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Inventiva y picardía indígena en el trabajo en la Nueva España José Luis de Rojas Universidad Complutense de Madrid Tradicionalmente, hemos sostenido que los grandes móviles de la conquista de América fueron la evangelización y la sed de oro. Repasando la historia, comprobamos que esos ideales estuvieron siempre presentes, pero advertimos también que los hechos fueron mucho más complejos y la realización de los ambiciosos propósitos de los colonizadores se enfrentó a numerosas dificultades, tomando rumbos diferentes según la calidad de la tierra, de sus habitantes y de los recién llegados. Vamos a ocuparnos ahora de un tema que no ha recibido excesiva atención de los estudiosos, aunque fue motivo de preocupación para los contemporáneos: el trabajo de los indios en la Nueva España del siglo XVI. Es bien conocida la polémica que la condición del indí- gena levantó en el siglo XVI. Hubo que decidir si los indios eran o no seres humanos, y una vez aclarado este punto, establecer su grado de entendimiento, en aras de una cristia- nización más eficaz. Para ello se les situó a la altura de los niños, pero muchos frailes, que se preocupaban en investigar la vida de los indios “en tiempos de su gentilidad” albergaron serias dudas sobre este particular, pues comprobaron el grado de desarrollo de las instituciones políticas, administrativas y religiosas, así como la gran capacidad manual de sus neófitos. Algo no concordaba, y grandes evangelizadores como Fray

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Inventiva y picardía indígena en el trabajo en la Nueva España

José Luis de Rojas Universidad Complutense de Madrid

Tradicionalmente, hemos sostenido que los grandes móviles de la conquista de América fueron la evangelización y la sed de oro. Repasando la historia, comprobamos que esos ideales estuvieron siempre presentes, pero advertimos también que los hechos fueron mucho más complejos y la realización de los ambiciosos propósitos de los colonizadores se enfrentó a numerosas dificultades, tomando rumbos diferentes según la calidad de la tierra, de sus habitantes y de los recién llegados. Vamos a ocuparnos ahora de un tema que no ha recibido excesiva atención de los estudiosos, aunque fue motivo de preocupación para los contemporáneos: el trabajo de los indios en la Nueva España del siglo XVI.

Es bien conocida la polémica que la condición del indí­gena levantó en el siglo XVI. Hubo que decidir si los indios eran o no seres humanos, y una vez aclarado este punto, establecer su grado de entendimiento, en aras de una cristia­nización más eficaz. Para ello se les situó a la altura de los niños, pero muchos frailes, que se preocupaban en investigar la vida de los indios “en tiempos de su gentilidad” albergaron serias dudas sobre este particular, pues comprobaron el grado de desarrollo de las instituciones políticas, administrativas y religiosas, así como la gran capacidad manual de sus neófitos. Algo no concordaba, y grandes evangelizadores como Fray

Bernardino de Sahagún, Fray Toribio de Benavente, “Moto- linía”, Fray Gerónimo de Mendieta y Fray Juan de Torque- mada nos han dejado testimonios contradictorios, pues junto a la alabanza de las cualidades de los indígenas nos los muestran como “ingenuos”, según la versión oficial.

No pretendemos ahora hacer un estudio exhaustivo de las condiciones del trabajo indígena en la Nueva España aunque el tema amerite un estudio de entidad que se una al esfuerzo ya realizado por Silvio Zavala (1939,1984,1985). Nos vamos a limitar a mostrar las capacidades de los indios antes de la conquista, a su evolución después y a relatar algunas anécdo­tas ilustrativas de la pugna que se estableció entre indígenas y españoles. El tema es importante, pues la vía de enriqueci­miento en las Indias mediante la obtención de metales precio­sos se reveló como muy limitada, y hubieron de explorarse otros caminos. El más transitado fue el de aprovechar la mano de obra indígena, barata por diversos conceptos, para explotar predios agrícolas, estancias ganaderas, minas o comerciar. Así, los encomenderos depositaron su esperanza de prosperi­dad en los indígenas, obteniendo mayores ganancias confor­me mejoraban las prestaciones de sus sujetos.

Pero la sociedad colonial tenía una ingente multitud de intereses contrapuestos, y lo que para unos era bueno, causaba la ruina a otros. Los terratenientes medraban a costa de sus indios, y los maestros de diversos oficios mantenían una pugna difícil con la población autóctona y las autoridades en defensa de sus intereses. Aunque de forma más sencilla que ahora, en el siglo XVI funcionaba ya la ley de la oferta y la demanda, de manera que los bienes escasos gozaban de un precio más alto, y por ello la ganancia era mayor para quienes trataban en ellos. Algunos oficiales marcharon de la península a la Nueva España a establecerse como artesanos y hacer fortuna al ser los únicos proveedores de la sociedad colonial,

en artículos como sillas de montar, textiles, bordados, joyas, etc. Las autoridades apoyaron estos “monopolios” dictando leyes que regulaban el ejercicio de determinadas profesiones, requiriendo el pasar exámenes para ingresar en el gremio y poder establecer comercio. Por supuesto, a los que ya estaban dentro les interesaba restringir el acceso para seguir contro­lando la producción y, por lo tanto, los precios. Por supuesto, si los indígenas aprendían el oficio y comenzaban a producir, los precios caían en picada, arruinando el lucrativo negocio de los españoles. Había que mantenerlos alejados.

La contradicción aparece cuando estos artesanos requie­ren mano de obra, pues ésta era fundamentalmente indígena. Se vieron obligados a contratar obreros y a enseñarles el oficio, aunque tomaron precauciones como adjudicarles ta­reas concretas que les impidiesen conocer el proceso comple­to. Pese a eso, y ahí entra la picaresca, no consiguieron mantener ocultos sus secretos mucho tiempo. ¿Por qué pudo suceder esa “catástrofe” económica?

Comencemos por ver las capacidades de los indígenas. Para el período prehispánico disponemos de los testimonios de los cronistas, comenzando con Cortés. Una cita muy conocida es la de la admiración que Alberto Durero mostró al ver los presentes enviados por Hernán Cortés a Carlos I. Fueron los siguientes:

Las dos ruedas de oro y plata que dio Teudilli de parte de Moctezuma.Un exiliar de oro de ocho piezas, en el que había ciento ochenta

y tres esmeraldas pequeñas engastadas, y doscientas treinta y dos pedrezuelas, como rubíes, de no mucho valor; colgaban de él veinti­siete campanillas de oro y unas cabezas de perlas o berruecos.

Otro collar de cuatro trozos torcidos, con ciento dos rubinejos, y con ciento setenta y dos esmeraldejas; diez perlas buenas no mal engastadas, y por orla veintiséis campanillas de oro. Entrambos

collares eran dignos de ver, y tenían otras cosas primorosas además de las dichas.

Muchos granos de oro, ninguno mayor que un garbanzo, así como se hallan en el suelo.

Un casquete de granos de oro sin fundir, sino grosero, llano y no cargado.

Un morrión de madera chapado de oro, y por fuera mucha pedrería, y por bebederos veinticinco campanillas de oro, y por cimera un ave verde, con los ojos, pico y pies de oro.

Un capacete de planchuelas de oro y campanillas alrededor, y por la cubierta piedras.

Un brazalete de oro muy delgado.Una vara, como cetro real, con dos anillos de oro por remates, y

guarnecidos de perlas.Cuatro arrajaques de tres ganchos, cubiertos de pluma de muchos

colores, y las puntas de berrueco atado con hilos de oro.Muchos zapatos como esparteñas, de venado, cosidos con hilo

de oro, que tenían la suela de cierta piedra blanca y azul, y muy delgada y trasparente.

Otros seis pares de zapatos de cuero de diversos colores, guar­necidos de oro, plata o perlas.

Una rodela de palo y cuero, y alrededor campanillas de latón morisco, y la copa de una plancha de oro, esculpida en ella, Vitcilo- puchtli, dios de las batallas, y en aspa cuatro cabezas con su pluma, o pelo, a lo vivo y desollado, que era de león, de tigre, de águila y de buaro.

Muchos cueros de aves y animales, adobados con su misma pluma y pelo.

Veinticuatro rodelas de oro, pluma y aljófar, vistosas y de mucho primor.

Cinco rodelas de pluma y plata.Cuatro peces de oro, dos ánades y otras aves, huecas y vaciadas,

de oro.

Dos grandes caracoles de oro, que aquí no los hay, y un espantoso cocodrilo, con muchos hilos gruesos de oro alrededor.

Una barra de latón, y de lo mismo algunas hachas y una especie de azadas.

Un espejo grande guarnecido de oro, y otros pequeños.Muchas mitras y coronas bordadas en pluma y oro, y con mil

colores, perlas y piedras.Muchas plumas muy bonitas y de todos los colores, no teñidas,

sino naturales.Muchos plumajes y penachos, grandes, lindos y ricos, con argen­

tería de oro y aljófar.Muchos abanicos y moscadores de oro y pluma, y de pluma

solamente, pequeños y grandes y de todas clases, pero todos muy hermosos.

Una manta, especie de capa de algodón tejido, de muchos colores y de pluma, con una rueda negra en medio, con sus rayos, y por dentro lisa.

Muchos sobrepellices y vestimentas de sacerdotes, palios, fron­tales y ornamentos de templos y altares.

Otras muchas de esas mantas de algodón, blancas, blancas y negras escaqueadas, o coloradas, verdes, amarillas, azules, y otros colores así. Mas por el revés sin pelo ni color, y por fuera vellosas como felpa.

Muchas camisetas, jaquetas, tocadores de algodón, cosas de hombre.

Muchas mantas de cama, paramentos y alfombras de algodón.Eran estas cosas más bien lindas que ricas, aunque las ruedas

eran cosa rica, y valía más el trabajo que las mismas cosas, porque los colores del lienzo de algodón eran finísimos, y los de las plumas, naturales. Las obras de vaciadizo excedían el juicio de nuestros plateros; de los ¿uales hablaremos luego en conveniente lugar. Pusie­ron también con estas cosas algunos libros de figuras por letras, que usan los mexicanos, cogidos como paños, escritos por todas partes.

Unos eran de algodón y engrudo, y otros de hojas de metal, que sirven de papel, cosa muy digna de ver. Pero como no los entendieron no los estimaron. (López de Gómara, cap. xxxix, 1987:111-113)

En 1520, Durero vio este tesoro en Bruselas y escribió en su diario:

He visto las cosas que le fueron enviadas al Rey desde la nueva tierra del oro, un sol hecho todo de oro, de una braza de anchura, y una luna toda de plata, del mismo tamaño, y también dos habitaciones llenas de las armas del pueblo de allá, y todas clases de maravillosas armas suyas, jaeces y dardos, muy extrañas vestiduras, lechos y toda índole de asombrosos objetos de uso humano, mucho más dignos de verse que prodigios. Todas estas cosas son tan inapreciables que se les ha valuado en cien mil florines. En todos los días de mi vida no había visto nada que regocijara mi corazón tanto como estos objetos, pues entre ellos he visto maravillosas obras de arte, y me pasmo ante los sutiles entendimientos de los hombres de otras partes. Verdaderamen­te soy incapaz de expresar todo lo que pensé allí. (William Martin Conway, ed. y trad., Literary Remains of Albrecht Dürer, Cambridge University Press, 1889, p. 101; en Keen 1984:79)

El metal precioso fue fundido en gran parte. Por ello, tenemos que remitirnos a los testimonios como los precedentes o a las descripciones de Motolinía o Mendieta, quienes se admiran de la capacidad de la metalurgia indígena.

Una vía poco explotada es la de los documentos de archivo. En el Archivo General de Indias de Sevilla, por ejemplo, tenemos las cuentas de los tesoreros de la Nueva España y en los primeros tiempos se recaudaron muchas joyas que aparecen descritas en los libros de Contaduría (AGI, Contaduría, leg, 657).

Asimismo, contamos con los hallazgos que se han reali­

zado en las excavaciones arqueológicas. La mayoría no son de procedencia azteca, pero ilustran perfectamente la diver­sidad y calidad de la artesanía indígena. Se trabajaban los metales, las piedras, las piedras sem¡preciosas, las plumas, la pintura, etc. Hay obras de tamaño monumental y piezas extremadamente delicadas. Los conocimientos se aplicaban a artículos de lujo o a objetos de uso diario, como las navajas de obsidiana cuya confección tanto admiró a Mendieta y Torquemada.

Esta habilidad no se limita a la técnica. La organización del trabajo fue muy importante, aunque a la mayoría de los estudiosos no se lo haya parecido. Si nuestros cronistas están en lo cierto, la sabiduría de los amanteca era grande: eran capaces de dividirse el trabajo entre varios y sacarlo sin falta:

Y hay otra cosa de notable primor en esta arte plumaria, que si son veinte oficiales, toman a hacer una imagen todos ellos juntos, y dividiendo entre sí la figura de la imagen en tantas partes cuantos ellos son, cada uno toma su pedazo y lo van a hacer a sus casas, y después viene cada uno con el suyo, y lo van juntando a los otros, y de esta suerte viene a quedar la imagen tan perfecta y acabada como si un solo oficial la hubiera obrado. (Mendieta 1945,111:57)

Probada la habilidad de los indígenas en tiempos de su gentilidad, vamos a ver qué es lo que pasó después de la llegada de los españoles. La situación es prácticamente inver­sa a la prehispánica en lo que a pruebas se refiere. Tenemos documentación que nos habla de las habilidades, pero apenas se han conservado restos materiales que nos permitan valorar la calidad de los trabajos indígenas. Por el contrario, tenemos más testimonios de los procedimientos que se seguían para efectuar el trabajo y de lo que hoy llamaríamos relaciones de producción. Sabemos más de los conflictos entre “patronos y

obreros” y de la lucha por los salarios, y parte de esta información puede ser extrapolada, con las debidas precau­ciones, a los tiempos prehispánicos.

Los textos 1 y 2 dan buena prueba de la opinión de los frailes sobre las habilidades de los indios antes y después de la conquista. Apreciamos en ellos la variedad de actividades a las que se entregaban y la pericia con que se desempeñaban. Los frailes se sorprenden de la capacidad de aprendizaje de los indios, aunque algunas veces no nos aclaren bien si atribuyen el mérito a los discípulos o a los maestros. Así pasa con el episodio del anciano maestro de canto que se empeñaba en instruir a sus alumnos en castellano o latín, cuando ellos sólo hablaban lenguas indígenas. Los cronistas se sorprenden del éxito obtenido gracias a la paciencia y machaconería del profesor, del que se habían reído en un principio, y nosotros nos preguntamos si no habría que poner el resultado en el haber de los avispados alumnos.

Los alumnos indígenas mostraron su habilidad en el aprendizaje de artes manuales e intelectuales. En el último caso alaban la facilidad para aprender la escritura, siendo capaces de adecuar el tipo de letra a la del maestro y de copiar fielmente cualquier texto, incluida una bula pontificia, con firmas y todo. Fueron proclives al aprendizaje de la música, no sólo en lo que toca al canto o al tañido de instrumentos, sino también a la confección de éstos o a la composición musical. Veamos un ejemplo de Motolinía (1971:210-211):

Un mancebo indio que tañía flauta enseñó a tañer a otros indios en Tehuacán, y en un mes todos supieron oficiar una misa y vísperas, himnos, y Magníficat, y motetes; y en medio año estaban muy gentiles tañedores. Aquí en Tlaxcallan estaba un Español que tañía rabel, y un indio hizo otro rabel y rogó al Español que le enseñase, el cual le dió solas tres lecciones, en las cuales deprendió todo lo que el

Español sabía; y antes que pasasen diez días tañía con el rabel entrelas flautas, y diz cantaba sobre todas ellas.

En el latín también se mostraron rápidos, alcanzando altos niveles, a veces superiores a los de algunos clérigos. Prueba de ello son los textos escritos por gente como Martín de la Cruz o Pablo Nazareo. Pese a estas demostraciones, no logra­ron quitarse la etiqueta de necesitados de guía, impidiéndo­seles la ordenación sacerdotal, por ejemplo.

Esta capacidad de aprendizaje no se limitó a la teoría. Como ya hemos mencionado, el trabajo indígena fue una de las principales fuentes de riqueza de la Colonia. Por ello hubo numerosas ordenanzas que lo regulaban y también gran can­tidad de violaciones o abusos, por parte de indígenas y de españoles. Los patronos coloniales querían obtener los mayo­res beneficios, y los indios también, por lo que en ocasiones hubo acuerdos entre unos y otros, en perjuicio de terceros. Aquí es donde aparece con más fuerza la inventiva y la picardía indígena.

Los españoles utilizaron profusamente una institución prehispánica, el coatequitl o trabajo por turno en beneficio de la comunidad. Los indígenas tenían que dar servicio “por su rueda y tanda”, y el cabildo decidía en qué habían de ocuparse. El siglo XVI está lleno de disputas por los salarios: los españoles procuraban no pagarlos y los indígenas se quejaban de ello. Hubo diversas regulaciones, y finalmente se estable­ció un salario bastante bajo que no contentaba a los indígenas “cualificados”. Solución: no acudir al repartimiento y, para no incurrir en penas, pagar a otro indígena para que lo sustituyera, de manera que el “contratado” ganaba el salario oficial, que incluía la comida, y una gratificación del “contra­tante”, y éste disminuía sus pérdidas, pues fácilmente ganaba tres o cuatro veces más de esta forma. Esta no fue la única

manera de aprovecharse de la institución. Algunos caciques indígenas encontraron un lucrativo negocio en el control del trabajo de sus sujetos, y les desagradaba enormemente que se ajustaran con un español, pues perdían el control de esos ingresos (ver AGN, Tierras, vol. 20, 2a. parte, exp.4, f.5v en Carrasco 1978:32 y AGN, General de Parte I:181v, en Zavala y Gástelo 1939,1:106).

Los obrajes de paños fueron otra fuente de irregularida­des. La legislación hubo de evolucionar al tenor del descubri­miento de sus fallas. La actividad más perseguida fue el “sonsaque” que llevaba la inestabilidad a las plantillas e impedía la debida “explotación” del negocio. Gran parte de los contratos se realizaban mediante el adelanto de una can­tidad de dinero a cuenta, a veces las tres cuartas partes del total, al indígena. Este incurría en nuevos gastos durante su periodo de trabajo, ya que el resto del montante no era suficiente para la manutención de la familia. De esta manera, el trabajador quedaba “enganchado”, pues difícilmente podía saldar la deuda para poderse marchar. El “sonsaque” aparecía como la única solución, pues otro obrajero adelantaba al obrero la cantidad que debía, con lo que obtenía la libertad y podía cambiar de patrón con alguna mejora. Este procedi­miento fue prohibido por las autoridades (Urquiola 1985).

En las minas también se dieron ejemplos del ingenio de los indígenas, aunque más bien deberíamos hablar de capaci­dad de trabajo, pues en muchos casos podían quedarse con una parte del mineral extraído, lo que se denominaba la pepena.

En la administración también encontramos numerosos ejemplos. Muchos principales obtuvieron un lugar de privi­legio en la sociedad criolla, perdiendo poco a poco su condi­ción de indígenas. Otros consiguieron ser reconocidos como nobles o caciques por Cortés y pasaron a ser señores. Algunos

se desempeñaron como nahuatlatos o intérpretes, puestos de reconocida influencia, etc.

En los negocios también destacaron. Documentos del siglo XVI (vg. las Actas del Cabildo de Tlaxcala) presentan numerosas quejas de que los indios descuidan sus sementeras para dedicarse a la cría de la cochinilla, de la que se extraía un colorante muy apreciado. El Cabildo en 3 de marzo de 1553 se queja amargamente de que los productores y los comerciantes de grana gastan sin medida y han perdido el respeto a la Iglesia y a la tradición, dedicándose a la buena vida. Difícil empeño fue el tratar de convencerlos de que volvieran a la humilde vida de los agricultores.

El transporte en época prehispánica se realizaba en canoas o en hombres, los llamados tlameme. La Colonia introdujo el uso de carros y animales, pero no por ello erradicó los cargadores indígenas. Al contrario, proporcionó una magní­fica oportunidad a algunos caciques que controlaban un nú­mero suficiente de tlameme, para enriquecerse. El asunto es que los carros requieren caminos para circular, y éstos, ade­más de suponer una inversión considerable, tardan un tiempo en abrirse. Las bestias de carga necesitan vías menos mani­fiestas, pero la principal, que era la muía, tiene un defecto fundamental: no se reproduce. Por lo tanto, y ante la escasez de cría en la Nueva España, las acémilas debían ser importa­das y su precio era muy alto. Por supuesto estos costes repercutían en los precios que los arrieros cobraban a comer­ciantes y viajeros. Resultaba más barato emplear el sistema tradicional, pero había una pega: las ordenanzas sobre la carga de tlameme eran muy severas. Limitaban la cantidad de carga, la duración de la jornada y prohibían el sacar los indios de sus zonas de origen para evitar que se enfermaran con los cambios de clima. Después de las Leyes Nuevas de 1542, la protección del trabajo indígena fue mayor, y su extensión a los cargado­

res redujo la rentabilidad de su uso. El dilema se resolvió con un ardid: en las Leyes, las prohibiciones se referían a los españoles, no a los indígenas, quienes podían seguir emplean­do los tlameme en la forma tradicional. Rápidamente hubo acuerdos, empleando indígenas como testaferros en algunos casos, y actuando como verdaderos intermediarios en otros, para que las cargas pudieran ser llevadas con beneficios para todas las partes.

Las normativas laborales no siempre estuvieron destina­das a proteger a los indígenas. Los artesanos españoles que emigraron, con fines eminentemente lucrativos, consiguieron que se restringiera el desempeño de sus oficios y trataron de mantener en secreto sus técnicas para impedir que los precios bajaran ante el aumento de la oferta. Sabían perfectamente que los indios eran hábiles operarios y que producían con costos menores y márgenes más reducidos de ganancia, por lo que la fabricación de productos españoles por los indígenas suponía un hundimiento de los precios. El celo de estos maestros no obtuvo recompensa ante el “espionaje industrial” al que fueron sometidos por los indígenas. Estos métodos incluyeron el “hurto temporal” de elementos, como ocurrió con las sillas de montar (Mendieta 1945,111:61); la actuación coordinada de diversos indígenas, con colaboración de algún fraile, como en el aprendizaje de la técnica del batido del oro y la factura del guadamacil (Mendieta 1945,11:60); la obser­vación constante y atenta, como ocurrió con la técnica del vidriado (Mendieta 1945,111:55); y la habilidad y dominio técnico exhibido en la confección del sayal, en lo que fue un auténtico trabajo en equipo, perfectamente planeado (Men­dieta 1945,11:101-102).

Pero no todo fueron éxitos, como es lógico. Algunas veces, la picaresca indígena erró, como en este ejemplo de Motolinía (1971:215):

En México estaba un reconciliado, y como traía sambenito, viendo los Indios que era nuevo traje de ropa, pensó uno que los Españoles usaban aquella ropa por devoción en la cuaresma, y luego fuese a su casa e hizo sus sambenitos muy bien hechos y muy pintados; y sale por México a vender su ropa entre los Españoles y decia en lengua de Indios “Tic cohuaznequi sambenito,” que quiere decir: ¿quieres comprar sambenito? Fue la cosa tan reída por toda la tierra, que creo que llegó a España, y en México quedó como refrán: “Ti que quis benito.”

Creemos que esta recopilación de ejemplos, la mayor parte amables, nos permite apoyar algo que nos parece fundamen­tal: en la conquista y colonización de la Nueva España, los españoles se enfrentaron con gentes civilizadas, de claro entendimiento y gran habilidad, no con “pobres indios”, dignos de lástima y protección, por más que esta opinión fuera útil para justificar la evangelización y, unida a ella, la razón del dominio español sobre las Indias. Y que conste que esto no desmerece en absoluto el proceso colonial. Al contrario, enriquece aún más el apasionante estudio de la creación de una nueva sociedad, al introducir elementos que hasta ahora han sido poco considerados.

Textos

1. Fray BERNARDINO DE SAHAGUN (1975:578-579)

RELACIÓN DEL AUTOR DIGNA DE SER NOTADA (Libro X) Después de haber escrito las habilidades y oficios que estos mexicanos naturales tenían en tiempo de su infidelidad, y los vicios y virtudes que entre ellos eran tenidos por tales, pare­cióme cónsono a, razón poner aquí los oficios y habilidades, vicios y virtudes que después acá han adquirido.

En cuanto a lo primero tenemos por experiencia que en

los oficios mecánicos son hábiles para aprenderlos y usarlos, según que los españoles los saben y los usan, como son oficios de geometría, que es edificar, los entienden y los saben y hacen como los españoles; también el oficio de albañilería, y cantería, y carpintería; también los oficios de sastres, zapate­ros, sederos, impresores, escribanos, lectores, contadores, músicos de canto llano y de canto de órgano, (de) tañer flautas, chirimías, sacabuches, trompetas, órganos; saber gra­mática, lógica, retórica, astrología y teología, todo esto tene­mos por experiencia que tienen habilidad para ello y lo aprenden y lo saben, y lo enseñan, y no hay arte ninguna que no tengan habilidad para aprenderla y usarla.

2. FRAY GERONIMO DE MENDIETA(1945, 111:54-62)LIBRO IV, CAPITULO XII: Del ingenio y habilidad de los indios para todos oficios, y primero se trata de los que ellos usaban antes que viniesen los españoles.

Porque los religiosos, demás de enseñar a los indios a leer y escribir y cantar, y algunas otras cosas de la iglesia (como delante se dirá), pusieron también diligencia y cuidado en que aprendiesen los oficios mecánicos y las demás artes que la industria humana tiene inventadas, es bien presuponer el ingenio y habilidad que los mismos indios para percibir los que se les enseñase de su parte tenían, y el primor que mostraban en los oficios que usaron en su infidelidad, antes que conociesen a los españoles. Había entre ellos grandes escultores de cantería, que labraban cuanto querían en piedra, con guijarros y pedernales (porque carecían de hierro), tan prima y curiosamente como en nuestra Castilla los muy buenos oficiales con escodas y picos de acero, como se echa hoy día de ver en algunas figuras de sus ídolos que se pusieron por esquinas sobre el cimiento en algunas casas principales

de México, aunque no son de la obra curiosa que solían hacer. Los carpenteros y entalladores labraban la madera con instru­mentos de cobre, pero no se daban a labrar cosas curiosas como los canteros. Las piedras de precio labraban los lapida­rios con cierta arena que ellos conocían, y hacían de ellas las figuras que querían, y lo mismo hacen ahora, aunque lo usan poco porque ya no se hallan piedras preciosas entre los indios. A los plateros faltábanles las herramientas para labrar de martillo; pero con una piedra sobre otra hacían una taza llana de plata o un plato. Con todo eso, en fundir cualquier pieza o joya de vaciadizo hacían ventaja a los plateros de España, porque funden un pájaro que se le anda la cabeza, la lengua y las alas. Y vacían un mono o otro animal, que se le andan cabeza, pies y manos, y en las manos les ponen unos trebejos que parecen bailar con ellos. Y lo que más es, sacan una pieza la mitad de oro y la otra mitad de plata, y vacían un pece la mitad de las escamas de oro y la otra mitad de plata; una escama de plata y otra de oro, que se maravillaron mucho los plateros de España. Pintores había buenos que pintaban al natural, en especial aves, animales, árboles y verduras, y cosas semejantes, que usaban pintar en los aposentos de los señores. Mas los hombres no los pintaban hermosos, sino feos, como a sus propios dioses, que así se lo enseñaban y en tales monstruosas figuras se les aparecían, y permitíalo Dios que la figura de sus cuerpos asemejase a la que tenían sus almas por el pecado en que siempre permanecían. Mas después que fueron cristianos, y vieron nuestra imágenes de Flandes y de Italia, no hay retablo ni imagen por prima que sea, que no la retraten y contrahagan; pues de bulto, de palo o hueso, las labran tan menudas y curiosas, que por cosa muy de ver las llevan a España, como llevan también los crucifijos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un niño, y tan

perfectos, proporcionados y devotos, que hechos (como di­cen) de cera, no pueden ser más acabados. Había oficiales de loza y de vasijas de barro para comer y beber en ellas, muy pintadas y bien hechas, aunque el vidriado no lo sabían; pero luego lo aprendieron del primer oficial que vino a España, por más que él se guardaba y recataba de ellos. Otros vasos hacían de ciertas calabazas muy duras y diferentes de las nuestras, y es fruta de cierto árbol de tierras calientes. Estas las pintaban y pintan hoy día de diversas figuras y colores muy finos, y tan asentadas, que aunque estén cien años en el agua, nunca la pintura se les borra ni quita. Y pénenles unos piés como de cálices de la misma labor. Son vasos muy lindos y vistosos. Para su vestido (mayormente de los señores y de los ministros de los templos para su ministerio) hacían ropas de algodón blancas, negras, y pintadas de diversos y muy finos colores, gruesas y delgadas, como las querían, y muchas como almai­zales moriscos. Otras hacían de pelos de conejos, puesto, tejido o engerido con hilo de algodón, que usaba la gente principal, a manera de bernias, por no haber frío, porque son muy calientes, suaves y blandas, y tan artificiosamente he­chas, que parece poderse poner allí el pelo de conejos, cosa de maravilla. En lugar de alhombras, hacían esteras de hoja de palma y juncia, muy delicadas, y muchas de ellas muy pintadas, poniendo parte de las palmas o de la juncia de colores entretejidas, que podrían servir en casas de gente principal de Castilla, en lugar de paños de pared, especial­mente en los veranos, por ser tan frescas, y juntamente vistosas.

Había también oficiales de curtir cueros de venados, leones y tigres y otros animales, y de adobarlos maravillosa­mente, con pelo y sin pelo, blancos, colorados, azules, negros y amarillos, tan blandos, que hacen hoy día guantes de ellos. Demás del calzado común (que eran sandalias del cáñamo del

maguey, que es la cepa de su vino), hacían también para los señores y principales, alpargates muy delicados y polidos del mismo cáñamo y algodón, y algunos muy curiosos, pintados y dorados. Pero lo que parece exceder a todo ingenio humano, es el oficio y arte de labrar de pluma con sus mismos naturales colores, asentada todo aquello que los muy primos pintores pueden con pinceles pintar. Solían hacer y hacen muchas cosas de pluma, como aves, animales, hombres, capas o mantas para se cubrir, y vestimentas para los sacerdotes del templo, coronas o mitras, rodelas, moscadores, y otras mane­ras de cosas que se les antojaban. Estas plumas eran verdes, azules, coloradas, rubias, moradas, encarnadas, amarillas, pardas, negras, blancas y finalmente, de todos colores, toma­das y habidas de diversas aves, y no teñidas por alguna industria humana, sino naturales. Y a esta causa tenían en gran precio cualquiera especie de aves, porque de todas se aprove­chaban, hasta de los más mínimos pajaritos. Pues si tratamos del tiempo presente, después que vieron nuestra imágenes y cosas muy diferentes de las suyas, como en ellas han tenido larga materia de extender y avivar sus ingenios, es cosa maravillosa con cuánta perfección se ejercitan en aquella su subtil y para nosotros nueva arte, haciendo imágenes y reta­blos y otras cosas de sus manos, dignas de ser presentadas a príncipes y reyes y Sumos Pontífices. Y hay otra cosa de notable primor en esta arte plumaria, que si son veinte oficia­les, toman a hacer una imagen todos ellos juntos, y dividiendo entre sí la figura de la imagen en tantas partes cuantos ellos son, cada uno toma su pedazo y lo van a hacer a sus casas, y después viene cada uno con el suyo, y lo van juntando a los otros, y de esta suerte viene a quedar la imagen tan perfecta y acabada como si un solo oficial la hubiera obrado. Y no es poco de notar que lo mismo que estos oficiales hacen de pluma, otros muy comunes y desechados hacen de rosas y

flores de diversas colores, que ni más ni menos forman una imagen de santos, y armas, y letras y todo lo que quieren, asentando las hojas de las flores y yerbas con engrudo sobre una estera, conforme a los colores que pide cada parte de las figuras y menudencias que quieren pintar, y queda la imagen o pintura tan vistosa y graciosa, que después que han servido en la iglesia para donde se hacen, en fiestas principales, las piden los españoles para ponerlas en sus aposentos, como imágenes perfectas y devotas. Oficiales tenían y tienen de hacer navajas de una cierta piedra negra o pedernal. Y verlas hacer, es una de las cosas que por maravilla se pueden ir a ver entre los indios. Y hácenlas (si se puede dar a entender) de esta manera: siéntanse en el suelo y toman un pedazo de aquella piedra negra, que es cuasi como azabache y dura como pedernal, y es piedra que se puede llamar preciosa, más hermosa y reluciente que alabastro y jaspe, tanto que de ella se hacen aras y espejos.

Aquel pedazo que toman es de un palmo o poco más largo, y de grueso como la pierna o poco menos y rollizo. Tienen un palo del grueso de una lanza y largo como tres codos o poco más, y al principio de este palo ponen pegado y bien atado un trozo de palo de un palmo, grueso como el molledo del brazo, y algo más, y este tiene su frente llana y tajada, y sirve este trozo para que pese más aquella parte. Juntan ambos pies descalzos, y con ellos aprietan la piedra con el pecho, y con ambas las manos toman el palo que dije era como vara de lanza (que también es llano y tajado) y ponénselo a besar con el canto de la frente de la piedra (que también es llana y tajada), y entonces aprietan hacia el pecho, y luego salta de la piedra una navaja con su punta y sus filos de ambas partes, como si de un nabo la quisiesen formar con un cuchillo muy agudo, o si como la formasen de hierro al fuego, y depués en la muela la aguzasen y últimamente le diesen filos en las

piedras de afilar. Y sacan ellos en un credo de estas piedras, en la manera dicha, como veinte o más navajas. Salen estas cuasi de la misma hechura y forma de las lancetas con que nuestros barberos acostumbran sangrar, salvo que tienen un lomillo por medio, y hacia las puntas salen graciosamente algo combadas. Cortarán y raparán la barba y cabello con ellas, y de la primera vez y primero tajo, poco menos que con una navaja acerada; mas al segundo corte pierden los filos y luego es menester otra y otra para acabar de raparse el cabello o la barba, aunque a la verdad son baratas, que por un real darán veinte de ellas. Finalmente, muchas veces se han afei­tado españoles seglares y religiosos con ellas. Mas ciertamen­te verlas sacar es cosa de admiración, y haber acertado en el arte de sacarlas, no es pequeño argumento de la viveza de los ingenios de los hombres que tal manera de invención hallaron.

CAPITULO xm: De cómo los indios aprendieron los oficios mecánicos que ignoraban, y se perficionaron en los que de antes usaban.

El primero y único seminario que hubo en la Nueva España para todo género de oficios y ejercicios (no sólo de los que pertenecen al servicio de la Iglesia, mas también de los que sirven al uso de los seglares), fué la capilla que llaman de S. José, contigua a la iglesia y monesterio de S. Francisco de la ciudad de México, donde residió muchos años, teniéndola a su cargo, el muy siervo de Dios y famoso lego Fr. Pedro de Gante, primero y principal maestro y industrioso adestrador de indios. El cual no se contentando con tener grande escuela de niños que se enseñaban en la doctrina cristiana, y a leer y escribir y cantar, procuró que los mozos grandecillos se aplicasen a deprender los oficios y artes de los españoles, que sus padres y abuelos no supieron, y en los que antes usaban

se perficionasen. Para esto tuvo en el término de la capilla algunas piezas y aposentos dedicados para el efecto, donde los tenía recogidos, y los hacía ejercitar primeramente en los oficios más comunes, como de sastres, zapateros, carpente- ros, pintores y otros semejantes, y después en los de mayor subtileza, que por ventura si este devoto religioso en aquellos principios con su cuidado y diligencia no los aplicara y aficionara a saber y deprender (según ellos de su natural son dejados y muertos, mayormente en aquel tiempo que estaban como atónitos y espantados de la guerra pasada, de tantas muertes de los suyos, de su pueblo arruinado, y finalmente de tan repentina mudanza y tan diferente en todas las cosas), sin duda se quedaran con lo que sus pasados sabían, o a lo menos tarde y con dificultad fueran entrando en los oficios de los españoles. Mas como comenzaron a desenvolverse con aquel ordinario ejercicio, y se acodiciaron algo al provecho que se les pegaba (demás de ser ellos como monas, que lo que ven hacer a unos lo quieren hacer los otros), de esta manera muy en breve salieron con los oficios más de lo que nuestros oficiales quisieran. Porque a los que venían de nuevo de España, y pensaban que como no había otros de su oficio habían de vender y ganar como quisiesen, luego los indios se lo hurtaban por la viveza grande de su ingenio y modos que para ello buscaban exquisitos, como arriba en el capítulo treinta y uno del tercero libro se dijo, de los que hurtaron su oficio al primer tejedor sayalero que vino de España. Un batihoja batidor de oro, el primero que vino, pensó encubrir su oficio, y decía que era menester estar un hombre seis o siete años por aprendiz para salir con él. Mas los indios no aguar­daron a nada de esto, sino que miraron a todas las particula­ridades del oficio disimuladamente, y contaron los golpes que daba con el martillo, y donde hería, y cómo volvía y revolvía el molde, y antes que pasase el año sacaron el oro batido, y

para esto tomaron al maestro un librito prestado, que él no lo vió hasta que se lo devolvieron. Este mismo era oficial de hacer guadamecíes, y recatábase todo lo posible de los indios en lo que obraba, en especial que no supiesen dar el color dorado y plateado. Los indios, viendo que se escondía de ellos, acordaron de mirar los materiales que echaba, y toma­ron de cada cosa un poquito, y fuéronse a un fraile, y dijéronle: “Padre, dínos adonde venden esto que traemos. Que si noso­tros lo habernos, por más que el español se nos esconda, haremos guadamecíes, y les daremos el color dorado y pla­teado como los maestros de Castilla”. El fraile (que debía ser Fr. Pedro de Gante, y holgaba que hiciesen estas travesuras), díjoles donde hallarían a comprar los materiales, y traídos hicieron sus guadamecíes. Cuando quisieron contrahacer los indios las sillas de la gineta, que comenzaba a hacer un español, acertaron a todo lo que para ella era menester, su coraza y sobrecoraza y bastos, mas no atinaban a hacer el fuste. Y como el sillero tuviese un fuste (como es costumbre) a la puerta de su casa, aguardaron a que se entrase a comer, y llevaron el fuste para sacar otro. Y otro sacado, otro día a la misma hora que comía tornaron a poner el fuste en su lugar. Lo cual como vió el sillero, luego se temió que su oficio había de andar por las calles en manos de los indios (como los otros oficios), y así fue de hecho, que desde a seis o siete días vino un indio vendiendo fustes por la calle, y llegando a su casa le preguntó si le quería comprar aquellos fustes y otros que tenía hechos, de que al buen sillero le tomó la rabia y quiso darle con ellos en la cabeza, porque él, como era solo en el oficio, vendía su obra como quería, y puesta en manos de los indios había de bajar en harto menos precio. Uno de los oficios que primeramente sacaron con mucha perfección fué el hacer campanas, así en las medidas y grueso que la campana requiere en las asas y en el medio, como en el borde y en la

mezcla del metal, según el oficio lo demanda. Y así fundieron luego muchas campanas, chicas y grandes, muy limpias y de buena voz y sonido. El oficio de bordar les enseñó un santo fraile lego, italiano de nación (aunque criado en España), llamado Fr. Daniel, de quien se hizo memoria en el capítulo quinto de este libro, que trata de la provincia de Michuacan y Jalisco, adonde se fué a vivir y morir, dejando en esta de México muchos ornamentos, no costosos, más curiosos y vistosos, hechos de su mano y de los indios sus discípulos. En los oficios que de antes sabían se perficionaron los indios después que vieron las obras que hacían los españoles. Los canteros, que eran curiosos en la escultura (como queda dicho), y labraban sin hierro con solas piedras cosas muy de ver, después que tuvieron picos y escodas y los demás instru­mentos de hierro, y vieron obras que los nuestros hacían, se aventajaron en gran manera, y así hacen y labran arcos redondos, escacianos y terciados, portadas y ventanas de mucha obra, y cuantos romanos y bestiones han visto, todo lo labran, y han hecho muchas muy gentiles iglesias y casas para españoles. Lo que ellos no habían alcanzado y tuvieron en mucho cuando lo vieron, fué hacer bóvedas, y cuando se hizo la primera (que fué la capilla de la iglesia vieja de S. Francisco de México, por mano de un cantero de Castilla), maravilláronse mucho los indios en ver cosa de bóveda, y no podían creer sino que al quitar de los andamios y cimbra, todo había de venir abajo. Y por esto cuando se ovieron de quitar los andamios, ninguno de ellos osaba andar por debajo. Mas visto que quedaba firme la bóveda, luego perdieron el miedo. Y poco después los indios solos hicieron dos capillitas de bóveda, que todavía duran en el patio de la iglesia principal de Tlaxcala, y después acá han hecho y cubierto muy exce­lentes iglesias de bóveda y casas de bóveda en tierra calientes. Los carpenteros, aunque cubrían de buena madera bien labra-

da las casas de los señores, y hacían otras obras de sus manos, es ahora muy diferente lo que hacen, porque labran de todas maneras de carpentería y imágenes de talla, y todo lo que los muy diestros artífices o arquitectos usan labrar. Y finalmente, esto se puede entender por regla general, que casi todas las buenas y curiosas obras que en todo género de oficios y artes se hacen en esta tierra de Indias (a los menos en la Nueva España), los indios son lo que ejercitan y labran, porque los españoles maestros de los tales oficios, por maravilla hacen más que dar la obra a los indios y decirles cómo quieren que la hagan. Y ellos la hacen tan perfecta, que no se puede mejorar.

(Del Capítulo XXXI del libro III: De particulares ejemplos de abstinencia y pobreza de aquellos apostólicos varones para nuestra imitación)(l945,11:101-102)

...Cerca del vestuario fué tanta la pobreza entre aquellos padres antiguos, que el padre Fr. Diego de Almonte contaba de sí mismo, que teniendo ya el hábito que trajo de España tan roto que no lo podía traer de hecho pedazos, hizo que los niños de la escuela lo deshiciesen, y destorciesen el hilo hilado y tejido, y lo volviesen como pelos de lana. Y aquella lana la volvieron a hilar y tejer unas indias, como ellas tejen su algodón, y de aquellos se hizo otro habitillo bien flojo, que fué de poco provecho: y hizo esto el Fr. Diego, porque entonces aún no había lana de que hacer otro. Y todos ellos pasaban esta desnudez, que fué muy grande en aquellos principios; porque los frailes que a la sazón venían de España no usaban más ropa de la que traían vestida, y aquella se les acababa en poco tiempo, y no había sayal, ni de qué la hacer, si no eran mantas de algodón teñidas de pardo. Y porque parece venir a propósito de esta materia, contaré la devoción

que tuvo un indio principal para vestir a los frailes, y la habilidad y diligencia que unos sus criados pusieron para hacer el sayal. Este principal que digo se llamaba D. Martín, señor del pueblo de Guacachula, devotísimo en extremo de los religiosos, y que usó grandes liberalidades con ellos. Como veía la mengua grande que padecían en el vestido, y compadeciéndose de ellos, supo que había llegado a México un oficial que hacía sayal, y como era el primero, apenas lo había hecho cuando lo tenían comprado. Mandó este indio a ciertos vasallos suyos, que fuesen a México, y que entrasen a soldada con aquel sayalero, y que mirasen bien y disimulada­mente cómo lo hacía, y en deprendiendo el oficio se volvie­sen. Ellos lo hicieron tan bien, que tomaron secretamente las medidas del telar y del torno, y cada uno miraba cómo se hacía, y en alzando de obra platicaban lo que habían visto; de suerte que en pocos días supieron bien el oficio, salvo que el urdir la tela los desatinaba. Pero en breve lo entendieron, y sin despedirse del español, cogieron el hacecillo de varas que tenían de las medidas que habían tomado, y volviéronse a Guacachula, y asentaron telar, y hicieron sayal de que los frailes se vistieron, y los indios quedaron maestros para hacerlo de allí adelante.

NOTA: El mismo texto aparece en Torquemada, libro XVII, capítulos I y II, con la salvedad de que el episodio del sayalero lo refiere a “como tenemos dicho en otro libro”.

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