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1 Historia Económica Preindustrial Introducción Estructura y organización docente La denominación de este curso abierto es Historia Económica Preindustrial (en adelante HEP). Este título no recoge de modo satisfactorio el conjunto de asuntos que se abordan en él, pero es breve, y eso es un valor en sí mismo. Quizás fuera una buena idea añadir un subtítulo. Por ejemplo, una acotación temporal y espacial como “Europa y el resto del mundo entre 1500 y 1800”. Claro que esto tampoco sería del todo exacto, pues en muchas ocasiones va más allá; sobre todo, hacia atrás. Además, creo que los conceptos de “Europa” y “resto del mundo” que manejo son un tanto “elásticos”. Quizás fuera mejor plantear en el subtítulo la cuestión principal del curso. De haber alguna, ésta sería “Los orígenes de la gran divergencia”. Este curso sería una indagación sobre las causas que llevaron a Occidente a “adelantar” al resto de las civilizaciones en casi todos los aspectos de la vida económica, en el avance de la ciencia, en el desarrollo tecnológico, en los derechos de las mayorías y las minorías y, en fin, en muchas otras cosas. No obstante, ni “la gran divergencia” es un tema de debate popular, ni es la única perspectiva válida para mirar al pasado. En resumen, temo que este curso abierto es “manifiestamente mejorable” incluso desde su mismo título. Para animarle a que siga adelante le diré que es posible que aprenda algunas cosas más o menos interesantes sobre la vida de la gente que vivió hace mucho tiempo en muchos lugares distintos. Es posible que algunas de las cosas que lea despierten su curiosidad intelectual. Puede que le conmuevan; incluso puede que le irriten. No me importa si sucede así. Lo único que realmente me disgustaría es que le aburriese. Ya decía Voltaire que los únicos libros que debería prohibir la censura son los aburridos.

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Historia Económica Preindustrial Introducción Estructura y organización docente La denominación de este curso abierto es Historia Económica Preindustrial (en adelante HEP). Este título no recoge de modo satisfactorio el conjunto de asuntos que se abordan en él, pero es breve, y eso es un valor en sí mismo. Quizás fuera una buena idea añadir un subtítulo. Por ejemplo, una acotación temporal y espacial como “Europa y el resto del mundo entre 1500 y 1800”. Claro que esto tampoco sería del todo exacto, pues en muchas ocasiones va más allá; sobre todo, hacia atrás. Además, creo que los conceptos de “Europa” y “resto del mundo” que manejo son un tanto “elásticos”. Quizás fuera mejor plantear en el subtítulo la cuestión principal del curso. De haber alguna, ésta sería “Los orígenes de la gran divergencia”. Este curso sería una indagación sobre las causas que llevaron a Occidente a “adelantar” al resto de las civilizaciones en casi todos los aspectos de la vida económica, en el avance de la ciencia, en el desarrollo tecnológico, en los derechos de las mayorías y las minorías y, en fin, en muchas otras cosas. No obstante, ni “la gran divergencia” es un tema de debate popular, ni es la única perspectiva válida para mirar al pasado. En resumen, temo que este curso abierto es “manifiestamente mejorable” incluso desde su mismo título. Para animarle a que siga adelante le diré que es posible que aprenda algunas cosas más o menos interesantes sobre la vida de la gente que vivió hace mucho tiempo en muchos lugares distintos. Es posible que algunas de las cosas que lea despierten su curiosidad intelectual. Puede que le conmuevan; incluso puede que le irriten. No me importa si sucede así. Lo único que realmente me disgustaría es que le aburriese. Ya decía Voltaire que los únicos libros que debería prohibir la censura son los aburridos.

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Esto es un curso abierto, open course u OCW (Open CourseWare). Como quiera usted llamarlo, una de sus principales diferencias con respecto a otros cursos abiertos o a la enseñanza presencial es que aquí no va a conseguir un título. Por tanto, no podrá acreditar ante sus jefes, amigos o familiares que tiene “conocimientos”, “habilidades” o “actitudes” propias de esta materia. Por otro lado, hay algunas cosas sobre las que debe ser advertido. La Historia Económica no es una disciplina cerrada de la que ya se ha dicho todo lo que había que decir (en realidad, creo que eso sólo se puede decir de la Óptica). Por tanto, quiero que tenga bien claro que lo que sigue sólo es una honesta interpretación personal; o eso creo… ¡honestamente! Como puedo estar equivocado en muchas cosas, para mí es importante que usted tenga una idea de mi forma de abordar no sólo los problemas históricos, sino el conjunto de la realidad social. De ello se ocupa la última parte de esta introducción; que también es la mayor y la menos importante para usted. El resto es una breve exposición de las partes de las que consta el curso, el método que propongo para su estudio, el lugar que ocupa esta materia en la Historia Económica, y el lugar que ocupa en la docencia de las facultades de Economía de España. Seguramente ahora las dos primeras cuestiones le serán más interesantes que las dos últimas. Este curso abierto consta de cuatro tipos de materiales. En primer lugar, y principal, los textos escritos. Aparte de esta introducción, hay seis lecciones o temas agrupados en dos bloques. El primero aborda la HEP en el ámbito europeo o, más bien, occidental. No obstante, el primer capítulo, que trata cuestiones demográficas, ofrece una visión más amplia. El segundo bloque se ocupa especialmente de lo que no es Europa. Tras un segunda y breve introducción, se aborda la expansión (conquista, colonización, etc.) europea en América, Indonesia, Siberia y otros lugares; por supuesto, con anterioridad a 1800. Y a continuación las grandes civilizaciones asiáticas: el Islam, India, China y Japón. El segundo tipo de materiales son mapas, diagramas, gráficos y tablas relacionados con los seis temas anteriores. La razón por la que no he querido incluirlos en el texto principal es que quiero que les sirvan como una suerte de repaso. Por supuesto, un repaso parcial, pues hay asuntos que pueden explicarse con ventaja con esos materiales, pero otros no. El tercer tipo de materiales son varios videos explicativos de cuestiones difíciles, polémicas o divertidas. Con este tipo de materiales sucede lo mismo que con los anteriores: no pretenden ser comprehensivos del conjunto de la materia, de modo que sólo pueden servir para hacer repasos parciales. Con ellos se intenta facilitar el aprendizaje, dando al estudiante un tipo de información con un formato diferente que refuerza el texto escrito; en ocasiones, aumentándolo.

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El cuarto tipo de materiales son varios test de autoevaluación que, ésta vez sí, abarcan el conjunto del material escrito. Se trata de test convencionales con cuatro opciones por pregunta, en los que he tratado de buscar un equilibrio entre las preguntas fácticas y las que interrogan sobre procesos o interpretaciones. Este curso deliberadamente no incluye apartados típicos en otros materiales docentes. En primer lugar, no hay “Resultados del aprendizaje”. La experiencia me dice que los estudiantes jamás pierden el tiempo en leerlos, de modo que yo tampoco voy a perder el tiempo en elaborarlos. Además, tampoco tengo claro ni cuáles son ni para que sirven. Es decir, para les sirven a ustedes. Probablemente ustedes acaben encontrando enseñanzas que a mí ni siquiera se me habrían ocurrido. En general, en la redacción de los textos he reducido al mínimo todos aquellos elementos que ralentizan la lectura o cuyo interés pedagógico es (a mi juicio) discutible, como referencias, citas, notas a pie, etc. A excepción del resumen que introduce cada tema, a lo largo de los textos tampoco encontrará esquemas de ningún tipo. En este caso la razón es doble. Por un lado, creo que la verdadera utilidad de esos materiales se obtiene cuando son elaborados por el propio estudiante. Si quiere, puede ver el asunto de este modo: todos los temas tienen un ejercicio de autoevaluación implícito denominado “Haga un resumen de lo que ha leído”. Yo no debo decirle cómo hacerlo porque quien mejor los sabe es usted. En esto, como en otras cosas, los docentes deberíamos tener presente que más medios no necesariamente significa mejor aprendizaje. Hay una segunda razón, incluso más importante que la anterior, para no presentarle esos resúmenes. No quiero darles demasiada importancia. Hacer un esquema, cualquier esquema, es algo parecido a construir una estantería muy desordenada, con sus estantes, dentro de los cuáles hacemos más estantes y vamos acumulando carpetas, con sus subcarpetas y carpetillas y papeles. En fin, tratamos de organizar el conocimiento de forma que cada papel esté ahí porque ocupa un lugar dentro del conjunto. Pero a su vez cada papel condiciona la ubicación de muchos otros papeles. Dicho de otro modo, no quiero que el tipo de razonamiento que prime en esta asignatura sea la característica y nefasta exposición de la “multitud” de factores. La historia no puede ser una interminable relación de causas y consecuencias que adornan cada fenómeno como las cabezas de una hidra. El verdadero pensamiento es deductivo. Lo otro, el pensamiento acumulativo, se llama enciclopedia; y cuando sirve a la preparación de un examen se resuelve con palabras memotécnicas que se olvidan con la misma rapidez con que se aprendieron. Otra cosa que tampoco encontrará en este curso abierto son ejercicios de autoevaluación distintos a esos test. Francamente, no me acaban de gustar. Si formara parte de mis competencias evaluarles, y si tuviera la posibilidad de contactar con ustedes, elegiría otro procedimiento. Por ejemplo, podríamos quedar un día en la cafetería de esta facultad desde la

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que escribo para “cambiar impresiones”; café, tabaco e incluso coñac por delante. Por supuesto, los gastos de esta “evaluación” correrían por cuenta del examinando. Pero, desafortunadamente, las circunstancias aconsejan un método más objetivo y distante. Por supuesto, los test tienen muchos problemas; pero no más que otros métodos de evaluación tradicionales, y son la única opción que permite al estudiante conocer inmediatamente su progreso. Bien, esto es todo lo que debe saber antes de empezar. Lo que sigue de esta introducción es menos importante, de modo que puede pasar directamente al siguiente capítulo. No obstante, si quiere saber algo más de esta disciplina o del modo de pensar del autor de estas páginas, siga leyendo

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La Historia Económica Preindustrial En el programa de estudios del grado de Economía de la UNED no existe esta asignatura. En el grado de Economía existe una Historia Económica Mundial que alcanza la época actual o un par de décadas atrás, de modo que el período de tiempo comprendido entre los siglos XIII y XVIII vendría a representar alrededor del 40% de la materia; lo que viene a ser mucho más que en los programas de asignaturas equivalentes de otras asignaturas. Podría decirse que esta Historia Económica Preindustrial recoge los dos primeros capítulos de un manual convencional de esa asignatura. A mi juicio, en las últimas dos décadas la HEP ha ido adquiriendo ciertos rasgos que la diferencian del resto de la asignatura. Por supuesto, no es que estemos ante una disciplina distinta que se desgaja del cuerpo principal al modo en que lo hizo la Química Orgánica del conjunto de la Química. Lo que sucede es que las circunstancias externas que la rodean y los problemas internos que han ido apareciendo hacen de ella un objeto de estudio independiente. En realidad, un material perfecto para ser incluido dentro de un curso abierto. Empezando por lo malo y lo local, la HEP cada vez ocupa menos espacio en los planes de estudios de este país. Actualmente son muchas las universidades en las que la enseñanza de la Historia Económica comienza con la Revolución Industrial, como si todo lo que hubiese sucedido antes careciese de importancia. Supongo que esta preferencia por la “actualidad” está relacionada con el afán de los políticos (al fin, deudores de los votantes) de procurar una educación universitaria orientada al mundo laboral. Si éste es el caso, me temo que tanto la HEP como el conjunto de la Historia Económica están condenadas a desaparecer. Da igual que hablemos de la situación económica de hace 100, 1.000 o 10.000 años. En tanto en cuanto la Historia sea Historia, las situaciones descritas en una época nunca serán perfectamente extrapolables a otra; y mucho menos a la época actual. Si hay un peligro que los pueblos modernos han conjurado por completo es el de repetir su Historia (la afirmación original, autentico modelo de “lapidarismo”, fue esculpida por Jorge Santayana, filosofo español del siglo XIX; aunque también se le atribuye a Nicolás Avellaneda, político y presidente de la República Argentina). Por supuesto, la Historia nunca se repite; pero, además, en este veloz siglo que arranca de la Guerra del 14 las comparaciones entre períodos separados por tan sólo unas pocas décadas son complicadas. O, al menos, lo son si el objetivo que se persigue es obtener un guarismo. En un mundo marcado por la inmediatez la Historia Económica sólo es un relato inútil acerca de un mundo irreal. Como inútil e irreal (o las dos cosas) serían para el futuro egresado de las facultades de Economía la inmensa mayor parte de lo que hoy estudia. En el mundo de lo inmediato son inútiles y/o irreales la Estructura Económica, el Análisis Económico, el Sistema Financiero, las Matemáticas de todo tipo,

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y una parte no pequeña de la Estadística, el Derecho y la Economía de la Empresa. Consideremos una salida profesional típica, la banca. ¿Precisa un empleado de una oficina, incluso su director, de los sofisticados conocimientos de, digamos, las matemáticas actuariales? Desde la experiencia que tengo de mis compañeros de promoción: no, en absoluto. Otra cosa es que tener conocimientos de matemáticas actuariales suponga un mérito adicional que marque la diferencia entre un buen y un excelente profesional. Claro que esa diferencia también se puede derivar del dominio de una lengua extranjera, una gran capacidad de trabajo, una conversación fluida o una vasta cultura. Quizás, incluso del conocimiento de la Historia Económica. En cualquier caso, nada de esto es realmente imprescindible para ser un buen profesional de la banca. En otras palabras: si la estructura de los estudios de Ciencias Económicas debe ser exclusivamente aquélla que permita al egresado encontrar una salida profesional digna las disciplinas académicas que debieran impartirse sólo son cuatro o cinco: Inglés, Contabilidad, Derecho Mercantil, y algo de Marketing e informática. Es decir, poco más que las enseñanzas que hace un siglo se impartían en las Escuelas de Comercio. Aunque dado el actual nivel de los estudios preuniversitarios en España sería necesario complementarlas con otras como Ortografía, Gramática, Oratoria y Lógica. De modo que más que de “Escuelas de Comercio” tendríamos que hablar de simples “Escuelas”. No soy quien para cuestionar ese futuro quizás no tan lejano; sólo espero no conocerlo. Por supuesto, tampoco tiene que ser peor que el actual: unas facultades de Economía en las que no se imparte Economía no son una contradicción mayor que unas universidades en las que se ha perdido (¿existió alguna vez?) la noción de universitas. Fuera del ámbito personal, nadie ni nada es realmente insustituible. Un segundo hecho destacado de la HEP es que, al tiempo que se devalúa en los programas académicos españoles, crece el interés que suscita en las universidades extranjeras y entre el gran público. Nada más elocuente que visitar cualquier gran librería. En las estanterías de la sección de Historia los libros relacionados con esta materia han saltado desde los anaqueles superiores e inferiores a los que están situados a la altura de los ojos; o también a las mesas de exposición. Hoy en día se siguen vendiendo obras académicas como La riqueza y la pobreza de las naciones de David Landes, que apareció hace más de una década. Pero más significativo es el hecho de que autores como Niall Ferguson o Daron Acemoglu han conseguido lo que parecía imposible: que un producto típicamente académico tenga una gran demanda fuera del ámbito académico. A mi modo de ver, el interés por esta disciplina radica en que aborda problemas muy modernos y graves desde una perspectiva novedosa y, a menudo, más acertada que la empleada por los libros de Economía.

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Y es que los cambios políticos de los últimos 20 años han dado un nuevo vigor a esta disciplina. El desmoronamiento del bloque soviético y la emergencia de China y otras naciones asiáticas han desplazado las inquietudes del gran público desde los problemas relacionados con la guerra ideológica entre el capitalismo y el comunismo hacia asuntos más candentes (e interesantes) como la lucha contra la pobreza (Amartya Sen, Jeffrey Sachs, William Easterly) las consecuencias de la globalización (George Soros, Joseph Stiglitz), el cambio climático (Bjørn Lomborg), o los peligros del fundamentalismo religioso (Samuel Huntington). La importancia de estos problemas ha hecho que la HEP pierda progresivamente su carácter de estudio general sobre las economías europeas preindustriales para convertirse en una disciplina que plantea preguntas concretas sobre la entera historia del mundo. El puzle que fagocita la HEP (como en su momento la Mecánica cuántica fagocitó la Física) se conoce con varios nombres; pero quizá el más común sea el de “la gran divergencia”. Lo que en él se plantea es simple y, al mismo tiempo, lleno de recovecos y trampas. Ante todo, es necesario partir de un “hecho probado”: la temprana victoria de Europa. Antes de la Revolución Industrial, entre finales del siglo XV y finales del XVIIII, los europeos conquistaron una parte sustancial del planeta. Cuando aparecieron las primeras fábricas textiles en Lancashire toda América (salvo las selvas y los polos) era “europea”; y el Norte incluso se estaba independizando. Igualmente estaba casi concluida la conquista de la India, y existían asentamientos europeos estables en la costa africana, Indonesia y Australia. Por supuesto, los subsecuentes avances de la industrialización facilitaron la conquista o el control de los últimos bastiones en Asia y África. Al fin y al cabo, sin quinina el hombre blanco no puede penetrar en la selva africana. Pero parece improbable que muchas de las naciones que fueron colonizadas en el siglo XIX hubiesen podido resistir el empuje militar europeo; y mucho menos su influencia cultural. Lo que sucedió en Japón durante la Restauración Meiji es ilustrativo de ese proceso de aculturación. En definitiva, antes de la “era de la máquina”, mucho antes de que los europeos dispusieran del auxilio de una tecnología sofisticada, Europa era la verdadera dueña del mundo. Incluso sin esa tecnología sólo era una cuestión de tiempo que el dominio europeo se hubiese extendido al resto del planeta. Explicar los procesos que están detrás de esta conquista puede resultar complicado o, más bien, farragoso. Pero la idea general es muy sencilla: Europa en su conjunto (la civilización europea, Occidente, el Imperio español, el británico o cómo queramos decirlo) había adelantado a las civilizaciones rivales (Incas, Aztecas, Islam, India, China… etc.) en muchos terrenos: tecnología militar, instituciones políticas, pensamiento científico, etc. La palabra “adelantado” es problemática. Desde luego, no significa mejor (aunque muchas personas, europeas o no, lo consideren así). Más bien es algo como “moderno”, en el sentido de que una nación “adelantada” está más cerca de la actual modernidad. En todo caso, el significado siquiera intuitivo es fácilmente comprensible. Y es muy evidente que a

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finales del siglo XVIII una civilización estaba muy adelantada con respecto a otras. Se había producido una “divergencia” entre el desarrollo económico europeo y el del resto del mundo. Esto suscita muchas preguntas: ¿Exactamente cuándo tuvo lugar esa separación? ¿En qué sectores? ¿Por qué? ¿Fue Europa la que se “adelantó” o fueron los otros los que se “atrasaron”? Todas estas preguntas forman el puzle denominado “gran divergencia”; y constituyen, si no el grueso, sí la esencia de la HEP. Por cierto, que unido al problema de la “gran” divergencia, aparece el de la “pequeña” divergencia. Es decir, por qué Gran Bretaña, y no Francia, Holanda, España, Italia, etc. era la nación más avanzada de Europa a finales del siglo XVIII, fue ella la que dio el salto a la Revolución Industrial. En muchos sentidos, es un tema menor con respecto al anterior. El interés por los problemas relacionados con el desarrollo económico ha impulsado entre los historiadores económicos investigaciones muy diversas que, de un modo u otro, están conectadas con el mundo actual. Esa labor constituye el tercer rasgo distintivo de la HEP: su enorme crecimiento investigador. Las aportaciones realizadas en el último medio siglo han sido muy relevantes; pero lo que quizás constituye un hecho más destacado es que esa relevancia ha ido creciendo con el tiempo; así como la profundidad del análisis y la amplitud de los temas. A grandes rasgos, las investigaciones se han desplazado desde enfoques marxistas y maltusianos –Maurice Dobb, Paul Sweezy, Peter Kriedte, Perry Anderson, Robert Brenner, Immanuel Wallerstein, Andre Gunder Frank… – hacia otros de tipo liberal, institucionalista o de más difícil catalogación –Douglas North, Deirdre McCloskey, Jan de Vries, Jan Luiten van Zanden, Neil McKendrick, David Landes, Eric L. Jones, Karl Gunnar Persson, Stephen Epstein, Niall Fergusson, Daron Acemoglu… –, entre los que, por supuesto, tampoco falta una “nueva izquierda” –Kenneth Pomeranz–. En general, entre los investigadores el sector agrario ha ido perdiendo atractivo frente al comercio y la industria. Asimismo, los conflictos de clase reciben una menor atención (o, quizás, una distinta atención: la “economía moral” de E.P. Thompson es un trabajo relativamente reciente). La HEP también parece vivir al albur de las modas, por lo que las preocupaciones ecológicas (y energéticas) y los conflictos de “género” (es decir, de sexo) ocupan un espacio creciente. En resumen, la HEP es una disciplina –o parte de una disciplina– de gran atractivo intelectual y potencial investigador; pero injustamente tratada en España. Esta situación quizás cambie algún día; o quizás empeore. Sea como fuere, por ahora merece la pena dedicarla un curso abierto.

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Una interpretación muy personal de la Historia Económica Como cualquier otro conocimiento científico, la Historia Económica no es un cuerpo doctrinal cerrado a toda interpretación. Parafraseando a Thomas Kuhn (y a muchos otros epistemólogos modernos) precisamente si la podemos considerar una ciencia es porque estamos muy lejos de haber resuelto todas las cuestiones relevantes. Sobre muchos asuntos sólo estamos en condiciones de formular hipótesis más o menos razonables, y más o menos inciertas. De ahí que no haya una sola interpretación de la Historia Económica. A mi modo de ver, ni siquiera se puede hablar de una visión mayoritaria o de consenso en, al menos, tres o cuatro grandes temas. No obstante, tampoco sería correcto afirmar que no hay paradigmas científicos. Mi intención al preparar este curso ha sido guiarme por ellos; pero tampoco ser su esclavo. Doy (o creo dar) una interpretación de consenso que de vez en cuando vuela libre. Esto sucede en dos casos: Primero, si resulta imprescindible porque no existe un consenso. Segundo, si yo mismo lo creo conveniente porque las explicaciones habituales no me resultan creíbles (lo que casi nunca sucede). Dicho de otro modo: este curso trata de ofrecer una visión personal pero prudente de la HEP; en modo alguno definitiva. Por supuesto, no soy quién para decir si realmente he cumplido mi propósito. Mi interpretación de la Historia Económica, y de la HEP en particular, está condicionada por mi subjetividad, sobre la que tengo un control parcial. No puedo evitarla, pero sí puede reconocerla y advertir a mis acompañantes de lo que me sucede. Esa subjetividad constituye lo que Imre Lakatos hubiera denominado “heurística negativa”. Son los enunciados básicos de mi pensamiento que no someto a cuestionamiento, pues de hacerlo estaría amenazando el “núcleo duro” de mi teoría de la Historia… y de muchas otras cosas. Esta subjetividad inherente a mi pensamiento más “racional” se encuentra imbricada en lo que Lakatos denominaba “cinturón protector”, es decir, el conjunto de afirmaciones fuertemente arraigadas que, desde mi reducido punto de vista, demuestran la veracidad de mis creencias. Esas demostraciones no son irracionales, pero tampoco tienen porque cumplir los requisitos mínimos del método científico. Proceden tanto de la experiencia cotidiana como de pruebas objetivas; es decir, del conjunto de hechos que conozco a través de aquellos que dejaron sus ideas o experiencias, fundamentalmente por escrito. El conjunto formado por el “núcleo duro” y el “cinturón protector” conforman una amalgama espesa de ideas no necesariamente coherentes. Ahí se encuentran aforismos, lecciones de la historia, estadísticas, ideologías… y también sentimientos y prejuicios. Como por boca de otro trataré de explicar, tengo la fundada sospecha de que soy un ser humano, de modo que no aspiro a pensar y comportarme de forma diferente a como lo hiciera uno de ellos.

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En todo caso, los mecanismos mentales que empleo para construir mi discurso no son exclusivos, ni mucho menos, de la HEP o de la Historia Económica en general. Son los mismos que uso para analizar la realidad que me rodea. Por eso mismo, su explicitación es más sencilla desde fuera de esta disciplina, pues ahí se encuentran menos contaminados. Lo que sigue en esta introducción es un intento, espero que no demasiado fallido, de explicar esos mecanismos. Se trata de explicar mi particular cinturón protector, mi núcleo duro y, en fin, mis prejuicios. La finalidad de este esfuerzo es prevenir al lector sobre el tipo de equivocaciones en las que incurriré; o, quizás más, justificar mis equivocaciones. Haré algo más. Como ya le he dicho, en este curso abierto usted no encontrará ninguna cita de documentos históricos o textos académicos. No quiero frenar la marcha del aprendizaje. No obstante, podría haber mantenido un relato fluido haciendo las cosas exactamente al revés: construir el discurso alrededor de esos materiales escogiendo aquellos que mejor puedan captar la atención del lector. Como excepción, esto último es lo que ahora haré. Entre otros motivos, porque esta forma incoherente de actuar puede ser la forma más elegante de dar coherencia a la “sopa de incoherencias” que denomino “pensamiento”. En el fondo, confío en que las elevadas autoridades a las que me remito actúen como mis abogados Hay cinco “ideas-fuerza” sobre las que construyo ese discurso: el rechazo a cualquier forma de eurocentrismo, la necesidad de recurrir a nociones éticas elementales, la aceptación de que hay muchos límites a las explicaciones económicas, la convicción de que no existe una respuesta completamente consistente, y el deseo de escribir como un ser humano corriente. A continuación trataré de explicarlas Eurocentrismo Sé que es imposible, pero mi intención es ofrecer una visión de la HEP no eurocéntrica; o, al menos, no demasiado. Desde mi punto de vista, el eurocentrismo es algo muy fácil de definir sobre lo que se vierten infinidad de opiniones equivocadas. Así pues, empezaré por dar una definición manejable. Eurocentrismo es cualquier esquema de razonamiento que hace de los europeos (occidentales, cristianos, etc.) el centro de la historia. ¿Qué bibada, no? La forma tradicional de escribir una historia mundial eurocéntriva consiste en ignorar o minusvalorar lo que no es Europa. Lo injusto de este modo de pensar se revela cuando pensamos en el objeto principal de cualquier Historia: la gente. En toda Europa y sus “neo-Europas” (Rusia, Siberia, Australia, todo el continente americano) jamás ha vivido más de una tercera parte de la población mundial. Normalmente muchos menos. Así que centrar todo el estudio de la Historia en un rincón tan pequeño (demográficamente) del mundo es muy injusto. En realidad, este “eurocentrismo” es muy poco dañino. Responde a la demanda de una educación superior que, en su mayor, estaba mucho más interesada en lo

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que sucede en Occidente que en el resto del planeta. La principal crítica que se puede hacer a este modo de escribir la Historia se reduce a una sola palabra: mundial. No se puede definir como tal a lo que no lo es. Pero hay otra forma de eurocentrismo mucho más perversa. Consiste en explicar todo lo que sucede en el mundo a partir de lo que hicieron (o dejaron de hacer) los europeos. Aclaremos las cosas. Que Europa ha sido la civilización que más ha condicionado la historia del planeta es una obviedad. Lo que no está de más es aclarar que los europeos no son omnipotentes, y que los logros o fracasos de los demás se deben explicar, en primer lugar, por lo que ellos mismos han hecho (o dejado de hacer). Me resulta profundamente ofensiva la idea de que los blancos son responsables de todo, y las otras razas son como niños a merced de la bondad o maldad de una civilización que, implícitamente, ya reconocemos como superior desde el momento que adoptamos este esquema. Y es que el eurocentrismo tiene dos variantes igualmente odiosas. La primera es la de aquellos que cuentan las victorias de las tropas europeas sobre las de los países tropicales como victorias de la civilización sobre la barbarie. Quienes escriben de este modo son euroglorificadores; y hacen honor al viejo dicho de que la Historia la escriben los vencedores; una afirmación que, en general, no es cierta. La otra forma de ser eurocéntrico es contar las victorias de las tropas europeas sobre las de los países tropicales como victorias de la barbarie sobre la civilización. Quienes escriben de este modo son euromasoquistas; y hacen honor al viejo dicho de que la Historia juzgará a los verdugos; una afirmación que, en general, no es cierta. Cualquiera de estas dos posiciones es, evidentemente, incorrecta. En general, la euroglorificación es un modo de pensar más característico de la primera mitad del siglo XX que de las siguientes décadas. Encontrar sus orígenes es una tarea imposible porque podemos retroceder hasta los mismos orígenes de la civilización europea. Probablemente fue en el siglo XVIII cuando un número significativo de intelectuales europeos empezaron a tomar conciencia de la superioridad cultural de Occidente, una idea que se sustentaba principalmente en una visión muy elevada del cristianismo. Sin embargo, pronto el desarrollo tecnológico vino a añadirse, o a suplir, este enfoque. De un modo u otro, gran parte de los pensadores occidentales hasta la Segunda Guerra mundial participaron de esta idea. No obstante, desde finales del siglo XIX, y lentamente, fue abriéndose paso una segunda forma de eurocentrismo. Como el anterior, el método esencial consistía en explicar la Historia del mundo desde una perspectiva teleológica y europeísta. La diferencia estribaba en el tono. El colonialismo habría tenido una influencia decisiva en la evolución del resto de las civilizaciones, pero una influencia negativa. La pobreza de los países de lo que posteriormente vino a llamarse “Tercer Mundo” era una consecuencia de la llegada de los europeos y de la transformación de sus estructuras políticas y económicas al servicio de Occidente. Esta visión de la historia

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mundial podría denominarse, desde una perspectiva europea, “euromasoquismo”. Permítame ilustrar con dos ejemplos ajenos a la Historia Económica esas dos posturas. El primero es un comic. Vaya por delante mi más sentido aprecio por su autor, Hergé, al que apenas puedo juzgar objetivamente. Las aventuras de Tintín son uno de los recuerdos más dichosos de mi infancia, y no puedo ni calcular el número de horas muertas que he pasado leyendo una y otra vez aquellas maravillosas historietas. Tintín forma parte de mi particular “cinturón protector” de una heurística que quiero ver “positiva”. Con todo, me he hecho lo bastante mayor como para mirar alguno de los primeros números, como este “Tintín en el Congo” con otros ojos. He aquí un extracto:

Sobran comentarios. Y lo peor es que este comic en particular tiene muchas más “perlas” como ésta. De hecho, ha habido una larga controversia sobre su contenido cuyo último episodio tuvo lugar en 2012 cuando un ciudadano congoleño presentó una demanda ante los tribunales belgas (Hergé nació y murió en Bruselas) solicitando que se le retirase la calificación de “infantil”. La sentencia fue denegatoria, pues consideraba que aunque el texto era más o menos racista, no existía en él ninguna intención de fomentar el odio interracial. En efecto, la inspiración del comic es paternalista más que propiamente racista. Tintín, el hombre blanco y bueno, ayuda a los “negritos” de África, también buenos pero digamos que un poco tontos; por ignorancia, se supone. En realidad, lo más criticable es el contexto. Uno de los secretos del éxito de Hergé era que se informaba mucho sobre aquellos países a los que

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Tintín viajaba. Y precisamente en ningún otro sitio como en el Congo belga los colonialistas europeos cometieron tantos crímenes. Como es lógico, aquel genocidio llegó a la opinión pública (en primer lugar, gracias a la labor de Eduard Dené Morel), no sólo de Bélgica sino de Gran Bretaña y del resto de Europa. El principal instigador de aquello, el propio rey Leopoldo II, no pasaría a la historia por la colosal fortuna que amasó, sino por la sangre derramada en obtenerla. Ese otro Congo fue el que inspiró El corazón de las tinieblas de Josef Conrad (que a su vez inspiró el Apocalipsys Now de Coppola). He aquí un breve extracto:

A la derecha oí sonar un cuerno y vi correr a un grupo de negros. Una pesada y sorda detonación hizo estremecerse la tierra, una bocanada de humo salió de la roca; eso fue todo. Ningún cambio se advirtió en la superficie de la roca. Estaban construyendo un ferrocarril. Aquella roca no estaba en su camino; sin embargo aquella voladura sin objeto era el único trabajo que se llevaba a cabo. Un sonido metálico a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Seis negros avanzaban en fila, ascendiendo con esfuerzo visible el sendero. Caminaban lentamente, el gesto erguido, balanceando pequeñas canastas llenas de tierra sobre las cabezas. Aquel sonido se acompasaba con sus pasos. Llevaban trapos negros atados alrededor de las cabezas y las puntas se movían hacia adelante y hacia atrás como si fueran colas. Podía verles todas las costillas; las uniones de sus miembros eran como nudos de una cuerda. Cada uno llevaba atado al cuello un collar de hierro, y estaban atados por una cadena cuyos eslabones colgaban entre ellos, con un rítmico sonido. Otro estampido de la roca me hizo pensar de pronto en aquel barco de guerra que había visto disparar contra la tierra firme. Era el mismo tipo de sonido ominoso, pero aquellos hombres no podían, ni aunque se forzara la imaginación, ser llamados enemigos. Eran considerados como criminales, y la ley ultrajada, como las bombas que estallaban, les había llegado del mar cual otro misterio igualmente incomprensible. Sus pechos delgados jadeaban al unísono. Se estremecían las aletas violentamente dilatadas de sus narices. Los ojos contemplaban impávidamente la colina. Pasaron a seis pulgadas de donde yo estaba sin dirigirme siquiera una mirada, con la más completa y mortal indiferencia de salvajes infelices. Detrás de aquella materia prima, un negro amasado, el producto de las nuevas fuerzas en acción, vagaba con desaliento, llevando en la mano un fusil. Llevaba una chaqueta de uniforme a la que le faltaba un botón, y al ver a un hombre blanco en el camino, se llevó con toda rapidez el fusil al hombro. Era un acto de simple prudencia; los hombres blancos eran tan parecidos a cierta distancia que él no podía decir quién era yo. Se tranquilizó pronto y con una sonrisa vil, y una mirada a sus hombres, pareció hacerme partícipe de su confianza exaltada. Después de todo, también yo era una parte de la gran causa, de aquellos elevados y justos procedimientos. […] Al final llegué a la arboleda. Me proponía descansar un momento a su sombra, pero en cuanto llegué tuve la sensación de haber puesto el pie en algún tenebroso círculo del infierno. Las cascadas estaban cerca y el ruido de su caída, precipitándose ininterrumpida, llenaba la lúgubre quietud de aquel bosquecillo (donde no corría el aire, ni una hoja se movía) con un sonido misterioso, como si la paz rota de la tierra herida se hubiera vuelto de pronto audible allí. Unas figuras negras gemían, inclinadas, tendidas o sentadas bajo los árboles, apoyadas sobre los troncos, pegadas a la tierra, parcialmente visibles, parcialmente ocultas por la luz mortecina, en todas las actitudes de dolor, abandono y desesperación que es posible imaginar. Explotó otro barreno en la roca, y a continuación sentí un ligero temblor de tierra bajo los pies. El trabajo continuaba. ¡El trabajo! Y aquél era el lugar adonde algunos de los colaboradores se habían retirado para morir.

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Morían lentamente... eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa. Traídos de todos los lugares del interior, contratados legalmente, perdidos en aquel ambiente extraño, alimentados con una comida que no les resultaba familiar, enfermaban, se volvían inútiles, y entonces obtenían permiso para arrastrarse y descansar allí. Aquellas formas moribundas eran libres como el aire, tan tenues casi como él. Comencé a distinguir el brillo de los ojos bajo los árboles. Después, bajando la vista, vi una cara cerca de mis manos. Los huesos negros reposaban extendidos a lo largo, con un hombro apoyado en el árbol, y los párpados se levantaron lentamente, los ojos sumidos me miraron, enormes y vacuos, una especie de llama blanca y ciega en las profundidades de las órbitas. Aquel hombre era joven al parecer, casi un muchacho, aunque como sabéis con ellos es difícil calcular la edad. Lo único que se me ocurrió fue ofrecerle una de las galletas del vapor del buen sueco que llevaba en el bolsillo. Los dedos se cerraron lentamente sobre ella y la retuvieron; no hubo otro movimiento ni otra mirada. Llevaba un trozo de estambre blanco atado alrededor del cuello. ¿Por qué? ¿Dónde lo había podido obtener? ¿Era una insignia, un adorno, un amuleto, un acto propiciatorio? ¿Había alguna idea relacionada con él? Aquel trozo de hilo blanco llegado de más allá de los mares resultaba de lo más extraño en su cuello. Junto al mismo árbol estaban sentados otros dos haces de ángulos agudos con las piernas levantadas. Uno, la cabeza apoyada en las rodillas, sin fijar la vista en nada, miraba al vacío de un modo irresistible e intolerante; su hermano fantasma reposaba la frente, como si estuviera vencido por una gran fatiga. Alrededor de ellos estaban desparramados los demás, en todas las posiciones posibles de un colapso, como una imagen de una matanza o una peste. Mientras yo permanecía paralizado por el terror, una de aquellas criaturas se elevó sobre sus manos y rodillas, y se dirigió hacia el río a beber. Bebió, tomando el agua con la mano, luego permaneció sentado bajo la luz del sol, cruzando las piernas, y después de un rato dejó caer la cabeza lanuda sobre el esternón.

Una posición contraria a la anterior, pero esencialmente idéntica, es decir, eurocéntrica, la podemos encontrar en el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Quizás nadie como él haya propagado con más insistencia la angustiosa tontería de que la riqueza del Primer Mundo se basa en la pobreza del Tercer Mundo. No se entiende semejante posición si se piensa en Galeano como lo que nunca ha sido: un economista. Se entiende mejor si piensa en él como lo que sí ha sido: un periodista muy prolífico y un tertuliano infatigable. Esto es lo que dice en la introducción del más conocido de su libros, Las venas abiertas de América Latina (que, por cierto, se lee muy bien y normalmente cuenta cosas muy interesantes):

Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.

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Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente: «Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese también el remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos.

Una observación: la negrita y la cursiva son del autor. Así pues, a fecha de la edición (1971) los Estados Unidos estarían esterilizando a las poblaciones indígenas de la Amazonia, pese a que éstas jamás se habían levantado en armas contra los americano o contra nadie. Esos indios probablemente ni siquiera conocían la existencia de los Estados Unidos, aunque sí los abusos de los hacenderos brasileños y los estragos de los bacilos europeos. Es interesante observar que en todo el libro no hay ninguna otra acusación concreta de prácticas de esterilización masiva o forzada; ni la más insignificante prueba. Pese a ello, Galeano no duda en hacer afirmaciones tan siniestras y literarias como que el “Imperio” (obviamente, los USA) está matando a los guerrilleros en los úteros de sus madres (cursiva y negrita), así como a los niños pobres de Latinoamérica. Todo ello adornado con verdades de Perogrullo, como que América Latina tiene una baja densidad de población con relación a Europa. Desde luego, nadie en su juicio creería que el gobierno de los Estados Unidos ha sido responsable del descenso de la tasa de natalidad de América Latina. En los últimas décadas ésta ha caído en todos los países de la región hasta situarse en niveles que resultan compatibles con un fuerte crecimiento de la renta per cápita; que, por cierto, también ha tenido lugar (salvo en Cuba, claro). Pero este proceso es universal. Todas las naciones del Tercer Mundo (incluso, y especialmente, Cuba), han visto reducir el ritmo de crecimiento de su población; en parte como consecuencia de políticas estatales, y en parte por la propia mejora de las condiciones de vida, un proceso bien conocido denominado “transición demográfica”. Suponer que Occidente, en este caso los Estados Unidos, ha desempeñado un papel activo y perverso en lograr esta reducción es un ejemplo de manual de eurocentrismo en su vertiente euromasoquista.

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Pues, al fin, Eduardo Galeano, es europeo en todo salvo en el lugar de nacimiento. Miembro de una familia católica y de clase alta, nació en Uruguay, un país en el que la población indígena o mestiza es inexistente. Si usted viaja alguna vez a Montevideo descubrirá que puede caminar durante horas sin reconocer nada que no encontrase también en Madrid o Barcelona (incluido el acento de la gente, mucho más parecido al español que se habla en la península que al bonaerense del otro lado del Río de la Plata). Sin embargo, y tal y como afirma Galeano, Uruguay no es un ejemplo de prosperidad. Contemplado en el largo plazo, digamos que un siglo, ha sido la segunda nación latinoamericana con peor evolución económica (como es bien sabido, la primera es Cuba). Pero también ha sido el país de América Latina en el que los Estados Unidos menos han intervenido directa o indirectamente; y en el que el propio Estado más ha intervenido (al margen de Cuba, claro). Lo primero se puede explicar por la falta de riquezas propias, un argumento reiteradamente empleado por el mismo Galeano. En Uruguay no hay minerales, ni plataneras, ni caña de azúcar. Por no haber, ni siquiera hay gente. Lo segundo por tradiciones políticas muy arraigadas que, como en muchos otros países, trataron de sortear la “cuestión social” mediante la construcción de un Estado asistencial y monopolístico que ha ahogado la iniciativa privada, salvo el turismo procedente de Argentina. Desde luego, cualesquiera que sean los problemas económicos de Uruguay, parece obvio que nada tiene que ver con lo que hayan hecho los yanquis. Pero no parece que ésta sea la opinión de Galeano:

Las empresas extranjeras tienen, como nadie, sentido de las proporciones. Las proporciones propias y las ajenas. ¿Qué sentido tendría instalar en Uruguay, por ejemplo, o en Bolivia, Paraguay o Ecuador, con sus mercados minúsculos, una gran planta de automóviles, altos hornos siderúrgicos o una fábrica importante de productos químicos? Son otros los trampolines elegidos, en función de las dimensiones de los mercados internos y de las potencialidades de su crecimiento. FUNSA, la fábrica uruguaya de neumáticos, depende en gran medida de la Firestone, pero son las filiales de la Firestone en Brasil y en Argentina las que se expanden con vistas a la integración. Se frena el ascenso de la empresa instalada en Uruguay, aplicando el mismo criterio que determina que la Olivetti, la empresa italiana invadida por la General Electric, elabore sus máquinas de escribir en Brasil y sus máquinas de calcular en argentina. «La asignación eficiente de recursos requiere un desarrollo desigual de las diferentes partes de un país o región», sostiene Rosenstein-Rodan, y la integración latinoamericana tendrá también sus nordestes y sus polos de desarrollo. En el balance de los ocho años de vida del Tratado de Montevideo que dio origen a la ALALC, el delegado uruguayo denunció que «las diferencias en los grados de desarrollo económico [entre los diversos países] tienden a agudizarse, porque el mero incremento del comercio en un intercambio de concesiones recíprocas sólo puede aumentar la desigualdad preexistente entre los polos del privilegio y las áreas sumergidas.

El caso es que los países más ricos de Europa son todos muy pequeños en tamaño, población o las dos cosas: Luxemburgo, Suiza, Noruega... Y, más o menos, lo mismo sucede en Oriente Medio (Israel, Catar, Kuwait, Líbano) o el Sureste asiático (Singapur, Hong Kong). ¿Por qué no en Latinoamérica? Según Galeano, porque los intereses de las multinacionales se ven mejor atendidos en los países grandes. Al margen

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de lo dudosa que en sí misma resulta esta afirmación (basta leer lo que él mismo dice sobre IBM) cualquiera puede hacerse una simple pregunta: ¿es que los uruguayos, costarricenses, ecuatorianos o los latinoamericanos en general no son capaces de desarrollarse sin la ayuda norteamericana? ¿Es que son tontos? ¿O es que los norteamericanos, o los occidentales en general, somos malvados? En todo caso, ¿tan importantes somos los occidentales? En fin, todo lo anterior es una sucesión esperpentos. De todos modos, el eurocentrismo no se reduce a Tintín en el Congo o a Las venas abiertas de Latinoamérica. Los argumentos pueden ser mucho más sutiles. Y es que hay mucho de cierto tanto en la “euroglorificación” como en el “euromasoquismo”. Al fin y cabo, Occidente ha condicionado la Historia de la humanidad como no lo ha hecho antes ninguna otra civilización. Es muy fácil encontrar argumentos para defender o denigrar a los europeos porque a partir de un determinado momento están ahí. En el gran escenario del mundo terminan siendo son actores principales (aunque no siempre son los “principales” actores). Y cuando centramos la atención sobre los méritos de esos personajes a menudo incurrimos en una interpretación moralizante de la Historia, que enseguida deriva hacia el tópico. Ahora bien, el propósito de este curso abierto es más limitado. No pretendo escribir una historia “edificante”; ni mucho menos “educar”. Sólo quiero escribir una Historia Económica mundial anterior a la Revolución industrial; digamos, anterior a 1800. El período comprendido entre el segundo sitio de Viena (1683) y la conquista de Delhi (1803) es el que empieza a marcar la dominación de Europa sobre el mundo, que se confirmará en la siguiente centuria. Hasta entonces, la mayor parte de los seres humanos o bien no conocían la existencia de los europeos, o les afectaba en muy poco. La inmensa mayor parte de los habitantes de China, India, Japón o el Imperio otomano vivía en el campo produciendo alimentos para su propia subsistencia, el pago de impuestos y rentas a los gobernantes, y la venta de lo que restaba en los mercados locales. La inmensa mayor parte de los habitantes de las ciudades tampoco tenían contacto directo o indirecto con los europeos. Fabricaban o comerciaban con cosas que eran consumidas dentro de sus propios países. Y tampoco consumían nada procedente de Occidente. La primera influencia importante que llegó de allí fue indirecta: la extensión de cultivos de plantas descubiertas en América, como el maíz y la patata; que, de todos modos, no se produjo hasta el siglo XVII o, más bien, XVIII. Muy pocas personas sabían leer y escribir; pero esos pocos nunca leían nada que hubiera sido publicado en Occidente, o que hubiera sido traducido de un libro impreso allí. Siento que, a menudo, los eurocentristas olvidan que el objeto final de la Historia es la gente corriente. Por eso, no me parece sensato hablar de “globalización”. Por supuesto, podemos encontrar sus orígenes en épocas anteriores a la Revolución industrial, en el siglo XVI con el descubrimiento y conquista de América, o en la Edad Media con las cruzadas y las ciudades mercantiles italianas, o en el Imperio romano y el comercio con la India. Todos estos ejemplos tempranos de comercio o colonización son interesantes; pero sólo afectan

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a una parte pequeña de la población mundial, incluso tras la conquista de América. No se puede empezar a hablar de verdadera globalización hasta mediados del siglo XIX, con la forzada apertura de los imperios chino y japonés a Occidente. En fin, no ser eurocéntrico, en el contexto de una HEP, simplemente significa conceder a cada asunto el espacio que se merece. La explicación de los hechos debe estar lo más pegada al suelo. Lo que pasó en China, en el Imperio otomano o en el Imperio inca debe ser explicado preferentemente a través de lo que hicieron los chinos, los turcos o los peruanos. A veces, la búsqueda de la responsabilidad de sus logros y fracasos en otros, los europeos, puede ser relevante; pero otras veces es un ejercicio forzado. La cuestión es que hay que estudiar el objeto de estudio. De otro modo, podemos parecernos al borracho que, de vuelta a casa, buscaba sus llaves perdidas bajo la luz de una farola. Un policía le preguntó: “Entonces, ¿usted ha perdido sus llaves por aquí?”. “No –contestó el borracho–, sé que las he perdido en la otra calle. Pero es que aquí hay más luz.”

Nociones éticas elementales La segunda “idea-fuerza” es mi convicción de que en cualquier Historia Económica no pueden soslayarse, aunque tampoco exagerarse, ciertas nociones éticas elementales. Por supuesto, la Historia Económica no puede ser una tribuna para exponer la indignación del historiador ante las injusticias del pasado. Esta actitud es, a mi modo de ver, ridícula. Los historiadores escribimos sobre gente que se murió hace mucho tiempo, y a la que nada le importa lo que digamos de ellos. Tiglat Pilaster III, soberano del Imperio Asirio, pudo ser uno de los mayores genocidas de la Historia. Pero, ¿quién se acuerda de él? El crimen es igual de horrendo hoy que hace 3.000 años, en España que en las lejanas riberas del Éufrates. Pero el tiempo lo borra todo. De todos modos el comportamiento de los hombres no puede analizarse como el de las ratas de un laboratorio. Somos un poco más complejos. Y dentro de esa complejidad está la aspiración, acaso también ridícula, de que debemos hacer algo para que el mundo que dejemos a nuestros descendientes sea un poco mejor que el que nosotros hemos recibido de nuestros progenitores. Esa aspiración, que surge de sentimientos como el temor a la muerte o el amor al prójimo, está presente en la inmensa mayor parte de los seres humanos, y por eso modula la Historia como ninguna otra fuerza. Desafortunadamente, no todos los seres humanos comparten ese deseo; o aún haciéndolo, emplean medios equivocados. Esa falta de valores éticos en algunos individuos, los criminales, conduce a comportamientos cuya trascendencia en la Historia de la Humanidad no es pequeña. La Historia del crimen es una parte importante e ineludible de la Historia en general, y de la económica en particular. Hay dos motivos. Por un lado, en ocasiones

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el crimen tiene graves consecuencias humanas y económicas. Esto es obvio. Pero, por otro lado, es importante notar que la imagen de ciertos gobernantes y sus políticas también debe ser contemplada a la luz de los crímenes que cometieron. Sin duda, la política económica del régimen nazi en los años 30 fue un éxito ya que en muy tiempo redujo a cero el desempleo. No obstante, es de todo punto impropio hablar de ello sin siquiera hacer mención al fin de las libertades civiles básicas; así como la persecución de los judíos y la confiscación de sus bienes (por no hablar del Holocausto). La denuncia del crimen resulta especialmente necesaria cuando el criminal vive felizmente en la memoria colectiva. Hay una larga lista de criminales que no sólo no han sido debidamente condenados por la Historia, sino que se les ensalza. Sin ánimo de ser exhaustivo, o de establecer una ordenación por la gravedad de sus crímenes, de esta lista de la infamia formarían parte, entre otros, Luis XIV, Napoleón Bonaparte, Adolphe Thiers, “Teddy” Roosevelt, Harry Truman, Isabel I Tudor, Winston Churchill, Francisco Pizarro, Ernesto “Che” Guevara, León “Trotski”, Ruhollah Jomeini… Aunque quizás nadie goce de mayor predicamento en su país que el que podríamos considerar (depende del criterio) como el mayor genocida de la Historia: Mao Zedong. Por supuesto, en la Historia de España también tenemos nuestro pequeño listado de ilustres criminales; sobre todo durante la Segunda República y la Guerra Civil. Por hablar un poco de este período, sólo por eso de que vivo en España, un aspecto que me llama la atención es el pobrísimo concepto que tenían los prohombres de la Segunda República sobre la democracia, las libertades individuales o, incluso, la misma vida de curas, fascistas y otras especies. En cuanto a los prohombres de la posterior dictadura basta decir que el crimen es coherente desde el momento que se asume el carácter totalitario del Estado. Quizás sucede que España nunca ha sido un país de grandes estadistas, y precisamente por eso existe una necesidad imperiosa de inventarlos. Claro que si hablamos del crimen, y de la HEP (europea) quizás la obra de referencia sea la muy conocida Historia Criminal del Cristianismo. Su autor, Karlheinz Deschner, ha dedicado una gran parte de su vida a sacar a la luz los crímenes de santos, papas y obispos, personajes que hoy en día resultan desconocidos más que gloriosos. Pero también de otros que no fueron hombres de la Iglesia. Por ejemplo, del muy carismático emperador Carlomagno, cuya memoria ha servido para la constitución de un premio que, en palabras de su fundador, el doctor Kurt Pfeiffer:

conlleva un deber de contenido sumamente ético. Se dirige, regenerado por una nueva fuerza, a la unificación de los pueblos europeos para defender los más altos valores humanos: la libertad, la humanidad y la paz, para ayudar a los pueblos oprimidos y marginados, y para asegurar el futuro de los hijos y de los nietos.

El retrato que Deschner nos deja sobre tan egregio personaje quizás no justifique la elevada valía del premio:

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Ejemplo de ello, para citar sólo uno, es la glorificación cotidiana de Carlomagno (o Carlos el Grande), un héroe casi universalmente encomiado hasta alturas celestiales: el mismo que durante sus cuarenta y seis años de reinado y perpetuas guerras emprendió casi cincuenta campañas y que saqueó todo lo que pudo en los cientos de miles de kilómetros cuadrados de su imperium Christianum (Alcuino), su regnum sanctae ecclesiae (Libri Caroliní), en virtud de cuyos méritos fue elevado a los altares en 1165 por Pascual III, el antipapa de Alejandro III, siendo confirmada la canonización por Gregorio IX y no anulada por ningún papa posterior, que yo sepa; durante mi infancia, yo todavía celebraba mi onomástica en la fecha de «San Carlos el Grande». Naturalmente, los historiadores no dicen que un hombre de ese calibre fuese un saqueador, un incendiario, un homicida, un asesino y un cruel tratante de esclavos; el que escribe en esos términos se desacredita ante el mundo científico. Los investigadores auténticos, los especialistas, usan otras categorías muy distintas; las peores expediciones de saqueo y los genocidios de la historia vienen a llamarse expansiones, consolidación, extensión de las zonas de influencia, cambios en la correlación de fuerzas, procesos de reestructuración, incorporación a los dominios, cristianización, pacificación de tribus limítrofes. Cuando Carlomagno sojuzga, explota, liquida cuanto encuentra a su alrededor, eso es «centralismo», «pacificación de un gran imperio»; cuando son otros los que roban y matan, son «correrías e invasiones de los enemigos allende las fronteras» (sarracenos, normandos, eslavos, avaros), según Kámpf. Cuando Carlomagno, con las alforjas llenas de santas reliquias, incendia y mata a gran escala, convirtiéndose así en noble forjador del gran imperio franco, el católico Fleckenstein habla de «integración política» e incluso viene a subrayar que no se trataba «de una empresa extraordinaria [...], sino de una operación que implicaba una misión permanente». Nada más cierto. Lo que pasó fue que «el Occidente», según Fleckenstein (pero casi todos los historiadores escriben así), «no tardó en dilatarse más allá de la frontera oriental de Alemania», terminología que tiende a evocar un fenómeno de la naturaleza o de la biología, el crecimiento de una planta o el desarrollo de un niño... Algunos especialistas usan expresiones incluso más inocuas, pacíficas, hipócritas y como Camill Wampach, catedrático de nuestra Universidad de Bonn; «El país invitaba a la inmigración, y la región limítrofe de Franconia daba habitantes a las tierras recién liberadas»

Es común asociar la gobernanza (y la realeza) a elevadas condiciones humanas. Pero a veces resulta más correcto hacerlo con algunas de las más bajas. Lo dicho para los hombres se aplica a sus instituciones. Una parte no pequeña de la Historia de la Iglesia es la de sus crímenes; y lo que es peor, la de su ocultación. Pero ni la Historia de la Iglesia es (sólo) la de sus crímenes, ni la Historia Económica es (sólo) la de la explotación del hombre por el hombre (“Homo homini lupus” que diría Thomas Hobbes). La primera también es la de los escolásticos, los penitentes, los iluminados, los ascetas, los párrocos y los mismos feligreses. Ahogarse en la sangre de los crímenes impide leer esa otra historia que, al fin, ha sido la común para la inmensa mayor parte de los cristianos. Carlomagno sería un asesino, pero quedó en la memoria de los europeos como un modelo de emperador cristiano. Y eso también es Historia. Por supuesto, encontrar un equilibrio entre el desvelamiento del crimen y el recuerdo colectivo es complicado. El relato de Deschner, en el que no faltan referencias autobiográficas, está lejos de ser equilibrado. No es una “Historia general de la Iglesia” sino, precisamente, una “Historia criminal de la Iglesia”. El problema para el

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historiador económico es que una Historia económica es algo más parecido a esa Historia general. La importancia, incluso económica, del crimen es demasiado grande como para no hablar de él. La cuestión es cómo hacerlo de forma ponderada. Los límites de las explicaciones económicas Desde mi punto de vista, existe un tercer argumento importante en una buena Historia Económica: el reconocimiento de los límites de las explicaciones económicas. En Europa la idea de que a través de la Economía se puede encontrar el hilo conductor de la Historia ha tenido un gran predicamento desde tiempos de Karl Marx, si no antes. Es casi un lugar común la afirmación de que el dinero mueve el mundo. Y, sin duda, muchos sucesos históricos sólo se comprenden cuando se contempla su trasfondo económico. La Historia Económica es, entre otras cosas, el relato de esas explicaciones. El problema es que hay muchas cosas que la Economía no explica; quizás la mayoría (y, sin duda, las más importantes, como el amor, la amistad, etc.). Me parece significativo que, en general, todas las corrientes de pensamiento que han basado su discurso en la explicación económica han terminado por traicionarse. Un caso paradigmático es, precisamente, el marxismo. Así, a comienzos del siglo XX la reinterpretación gramsciana supuso transformar la cultura, superestructura emanada de la verdadera estructura económica, las relaciones de producción, en algo autónomo cuya conquista determinaba el triunfo de la revolución. De ahí la importancia del “intelectual orgánico” (una contradicción in terminis). La idea de Antonio Gramsci puede ser correcta o incorrecta; pero rebaja considerablemente la explicación económica. Con todo, aún es mucho más aceptable que la interpretación de Herbert Marcuse de mediados de ese siglo. Desde su punto de vista, la alienación del hombre ya no se sitúa en el trabajo y su valor, sino en el consumo y la conciencia que tiene el hombre de sí mismo ante ese consumo. De ser así (y parece sensato que, en parte, sea así) el dinero es un mero instrumento para la adquisición innecesaria de bienes; y la alineación del hombre no es económica sino social y cultural. En fin, las últimas evoluciones de la izquierda pseudomarxista (ecologismo, antiglobalización… etc.) van camino de condenar a la Economía al papel de mera comparsa o, más bien, “explicación inexplicada” de todos los males. Las constantes referencias a los “mercados financieros”, el nuevo demonio de estos tiempos oscuros, es un buen ejemplo de ello. Pero ahora quiero detenerme en la guerra por motivos económicos. Por supuesto, existen. En un sentido amplio todas las invasiones de los pueblos nómadas sobre las civilizaciones fueron guerras económicas. Fue uno de estas guerras, el ciclo de invasiones protagonizadas por Gengis Kan, el que ha causado el mayor número de víctimas. No obstante, resulta comprometido afirmar que esas guerras obedecieran a la mera búsqueda de un “espacio vital” en el que las consideraciones económicas fueran

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decisivas. De ser así, no habría explicación al simple hecho de que normalmente desde las estepas y los desiertos sólo llega el polvo, cuando las condiciones de vida de sus habitantes y su peso demográfico parecen haber sido las mismas siglo tras siglo. Sería más correcto afirmar que Gengis Kan, como Timur, como Mahoma y como tantos otros descubrieron en un determinado momento que las grandes masas de jinetes y otros soldados pueden ser una fuerza invencible frente a ejércitos sedentarios de civilizaciones agrarias, siempre y cuando fueran capaces de organizarlas. Pero al hablar de “guerras por motivos económicos” más bien estoy pensando en un tipo de guerras más moderno, en la que el dinero y el análisis de los costes y beneficios resulta fundamental. Por ejemplo, la guerra de la “Oreja de Jenkins”. Se trata de un conflicto librado entre Gran Bretaña y España entre 1739 y 1748. El curioso nombre de la guerra (hay otros, guerra del Asiento y guerra de Italia) se explica por el episodio que la desató: el apresamiento de un contrabandista inglés por tropas españolas en el Caribe. El capitán que estaba al frente de aquellas tropas le cortó una oreja y, al parecer, le dijo a Jenkins que dijera al rey inglés que haría lo mismo con él si se atrevía a mercadear sin permiso por el Caribe español. Jenkins llevó a Inglaterra, al Rey y a los Comunes su malograda oreja, y se desató el conflicto. Hay que reconocer que la historia, un tanto morbosa, es muy chula. Pero como cualquiera podrá imaginar si dos naciones se embarcaron en un conflicto como aquél fue por otros motivos. En este caso, fundamentalmente económicos: el deseo de Inglaterra de comerciar libremente con las colonias españolas. Pero es importante observar que había más razones: varias disputas territoriales y, sobre todo, la rivalidad política de los reinos borbónicos, España y Francia, con Gran Bretaña. Precisamente ésta es la cuestión. Incluso en la más económica de las guerras, las razones no-económicas están presentes. Y suelen ser mucho más decisivas. En realidad, la economía es empleada como excusa, y auto-excusa, para desencadenar conflictos que realmente obedecen a razones políticas, al odio religioso o étnico, o al afán de gloria (o la locura) del gobernante de turno. De hecho, los agentes económicos son normalmente reacios a la guerra. La triste realidad es que el mundo no se mueve por dinero (o no sólo por dinero) pues si así fuera habría muchas menos guerras y mucho menos sangrientas. Y es que, como dicen los “mercados”: “el dinero es cobarde”. Los agentes económicos observan el desencadenamiento de hostilidades con honda y lógica precaución. Primero, porque la guerra implica la destrucción de capital físico y humano. Segundo, porque exige el desvío de recursos hacia actividades poco útiles para el conjunto de la nación y su dirigencia. Y tercero, y quizás principal, porque la guerra eleva la incertidumbre de todas las actividades económicas, tanto públicas y privadas. Por supuesto, esto tampoco quiere decir que no haya beneficios económicos en la guerra; siempre ha habido fabricantes y traficantes de armas. Bajo determinadas circunstancias, de la que la principal no es la victoria, un país en su conjunto incluso puede verse beneficiado. El caso habitualmente citado es el de los Estados Unidos durante las dos guerras

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mundiales (aunque parece poco probable que los familiares del medio millón de soldados norteamericanos fallecidos en los dos conflictos pensasen lo mismo). Pero lo habitual es que la guerra perjudique a todos los beligerantes, vencedores o vencidos. Esa experiencia, repetida incesantemente a lo largo de siglos y milenios, explica porque la guerra casi siempre se desata por razones extraeconómicas. La mejor forma de apreciar todo esto es a través de los testimonios de sus protagonistas. Por ejemplo, las numerosas descripciones que se han hecho de las reuniones celebradas en la Casa Blanca para lanzar operaciones militares contra varios países. Frente a la idea popularmente extendida de que los presidentes norteamericanos actuaban movidos por un frío análisis económico (es decir, la avaricia), cualquier relato mínimamente solvente sobre los motivos de Kennedy, Nixon o Bush para apoyar a los rebeldes de la Bahía de Cochinos, bombardear Vietnam del Norte o invadir Irak, respectivamente, revela que las motivaciones principales o únicas fueron irracionales. En todos esos relatos el análisis económico brilla por su ausencia. Por ejemplo, el último de esos conflictos, la guerra de Irak, se explica mucho mejor a través de la psicología (y las frustraciones) del presidente Bush que de unas expectativas económicas que, por otro lado, estuvieron lejos de cumplirse. Aquella guerra “inteligente” fue muy cara; y no sólo no sirvió para abaratar el barril de petróleo, sino todo lo contrario. Si hubo intereses económicos detrás de aquella invasión lo mínimo que habría que decir es que fueron muy erróneos. Esta extraña creencia en los intereses económicos ha prendido con especial fuerza en América Latina. Un caso bien representativo es el de la guerra de la Triple Alianza (1864-70). La interpretación de la extrema derecha paraguaya, pero también de la extrema izquierda de dentro y fuera de Paraguay (por ejemplo, la de Las venas abiertas de América Latina de Eduardo Galeano, un espléndido monumento a la “teoría de la conspiración”), presenta este conflicto como una campaña orquestada por Gran Bretaña a través de Brasil, Argentina y Uruguay. Las plutocracias liberales que gobernaban esas naciones tenían intereses coincidentes con los de la metrópoli europea. En particular, deseaban destruir el Paraguay de Francisco Solano López (al que, en un alarde de imparcialidad, se le juzga como “dictador”) por motivos estrictamente económicos. Paraguay se estaba convirtiendo en una potencia económica y militar gracias a un modelo de desarrollo que no se centraba en la exportación de productos agropecuarios, sino en la industrialización interna. Más aún: en el paraíso paraguayo la formación de los indígenas y la igualdad social eran prioridades del Gobierno. Toda esta lectura es, lisa y llanamente, un disparate. Pero no se crea que es una lectura inusual o minoritaria. Muy al contrario, ésta ha sido la interpretación corriente durante gran parte del siglo XX. No sólo eso: su influencia aún pervive en… ¡Wikipedia! (aunque, bien mirado, esto tampoco debería sorprender). Y tampoco es un asunto irrelevante: el –supuesto– ejemplo de aquel remoto e ignoto Paraguay ha servido para sostener las políticas nacionalistas e intervencionistas que tanta pobreza han generado

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en América Latina. Todo en aras de la lucha contra el imperialismo. Afortunadamente, todavía queda gente sensata que se ha preocupado en rescatar (o conservar) la verdad. Uno de ellos es el historiador brasileño Francisco Doratioto, autor de una espléndida monografía sobre la guerra del Paraguay: Maldita guerra, nueva historia de la guerra del Paraguay. Esto es lo que dice sobre el “paraíso” paraguayo anterior a la guerra:

Resulta fantasiosa la imagen construida por cierto revisionismo histórico de que el Paraguay anterior a 1865 promovió su industrialización a partir de “dentro”, con sus propios recursos, sin depender de centros capitalistas, hasta el punto de convertirse en una supuesta amenaza a los intereses de Inglaterra en el Plata. Los proyectos de infraestructura guaraní fueron atendidos por bienes de capital ingleses y la mayoría de los especialistas extranjeros que los implementaron eran británicos. Antes de 1865, las manufacturas oriundas de Inglaterra llegaron a cubrir el 75% de las importaciones paraguayas, las cuales provenían mayoritariamente de Buenos Aires, a partir de operaciones controladas por comerciantes británicos allí instalados. […] También es equivocada la presentación del Paraguay como un Estado donde existirían igualdad social y educación avanzada. La realidad era otra, y había una promiscua relación entre los intereses del Estado y los de la familia López [esto alude al hecho de que Francisco Solano López sucedió en la jefatura del país a su padre, Carlos Antonio López; que a su vez sucedió a su tío, José Gaspar Rodríguez de Francia. Como hoy en Corea del Norte, ¡todo queda en casa! Sigamos], la cual supo convertirse en la mayor propietaria “privada” del país mientras estuvo en el país.”

En fin, la guerra de la Triple Alianza tuvo su origen en las reclamaciones territoriales de Paraguay hacia sus poderosos vecinos. O por decirlo de otro modo, en la increíble temeridad de Solano López. Por sorprendente que pueda parecer, fue el débil Paraguay quien inició las hostilidades. El conflicto se saldó de la peor forma posible, con la muerte de las dos terceras partes de la población masculina de aquel país. Quizás a alguien le resulte consolador creer que toda esa gente murió por la avaricia de lejanas potencias europeas y no por la estupidez de un solo individuo. Pero no fue así. Por cierto, la guerra también fue desastrosa para Argentina y Brasil. Además de la pérdida de vidas, las dos naciones tuvieron que hacer frente a unos enormes gastos que gravitaron sobre sus Haciendas durante mucho tiempo. A cambio se aseguraron el dominio sobre los territorios en disputa; que, en realidad, estaban poblados por nacionales de esos dos países, por indios o simplemente vacíos. Parece probable que con o sin guerra se hubiese afirmado su soberanía sobre ellos; pero si hubiese sucedido de otro modo tampoco habría tenido mayores consecuencias nacional o regionalmente. En definitiva, los intereses económicos no explican más que una parte de la Historia. Puede ser más o menos grande; pero, desde luego, queda mucho fuera de ella. Seguramente la Historia de la Humanidad habría sido menos dramática si criterios racionales de naturaleza estrictamente económica se hubieran impuesto a la irracionalidad nacionalista o religiosa. Pero las cosas normalmente no han sucedido así. El ser humano es mucho menos racional de lo que él mismo se cree. En consecuencia, explicar el desenvolvimiento de la Historia como una sucesión de hechos

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relativamente predecibles protagonizados por un Homo economicus individual o colectivo es poco menos que una boutade. Mejor pensemos en que el hombre es, por nacimiento y formación, una criatura bastante estúpida. Explicaciones consistentes. La cuarta idea sobre el que se construye mi interpretación de la Historia Económica es la de que no existe una respuesta completamente consistente con todos los datos disponibles. Dicho sea de paso, “todos los datos disponibles” son muchos menos que los que normalmente desea el historiador. Siguiendo a Deschner:

“Tal vez fuese otro el juicio, o mejor dicho seguramente lo sería, si pudiéramos abarcar totalmente la historia, el conjunto del universo humano, aunque a mi modo de ver eso quizá sería peor. Pero la verdad es que el conocimiento completo de los hechos es utópico, limitado nuestro saber histórico, perdidas o intencionadamente destruidas muchas informaciones valiosas; de la mayoría de los acontecimientos, además, jamás quedó comprobante alguno. Todo cuanto sabemos, a excepción de algunos testigos de piedra, visibles o desenterrados por los arqueólogos, se lo debemos a la historiografía. Y por minúscula que sea la noticia que ella nos da, nada más podemos averiguar: quod non est in actis, non est in mundo.”

Y, con todo, el hecho de disponer de una parte ínfima de la información puede ser una bendición. La abundancia de datos no sólo no sirve para fortalecer la solidez de nuestras teorías, sino acaso lo contrario. Y esto tampoco es una especificidad de la Historia. Consideremos la más “fuerte” de las “ciencias fuertes”: la Física y, dentro de ella, la Mecánica Cuántica. Sus datos son los resultados de experimentos que, al menos en teoría, pueden reproducirse en cualquier momento y lugar (en la práctica las cosas no son tan sencillas. Entre otros motivos porque el más sencillo aparato de medición es muy caro. Al respecto, Mark Blaug recoge en su Retórica de la economía la “Primera Ley de la Física de las Partículas”: “cuanto más corta sea la vida de una partícula mayor será el coste de producirla”; alguien debiera tomar nota…). Por tanto, el investigador no debe preocuparse por los problemas que son habituales entre los historiadores, como la intencionalidad de la fuente. Podría esperarse que el físico camine sobre un terreno más firme que el científico social. Nada más lejos de la realidad. Lo que sigue es un extracto de Sobre la realidad de los cuantos, del físico suizo J. M. Jauch. El libro se construye como un diálogo ficticio entre Fillipo Salviati (es decir, Jauch), Giovanfrancesco Sagredo y Simplicio; es decir, los tres partícipes del diálogo ficticio del que se sirvió Galileo Galilei para explicar la teoría heliocéntrica. Al comienzo de la tercera jornada Simplicio relata a sus compañeros el sueño (o pesadilla) que ha tenido la noche anterior. Cuenta que se encontraba en una especie de nave espacial, que también era la biblioteca más completa del mundo. Allí disponía de un espléndido servicio informático de búsquedas atendido por un amable bibliotecario. Éste le preguntaba qué libro quería consultar.

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“[…] tras reflexionar un poco le dije: “Déjeme ver la teoría de las partículas elementales que explique todos los hechos que se conocen acerca de ellas.” “¿Cuál de todas?” –contestó el bibliotecario La pregunta me sorprendió un poco, y contesté: “No sabía que hubiese más de una. Como es lógico, quiero la correcta, es decir, la que concuerde con todos los hechos conocidos hasta la fecha.” El bibliotecario sonrió y me dijo: “Existen 137 teorías distintas que satisfacen ese requisito. Si quiere que elija una me tiene que dar algún otro dato. ¿O quiere verlas todas?” Sorprendidísimo de que hubiese tantas teorías correctas, pero incapaz de encontrar ningún criterio para elegir en medio de semejante plétora, y sin ánimo para estudiarlas todas, le contesté: “No, ahora no, solamente quería saber qué tenían ustedes” Al volverse para reanudar su trabajo, que sin duda era inmenso, dijo cortésmente aunque con una pizca de sequedad: “Estoy a su disposición para cualquier cosa que necesite.” Al separarnos me invadió un profundo sentimiento de depresión mientras vagaba sin rumbo por mi descomunal biblioteca en las tres dimensiones del espacio interminable…

En realidad, no creo que una situación idéntica suceda en Historia Económica. Por supuesto, es posible encontrar más de “137 teorías distintas” que concuerden con muchos hechos conocidos hasta la fecha; pero ninguna con todos ellos. De ahí que todas y cada una de las teorías sean, parcialmente refutables. Y eso a pesar de que los hechos conocidos sólo son una parte menor del conjunto de la Historia, invisible en su mayor parte. La forma habitual en la que el historiador se enfrenta a este problema es suponer que todas las teorías que tienen visos de credibilidad son o reúnen factores que contribuyen a explicar un fenómeno que, por naturaleza, es complejo. Esa complejidad nace no sólo de sus muchas causas, sino de la forma en la que se abordan; o mejor dicho, no se abordan. En primer lugar, porque el historiador se abstiene de establecer una jerarquía dentro de ese conjunto de factores. Segundo, porque tampoco aclara hasta qué punto son concomitantes; es decir dependen unos de otros. Y tercero, y como consecuencia de las dos anteriores, porque en cambio sí que señala un conjunto de relaciones causales entre factores, cuyo número excede en mucho el de los propios factores. Por si esto no fuera suficiente, los acontecimientos históricos no tienen un único perfil; existen muchas facetas que los conviertan en “poliédricos”. Otra forma de decir lo mismo es que no hay una única consecuencia; son muchas y más o menos concomitantes. Todo ello parece conformar un modelo holístico de la Historia. La clave es que ese modelo nunca se explicita (al menos, hace muchos años que los historiadores han renunciado a hacerlo). En realidad, no se puede hacer, pues la complejidad del modelo desborda a la realidad (y, por tanto, hace que el modelo no lo sea). Al fin, el resultado práctico es sustituir el discurso científico por el literario. En lugar de ofrecer explicaciones concretas de hechos concretos se describe la complejidad del problema y se hacen apelaciones a la necesidad de hacer nuevas reflexiones, como si éstas fueran capaces de aportar algo. En fin, la Historia se asemeja a la literatura en un aspecto más: no tiene ningún propósito. Existe porque existe.

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A mi modo de ver, hay una alternativa a esta forma de escribir Historia. La clave consiste en negar la posibilidad de encontrar una explicación satisfactoria a todos los hechos; incluso a la mayor parte de ellos. Por decepcionante que parezca es preferible hacer de la Historia un relato sencillo de sucesos razonablemente bien explicados aunque independientes. Habrá hechos que no queden plenamente explicados. Y el conjunto no formará una imagen completa del período histórico abordado. Pero será un relato inteligible. En realidad, ésta es la forma corriente de hacer Ciencia hoy en día. La tercera jornada de Sobre la realidad de los cuantos termina de este modo:

Salviati: […] Exactamente así es como se descubren las leyes de la naturaleza. Ésta nos ofrece una plétora de fenómenos que en su mayoría nos parecen caóticos y aleatorios hasta que seleccionamos algunos sucesos significativos y hacemos abstracción de circunstancias particulares e irrelevantes para idealizarlos. Solamente entonces exhiben su auténtica estructura en todo su esplendor. Sagredo: ¡Una idea maravillosa! Sugiere que al intentar comprender la naturaleza deberíamos contemplar los fenómenos como si fueran mensajes a descifrar, sólo que cada uno de ellos parece fortuito hasta que establecemos un código que nos permite leerlo. Este código adopta la forma de una abstracción, es decir, optamos por ignorar ciertas cosas como irrelevantes y seleccionamos así parcialmente el contenido del mensaje mediante libre elección. Esas señales irrelevantes forman el “ruido de fondo” que limita la precisión del mensaje. Ahora bien, puesto que el código no es absoluto, puede que haya varios mensajes dentro del mismo material bruto de los datos, de suerte que, al cambiar de código, lo que antes era simplemente ruido se convierta en un mensaje de hondo significado; y a la inversa: en un nuevo código lo que antes era un mensaje puede quedar privado de sentido. […] Pero dígame, Salviati, ¿cómo podemos afirmar entonces que hemos descubierto algo del mundo real y objetivo que está ahí fuera? ¿No quiere decir eso que lo único que estamos haciendo es crear cosas a imagen de nuestras propias imágenes y que la realidad sólo se halla dentro de nosotros?

Quizás ése sea el mayor problema. El científico o historiador no es ajeno al campo que estudia; lo delimita hasta el punto de determinar las respuestas. Pero para hacerlo correctamente debería conocer la totalidad del campo de estudio; lo que implica conocer todas las respuestas. Esto, obviamente, es imposible. De modo que cualquier delimitación, cualquier investigación, es insegura. La Ciencia, como la Historia, es y siempre será incompleta. Aceptar esto con toda humildad, y con todas las consecuencias, es dar el primer paso en el camino que conduce desde la ignorancia a esa inalcanzable verdad. Escribir como un ser humano La quinta de las ideas sobre las que trato de construir este OCW es puramente formal; pero no por ello es menos importante que las anteriores. En realidad, está muy vinculada con la anterior. Para decirlo de modo escueto, mi aspiración es escribir como un ser humano, nada más. O dicho de otro modo: no quiero escribir como un especialista, un científico, un

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académico o cualquier otra especie del género Homo Vanitas. En fin, escribir bien, tratando de transmitir de la forma más correcta el mensaje más sencillo posible; con humildad pero con precisión; haciendo uso del sentido común, pero también de la broma. La cita de la que me serviré para explicar esta posición procede del espléndido Contra el método del epistemólogo austriaco Paul Feyerabend. Desde mi poco autorizado punto de vista, es un libro extraordinario. Da igual por dónde se abra: todo lo que en él se dice es brillante. Podría haberme servido de otros pasajes para explicar la idea anterior. Pero aquí voy a centrarme en las cuestiones de estilo. Esto es lo que dice Feyerabend en una nota a pie de página:

Un especialista es un hombre o una mujer que ha decidido conseguir preeminencia en un campo estrecho a expensas de un desarrollo equilibrado. Ha decidido someterse a sí mismo a estándares que le restringen de muchas maneras, incluidos su estilo al escribir y su manera de hablar […] Esta separación de ámbitos tiene consecuencias muy desafortunadas. No sólo las materias especiales están vacías de los ingredientes que hacen una vida humana hermosa y digna de vivirse, sino que estos ingredientes están también empobrecidos, las emociones se hacen romas y descuidadas, tanto como el pensamiento se hace frío e inhumano. […] Por citar algunos ejemplos: En 1610 Galileo da cuenta por primera vez de su invento del telescopio y de las observaciones que hizo con él. […] ¿Cómo introdujo Galileo su pensamiento? Leamos […] «Hay otra cosa -escribe Galileo, describiendo la cara de la Luna- que no debo omitir, porque la vi no sin cierta admiración, a saber, que casi en el centro de la Luna hay una cavidad más grande que todas las demás, y de forma perfectamente redonda. La he observado cerca, tanto del primero como del último cuartos, y he intentado representarla tan correctamente como me ha sido posible en la segunda de las figuras de arriba [...]». […] El dibujo de Galileo atrae la atención de Kepler, que fue uno de los primeros en leer el ensayo de Galileo. Y comenta: «No puedo evitar preguntarme acerca del significado de la gran cavidad circular en lo que yo usualmente llamo el ángulo izquierdo de la boca. ¿Es obra de la naturaleza o de una mano adiestrada? Supongamos que hay seres vivos en la Luna (siguiendo los pasos de Pitágoras y Plutarco me divertía jugar con esta idea, hace tiempo [...]). Seguramente no es contrario a razón que los habitantes expresen el carácter del lugar en que viven, que tiene montañas y valles mucho más grandes que los de nuestra Tierra. Por consiguiente, dotados de cuerpos muy pesados, también construirán proyectos gigantescos [...]» «He observado»; «he visto»; «me ha sorprendido»; «no puedo evitar preguntarme»; «me encantó»: así es como uno habla a un amigo o, en cualquier caso, a un ser humano vivo. El terrible Newton, que es más que nadie responsable de la plaga de profesionalismo que sufrimos hoy, empieza su primer escrito sobre los colores en un estilo muy similar. «[ ...] Al principio del año 1666 [...] me procuré un prisma triangular de cristal, para emprender con él los celebrados fenómenos de los colores. Y para ello, una vez ensombrecido mi aposento y hecho un pequeño agujero en la ventana para dejar pasar una cantidad conveniente de luz solar, coloqué mi prisma a la entrada de la luz para que pudiera ser refractada hacia la pared opuesta. Constituyó al principio un entretenimiento muy agradable ver los vivos e intensos colores que allí se producían; pero al cabo de un rato me apliqué a considerarlos con más circunspección. Quedé sorprendido al verlos en una forma alargada [...] Recuérdese que todos estos relatos son acerca de la naturaleza inanimada, fría, objetiva, «inhumana»; que son acerca de estrellas, prismas, lentes, la Luna, y que sin embargo están

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escritos de la manera más viva y fascinante, comunicando al lector un interés y una emoción que son los que el descubridor sintió al aventurarse inicialmente en los extraños mundos nuevos. Comparemos ahora con esto la introducción a un libro reciente, un best seller, Human Sexual Response, cuyos autores son W. H. Masters y V. E. Jonson […]. He elegido este libro por dos razones. En primer lugar, porque es de interés general. Destierra prejuicios que influyen no sólo en los miembros de alguna profesión, sino en la conducta cotidiana de una gran cantidad de gente aparentemente «normal». En segundo lugar, porque trata de un asunto que es nuevo y sin una terminología especial. También porque trata del hombre y no de las piedras o los prismas. De modo que podría esperarse un comienzo aún más vivo e interesante que el de Galileo, Kepler o Newton. En lugar de ello, ¿qué leemos? Tome nota, paciente lector. «En vista del obstinado apremio gonadal en los seres humanos, no deja de ser curioso que la ciencia muestre su singular timidez en el punto sobre el que pivota la fisiología del sexo. Quizás esta evasión [...]», etc. Esto ya no es un modo humano de hablar. Es el lenguaje del especialista. […] Obsérvese que el sujeto ha desaparecido enteramente. Ya no hay «me sorprendió mucho encontrar» o, puesto que los autores son dos, «nos sorprendió mucho encontrar», sino «es sorprendente encontrar», sólo que no expresado con términos tan sencillos como éstos. Obsérvese también hasta qué punto se mezclan en el discurso irrelevantes términos técnicos y llenan las frases de ladridos, gruñidos, aullidos y regüeldos antediluvianos. Se levanta un muro entre los escritores y sus lectores, no en virtud de una falta específica de conocimiento, ni porque los escritores no conozcan a sus lectores, sino de la intención, por parte de los autores, de expresarse con arreglo a algún curioso ideal profesional de objetividad. Y este feo, inarticulado e inhumano idioma se hace presente en todas partes y ocupa el lugar de una descripción más simple y directa. Así, en la página 65 del libro leemos que la mujer, al ser capaz de orgasmo múltiple, tiene a menudo que masturbarse una vez retirado su compañero para conseguir así la culminación del proceso fisiológico que le es característico. La mujer sólo se detendrá, quieren decir los autores, cuando se encuentre cansada. Esto es lo que quieren decir. Lo que realmente dicen es: «Por lo común, el agotamiento físico pone fin por sí solo a la sesión masturbatoria activa.» Usted no se masturba, usted tiene una «sesión masturbatoria activa». En la página siguiente se aconseja al hombre preguntar a la mujer lo que quiere o no quiere en lugar de intentar averiguarlo por su cuenta. «Él debería preguntarle a ella»: esto es lo que nuestros autores quieren hacernos saber. ¿Cuál es la frase que aparece en realidad en el libro? Lean: «El hombre será infinitamente más efectivo si anima a su compañera a vocalizar.» «Anima a vocalizar» en vez de «le pregunta». Bien: acaso alguien diga que los autores quieren ser precisos, que quieren dirigirse a sus compañeros de profesión más que al público en general y, naturalmente, tienen que emplear una jerga especial para hacerse entender. Por lo que respecta al primer punto, esto es, a la precisión, recuérdese, sin embargo, que los autores también dicen que el hombre será «infinitamente más efectivo», cosa que, considerando las circunstancias, no es ciertamente un enunciado muy preciso de los hechos. Y en cuanto al segundo punto, hay que decir que no se trata de la estructura de los órganos, ni de particulares procesos fisiológicos que puedan tener un nombre especial en medicina, sino de un asunto tan ordinario como preguntar. Además, Galileo y Newton se las arreglaron sin una jerga especial, aunque la física de su tiempo estaba altamente especializada y contenía muchos términos técnicos. Se las arreglaron sin una jerga especial, porque querían empezar de nuevo y porque eran lo suficientemente libres e inventivos como para, en lugar de dejarse dominar por las palabras, ser capaces ellos mismos de dominarlas. Masters y Johnson están en una situación muy parecida, pero no pueden hablar ya de manera directa, su sensibilidad y su talento lingüístico han sido deformados

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hasta tal extremo, que uno se pregunta si serán siquiera capaces de volver alguna vez a hablar un inglés normal. De manera semejante el uso frecuente de términos abstractos de disciplinas abstractas («comunicación», «sublevación») en asuntos que tratan de seres humanos obliga a que la gente crea que el ser humano puede reducirse a unos cuantos procesos asépticos y que cosas como la emoción o el entendimiento son elementos molestos, o, mejor aún, erróneas concepciones pertenecientes a un estadio más primitivo del conocimiento.

Hay poco que añadir. Tal y como yo entiendo esta broma, lo que el docente –y el investigador– debe tener claro es que dirigirse el gran público no debiera exigir un esfuerzo intelectual menor (o mayor) que hacerlo a un diplomático de carrera o a un catedrático de epistemología. Las reglas de la comunicación siempre son las mismas. En mi caso, procuro emplear un lenguaje preciso, incluso rico, pero no cultista o científico. Evitar el abuso de adjetivos y adverbios. Nunca escribir más de, digamos, 50 palabras en una misma frase. Emplear ejemplos oportunos. Ser ameno. Y por encima de todo, buscar la claridad expositiva y la complicidad del lector. O como dijera Don Quijote tres siglos largos antes que Feyerabend: “Llaneza, Sancho, que toda afectación es mala.”