente herido, en el hospital de Vöcklabruck casi no me haya enterado de nada de la dimensión de la devastadora explosión del veintinueve de agosto. El atentado explosivo, un acto de sabotaje perpetrado por mi colega Hermann Petzold, no había provocado grandes daños en el sistema de producción de combustible. Se reparó la galería, el dispositivo, del cual igualmente una parte debía estar tres días inactiva para descongelamiento, y al cabo de dos días ya estaba funcionando de nuevo en forma total; sólo yo resulté afectado, durante meses no pude trabajar. Del accidente no tengo más que un breve recuerdo: yo yaciendo sobre una manta en el patio de la cervecería. Luego me trasladaron y me subieron a la parte trasera abierta de un camión militar mientras en ese mismo momento, a veinte metros de donde estaba yo, por las vías de la fábrica pasaban los vagones cisterna con oxígeno líquido y los vagones de carga en los que se enviaban los motores probados. Probablemente aún no se conocían detalles sobre la escala del atentado y se quería poner rápidamente en lugar seguro la carga que ya estaba lista para enviar. Algunos hombres de las SS iban corriendo, gritando algo, se oía el ulular de la sirena. Luego me debo haber vuelto a desmayar, pues mi siguiente recuerdo ya es en el hospital de Vöcklabruck. Allí me di cuenta de que al oír el estruendo y percibir el temblor, en lo primero que pensé fue en un terremoto o en una falla en una prueba de un motor que

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habría provocado una explosión. Al caer algunos ladrillos o una lámpara del techo de la galería me habían golpeado en la cabeza, luego se había derrumbado el andamio que esa mañana había usado un operario para soldar una cañería. Un tubo de acetileno o de oxígeno que cayó me aplastó el brazo. Luego supe que me habían rescatado bastante rápidamente dos operarios que se encontraban en la galería contigua y que habían resultado levemente heridos. Como el aire en las galerías estaba impregnado de alcohol, el fuego se expandió rápido como el rayo; en las galerías también había muchos grandes tanques de alcohol etílico. Pero, según me contaron después, rápidamente se consiguió apagar las llamas.

La pequeña explosión me salvó la vida, pues la gran explosión que se produjo cuatro días después mató a casi todos los que trabajaban en las galerías y en el banco de ensayo. Para llegar al exterior desde los lugares de trabajo ubicados en las galerías subterráneas había que hacer más de cien metros y desde las galerías posteriores el doble, eso no lo lograron ni siquiera los que salieron ilesos o los que sufrieron lesiones leves, y también en el banco de ensayo que estaba en la parte posterior del bosque y en las barracas que había al lado fueron muy pocos los que sobrevivieron. El único de mi sección que sobrevivió con lesiones leves fue el mecánico Kroiß, un lugareño. En el momento de la explosión se encontraba en la rampa de carga junto a las vías del tren supervisando la carga de una máquina de compresión defectuosa que había que enviar a Linz. La onda de presión generada por la explosión lo disparó contra un vagón de carga. Kroiß me visitó en el hospital de Vöcklabruck. Mi brazo derecho ya no se podía salvar. De los detalles sobre el impacto de la explosión me enteré recién después. Kroiß me contó entre otras cosas que no se pudo identificar el cuerpo de Petzold de entre todos los otros cuerpos reducidos y carbonizados y que hubo que rescatar a Ilse Oberth medio quemada de arriba de un abeto adonde la había lanzado la onda expansiva de la explosión. Un ingeniero que sobrevivió me relató más tarde que en el instante de la explosión Ilse Oberth se encontraba saliendo de la barraca donde trabajaba para dirigirse a la sala de medición del banco de ensayo para recoger los diagramas de curvas de la última prueba efectuada. La explosión fue tan tremenda que el

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temblor se sintió en cinco kilómetros a la redonda. Se rompieron vidrios, se desmoronaron fuentes, se rajaron muros. Una semana después del entierro de los, si mal no recuerdo, veinticinco muertos, en una de las galerías secundarias se hallaron todavía los restos de un cadáver carbonizado; era tan brutal la temperatura del aire en las galerías que los equipos de rescate recién pudieron ingresar dos o tres días después de la explosión. Se consultó al Comando en Jefe del Ejército tras lo cual presuntamente los restos mortales fueron enviados disimuladamente en un tonel de cerveza a Linz y de allí transportados a Mauthausen.

Aunque las paredes de hormigón de seis metros de espesor del búnker de pruebas sobrevivieron indemnes —lo único que se destruyó fue la pared frontal—, tras esta explosión ya no se realizaron más pruebas de cohetes en Zipf. Pero, una vez concluidas las tareas de limpieza y las reparaciones necesarias y una vez instaladas nuevas máquinas, se continuó con la producción de oxígeno líquido.

Aparentemente, sin que nadie lo notara, Petzold había llevado explosivos a la galería número quince, la que corría paralela a la galería número catorce donde yo tenía mi taller, y pasadas las seis de la tarde los había encendido. Él sabía obviamente que en ese momento recién se había apagado el sistema de descongelación y que nosotros sólo estábamos realizando tareas de reparación. Pero lo que no sabía era que yo estaba trabajando fuera de mi horario de servicio en mi oficina: aprovechando que las máquinas se habían enfriado, estaba revisando con una tabla el funcionamiento de los aros de pistón de la nueva máquina de compresión que había llegado de Linz. Esa tarde yo era el único ingeniero que estaba en la galería. Tres de mis colegas estaban de licencia y se habían ido dos días a visitar a sus familias, al soldador por algún motivo lo habían enviado a otro lado. Petzold había calculado mal la fuerza explosiva de la dinamita, en realidad no provocó ningún daño, se destruyeron un par de compresores de reserva en la galería número quince y algo de mampostería. Ya al día siguiente se prosiguió con las pruebas de motores. Pero a mí el tipo me podría haber matado, los pesados tubos me podrían haber dado en la cabeza...

Apenas pude volver a pensar más o menos claramente en mi cama de hospital supe quién había realizado aquel atentado

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explosivo: dos días antes Petzold había mencionado en mi presencia que en una de las galerías posteriores había una enorme cantidad de dinamita que estaba allí sin vigilancia y me había preguntado si yo sabía de explosivos. ¡El idiota! ¿Realmente había creído que yo lo cubriría? Yo lo hubiera denunciado, pero en ese momento nadie de la fábrica se preocupó por mí. Después fue a visitarme mi colega Kroiß y me contó sobre la tragedia del veintinueve. Yo me callé la boca. Petzold era el ídolo de las mujeres. Por lo visto en esos casos no importa que sean feos o tullidos; él había sufrido graves quemaduras, desde el lado izquierdo de su rostro para abajo, el brazo y la mano y, como pude ver en el verano cuando una vez nos quitamos las camisas y nos echamos en un prado al borde del bosque, todo el lado izquierdo del torso. Pero las muchachas se lo disputaban y él las seducía con su facilidad de palabra mientras yo me quedaba a un costado como un tonto. Una vez durante un paseo, cuando mencioné que planeaba solicitar una licencia, un par de días, para viajar a Dresde, él me insistió para que llamara a Elfriede May y le enviara saludos de su parte; ahora ella estaba casada, pero su esposo estaba desaparecido en Rusia. "Usted le caía bien", añadió, "hubiera tenido posibilidades, pero ella un día me dijo que de Paul Windisch no tenía que estar celoso, no estaba interesado en ella." Petzold me preguntó si también iría a Zwickau. "¿Qué opina?", preguntó, "¿volverá a haber carreras de automovilismo cuando termine la guerra?"

Él notó que en la cocina, mientras desayunaba, yo miraba seguido la foto de Friedl. "¿La pequeña le gusta, no?", comentó y sacudió la cabeza: "Demasiado aburrida para mí".

La madre de Friedle había contado que yo estaba internado en el hospital de Vöcklabruck y así fue que ella me visitó. La recuerdo allí sentada junto a mi cama, con las mejillas sonrosadas, con un pañuelo blanco en la cabeza anudado en la nuca, un delantal azul... una y otra vez volvía a meterse debajo del pañuelo un rizo que siempre se volvía a soltar... Seguramente le conté que como vivía en su cuarto tenía la fantasía de que ya la conocía, de que había algo que nos unía... Yo estaba muy débil en aquel momento, no sé si había comprendido realmente que había perdido la mano derecha, que tenía que aprender a escribir y a dibujar con la izquierda. Ella me fue a ver todos los días, me llevaba un trozo de pastel o una manzana. Yo además había tenido una severa conmoción cerebral, tenía algunas costillas

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rotas, no me podía mover, el más mínimo movimiento me provocaba un dolor tremendo. Una vez me llevó un trozo de pastel y de pronto, cuando lo estaba comiendo, me volvió el recuerdo de mi infancia. Mi madre preparaba a menudo la torta Sacher. Al día siguiente le pedí a Friedl que llamara a mi padre en Oberndorf. Nunca fue a visitarme.

Por Kroiß me enteré que dos días después de la explosión Wernher von Braun fue con su equipo de técnicos a Zipf, entre ellos estaba Hermann Oberth. Habían pasado por Múnich a recoger a la madre de Ilse quien también estuvo presente en el entierro.

Como Hermann Oberth era extranjero, rumano—alemán, a partir de 1936, y aunque sin él probablemente el veloz desarrollo de la técnica de cohetes hubiera sido imposible, ya no se le permitió más participar en el desarrollo del arma secreta, el cohete de combustible líquido. Recién a principios de los años cuarenta lo llevaron como asesor a Peenemünde donde presuntamente lo vigilaban las veinticuatro horas. En el hospital de Vöcklabruck me enteré de que habían atacado Londres con cohetes V2. La enfermera que me atendía lo había escuchado en la radio. Antes de que me dieran de alta en el hospital Friedl me contó que su novio, Ferdinand, hacía un año que estaba desaparecido en el frente oriental; ella conocía a Ferdl, cuyo padre era maestro cervecero, desde que eran niños; se habían prometido. Pero ahora ya hacía tiempo que había perdido la esperanza de que regresara.

A mediados de octubre comenzó mi licencia por convalecencia y no pude ir a Dresde como hubiera deseado. Querían tenerme cerca, me enviaron a Oberndorf. Acababa de llegar una carta de mi hermano que estaba en un hospital militar en Creta. Rita llevaba la casa y dirigía la empresa; mi padre y su segunda esposa, mucho más joven que él, estaban viviendo una crisis de pareja; además, en una prueba que calificaba para el campeonato, había destruido un auto, un Steyr 220; mi padre había ganado muchas de esas competiciones. En noviembre finalmente me permitieron viajar a Sajonia.

Me habían robado mi reserva de carbón, no había leña; decían que en algunos sitios había carbón, pero nadie de la casa podía o quería decirme dónde. Me congelé en mi pequeño apartamento; también en los cafés mal calefaccionados o directamente sin calefacción la gente permanecía con los abrigos

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puestos, el clima era oprimente, nadie hablaba sobre qué desenlace tendría la guerra, en las calles, aparte de uniformados, sólo se veía a mujeres y hombres ancianos. Yo tenía la sensación de que sólo se trataba de sobrevivir, de esperar hasta que terminara, de resistir. Las personas que expresaban públicamente sus dudas respecto a la victoria de nuestra Wehrmacht eran detenidas y se las fusilaba, así decían. No me dieron ningún cupón de racionamiento para un abrigo. Una vecina cuyo esposo había fallecido me regaló tres pares de medias gruesas. Mi médico de cabecera me infundió la esperanza de que podría conseguir una prótesis. En dos oportunidades tuve que saltar de la cama a la noche e ir al refugio antiaéreo. En la radio aquellos días se oía decir que correrían a los norteamericanos de vuelta al otro lado del Rin.

Yo le escribía cartas a Friedl, efectivamente me había enamorado —la distancia hacía aún más fuerte el sentimiento— y me puse feliz cuando a principios de diciembre pude regresar a Zipf. Originalmente quería ir a Zwickau, pero después de ver en el noticiero un breve reportaje en el que se informaba sobre el bombardeo que había sufrido la fábrica de Auto Unión a manos de la fuerza aérea norteamericana, desistí. Al parecer inmensos incendios habían dejado todo carbonizado; era de presumir que no quedaría nada de mis documentos, mis bocetos de diseños, tablas, anotaciones. Todas las máquinas, todo lo que aún era utilizable al terminar la guerra fue llevado a Rusia. En la filmación se veían restos de edificios, techos arrancados, una montaña de escombros y travesaños de hierro, automóviles quemados. Con seguridad los ingleses estaban al tanto de que en la fábrica Horch también se habían producido tanques.

Cuando de regreso el tren fue entrando en la ciudad de Múnich, era como una ciudad fantasma, aún recuerdo todo tenebroso, la ciudad entera como cubierta por una noche oscura. Yo estaba contento de estar de regreso en Zipf. Había nevado; a las ocho de la mañana, yendo por el camino que iba de la estación a la pequeña urbanización se sentía la paz del lugar, lo único que se oía era el crujir de la nieve bajo mis pasos. Cuatro horas había pasado yo congelándome en la estación de trenes de Salzburgo. Ningún centinela de las SS, ningún hombre de civil se veía en todo Zipf; desde la tragedia de la explosión, Schlier había

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perdido importancia. Como le dije antes, tras las tareas de limpieza y los trabajos de reparación en las galerías, ya sólo se continuó con la producción de combustible para los cohetes. Yo estaba totalmente congelado y toda la noche me había imaginado el momento en que entraría en la casa de la familia Kinast y le pediría a la señora un vaso de leche caliente con miel.

Ahora ya estaba allí, la señora Kinast se alegró de verme y me hizo pasar a la sala, encendió la estufa, me preparó un buen desayuno. Su hermano tenía una granja cerca de allí, por lo que en la casa no faltaban los alimentos. Quizás también por lo duro que había sido el viaje en tren, por el estado de agotamiento en el que me encontraba, yo estaba de un humor que me llevó a hacer comentarios sarcásticos sobre la situación en Alemania. Yo sabía que los Kinast eran seguidores de Hitler, pero estaba completamente seguro de que no eran de los fanáticos que se mantendrían fieles a Hitler si la guerra tenía un desenlace negativo. "Para hoy al mediodía está anunciado un discurso del Führer", dijo la señora Kinast. Yo dije que lo único que podíamos esperar todos era que la guerra terminara lo antes posible; en Dresde había escuchado decir que ya se trataba sólo de semanas, que los rusos estaban en las puertas de Berlín, que la ofensiva alemana en el frente occidental estaba estancada.

Sabe, señor Mautner, yo no fui de aquellos que después de la guerra hicieron como si siempre hubieran estado en contra de los nazis. Tengo ochenta y cinco años. Para nosotros, los ingenieros, las condiciones que se daban en aquella época era óptimas, teníamos el campo libre para investigar y desarrollar, teníamos la posibilidad de lograr algo y cosechar éxitos. Lamentablemente yo no fui de aquellos que después de la guerra pudieron continuar con sus actividades o retornarlas, como por ejemplo Wernher von Braun y su equipo en los Estados Unidos u otros en la Unión Soviética. Pero tampoco acabé en un campo de internación, como fue el caso de Ferdinand Porsche, quien se hallaba gravemente enfermo. El hombre no tenía nada que ver con el partido, él sólo realizó los trabajos técnicos que se le encargaron.

Antes de ir a Dresde yo tenía planeado, de ser posible, hacer también una visita a Zwickau y ver lo que estaban haciendo en ese momento, dónde habían guardado los coches de carrera; quería volver a ver el Tipo D de 1938, mi bebé, acariciar su carrocería... Durante años pensé que, si no destruían la fábrica,

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en algún momento después de la guerra, si volvía a haber carreras de automovilismo, nosotros podríamos retomar allí donde habíamos dejado. El Tipo D, el coche de carrera de tres litros de cilindrada, era algo tan revolucionario que aún hubiéramos seguido siendo competitivos. Y yo ya tenía en mente ideas para mejorarlo.

Ahora Petzold ya no estaba en el desayuno. De mi casa sólo me había llevado un par de libros y ropa interior. Y un periódico de Dresde en el que había salido una nota ilustrada sobre las armas milagrosas; un artículo sin ningún valor informativo, pero escrito para infundir ánimo para resistir. La imagen de un reluciente V2 plateado colocado sobre un soporte rodante y visto en el momento en que era sacado sobre rieles de un túnel por medio de un tractor tenía algo ciertamente fascinante.

Imagínese que estos cohetes tenían catorce metros de largo y pesaban trece toneladas, y si piensa que en aproximadamente un minuto esa cosa se aceleraba a unas cinco veces la velocidad del sonido, podrá hacerse una idea de lo que sucedía en la colina en Zipf cuando se efectuaban las pruebas de motores. El diablo vive en Zipf seguía diciendo la anciana Strohbichlerin, la abuela de Friedl que vivía en una granja en Neukirchen, aún años después de terminada la guerra cada vez que yo contaba algo sobre mi trabajo en la fábrica. Probablemente hasta el día de hoy la Cervecería Zipf no debe ni querer oír hablar de la fábrica de armamento Schlier, del campo de concentración anexo, no debe querer que su nombre se asocie con todo aquello, como si esto pudiera afectar el sabor de su cerveza. La aguada cerveza de guerra, como la llamábamos, y que también se bebía en casa de los Kinast, no me gustaba, sobre todo cuando antes había bebido una cerveza de la fuerza aérea de mi cupo de racionamiento.

El señor Kinast era un maestro maltero, un tipo raro con el que ni después de la guerra se podía hablar. En la estación cálida siempre después del trabajo se dedicaba a hacer arreglos en la casa, pero sin avanzar nunca. Medio año se pasó arreglando el balcón, fue quitando las barras de la balaustrada y las fue pintando. Petzold y yo nos reíamos porque siempre faltaban listones en el balcón, los sacaba de un lado y los clavaba del otro... Su perro nos volvía locos con sus ladridos, se pasaba todo el día y la noche ladrando sin motivo; un día alguien le pegó un

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tiro, probablemente haya sido alguno de los uniformados de las SS que se paseaban por el lugar con las ametralladoras colgadas; a ellos el perro les ladraba especialmente fuerte.

Cuando regresé de Dresde a principios de diciembre y me volví a presentar en la fábrica, los prisioneros ya habían reparado parcialmente las galerías y ya se habían instalado nuevas máquinas. Mi sucesor era un ingeniero de Graz que antes había estado trabajando en Mittelwerk. A mí me asignaron un lugar de trabajo en una galería subterránea, no más que una placa sobre dos caballetes de madera y un teléfono interno; mi tarea era la de un asesor, no había mucho que hacer, las máquinas funcionaban perfectamente, pero se requerían mis conocimientos para los complejos procedimientos que había que implementar para detener y luego volver a poner en funcionamiento el dispositivo de producción de oxígeno líquido. El que yo estuviera tullido no era nada especial en Schlier, en la planta casi no había un técnico o un químico que no era un mutilado de guerra, que no le faltara un brazo o una pierna. Ahora en las galerías ya no olía tan terriblemente a alcohol. Es extraño que no hubieran sido los químicos de la planta los que habían advertido sobre la posibilidad de una explosión, sino nosotros, los ingenieros. Quizás habían temido decir algo. Las temperaturas extremadamente bajas del oxígeno líquido volvían quebradizas las tuberías de aluminio, se producían fisuras. La boca de llenado del tanque de alcohol, que estaba ubicado en un hueco arriba del dispositivo, estaba mal iluminada; a veces los operarios llenaban el tanque hasta desbordar y había un reflujo de alcohol que caía sobre el mismo dispositivo. Una vez, mientras se estaba cargando el combustible en un motor en un piso superior antes de una prueba de combustión, el motor se deslizó y se salió del soporte y cayó varios metros arrastrando a dos operarios. Hasta que alguien subió y cerró las bocas de llenado, cayó bastante combustible a la galería.

En agosto, cuando se duplicó y triplicó el número diario de pruebas de motores, los ingenieros advertimos urgentemente al director de la fábrica sobre el peligro mortal que se corría en las instalaciones. Impresionado telegrafió a Peenemünde y solicitó autorización para cerrar temporariamente la fábrica. Un ingeniero de alto rango viajo de Peenemünde para ver las instalaciones y prometió hacer lo posible para que se cerrara temporalmente. Un día después de que partiera el hombre y aún antes de que llegara

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a Peenemünde se produjo la explosión. Por lo que sé no pudo establecerse fehacientemente la

causa, pero lo más probable es que se haya prendido fuego la mezcla de combustible que caía a los costados de las tuberías por el hueco del montacargas, por chispas que pueden haber saltado en el motor de anillos rozantes del montacargas, el cual no tenía ninguna cubierta. Ya se había informado antes que durante un procedimiento de prueba se habían producido llamas que habían subido por el hueco hasta el búnker. Nunca se consiguió aislar las tuberías, no soportaban la enorme presión. Cuando se volvió a instalar el dispositivo después de la gran explosión, ya sólo se usaron caños de cobre. Cada vez que se prendía el alcohol o la mezcla de combustible en el hueco, lo que se hacía simplemente era cerrar un rato las válvulas. El veintinueve de agosto las llamas llegaron probablemente hasta el tanque de combustible, que estaba arriba, en el sector del búnker donde se cargaban los motores cohete. Se dijo que durante un ensayo, en el momento en que cuatro mil litros de combustible eran lanzados por los inyectores del motor y se encendían, uno de los ingenieros de pruebas no pudo evitar fumar un cigarrillo.

En septiembre de 1944 todo el equipo de pruebas de Peenemünde fue enviado a Zipf para verificar si y en qué medida se podía volver a reconstruir las instalaciones. Al mismo tiempo se desarrollaron planes para construir en una colina en Ebensee, junto al Lago Traun, otra fábrica de cohetes que ya estaba planeada desde hacía tiempo. Los prisioneros de campos de concentración que fueron enviados allí comenzaron a excavar un túnel en la montaña, pero ya no se llegó a terminar la planta.

En diciembre, como le dije, yo ya me había reintegrado en Schlie; ahora los vagones especiales que llevaban el combustible se dirigían a Lehesten, al sur de Jena, en la frontera entre los estados federados de Baviera y Turingia —en una cantera de piedra pizarra se había instalado allí un nuevo banco de ensayo de motores de cohetes— y a los puntos de lanzamiento de cohetes ubicados en las costas. Oí decir que en un accidente en Lehesten cientos de prisioneros que trabajaban allí quedaron enterrados bajos los escombros al derrumbarse un túnel. Se habían tenido poco en cuenta las características de la piedra pizarra; también en Schlier se podía ver que la gente que trabajaba era cada vez más inexperta, ingenieros y técnicos de laboratorio muy jóvenes y aún a medio hacer.

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A veces me preguntaba si Friedl (que era bastante más joven que yo) se sentía atraída por mí porque era ingeniero, lo que quería ser su hermano, su hermano desaparecido sin dejar rastro, enterrado en algún lado en Egipto o en Libia o no enterrado, su hermano del cual sólo habían quedado algunos cuadernos escolares con bocetos y notas en escritura especular. ¿Pero no da lo mismo dónde está enterrado alguien? No pude estar presente en el entierro en Vöcklabruck, un funeral de Estado, porque, como ya le conté, yo estaba en el hospital. En aquellos días no se hablaba de otra cosa que de aquel funeral que se había realizado a principios de septiembre. Entre los muertos había tres o cuatro de mis operarios cuya pérdida yo sentí mucho. Me contaron que los familiares de los muertos, sobre todo esposas de diferentes lugares de la Alta Austria, reaccionaron verdaderamente encolerizadas porque no les permitían enterrar a sus difuntos en los cementerios de sus lugares natales. De modo tal que, para evitar un escándalo de mayores dimensiones, rápidamente se decidió lo siguiente: los féretros con los restos de los hombres y de las mujeres fueron bajados al foso, pero luego del funeral oficial se los volvió a sacar y se los dispuso en el salón de una posada. Los familiares pudieron llevarse los féretros a sus casas, incluso se pusieron a su disposición camiones para el traslado, todo seguramente de un modo estrictamente confidencial y con los familiares bajo amenaza. Después de la guerra se dijo que en los féretros habían puesto sacos de arena para compensar el peso faltante; como fuera, la mayoría de los cuerpos carbonizados no habían podido ser identificados. Sólo se pudo reconocer el cuerpo del director de la fábrica, Kiefer, porque llevaba colgada una cadenita al cuello con la llave de una caja fuerte.

Hasta que no terminó la guerra, en Zipf no se habló de Schlier; después durante un tiempo la gente en las tabernas no habló de otra cosa. Del campo de concentración de Zipf no se habló después de la guerra. El campo de concentración que había sido levantado por prisioneros en el otoño de 1943 fue demolido y decían que muchos habitantes de Zipf se llevaron tablas y postes y durante años calefaccionaron con ellos sus casas. Cuando llegué por primera vez a Zipf, los prisioneros, unos mil cuatrocientos que habían sido llevados allí desde el campo de

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concentración de Mauthausen, ya habían excavado las nuevas galerías subterráneas, habían ensanchado las incautadas a la fábrica de cerveza y habían construido el búnker de hormigón sobre la colina. También estaban listos el búnker del transformador y las vías que iban de la estación de Redl—Zipf hasta la cervecería. Cuando yo llegué, ya quedaban sólo un par de cientos de prisioneros en Zipf, algunos habían sido llevados de vuelta a Mauthausen. El mecánico Kraihamer, que había estado en Zipf desde el comienzo, me contó algunos años después que desde octubre de 1943 hasta marzo de 1944 habían muerto allí por lo menos trescientos prisioneros del campo de concentración, consumidos, congelados, agotados. Dicen que un joven prisionero francés al que habían formado como médico asistente era el que llevaba el Libro de los muertos de Schlier. Obviamente no había podido registrar las verdaderas causas de las muertes. El trabajo en las galerías subterráneas y en la construcción de los búnkers había sido de niveles de explotación y maltrato inimaginables. Los lugareños a veces habían podido observar el desfile de los prisioneros que marchaban del campo de concentración a la fábrica, la mayoría no tenía siquiera zapatos. La señora Kinast contó que aquel invierno las mujeres del pueblo habían dejado ropa y alimentos al borde del camino por el que pasaban los prisioneros; la vigilancia, empero, era tan estricta que muy pocas veces alguno de los prisioneros lograba llevarse algo. Pero parece que también había guardias de las SS que se volvían, prendían un cigarrillo y no veían nada. El campo de concentración se encontraba en un terreno ubicado sobre la carretera a Frankenburg, un par de cientos de metros al norte de la cervecería, mientras que la pequeña urbanización donde yo me alojaba quedaba sobre la calle que llevaba a la estación de trenes, esto es, al sur de la cervecería; yo raramente pasaba por delante del campo de concentración. Una vez, un par de días después de mi llegada a Zipf, fui caminando en dirección a Frankenburg; cuando, cerca de la barraca de las SS, vi que se me acercaba un uniformado armado con ametralladora, di la vuelta como si nada. Dar un paseo en mis horas libres me permitía a veces, por unos breves momentos, olvidar el ajetreo de las galerías subterráneas de Schlier, el tronar de los compresores de aire que hacía temblar todo. Ver madurar los frutos en los serbales. Mi camino preferido era el de Exlwohr, por la ladera que estaba enfrente de Zipf; cruzando el ralo bosque o a veces

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bordeándolo, mirando hacia abajo veía el pueblo de Zipf dominado por los edificios e instalaciones y la chimenea de la fábrica de cerveza. Ningún forastero que pasara por allí hubiera podido sospechar que allí se encontraba una importante fábrica de armamento. Una vez justo en el momento en el que me encontraba en mi punto panorámico contemplando Zipf y detrás la boscosa ladera del Monte Saurüssel, se efectuó una prueba de motores. Lenguas de fuego salieron de las aberturas del búnker de pruebas que estaba ubicado en un corredor abierto en el bosque y que, a diferencia de lo que sucedía estando en Zipf, desde allí arriba se podía distinguir claramente; la pila de hormigón del desviador de llamas las conducía hacia lo alto, una alta columna llameante de fuego. Vi curvarse los troncos de los pelados abetos y recién al cabo de unos dos segundos se oyó el inquietante estruendo del proceso de combustión, y entonces comprendí el miedo infernal que sentía la gente del lugar. Sólo podían sospechar lo que sucedía allí y temían hablar sobre ello. Cuando volvía por la tarde caminando a casa, bordeando el pie del dorso de la montaña, a lo largo de las cuestas de Schlier, como se denomina a esas abultadas elevaciones que se dan frecuentemente en la región, en los días de cielo despejado podía ver en el sur, más allá de las colinas, el largo macizo del Hollengebirg y más al oeste, las montañas del Salzkammergur. Aquello me recordaba mi infancia en Oberndorf, la vista abierta de las montañas los días despejados en los que soplaba el viento Fohn.

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¿Un poco desordenado el apartamento, no? Yo creo que desde hace diez años que aquí no limpia ni ordena nadie. En 1954, cuando falleció mi esposa después de años de enfermedad —y no sólo porque una y otra vez volvía a recibir encargos de trabajos para NSU y BMW—, me mudé a Múnich. La vida en Zipf se me había tornado insoportable. Y de pronto sentí: ¡No se ha acabado todo aún! Tenía una nueva prótesis en el brazo derecho, había aprendido a escribir con la mano izquierda, tenía buenos ingresos por diversas patentes y por derechos de autor.

Cuando finalizó la guerra, yo era un hombre acabado, destruido. Mi esposa comenzó a trabajar entonces de cocinera en la estación de trenes de Redl—Zipf.

Yo había intentado contactarme con el doctor Porsche. En un periódico había leído que vivía en su finca de Zell am See. A fines de 1944 el Ministerio de Armamento y Municiones había ordenado el traslado de la Oficina Técnica de Zuffenhausen y acto seguido Porsche se había mudado a Zell am See. No recibí respuesta alguna a mis cartas.

Si mal no recuerdo, recién en el entierro de Porsche en 1951 el ingeniero Kreijs, un colega, me contó lo que había vivido Porsche después de la guerra. En el verano de 1945 había sido detenido por un oficial norteamericano, lo habían llevado a Fráncfort a un campo de detención y allí lo habían interrogado. Antes de ello un tal Comandante Frenssen, que al mismo tiempo era Director General de General Motors y que conocía bien al doctor Porsche de sus viajes a Estados Unidos, había ido a Zell am See. Porsche le entregó todos los documentos y los diseños técnicos que se habían salvado. Al cabo de algunos meses el doctor fue liberado y regresó a vivir a Zell am See, que se encontraba dentro de la zona de ocupación norteamericana. Kreijs me contó que luego se había presentado un oficial francés, presuntamente por orden del gobierno, y que le había hecho a Porsche la propuesta de ir a Baden—Baden para participar en una reunión sobre diversos posibles contratos para desarrollo de tecnología. Pero en Baden—Baden a Porsche lo habían apresado y había quedado detenido. Más tarde lo llevaron a París donde tuvo que trabajar para la industria automotriz. Cuando él insistió reclamando que hubiera un proceso judicial, las autoridades militares lo trasladaron a Dijon, donde, según dicen, lo llevaron por las calles encadenado hasta la prisión y recién al cabo de varios meses, después de muchas intervenciones en su favor, lo

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dejaron en libertad a cambio de una elevada fianza. En Zipf Schlier siguió existiendo como sociedad en

liquidación hasta 1952. Se la siguió administrando como propiedad del Estado alemán; a la cervecería sólo se le restituyeron algunas galerías subterráneas y algunos edificios, parte de ellos seguían destruidos desde la explosión. En mayo de 1945 llegaron los norteamericanos, liberaron el campo de concentración y a sus prisioneros y trasladaron las últimas maquinarias que quedaban de la fábrica de armamento. De todos modos siguió quedando un gigantesco depósito de aparatos y motores, cables, arena y cemento, cosas que luego se fueron vendiendo con los años, en parte a la industria austríaca. Los norteamericanos incautaron también algunos cientos de hectolitros que aún quedaban de aquella cerveza de alto porcentaje alcohólico, la cerveza de la fuerza aérea. El señor Kinast no fue el único dueño de casa que quemó la fotografía el Fuhrer, la bandera y los escritos de propaganda en su jardín. En el salón se notaba claramente la marca en la pared en el sitio donde había estado colgada la fotografía.

Yo acepté la propuesta del nuevo director de Schlier de continuar trabajando allí. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer? Obviamente si hubiera sido una cuestión de supervivencia, yo hubiera podido conseguir trabajo en Steyr o en la empresa Voest en Linz. Pero por mi esposa —nos habíamos casado en el otoño de 1945— yo por el momento quería quedarme en Zipf. No me quería ir de allí porque mi esposa no se quería ir: cuando una vez sugerí que en tal o cual lugar tenía buenas chances de volver a conseguir trabajo en mi ámbito específico, ella se largó a llorar. Ella tenía una bella voz y ensayaba con la Asociación de Canto de Zipf. Yo creo que después de la guerra yo quise esconderme en Zipf como si me escondiera en una cueva. Mi esposa me tuvo una paciencia extraordinaria. Si un médico me hubiera dicho que sólo me quedaban dos meses de vida, me hubiera dado lo mismo. Casi no había un hombre en la zona que no estuviera más o menos tullido; poco a poco los hombres iban regresando a casa y sus madres y sus esposas los cuidaban. Un primo de mi esposa había perdido ambas piernas. Lo llevaron de vuelta en un camión y su joven esposa, una campesina, lo cargó en brazos para entrarlo en la casa.

Yo me sentaba todos los días en un gran despacho en un edificio anexo de la cervecería, dictaba cartas y listas de

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inventarios y supervisaba la clasificación y el detalle del material existente. Poco antes de finalizar la guerra, cuando los rusos ya avanzaban sobre St. Valentin donde estaba la fábrica Nibelungos, ya se habían trasladado de allí a Zipf veinte máquinas—herramientas de alta gama.

Obviamente, cuando se retiraron las fuerzas de las SS o de la Wehrmacht, o cuando estas fueron detenidas por los norteamericanos, se produjeron saqueos por parte de los lugareños, pero eso fue antes de que yo me hiciera cargo del patrimonio de Schlier. Apenas entré a trabajar en la sociedad en liquidación hice que se vigilara el predio, una tarea nada fácil, pues la fábrica de cerveza también estaba comenzando con las tareas de reordenamiento y reconstrucción. En ese momento conocí al señor Resch, el maestro de la escuela de Zipf; en 1944 había sido incorporado a la última leva militar que hizo la Alemania nacionalsocialista para ayudar a la Wehrmacht7 y en Checoslovaquia le habían pegado un tiro en la cabeza y la bala no se le podía extirpar. Al igual que yo, Resch sufría a menudo de depresiones. Al mediodía almorzaba en el restaurante de la estación de trenes, allí nos presentó Friedl. Él había sabido ver tempranamente el gran talento de su hermano Alois, le había pasado lectura y les había insistido a los Kinast para que dejaran que Alois, que antes de la guerra trabajaba en una empresa de aparatos medicinales cerca de Zipf, siguiera estudiando en una escuela profesional en Linz o en Salzburgo, pero luego a Alois lo alistaron en la Wehrmacht. En aquellos años posteriores a 1945 siempre pensaba en mi cuñado Alois cuyo esqueleto estaría deshaciéndose en algún lugar del desierto del norte de África. Yo sentía que ayudar a desarrollarse a un joven como él sería una tarea que le podía dar sentido a mi vida. La gente de Zipf, también los jóvenes, me parecían lentos, de mentes toscas, gente con la que a lo sumo se podía hablar sobre cerveza o sobre sus motos Puch. Entretanto la industria volvió a vivir una época de auge, también en Zipf y en sus alrededores, en Vocklabruck surgieron empresas, de nuevo había comida suficiente, de nuevo

7 Se denominó Volkssturm (literalmente "tormenta del pueblo"). Tras el desembarco en Normandía y con la guerra prácticamente perdida, Hitler intenta una solución desesperada y se crea esta milicia nacional. Por decreto se convoca a todos los hombres entre 16 y 60 años que no estén sirviendo en el ejército y que puedan llevar un arma, pero la realidad es que se alistaron muchos niños de entre 13 y 15 años, hombres mayores de 60 años y mujeres [N. de la T.].

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había gasolina, la gente sacaba nuevamente sus motos de antes de la guerra, las hacía reparar. Algunos mostraban orgullosos sus nuevas motos Puch e incluso hasta un pequeño automóvil como el Puch 500 o el Fiat Topolino. Los domingos la gente bien, como decía mi esposa, iba en tren o en sidecar a Vocklabruck, iban a tomar café con pasteles al Café Klug, o se quedaban en Zipf y conversaban mientras comían salchichas y bebían cerveza en la taberna. Un par de veces fui a Vocklabruck con Friedl. En el Café Klug las mujeres se dejaban los sombreros o los gorros de piel puestos del mismo modo que en la taberna los hombres se dejaban puestos los sombreros de fieltro.

La fábrica de cerveza de Zipf comenzó a producir de nuevo la cerveza de doce grados, constantemente le reclamaba más galerías a la sociedad en liquidación y poco a poco pudimos ir cumpliendo con sus deseos. Hasta 1953 en dos de las galerías se fabricaron cintas transportadoras diseñadas por mí. En Austria había una gran demanda y se empleó a dieciocho personas. Originalmente después de la guerra yo me había dedicado al tema de las cintas transportadoras porque no avanzábamos en las tareas de despejar aquellas galerías de cientos de metros de largo, llenas fundamentalmente de escombros, caños, cables chamuscados y aparatos. Probablemente la idea se me ocurrió mirando los bocetos de diseños de Leonardo, ahora el libro había pasado a ser mío. A la tardecita a veces daba un paseo hasta la estación, echaba un vistazo por la ventana en el interior del restaurante. Si había una mesa libre, entraba y ordenaba una cerveza. A los trabajadores de Zipf, la mayoría hombres demacrados que habían vuelto de la guerra y que por las mañanas partían hacia Vöcklabruck, Attnang—Puchheim o Lenzing en los trenes de los trabajadores y regresaban al atardecer, les gustaba sentarse en el mesón de la estación y jugar a las cartas. Conmigo no hablaba nadie y preferían apretujarse en las otras mesas a compartir la mía. Una de las dos camareras le avisaba a mi esposa; enseguida veía a Friedl asomándose por la abertura del pasaplatos y si tenía tiempo, venía con un vaso medio lleno de limonada y se sentaba un par de minutos conmigo. El pañuelo blanco anudado en la nuca que llevaba en la cabeza me recordaba sus visitas cuando se sentaba junto a mi cama en el hospital de Vöcklabruck, y yo hasta tenía la sensación de que de pronto el muñón me empezaría a doler.

Nos fuimos distanciando, como se dice. Yo veía a mi

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esposa en el desayuno y a la noche. Ella salía por la mañana de la casa, por la tarde tenía dos horas libres y recién regresaba a eso de las nueve de la noche, y a esa hora ya ambos estábamos listos para irnos a la cama. A veces regresaba aún más tarde, también tenía que limpiar la cocina y hacer algunos trabajos para su jefa en su casa. ¿Qué hubiera debido hacer yo? La fábrica de cerveza le había hecho juicio a la Sociedad en Liquidación Schlier, naturalmente querían que se les devolvieran todos sus edificios y sus galerías subterráneas y yo daba por sentado que perdería mi trabajo. Después de la muerte de Ferdinand Porsche ya no me podía imaginar otra actividad para mí. Es cierto que a partir de 1947 o 1948 en Austria volvió a haber carreras de deporte motor, carreras de motociclismo con los modelos de la preguerra de A.J.S., Norton, BMW o NSU, o carreras de automovilismo con coches de carrera de fabricación casera y líneas audaces, pero aquello no me interesaba especialmente. También había una revista, Austro Motor, que me compraba cuando iba a Vöcklabruck o a Salzburgo. Cuando salían notas sobre las carreras de antes de la guerra o sobre motores nuevos, a veces me sentí tentado a escribir una carta de lectores para completar o corregir alguna información. Había intentado enseñarle a Friedl a jugar al ajedrez —era lo único que podía hacer igual de bien con la mano izquierda que con la derecha—, pero ella, que jamás necesitaba anotar largas listas de compras, no era capaz de aprenderse los movimientos de las distintas figuras y mucho menos de imaginarse mis próximas movidas. No le gustaba el juego, la caja con las figuras de ajedrez desapareció en el trastero y volvimos a jugar a los naipes, al Siebenundvier o al Schnapsen. Yo había adquirido el hábito, cuando estaba en casa, de estar todo el tiempo tocándome el muñón con la mano izquierda, de palparlo, y entonces mi esposa me preguntaba si sentía dolor —y ya en una especie de ritual entre nosotros—, si quería que me pasara crema en el brazo. Mis suegros nos habían cedido dos cuartos y un gabinete en el piso superior de la casa. Después de la guerra el señor Kinast me habló tan poco como antes; creo que ninguno de los dos estaba conforme con nuestro casamiento, quizás pensaban que la diferencia de edad era muy grande, o deseaban tener un nieto.

De hecho, sin embargo, al cabo de unos años yo empecé a tener la sensación de que Friedl envejecía demasiado rápidamente para su edad y que cada vez le resultaba más difícil

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moverse, que su pensamiento se volvía cada vez más limitado. Se quejaba a menudo de dolor de cabeza y de trastornos del equilibrio, también cada vez oía peor; el médico de Vöcklamarkt dijo que era migraña. Cuando se ponía el vestido tradicional tirolés, el dirndl, su día de franco, aún con sus ochenta y cinco kilos se seguía viendo bonita. Yo creo que en el fondo yo le resultaba un extraño. En especial todo lo que yo le contaba sobre mi vida anterior le resultaba ajeno y no le interesaba. El libro de Rosemeyer que yo había llevado de Dresde no lo leyó; sólo cuando le preguntaba sobre su difunto hermano Alois a veces parecía volver a cobrar vida. Yo seguía pensando en Ilse Oberth. A principios de los años cincuenta compré un auto, un Fiat 1100; tenía cambios en el volante, por lo que pude manejarme bien. Mi esposa no podía subirse a ningún auto, a los dos kilómetros ya se sentía mal. Cuando quise ir con ella a Oberndorf para enseñarle la casa de mis padres y presentarle a mi padre, tuvimos que interrumpir el viaje en Strasswalchen. La llevé a una taberna donde se puedo recostar en un banco en una sala contigua. Luego, cuando ya se sintió mejor, no quiso subirse al auto por nada del mundo, aunque yo le propuse que se recostara en el asiento trasero. Al final la acompañé a la estación de trenes de Strasswalchen desde donde viajó sola a casa.

En aquella época todos iban siempre en bicicleta a los mesones que había por la zona, a hacer partidas de campo donde siempre había un plato único, pato asado o Bratknödel8 o carne de caza, y los domingos los jóvenes se montaban en la parte trasera de un camión e iban al Lago Atter o al Lago Hallstatter o iban a hacer una caminata por la montaña. Todo aquello era impensable para mi esposa, pero le hubiera gustado que algún día que estuviera de franco hubiésemos ido a bailar. Constantemente se organizaban bailes, por la cosecha, por la consagración de una iglesia, bailes oficiales. La señora Kinast decía que ella no recordaba que jamás antes de la guerra se hubiera bailado tanto como en aquel momento. Yo no era un buen bailarín y tampoco tenía ninguna intención de probar.

En el invierno de 1946 me colocaron mi primera prótesis. Era de madera, cubierta con un guante de cuero; sólo la usaba

8 Plato típico que consiste en bolas de masa rellenas con carne picada [N. de la T.].

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cuando salía de casa. Para ajustar las correas necesitaba la ayuda de mi esposa que siempre lo hacía con gusto. La recuerdo una vez, cómo interrumpió su peinado, se estaba recogiendo el ondeado cabello, y, con una hebilla en la boca, me ajustó las correas. Falleció en marzo de 1954 de un tumor cerebral, para mí fue extraño estar sentado junto a su cama en el hospital de Vöcklabruck igual que ella lo había hecho conmigo diez años antes. Sentí claramente que mi vida, que desde que me encontraba en Zipf en realidad no había sido más que vegetar, ahora cambiaría. Sentía pena por Friedl, quizás había sido mi culpa que perdiera su alegría, quizás había sido el entorno. En la cocina del hospital de Vöcklabruck se había sentido mucho más a gusto que en el restaurante de la estación.

Schlier, como le contaba, pese a la buena marcha de los negocios en los últimos tiempos, fue liquidada. La industria automotriz alemana vivió una época de auge, hasta en Zwickau se fabricaron autos unos años después: el Trabant, una especie de Volkswagen de la Alemania Oriental. Yo leía las revistas especializadas y un día estaba sentado a la mesa de la cocina de mi apartamento en casa de la familia Kinast y me puse a escribir un resumen para un artículo sobre la época de los coches de carrera de Auto Unión. Dejé de lado a mi persona y mi trabajo en el Departamento de Competición. Fue como si se escribiera solo. Yo me había comprado una pequeña máquina de escribir. Cuando tuve luego el artículo terminado, unas diez o doce páginas, lo envié a una revista, si mal no recuerdo, Auto Motor und Sport, y ellos publicaron el artículo algo abreviado. A raíz de ello recibí un par de cartas: de Schneider, un mecánico del Departamento de Competición de Zwickau que en ese momento ocupaba un cargo directivo en la empresa NSU, de Ferry Porsche y de otros. Me di cuenta de que mi nombre todavía era conocido.

De repente era capaz de trabajar de nuevo, y de hecho me dediqué al tema de la distribución desmodrómica por eje rey, lo cual había sido mi especialidad en Graz a fines de los años veinte; en aquella época materiales y sistemas de lubricación deficientes conspiraban contra la necesaria vida útil que debía tener un motor de alto rendimiento, pero por medio de este tipo de distribución del tren de válvulas se habían alcanzado muy altos valores de revoluciones disminuyendo al mismo tiempo el flotado de válvulas. Los balancines se ubicaban en el extremo del eje rey con un mínimo de juego entre dos colisas; en el motor de prueba

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que se construyó en el Departamento de Competición de NSU incluso a ocho mil revoluciones por minuto no se observaba flotado de válvulas. Pero este motor no se llegó a utilizar en carreras; tras el fatal accidente que sufrió el campeón mundial austríaco Rupert Hollaus con su NSU 125 durante un entrenamiento en Monza en septiembre de 1954, los directivos de la empresa resolvieron no construir más motocicletas de carrera de la marca. De hecho, durante una de mis visitas a la fábrica, Rolf Schneider me dijo que el negocio de las motocicletas no andaba bien, que estaban planeando fabricar un auto, un auto pequeño, pero que no obstante apostaban sobre todo a la producción de ciclomotores. Yo sentía mucho que la Konsul 500, en mi opinión la más bella motocicleta de la posguerra de toda Europa, no se siguiera perfeccionando. Pero la gente quería conducir por fin un auto. Los planes que había hecho tras la muerte de mi esposa de mudarme a Neckarsulm o Stuttgart no se concretaron. La empresa se decidió por un motor de distribución por corredera giratoria diseñado por Felix Wankel. Un par de años más tarde se detuvo la producción de motocicletas, luego también la fabricación de automóviles, sobre todo la del NSU Ro 80 (ese modelo había sido aclamado por la prensa especializada). NSU fue absorbida por Audi... ¡Y ahí ya llegamos de nuevo a Auto Unión!, ¿no?

Yo luego acepté un trabajo de investigación que me encargó BMW, eso significaba un ingreso estable, y me mudé a Múnich. A principios de los años cincuenta no era de prever el futuro gran éxito que tendrían los coches deportivos de Porsche, al menos no para mí que vivía en el rincón más recóndito de la provincia. El primer Porsche, el 356, no me impresionó mucho; yo probé el de mi padre una vez que lo visité en Oberndorf: demasiado poco espacio, nada de lugar para equipaje, un deficiente sistema de calefacción, la caja de cambios era dura, me dolía el muñón cada vez que ponía un cambio, aquel modelo no tenía aún caja de cambios sincrónica. En cambio, el momento de giro del motor, que apenas tenía una cilindrada de escasos mil cien centímetros cúbicos, sí me impresionó. El jefe de ingenieros Reimspiess había tomado el motor boxer de cuatro cilindros del Volkswagen y lo había perfeccionado. Yo creo que en los años cincuenta este tenía un rendimiento de cuarenta a cuarenta y cinco caballos de fuerza, lo cual no estaba mal. Con mi amigo Reimspiess, que era uno de los ingenieros austríacos que

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Ferdinand Porsche se llevó con él en 1930 a Stuttgart, me encontré en Zuffenhausen, después de una entrevista que tuve con Ferry Porsche. Durante la guerra Reimspiess había trabajado como yo en la industria armamentista, entre otras cosas él había diseñado el carro blindado de combate de Porsche. A mí me hubiera gustado trabajar en Zuffenhausen, pero Porsche me mantenía a la espera con cartas llenas de promesas: estaban muy interesados en mí, eran malos tiempos pero no obstante estaban planeando crear un departamento de competición propio. Sentado enfrente de él en su despacho, Ferry Porsche no dejó de mirar mi regazo, donde reposaban mis manos. Me preguntó qué había hecho durante la guerra, pero cuando le conté sobre Schlier, me di cuenta de que él no quería oír hablar de aquello, comenzó a mirar su reloj y el teléfono como si esperara que un llamado interrumpiera la conversación. Él ahora era un hombre importante, ya no era más un ingeniero de desarrollo como también lo había sido su padre, sino un empresario; la firma Porsche acababa de comenzar a exportar a los Estados Unidos. Un par de años antes la empresa y sus ingenieros de Zuffenhausen aún habían trabajado para la industria armamentista, habían desarrollado el Volkswagen para convertido en un vehículo apto para la Wehrmacht, habían diseñado tanques. No era que esto se le pudiera reprochar a nadie, yo hubiera hecho lo mismo, lo único que me sorprendía era que ahora Porsche hijo, ocho años menor que yo, representara delante de mí el papel del hombre importante cuando antes, y de esto no habían pasado veinte años, en los boxes de Nürburgring o en el AVUS él me había admirado y había admirado mi trabajo.

Recién años más tarde leí lo que yo entonces desconocía, que su padre había solicitado prisioneros de campos de concentración para su planta de Wolfsburg, del mismo modo en que lo había hecho Wernher von Braun para Peenemünde y Mittelwerk. Al día de hoy aquello no ha modificado en nada mi admiración por Ferdinand Porsche, pocos podían apreciar mejor que yo su genialidad: ¡Cuántas veces se paró a mi lado junto al tablero de dibujo en mi oficina de Sturtgart o de Zwickau, me quitó el lápiz de la mano, bosquejó algo en el papel y gruñó diciendo: ¡Así!

Una vez en el cine, en el noticiero semanal, vi cómo en 1945 Wernher von Braun se pasaba al bando de los norteamericanos en un pueblo de Baviera donde se había

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mantenido escondido con sus hombres del equipo de Peenemünde en las semanas previas a la finalización de la guerra; se lo veía sonriendo desvergonzadamente y echando el humo del cigarrillo hacia la cámara. Los norteamericanos, que a veces son tan moralistas, se lo llevaron junto con un grupo de sus más íntimos colaboradores ingenieros en forma clandestina a los Estados Unidos donde él luego se convirtió en un héroe e hizo carrera. Cuando el Apolo aterrizó en la luna en julio de 1969, él se convirtió, junto con los astronautas, en uno de los hombres más famosos del mundo, mientras que de los ingenieros de cohetes que se llevaron los rusos nunca se volvió a oír hablar. ¿No sería interesante saber qué hubiera pasado con los vuelos espaciales de los norteamericanos, y sobre todo de los rusos, si los alemanes hubieran destruido a tiempo todos sus cohetes y todos los documentos?

No, no me duele nada, pero estoy cansado, terminemos por hoy. Por Dios, lléveme... casi hubiera dicho: a casa. De todos modos le agradezco que haya venido y que haya preparado la comida. Me gusta creer que se preocupan por mí. Me daría pena que una de las enfermeras de la residencia tuviera problemas por mi culpa, pero qué podía hacer, ayer no estaba en condiciones de viajar. Tampoco quisiera crearle problemas a usted; con todo gusto certificaré que fue todo por mi deseo. Si entendí bien, usted quiere escribir un artículo más extenso sobre la era de los Grand Prix en los años treinta. ¡Si supiera dónde están mis cosas...!

A principios de los años cincuenta escribí para la que entonces era una renombrada revista suiza, la Automobil Revue, una serie de artículos sobre la historia de los coches de carrera de Auto Unión, sobre todo sobre los motores diseñados por Ferdinand Porsche. Incluso después de que expiró el contrato de Porsche con Auto Unión, los coches de carrera de 1938 y 1939 conservaron las características esenciales del diseño Porsche, sobre todo el motor de dieciséis cilindros en V con tren de válvulas propulsadas por un árbol de leva ubicado en el centro del bloque del motor. Se puede imaginar que en aquella época el diseño y la construcción de estos coches de carrera se llevaban a cabo bajo condiciones de la más estricta confidencialidad. En ese momento yo ya podía hablar sobre todo aquello; básicamente a partir de mis recuerdos, porque no existían más documentos, yo

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lo único que tenía eran los números de algunos años de una revista de automovilismo de la década del treinta que se llamaba Automobiltechnische Zeitschrift. La había hallado en una librería de viejo en Múnich, pero obviamente uno allí no podía encontrar detalles, datos concretos sobre nuestros coches de carrera.

Yo había desarrollado una cierta habilidad para que no se viera mi mano derecha, y me compré una chaqueta con grandes bolsillos laterales. Aquella primera prótesis era pesada. Cuando me sentaba, siempre necesitaba la mano izquierda para alzar la derecha y colocarla sobre mi regazo. Más tarde ya adquirí tanta fuerza en el brazo derecho que no llamaba la atención ni en un restaurante ni en un tren.

Aquel manuscrito, aquel fallido intento de escribir sobre la época de los Flechas de plata, tiene que estar junto con otras cosas de mi archivo en una de esas maletas que, cuando me mudé a la residencia, ni siquiera me dejaron desempacar. "En el armarito no hay lugar", dijo la jefa de enfermeras. Las maletas deben estar o en el desván o en el sótano de la residencia. Voy a averiguar. Antes de que nos vayamos, anóteme su número de teléfono. Después puede venir a recoger mis cosas, se las regalo. Puede hacer con ellas lo que le plazca…

Ayer antes de dormirme pensé en pedirle que hoy me llevara a Zipf donde hace poco, al igual que en Mauthausen, se realizó un acto conmemorativo. La señora Jessner está suscripta a la revista Oberösterreichische Nachrichten,9 todas las tardes me la lleva al salón. Allí sacaron una nota a una columna sobre esos actos conmemorativos. Un grupo de antiguos prisioneros franceses estuvo presente. Cuando la leí, por un instante volví a sentir la corriente de aire de la galería subterránea, ese aire húmedo, frío, volví a oler ese hedor del alcohol de papa, a oír el retumbar y el temblor de las máquinas, el estruendo de los compresores, y sentí que me temblaba la mano. Fantaseé con que alguien me llevara en el auto, pensé a quién se lo podría pedir, también pensé en tomar un taxi. El pobre Petzold. Hace ya tiempo que no siento más odio hacia él. Probablemente sea un héroe. Si la explosión que él produjo hubiera sido más fuerte, es probable que la fábrica hubiera quedado paralizada por un tiempo y que hubiera tenido que ser saneada, de tal modo que la catastrófica explosión de fines de agosto no se hubiera producido.

9 Noticias de Alta Austria [N. de la T].

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¡Cómo me gustaría conversar con él sobre los viejos tiempos en Zwickau! Pero si él no hubiera muerto como los demás colegas en la explosión del veintinueve de agosto, los hombres de las SS lo hubieran torturado, como tantas veces lo hicieron, como torturaron hasta la muerte en enero de 1945 a un joven prisionero polaco que intentó escapar y al que metieron en una enorme olla de sopa en la cocina del campo de concentración y literalmente lo cocinaron hasta que delató el nombre del prisionero que lo había ayudado y este acabó del mismo modo... Usted ya quiere partir, señor Mautner, así que vamos, pero antes, por favor, ¿me traería un vaso de agua de la cocina?

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Lunes 16 de junio

Y allí estoy sentado con mi padre en la antesala del despacho del jefe de redacción Schretzmayer y pienso: Si hubiera venido solo, a lo mejor ya me hubiera podido escabullir disimuladamente, quizás con el pretexto de que tenía que ir hasta el auto a cambiar la hora en el disco de estacionamiento. Cuando Schretzmayer ha salido de su despacho, se ha disculpado, la reunión se ha extendido más de lo planeado, que por favor esperemos cinco minutos. Y mientras lo ha dicho se ha rascado con dos dedos en la solapa, debajo de un pequeño distintivo.

"Así que usted es", ha dicho y me ha mirado mientras le daba la mano a mi padre.

Yo pienso que en realidad es culpa nuestra, hemos llegado más de media hora tarde. La noche anterior justamente mi padre ha dicho —y lo ha hecho balanceando ambos brazos como si tuviera que sacudirse algo— que desde hace meses que no usa reloj.

Yo miro alternadamente a la secretaria del jefe que tipea en el teclado de una computadora y a la mujer, muy joven y maquillada llamativamente, que está copiando documentos en la fotocopiadora y que una y otra vez —¿o es una fantasía mía?— me mira con coquetería. Como no puedo evitar volver a pensar en Mitsuko, enseguida me pongo de mal humor e intento apartar ese pensamiento de mi mente imaginándome que esa Lolita de vaporoso vestido se sienta en mis rodillas. Valoro mucho que mi padre no me pregunte nada sobre Mitsuko. Le gustaba conversar con ella, aunque sólo pocas veces la llevé a Linz. Me resulta desagradable recordar la última noche en Eggelsberg cuando yo quise acercarme y ella me evitó bruscamente. Después del largo viaje y habiendo llegado tarde en la noche, de ningún modo era mi intención abrumarla. No comprendí por qué antes, cuando había salido del baño, había andado desnuda como si nada, había revuelto en los cajones de su cómoda en el dormitorio buscando un camisón. Al día siguiente empaqué mis cosas a las seis de la mañana, anoté mi número de teléfono en un papel y volví en el coche a Linz. Ahora ya no espero más que me llame. Tendría que ir a recoger mis videocasetes, mis libros, mis revistas, pero siempre lo postergo. El pensar de qué modo tan aleatorio nacen y mueren los sentimientos me espanta. Si ella me hubiese devuelto

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la caricia o si me hubiera besado, probablemente hoy seguiríamos viviendo juntos. Desde que comenzó a tener éxito con sus fotografías algo se ha interpuesto entre nosotros. Sus semanas de silencio cuando partió a los Estados Unidos... Es cierto, tiene razón si piensa que soy un fracasado. Cuando nos conocimos, nadie se interesaba por sus fotografías; ella parecía admirar mi trabajo, mis artículos, hasta mis viajes. Me consideraba exitoso; a veces hasta me pareció sentir una especie de rivalidad.

Hacía tiempo que nada me animaba tanto como la mirada de la enfermera Johanna en la residencia geriátrica cuando lo llevé de regreso a Windisch. Una y otra vez me pregunto si con su alegría, luego de nuevo con su mirada seria, ella no le infunde ánimos a todo el mundo. ¿Por qué habría de ser yo alguien especial para ella? No me imagino una tarea fácil su trabajo con los achacosos ancianos.

Esta noche mi padre quiere presentarme a su novia Gretl con quien mañana partirá para hacer una excursión de dos días a Laussa. Lo único que sé sobre ella es que es una antigua colega, también jubilada, con la que comenzó a salir recién hace un par de meses después de que se volvieron a encontrar casualmente haciendo una caminata por la región de Kirchschlag. En la sala de profesores, cuando eran colegas, él no había tenido ninguna conexión con ella, siempre le había parecido una leguleya. Me doy cuenta de que pocas veces he visto a mi padre de tan buen humor, tan animado como en estos últimos días. Ayer me quedé mirándolo por la ventana de la cocina cuando se dirigía al garaje; jamás lo había visto andar con un ritmo tal. Mientras había dado clases yo sólo lo había oído quejarse de los impertinentes e insolentes alumnos que no querían estudiar. Con sus blue jeans y su camiseta blanca parecía años más joven. Mi madre fue una persona extremadamente sedentaria, los últimos años antes de enfermarse sólo salió de casa para hacer las compras. Todo el tiempo tengo en la mano la hoja doblada con el texto del aviso que he llevado aprovechando que íbamos a las oficinas del periódico; quiero des hacerme del Austin. Desde que en los últimos tiempos en punto muerto el motor hace un ruido extraño, como si rozara algo, temo que sea algo grave. Papá me ha dicho que puedo usar su Peugeot, que él lo usa poco, Gretl siempre lo pasa a recoger con su auto. Y que antes de publicar el aviso le muestre el auto al señor Schretzmayer que colecciona autos y motos ingleses antiguos.

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Mientras esperaba a mi padre en el Austin delante del edificio del periódico, volvió a ocupar mi mente la nota ilustrada que sacó la revista Basta sobre la fábrica de armamento y el campo de concentración de Zipf. La nota salió hace más de un año a raíz de protestas que realizaron los pobladores de Zipf y Redl contra los Ferrocarriles Austríacos, porque que en unas vías secundarias de la estación de Redl—Zipf estacionaron, se habló de hasta unos quince, vagones con gas líquido altamente explosivo para extraerlo de allí para el suministro local. Hace dos días, mientras estaba sentado en la colmada sala de espera del médico, fui cortando disimuladamente milímetro a milímetro las hojas de esa revista ya agotada sin que los demás pacientes lo notaran. Las dos autoras toman la situación actual, las iniciativas populares en contra del gas líquido y en contra de la construcción de un monumento conmemorativo del campo de concentración cuarenta años después de terminada la guerra, como punto de partida para recordar los sucesos acaecidos en Zipf durante la misma. Al fotógrafo de la revista, así dice, lo echaron de la estación. Cuando regresaba a casa del consultorio del médico recordé que todavía tenía en el dictáfono el relato de Windisch sobre su época en Zipf. Dos semanas antes no me había interesado: ya resignado por no lograr hacer que hablara sobre la era de los Flechas de plata en los Grand Prix, la gran época de Mercedes Benz y Auto Unión, y en especial sobre las victorias de Bernd Rosemeyer, ya no lo había interrumpido más. Obsesionado con mi proyecto sobre los Flechas de plata, no había prestado realmente atención. Cuando en casa leí por segunda vez el artículo de la revista Basta, aquella noche me acosaron en sueños las imágenes de la tortura a la que había sido sometido el prisionero polaco del campo de concentración. Me levanté de la cama y para pensar en otra cosa volví a mirar el video de Nürburgring.

Al cabo de un cuarto de hora sentado en el Austin, bajé del auto y me quedé un rato caminando por el pequeño parque que había detrás del aparcamiento, fui y volví un par de veces del monumento a los caídos en la guerra hasta el monumento a Adalbert Stiner. Si me quedo mucho tiempo sentado en el auto, mis dolores de espalda se agudizan; hoy ni la tercera inyección me ha hecho nada. Cuando salí de entre las sombras del parque al espacio abierto, camino al monumento a Stiner, de pronto pensé: Algo acabó... ¿pero qué comienza ahora?

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Me vino a la mente aquella tarde hace dos semanas cuando recogí a Windisch en Oberndorf y lo llevé a la residencia geriátrica. La pesada tarea de bajado por la escalera de su casa a oscuras; después de ello los dos habíamos quedado agotados y permanecimos un rato sentados en el último escalón. Hasta ahora no he podido decidirme a llamado por teléfono y preguntarle si han encontrado sus libros y los recortes de periódicos. Cuando lo senté en el auto delante de la casa, jadeante me agradeció por la salida y me volvió a ofrecer darme todas sus cosas relativas a Auto Unión, dijo que les pediría a las enfermeras que miraran en el sótano y me preguntó si volvería a visitarlo otra vez y yo pensé: quizás pronto voy, son sólo dos horas de auto; antes me aseguraría de que la enfermera Johanna estuviera de servicio ese día. Y volví a pensar también en llevado a Vöcklabruck y a Zipf si él se hacía cargo de los gastos de gasolina. Y me pregunté por qué aquí, en Linz, yo sentía tan pocas ganas de dedicarme al tema Tazio Nuvolari y Bernd Rosemeyer. Max me ha ofrecido escribir una serie de tres artículos sobre Nürburgring y por ese motivo estoy leyendo dos libros que él me dio sobre la historia del antiguo Nürburgring y un número especial que sacó la revista Auto Motor und Sport dos años atrás con motivo de la inauguración del nuevo circuito.

Mi padre preferiría que consiguiera trabajo en un periódico como es debido; le preocupa que no tenga seguro de salud. Según él esta revista de deporte motor no tiene futuro. Niki Lauda abandonó las carreras y ello hará que disminuya el interés de la gente por la Fórmula 1. Austria ya no tiene más ningún campeón mundial y jamás volverá a tenerlo. Mi idea, que le conté ayer, de escribir eventualmente algo sobre Zipf no le parece bien: dijo que no habrá nadie que lo publique ni nadie que lo lea; le hacía acordar a un documental muy polémico sobre el tema que había visto en el canal de televisión ORE Contó que los pobladores de Zipf habían insultado a los realizadores y en la colina del bosque donde ellos querían filmar los restos del búnker y del banco de ensayo habían sido amenazados con palos por altos empleados de la fábrica de cerveza.

"¿Usted escribe bien?" Me vuelve a la mente la pregunta de Windisch y recuerdo que siempre me ha resultado más fácil escribir las notas cuando el tema lo he elegido yo; por lo general me ha costado cuando me lo han impuesto. Aunque la idea de comenzar a trabajar en el periódico como una suerte de

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voluntario no me entusiasma, tengo la esperanza de que la entrevista tenga un resultado positivo. Cuando le conté a Max ayer, él sacudió la cabeza: ¿realmente me podía imaginar ir al lugar de un accidente en la autopista de la ciudad o a una asamblea de vecinos en Leonding o entrevistar a un funcionario de un partido político y escribir sobre ello? Un importante grupo alemán de empresas de medios de la comunicación había mostrado interés en tener una participación en la Rennsport—Woche, él ya estaba buscando nuevas oficinas en el centro.

Cuando volví al auto, por el espejo retrovisor no quité la vista de la entrada del edificio. Delante de mí, los árboles del parque, el monumento a los caídos con forma de tronco de palmera. En todo su contorno están grabados los años y los nombres de batallas. 1789 Belgrado. 1917 Monte San Gabriele. ¿Dónde queda o quedaba Kollin (1757)? Probablemente en Silesia. 1809 Aspern... De una inscripción sólo pude leer las últimas líneas: duerme ahora en pantanos, en grietas en las rocas el regimiento. Pasó un camión cisterna, se detuvo, prosiguió camino, no alcancé a leer el letrero en el espejo retrovisor. ¿Dónde se metió papá?, pensé. Venía caminando por lo que no podía haberse quedado demorado en un atasco.

Se abre la puerta, sale el señor Schretzmayer con la mano apoyada sobre el hombro de un individuo de traje oscuro.

"El vicealcalde", susurra mi padre. Nos ponemos de pie. El vicealcalde también se despide de la secretaria del jefe a la que parece conocer pues estrecha con ambas manos la suya. Schretzmayer nos invita a pasar. Habla sobre el archivo del periódico que hace décadas dirige el buen señor Brunner, que ya tiene más de setenta y no tiene pensado abandonar. No han podido echado a la calle, aunque cada vez ocurre con mayor frecuencia que no encuentran nada. Y con las microfilmaciones ya no se avanza en absoluto... Pero ahora cada vez se enferma más seguido. El señor Brunner está dispuesto a formar a su sucesor. Hay otro candidato, pero aún no está nada decidido. Mi tarea, ahora Schretzmayer me mira a mí, incluiría también llevar el archivo del Departamento de Personal.

"Sabe, señor Maumer", se vuelve a dirigir a mi padre, "a fin de año me jubilo y quiero entregar todo en orden".

Yo pienso: ¿trabajar en el archivo? Y me vuelven a la mente los vagones con gas líquido y el dentista de Deauville sobre el que leí que hace más de cuarenta años estuvo prisionero

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en Zipf y desde hace años lucha para que allí se levante un monumento conmemorativo; eso quiere decir que el hombre está vivo. Y de nuevo recuerdo el pasaje que leí en la revista de cómo se hirvió a un prisionero en una olla con doscientos litros de sopa en el campo de concentración de Schlier.

Suena un teléfono. "Para usted, señor Schretzmayer, se lo paso a su oficina",

se oye exclamar a su secretaria. "Entonces llámeme la semana que viene", dice

Schretzmayer y primero me da la mano a mí, luego a mi padre, y yo ya no tengo oportunidad de preguntarle si estaría interesado en un Austin y si —en el caso de que obtuviera el empleo— yo tendría la posibilidad de escribir cada tanto un artículo para el periódico.

Sea como sea, resuelvo mientras vamos bajando la escalera, voy a escribir lo que me contó Windisch sobre su época en la fábrica Schlier, y me pregunto si algún día no le voy a ofrecer llevado a Vöcklabruck y a Zipf.

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Bibliografía

Hawle, Christian, Kriechbaum, Gerhard & Lehner, Margrit, Täter und Opfer. Nationalsozialistische Gewalt und Widerstand im Bezirk Vöcklabruck 1938—1945; eine Documentation [Victimarios y víctimas. Violencia nacionalsocialista y resistencia en el distrito Vöcklabruck 1938—1945. Una documentación], Viena—Linz—Weitra, 1995.

Kirchberg, Peter, Grand—Prix—Report Auto Union 1934—1939 [Informe sobre los Grand Prix de Auto Unión 1934—1939], Berlín, 1982.

Rosemayer — Beinhorn, Elly, Mein Mann der Rennfahrer. Der Lebensweg Bernd Rosemeyer [Mi esposo, el corredor de carreras. La vida de Bernd Rosemeyer], Berlín, 1938.